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lunes, 3 de agosto de 2009

La Senda del Perdedor



La Senda del Perdedor
Charles Bukowski


1
La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa,
veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del
mantel colgando. Estaba oscuro allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió
haber sido en Alemania, yo debía tener entre uno y dos años de edad. Era
en 1922. Me sentía bien bajo la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo
estaba allí. La luz del sol se reflejaba en la alfombra y en las piernas de la
gente. Me gustaba la luz del sol. Las piernas de la gente no eran
interesantes, no eran como el trozo de mantel que colgaba, ni como la pata
de la mesa, ni como la luz del sol.
Luego no hay nada... luego un árbol de Navidad. Velas. Adornos de aves:
aves con pequeños racimos de frutas en sus picos. Una estrella. Dos
personas mayores peleándose, gritando. Gente comiendo, siempre gente
comiendo. Yo también. Mi cuchara estaba doblada de tal forma que si quería
comer, tenía que cogerla con mi mano derecha. Si la cogía con la izquierda,
se apartaba de mi boca. Yo quería cogerla con la izquierda.
Dos personas: una más grande, con pelo rizado, una narizota, una boca
enorme, mucha ceja; siempre parecía estar furiosa, gritando cada dos por
tres. La persona más pequeña era tranquila, de cara redonda, más pálida,
con grandes ojos. Yo las temía a las dos. Algunas veces había una tercera,
una persona gorda que llevaba vestidos con un lazo en el cuello. Llevaba un
gran broche, y tenía muchas verrugas en la cara con pequeños pelos
saliendo de ellas. «Emily», la llamaban. Esta gente no parecía feliz de estar
junta. Emily era la abuela, la madre de mi padre. El nombre de mi padre era
«Henry». El de mi madre, «Katherine». Yo nunca los llamaba por su nombre.
Yo era «Henry Junior». Esta gente hablaba en alemán la mayor parte del
tiempo, y al principio yo también.
La primera cosa que recuerdo haberle oído decir a mi abuela fue: «¡Os
enterraré a todos!» Lo dijo por primera vez un día antes de la comida y
luego lo repetiría muchas veces, siempre antes de que empezáramos a
comer. La comida parecía algo muy importante. Comíamos carne en salsa
con puré de patata, especialmente los domingos. También comíamos rosbif,
salchichas con chucrut, guisantes, ruibarbo, zanahorias, espinacas, judías
verdes, pollo, albóndigas con spaguetti, algunas veces también con ravioli, y
cebollas cocidas, espárragos, y todos los domingos pastel de fresas con
helado de vainilla. Para desayunar tomábamos tostadas con salchichas, o
tortitas con bacon y huevos revueltos. Y siempre café. Pero lo que recuerdo
sobre todo es la carne en salsa con puré de patata y mi abuela Emily
diciendo: «¡Os enterraré a todos!»
Nos solía visitar a menudo después de que viniésemos a América,
cogiendo el tranvía rojo de Pasadena a Los Angeles. Nosotros sólo la íbamos
a ver en contadas ocasiones, viajando en el Ford T.
A mí me gustaba la casa de la abuela. Era un edificio pequeño cubierto
por la sombra de una verdadera masa de árboles. Emily tenía a todos sus
canarios en diferentes jaulas. Recuerdo sobre todo una visita. Aquella tarde
ella fue cubriendo todas las jaulas con fundas de tela para que los pájaros
pudieran dormir. La gente estaba sentada y charlaba. Había un piano, y yo
me senté en el piano y empecé a pulsar las teclas y a escuchar su sonido
mientras la gente hablaba. Me gustaba sobre todo el sonido de las teclas del
extremo, donde apenas tenían sonido. Su sonido era como el de dos
pedacitos de hielo chocando entre sí.
—¿Te quieres estar quieto? —dijo mi padre a voz en grito.
—Deja al chico que toque el piano —dijo mi abuela.
Mi madre sonrió.
—Este chico es un caso —dijo mi abuela—. Cuando traté de levantarle
para darle un beso, fue y me pegó un golpe en plena nariz.
Siguieron hablando y yo seguí tocando el piano.
—¿Por qué no afinas ese aparato? —preguntó mi padre.
Entonces me dijeron que íbamos a ir a ver a mi abuelo. Mi abuelo y mi
abuela no vivían juntos. Me dijeron que mi abuelo era un mal hombre, que
le apestaba el aliento.
—¿Por qué le apesta el aliento?
No me contestaron.
—¿Por qué le apesta el aliento?
—Porque bebe.
Subimos en el Ford T y fuimos a ver a mi abuelo Leonard. Cuando
llegamos, él estaba de pie en el porche de su casa. Era viejo, pero se
mantenía muy firme. Había sido oficial en Alemania y se había venido a
América después de oír que las calles estaban asfaltadas con oro. No lo
estaban, así que montó una empresa de construcción.
La otra gente no salió del coche. Mi abuelo me hizo señas con un dedo.
Alguien abrió la puerta del coche, yo salí y me acerqué hacia él. Su cabello
era largo y de un color blanco puro, y su barba era también larga y de una
blanca pureza, y a medida que me acercaba pude ver que sus ojos eran
brillantes, como luces azules observándome. Me detuve a cierta distancia de
él.
—Henry —me dijo—, tú y yo nos conocemos. Entra en casa.
Me tendió la mano. Al acercarme, pude sentir el olor de su aliento. Era
muy fuerte, pero de cualquier forma él era el hombre más hermoso que
había visto nunca, y yo no tenía miedo.
Entré en su casa con él. Me llevó hasta una silla.
—Siéntate, por favor. Me alegro mucho de verte.
Entró en otro cuarto. Entonces salió con una pequeña caja de hojalata.
—Es para ti. Ábrela.
Tenía problemas con el cierre, no podía abrirla.
—Espera —dijo—, déjame a mí.
Soltó el cierre y me devolvió la caja. Levanté la tapa y vi la cruz, una
cruz de hierro alemana con distintivo.
—Oh, no —dije yo—, no puedo aceptarla.
—Es tuya —dijo él—, no es más que una vieja condecoración.
—Gracias.
—Será mejor que te vayas ya, deben estar preocupados.
—Está bien. Adiós.
—Adiós, Henry. No, espera...
Me detuve. El buscó en uno de sus bolsillos con un par de dedos,
mientras sostenía una larga cadenilla de oro con su otra mano. Entonces me
dio su reloj de bolsillo de oro, con la cadena.
—Gracias, abuelo...
Ellos estaban esperando afuera. Yo subí al coche y partimos. Hablaron de
muchas cosas durante el viaje. Siempre estaban hablando, y no pararon en
todo el camino hasta casa de mi abuela. Hablaron de muchas cosas, pero no
dijeron ni una palabra de mi abuelo.

2
Recuerdo el Ford T. Te sentabas alto, y las aceras en movimiento
resultaban amistosas, y en los días fríos, por las mañanas, y a veces en
algún otro momento, mi padre tenía que colocar la manivela en la parte
delantera del motor y hacerla girar un buen número de veces hasta
conseguir hacerlo arrancar.
—Un hombre se puede partir el brazo haciendo esto. Pega unas coces
como las de un caballo.
Los domingos, cuando no nos visitaba la abuela, nos íbamos de excursión
con el Ford T. A mis padres les gustaban las fincas de naranjales, millas y
millas de naranjos bordeando el camino, siempre florecidos o llenos de fruta.
Mis padres llevaban una cesta de picnic y una neverita portátil. En la
neverita iban botes de fruta helados, y en la cesta sandwiches de salami y
mortadela, patatas fritas, plátanos y gaseosa. La gaseosa tenía que ser
continuamente transportada de la neverita a la cesta, y viceversa, porque se
congelaba muy rápidamente y había que sacarla de vez en cuando.
Mi padre fumaba cigarrillos Camel y conocía muchos juegos y trucos con
los paquetes de Camel. ¿Cuántas pirámides hay aquí? Contadlas, vamos. Las
contábamos y luego nos mostraba que había más.
Tenía también trucos sobre las jorobas de los camellos y acerca de las
palabras escritas en el paquete. Los cigarrillos Camel eran cigarrillos
mágicos.
Hubo un domingo en particular que recuerdo perfectamente. La cesta de
picnic estaba vacía. Aún así seguíamos viajando a través de las plantaciones
de naranjos, alejándonos más y más de nuestra ciudad.
—Papá —dijo mi madre—. ¿No crees que vamos a quedarnos sin
gasolina?
—No, vamos bien de gasolina.
—¿A dónde vamos?
—¡Voy a coger unas cuantas naranjas!
Mi madre se quedó sentada muy rígida mientras seguíamos la marcha.
Entonces mi padre se fue a un lado de la carretera, aparcó cerca de una
valla de alambre y nos quedamos allí quietos escuchando. Luego mi padre
abrió la puerta de una patada y salió.
—Coge la cesta.
Saltamos la valla.
—Seguidme —dijo mi padre.
Entonces nos vimos entre dos hileras de naranjos, a cubierto del sol por
ramas y hojas. Mi padre se paró y comenzó a coger naranjas de las ramas
más bajas del árbol más cercano. Parecía estar furioso, arrancando las
naranjas del árbol, y las ramas parecían también enfurecidas, saltando
arriba y abajo. Lanzaba las naranjas a la cesta del picnic, que sostenía mi
madre. A veces fallaba y yo recogía las naranjas del suelo y las metía en la
cesta. Mi padre iba de árbol en árbol, arrancando las naranjas de las ramas
más bajas, arrojándolas a la cesta de forma frenética.
—Papá, ya tenemos bastantes —dijo mi madre.
—Y un cojón.
Siguió arrancando.
Entonces apareció un hombre, un hombre muy alto. Llevaba una
escopeta.
—Muy bien, capullo. ¿Qué crees que estás haciendo?
—Estoy cogiendo unas naranjas. Aquí hay naranjas de sobra.
—Estas son mis naranjas. Y ahora escucha, dile a tu mujer que las eche
al suelo.
—Hay un jodido montón de naranjas por aquí. Usted no va a echar en
falta unas pocas jodidas naranjas.
—No voy a echar en falta ninguna naranja. Dile a tu mujer que las eche
al suelo.
El hombre apuntó a mi padre con su escopeta.
—Échalas —le dijo mi padre a mi madre.
Las naranjas rodaron por el suelo.
—Ahora —dijo el hombre—, largaos de mi plantación.
—Usted no tiene necesidad de todas estas naranjas.
—Yo sé lo que necesito. Fuera de aquí.
—¡Deberían colgar a los tipos como usted!
—Yo soy la ley aquí. ¡Fuera he dicho!
El hombre volvió a levantar la escopeta. Mi padre se dio la vuelta y
comenzó a andar hacia afuera. Nosotros le seguimos y el hombre nos
escoltó. Subimos al coche, pero era una de esas veces que no arrancaba ni a
la de tres. Mi padre salió del coche para usar la manivela. Le dio un par de
veces y no arrancó. Mi padre estaba empezando a sudar. El hombre
permanecía de pie al borde de la carretera.
—¡Pon en marcha esa maldita caja de galletas! —gritó.
Mi padre se dispuso a darle de nuevo a la palanca.
—No estamos en su propiedad. ¡Podemos estar aquí todo el tiempo que
nos parezca!
—¡Y un carajo! ¡Saquen esa cosa de aquí, y rápido!
Mi padre accionó otra vez la manivela. El motor dio unos cuantos pufidos,
luego se paró. Mi madre estaba sentada con la cesta de picnic vacía en su
regazo. A mí me daba miedo mirar al hombre. Mi padre giró de nuevo la
manivela y el motor arrancó. Montó de un salto en el coche y empezó a
hacer la maniobra para salir.
—No vuelvan por aquí —dijo el hombre—, o la próxima vez no saldrán
tan bien parados.
Mi padre salió con el Ford T. El hombre seguía de pie junto a la carretera.
Mi padre se puso a conducir muy deprisa. Entonces aminoró la marcha y dio
un giro de noventa grados. Regresó a donde había estado de pie el hombre.
Ya no estaba. Volvimos hacia la ciudad.
—Pienso regresar un día y ajustarle las cuentas a ese hijo de puta —dijo
mi padre.
—Papá, tomaremos una buena cena esta noche. ¿Qué te gustaría? —
preguntó mi madre.
—Chuletas de cerdo —contestó él.
Nunca le había visto conducir tan deprisa.
3
Mi padre tenía dos hermanos. El más joven se llamaba Ben y el mayor se
llamaba John. Los dos eran alcohólicos y mangantes. Mis padres hablaban a
menudo de ellos.
—Ninguno de los dos vale para nada —decía mi padre.
—Vienes de una mala familia, papá —decía mi madre.
—¡Pues tu hermano tampoco vale para nada!
El hermano de mi madre vivía en Alemania. Mi padre hablaba a menudo
mal de él.
Tenía otro tío, Jack, que, estaba casado con la hermana de mi padre, mi
tía Elinore. Yo nunca había visto a ninguno de los dos porque se llevaban
mal con mi padre.
—¿Ves esta cicatriz en mi mano? —preguntaba mi padre—. Bueno, ahí es
donde me clavó Elinore un lápiz afilado cuando yo era casi un niño. La
cicatriz nunca ha llegado a desaparecer.
A mi padre no le gustaba la gente. Yo tampoco le gustaba.
—Los niños deben ser vistos, pero no se les debe oír —me decía.
Ocurrió un domingo por la tarde en que no estaba la abuela Emily.
—Deberíamos ir a ver a Ben —dijo mi madre—. Se está muriendo.
—Se llevó casi todo el dinero de Emily. Lo tiró en el juego, las mujeres y
la bebida.
—Ya lo sé, papá.
—A Emily no le queda dinero para dejarnos cuando se muera.
—Deberíamos de todas formas ir a ver a Ben. Dicen que sólo le quedan
dos semanas de vida.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Iremos!
Así que nos subimos en el Ford T y nos pusimos en marcha. Nos llevó
tiempo, y mi madre tuvo que pararse a por flores. Era un viaje largo hacia
las montañas. Llegamos a las colinas y cogimos la carretera de subida de la
montaña. El tío Ben estaba en un sanatorio allá arriba, muriéndose de
tuberculosis.
—A Emily le debe estar costando un montón de dinero el tener a Ben allí
arriba.
—Puede que Leonard esté ayudando.
—Leonard no tiene nada. Se lo ha gastado todo en bebida y en el juego.
—A mí me gusta el abuelo Leonard —dije yo.
—A los chicos se les debe ver, pero no oír —dijo mi padre.
Luego siguió—: Ah, Leonard sólo era bueno con nosotros cuando estaba
borracho. Bromeaba y nos daba dinero. Pero al día siguiente era el hombre
más antipático y violento del mundo.
El Ford T subía muy bien la carretera de la montaña. El tiempo era claro
y soleado.
—Aquí es —dijo mi padre. Metió el coche en el aparcamiento del
sanatorio y nos apeamos. Seguí a mis padres al interior del edificio. Cuando
entramos en su habitación, mi tío Ben estaba incorporado en la cama,
mirando por la ventana. Se dio la vuelta y nos miró. Era un hombre muy
guapo, delgado, de pelo moreno, y tenía ojos oscuros que relucían, brillaban
con una luz resplandeciente.
—Hola, Ben —saludó mi madre.
—Hola, Katy. —Entonces me miró a mí—. ¿Este es Henry?
—Sí.
—Sentaos.
Mi padre y yo nos sentamos.
Mi madre siguió de pie.
—Te hemos traído estas flores, Ben. No veo ningún jarrón.
—Son unas flores muy bonitas, gracias, Katy. No, no hay jarrón.
—Iré a buscar uno —dijo mi madre.
Salió de la habitación con las flores en la mano.
—¿Dónde están ahora todas tus novias, Ben? —preguntó mi padre.
—Vienen de vez en cuando.
—Seguro.
—Te digo que vienen de vez en cuando.
—Estamos aquí porque Katherine quería verte.
—Lo sé.
—Yo también quería verte, tío Ben. Creo que eres un hombre muy guapo.
—Como mi culo —dijo mí padre.
Mi madre entró en la habitación con las flores colocadas en un jarrón.
—Ya está. Las pondré en esta mesa junto a la ventana.
—Son unas flores muy bonitas, Katy.
Mi madre se sentó.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —dijo mi padre.
El tío Ben buscó bajo el colchón y su mano sacó un paquete de cigarrillos.
Cogió uno, raspó una cerilla y lo encendió. Pegó una larga calada y expulsó
el humo.
—Sabes que no puedes fumar cigarrillos —dijo mi padre—. Sé cómo los
consigues. Estas putas te los traen. Bueno, se lo pienso decir a los doctores
y voy a hacer que no permitan venir a esas malditas prostitutas.
—No seas un mierda —protestó mi tío.
—¡Tengo el suficiente juicio como para quitarte ese cigarrillo de la boca!
—dijo mi padre.
—Nunca has sido una buena persona —dijo mi tío.
—Ben —intervino mi madre—, no deberías fumar, te va a matar.
—He tenido una buena vida —dijo mi tío.
—Nunca has tenido una buena vida —dijo mi padre—. Todo el día
vagueando, pidiendo dinero prestado, yendo de putas, emborrachándote.
¡No has trabajado un solo día en toda tu vida! ¡Y ahora te estás muriendo a
los veinticuatro años!
—No ha estado mal —dijo mi tío. Le pegó otra calada al Camel, luego
echó el humo.
—Vámonos de aquí —dijo mi padre—. ¡Este tipo está loco!
Mí padre se levantó. Luego se levantó mi madre. Luego yo.
—Adiós, Katy —dijo mi tío—, y adiós, Henry—. Me miró para indicar a
qué Henry se refería.
Seguimos a mi padre por los pasillos del sanatorio y salimos al
aparcamiento hasta el Ford T. Subimos, se puso en marcha y comenzamos
el viaje montaña abajo por la serpenteante carretera.
—Deberíamos habernos quedado un rato más —dijo mi madre.
—¿No sabes que la tuberculosis es contagiosa? —dijo mi padre.
—A mí me parece un hombre muy guapo —intervine yo. —Es la
enfermedad —dijo mi padre—. Les da ese aspecto.
Y además de la tuberculosis, ha cogido también muchas otras cosas.
—¿Qué cosas? —pregunté yo.
—No te lo puedo decir —contestó mi padre. Siguió manejando el volante
del Ford T bajando por la tortuosa carretera de montaña mientras yo me
preguntaba qué había querido decir.
4
Era también un domingo cuando nos subimos en el Ford T para ir a
buscar a mi tío John.
—No tiene ninguna ambición —dijo mi padre—. No sé cómo como puede
levantar la maldita cabeza y atreverse a mirar a la gente a los ojos.
—Me gustaría que dejara de mascar tabaco —dijo mi madre—. Lo escupe
por todas partes.
—Si todos los hombres de este país fueran como él, los jodidos chinos se
hubieran adueñado de todo y nosotros llevaríamos las lavanderías...
—John nunca tuvo una oportunidad —dijo mi madre—. Se fue de casa
muy pronto. Al menos tú tienes una educación de bachillerato.
—Universitaria —corrigió mi padre.
—¿Dónde? —preguntó mi madre.
—En la Universidad de Indiana.
—Jack me dijo que sólo habías hecho el bachillerato.
—Jack es el que únicamente hizo el bachillerato. Por eso no hace más
que de jardinero en las casas de los ricos.
—¿Podré ver alguna vez a mi tío Jack? —pregunté yo.
—Primero vamos a ver si podemos encontrar a tu tío John —dijo mi
padre.
—¿Es verdad que los chinos quieren apoderarse del país? —pregunté.
—Esos demonios amarillos llevan siglos esperando para conseguirlo. Lo
que les ha parado es que han estado demasiado ocupados luchando con los
japoneses.
—¿Quienes son mejores luchadores, los chinos o los japoneses?
—Los japoneses. El problema es que hay demasiados chinos. En cuanto
matas a un chino, se divide por la mitad y se convierte en dos chinos.
—¿Por qué tienen la piel amarilla?
—Porque en vez de beber agua se beben su propio pis.
—¡Papá, no le digas esas cosas al niño!
—Entonces dile que deje de hacer preguntas.
Viajamos en el coche a través del cálido día de Los Angeles. Mi madre
llevaba uno de sus vestidos bonitos y un sombrero de fantasía. Cuando mi
madre iba bien vestida, siempre se mantenía muy recta, con el cuello muy
rígido.
—Me gustaría que tuviésemos dinero suficiente para ayudar a John y a su
familia —dijo mi madre.
—No es culpa mía si no tiene ni siquiera un orinal para mear —contestó
mi padre.
—Papá, John estuvo en la guerra, igual que tú. ¿No crees que se merece
algo?
—Nunca llegó a nada. Yo por lo menos llegué a sargento de primera.
—Henry, todos tus hermanos no pueden ser como tú.
—¡No se esfuerzan en nada! ¡Creen que pueden vivir del aire!
Seguimos todavía un buen trecho. El tío John vivía en un pequeño
complejo. Subimos por la resquebrajada acera hasta un porche medio
ruinoso y mi padre llamó al timbre. No sonó. Pegó entonces unos fuertes
golpes en la puerta.
—¡Abran a la policía! —gritó.
—¡Papá, no hagas esas cosas! —dijo mi madre.
Después de lo que pareció un largo rato, la puerta se abrió un poco.
Luego se abrió más y pudimos ver a mi tía Anna. Era muy flaca, tenía las
mejillas hundidas y ojeras en los ojos, muy oscuras. Su voz era como un
hilo.
—Oh, Henry... Katherine... entrad, por favor...
La seguimos adentro. Había muy pocos muebles. Una mesa con cuatro
sillas y dos camas. Mis padres se sentaron en dos sillas. Dos niñas,
Katherine y Betsy (no me enteré de sus nombres hasta más tarde) estaban
en el fregadero turnándose para rebanar manteca de cacahuete de un frasco
prácticamente vacío.
—Estábamos justo almorzando —dijo mi tía Anna.
Las niñas se acercaron con unos pequeños restos de manteca de
cacahuete que untaban en unos pedazos de pan duro. Siguieron examinando
la jarra, raspando con un cuchillo.
—¿Dónde está John? —preguntó mi padre.
Mi tía se sentó desmayadamente. Parecía muy débil, muy pálida. Su
vestido estaba sucio, su pelo despeinado, cansado, triste.
—Hemos estado esperándole. Hace tiempo que no sabemos de él.
—¿A dónde fue?
—No sé. Se fue en su motocicleta.
—Todo lo que hace —dijo mi padre— es pensar en su motocicleta.
—¿Este es Henry Jr.?
—Sí.
—Lo único que hace es mirar. Qué callado es.
—Así es como queremos que sea.
—Agua quieta corre profunda.
—No en este caso. Lo único que le corre profundo son los agujeros de las
orejas.
Las dos niñas cogieron sus rebanadas de pan, salieron fuera y se
sentaron en el porche a comerlas. No nos hablaron para nada. Pensé que
eran bonitas. Eran flacas como su madre, pero aún guapas.
—¿Cómo estás tú, Anna? —preguntó mi madre.
—Bien.
—Anna, no tienes buen aspecto. Creo que necesitas alimentarte.
—¿Por qué no se sienta tu hijo? Siéntate, Henry.
—Prefiere estar de pie —dijo mi padre—. Así se hace mas fuerte. Se está
preparando para combatir a los chinos.
—¿No te gustan los chinos? —me preguntó mi tía.
—No —contesté.
—Bueno, Anna —dijo mi padre—. ¿Cómo van las cosas?
—Bastante mal, la verdad... El casero no para de pedirnos el alquiler. Se
pone muy desagradable. Me asusta. No sé qué hacer.
—He oído que la policía anda detrás de John —dijo mi padre.
—No hizo nada grave.
—¿Qué hizo?
—Cogió algunas monedas de una caja.
—¿Monedas? ¡Cristo! ¿Qué clase de ambición es esa?
—John no quiere realmente hacer nada malo.
—Me parece a mí que no quiere hacer nada de nada.
—Lo haría si pudiera.
—Ya. ¡Y si las ranas tuvieran alas no tendrían que pegar saltos para
levantar el culo!
Entonces se hizo un silencio y seguimos allí quietos. Yo me volví y miré
afuera. Las niñas se habían ido del porche.
—Ven a sentarte, Henry —dijo mi tía Anna.
Yo seguí allí de pie.
—Gracias, estoy bien así.
—Anna —dijo mi madre— ¿estás segura de que John va a volver?
—Volverá cuando se canse de las zorras —dijo mi padre.
—John quiere a sus hijas —dijo Anna.
—He oído que los polis andan detrás de él por algo más.
—¿Qué?
—Por violación.
—¿Violación?
—Sí, Anna, eso he oído. Iba un día con su motocicleta y se encontró a
una chica haciendo auto-stop. La montó tras él y en mitad del camino John
vio de repente un garaje vacío. Se metió allí, cerró la puerta y violó a la
chica.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Que cómo lo sé? La policía vino a verme y me lo dijo, me preguntaron
dónde estaba.
—¿Se lo dijiste?
—¿Para qué? ¿Para que lo metiesen en la cárcel y así se evadiese de sus
responsabilidades? Eso quisiera él.
—Yo no lo veo así.
—No pensarás que yo estoy por la violación...
—A veces un hombre no puede evitar lo que hace.
—¿Qué?
—Me refiero a que, después de tener a las niñas y con este tipo de vida,
con las preocupaciones y todo lo demás... yo ya no tengo un buen aspecto.
El vio a una joven, le gustó... ella montó en su moto, ya sabes, le rodeó con
los brazos...
—¿Qué? —dijo mi padre—. ¿Te gustaría a ti que te violasen?
—Supongo que no.
—Bueno, pues estoy seguro de que a la chica tampoco le gustó.
Apareció una mosca y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa. La
observamos.
—Aquí no hay nada que comer —dijo mi padre—. Esta mosca ha venido
al lugar equivocado.
La mosca comenzó a hacerse más pesada. Daba vueltas más cerradas y
no paraba de zumbar. Cuanto más cerradas eran sus vueltas, más fuerte se
hacía su zumbido.
—¿No le dirás a la policía que John puede que venga a casa? —le
preguntó mi tía a mi padre.
—No pienso dejar que se libre del anzuelo tan fácilmente —dijo mi padre.
La mano de mi madre hizo un brusco movimiento. Se cerró y volvió a
bajar a la mesa.
—La cogí —dijo.
—¿Qué cogiste?
—La mosca —sonrió ella.
—No te creo...
—¿Acaso la sigues viendo? Ya no está.
—Se habrá ido.
—No, la tengo en mi mano.
—Nadie puede ser tan rápido.
—La tengo en mi mano.
—Patrañas.
—¿No me crees?
—No.
—Abre la boca.
—De acuerdo.
Mi padre abrió la boca y mi madre llevó a ella su mano. Mi padre dio un
salto, agarrándose la garganta.
—¡CRISTO!
La mosca salió de su boca y comenzó otra vez a dar vueltas alrededor de
la mesa.
—Ya está bien —dijo mi padre—. ¡Nos vamos a casa!
Se levantó, salió por la puerta y bajó por el camino hacia el Ford T. Se
sentó y se quedó muy rígido, con aspecto amenazador.
—Te traemos algunas latas de comida —le dijo mi madre a mi tía—.
Siento que no pueda ser dinero, pero Henry teme que John se lo gaste en
ginebra, o en gasolina para su moto. No puede ser mucho: sopa, col,
guisantes...
—¡Oh, Katherine, gracias! Gracias a los dos...
Mi madre se levantó y yo la seguí. Había dos cajas con latas de conserva
en el coche. Vi a mi padre allí sentado muy rígido. Seguía furioso.
Mi madre me dio la caja más pequeña de latas, ella cogió la más grande
y la seguí por el patio. Dejamos las cajas en la mesa de la cocina. La tía
Anna se acercó y cogió una lata. Era una lata de guisantes, la etiqueta
estaba pintada con un montón de guisantitos redondos y verdes.
—Sois un encanto —dijo mi tía.
—Anna, tenemos que irnos. Henry tiene herida su dignida.
Mi tía abrazó a mi madre.
—Todo nos ha ido tan mal. Pero esto es como un sueño. ¡Espera a que
las niñas vengan y vean todas estas latas de comida!
Mi madre se separó de mi tía.
—John no es un mal hombre —dijo mi tía.
—Lo sé —contestó mi madre—. Adiós, Anna.
—Adiós, Katherine. Adiós, Henry.
Mi madre se dio la vuelta y salió por la puerta. Yo la seguí. Caminamos
hasta el coche y subimos. Mi padre lo puso en marcha.
Mientras nos alejábamos, vi a mi tía en la puerta despidiéndonos con la
mano. Mi madre le devolvió el saludo. Mi padre no. Yo tampoco.
5
Mi padre había empezado a no gustarme. Siempre estaba furioso por
algo. Allá a donde fuéramos, siempre se metía en discusiones con alguien.
Pero a la mayoría de la gente no parecía asustarla. A menudo simplemente
se le quedaban mirando con calma, y él se ponía más furioso. Si comíamos
fuera, lo cual ocurría raramente, siempre le encontraba algún defecto a la
comida y a veces se negaba a pagar.
—¡Hay una caca de mosca en la nata! ¿Qué clase de lugar infecto es
éste?
—Lo siento, señor, no necesita pagar. Sólo váyase.
—¡Me voy, claro que sí! ¡Pero volveré! ¡Prenderé fuego a este maldito
sitio!
Una vez estábamos en una droguería y mi madre y yo estábamos en una
esquina mientras mi padre le gritaba al empleado en la otra. Otro empleado
le dijo a mi madre:
—¿Quién será ese tipo tan horrible? Cada vez que viene hay follón.
—Es mi marido —le dijo mi madre.
Recuerdo también otra vez. Estaba trabajando como lechero y hacía los
repartos matinales. Una mañana me despertó.
—Ven, quiero enseñarte una cosa.
Salí afuera con él. Iba con mi pijama y unas zapatillas. Todavía estaba
oscuro y aún se veía la luna. Anduvimos hasta la carreta de la leche, tirada
por un caballo. El caballo estaba muy quieto.
—Mira —dijo mi padre. Cogió un terrón de azúcar, lo puso en su mano y
lo acercó al morro del caballo. El caballo lo comió de su palma—. Ahora
inténtalo tú... —Puso un terrón de azúcar en mi mano. Era un caballo muy
grande—. ¡Acércalo más! ¡Sostén la mano quieta!
Yo tenía miedo de que el caballo me arrancara la mano de un mordisco.
Bajó la cabeza; vi los agujeros del hocico; los labios se echaron hacia atrás,
vi la lengua y los dientes, y entonces el terrón de azúcar desapareció.
—Toma, prueba otra vez...
Probé de nuevo. El caballo cogió el terrón de azúcar y meneó la cabeza.
—Ahora —dijo mi padre— te voy a llevar otra vez a casa antes de que el
caballo se cague encima tuyo.
No me dejaban jugar con otros niños.
—Son malos niños —decía mi padre—, sus padres son pobres.
—Sí —asentía mi madre.
Mis padres querían ser ricos, así que se imaginaban ser ricos.
Los primeros niños de mi edad que conocí fueron los del jardín de
infancia. Parecían muy extraños, se reían y hablaban y parecían felices. No
me gustaban. Siempre sentía como si me fuera a poner enfermo, como si
fuera a vomitar, y el aire parecía extrañamente quieto y blanco. Pintábamos
con acuarelas. Plantamos semillas de rábanos en el jardín y semanas más
tarde los comimos con sal. Me gustaba la señorita que nos daba clases en el
jardín de infancia, me gustaba mucho más que mis padres.
Un problema que tenía era el de ir al baño. Yo siempre tenía ganas de ir
al baño, pero me daba vergüenza que los otros lo supieran, así que me
aguantaba. Era terrible aguantarse. Y el aire era blanco, y me sentía con
ganas de vomitar, y tenía ganas de mear y cagar, pero no decía nada. Y
cuando alguno de los otros volvía del baño, yo pensaba, so guarro, acabas
de hacer ahí una cochinada...
Las niñas estaban muy bien con sus vestiditos cortos, con su pelo largo y
sus hermosos ojos, pero, pensaba yo, también hacían allí cochinadas,
aunque pretendieran que no.
El jardín de infancia era, más que nada, aire blanco...
La escuela primaria, de primero a sexto, era diferente. Había chicos que
tenían doce años, y todos veníamos de barrios pobres. Empecé a ir al baño,
pero sólo para hacer pis. Saliendo un día, vi a un niño pequeño bebiendo de
una fuente de agua. Un chico mayor vino por detrás y le estampó la cabeza
contra la fuente. Cuando el niño pequeño levantó la cara, tenía varios
dientes rotos y la boca ensangrentada. Había sangre en el agua de la fuente.
—Como se lo cuentes a alguien —dijo el chico mayor—, te la ganas.
El niño sacó un pañuelo y se lo metió en la boca. Yo volví a la clase,
donde la profesora nos hablaba de George Washington y del valle Forge.
Llevaba una peluca platino muy peripuesta. A menudo nos pegaba en las
palmas de las manos con una regla cuando pensaba que éramos
desobedientes. No creo que ella fuera nunca al cuarto de baño. Yo la odiaba.
Cada tarde después de la escuela había una pelea entre dos de los chicos
mayores. Siempre era en la verja de atrás, donde nunca había ningún
profesor. Las peleas nunca eran igualadas, siempre era un chico más grande
contra otro más pequeño, y el grande siempre le daba al pequeño una paliza
de miedo con sus puños, acorralándolo contra la verja. El más pequeño a
veces trataba de defenderse y contraatacar, pero era inútil. En seguida la
cara se le llenaba de sangre, sangre que le caía hasta la camisa. El chico
pequeño recibía los golpes en silencio, sin quejarse jamás, sin pedir nunca
clemencia. Finalmente, el más grande decidía darlo por terminado, se daba
la vuelta y todos los demás se iban camino de casa en compañía del
vencedor. Yo volvía a casa rápidamente, solo, después de aguantar las
ganas de cagar durante todo el día en la escuela y durante toda la pelea.
Normalmente, al llegar a casa, se me habían ido las ganas de aliviarme. Eso
solía preocuparme.

6
No tenía amigos en la escuela, tampoco los quería. Me sentía mejor
yendo solo. Me sentaba en un banco y observaba a los otros mientras
jugaban, al tiempo que ellos me miraban con burla. Un día durante el
almuerzo se me acercó un niño nuevo. Llevaba pantalones cortos, era bizco
y con cara de pájaro. No me gustaba su aspecto. Se sentó en un banco a mi
lado.
—Hola, me llamo David.
Yo no contesté.
Abrió la bolsa de su almuerzo.
—Tengo sandwiches de mantequilla de cacahuete —dijo—. ¿Tú qué
tienes?
—Sandwiches de mantequilla de cacahuete.
—También tengo un plátano, y patatas fritas. ¿Quieres patatas fritas?
Cogí algunas. Tenía un montón, eran crujientes y saladas, el sol brillaba
a través de ellas. Estaban buenas.
—¿Puedo coger algunas más?
—Bueno.
Cogí más. En sus sandwiches de mantequilla de cacahuete también tenía
mermelada; se salía y le caía por los dedos. David no parecía darse cuenta.
—¿Dónde vives? —me preguntó.
—En Virginia Road.
—Yo vivo en Pickford. Podemos volver juntos después de clase. Coge más
patatas. ¿A quién tienes de profesora?
—A la señora Columbine.
—Yo tengo a la señora Reed. Te veré después de clase, podemos volver a
casa juntos.
¿Por qué llevaba esos pantalones cortos? ¿Qué era lo que quería?
Realmente, no me gustaba nada. Cogí más patatas fritas.
Aquella tarde, después de clase, me encontró y empezó a caminar a mi
lado.
—No me has dicho cómo te llamas —me dijo.
—Henry —respondí.
Mientras caminábamos, me di cuenta de que nos seguía toda una panda
de chicos de primer grado. Al principio les sacábamos media manzana, pero
se fueron acercando hasta ir a pocos metros detrás nuestro.
—¿Qué es lo que quieren? —le pregunté a David.
El no contestó, sólo siguió andando.
—¡Eh, cagón de pantalones cortos! —gritó uno de ellos—. ¿Tu madre te
hace que cagues en los pantalones cortos?
—¡Cara de pájaro, jo, jo, cara de pájaro!
—¡Bizco! ¡Prepárate a morir!
Entonces nos rodearon.
—¿Quién es tu amigo? ¿Te besa el culo?
Uno de ellos cogió a David por el cuello. Lo tiró al césped. David se
levantó. Un chico se colocó a cuatro patas detrás de él. El otro chico empujó
a David y éste cayó hacia atrás. Otro chico se puso encima suyo y le frotó la
cara contra la hierba. Entonces le dejaron. David se levantó de nuevo. No
abrió la boca, pero las lágrimas le caían por la cara. El más grande de los
chicos se le acercó:
—No te queremos en nuestra escuela, mariquita. ¡Lárgate de nuestra
escuela!
Le pegó un puñetazo en el estómago. David se encogió hacia delante y
en ese momento el chico le metió un rodillazo en plena cara. David cayó al
suelo. Le sangraba la nariz.
Entonces me rodearon a mí.
—¡Ahora te toca a ti!
Empezaron a dar vueltas a mi alrededor y yo también me giraba.
Siempre había alguno detrás mío. Ahí estaba yo cargado de mierda y tenía
que pelear. No entendía sus motivos. No paraban de dar vueltas ni yo
tampoco. Estaba aterrorizado y tranquilo al mismo tiempo. La cosa siguió y
siguió. Me gritaban cosas, pero yo no oía lo que decían. Finalmente lo
dejaron y se fueron calle abajo. David me estaba esperando. Caminamos por
la acera hacia su casa, en la calle Pickford.
Llegamos a la altura de su casa.
—Aquí me quedo. Adiós.
—Adiós, David.
Entró y escuché la voz de su madre.
—¡David! ¡Mira tu camisa y tus pantalones! ¡Están todos manchados!
¡Todos los días lo mismo! Dime ¿por qué lo haces?
David no contestó.
—¡Te he hecho una pregunta! ¿Por qué haces esto con tu ropa?
—No puedo evitarlo, mamá...
—¿Que no puedes evitarlo? ¡Niño estúpido!
Oí cómo le pegaba. David empezó a llorar y ella le pegó más fuerte. Yo
me quedé escuchando junto a la entrada. Después de un rato dejó de
pegarle. Pude oír a David sollozando. Luego dejó de llorar.
—Ahora quiero que practiques tu lección de violín —oí que le dijo su
madre.
Me senté en el césped y aguardé. Entonces escuché el violín. Era un
violín muy triste. No me gustaba la manera en que tocaba David. Seguí
sentado escuchando durante un rato, pero la música no mejoró. La mierda
se había endurecido en mi interior. Ya no tenía ganas de cagar. La luz de la
tarde me hacía daño en los ojos. Tenía ganas de vomitar. Me levanté y me
fui a casa.
7
Había peleas continuamente. Las profesoras no parecían enterarse de
nada. Y había siempre problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase a
la escuela un paraguas o un impermeable era automáticamente marginado.
La mayoría de nuestros padres eran demasiado pobres para comprarnos
esas cosas, y cuando lo hacían, las escondíamos entre arbustos. Cualquiera
que fuera visto con un paraguas o un impermeable era considerado un
mariquita. Recibía palizas después de clase. La madre de David le hacía
llevar paraguas en cuanto había el menor asomo de nubes.
En el recreo, los de primer grado se reunían en el campo de baseball y
elegían los equipos. David y yo nos poníamos juntos. Siempre ocurría lo
mismo. A mí me elegían el penúltimo y a David el último, así que siempre
jugábamos en diferentes equipos. David era aún peor que yo. Con su
bizquera ni siquiera podía ver la bola. Yo necesitaba mucha práctica. Nunca
había jugado con los niños de mi barrio. No sabía cómo recoger una bola ni
cómo lanzarla. Pero yo quería jugar, me gustaba. A David le daba miedo la
bola, a mí no. Yo le daba fuerte al bate, le daba con más fuerza que nadie,
pero nunca podía darle a la bola. Siempre fallaba. Una vez conseguí tocarla
y que saliera desviada. Eso me supo a gloria. Conseguí llegar a primera
base, y el chico de la primera me dijo: «Es la única forma en que puedes
llegar hasta aquí.» Yo me quedé quieto mirándole. Mascaba chicle y le salían
largos pelos negros de la nariz. Tenía el pelo pringoso de vaselina. No
paraba de sonreír.
—¿Qué miras? —me preguntó.
Yo no supe qué decir. No estaba acostumbrado a conversar.
—Los muchachos dicen que estás loco —me dijo—, pero no me asustas.
Te estaré esperando algún día después de clase.
Yo seguí mirándole. Tenía una cara horrible. Entonces el pitcher lanzó la
bola y yo corrí hacia la segunda base. Corrí como un descosido y me tiré
resbalando hasta la base. La bola llegó tarde. No habían podido eliminarme.
—¡Estás fuera! —gritó el chico al que le había tocado arbitrar. Yo me
levanté, sin poder creérmelo.
—¡He dicho que ESTÁS FUERA! —gritó el arbitro.
Entonces supe que no me aceptaban. No me aceptaban ni a mí ni a
David. Los otros me querían «fuera» porque se suponía que yo estaba
«fuera». Sabían que David y yo éramos amigos. Era por culpa de David por
lo que a mí no me aceptaban. Mientras salía fuera de la cancha vi a David
jugando en tercera base con sus pantalones cortos. Sus calcetines de color
azul y amarillo se le habían caído hasta los pies. ¿Por qué me había tenido
que elegir a mí? Me había dejado marcado. Aquella tarde después de clase
me fui a toda prisa y caminé solo hasta mi casa, sin David. No quería verle
otra vez aguantando las palizas de los chicos del colegio o de su madre. No
quería escuchar su triste violín. Pero al día siguiente a la hora del almuerzo,
cuando se sentó a mi lado, comí de sus patatas fritas.
Finalmente llegó mi día. Yo era alto y me sentía poderoso en el círculo.
No podía creer que fuera tan malo como ellos querían que fuera. Yo bateaba
a lo loco, pero con fuerza. Sabía que era fuerte, y quizás, como ellos decían,
«un chiflado». Pero tenía este fuerte sentimiento en mi interior que me decía
que algo real bullía en mí. Puede que sólo fuera mierda endurecida, pero eso
era más de lo que ellos tenían. Me tocó batear. «¡Eh, ES EL REY DEL FALLO ¡EL
SEÑOR PEGA-AL-AIRE!» Vino la bola.
Le di con todas mis fuerzas y sentí cómo el bate conectaba como yo
había deseado durante tanto tiempo. La bola subió, subió, a lo más ALTO,
hasta el campo izquierdo, pasando por ENCIMA del chico que jugaba de
campista izquierdo. Se llamaba Don Brubaker, y se quedó parado mirando la
bola volar por encima de su cabeza. Parecía que nunca fuese a caer.
Entonces Brubaker empezó a correr a por la bola. Quería cogerla en el aire
para eliminarme. Nunca lo conseguiría. La bola cayó y rodó hasta otra
cancha donde estaban jugando unos chicos de 5.º grado. Yo corrí
lentamente hasta la primera base, le pegué a la almohada, miré al tipo de la
primera, corrí lentamente hasta la segunda, la toqué, corrí hasta la tercera
donde estaba David, lo ignoré, pasé la tercera y culminé la vuelta completa.
Nunca había habido un día igual. ¡Nunca se había visto una vuelta completa
por parte de un niño de primer grado! Al llegar a la marca de salida pude oír
a uno de los jugadores, Irving Bone, decirle al capitán del equipo, Stanley
Greensberg:
—Vamos a meterlo en el equipo titular. (El equipo titular jugaba con
equipos de otras escuelas.)
—No —contestó Stanley Greensberg.
Stanley tenía razón. Nunca volví a batear para una vuelta completa.
Fallaba la mayoría de las veces. Pero ellos siempre recordarían aquel golpe,
y aunque me siguieran odiando, era una clase mejor de odio, como si no
estuvieran muy seguros de por qué.
La temporada de fútbol era peor. Yo no podía coger la pelota ni lanzarla,
pero entré a jugar en un partido. Cuando uno de los contrarios vino
corriendo hacia mi posición, lo agarré del cuello de la camisa y lo tiré al
suelo. Cuando empezaba a levantarse, le arreé una patada. No me gustaba.
Era el primera base con vaselina en el pelo y con pelo en los orificios de la
nariz. Entonces se acercó Stanley Greensberg. Era más grande que
cualquiera de nosotros. Me podría haber matado si lo hubiera querido. Era
nuestro líder. Lo que dijera, iba a misa. Me dijo: «No entiendes las reglas.
Se acabó el fútbol para ti.»
Me pasaron al voleibol. Jugaba al voleibol con David y los demás mantas.
No era nada interesante. Chillaban y gritaban y se excitaban, pero los otros
estaban jugando al fútbol. Yo quería jugar fútbol. Todo lo que necesitaba era
un poco de práctica. El voleibol era algo vergonzoso; un juego de niñas.
Después de un tiempo dejé de jugar. Me quedaba en el centro de la
explanada, donde nadie jugaba. Era el único que no jugaba a nada. Me
quedaba allí todos los días durante los dos recreos hasta que se acababan.
Un día, mientras estaba allí, se me presentaron más problemas. Un balón
vino volando hacia mí y me pegó en la cabeza. Me tiró al suelo. Me sentía
mareado. Me rodearon entonces, haciendo bromas y riendo. «¡Oh, mirad,
Henry se ha desmayado! ¡Henry se ha desmayado como una señora!
¡Miradle!»
Me levanté mientras el sol no paraba de dar vueltas. Entonces me puse
firme. El cielo se empezó a quedar quieto. Era como estar en una jaula.
Estaban a mi alrededor, caras, narices, bocas y ojos. Como no paraban de
burlarse de mí, pensé que me habían pegado deliberadamente con el balón.
No era limpio.
—¿Quién tiró esa pelota? —pregunté.
—¿Quieres saber quién tiró la pelota?
—Sí.
—¿Y qué piensas hacer cuando lo sepas?
No respondí.
—Fue Billy Sherril —dijo alguien.
Billy era un chaval gordito, la verdad es que más agradable que el resto,
pero era uno de ellos. Empecé a caminar hacia Billy. El no se movió. Cuando
me acerqué más, me lanzó un directo. Apenas lo sentí. Le pegué detrás de
la oreja izquierda y cuando se llevó la mano a ella, le pegué en el estómago.
Cayó al suelo. Se quedó allí.
—Levántate y pelea con él, Billy —dijo Stanley Greensberg. Lo levantó y
lo empujó hacia mí. Le pegué un puñetazo en la boca y él se llevó las dos
manos a la boca.
—Está bien —dijo Stanley—. ¡Yo ocuparé su lugar!
Los chicos sonrieron. Yo decidí salir corriendo, no quería morir. Pero
entonces llegó un profesor.
—¿Qué está pasando aquí? —Era el señor Hall.
—Henry le pegó a Billy —dijo Stanley Greensberg.
—¿Es verdad eso, niños? —preguntó el señor Hall.
—Sí —contestaron ellos.
El señor Hall me llevó de la oreja todo el camino hasta el despacho del
director. Me echó de un empujón a una silla enfrente de un escritorio vacío y
llamó a la puerta del director. Estuvo allí dentro durante un rato y cuando se
fue, no me miró siquiera. Yo permanecí allí sentado cinco o diez minutos
hasta que salió el director y se sentó en el escritorio que tenía yo delante.
Era un hombre muy digno con el pelo blanco y una pajarita azul. Parecía un
verdadero caballero. Se llamaba Knox. El señor Knox dobló las manos y me
miró sin hablar. Cuando lo hizo, no me pareció tan caballero. Parecía querer
humillarme, tratarme como los otros.
—Bueno —dijo finalmente—, dime qué ha pasado.
—No ha pasado nada.
—Le has hecho daño a ese niño, a Billy Sherril. Sus padres van a querer
saber por qué lo has hecho.
No contesté.
—¿Crees que te puedes tomar la justicia por tu mano cuando ocurre algo
que no te gusta?
—No.
—¿Entonces por qué lo hiciste?
No contesté.
—¿Te crees que eres mejor que el resto de las personas?
—No.
El señor Knox siguió sentado. Tenía un largo abridor de cartas que
deslizaba hacia delante y hacia atrás por el tapete verde del escritorio. Había
un frasco de tinta bastante grande y un portaplumas con cuatro plumas. Yo
me preguntaba si iba a pegarme.
—¿Entonces por qué hiciste lo que hiciste?
No contesté. El señor Knox deslizaba de un lado a otro el abridor de
cartas. Sonó el teléfono. Lo cogió.
—¿Hola? ¿Oh, sí, señora Kirby? ¿Que él qué? ¿Qué? ¿Oiga, es que no
puede mantener la disciplina? Ahora estoy ocupado. De acuerdo, la llamaré
en cuanto acabe con esto...
Colgó. Se apartó el pelo blanco de los ojos con una mano y me miró.
—¿Por qué me causas estos problemas?
No contesté.
—¿Crees que eres duro, eh?
Seguí en silencio.
—¿Un chico duro, eh?
Había una mosca que volaba alrededor del escritorio. Sobrevoló el frasco
de tinta. Entonces se posó sobre el negro tapón del tintero y se quedó allí
frotándose las alas.
—Está bien, muchacho, tú eres duro y yo soy duro. Vamos a darnos la
mano.
Yo no me creía duro, así que no le di la mano.
—Venga, dame la mano.
Saqué la mano, él me la cogió y la sacudió en saludo. Entonces se detuvo
y me miró. Tenía unos ojos azules más claros que su pajarita azul. Eran casi
hermosos. Siguió mirándome y aguantando mi mano. Entonces empezó a
apretar.
—Quiero felicitarte por ser un chico duro.
Apretó más.
—¿Crees que yo soy un tipo duro?
No contesté.
Apretó entre sí los huesos de mis dedos. Podía sentir el hueso de cada
dedo cortando como una cuchilla la carne del dedo de al lado. Empezaron a
relampaguear luces rojas delante de mis ojos.
—¿Crees que soy un tipo duro? —preguntó él.
—Te mataré —dije.
—¿Qué?
El señor Knox apretó aún más. Tenía una mano como un torno de
carpintero. Podía ver cada poro de su cara.
—¿Los chicos duros no gritan, o sí?
No pude mirarle más a la cara. Bajé la mirada hacia el escritorio.—¿Soy un tipo duro? —me preguntó.
Apretó con más fuerza. Yo necesitaba gritar, pero me mantenía en
silencio para que nadie me pudiese oír desde las clases.
—Ahora, ¿soy un tipo duro?
Esperé. Odiaba tener que decirlo. Entonces dije:
—Sí.
El señor Knox me soltó la mano. No me atreví a mirarla, la dejé colgar a
mi flanco. Vi que la mosca se había ido y pensé «no es tan malo ser una
mosca». El señor Knox estaba escribiendo en un pedazo de papel.
—Mira, Henry, estoy escribiendo una nota para tus padres y quiero que
tú se la entregues. ¿Se la vas a entregar, ¿verdad?
—Sí,
Metió la nota en un sobre y me lo dio. Estaba cerrado y yo no tuve el
menor deseo de abrirlo.

8
Llevé el sobre a casa, se lo entregué a mi madre y entré en el dormitorio.
Mi dormitorio. Lo mejor del dormitorio era la cama. Me gustaba estar en la
cama durante horas, incluso de día, con las sábanas subidas hasta la
barbilla. Allí se estaba bien, nunca ocurría nada, no había gente, nada. Mi
madre me encontraba a menudo en la cama durante el día.
—¡Henry, levántate! ¡No es bueno para un chico joven el estar en la
cama todo el día! ¡Levántate! ¡Haz algo!
Pero no había nada que hacer.
Aquel día no me metí en la cama. Mi madre estaba leyendo la nota. Al
poco rato la oí llorar. Luego empezó a lamentarse:
—¡Oh, Dios mío! ¡Eres la desgracia de tu padre y mía! ¡Qué desgracia!
¡Supón que se enteran los vecinos! ¿Qué pensarán los vecinos?
Ellos nunca hablaban con los vecinos.
Entonces se abrió la puerta y mi madre entró corriendo en la habitación:
—¿Cómo le has podido hacer esto a tu madre?
Las lágrimas le caían por la cara. Me sentí culpable.
—¡Espera a que llegue tu padre!
Cerró de un portazo. Yo me quedé sentado en la silla, esperando. De
alguna manera, me sentía culpable...
Oí llegar a mi padre. Siempre cerraba de un portazo, caminaba
pesadamente y hablaba a gritos. Estaba en casa. Después de unos
momentos se abrió la puerta del dormitorio. Medía casi dos metros, era un
hombre grande. Todo se desvaneció, la silla en la que estaba sentado, el
papel pintado de la pared, la pared, todos mis pensamientos. Era como la
oscuridad eclipsando al sol, su violencia hacía desaparecer todas las cosas.
Era todo orejas, nariz, boca; no, podía mirarle a los ojos, sólo era una cara
enrojecida de ira.
—Está bien, Henry. Entra en el baño.
Entré y él cerró la puerta tras nosotros. Las paredes eran blancas. Había
un espejo de baño y una pequeña ventana, con una cortinilla negra rota.
Estaban la bañera y el retrete y los azulejos del suelo. Cogió la badana de
cuero para afilar la navaja de afeitar que colgaba de un gancho. Iba a ser la
primera de una serie incontable de palizas que se fueron haciendo más y
más frecuentes. Siempre, me parecía a mí, sin una verdadera razón.
—Bueno, bájate los pantalones.
Me bajé los pantalones.
—Bájate los calzoncillos.
Me los bajé.
Entonces me atizó. El primer golpe me produjo más impresión que dolor.
El segundo me hizo más daño. Cada golpe iba incrementando el dolor. Al
principio yo era consciente de las paredes, la bañera, el retrete. Al final, no
podía ver nada. Mientras me pegaba me insultaba, pero yo no podía
entender las palabras. Pensé en sus rosas, en las rosas que cultivaba en el
patio. Pensé en su automóvil en el garaje. Traté de no gritar. Sabía que si
me ponía a gritar quizás parase, pero sabiéndolo, y sabiendo que él deseaba
que me pusiera a gritar, me hacía el valiente y aguantaba. Se me saltaban
las lágrimas de los ojos, pero permanecía en silencio. Después de un rato
todo se convirtió en un mareante remolino, en una vorágine donde sólo
quedaba la posibilidad mortal de que no acabase nunca. Finalmente, como si
me pusiera en marcha, comencé a sollozar, atragantándome con la baba
salada que me corría por la garganta. El se detuvo.
