BLOOD

william hill

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sábado, 10 de octubre de 2009

VELANDO EL CADÁVER

VELANDO EL CADÁVER
GUY DE MAUPASSANT

Había muerto sin agonía, tranquilamente, como mujer cuya vida fué irreprochable; y descansaba ahora en la cama boca arriba, cerrados los ojos, tranquilas sus facciones, los largos cabellos blancos cuidadosamente peinados cual si hubiese hecho su tocado diez minutos antes de morir, y toda su fisonomía de difunta tan recogida, tan reposada, tan resignada, que se comprendía que un alma tiernísima había habitado en aquel cuerpo, que aquella anciana serena había llevado la más tranquila de las existencias, que en su fin no había habido ni sacudidas ni remordimientos.
De rodillas junto al lecho mortuorio, su hijo, un magistrado de principios inflexibles, y su hija Margarita, en religión la hermana Eulalia, lloraban amargamente.
Desde su infancia les había inculcado una irreprochable moral, enseñándoles la religión sin debilidades y el deber sin transacción. Él, el varón, se había hecho magistrado, y blandiendo la ley sacudía sin piedad a los débiles, a los desfallecidos; ‘ella, la muchacha, empapada en la virtud que la había bañado en aquella familia austera, se había casado con Dios, disgustada de los hombres. No habían conocido a su padre; lo único que sabían era que había hecho a su madre desgraciada; y no tenían más detalles acerca de él.
La religiosa besaba locamente una de las manos de la muerta, una mano de marfil semejante a la del Cristo amortajado. Al otro lado del cuerpo tendido, la otra mano de la difunta parecía tener todavía la colcha estrujada con ese errante gesto que se llama el decisivo; y la ropa había allí conservado pequeñas arrugas, como un recuerdo de los movimientos que preceden a la eterna inmovilidad. Unos ligeros golpes dados en la puerta hicieron que se alzasen los dos trastornados rostros, y el sacerdote, que acababa de cenar, entró nuevamente. Estaba rojo, sofocado por los comienzos de la digestión, pues había echado mucho coñac en el café para luchar contra la fatiga de las pasadas noches y la de la noche de vela que comenzaba.
Parecía triste; en su rostro se veía esa falsa tristeza del eclesiástico para quien la muerte es una manera de ganarse la vida. Hizo la señal de la cruz, y acercándose con su gesto profesional:
—Aquí estoy, pobres hijos míos —murmuró—, dispuesto a ayudarlos a pasar estas tristes horas.
Pero sor Eulalia se levantó súbitaamente:
—Gracias, padre mío; mi hermano y yo deseamos quedar solos con ella. Son éstos los últimos instantes que la veremos, y deseamos estar los tres solos, como en otra época, como cuando..., cuando... cuando éramos niños y nuestra po..., pobre madre…
No pudo acabar; tantas eran sus lágrimas, de tal modo la oprimía el dolor.
El sacerdote se inclinó, más alegre, pensando en su cama.
—Como gustéis, hijos míos—dijo. Se arrodilló, se santiguó, rezó, se levantó y salió despacito, murmurando:
—¡Era una santa!
La difunta y sus hijos quedaron solos. Un oculto reloj producía en la sombra un ruido regular, y por la abierta ventana los suaves perfumes del heno y de la madera penetraban con un lánguido claror de luna. De la campiña no llegaba ningún sonido más que el de las notas volantes de los sapos y, a veces, el ronquido de un insecto nocturno que penetraba como una bala y chocaba en la pared. Una infinita paz, una divina melancolía y una silenciosa serenidad rodeaban a aquella difunta, pareciendo huir con ella y echarse fuera de allí apaciguando la propia Naturaleza.
De pronto, el magistrado, de rodillas siempre y con la cabeza oculta entre las ropas del lecho, con voz lejana, desgarradora, lanzada a través de las mantas y las sábanas, gritó:
—¡Madre, madre, madre!
Y la hermana, echándose contra el suelo, dando en el entarimado con su frente de fanática, convulsionada, retorcida, vibrante, como en una crisis de epilepsia, gimió:
—¡Jesús, Jesús, madre, Jesús! Y, sacudidos por un huracán de dolor, ambos jadeaban, gemían amargamente.
Mucho tiempo después se levantaron y se quedaron mirando el querido cadáver. Y los recuerdos, esos recuerdos lejanos, ayer tan dulces y hoy tan crueles, se presentaban en su imaginación con todos esos pequeños detalles olvidados, esos pequeños detalles íntimos y familiares que hacen vivir de nuevo al ser desaparecido. Recordaban circunstancias, palabras, sonrisas, entonaciones de voz de la que ya no volvería a hablarles. La tornaban a ver feliz y tranquila, se repetían las frases que en otro tiempo les dirigiera con un ligero movimiento de la mano que ella empleaba a veces, como para llevar el compás, cuando pronunciaba un discurso importante.
Y la amaban como nunca la habían amado. Y comprendían, midiendo su desesperación, hasta qué punto iban ahora a verse abandonados.
Luego, poco a poco, la fuerza de la crisis fue disminuyendo como las lluviosas calmas siguen a las borrascas en el agitado Océano, y se pusieron a llorar de un modo más suave.
Era su sostén, su guía, toda su juventud, toda la alegre parte de su existencia lo que desaparecía; era su lazo con la vida, la madre, la mamá, la carne creadora, el punto de unión con los abuelos que no tenían ya.
Ahora quedaban solitarios, aislados; ya no podrían mirar tras sí.
La monja dijo a su hermano:
—Ya sabes que mamá tenía grande afición a leer sus viejas cartas; todas están ahí, en ese cajón. ¿No haríamos bien en leerlas a nuestra vez, reviviendo toda su vida en esta noche que hemos de pasar junto a ella? Sería como un camino del Calvario, como un conocimiento que haríamos con su madre, con nuestros viejos parientes desconocidos, cuyas cartas se encuentran ahí, y de quienes tan a menudo nos hablaba. ¿Te acuerdas?
*
Y tomaron del cajón unos diez legajos de papeles amarillentos, cuidadosamente sujetos y colocados unos contra otros. Depositaron encima de la cama estas reliquias y escogiendo una de ellas, sobre la cual estaba escrita la palabra «Padre», la abrieron y leyeron.
Eran esas viejas epístolas que se encuentran en los antiguos muebles familiares, esas epístolas que tienen el olor de otro siglo. La primera rezaba: «Querida mía»; y otra: «Mi hermosa hijita», y las otras: «Mi querida niña», y otras, por fin: «Mi querida hija.» Y de pronto la monja se puso a leer en voz alta, a leer nuevamente a la muerta su historia, todos sus dulces recuerdos. Y el magistrado, con un codo apoyado en la cama, le prestaba atención, fijos los ojos en su madre. Y el cadáver Inmóvil parecía feliz.
Interrumpiéndose, sor Eulalia dijo de pronto:
—Será menester meterlas en su tumba, hacerle un sudario de todo esto y amortajarla con él. Y cogiendo otro legajo, sobre el cual nada había escrito, principió a leer como antes. «Querida mía: Te amo hasta la locura. Desde ayer sufro como un condenado, achicharrado por tu recuerdo. Siento tus labios bajo los míos, tus ojos bajo mis ojos, tu carne bajo mi carne. ¡Te amo, te amo! Me has enloquecido. Mis brazos se abren, jadeo impulsado por un ansia inmensa de poseerte nuevamente. He conservado en mi boca el sabor de tus besos...»
El magistrado se había puesto en píe; la monja se interrumpió; le arrancó la carta, buscó la firma. No la llevaba el papel; sólo se leían estas palabras: «El que te adora»; el nombre era «Enrique». Su padre se llamaba Renato. Entonces el hijo, con rápidas manos, revolvió el paquete de cartas, tomó otra y leyó:
«No puedo vivir sin tus caricias...»
Y en pie, severo como en su tribunal, miró impasible a la muerta. La monja, erguida como una estatua, con algunas olvidadas lágrimas en los extremos de los ojos, contemplando a su hermano, esperaba. El atravesó entonces el aposento andando despacio, llegó a la ventana y, con la mirada perdida en la noche, meditó.
Cuando volvió la cabeza, sor Eulalia, ya secos los ojos, permanecía en pie, junto al lecho, baja la cara.
El avanzó, recogió vivamente las cartas y las fué echando revueltas en el cajón; en seguida corrió los cortinajes de la cama.
Y cuando el día hizo palidecer las bujías que ardían sobre la mesa, el hijo abandonó lentamente su sillón y, sin mirar ni una vez más a la madre, que había, condenándola, separado de ellos, dijo lentamente:
—Ahora, hermana mía, salgamos de aquí.

LA CASA TELLIER

LA CASA TELLIER
GUY DE MAUPASSANT

I

Se iba allá todas las noches, a eso de las once, como al café, sencillamente.
Se reunían allí seis u ocho, siempre los mismos, no juerguistas, sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes de la ciudad, y tomaban un chartreuse bromeando un poco con las chicas, o bien charlaban seriamente con Madame, a quien todo el mundo respetaba.
Después se marchaban a acostarse antes de medianoche. Los jóvenes se quedaban algunas veces.
La casa era familiar, muy pequeña, pintada de amarillo, en la rinconada de una calle detrás de la iglesia de San Esteban; y por las ventanas se divisaba la dársena, llena de navíos que descargaban; la gran salina, llamada «el Embalse», y, detrás, la cuesta de la Virgen, con su vieja capilla gris.
Madame, oriunda de una buena familia campesina del departamento del Eure, había aceptado aquella profesión exactamente igual que si se hubiera hecho modista o costurera. El prejuicio del deshonor ligado con la prostitución, tan violento y vivaz en las ciudades, no existe en la campiña normanda. El campesino dice: «Es un buen oficio», y envía a su hija a regentar un harén de chicas como la enviaría a dirigir un pensionado de señoritas.