Desapareció de allí. Comencé a visualizar de nuevo la pequeña ventana y
el espejo. La badana de cuero colgaba de su gancho, larga, marrón y
doblada. Yo no me podía agachar para subirme los calzoncillos y los
pantalones, así que anduve hasta la puerta a duras penas con los pantalones
alrededor de los tobillos. Abrí la puerta del baño y allí estaba mi madre, de
pie en el salón.
—No ha estado bien —le dije—. ¿Por qué no me has ayudado?
—El padre —dijo ella —siempre tiene la razón.
Entonces mi madre se fue. Yo entré en mi dormitorio, arrastrando la ropa
entre los pies, y me senté en la cama. El colchón me hacía daño. Afuera, a
través de la persiana, pude ver las rosas de mi padre que estaban creciendo.
Eran rojas y blancas y amarillas, grandes y en plenitud. El sol estaba muy
bajo, pero todavía no se había ocultado, y los restos de su luz pasaban a
través de la persiana. Sentía como si incluso el sol perteneciese a mi padre,
como si yo no tuviera derecho a él porque su luz brillaba en la casa de mi
padre. Era como sus rosas, algo que le pertenecía a él y no a mí.

9
Para cuando me llamaron a cenar, ya fui capaz de subirme los pantalones
y caminar hasta la mesa de la cocina, donde comíamos siempre excepto los
domingos. Encontré dos almohadones en mi silla. Me senté sobre ellos, pero
todavía me ardían el culo y las piernas. Mi padre estaba hablando de su
trabajo, como siempre.
—Le dije a Sullivan que combinase tres rutas en dos para que quedase
un hombre libre en cada reparto. No vale la pena cargar en tres rutas.
—Deberían hacerte caso, papá —dijo mi madre.
—Por favor —intervine yo—, por favor perdonadme, pero no me siento
con ganas de comer...
—¡Te comerás tu COMIDA! —gritó mí padre—. ¡Esta comida la ha
preparado tu madre!
—Sí —dijo mi madre—, roast beef con zanahorias y guisantes.
—Y puré de patatas con salsa —completó mi padre.
—No tengo hambre.
—¡Te comerás hasta la última cagarruta de tu plato! —dijo mi padre.
Quería hacerse el gracioso. Esa era una de sus bromas favoritas.
—¡PAPÁ! —dijo mi madre con disgusto.
Empecé a comer. Era terrible. Era como si me los estuviese comiendo a
ellos, sus creencias, lo que ellos eran. No masticaba, sólo me lo tragaba para
deshacerme de ello. Mientras tanto mi padre hablaba de lo bien que sabía
todo, de la suerte que teníamos de comer buenos alimentos cuando la
mayoría de la gente en el mundo, e incluso en América, se moría de
hambre.
—¿Qué hay de postre, mamá? —preguntó mi padre.
Su cara era horrible, los .labios se le salían hacia fuera, grasientos y
húmedos de placer. Actuaba como si nada hubiese ocurrido, como si no me
hubiera pegado. Cuando regresé a mi cuarto pensé «esta gente no son mis
padres, me han debido adoptar y no les gusta cómo he salido».
10
Lila Jane era una niña de mi edad que vivía en la casa de al lado. Todavía
no me dejaban jugar con los niños del vecindario, pero quedarse sentado en
el dormitorio era una estupidez. Salía y daba un paseo por el patio de atrás,
mirando las cosas, sobre todo a los bichos. O me sentaba en la hierba e
imaginaba cosas. Una de las cosas que me imaginaba era que me convertía
en un gran jugador de baseball, tan fantástico que podía pegarle a la bola
cada vez que bateaba, o una vuelta completa a la cancha cada vez que me
daba la gana. Pero a veces fallaba para desorientar al otro equipo. Le
pegaba a la bola cuando veía el momento. Una temporada, por el mes de
julio, sólo llevaba 139 golpes y una vuelta completa. HENRY CHINASKI ESTÁ
ACABADO, decían los periódicos. Entonces empecé a pegarle, ¡Y cómo le daba!
Una vez hice 16 vueltas de una sola vez. Otra vez hice 24 carreras en un
partido. Al finalizar la temporada llevaba 523 golpes.
Lila Jane era una de las niñas más guapas que había visto en el colegio.
Era una de las más bonitas, y vivía en la casa de al lado. Un día, cuando yo
estaba en el patio de atrás, ella se asomó por la valla y se quedó
mirándome.
—¿Tú no juegas con los otros niños, verdad?
La miré. Tenía una larga cabellera pelirroja y ojos marrón oscuro.
—No —contesté.
—¿Por qué no?
—Ya los veo lo suficiente en el colegio.
—Yo me llamo Lila Jane —dijo ella.
—Yo Henry.
Siguió mirándome y yo seguí sentado en la hierba mirándola. Entonces
dijo:
—¿Quieres verme las bragas?
—Bueno.
Se levantó el vestido. Las bragas eran limpias y de color rosa. Tenían
buena pinta. Siguió con el vestido levantado y entonces se dio la vuelta para
que pudiese verla por detrás. Su trasero tenía muy buena pinta. Entonces se
bajó el vestido.
—Adiós —dijo, y se fue.
—Adiós.
Ocurría cada tarde.
—¿Quieres ver mis bragas?
—Bueno.
Las bragas eran casi siempre de diferente color, y cada vez tenían mejor
aspecto.
Una tarde, después de que Lila Jane me enseñara las bragas, yo dije:
—Vamos a dar un paseo.
—Está bien —dijo ella.
Nos encontramos en la parte delantera y bajamos juntos por la calle. Era
realmente bonita. Caminamos sin decir nada hasta que llegamos a un solar
vacío. La vegetación era alta y verde.
—Vamos a entrar en el solar —dije.
—Vale —dijo Lila Jane.
Entramos por entre las altas hierbas.
—Enséñame otra vez las bragas.
Se levantó el vestido. Bragas azules.
—Vamos a tumbarnos aquí —dije.
Nos tumbamos entre las hierbas, yo la cogí por el pelo y la besé.
Entonces le subí el vestido y miré sus bragas. Le puse la mano en el culo y
la besé de nuevo. Seguí besándola y agarrándole el culo. Estuvimos así
durante un buen rato. Entonces dije:
—Vamos a hacerlo.
No estaba muy seguro de qué había que hacer, pero me daba cuenta de
que había algo más.
—No, no puedo —dijo ella.
—¿Por qué no?
—Nos verán esos hombres.
—¿Qué hombres?
—¡Allí! —señaló.
Miré por entre las hierbas. Quizás a media manzana de distancia había
unos cuantos obreros arreglando la calle.
—¡No nos pueden ver!
—¡Sí que pueden!
Me levanté.
—¡Maldita sea! —dije, salí fuera del solar y volví a casa.
Durante un tiempo no volví a ver a Lila Jane por las tardes. No
importaba. Era la temporada de fútbol y yo era, en mi imaginación, un gran
medio trasero. Podía lanzar el balón a 50 metros y patearlo a 40. Pero rara
vez teníamos que patearlo, no cuando yo llevaba el balón. Era mejor correr
sorteando hombretones. Yo los arrasaba. Hacían falta cinco o seis hombres
para placarme. Algunas veces, como en el baseball, me compadecía de ellos
y me dejaba placar habiendo avanzado sólo ocho o diez metros. Entonces
normalmente me lesionaban, gravemente, y me tenían que sacar del campo.
Mi equipo se hundía, digamos 40 a 17, y cuando faltaban tres o cuatro
minutos para el final, yo volvía al campo, furioso de haber sido lesionado.
Cada vez que cogía el balón corría de una tirada hasta la línea de fondo.
¡Cómo me vitoreaba la multitud! Y en defensa placaba continuamente,
interceptaba cada pase. Estaba en todas partes. ¡Chinaski, la Furia! A punto
de pitar el final, cogía el balón en nuestra línea de fondo. Corría hacia
adelante, hacia un lado, hacia detrás. Evitaba blocaje tras blocaje. Saltaba
por encima de los rivales caídos. No recibía el menor apoyo. Mi equipo er
un puñado de mariquitas. Finalmente, con cinco hombres colgando de mí, yo
me resistía a caer y los arrastraba hasta la línea de fondo, marcando el gol
del triunfo en el momento en que se acababa el partido.
Una tarde vi como un chico bastante grande entraba en nuestro patio
trasero saltando la valla. Se quedó mirándome. Era alrededor de un año
mayor que yo y no era de mi colegio.
—Soy del colegio Marmount —dijo.
—Será mejor que te vayas de aquí —dije—. Mi padre está a punto de
venir.
—¿De veras?
Me levanté.
—¿Qué haces aquí?
—He oído que los del colegio Delsey pensáis que sois muy duros.
—Ganamos todos los juegos ínter-escolares.
—Es porque hacéis trampas. En Marmount no nos gustan los tramposos.
Llevaba una vieja camisa azul, desabotonada a medias. Llevaba una
muñequera de cuero en su brazo izquierdo.
—¿Piensas que eres duro? —me preguntó.
—No.
—¿Qué tienes en tu garaje? Creo que cogeré algo de tu garaje.
—Vete de aquí.
Las puertas del garaje estaban abiertas y él fue hacia allí. Allí no había
gran cosa. Encontró un viejo balón de playa desinflado y lo cogió.
—Creo que me quedaré con esto.
—Suéltalo.
—¡Trágatelo! —dijo y me lo lanzó a la cabeza. Yo me tambaleé. Vino
desde el garaje hacia mí. Yo retrocedí y él me siguió por el patio.
—¡Los tramposos no prosperan! —dijo.
Me lanzó un golpe. Yo me eché hacia atrás. Pude sentir el aire de su puño
pasando junto a mi cara. Cerré los ojos, me lancé hacia él y empecé a dar
puñetazos. Conectaba golpes, a veces. Sentí que me pegaba, pero no hacía
daño. Más que nada, estaba asustado. No podía hacer otra cosa más que
seguir tirando puñetazos. Entonces oí una voz:
—¡Paraos ya!
Era Lila Jane. Estaba en mi patio. Los dos dejamos de pegarnos. Ella
cogió una vieja lata de hojalata y se la arrojó al chico. Yo le pegué en mitad
de la frente y me quedé expectante. El se quedó un momento quieto y luego
salió corriendo, llorando y chillando. Salió por la puerta trasera, bajó por el
callejón y desapareció. Por una latita de hojalata. Yo estaba sorprendido. Un
chico grande como él llorando así. En Delsey teníamos un código. Hasta los
más mierdas recibían las palizas sin abrir la boca. Esos tipos de Marmount
no eran gran cosa.
—No tenías por qué haberme ayudado —le dije a Lila Jane.
—¡Te estaba pegando!
—No me hacía daño.
Lila Jane atravesó el patio corriendo, salió, entró en su patio y se metió
en su casa.
Todavía le gusto, pensé yo.
11
En segundo y tercer grado seguí sin tener la oportunidad de jugar al
baseball, pero sabía que de alguna manera me estaba convirtiendo en un
buen jugador. Si alguna vez volvía a tener un bate en mis manos, sabía que
mandaría la bola fuera de las instalaciones de la escuela. Un día estaba yo
por ahí y se me acercó un profesor.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—Esta es la clase de Educación Física. Deberías estar participando.
¿Tienes algún impedimento?
—¿Qué?
—¿Te ocurre algo?
—No sé.
—Ven conmigo.
Me llevó hacia un grupo. Estaban jugando al kickball. El kickball era como
el baseball, excepto que usaban un balón de fútbol. El pitcher lo hacía rodar
hacía el círculo y tú le dabas una patada. Si salía volando y lo cogían en el
aire, estabas fuera. Si salía liso por el campo o por encima de los contrarios,
corrías todas las bases que podías.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el profesor.
—Henry.
El se acercó al grupo.
—Bueno —dijo—, Henry va a jugar de recogedor en corto.
Eran de mi clase. Todos me conocían. Recogedor en corto era el puesto
más difícil. Me coloqué. Sabía que me iban a hacer la puñeta. El pitcher hizo
rodar el balón realmente despacio, y el primer tío lo pateó justo hacia mí.
Vino muy fuerte, a la altura del pecho, pero no era problema. El balón era
grande, puse las manos y lo cogí. Se lo lancé al pitcher. El siguiente tío hizo
lo mismo. Esta vez vino un poco más alto. Y un poco más fuerte. Sin
problema. Entonces Stanley Greensberg salió al círculo. Ya estaba. Mi suerte
se había acabado. El pitcher hizo rodar el balón y Stanley le dio una patada.
Vino hacia mí como una bala de cañón, a la altura de la cabeza. Quise
agacharme pero no pude. El balón me pegó en las manos y lo sostuve. Lo
cogí y lo hice rodar hacia el montículo del pitcher. Tres eliminaciones. Me fui
al trote hacia un lateral. Al hacerlo, alguien se cruzó conmigo y dijo
«¡Chinaski, el gran recogemierdas!».
Era el chico con vaselina en el pelo y los pelos en los agujeros de la nariz.
Yo me volví:
—¡Eh! —dije. El se paró. Le miré—: No vuelvas a decirme nada.
Pude ver el miedo en sus ojos. Se fue hacia su puesto, yo salí y me
apoyé en la valla mientras mi equipo cogía el turno de patear. Nadie se me
acercó, pero no me importó. Estaba ganando terreno.
Era difícil entenderlo. Éramos los niños del colegio más pobre, teníamos
los padres más pobres y menos educados, la mayoría de nosotros comía
simple bazofia, y sin embargo uno por uno éramos mucho más grandes que
cualquier chaval de los otros colegios de la ciudad. Nuestro colegio era
famoso. Se nos temía.
Nuestro equipo de sexto grado les pegaba unas palizas de aquí te espero
a todos los demás equipos de sexto grado de las otras escuelas.
Especialmente en baseball. Con resultados de 14 a 1, 24 a 3, 19 a 2.
Sabíamos darle a la pelota.
Un día, el equipo júnior campeón de la ciudad, el Miranda Bell, se
enfrentó a nosotros. Se sacó dinero de alguna parte y cada uno de nuestros
jugadores consiguió una gorra con una «D» blanca. Nuestro equipo tenía
buena pinta con esas gorras. Cuando aparecieron los chicos de Miranda Bell,
los campeones de 7.° grado, nuestros muchachos de 6.° grado sólo los
miraron y se rieron. Éramos más grandes, teníamos un aspecto más duro,
andábamos de diferente modo, sabíamos que los teníamos donde
queríamos.
Los chicos del Miranda parecían muy educados. Eran muy tranquilos. Su
pitcher era el mayor de todos. Consiguió eliminar a nuestros tres primeros
bateadores, algunos de los mejores. Pero nosotros teníamos a Lowball
Johnson. Lowball les devolvió la papeleta. La cosa siguió así, fallando por los
dos lados, o pegando pequeños golpes ocasionales sin consecuencias, pero
nada más. Entonces nos tocó batear por séptima vez. Beefcake Cappaletti
enganchó una. Dios, ¡se pudo oír a kilómetros el golpe! La bola parecía que
fuera a estrellarse contra el edificio de la escuela y romper una ventana.
¡Nunca había visto una bola volar así! Pegó en el mástil de la bandera junto
al tejado y cayó. Una carrera completa fácil. Cappaletti pasó todas las bases
y nuestros chicos tenían un aspecto magnífico con sus nuevas gorras azules
con la «D» blanca.
Los chicos del Miranda se rajaron después de aquello. No sabían cómo
recuperarse. Venían de un barrio rico, no sabían lo que significaba luchar por
recuperarse. Nuestro siguiente muchacho hizo dos bases. ¡Cómo
vitoreamos! La cosa estaba acabada. No podían hacer nada. El siguiente
bateador hizo tres bases. Ellos cambiaron de pitcher. Consiguieron eliminar
al siguiente de los nuestros. Luego el siguiente bateador hizo una base.
Antes de que se nos acabara el turno habíamos hecho 9 carreras.
Los del Miranda no tuvieron oportunidad de batear en su turno. Los
chicos de 5.° grado se acercaron y les desafiaron a pelear. Incluso uno de
4.° grado entró corriendo y se enzarzó con uno de ellos. Los del Miranda
cogieron sus bártulos y se fueron. Nosotros los corrimos por toda la calle.
No quedaba otra cosa que hacer, así que dos de los nuestros empezaron
a pegarse. Era una buena pelea. Los dos tenían la nariz sangrando, pero se
estaban dando buenos golpes cuando uno de los profesores que se había
quedado a ver el partido los separó. No supo lo cerca que estuvo de recibir
por su parte una buena paliza.
12
Una noche mi padre me llevó con él a hacer el reparto de leche. Ya
habían quitado los carros de caballos. Ahora eran coches con motor.
Después de cargar en la central lechera, enfilamos la ruta. Me gustaba estar
ya en la calle tan temprano. La luna estaba alta y se podían ver las estrellas.
Hacía frío, pero era excitante. Me preguntaba por qué mi padre me había
pedido que le acompañase si ahora acostumbraba a pegarme con la badana
una o dos veces por semana y no parecía que fuera a cesar la cosa.
En cada parada él bajaba de un salto y dejaba una o dos botellas de
leche. A veces era también queso, o nata, o mantequilla, y de vez en cuando
una botella de naranja. La mayoría de la gente dejaba notas en las botellas
vacías diciendo lo que querían.
Mi padre hacía la ruta, parando y volviéndose a poner en marcha
haciendo los repartos.
—Bueno, muchacho, ¿en qué dirección estamos yendo ahora?
—Hacia el Norte.
—Tienes razón. Estamos yendo hacia el Norte.
Subimos y bajamos calles, parando y siguiendo la ruta.
—Muy bien. ¿Ahora qué dirección llevamos?
—Hacia el Oeste.
—No, vamos hacia el Sur.
Seguimos conduciendo en silencio un rato más.
—Supón que ahora te empujo fuera de la camioneta y te dejo ahí. ¿Qué
harías?
—No sé.
—Quiero decir, ¿qué harías para sobrevivir?
—Bueno, supongo que volvería hacia atrás y me bebería la leche y el
zumo de naranja que has ido dejando en los portales.
—¿Eso es lo que harías?
—Buscaría a un policía y le diría lo que me habías hecho.
—¿Lo harías, eh? ¿Y qué le dirías?
—Le diría que me habías dicho que el Oeste era el Sur porque querías
que me perdiera.
Empezaba a amanecer. Al poco acabamos el reparto y paramos en un
café a desayunar. La camarera se acercó.
—Hola, Henry —le dijo a mi padre.
—Hola, Betty —contestó él.
—¿Quién es este chaval?
—Es el pequeño Henry.
—Es igualito que tú.
—Sin embargo, no tiene mi cerebro.
—Espero que no.
Pedimos el desayuno. Tomamos huevos con bacon. Mientras comíamos,
mi padre me dijo:
—Ahora viene lo duro.
—¿El qué?
—Tengo que cobrar el dinero que me debe la gente. Hay algunos que no
quieren pagar.
—Pero tienen que pagar.
—Eso es lo que les digo.
Acabamos de comer y nos pusimos de nuevo en marcha. Mi padre se
bajaba y llamaba a las puertas. Le podía oír quejándose en voz alta:
—¿CÓMO COÑO SE CREE QUE VOY A COMER YO? ¡USTEDES SE HAN TRAGADO LA LECHE,
AHORA TIENEN QUE CAGAR EL DINERO!
Cada vez usaba una frase diferente. A veces volvía con el dinero, otras
veces no.
Entonces le vi entrar en un complejo de bungalows. Se abrió una puerta
y apareció una mujer vestida con un kimono de seda medio abierto. Estaba
fumando un cigarrillo.
—Oye, nena, tengo que conseguir el dinero. ¡Me debes más que nadie!
Ella se rió.
—Mira, nena, dame la mitad, una señal, algo que enseñar.
Ella expulsó un anillo de humo, extendió la mano y lo rompió con un
dedo.
—Oye, tienes que pagarme —insistió mi padre—, esta es una situación
desesperada.
—Entra y hablaremos de ello —dijo la mujer.
Mi padre entró y se cerró la puerta. Estuvo allí un buen rato. El sol ya
estaba muy alto. Cuando salió, le caía el pelo por la cara y se estaba
metiendo los faldones de la camisa dentro de los pantalones. Subió a la
camioneta.
—¿Te dio esa mujer el dinero? —pregunté yo.
—Esta ha sido la última parada —dijo mi padre—, ya no puedo más.
Vamos a dejar el camión y volveremos a casa...
Yo iba a volver a ver otra vez a aquella mujer. Un día volví del colegio y
ella estaba sentada en una silla en el recibidor de casa. Mis padres también
estaban allí sentados, y mi madre estaba llorando. Cuando mi madre me vio,
se levantó y vino corriendo hacia mí, me abrazó. Me llevó al dormitorio y me
sentó en la cama.
—Henry, ¿quieres a tu madre?
Yo la verdad es que no la quería, pero la vi tan triste que le dije que sí.
Ella me volvió a sacar al recibidor.
—Tu padre dice que quiere a esta mujer —me dijo.
—¡Os quiero a las dos! ¡Y llévate a este niño de aquí!
Sentí que mi padre estaba haciendo muy desgraciada a mi madre.
—Te mataré —le dije a mi padre.
—¡Saca a este niño de aquí!
—¿Cómo puedes amar a esa mujer? —le dije a mi padre—. Mira su nariz.
¡Tiene una nariz como la de un elefante!
—¡Cristo! —dijo la mujer—. ¡No tengo por qué aguantar esto! —Miró a mi
padre—. ¡Elige, Henry! ¡O una, u otra! ¡Ahora!
—¡Pero no puedo! ¡Os quiero a las dos!
—¡Te mataré! —volví a decirle a mi padre.
Él vino y me dio una bofetada en la oreja, tirándome al suelo. La mujer
se levantó y salió corriendo de la casa. Mi padre salió detrás suyo. La mujer
subió de un salto en el coche de mi padre, lo puso en marcha y se fue calle
abajo. Ocurrió todo muy deprisa. Mi padre bajó corriendo por la calle detrás
del coche:
—¡EDNA! ¡EDNA, VUELVE!
Mi padre llegó a alcanzar el coche, metió el brazo por la ventanilla y
agarró el bolso de Edna. Entonces el coche aceleró y mi padre se quedó con
el bolso.
—Sabía que estaba ocurriendo algo —me dijo mi madre—, así que me
escondí en la camioneta y los pillé juntos. Tu padre me trajo aquí de vuelta
con esa mujer horrible. Ahora ella se ha llevado su coche.
Mi padre regresó con el bolso de Edna.
—¡Todo el mundo dentro de casa!
Entramos dentro, mi padre me encerró en mi cuarto y los dos se pusieron
a discutir. Era a voz en grito y muy desagradable. Entonces mi padre
empezó a pegar a mi madre. Ella gritaba y él no dejaba de pegarla. Yo salí
por la ventana e intenté entrar por la puerta principal. Estaba cerrada. Lo
intenté por la puerta trasera, por las ventanas. Todo estaba cerrado. Me
quedé en el patio de atrás y escuché los gritos y los golpes.
Entonces hubo silencio y todo lo que pude oír fue a mi madre sollozando.
Lloró durante un buen rato. Gradualmente fue a menos hasta que cesó.

13
Estaba en el 4.° grado cuando lo descubrí. Probablemente fui uno de los
últimos en saberlo, porque todavía seguía sin hablar con nadie. Un chaval se
me acercó mientras estaba parado en un rincón durante el recreo.
—¿No sabes cómo se hace? —me preguntó.
—¿El qué?
—Joder.
—¿Qué es eso?
—Tu madre tiene un agujero... —hizo un círculo con el pulgar y el índice
de su mano derecha— y tu padre tiene una picha... —cogió el dedo índice de
su mano izquierda y lo metió hacia delante y atrás por el agujero—.
Entonces la picha de tu padre echa jugo y unas veces tu madre tiene un
bebé y otras no.
—A los bebés los hace Dios —dije yo.
—Y una mierda —contestó el chaval, y se fue.
Era difícil para mí creerlo. Cuando se acabó el recreo me senté en clase y
pensé acerca de ello. Mi madre tenía un agujero y mi padre tenía una picha
que echaba jugo. ¿Cómo podían tener cosas como esas y andar por ahí
como si todo fuera normal, hablando de las cosas, y luego haciendo eso sin
contárselo a nadie? Me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo
había salido del jugo de mi padre.
Aquella noche, después de que se apagasen las luces, me quedé
despierto en la cama escuchando. Claramente, empecé a escuchar sonidos.
Su cama comenzó a rechinar. Podía oír los muelles. Salí de la cama, me
acerqué de puntillas a su cuarto y escuché. La cama seguía produciendo
sonidos. Entonces se paró. Volví corriendo a mi habitación. Oí a mi madre ir
al baño. Oí que tiraba de la cadena y luego salía.
¡Qué cosa más terrible! ¡No importaba que lo hicieran en secreto! ¡Y
pensar que todo el mundo lo hacía! ¡Los profesores, el director, todo el
mundo! Era bastante estúpido. Entonces pensé en hacerlo con Lila Jane y no
me pareció tan estúpido.
Al día siguiente en clase no dejé de pensar en ello. Miraba a las niñas y
me imaginaba haciéndolo con ellas. Lo haría con todas ellas y fabricaría
bebés. Llenaría el mundo de chicos como yo, grandes jugadores de baseball,
bateadores infalibles. Aquel día, un poco antes de acabar la clase, la
profesora, la señora Westphal, dijo:
—Henry, ¿puedes quedarte cuando se acabe la clase?
Sonó el timbre y los otros niños se fueron. Yo me quedé sentado en mi
pupitre y esperé. La señora Westphal estaba corrigiendo papeles. Pensé, tal
vez quiere hacerlo conmigo. Me imaginé subiéndole el vestido y mirando su
agujero.
—Bueno, señora Westphal, estoy listo.
Ella levantó la mirada de sus papeles.
—De acuerdo, Henry, primero borra la pizarra. Luego saca los borradores
y límpialos.
Hice lo que me dijo, luego me volví a sentar en mi pupitre. La señora
Westphal siguió allí corrigiendo papeles. Llevaba un vestido azul muy
ajustado, unos grandes pendientes dorados, tenía una nariz pequeña y
usaba gafas sin montura. Esperé y esperé. Entonces dije:
—¿Señora Westphal, por qué me ha hecho quedarme después de clase?
Ella levantó la vista y me ¡miró. Sus ojos eran verdes y profundos.
—Te he hecho quedarte después de clase porque a veces eres malo.
—¿Ah, sí? —sonreí.
La señora Westphal me miró. Se quitó las gafas y siguió mirándome. Sus
piernas estaban detrás del escritorio. No podía mirar por debajo de su
vestido.
—Hoy no has prestado atención, Henry.
—¿Ah, no?
—No, y no uses ese tono. ¡Estás hablando con una dama!
—Oh, ya veo...
—¡No te hagas el gracioso!
—Lo que usted diga.
La señora Westphal se levantó y salió de detrás de su escritorio. Vino por
el pasillo y se sentó en el pupitre de al lado. Tenía unas piernas largas y
bonitas enfundadas en medias de seda. Me sonrió, extendió una mano y me
tocó la muñeca.
—Tus padres no te dan mucho cariño, ¿verdad?
—No me hace falta —dije.
—Henry, todo el mundo necesita cariño.
—Yo no necesito nada.
—Pobre niño.
Se levantó, vino hasta mi pupitre y lentamente cogió mi cabeza entre sus
manos. Se inclinó y la apretó contra sus pechos. Yo eché la mano y cogí sus
piernas.
—¡Henry, tienes que dejar de pelearte con todo el mundo! Queremos
ayudarte.
Agarré con más fuerza las piernas de la señora Westphal.
—¡De acuerdo, vamos a joder!
La señora Westphal me apartó y se enderezó.
—¿Qué has dicho?
—He dicho «¡Vamos a joder!».
Me miró durante un buen rato. Entonces dijo:
—Henry, no le voy a contar jamás a nadie lo que acabas de decir, ni al
director, ni a tus padres, ni a nadie. Pero quiero que nunca, nunca vuelvas a
decirme eso otra vez. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Está bien. Ahora puedes irte a casa.
Me levanté y fui hacia la puerta. Cuando la abrí, la señora Westphal dijo:
—Buenas tardes, Henry.
—Buenas tardes, señora Westphal.
Bajé caminando por la calle, reflexionando. Me había parecido que ella
quería joder, pero tenía miedo porque yo era demasiado joven para ella y
mis padres o el director podían descubrirlo. Había sido excitante quedarme a
solas con ella en la clase. Esta cosa de joder estaba bien. Le daba a la gente
cosas extra en que pensar.
Camino de casa había que cruzar una ancha avenida. Cogí el paso de
peatones. De repente apareció un coche que venía directo hacia mí. No
disminuyó la velocidad. Iba de un lado a otro salvajemente. Traté de
apartarme de su camino pero parecía que me seguía. Vi los faros, las
ruedas, el parachoques. El coche me atropello y entonces todo fue
oscuridad...

14
Más tarde, en el hospital, me estaban frotando las rodillas con pedazos
de algodón empapados en algo. Me ardían. Mis codos también me ardían.
El doctor estaba inclinado sobre mí junto a una enfermera. Yo estaba en
la cama y el sol pasaba a través de una ventana.
Todo parecía muy plácido. El doctor me sonrió. La enfermera se
incorporó y me sonrió. Se estaba bien allí.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el doctor.
—Henry.
—¿Henry qué?
—Chinaski.
—¿Polaco, eh?
—Alemán.
—¿Por qué nadie quiere ser polaco?
—Yo nací en Alemania.
—¿Dónde vives? —me preguntó la enfermera.
—Con mis padres.
—¿De verdad? —dijo el doctor—. ¿Y dónde es eso?
—¿Qué les ha pasado a mis codos y mis rodillas?
—Te atropello un coche. Por suerte, no te pillaron las ruedas. Los testigos
dicen que parecía estar borracho. Te dio y salió huyendo. Pero anotaron su
matrícula. Le cogerán.
—Tiene una enfermera muy guapa... —dije.
—Oh, gracias —dijo ella.
—¿Quieres una cita con ella? —preguntó el doctor.
—¿Qué es eso?
—¿Quieres salir con ella? —dijo el doctor.
—No sé si lo podría hacer con ella. Soy demasiado joven.
—¿Hacer qué?
—Ya sabe.
—Bueno —sonrió la enfermera—, ven a verme después de que se curen
tus rodillas y veremos lo que se puede hacer.
—Perdona —dijo el doctor—, pero tengo que ver otro caso de accidente—
. Abandonó la habitación.
—Ahora —dijo la enfermera—, ¿puedes decirme en qué calle vives?
—Virginia Road. —Dame el número, cariño.
Le di el número de la casa. Me preguntó si teníamos teléfono. Le dije que
no me acordaba del número.
—Está bien —dijo ella—, lo encontraremos. Y no te preocupes. Has tenido
suerte. Sólo te has llevado un golpe en la cabeza y unos raspones en las
rodillas.
Era muy bonita, pero sabía que después de que se curasen mis rodillas
no me querría volver a ver.
—Quiero quedarme aquí —dije.
—¿Qué? ¿Quieres decir que no quieres volver a casa con tus padres?
—No. Dejen que me quede aquí.
—No podemos hacer eso, cariño. Necesitamos estas camas para gente
que está realmente enferma o herida.
Me sonrió y salió de la habitación.
Cuando llegó mi padre, entró directo en la habitación y sin una palabra
me sacó de la cama. Salimos de la habitación y me llevó por el pasillo.
—¡Pequeño bastardo! ¿No te he enseñado a mirar a AMBOS lados antes de
cruzar la calle?
Me llevó a rastras por el hall. Nos cruzamos con la enfermera.
—Adiós, Henry —dijo ella.
—Adiós.
Entramos en un ascensor con un viejo en una silla de ruedas. Una
enfermera estaba detrás de él. El ascensor comenzó a descender.
—Creo que me voy a morir —dijo el viejo—. No quiero morir. Tengo
miedo de morir...
—¡Ya has vivido bastante, viejo cabrón! —murmuró mi padre.
El viejo le miró asustado. El ascensor se paró. La puerta siguió cerrada.
Entonces vi por primera vez al ascensorista. Se sentaba en un pequeño
taburete. Era un enano vestido con un uniforme de color rojo brillante y con
un gorrito también rojo.
El enano miró a mi padre:
—Señor —dijo—. ¡Es usted un loco repugnante!
—Macaco —contestó mi padre—, o abres la jodida puerta o te aplasto el
culo.
La puerta se abrió. Fuimos hacia la salida. Mi padre me llevó en volandas
a través del césped del hospital. Yo todavía llevaba puesto un camisón del
hospital. Mi padre llevaba mi ropa en una bolsa. El aire me levantaba el
camisón y podía ver mis rodillas peladas, sin vendar y pintadas con
mercromina. Mi padre casi corría atravesando el césped.
—¡Cuando cojan a ese hijo de puta —dijo— le demandaré! ¡Le sacaré
hasta el último penique! ¡Me mantendrá por el resto de su vida! ¡Estoy harto
de la maldita camioneta de la leche! ¡Lechería el Estado dorado! ¡Estado
dorado, mi culo peludo! Nos iremos a los Mares del Sur. ¡Viviremos de cocos
y piña tropical!
Mi padre abrió la puerta del coche y me colocó en el asiento delantero.
Luego él se sentó en su lado. Puso en marcha el coche.
—¡Odio a los borrachos! Mi padre era un borracho. Mis hermanos son
unos borrachos. Los borrachos son débiles. Los borrachos son cobardes. ¡Y
los borrachos que atropellan y huyen. Deberían ser encerrados por el resto
de sus vidas!
Mientras conducíamos hacia casa siguió hablándome.
—¿Sabes que en los Mares del Sur los nativos viven en chozas de hierba?
Se levantan por las mañanas y la comida les cae desde los árboles. Sólo
tienen que cogerla y comerla, cocos y piñas tropicales. ¡Y los nativos creen
que los hombres blancos son dioses! Pescan peces y asan jabalíes, y las
chicas bailan y llevan faldas de hierba y dan masajes a los hombres detrás
de las orejas. ¡Lechería el Estado dorado, mi culo peludo!
Pero el sueño de mi padre no se iba a hacer realidad. Cogieron al hombre
que me atropello y lo metieron en la cárcel. Tenía mujer y tres hijos y no
tenía trabajo. Era un borracho insolvente. Estuvo en la cárcel un tiempo pero
mi padre no presentó cargos. Como decía, «¡No puedes sacar sangre de un
jodido nabo!».

15
Mi padre siempre hacía salir corriendo de nuestra casa a los chicos del
barrio. Me prohibía que jugara con ellos, pero yo bajaba por la calle y los
observaba de todos modos.
—¡Eh, boche! —me gritaban—. ¿Por qué no te vuelves a Alemania?
De alguna forma habían descubierto mi lugar de nacimiento. Lo peor era
que todos eran de mi edad y no sólo se juntaban porque vivían en el mismo
vecindario, sino porque también iban a la misma escuela católica. Eran
chicos duros que jugaban al fútbol durante horas y casi todos los días al
menos una pareja de ellos se enzarzaba en una pelea a puñetazos. Los
cuatro principales eran Chuck, Eddie, Gene y Frank.
—¡Eh, boche, vuélvete a Chucrutlandia!
No tenía sentido el enfrentarse a ellos.
Entonces un chico pelirrojo se mudó a la casa de al lado de Chuck. Iba a
una especie de escuela particular. Yo estaba sentado en la valla un día
cuando él salió de su casa. Se sentó a mi lado.
—Hola, me llamo Red.
—Yo Henry.
Nos quedamos allí sentados y miramos a los chicos jugar al fútbol. Miré a
Red.
—¿Por qué llevas un guante en la mano izquierda? —pregunté.
—Sólo tengo un brazo —dijo él.
—Esa mano parece de verdad.
—Es falsa. Es un brazo postizo. Tócalo.
—¿Qué?
—Tócalo. Es postizo.
Lo toqué. Era duro como la roca.
—¿Cómo ocurrió?
—Nací así. El brazo es postizo hasta el codo. Tengo unos dedos pequeños
al final del codo, con uñas y todo, pero no valen gran cosa.
—¿Tienes amigos? —pregunté.
—No.
—Yo tampoco.
—¿Esos chicos no juegan contigo?
—No.
—Yo tengo un balón.
—¿Lo puedes agarrar?
—Ya lo creo.
—Ve a buscarlo.
—De acuerdo...
Red fue hasta el garaje de su padre y salió con un balón. Me lo lanzó.
Luego corrió hacía atrás por el prado de su casa.
—Venga, lánzalo...
Lo tiré. Levantó su brazo bueno y luego el malo y lo cogió. El brazo hizo
un pequeño chirrido al coger el balón.
—Bien cogido —dije—. ¡Ahora tíramelo a mí!
Echó el brazo y lo dejó volar, vino como una bala y conseguí sostenerlo
cuando se clavó en mi estómago.
—Estás demasiado cerca —le dije—. Échate un poco más hacia atrás.
Por fin, pensé, un poco de práctica en lanzar y coger el balón. Era
realmente agradable.
Entonces me tocó a mí lanzar. Me eché hacia atrás, evité a un placador
invisible y lancé un tiro en espiral. Se quedó corto. Red corrió hacia
adelante, dio un salto, cogió el balón, rodó unas cuantas vueltas y siguió
sosteniendo el balón.
—Eres bueno, Red. ¿Cómo lo haces?
—Me ha enseñado mi padre. Practicamos mucho.
Entonces Red se echó hacia atrás y lanzó uno. Parecía que iba a pasarme
por encima mientras yo corría hacia él. Había una valla entre la casa de Red
y la de Chuck y yo tropecé con ella. El balón pegó en lo alto de la valla y se
fue al otro lado.
Di la vuelta hacia el patio de Chuck para recoger el balón. Chuck me lo
pasó:
—Así que te has echado un lisiado de amigo, ¿eh, boche?
Un par de días más tarde, Red y yo estábamos en su jardín jugando con
el balón. Chuck y sus amigos no estaban por los alrededores. Red y yo cada
vez lo hacíamos mejor y mejor. Práctica, eso era todo lo que hacía falta.
Todo lo que necesitaba una persona era una oportunidad. Siempre había
alguien controlando quién podía tener una oportunidad y quién no.
Cogí uno por encima del hombro. Me giré y lo volví a lanzar hacia Red,
que dio un salto y volvió a bajar con el balón agarrado. Quizás algún día
jugaríamos para la Universidad del Sur de California. Entonces vi a cinco
chicos bajando por la acera hacia nosotros. No eran tíos de mi escuela. Eran
de nuestra edad y tenían aspecto pendenciero. Red y yo seguimos
tirándonos el balón y ellos se nos quedaron mirando.
Entonces uno de los chicos entró en el jardín. El más grande de todos.
—Échame la pelota —le dijo a Red.
—¿Por qué?
—Quiero ver si la puedo coger.
—No me importa si la puedes coger o no.
—¡Échame la pelota!
—Sólo tiene un brazo —dije yo—. Dejadle en paz.
—¡No te metas en esto, cara de mono! —Entonces miró a Red—. Échame
la pelota.
—¡Vete al cuerno! —dijo Red.
—¡Coged la pelota! —les dijo el tío grande a los otros. Ellos vinieron
corriendo hacia nosotros. Red se dio la vuelta y lanzó el balón al tejado de
su casa. El tejado estaba inclinado y el balón bajó rodando, pero al final se
quedó sujeto detrás de un canalón. Entonces vinieron encima nuestro. Cinco
contra dos, pensé yo, no tenemos la menor posibilidad. Un puño me dio en
la sien, yo lancé un puñetazo y fallé. Alguien me dio una patada en el culo.
Fue una buena patada y me hizo arder toda la columna vertebral. Entonces
oí una especie de crujido seco, fue casi como un disparo de rifle, y uno de
ellos cayó al suelo sosteniéndose la frente.
—¡Oh, mierda —dijo—, tengo el cráneo machacado!
Vi a Red de pie en el centro del césped. Sostenía la mano de su brazo
postizo con la mano buena. Era como una cachiporra. Entonces pegó otra
vez. Hubo otro sonoro crujido y otro de ellos cayó al suelo. Empecé a
sentirme valiente y le coloqué un puñetazo a uno directamente en la boca.
Vi cómo se le cortaba el labio y la sangre empezaba a caerle por la barbilla.
Los otros dos salieron corriendo. Entonces el tío grande, que había caído el
primero, se levantó y el otro hizo lo mismo. No se quitaban las manos de la
cabeza. El de la boca ensangrentada siguió allí de pie. Entonces
retrocedieron juntos hacia la calle. Cuando estaban a cierta distancia, el tío
grande se volvió y dijo, «¡Volveremos!».
Red empezó a correr detrás de ellos y yo corrí detrás de Red. Ellos
empezaron a correr, y Red y yo dejamos de perseguirlos cuando dieron la
vuelta a la esquina. Regresamos, encontramos una escalera en el garaje,
bajamos el balón y empezamos a lanzárnoslo el uno al otro.
Un día Red y yo decidimos ir a nadar a la piscina pública de la calle
Bimini. Red era un tipo extraño. No hablaba mucho, pero yo tampoco
hablaba mucho y así nos iba bien. No había mucho que decir, de todos
modos. La única cosa que le llegué a preguntar fue sobre su escuela, pero lo
único que me dijo fue que era una escuela especial y que a su padre le
costaba algo de dinero.
Llegamos a la piscina a primera hora de la tarde, conseguimos nuestros
armarios y nos cambiamos. Llevábamos los trajes de baño debajo de la
ropa. Entonces vi a Red desajustarse el brazo y ponerlo en su armario. Era
la primera vez desde la pelea que le veía sin el brazo ortopédico. Traté de no
mirar su brazo, que acababa en el codo. Fuimos hacia el lugar donde te
tenías que mojar los pies en una solución de cloro. Apestaba, pero prevenía
del pie de atleta o algo así. Entonces fuimos a meternos en la piscina. El
agua apestaba también, y después de meterme hice pis. En la piscina había
gente de todas las edades, hombres y mujeres, niños y niñas. A Red le
gustaba de verdad el agua. Se sumergía, saltaba continuamente. Echaba
chorros de agua por la boca. Yo trataba de nadar. No podía evitar el mirar al
brazo de Red, era imposible dejar de mirarlo. Trataba siempre de
asegurarme de que él estaba mirando hacia otro lado para observarlo.
Acababa en el codo, en una especie de muñón, y se podían ver los pequeños
deditos. No quería mirar muy fijamente, pero parecía que había sólo tres o
cuatro, muy pequeños, un poco torcidos. Eran muy rojos y cada uno tenía
una uñita. No. iban a crecer más, el desarrollo se había detenido. No quería
pensar en ello. Me sumergí. Quería asustar a Red. Le iba a agarrar de las
piernas por detrás. Me encontré con algo blando. Mi cara se hundió en ello
de lleno. Era el culo de una gorda. Sentí que me cogía por el pelo y me
sacaba del agua. Llevaba un gorro de baño azul que se ajustaba con una
cinta a la barbilla, clavándosele en la papada. Tenía los dientes con fundas
de plata y el aliento le olía a ajo.
—¡Tú, pequeño pervertido! ¿Tratando de meter mano de balde, eh?
Yo me solté y me fui hacia atrás. Mientras retrocedía, ella me siguió por
el agua, con sus enormes tetas levantando una ola delante suyo.
—Sucio pitilín. ¿Quieres chuparme las tetas? ¿Tienes una mente sucia,
eh? ¿Quieres comerte mi caca? ¿Te gustaría un poco de mi caca, pitilín?
Fui retrocediendo hacia lo más profundo. Ahora estaba de puntillas, sin
dejar de ir hacia atrás. El agua se me metía en la boca. Ella seguía
acercándose, era una mujer como un barco de vapor. Yo no podía retroceder
más. Ella venía derecha hacia mí. Sus ojos eran pálidos, blancos, no tenían
ningún color. Noté que su cuerpo me tocaba.
—Tócame el coño —dijo—. Sé que quieres tocarlo, así que no te
reprimas, toca mi coño. ¡Tócalo, tócalo!
Esperó.
—Si no lo haces, voy a decirle al guardapiscinas que has tratado de
abusar de mí y te meterán en la cárcel. ¡Ahora, tócamelo!
Yo era incapaz. De repente, ella se echó hacia delante, me cogió las
partes y me dio un tirón. Casi me lo arranca. Caí hacia detrás en lo
profundo, me hundí, me debatí y salí a la superficie. Estaba a metro y medio
de ella y empecé a nadar hacia el agua menos profunda.
—¡Voy a decirle al guardapiscinas que has querido abusar de mí! —gritó.
Entonces vino un hombre nadando hacia nosotros.
—¡Este niño cabrón! —me señaló gritándole al hombre—. ¡Me ha
agarrado el coño!
—Señora —dijo el hombre—, el chico probablemente pensó que era la
reja del sumidero.
Yo nadé hacia Red.
—¡Oye —le dije—, tenemos que irnos de aquí! ¡Esa gorda le va a decir al
guardapiscinas que le he tocado el coño!
—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó Red.
—Quería saber qué se sentía.
—¿Qué se siente?
Salimos de la piscina, nos duchamos. Red se puso su brazo y nos
vestimos.
—¿De verdad que lo hiciste? —me preguntó.
—Alguna vez hay que empezar.
Alrededor de un mes más tarde, la familia de Red se mudó. De repente,
un día ya no estaban. Red no me dijo nada con anterioridad. Así. Se había
ido, el fútbol se había ido, y aquellos deditos rojos con sus uñitas, se habían
ido. Era un buen tipo.
16
No supe exactamente por qué, pero Chuck, Eddie, Gene y Frank me
permitieron participar en algunos de sus juegos. Creo que empezó cuando
apareció otro tío y necesitaron tres de cada lado. Todavía necesitaba más
práctica para ser verdaderamente bueno, pero cada vez mejoraba más. El
sábado era el mejor día. Era cuando jugábamos los grandes partidos, y
venían otros chicos a jugar. Jugábamos al fútbol en la calle. Cuando
jugábamos en el césped hacíamos placajes, pero en la calle jugábamos al
toque. Entonces hacíamos más pases, porque al toque no podías llegar muy
lejos corriendo sin que te pillaran.
Había problemas en casa, muchas peleas entre mi padre y mi madre, y
como consecuencia me tenían algo olvidado. Jugaba al fútbol todos los
sábados. Durante un partido, entré en zona libre pasando al último defensa
y vi cómo Chuck lanzaba la pelota. Se elevó en espiral y yo seguí corriendo.
Miré por detrás de mi hombro, la vi venir, cayó justo sobre mis manos y yo
la sostuve, llegando a la línea de gol.
Entonces oí la voz de mi padre gritar «¡HENRY!». Estaba de pie en la
puerta de casa. Le tiré la pelota a uno de los chicos de mi equipo para que la
pateara y fui hacia donde estaba mi padre. Parecía enfadado. Casi podía
sentir su furia. Siempre se ponía con un pie un poco adelantado, la cara
colorada, y podía ver como su tripa subía y bajaba con su respiración. Medía
casi dos metros, y como yo solía decir, parecía todo orejas, nariz y boca
cuando se enfadaba. No podía ver sus ojos.
—Está bien —dijo—, ya eres lo bastante mayor para cortar el césped.
Eres lo bastante mayor para cortarlo, recortar los bordes, regarlo y regar las
flores. Ya es hora de que hagas algo por la casa. ¡Es hora de que muevas tu
jodido culo!
—Pero estoy jugando al fútbol con esos chicos. El sábado es la única
oportunidad real que tengo.
—¿Es que me vas a replicar?
—No.
Pude ver a mi madre observando desde detrás de una cortina. Todos los
sábados limpiaban la casa entera. Desempolvaban las alfombras y
barnizaban los muebles. Sacaban las alfombras, enceraban el suelo y luego
volvían a poner las alfombras, de modo que no se podía ver que el suelo
estaba encerado.
La segadora de césped y las tijeras podaderas estaban en el camino de
entrada. Me las enseñó.
—Ahora vas a coger la segadora y vas a cortar hacia arriba y hacia abajo
sin dejarte ningún trozo sin segar. Cuando el recogedor esté lleno lo vacías
aquí. Cuando hayas cortado el césped en una dirección, coges la segadora y
lo cortas en la otra dirección. ¿Entiendes? Primero lo siegas de Norte a Sur,
luego de Este a Oeste. ¿Lo coges?
—Sí.
—¡Y no pongas esa maldita cara de desgracia o te daré un verdadero
motivo para sentirte desgraciado! Después de que hayas acabado de segar,
coge las tijeras de podar y corta los bordes del césped. Corta por debajo del
seto. ¡Corta hasta la última hoja de césped! ¡El borde tiene que quedar
absolutamente uniforme! ¿Entiendes?
—Sí.
—Y cuando acabes, entonces coges esto...
Mi padre me mostró unas tijeras más pequeñas.
—...te pones de rodillas y vas cortando cualquier hoja que todavía
sobresalga. Entonces coges la manguera y riegas los setos y las flores.
Luego pones el regador y lo dejas quince minutos en cada sector del césped.
Haz todo esto en el jardín delantero y luego pasa al jardín de atrás y haz lo
mismo. ¿Alguna pregunta?
—No.
—De acuerdo, ahora te voy a decir una cosa. En cuanto acabes, voy a
salir a inspeccionarlo todo ¡Y NO QUIERO VER NI UNA SOLA HOJA DE CÉSPED
SOBRESALIR, NI EN EL JARDÍN DELANTERO NI EN EL DE ATRÁS! ¡NI UNA SOLA HOJA! ¡COMO
VEA...!
Se dio la vuelta, fue por el camino hacia el porche, abrió la puerta, la
cerró de un portazo y desapareció dentro de la casa. Yo cogí la segadora, la
subí rodando por el camino y empecé con la primera pasada, de Norte a Sur.
Podía oír un poco más abajo a los chicos jugando al fútbol...
Acabé de segar el jardín frontal. Regué las flores, puse el regador y me
fui hacia el jardín trasero. Acabé también con eso. No sabía si era
desgraciado. Me sentía demasiado miserable para ser desgraciado. Era como
si todas la cosas del mundo se hubieran convertido en césped y yo tuviera
que abrirme camino por él. Seguí empujando y trabajando hasta que de
repente me di por vencido. Me llevaría horas, todo el día, y el partido se
acabaría. Los chicos se irían a cenar, se acabaría el sábado y yo seguiría
segando.
Al empezar a segar el jardín de atrás vi a mi padre y a mi madre de pie
en el porche trasero observándome. Estaban allí en silencio, sin moverse. En
un momento, mientras empujaba la segadora, oí a mi madre decirle a mi
padre:
—Mira, no suda como tú cuando cortas el césped. Mira lo calmado que
parece.
—¿CALMADO? ¡NO ESTÁ CALMADO, ESTÁ MUERTO!
Cuando pasé otra vez, le oí gritarme:
—¡EMPUJA ESO CON MÁS RAPIDEZ! ¡TE MUEVES COMO UN CARACOL!
Lo empujé más deprisa. Era duro, pero sentaba bien. Empujé más y más
deprisa. Casi corría con la segadora. La hierba salía volando con tanta fuerza
que mucha pasaba por encima del recogedor. Sabía que eso le haría
enfadar.
—¡HLJO DE LA GRAN PUTA! —gritó él.
Le vi salir corriendo del porche hacia el garaje. Salió del garaje con un
pequeño rastrillo. Vi de reojo cómo me lo tiraba. Lo vi venir, pero no hice
nada para esquivarlo. Me pegó por detrás en la pierna izquierda. El dolor fue
terrible. La pierna se me encogió y tuve que forzarme a seguir andando.
Seguí empujando la segadora, tratando de no cojear. Cuando me di la vuelta
para cortar otro sector del césped, me encontré con el rastrillo en el camino.
Lo cogí, lo dejé a un lado y seguí segando. Cada vez sentía más dolor.
Entonces mi padre se puso detrás mío.
—¡PARA!
Me paré.
—¡Quiero que vuelvas y recojas la hierba que se te ha caído fuera!
¿Entiendes?
—Sí.
Mi padre volvió a entrar en la casa. Le vi junto a mi madre mirándome
desde el porche.
El final del trabajo era recoger todas las briznas de hierba que habían
caído sobre la acera y luego regar la acera. Finalmente acabé, a excepción
de poner el regador en el jardín de atrás a intervalos de quince minutos.
Llevé atrás la manguera para colocar el regador y entonces mi padre salió de
la casa.
—Antes de que empieces a regar, quiero asegurarme de que no has
dejado hojas sin cortar.
Mi padre se fue al centro del césped, se puso a cuatro patas y bajó la
cabeza hasta el césped en busca de alguna hoja que pudiera sobresalir. No
dejó de mirar, doblando el cuello, escrutando. Yo esperé.
—¡Aja!
Se levantó de un salto y corrió hacia la casa.
—¡MAMÁ! ¡MAMÁ!
Entró corriendo en la casa.
—¿Qué pasa?
—¡He encontrado una hoja!
—¿Sí?
—¡Ven, te la voy a enseñar!
Salió de la casa a toda prisa con mi madre siguiéndole.
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Te lo voy a enseñar!
Se puso a cuatro patas.
—¡Lo veo! ¡Veo dos!
Mi madre se agachó junto a él. Yo me preguntaba si estaban chalados.
—¿Las ves? —dijo él—. ¡Dos hojas! ¿Las ves?
—Sí, papá, las veo...
Los dos se levantaron. Mi madre entró en la casa. Mi padre me miró.
—Adentro...
Caminé hacia el porche y entré en la casa. Mi padre me siguió.
—Al baño.
Mi padre cerró la puerta.
—Bájate los pantalones.
Le oí coger la badana de afilar. Todavía me dolía la pierna derecha. No
servía de nada, habiendo sufrido la badana antes muchas veces. El mundo
entero estaba allí fuera indiferente a todo, pero no servía de nada. Había
millones de personas ahí fuera, perros, gatos, pájaros, edificios, calles, pero
no importaba. Sólo estaba mi padre y la badana de afilar, el baño y yo.
Usaba aquella badana para afilar la navaja de afeitar, y por las mañanas
temprano yo le odiaba con su cara blanca de espuma, de pie delante del
espejo afeitándose. Entonces me pegó el primer golpe. El sonido de la
badana era plano y fuerte, el sonido era casi tan malo como el dolor del
golpe. La badana cayó otra vez. Era como si mi padre fuera una máquina
golpeando con aquella badana. Tenía el sentimiento de estar en una tumba.
La badana cayó otra vez y yo pensé que aquella seguramente era la última.
Pero no lo era. Cayó otra vez. Yo no le odiaba. Simplemente, no podía
creérmelo, quería librarme de él. No podía llorar. Me sentía demasiado mal
para llorar, demasiado confundido. La badana cayó otra vez, luego se
detuvo. Yo me puse de pie y esperé. Le oí colgar la badana.
—La próxima vez —dijo—, no quiero encontrar ni una hoja. Le oí salir del
baño. Cerró la puerta. Las paredes eran hermosas, la bañera era hermosa,
el lavabo y la cortina de la ducha eran hermosos, hasta el water era
hermoso. Mi padre se había ido.
17
De todos los chicos del barrio, Frank era el más simpático. Acabamos
haciéndonos amigos, empezamos a salir juntos, no necesitábamos mucho a
los otros tíos. A Frank le habían echado más o menos del grupo, así que se
hizo amigo mío. No era como David, el que volvía a casa desde la escuela
conmigo. Frank se las sabía arreglar mucho mejor. Yo hasta me apunté a la
Iglesia católica porque Frank iba allí. A mis padres les gustaba que yo fuera
a la iglesia. Las misas del domingo eran muy aburridas. Y teníamos que ir a
clases de catecismo. Teníamos que estudiarnos el catecismo. No eran más
que aburridas preguntas y respuestas.
Una tarde estábamos sentados en mi porche y yo estaba leyéndole el
catecismo en voz alta a Frank. Leí la frase: «Dios tiene ojos que todo lo
ven.»
—¿Ojos que todo lo ven? —preguntó Frank.
—Sí.
—¿Quieres decir algo así? —dijo.
Cerró los puños y se los puso sobre los ojos.
—Tiene botellas de leche por ojos —dijo Frank, volviéndose hacia mí con
los puños en los ojos. Empezó a reírse. Yo empecé también a reírme. Nos
reímos durante un buen rato. Entonces Frank se paró.
—¿Crees que nos habrá oído?
—Supongo que sí. Si puede verlo todo, probablemente también puede
oírlo todo.
—Tengo miedo —dijo Frank—. Podría matarnos. ¿Tú crees que nos
matará?
—No lo sé.
—Lo mejor será que nos quedemos aquí sentados y esperemos. No te
muevas. Quédate quieto.
Nos quedamos sentados en los escalones del porche y esperamos.
Esperamos un largo rato.
—Quizás no lo vaya a hacer ahora —dije yo.
—Se toma Su tiempo —dijo Frank.
Esperamos otra hora, entonces bajamos a casa de Frank. Estaba
construyendo una maqueta de avión y yo quería verla...
Una tarde decidimos ir a confesarnos por primera vez. Fuimos a la
iglesia. Conocíamos a uno de los curas, el más importante. Lo habíamos
conocido en una heladería y él nos había hablado. Incluso habíamos ido a su
casa una vez. Vivía al lado de la iglesia con una anciana. Estuvimos un rato
y le hicimos todo tipo de preguntas sobre Dios. ¿Cómo era EL? ¿Se pasaba el
día entero sentado en un trono? ¿Iba al baño como todo el mundo? El cura
nunca contestaba nuestras preguntas directamente, pero de todas formas
parecía un tipo majo, tenía una sonrisa agradable.
Caminamos hacia la iglesia pensando en la confesión, en cómo sería. Al
acercarnos a la iglesia, un perro vagabundo comenzó a andar a nuestro
lado. Estaba muy flaco y hambriento. Nos paramos y le acariciamos, le
rascamos la espalda.
—Es una pena que los perros no puedan ir al cielo —dijo Frank.
—¿Por qué no pueden?
—Tienes que estar bautizado para ir al cielo.
—Podíamos bautizarle.
—¿Crees que debemos?
—Se merece una oportunidad de ir al cielo.
Lo cogí en brazos y entramos en la iglesia. Lo llevamos hasta la pila de
agua bendita y yo lo sostuve mientras Frank le echaba un poco de agua por
la frente.
—De este modo te bautizo —dijo Frank.
Lo sacamos y lo volvimos a dejar en la acera.
—Hasta parece diferente —dije yo.
El perro perdió el interés y se fue andando calle abajo. Nosotros volvimos
a entrar en la iglesia, parándonos primero en la pila de agua bendita,
mojándonos los dedos y santiguándonos. Nos arrodillamos en un banco
cerca del confesionario y esperamos. Una gorda salió de detrás de la cortina.
Tenía olor corporal. Nos llegó su fuerte olor al pasar junto a nosotros. Su
olor se mezclaba con el olor de la iglesia, que era como de orina. Todos los
domingos la gente venía y aspiraba aquel olor a meado y nadie decía nada.
Quería hablarle al cura acerca de ello, pero no podía. Quizás fueran los
cirios.
—Voy a entrar —dijo Frank.
Entonces se levantó, atravesó la cortina y desapareció. Estuvo allí largo
rato. Cuando salió, estaba sonriendo.
—¡Ha sido magnífico, simplemente magnífico! ¡Entra tú ahora!
Me levanté, aparté la cortina y entré. Estaba oscuro. Me arrodillé. Todo lo
que podía ver delante mío era un enrejado. Frank decía que Dios estaba allí
detrás. Me arrodillé y traté de pensar en algo malo que hubiera hecho, pero
no podía pensar en nada. Seguí allí de rodillas tratando y tratando de pensar
en algo, pero no podía. No sabía qué hacer.
—Venga —dijo una voz—. ¡Di algo!
La voz sonaba enfadada. Yo no esperaba que fuera a haber ninguna voz.
Pensé que Dios tenía mucho tiempo libre. Estaba asustado. Decidí mentir.
—Bueno —dije—, yo he... he pegado a mi padre. He... insultado a mi
madre... Robé dinero a mi madre del bolso. Me lo gasté en caramelos.
Desinflé el balón de Chuck. Miré a una niña por debajo de la falda. He
pegado a mi madre. Me he comido los mocos. Eso es todo. Excepto que hoy
bauticé a un perro.
—¿Que bautizaste a un perro?
Estaba acabado. Pecado mortal. No hacía falta seguir. Me levanté para
irme. No supe si la voz me recomendaba que rezara varios Ave María o si no
llegó a decir nada. Aparté la cortina y allí estaba Frank esperando. Salimos
de la iglesia y de nuevo estuvimos en la calle.
—Me siento limpio —dijo Frank—. ¿Tú no?
—No.
Nunca volví a confesarme. Era peor que la misa de las diez.
18
A Frank le gustaban los aviones. Me dejaba todas sus novelitas sobre la
primera guerra mundial. Las mejores eran las de Ases del aire. Los
combates eran fantásticos, con los Spads y los Fokkers mezclándose en el
cielo. Leí todas las historias. No me gustaba el que perdieran siempre los
alemanes, pero por lo demás eran fabulosas.
Me gustaba ir a casa de Frank a coger prestadas novelas y devolverle las
ya leídas. Su madre llevaba zapatos de tacón y tenía unas piernas
magníficas. Se sentaba en un sillón con las piernas cruzadas, con la falda
muy subida. El padre de Frank se sentaba en otro sillón. Sus padres estaban
siempre bebiendo. Su padre había sido aviador en la guerra y se había
estrellado. Tenía en uno de sus brazos un alambre en vez de hueso. Cobraba
una pensión. Pero era un gran tipo. Cuando entraba, siempre hablaba con
nosotros.
—¿Cómo os va, muchachos? ¿Qué tal?
Entonces nos enteramos del espectáculo aéreo. Iba a ser de los grandes.
Frank consiguió un mapa y decidimos ir haciendo auto-stop. Yo pensaba que
probablemente no conseguiríamos llegar nunca, pero Frank decía que sí. Su
padre nos dio algo de dinero.
Bajamos al bulevar con nuestro mapa y conseguimos que nos cogieran.
Era un tío viejo con los labios muy húmedos, se humedecía los labios
constantemente con la lengua y llevaba una vieja camisa de cuadros
abotonada hasta el cuello. No llevaba corbata. Tenía unas extrañas cejas
que caían en rizos sobre sus ojos.
—Me llamo Daniel —dijo.
Frank dijo:
—Este es Henry y yo soy Frank.
Daniel siguió conduciendo. Entonces sacó un Lucky Strike y lo encendió.
—¿Vivís con vuestros padres, chicos?
—Sí —dijo Frank.
—Sí —dije yo.
El cigarrillo de Daniel ya estaba húmedo en su boca. Se paró en un
semáforo.
—Ayer cogieron en la playa a un par de tíos bajo el muelle. Los policías
los cogieron y los metieron en la cárcel. Uno de los tíos se la estaba
chupando al otro. ¿Qué le importa eso a la policía? Es para cabrearse.
El semáforo cambió y Daniel se puso en marcha.
—¿No creéis que fue una estupidez, muchachos? ¿Que los policías no les
dejen a esos tíos chupársela?
No contestamos.
—Bueno —dijo Daniel—. ¿No creéis que un par de tíos tienen derecho a
una buena mamada?
—Supongo que sí —dijo Frank.
—Sí —dije yo.
—¿A dónde vais? —preguntó Daniel.
—Al espectáculo aéreo —dijo Frank.
—¡Ah, el espectáculo aéreo! ¡Me gustan los espectáculos aéreos! Os voy
a decir lo que haremos, vosotros me dejáis acompañaros y yo os llevo hasta
ahí.
No contestamos.
—¿Bueno, qué os parece?
—De acuerdo —dijo Frank.
El padre de Frank nos había dado dinero para el transporte y la entrada,
pero habíamos decidido ahorrarnos el dinero del transporte haciendo autostop.
—A lo mejor os apetece más ir a nadar, muchachos —dijo Daniel.
—No —dijo Frank—, queremos ir al espectáculo aéreo.
—Es más divertido nadar. Podemos hacer carreras entre nosotros.
Conozco un sitio donde podemos estar solos. Yo nunca me iría bajo el
muelle.
—Queremos ir al espectáculo aéreo —insistió Frank.
—Está bien —dijo Daniel—, iremos al espectáculo aéreo.
Cuando llegamos al espectáculo aéreo, salimos del coche, y mientras
Daniel lo estaba cerrando, Frank dijo:
—¡CORRE!
Corrimos hacia la entrada y Daniel nos vio.
—¡Eh, PEQUEÑOS PERVERTIDOS! ¡VOLVED AQUÍ! ¡VOLVED!
Seguimos corriendo.
—Cristo —dijo Frank—. ¡Ese hijo de puta está loco! Casi estábamos en la
verja de entrada.
—¡Os COGERÉ, MUCHACHOS!
Pagamos y seguimos corriendo. El espectáculo todavía no había
empezado pero ya se había congregado una gran multitud.
—Vamos a escondernos bajo las gradas para que no nos encuentre —dijo
Frank.
Las gradas estaban construidas especialmente para el evento con unas
tablas. Nos metimos debajo. Vimos a dos chicos bajo el centro de las gradas
mirando hacia arriba. Tendrían unos 13 o 14 años, unos dos o tres años más
que nosotros.
—¿A qué miran? —dije yo.
—Vamos a ver —dijo Frank.
Nos acercamos. Uno de los chicos nos vio venir.
—¡Eh, so mierdas, largo de aquí!
—¡Oh, coño, Marty, déjales echar un vistazo!
Nos acercamos hasta donde estaban ellos. Miramos hacia arriba.
—¿Qué pasa? —pregunté yo.
—¿Carajo, es que no lo ves? —dijo uno de los chicos.
—¿Ver qué?
—Es un coño.
—¿Un coño? ¿Dónde?
—¡Mira, justo allí! ¿Lo ves?
Señaló.
Había una mujer sentada con la falda levantada por encima. No llevaba
bragas, y mirando entre las tablas se le podía ver el coño.
—¿Lo ves?
—Sí, lo veo. Es un coño —dijo Frank.
—Está bien, ahora chavales os vais a ir de aquí y vais a mantener la boca
cerrada.
—Pero queremos verlo un poco más —dijo Frank—. Sólo un poco más.
—De acuerdo, pero no demasiado.
Nos quedamos allí mirándolo.
—Lo veo —dije yo.
—Es un coño —dijo Frank.
—Es un coño de verdad —dije yo.
—Sí —dijo uno de los chicos mayores—, eso es lo que es.
—Siempre me acordaré de esto —dije yo.
—Bueno, chavales, ya es hora de que os marchéis.
—¿Por qué? —preguntó Frank—. ¿Por qué no podemos mirar un poco
más?
—Porque —dijo uno de los chicos mayores —voy a hacer una cosa.
¡Ahora largaros de aquí!
Nos fuimos.
—Me pregunto qué irá a hacer —dije yo.
—No sé —dijo Frank—, puede que vaya a tirarle una piedra.
Salimos de debajo de las gradas y miramos a nuestro alrededor por si
aparecía Daniel. No le vimos por ninguna parte.
—Puede que se haya ido —dije yo.
—A un tipo como ese no le gustan los aviones —dijo Frank.
Subimos a las gradas y esperamos a que comenzase el espectáculo. Miré
a todas las mujeres que estaban allí sentadas.
—Me pregunto cuál sería —dije.
—Desde arriba no se puede saber —dijo Frank.
Entonces empezó el espectáculo aéreo. Había un tío que hacía acrobacias
con un Fokker. Era bueno, hacía loopings y giros, caía en picado y salía en el
último momento, barriendo el suelo. Su mejor truco consistía en recoger con
unos ganchos que llevaba en cada ala dos pañuelos rojos que se colocaban
en unos postes de poco más de dos metros de altitud. El Fokker bajaba,
inclinaba un ala y cogía el pañuelo de ese lado con el gancho. Luego daba la
vuelta, inclinaba la otra ala y cogía el otro pañuelo.
Luego vinieron algunos números de escritura en el cielo que eran un poco
aburridos y unas carreras de globos que eran una estupidez. Entonces vino
algo bueno, una carrera alrededor de cuatro columnas, a ras del suelo. Los
aeroplanos tenían que dar doce vueltas a las columnas y el primero que
acabara conseguía el premio. El piloto quedaba descalificado
automáticamente si volaba por encima de las columnas. Los aviones de la
carrera estaban en la pista calentando motores. Todos eran de modelos
diferentes. Uno tenía una cuerpo muy fino y apenas tenía alas. Otro era
ancho y redondo, parecía un balón de fútbol. Otro era casi todo alas sin
apenas cuerpo. Cada uno era diferente y todos estaban magníficamente
pintados. El premio para el ganador era de 100 $. Allí estaban, calentando
motores, y se podía ver que ahora iba a venir algo realmente excitante. Los
motores rugían como si quisieran salirse de los aviones. Entonces el juez de
salida bajó la bandera y salieron. Eran seis aviones y apenas tenían espacio
para dar vueltas a las columnas. Algunos pilotos los cogían bajos, otros por
la mitad, otros más altos. Unos iban más deprisa y perdían terreno en los
giros. Otros iban más lentos y hacían giros más cerrados. Era maravilloso y
era terrible. Entonces uno perdió un ala. El avión fue dando botes por el
suelo, con el motor despidiendo llamas y humo. Dio una vuelta y se quedó
boca arriba. La ambulancia y el coche de bomberos fueron a toda prisa hacia
él. Los otros aviones siguieron volando. Entonces a otro avión le explotó el
motor, saltó por los aires y los restos cayeron como algo inerte. Pegó en el
suelo y se deshizo totalmente. Pero ocurrió una cosa extraña. El piloto abrió
la carcasa, salió y esperó de pie a la ambulancia. Saludó al público y todo el
mundo aplaudió como loco. Era milagroso.
De repente ocurrió lo peor. Dos aviones se engancharon las alas al dar la
vuelta a una columna. Se precipitaron hacia el suelo, se estrellaron y los dos
se incendiaron. La ambulancia y el coche de bomberos salieron hacia allí de
nuevo. Vimos cómo sacaban a los dos tíos y los ponían sobre camillas. Era
triste, aquellos dos valientes probablemente muertos o impedidos para el
resto de sus vidas.
Quedaban sólo dos aviones, el número 5 y el número 2, tratando de
conseguir el gran premio. El número 5 era el avión estrecho con apenas alas
y era mucho más rápido que el número 2. El número 2 era el balón de
fútbol, no tenía mucha velocidad, pero ganaba mucho terreno en los giros.
No le valía de mucho. El 5 le doblaba continuamente.
—El avión número 5 —dijo el locutor— lleva dos vueltas de ventaja y le
quedan otras dos para el final.
Parecía que el número 5 iba a conseguir el premio. Entonces voló hacia
una columna; en vez de rodearla se fue hacia ella y la derribó entera. Siguió
volando, directo hacia el suelo, cada vez bajando más y más, con el motor a
tope, hasta que tocó tierra. Las ruedas pegaron contra el suelo y el avión
botó, se dio la vuelta y se fue deslizando a toda velocidad. La ambulancia y
el camión de bomberos tuvieron que ir hasta el quinto pino.
El número 2 siguió dando vueltas a las tres columnas que quedaban y a
la que estaba caída, y luego aterrizó. Había ganado el gran premio. Salió el
piloto. Era un tipo gordo, igual que su avión. Yo había esperado un tío
atractivo y de aspecto duro. Había tenido suerte. Casi nadie le aplaudió.
Para cerrar el espectáculo, había un concurso de paracaidismo. Había un
círculo pintado en el suelo, y el que cayese más cerca ganaba. A mí me
parecía un poco estúpido. No había ni mucho ruido ni acción. Los saltadores
sólo se echaban fuera del avión y trataban de caer en el círculo.
—Esto no es muy bueno —le dije a Frank.
—No —corroboró él.
Caían en las proximidades del círculo. Saltaron más participantes desde
los aviones. Entonces la multitud empezó a dar oooohs y aaaahs.
—¡Mira! —dijo Frank.
Un paracaídas se había abierto sólo parcialmente. No cogía mucho aire.
El tío caía más deprisa que los otros. Se le podía ver moviendo las piernas y
los brazos, tratando de desenredar el paracaídas.
—¡Cristo! —exclamó Frank.
El tío siguió cayendo, más y más. Se le podía ver cada vez mejor. Seguía
tirando de las cuerdas tratando de desenredar el paracaídas, pero no lo
consiguió. Pegó en el suelo, rebotó un poco, volvió a caer y se quedó
inmóvil. El paracaídas a medio desplegar cayó sobre él.
Cancelaron el resto de los saltos.
Salimos con el resto de la gente, todavía vigilantes por si veíamos a
Daniel.
—No hagamos auto-stop para volver —le dije a Frank.
—De acuerdo.
Saliendo con la gente, no sabía qué había sido más excitante, si la
carrera aérea, el salto fallido de paracaídas, o el coño.

19
El 5.° grado era algo mejor. Los demás alumnos parecían menos hostiles
y yo me iba haciendo físicamente cada vez más grande. Todavía no me
elegían para los equipos, pero recibía menos amenazas. David y su violín
habían desaparecido. Su familia se había trasladado. Yo volvía a casa solo. A
veces me seguían algunos chicos, de los que Juan era el peor, pero no
llegaban a hacerme nada. Juan fumaba cigarrillos. Caminaba detrás mío
fumando un cigarrillo y siempre llevaba con él un compañero diferente.
Nunca me seguía él solo. Me daba miedo, yo deseaba que desapareciera. Por
otro lado, me daba igual. No me gustaba Juan. No me gustaba nadie de la
escuela. Creo que lo sabían.
Por eso me tenían manía. No me gustaba la forma en que caminaban, el
aspecto que tenían o cómo hablaban, pero tampoco me gustaban mi padre
ni mi madre. Seguía teniendo la sensación de estar rodeado por un espacio
vacío. En mi estómago siempre había una ligera náusea. Juan tenía la piel
oscura y llevaba una cadena de latón en vez de cinturón. Las chicas le
temían, y los chicos también. El y alguno de sus compañeros me seguían
hasta mi casa casi todos los días. Yo entraba en casa y ellos se quedaban
afuera, Juan fumando cigarrillos, con aspecto duro, con su amigo al lado. Yo
los miraba a través de la cortina. Finalmente, se marchaban.
La señora Fretag era nuestra profesora de inglés. El primer día de clase
nos preguntó nuestros nombres.
—Quiero conoceros a todos —dijo.
Sonrió.
—Ahora, seguro que cada uno de vosotros tiene un padre. Creo que sería
interesante que cada uno nos contara en qué trabaja su padre.
Empezaremos por el primer asiento y seguiremos por toda la clase. Bueno,
María, ¿en qué trabaja tu padre?
—Es jardinero.
—¡Ah, eso está muy bien! Asiento número dos... ¿Andrew, en qué trabaja
tu padre?
Era terrible. En el vecindario, todos los padres habían perdido su trabajo.
Mi padre también había perdido el suyo. El padre de Gene se pasaba el día
entero sentado en su porche. Todos los padres estaban sin trabajo excepto
el de Chuck, que trabajaba en un matadero. Conducía un coche rojo con el
nombre del matadero en los lados.
—Mi padre es bombero —dijo el asiento número dos.
—Ah, muy interesante —dijo la señora Fretag—. Asiento número tres.
—Mi padre es abogado.
—Asiento número cuatro.
—Mi padre es... policía.
¿Qué iba a decir yo? Quizás sólo fueran los padres de mi vecindario los
que estaban sin trabajo. Yo había oído algo del crack en el mercado
económico. Significaba algo malo. Puede que el crack sólo afectase a
nuestro vecindario.
—Asiento número dieciocho...
—Mi padre es actor de cine...
—Diecinueve...
—Mi padre es concertista de violín...
—Veinte...
—Mi padre trabaja en el circo...
—Veintiuno...
—Mi padre es conductor de autobús.
—Veintidós...
—Mi padre es cantante de ópera.
—Veintitrés...
Ese era yo.
—Mi padre es dentista —dije.
La señora Fretag siguió con todo el resto de la clase hasta llegar al
treinta y tres.
—Mi padre no tiene trabajo —dijo el número treinta y tres.
Mierda, pensé, debería haber pensado en eso.
Un día la señora Fretag nos dio una tarea.
—Nuestro distinguido presidente, Herbert Hoover, va a venir a Los
Angeles este sábado para dar un discurso. Quiero que todos vosotros vayáis
a oír al presidente, y quiero que escribáis un ensayo sobre la experiencia y
sobre lo que penséis del mensaje del presidente.
¿El sábado? Yo no podía ir. Tenía que segar el césped, cortar todas las
hojitas. (Nunca podría cortar todas las hojitas.) Casi todos los sábados
recibía una paliza con la badana de afilar porque mi padre encontraba una
hojita. (También me pegaba a lo largo de la semana, una o dos veces, por
cosas que no hacía o que hacía mal.) No podía decirle de ninguna forma a mi
padre que tenía que ir a ver al presidente Hoover.
Así que no fui. Aquel domingo cogí algo de papel y me senté a escribir
sobre cómo había visto al presidente. Su coche abierto, abriéndose paso
entre senderos de flores, había entrado en el estadio de fútbol. Un coche
lleno de agentes secretos iba delante, y otros dos coches iban justo detrás.
Los agentes eran tipos valientes con pistolas para proteger a nuestro
presidente. La multitud, se levantó al entrar el coche del presidente en la
cancha. Nunca había ocurrido algo igual. Era el presidente. Era él. Saludó
con la mano. Nosotros le respondimos. Una banda comenzó a tocar. Había
gaviotas que volaban en círculo encima nuestro como si supieran también
que allí estaba el presidente. Y también había aviones que hacían escritura
aérea. Escribían en el cielo cosas como «La prosperidad está a la vuelta de la
esquina». El presidente se puso de pie en el coche, y en ese momento se
apartaron las nubes y la luz del sol cayó directamente sobre su cara. Era
como si Dios también lo supiese. Entonces los coches se detuvieron y
nuestro gran presidente, rodeado de agentes del servicio secreto, subió a la
plataforma de discursos. Al llegar junto al micrófono, un pájaro descendió
del cielo y se posó junto a él. El presidente le hizo un gesto de saludo al
pájaro y se rió. Todos nos reímos con él. Entonces empezó a hablar y todo el
mundo escuchó. Yo apenas pude oír el discurso porque estaba sentado junto
a una máquina de freír palomitas que hacía demasiado ruido, pero me
pareció oírle decir que el problema de Manchuria no era grave, y que en
casa todo se iba a arreglar, no debíamos preocuparnos, y todo lo que
debíamos hacer era creer en América. Habría suficiente trabajo para todo el
mundo. Los talleres y las fábricas se abrirían de nuevo. Habría suficientes
dentistas con suficientes dientes que extraer, suficientes fuegos y suficientes
bomberos para apagarlos. Nuestros amigos de Sudamérica pagarían sus
deudas. Pronto podríamos dormir en paz, con nuestros estómagos y
nuestros corazones llenos. Dios y nuestra gran nación nos rodearían de
amor y nos protegerían del mal, de los socialistas, nos despertarían de la
pesadilla, para siempre...
El presidente escuchó los aplausos, saludó, volvió a su coche, subió y se
fue seguido de coches llenos de agentes secretos mientras el sol empezaba
a caer, la tarde se diluía en el crepúsculo, rojo, dorado y maravilloso.
Habíamos visto y oído al presidente Hoover.
Entregué mi ensayo el lunes. El martes, la señora Fretag se dirigió a la
clase.
—He leído todos vuestros ensayos sobre la visita de nuestro distinguido
presidente a Los Angeles. Yo estaba allí. Algunos de vosotros, me he dado
cuenta, no estuvisteis por una razón u otra. Para aquellos que no
estuvisteis, os voy a leer este ensayo de Henry Chinaski.
La clase estaba terriblemente silenciosa. Yo era, de lejos, el alumno más
impopular de toda la clase. Era como un cuchillo que atravesara todos sus
corazones.
—Es muy creativo —dijo la señora Fretag, y empezó a leer mi ensayo.
Las palabras sonaban bien. Todo el mundo escuchaba. Mis palabras llenaban
la habitación, de pizarra a pizarra, pegaban en el techo y rebotaban, cubrían
los zapatos de la señora Fretag y se amontonaban en el suelo. Algunas de
las niñas más guapas de la clase comenzaban a echarme miradas. Todos los
tíos duros estaban humillados, sus ensayos no valían un pjjo. Yo bebía mis
palabras como un hombre sediento. Incluso empecé a creérmelas. Vi a Juan
allí sentado como si le hubiera pegado un puñetazo en todos los morros.
Estiré las piernas y me eché hacia atrás. Se acabó demasiado pronto.
—Con esta gran redacción —dijo la señora Fretag—, se acaba la clase.
La gente se levantó y comenzó a guardar sus cosas.
—Tú no, Henry —dijo la señora Fretag.
Me quedé sentado y ella se quedó allí de pie mirándome.
Entonces dijo:
—¿Henry, estuviste allí?
Traté de pensar una respuesta. No pude. Dije:
—No, no estuve.
Ella sonrió.
64
—Eso hace que tenga más mérito.
—Sí, señora...
—Puedes irte, Henry.
Me levanté y salí. Empecé a caminar hacia casa. Así que eso era lo que
querían: mentiras. Mentiras maravillosas. Eso es todo lo que necesitaban. La
gente era tonta. La cosa iba a ser fácil. Miré detrás mío. Juan y su amigo no
me seguían. Las cosas me iban cada vez mejor.
65
20
A veces Frank y yo nos poníamos en buenas relaciones con Chuck, Eddie
y Gene. Pero siempre ocurría algo (normalmente por causa mía) y entonces
yo me veía fuera, y Frank tres cuartos de lo mismo por ser mi amigo. Era
bueno andar por ahí con Frank, íbamos a los sitios en auto-stop. Uno de
nuestros lugares favoritos era un estudio de cine. Nos arrastrábamos por
debajo de una verja rodeada de mucha vegetación para entrar. Veíamos el
gran muro que habían usado para la película de King Kong. Veíamos los
decorados de calles y edificios. Los edificios sólo eran fachadas sin nada
detrás. Nos paseábamos por aquellos estudios hasta que algún guarda nos
pillaba y nos echaba fuera. Entonces nos íbamos en auto-stop hasta la feria
de la playa. Nos pasábamos en la casa de la risa tres o cuatro horas. Nos la
conocíamos de memoria. La verdad es que no era gran cosa. La gente
meaba y cagaba allí dentro y estaba repleto de botellas vacías. Y en el
retrete había condones, arrugados y endurecidos. Los vagabundos dormían
allí después de que cerraran. La verdad es que no había nada divertido en la
casa de la risa. La casa de los espejos era buena al principio. En seguida nos
aprendimos el camino para pasar entre el laberinto de espejos y perdió todo
su atractivo. Frank y yo nunca nos peleábamos. Sentíamos curiosidad hacia
las cosas. En el muelle proyectaban una película sobre una operación
cesárea y fuimos a verla. Era cruenta. Cada vez que cortaban, la sangre de
la mujer saltaba a chorros, y entonces sacaban el bebé. A veces íbamos a
pescar al muelle y cuando cogíamos algo se lo vendíamos a las viejas
señoras judías que se sentaban en los bancos. Yo me llevé unas cuantas
palizas por parte de mi padre por irme por ahí con Frank, pero como me
figuraba que iba a recibir las palizas de todos modos, prefería al menos
divertirme.
Pero seguía teniendo problemas con los otros chicos del barrio. Mi padre
no me ayudaba. Por ejemplo, me compró un traje de indio con arco y flechas
cuando todos los demás chicos tenían trajes de cow-boy. Entonces ocurría lo
mismo que en el patio del colegio: se aliaban contra mí. Me rodeaban con
sus trajes de cow-boy y sus pistolas, pero cuando las cosas se ponían feas
yo ponía una flecha en el arco y esperaba. Eso siempre les echaba para
atrás. Yo no quería llevar aquel traje de indio, pero mi padre me obligaba.
Continuamente me enemistaba con Chuck, Eddie y Gene, luego nos
reconciliábamos y a continuación nos volvíamos a enemistar.
Una tarde yo andaba por ahí. Estaba en un momento en que mis
relaciones con la pandilla no eran ni malas ni buenas, yo sólo estaba

esperando a que se olvidasen de la última cosa que yo había hecho que les
había enfadado. No había otra cosa que hacer. Sólo ver el aire y esperar. Me
cansé finalmente de estar por ahí y decidí irme caminando colina arriba
hacia Washington Boulevard, ir hasta los estudios de cine y luego volver por
West Adams Boulevard. Quizás siguiera hasta la iglesia. Empecé a andar.
Entonces oí a Eddie.
—¡Eh, Henry, ven aquí!
—¿Qué pasa?
Me acerqué hasta donde estaban ellos, inclinados sobre algo.
—¡Es una araña a punto de comerse una mosca! —dijo Eddie.
Miré. Una araña había tejido su tela entre las ramas de un arbusto y una
mosca había quedado atrapada en ella. La araña estaba muy excitada. La
mosca movía toda la telaraña mientras luchaba por desasirse. Zumbaba
salvajemente y sin remedio mientras la araña la envolvía con más telaraña.
La araña daba vueltas y más vueltas, envolviendo por completo a la mosca
mientras ésta zumbaba. La araña era grande y muy fea.
—¡Ahora se está acercando! —gritó Chuck—. ¡Le va a clavar los colmillos!
Los aparté de un empujón y de una patada eché fuera, a la araña y la
mosca.
—¿Qué cojones has hecho? —dijo Chuck.
—¡Hijo de puta! —gritó Eddie lleno de rabia—. ¡Lo has fastidiado todo!
Me eché hacia atrás. Hasta Frank me miraba de un modo extraño.
—¡Vamos a darle de hostias! —gritó Gene.
Estaban entre mí y la calle. Me metí en el patio de atrás de una casa
extraña, corrí hasta detrás del garaje. Había una valla cubierta de
enredaderas. Subí por ella y salté. Caí en otro jardín, corrí por el camino de
entrada y salí a la calle. Miré hacia atrás y vi a Chuck en lo alto de la valla.
Entonces resbaló y cayó de espaldas en el suelo.
—¡Mierda! —gritó.
Yo seguí corriendo. Corrí siete u ocho manzanas y me senté a descansar
en el césped de una casa. No se veía a nadie. Me preguntaba si Frank me
perdonaría. Me preguntaba si los otros me perdonarían. Decidí perderme de
vista durante cosa de una semana...
Acabaron olvidando el asunto. Durante un tiempo no ocurrió gran cosa.
Había muchos días en que no pasaba nada. Entonces el padre de Frank se
suicidó. Nadie supo por qué. Frank me dijo que él y su madre tendrían que
mudarse a una casa menos costosa en otro vecindario. Me dijo que me
escribiría. Y lo hizo, sólo que no escribíamos, dibujábamos tebeos sobre
caníbales. Sus historietas eran de problemas con caníbales, entonces yo
continuaba la historia donde él la dejaba, con más follones con los caníbales.
Mi madre encontró una de las historietas de Frank y allí se acabó nuestra
correspondencia.
El 5° grado dio paso al 6.° grado y yo empecé a pensar en marcharme de
casa, pero pensé que si la mayoría de nuestros padres no podían conseguir
trabajo, ¿cómo coño lo iba a conseguir un tío que medía menos de un metro
cincuenta? John Dillinger era el héroe de todo el mundo, tanto de niños
como de mayores. Cogía el dinero de los bancos. Y también estaba Pretty
Boy Floyd, Ma Barker y Ametralladora Kelly.
La gente empezó a ir a los solares donde crecía la hierba. Habían
aprendido que algunas de las hierbas podían ser guisadas y comidas. Había
peleas a puñetazos entre hombres en los solares y en las esquinas. Todo el
mundo estaba furioso. Los hombres fumaban Bull Durham y no aguantaban
a nadie. Dejaban sobresalir parte de la bolsa con la marca Bull Durham de
los bolsillos de sus camisas y todos podían liar un cigarrillo con una sola
mano. Cuando veías a un tío con una bolsa de Bull Durham colgando, eso
significaba «aléjate». La gente hablaba de segundas y terceras hipotecas. Mi
padre vino a casa una noche con un brazo roto y los dos ojos morados. Mi
madre tenía un trabajo en alguna parte que le daba un poco de dinero. Y
todos los chicos del vecindario teníamos un par de pantalones para los
domingos y otro par de pantalones para diario. Cuando los zapatos se
desgastaban, no había otros para reponerlos. En las tiendas se vendían
suelas y tacones por 15 o 20 centavos junto a la cola, y éstas se pegaban en
los zapatos desgastados. Los padres de Gene tenían un gallo y algunas
gallinas en el jardín de atrás, y si alguna gallina no ponía suficientes huevos,
se la comían.
En lo que a mí respecta, todo seguía igual, en el colegio y con Chuck,
Gene y Eddie. No sólo los mayores se ponían antipáticos y violentos, sino
también los niños, e incluso los animales. Parecía que imitasen a la gente.
Un día yo estaba por ahí, esperando como de costumbre, sin mantener
relaciones de amistad con la pandilla y sin querer volver a tenerlas, cuando
Gene se acercó corriendo.
—¡Eh, Henry, ven!
—¡VEN!
Gene empezó a correr y yo corrí detrás suyo. Bajamos hasta el jardín
trasero de los Gibson. Los Gibson tenían un gran muro de ladrillos que
rodeaba el jardín.
—¡MIRA! ¡TIENE ARRINCONADO AL GATO! ¡Lo VA A MATAR!
Había un gatito blanco arrinconado en una esquina del muro. No podía
subir ni podía huir en ninguna dirección. Estaba encorvado con el pelo
erizado y bufaba, con las uñas sacadas. Pero era muy pequeño y Barney, el
bulldog de Chuck, gruñía y se acercaba cada vez más. Tuve la sensación de
que los chicos habían puesto ahí al gato y luego habían traído al bulldog. Me
parecía casi seguro por la forma en que Chuck, Eddie y Gene miraban la
escena: tenían un aspecto culpable.
—Lo habéis puesto ahí vosotros —dije.
—No —dijo Chuck—, es culpa del gato. Se ha metido ahí. Que luche para
escapar.
—Sois odiosos, so bestias.
—Barney va a matar al gato —dijo Gene.
—Barney lo va a hacer pedazos —dijo Eddie—. Le dan miedo las garras,
pero cuando ataque, se acabó.
Barney era un gran bulldog marrón con unas fauces flaccidas y
babeantes. Era gordo y estúpido, con ojos inexpresivos. Su gruñido era
constante y cada vez se acercaba más, con los pelos del cuello y el lomo
erizados. Tuve ganas de darle una patada en su estúpido culo, pero supuse
que me arrancaría la pierna de un mordisco. Estaba totalmente decidido a
consumar el asesinato. El gato blanco todavía no había crecido del todo.
Bufaba y aguardaba, apretado contra la pared, era una hermosa criatura,
tan limpio.
El perro se movía lentamente hacia delante. ¿Para qué necesitaban esto
los chicos? No era algo donde tuviese cabida el valor, era sólo juego sucio.
¿Dónde estaba la gente mayor? ¿Dónde estaban las autoridades? Siempre
estaban en todas partes acusándome. ¿Y ahora, dónde estaban?
Pensé en acercarme corriendo, coger el gato y salir volando de allí, pero
no tuve valor. Tenía miedo de que el bulldog me atacara. El saber que no
tenía el valor de hacer lo que era necesario me hacía sentir horriblemente.
Empecé a sentirme físicamente enfermo. Me sentía débil. No quería que
ocurriese hasta que pensase en algo para impedirlo.
—Chuck —dije—, deja al gato que se vaya, por favor. Llama a tu perro.
Chuck no contestó. Sólo siguió mirando.
Entonces dijo:
—¡Barney, ve a por él! ¡Coge a ese gato!
Barney se fue hacia delante y, de repente, el gato pegó un salto. Era una
furiosa mancha blanca, toda bufidos, uñas y dientes. Barney retrocedió y el
gato volvió a pegarse a la pared.
—Ve a por él, Barney —dijo de nuevo Chuck.
—¡Maldita sea, cállate! —le dije yo.
—No me hables de ese modo —dijo Chuck.
Barney empezó a moverse de nuevo.
—¡Parad ya con esto! —dije.
Oí un ligero sonido detrás nuestro y me volví a mirar. Vi al viejo señor
Gibson mirando desde detrás de la ventana de su dormitorio. También
quería que mataran al gato, igual que los chicos. ¿Por qué?
El señor Gibson era nuestro cartero. Llevaba dientes postizos. Tenía una
mujer que se pasaba todo el día dentro de casa. La señora Gibson siempre
llevaba una red en el pelo e iba vestida con un camisón, bata y zapatillas.
Entonces apareció la señora Gibson, vestida como siempre, y se puso al
lado de su marido, esperando a que se cometiese el crimen. El viejo Gibson
era uno de los pocos hombres del vecindario que tenían trabajo, pero aún
así necesitaba ver cómo mataban al gato. Gibson era simplemente igual que
Chuck, Eddie y Gene.
Eran demasiados.
El bulldog se acercó más. Yo no podía presenciar el asesinato. Me
avergonzaba enormemente abandonar al gato así. Siempre había una
posibilidad de que el gato escapara, pero sabía que no lo permitirían. El gato
no estaba enfrentado solamente al bulldog, estaba enfrentándose a la
humanidad entera.
Me di la vuelta y me alejé, saliendo del jardín hasta la acera. Subí por la
acera hasta mi casa y allí, esperando de pie en el jardín, estaba mi padre.
—¿Dónde has estado? —me preguntó.
Yo no contesté.
—¡Entra —dijo—, y deja de poner esa cara de desgraciado o te daré algo
que te hará sentir de verdad desgraciado!
21
Entonces empecé el bachillerato en el Instituto Justin. Cerca de la mitad
de los chicos de la Escuela Primaria de Delsey iban allí, precisamente la
mitad más grande y ruda. Los chicos de 7.º grado éramos más grandes que
los de 9.° grado. Cuando nos poníamos en fila para la clase de gimnasia era
divertido. La mayoría de nosotros éramos más grandes que los profesores
de gimnasia. Nos poníamos allí a formar, distendidos, con el estómago
suelto, la cabeza baja y los hombros caídos.
—¡Por Cristo! —decía Wagner, el profesor de gimnasia—. ¡Sacad el
pecho, arriba esos hombros, poneos firmes!
Nadie cambiaba de posición. Éramos así, y no queríamos ser de ningún
otro modo. Todos proveníamos de familias víctimas de la Depresión y la
mayoría habíamos sido mal alimentados, aunque por una extraña paradoja
habíamos crecido enormemente. La mayoría de nosotros, creo, no recibía el
menor amor por parte de su familia, y tampoco lo necesitaba de nadie.
Éramos de risa, pero la gente llevaba mucho cuidado con reírse delante
nuestro. Era como si hubiéramos crecido demasiado pronto y estuviésemos
aburridos de ser niños. No les teníamos respeto a los mayores. Éramos
como tigres en la jungla. Uno de los tíos judíos, Sam Feldman, tenía una
barba negra que tenía que afeitarse cada mañana. A mediodía tenía la
barbilla toda oscurecida. Y tenía una masa de pelo en el pecho y le olían
terriblemente los sobacos. Otro tío era igualito a Jack Dempsey. Otro, Peter
Mangalore, tenía una polla de 22 centímetros en estado normal. Y cuando
nos metíamos en la ducha, yo descubrí que tenía las pelotas más grandes
que nadie.
—¡Eh! ¡Miradle las pelotas a ese tío!
—¡La hostia! ¡De polla no vale un pito, pero vaya pelotas!
—¡La hostia!
No sé lo que era, pero teníamos algo especial, y lo sabíamos. Lo podías
ver en el modo en que nos movíamos y hablábamos. No hablábamos mucho,
lo dábamos todo por sobreentendido, y eso era lo que le ponía negro a todo
el mundo, el aire de seguridad en nosotros mismos que despedíamos.
El equipo de fútbol americano de 7° grado jugaba después de clase
contra los de octavo y noveno. No había color. Los vencíamos fácilmente, los
tumbábamos sin dificultad, con estilo, casi sin esfuerzo. En el fútbol de
toque, los equipos nos aguantaban todo el juego, pero les metíamos
cantidad de goles. Entonces pasábamos al de blocaje y nuestros chicos se
lanzaban a por los otros, arrasándoles. Era una simple excusa para ser
70
violentos, no importaba quién llevase la pelota. El otro equipo siempre lo
agradecía cuando decidíamos jugar sólo a hacer pases.
Las niñas se quedaban después de clase y nos observaban. Algunas de
ellas ya salían con chicos de preuniversitario, no querían mezclarse con
mierdas de bachillerato, pero aún así se quedaban después de clase, nos
contemplaban y se maravillaban. Yo no estaba en el equipo, pero me ponía
en una banda y fumaba cigarrillos, sintiéndome como una especie de
entrenador o algo así. Vamos a follar todos, pensábamos, viendo a las
chicas. Pero la mayoría sólo nos masturbábamos.
Recuerdo cómo descubrí la masturbación. Una mañana, Eddie llamó por
mi ventana.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Levantó un tubo de ensayo que tenía algo blanco en el fondo.
—¿Qué es eso?
—Corrida —dijo Eddie—, es mi corrida.
—¿Sí?
—Sí, todo lo que tienes que hacer es escupirte en la mano y empezar a
frotarte la picha, es muy agradable y al poco rato te sale esta cosa blanca de
la punta de la picha. Se le llama «corrida».
—¿Sí?
—Sí.
Eddie se fue con su tubo de ensayo. Yo pensé acerca de ello durante un
rato y entonces decidí intentarlo. Mi polla se endureció, la cosa me gustó
realmente, me sentía cada vez mejor, seguí y me sentí como nunca me
había sentido antes. Entonces salió un chorro de jugo de la punta de mi
polla. Después de aquello empecé a hacerlo más a menudo. Era mejor si
imaginabas que lo estabas haciendo con una chica mientras te la meneabas.
Un día yo estaba en una banda observando a nuestro equipo dándole una
paliza de cuidado a otro equipo. Estaba fumando un cigarrillo al tiempo que
observaba. Tenía una chica a cada lado. Mientras nuestros chicos rompían
una melée, vi al profesor de gimnasia, Curly Wagner, viniendo hacia mí. Tiré
el cigarro y di unas palmadas.
—¡Vamos a romperles el culo, muchachos!
Wagner vino hasta mí. Se quedó allí mirándome. Yo había desarrollado
un aire de maldad en mi expresión.
—¡Voy a acabar con todos vosotros! —dijo Wagner—. ¡Especialmente
contigo!
Volví la cabeza y le miré, como casualmente, luego volví a mirar el juego.
Wagner se quedó allí mirándome. Luego se fue.
Me sentí bien después de aquello. Me gustaba que me consideraran en el
grupo de los chicos malos. Me gustaba ser malo. Cualquiera podía ser un
buen chico, no hacía falta cojones para eso. Dillinger tenía cojones. Ma
Barker era una gran mujer, enseñando a sus hijos a manejar
ametralladoras. Yo no quería ser como mi padre. El sólo pretendía ser malo.
Cuando se es malo no se pretende serlo, sólo se es. A mí me gustaba ser
malo. Ser bueno me ponía enfermo.
La chica que estaba a mi lado dijo:
—No deberías dejar que Wagner te dijese esas cosas. ¿Es que le tienes
71
miedo?
Me volví y la miré. Planté mis ojos en ella durante un buen rato, sin
moverme.
—¿Qué te pasa? —dijo ella.
Dejé de mirarla, escupí en el suelo y me alejé. Caminé lentamente a todo
lo largo del campo, salí por la puerta del extremo y empecé a andar hacia
casa.
Wagner siempre llevaba una camiseta gris y unos pantalones grises de
chandal. Era un poco barrigón. Siempre estaba irritado por algo. Su única
ventaja era su edad. Siempre trataba de hacernos reventar, pero eso cada
vez le valía de menos. Siempre había alguien empujándome sin tener
derecho a empujarme. Wagner y mi padre. Mi padre y Wagner. ¿Qué era lo
que querían? ¿Por qué estaba yo en su camino?
72
22
Un día, igual que en la escuela primaria con David, un chico se me juntó.
Era pequeño y flaco y apenas tenía pelo en la cabeza. Los chicos le llamaban
Baldy (Calvito). Su verdadero nombre era Eli LaCrosse. Su verdadero
nombre me gustaba, pero no me ocurría lo mismo con él. El simplemente se
me pegó. Era tan infeliz que no podía decirle que desapareciera y me dejara
en paz. Era como un perro vagabundo, muerto de hambre e inflado a
patadas. De todas formas, no me gustaba el andar por ahí con él. Pero como
conocía lo que era sentirse como un perro vagabundo, le dejaba que
anduviese colgándoseme. Usaba un taco en casi cada frase, pero era todo
falso, él no era un tipo duro, era una persona asustada. Yo no era una
persona asustada, pero sí bastante confundida, así que puede que al fin y al
cabo hiciésemos una buena pareja.
Le acompañaba hasta su casa todos los días después de clase. Vivía con
su madre, su padre y su abuelo. Tenían una casita cruzado un pequeño
parque. Me gustaba aquella zona, tenía grandes árboles que daban grandes
sombras, y como la gente me había dicho que era feo, prefería la sombra al
sol, la oscuridad a la luz.
Durante nuestros paseos, Baldy me había hablado de su padre. Había
sido doctor, un cirujano de éxito, pero le habían quitado su licencia por
borracho. Un día lo conocí. Estaba sentado en una silla debajo de un árbol,
sin hacer nada.
—Papá —dijo Baldy—, éste es Henry.
—Hola, Henry.
Me recordó a la primera vez que había visto a mi abuelo, de pie en los
escalones de su casa. Sólo que el padre de Baldy tenía el pelo y la barba
negros, pero sus ojos eran iguales, brillantes y luminosos, tan extraños. Y
aquí estaba Baldy, el hijo, que no brillaba lo más mínimo.
—Ven —dijo Baldy—, sígueme.
Bajamos al sótano de la casa. Estaba oscuro y húmedo y pasó un rato
hasta que nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad. Entonces pude ver
unos cuantos barriles.
—Estos barriles están llenos de diferentes clases de vino —dijo Baldy—.
Cada barril tiene un grifo. ¿Quieres probar un poco?
—No.
—Venga, prueba un trago.
—¿Por qué?
—¿Es que no eres hombre, o qué?
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—Soy un chico duro.
—Entonces toma un jodido trago.
Allí estaba el pequeño Baldy, desafiándome. No había problema. Me
acerqué a un barril y puse debajo la cabeza.
—¡Abre el maldito grifo! ¡Y abre la boca!
—¿No habrá arañas por aquí?
—¡Venga! ¡Hazlo, maldita sea!
Puse mi boca bajo el grifo y lo abrí. Un líquido oloroso salió y cayó en mi
boca. Lo escupí.
—¡No seas gallina! ¡Trágatelo, qué cojones!
Abrí la boca y el grifo. El líquido oloroso entró y yo lo tragué. Cerré el
grifo y me puse de nuevo en pie. Sentía ganas de vomitar.
—Ahora bebe tú —le dije a Baldy.
—Claro —dijo—. ¡Yo no tengo miedo!
Se puso bajo un barril y tomó un buen trago. Un mierdecilla como aquel
no iba a ponerme en ridículo. Me puse bajo otro barril y tomé un trago. Me
levanté. Estaba empezando a sentirme bien.
—Eh, Baldy —dije—, esto me gusta.
—Bueno, mierda, toma más.
Bebí un poco más. Cada vez sabía mejor. Cada vez me sentía mejor.
—Esto es de tu padre, Baldy. No nos lo deberíamos beber todo.
—No le importa. Ha dejado de beber.
Nunca me había sentido tan bien. Era mejor que masturbarse.
Fui de barril en barril. Era mágico ¿Por qué nadie me había hablado de
esto? Con ello, la vida era grandiosa, el hombre era perfecto, nada podía
afectarle.
Me erguí y miré a Baldy.
—¿Dónde está tu madre? ¡Voy a follarme a tu madre!
—¡Como te acerques a mi madre te mato, hijo de puta!
—Sabes que te puedo machacar, Baldy.
—Sí.
—Está bien, dejaré en paz a tu madre.
—Vámonos entonces, Henry.
—Un traguito más...
Me acerqué a un barril y me pegué uno largo. Luego subimos por la
escalera del sótano. Cuando salimos, el padre de Baldy seguía sentado en su
silla.
—¿Habéis estado en la bodega, eh chicos?
—Sí —dijo Baldy.
—¿Empezáis un poco pronto, no?
No contestamos. Fuimos hasta el bulevar y entramos en un almacén que
vendía chicle. Compramos varios paquetes y nos los metimos en la boca. A
él le preocupaba que su madre lo descubriera. A mí no me preocupaba nada.
Nos sentamos en un banco del parque mascando chicle, y yo pensé, bueno,
ahora sí que he encontrado algo, algo que me va a ayudar en los días
venideros. La hierba del parque parecía más verde, los bancos del parque
tenían mejor aspecto y las flores lucían más. Quizás aquella bebida no fuera
buena para los cirujanos, pero el que alguien quisiera ser cirujano ya
74
indicaba que no estaba bien desde el principio.
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23
En el instituto Justin, la clase de biología era un chollo. Teníamos de
profesor al señor Stanhope. Era un viejales de unos 55 años al que
dominábamos como queríamos. Lilly Fischman estaba en la clase y era una
chica que estaba de lo más desarrollada. Tenía unas tetas enormes y un
trasero maravilloso que meneaba mientras caminaba con sus zapatos de
tacón alto. Era magnífica, hablaba con todos los chicos y se frotaba contra
ellos mientras hablaba.
Todos los días ocurría lo mismo en la clase de biología. Nunca
aprendíamos nada de biología. Stanhope se ponía a hablar durante diez
minutos y entonces Lilly decía:
—¡Oh, señor Stanhope, vamos a hacer un numeral
—¡No!
—¡Oh, señor Stanhope!
Ella se acercaba hasta el estrado, se inclinaba sobre él dulcemente y le
susurraba algo.
—Oh, bueno, está bien... —decía él.
Entonces Lilly empezaba a cantar y a menearse. Siempre empezaba con
«The Lullaby of Broadway» y luego seguía con otros números. Era
magnífica, era caliente, era abrasiva, y a nosotros nos ponía en ascuas. Era
como una mujer crecida, poniendo a cien a Stanhope, poniéndonos a cien a
nosotros Era maravilloso. El viejo Stanhope se quedaba allí sentado
gimoteando y babeando. Nosotros nos reíamos de Stanhope y jaleábamos a
Lilly. La cosa duró hasta que un día el director, el señor Lacefield, entró de
golpe en la clase.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
Stanhope se quedó allí sentado, incapaz de articular palabra.
—¡Esta clase queda suspendida! —gritó Lacefield.
Mientras salíamos, Lacefield dijo:
—¡Y en cuanto a usted, señorita Fischman, preséntese inmediatamente
en mi oficina!
Por supuesto, después de aquello nadie se preocupó por estudiar
biología. Todo fue bien hasta el día en que el señor Stanhope nos puso el
primer examen.
—Mierda —dijo en voz alta Peter Mangalore—. ¿Qué vamos a hacer?
Peter era el tío de los 22 centímetros en blando.
—Tú nunca tendrás que trabajar para vivir —dijo el chico que se parecía
a Jack Dempsey—. Esto es problema nuestro.
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—Quizás deberíamos incendiar esta escuela —dijo Red Kirkpatrick.
—Mierda —dijo uno desde el fondo de la clase—, cada vez que saco un
suspenso mi padre me arranca una uña.
Todos miramos nuestras hojas de examen. Yo pensé en mi padre.
Entonces pensé en Lilly Fischman. Lilly Fischman, me dije, eres una puta,
una mala mujer, meneando tu cuerpo delante de nosotros y cantando de esa
forma, nos llevarás a todos al infierno.
Stanhope nos estaba mirando.
—¿Por qué no escribe nadie? ¿Por qué no contestan las preguntas?
¿Tiene todo el mundo lápiz?
—Sí, sí, todos tenemos lápiz —dijo uno de los chicos.
Lilly estaba sentada en la primera fila, junto a la mesa de Stanhope.