La casa, por lo demás, la habían recibido en herencia de un viejo tío que la poseía, Monsieur y Madame, antes posaderos cerca de Yvetot, habían liquidado inmediatamente el negocio, considerando el de Fécamp más ventajoso para ellos; y habían llegado una buena mañana para encargarse de la dirección de la empresa que periclitaba en ausencia de sus dueños.
Eran buenas personas que se hicieron querer enseguida por su personal y por los vecinos.
El hombre murió de una congestión dos años después. Su nueva profesión, al reducirlo a la molicie y la inmovilidad, le hizo engordar mucho, y la salud lo había ahogado.
Madame, desde su viudez, era deseada en vano por todos los parroquianos del establecimiento; pero se la suponía, absolutamente formal, y ni sus propias pupilas habían logrado descubrir nada.
Era alta, metida en carnes, agraciada. Su tez, palidecida en la oscuridad de aquella mansión siempre cerrada, brillaba como bajo un barniz grasiento. Una rala corona de cabellos indómitos, postizos y rizados, rodeaba su frente y le daba un aspecto juvenil que contrastaba con: la madurez de sus formas. Invariablemente alegre y de rostro abierto, bromeaba de buen grado, con un matiz de comedimiento que sus nuevas ocupaciones no habían podido hacerle perder. Las palabrotas le seguían chocando un poco, y cuando un muchacho mal educado llamaba por su nombre al establecimiento que dirigía, se enfadaba, escandalizada. En fin, tenía un alma delicada, y aunque trataba a sus mujeres como amigas, repetía de buen grado que «no todas estaban cortadas por el mismo patrón».
A veces, entre semana, salía en un coche de punto con una fracción de su tropa; e iban a retozar sobre la hierba a orillas del riachuelo que corre en la hondonada de Valmont. Eran entonces como escapatorias de colegialas, con carreras locas, juegos infantiles, toda una alegría de reclusas embriagadas por el aire libre. Comían embutidos sobre el césped, bebían sidra, y regresaban al caer la noche con una fatiga deliciosa, un dulce enternecimiento; y en el coche besaban a Madame como a una bonísima madre, llena de mansedumbre y complacencia.
La casa tenía dos entradas. En la rinconada, una especie de café de mala nota se abría, por la noche, para la gente del pueblo y los marineros. Dos de las personas encargadas del especial comercio del lugar estaban destinadas en particular a las necesidades de esta parte de la clientela. Servían, con ayuda del camarero, llamado Fréderic, un rubito imberbe y fuerte como un toro, los cuartillos de vino y las cervezas sobre las mesas de mármol tambaleantes, y, con los brazos al cuello de los bebedores, sentadas de través sobre sus piernas, inducían a consumir. Las otras tres damas (no eran sino cinco), constituían una especie de aristocracia, y estaban, reservadas para la compañía del primero, a menos que se las necesitara abajo y que el primero estuviera vacío.
El salón de Júpiter, donde se reunían los burgueses del lugar,.estaba tapizado de papel azul y adornado con un gran dibujo que representaba a Leda tendida bajo un cisne. Se llegaba a aquel sitio por una escalera de caracol que terminaba en una puerta estrecha, humilde en apariencia, que daba a la calle, y sobre la cual brillaba toda la noche, tras un enrejado, un farolillo como los que se encienden aún en ciertas ciudades a los pies de las vírgenes empotradas en los muros. El edificio, húmedo y viejo, olía ligeramente a moho. A veces una ráfaga de agua de colonia pasaba por los corredores, o bien una puerta entreabierta abajo hacía estallar en toda la casa, como la explosión de un trueno, los gritos populacheros de los hombres, sentados en la planta baja, provocando en los señores del primero una mueca inquieta y asqueada.
Madame, familiar con los clientes amigos, no abandonaba nunca el salón, y se interesaba por los rumores de la ciudad que le llegaban gracias a ellos. Su conversación seria contrastaba mucho con las charlas desordenadas de las tres mujeres; era como un descanso en el gracejo picarón de los barrigudos individuos que se entregaban cada noche al desenfreno honesto y mediocre de tomar una copa de licor en compañía de mujeres públicas.
Las tres damas del primero se llamaban Fernande, .Raphaéle y Rosa la Marraja.
Como el personal era reducido, habían tratado de que cada una de ellas fuese como una muestra, un compendio de un tipo femenino, con el fin de que cualquier consumidor pudiera encontrar allí, más o menos, la realización de su ideal.
Fernande representaba la hermosa rubia, muy grande, casi obesa, fofa, una hija del campo cuyas pecas se negaban a desaparecer, y cuya cabellera de estopa, corta, clara y sin color, semejante a cáñamo peinado, le cubría insuficientemente el cráneo.
Raphaéle, una marsellesa, furcia de puertos de mar, hacía el papel indispensable de la bella judía, flaca, con pómulos salientes embadurnados de rojo. Su pelo negro, abrillantado con médula de buey, formaba caracoles sobre sus sienes. Sus ojos hubieran parecido bonitos de no estar el derecho marcado por una nube. Su nariz arqueada caía sobre una mandíbula acentuada, donde dos dientes nuevos, arriba, desentonaban al lado de los de abajo, que habían adquirido al envejecer un tinte oscuro como las maderas viejas.
Rosa la Marraja, una bolita de carne toda vientre, con piernas minúsculas, cantaba desde la mañana hasta la noche, con voz cascada, coplas alternativamente picarescas y sentimentales; contaba historias interminables e insignificantes, sólo dejaba de hablar para comer, y de comer para hablar; estaba siempre moviéndose, ágil como una ardilla, pese a sus grasas y a la exigüidad de piernas; y su risa, una cascada de, gritos agudos, estallaba sin cesar, por aquí, por allá, en una habitación, en el desván, en el café, en todas partes, por cualquier motivo.
Las dos mujeres de la planta baja, Louise, apodada la Pájara, y Flora, llamada Balancín, porque cojeaba un poco, la una siempre de Libertad, con un cinturón tricolor, la otra de española de fantasía, con cequíes de cobre que bailaban en su pelo zanahoria a cada uno de sus pasos desiguales, tenían pinta de cocineras vestidas para un carnaval. Semejantes a todas las mujeres del pueblo, ni más feas ni más guapas, auténticas criadas de mesón, se las designaba en el puerto con el mote de las dos Bombas.
Una paz celosa, aunque raramente turbada, reinaba entre estas cinco mujeres, gracias a la prudencia conciliadora de Madame y a su inagotable buen humor.
El establecimiento, único en la población, era frecuentado con asiduidad. Madame había sabido imprimirle un aire tan formal, se mostraba tan amable, tan atenta con todo el mundo, su buen corazón era tan conocido, que la rodeaba una especie de consideración. Los parroquianos se metían en gastos por ella, exultaban cuando ella les testimoniaba una amistad más marcada; y cuando se encontraban durante el día para sus asuntos, se decían: «Hasta esta noche, donde usted sabe», como quien dice: «En el café, ¿no?, después de cenar».
En fin, la Casa Tellier era un recurso, y rara vez faltaba alguno a la cita cotidiana.
Ahora bien, una noche, a finales del mes de mayo, el primero en llegar, el señor Poulin, comerciante en maderas y ex alcalde, encontró la puerta cerrada. El farolillo, tras su enrejado, no brillaba; ni el menor ruido salía de la vivienda, que parecía muerta. Llamó, suavemente al principio, con más fuerza a continuación; nadie respondió. Entonces subió por la calle a pasitos cortos, y cuando llegó a la plaza del Mercado, se encontró con el señor Duvert, el armador, que se dirigía al mismo lugar. Regresaron juntos, sin mayor éxito. Pero un gran estruendo estalló de pronto muy cerca de ellos, y dando la vuelta a la casa distinguieron un grupo de marineros ingleses y franceses que descargaban puñetazos en los postigos cerrados del café.
Los dos burgueses escaparon al punto para no verse comprometidos; pero un ligero «chist» los detuvo: era el señor Tournevau, el. de las salazones, que, habiéndoles reconocido, les chistaba. Le comunicaron la cosa, con lo cual se quedó muy afectado, puesto que él, casado, padre de familia y muy vigilado, no iba allí más que los sábados; «securitatis causa», decía, aludiendo a una medida de policía sanitaria cuyas periódicas repeticiones le había revelado el doctor Borde, amigo suyo. Era cabalmente su noche e iba así a encontrarse privado toda la semana.
Los tres hombres dieron un largo rodeo hasta el muelle; encontraron por el camino al joven Philippe, hijo del banquero, otro parroquiano, y al señor Pimpesse, el recaudador. Todos juntos regresaron entonces por la calle «de los Judíos» para hacer una última tentativa. Pero los exasperados marineros tenían sitiada la casa, tiraban piedras, chillaban, y los cinco clientes del primer piso, desandando su camino lo más pronto posible, empezaron a vagar por las calles. Encontraron aún al señor Dupuis, el.agente de seguros después al señor Vasse, juez del tribunal de comercio; y se inició un largo paseo que los condujo primero a la escollera. Se sentaron en fila sobre el parapeto de granito y miraron cabrillear las ondas. La espuma, en la cresta de las olas, ponía en la sombra blancuras luminosas, apagadas casi al tiempo que surgidas, y el ruido monótono del mar rompiéndose contra las rocas se prolongaba en la noche a lo largo de todo el acantilado. Cuando los tristes paseantes hubieron permanecido allí algún tiempo, el señor Tourneveau, declaró: «Esto no es divertido». «Claro que no», replicó el, señor, Pimpesse; y se marcharon a pasitos cortos.