Vimos cómo abría su libro de biología y buscaba la respuesta a la primera
pregunta. Eso era. Todos abrimos nuestros libros. Stanhope siguió allí
sentado mirándonos. No sabía qué hacer. Empezó a farfullar algo. Siguió allí
durante cinco minutos y entonces se levantó de un salto. Empezó a ir de un
lado a otro por el pasillo central de la clase.
—¿Qué estáis haciendo? ¡Cerrad los libros! ¡Cerrad los libros!
Mientras iba de un lado a otro, la gente cerraba los libros sólo para
volverlos a abrir en cuanto se alejaba un poco.
Baldy estaba en el asiento de al lado mío, riéndose.
—¡Vaya gilipollas! ¡Vaya viejo gilipollas!
Sentí un poco de pena por Stanhope, pero era él o yo. Stanhope se puso
detrás de su escritorio y gritó:
—¡O se cierran todos los libros de texto o suspendo a toda la clase!
Entonces se levantó Lilly Fischman. Se levantó la falda y se inclinó hacia
una de sus medias de seda. Se ajustó la liga, vimos una porción de carne
blanca. Luego se ajustó la otra media. Nunca habíamos visto nada igual, ni
tampoco Stanhope. Lilly se sentó y todos acabamos el examen con los libros
abiertos. Stanhope se quedó sentado tras su escritorio, completamente
derrotado.
Otro tipo con el que nos las teníamos que ver era Pop Farnsworth.
Empezó el primer día en el taller. Dijo:
—Aquí se aprende practicando. Empezaremos ahora mismo. Cada uno
desmontará un motor y lo volverá a montar de modo que funcione
perfectamente a lo largo de un semestre. Hay planos en la pared y si algo no
lo entendéis, no tenéis más que preguntarme. También se os mostrarán
películas acerca de cómo funciona un motor. Pero ahora, por favor, empezad
a desmontar vuestros motores. Tenéis herramientas en vuestro cajón de
trabajo.
—¿Eh, Pop, qué tal si vemos antes las películas? —preguntó alguien.
—¡He dicho que empecéis a trabajar!
No sé de dónde habían sacado todos aquellos motores. Estaban negros,
grasientos y llenos de óxido. Tenían un aspecto realmente fúnebre.
—Coño —dijo uno de los chicos—, éste parece una plasta de mierda
pringosa.
Nos inclinamos sobre nuestros motores. La mayoría de la gente cogió
llaves inglesas. Red Kirkpatrick cogió un destornillador y raspó con lentitud
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la parte de arriba de su motor desprendiendo cuidadosamente una línea de
grasa de casi medio metro de longitud.
—Venga, Pop. ¿Qué tal si ponemos una película? ¡Acabamos de salir del
gimnasio, estamos machacados! ¡Wagner nos ha tenido haciendo el pino,
saltando y dando volteretas como a un puñado de ranas!
—¡Exijo que empecéis a trabajar tal como os dije!
Empezamos a trabajar. No tenía ningún sentido. Era peor que la clase de
Educación Musical. Se oían golpeteos de herramientas combinados con
jadeos intensos.
—¡MIERDA! —aulló Harry Henderson—. ¡ME HE DESPELLEJADO LOS MALDITOS
NUDILLOS! ¡ESTO NO ES MÁS QUE JODIDO ESCLAVISMO DE BLANCOS!
Envolvió cuidadosamente su mano derecha con un pañuelo y se quedó
contemplando cómo la sangre lo empapaba:
—¡Mierda! —exclamó.
El resto de nosotros seguimos intentándolo.
—Prefiero meter la cabeza en el coño de un elefante —protestó Red
Kirkpatrick.
Jack Dempsey tiró su herramienta al suelo.
—Paso —dijo—, haz lo que quieras conmigo, que paso. Asesíname.
Córtame las pelotas. Yo paso.
Cruzó la habitación y se apoyó contra la pared. Se cruzó de brazos y se
quedó mirando a sus zapatos.
La situación parecía verdaderamente desesperada. No había ninguna
chica... Cuando mirabas por la puerta trasera del taller podías ver el patio de
la escuela repleto de luz y espacio vacío apto para zascandilear. Y aquí
estábamos nosotros encorvándonos sobre unos estúpidos motores que ni
siquiera estaban conectados a un coche y eran perfectamente inútiles. Sólo
estúpido acero. Era un trabajo duro y embolador. Necesitábamos clemencia.
Nuestras vidas ya eran lo suficientemente tontas. Algo tenía que salvarnos.
Habíamos oído que Pop era un tipo suave, pero no parecía cierto. Era un
gigantesco hijo de puta repleto de cerveza, vestido con un mono grasiento,
con el pelo colgándole sobre los ojos y la barbilla tiznada de grasa.
Arnie Whitechapel mandó a paseo a su herramienta y anduvo hasta
situarse frente al señor Farnsworth. Arnie ostentaba una enorme mueca en
su cara.
—Oye, Pop, ¿qué coño es esto?
—¡Vuélvete a tu motor, Whitechapel!
—¡Venga ya, Pop, qué mierda importa!
Arnie era dos años mayor que el resto de nosotros. Había pasado algunos
años en un correccional. Pero aunque era más viejo que nosotros, era más
pequeño. Tenía un pelo muy negro peinado hacia atrás y untado de vaselina.
Se podía pasar largo rato frente al espejo del meódromo de tíos sacándose
espinillas. Blasfemaba con las chicas y siempre llevaba goma de mascar en
sus bolsillos.
—¡Tengo una buena para ti, Pop!
—¿Sí? Vuelve a tu motor, Whitechapel.
—De verdad que es una buena, Pop.
Plantados en nuestros sitios mirábamos cómo Arnie empezaba a contarle
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a Pop alguna historieta verde. Sus cabezas estaban muy juntas. Entonces se
acabó la broma y Pop comenzó a reír. Su corpachón se doblaba mientras se
sujetaba la panza.
—¡Es cojonuda! ¡Oh cielos! ¡Es cojonuda! —se rió—. Luego se detuvo de
golpe—. Okey, Arnie, ¡vuelve a tu máquina!
—No, espera Pop. ¡Tengo otra!
—¿Sí?
—Sí, escucha...
Todos abandonamos nuestras máquinas y nos acercamos hasta
rodearlos, escuchando la siguiente historieta de Arnie. Cuando terminó, Pop
se partía de risa.
—¡De puta madre! ¡Oh Dios! ¡De puta madre!
—Aún hay otra, Pop. Un tío está conduciendo por el desierto y ve a un
menda saltando en la carretera. El menda está desnudo y tiene atadas las
manos y los pies. El que conduce para el coche y le pregunta al otro: «Oye,
tío, ¿qué es lo que te pasa?» Y el menda le contesta: «Bueno, estaba
conduciendo tranquilamente cuando vi a ese bastardo de autoestopista y me
paré y el hijo de puta me apuntó con una pistola, me quitó la ropa y me ató.
Luego el asqueroso hijo de puta va y empezó a darme por culo.» «¿Ah sí?»
dice el otro tío saliendo de su coche. «Sí, eso es lo que me hizo el jodido hijo
de puta», contesta el menda. «Bueno», dice el otro bajándose la cremallera,
«¡Creo que éste no es tu día de suerte!».
Pop empezó de nuevo a partirse de risa.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡OH QUÉ COJONUDA...!¡CRISTO... QUÉ COJONUDA...!
Finalmente se detuvo.
—Maldita sea —dijo suavemente—. Oh cielos...
—¿Qué tal si vemos una película, Pop?
—Oh diablos, de acuerdo.
Alguien cerró la puerta trasera y Pop sacó una sucia pantalla blanca. Puso
en marcha el proyector. Era una película mierdosa pero nos evitaba el
trabajar con esos motores. La gasolina se inflamaba mediante las bujías y la
explosión hacía que los pistones subieran y bajaran haciendo girar al
cigüeñal, y las válvulas se abrían y cerraban y los pistones volvían a subir y
bajar haciendo girar más rápido al cigüeñal. Nada interesante, pero se
estaba tranquilo y a gusto ahí dentro, y te podías recostar en tu silla y
pensar en lo que te diera la gana pensar. No tenías que dejarte los nudillos
sobre el estúpido acero.
Nunca terminamos de desmontar esos motores ni tampoco volvimos a
montarlos y no sé cuántas veces vimos esta misma película. Whitechapel
siempre tenía algún chiste que nos hacía desternillarnos aunque algunas de
sus bromas eran una pasada, salvo para Pop Farnsworth, que siempre se
doblaba mientras se carcajeaba.
—¡Cojonuda! ¡Oh, no! ¡Oh, no, no, no!
Era un tío pistonudo. A todos nos caía bien.
79
24
Nuestra profesora de Inglés, la señorita Gredis, era la más buena de
todas. Era una rubia con una larga y afilada nariz. Su nariz no era en
absoluto perfecta, pero no te dabas cuenta si le mirabas el resto. Llevaba
vestidos ajustados y escotes bajos, zapatos negros de tacón alto y medias
de seda. Tenía un cuerpo de serpiente rematado por unas largas y hermosas
piernas. Sólo se sentaba tras su mesa cuando pasaba lista. Dejaba un
pupitre vacío en la primera fila y, tras pasar lista, se sentaba sobre el
pupitre encarándose a nosotros. La señorita Gredis se sentaba bien alta con
sus piernas cruzadas y la falda subida. Nunca habíamos visto tales tobillos,
tales piernas, tales caderas. Bueno, también Lilly Fischman, pero Lilly era
una adolescente crecidita mientras que la señorita Gredis estaba en plena
flor. Y nosotros podíamos verla a diario durante una hora completa. No había
un solo chico en la clase que no se entristeciera cuando el timbre marcaba el
final de nuestra sesión de Inglés. Hablábamos mucho sobre ella.
—¿Tú crees que quiere que se la folien?
—No, creo que le gusta tomarnos el pelo. Sabe que nos enloquece y eso
le basta, no quiere otra cosa.
—Yo sé dónde vive. Voy a ir allí alguna de estas noches.
—¡Seguro que no tienes cojones!
—¿Ah, no? ¡La follaré de tal modo que sacaré la mierda de sus entrañas!
¡Está pidiendo que se lo hagan!
—Un chico que conozco de octavo grado dijo que fue una noche a su
casa.
—¿Ah sí? ¿Y qué pasó?
—Abrió la puerta vestida con un camisón y con las tetas prácticamente
sobresaliendo. El chico dijo que se había olvidado de cuáles eran los deberes
para el día siguiente y venía a preguntar. Ella le hizo entrar.
—¿Y no hubo tomate?
—Sí. No pasó nada. Ella le hizo un poco de té, le dijo cuáles eran los
deberes y él se fue.
—Si llego a entrar yo, ¡me meto dentro de verdad!
—¿Ah sí? ¿Qué hubieras hecho tú?
—Primero la hubiera penetrado por detrás. Luego me hubiera comido su
coño, después me la frotaría contra sus pechos y luego la forzaría a que me
la mamara.
—No fanfarronees, soñador. ¿Te has acostado siquiera alguna vez?
—Cojones que sí. Me he acostado. Varias veces.
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—¿Y cómo fue?
—Pringoso.
—No te podías correr, ¿eh?
—Mojé todo el lugar. Creí que nunca pararía.
—Te mojastes toda la palma de la mano, ¿no?
—¡Ja, ja, ja!
—¡Ah, ja, ja, ja!
—¡Ja, ja!
—Conque te pringaste toda la mano, ¿eh?
—¡Que os den por el culo, tíos!
—No creo que ninguno de nosotros se haya acostado con una tía —dijo
uno de los chicos.
Hubo un silencio.
—Y una mierda. Me acosté por primera vez a los siete años.
—Eso no es nada. Yo lo hice a los cuatro.
—Seguro, Red, ¡te acostastes en la cuna!
—Lo hice con una nenita debajo de la casa.
—¿Y se te puso dura?
—Claro.
—¿Y te corriste?
—Creo que sí. Algo saltó como un chorro.
—Claro, te measte en su coño, Red.
—¡Y un huevo!
—¿Cómo se llamaba la nenita?
—Betty Ann.
—¡Hostia! —dijo el chico que aseguraba haberse acostado cuando tenía
siete años—. La mía también se llamaba Betty Ann.
—Esa puta —dijo Red.
Un estupendo día de primavera estábamos sentados en clase de Inglés y
la señorita Gredis se sentaba sobre el pupitre frente a nosotros. Tenía la
falda subida más que otras veces y era terrible, hermoso, maravilloso y
obsceno. Tales piernas, tales caderas; nos sentíamos hechizados. Era algo
increíble. Baldy estaba sentado en su pupitre contiguo al mío, al otro lado
del pasillo. Se inclinó y empezó a darme golpecitos en la pierna con su dedo:
—¡Está rompiendo todos los récords! —susurró—. ¡Mira! ¡Mira!
—¡Dios mío! —dije—, ¡cállate o se bajará la falda!
Baldy retiró su mano y yo esperé. No habíamos alertado a la señorita
Gredis. Su falda continuó subida como nunca. Fue un día de los que hacen
época. No había ni un chico en clase que no estuviera empalmado y la
señorita Gredis continuaba hablando. Estoy seguro que ninguno de los
chicos oía una palabra de lo que decía. Sin embargo las chicas se giraban y
se miraban unas a otras como diciéndose que esa puta había llegado muy
lejos. La señorita Gredis no podía ir muy lejos. Era casi como si ahí arriba no
hubiera un coño sino algo muchísimo mejor. Esas piernas. El sol,
atravesando la ventana, se vertía sobre esas piernas y esas caderas y
jugaba sobre la cálida seda tan firmemente ceñida. La falda estaba tan alta,
tan subida, que todos rezábamos por vislumbrar las bragas, por vislumbrar
algo. Jesucristo, era como si el mundo se acabara y empezara y volviera a
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acabarse, todo parecía real e irreal, el sol, las caderas, y la seda, tan suave,
tan cálida, tan fascinante. La clase entera vibraba. La vista se empañaba y
volvía a aclararse y la señorita Gredis seguía sentada como si no pasara
nada y seguía hablando como si todo fuera absolutamente normal. Eso era
lo que hacía del momento algo tan bueno y tan fantástico: el hecho de que
ella pretendiera que nada sucedía. Miré a mi pupitre durante un instante y vi
los poros de la madera ampliados como si cada veta fuera un remolino
líquido. Luego volví a mirar rápidamente a las piernas y las caderas,
enfadado conmigo mismo por haber desviado la vista un instante y quizás
haberme perdido algo.
Entonces comenzó el sonido: bump, bump, bump, bump...
Richard Waite. Sentado en la última fila. Tenía unas orejas enormes y
unos labios espesos, los labios estaban hinchados monstruosamente y tenía
un cabezón enorme. Sus ojos apenas tenían color, no reflejaban ni interés ni
inteligencia. Poseía unos enormes pies y siempre tenía la boca abierta.
Cuando hablaba, las palabras salían una por una, entrecortadas, con
grandes pausas entre ellas. Ni siquiera era un mariquita. Nadie hablaba
nunca con él. Nadie sabía qué coño hacía en nuestra escuela. Daba la
impresión de que algo importante faltaba en su atuendo. Llevaba ropa
limpia, pero su camisa siempre se salía por atrás y uno o dos botones
faltaban siempre en su camisa o en sus pantalones. Richard Waite. Vivía en
algún sitio e iba a clase todos los días.
«Bump, Bump, Bump, Bump...»
Richard Waite se la estaba pelando, una dedicatoria a las caderas y
piernas de la señorita Gredis. Por fin demostraba alguna debilidad. Quizás no
entendiera para nada los hábitos de la sociedad. Ahora todos le oíamos. La
señorita Gredis le oía. Las chicas le oían. Todos sabíamos lo que estaba
haciendo. Era tan jodidamente estúpido, que ni siquiera tenía el sentido
común suficiente para no hacer ruido. Y cada vez se excitaba más y más.
Los golpes aumentaron de volumen. Su puño cerrado golpeaba los bajos de
su pupitre.
«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»
Todos miramos a la señorita Gredis. ¿Qué es lo que haría? Ella vaciló un
instante y miró a toda la clase. Sonrió, tan compuesta como siempre, y
luego continuó hablando:
—Creo que el idioma inglés es la forma de comunicación más expresiva y
contagiosa. Para empezar, deberíamos de agradecer que tengamos el don
de expresarnos con tan magnífico idioma. Y si abusamos de él, estamos
abusando de nosotros mismos. Así que escuchemos, prestemos atención,
valoremos nuestra herencia, y sin embargo exploremos y desarrollemos el
idioma...
«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»
—Hemos de olvidarnos de Inglaterra y del uso que hace de nuestra
lengua común. Aunque sus formas lingüísticas son correctas, nuestro propio
idioma americano contiene grandes pozos de recursos sin explotar. Estos
recursos hasta ahora han permanecido guardados. Esperemos el momento
oportuno con los escritores oportunos y algún día veremos una explosión
literaria...
82
«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»
Si, Richard Waite era uno de los pocos con quien nunca hablábamos. En
realidad le teníamos miedo. No era alguien a quien pudieras sacarle la
mierda a palos y además no nos haría sentirnos mejor. Lo único que querías
era estar lo más lejos posible de él, no deseabas mirar esos grandes labios,
esa bocaza abierta como la de una rana empalada. Le rehuías porque no
podías derrotar a Richard Waite.
Esperamos y esperamos mientras la señorita Gredis seguía hablando de
la contraposición de las culturas inglesa y americana. Esperamos, mientras
Richard Waite seguía y seguía. El puño de Richard golpeaba contra los bajos
de su pupitre y todas las niñas se miraban entre sí mientras los chicos
pensaban qué coño hacía en clase ese tonto del culo. Lo iba a estropear
todo. Un solo gilipollas como ese y la señorita Gredis bajaría su falda para
siempre.
«BUMP, BUMP, BUMP, BUMP...»
Y entonces se paró. Richard seguía sentado inmóvil. Había acabado. Le
lanzamos unas cuantas miradas furtivas. Parecía el mismo de siempre.
¿Estaría el esperma sobre su regazo o en su mano?
El timbre sonó. La clase de Inglés había acabado.
Después de aquello, hubo más dosis de lo mismo. Richard Waite
golpeteaba a menudo mientras nosotros escuchábamos a la señorita Gredis,
que se sentaba en el pupitre delantero cruzando las piernas con descaro. Los
chicos aceptaban la situación. Pasado algún tiempo, incluso nos divertía. Las
chicas la aceptaron pero no les gustaba, especialmente a Lilly Fischman, que
casi estaba arrinconada.
Además de Richard Waite, yo tenía otro problema en esa clase. Harry
Walden. Harry Walden era guapo, eso pensaban las chicas, tenía unos largos
rizos dorados y vestía con ropas finas y delicadas. Parecía un petimetre del
siglo dieciocho emperifollado con extraños colores: verde oscuro, azul
oscuro. No sé dónde demonios encontraban sus padres esa ropa. Y siempre
se sentaba muy erguido y escuchaba con atención. Como si entendiera todo.
Las chicas decían: «Es un genio.» A mí no me lo parecía en absoluto. Lo que
yo no entendía era por qué los chicos no se liaban con él. Me molestaba.
¿Cómo podía escaparse tan fácilmente?
Me lo encontré un día en el vestíbulo y le detuve.
—A mí no me parece que seas un montón de mierda —le dije—. ¿Por qué
todo el mundo piensa que eres una mierda caliente?
Walden miró hacia la derecha y por encima mío. Cuando giré mi cabeza
para mirar en esa dirección, se deslizó en torno mío como si yo fuera un
elemento de una alcantarilla, y un momento más tarde ya estaba sentado en
su asiento en la clase.
Casi todos los días la señorita Gredis exhibía todo lo exhibible y Richard
se la pelaba mientras Walden permanecía inmóvil, sentado con el porte de
creerse que era un genio. Me ponía malo.
Les pregunté a algunos de los otros chicos:
—Escuchad ¿realmente creéis que Harry Walden es un genio? Tan sólo
permanece sentado vestido con sus lindas ropas y no dice esta boca es mía.
¿Qué es lo que prueba eso? Todos nosotros podríamos hacerlo.
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No me contestaban. Yo no podía entender sus sentimientos acerca de ese
jodido chaval. Y aún empeoró. Surgió el rumor de que Harry Walden iba a
ver a la señorita Gredis todas las noches, que era su alumno favorito y que
hacían el amor. Me enfermaba. No me podía imaginar a Harry despojándose
de su delicado atuendo verde y azul, doblándolo sobre una silla y luego
deshaciéndose de sus calzoncillos de satén naranja para deslizarse bajo las
sábanas donde la señorita Gredis acunaba su dorada y rizosa cabecita y la
acariciaba a la par que también le hacía otras cosas.
El rumor era susurrado por las chicas, que siempre parecían saberlo todo.
Y aunque a las chicas no les gustaba especialmente la señorita Gredis,
creían que la situación era perfecta y razonable porque Harry Walden era un
genio delicado y necesitado de toda la simpatía que pudiera obtener.
Detuve a Harry Walden en el vestíbulo otra vez más.
—¡Te voy a dar una patada en el culo, tú, hijo de puta, a mí no me tomas
el pelo!
Harry Walden me miró. Luego miró por encima de mi hombro y señaló
algo diciendo:
—¿Qué es eso que hay ahí?
Me giré para mirar. Cuando le volví a mirar ya se había ido. Estaba
sentado y a salvo en la clase rodeado por todas las chicas que pensaban que
era un genio y le adoraban por ello.
Hubo más y más rumores acerca de Harry Walden y sus visitas nocturnas
a la casa de la señorita Gredis. Algunos días Harry ni siquiera estaba en la
clase. Esos días eran los mejores para mí, porque sólo tenía que aguantar el
golpeteo rítmico y no los ricitos dorados y la adoración que sentían por ese
pedazo de cosa todas las niñas con sus faldas y suéters y trajecitos
almidonados... Cuando Harry no estaba ahí, las niñas susurraban:
—Es que es tan sensible...
Y Red Kirkpatrick diría:
—Ella está matándolo a polvos.
Una tarde entré en la clase y el asiento de Harry Walden estaba vacío.
Supuse que estaba jodiendo como siempre. Entonces la noticia corrió de
pupitre en pupitre. Yo era siempre el último en enterarme. Finalmente llegó
hasta mí: Harry Walden se había suicidado. La noche anterior. La señorita
Gredis no lo sabía todavía. Miré a su asiento. Nunca más se volvería a sentar
en él. Toda esa ropa colorida se había ido al carajo. La señorita Gredis
terminó de pasar lista, bajó y se sentó en el pupitre delantero cruzando sus
piernas. Llevaba puestas las medias de seda más finas que nunca habíamos
visto. Su falda estaba arremangada casi hasta las caderas...
—Nuestra cultura americana —dijo— está destinada a la grandeza. La
lengua inglesa, ahora tan limitada y estructurada, será reinventada y
mejorada. Nuestros escritores utilizarán lo que yo denomino americanés...
Las medias de la señorita Gredis tenían casi el color de la carne. Era
como si no las llevara en absoluto, como si estuviera desnuda frente a
nosotros, pero como además no lo estaba, sino que sólo lo parecía, la
sensación era muchísimo mejor.
—Y descubriremos más y más nuestras propias verdades y nuestro
propio modo de hablar, y esta nueva voz no estará constreñida por viejas
84
historias, viejas costumbres, sueños viejos e inútiles...
«Bump, bump, bump...»
85
25
Curly Wagner se enfrentó con Morris Moscowitz. Fue después de la
escuela, y ocho o diez de nosotros nos habíamos enterado del reto y
anduvimos tras el gimnasio para observar. Wagner había impuesto las
reglas.
—Pelearemos hasta que alguno grite que se rinde.
—De acuerdo —dijo Morris. Era un chico alto y delgado, un poco
estúpido, y nunca hablaba mucho o molestaba.
Wagner me miró.
—Y cuando acabe con este tipo, ¡te las verás conmigo!
—¿Yo, entrenador?
—Sí, tú, Chinaski.
Le respondí con una mueca.
—¡Voy a obtener un poco de maldito respeto de vosotros si os tengo que
barrer uno por uno!
Wagner era un gallito. Siempre estaba trabajándose las barras paralelas
o dando volteretas sobre la colchoneta o pegándose carreras por la pista. Se
contoneaba cuando andaba, pero aún así tenía barriga. Le gustaba plantarse
y mirar durante largo rato a alguien como si fuera una mierda. Yo no sabía
qué era lo que le molestaba. Nosotros le fastidiábamos. Creo que él pensaba
que nosotros nos follábamos a todas las chicas como locos y no le gustaba
nada la idea.
Comenzaron la pelea. Wagner tuvo algunas buenas fintas. Se encorvaba,
esquivaba, arrastraba los pies, saltaba adelante y atrás siseando
quedamente. Era imponente. Le atizó a Moscowitz tres directos con la
izquierda. Moscowitz se limitaba a permanecer en pie con las manos en los
costados. No tenía ni idea de boxear. Entonces Wagner estrelló su derecha
en la mandíbula de Moscowitz.
—¡Mierda! —dijo Morris y lanzó un derechazo abierto que Wagner
esquivó. Wagner contraatacó con un derecha-izquierda que aterrizaron en la
cara de Moscowitz. Morris tenía la nariz ensangrentada.
—¡Mierda! —repitió, y empezó a balancearse lanzando golpes laterales
que aterrizaron en su blanco. Podías oír cómo los golpes crujían en la cabeza
de Wagner. Wagner intentó rechazarle, pero sus puñetazos no tenían la
fuerza y la furia de los de Moscowitz.
—¡Cojonudo! ¡Machácale, Morrie!
Moscowitz era un pegador. Clavó su izquierda en la redonda barriga de
Wagner y éste boqueó y cayó de rodillas. Tenía un corte en la cara y
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sangraba. Apoyaba la barbilla en el pecho y parecía enfermo.
—Me rindo —dijo Wagner.
Le dejamos detrás del edificio y seguimos todos a Morris Moscowitz. Era
nuestro nuevo héroe.
—¡Mierda, Morrie, deberías de hacerte profesional!
—Huevos, sólo tengo trece años.
Anduvimos hasta la parte de atrás del taller y nos quedamos de pie en
torno a las escaleras. Alguien encendió algunos cigarrillos y los hizo circular.
—¿Qué es lo que ese tío tenía en contra de nosotros? —preguntó Morrie.
—Infiernos, Morrie, ¿no lo sabes? ¡Tiene celos! ¡Cree que nos follamos a
todas las chicas!
—Vaya, jamás he besado a una chica.
—¿No nos engañas, Morrie?
—En serio.
—Deberías de intentar el follar en seco, Morrie, ¡es fantástico!
Entonces vimos a Wagner pasar andando. Se estaba arreglando la cara
con su pañuelo.
—Oye, entrenador —vociferó uno de los chicos—, ¿qué tal una revancha?
Wagner se detuvo y se nos quedó mirando.
—Muchachos, ¡tirad esos cigarrillos!
—Ah, no, entrenador, ¡nos gusta fumar!
—Ven aquí, entrenador, ¡oblíganos a tirar los cigarrillos!
—¡Sí, ven, entrenador!
Wagner estaba plantado mirándonos.
—¡Todavía no he empezado con vosotros! ¡Os pillaré uno por uno de un
modo u otro!
—¿Y cómo vas a hacerlo, entrenador? Tus capacidades parecen ser
limitadas.
—Sí, entrenador, ¿cómo coño vas a lograrlo?
Cruzó todo el campo hasta su coche. Sentí un poco de lástima por él.
Cuando un tío es tan antipático debería ser capaz de defenderse.
—Supongo que cree que no habrá ninguna virgen por los alrededores
para cuando nos graduemos —dijo uno de los chicos.
—Creo —dijo otro chico— que alguien se corrió en su oreja y así le
funciona el cerebro.
Después de eso nos fuimos. Había sido un día bastante estupendo.
87
26
Mi madre iba cada mañana a su mal pagado trabajo y mi padre, que no
tenía trabajo, también salía cada mañana. Aunque la mayoría de los vecinos
estaban sin empleo, él no quería que advirtieran que estaba parado. Así
cada mañana a la misma hora se metía en su coche y salía como si fuera a
trabajar. Por la tarde volvía siempre a la misma hora. Para mí era perfecto,
porque me quedaba solo en el lugar. Ellos cerraban la casa, pero yo sabía
cómo introducirme. Abría la puerta de rejilla con un cartón. La puerta del
porche estaba cerrada con llave por dentro, pero yo deslizaba un periódico
bajo la puerta y hacía que cayera la llave. Entonces retiraba el periódico de
debajo de la puerta y la llave venía con él. Quitaba el cerrojo de la puerta y
entraba. Cuando salía, primero cerraba la puerta de rejilla, cerraba la puerta
del porche por dentro dejando la llave puesta, y entonces salía por la puerta
principal dejando el pestillo del picaporte puesto.
Me gustaba quedarme solo. Cierto día estaba jugando uno de mis juegos.
Había un reloj con segundero y yo me montaba mi competición para ver
cuánto tiempo podía aguantar la respiración. Cada vez que lo hacía,
superaba mi anterior récord. Las pasaba moradas, pero me enorgullecía
cada vez que añadía algunos segundos a mi récord. Ese día añadí otros cinco
segundos completos y estaba de pie recuperando el aliento, cuando anduve
hasta la ventana delantera. Era un ventanal cubierto por cortinas rojas.
Había una pequeña rendija entre las cortinas y miré por ella. ¡Jesucristo!
Nuestra ventana estaba directamente enfrente del porche delantero de la
casa de los Anderson. La señora Anderson estaba sentada en los escalones y
yo veía su vestido casi desde la misma altura. Ella tenía unos 23 años de
edad y unas piernas maravillosamente torneadas. Casi podía ver el lugar
donde nacían. Entonces me acordé de los binoculares del ejército que poseía
mi padre. Estaban en el estante superior de su armario. Corrí y los cogí,
volví a toda velocidad, me agaché y los ajusté para ver las piernas de la
señora Anderson. ¡Me sentí transportado a la mismísima encrucijada! Y era
algo diferente a ver las piernas de la señorita Gredis; no tenías que simular
que no estabas mirando. Te podías concentrar. Y es lo que hice. Estaba justo
allí, absolutamente caliente. Jesucristo, ¡vaya piernas, vaya costados! Y cada
vez que se movía era algo insoportable e increíble.
Me arrodillé sosteniendo los binoculares con una mano y saqué mi
aparato con la otra. Escupí en la palma de mi mano y empecé. Por un
momento creí ver un retazo de sus bragas. Estaba a punto de correrme y
paré. Seguí mirando con los binoculares y luego comencé a frotarme de
88
nuevo. Cuando estaba a punto de correrme paré otra vez. Entonces esperé y
comencé a meneármela de nuevo. Esta vez sabía que no sería capaz de
pararme. Ella estaba justo delante. ¡Yo viéndoselo casi todo! Era casi como
follar. Me corrí. Salpiqué todo el parquet bajo la ventana. Era blanco y
espeso. Me levanté, fui hasta el baño y cogí un poco de papel higiénico, volví
y recogí el emplasto. Llevé de nuevo el papel al cuarto de baño y lo hice
desaparecer con una cascada de agua.
La señora Anderson venía y se sentaba sobre esos escalones casi todos
los días, y cada vez que lo hacía, yo cogía los binoculares y me la cascaba.
Si la señora Anderson llega a saber esto alguna vez, creo que me
matará...
Mis padres iban al cine todos los miércoles por la noche. Se podía apostar
dinero en el teatro y ellos tenían necesidad de ganar alguno. Fue en una de
esas noches de los miércoles cuando yo descubrí cierta cosa. Los Pirozzi
vivían en la casa situada al Sur de la nuestra. Nuestro sendero corría a lo
largo del lado Norte de su casa, donde había una ventana que se abría
mostrando su salón delantero. La ventana estaba velada por una fina
cortina. Había un muro que formaba un arco frente a la calzada y estaba
rodeado de setos. Cuando me introducía entre el muro y la ventana me
rodeaban los arbustos y nadie podía verme desde la calle, especialmente por
la noche.
Me escondía en cuclillas en ese hueco. Era fantástico, mejor de lo que me
esperaba. La señora Pirozzi estaba sentada sobre el sofá leyendo un
periódico. Sus piernas estaban cruzadas. En un cómodo sillón en el centro de
la habitación el señor Pirozzi leía el periódico. La señora Pirozzi no era tan
joven como la señorita Gredis o la señora Anderson, pero tenía unas bellas
piernas sustentadas por unos zapatos de tacón alto, y cada vez que pasaba
una página de su periódico cruzaba las piernas y la falda se le subía más,
dejándome ver una mayor porción de muslo.
Si mis padres volvieran a casa del cine y me pillaran allí —pensaba yo—
me matarían. Pero valía la pena. Valía la pena correr el riesgo.
Yo permanecía inmóvil tras la ventana y miraba fijamente las piernas de
la señora Pirozzi. Tenían un gran perro pastor que dormía frente a la puerta.
Ese día yo había estado mirando las piernas de la señorita Gredis en clase de
Inglés, luego me la había cascado observando las de la señora Anderson, y
ahora aún tenía más. ¿Por qué el señor Pirozzi no miraba las piernas de su
esposa? Tan sólo leía su periódico. Era obvio que la señora Pirozzi intentaba
atraerlo, porque su falda se alzaba más y más. Luego pasó una página y
cruzó rápidamente sus piernas de modo que la falda saltó hacia atrás
mostrando sus desnudos y blancos muslos. ¡Parecían ser de crema! ¡Algo
increíble! ¡Era la mejor de todas!
Entonces vi con el rabillo del ojo cómo se movían las pantorrillas del
señor Pirozzi. Se levantó velozmente y avanzó hacia la puerta delantera. Yo
salí corriendo y haciendo ruido entre los arbustos. Le oí abrir la puerta. Yo
estaba ya corriendo por la calzada y me introduje por nuestro patio trasero
hasta esconderme tras el garage. Permanecí inmóvil un momento,
escuchando. Luego salté la cerca posterior pasando por encima de las parras
y cayendo al patio siguiente. Corrí atravesándolo hasta llegar a la calzada y
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comencé a trotar como un perro en dirección Sur, aparentando que era tan
sólo un muchacho entrenándose. No me seguía nadie, pero seguí trotando.
Si sabe que he sido yo, si se lo dice a mi padre, soy hombre muerto...
¿Y si sólo había dejado que el perro saliera a hacer sus necesidades?
Corrí hasta el Bulevar Oeste de Adams y me senté sobre el banco de un
tranvía. Permanecí sentado cinco minutos o así, luego anduve el camino de
vuelta a casa. Cuando llegué, mis padres aún no habían vuelto. Entré en la
casa, me desvestí, apagué las luces y esperé que amaneciera...
Otro miércoles por la noche Baldy y yo estábamos tomando nuestro atajo
habitual entre dos casas de apartamentos, íbamos camino al sótano de su
padre cuando Baldy se detuvo frente a una ventana. La sombra era incierta
pero aún visible. Baldy se agachó y miró subrepticiamente al interior. Me
hizo entonces una seña.
—¿Qué es eso? —susurré.
—¡Mira!
Había un hombre y una mujer en una cama, desnudos. Una sábana les
cubría parcialmente. El hombre intentaba besar a la mujer y ella le
rechazaba.
—¡Maldita sea, déjame hacértelo, Marie!
—¡No!
—¡Pero estoy cachondo, por favor!
—¡Quítame tus malditas manos de encima!
—Pero Marie, ¡te quiero!
—Tú y tu jodido amor...
—Marie, por favor.
—¿Te callarás alguna vez?
El hombre se giró encarándose con la pared. La mujer cogió una revista,
acomodó un almohadón bajo su cabeza y empezó a leerla.
Baldy y yo nos apartamos de la ventana.
—Jesús —dijo Baldy—, ¡me estaba poniendo malo! —Creí que íbamos a
ver algo —dije.
Cuando llegamos a la bodega, el padre de Baldy había puesto un enorme
candado en la puerta del sótano.
Volvimos a esa ventana una y otra vez, pero nunca vimos que realmente
pasara algo. Siempre era lo mismo.
—Marie, ha pasado ya mucho tiempo. Estamos viviendo juntos, lo sabes.
¡Estamos casados!
—¡Vaya mierda de con trato!
—Sólo esta vez, Marie, y no te volveré a molestar. No te volveré a
molestar en mucho tiempo. ¡Te lo prometo!
—¡Cállate! ¡Me enfermas!
Baldy y yo nos fuimos de allí.
—Mierda —dije.
—Mierda —replicó él.
—No creo que tenga siquiera polla —dije.
—Seguro que no —dijo Baldy.
Dejamos de ir por allí.
90
27
Wagner no había logrado nada con nosotros. Estaba yo de pie en el patio
durante la clase de gimnasia cuando se me acercó.
—¿Qué estás haciendo, Chinaski?
—Nada. —¿Nada? No le respondí.
—¿Cómo es que no participas en ningún juego?
—Mierda. Eso es asunto de chiquillos.
—Te voy a poner a recoger basura hasta nuevo aviso.
—¿Por qué razón? ¿Cuál es el cargo?
—Holgazanear. 50 puntos negativos.
Los chicos tenían que recuperar sus puntos negativos trabajando con la
basura. Si tenías más de diez puntos negativos y no los recuperabas, no te
podías graduar. A mí no me importaba graduarme o no. Ese era su
problema. Podía quedarme dando vueltas y vueltas haciéndome más y más
grande y mayor. Me tiraría a todas las chicas.
—¿50 puntos negativos? —pregunté—. ¿Es todo lo que vas a darme?
¿Qué tal cien puntos?
—Vale, cien puntos. Te los has buscado.
Wagner se alejó contoneándose. Peter Mangalore tenía 500 puntos
negativos. Ahora yo estaba en segunda posición y ganando terreno...
Mi primera sesión con la basura fue durante los últimos treinta minutos
del tiempo del almuerzo. Al día siguiente llevaba un cubo de basura junto
con Peter Mangalore. Era bastante fácil. Cada uno teníamos un palo con un
clavo afilado en la punta. Recogíamos papeles con el palo y los metíamos en
el cubo. Las chicas nos miraban cuando pasábamos frente a ellas. Sabían
que éramos malos. Peter parecía aburrido y yo tenía una expresión de
importarme todo un comino. Las chicas sabían que éramos malos.
—¿Conoces a Lilly Fischman? —me preguntó Peter mientras andábamos.
—Oh, sí, sí.
—Bien, no es virgen.
—¿Cómo lo sabes?
—Ella me lo dijo.
—¿Quién se la tiró?
—Su padre.
—Hmmm... Bueno, no puedes echarle la culpa.
—Lilly ha oído decir que tengo una gran polla.
—Sí, lo sabe toda la escuela.
—Pues bien, Lilly la quiere. Apuesta a que puede manejarla.
91
—La vas a romper en cachitos.
—Sí, es lo que haré. De todos modos ella la quiere para sí.
Soltamos el cubo de basura y miramos fijamente a unas chicas que
estaban sentadas en un banco. Peter anduvo hacia el banco. Yo permanecí
plantado. Se acercó a una de las chicas y susurró algo en su oído. Ella
empezó a reírse tontamente. Pete volvió hasta el cubo de basura. Lo
recogimos y nos fuimos a otra parte.
—Así —dijo Pete—, esta tarde a las cuatro voy a romper a Lilly en
pedazos.
—¿Sí?
—¿Conoces ese coche estropeado al que Pop Fansworth le quitó el motor
y que está en la parte de atrás de la escuela?
—Sí.
—Bueno, antes de que se lleven a ese hijo de puta de ahí va a
convertirse en mi dormitorio. Me la voy a tirar en el asiento trasero.
—Algunos tipos realmente saben vivir.
—Me estoy empalmando sólo de pensarlo —dijo Pete.
—Yo también, y ni siquiera soy el que se la va a tirar.
—Sin embargo existe un problema —dijo Pete.
—¿No te puedes correr?
—No, no es eso. Necesito un centinela. Necesito alguien que me diga que
no hay moros en la costa.
—¿Sí? Bueno, mira, yo me puedo encargar de eso.
—¿Lo harías? —preguntó Pete.
—Seguro. Pero necesitamos otro chico más para que podamos vigilar en
ambas direcciones.
—Muy bien. ¿En quién estás pensando?
—Baldy.
—¿Baldy? Mierda, no es gran cosa.
—No, pero es de confianza.
—Muy bien. Entonces os veré a las cuatro.
—Ahí estaremos.
A las cuatro de la tarde nos encontramos con Pete y Lilly en el coche.
—¡Hola! —dijo Lilly. Parecía salida. Pete estaba fumando un cigarrillo y
tenía pinta de aburrido.
—Hola Lilly —saludé.
—Hola, nena —dijo Baldy.
Había algunos chicos jugando a la pelota en el campo de al lado, pero
eso sólo lo hacía más fácil, una especie de camuflaje. Lilly estaba
meneándose alrededor, respirando pesadamente, sus senos moviéndose de
arriba abajo.
—Bien —dijo Pete tirando su cigarrillo—, hagámoslo amigos, Lilly.
Abrió la puerta trasera, hizo una reverencia y Lilly se introdujo. Pete
entró después y se quitó los zapatos, luego sus pantalones y sus
calzoncillos. Lilly miró hacia abajo y vio el pedazo de carne de Pete
colgando.
—Oh, cielos —dijo—, no sé si...
—Vamos, nena —dijo Pete—, nadie vive eternamente.
92
—Bueno, muy bien, me parece que...
Pete miró por la ventanilla.
—Oye, ¿estáis controlando si hay moros en la costa?
—Sí, Pete —dije yo—, estamos vigilando.
—Estamos mirando —dijo Baldy.
Pete alzó la falda de Lilly hasta arriba. Había un montón de carne blanca
por encima de sus medias, que llegaban hasta la rodilla, y se podían ver sus
bragas. Algo glorioso.
Pete abrazó a Lilly y la besó. Luego se apartó.
—¡Tú, puta! —dijo.
—¡Habíame bien, Pete!
—¡Tú, hija de perra! —dijo mientras abofeteaba con fuerza su cara.
Ella empezó a lloriquear.
—No lo hagas, Pete, no lo hagas...
—¡Cállate, chocho!
Pete empezó a tirar de las bragas de Lilly. Estaba pasándoselo
fenomenal. Las bragas se ceñían en torno a su prieto culo.
Pete dio un violento estirón y las bragas se desgarraron cayendo en torno
a sus piernas hasta detenerse sobre los zapatos. El las lanzó a un lado y
empezó a jugar con su coño. Jugaba con su coño y jugaba con su coño y la
besaba una y otra vez. Entonces la apoyó contra el asiento trasero del
coche. Sólo tenía una media erección.
Lilly se quedó mirando la polla.
—¿Qué eres tú, un marica?
—No, no es eso, Lilly. Tan sólo que no creo que estos chicos estén
vigilando si hay moros en la costa. Nos están mirando a nosotros. No quiero
que nos pillen aquí.
—No hay moros en la costa, Pete —dije yo—. Estamos vigilando.
—Sí, ¡estamos mirando! —dijo Baldy.
—No les creo —dijo Pete—. Lo único que miran es tu coño, Lilly.
—¡Eres un gallina! Todo ese pedazo de carne y sólo es un mástil doblado.
—Tengo miedo de que me pillen, Lilly.
—Yo sé lo que se debe hacer —dijo ella.
Lilly se inclinó y deslizó su lengua sobre la polla de Pete. Lamió
circularmente aquel monstruoso capullo. Luego la introdujo en su boca.
—Lilly... Cristo —dijo Pete— te quiero...
—Lilly, Lilly, Lilly... oh, oh, oooh, oooooh...
—¡Henry! —gritó Baldy—. ¡MIRA!
Miré. Era Wagner corriendo hacia nosotros desde el otro lado del campo,
seguido por los chicos que estaban jugando a la pelota más algunos de los
espectadores, tanto chicos como chicas.
—¡Pete! —aullé—. ¡Es Wagner acercándose con otros 50!
—¡Mierda! —gimió Pete.
—Oh, mierda —dijo Lilly.
Baldy y yo nos dimos el piro. Corrimos hasta pasar la puerta y llegar a
media manzana de distancia Miramos hacia atrás a través de la verja. Pete y
Lilly jamás tuvieron una oportunidad. Wagner llegó y abrió de par en par la
puerta del coche intentando ver mejor. Luego el coche fue rodeado y no
93
pudimos ver nada más...
Después de aquello, nunca vimos a Pete o a Lilly de nuevo. No tuvimos ni
idea de lo que les pudo haber pasado. Baldy y yo conseguimos mil puntos
negativos, lo que me situó en cabeza por encima de Magalore con 1.100
puntos. No había modo alguno de redimirlos. Iba a estar mi vida entera en
Mt. Justin. Por supuesto informaron a mis padres.
—¡Vamos! —dijo mi padre, y entré en el baño. El cogió la correa.
—Bájate los pantalones y los calzoncillos —dijo.
No lo hice. Se puso frente a mí, desabrochó mi cinturón de un golpe, me
desabotonó y bajó mis pantalones de un tirón. De igual modo me bajó los
calzoncillos. La correa aterrizó sobre mi piel. Lo mismo de siempre, el mismo
sonido explosivo, el mismo dolor.
—¡Vas a matar a tu madre! —vociferó.
Me golpeó de nuevo. Pero las lágrimas no se produjeron. Mis ojos
estaban extrañamente secos. Pensé en matarle. Debía de haber algún modo
de matarle. En un par de años podría darle muerte a golpes. Pero lo deseaba
en ese momento. El era un don nadie. Yo debía de ser un niño adoptivo. Me
golpeó de nuevo. El dolor aún persistía, pero el miedo se había desvanecido.
La correa aterrizó de nuevo. La habitación ya no se desvanecía entre
brumas. Podía verlo todo con claridad. Mi padre pareció observar alguna
diferencia en mí y me azotó con más fuerza, una y otra vez; pero cuanto
más golpeaba, menos sentía. Parecía casi como si fuera él el que se sintiera
impotente. Algo había ocurrido, algo había cambiado. Mi padre, jadeante, se
detuvo y oí cómo colgaba la correa. Anduvo hasta la puerta y yo me giré.
—Oye —dije.
Mi padre dio la vuelta y me miró.
—Dame un par más —le dije—, si es que eso te hace sentirte mejor.
—¡No te atrevas a hablarme de ese modo! —replicó.
Le observé y vi pliegues de carne bajo su barbilla y en torno al cuello. Vi
tristes arrugas y surcos. Su rostro tenía el color rosa de la masilla ajada.
Estaba vestido con su ropa interior y su vientre abultaba creando arrugas en
su camiseta. Sus ojos ya no poseían fiereza, sino que parecían vacuos y
evitaban los míos. Algo había ocurrido. Las toallas del baño lo sabían. La
cortina de la ducha lo sabía, el espejo lo sabía, la bañera y el retrete lo
sabían. Mi padre se giró y salió por la puerta. El lo sabía. Era mi última
paliza. Al menos proveniente de él.
94
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La adolescencia me sobrevino repentinamente. En el 8.° grado, a punto
de alcanzar el 9.°, estalló el acné. La mayoría de los chicos lo padecían, pero
no tanto como yo. El mío fue realmente terrible. Era el peor caso de la
ciudad. Tenía granos y erupciones en toda mi cara, espalda, cuello e incluso
en mi pecho. Me aconteció justo cuando empezaba a ser aceptado como
líder y chico duro. Yo todavía era un duro pero ya no era lo mismo. Tuve que
retirarme y mirar a la gente desde lejos, como si estuvieran en un escenario.
Sólo que ellos estaban en un escenario y yo era el único espectador.
Siempre tuve problemas con las chicas, y con el acné se convirtieron en
imposibles. Las chicas eran más inaccesibles que nunca. Algunas de ellas
eran verdaderamente bonitas: sus vestidos, su pelo, sus ojos, la forma en
que se movían. Tan sólo andar por la calle al atardecer con alguna, ya
sabéis, hablando de todo y de nada, creo que me hubiera hecho sentirme
muy bien.
Además aún había algo en mi interior que continuamente me creaba
problemas. La mayoría de los profesores no confiaban en mí, ni yo era de su
agrado, especialmente las profesoras. Nunca dije nada fuera de lugar, pero
ellas alegaban que el problema era «mi actitud». Algo que tenía que ver con
el modo en que me recostaba en mi asiento y el «tono de mi voz».
Normalmente me acusaban de «burlarme» aunque yo no era consciente de
ello. A menudo me echaban al pasillo fuera de la clase o era enviado al
despacho del director. El director siempre actuaba de igual modo. Tenía una
cabina telefónica en su despacho y me hacía permanecer en pie en ella con
la puerta cerrada. Pasé muchas horas en la cabina telefónica. El único
material legible era la Revista del Hogar Femenino. Aquello era tortura
deliberada. De todos modos leía la Revista del Hogar Femenino. Llegué a
leerme todos los números. Esperaba que al menos aprendería algo de las
mujeres.
Debía de tener cerca de 5.000 puntos negativos a la hora de graduarme,
pero no parecía importar. Querían desembarazarse de mí. Yo estaba de pie
en la fila que iba penetrando en la sala de actos uno a uno; cada cual con su
birrete y toga baratos que habían sido heredados de generación en
generación. Podíamos oír cómo anunciaban el nombre de cada alumno a
medida que cruzaban por el escenario. Estaban haciendo una maldita
comedia con la ceremonia de nuestra graduación. La banda de música
interpretaba nuestra himno colegial:
Oh, Mt. Justin, Oh, Mt. Justin Seremos leales,
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Nuestros corazones cantan con fervor
Y nuestros horizontes son azules...
De pie en la fila, cada uno de nosotros esperaba el momento de saltar a
la palestra. Entre la audiencia estaban nuestros padres y amigos.
—Estoy a punto de vomitar —dijo uno de los chicos.
—Salimos de una mierda para meternos en otra —dijo otro.
Las chicas parecían tomárselo mucho más en serio. Esa era la razón por
la que no confiábamos realmente en ellas. Parecían cerrar filas en el bando
contrario. Ellas y la escuela marchaban al mismo ritmo del himno.
—Esta historia me deprime —dijo uno de los chicos—. Me gustaría pegar
una calada.
—Aquí tienes...
Otro de los muchachos le tendió un cigarrillo y lo hicimos circular entre
cuatro o cinco de nosotros. Pegué una calada y la exhalé por la nariz.
Entonces vi a Curly Wagner acercándose a nosotros.
—¡La jodimos! —exclamé—. ¡Aquí viene Wagner y su diarrea mental!
Wagner se dirigió directamente hacia mí. Estaba vestido con el chandal
gris —incluyendo su camiseta sudada— que llevaba la primera vez que le vi
así como en todo el resto de las ocasiones. Se detuvo frente a mí.
—¡Escucha! —dijo—. ¡Crees que me vas a perder de vista sólo porque te
vas de aquí, pero estás equivocado! Te voy a seguir durante el resto de tu
vida. ¡Te voy a seguir hasta el fin de la tierra y terminaré pillándote!
Le miré sin hacer ningún comentario hasta que se fue. El pequeño
discurso de graduación de Wagner sólo me hizo crecer ante los ojos de los
demás chicos. Pensaron que yo debía de haber realizado algo
tremendamente importante para sulfurarle de ese modo. Pero no era cierto.
Wagner era simplemente un pobre imbécil.
Cada vez estábamos más cerca de la entrada de la sala de actos. No sólo
podíamos oír cada nombre que se anunciaba y los aplausos consiguientes,
sino que podíamos ver a los espectadores.
Entonces me tocó a mí.
—Henry Chinaski —anunció el director por el micrófono, y yo anduve
hacia delante. Nadie aplaudió. Entonces una alma bendita entre los
espectadores dio dos o tres palmadas.
Había varias filas de asientos dispuestos sobre el escenario para los
alumnos recién graduados. Nos sentamos allí y esperamos. El director
pronunció su discurso» sobre el tema de la oportunidad y el éxito en
América. Al poco todo había acabado. La banda atacó con el himno del
colegio. Los estudiantes y sus padres y amigos se levantaron y se
entremezclaron. Yo di una vuelta, buscando. Mis padres no estaban allí. Me
cercioré de ello. Di otra vuelta y lancé un vistazo general.
Daba lo mismo. Un chico duro no los necesitaba. Me quité mi viejo birrete
y la toga y se los entregué al chico que estaba al fondo del pasillo, el
portero. Dobló el vestido para que fuera usado una próxima vez.
Salí al exterior. El primero en hacerlo. ¿Pero adonde podía ir? Tenía once
centavos en el bolsillo. Volví andando al lugar donde vivía.
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29
Ese verano —julio de 1934— mataron a John Dillinger a la salida de un
cine en Chicago. Jamás tuvo una oportunidad. La Dama de Rojo le había
señalado con el dedo. Hacía más de un año que los bancos se habían
hundido. La prohibición había sido revocada y mi padre bebía de nuevo
cerveza Eastside. Pero lo peor era que Dillinger las pagara así. Un montón
de gente admiraba a Dillinger y todo el mundo se sintió alcanzado. Roosevelt
era Presidente. Daba charlas de sobremesa por la radio y todo el pueblo
escuchaba. Realmente sabía hablar. Y además comenzó a decretar
programas para dar trabajo a la gente. Pero las cosas todavía funcionaban
muy mal. Y mis forúnculos empeoraron aún más, eran increíblemente
grandes.
En septiembre estaba proyectado que yo fuera a la escuela superior de
Woodhaven, pero mi padre insistió para que fuera a la de Chelsey.
—Mira —le dije—, Chelsey está fuera de este distrito, está demasiado
lejos.
—Harás lo que te diga. Te matricularás en la escuela superior de Chelsey.
Yo sabía por qué quería él que fuera a Chelsey. Los niños ricos iban ahí.
Mi padre estaba loco. Todavía pensaba en hacerse rico. Cuando Baldy supo
que yo iba a ir a Chelsey, decidió también ir. No podía zafarme de él ni de
mis forúnculos.
El primer día montamos en bicicleta hasta Chelsey y allí las aparcamos.
Era una sensación ominosa. La mayoría de esos chicos, al menos los
mayores, tenían sus propios automóviles, muchos de ellos convertibles, y no
eran negros o azules como casi todos los coches sino amarillos brillantes,
verdes, naranjas y rojos. Los chicos se sentaban en ellos a la salida del
colegio y las chicas se apelotonaban alrededor para que las invitaran a
pasear. Todo el mundo iba bien vestido, tanto chicos como chicas. Tenían
jerseys de cuello de cisne, relojes de muñeca y el último grito en zapatos.