Tras haber bordeado la calle que domina la costa, y que se llama «Souslebois», regresaron por el puente de planchas sobre el Embalse, pasaron cerca del ferrocarril y desembocaron de nuevo en la plaza del Mercado, donde se inició de repente una disputa entre el recaudador y Pimpesse, y el de las salazones, Tournevau, a propósito de una seta comestible que uno de ellos afirmaba haber encontrado en las cercanías.
Los ánimos estaban agriados por el aburrimiento, y quizá hubieran llegado a las manos de no interponerse los otros. El señor Pimpesse, furioso, se retitó; y al punto un nuevo altercado surgió entre el ex alcalde, Poulin, y el agente de seguros, Dupuis, sobre el sueldo del recaudador y los beneficios que éste podía procurarse. Llovían por ambas partes frases injuriosas, cuando se desencadenó una tempestad de gritos formidables, y la tropa de marineros, cansados de esperar en vano ante una casa cerrada, desembocó en la plaza. Iban del brazo, de dos en dos, formando una larga procesión, y vociferaban furiosamente. El grupo de burgueses se disimuló en un portal, y la horda rugiente desapareció en dirección a la abadía. Largo rato se oyó aún el clamor decreciente, cual huracán que se aleja; y el silencio se restableció.
Poulin y Dupuis, indignados el uno con el otro, se marcharon cada cual por su lado, sin saludarse.
Los otros cuatro reanudaron la marcha y bajaron instintivamente hacia el establecimiento Tellier. Seguía cerrado, mudo, impenetrable. Un borracho, tranquilo y obstinado, daba golpecitos en el escaparate del café, después se detenía para llamar a media voz al camarero, Frédéric. Viendo que no le respondían, decidió sentarse en el escalón de la puerta y esperar acontecimientos.
Los burgueses iban ya a retirarse cuando la banda tumultuosa de los hombres, del puerto reapareció por el extremo de la calle. Los marineros franceses berreaban la Marsellesa, los ingleses, el Rule Britannia. Se produjo un alud. general contra los muros, después la marea de bestias prosiguió su curso. hacia el muelle, donde se entabló, una batalla entre los marinos de las dos naciones. De la riña, un inglés salió con un brazo roto y un francés con la nariz partida.
El borracho, que se había quedado ante la puerta, lloraba ahora como lloran los curdas o los niños contrariados.
Los burgueses se dispersaron por fin.
Poco a poco volvió la calma a la ciudad perturbada. De trecho en trecho, todavía a veces, se alzaba un ruido de voces, después se extinguía en lontananza.
Sólo un hombre seguía vagando: el señor Tournevau, el salazonero, desolado por tener que esperar al sábado siguiente; confiaba en no sé qué azar, sin entender nada, exasperándose de que la policía dejara cerrar así un establecimiento de utilidad pública que vigila y tiene bajo su custodia.
Regresó allí, olfateando los muros, buscando la razón, y se dio cuenta de que en el sobradillo había un papel pegado. Encendió en seguida una cerilla y leyó estas palabras trazadas con una gran letra desigual: «Cerrado a causa de primera comunión».
Entonces se alejó, comprendiendo que se había acabado.
El borracho ahora dormía, tumbado cuan largo era, atravesado en la puerta inhospitalaria.
Y al día siguiente todos los parroquianos, uno tras otro, encontraron la manera de pasar por la calle con papeles bajo el brazo para despistar; y de una ojeada furtiva, cada cual leía el misterioso aviso: «Cerrado a causa de primera comunión».
II
Es que Madame tenía un hermano carpintero establecido en su pueblo natal, Virville, en el Eure. En la época en que Madame era aún posadera en Yvetot, había sacado de pila a la hija de ese hermano, a la que llamó Constance, Constance Rivet, pues ella era una Rivet por parte de padre. El carpintero, que sabia que su hermana estaba en buena posición, no la perdía de vista, aunque no se encontraran a menudo, retenidos ambos por sus ocupaciones y viviendo además lejos uno de otra. Pero como la chiquilla iba a cumplir doce años, y hacía ese año la primera comunión, aprovechó la oportunidad para un acercamiento, y escribió a su hermana que contaba con ella para la ceremonia. Como sus ancianos padres habían muerto, no podía negárselo a su ahijada; aceptó. Su hermano, que se llamaba Joseph, esperaba que a fuerza de atenciones llegaría tal vez a conseguir que hiciera testamento a favor de la cría, pues Madame no tenía hijos.
La profesión de su hermana no le inspiraba el menor escrúpulo, y, por otra parte, nadie en el pueblo sabía nada. Se decía solamente, al hablar de ella: «La señora Tellier es una burguesa de Fécamp», lo cual dejaba suponer que podía vivir de sus rentas. De Fécamp a Virville había por lo menos veinte leguas; y veinte leguas de tierra son más difíciles de salvar para los campesinos que el océano para un ser civilizado. La gente de Virville jamás había pasado de Ruán; nada atraía a la de Fécamp a un pueblecito de quinientos hogares, perdido en medio de las llanuras, y que formaba parte de otro departamento. En fin, no sabían nada.
Pero al acercarse la fecha de la comunión, Madame se encontró en un grave aprieto. No tenia encargada, y le inquietaba mucho dejar la casa, aunque fuera un día. Todas las rivalidades entre las damas de arriba y las de abajo estallarían infaliblemente; además, Frédéric se emborracharía sin duda, y cuando estaba achispado fastidiaba a la gente por un quítame allá esas pajas. Por fin se decidió a llevarse a todo su personal, salvo al camarero, a quien dio permiso hasta dos días después.
Consultado, el hermano, no se opuso en lo más mínimo, y se encargó de alojar a la entera compañía por una noche. Así, pues, el sábado por la mañana el tren exprés de las ocho se llevaba a Mádame y sus compañeras en un vagón de segunda clase.
Hasta Beuzeville estuvieron solas y charlaron como cotorras. Pero en aquella estación subió una pareja. El hombre, un viejo campesino vestido con una blusa azul, de cuello plisado, mangas anchas ajustadas en los puños y adornadas con un pequeño bordado blanco, tocado con un antiguo sombrero de copa alta, cuyo pelo rojizo parecía erizado, llevaba en una mano un inmenso paraguas verde, y en la otra una amplia cesta que dejaba asomar las cabezas asustadas de tres patos. La mujer, muy tiesa, con su rústico atavío, tenía una fisonomía de gallina, con una nariz puntiaguda como un pico. Se sentó frente a su hombre y allí se quedó sin moverse, sobrecogida al encontrarse entre tan elegante compañía.
Había, en efecto, en el vagón un deslumbramiento de colores brillantes. Madame, toda de azul, de seda azul de los pies a la cabeza, llevaba encima un chal de falsa cachemira francesa, rojo, cegador, fulgurante. Fernande resoplaba dentro de un traje escocés, cuyo corpiño, abrochado con todas sus fuerzas por sus compañeras, alzaba su desplomado pecho en una doble cúpula siempre agitada que parecía líquida bajo la tela.
Raphaéle, con un tocado emplumado que simulaba un nido lleno de pájaros, llevaba un atuendo lila,.con lentejuelas de oro, algo oriental que le sentaba bien a su fisonomía de judía. Rosa la Marraja, con falda rosa de anchos volantes, tenía pinta, de niña demasiado gorda, de enana obesa; y las dos Bombas parecían haberse cortado sus extrañas vestimentas en viejas cortinas de ventana, esas viejas cortinas rameadas de la época de la Restauración.
En cuanto ya no estuvieron solas en el departamento las damas adoptaron un comportamiento serio, y se pusieron a hablar de cosas elevadas para causar buena impresión. Pero en Bolbec apareció un señor de rubias patillas, con sortijas y una cadena de oro, que colocó en la red, sobre su cabeza, varios paquetes envueltos en hule. Tenia un aspecto bromista y campechano. Saludó, sonrió y preguntó con desenvoltura: «¿Las señoras cambian de guarnición?» Esta pregunta sembró en el grupo una confusión embarazada. Madame recobró por fin su aplomo y respondió secamente para vengar el honor del cuerpo: «¡Podría usted ser más educado!» El se disculpó: «Perdón, quería decir de monasterio». Madame, no hallando nada que replicar, o quizá considerando suficiente la rectificación, hizo un digno saludo apretando los labios.
Entonces el señor, que se encontraba sentado entre Rosa la Marraja y el viejo campesino, se puso a guiñarles el ojo a los tres patos, cuyas cabezas salían de la gran cesta; después, cuando notó que tenía cautivado a su público, empezó a hacerles cosquillas a los animales bajo el pico, lanzándoles frases graciosas para alegrar a la compañía: «¡Hemos dejado nuestra charcharca! , ¡cua, cua, cua!, para conocer el asaasador, ¡cua, cua, cua! » Los desdichados animales giraban el cuello, con el fin de evitar sus caricias; hacían espantosos esfuerzos por salir de su prisión de mimbre; después, de pronto, los tres juntos lanzaron un lamentable grito de angustia: « ¡Cua, cua, cua, cua! » Hubo una explosión de risas entre las mujeres. Se inclinaban, se empujaban para ver; se interesaban locamente por los patos, y el señor redoblaba su gracia, su ingenio y sus arrumacos.
Rosa se metió y besó a los tres animales en la nariz, inclinándose sobre las piernas de su vecino. En seguida cada mujer quiso besarlos a su vez; y el señor sentaba a las damas en sus rodillas, las hacía saltar, las pellizcaba; de repente empezó a tutearlas.