Parecían ser muy adultos, elegantes y superiores. Y ahí estaba yo con mi
jersey casero, mis raídos pantalones, mis desgastados zapatos y encima
cubierto de granos y forúnculos. Los chicos de los coches no se preocupaban
por el acné. Eran muy bien parecidos, altos y limpios, con dientes brillantes
y sin lavarse el pelo con jabón barato. Parecía que sabían algo que yo
desconocía. Estaba de nuevo en el culo del asunto.
Como todos los chicos tenían coches, Baldy y yo estábamos
avergonzados de nuestras bicicletas. Las dejamos en casa e íbamos y
volvíamos andando, lo que suponía algo más de dos millas y media en cada
97
sentido. Llevábamos unas bolsas marrones con la comida. La mayoría de los
estudiantes ni siquiera comían en la cafetería del colegio. Conducían hasta
heladerías y bares, oían la música de los juke-boxes y se reían. Estaban en
el camino preciso para ser elegidos para el Congreso.
Yo estaba avergonzadísimo de mis granos. En Chelsey podías escoger
entre hacer gimnasia o instrucción militar. Escogí la instrucción porque no
había que llevar el equipo de gimnasia y así nadie podría ver las erupciones
que infestaban mi cuerpo. Pero odiaba el uniforme. La camisa estaba hecha
de lana que irritaba mis granos. El uniforme había que llevarlo desde el
lunes hasta el jueves. El viernes nos permitían llevar ropas normales.
Estudiábamos el Manual de Armamentos. Trataba sobre estrategias
bélicas y mierda por el estilo. Teníamos que pasar exámenes. Hacíamos
marchas por el campo. Practicábamos el Manual de Armamentos, y llevar el
fusil colgando durante distintos ejercicios era fatal para mí porque tenía
granos en los hombros. A veces, cuando encajaba el fusil en mi hombro, se
rompía alguno y empapaba mi camisa. La sangre atravesaba la tela, pero
como era espesa y hecha de lana, la mancha era menos obvia y no parecía
ser de sangre.
Le conté a mi madre lo que me pasaba y ella forró las hombreras con
trapos blancos que tan sólo ayudaron un poco.
Una vez vino un oficial en visita de inspección y asió mi fusil
quitándomelo de las manos —para mirar por el cañón y comprobar que no
había polvo en el ánima. Me devolvió el fusil dándome un golpetazo y
entonces se fijó en las manchas de mi hombro.
—¡Chinaski! —espetó el oficial—, ¡tu fusil pierde aceite!
—Sí, señor.
Pasé el primer trimestre pero los granos empeoraron más y más. Eran
tan grandes como nueces y cubrían toda mi cara. Yo estaba tremendamente
avergonzado. Algunas veces, en mi casa, me plantaba frente al espejo del
cuarto de baño y me reventaba un grano. Eran como pequeños fosos
repletos de mierda blanca. En un cierto y morboso sentido era fascinante
que estuvieran rellenos de toda esa basura, pero sabía muy bien lo difícil
que se les hacía a los demás el mirarme a la cara.
El colegio debió de avisar a mi padre. Al término de ese trimestre me
sacaron del colegio, fui a la cama y mis padres me cubrieron de ungüentos.
Había un potingue marrón que apestaba. Era el preferido de mi padre. Y
quemaba. El insistía en ponérmelo durante más rato del que aconsejaban las
instrucciones. Una noche me obligó a aplicármelo durante horas. Me
desperté chillando, corrí hasta la bañera, la llené de agua y me desprendí del
potingue con dificultad. Mi cara, mi espalda y el pecho estaban quemados.
Esa noche hube de sentarme al borde de la cama porque no podía
tumbarme.
Mi padre entró en la habitación.
—Te dije que te dejaras puesto el ungüento.
—Mira lo que ha pasado —le informé.
Mi madre entró en la habitación.
—El hijo de puta no quiere curarse —explicó mi padre—. ¿Por qué he
tenido que tener un hijo como éste?
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Mi madre perdió su trabajo. Mi padre continuaba saliendo todas las
mañanas en su coche como si fuera a trabajar. «Soy ingeniero» le decía a la
gente. Siempre había querido ser ingeniero.
Se dispuso que acudiera al Hospital General del Condado de Los Angeles.
Me dieron una gran tarjeta blanca. Cogí la tarjeta blanca y monté en el
tranvía de la línea 7. El billete costaba siete centavos (los abonos de cuatro
valían veinticinco centavos). Me guardé el billete y anduve hasta la trasera
del tranvía. Tenía cita a las 8.30 de la mañana.
Unas pocas manzanas más adelante un niño y una mujer subieron al
tranvía. La mujer era gorda y el niño tendría cerca de cuatro años. Se
sentaron en el asiento posterior al mío. Yo miraba por la ventanilla. Todos
rodábamos juntos. Me gustaba ese tranvía de la línea 7. Marchaba
realmente rápido y cabeceaba adelante y atrás mientras el sol brillaba en el
exterior.
—Mamá —oí decir al niño—. ¿Qué tiene ese señor en la cara?
La mujer no respondió.
El niño hizo otra vez la misma pregunta.
Ella no respondió. Entonces el niño chilló:
—¡Mamá! ¿Qué es lo que tiene ese señor en la cara?
—¡Cállate! ¡No sé qué es lo que tiene en la cara!
Fui hasta la ventanilla de Admisiones del hospital y me dijeron que me
presentara en el piso cuarto. Allí la enfermera sentada frente a su mesa
apuntó mi nombre y me dijo que me sentara. Nos sentábamos en dos largas
filas de sillas metálicas y verdes encarándonos unos a los otros. Mejicanos,
blancos y negros. No había ningún oriental. No había nada que leer. Algunos
de los pacientes sostenían periódicos atrasados. Eran gentes de todas las
edades, gordos y flacos, altos y bajos, viejos y jóvenes. Nadie hablaba. Todo
el mundo parecía cansado. Los enfermeros pasaban en una y otra dirección,
algunas veces veías a una enfermera, pero nunca a un doctor. Pasó una
hora, dos horas. Nadie fue llamado. Me levanté para beber agua. Busqué en
las pequeñas habitaciones donde examinaban a la gente. No había nadie en
ninguna habitación, ni doctores ni pacientes.
Fui hasta la mesa. La enfermera estaba mirando un grueso libro repleto
de nombres escritos. Sonó el teléfono. Ella contestó.
—El Dr. Menen aún no ha llegado. —Colgó el teléfono.
—Perdóneme —dije.
—¿Sí? —preguntó la enfermera.
—Los doctores todavía no están aquí. ¿Puedo volver más tarde?
—No.
—Pero no hay nadie aquí.
—Los doctores están avisados.
—Pero yo tenía una cita a las 8.30.
—Todos los que están aquí tienen cita a las 8.30.
Había unas 45 o 50 personas esperando.
—Como estoy apuntado en la lista de espera, suponga que vuelvo dentro
de un par de horas, quizás entonces habrá algún doctor aquí.
—Si se va usted ahora, automáticamente perderá su cita. Tendrá que
volver mañana si aún desea recibir tratamiento.
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Me di la vuelta y me senté en una silla. Los demás no protestaron. Había
muy poquito movimiento. A veces pasaban dos o tres enfermeras riéndose.
En otra ocasión pasaron empujando una silla de ruedas con un viejo
enfermo. Sus dos piernas estaban completamente vendadas y le habían
amputado la oreja del lado de la cabeza que miraba hacia mí. Tenía un
agujero negro dividido en pequeñas secciones y parecía como si una araña
se hubiera introducido en él y hubiera tejido su telaraña. Las horas pasaron.
Llegó y pasó el mediodía. Otra hora más. Dos horas. Todos nosotros
sentados y esperando. Entonces alguien dijo:
—¡Ahí viene un doctor!
El doctor se metió en una de las habitaciones de consulta y cerró la
puerta. Todos mirábamos. Nada. Entró una enfermera. Pudimos oír corno se
reía. Volvió a salir la enfermera. Cinco minutos. Diez minutos. El doctor salió
con una lista en la mano.
—¿Martínez? —preguntó el doctor—. ¿José Martínez?
Un mejicano viejo y delgado se levantó y comenzó a andar hacia el
doctor.
—¿Martínez? Martínez, viejo muchacho, ¿qué tal estás?.
—Enfermo, doctor... Creo que voy a morirme...
—Bueno, ahora... súbase ahí...
Martínez permaneció en la consulta largo rato. Cogí un periódico viejo e
intenté leerlo. Pero todos estábamos pensando en Martínez. Si Martínez al
fin salía de allí, alguno de nosotros sería el siguiente.
Entonces Martínez chilló: ¡AAH H H H H H ! ¡AAAH H H H ! ¡pare! ¡pare!
¡AHHHHH! ¡misericordia! ¡OH DIOS! ¡POR FAVOR DETÉNGASE!
—Vamos, vamos, esto no hace ningún daño... —dijo el doctor.
Martínez gritó de nuevo. Una enfermera entró corriendo en la consulta.
Reinaba el silencio. Todo lo que podíamos ver era la negra sombra de la
puerta entreabierta. Entonces un enfermero entró corriendo en el cuarto.
Martínez producía unos sonidos como de gorgoteo. Fue sacado de allí en
camilla. La enfermera y el enfermero lo empujaron a lo largo del pasillo
hasta atravesar unas puertas pivotantes. Martínez estaba cubierto por una
sábana pero no debía de estar muerto, porque no le cubría la cara.
El doctor permaneció en la consulta otros diez minutos. Entonces salió
con la lista en la mano.
—¿Jefferson Williams? —preguntó.
No hubo respuesta.
—¿Está aquí Jefferson Williams?
No hubo respuesta.
—¿Mary Blackthorne?
Sin respuesta.
—¿Harry Lewis?
—¿Sí, doctor?
—Venga aquí, por favor...
Era tremendamente lento. El doctor vio a otros cinco pacientes. Luego
abandonó la consulta, se paró frente a la mesa, encendió un cigarrillo y
habló con la enfermera durante quince minutos. Tenía el aspecto de ser un
hombre muy inteligente. Tenía un tic en el lado derecho de su rostro que se
100
contraía constantemente y poseía un pelo rojo con mechones de gris.
Llevaba gafas que se ponía y quitaba todo el rato. Se acercó otra enfermera
y le dio una taza de café. Tomó un sorbo, luego, sosteniendo el café con una
mano, empujó las puertas pivotantes con la otra y desapareció.
La enfermera de turno salió de tras la mesa con nuestras grandes
tarjetas blancas y nos llamó por nuestros nombres. A medida que
respondíamos, nos entregaba nuestras tarjetas.
—Esta sala está cerrada por hoy. Por favor, vuelvan mañana si lo desean.
—La hora de sus citas está impresa en sus tarjetas.
Miré la mía. Estaban marcadas las 8.30.
101
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Al día siguiente tuve suerte. Anunciaron mi nombre. Era un doctor
distinto. Me desnudé. El encendió una cálida y blanca luz y me examinó. Yo
estaba sentado al borde de la mesa de exploración.
—Hmmm, hmmmm —dijo él—, uh, uhh...
Permanecí sentado.
—¿Desde cuándo tienes este problema?
—Desde hace un par de años. Cada vez empeora más.
—Ah, aaah.
Siguió examinándome.
—Bien, ahora espera unos instantes, volveré en seguida.
Pasaron unos minutos y de repente la habitación se llenó de gente. Todos
eran doctores. Al menos tenían el aspecto y hablaban como doctores. ¿De
dónde habían salido? Creía que apenas había doctores en el Hospital General
del Condado de Los Angeles.
—Acné vulgaris. ¡El peor caso que he visto en todos mis años de
ejercicio!
—¡Fantástico!
—¡Increíble!
—¡Mirad su cara!
—¡El cuello!
—Acabo de examinar a una joven con acné vulgaris. Su espalda estaba
cubierta de granos. Ella lloró y me dijo: «¿Cómo podré jamás ligarme a un
hombre? Mi espalda quedará marcada para siempre. ¡Quiero suicidarme!» ¡Y
ahora mirad a este tipo! Si ella pudiera verlo, sabría que no tenía razón para
quejarse.
Gilipollas de mierda, pensé, ¿no te das cuenta de que estoy oyendo lo
que dices?
¿Cómo llegó este tipo a ser doctor? ¿Es que aceptan a cualquiera?
—¿Está el paciente dormido?
—¿Por qué?
—Parece muy tranquilo.
—No, no creo que esté dormido. ¿Estás dormido, chaval?
—Sí.
Siguieron explorando distintas partes de mi cuerpo bajo esa cálida y
blanca luz.
—Date la vuelta.
Me di la vuelta.
102
—Mirad, ¡tiene una lesión en el interior de su boca!
—Bueno, ¿cómo la podríamos tratar?
—Con la aguja eléctrica, creo yo...
—Sí, claro, la aguja eléctrica.
—Sí, la aguja.
Estaba decidido.
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31
Al día siguiente estaba sentado en mi pequeña y verde silla metálica
esperando ser llamado. Frente a mí se sentaba un hombre que tenía algo
raro en su nariz. Era muy roja y tosca y gruesa y grande y parecía que tan
sólo empezaba ahora a crecer. Se podía ver como una sección había crecido
sobre la otra. Miré a la nariz y luego intenté no volver a hacerlo. No quería
que el hombre me pescara espiándole, sabía como debía sentirse. Pero el
hombre parecía estar muy cómodo; era gordo y estaba sentado casi
dormido.
Le llamaron el primero:
—¿Sr. Sleeth?
Se movió un poquito en su silla.
—¿Leeth? ¿Richard Sleeth?
—¿Eh? Sí, aquí estoy...
Se levantó y anduvo hacia la puerta.
—¿Cómo está usted hoy, Sr. Sleeth?
—Muy bien... estoy perfectamente...
Siguió al doctor hacia la sala de consulta.
Me llamaron casi una hora después. Seguí al doctor a través de unas
puertas pivotantes y entramos en otra sala. Era mayor que la habitación de
las consultas. Me dijeron que me desnudara y me sentara sobre una mesa.
El doctor me miró.
—Realmente lo tuyo es un caso especial, ¿no es verdad?
—Sí.
Me apretó un forúnculo de la espalda.
—¿Te ha dolido?
—Claro.
—Bien —dijo—, vamos a intentar secarlos.
Le oí poner en marcha una máquina que rechinaba y zumbaba. Podía oler
come se calentaba el aceite.
—¿Preparado? —preguntó.
—Sí.
Aplicó la aguja eléctrica sobre mi espalda. Me estaban perforando. El
dolor era inmenso. Llenaba la habitación. Sentí como la sangre corría por mi
espalda. Luego sacó la aguja.
—Ahora vamos a por otro —explicó el doctor.
Me incrustó la aguja. Luego la extrajo y atacó un tercer grano. Otros dos
hombres habían entrado y permanecían en pie mirando. Probablemente eran
104
doctores. La aguja se introdujo de nuevo en mis carnes.
—Nunca he visto a un muchacho soportar la aguja de este modo —dijo
uno de los hombres.
—No se queja en absoluto —dijo el otro.
—¿Por qué no os dais una vuelta y le pincháis el culo a alguna
enfermera? —les pregunté.
—¡Mira, hijo, no nos hables de ese modo!
La aguja se hincó en mi espalda. Yo no contesté.
—Este chico evidentemente es un amargado...
—Sí, claro, eso es.
Los hombres se fueron.
—Esos son unos magníficos profesionales —dijo mi doctor—. No está bien
que abuses de ellos.
—Usted siga perforando —le contesté.
Lo hizo. La aguja se calentó pero él siguió y siguió. Me perforo
completamente la espalda, luego dedicó su atención a mi pecho. Entonces
me tendí y me trabajó el cuello y la cara.
Entró una enfermera y recibió instrucciones:
—Ahora, señorita Ackermann, quiero que estas... pústulas... sean
secadas completamente. Y cuando empiece a salir sangre, siga apretando.
Quiero que las vacíe completamente.
—Sí, Dr. Grundy.
—Y después aplique el aparato de rayos ultravioletas. Dos minutos en
cada lado para empezar...
—Sí, Dr. Grundy.
Seguí a la señorita Ackermann a otra habitación. Me dijo que me tumbara
sobre la mesa. Cogió una gasa y comenzó con el primer grano.
—¿Te duele?
—No se preocupe.
—Pobre muchacho...
—No se preocupe. Tan sólo siento que usted tenga que hacer esto.
—Pobre muchacho...
La señorita Ackermann fue la primera persona que mostró simpatía
conmigo. Me sentí raro. Era una pequeña y rechoncha enfermera cercana a
la treintena.
—¿Vas al colegio? —preguntó.
—No, tuvieron que sacarme de él.
La señorita Ackermann siguió extrayendo y apretando mientras hablaba.
—¿Qué es lo que haces durante todo el día?
—Me quedo en la cama.
—Eso es terrible.
—No, es agradable. A mí me gusta.
—¿Te duele?
—Siga, está bien.
—¿Qué es lo que tiene de agradable estar en cama todo el día?
—Así no tengo que ver a nadie.
—¿Y eso te gusta?
—Oh, sí.
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—¿Y qué es lo que haces durante todo el día?
—Algunos días escucho la radio.
—¿Y qué es lo que escuchas?
—Música. Y gente hablando.
—¿Piensas en las chicas?
—Seguro. Pero están descartadas.
—Pero no quisieras pensar de ese modo.
—Hago esquemas de los aviones que vuelan sobre mi casa. Pasan todos
los días a la misma hora. Los tengo cronometrados. Digamos que sé que uno
de ellos va a pasar a las 11.15 de la mañana. A eso de las 11.10 aguzo el
oído para detectar el ruido de sus motores. Intento escuchar el primer
zumbido. A veces imagino que lo he oído y a veces no estoy seguro y
entonces comienzo a oírlo. Y el sonido crece. Luego a las 11.15 pasa por
encima y el sonido es todo lo fuerte que debe de ser.
—¿Haces eso todos los días?
—No lo hago cuando vengo aquí.
—Date la vuelta —dijo la señorita Ackermann. Me di la vuelta. Entonces
en la sala de al lado un hombre comenzó a chillar. Estábamos al lado de la
conmocionada sala. Realmente gritaba con fuerza.
—¿Qué es lo que le están haciendo? —pregunté a la señorita Ackermann.
—Está en la ducha. —¿Y eso le hace chillar de ese modo?
—Sí.
—Seguro que yo estoy peor que él.
—No, no lo estás.
Me gustaba la señorita Ackermann. Lancé una furtiva mirada sobre ella.
Su cara era redonda, no era muy bonita pero llevaba su gorrito de
enfermera de forma coqueta y tenía unos grandes ojos marrón oscuro. Eran
sus ojos. Mientras apelotonaba unas gasas para tirarlas al cubo, observé
cómo andaba. Bueno, no era la señorita Gredis, y yo había visto muchas
otras mujeres con mejor tipo, pero había algo cálido en torno a ella. No
estaba pensando todo el rato en comportarse como una mujer.
—Tan pronto termine con tu cara —dijo—, te pondré bajo el aparato de
rayos ultravioletas. Tu próxima cita será pasado mañana a las 8.30 de la
mañana.
Después de eso no hablamos nada más.
Entonces terminó. Me puse unas gafas y la señorita Ackermann conectó
el aparato de rayos ultravioletas.
Tenía un sonido como de tic-tac. Era apacible. Debía de ser el reloj
automático, o el reflector metálico de la lámpara que estaba calentándose.
Era confortable y relajante, pero cuando empecé a pensar en todo ello decidí
que todo lo que me estaban haciendo era inútil. Imaginé que aun la mejor
aguja dejaría marcas sobre mí para el resto de mi vida. Esto era de por sí
bastante terrible pero no era lo que más me importaba. Lo que me
preocupaba de verdad es que no sabían cómo tratar mi problema. Lo
percibía en sus discusiones y en sus modales. Vacilaban, incómodos, y de
algún modo desinteresados y aburridos. Finalmente no me importó lo que
hicieran. Tan sólo tenían que hacer algo —cualquier cosa—, porque no hacer
nada sería poco profesional.
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Experimentaban con los pobres y, si funcionaba, utilizaban el tratamiento
con los ricos. Y si no funcionaba, aún había un montón de pobres para
experimentar sobre ellos.
La máquina dio la señal de que habían pasado los dos minutos. La
señorita Ackermann entró, me dijo que me diera la vuelta, reajustó la
máquina y salió. Era la persona más amable que me había encontrado en
ocho años.
107
32
Las perforaciones y drenajes continuaron durante semanas, pero con
poco resultado. Cuando desaparecía un grano, aparecía otro. A menudo me
plantaba solo frente al espejo, maravillándome de hasta qué punto podía
afearse una persona. Miraba a mi cara con incredulidad, luego examinaba
los granos de mi espalda. Estaba horrorizado. No era de extrañar que la
gente mirara, no me extrañaba que dijeran cosas poco amables. No era un
simple caso de acné juvenil. Eran unos granos inflamados, implacables,
enormes e hinchados, repletos de pus. Me sentía aislado, como si hubieran
elegido que yo fuera de ese modo. Mis padres jamás hablaban de mi
condición. Todavía estaban en el paro. Mi madre salía todas las mañanas
para buscar trabajo y mi padre salía con el coche como si estuviera
trabajando. Los sábados la gente parada obtenía alimentos gratis de los
mercados, normalmente carne enlatada, por alguna oscura razón casi
siempre picadillo. Comimos un montón de picadillo. Y sandwiches de
Bolonia. Y patatas. Mi madre aprendió a hacer pastel de patatas. Cada
sábado mis padres iban a buscar sus alimentos gratis, pero no iban al
mercado más cercano porque temían que cualquier vecino los viera y
supiera que estaban en la miseria. Así caminaban dos millas, bajando el
Boulevard Washington, hasta una tienda dos manzanas más allá de
Crenshaw. Era una larga caminata. Desandaban las dos millas sudando,
portando sus bolsas de la compra repletas de picadillo enlatado, patatas y
zanahorias. Mi padre no iba conduciendo porque quería ahorrar gasolina.
Necesitaba la gasolina para conducir hasta su inexistente trabajo. Los demás
padres no eran así. Simplemente permanecían sentados tranquilamente
frente a sus porches o jugaban con herraduras en algún solar vacío.
El doctor me dio una substancia blanca para qué la aplicara en mi cara.
Se endurecía y formaba una costra sobre los granos, dándome el aspecto de
estar enyesado. La substancia no parecía ser de gran utilidad. Una tarde
estaba solo en casa aplicando esa substancia sobre mi cara y cuerpo. Estaba
de pie, vestido sólo con mis calzoncillos, intentando alcanzar las áreas
infectadas de mi espalda con la mano, cuando oí voces. Eran Baldy y su
amigo Jimmy Hatcher. Jimmy Hatcher era un chico bien parecido y un gran
imbécil sabelotodo.
—¡Henry! —oí que llamaba Baldy. Escuché cómo hablaba con Jimmy.
Luego cruzó el porche y llamó a la puerta—. ¡Oye, Hank, soy Baldy!
¡Ábreme!
Maldito idiota, pensé, ¿no entiendes que no quiero ver a nadie?
108
—¡Hank! ¡Hank! ¡Somos Baldy y Jim!
Golpeó en la puerta principal.
Le oí hablar con Jimmy:
—Escucha, ¡le he visto! ¡Le he visto andar por ahí dentro!
—Pero no contesta.
—Mejor entremos. Puede que tenga algún problema.
Imbécil, pensé. Yo te cogí como amigo. Te cogí como amigo cuando
nadie te podía soportar. ¡Ahora mira cómo me lo devuelves!
No podía creerlo. Corrí hasta el vestíbulo y me escondí en un armario,
dejando la puerta ligeramente entreabierta. Estaba seguro de que no
entrarían en la casa. Pero lo hicieron. Yo me había dejado la puerta trasera
abierta. Les oí andar por la casa.
—Tiene que estar aquí —dijo Baldy—. He visto cómo algo se movía
dentro...
Jesucristo, pensé, ¿acaso no puedo moverme por ahí? Yo vivo en esta
casa.
Estaba acuclillado en el oscuro armario. Sabía que no podía dejar que me
encontraran dentro.
Abrí la puerta del armario y salté fuera. Vi a ambos de pie en la
habitación delantera. Corrí hasta ahí.
—¡SALID FUERA DE AQUÍ! ¡HIJOS DE PUTA!
Me miraron.
—¡SALID DE AQUÍ! ¡No TENÉIS DERECHO A ESTAR AQUÍ! ¡SALID ANTES DE QUE OS
MATE!
Empezaron a correr hacia el porche trasero.
—¡FUERA! ¡FUERA u os MATO!
Oí cómo corrían por la entrada hasta llegar a la acera. No quería
mirarlos. Fui a mi habitación y me tendí en la cama. ¿Por qué querían
verme? ¿Qué es lo que ellos podían hacer? No se podía hacer nada. No había
nada que hablar.
Un par de días más tarde mi madre no salió a buscar trabajo y no me
tocaba ir al Hospital General del Condado de Los Angeles. Así que nos
quedamos en casa juntos. No me gustaba nada. Quería que el sitio me
perteneciera a mí solo. Oí cómo se movía por la casa y me quedé en mi
dormitorio. Los granos estaban peor que nunca. Miré mi esquema de idas y
venidas de aviones. El vuelo de la 1.20 estaba a punto de llegar. Empecé a
escuchar. Llegaba con retraso. Eran ya la 1.20 y todavía se estaba
aproximando. Cuando pasó por encima comprobé que llevaba tres minutos
de retraso. Entonces oí el timbre de la puerta y a mi madre que la abría.
—Emily, ¿qué tal estás?
—Hola, Katty, bien, ¿y tú?
Era mi abuela, ahora ya muy vieja. Las oí hablar pero no podía distinguir
lo que decían. Agradecí no oírlo. Hablaron durante cinco o diez minutos y
luego oí cómo cruzaban el salón dirigiéndose hacia mi dormitorio.
—Os voy a enterrar a todos —decía mi abuela—. ¿Dónde está el chico?
Se abrió la puerta y apareció mi abuela en el umbral.
—Hola, Henry —saludó mi abuela.
—Tu abuela ha venido adrede para ayudarte —explicó mi madre.
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Mi abuela tenía un enorme bolso. Lo dejó sobre la mesilla y sacó un
enorme crucifijo de plata de él.
—Tu abuela está aquí para ayudarte, Henry...
Mi abuela tenía más verrugas que nunca y estaba más gorda. Parecía
invencible, como si nunca fuera a morirse. Había llegado a envejecer tanto
que no tenía sentido que se muriera.
—Henry —dijo mi madre—, túmbate sobre el estómago.
Me tumbé y vi cómo mi abuela se inclinaba sobre mí. Con el rabillo del
ojo observé cómo balanceaba el enorme crucifijo sobre mí. Yo había
rechazado la religión un par de años antes. Si era verdad, convertía en
idiotas a la gente, o bien producía idiotas. Y si no era verdad, entonces eran
doblemente idiotas.
Pero eran mi abuela y mi madre. Decidí que procedieran a su aire. El
crucifijo pendulaba adelante y atrás sobre mi espalda, sobre mis granos,
sobre mí.
—Dios —rezó mi abuela—, ¡extrae el demonio del cuerpo de este pobre
muchacho! ¡Contempla sus llagas! Me enferman. ¡Dios! ¡Míralas! ¡Es el
demonio, Dios, que habita en el cuerpo del muchacho! ¡Extrae el demonio de
su cuerpo, Señor!
—¡Saca el demonio de su cuerpo, Señor! —repitió mi madre.
Lo que necesito es un buen doctor, pensé. ¿Qué es lo que les pasa a
estas mujeres? ¿Por qué no me dejan solo?
—Dios —dijo mi abuela—, ¿por qué permites que el demonio more en
este cuerpo? ¿Acaso no ves cómo disfruta el demonio? Mira estas llagas, Oh
Señor. ¡Estoy a punto de vomitar con sólo mirarlas! ¡Son rojas y enormes y
están llenas de porquería!
—¡Saca el demonio del cuerpo de mi chico! —chilló mi madre.
—¡Que Dios nos libre de este demonio! —chilló mi abuela.
Cogió el crucifijo y lo situó sobre el centro de mi espalda, clavándomelo.
La sangre brotó, podía sentirla, al principio cálida, luego repentinamente
fría. Me di la vuelta y me senté sobre la cama.
—¿Qué coño estáis haciendo?
—¡Estoy haciendo un agujero para que Dios extraiga al demonio por él!
—dijo mi abuela.
—Muy bien —dije—, quiero que las dos salgáis fuera de aquí, ¡y rápido!
¿Me habéis entendido?
—¡Aún está poseído! —dijo mi abuela.
—¡SACAD VUESTRO MALDITO INFIERNO DE AQUÍ! —vociferé.
Salieron, conmocionadas y molestas, dejando la puerta cerrada tras
ellas.
Fui hasta el cuarto de baño, cogí un poco de papel de baño e intenté
detener la hemorragia. Extendí el papel de baño y lo miré. Estaba
empapado. Cogí otro montón de papel y lo apliqué contra mi espalda
durante un rato. Entonces cogí el yodo. Lo pasé intentando alcanzar con él
mi herida. Era difícil. Finalmente dejé de intentarlo. De todos modos, ¿quién
ha oído hablar de una espalda infectada? O bien morías o bien vivías. La
espalda era algo que ningún gilipollas había imaginado jamás cómo
amputar.
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Volví a mi cuarto y me metí en la cama subiéndome las mantas hasta el
cuello. Me quedé observando el techo y hablando conmigo mismo.
De acuerdo, Dios, dime que estás ahí realmente. Tú me has metido en
este lío. Quieres probarme. Supón que te pruebo yo a Ti. Supón que yo digo
que no estás aquí. Tú me has dado una prueba suprema con mis padres y
mis granos. Creo que he aprobado tu examen. Soy más duro que Tú. Si
ahora mismo bajaras hasta aquí, escupiría en Tu cara, si es que tienes una
cara. ¿Y también cagas? El cura jamás me contestó a esa pregunta. Nos dijo
que no dudáramos. ¿Dudar qué? Creo que Tú ya me has estado dando la
coña mucho rato, así que te pido que bajes hasta aquí para que pueda
ponerte a prueba.
Esperé. Nada. Esperé a Dios. Esperé y esperé. Creo que me dormí.
Nunca había dormido sobre mi espalda. Pero cuando me desperté, estaba
sobre ella y me sorprendí. Tenía las piernas dobladas por las rodillas y,
frente a mí, formando dos montañitas bajo las sábanas. Y mientras miraba
los dos declives vi dos ojos que me miraban entre ellos. Los ojos eran
oscuros, negros, vacíos... mirándome bajo una capucha, una capucha negra
y puntiaguda como la de un miembro del Ku-Klux-Klan. Permanecían fijos
sobre mí, ojos oscuros y vacuos, y yo nada podía hacer. Estaba
completamente aterrorizado. Pensé que era Dios, pero se suponía que Dios
no miraba de esa forma.
No podía aguantar la mirada. No podía moverme. Seguía ahí mirándome
fijamente por encima del montículo de mis rodillas. Yo quería que
desapareciera. Que se fuera. Era poderosa y negra y amenazadora.
Pareció que se mantuvo durante horas, clavada en mí.
Y entonces desapareció...
Permanecí en la cama meditando sobre ella.
No podía creer que hubiera sido la de Dios. Vestido de ese modo. Hubiera
sido un truco barato.
Había sido una ilusión, por supuesto.
Pensé en ella durante diez o quince minutos, luego me levanté y busqué
la pequeña caja marrón que me había dado mi abuela hacía años. Dentro de
ella había pequeños rollos de papel con citas de la Biblia. Cada rollito estaba
protegido por un cubículo de la cajita. Se suponía que uno se hacía una
pregunta y el rollito que luego extrajera nos daría la contestación. Lo había
intentado antes y me pareció inútil. Ahora lo intenté de nuevo. Le pregunté
a la pequeña caja marrón:
—¿Qué es lo que significa lo que he visto? ¿Qué significan esos ojos?
Extraje un papel y lo desenrollé. Era un pequeño pedacito de papel
blanco.
—DIOS TE HA ABANDONADO.
Enrollé el papel y lo devolví a su cubículo dentro de la pequeña cajita
marrón. No lo creí en absoluto. Volví a la cama y pensé en él. Era demasiado
simple, demasiado directo. No creía en ello. Pensé en masturbarme para
volver a la realidad. Aún no lo creía. Me volví a levantar y comencé a
desenrollar todos los papelitos del interior de la caja marrón. Buscaba aquel
que contenía la frase «DIOS TE HA ABANDONADO». Los desenrollé todos.
Ninguno decía tal cosa. Los leí uno por uno y ninguno contenía la frase. Los
111
enrollé de nuevo y los guardé cuidadosamente dentro de cada cubículo de la
pequeña caja marrón.
Mientras tanto, los granos empeoraron. Seguía cogiendo el tranvía de la
línea 7 e iba al Hospital General del Condado de Los Angeles donde me
estaba enamorando de la señorita Ackermann; la enfermera que extraía mis
humores. Ella nunca sabría cómo cada punzada de dolor que me producía
fortalecía mi ánimo. A pesar del horror de la sangre y el pus, siempre era
humana y amable. Mi sentimiento amoroso por ella no era sexual.
Sólo deseaba que me envolviera con su almidonada blancura y juntos
nos desvaneciéramos del mundo. Pero jamás lo hizo. Era demasiado
práctica. Tan sólo me recordaría cuál era mi siguiente cita.
112
33
El aparato de rayos ultravioletas emitió un click y se apagó. Me lo habían
aplicado ya en ambos lados. Me quité las gafas y comencé a vestirme. La
señorita Ackermann entró en la habitación.
—Todavía no —dijo—, quédate sin ropa.
¿Qué es lo que va a hacerme?, pensé.
—Siéntate al borde de la mesa.
Me senté y empezó a darme un ungüento en la cara. Era una substancia
espesa y cremosa.
—Los doctores han decidido seguir otro tratamiento. Vamos a vendar tu
cara para efectuar el drenaje.
—Señorita Ackermann, ¿qué fue de aquel hombre de la enorme nariz?
¿Aquella que continuaba creciendo?
—¿El señor Sleeth?
—El hombre las napias.
—Ese era el señor Sleeth.
—No le he vuelto a ver. ¿Llegó a curarse?
—Está muerto.
—¿Quiere decir que murió a causa de esa narizota?
—Se suicidó. —La señorita Ackermann continuó aplicándome el
ungüento.
Y entonces oí cómo un hombre vociferaba en la habitación de al lado:
—Joe, ¿dónde estás? Joe, ¡dijiste que volverías! Joe, ¿dónde estás?
La voz era tan sonora, tan triste y agónica.
—Ha hecho lo mismo todas las tardes durante esta semana —dijo la
señorita Ackermann—, y Joe no ha venido a buscarle.
—¿No le pueden ayudar?
—No lo sé. Todos se tranquilizan al final. Ahora dame tu dedo y sostén
este taco mientras te vendo. Así, ya está. Eso es. Ahora sigamos. Muy bien.
—¡Joe! ¡Joe! ¡Dijiste que volverías!, ¿Dónde estás, Joe?
—Venga, sigue sujetando el taco con tu dedo. Sostenlo. ¡Te voy a vendar
muy bien! Aguanta. Voy a asegurar los vendajes.
Y en un momento terminó.
—Muy bien, ponte la ropa. Te veré pasado mañana. Hasta luego, Henry.
—Adiós, señorita Ackermann.
Me vestí, salí de la habitación y crucé el pasillo. Había un espejo sobre
una máquina de cigarrillos en el vestíbulo de la entrada. Me miré en el
espejo. Era fantástico. Tenía la cabeza completamente vendada.
113
Absolutamente blanca. No se distinguía nada salvo mis ojos, la boca y las
orejas, y algún mechón de pelo en lo alto de mi cabeza. Me sentía oculto.
Era maravilloso. Me planté en medio del vestíbulo y encendí un cigarrillo.
Había algunos pacientes internos sentados por ahí leyendo periódicos y
revistas. Me sentí excepcional y maligno. Nadie podía saber qué es lo que
me había pasado. Un accidente de coche. Una pelea a muerte. Un asesinato.
Fuego. Nadie tenía ni idea.
Salí del vestíbulo y me planté en la acera. Aún podía oírle: ¡Joe! ¡Joe!
¿Dónde estás, Joe?
Joe no iba a venir. No valía la pena confiar en ningún otro ser humano.
Los hombres no se merecían esa confianza, fueran quienes fueran.
Al volver a casa en el tranvía me senté al fondo, fumando cigarrillos que
sobresalían de mi cabeza vendada. La gente me miraba pero me importaba
un pito. Había más temor que espanto en sus ojos. Deseé que siempre fuera
así.
Continué hasta el final de la línea y me bajé. La tarde daba paso al
crepúsculo y yo me erguía en la esquina del Boulevard Washington y la
Avenida Westview observando a la gente. Los pocos que tenían trabajo
volvían a sus casas desde sus empleos. Mi padre pronto estaría de vuelta a
casa desde su trabajo inexistente. Yo no tenía trabajo, tampoco iba a la
escuela. No hacía nada. Estaba vendado y plantado en una esquina fumando
un cigarrillo. Yo era un tipo duro, un tipo peligroso. Sabía muchas cosas.
Sleeth se había suicidado... Yo no iba a suicidarme. Mejor matar a alguno.
Me llevaría a cuatro o cinco conmigo. Les enseñaría lo que significaba jugar
conmigo.
Una mujer cruzó la calle en mi dirección. Tenía unas magníficas piernas.
Miré directamente a sus ojos y luego pasé revista a sus piernas; y cuando
pasaba me quedé mirando su culo. Fotografié su culo. Memoricé las
características de su culo y las costuras de sus medias de seda.
Nunca hubiera podido hacer eso sin mis vendas.
114
34
Al día siguiente, mientras yacía en la cama, me cansé de esperar que
pasaran aviones y busqué un gran cuaderno amarillo que destinaba para las
tareas del instituto. Estaba en blanco. Encontré una pluma y volví a la cama
con el cuaderno y la pluma. Hice varios dibujos. Dibujé mujeres con zapatos
de tacón alto que cruzaban las piernas teniendo las faldas subidas.
Y luego comencé a escribir. Escribí sobre un aviador alemán de la
Primera Guerra Mundial, el barón Von Himmlen. Pilotaba un Fokker rojo. Y
no era en absoluto popular entre sus compañeros. No hablaba siquiera con
ellos. Bebía solo y volaba solo. No se preocupaba de las mujeres aunque
todas le amaban. Estaba por encima de eso. Demasiadas ocupaciones.
Estaba absorto derribando aviones aliados. Ya había derribado a 110 y la
guerra aún no había acabado. Su Fokker rojo, al que llamaba «El Pájaro de
la Muerte de Octubre», era conocido en todas partes. Incluso la infantería
enemiga le conocía porque a menudo volaba muy bajo sobre ellos, cogiendo
sus armas y riéndose mientras les tiraba botellas de champán suspendidas
de pequeños paracaídas. Al Barón Von Himmlen nunca le atacaban menos
de cinco aviones aliados a la vez. Era un tipo feo con cicatrices en la cara,
pero parecía atractivo si se le observaba el tiempo suficiente: un atractivo
que radicaba en sus ojos, en su estilo, su valentía, su fiereza solitaria.
Escribí páginas sobre los combates aéreos del barón: cómo podía derribar
a tres o cuatro aviones y regresar con su Fokker rojo hecho un colador.
Aterrizaría dando botes, saltaría del avión mientras aún estaba rodando y se
dirigiría directamente al bar, donde aferraría una botella y se sentaría solo
en una mesa, bebiendo las copas de un trago y depositando los vasos con
un golpe en la mesa. Nadie bebía como el barón. Los demás permanecían
inmóviles, mirándole. En una ocasión otro piloto dijo:
—¿Qué es lo que te pasa, Himmlen? ¿Crees que eres demasiado bueno
para nosotros?
Era Willie Schmidt, el tipo más fuerte y grandón de toda la escuadrilla. El
barón apuró la copa, se irguió, y lentamente caminó hacia Willie que estaba
de pie junto a la barra. El resto de los pilotos se hizo a un lado.
—Jesús, ¿qué es lo que vas a hacer? —preguntó Willie a medida que
avanzaba el barón.
El barón siguió aproximándose lentamente a Willie sin despegar la boca.
—¡Jesús, barón! ¡Tan sólo bromeaba! ¡Te lo juro por mi madre!
Escúchame, barón... Barón... ¡nuestros enemigos son otros! ¡Barón!
El barón disparó su derecha. No podía verse. Se estrelló contra la cara de
115
Willie propulsándole sobre la barra, donde dio una voltereta y cayó al otro
lado aterrizando sobre el espejo con el impulso de una bala de cañón. Todas
las botellas cayeron de sus estantes. El barón sacó un cigarrillo y lo
encendió, luego regresó a su mesa y se sirvió otra copa. Nadie molestó al
barón tras eso. Recogieron a Willie caído tras la barra. Su cara era una masa
sanguinolenta.
El barón cazaba avión tras avión, derribándolos del cielo. Nadie parecía
entenderle y nadie sabía cómo había llegado a ser tan hábil con su Fokker
rojo y sus extrañas peculiaridades. Como su destreza en la lucha. O el porte
airoso que poseía al andar. Siempre luchaba y luchaba. Su suerte era
adversa en ocasiones. Un día que regresaba de destruir a tres aviones
aliados, mientras hacía un vuelo rasante sobre sus enemigos fue alcanzado
por la metralla de una explosión. Su mano fue cercenada a la altura de la
muñeca, pero se las arregló para volver a la base con su Fokker rojo. Desde
entonces voló con una mano metálica que reemplazaba a la original. No
afectó su destreza como piloto. Y los compañeros del bar ponían más
cuidado que nunca cuando se dirigían a él.
Muchas más cosas le sucedieron al barón tras eso. Por dos veces se
estrelló en tierra de nadie y se arrastró hasta su escuadrilla, medio muerto,
a través de alambres de espino, antorchas y fuego enemigo. Muchas otras
veces fue dado por muerto por sus camaradas. En una ocasión desapareció
durante ocho días mientras sus compañeros pilotos se sentaban en el bar
añorándole y comentando el gran hombre que había sido. Cuando alzaron la
vista, ahí estaba el barón irguiéndose en la entrada, con una barba de ocho
días, el uniforme desgarrado y cubierto de lodo, los ojos legañosos y
enrojecidos y su acerada mano destellando a la luz del bar. Entonces se
plantó frente a ellos y dijo:
—¡Mejor dadme un poco de jodido whisky o destrozo el local!
El barón siguió con sus fantásticas hazañas. La mitad de mi cuaderno
estaba repleto de las hazañas del barón Von Himmlen. Me hacía sentir bien
el escribir sobre el barón. Un hombre siempre necesita a alguien. No había
nadie a mi alrededor, así que tenía que construirme alguno, crearlo como
debiera de ser realmente un hombre. No era una cuestión de creérmelo o
fantasear, sino de no vivir la vida sin un hombre de ese tipo alrededor.
116
35
Las vendas eran realmente útiles. El Hospital General del Condado de Los
Angeles finalmente me ofrecía alguna solución. Los granos se secaron. No es
que desaparecieran, pero sí que se aplanaron un poco. Sin embargo surgían
otros nuevos que se hinchaban otra vez. Me perforaron y envolvieron con
vendas por segunda vez.
Mis sesiones con la aguja eran interminables. Treinta y dos, treinta y
seis... treinta y ocho sesiones. Ya no temía en absoluto a la aguja. Además,
nunca la había temido. Sólo sentí rabia. Pero la rabia había desaparecido. Ni
siquiera existía resignación por mi parte, tan sólo disgusto, disgusto por lo
que me pasaba, disgusto y cólera con los doctores que no sabían cómo
ayudarme. Eran unos inútiles y yo también me sentía inútil; la diferencia
estribaba en que yo era la víctima. Ellos podían volver a sus casas y
encerrarse en sus vidas mientras yo tenía que aguantar la misma cara.
Pero hubo ciertos cambios en mi vida. Mi padre encontró trabajo. Aprobó
un examen en el Museo del Condado de Los Angeles y obtuvo trabajo como
guardián. Mi padre solía hacer bien los exámenes. Le encantaban las
matemáticas y la historia. Aprobó el examen y por fin tuvo un trabajo donde
ir cada mañana. Sólo había tres plazas de guardianes, y él consiguió una de
ellas.
El Hospital General del Condado de Los Angeles supo de algún modo lo
de mi padre y la señorita Ackermann me dijo un día:
—Henry, ésta es tu última sesión de tratamiento. Te echaré de menos.
—Venga, no te engañes —dije—, no digas tonterías. ¡Vas a echarme de
menos tanto como yo a esa aguja eléctrica!
Pero aquel día se comportaba de modo extraño. Sus ojos estaban
acuosos y oí cómo se sonaba la nariz.
Una de las enfermeras le preguntó:
—Vaya, Janice, ¿qué te pasa?
—Nada, estoy perfectamente.
Pobre señorita Ackermann. Yo tenía 15 años y estaba cubierto de granos,
enamorado de ella y ninguno de los dos podíamos hacer nada.
—Muy bien —dijo ella—, ésta va a ser tu última sesión de rayos
ultravioletas. Túmbate sobre el estómago.
—Por fin sé cuál es tu nombre —le dije—. Janice. Es un nombre bonito.
Igual que tú.
—Oh, cállate —dijo ella.
La volví a ver cuando sonó el primer aviso del aparato. Me di la vuelta,
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Janice reajustó el aparato y salió de la habitación. Jamás volví a verla.
Mi padre no creía en los doctores que no fueran solteros.
—Te harán mear en un tubo, pillarán tu dinero y volverán junto a sus
esposas en Beverly Hills —decía mí padre.
Pero en una ocasión me envió a uno. A un doctor con mal aliento y una
cabeza tan redonda como una pelota de baloncesto, salvo que tenía dos
pequeños ojos ahí donde la pelota no tenía ninguno. No me gustaba mi
padre y el doctor no era mucho mejor. Me dijo que no tomara alimentos
fritos y que bebiera zumo de zanahorias. Eso fue todo.
Mi padre me avisó de que volvería al instituto el trimestre siguiente.
—Me estoy rompiendo el culo para evitar que la gente robe. Algún negro
rompió el cristal de una urna y robó monedas antiguas antes de ayer. Cogí
al bastardo. Rodamos por las escaleras juntos. Le retuve hasta que llegaron
los otros. Arriesgo mi vida todos los días. ¿Por qué tienes que estar
aplanando tu culo y deprimiéndote? Quiero que seas ingeniero. ¿Cómo coño
vas a ser ingeniero mientras sigas rellenando cuadernos con mujeres con la
falda levantada hasta el culo? ¿Es eso todo lo que sabes dibujar? ¿Por qué
no pintas flores, o montañas o mares? ¡Vas a volver al instituto!
Bebí zumo de zanahorias y esperé matricularme de nuevo. Sólo había
perdido un trimestre. Los granos no se habían curado, pero ya no eran tan
terribles como antes.
—¿Sabes lo que me cuesta el zumo de zanahoria? Tengo que trabajar a
primera hora todos los días por tu maldito zumo de zanahorias.
Descubrí la Biblioteca Pública de La Ciénaga. Obtuve un carnet de lector.
La biblioteca estaba cerca de la vieja iglesia de West Adams. Era muy
pequeña y sólo había una bibliotecaria. Ella tenía mucha clase. Tenía unos
38 años y ya su pelo era completamente blanco y recogido en un apretado
moño sobre su nuca. Su nariz era afilada y poseía unos ojos verdeprofundos
tras unas gafas sin montura. Me sentía como si ella conociera
todas las cosas.
Anduve por la biblioteca mirando libros. Los saqué de sus estantes, uno
por uno. Pero todos eran un camelo. Eran sosos y pesados. Páginas y
páginas de palabras sin sentido. Y si lo tenían, tardaban mucho en
demostrarlo, y cuando lo hacían ya estabas demasiado cansado como para
que te importara en absoluto. Probé libro tras libro. Seguramente, entre
todos esos libros tenía que haber uno.
Cada día andaba hasta la biblioteca en Adams esquina a La Brea y ahí
estaba mi bibliotecaria, severa, infalible y silenciosa. Seguí sacando los libros
de sus estantes. El primer libro auténtico que encontré estaba escrito por un
tipo llamado Upton Sinclair. Sus párrafos eran simples y llenos de furia.
Escribía con furia. Escribía sobre las inmundas cárceles de Chicago. Decía las
cosas lisa y directamente. Entonces encontré otro autor. Su nombre era
Sinclair Lewis y el libro se llamaba Calle Mayor. Mondaba las capas de
hipocresía que cubrían a la gente. Pero parecía carecer de pasión.
Volví en busca de más libros. Me leía cada libro en una sola tarde.
Estaba un día dando vueltas y lanzando miradas furtivas a mi
bibliotecaria, cuando divisé un libro con el título de Bow Dow to Wood and
Stone. Por fin algo bueno, porque eso era lo que todos hacíamos. ¡Ya era
118
hora de algo de fuego!. Abrí el libro. Estaba escrito por Josephine Lawrence.
Una mujer. Eso estaba bien. Cualquiera podía encontrar el conocimiento.
Abrí sus páginas. Pero era como las de la mayoría de los otros libros:
blandas, oscuras, aburridas. Devolví el libro a su estante. Y mientras mi
mano estaba ahí, alcancé el libro siguiente. Estaba escrito por otro
Lawrence. Abrí el libro al azar y comencé a leer. Trataba sobre un hombre
frente a un piano. Al principio parecía una falsedad. Pero seguí leyendo. El
hombre del piano estaba turbado. Su mente soltaba cosas. Cosas oscuras y
curiosas. Los párrafos de las páginas eran densos como un hombre que
gritara, no «Joe, ¿dónde estás?», sino más bien «Joe, ¿dónde hay algo?»
Ese era Lawrence el de los párrafos espesos y sangrientos. Nunca me habían
hablado de él. ¿Por qué ese secreto? ¿Por qué no se le hizo publicidad?
Leí un libro por día. Me leí todo lo de D. H. Lawrence en esa biblioteca. Mi
bibliotecaria comenzó a mirarme de forma rara cuando le pedía los libros.
—¿Cómo estás hoy? —solía preguntarme.
Eso siempre sonaba bien. Me sentía como si realmente me hubiera ido a
la cama con ella. Me leí todos los libros de D. H. y esos me condujeron a
otros. A H. D., la poetisa. Y Huxley, el más joven de los Huxley y amigo de
Lawrence. Todo me vino de golpe. Un libro me llevaba al siguiente. Así
descubrí a Dos Passos. No era demasiado bueno, realmente, pero sí lo
bastante. Su trilogía sobre los Estados Unidos me costó leerla más de un día.
Dreiser no me gustaba. Sherwood Anderson sí. Y entonces vino Hemingway.
¡Qué subyugante! Sabía cómo escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras
no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y
permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con
esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte.
Pero de vuelta a casa...
—¡APAGA LAS LUCES! —chillaba mi padre.
Ahora estaba leyendo a los rusos, a Turgueniev y Gorky. Las normas de
mi padre incluían que todas las luces habían de apagarse a las 8 de la tarde.
El quería dormir para estar fresco y despejado en su trabajo al día siguiente.
Su conversación en casa rondaba siempre el tema «del trabajo». Hablaba a
mi madre acerca de su «trabajo» desde el momento que cruzaba la puerta
por la tarde hasta que se iba a la cama. Estaba decidido a subir en el
escalafón.
—¡Muy bien! ¡Ya está bien de malditos libros! ¡Apaga las luces!
Para mí, esos hombres que se habían introducido en mi vida
provenientes de la nada, eran mi única oportunidad. Las únicas voces que
me hablaban.
—De acuerdo —solía decir yo.
Entonces cogía la lamparita de mi cabecera, reptaba bajo las mantas,
metía el almohadón dentro y me leía cada nuevo libro apoyándolo en el
almohadón y protegido por el edredón y las mantas. Llegaba a hacer mucho
calor, la lámpara ardía y me costaba respirar. Entonces levantaba las
mantas para que entrara el aire.
—¿Qué es eso? ¿Estoy viendo una luz? Henry ¿has apagado tu luz?
Rápidamente bajaba de nuevo las mantas y esperaba hasta que oía
roncar a mi padre.
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Turgueniev era un tipo muy serio, pero podía hacerme reír porque el
encontrar una verdad por vez primera puede ser muy divertido. Cuando la
verdad de alguien es la misma que la tuya y parece que la está contando
sólo para ti... eso es fantástico.
Leía libros por la noche, de ese modo, bajo las mantas y con la
sobrecalentada lamparilla. Leer todos esos buenos párrafos mientras te
sofocabas... era hechizante.
Y mi padre había encontrado un trabajo, y eso era la magia para él.
120
36
De vuelta en Chelsey High todo seguía igual. Un grupo de los mayores se
había graduado, pero fueron reemplazados por otro grupo con coches
deportivos y ropas caras. Nunca se enfrentaron conmigo. Me dejaban solo,
ignorándome. Estaban ocupados con las chicas. Nunca hablaban con los
chicos pobres ni dentro ni fuera de clase.
Cuando ya llevaba una semana de mi segundo semestre, hablé con mi
padre a la hora de cenar.
—Mira —dije—, el instituto es difícil. Me estás dando 50 centavos
semanales. ¿Podría ser un dólar?
—¿Un dólar?
—Sí.
Se metió en la boca una enorme porción de remolacha en vinagreta y
cortada en rodajas y siguió masticando. Luego me miró bajo sus curvadas
cejas.
—Si te doy un dólar a la semana, eso significará 52 dólares al año, lo que
significa que tengo que trabajar una semana más sólo para pagarte a ti.
No respondí. Pero pensé: Dios mío, si piensas de ese modo, artículo por
artículo, entonces no puedes comprar nada: pan, sandía, periódicos, harina,
leche o espuma de afeitar. No dije nada más porque cuando odias, no
mendigas...