Los dos campesinos, más espantados aún que sus patos, revolvían los ojos como endemoniados, sin atreverse a hacer un movimiento, y sus viejos rostros arrugados no tenían una sonrisa ni un estremecimiento.
Entonces el señor, que era viajante, ofreció en broma tirantes a las damas, y apoderándose de uno de sus paquetes, lo abrió. Era una argucia, el paquete contenía ligas.
Las había de seda, azul, de seda rosa, de seda roja, de seda violeta, de seda malva, de seda amapola, con hebillas de metal formadas por dos amorcillos enlazados y dorados. Las chicas lanzaron gritos de gozo, después examinaron las muestras, ganadas por la seriedad natural de toda mujer que manosea un artículo de tocador. Se consultaban con la mirada o con una palabra cuchicheada, se respondían igual, y Madame manejaba con ansia un par de ligas naranja, más anchas, más imponentes que las otras: verdaderas ligas de ama.
El señor esperaba, acariciando una idea: «Vamos, gatítas, dijo, hay que probarlas». Hubo una tempestad de exclamaciones; y se apretaban las faldas entre las piernas, como si hubieran temido que las violentaran. El, tranquilo, esperaba su hora. Declaró: «Pues si ustedes no quieren, vuelvo a embalarlas». Después, muy finamente: «Regalaría un par, a elegir, a las que se las probaran». Pero ellas no querían, muy dignas, con el busto erguido. Las dos Bombas, sin embargo, parecían tan desdichadas, que él renovó su proposición. Flora Balancín, sobre todo, atormentada por el deseo, vacilaba visiblemente. El la apremió: «Vamos, chica, un poco de valor; mira, el par lila iría bien con tu vestido». Entonces ella se decidió, y levantándose las faldas enseñó una recia pierna de vaquera, mal calzada, con una media ordinaria. El señor, bajándose, abrochó la liga primero bajo la rodilla, después por encima; y cosquilleaba suavemente a la chica para hacerle lanzar grititos con bruscos estremecimientos. Cuando hubo acabado le dio el par lila y preguntó: «¿A quién le toca?» Todas juntas gritaron: « ¡A mí! ¡A mí! » Empezó por Rosa la Marroja, que descubrió una cosa informe, completamente redonda, sin tobillo, una verdadera «morcilla de pierna», como decía Raphaéle. Fernande fue felicitada por el viajante, a quien entusiasmaron sus poderosas columnas. Las flacas tibias de la bella judía tuvieron menos éxito. Louise la Pájara, de broma, tapó la cabeza del caballero con su falda; y Madame se vio obligada a intervenir para acabar con aquella farsa inconveniente. Por fin, la propia Madame extendió su pierna, una hermosa pierna normanda, gruesa y musculosa; y el viajero, sorprendido y encantado, se quitó galantemente el sombrero para saludar aquella señora pantorrilla, como un verdadero caballero francés.
Los dos campesinos, inmovilizados por el asombro miraban de lado, con un solo ojo; y se parecían tan por entero a unos pollos que el hombre de las patillas rubias, al levantarse, les soltó en la nariz un «quiquiriquí», lo cual desencadenó de nuevo un huracán de gozo.
Los viejos bajaron en Motteville, con su cesta, sus patos y su paraguas; y se oyó a la mujer decirle a su hombre al alejarse: «Son perdidas que van a ese condenado París».
El gracioso viajante portafardos bajó por su parte en Ruán, tras haberse mostrado tan grosero, que Madame se vio obligada a ponerlo agriamente en su lugar. Ella añadió, como moraleja: «Eso nos enseñará a no charlar con el primero que aparezca».
En Oissel cambiaron de tren, y encontraron en la siguiente estación a Joseph Rivet, que las esperaba con una gran carreta llena de sillas y tirada por un caballo blanco.
El carpintero besó educadamente a todas las señoras y las ayudó a montar al carro. Tres se sentaron en tres sillas, al fondo; Raphaéle, Madame y su hermano, en las tres sillas de delante, y Rosa, al no disponer de asiento, se acomodó lo mejor que pudo en las rodillas de la gran Fernande; después el carruaje se puso en marcha. Pero en seguida el trote irregular del jaco sacudió tan terriblemente el coche, que las sillas empezaron a bailar, lanzando a las viajeras por los aires, a la derecha, a la izquierda, con movimientos de peleles, muecas asustadas, gritos de espanto, cortados de repente por una sacudida más fuerte. Se aferraban a los costados del vehículo; los sombreros se les caían a la espalda, sobre la nariz o hacia el hombro; y el caballo blanco seguía andando, alargando la cabeza y con la cola tiesa, una pequeña cola de rata sin pelos con la que se golpeaba las ancas de vez en cuando. Joseph Rivet, con un pie estirado sobre el varal, la otra pierna replegada debajo, los codos muy levantados, sujetaba las riendas, y de su garganta escapaba a cada instante una especie de cloqueo que, haciendo enderezar las orejas al jaco, aceleraba su marcha.
A ambos lados de la carretera se desplegaba la verde campiña. Las colzas en flor dibujaban de trecho en trecho un gran lienzo amarillo ondulante de donde se alzaba un sano y poderoso olor, un olor penetrante y dulce, llevado muy lejos por el viento. Entre el centeno ya crecido los acianos mostraban sus cabecitas azuladas que las mujeres querían coger, pero el señor Rivet se negó a pararse. A veces, además, todo un campo parecía regado con sangre, tan invadido estaba de amapolas. Y entre aquellas llanuras así coloreadas por las flores de la tierra, la carreta, que parecía llevar también un ramillete de flores de los más encendidos tonos, pasaba al trote del caballo blanco, desaparecía tras los grandes árboles de una granja, para reaparecer al final del follaje Y pasear de nuevo a través de las cosechas amarillas y verdes, salpicadas de rojo o azul, su deslumbrante carretada de mujeres que huía bajo el sol.
Daba la una cuando llegaron ante la puerta del carpintero.
Estaban rotas de fatiga y pálidas de hambre, pues no habían tomado nada desde la salida. La señora Rivet se precipitó, las ayudó a bajar una tras otra, besándolas en cuánto ponían el pie en tierra; y no se cansaba de besuquear a su cuñada, a quien deseaba acaparar. Comieron en el taller, desembarazado ya de los bancos para la comida del día siguiente.
Una buena tortilla a la que siguió una morcilla asada, rociada con buena sidra picante, devolvió la alegría a todo el mundo. Rivet, para brindar, había cogido un vaso, y su mujer servía, cocinaba, traía las fuentes, se las llevaba, murmurando al oído de cada una: «¿Tiene usted bastante?» Pilas de tablas pegadas a las paredes y montones de virutas barridas en los rincones difundían un perfume de madera cepillada, un olor de carpintería, ese hálito resinoso que penetra hasta el fondo de los pulmones.
Reclamaron a la cría, pero estaba en la iglesia y no volvería hasta la noche.
El grupo salió entonces a dar una vuelta por el pueblo.
Era un pueblecito atravesado por una carretera principal. Una decena de casas alineadas a lo largo de esta única calle albergaba los comercios del lugar: la carnicería, la tienda de ultramarinos, la carpintería, la taberna, la zapatería y la panadería. La iglesia, al final de esta especie de calle, estaba rodeada por un estrecho cementerio; y cuatro tilos descomunales, plantados ante el pórtico, la sombreaban por entero. Estaba construida con sílex labrado, sin el menor estilo, y rematada por un campanario de pizarra. Detrás de ella recomenzaba el campo, cortado aquí y allá por grupos de árboles que ocultaban las granjas.
Rivet, ceremonioso, aunque llevaba su ropa de trabajo, daba el brazo a su hermana a quien paseaba con solemnidad. Su mujer, muy emocionada con el traje dé hilillos dorados de Raphaéle, se había situado entre ésta y Fernande. La rechoncha Rosa trotaba detrás con Louise la Pájara y Flora Balancín, que cojeaba, extenuada.
Los vecinos salían a las puertas, los niños interrumpían sus juegos, una cortina alzada dejaba entrever una cabeza tocada con un gorro de indiana; una vieja con muletas y casi ciega se santiguó como al paso de una procesión; y cada cual seguía un buen rato con la mirada a todas las hermosas damas de la ciudad que habían llegado de tan lejos para la primera comunión de la cría de Joseph Rivet. Una inmensa consideración recaía de rebote sobre el carpintero.
Al pasar por delante de la iglesia, oyeron cantos infantiles: un cántico gritado hacia el cielo por vocecitas agudas; pero Madame les impidió entrar, para no perturbar a aquellos querubines. Tras una vuelta por el campo y la enumeración de las principales fincas, del rendimiento de la tierra y de la producción del ganado, Joseph Rivet hizo volver a su rebaño de mujeres y lo instaló en su vivienda.
Como había muy poco sitio, las habían distribuido en las habitaciones de dos en dos.
Rivet, por esta vez, dormiría en el taller, sobre las virutas; su mujer compartiría su cama con su cuñada y, en el cuarto contiguo, Fernande y Raphaéle descansarían juntas. Louise y Flora estaban instaladas en la cocina en un colchón tirado en el suelo; y Rosa ocupaba sola un cuartucho interior encima de la escalera, junto a la entrada de un estrecho camaranchón donde dormiría, esa noche, la comulgante.
Cuando la chiquilla volvió, cayó sobre ella una lluvia de besos; todas las mujeres querían acariciarla, con ese necesidad de expansión tierna, ese hábito profesional de zalamerías que, en el vagón, las había hecho a todas besar a los patos. Cada una la sentó en sus rodillas, manoseó su fino pelo rubio, la estrechó entre sus brazos con impulsos de cariño vehemente y espontáneo. La niña, muy buenecita, impregnada de piedad, como encerrada en sí por la absolución, se dejaba, paciente y recogida.