Los chicos ricos disfrutaban saliendo y entrando a toda velocidad con sus
coches, deslizándose, quemando neumáticos, sus coches destellando bajo la
luz del sol mientras las chicas se agrupaban alrededor. Las clases eran un
cuento, todos iban a algún sitio para aprobar y las clases eran un cuento
rutinario. Todos obtenían buenas notas y rara vez les veías con libros, tan
sólo quemando goma de neumáticos, tomando curvas a toda velocidad con
sus coches llenos de chicas chillando y riendo. Yo les miraba con mis 50
centavos en el bolsillo. Ni siquiera sabía conducir un coche.
Mientras tanto los pobres y los perdidos y los idiotas continuaban
fluyendo en torno mío. Yo tenía un sitio donde me gustaba comer bajo los
graderíos del campo de fútbol. Tenía mi bolsa marrón de la comida con dos
sandwiches de bologna. Ellos me rodeaban:
—Oye, Hank, ¿puedo comer contigo?
—¡Iros a la mierda! ¡No os lo voy a decir dos veces! Demasiados tipos de
esa clase se me habían pegado ya. No me importaban mucho ninguno de
ellos: Baldy, Jimmy Hatcher y ese desgarbado chico judío, Abe Mortenson.
Mortenson era un estudiante con sobresalientes pero también uno de los
121
mayores idiotas del colegio. Había algo radicalmente equívoco en él. La
saliva se formaba constantemente en su boca pero, en lugar de escupirla en
el suelo para desembarazarse de ella, se escupía en las manos. No sé
porqué hacía eso y no se lo pregunté. No me gustaba preguntar. Tan sólo le
miraba sintiéndome disgustado. Una vez regresé a casa con él y descubrí
por qué sacaba tanto sobresaliente. Su madre le obligaba a pegar la nariz a
los libros y hacía que la mantuviera en esa posición. Le hacía leer todos sus
libros de texto una y otra vez, página a página.
—Tiene que aprobar sus exámenes —me dijo. Nunca se le ocurrió que
quizás los libros estuvieran equivocados. O que a lo mejor no importaban.
No le pregunté nada a ella.
Me pasaba otra vez lo mismo que en la escuela primaria. En torno mío se
agrupaban los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los
hermosos, los perdedores en vez de los ganadores. Parecía que mi destino
en la vida era viajar en su compañía. Eso no me importaba tanto como el
hecho de que yo les parecía irresistible a todos esos tipos idiotas y grises.
Era como una mierda que atraía a las moscas en lugar de una flor que
subyugara a las deseadas mariposas y abejas. Yo quería vivir solo, me
sentía mejor estando solo, mucho más limpio; sin embargo no era lo
suficientemente listo para desembarazarme de ellos. Quizás eran mis
maestros: otro tipo de padres. En cualquier caso era incómodo tenerlos
revoloteando alrededor mientras me comía mis sandwiches de bologna.
122
37
Pero también existían ciertos buenos momentos. El que una vez fue
amigo mío en el vecindario, Gene, que era un año mayor que yo, tenía un
compañero, Harry Gibson, que había participado en una pelea profesional (y
perdió). Estaba yo una tarde con Gene fumando cigarrillos cuando apareció
Harry Gibson con dos pares de guantes de boxeo. Gene y yo estábamos
fumando con sus dos hermanos mayores, Larry y Dan.
Harry Gibson era chulito.
—¿Alguien quiere pelear conmigo? —preguntó.
Nadie dijo ni pío. El hermano mayor de Gene, Larry, tenía cerca de 22
años. El era el más grandón, pero era un poco tímido y subnormal. Tenía
una enorme cabeza, y era bajo pero macizo y fortachón, realmente bien
construido, pero todo le asustaba. Así que todos miramos a Dan, que era el
siguiente en edad, ya que Larry dijo:
—No, no quiero pelear.
Dan era un genio de la música, casi había ganado una beca por ello. De
cualquier modo, como Larry había pasado del desafío de Harry, Dan se puso
los guantes para pelear con Harry Gibson...
Harry Gibson era un hijo de puta sobre relucientes ruedas. Incluso el sol
brillaba de cierto modo sobre sus guantes. Se movía con precisión, aplomo y
gracia. Saltaba y bailaba en torno a Dan. Dan alzaba los guantes y
esperaba. El primer puñetazo de Gibson hendió el aire y restalló como el
disparo de un rifle. Había algunas gallinas en el gallinero del patio y dos de
ellas pegaron un brinco al oír el sonido. Dan cayó de espaldas. Se quedó
tendido sobre la hierba con sus dos brazos extendidos como si fuera un
Cristo barato.
Larry le miró y dijo:
—Me voy a casa. —Anduvo con rapidez hasta la puerta, la abrió y
desapareció.
Fuimos a ver como estaba Dan. Gibson se alzaba sobre él con una
pequeña mueca en su cara. Gene se agachó y alzó un poco la cabeza de
Dan.
—¿Dan, estás bien?
Dan sacudió la cabeza y lentamente se sentó.
—Jesucristo, ese chico lleva un arma mortal. ¡Quitadme estos guantes!
Gene desabrochó un guante y yo el otro. Dan se levantó y anduvo hacia
la puerta trasera como si fuera un viejo.
—Voy a acostarme... —Y se metió dentro. Harry Gibson recogió los
123
guantes y miró a Gene:
—¿Qué tal si lo intentas tú, Gene? Gene escupió en la hierba.
—¿Qué demonios es lo que quieres, noquear a toda la familia?
—Sé que eres el mejor luchador, Gene, pero de todos modos te derrotaré
fácilmente sin emplearme a fondo.
Gene asintió y le puse los guantes. Yo era un buen encargado de los
guantes.
Formaron un cuadrado y Gibson comenzó a girar en torno a Gene,
preparándose. El dio vueltas hacia la derecha, el otro a la izquierda. Uno se
agachó y el otro se inclinó a un lado. Entonces Gibson dio un paso al frente y
lanzó un golpe lateral con la izquierda. Aterrizó justo en medio de los ojos de
Gene. Gene dio unos pasos hacia atrás y Gibson le siguió. Cuando hubo
acorralado a Gene contra el gallinero, lo inmovilizó con un suave izquierdazo
a la frente y luego disparó su derecha contra la sien izquierda de Gene.
Gene se deslizó sobre la rejilla metálica del gallinero hasta topar con la valla,
que cubrió con su cuerpo. No intentó volver a pelear. Dan salió de la casa
con un pedazo de hielo envuelto en un paño. Se sentó en las escaleras del
porche y aplicó el paño a su frente. Gene se retiró a lo largo de la valla.
Harry le acorraló en la esquina entre la valla y el garage y disparó un gancho
al estómago de Gene, éste se dobló sobre sí y entonces recibió un uppercut
en la mandíbula. No me gustó nada. Gibson no estaba jugando limpio con
Gene tal como prometió. Empecé a excitarme.
—¡Devuélvele las hostias a ese cabrón, Gene! ¡Juega sucio! ¡Pégale!
Gibson bajó la guardia, me miró y se acercó.
—¿Qué es lo que has dicho, bobalicón?
—Estaba dando ánimos a mi compañero —contesté.
Dan estaba ya quitándole los guantes a Gene.
—¿He oído algo así como «sucio»?
—Dijiste que no te ibas a emplear a fondo. No lo hiciste. Le propinaste el
repertorio completo de tus golpes.
—¿Me estás llamando mentiroso?
—Estoy diciendo que no mantienes tu palabra.
—¡Venid aquí y ponedle los guantes a esta basura!
Gene y Dan se acercaron y empezaron a ponerme los guantes.
—Tómatelo con calma, Hank —dijo Gene—, y recuerda que está cansado
tras pelear con nosotros.
Gene y yo habíamos peleado con los puños desnudos un cierto día
memorable desde las 9 de la mañana a las 6 de la tarde. Gene lo hizo muy
bien. Yo tenía unas manos pequeñas, y si tienes manos pequeñas tienes que
ser capaz de pegar con la fuerza del demonio o bien ser alguna especie de
boxeador. Yo sólo podía hacer un poquito de ambas cosas. Al día siguiente
todo mi torso estaba repleto de cardenales, tenía los labios hinchados y dos
dientes flojos. Ahora tenía que atizar al chico que había atizado al chico que
me atizó a mí.
Gibson dio vueltas a la izquierda, luego hacia la derecha, y después saltó
sobre mí. No vi su puño izquierdo en absoluto. No sé dónde me dio, pero me
caí con su gancho de izquierda. No me había dolido pero estaba en el suelo.
Me levanté. Si su izquierda tenía esos efectos, ¿qué no haría su derecha?
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Tenía que inventarme algo.
Harry Gibson comenzó a dar vueltas hacia la izquierda, mi izquierda. En
lugar de a mi derecha como me había esperado. Yo di vueltas a la izquierda.
El pareció sorprenderse, y cuando nos acercamos lancé un izquierdazo
salvaje que se estrelló con fuerza en su cabeza. Me sentí muy bien. Si logras
golpear a un tipo una vez, le puedes atizar otro golpe.
Entonces nos quedamos uno frente a otro y él vino directo hacia mí.
Gibson me lanzó un golpe corto, pero en el momento en que me alcanzaba,
agaché mi cabeza fintando hacia un lado tan rápidamente como pude. Su
derecha se deslizó sobre mi coronilla, perdiendo el golpe. Me aproximé a él y
me abracé dándole un golpe de conejo tras la oreja. Nos separamos y yo me
sentí como un héroe.
—¡Le puedes derribar, Hank! —vociferó Gene.
—¡Húndele, Hank! —chilló Dan.
Me abalancé sobre Gibson e intenté atizarle un directo. Fallé y su
izquierda cruzada se encajó en mi mandíbula. Vi lucecitas verdes y amarillas
y rojas, entonces incrustó su derecha en mi estómago. Sentí que iba a
llegarme hasta el espinazo. Le aferré y nos quedamos abrazados. Pero no
estaba en absoluto asustado, para variar, y me sentía bien.
—¡Te mataré, cabrón! —le dije.
Entonces comenzamos a pelear cuerpo a cuerpo, sin boxear más. Sus
golpes eran rápidos y fuertes. Tenía más precisión, más potencia, y sin
embargo le encajaba algunos golpes fuertes que me hacían sentirme muy
bien. Cuanto más me pegaba, menos lo sentía. Tenía mis tripas encogidas,
me gustaba la acción. Entonces Gene y Dan nos separaron metiéndose entre
nosotros.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté—. ¡No paréis la pelea! ¡Le voy a partir
el culo!
—Corta ya con esa mierda, Hank —replicó Gene—. ¡Mira cómo estás!
Me miré. La pechera de mi camisa se había oscurecido con la sangre y
había manchitas de pus. Los puñetazos habían abierto tres o cuatro granos.
Eso no me había pasado en mi pelea con Gene.
—No es nada —dije—, sólo mala suerte. No me ha herido. Dadme una
oportunidad y le tumbaré.
—No, Hank, se te infectará o algo parecido —contestó Gene.
—¡De acuerdo, mierda —dije—, quitadme los guantes! Gene desabrochó
los guantes. Cuando me los quitó, me di cuenta de que me temblaban las
manos, y también los brazos, aunque en menor grado. Metí las manos en
mis bolsillos. Dan le quitó los guantes a Harry. Harry me miró.
—Eres bastante bueno, chaval.
—Gracias. Bueno, os veo, chicos...
Me fui andando. A medida que lo hacía, saqué mis manos de los bolsillos.
Subí por el sendero hasta llegar a la acera, me paré, saqué un cigarrillo y
me lo coloqué en la boca. Cuando intenté encender una cerilla, mis manos
temblaban tanto que no podía lograrlo. Les saludé con la mano, con la
mayor indiferencia, y seguí andando.
Al llegar a casa me miré en el espejo. Cojonudo. Me iba bastante bien.
Me quité la camisa y la tiré bajo la cama. Tenía que encontrar un modo
125
de limpiar la sangre. No tenía muchas camisas y se darían cuenta si me
faltaba una. Pero para mí había sido por fin un día de éxito, y nunca tuve
demasiados.
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Era bastante malo que Abe Mortenson diera vueltas a mi alrededor, pero
sólo era un tonto. Puedes perdonar a los tontos porque corren sólo en una
dirección y no decepcionan a nadie. Son aquellos que te decepcionan los que
te hacen sentirte mal. Jimmy Hatcher tenía un pelo completamente negro,
piel blanca y no era tan grande como yo, pero lograba erguir sus hombros y
vestía mejor que nosotros. Además tenía facilidad para simpatizar con
cualquier persona con la que quisiera. Su madre era camarera y su padre se
había suicidado. Jimmy tenía una sonrisa agradable, dientes perfectos, y
gustaba a las chicas aunque no tuviera el dinero que tenían los chicos ricos.
Siempre le veía hablando con alguna chica. No sé qué es lo que les decía. No
tenía idea de lo que los chicos les decían. Las chicas eran un imposible fuera
de mi alcance, y por eso aparentaba que no existían.
Pero Hatcher estaba hecho de otra pasta. Yo sabía que no era un
maricón, pero él seguía colgándose de mí.
—Escucha Jimmy, ¿por qué me sigues? No me gusta nada de ti.
—Venga, Hank, somos amigos.
—¿Ah sí?
—Sí.
Una vez incluso se levantó en clase de Inglés y leyó un ensayo titulado
«El Valor de la Amistad», y mientras lo leía no me quitaba el ojo de encima.
Era un ensayo estúpido, sin garra y corriente, pero la clase aplaudió cuando
finalizó y yo pensé: bien, eso es lo que la gente piensa, ¿y qué demonios
voy a hacerle? Escribí un contra-ensayo titulado «El Valor de la Absoluta
Carencia de Amistad». La profesora no me dejó leerlo en clase y encima me
suspendió.
Jimmy y Baldy y yo volvíamos a casa andando juntos todos los días. (Abe
Mortenson vivía en otra dirección, así que nos salvábamos de aguantarle.)
Un día estábamos andando juntos y Jimmy dijo:
—Oíd, vamos a casa de mi chica, quiero que la conozcáis.
—Y un huevo, a la mierda con eso —dije.
—No, no —dijo Jimmy—, es una chica encantadora. Quiero que la
conozcas. Le he metido los dedos por el coño.
Yo había visto a esa chica, Ann Weatherton, y era realmente bonita, con
su largo pelo castaño y enormes ojos del mismo color, tranquila y con un
buen tipo, nunca había hablado con ella pero sabía que era la chica de
Jimmy. Los muchachos ricachones habían intentado acercarse a ella, pero
los ignoró. Parecía ser de primera.
127
—Tengo la llave de su casa —dijo Jimmy—. Vamos allí y la esperamos.
Tiene una clase a última hora.
—Me parece aburrido —dije.
—Ah, venga, Hank —dijo Baldy—, si sólo vas a ir a tu casa a cascártela
de todos modos.
—Eso tiene bastante mérito —repliqué.
Jimmy abrió la puerta principal con su llave y entramos. Era una casa
limpia y bonita. Un pequeño bulldog blanco y negro saltó sobre Jimmy
meneando su corto rabo.
—Este es Huesitos —dijo Jimmy—, Huesitos me adora. ¡Mirad esto!
Jimmy escupió en la palma de su mano, agarró el pene de Huesitos y
comenzó a frotárselo.
—Oye, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó Baldy.
—Siempre dejan a Huesitos atado en el patio. Nunca tiene una corrida.
¡Necesita desahogarse! —Jimmy siguió trabajándose al perro.
El pene de Huesitos se puso asquerosamente rojo. Era un pequeño y
fatuo palillo. Huesitos comenzó a proferir ruiditos plañideros. Jimmy alzó la
cabeza mientras seguía masturbándolo.
—Oíd, ¿queréis saber cuál es nuestra canción? Me refiero a la canción de
Ann y la mía. Es «Cuando el Crepúsculo Púrpura Desciende sobre los Muros
Adormecidos de Nuestro Jardín».
Entonces Huesitos empezó a correrse. El esperma saltó sobre la
alfombra. Jimmy se levantó y con la suela de sus zapatos esparció la corrida
entre los nudos de la alfombra.
—Voy a follarme a Ann uno de estos días. Cada vez estamos más a
punto. Ella dice que me quiere. Y yo la quiero también. Adoro su maldito
coño.
—Huevón —le dije a Jimmy—, haces que me sienta mal.
—Sé que no quieres decir eso, Hank —replicó.
Jimmy entró en la cocina.
—Ella tiene una familia muy agradable. Vive aquí con su padre, su madre
y su hermano. Su hermano sabe que me la voy a follar. Tiene razón. Pero no
hay nada que pueda hacer porque puedo sacarle la mierda a golpes. Es un
don nadie. Oíd, ¡mirad esto!
Jimmy abrió la puerta del refrigerador y sacó una botella de leche. En mi
casa todavía teníamos una helera. Los Weatherton eran obviamente una
familia acomodada. Jimmy sacó su polla, peló el tapón de cartón de la
botella y metió su polla dentro.
—Sólo un poquito, sabéis. Nunca se darán cuenta pero se estarán
bebiendo mi meada...
Sacó su polla, cerró la botella, la sacudió y luego la repuso en el
refrigerador.
—Ahora —dijo—, aquí tenemos un poco de gelatina. Van a comer gelatina
de postre esta noche. También van a comer...
—Sacó el cuenco de la gelatina y lo sostuvo en sus manos justo cuando
oímos una llave en la puerta principal. Jimmy rápidamente devolvió la
gelatina a su lugar y cerró la puerta del refrigerador.
Entonces Ann entró en la cocina.
128
—Ann —dijo Jimmy—, quiero que conozcas a mis buenos amigos Hank y
Baldy.
—¡Hola!
—¡Hola!
—¡Hola!
—Este es Baldy. El otro chico es Hank.
—¡Hola!
—¡Hola!
—¡Hola!
—Muchachos, os he visto por el campus.
—Oh claro —dije yo—, andamos por ahí. Y también te hemos visto a ti.
—Sí —dijo Baldy.
Jimmy miró a Ann.
—¿Estás bien, nena?
—Sí, Jimmy, he estado pensando en ti.
Ella se acercó a Jimmy y ambos se abrazaron. Al poco se estaban
besando. Permanecían justo frente a nosotros mientras se besaban. Jimmy
nos daba la cara. Podíamos ver su ojo derecho. Guiñaba.
—Bien —dije—, nos tenemos que ir.
—Sí —dijo Baldy.
Salimos de la cocina, pasamos la sala y salimos de la casa. Anduvimos
por la acera camino al hogar de Baldy.
—Ese chico realmente lo tiene hecho —dijo Baldy.
—Sí —repliqué.
129
39
Un domingo Jimmy me habló de ir a la playa con él. El quería nadar. Yo
no quería que me vieran llevando bañador, porque mi espalda estaba
cubierta de granos y cicatrices, aunque aparte de eso, yo tenía un buen tipo.
Pero nadie se daría cuenta de eso. Tenía un pecho amplio y fuertes piernas,
pero nadie los advertiría.
No había nada que hacer y no tenía ningún dinero y los chicos no
jugaban en las calles los domingos. Decidí que la playa pertenecía a
cualquiera. También yo tenía derecho. Mis marcas y granos no iban contra la
ley.
Así que nos montamos en nuestras bicicletas y comenzamos a pedalear.
Había que recorrer quince millas. Eso no me importaba. Tenía suficientes
piernas.
Me mantuve a la par que Jimmy durante todo el camino hasta Culver
City... Luego empecé a pedalear gradualmente más rápido. Jimmy se
esforzó, tratando de seguir el ritmo. Podía ver cómo se agotaba. Saqué un
cigarrillo y lo encendí. Luego pasé el paquete a Jimmy.
—¿Quieres uno, Jimmy?
—No... gracias...
—Esto es como matar pájaros con tirachinas —le dije—, deberíamos
hacerlo más a menudo.
Empecé a pedalear con más fuerza. Me sentía pleno de energías.
—¡Es realmente fantástico! —insistí—. ¡Es mejor que cascársela!
—¡Oye, ve un poco más lento! Me volví y le miré.
—No hay nada como un buen amigo para montar juntos en bicicleta.
¡Vamos, amigo!
Entonces apliqué todas mis fuerzas y me separé. El viento soplaba en mi
cara, me sentía muy bien.
—¡Oye, espera! ¡ESPERA, MALDITA SEA! —aulló Jimmy.
Yo me reí y seguí esforzándome. En seguida Jimmy estaba a media
manzana de distancia, una manzana, dos manzanas. Nadie sabía cuan
bueno era yo. Nadie sabía lo que era capaz de hacer. Era una especie de
milagro. El sol lanzaba sus rayos amarillos sobre las cosas y yo los hendía
como si fuera una loca cuchilla sobre ruedas. Mi padre era un mendigo en
las calles de la India, pero todas las mujeres del mundo estaban
enamoradas de mí...
Iba lanzado a toda velocidad cuando llegué al semáforo. Pasé entre la fila
de coches parados. Ni siquiera los coches eran un obstáculo, habían de
130
seguirme. Pero no por mucho tiempo. Un chico y una chica en su
descapotable verde comenzaron a seguirme.
—¡Oye, chico!
—¿Sí? —les miré. El era un tipo grandote de unos veintitantos años, con
brazos peludos y un tatuaje.
—¿Dónde cojones crees que vas? —me preguntó.
Estaba intentando lucirse delante de su rubia. Ella era una mirona de
larga melena rubia flotando al viento.
—¡Que te den por el culo, colega! —le respondí.
—¿Cómo?
—He dicho: ¡que te den por el culo!
Le hice la seña con el dedo.
El siguió conduciendo a mi lado.
—¿Le vas a bajar los humos, Nick? —oí como la chica le preguntaba.
El siguió conduciendo a mi lado.
—Oye, chico. No he oído bien lo que has dicho. ¿Te importaría repetirlo?
—Sí, dilo otra vez —dijo la mirona con su melenaza fluctuando al viento.
Eso me mosqueó. Ella me mosqueaba.
Le miré de nuevo.
—De acuerdo, ¿quieres meterte en líos? Aparca, yo soy tu lío.
Salió disparado ganándome una media manzana, aparcó y abrió la puerta.
Mientras salía pegué un quiebro en torno suyo y casi me meto en la ruta de
un Chevrolet que se quedó pitándome. Mientras me metía por una calle
adyacente, pude oír como el grandullón se reía...
Después de que el tipo se hubo ido, pedaleé de vuelta al Boulevard
Washington, recorrí algunas manzanas, bajé de la bici y esperé a Jimmy
sentado en la parada del autobús. Podía ver cómo se acercaba. Cuando
llegó, me hice el dormido.
—¡Vamos, Hank! ¡No seas tan cabrón conmigo!
—Oh, ¡Hola, Jimmy! ¿Ya estás aquí?
Intenté que Jimmy escogiera un lugar de la playa donde no hubiera
demasiada gente. Me sentía normal llevando la camisa puesta, pero cuando
me la quitara me iba a quedar expuesto. Odiaba a los malditos bañistas y
sus cuerpos inmaculados. Odié a toda la maldita gente que estaban tomando
el sol o se bañaban o dormían o comían o hablaban o jugaban a la pelota.
Odié sus culos y sus caras y sus codos y sus pelos y ojos y sus ombligos y
sus trajes de baño.
Me tendí sobre la arena pensando. Debía de haberme pegado con ese
gordo hijo de puta. ¿Qué demonios sabía él que no supiera yo?
Jim se tendió a mi lado.
—¡Qué demonios! —dijo—, vamos a nadar.
—Todavía no —repliqué.
El agua estaba llena de gente. ¿Cuál era la fascinación de la playa? ¿Por
qué le gustaba a la gente? ¿No tenían nada mejor que hacer? Eran unos
mamones con sesos de gallina.
—Piénsalo —dijo Jim—, las mujeres entran en el agua para mearse.
—Sí, y luego tú te lo tragas.
Nunca habría modo de que yo me acoplara a la gente. Quizás me
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convirtiera en monje. Pretendería creer en Dios y viviría en una celda,
tocaría el órgano y me emborracharía con vino. Nadie follaría conmigo.
Podría meterme en una celda a meditar durante meses, no tendría que ver a
nadie y me mandarían vino regularmente. El problema consistía en que los
hábitos eran de lana virgen. Peores que los uniformes de Instrucción. No
podía soportarlos. Tenía que pensar en alguna otra cosa.
—Oh, oh —dijo Jim.
—¿Qué sucede?
—Hay unas chicas que se están fijando en nosotros.
—¿Y eso qué?
—Están hablando y riéndose. Puede que vengan hasta aquí.
—¿Sí?
—Sí. Y si se acercan, ya te avisaré. Cuando lo haga, túmbate de
espaldas.
Mi pecho sólo tenía unos pocos granos y marcas.
—No te olvides —reiteró Jim—, cuando te avise túmbate sobre la
espalda.
—Ya te he oído.
Yo apoyaba mi cabeza sobre los brazos. Sabía que Jim estaba mirando a
las chicas sonriéndoles. Tenía gancho con ellas.
—Son unos coños simples —dijo—, son realmente estúpidas.
¿Por qué había venido yo hasta aquí? —pensé—. ¿Por qué siempre hay
que escoger entre lo malo y lo peor?
—¡Oh, oh, Hank, aquí vienen!
Alcé la vista. Eran cinco. Me tendí sobre la espalda. Las chicas se
acercaron riéndose tontamente y se quedaron paradas. Una de las chicas
dijo:
—Oye, ¡esos chicos son guapos!
—¿Vivís por aquí? —preguntó Jim.
—Oh sí —dijo una de ellas—, ¡dormimos con las gaviotas!
Todas lanzaron risitas.
—Bien —dijo Jim—, nosotros somos águilas. No sé bien qué hacer con
cinco gaviotas.
—¿Y cómo lo hacen los pájaros? —preguntó una de ellas.
—Maldita sea si lo sé —dijo Jim—, quizás podamos averiguarlo.
—¿Por qué no venís donde tenemos la toalla? —preguntó otra.
—De acuerdo —replicó Jim.
Tres de las cinco chicas habían hablado. Las otras dos permanecieron
bajándose los bañadores para que no viéramos lo que ellas no querían que
viéramos.
—No contéis conmigo —dije yo.
—¿Qué es lo que le pasa a tu amigo? —preguntó una de las chicas que se
había estado bajando el bañador para taparse el culo.
—Es un tipo raro —contestó Jim.
Se levantó y se marchó con las chicas. Yo cerré los ojos y escuché el
rumor de las olas. Miles de peces devorándose unos a otros. Infinidad de
bocas y culos comiendo y cagando. La tierra entera no era nada más que
bocas y culos devorando y cagando. Y jodiendo.
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Me di la vuelta y observé a Jim con sus cinco chicas. Estaba de pie
sacando pecho y luciendo sus pelotas. No tenía mi pecho de barril ni mis
fuertes piernas. Era esbelto y delgado, con su pelo negro y su traviesa boca
repleta de dientes perfectos, sus pequeñas orejas redondas y su largo
cuello. Yo no tenía apenas cuello. Mi cabeza parecía asentarse directamente
sobre los hombros. Pero yo era fuerte. Y sin embargo no lo suficientemente
bueno, a las damas les gustaban los dandies. Si no fuera por mis granos y
mis cicatrices, estaría junto a ellas mostrándoles un par de cosas. Les
mostraría mis pelotas y haría que todas sus cabecitas huecas se fijaran en
mí. En mí, con mi vida de 50 centavos semanales.
Vi como las chicas se ponían de pie de un salto y seguían a Jim al agua.
Las oí reír y chillar como idiotas... ¿Qué? No, eran bonitas. No eran como los
adultos y los padres. Al menos se reían. Las cosas eran divertidas. No tenían
que contenerse. No tenía sentido vivir estructurando las cosas, D. H.
Lawrence lo sabía. Necesitamos amor, pero no el tipo de amor que la gente
utiliza y es utilizada por él. El viejo D. H. Lawrence había llegado a saber
algo. Su compadre Huxley sólo era un intelectual inquieto, pero cuan
maravilloso. Mejor que G. B. Shaw y su equilibrada mente que profundizaba
demasiado en los orígenes, convirtiendo su agudo ingenio en una carga que
evitaba que realmente sintiera nada, y su brillantez oral, que desmenuzaba
tanto a la mente como a las sensibilidades, sólo producía hastío. Y sin
embargo era magnífico leerlos a todos. Mostraban cómo los pensamientos y
las palabras podían ser fascinantes, aunque fueran inútiles.
Jim estaba salpicando a las chicas. Era el Rey Acuático y todas le
adoraban. Era la posibilidad y la promesa. Era un tío grande. Sabía como
montárselo. Yo había leído muchos libros pero él había leído uno que yo no
conocía. Era un artista, con su pequeño bañador y sus pelotas y sus orejas
redondas y su traviesa sonrisa. Era el mejor. No le podía desafiar más de lo
que desafié al hijo de puta del descapotable verde y su mirona de larga
melena rubia ondeando al viento. Ambos tenían lo que se merecían. Yo era
una mierda de 50 centavos flotando en el verde océano de la vida.
Observé cómo salían del agua, relucientes, jóvenes e invictos. Quería que
me quisieran. Pero nunca por piedad. Y, sin embargo, a pesar de sus
cuerpos y mentes aterciopelados y vírgenes, se perdían algo de la vida
porque no habían sido puestos a prueba aún. Cuando la adversidad
alcanzara sus vidas posiblemente llegara demasiado tarde o fuera
demasiado poderosa. Yo estaba preparado. Quizás.
Observé cómo Jim se secaba con la toalla de una de las chicas. Mientras
miraba, un niño cualquiera de unos cuatro años se acercó, cogió un puñado
de arena y me lo tiró a la cara. Luego se quedó frente a mí, feliz, con su
boca enarenada fruncida en un gesto de victoria. Era una osada y
encantadora pequeña mierda. Con el dedo hice señas para que se acercara.
¡Acércate, acércate! Permaneció en su sitio.
El cabroncete me miró, se dio la vuelta y salió corriendo. Tenía un culo
estúpido. Dos nalgas con forma de pera que oscilaban como si estuvieran
desunidas. Mejor, otro enemigo que desaparecía.
Entonces Jim, el conquistador, regresó. Se plantó frente a mí. También él
feliz.
133
—Se han ido —dijo.
Miré hacia donde estaban las chicas para asegurarme que se habían ido.
—¿Adonde fueron? —pregunté.
—¿Qué coño importa? Tengo los teléfonos de las dos más buenas.
—¿Las más buenas para qué?
—Para joder, idiota.
Me levanté.
—¿Idiota? Me parece que te voy a dar por culo.
Su rostro se realzaba con la brisa marina. Podía verle retorciéndose sobre
la arena, alzando sus blancos pies.
Jim contestó a mi reto.
—Tranquilo, Hank. Mira, ¡te puedo dar sus números de teléfono!
—¡Guárdatelos! ¡No tengo tus jodidos y estúpidos oídos!
—De acuerdo. De acuerdo. Somos amigos, ¿no es verdad?
Anduvimos por la playa hasta el paseo donde teníamos las bicicletas tras
la casa playera de algún tipo. Y, mientras andábamos, sabíamos de quién
había sido la jornada, y darle por culo a alguien no hubiera cambiado esa
realidad, aunque quizás hubiera ayudado. Mas no lo suficiente. Durante todo
el camino de regreso a casa, montados en nuestras bicis, no intenté lucirme
como lo hice antes. Yo necesitaba algo más. Quizás me hacía falta esa rubia
del descapotable verde y su largo pelo flotando al viento.
134
40
La Instrucción, designada como Ejercicios de Entrenamiento para la
Reserva de Oficiales, era un asunto para los inadaptados. Como yo decía: o
eso o la gimnasia. Hubiera escogido la gimnasia pero no quería que los
demás vieran los granos de mi espalda. Algo funcionaba mal en todos los
que se apuntaban a la Instrucción. La mayoría eran tipos a los que no les
gustaban los deportes o bien eran forzados por sus padres a escogerla
porque pensaban que era un gesto patriótico. Los padres de los chicos ricos
solían ser más patrióticos porque tenían más que perder si el país se hundía.
Los padres pobres eran bastante menos patrióticos, y a menudo sólo lo
profesaban porque los habían educado así o era lo que se esperaba de ellos.
Subconscientemente sabían que no les iría peor si los rusos, o los alemanes,
o los chinos, o los japoneses gobernaran el país; sobre todo si tenían la piel
oscura. Las cosas incluso podían mejorar. De cualquier modo, como la
mayoría de los padres de los alumnos de Chelsey eran ricos, teníamos un
enorme número de tipos haciendo Instrucción.
Por tanto hacíamos marchas bajo el sol y aprendimos a cavar letrinas,
curar picaduras de serpiente, vendar a los heridos, hacer torniquetes y
ensartar al enemigo con las bayonetas. Aprendimos cómo usar granadas,
infiltrarnos, desplegar las tropas: maniobras, retiradas, avances. Disciplina
mental y psíquica. Pasamos por el campo de tiro, ¡bang, bang!, y obtuvimos
nuestras medallas al mejor tirador. Efectuábamos maniobras reales en el
campo, nos metíamos en los bosques y hacíamos una guerra de mentirijillas.
Nos arrastrábamos sobre el estómago con nuestros fusiles en la mano para
sorprender al enemigo. Éramos muy serios. Incluso yo lo era. Había algo en
todo ese asunto que te aceleraba la circulación de la sangre. Era algo
estúpido y todos sabíamos que era estúpido, al menos la mayoría de
nosotros, pero algo se disparaba en nuestros cerebros y todos queríamos
participar. Nos adoctrinaba un viejo militar retirado, el coronel Sussex.
Empezaba a ser un tipo senil y baboso, con sus hilillos de saliva colgando de
las comisuras de su boca hasta alcanzar la barbilla. Nunca decía nada. Tan
sólo se paseaba con su uniforme cubierto de medallas y cobraba su paga del
Instituto. Durante nuestras falsas maniobras portaba un cuaderno y anotaba
la puntuación. Se erguía sobre una elevada colina y hacía —probablemente—
anotaciones en su cuaderno. Pero nunca nos dijo quién había ganado. Cada
parte reclamaba la victoria.
El teniente Herman Beechcroft era bastante mejor. Su padre era dueño
de una panadería y de un servicio de repartir comidas a los hoteles. De
135
todos modos, él era mejor. Siempre pronunciaba el mismo discursito antes
de una maniobra.
—¡Recordad, tenéis que odiar al enemigo! ¡El enemigo quiere violar a
vuestras madres y hermanas! ¿Queréis que esos monstruos violen a
vuestras madres y hermanas?
El teniente Beechcroft no tenía barbilla en absoluto. Su rostro caía
abruptamente, y donde debiera estar el hueso de la mandíbula, sólo había
un pequeño botón. No sabíamos bien si era una deformidad o no. Pero sus
ojos eran magníficos cuando se enfurecían, eran unos enormes y
deslumbrantes símbolos azules de la guerra y la victoria.
—¡Wbitlinger!
—¡Sí, señor!
—¿Quieres que esos tipos violen a tu madre?
—Mi madre está muerta, señor.
—Oh, lo siento... ¡Drake!
—¡Sí, señor!
—¿Quieres que esos tipos violen a tu madre?
—¡No, señor!
—Muy bien. ¡Recordad que esto es la guerra! Aceptamos la clemencia
pero nosotros no la concedemos. Tenéis que odiar al enemigo. ¡Matadle! Un
hombre muerto no puede derrotaros. ¡La derrota es un mal! ¡Los victoriosos
escriben la historia! ¡AHORA ID A POR ESOS MAMONES!
Desplegábamos nuestras líneas, enviábamos una avanzadilla de
exploradores y comenzábamos a arrastrarnos entre la maleza. Yo podía
divisar al coronel Sussex sobre la colina con su cuaderno. Éramos los Azules
contra los Verdes. Cada uno de nosotros teníamos una tira de tejido
coloreado atado a nuestro brazo derecho. Nosotros éramos los Azules.
Arrastrarse entre los arbustos era un puro infierno. Hacía calor. Había
insectos, polvo, piedras y espinas. Yo no sabía ni dónde estaba. Nuestro jefe
de escuadrón, Kozak, se había desvanecido. No teníamos comunicaciones.
Estábamos jodidos. Nuestras madres iban a ser violadas. Seguí
arrastrándome hacia adelante, despellejándome y arañándome, sintiéndome
perdido y asustado, pero sobre todo sintiéndome como un tonto. Toda esa
tierra vacía y ese cielo despejado, colinas, arroyos, acres y acres. ¿Quién era
el dueño de todo eso? Posiblemente el padre de uno de esos chicos ricos. No
íbamos a capturar nada. Todo el lugar estaba alquilado al Instituto. NO
FUMAR. Repté hacia adelante. No teníamos cobertura aérea, ni tanques, nada.
Éramos un puñado de mariquitas en una estúpida maniobra, sin comida,
mujeres ni sentido. Me levanté, anduve un poco y me senté apoyando la
espalda contra un árbol, dejé mi fusil en el suelo, y esperé.
Todo el mundo se había perdido y no importaba. Me quité la tira azul de
mi brazo y esperé a una ambulancia de la Cruz Roja o algo parecido. La
guerra posiblemente era el infierno, pero los intervalos eran aburridos.
Entonces la maleza crujió y de ella salió un chico que me divisó en
seguida. Tenía una banda Verde en su brazo. Un violador. Me apuntó con su
fusil. Yo no tenía ningún distintivo en el brazo y estaba tumbado en la
hierba. El quería hacer un prisionero. Yo le conocía. Era Harry Missions. Su
padre era el dueño de una compañía aserradora. Seguí apoyado en el árbol.
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—¿Azul o Verde? —aulló.
—Soy Mata-Hari.
—¡Un espía! ¡Yo apreso a los espías!
—Venga ya, corta el rollo, Harry. Este es un jueguecito de niños. No me
jorobes con tu fétido melodrama.
Los arbustos crujieron de nuevo y apareció el teniente Beechcroft.
Missions y Beechcroft se miraron.
—¡Por la presente te hago prisionero! —chilló Beechcroft a Missions.
—¡Por la presente te hago prisionero! —chilló Missions a Beechcroft.
Ambos estaban realmente nerviosos y furiosos, podía sentirlo.
Beechcroft sacó su sable.
—¡Ríndete o te atravesaré!
Missions aferró su fusil por el cañón.
—¡Ven aquí y aplastaré tu maldita cabeza!
Entonces la maleza crujió por todos lados. Los gritos habían atraído tanto
a los Azules como a los Verdes. Seguí apoyado en el árbol mientras ellos se
mezclaban. Hubo un montón de polvo y restregar de pies y aquí y acullá se
oía el maligno crujido de un fusil machacando un cráneo.
—¡Oh, Jesús! ¡Oh, Dios mío!
Algunos cuerpos cayeron. Se perdieron fusiles. Luchaban con los puños y
los cuerpos. Vi a dos chicos con distintivo Verde aferrados en una llave letal.
Apareció el coronel Sussex. Sopló frenéticamente su silbato. Su saliva se
esparció por todas partes. Entonces se metió en el fregado blandiendo su
bastón de mando y comenzó a pegar con él a las tropas. Era bastante
bueno. Azotaba como si fuera un látigo y hería como una cuchilla.
—¡Oh, mierda! ¡ME RINDO!
—¡No, pare! ¡Jesús! ¡Piedad!
—¡Mamá!
Las tropas se separaron y quedaron mirándose unos a otros. El coronel
Sussex recogió su cuaderno. Su uniforme no se había arrugado. Sus
medallas seguían en su sitio. Su gorra, inclinada en perfecto ángulo. Blandió
su bastón de mando, lanzándolo al aire, y lo cogió de nuevo, luego se retiró.
Nosotros le seguimos.
Trepamos a los viejos camiones del ejército con sus lonas rotas que nos
habían traído. Arrancaron los motores y partimos. Nos encarábamos unos a
otros sentados en los largos bancos de madera. Todos los Azules estábamos
juntos cuando vinimos sentados en un camión y los Verdes en otro. Ahora
nos habían mezclado y la mayoría de nosotros miraban sus desgastados y
polvorientos zapatos mientras éramos zarandeados de aquí para allá, de
izquierda a derecha, arriba y abajo a medida que el camión pasaba por las
raíces que descollaban en la vieja carretera. Estábamos cansados,
derrotados y frustrados. La guerra se había acabado.
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41
La Instrucción me mantenía apartado de los deportes mientras los demás
chicos los practicaban todos los días. Formaban equipos colegiales, ganaban
sus partidos y conquistaban a las chicas. La mayoría de mis días transcurrían
haciendo marchas bajo el sol. Todo lo que veías era la espalda y el culo del
tío que tenías delante. Pronto me desilusioné con los procedimientos
militares. Los otros lustraban sus zapatos hasta que brillaban y parecía que
iban con agrado a las maniobras. Yo no encontraba ningún sentido en todo
ello. Tan sólo los estaban preparando para que luego pudieran volarles las
pelotas. Por otro lado no me veía agachándome con un casco de fútbol
empotrado en la cabeza, los hombros acolchados, uniformado de Azul y
Blanco con el número 69 e intentando bloquear a algún hijo de puta de la
otra punta de la ciudad, algún bestia de mal aliento, para que el hijo del
fiscal del distrito pudiera pegarse una carrera de seis yardas. El problema
era que tenías que seguir escogiendo entre lo malo y lo peor hasta que al
final no quedaba nada. A la edad de 25 la mayoría de la gente estaba
acabada. Todo un maldito país repleto de gilipollas conduciendo automóviles,
comiendo, pariendo niños, haciéndolo todo de la peor manera posible, como
votar por el candidato presidencial que más les recordaba a ellos mismos.
Yo no tenía ningún interés. No tenía interés en nada. No tenía ni idea de
cómo lograría escaparme. Al menos los demás tenían algún aliciente en la
vida. Parecía que comprendían algo que a mí se me escapaba. Quizás yo
estaba capidisminuido. Era posible. A menudo me sentía inferior. Tan sólo
quería apartarme de ellos. Pero no había sitio donde ir. ¿Suicidio? Jesucristo,
tan solo más trabajo. Deseaba dormir cinco años, pero no me dejarían.
Así que ahí estaba yo, en el Instituto de Chelsey, aún haciendo
Instrucción, todavía con mis granos. Eso siempre me recordaba cuan jodido
estaba.
Era un día especial. Un tipo de cada escuadra que había ganado la
competición del Manual de Armamento, daba un paso al frente y luego se
situaba en una larga línea donde se iba a celebrar la última prueba. De algún
modo, yo era el ganador de mi escuadra. No tenía idea de cómo lo había
logrado. Yo no era un ganador.
Era sábado. Muchos padres y madres llenaban los graderíos. Alguien tocó
una corneta. Una espada brilló. Tronaron las voces de mando. ¡Armas al
hombro derecho! ¡Al izquierdo! Los fusiles golpearon los hombros, sus
culatas golpearon el suelo, de nuevo se empotraron en nuestros hombros.
Las niñas pequeñas se sentaban en sus gradas con sus vestidos azules,
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verdes, amarillos, naranjas, blancos y rosas. Hacía calor, era aburrido,
aquello era una completa insensatez.
—¡Chinaski, estás compitiendo por el honor de tu escuadra!
—Sí, cabo Monty.
Todas esas pequeñas en sus gradas esperando cada una a su amante, su
ganador, su ejecutivo de la gran empresa. Era algo triste. Una bandada de
palomas, asustadas por un pedazo de papel ondeando al viento, crujiendo
hasta desaparecer. Deseé estar borracho de cerveza. Quería estar en
cualquier sitio menos en ese.
A medida que cada tipo cometía un error, salía de la línea. Pronto
quedaron seis, luego cinco, luego tres. Yo todavía estaba allí. No tenía
deseos de ganar. Sabía que no iba a ganar. Pronto me eliminarían. Quería
estar lejos de allí. Estaba cansado y aburrido. Y cubierto de granos. No daba
ni una cagarruta por aquello que estaban buscando. Pero no podía tener un
error demasiado obvio. El cabo Monty se sentiría herido.
Y entonces quedamos sólo dos de nosotros. Yo y Andrew Post. Post era
un favorito. Su padre era un famoso abogado criminalista. Estaba en las
gradas con su mujer, la madre de Andrew. Post estaba sudoroso pero
determinado. Podía percibir la energía, y la energía le pertenecía sólo a él.
Está bien, pensé, él lo necesita, ellos lo necesitan. Es así como funciona.
Es así como se supone que debe de ser.
Seguimos y seguimos, repitiendo varios ejercicios del Manual de
Armamentos. Con el rabillo del ojo divisé los palos de la portería en el
extremo del campo y pensé que si lo hubiera intentado más, podía haber
llegado a ser un gran jugador de rugby.
—¡PRESENTEN! —chilló el comandante y di un manotazo a mi arma. Sólo
había sonado uno. Y no sonó a mi izquierda. Andrew Post se había quedado
congelado. Un pequeño gemido surgió de los graderíos—. ¡ARMAS! —terminó
de ordenar el comandante, y yo completé el ejercicio. Post también lo hizo,
pero había perdido un movimiento.
La ceremonia dedicada al ganador aconteció días más tarde. Por suerte
para mí, también entregaban otros premios. Yo estaba en pie esperando con
los otros mientras el coronel Sussex recorría las filas. Mis granos estaban
peor que nunca y como siempre vestía ese áspero uniforme de lana mientras
el sol lucía en lo alto calentándome y haciéndome sentir cada fibra de esa
hija de puta de camisa. Yo no tenía mucho de soldado y todo el mundo lo
sabía. Había tenido una racha de suerte porque no me había preocupado lo
bastante como para ponerme nervioso. Me sentí preocupado por el coronel
Sussex, porque sabía lo que estaba pensando y quizás él sabía lo que yo
pensaba: que esa clase de coraje y devoción me importaban un rábano.
Entonces se detuvo frente a mí. Me puse firme pero me las arreglé para
lanzarle una mirada furtiva. Esta vez no babeaba. Quizás cuando estaba
mosqueado se le secaba. A pesar del calor soplaba un agradable viento del
Oeste. El coronel Sussex prendió una medalla sobre mí. Luego se acercó y
me dio la mano.
—Felicidades —dijo. Luego me sonrió y siguió andando.
Vaya con el viejo cabrón. Quizás no era tan malo después de todo...
Mientras caminaba hacia casa tenía la medalla en mi bolsillo. ¿Quién era
139
el coronel Sussex? Sólo un tipo que tenía que cagar como el resto de
nosotros. Todo el mundo tenía que doblegarse y encontrar un molde donde
encajar. Doctor, abogado, soldado... no importaba lo que fuera. Una vez
dentro del molde tenías que seguir adelante. Sussex era un tipo tan
desvalido como cualquiera. O bien te las arreglabas para hacer algo o te
morías de hambre en la calle.
Yo estaba solo, andando. En mi lado de la calle, justo antes de llegar al
primer bulevar en mi largo camino a casa, había una pequeña y olvidada
tienda. Me paré y miré por la ventana. Exhibían varios objetos con unas
sucias etiquetas prendidas sobre ellos. Vi algunos candelabros. Un tostador
eléctrico. Una lamparilla de mesa. El cristal de la ventana estaba sucio por
dentro y por fuera. A través de las manchas marrones divisé dos perros de
juguete que sonreían estúpidamente. También había un piano en miniatura.
Se suponía que esas cosas se vendían pero no parecían nada atractivas. No
había clientes en la tienda y tampoco pude ver a ningún empleado. Era un
lugar por el que había pasado muchas veces pero nunca me había parado a
examinarlo.
Observé y me gustó. Nada pasaba ahí dentro. Era un sitio para descansar
y dormir. Parecía muerto. Podía imaginarme felizmente empleado en esa
tienda, siempre y cuando no entraran clientes.
Me aparté de la ventana y anduve unos pocos pasos más. Antes de llegar
al bulevar me bajé de la acera y vi un gran sumidero casi a mis pies. Era
como una enorme boca negra que conducía a las entrañas de la tierra. Cogí
la medalla y la tiré por la negra abertura. Cayó directamente,
desapareciendo en la oscuridad.
Volví a subirme a la acera y regresé a casa. Cuando llegué, mis padres
estaban ocupados limpiando y ordenando la casa. Era sábado. Ahora me
tocaba segar y perfilar el césped así como regarlo además de las flores.
Me puse mis ropas de trabajo, salí, y mientras mi padre me observaba
tras sus espesas y malignas cejas, abrí las puertas del garaje y saqué
cuidadosamente la segadora. Sus cuchillas giratorias yacían inmóviles,
esperándome.
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42
—Tienes que intentar ser como Abe Mortenson —dijo mi madre—,
siempre saca sobresaliente. ¿Por qué tú nunca tienes un sobresaliente?
—Henry es un tonto del culo —replicó mi padre—. A veces no puedo creer
que sea hijo mío.
—¿Acaso no quieres ser feliz, Henry? —preguntó mi madre—. Nunca
sonríes. Sonríe y sé feliz.
—Deja de sentirte desgraciado —dijo mi padre—. ¡Sé un hombre!
—¡Sonríe, Henry!
—¿Qué va a ser de ti? ¿Cómo diablos te lo vas a hacer? ¡No tienes
energías para emprender nada!
—¿Por qué no vas a ver a Abe? Habla con él, aprende a ser como es él —
dijo mi madre...
Llamé a la puerta del piso de los Mortenson. La puerta se abrió. Era la
madre de Abe.
—No puedes ver a Abe. Está ocupado estudiando.
—Lo sé, señora Mortenson. Sólo quiero verle un minuto.
—De acuerdo. Su habitación está justo ahí.
Fui hasta su habitación. Tenía su propia mesa. Estaba sentado con un
libro abierto sobre otros dos. Sabía cuál era el libro por el color de sus
pastas: «Deberes y derechos del ciudadano.» ¡Por los clavos de Cristo, en
sábado!
Abe alzó la vista y me vio. Escupió en sus manos y siguió leyendo el
libro.
—Hola —dijo mientras leía una página.
—Apuesto a que te has leído esa página diez veces, mamón.
—Tengo que memorizarlo todo.
—Es sólo basura.
—Tengo que aprobar mis exámenes.
—¿Has pensado alguna vez en follar con una chica?
—¿Qué? —escupió en sus manos.
—¿Has mirado alguna vez el vestido de una chica y deseado ver más?
¿Has pensado por casualidad en su cosita?
—Eso no es importante.
—Es importante para ella.
—Tengo que estudiar.
—Hemos montado un pequeño partido de béisbol. Yo y algunos de los
chicos del instituto.
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—¿En domingo?
—¿Qué pasa con los domingos? La gente hace un montón de cosas en
domingo.
—Pero, ¿béisbol?
—Los profesionales juegan en domingo.
—Pero les pagan.
—¿Y a ti te pagan por leerte esa página una y otra vez? Venga, respira
un poco de aire puro, te aclarará la mente.
—De acuerdo. Pero sólo un momentito.
Se levantó y le seguí por el pasillo hasta llegar a la puerta delantera.
Cruzamos la puerta.
—Abe, ¿dónde vas?
—Salgo un instante.
—Bien, pero date prisa en volver. Tienes que estudiar.
—Lo sé...
—Bueno, Henry, encárgate de que vuelva en seguida.
—Me ocuparé de él, señora Mortenson.
Ahí estaban Baldy, Jimmy Hatcher y otros chicos del instituto además de
unos pocos del vecindario. Sólo teníamos siete muchachos en cada equipo,
lo que hacía que quedaran desprotegidos un par de ángulos, pero yo lo
prefería así. Yo jugaba en el centro del campo. Había mejorado mucho mi
juego, las cogía casi todas. Me gustaba jugar a corta distancia para coger los
tiros bajos. Pero lo que más me agradaba era correr para recoger las pelotas
que pasaban por encima de mi cabeza. Eso es lo que hizo Jigger Statz con el
equipo de los Angeles. Solo marcó en esa ocasión 280 puntos, pero por
todos los tantos que evitó que colaran los del equipo contrario se podía
considerar que marcó 500.
Todos los domingos más de una docena de chicas del vecindario venían y
nos observaban. Yo las ignoraba. Ellas chillaban cuando sucedía algo
excitante. Jugábamos con la pelota dura de los profesionales y cada uno
teníamos nuestro guante, incluso Mortenson. El tenía el mejor. Apenas lo
había usado.
Troté hasta el centro del campo y empezó el partido. Abe estaba en la
segunda base. Metí mi mano dentro del guante y le vociferé a Mortenson:
—¡Oye, Abe! ¿Te gustaría que tus cojones fueran tan grandes como esa
pelota?
Oí cómo se reían las chicas.
El primer chico bateó y falló. No era muy bueno. Yo fallaba también
muchas veces, pero era el más poderoso bateador de todos ellos. Podía
lanzarla por encima del solar hasta llegar a la calle. Siempre estaba muy
agachado sobre la base. Aparentaba ser un muelle.
Cada momento del juego era excitante para mí. Todos los partidos que
había perdido segando el césped, todos esos días de mi primera escuela en
que yo era arrinconado, ya habían pasado. Me había desarrollado. Yo tenía
algo y sabía que lo tenía y me sentía bien por ello.
—¡Oye, Abe! —vociferé—. ¡Con todo lo que te escupes en las manos no
necesitas talco!
El siguiente chico conectó un tiro alto, muy alto, y yo corrí hacia atrás
142
para cogerla por encima de mi hombro. Corrí a toda velocidad hacia atrás,
sintiéndome fenomenal, sabiendo que crearía el milagro una vez más.
Mierda. La pelota chocó contra un alto árbol al fondo del solar. Vi cómo
caía botando entre las ramas. Me detuve y esperé. Malo, caía hacia la
izquierda. Corrí hacia la izquierda. Entonces rebotó a la derecha. Corrí hacia
la derecha. Golpeó otra rama, se quedó inmóvil unos instantes y luego se
deslizó entre las hojas cayendo directamente en mi guante. Las chicas
chillaron.
Envié la pelota a nuestro lanzador con un solo bote y corrí hasta el
centro. El siguiente chico falló el bateo. Nuestro lanzador, Harvey Nixon,
sabía enviarla con fuego.
Cambiamos de sitio y me tocó arriba por primera vez. Nunca había visto
al chico que estaba sobre el túmulo. No era de Chelsey. Me pregunté de
dónde sería. Era un grandullón en todos los sentidos: enorme cabeza, gran
boca, enormes orejas y gran corpachón. Su pelo caía sobre los ojos dándole
aspecto de tonto. Su pelo era castaño y sus ojos verdes, y esos verdes ojos
me miraban fijamente a través del pelo como si me odiaran. Daba la
impresión de que su brazo izquierdo era más largo que el derecho. Era el
brazo con el que lanzaba. Nunca me había enfrentado a un zurdo, no con la
pelota profesional. Pero podía vencerse a cualquiera. Puestos cabeza abajo,
todos eran iguales.