Como el día había sido penoso para todos, se acostaron inmediatamente después de cenar. Ese silencio ilimitado de los campos que parece casi religioso envolvía el pueblecito, un silencio tranquilo, penetrante, y que llegaba hasta los astros. Las chicas, acostumbradas a las veladas tumultuosas de la casa pública, se sentían emocionadas por el mudo reposo de la campiña dormida. Por su piel corrían estremecimientos, no de frío, sino estremecimientos de soledad procedentes de un corazón inquieto y turbado.
En cuanto estuvieron en la cama, de dos en dos, se abrazaron como para defenderse de aquella invasión del tranquilo y hondo sueño de la tierra. Pero Rosa la Marraja, sola en su cuartito interior, y poco habituada a dormir sin nadie entre los brazos, se sintió asaltada por una emoción vaga y penosa. Daba vueltas en su yacija, sin poder alcanzar el sueño, cuando oyó, tras el tabique de madera pegado a su cabeza, débiles sollozos como los de un niño que llora. Asustada, llamó débilmente, y una vocecita entrecortada le respondió. Era la cría que, acostumbrada a dormir en la habitación de su madre, tenía miedo en su estrecho camaranchón.
Rosa, encantada, se levantó, y despacito, para no despertar a nadie, fue a buscar a la niña. Se la llevó a su cama calentita, la estrechó contra su pecho abrazándola, la mimó, la rodeó con su ternura de exageradas manifestaciones, y después, calmada también ella, se durmió. Y hasta que se hizo de día la comulgante descansó su frente sobre el seno desnudo de la prostituta.
Ya a las cinco, con el Angelus, la campanita de la iglesia repicando al vuelo despertó a aquellas señoras que solían dormir toda la mañana, único descanso de sus fatigas nocturnas. Los campesinos de la aldea ya estaban de pie. Las mujeres del pueblo iban ajetreadas de puerta en puerta, charlaban vivamente, llevando con precaución cortos trajes de muselina almidonados como cartón, o cirios descomunales, con un lazo de seda galoneado de oro en el centro, y muescas en la cera para indicar el sitio de la mano. El sol ya alto brillaba en un cielo muy azul que conservaba hacia el horizonte un tono un poco rosado, como un débil rastro de la aurora. Familias de gallinas se paseaban delante de las casas; y, de trecho en trecho, un gallo negro de cuello lustroso alzaba su cabeza rematada de púrpura, batía las alas, y lanzaba al viento su canto de cobre que repetían los otros gallos.
Llegaban carretas de los municipios vecinos, descargando en el umbral de las puertas altas normandas de trajes oscuros, con una pañoleta cruzada sobre el pecho y sujeta por una joya de plata secular. Los hombres se habían puesto la blusa azul sobre la levita nueva o sobre el viejo traje de paño verde cuyos dos faldones asomaban por debajo.
Cuando los caballos estuvieron en las cuadras hubo así a lo largo de todo la carretera una doble fila de carricoches rústicos, carretas, cabriolés, tílburis, charabanes, coches de todas las formas y de todas las edades, tumbados de nariz o bien con el culo a tierra y los varales al cielo.
La casa del carpintero estaba llena de una actividad de colmena. Las señoras, con chambras y enaguas, con el pelo suelto a la espalda, un pelo endeble y corto que se hubiera dicho deslucido y raído por el uso, se ocupaban de vestir a la niña.
La pequeña, de pie sobre una mesa, no se movía, mientras la señora Tellier dirigía los movimientos de su batallón volante. La lavaron someramente, la peinaron, le pusieron la toca, la vistieron y, con ayuda de multitud de alfileres, dispusieron los pliegues del traje, ajustaron la cintura demasiado ancha, organizaron la elegancia del atuendo. Luego, cuando hubieron terminado, mandaron sentarse a la paciente recomendándole que no se moviese: y la agitada tropa de mujeres corrió a ataviarse a su vez.
La pequeña iglesia recomenzaba a tocar. Su frágil tañido de campana pobre ascendía hasta perderse en el cielo, como una voz demasiado feble, pronto ahogada en la inmensidad azul.
Las comulgantes salían por las puertas, iban hacia el edificio municipal que contenía las dos escuelas y el ayuntamiento, situado en una punta del pueblo, mientras que la «casa de Dios» ocupaba la otra punta.
Los padres, vestidos de gala, con una fisonomía torpe y esos movimientos inhábiles de los cuerpos siempre encorvados sobre el trabajo, seguían a sus retoños. Las chiquillas desaparecían entre una nube de tul nevoso parecido a nata batida, mientras que los hombrecitos, similares a camareros en embrión, con la cabeza encolada con fijador, caminaban con las piernas muy abiertas, para no manchar los pantalones negros.
Era un honor para una familia cuando gran número de parientes, llegados de lejos, rodeaban al niño; y así el triunfo del carpintero fue total. El regimiento Tellier, con el ama a la cabeza, seguía a Constance; el padre daba el brazo a su hermana, la madre marchaba al lado de Raphaéle, Fernande con Rosa, las dos Bombas juntas, y la tropa se desplegaba majestuosamente como un estado mayor con uniforme de gala.
El efecto en el pueblo fue fulminante.
En la escuela, las niñas se alinearon bajo la toca de la monja, los niños bajo el sombrero del maestro, un guapo mozo muy envarado; y se pusieron en marcha iniciando un cántico.
Los varoncitos que iban a la cabeza alargaban sus dos filas entre las dos hileras de coches desenganchados, las niñas los seguían en el mismo orden; y como todos los vecinos habían cedido el paso, por consideración, a las damas de la ciudad, éstas iban inmediatamente detrás de las crías, prolongando aún la doble línea de la procesión, tres a la derecha y tres a la izquierda, con sus atuendos brillantes como un castillo de fuegos artificiales.
Su entrada en la iglesia enloqueció a la población. Se empujaban, se volvían, se agolpaban para verlas. Y las devotas hablaban casi en voz alta, estupefactas ante el espectáculo de aquellas señoras más recargadas que las casullas de los chantres. El alcalde les ofreció su banco, el primer banco a la derecha junto al coro, y la señora Tellier ocupó un puesto en él con su cuñada, Fernande y Raphaéle. Rosa la Marraja y las dos Bombas se colocaron en el segundo banco en compañía del carpintero.
El coro de la iglesia estaba lleno de niños de rodillas, las chicas a un lado, los chicos al otro, y los largos cirios que llevaban en las manos parecían lanzas inclinadas en todos los sentidos.
Ante el facistol, tres hombres de pie cantaban con voz plena. Prolongaban indefinidamente las sílabas del sonoro latín, eternizando los Amén con aa indefinidas que el serpentón sostenía con su nota monótona lanzada sin fin, mugida por el instrumento de cobre de ancha boca. La voz aguda de un niño daba la réplica y, de vez en cuando, un sacerdote sentado en una silla de coro y tocado con un bonete cuadrado se levantaba, farfullaba algo y se sentaba de nuevo, mientras los tres cantores volvían a empezar, los ojos clavados en el grueso libro de canto llano abierto ante ellos y sostenido por las alas desplegadas de un águila de madera montada sobre un eje. Después se produjo un silencio. Toda la concurrencia, con un movimiento unánime, se puso de rodillas, y apareció el oficiante, viejo, venerable, de pelo blanco, inclinado sobre el cáliz que llevaba en la mano izquierda. Ante él marchaban los dos acólitos vestidos de rojo, y, detrás, apareció una muchedumbre de cantores de gruesos zapatos que se alinearon a los dos lados del coro.
Una campanilla tintineó en medio del gran silencio. Comenzaba el oficio divino. El sacerdote circulaba lentamente ante el tabernáculo de oro, hacía genuflexiones, salmodiaba con su voz cascada, temblona por la vejez, las oraciones preparatorias. En cuanto enmudecía, los cantores y el serpentón estallaban a la vez, y los hombres también cantaban en la iglesia, con voz menos fuerte, más humilde, como deben cantar los asistentes.
De pronto el Kyrie Eleison brotó hacia el cielo, lanzado por todos los pechos y todos los corazones. Granos de polvo y fragmentos de madera carcomida cayeron incluso de la antigua bóveda, sacudida por esta explosión de gritos. El sol que hería la pizarra del tejado convertía en un horno la pequeña iglesia; y una gran emoción, una ansiosa espera, la proximidad del inefable misterio, oprimían el corazón de los niños, ponían un nudo en la garganta de sus madres.
El sacerdote, que se había sentado un rato, volvió a subir hacía el altar y, destocado, cubierto con sus cabellos de plata, con gestos trémulos, se acercaba al acto sobrenatural.
Se volvió hacía los fieles y, con las manos extendidas hacia ellos, pronunció: Orate, fratres, «orad, hermanos». Oraban todos. El anciano cura balbucía ahora muy bajo las palabras misteriosas y supremas; la campanilla tañía una y otra vez; la muchedumbre prosternada llamaba a Dios; los niños desfallecían con inmensa ansiedad.
Entonces fue cuando Rosa, con la frente entre las manos, se acordó de repente de su madre, de la iglesia de su pueblo, de su primera comunión. Se creyó de vuelta a aquel día, cuando era tan pequeña, ahogada en su traje blanco, y se echó a llorar. Lloró suavemente al principío: lágrimas lentas salían de sus párpados, pero después, con los recuerdos, su emoción creció y, con el cuello hinchado, el pecho palpitante, sollozó. Había sacado el pañuelo, se enjugaba los ojos, se tapaba la nariz y la boca para no gritar: fue en vano; una especie de estertor salió de su garganta, y otros dos suspiros profundos, desgarradores, le respondieron, pues sus dos vecinas, inclinadas junto a ella, Louíse y Flora, oprimidas por las mismas remembranzas lejanas, gemían también entre torrentes de lágrimas.