«Gatito» Floss, le llamaban. Vaya gatito de 90 kilos.
—¡Venga, Carnicero, envíala fuera —pidió una de las chicas. Me llamaban
«Carnicero» porque jugaba bien y además las ignoraba.
Gatito me lanzó una mirada entre sus dos orejones. Escupí sobre la base,
clavé mis píes y blandí el bate.
Gatito movió la cabeza como si el recogedor le hubiera hecho una seña.
Pero sólo estaba pavoneándose. Luego paseó la vista por el solar. Más
pavoneo. Todo a favor de las chicas. Su cabezota no albergaba más que
retazos de pensamiento.
Alzó su brazo. Yo miraba la pelota que sostenía en su izquierda. Mis ojos
jamás abandonaban la pelota. Había aprendido el truco. Tenías que
concentrarte en la pelota y seguirla durante todo su recorrido hasta que
alcanzaba la base y entonces le dabas un castañazo con el palo.
Vi cómo la pelota abandonaba sus dedos en medio del resplandor del sol.
Era una mancha asesina, borrosa y zumbante, pero podía pararse. Pasó más
abajo de mis rodillas y fuera de la zona de bateo. Su recogedor hubo de
tirarse al suelo para recogerla.
—Primera pelota —tartamudeó el viejo pedo del vecindario que arbitraba
nuestros partidos. Era un vigilante nocturno de unos grandes almacenes y le
gustaba hablar con las chicas. «Tengo dos chicas en casa que son como
vosotras, niñas. Realmente bonitas. También llevan vestidos ceñidos». Le
gustaba agacharse sobre la base y mostrarles sus grandes cachas. Eso es
todo lo que tenía, eso y un diente de oro.
El recogedor devolvió la pelota a Gatito Floss.
—¡Oye, Minino! —le chillé.
—¿Te refieres a mí?
—Me refiero a ti, brazos cortos. Tendrás que acercarte un poco más o
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tendré que llamar un taxi.
—La próxima bola es toda tuya —me contestó.
—Bien —repliqué clavando los pies de nuevo sobre la base.
Volvió a repetir los mismos gestos, cabeceando de nuevo como
respondiendo a una seña, abrazando con su mirada a todo el personal. Sus
ojos verdes me miraron tras la cortina de su sucio pelo castaño. Se preparó
para lanzar la pelota. Salió disparada de entre sus dedos. Era una pequeña
mota marrón que venía disparada desde el cielo y desfigurada por el sol. De
pronto, avanzaba como un cohete directa a mi cráneo. Me dejé caer sobre
mis pies, sintiendo cómo rozaba mis cabellos.
—¡Primer tanto! —refunfuñó el viejo tío pedo.
—¿Qué? —vociferé. El recogedor aún tenía la pelota en las manos. Estaba
tan sorprendido por la declaración del arbitro como yo. Le quité la pelota de
las manos y se la mostré a esa especie de arbitro.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Es una pelota de béisbol.
—Muy bien. Recuerde qué aspecto tiene.
Cogí la pelota y anduve hacia el pequeño montículo. Los ojos verdes fijos
en mí no pestañearon bajo el flequillo castaño. Pero la boca se abrió un
poco, como la de una rana boqueando.
Me aproximé a Gatito.
—No sé hacer filigranas con la cabeza. La próxima vez que hagas esto, te
la voy a meter por donde se te olvidó limpiarte. —Le pasé la pelota y
regresé a mi base. Afirmé bien los pies y alcé el bate.
—Uno a uno —contabilizó el viejo pedo.
Floss reculó coceando la tierra de su montículo. Miró hacia el extremo
izquierdo. No había nada más que un perro pulgoso rascándose la oreja.
Floss lo miró como si esperara una seña. Estaba pensando en las chicas e
intentando impresionarlas. El viejo tío pedo se agachó marcando su macizo
culo, también intentando lucirse. Probablemente yo era el único que
concentraba su mente en lo que hacía.
Y llegó el instante, Gatito Floss alzó su brazo. Esa aspa de molino zurdo
podía asustarte si te dejabas. Tenías que armarte de paciencia y esperar a la
pelota. Finalmente tenían que lanzártela. Entonces era tu turno, y cuanto
más fuerte la lanzaran, con más fuerza podías batear y mandarla al cuerno.
Vi cómo la pelota abandonaba sus dedos a la par que chillaba una chica.
Floss no había perdido su vigor. La bola parecía un proyectil, sólo que más
grande y dirigido de nuevo a mi cráneo. Todo lo que sé es que intenté
morder el polvo lo más rápido que pude. Me llené la boca.
—¡SEGUNDO TANTO! —oí que vociferaba el viejo pedo. Ni siquiera
pronunciaba bien. Consíguete un tipo que trabaje por nada y obtendrás un
haragán.
Me levanté limpiándome el polvo. Mis calzones tenían un aspecto terrible.
Mi madre seguro que preguntaría: «¿Henry, cómo logras ensuciarte tanto? Y
no pongas esa cara. Sonríe y serás feliz.»
Volví al montículo y me planté frente a él. Nadie dijo ni pío. Tan sólo me
quedé mirando a Gatito. Yo tenía mi bate en la mano. Cogí el bate por su
extremo y lo apliqué contra su nariz. El se lo quitó de un manotazo. Me di la
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vuelta y volví a mi base. A mitad de camino me paré y volví a mirarle
fijamente. Luego regresé a la base.
Volví a afirmarme y blandí el bate. Esta iba a ser la mía. Gatito clavó sus
ojos sobre una seña inexistente. Se quedó mirando un buen rato y luego
meneó la cabeza: NO. Sus ojos verdes fijos en mí tras la cortina de su pelo.
Moví el bate con más fiereza.
—¡Mándala al cuerno, Carnicero! —chilló una chica.
—¡Carni! ¡Carni! ¡Carni! —vociferó otra.
Entonces Gatito nos dio la espalda y se quedó mirando al centro del
campo.
—¡Tiempo! —dije yo y salí de la base. Había una niña preciosa vestida
con un traje amarillo. Su pelo era rubio y liso y caía como una dorada
cascada. Realmente hermosa. Logré fijar su mirada un instante y ella me
decía:
—¡Carni, hazlo, por favor!
—¡Cállate! —repliqué y volví a mi base.
El tiro vino. Lo vi desde el principio. Era mi tiro. Desgraciadamente, yo
quería que viniese por la derecha para salir de mi base y matar o ser
matado. Pero la pelota fue directa al centro de la base. Cuando me puse en
posición lo único que pude hacer fue rozarla débilmente por arriba.
El bastardo me había mamoneado todo el rato.
Me marcó otros tres tantos directos en las siguientes jugadas. Podía jurar
que el tipo tenía al menos 23 años. Probablemente era un semiprofesional.
Uno de los muchachos finalmente le arrebató dos tantos.
Pero yo era bueno jugando. Recogí algunas buenas. Sabía moverme. Y
también que cuanto más viera cómo lanzaba Gatito, mejor podría hacerle
frente luego.
Ya no intentaba machacarme el cráneo. No le hacía falta. Tan sólo las
dirigía al centro de mi cuerpo. Yo esperaba que fuera cuestión de tiempo el
que pudiera batear una buena.
Pero las cosas empeoraron y empeoraron. No me gustó en absoluto. A
las chicas tampoco. Ojos Verdes no sólo era bueno sobre el montículo del
lanzador, sino también en la base bateando pelotas. Los primeros bateos le
permitieron recorrer dos bases. Con el tercero envió la pelota muy por
encima y se marcó un doble, recorriendo dos bases. La pelota pasó entre
Abe y yo, que estaba de centro-campista. Yo sprinté para salir al encuentro,
las chicas chillaron, y, mientras, Abe corrió mirando por encima de su
hombro, la boca caída y babeante, pareciéndose a un subnormal. Yo llegué
cargando a toda velocidad y exclamando: «¡Es mía!» En realidad era suya,
pero de algún modo no soportaba la idea de que fuera él quien la recogiera.
El no era más que un maldito roedor de libros y la verdad es que no me
gustaba, por ello cargué contra él mientras la pelota descendía. Nos
estrellamos el uno contra el otro. La pelota se cayó de su guante mientras
caíamos al suelo y yo la recogí en el aire.
Me levanté mientras él seguía en el suelo.
—¡Levántate! ¡Bastardo de mierda! —le espeté.
Abe permaneció en el suelo. Estaba llorando y se sujetaba el brazo
izquierdo.
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—Creo que me he roto el brazo —contestó.
—¡Levántate, so cagarruta!
Abe se irguió por fin y salió del campo de juego, llorando y sujetándose
el brazo.
Yo miré a mi alrededor.
—De acuerdo —dije—, ¡juguemos al béisbol!
Pero todo el mundo se estaba yendo. Incluso las chicas. El partido
evidentemente había finalizado. Me quedé unos minutos más y luego caminé
hacia casa...
Justo antes de cenar sonó el teléfono. Mi madre se puso al aparato. Su
voz comenzó a excitarse. Colgó y oí como charlaba con mi padre.
Luego vino a mi habitación.
—Ven a la sala, por favor —me dijo.
Me acerqué y me senté en el sillón. Cada uno de ellos se sentó en una
silla. Siempre actuaban del mismo modo. Las sillas significaban que
pertenecías a la casa; el sillón era para las visitas.
—Acaba de telefonear la señora Mortenson. Han hecho unas radiografías.
Has roto el brazo de su hijo.
—Fue un accidente —contesté.
—Dice que va a demandarnos. Tiene un abogado judío. Nos embargarán
todo lo que tenemos.
—Tampoco tenemos muchas cosas.
Mi madre era una de esas mujeres que lloran en silencio. Cuanto más
lloraba más fluían las lágrimas. Sus mejillas comenzaron a brillar bajo la luz
del crepúsculo.
Se limpió los ojos. Tenían un color parduzco, desdibujado por el llanto.
—¿Por qué le rompiste el brazo a ese chico?
—Fue un encontronazo. Ambos fuimos a recoger la pelota.
—¿Qué es eso de «encontronazo»?
—El que se lo busca, lo obtiene.
—Pero entonces, ¿fue un encontronazo?
—Sí.
—¿Y de qué modo nos va a ayudar el que sea un accidente? El abogado
judío tiene en su ventaja un brazo roto.
Me levanté y me retiré a mi habitación donde esperé la cena. Mi padre no
había dicho nada. Estaba confundido. Por un lado estaba preocupado por la
idea de perder todo lo que tenía, y por otro estaba orgulloso de tener un hijo
que podía partirle el brazo a alguien.
146
43
Jimmy Hatcher empleaba parte de su tiempo trabajando en una tienda de
ultramarinos. Mientras ninguno de nosotros obteníamos trabajo, él siempre
estaba empleado. Con su carita y su tipo nunca tenía problemas para
encontrar trabajo.
—¿Por qué no vienes a mi apartamento después de cenar esta noche? —
me preguntó un día.
—¿Para qué?
—Robo toda la cerveza que quiero y la llevo a casa. Podemos bebérnosla.
—¿Dónde la tienes?
—En el refrigerador.
—Muéstramela.
Estábamos casi a una manzana de distancia. Recorrimos el camino
andando. En el vestíbulo Jimmy dijo:
—Espera un minuto, voy a ver el correo. —Sacó su llave y abrió el buzón.
Estaba vacío. Lo cerró de nuevo—. Mi llave abre el buzón de esta mujer.
Mira.
Jimmy abrió un buzón, extrajo una carta y la abrió. Me leyó la carta.
«Querida Betty: Sé que este cheque te llega con retraso y que has
estado esperándolo. He perdido mi trabajo. Encontré otro, pero está peor
pagado. De todos modos aquí está el cheque. Espero que todo te vaya bien.
Con cariño, Don.»
Jimmy cogió el cheque y lo miró. Lo rompió en pedacitos junto con la
carta y se guardó los trozos en el bolsillo de su cazadora. Luego cerró el
buzón.
—Vamos.
Fuimos a su apartamento y entramos en la cocina, donde abrió el
refrigerador. Estaba repleto de latas de cerveza.
—¿Lo sabe tu madre?
—Claro. Ella se la bebe.
Cerró la nevera.
—Jim, ¿tu padre se saltó los sesos por culpa de tu madre?
—Sí. El estaba al teléfono y contó que tenía una pistola. Dijo: «Si no
vuelves conmigo, voy a suicidarme. ¿Volverás conmigo?» Y mi madre
contestó: «No.» Hubo un tiro y eso fue todo.
—¿Qué es lo que hizo tu madre?
—Colgó el teléfono.
—De acuerdo. Te veré esta noche.
147
Les dije a mis padres que iba a casa de Jimmy para hacer unos deberes
con él. El tipo de deberes que me gustaban, pensé para mis adentros.
—Jimmy es un chico agradable —dijo mi madre.
Mi padre permaneció callado.
Jimmy sacó la cerveza y comenzamos a beberla. Realmente me gustaba.
La madre de Jimmy trabajaba en el bar hasta las dos de la mañana.
Teníamos el apartamento para nosotros solos.
—Tu madre tiene un tipo magnífico, Jim. ¿Cómo es que muchas mujeres
tienen unos cuerpazos fantásticos y otras parecen deformes? ¿Por qué no
tienen todas un tipazo?
—Dios, no lo sé. Quizás si todas las mujeres fueran iguales, nos
aburrirían.
—Bébete alguna más. Bebes demasiado despacio.
—De acuerdo.
—A lo mejor, después de unas pocas cervezas te daré una paliza que te
siente bien.
—Somos amigos, Hank.
—No tengo amigos. ¡Bébetela!
—De acuerdo. ¿Cuál es la prisa?
—Tienes que trasegarlas a toda máquina para que te hagan efecto.
Abrimos algunas latas más de cerveza.
—Si yo fuera mujer, andaría por ahí con las faldas bien alzadas para
excitar a todos los hombres —dijo Jimmy.
—Me enfermas.
—Mi madre conoció a un tipo que se bebía su meada.
—¿Qué?
—Sí. Se emborrachaban durante toda la noche y luego él se tumbaba en
la bañera y ella le meaba en la boca. Luego él le entregaba veinticinco
dólares.
—¿Te contó ella eso?
—Desde que murió mi padre, ella se confía en mí. Es como si yo hubiera
tomado su puesto.
—¿Quieres decir que...?
—Oh, no. Tan sólo me hace confidencias.
—¿Como las de ese tipo en la bañera?
—Sí, como ésas.
—Cuéntame algo más.
—No.
—Venga hombre, bebe más. ¿Hay alguien que se coma la mierda de tu
madre?
—No hables de ese modo.
Terminé mi lata de cerveza y la arrojé al otro lado de la habitación.
—Me gustó esta dosis. Voy a por otra.
Me acerqué a la nevera y traje un paquete de seis.
—Soy un hijo de puta realmente duro —dije—. Tienes suerte de que te
deje revolotear a mi alrededor.
—Somos amigos, Hank.
Le puse una lata de cerveza bajo su nariz.
148
—¡Venga, bébete esto!
Fui al baño para mear. Era una habitación muy afeminada, con toallas de
brillantes colores y azulejos rosas. Incluso el retrete era de color rosa. Ella
se sentaba sobre el retrete con su culo blanco y enorme y su nombre era
Clare. Miré mi polla virginal.
—Soy un hombre —dije—. Puedo darle por culo a cualquiera.
—Necesito pasar al baño, Hank... —Jim llamó a la puerta.
Entró en el baño y oí como vomitaba.
—Ah, mierda... —dije yo y abrí otra lata de cerveza.
Al cabo de unos minutos Jim salió y se sentó en una silla. Estaba muy
pálido y yo le metí una lata de cerveza bajo las narices.
—¡Bébela! ¡Sé un hombre! ¡Si eres lo suficientemente hombre como para
robarlas, has de serlo también para bebértelas!
—Deja que me recupere un poco.
—¡Bébela!
Me senté en el sillón. Emborracharse era magnífico. Decidí que siempre
me emborracharía. Todo lo vulgar de la vida desaparecía y quizás si te
apartabas de ello muy a menudo, no te convertirías en un ser vulgar.
Miré a Jimmy.
—Bebe, tío mierda.
Tiré mi lata vacía al otro extremo de la habitación.
—Dime algo más de tu madre, chaval. ¿Qué es lo que ella decía acerca
del tipo que bebía su meado en la bañera?
—Ella decía: cada minuto nace un mamón.
—Jim.
—¿Sí?
—¡Bebe! ¡Sé un hombre!
Alzó su lata de cerveza y luego salió corriendo hacia el baño donde le oí
vomitar de nuevo. Volvió al cabo de un rato y se sentó en la silla. No tenía
buen aspecto.
—Tengo que tumbarme —dijo.
—Jimmy —dije—, pienso esperar hasta que llegue tu madre.
Jimmy se levantó de la silla y empezó a dirigirse al dormitorio.
—Cuando llegue, pienso follármela, Jimmy.
No me oyó. Tan sólo se metió en el dormitorio.
Fui a la cocina y volví con más cerveza.
Me senté y bebí la cerveza esperando a Clare. ¿Dónde estaba esa puta?
No me podía permitir esas faltas, yo era el patrón de un disciplinado barco.
Me levanté y anduve hasta el dormitorio. Jim estaba tumbado boca abajo
sobre la cama con todas sus ropas puestas, incluso los zapatos. Volví a salir.
Bueno, era obvio que ese chico no tenía estómago para la bebida. Clare
necesitaba un hombre. Me senté y abrí otra lata de cerveza. Bebí un largo
sorbo. Encontré un paquete de cigarrillos en la mesita del café y encendí
uno.
No sé cuántas cervezas más bebí mientras esperaba a Clare, pero
finalmente oí cómo se abría la puerta. Ahí estaba Clare con su cuerpazo y su
pelo brillantemente rubio. Su cuerpo se alzaba sobre unos zapatos de alto
tacón y se tambaleaba un poco. Ningún artista podía haber imaginado algo
149
mejor. Las lámparas, las sillas, la alfombra, las paredes... todo la miraba
mientras ella permanecía en pie...
—¿Quién demonios eres? ¿Qué significa esto?
—Clare, por fin nos encontramos. Soy Hank, el amigo de Jimmy.
—¡Sal de aquí!
—¡Voy a quedarme, nena —me reí—, tenemos algo entre tú y yo!
—¿Dónde está Jimmy?
Entró corriendo en el dormitorio y luego salió.
—¡Pequeño cabrón! ¿Qué ha pasado aquí? Cogí un cigarrillo, lo encendí e
hice una mueca.
—Estás más guapa cuando te enfadas...
—No eres nada más que un pequeñajo borracho de cerveza. Vete a casa.
—Siéntate, nena. Tómate una cerveza. Clare se sentó. Me sorprendí
mucho cuando lo hizo.
—Tú vas a Chelsey, ¿no es verdad? —preguntó.
—Sí, Jimmy y yo somos compañeros.
—Tú eres Hank.
—Sí.
—Me ha hablado de ti.
Le ofrecí a Clare una lata de cerveza. Mi mano temblaba.
—Aquí tienes, bebe un trago, nena.
Abrió la cerveza y bebió un sorbo.
Miré a Clare, alcé la cerveza y comencé a excitarme. Era toda una mujer,
con un tipazo a lo Mae West y con el mismo tipo de vestido ajustado.
Grandes caderas, magníficas piernas. Y los senos; unas tetas asombrosas.
Clare cruzó sus fantásticas piernas y la falda se subió un poco. Abrí otra
lata, tomé un sorbo y la miré, sin saber si fijarme en las tetas, las piernas o
en su rostro cansado.
—Siento que tu hijo se haya emborrachado, pero tengo que decirte algo.
Ella giró la cabeza para encender un cigarrillo, luego volvió a mirarme.
—¿Sí?
—Clare, te quiero.
No se rió. Sólo me devolvió una pequeña sonrisa inclinando las comisuras
de su boca.
—Pobre chaval. No eres más que un pollito fuera del cascarón.
Era verdad, pero me enfureció. Quizás porque era verdad. La
somnolencia y la cerveza creaban otra imagen. Tomé otro sorbo, la miré y
dije:
—Corta el rollo. Súbete la falda. Enséñame alguna pierna. Enséñame algo
de carne.
—Sólo eres un niño.
Entonces lo dije. No sé de dónde me salieron las palabras, pero lo dije:
—Podía partirte en dos, nena, si me das la oportunidad.
—¿Sí?
—Sí.
Entonces lo hizo. Como si no fuera nada. Descruzó sus piernas y se subió
la falda.
No llevaba bragas.
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Vi sus abundantes muslos. Ríos de carne. Tenía una gran verruga
sobresaliente en la cara interior de su muslo izquierdo. Y una jungla de pelo
enmarañado entre las piernas, pero no era amarillo brillante como el de su
cabeza, era marrón y festoneado de gris, viejo como un arbusto reseco,
inanimado y triste.
Me levanté.
—Me tengo que ir, señora Hatcher.
—¡Cristo, creí que querías tener un poco de fiesta!
—No con su hijo en la otra habitación, señora Hatcher.
—No te preocupes por él, Hank. Está pasado de vueltas.
—No, señora Hatcher. En verdad tengo que irme.
—Muy bien, ¡sal de aquí, maldito enano!
Cerré la puerta tras de mí, crucé el vestíbulo del edificio de apartamentos
y salí a la calle.
Pensar que alguien se había suicidado por eso.
La noche de repente pareció magnífica. Anduve hasta la casa de mis
padres.
151
44
Podía ver el camino que se abría frente a mí. Yo era pobre e iba a
continuar siéndolo. Pero tampoco deseaba especialmente tener dinero. No
sabía qué es lo que quería. Sí, lo sabía. Deseaba algún lugar donde
esconderme, algún sitio donde no tuviera que hacer nada. El pensamiento
de llegar a ser alguien no sólo no me atraía sino que me enfermaba. Pensar
en ser un abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me
parecía imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura
familiar. Ir a algún sitio para trabajar todos los días y después volver. Era
imposible. Hacer cosas normales como ir a comidas campestres, fiestas de
Navidad, el 4 de Julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre... ¿acaso los
hombres nacían para soportar esas cosas y luego morir? Prefería ser un
lavaplatos, volver a mi pequeña habitación y emborracharme hasta
dormirme.
Mi padre tenía un plan maestro. Me dijo:
—Hijo mío, cada hombre debería de comprar una casa en su vida.
Cuando muera, su hijo heredaría esa casa. Más adelante ese hijo compra su
propia casa y luego muere. Entonces su hijo hereda dos casas. Ese otro hijo
pronto adquiere la suya propia y entonces ya tiene tres casas...
La estructura familiar. O cómo vencer a la adversidad a través de la
familia. El creía en eso. Coge la familia, mézclala con Dios y la Nación, añade
diez horas de trabajo diario, y tienes todo lo que necesitas.
Observé a mi padre, sus manos, su rostro, sus cejas, y supe que ese
hombre no tenía nada que ver conmigo. Era un extraño. Mi madre no
existía. Yo era un maldito. Mirando a mi padre no vi nada más que una
insipidez indecente. Peor aún, él tenía mayor miedo a fracasar que el resto
de la gente. Siglos de sangre campesina y de educación campesina. Las
características sanguíneas de los Chinaski se habían debilitado por unos
cuantos siervos de la gleba que empeñaron sus vidas en pequeños logros
fraccionarios e ilusorios. No hubo ningún hombre en el árbol genealógico que
dijera: «¡No quiero una casa, quiero mil casas y ahora mismo!»
Mi padre me había enviado a ese instituto para ricos deseando que se me
pegara el aire de los dirigentes mientras observaba a los muchachos
ricachones haciendo chirriar sus cupés color crema y acompañando a chicas
de trajes brillantes. Sin embargo aprendí que los pobres normalmente
permanecen en la pobreza. Que los jóvenes ricos husmean el hedor de los
pobres y aprenden a encontrarlo divertido. Tienen que reírse, porque de lo
contrario sería demasiado aterrador. Han aprendido eso a lo largo de los
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siglos. Nunca perdonaré a las chicas por meterse en esos cupés color crema
con los ríentes muchachos. No podían evitarlo, por supuesto, pero siempre
pensabas que tal vez... Pero no. No había tal vez. El bienestar económico
significaba victoria, y la victoria era la única realidad.
¿Qué mujer elige vivir con un lavaplatos?
Durante toda mi estancia en el instituto traté de no pensar mucho en
como me podrían ir eventualmente las cosas. Parecía mejor evitar
pensarlo...
Finalmente llegó el día de la Promoción de los Mayores. Se celebró en el
gimnasio de las chicas y con música en vivo, una verdadera banda. No sé
por qué, pero esa noche me acerqué andando —recorriendo las dos millas y
media desde casa de mis padres—, me planté en la oscuridad y miré hacia
adentro a través de la malla metálica que cubría la ventana. Me quedé
asombrado. Todas las chicas parecían adultas, majestuosas, amorosas en
sus vestidos largos; todas eran bellas. Y los chicos enfundados en sus
esmóquines tenían un aspecto formidable, bailando todos tan erguidos, cada
uno de ellos sosteniendo a una chica en sus brazos y con sus caras
aplastadas contra el pelo femenino. Todos danzaban magníficamente y la
música sonaba límpida, fuerte y hermosa.
Entonces me vi reflejado en el cristal, granos y marcas cubriéndome la
cara, la camisa deshilachada. Era como si un animal de la selva hubiera sido
atraído por la luz. ¿Por qué había venido? Me sentí mal. Pero seguí mirando.
El baile acabó. Hubo una pausa. Las parejas hablaban entre sí con soltura.
Todo era natural y civilizado. ¿Dónde habían aprendido a conversar y bailar?
Yo no podía ni conversar ni danzar. Todo el mundo sabía algo que yo
desconocía. Las chicas eran tan bonitas, los muchachos tan bien parecidos.
Era tan difícil mirar de cerca a una de esas chicas, y no digamos estar solo
con ellas. Mirar en sus ojos o bailar con ellas era algo más allá de mi
alcance.
Y sin embargo sabía que lo que estaba viendo no era tan simple ni bonito
corrió aparentaba. Había que pagar un precio por todo ello, una falsedad
social en la cual se podía creer fácilmente, pero que podía ser el primer paso
que condujera a un callejón sin salida. La banda de música comenzó a tocar
de nuevo y los chicos y chicas bailaron mientras las luces giraban por
encima de ellos lanzando destellos dorados, rojos, azules, verdes y otra vez
dorados sobre las parejas. Mientras las observaba, me dije a mí mismo:
«Algún día comenzará mi baile. Cuando llegue ese día, yo tendré algo que
ellos no poseen.»
Pero empezó a ser demasiado para mí. Los odié. Odié su belleza, su
juventud sin problemas, y mientras los miraba danzar a través de los
remansos de luz mágicamente coloreada, abrazándose entre ellos,
sintiéndose tan bien, como niños inmaculados en gracia temporal, los odié
porque tenían algo que yo aún desconocía, y me dije a mí mismo de nuevo:
«Algún día seré tan feliz como cualquiera de vosotros, ya lo veréis.»
Ellos siguieron bailando y yo repetí mi promesa.
Entonces oí un ruido tras de mí.
—Oye, ¿qué estás haciendo?
Era un viejo con una linterna. Tenía una cabeza como la de una rana.
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—Estoy viendo el baile.
Sostuvo la linterna justo bajo su nariz. Sus ojos eran redondos y
grandes. Brillaban como los de un gato bajo la luz de la luna. Pero su boca
era seca y marchita y la cabeza redonda. Tenía una peculiar redondez en
todos sus miembros que recordaba a una calabaza que intentara parecer
inteligente.
—¡Mueve tu culo de ahí!
Me enfocó con la linterna.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Soy el guarda nocturno. ¡Mueve tu culo de ahí antes que llame a la
policía!
—¿Por qué? Esta es la Promoción de los Mayores y yo soy uno de ellos.
Enfocó la linterna a mi cara. La banda tocaba «Púrpura intensa».
—¡Mierda! —dijo—. ¡Al menos tienes 22 años!
—Estoy en las listas de este año. Clase de 1939, promoción de
graduados, Henry Chinaski.
—¿Por qué no estás dentro bailando?
—Olvídelo. Me voy a casa.
—Hazlo.
Me di la vuelta y empecé a andar. Su linterna enfocó el camino
siguiéndome con su haz de luz. Salí del campus. Era una noche templada y
agradable, casi calurosa. Creo que vi algunas luciérnagas, pero no estoy
seguro.
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El Día de la Graduación. Nos pusimos nuestros birretes y togas para estar
a la altura de «la Pompa y sus Circunstancias». Supongo que en esos tres
años algo debimos de aprender. Nuestras capacidades lingüísticas
probablemente habían mejorado y habíamos crecido de tamaño. Yo todavía
era virgen. «Oye, Henry, ¿no has saboreado una cerecita todavía?» Y yo
diría: «No hay modo.»
Jimmy Hatcher se sentaba a mi lado. El director estaba dando su
discursito y realmente arañaba el fondo del viejo barril de mierda.
—América es la gran tierra de la Oportunidad y cualquier hombre o mujer
que lo desee tendrá éxito...
—Lavaplatos —dije yo.
—Perrero —replicó Jimmy.
—Ladrón —dije.
—Basurero —siguió Jimmy.
—Celador de un manicomio —dije.
—América es valerosa. América fue construida por los valientes... La
nuestra es una sociedad justa.
—Justa para unos pocos —dijo Jimmy.
—...una sociedad decente, y todos los que buscan el tesoro que yace al
final del arco iris hallarán...
—Una mierda arrastrándose sobre patas peludas —sugerí. —¡...y puedo
decir, sin vacilar, que esta Clase en particular del Verano de 1939, apenas
una década posterior a la gran Depresión, esta promoción del Verano del 39
ha madurado más en las virtudes del coraje, el talento y el amor que
ninguna otra clase que yo haya tenido el placer de ser testigo!
Los padres, madres y parientes aplaudieron frenéticamente; tan sólo
unos pocos estudiantes secundaron la ovación.
—Promoción del Verano de 1939, estoy orgulloso de vuestro futuro.
Estoy seguro de vuestro futuro. ¡Ahora sois enviados a vuestra gran
aventura.
Muchos de ellos se encaminaban a la Universidad para seguir sin trabajar
al menos otros cuatro años.
—¡Y envío mis plegarias y bendiciones con vosotros!
Los estudiantes honoríficos fueron los primeros en recibir sus diplomas.
Salieron uno por uno. Abe Mortenson fue llamado y obtuvo el suyo. Yo
aplaudí.
—¿Dónde acabará él? —preguntó Jimmy.
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—Contable de costos de alguna empresa fabricante de repuestos para
automóvil en algún lugar cerca de Cardena, California.
—Un trabajo para toda la vida... —dijo Jimmy.
—Una mujer para toda la vida —añadí.
—Abe nunca será un miserable...
—Ni tampoco feliz.
—Un hombre obediente...
—Un cuello duro...
—Pelotillero...
—Estirado...
Cuando acabaron con los estudiantes de honor, comenzaron con
nosotros. Me sentía incómodo sentado allí. Deseé largarme.
—¡Henry Chinaski! —fui llamado.
—Funcionario público —le dije a Jimmy.
Subí y crucé el escenario, cogí el diploma y estreché la mano del director.
Era viscosa como el interior de una pecera sucia.
(Dos años más tarde se descubrió que manipulaba los fondos del colegio.
Pasó por el tribunal, fue declarado culpable y acabó en la cárcel.)
Pasé frente a Mortenson y su grupo honorífico mientras volvía a mi
asiento. El miró a su alrededor y me tendió un dedo de modo que yo sólo
pudiera verlo. Me quedé desconcertado. Era algo tan inesperado.
Regresé y me senté al lado de Jimmy.
—¡Mortenson me ha enseñado el dedo!
—¡No! ¡No me lo creo!
—¡Hijo de puta! ¡Me ha jodido el día! ¡No es que valiera mucho, pero me
lo ha estropeado totalmente!
—¡No puedo creer que tuviera los cojones de hacerte tal cosa!
—No es su modo de actuar. ¿Crees que alguien le dirige?
—No sé qué pensar.
—¡Sabe que le puedo partir en dos sin despeinarme!
—¡Destrózale!
—¿Pero es que no ves que me ha vencido? Me ha derrotado con la
sorpresa.
—Todo lo que tienes que hacer es darle mil patadas en el culo.
—¿Crees que ese hijo de puta ha aprendido algo leyendo todos esos
libros? Yo sé que no hay nada en ellos, porque me los he leído salteando las
páginas de cuatro en cuatro.
—¡Jimmy Hatcher! —fue anunciado su nombre,
—Cura —me dijo.
—Granjero avícola —le respondí.
Jimmy se levantó y obtuvo su diploma. Yo aplaudí fuertemente.
Cualquiera que pudiera vivir con una madre como la suya merecía un
espaldarazo. Volvió a su sitio y pudimos ver cómo todos esos chicos y chicas
forrados de pasta se levantaban y obtenían los suyos.
—No puedes culparles porque sean ricos —dijo Jimmy.
—No, a quienes acuso es a sus padres.
—Y a sus abuelos.
—Sí, y me encantaría coger sus coches nuevos y sus lindas chavalas y
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darle por culo a la justicia social.
—Sí —dijo Jimmy—, creo que la gente sólo piensa en las injusticias
cuando les suceden a ellos.
Los chicos y chicas cargados de oro desfilaron por el escenario. Yo
permanecía sentado preguntándome si darle un puñetazo a Abe o no. Podía
verle volar, aún vestido con su toga y birrete, víctima de mi gancho de
derecha. Y todas las chicas pensarían: «¡Dios mío, este Chinaski ha de ser
un toro en el ring!»
Por otro lado, Abe era poca cosa. Apenas se notaba que estaba allí. No
ganaría nada dándole un puñetazo. Decidí no hacerlo. Ya había roto su brazo
y sus padres no habían demandado a los míos. Si ahora le partía la cabeza,
seguramente nos demandarían. Se llevarían el último centavo de mi padre.
No es que me importara. Era por mi madre: ella sufriría locamente, sin
razón ni sentido.
Entonces acabó la ceremonia. Los estudiantes abandonaron sus asientos
y salieron. Se encontraron con sus padres y parientes sobre la explanada
delantera. Hubo un montón de abrazos y besuqueos. Vi a mis padres
esperando. Me acerqué a ellos y me detuve a un metro de distancia.
—Vámonos de aquí —les dije.
Mi madre me estaba observando.
—Henry, ¡estoy tan orgullosa de ti!
Entonces mi madre giró la cabeza.
—¡Oh, allí van Abe y sus padres! ¡Son una gente tan agradable!. ¡Oh,
Señora Mortenson!
Ellos se pararon y mi madre corrió a abrazar a la señora Mortenson. Fue
la señora Mortenson la que decidió no demandarnos tras pasarse largas
horas hablando por teléfono con mi madre. Se decidió que yo era un tipo
algo trastornado y que mi madre ya había sufrido demasiado conmigo.
Mi padre estrechó las manos del señor Mortenson y yo me acerqué a
Abe.
—Muy bien, mamahuevos, ¿qué querías decir al mostrarme tu dedo?
—¿Qué?
—¡El dedo!
—No sé de qué me hablas.
—¡El dedo!
—Henry, ¡realmente no sé de lo que me hablas!
—Muy bien, ¡Abraham, es hora de irnos! —dijo su madre.
La familia Mortenson partió muy unida. Me quedé mirándoles. Entonces
comenzamos a acercarnos a nuestro viejo coche. Anduvimos hacia el Oeste
hasta llegar a la esquina y doblamos hacia el Sur.
—¡Ese chico de los Mortenson sabe bien cómo aplicarse! —dijo mi padre.
¿Cómo vas tú a lograrlo jamás? Nunca te he visto fijarte en un libro de
texto, no digamos en su interior.
—Algunos libros son estúpidos —contesté.
—¡Oh, son estúpidos!. ¿No es así? ¿Entonces no quieres estudiar? ¿Qué
es lo que puedes hacer? ¿Para qué sirves? ¿Qué es lo que puedes hacer? ¡Me
ha costado miles de dólares criarte, alimentarte, vestirte! Supón que te
abandono en la calle. ¿Qué harías?
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—Cazar mariposas.
Mi madre comenzó a llorar. Mi padre paseó con ella arriba y abajo del
lugar donde estaba aparcado nuestro coche de diez años de antigüedad.
Mientras yo esperaba en pie, los coches nuevos de las otras familias
rugieron al pasar frente a nosotros rumbo a cualquier parte.
Entonces pasaron andando Jimmy y su madre. Ella se paró.
—¡Oye, espera un segundo! —le dijo a Jimmy—. Quiero felicitar a Henry.
Jimmy esperó y Clare se aproximó. Acercó su cara a la mía y habló en
voz baja de modo que Jimmy no la oyera:
—Escucha, cariño, cuando realmente quieras graduarte, yo puedo darte
el diploma.
—Gracias, Clare, quizá te vea.
—¡Te voy a arrancar las pelotas, Henry!
—No lo dudo, Clare.
Volvió adonde estaba Jimmy y se fueron calle abajo. Un coche viejo se
acercó rodando, se detuvo y paró el motor. Podía ver a mi madre llorando,
unos gruesos lagrimones caían por sus mejillas.
—Henry, ¡entra! —aulló— ¡entra o me moriré!
Me aproximé, abrí la puerta trasera y me subí al asiento. El motor
arrancó y salimos. Ahí estaba yo, Henry Chinaski, Promoción del Verano de
1939, dirigiéndome hacia un futuro brillante. No, siendo conducido. En el
primer semáforo el coche se ahogó. Cuando se puso en verde, mi padre aún
intentaba arrancar el motor. Alguien detrás nuestro tocó el claxon. Mi padre
logró arrancar el coche y nos movimos de nuevo. Mi madre había dejado de
llorar. Volvimos a casa en el más completo silencio.
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Los tiempos aún eran duros. Nadie se sorprendió más que yo cuando
Mears-Starbuck telefoneó y me pidió que me presentara a trabajar el lunes.
Me había recorrido la ciudad trabajando en docenas de cosas. No había nada
más que pudiera hacer. Yo no quería un empleo, pero tampoco quería vivir
con mis padres. Mears-Starbuck tendría mil actividades distintas. No me
podía imaginar cuál de ellas me tocaría. Era una compañía de grandes
almacenes con edificios en muchas ciudades.
El lunes siguiente, ahí iba yo andando al trabajo con mi comida dentro de
una bolsa de papel marrón. El gran almacén estaba sólo unas manzanas más
arriba de mi antiguo instituto.
Todavía no entendía por qué me habían escogido. Tras rellenar varios
formularios, la entrevista duró sólo unos minutos. Debí de dar las respuestas
correctas.
Con la primera paga que tenga, pensé, me voy a alquilar una habitación
cerca de la Biblioteca Pública de Los Angeles.
Mientras andaba, no me sentí tan solo. Y no lo estaba. Advertí que un
hambriento perro vagabundo me seguía. La pobre criatura estaba
terriblemente delgada, podía ver cómo se marcaban las costillas a través de
su piel. La mayor parte de su pelo se había caído. Lo poco que quedaba
colgaba en pequeños jirones y parches. El perro estaba apaleado,
acobardado, solitario, asustado, una víctima del homo sapiens.
Me detuve y me arrodillé ofreciéndole la mano. Saltó hacia atrás.
—Ven aquí, compañero, soy tu amigo... ven, ven aquí...
Se acercó. Tenía unos ojos inmensamente
—¿Qué es lo que te han hecho, muchacho?
Se acercó aún más, arrastrándose sobre la acera, tembloroso, meneando
la cola con rapidez. Entonces se abalanzó sobre mí. Era bastante grande, al
menos lo que quedaba de él. Sus patas delanteras me empujaron de
espaldas y me quedé tendido sobre la acera mientras me lamía la cara, la
boca, las orejas, la frente. Le separé de un empujón, me levanté y limpié mi
cara.
—¡Tranquilo! ¡Necesitas algo de comer! ¡COMIDA!
Metí la mano en mi bolsa y saqué un bocadillo. Lo desenvolví y le di una
porción.
—¡Una parte para ti y otra para mí, compañero!
Dejé su porción sobre la acera. Se acercó, olisqueó y luego se dio la
vuelta, cabizbajo, mirándome por encima del hombro a medida que se
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retiraba.
—¡Oye, espera, compañero! ¡Es crema de cacahuete! ¡Ven aquí, toma un
poco! ¡Oye, muchacho, ven aquí! ¡Vuelve!
El perro se acercó de nuevo con suma cautela. Encontré un bocadillo de
bologna, partí una porción, quité la capa de mostaza barata y la situé sobre
la acera.
El perro se acercó al pedazo, la olisqueó con el morro y se dio la vuelta,
marchándose. Esta vez ni siquiera giró la cabeza. Aceleró bajando la calle.
No era de extrañar que me hubiera sentido deprimido toda la vida. No
me estaba alimentando correctamente.
Anduve hacia los grandes almacenes. Era la misma calle que recorría
cuando iba al instituto.
Llegué. Encontré la entrada de servicio, empujé la puerta y me introduje.
Pasé de la luz brillante del sol a la penumbra. Mientras enfocaba la vista,
divisé a un hombre en pie a pocos metros de mí. Le habían rebanado media
oreja hacía ya algún tiempo. Era muy alto y delgado, con unas pupilas del
tamaño de una cabeza de alfiler de color gris destacando sobre unos ojos
incoloros. Un hombre extremadamente alto y delgado, pero de forma
repentina, justo encima de su cinturón, descollaba una abombada barriga.
Toda la grasa de su cuerpo estaba ahí concentrada mientras que el resto
había desaparecido.
—Soy el superintendente Ferris —dijo—, supongo que usted es el señor
Chinaski.
—Sí, señor.
—Llega usted con cinco minutos de retraso.
—Me retrasé porque... Bueno, me detuve a dar de comer a un perro
vagabundo —dije haciendo una mueca.
—Esa es una de las excusas más tontas que jamás he oído, y eso que
llevo aquí treinta y cinco años. ¿No podía emplear alguna excusa mejor que
esa?
—Acabo de empezar, señor Ferris.
—Y casi ha acabado. El reloj está ahí encima y las fichas aquí. Coja su
ficha y marque en el reloj.
Encontré mi ficha. Henry Chinaski, empleado n.° 68.754. Me acerqué
hasta el reloj pero no sabía lo que tenía que hacer.
Ferris se aproximó y se detuvo tras de mí, mirando el reloj.
—Ahora lleva usted seis minutos de retraso. Cuando se retrase diez
minutos, perderá una hora de paga.
—Supongo que será mejor llegar con una hora de retraso.
—No se haga el gracioso. Si quiero un cómico, escucho a Jack Benny. Si
llega usted con una hora de retraso, pierde la jornada completa.
—Lo siento, pero no sé cómo se utilizan estos relojes marcadores.
¿Dónde he de introducir la ficha?
—¿Ve esta ranura?
—Sííí.
—¿Qué?
—Quería decir que sí.
—De acuerdo. Esa ranura se utiliza para el primer día de la semana. Hoy.
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—Ah.
—Tiene que introducir su ficha aquí de este modo...
La introdujo y luego la extrajo.
—Entonces, cuando su ficha está ahí dentro, baja esta palanca.
Ferris bajó la palanca, pero la ficha no estaba dentro de la ranura.
—Entiendo. Vamos allá.
—No, espere.
Sostuvo la ficha enfrente mío.
—Ahora bien, cuando fiche para comer, ha de hacerlo en esta otra
ranura.
—Sí, entiendo.
—Cuando fiche a la vuelta, introdúzcala en la siguiente ranura. Dispone
de treinta minutos para comer.
—Treinta minutos, suficiente.
—Ahora, para fichar a la salida, utilice esta última ranura. Esto significa
que hay que fichar cuatro veces al día. Luego se va usted a su casa, a su
habitación o adonde sea, duerme, vuelve, y ficha otras cuatro veces cada
jornada laboral hasta que le despidan, se muera o se jubile.
—Lo he entendido.
—Y quiero que sepa que ha retrasado usted mi charla a los nuevos
empleados, de los cuales forma usted parte. Yo soy el encargado aquí. Mi
palabra es ley y sus deseos no significan nada. Si no me gusta algo de
usted: la forma en que se ate los zapatos, se peine o se tire pedos, le
pondré de patitas en la calle, ¿entendido?
—¡Sí, señor!
Una joven entró contoneándose exageradamente sobre sus zapatos de
altos tacones, melena castaña ondeando tras de sí. Estaba vestida con un
traje ceñido. Sus labios eran grandes y expresivos aunque excesivamente
maquillados. Extrajo su ficha con un gesto teatral, fichó y, respirando con
más lentitud, devolvió la ficha a su lugar.
Lanzó una ojeada sobre Ferris.
—¡Hola, Eddie!
—¡Hola, Diana!
Obviamente Diana era una vendedora. Ferris se acercó a la chica y
comenzaron a hablar. No pude oír sus palabras, pero sí sus risas. Luego se
separaron. Diana se acercó al ascensor que la llevaría hasta su puesto.
Ferris se me acercó con mi ficha en su mano.
—Voy a fichar ahora, señor Ferris —le dije.
—Lo haré por usted. Quiero que empiece inmediatamente.
Ferris insertó la ficha en el reloj y aguardó. Yo también esperé. Oí el click
del reloj y él bajó la palanca. Luego devolvió la ficha al fichero.
—¿Cuánto me he retrasado, señor Ferris?
—Diez minutos. Ahora sígame.
Fui tras él.
Vi a todo un grupo esperando.
Cuatro hombres y tres mujeres. Todos eran viejos y parecían tener
problemas de salivación. Pequeñas manchas de baba se habían formado en
las comisuras de sus bocas, la baba se había secado volviéndose blanca y
161
pastosa para luego ser cubierta por otra nueva capa. Algunos de ellos eran
demasiado delgados, otros demasiado gordos. Algunos eran miopes y otros
temblaban. Un viejo con una camisa de colores chillones tenía una joroba en
su espalda. Todos sonreían y tosían mientras daban chupaditas a sus
cigarrillos.
Entonces me di cuenta de cuál era el mensaje.
Mears-Starbuck buscaba empleados estables. La compañía no se
preocupaba en rotar la plantilla (aunque esos nuevos reclutas obviamente no
iban a ir a otra parte que no fuera el cementerio, hasta entonces habrían de
ser empleados agradecidos y leales). Y a mí me habían escogido para que
continuara con ellos. La señorita de la oficina de empleo me había valorado
como si perteneciera a ese patético grupo de perdedores.
¿Qué pensarían mis ex-compañeros de instituto si me vieran? A mí, uno
de los chicos más duros de los que se graduaron.
Me acerqué y me planté con mi grupo. Ferris se sentó en una mesa
dándonos la cara. Un chorro de luz caía sobre él desde un travesaño situado
encima de su cabeza. Inhaló el humo de su cigarrillo y nos sonrió.
—Bienvenidos a Mears-Starbuck...
Parecía que iba a hacer una reverencia. Quizás se acordaba de cuando
comenzó a trabajar con los grandes almacenes treinta y cinco años atrás.
Hizo unos cuantos anillos de humo y observó cómo ascendían en el aire. Su
oreja medio rebanada parecía impresionante iluminada desde arriba.
El tipo de al lado, una especie de regaliz humano, incrustó su afilado
codo en mi costado. Era uno de esos individuos cuyas gafas parecen estar
siempre a punto de caerse. Era aún más feo que yo.
—¡Hola! —susurró—. Soy Mewks, Odell Mewks.
—Hola, Mewks.
—Escucha, muchacho, cuando acabemos de trabajar, demos una ronda
por los bares. Quizás levantemos alguna chica.
—No puedo, Mewks.
—¿Tienes miedo de las chicas?
—Es por mi hermano. Está enfermo. Tengo que cuidarle.
—¿Enfermo?
—Peor. Tiene cáncer. Mea por un tubo a una botella sujeta en su pierna.
Entonces Ferris comenzó otra vez:
—Empezarán a trabajar con un salario de cuarenta y cuatro centavos a la
hora. No tenemos sindicato aquí. La dirección cree que lo que es bueno para
la compañía, es bueno para ustedes. Somos como una familia dedicada al
servicio y al beneficio. Todos ustedes recibirán un descuento del diez por
ciento en cada artículo que compren aquí...
—¡Oh, MUCHACHO! —dijo Mewks en alta voz.
—Sí, señor Mewks, es un buen trato. Si usted se preocupa por nosotros,
nosotros nos preocuparemos por usted.
Podía permanecer en Mears-Starbuck cuarenta y siete años, pensé.
Podría vivir con una amante loca, dejar que me cortaran la oreja izquierda y
quizás heredar el trabajo de Ferris cuando él se retirara.
Ferris habló acerca de las vacaciones y los días libres que teníamos
concedidos, y luego terminó su discursito. Nos indicaron cuáles eran
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nuestras batas y nuestras taquillas, y nos condujeron al almacén del sótano.
Ferris también trabajaba ahí abajo. El respondía a los teléfonos. Cada vez
que respondía al teléfono, lo sujetaba con su mano izquierda —aplicándoselo
a su rebanada oreja— y enfundaba su mano derecha en el sobaco izquierdo.
—¿Sí? ¿Sí? ¿Sí? ¡En seguida va!
—¡Chinaski!
—Sí, señor.
—Departamento de ropa interior...
Entonces recogería la lista, vería cuáles y cuántos artículos hacían falta.
Nunca hacía esto mientras estaba al teléfono, siempre después.
—Localice estos artículos, entréguelos en el Departamento de ropa
interior, haga que firmen aquí y vuelva.
Sus discursitos nunca cambiaban.
Mi primera entrega iba destinada al Departamento de ropa interior.
Localicé los artículos pedidos, los coloqué en mi pequeño carrito verde con
sus cuatro ruedas neumáticas y lo empujé hacia el ascensor. El ascensor
estaba en un piso superior y pulsé el botón y permanecí esperando. Al cabo
de algún tiempo pude ver el suelo del ascensor mientras descendía. Era muy
lento. Por fin llegó al nivel del sótano. Se abrieron las puertas y apareció un
albino tuerto manejando los controles. Jesús.
El me miró.
—¿Nuevo aquí, no? —preguntó.
—Sí.
—¿Qué es lo que piensas de Ferris?
—Creo que es un gran tipo.
Seguro que esos dos vivían en la misma habitación y cocinaban por
turnos.
—No puedo llevarte arriba.
—¿Por qué no?
—Tengo que ir a cagar.
Salió del ascensor y se perdió.
Ahí me quedé esperando. Así era como normalmente funcionaban las
cosas. Eras un gobernador o bien un basurero, un funámbulo de la cuerda
floja o un ladrón de bancos, un dentista o un frutero, eras esto o lo otro. Tú
querías trabajar bien, controlabas tus tareas y luego tenías que plantarte a
esperar a algún gilipollas. Ahí estaba yo plantado, vestido con mi bata y al
lado de mi carrito verde mientras el ascensorista cagaba.
Entonces me di cuenta, claramente, porqué los niños ricos y forrados
siempre se reían. Ellos sabían.
El albino volvió.
—Fue magnífico. Me siento quince kilos más ligero.
—Muy bien. ¿Podemos irnos ahora?
Cerró las puertas y ascendimos hasta la planta de ventas. Abrió las
puertas.
—Buena suerte —dijo el albino.
Empujé mi carrito por los pasillos buscando el Departamento de ropa
interior, a una tal señorita Meadows.
La señorita Meadows estaba esperando. Era esbelta y de aspecto
163
magnífico. Parecía una modelo. Tenía los brazos cruzados. Mientras me
acercaba, advertí que sus ojos eran de un profundo color esmeralda y tenían
un poso de sabiduría. Debería conocer a gente como esa. Tales ojos, tal
clase. Paré mi carrito frente a su máquina registradora.
—Hola, señorita Meadows —sonreí.
—¿Dónde demonios se había metido? —preguntó.
—Me llevó algún tiempo.
—¿No se da cuenta de que tengo clientes esperando? ¿No se da cuenta
de que intento dirigir un departamento con eficiencia?
Los vendedores cobraban diez centavos a la hora más que nosotros, aparte
de comisiones. Me faltaba por descubrir que nunca nos hablaban de modo
amistoso. Hombres o mujeres, todos eran iguales; creían que cualquier
familiaridad era un insulto.
—Estoy del humor adecuado para telefonear al señor Ferris.
—Lo haré mejor la próxima vez, señorita Meadows.
Situé los artículos en su mostrador y le entregué el formulario para que
firmara. Garabateó furiosamente su firma sobre el papel y, luego, en lugar
de entregármelo en mano lo tiró dentro de mi carrito verde.
—Cristo, ¡no sé dónde encuentran gente como usted!
Tiré de mi carrito hasta el ascensor, pulsé el botón y esperé. Las puertas
se abrieron y rodé a su interior.
—¿Cómo te fue? —me preguntó el albino.
—Me siento quince kilos más pesado —le respondí.
El sonrió con una mueca, se cerraron las puertas y descendimos.
A la hora de cenar, esa noche, mi madre dijo:
—Henry, ¡estoy tan orgullosa de que tengas un trabajo!
Yo no respondí.
Mi padre dijo:
—Bueno, ¿no estás contento de tener un trabajo?
—Sííí.
—¿Sí? ¿Es eso todo lo que sabes decir? ¿No te das cuenta de cuántos
hombres están sin trabajo hoy día?
—Muchos, supongo.
—Entonces debieras de estar agradecido.
—Mirad, ¿no podemos limitarnos a comer?
—También debieras de agradecer la comida. ¿Sabes cuánto cuesta esta
cena?
Aparté el plato de mí:
—¡Mierda, no puedo comer esta porquería!
Me levanté y fui hasta el dormitorio.
—¡Voy a buscarte y te enseñaré lo que es bueno!
Me detuve en seco:
—Estaré esperándote, viejo.
Entonces seguí mi camino. Entré y esperé. Pero sabía que no iba a venir.
Puse el despertador para levantarme a tiempo. Tan sólo eran las 7.30 de la
tarde, pero me desvestí y me metí en la cama. Apagué la luz y todo quedó
en penumbra. No había nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Mis padres
pronto irían a la cama y apagarían sus luces.
164
A mi padre le gustaba el refrán: «Quien temprano se acuesta y temprano
se levanta, sabiduría, riqueza y salud alcanza.»