Pero como las lágrimas son contagiosas, Madame, a su vez, sintió pronto húmedos los párpados y, volviéndose hacia su cuñada, vio que todo su banco lloraba también.
El sacerdote engendraba el cuerpo de Dios. Los niños no tenían ya ideas, arrojados sobre las losas por una especie de temor devoto, y, en la iglesia, de trecho en trecho, una mujer, una madre, una hermana, presa de la extraña simpatía de las emociones punzantes, trastornada también por aquellas hermosas damas de rodillas a quienes sacudían estremecimientos e hipos, humedecía su pañuelo de indiana de cuadros y, con la mano izquierda, se apretaba violentamente el corazón saltarín.
Como la pavesa que prende fuego a un campo maduro, las lágrimas de Rosa y sus compañeras alcanzaron en un instante a toda la muchedumbre. Hombres, mujeres, ancianos, jóvenes mozos con blusa nueva, pronto todos sollozaron, y sobre sus cabezas parecía ceñirse algo sobrehumano, un alma esparcida, el prodigioso hálito de un ser invisible y todopoderoso.
Entonces, en el coro de la iglesia, resonó un golpecito seco: la monja, golpeando su libro, daba la señal para la comunión; y los niños, tiritando con una fiebre divina, se aproximaron a la santa mesa.
Toda una fila se arrodillaba. El anciano cura, teniendo en la mano el copón de plata dorada, pasaba ante ellos, ofreciéndoles, entre dos dedos, la hostia consagrada, el cuerpo de Cristo, la redención del mundo. Ellos abrían la boca con espasmos, muecas nerviosas, los ojos cerrados, la cara muy pálida; y el largo lienzo extendido bajo sus barbillas temblaba como agua que corre. De pronto se propagó por la iglesia una especie de locura, un rumor de muchedumbre delirante, una tempestad de sollozos con gritos abogados. Pasó como esas ráfagas de viento que inclinan los bosques; y el sacerdote permanecía en pie, inmóvil, una hostia en la mano, paralizado por la emoción, diciéndose: «Es Dios, es Dios que está entre nosotros, que manifiesta su presencia, que desciende obediente a mi voz sobre su pueblo arrodillado». Y balbucía plegarias turbadas, sin encontrar las palabras, plegarias del alma, en un furioso impulso hacia el cielo.
Acabó de dar la comunión con tal sobreexcitación de fe que sus piernas desfallecían, y cuando él mismo hubo bebido la sangre de su Señor, se abismó en una loca acción de gracias.
A sus espaldas el pueblo se calmaba poco a poco. Los cantores, realzada su dignidad por la blanca sobrepelliz, reanudaban sus cantos con una voz menos segura, aún húmeda; y el propio serpentón parecía ronco como si el instrumento hubiese llorado también.
Entonces, el sacerdote, alzando las manos, hizo un gesto de que callasen, y pasando entre las dos hileras de comulgantes se acercó hasta la verja del coro.
La asamblea se había sentado entre un ruido de sillas, y ahora todos se sonaban con fuerza. En cuanto vieron al cura se hizo el silencio, y él empezó a hablar en tono muy bajo, vacilante, velado: «Queridos hermanos, queridas hermanas, hijos míos, os doy las gracias desde lo más hondo de mi corazón: acabáis de procurarme la mayor alegría de mi vida. He sentido a Dios que descendía sobre nosotros llamado por mí. Ha venido, estaba aquí, presente, llenando vuestras almas, haciendo desbordar vuestros ojos. Soy el sacerdote más viejo de la diócesis, y soy también, hoy, el más feliz. Un milagro se ha producido entre nosotros, un auténtico, grande, sublime milagro. Mientras Jesucristo entraba por primera vez en el cuerpo de estos chiquillos, el Espíritu Santo, el ave celestial, el hálito divino, se ha abatido sobre vosotros, se ha apoderado de vosotros, ha hecho presa en vosotros, curvados como cañas bajo la brisa».
Después, con voz más clara, volviéndose hacia los dos bancos donde se encontraban las invitadas del carpintero: «Gracias sobre todo a vosotras, queridísimas hermanas, que habéis venido de tan lejos, y cuya presencia entre nosotros, cuya visible fe, cuya viva piedad han sido para todos un saludable ejemplo. Sois la edificación de mi parroquia; vuestra emoción ha caldeado los corazones; sin vosotras, acaso, este gran día no habría tenido este carácter realmente divino. Basta a veces una sola oveja escogida para decidir al Señor a descender sobre el rebaño».
La voz le fallaba. Agregó: «Esa es la gracia que os deseo. Así sea». Y volvió a subir hacia el altar para terminar el oficio.
Ahora todos tenían prisa por marcharse. Los propios niños se agitaban, cansados de tan prolongada tensión del ánimo. Tenían hambre, además, y los padres se iban poco a poco, sin esperar al último evangelio, para terminar los preparativos de la comida.
Hubo un barullo a la salida, un barullo ruidoso, un guirigay de voces chillonas en las que cantaba el acento normando. La población formaba dos hileras, y cuando aparecieron los niños, cada familia se precipitó sobre el suyo.
Constance se encontró agarrada, rodeada, besada por todas las mujeres de la casa. Rosa, sobre todo, no se cansaba de abrazarla. Por fin la cogió de una mano, la señora Tellier se apoderó de la otra; Raphaéle y Fernande levantaron su larga falda de muselina para que no arrastrase por el polvo; Louise y Flora cerraban la marcha con la señora Rivet; y la niña, recogida, totalmente empapada del Dios que llevaba en sí, se puso en camino entre esta escolta de honor.
El festín estaba servido en el taller sobre largos tablones apoyados en caballetes.
La puerta abierta, que daba a la calle, dejaba entrar toda la alegría del pueblo. Se banqueteaba en todas partes. Por cada ventana se divisaban mesas de gente endomingada, y salían gritos de las casas que estaban de juerga. Los campesinos, en mangas de camisa, bebían vasos llenos de sidra pura, y en medio de cada grupo se veían dos niños, aquí dos niñas, allá dos muchachos, comiendo en casa de una de las dos familias.
A veces, bajo el pesado calor del mediodía, un charabán cruzaba el pueblo al trote saltarín de un vicio jato, y el hombre con blusa que conducía lanzaba una mirada de envidia a todo aquel despliegue de comilonas.
En casa del carpintero, la alegría conservaba cierto aire de reserva, un resto de la emoción de la mañana. Sólo Rivet estaba en forma y bebía sin medida. La señora Tellier miraba la hora a cada momento, pues para no haraganear dos días seguidos tenían que coger el tren de las tres y cincuenta y cinco, que las dejaría en Fécamp el atardecer.
El carpintero hacía toda clase de esfuerzos para desviar su atención y retener a su gente hasta el día siguíente; pero Madame no se dejaba distraer; y nunca bromeaba cuando se trataba de negocios.
En cuanto tomaron café, ordenó a sus pupilas que se preparasen a toda prisa; después, volviéndose hacia su hermano: «Y tú, a enganchar ahora mísmo»; y ella misma fue a ultimar sus preparativos.
Cuando volvió a bajar, su cuñada la esperaba para hablarle de la cría; y tuvo lugar una larga conversación en la cual no se decidió nada. La campesina trapaceaba, falsamente enternecida, y la señora Tellier, que tenía a la niña en sus rodillas, no se comprometía a nada, hacía vagas promesas, se ocuparían de ella, tenían tiempo, ya se verían otra vez.
Mientras tanto el coche no llegaba, y las mujeres no bajaban. Incluso se oían arriba grandes carcajadas, empujones, gritos, aplausos. Entonces, mientras la mujer del carpintero se dirigía a la cuadra para ver si el carruaje estaba preparado, Madame, por fin, subió.
Rivet, muy curda y semidesvestido, intentaba, aunque en vano, violentar a Rosa que se moría de risa. Las dos Bombas lo agarraban de los brazos, y trataban de calmarlo, chocadas por esta escena después de la ceremonia de la mañana; pero Raphaéle y Fernande lo excitaban, retorciéndose de gozo, sujetándose los costados; y lanzaban gritos agudos a cada uno de los esfuerzos inútiles del borracho. El hombre, furioso, con la cara roja, todo despechugado, sacudiéndose con violentos esfuerzos las dos mujeres aferradas a él, tiraba con todas sus fuerzas de la falda de Rosa farfullando: «Guarra, ¿no quieres?» Pero Madame, indignada, se abalanzó sobre su hermano, lo cogió de los hombros y lo desprendió tan violentamente que fue a darse contra la pared.
Un minuto después se le oía en el corral, bombeándose agua sobre la cabeza; y cuando reapareció en la carreta, ya estaba totalmente apaciguado.
Se pusieron en camino como la víspera, y el caballito blanco echó a andar con su paso vivo y danzarín.
Bajo el sol ardiente, la alegría adormecida durante la comida se liberaba. Las chicas se divertían ahora con los tumbos del carricoche, empujaban incluso las sillas de sus vecinas, estallaban en risas a cada instante, regocijadas ahora por las vanas tentativas de Rivet.
Una luz loca llenaba los campos, una luz reverberante a la vista; y las ruedas levantaban dos surcos de polvo que remolineaban un buen rato detrás del coche sobre la carretera.
De repente Fernande, a quien le gustaba la música, suplicó a Rosa que cantase; y ésta inició con alegre viveza el Gordo Cura de Meudon. Pero Madame la mandó callar al punto, opinando que la canción era poco decente para aquel día. Agregó: «Cántanos más bien algo de Béranger». Entonces Rosa, tras haber vacilado unos segundos, se decidió, y con voz gastada comenzó la Abuela:
Ma grandmère, un soir a sa féte
De vin pur ayant du deux doigts,
Nous disait, en branlant la tête:
Que d'amoureux j’'eus autrefoix!
Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps perdu!
Y el coro de chicas,. dirigido Por la Propia Madame, repitió:
Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps perdu!
«Eso, ¡bien dicho! » declaró Rivet, encendido por la cadencia; y Rosa continuó al punto: Quoi, maman, vous n’etiez pas sage?
-Non, vraiment!, et de mes appas,
Seule, à quinze ans, j’appris l’usage
Car, la nuit, je ne dormai pas (1)
Todos juntos aullaron el estribillo; Y Rivet golpeaba con el pie su varal, llevaba el compás con las riendas sobre el lomo del jaco blanco, que, como si también él se viera arrastrado por la vivacidad del ritmo, emprendió el galope, un galope tempestuoso, precipitando a las señoras, amontonadas unas sobre otras, al fondo del coche. Se levantaron riendo como locas. Y la canción continuó, berreada a grito pelado a través de la campiña, bajó el cielo ardiente, entre las cosechas que maduraban, al paso furioso del caballito que aceleraba ahora a cada repetición del estribillo, y se lanzaba cada vez cien metros al galope, para gran alegría de los viajeros.
De trecho en trecho, algún picapedrero se enderezaba, y miraba a través de su careta de alambre aquella carreta furiosa y aulladora que desaparecía entre la polvareda.
Cuando se apearon delante de la estación, el carpintero se enterneció: «Lástima, que os vayáis, lo habríamos pasado bien.»
Madame le respondió sensatamente: «Cada cosa a su tiempo, no puede uno divertirse siempre.» Entonces, una idea iluminó la mente de Rivet:. «Oye, dijo, iré a veros a Fécamp el mes que viene.» Y miró a Rosa con aire astuto, con ojos brillantes y pícaros. «Entonces, concluyó Madame, hay que portarse bien; ven si quieres, pero no hagas tonterías.»
El no respondió, y como se oía pitar el tren, se puso inmediatamente, a besar a todas. Cuando le llegó el turno a Rosa, se empeñó en buscar su boca, que ella, riendo con los labios cerrados, lo hurtaba cada vez con un rápido movimiento de lado. La tenía en sus brazos, pero no podía lograrlo, estorbado por el gran látigo que seguía entre sus manos y que, en sus esfuerzos, agitaba desesperadamente tras la espalda de la chica.
« ¡Los viajeros para Ruán, al tren! », gritó el empleado. Subieron.
Un breve silbido sonó, repetido enseguida por el silbato poderoso de la máquina que escupió ruidosamente su primer chorro de vapor mientras las ruedas empezaban a girar un poco con visible esfuerzo.
Rivet, al abandonar el interior de la estación, corrió a la barrera para ver una vez más a Rosa; y cuando el vagón lleno de aquella mercancía humana pasó ante él, se puso a restallar el látigo saltando y cantando con todas sus fuerzas:
Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps Perdu!
Después miró alejarse un pañuelo blanco que alguien agitaba.
III
Durmieron hasta la llegada, con el sueño apacible de las conciencias satisfechas; y cuando regresaron al hogar, remozadas, descansadas para la tarea de cada noche, Madame no pudo evitar decir: «Es igual, ya me estaba aburriendo en aquella casa.»
Cenaron deprisa, y después, cuando se hubieron puesto los trajes de combate, esperaron a los clientes habituales; y el farolillo encendido, el farolillo de virgen, indicaba a los transeúntes que el rebaño había vuelto al aprisco.
En un abrir y cerrar de ojos se difundió la noticia, no se sabe cómo, no se sabe a través de quién. Philippe, el hijo del banquero, llevó incluso su amabilidad hasta avisar por un recadero al señor Tournevau, encarcelado en su familia.
El salazonero tenía justamente cada domingo varios primos a cenar, y tomaban café cuando se presentó un hombre con una carta en la mano. El señor Tournevau, muy emocionado, rompió el sobre y palideció: sólo había estas palabras trazadas a lápiz: «Cargamento de bacalao hallado; navío entrado en puerto; buen negocio para usted. Venga pronto.»
Rebuscó en sus bolsillos, le dio veinte céntimos al portador y, ruborizándose de repente hasta las orejas, dijo. «Es necesario que salga.» Y tendió a su mujer el billete lacónico y misterioso. Tocó el timbre, y, cuando apareció la criada: «Rápido, mi abrigo, rápido, y mi sombrero.» En cuanto estuvo en la calle echó a correr silbando una canción, y el camino le pareció dos veces más largo, tan viva era su impaciencia.
El establecimiento Tellier tenía un aire festivo. En la planta baja las voces escandalosas de los hombres del puerto producían un estrépito ensordecedor. Louise y Flora no sabían a quién atender, bebían con uno, bebían con otro, se merecían más que nunca su mote de las «dos Bombas». Las llamaban a la vez de todas partes; ya no podían dar abasto a la tarea. Y la noche se les anunciaba laboriosa.
El cenáculo del primero estuvo completo a las nueve. El señor Vasse, el juez del tribunal de comercio, el pretendiente reconocido aunque platónico de Madame, charlaba en voz baja con ella, en un rincón; y sonreían ambos como si estuvieran a punto de llegar a un entendimiento. El señor Poulin, el exalcalde, tenía a Rosa a caballo sobre sus piernas; y ella, con la nariz pegada a la de él, paseaba sus manos cortas por las blancas patillas del hombrecillo. Un trozo de muslo desnudo aparecía bajo la falda de seda amarilla levantada, cortando el paño negro del pantalón, y las medias rojas estaban sujetas por unas ligas azules, regalo del viajante.
La voluminosa Fernande, tumbada en el sofá, tenía los dos pies sobre el vientre del señor Pímpesse, el recaudador, y el torso sobre el chaleco del joven Philippe, a cuyo cuello se aferraba con la mano derecha, mientras que en la izquierda sostenía un cigarrillo.
Raphaéle parecía en tratos con el señor Dupuis, el agente de seguros, y terminó la conversación con estas palabras: «Sí, querido, esta noche, acepto.» Después, dando ella sola una rápida vuelta de vals a través del salón: «Esta noche, todo lo que quieran», gritó.
La puerta se abrió bruscamente y apareció el señor Tournevau. Estallaron gritos entusiastas:
« ¡Viva Tournevau! »
Y Raphaéle, que seguía girando, fue a caer sobre su corazón. El la abrazó con formidable impulso y, sin decir una palabra, levantándola del suelo como una pluma, cruzó el salón, llegó a la puerta del fondo y desapareció por la escalera de las habitaciones con su fardo viviente, en medio de aplausos.
Rosa, que encandilaba al exalcalde, besándolo una y otra vez y tirándole de las dos patillas al mismo tiempo para mantener erguida su cabeza, aprovechó el ejemplo: «Vamos, haz como él», dijo. Entonces el hombrecillo se levantó y, ajustándose el chaleco, siguió a la chica rebuscando en el bolsillo donde dormía su dinero.
Fernande y Madame se quedaron solas con los cuatro hombres, y Philippe exclamó: «Invito a champán: señora Tellier, mande a buscar tres botellas.» Entonces Fernande, abrazándolo, le pidió al oído: «Vamos a bailar, ¿eh?, ¿quieres?» El se levantó, y, sentándose ante la espineta secular dormida en un ángulo, hizo brotar un vals, un vals ronco, lacrimoso, del vientre plañidero del chisme. La voluminosa chica enlazó al recaudador, Madame se abandonó en los brazos del señor Vasse; y las dos parejas giraron intercambiándose besos. El señor Vasse, que había sido antaño un gran bailarín, hacía figuras, y Madame lo miraba con ojos cautivados, con esos ojos que responden «sí», ¡un «sí» más discreto y delicioso que una palabra!
Frédéric trajo el champán. Saltó el primer tapón, y Philippe ejecutó la invitación de una cuadrilla.
Los cuatro bailarines la danzaron a la manera mundana, decentemente, dignamente, con melindres, reverencias y saludos.
Después empezaron a beber. Entonces reapareció el señor Tournevau, satisfecho, aliviado, radiante. Exclamó: «No sé qué tiene Raphaéle, pero está perfecta esta noche.» Después, como le tendían una copa, la vació de un trago murmurando:
« ¡Caramba!, esto sí que es un lujo.»
En el acto Philippe inició una viva polca, y el señor Tournevau se lanzó a ella con la hermosa judía a quien mantenía en el aire, sin dejar que sus pies tocaran el suelo. El señor Pimpesse y el señor Vasse se hablan sumado a ellos con renovado impulso. De vez en cuanto una de las parejas se detenía junto a la chimenea, para trasegar una copa de vino espumoso; la danza amenazaba con eternizarse, cuando Rosa entreabrió la puerta con una palmatoria en la mano. Estaba con el pelo suelto, en chancletas, en camisa, muy animada, muy roja: «Quiero bailar», gritó. Raphaéle preguntó: «Y tu tío?» Rosa rió a carcajadas: «¿Ese? Ya duerme, se duerme enseguida.» Agarró al señor Dupuis, que se había quedado de brazos caídos en el diván, y la polca recomenzó. Pero las botellas estaban vacías: «Yo pago una», declaró el señor Tournevou. «Yo también», anunció el señor Vasse. «Y yo lo mismo», concluyó el señor Dupuis. Entonces todos aplaudieron.
La cosa se organizaba, se convertía en un auténtico baile. De vez en cuando, incluso, Louise y Flora subían a toda prisa daban rápidamente una vuelta de vals, mientras sus clientes, abajo, se impacientaban; después regresan corriendo a su café, con el corazón henchido de pesadumbre.
A medianoche seguían bailando. A veces una de las chicas desaparecía, y cuando la buscaban para hacer una mudanza, se daban cuenta de pronto de que uno de los hombres faltaba también.
«¿De dónde vienen?», preguntó con gracia Philippe, en el preciso momento en que el señor Pimpesse regresaba con Fernande. «De ver dormir a Poulín», respondió el recaudador. La frase tuvo un éxito enorme; y todos, sucesivamente, subían a ver dormir a Poulin, con una u otra de las señoritas, que se mostraron, esa noche, de una complacencia inconcebible. Madame cerraba los ojos; y sostenía en los rincones largos apartes con el señor Vasse, como para ultimar los detalles de un asunto ya convenido.
Por fin, a la una, los dos hombres casados, Tournevau y Pimpesse, declararon que se retiraban, y quisieron pagar su cuenta. Solamente les cargaron el champán, y encima a seis francos la botella en lugar de a diez, el precio normal. Y cuando se extrañaban de tanta generosidad, Madame, radiante, les repondió: «No todos los días es fiesta.»
La Maison Tellier (Harvard, París, 1881)

(1) «Mi abuela, un día de su santo, /
tras beber dos dedos de vino puro,/
nos decía, meneando la cabeza: /
¡cuántos enamorados tuve en tiempos! /
¡Cómo echo de menos 1 mis brazos rollizos /
mi pierna torneada /
y el tiempo perdido! /
¿Cómo, mamá, ¿no era usted formal? /
—No, realmente, y a los quince años /
aprendí yo sola a usar mis encantos /
porque, de noche, no dormía. »

YVELINE SAMORIS

YVELINE SAMORIS
GUY DE MAUPASSANT

La condesa de Samoris.
—¿Esa señora de negro, allá lejos?
—La misma, lleva luto por su hija, a quien mató.
— ¡Vamos! ¿Qué me cuenta?
—Una historia muy simple, sin crimen y sin violencias.
—¿Qué pasó, pues?
—Casi nada. Dicen que muchas cortesanas nacieron para ser mujeres honestas; y muchas mujeres llamadas honestas, para ser cortesanas, ¿no? Pues la señora de Samoris, nacida cortesana, tenía una hija nacida mujer honesta, y eso es todo.
—No lo entiendo bien.
—Me explicaré.
* * *
La condesa de Samoris es una de esas extranjeras de pacotilla que llueven a cientos sobre París, todos los años. Condesa húngara o polaca, o no sé qué, apareció un invierno en un piso de los Campos Elíseos, ese barrio de las aventureras, y abrió sus salones al primero que llegara. Yo iba allí. ¿Por qué?, me dirá usted. No lo sé demasiado bien. Iba como vamos todos, porque se juega, porque las mujeres son fáciles y los hombres indecentes. Ya conoce usted ese mundo de filibusteros con condecoraciones variadas, todos nobles, todos con títulos, todos desconocidos en las embajadas, con excepción de los espías. Todos hablan del honor a troche y moche, citan sus antepasados, cuentan su vida, fanfarrones, mentirosos, tramposos, peligrosos como sus naipes, engañosos como sus apellidos, la aristocracia del presidio, en fin.
Adoro a esa gente. Son interesantes de estudiar, interesantes de conocer, divertidos de oír, a menudo ingeniosos, jamás triviales como funcionarios públicos. Sus mujeres son siempre bonitas, con un leve sabor de pillería extranjera, con el misterio de su existencia transcurrida acaso a medias en un correccional. Tienen en general ojos soberbios y un pelo inverosímil. Las adoro también.
La señora de Samoris es el prototipo de esas aventureras: elegante, madura y todavía guapa, encantadora y felina, se la nota viciosa hasta la médula. Nos divertíamos mucho en su casa, jugábamos, bailábamos, cenábamos a altas horas...; en fin, hacíamos todo cuanto constituye los placeres de la vida mundana.
Y tenía una hija, alta, espléndida, siempre alegre, siempre poropensa a las fiestas, siempre riendo a todo reír y bailando hasta reventar. Una auténtica hija de aventurera. Pero una inocente, una ignorante, una ingenua, que no veía nada, no sabía nada, no entendía nada, no adivinaba nada de cuanto pasaba en la casa paterna (1)
—¿Cómo lo sabe usted?»
—¿Cómo lo sé? Es de lo más gracioso. Llaman una mañana a mi casa, y mi ayuda de cámara viene a avisarme de que don Joseph Bonenthal pregunta por mí. Digo al punto:
—¿Quién es ese señor?
Mi servidor respondió:
—No lo sé muy bien, señor, quizás se trate de un doméstico.
Era un doméstico, en efecto, que quería entrar en mi casa.
«¿De dónde sale usted?
—De casa de la señora condesa de Samoris.
—¡Ah! Pero mi casa no se parece en nada a la suya.
—Lo sé perfectamente, señor, y por eso quisiera entrar en la casa de usted; estoy harto de esa gente; uno pasa por ella, pero no se queda.
Justamente necesitaba un hombre, y lo contraté.
Un mes después, la señorita Yveline Samoris moría misteriosamente; y he aquí todos los detalles de esa muerte, que supe por Joseph, quien los sabía por su amiga la doncella de la condesa.
Una noche de baile, dos recién llegados charlaban detrás de una puerta. La señorita Yveline, que acababa de bailar, se apoyó contra esa puerta para respirar un poco de aire. No la vieron acercarse; ella los oyó. Decían:
—Pero ¿quién es el padre de la jovencita?
—Un ruso, parece, el conde Ruvalof. Ya no ve a la madre.
—¿Y el príncipe reinante de hoy?
—Ese príncipe inglés que está de pie junto a la ventana. La señora Samoris lo adora. Aunque sus adoraciones nunca duran más de un mes o seis semanas. Por lo demás, ya ve usted que el personal de amigos es numeroso; todos son llamados... y casi todos son escogidos. Cuesta un poco caro, pero... ¡bah!
—¿De dónde sacó ese nombre de Samoris?
—Del único hombre al que quizás amó, un banquero israelita de Berlín que se llamaba Samuel Morris.
—Bien. Se lo agradezco. Ahora que estoy informado, lo veo todo claro. Y me lanzaré de cabeza.
¿Qué tormenta estalló en aquel cerebro de jovencita dotada de todos los instintos de una mujer honesta? ¿Qué desesperación trastornó aquella alma sencilla? ¿Qué torturas apagaron la alegría incesante, la risa encantadora, la exultante dicha de vivir? ¿Qué combate se entabló en su corazón, tan joven, hasta la hora en que hubo marchado el último invitado? Eso era lo que Joseph no podía decirme. Pero esa misma noche Yveline entró bruscamente en el cuarto de su madre, que iba a meterse en cama, mandó salir a la camarera, que se quedó detrás de la puerta, y de pie, pálida, con los ojos agrandados, dijo:
—Mamá, esto es lo que he oído hace un poco en el salón.
Y contó palabra por palabra la conversación que le he citado.
La condesa, estupefacta, no sabía al principio qué responder. Después lo negó todo con energía, inventó una historia, juró, puso a Dios por testigo.
La joven se retiró trastornada, pero no convencida. Y espió.
Recuerdo perfectamente el extraño cambio que había sufrido. Estaba siempre seria y triste; y clavaba en nosotros sus grandes ojos fijos como para leer en el fondo de nuestras almas. No sabíamos qué pensar, y se pretendía que buscaba un marido, ora definitivo, ora pasajero.
Una noche no le cupieron más dudas: sorprendió a su madre. Entonces, fríamente, como un hombre de negocios que plantea las condiciones de un trato, dijo:
—Mamá, he decidido una cosa. Nos retiraremos las dos a un chalecito o bien al campo; viviremos sin ruido, como podamos. Sólo tus joyas valen una fortuna. Si encuentras un hombre honrado con quien casarte, mejor que mejor; y mejor aún si también yo encuentro uno. Si no consientes en esto, me mataré.
Esta vez la condesa mandó a su hija a la cama y le prohibió repetir aquella lección, tan inoportuna en sus labios.
Yveline respondió:
—Te doy un mes para reflexionar. Si en un mes no hemos cambiado de existencia, me mataré, pues no me queda ninguna otra salida honorable en la vida.
Y se marchó.
Al cabo de un mes, se seguía bailando y cenando a altas horas en el hotel Samoris.
Yveline entonces pretendió que le dolían las muelas y mandó comprar en un farmacéutico vecino unas gotas de cloroformo. Al día siguiente volvió a hacerlo; tuvo que recoger en persona, cada vez que salía, dosis insignificantes del narcótico. Llenó una botella.
La encontraron, una mañana, en su cama, ya fría, con una careta de algodón sobre el rostro.
Su ataúd fue cubierto de flores, la iglesia revestida de blanco. Hubo una muchedumbre en la ceremonia fúnebre.
Pues bien, ¡de veras! , si lo hubiera sabido —aunque nunca se sabe—, quizás me habría casado con aquella muchacha. Era terriblemente guapa.
*
—Y la madre, ¿qué pasó con ella?
— ¡ Oh! Lloró mucho. Sólo hace ocho días que vuelve a recibir a sus íntimos.
—¿Y qué dijeron para explicar esa muerte?
—Se habló de un nuevo modelo de estufa cuyo mecanismo se había estropeado. Como ya en otra época habían tenido mucha resonancia los accidentes de esos aparatos, la cosa no pareció nada inverosímil.
(1) Aunque el adjetivo paternelle no parezca el más adecuado en este caso, puesto que no hay padre a la vista, todas las ediciones, salvo la de Schmidt, son concordes en darlo así.

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