Pero en él no había funcionado en absoluto. Decidí que tenía que intentar
hacerlo al revés.
No me podía dormir.
¿Y si me masturbaba a la salud de la señorita Meadows?
Demasiado fácil.
Me revolqué en la oscuridad, esperando que algo sucediera.
165
47
Los primeros tres o cuatro días en Mears-Starbuck fueron idénticos. De
hecho, la similitud era un valor muy de fiar en Mears-Starbuck. El sistema
de castas era algo plenamente aceptado. No había un solo vendedor que
hablara con un almacenista, fuera de dos o tres frases superficiales. Y eso
me afectaba. Pensaba sobre ello a medida que empujaba mi carrito por ahí.
¿Acaso era que los vendedores eran más inteligentes que los almacenistas?
Ciertamente estaban mejor vestidos. Me molestaba que creyeran que su
fachada era tan valiosa. Quizás si yo hubiera sido un vendedor me sentiría
del mismo modo. No me preocupaba gran cosa de los otros almacenistas. Ni
de los vendedores.
Ahora, pensé mientras empujaba el carrito, tengo este trabajo. ¿Es esto
todo? No me extraña que la gente robe bancos. Había demasiados trabajos
humillantes. ¿Por qué demonios no era yo un alto magistrado o un
concertista de piano? Porque se necesitaba mucha preparación y costaba
dinero. De todos modos, yo no quería ser nada. Y lo estaba consiguiendo.
Metí mi carrito en el ascensor y pulsé el botón.
Las mujeres querían a los hombres que ganaban dinero, querían hombres
de éxito. ¿Cuántas mujeres de categoría vivían en chabolas de techo de
uralita? Bueno, de todos modos yo no quería a ninguna mujer. No para vivir
con ella. ¿Cómo podían los hombres vivir con las mujeres? ¿Qué importaba
eso? Lo que yo quería era vivir en una cueva en el Colorado con víveres y
comida para tres años. Me limpiaría el culo con arena. Cualquier cosa,
cualquier cosa que evitara que me ahogase en esta existencia monótona,
trivial y cobarde.
El ascensor subió. El albino aún lo controlaba.
—Oye, he oído que tú y Mewks os disteis un recorrido por los bares
anoche.
—Me invitó a algunas cervezas. No tengo un centavo.
—¿Os acostasteis?
—Yo no.
—¿Por qué no me lleváis con vosotros la próxima vez? Os mostraré cómo
conseguir echar un polvo.
—¿Y qué es lo que tú sabes?
—He estado por ahí. La semana pasada me conseguí una muchacha
china. Y sabes, es tal como dicen.
—¿Qué es lo que dicen?
Llegamos al sótano y se abrieron las puertas.
166
—No tienen la raja del coño vertical, sino horizontal.
Ferris me estaba esperando.
—¿Dónde demonios has estado?
—En la Sección de Jardinería.
—¿Qué hiciste, fertilizar las fucsias?
—Sí, solté una mierda en cada tiesto.
—Escucha, Chinaski...
—¿Sí?
—Las bromas aquí, las hago yo. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Bien, toma esto. Es un pedido para la Sección de Caballeros.
Me pasó la hoja del pedido.
—Localiza estos artículos, entrégalos, obtén una firma y vuelve.
La Sección de Caballeros estaba dirigida por el señor Justin Phillips
Junior. Era un tipo bien criado y cortés de unos veintidós años. Se erguía
muy erecto, tenía pelo negro, ojos negros y labios gruesos.
Desgraciadamente apenas tenía pómulos, pero casi no se advertía. Su tez
era pálida y vestía trajes oscuros con camisas pulcramente almidonadas. Las
vendedoras le adoraban. Era sensible, inteligente y sagaz. También poseía
una cierta antipatía, como si su antecesor se la hubiera pasado. Una vez
rompió con la tradición para hablarme:
—Es una pena, ¿no?, que tengas esas feas marcas en la cara.
Mientras rodaba con mi carrito en dirección a la Sección de Caballeros,
Justin Phillips estaba en pie muy erguido, con su cabeza levemente
inclinada, mirando —como hacía la mayor parte del tiempo— arriba y abajo
como si viera cosas que nosotros no distinguíamos. Quizás yo no reconocía
la casta de alguien sólo con verle. Verdaderamente daba la impresión de que
estaba por encima de lo que le rodeaba. Era un truco magnífico si podías
realizarlo y encima te pagaban por ello. A lo mejor era eso lo que les
gustaba a las chicas y a la Dirección. Realmente era un tipo demasiado
bueno para lo que estaba haciendo, pero de todos modos lo hacía.
Llegué a su altura.
—Aquí está su pedido, señor Phillips.
Hizo como si no me viera, lo que me dolía por un lado y era un buen
asunto por otro. Repuse los artículos que faltaban en los estantes mientras
él miraba a un punto situado por encima del ascensor.
Entonces oí unas risas argentinas y alcé la vista. Provenían de una
pandilla que se había graduado conmigo en Chelsey. Estaban probándose
jerseys, pantalones y varias cosas más. Los conocía de vista solamente, ya
que no habíamos hablado durante nuestros cuatro años de instituto. Su
cabecilla era Jimmy Newhall. Había sido el centrocampista de nuestro equipo
de rugby y no le habían derrotado en tres años. Su pelo era de un bonito
color amarillo y el sol o las luces de las aulas colegiales parecían estar
resaltando siempre sus reflejos. Tenía un poderoso cuello sobre el que se
asentaba el rostro del adolescente perfecto esculpido por algún maestro.
Todo en él era como debiera de ser: nariz, barbilla y demás rasgos. Y un
cuerpo perfecto en consonancia con el rostro. Los que le rodeaban no eran
tan perfectos como él, pero se aproximaban mucho. Revoloteaban alrededor
167
probándose jerseys y riéndose, esperando ir a la Universidad del Sur de
California o la de Stanford.
Justin Phillips firmó mi recibo y me dirigí hacia el ascensor cuando oí una
voz:
—¡OH CIELOS, CIELOS, TIENES UN GRAN ASPECTO CON ESA INDUMENTARIA!
Me detuve, giré sobre mis talones e hice un saludo rutinario con mi mano
izquierda.
—¡Miradle! ¡El chico más duro de la ciudad después de Tommy Dorsey!
—Con su aspecto logra que Gable parezca un fontanero.
Dejé mi carrito y volví por mis pasos. No sabía lo que iba a hacer, tan
sólo me planté frente a ellos, mirándolos. No me gustaban, nunca me habían
gustado. Podrían parecer dioses para otros, pero no para mí. Había algo en
sus cuerpos comparable a los de las mujeres. Eran cuerpos delicados que no
se habían enfrentado a ninguna prueba. Eran unos bellos don nadie. Me
enfermaban. Les odiaba. Eran parte de la pesadilla que siempre, de un modo
u otro, me había acosado.
Jimmy Newhall me sonrió.
—Oye, almacenista, ¿cómo es que nunca formaste parte de nuestro
equipo?
—No era eso lo que yo quería.
—No hay huevos, ¿eh?
—¿Sabes donde está el parking en el tejado?
—Claro.
—Nos veremos allí...
Se encaminaron hacia el parking mientras yo me quitaba el delantal y lo
tiraba dentro del carrito. Justin Phillips Junior me sonrió.
—Querido chaval, te van a zurrar la badana.
Jimmy Newhall estaba esperándome rodeado por sus compañeros.
—¡Mirad al chico del almacén!
—¿Creéis que lleva ropa interior de señora?
Newhall estaba plantado al sol con su camisa y camiseta quitadas. Metía
estómago y sacaba pecho. Tenía buen aspecto. ¿Dónde demonios me había
metido? Sentí cómo temblaba mi labio inferior. Ahí, sobre el tejado, sentí
miedo. Miré a Newhall, los dorados rayos del sol iluminaban su rubio cabello.
Le había visto muchas veces sobre el campo de rugby. Había visto cómo
ganaba muchas carreras de 50 y 60 yardas mientras yo deseaba que ganara
el otro equipo.
Ahora estábamos mirándonos el uno al otro. Me dejé la camisa puesta.
Seguíamos plantados enfrentándonos.
Newhall dijo por fin:
—De acuerdo, ahora voy a por ti.
Empezó a moverse hacia adelante. Justo entonces apareció una viejecita
vestida de negro portando un montón de paquetes. Sobre su cabeza llevaba
un pequeño sombrero verde.
—¡Hola, chicos! —dijo la vieja.
—Hola, abuela.
—Maravilloso día...
La diminuta anciana abrió la puerta de su coche y metió dentro los
168
paquetes. Luego se giró hacia Jimmy Newhall.
—¡Oh, qué magnífico cuerpo tienes, hijo mío! ¡Apuesto a que podrías ser
Tarzán de los Monos!
—No, abuela —dije—, perdóneme pero él es el Mono y los que están con
él son su tribu.
—Oh —dijo ella. Montó en su coche, lo arrancó y esperamos hasta que
salió del parking.
—Vale, Chinaski —dijo Newhall—, en el instituto eras famoso por tus
desprecios y tu maldita bocaza. Ahora voy a recetarte la cura.
Newhall saltó hacia adelante. Estaba preparado. Yo no tanto. Creí ver un
pedazo de cielo cayendo sobre mí erizado de puños. Era más rápido que un
mono, más rápido y más grande. No pude ni lanzarle un puñetazo, sólo sentí
sus puños y eran duros como roca. Mirando de soslayo a través de mis ojos
entrecerrados podía ver cómo sus puños volaban y aterrizaban. Dios mío,
tenía potencia, parecía no acabar nunca y yo no tenía lugar donde meterme.
Empecé a pensar que a lo mejor yo era un mariquita, que quizás debiera
serlo y entonces rendirme.
Pero a medida que siguió golpeándome, mi miedo desapareció. Sólo
estaba asombrado por su fuerza y energía. ¿De dónde la sacaba un cerdo
como él? Estaba pleno. No pude ver nada más, mis ojos se cegaron con
relámpagos rojos, verdes y púrpura, y entonces algo ROJO estalló dentro de
mí... y sentí cómo me derrumbaba.
¿Es así como sucede?
Caí sobre una rodilla. Oí pasar un avión por encima. Deseé estar en él.
Sentí que algo corría por mi boca y barbilla... era sangre cálida manando de
mi nariz.
—Déjale, Jimmy, está acabado...
Miré a Jimmy.
—Tu madre es una pajillera —le dije.
—¡TE MATARÉ!
Newhall se abalanzó sobre mí antes de que me pudiera levantar. Me
cogió por la garganta y rodamos y rodamos hasta quedar debajo de un
Dodge. Oí cómo su cabeza se golpeaba contra algo.
No sé contra qué se dio, pero oí el crujido. Sucedió muy rápidamente y
los demás no se dieron cuenta.
Me levanté y Newhall también.
—Voy a matarte —dijo.
Newhall movió los puños como si fueran aspas de un molino. Esta vez no
era tan terrible. Golpeaba con la misma furia pero había perdido algo. Ahora
era más débil. Cuando me atizaba, no veía ya relámpagos de colores. Podía
ver el cielo, los coches aparcados, las caras de sus amigos y a él mismo. Yo
siempre había tardado en arrancar. Newhall estaba aún intentando cumplir
su amenaza pero era mucho más débil. Y yo tenía unas manos pequeñas;
pequeños puños que eran armas terribles.
Qué tiempos tan frustrantes fueron aquellos años: tener el deseo y la
necesidad de vivir pero no la habilidad.
Incrusté un derechazo en su estómago y le oí boquear, por lo que le
agarré por la nuca con mi izquierda y clavé otra derecha en la boca de su
169
estómago. Entonces lo aparté de mí y le apliqué el un dos sobre su
escultórico rostro. Vi la mirada de sus ojos y fue fantástico. Le estaba dando
algo que nunca le habían dado. El estaba aterrorizado. Aterrorizado porque
no sabía cómo encajar la derrota. Decidí acabar con él lentamente.
Entonces alguien me golpeó en la nuca. Fue un golpe fuerte. Me di la
vuelta y miré.
Era su amigo pelirrojo, Carl Evans.
Vociferé señalándole con el dedo:
—¡Maldito cabrón, apártate de mí! ¡Me enfrentaré con vosotros uno por
uno! ¡En cuanto termine con este menda tú serás el siguiente!
No me llevó mucho tiempo acabar con Jimmy. Incluso intenté realizar
algunas fintas y bailoteos a su alrededor. Le propinaba algunos golpes
cortos, saltaba en torno suyo y luego comenzaba a atizarle de pleno. El
aguantó muy bien durante un rato y pensé que no podría acabar con su
resistencia, cuando entonces me dirigió esa extraña mirada que parecía
decir: oye, mira, quizás debiéramos ser amigos y tomarnos un par de
cervezas juntos. Entonces se derrumbó.
Sus amigos se acercaron, le recogieron y, sosteniéndole, hablaron con él:
—¡Oye, Jim! ¿Estás bien?
—¿Qué es lo que te ha hecho el hijo de puta, Jim? Vamos a hacerle
pedazos, Jim. Tan sólo dínoslo.
—Llevadme a casa —replicó Jim.
Me quedé mirando cómo bajaban las escaleras sujetándole entre todos,
mientras uno de ellos llevaba su camisa y camiseta...
Fui al piso bajo para recoger mi carrito. Justin Phillips estaba
esperándome.
—No creí que regresaras —dijo sonriendo desdeñosamente.
—No confraternice con los trabajadores no cualificados —le contesté.
Cogí el carrito y empecé a arrastrarlo. Mis ropas estaban revueltas y mi
cara no tenía precisamente buen aspecto. Anduve hasta el ascensor y pulsé
el botón. El albino subió en el tiempo debido. Las puertas se abrieron.
—La noticia se ha esparcido —dijo—. He oído que eres el nuevo campeón
mundial de los pesos pesados.
Las noticias viajan velozmente en los lugares donde nunca sucede gran
cosa.
Ferris y su oreja rebanada me estaban esperando.
—¿Acaso te dedicas a zurrar la badana a nuestros clientes?
—Sólo a uno.
—No tenemos modo de saber cuándo empezarás con otro.
—Ese tipo me retó.
—Nos importa un comino. Todo lo que sabemos es que estás despedido.
—¿Y qué pasa con mi cheque?
—Lo recibirás por correo.
—Muy bien, hasta la vista...
—Un momento, necesito la llave de tu taquilla.
Saqué mi llavero que sólo tenía una llave, la saqué y se la entregué a
Ferris.
Anduve hasta la puerta del vestuario de los empleados y la abrí de par en
170
par. Era una pesada puerta metálica que se abría con dificultad. Mientras lo
hacía, dejando entrar así la luz del sol, me giré y dirigí un pequeño saludo a
Ferris. No respondió. Sólo me devolvió la mirada. Luego la puerta se cerró.
De algún modo me caía bien.
171
48
—¿Así que no pudiste mantener un empleo siquiera una semana?
Estábamos comiendo albóndigas y espaguettis. Mis problemas siempre se
discutían a la hora de cenar. La hora de la cena era casi siempre un
momento desgraciado.
No respondí a la pregunta de mi padre.
—¿Qué pasó? ¿Por qué te dieron la patada en el culo? —insistió.
No respondí.
—Henry, ¡contesta a tu padre cuando te habla! —chilló mi madre.
—¡No supo aguantar, eso es todo!
—Mírale la cara —dijo mi madre—, toda raspada y cortada. ¿Te pegó tu
jefe, Henry?
—No, madre...
—¿Por qué no comes, Henry? Parece que nunca tienes hambre.
—No puede comer —dijo mi padre—, no puede trabajar, no puede hacer
nada... ¡No merece ni que le den por culo!
—No deberías hablar así en la mesa, papaíto —reconvino mi madre.
—¡Bueno, es la pura verdad! —mi padre tenía una enorme pelota de
espaguettis enrollada en su tenedor. Introdujo la masa en su boca y empezó
a mascar, y mientras batía sus mandíbulas alanceó una albóndiga y se la
metió en la boca, luego volvió a abrirla para añadir un pedazo de pan
francés.
Recordé lo que Iván había dicho en Los hermanos Karamazov: «¿Quién
no desea asesinar a su padre?»
Mientras mi padre mascaba toda esa masa de comida, una larga hebra
de espaguetti colgaba de una esquina de su boca. Al fin se dio cuenta y
sorbió la hebra ruidosamente. Después cogió su taza de café, echó dos
grandes cucharadas de azúcar, alzó la taza y bebió un largo sorbo que
inmediatamente escupió sobre su plato y el mantel.
—¡Esta mierda está demasiado caliente!
—Deberías tener más cuidado, papaíto —dijo mi madre.
Peiné todo el mercado del trabajo, como solían decir ellos, pero era una
rutina monótona e inútil. Tenías que conocer a alguien para obtener un
trabajo, aunque fuera el de cobrador de autobús. Por eso todo el mundo era
lavaplatos, la ciudad entera estaba llena dé lavaplatos sin trabajo. Me
sentaba con ellos por las tardes en la playa Pershing. Los evangelistas
también estaban allí. Algunos tenían tambores, otros guitarras, y los
arbustos y rincones estaban plagados de homosexuales.
172
—Algunos tienen dinero —me dijo un joven vagabundo—. Ese tipo me
llevó a su apartamento y estuve dos semanas. Podía comer y beber todo lo
que quisiera y me compró algunas ropas, pero me la mamó hasta dejarme
seco, al cabo de un tiempo no podía ni tenerme en pie. Una noche cuando él
dormía me arrastré fuera de allí. Fue horrible. Una vez me besó y le aticé un
golpe que lo envió a través de la habitación. «Si vuelves a hacer eso —le
dije—, ¡te mataré!»
La Cafetería Clifton era un sitio agradable. Si no tenías mucho dinero, te
dejaban que pagaras lo que pudieras. Y si no tenías ningún dinero, no
pagabas. Entraban algunos vagabundos y holgazanes y comían bien. El
propietario era un viejo rico fuera de lo corriente. Yo nunca pude
aprovecharme de ellos y comer hasta inflarme. Pedía un café y pastel de
manzana y les pagaba veinticinco centavos. A veces me tomaba un par de
rollitos de crema. El sitio era tranquilo y fresco, así como limpio. Había una
gran fuente y podías sentarte cerca de ella e imaginar que todo iba bien. La
Cafetería Philippe también era un sitio agradable. Podías tomarte un café por
tres centavos y hacer que te lo rellenaran varias veces. Te sentabas todo el
día sin parar de beber café y nunca exigían que te fueras, tuvieras el
aspecto que tuvieras. Sólo pedían a los vagabundos que no trajeran su vino
para beberlo allí. Los sitios como ese te proporcionaban un poco de
esperanza cuando no tenías ninguna.
Los tipos de la plaza Pershing discutían todo el día acerca de si existía
Dios o no. La mayoría de ellos no sabían exponer bien sus argumentos, pero
de vez en cuando se enfrentaban algún religioso y un ateo que sabían
hablar, y entonces montaban un buen espectáculo.
Cuando tenía algunas monedas solía ir al bar del sótano detrás del cine.
Yo tenía 18 años pero me servían igual. Tenía el aspecto de tener cualquier
edad. A veces parecía que tenía 25 y otras me sentía como si fuera un
treinteañero. Llevaba el bar un chino que jamás hablaba con nadie. Todo lo
que yo necesitaba era la primera cerveza, y después los homosexuales
comenzaban a invitarme. Entonces me tomaba unos whiskies. Les sangraba
unos cuantos whiskies y cuando se acercaban a mí me ponía antipático, les
empujaba y salía. Al cabo de un tiempo me calaron y ya no me sirvió el sitio.
La biblioteca era el sitio más deprimente de los que iba. Me había
quedado sin libros para leer. Al rato tan sólo aferraba algún libro gordo y me
iba por ahí a mirar a las chicas. Siempre había una o dos en el edificio. Me
sentaba a tres a cuatro sillas de distancia, pretendiendo que leía el libro,
intentando parecer inteligente, deseando que alguna chica enganchara
conmigo. Sabía que yo era feo, pero pensé que si aparentaba ser lo
suficientemente inteligente tendría alguna oportunidad. Nunca funcionó. Las
chicas sólo tomaban notas en sus cuadernos y luego se levantaban y salían
mientras yo observaba cómo sus cuerpos se movían mágica y rítmicamente
bajo sus limpios vestidos. ¿Qué habría hecho Máximo Gorky bajo esas
circunstancias?
En casa siempre era igual. Nunca surgía la pregunta hasta después de los
primeros bocados de comida. Entonces mi padre me preguntaría:
—¿Encontraste trabajo hoy?
—No.
173
—¿Preguntaste en algún sitio?
—En muchos. Algunos de ellos los he visitado por segunda o tercera vez.
—No me lo creo.
Pero era cierto. También era cierto que algunas compañías ponían
anuncios en el periódico todos los días y no tenían ningún trabajo que
ofrecer. De ese modo el departamento de empleo de esas compañías tenía
algo que hacer. También así se desperdiciaba el tiempo y se jodian las
esperanzas de muchos desesperados.
—Encontrarás un trabajo mañana, Henry —decía siempre mi madre...
174
49
Busqué un trabajo durante todo el verano pero no pude encontrar
ninguno. Jimmy Hatcher consiguió uno en una fábrica de aviones. Hitler
estaba actuando en Europa y creando trabajos para los parados. Estuve con
Jimmy el día que llenamos nuestros impresos de ingreso. Los rellenamos de
igual modo, la única diferencia estaba en que en donde ponía «Lugar de
Nacimiento» yo escribí Alemania y él Reading.
—Jimmy obtuvo un trabajo. Proviene del mismo instituto que tú y tiene
tu edad —dijo mi madre—. ¿Por qué no conseguiste trabajo en la fábrica de
aviones?
—Pueden distinguir a los que no les gusta trabajar —dijo mi padre—.
¡Todo lo que él desea hacer es sentarse sobre su culo haragán en el
dormitorio y escuchar su música sinfónica!
—Bueno, al chico le gusta la música. Eso es algo.
—¡Pero no hace NADA con esa afición! ¡No la convierte en algo útil!
—¿Qué debería hacer?
—Tendría que ir a un estudio de radio y decirles que le gusta ese tipo de
música y que le dieran trabajo radiándola.
—Cristo, no se hace así, no es tan fácil.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has intentado?
—Te lo puedo decir, así no se consigue.
Mi padre se introdujo en la boca una gran tajada de carne de cerdo. Una
grasienta porción colgaba de sus labios mientras mascaba. Era como si
tuviera tres labios. Luego lo deglutió todo y miró a mi madre.
—Ves, mamá, el chico no quiere trabajar.
Mi madre me miró:
—Henry, ¿por qué no tomas tu comida?
Finalmente se decidió que me matricularía en la Universidad de la Ciudad
de Los Angeles. No había que abonar una fianza escolar y se podían comprar
libros de segunda mano en la cooperativa de libros. Mi padre estaba
simplemente avergonzado porque yo no trabajaba, y el ir a estudiar me
haría obtener algo de respetabilidad. Eli LaCrosse (Baldy) había estado allí
durante un curso. El me aconsejó.
—¿Cuál es la carrera más jodidamente fácil de aprobar? —le pregunté.
—Periodismo. Sus asignaturas son muy fáciles.
—De acuerdo. Seré periodista.
Miré el programa universitario.
—¿Y en qué consiste eso del Día de Orientación del que hablan aquí?
175
—Oh, sáltate todo eso, es una mierda.
—Gracias por advertirme, compañero. En su lugar iremos a ese bar que
está al otro lado del campus y nos tomaremos un par de cervezas.
—¡Totalmente de acuerdo!
—Claro.
Tras el Día de Orientación venía aquel en que te apuntabas en las
materias que te interesaban. La gente corría arriba y abajo frenéticamente
con papeles y cuadernos. Yo había llegado en el tranvía. Cogí el «W» hasta
Vermont y luego el «V» en dirección Norte hacia Monroe. No sabía adonde
iba toda esa gente ni lo que tenía que hacer yo. Me sentí mareado.
—Perdóname... —pregunté a una chica.
Ella giró la cabeza y siguió andando enérgicamente. Pasó un chico
corriendo y le así por el cinturón, deteniéndole.
—Oye, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó.
—Cállate. ¡Quiero saber qué coño pasa! ¡Quiero saber qué tengo que
hacer!
—Te lo explicaron todo ayer en Orientación.
—Oh...
Le solté y salió corriendo. Yo no sabía qué hacer. Pensé que sólo tenías
que llegar hasta algún sitio y decirle a alguien que querías apuntarte a
Periodismo, al curso de Iniciación Periodística, y ellos me darían una tarjeta
con mi programa de clases. No era así. Esos tipos sabían lo que tenían que
hacer y no hablarían. Me sentí como si estuviera otra vez en la escuela
primaria, separado del grupo que sabía más de lo que yo sabía. Me senté en
un banco y observé a la gente correr de arriba abajo. Quizás podía
inventármelo todo. Les diría a mis padres que iba a la Universidad de la
Ciudad de Los Angeles y vendría todos los días a tumbarme en el césped.
Entonces vi a ese chico corriendo hacia mí. Era Baldy. Le cogí por el cuello.
—¡Oye, oye, Hank! ¿Qué te pasa?
—¡Te voy a dar para el pelo, gilipollas!
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¿Cómo coño me apunto a clase? ¿Qué tengo que hacer?
—¡Pensé que lo sabías!
—¿Cómo? ¿Cómo iba a saberlo? ¿Acaso he nacido con ese conocimiento
adquirido y etiquetado, listo para consultarlo cada vez que lo necesite?
Le arrastré hasta un banco, sujetándolo aún por el cuello de su camisa.
—Ahora exponme, de forma clara e inteligente, todo lo que hay que
hacer y cómo. ¡Explícamelo bien y por ahora no te zurro!
Así Baldy me lo explicó todo. Al instante tuve mi día de Orientación
concentrado. Todavía le sujetaba por el cuello.
—Por ahora te voy a dejar. Pero algún día resolveré este asunto. Vas a
pagar por andar jodiéndome. No sabrás cuándo, pero caeré sobre ti.
Le dejé ir. Fue corriendo a reunirse con los que ya corrían. Yo no tenía
necesidad de inquietarme o darme prisa. Iba a obtener las peores aulas, los
peores profesores y el peor horario. Con lentitud fui paseando mientras me
apuntaba a mis clases. Parecía que yo era el único estudiante
despreocupado de todo el campus. Empecé a sentirme superior.
A las 7 de la mañana tenía clase de Inglés. Eran las 7.30 y yo estaba
176
resacoso mientras permanecía en pie fuera del aula, escuchando junto a la
puerta. Mis padres habían pagado mis libros y yo los había vendido para
bebérmelos. Me escapé por la ventana del dormitorio la noche anterior y me
acerqué al bar del barrio. Tenía una palpitante resaca de cerveza. Aún me
sentía borracho. Abrí la puerta y entré. Me quedé de pie. El señor Hamilton,
el profesor auxiliar de Inglés, estaba situado frente a la clase cantando.
Funcionaba un tocadiscos y la clase cantaba a coro con el señor Hamilton. La
canción era de Gilbert y Sullivan:
Ahora soy el gobernante de la Armada de la Reina...
He copiado todas las órdenes con letra redondilla...
Ahora soy el gobernante de la Armada de la Reina...
Permaneced pegados a vuestras mesas y nunca salgáis a la mar...
Y siempre seréis los gobernantes de la Armada de la Reina...
Fui hasta el fondo de la clase y encontré un asiento vacío. Hamilton
apagó el tocadiscos. Estaba vestido con un traje blanco y negro y su camisa
era naranja chillón. Se parecía a Nelson Eddy. Entonces se quedó mirando a
la clase, miró su reloj de pulsera y se dirigió a mí:
—¿Es usted el señor Chinaski?
Asentí con la cabeza.
—Llega usted con treinta minutos de retraso.
—Sí.
—¿Llegaría usted con treinta minutos de retraso a una boda o un funeral?
—No.
—¿Por qué no? Si no le importa explicarnos...
—Bueno, si el funeral fuera el mío, tendría que ser puntual. Si la boda
fuera la mía, sería mi funeral. —Siempre fui rápido con la lengua, nunca
aprendería.
—Mi querido señor —dijo el señor Hamilton—, hemos estado escuchando
a Gilbert y Sullivan para aprender a pronunciar bien. Por favor, levántese.
Me levanté.
—Ahora, cante por favor, «Permaneced pegados a vuestras mesas y no
salgáis nunca a la mar y siempre seréis los gobernantes de la Armada de la
Reina».
Seguí plantado en mi sitio.
—¡Bien, comience, por favor!
Canté toda la frase y me senté.
—Señor Chinaski, apenas pude oírle. ¿No podría usted cantar con un
poco más de energía?
Me levanté de nuevo, aspiré todo un océano de aire y vociferé:
—¡SI QUIERRES SER EL GORVERNANTE DE L'ARMADA DE LA
REBINA, PÉGATE ALA MESA Y NUUNCA BAYAS AL MAARRR!
La había cantado al revés.
—Señor Chinaski —dijo el señor Hamilton— siéntese, por favor.
Me senté. La culpa la tenía Baldy.
177
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Todo el mundo hacía gimnasia a la misma hora. La taquilla de Baldy
estaba en la misma fila que la mía y separada por otras cuatro o cinco
taquillas. Me acerqué a la mía antes que los demás. Baldy y yo teníamos un
problema similar. Odiábamos los pantalones de lana porque picaban
terriblemente, pero a nuestros padres les encantaba que lleváramos prendas
de lana. Yo había resuelto el problema, para Baldy y para mí, y le había
hecho partícipe de mi secreto. Todo lo que tenías que hacer era llevar el
pijama bajo los pantalones de lana.
Abrí la taquilla y me desvestí. Me quité los pantalones y el pijama y
escondí el pijama en la parte de arriba de la taquilla. Me puse los pantalones
de gimnasia justo cuando los otros chicos estaban comenzando a entrar.
Baldy y yo teníamos grandes anécdotas con los pantalones del pijama,
pero la de Baldy era la mejor. Había salido con su chica una noche para
bailar un poco y a la mitad de un baile su chica preguntó:
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?
—Hay algo que sobresale de la pernera de tu pantalón.
—¿Qué?
—¡Dios Santo! ¡Llevas el pijama bajo tus pantalones!
—¿Oh? Oh, eso... se me debe de haber olvidado...
—¡Me voy ahora mismo!
Nunca volvió a citarse con Baldy.
Todos los chicos se estaban poniendo la ropa de gimnasia. Entonces
Baldy entró y abrió su taquilla.
—¿Cómo te va, compañero? —le pregunté.
—Oh, hola, Hank...
—Tengo clase de Inglés a las 7 de la mañana. Es un buen modo de
comenzar el día, sólo que deberían llamarla clase de «apreciación musical».
—Oh, sí, Hamilton. He oído hablar de él. Je, je, je...
Me acerqué a él.
Baldy se había desabrochado los pantalones. Di un tirón y se los bajé.
Aparecieron unos pantalones de pijama listados en verde. Intentó subirse los
pantalones, pero yo era demasiado fuerte para él.
—¡MIRAD, COMPAÑEROS, MIRAD! JESUCRISTO, ¡AQUÍ TENÉIS UN TIPO QUE VIENE A
CLASE EN PIJAMA!
Baldy estaba forcejeando. Su rostro estaba cárdeno. Un par de chicos se
acercaron a mirar. Entonces yo hice lo peor. Pegué un manotazo a su pijama
178
y lo bajé.
—¡Y VED ESTO! ¡EL CABRONCETE NO ES SÓLO CALVO, SINO QUE APENAS TIENE POLLA!
¿QUÉ VA A HACER EL POBRECITO CUANDO SE ENFRENTE A UNA MUJER?
Un chicarrón que estaba cerca de mí dijo:
—Chinaski, ¡eres una basura!
—Sí —dijeron otros dos tipos—. Sí... sí... —oí varias voces más.
Baldy se subió los pantalones. Estaba llorando:
—¡Chinaski también lleva pijama! ¡Fue él quien hizo que yo los llevara!
¡Mirad en su taquilla, sólo mirad en su taquilla!
Baldy corrió hasta mi taquilla y abrió la puerta de par en par. Sacó toda
mi ropa pero no aparecieron los pantalones del pijama.
—¡Los ha escondido! ¡Los ha escondido en algún lugar!
Dejé mis ropas en el suelo y salí al campo cuando pasaban lista. Yo
estaba en la segunda fila. Hice un par de flexiones y advertí que otro
chicarrón estaba detrás de mí. Oí cómo pronunciaban su nombre, Sholom
Stodolsky.
—Chinaski —me dijo— eres una basura.
—No te metas conmigo, chaval. Tengo un temperamento muy inquieto.
—Bueno, pues me meto contigo.
—No me piques mucho, gordinflón.
—¿Conoces el sitio que hay entre el edificio de Biológicas y los campos de
tenis?
—Lo he visto.
—Te veré allí después de la gimnasia.
—Vale —contesté.
No aparecí. Después de la gimnasia pasé del resto de mis clases y cogí
los tranvías necesarios para llegar a la plaza Pershing. Me senté en un banco
y esperé ver algo de acción. Tuve que esperar mucho hasta que, finalmente,
un ateo y un religioso comenzaron a discutir. No eran muy buenos. Yo era
un agnóstico. Los agnósticos no tienen mucho que discutir. Dejé el parque y
anduve bajando la Séptima hasta llegar a Broadway. Ese era el centro de la
ciudad. No parecía haber gran cosa allí, sólo gente que esperaba que
cambiaran los semáforos para que pudieran cruzar la calle. Entonces advertí
que me comenzaban a picar las piernas. Me había dejado el pijama
escondido en la taquilla. Había sido un día jodidamente estúpido desde el
principio al fin. Salté a un tranvía de la línea «W» y me senté en la parte
trasera mientras rodaba en dirección a casa.
179
51
Sólo conocí un estudiante en la Universidad que me gustara: Robert
Becker. El quería ser escritor.
—Voy a aprender todo lo que aquí me pueden enseñar sobre el arte de
escribir. Va a ser como desmontar completamente un coche y luego
montarlo de nuevo.
—Eso parece mucho trabajo —dije.
—Voy a hacerlo.
Becker era dos o tres centímetros más bajo que yo pero era rechoncho y
de fuerte complexión, con grandes hombros y brazos.
—Tuve una enfermedad infantil —me dijo—, tuve que estar en cama
durante un año apretando dos pelotas de tenis, una en cada mano. Sólo por
hacer eso he llegado a ser como soy.
Tenía un trabajo como mensajero nocturno y se pagaba las clases.
—¿Cómo obtuviste tu trabajo?
—Conocí a un tipo que conocía a un tipo.
—Seguro que te puedo dar una tunda.
—Quizás sí, quizás no. Sólo me interesa escribir.
Estábamos sentados en una habitación situada por encima del prado. Dos
chicos estaban mirándome.
Uno de ellos habló:
—¡Oye! —me preguntó—. ¿Te importa si te pregunto algo?
—Adelante.
—Bueno, solías ser un mariquita en la escuela elemental, me acuerdo de
ti. Y ahora eres un tío duro. ¿Qué pasó?
—No lo sé.
—¿Eres cínico?
—Probablemente.
—¿Eres feliz siendo cínico?
—Sí.
—¡Entonces no eres un cínico, porque los cínicos no son felices!
Los dos chicos ejecutaron unos pasos de vodevil y se fueron riendo.
—Te han hecho quedar mal —dijo Becker.
—No, exageraban demasiado.
—¿Eres cínico?
—Soy infeliz. Si fuera cínico, probablemente me sentiría mucho mejor.
Salimos de la habitación. Las clases se habían terminado. Becker quería
guardar sus libros en la taquilla. Nos acercamos hasta ellas y los guardamos.
180
Becker me pasó cinco o seis hojas de papel.
—Toma, lee esto. Es una narración breve.
Nos acercamos de nuevo a mi taquilla, la abrí y le tendí una bolsa de
papel.
—Toma un trago...
Era una botella de oporto.
Becker dio un sorbo y yo otro.
—¿Siempre guardas una botella en tu taquilla? —me preguntó.
—Lo intento.
—Escucha, esta noche libro. ¿Por qué no vienes y te presento a algunos
de mis amigos?
—La gente no me cae muy bien.
—Estos son tipos diferentes.
—¿Sí? ¿Dónde nos vemos? ¿En tu casa?
—No. Aquí, te escribiré la dirección... —empezó a escribir en un trozo de
papel.
—Escucha, Becker, ¿a qué se dedican esos amigos tuyos? —quise saber.
—Beben —dijo Becker.
Me guardé el papel en el bolsillo.
Esa noche después de cenar leí la narración de Becker. Era buena y me sentí
celoso. Contaba cómo por la noche llevaba un telegrama en su bicicleta a
una mujer hermosa. Su estilo era objetivo y claro y suavemente pudoroso.
Becker reconocía estar influenciado por Thomas Wolfe, pero no se lamentaba
y exageraba como hacía Wolfe. Su narración tenía sentimiento pero sin estar
subrayado en letras de neón. Becker sabía escribir; sabía escribir mejor que
yo.
Mis padres me habían conseguido una máquina de escribir y yo había
intentado escribir algunas narraciones breves, pero sólo conseguí historias
amargas y confusas. No es que fueran muy malas, pero parecían implorar,
no tenían vitalidad propia. Mis historias eran más oscuras y extrañas que la
de Becker, pero no servían. Bueno, una o dos de ellas me parecían buenas,
pero creo que acerté por casualidad en lugar de dirigirlas desde el principio.
Becker era claramente mejor. Quizás intentaría dedicarme a la pintura.
Esperé hasta que mis padres se hubieron dormido. Mi padre siempre
roncaba fuertemente. Cuando le oí, abrí la ventana del dormitorio y me
deslicé fuera cayendo sobre los arbustos de bayas. Al lado tenía el sendero y
anduve lentamente en la oscuridad. Luego subí por la calle Longwood hasta
la 21.a, torcí a la derecha y subí la colina por Westview hasta donde
finalizaba la línea del «W». Pagué mi billete y anduve hasta la trasera del
tranvía, me senté y encendí un cigarrillo. Si los amigos de Becker eran tan
buenos como la narración que me había dado a leer, entonces iba a ser una
noche de órdago.
Becker estaba ya en la dirección de la calle Beacon. Sus amigos estaban
desayunando. Fui presentado. Estaba Harry, estaba Lana, estaba Tragón,
Apestoso, estaba Pájaro de las Ciénagas, Ellis, Cara de Perro y, finalmente,
estaba el Destripador. Todos sentados en torno a una gran mesa de
desayuno. Harry tenía un trabajo legítimo en algún lugar, él y Becker eran
los únicos que estaban empleados. Lana era la mujer de Harry, Tragón —su
181
hijo— estaba sentado en una alta banqueta. Lana era la única mujer de la
reunión. Cuando me la presentaron, miró directamente a mis ojos y sonrió.
Todos eran jóvenes, delgados, y fumaban y liaban cigarrillos.
—Becker nos habló de ti —dijo Harry—. Dice que eres un escritor.
—Tengo una máquina de escribir.
—¿Vas a escribir sobre nosotros? —preguntó Apestoso.
—Prefiero beber.
—Perfecto. Vamos a hacer un concurso de bebida. ¿Tienes algún dinero?
—preguntó Apestoso.
—Dos dólares...
—Vale, la apuesta entonces es de dos dólares. ¡Que cotice todo el
mundo! —dijo Harry.
Eso hacía dieciocho dólares. El dinero tenía buen aspecto tirado sobre la
mesa. Apareció una botella junto con unos pequeños vasos.
—Becker nos dijo que tú crees que eres un tipo duro. ¿Eres un tipo duro?
—Claro.
—Bien, vamos a verlo...
La luz de la cocina era muy brillante. El whisky era puro, un whisky
amarillo oscuro. Harry llenó los vasos. Semejante delicia. Mi boca, mi
garganta, no podían esperar. La radio estaba encendida. «¡Oh, Johnny, oh,
Johnny, cómo sabes amar!» cantaba alguien.
—¡Hasta el hígado! —dijo Harry.
No había modo que yo perdiera. Podía beber durante días. Nunca había
tenido demasiado de beber.
Tragón tenía un diminuto vaso frente a él. Al alzar nosotros los nuestros
y beberlos, él alzó el suyo y bebió. Todo el mundo pensó que era divertido,
yo no creí que fuera muy divertido el que un enano así bebiera, pero no dije
nada.
Harry sirvió otra ronda.
—¿Has leído mi narración corta, Hank? —preguntó Becker.
—Sí.
—¿Qué te pareció?
—Es buena. Estás preparado. Todo lo que necesitas ahora es un poco de
suerte.
—¡Hasta el hígado! —dijo Harry.
La segunda ronda no fue ningún problema, todos la ingerimos, incluso
Lana.
Harry me miró.
—¿Te gustaría vomitar la bebida, Hank?
—No.
—Bien. En caso que lo hicieras, tenemos a Cara de Perro para evitarlo.
Cara de Perro era dos veces más grande que yo. Era tan hastiante estar
en el mundo. Cada vez que mirabas a tu alrededor, siempre había algún tipo
listo para destrozarte sin darte tiempo a respirar. Miré a Cara de Perro.
—¡Hola, compañero!
—Compañero tu padre —contestó—. Limítate a beberte la copa.
Harry rellenó los vasos saltándose el de Tragón, sin embargo, lo que
aprecié. Muy bien, los alzamos y bebimos. Entonces Lana pasó de la
182
competición.
—Mañana alguien tendrá que limpiar todo esto y despertar a Harry para
que trabaje —dijo.
Se sirvió la siguiente ronda. Justo en ese momento se abrió la puerta de
sopetón y un chico grandón y bien parecido de unos 22 años entró corriendo
en la habitación.
—Mierda, Harry —dijo—, ¡escóndeme! ¡Acabo de atracar una maldita
gasolinera!
—Mi coche está en el garage —replicó Harry—. ¡Túmbate en el suelo del
asiento trasero y quédate ahí!
Bebimos. Se sirvió otra ronda. Apareció una nueva botella. Los dieciocho
dólares aún estaban en el centro de la mesa. Todos seguíamos en el asunto
excepto Lana. Iba a hacer falta mucho whisky para derrotarnos.
—Oye —pregunté a Harry—, ¿no nos vamos a quedar sin bebida?
—Muéstrale, Lana...
Lana abrió las puertas superiores de un armario. Pude ver hileras e
hileras de botellas de whisky, todas de la misma marca. Parecía ser el botín
producto del asalto a un camión, y probablemente lo era. Y esos eran los
miembros de la banda: Harry, Lana, Apestoso, Pájaro de las Ciénagas, Ellis,
Cara de Perro y el Destripador, tal vez Becker y, seguramente, el chaval
joven que se escondía ahora en el asiento trasero del coche de Harry. Me
sentí honrado por beber con una parte tan activa de la población de Los
Angeles. Dedicaría mi primera novela a Robert Becker. Y sería una novela
mejor que la de «El Tiempo y el Río».
Harry siguió sirviendo rondas y seguimos trasegándolas. La cocina estaba
azulada por el humo de los cigarrillos.
Pájaro de las Ciénagas se retiró el primero. Tenía una larguísima nariz y
sólo sacudió la cabeza, no más, no más, y todo lo que podías ver era su
narizota oscilando entre la humareda azul.
Ellis fue el siguiente en caer derrotado. Tenía mucho pelo en el pecho
pero, evidentemente, no en sus pelotas.
Cara de Perro se retiró a continuación. Pegó un salto hasta el fregadero y
vomitó. Al escucharle, Harry tuvo la misma idea y saltó hasta el cubo de
basura, donde vomitó.
Con eso quedábamos Becker, Apestoso, Destripador y yo.
Becker fue el siguiente. Tan sólo cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó la
cabeza, y se quedó frito.
—La noche es aún joven —dije—. Normalmente bebo hasta que sale el
sol.
—¡Claro —dijo Destripador—, y también cagas en un cesto!
—Por supuesto, y tiene la forma de tu cabezota.
Destripador se levantó.
—¡Tú, hijo de perra! ¡Te voy a partir el culo!
Me lanzó un golpe a través de la mesa, falló y tiró la botella. Lana cogió
una fregona y limpió el suelo de líquido. Harry abrió otra botella.
—Siéntate, Des, o perderás la apuesta —dijo Harry.
Harry sirvió otra nueva ronda. La hicimos desaparecer.
Destripador se puso en pie, anduvo hasta la puerta trasera, la abrió y se
183
quedó mirando al cielo.
—Oye, Des, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó Apestoso.
—Estoy comprobando si tenemos luna llena.
—Bueno, ¿la hay?
No hubo respuesta. Oímos cómo caía por los escalones y aterrizaba sobre
el seto. Le dejamos allí.
Con eso quedábamos Apestoso y yo.
—Todavía no he visto a nadie derrotar a Apestoso —dijo Harry.
Lana acababa de acostar a Tragón. Volvió a la cocina.
—¡Jesús, hay cuerpos caídos por todos lados!
—Sirve más, Harry —dije yo.
Harry llenó el vaso de Apestoso y luego el mío. Sabía que no era capaz
de bebérmelo, así que hice lo único que podía hacer. Pretendí que era algo
fácil coger el vaso y beberlo de un trago. Apestoso se quedó mirándome.
—Vuelvo en seguida. Tengo que ir al cagadero.
Nos quedamos sentados esperando.
—Apestoso es un buen tipo —dije—. No deberías llamarle así. ¿Cómo se
ganó el apodo?
—No sé —contestó Harry—, alguien se lo puso.
—Ese chico escondido en tu coche. ¿Va a salir alguna vez?
—No hasta mañana.
Seguimos sentados esperando.
—Creo —dijo Harry— que es mejor que echemos un vistazo.
Abrimos la puerta del baño. Daba la impresión de que Apestoso no
estaba en él. Entonces le vimos. Se había caído en la bañera. Sus pies
sobresalían en un extremo. Sus ojos estaban cerrados y estaba
completamente ido. Volvimos a la mesa.
—El dinero es tuyo —dijo Harry.
—¿Qué tal si me dejáis contribuir algo por las botellas de whisky?
—Olvídalo.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, por supuesto.
Recogí el dinero y lo guardé en mi bolsillo delantero. Luego miré el vaso
de Apestoso.
—Es una pena desperdiciar este trago —dije.
—¿Quieres decir que vas a bebértelo? —preguntó Lana.
—¿Por qué no? Un trago para el camino...
Lo hice desaparecer.
—Muy bien, muchachos, ¡ha sido fantástico!
—Buenas noches, Hank.
Salí por la puerta trasera pasando por encima del cuerpo de Destripador.
Encontré un callejón trasero y torcí a la izquierda. Anduve por él y vi un
sedán Chevrolet de color verde. Me tambaleaba un poco a medida que me
acercaba a él. Aferré la manija de la puerta trasera para afirmarme. La
maldita puerta no estaba cerrada y se abrió de golpe haciéndome caer sobre
la acera. Había luna llena y yo me di un fuerte golpe en el codo. El whisky
me había subido de golpe. Me parecía imposible levantarme, pero tenía que
hacerlo. Se suponía que yo era un chico duro. Me levanté y me caí contra la
184
puerta medio abierta, afeitándome a ella, apoyándome en la manija.
Permanecí un rato afirmándome y luego me senté en el asiento trasero del
coche. Permanecí otro rato dentro. Luego comencé a vomitar. Me salió todo,
vomité y vomité, cubriendo toda la trasera del Chevrolet. Luego volví a
sentarme otro rato. Después me las arreglé para salir del coche. No me
sentía tan mareado. Saqué mi pañuelo y limpié el vómito de mis pantalones
y zapatos lo mejor que pude. Cerré la puerta del coche y seguí andando por
el callejón. Tenía que encontrar el tranvía de la línea «W». Lo encontraría.
Y lo hice. Me subí en él. Bajé en la calle Westview, anduve por la 21.a y
doblé al Sur por la Avenida Longwood hasta el número 2.122. Ascendí por el
sendero del vecindario, encontré el arbusto de las bayas, trepé por encima
de él y a través de la ventana abierta hasta entrar en mi dormitorio. Me
desvestí y me metí en la cama. Debía de haberme tomado cerca de un litro
de whisky. Mi padre roncaba aún, sólo que en ese momento de una forma
más estruendosa y horrenda. De todos modos caí dormido.
Como siempre, llegué a la clase de Inglés del señor Hamilton con treinta
minutos de retraso. Eran las 7.30 de la mañana. Me quedé fuera de la
puerta y escuché. Estaban oyendo a Gilbert y Sullivan de nuevo. La misma
canción sobre el mar y la Armada de la Reina. Hamilton no se cansaba de
ellos. En el instituto tuve un profesor de Inglés que sólo nos hablaba de Poe,
Poe, Edgar Allan Poe.
Abrí la puerta. Hamilton se acercó al tocadiscos y levantó la aguja. Luego
anunció a la clase:
—Cuando el señor Chinaski llega, sabemos que son las 7.30. El señor
Chinaski siempre llega a tiempo. El único problema es que es el tiempo
incorrecto.
Hizo una pausa mirando a todas las caras de su clase. Parecía muy, muy
digno. Luego bajó la vista hasta mí.
—Señor Chinaski, da igual que llegue usted a las 7.30 o no llegue en
absoluto. De cualquier modo le voy a calificar con una «D» en este curso 1.°
de Inglés.
—¿Una «D», señor Hamilton? —pregunté con mi famoso gesto de burla—
. ¿Por qué no una «F»?
—Porque la «F», a veces, puede implicar la palabra «follar». Y no creo
que usted valga siquiera un polvo.
La clase entera aulló y rió y pateó y bramó. Yo me di la vuelta y salí
cerrando la puerta tras de mí. Crucé el vestíbulo oyendo aún sus carcajadas.
185
52
La guerra estaba yendo bastante bien en Europa. Al menos para Hitler. La
mayoría de los estudiantes no se pronunciaban sobre el tema. Pero los
profesores auxiliares eran casi todos izquierdistas y antihitlerianos. Parecía
no haber derechistas entre los profesores, exceptuando al señor Glasgow, de
Económicas, y lo era con discreción.
Lo correcto, intelectual y popular, era ir a la guerra contra Alemania para
detener el avance del fascismo. En mi caso no tenía ningunas ganas de ir a
la guerra para salvar mi modo actual de vida o el posible futuro que me
esperaba. Yo no tenía Libertad. No tenía nada. Con Hitler quizás obtuviera
un coño de cuando en cuando y una paga semanal de más de un dólar.
Además, como había nacido en Alemania, tenía una cierta lealtad natural y
no me gustaba ver cómo equiparaban a todos los alemanes con monstruos e
idiotas. En los cines aceleraban las imágenes de las noticias para hacer que
Hitler y Mussolini parecieran locos frenéticos. También, con todos los
profesores en contra de Alemania, descubrí que personalmente me era
imposible simplemente estar de acuerdo con ellos. Sin sentirme alienado,
pero sí naturalmente contrariado, decidí oponerme a sus puntos de vista.
Nunca había leído el Mein Kampf ni tenía deseos de hacerlo. Para mí, Hitler
sólo era otro dictador, sólo que, en vez de mis regañinas a la hora de cenar,
probablemente me volara los sesos o las pelotas si iba a la guerra a intentar
pararle.
Algunas veces, cuando los profesores hablaban y hablaban sobre los
horrores del nazismo (nos enseñaron a escribir «nazi» con «n» minúscula,
incluso si encabezaba una frase) y el fascismo, yo me ponía en pie de un
brinco y soltaba algún comentario:
—¡La supervivencia de la raza humana depende de una selección
responsable!
Lo que significaba: vigila con quién te vas a la cama; pero yo sólo sabía
eso. Realmente mosqueaba a todo el mundo.
No sé de dónde sacaba mis discursitos:
—Uno de los errores de la democracia es que el voto universal da lugar a
un líder común que nos conduce a una vida vulgar, apática y predecible.
Evitaba cualquier referencia directa a los judíos y los negros, los cuales
nunca me habían ocasionado ningún problema. Todos mis problemas
provenían de los blancos no judíos. Por lo tanto yo no era un nazi por
temperamento o elección; fueron los profesores los que me hicieron seguir
esa línea por parecerse y pensar como ellos y encima tener un prejuicio
186
antialemán. Además yo había leído por ahí que si un hombre no creía o
entendía verdaderamente la causa a la cual se adhería, de algún modo podía
ser más convincente, lo que me daba una considerable ventaja sobre los
profesores.
—Entrenad un caballo de tiro para convertirlo en uno de carreras y
obtendréis un híbrido que no es ni veloz ni fuerte. ¡Una nueva Raza
Dominadora surgirá de la selección premeditada y útil!
—No hay guerras buenas o malas. Lo único malo de una guerra es
perderla. En todas las guerras ambos lados creen pelear por una Buena
Causa. No se trata de saber quién tiene o no la razón, ¡se trata de
comprobar quién tiene los mejores generales y el mejor ejército!
Me encantaba. Podía demostrar todo lo que me daba la gana.
Por supuesto estaba separándome más y más de las chicas. Pero de
todos modos nunca había estado cerca. Creí que a causa de mis arrebatados
discursos estaba solo en el campus, pero no fue así. Algunos más me habían
escuchado. Un día, mientras me encaminaba a la clase de Reportajes de
Actualidad, oí que alguien seguía mis pasos. Nunca me gustó que nadie me
siguiera de cerca. Por eso me giré mientras andaba. Era el Delegado general
de los estudiantes, Boyd Taylor. Era muy popular entre los estudiantes, el
único tipo en la historia de la Universidad que había sido elegido Delegado
por segunda vez.
—Oye, Chinaski, quiero hablar contigo.
Nunca me había fijado mucho en Boyd, era el típico joven americano bien
parecido y con un futuro garantizado, siempre vestido con corrección,
simpático y gentil, con cada pelo de su bigote perfectamente atusado. No
tenía idea de cuál era su atractivo para los estudiantes. Se puso a mi lado y
anduvo conmigo.
—¿No crees que no es bueno para ti, Boyd, que te vean caminar
conmigo?
—Ese es mi problema.
—De acuerdo. ¿Qué pasa?
—Chinaski, esto es sólo entre tú y yo, ¿entiendes?
—Claro.
—Escucha, no tengo fe en las acciones o ideales de tipos como tú.
—¿Entonces?
—Pero quiero que sepas que si ganáis, aquí y en Europa, aceptaría con
agrado estar a vuestro lado.
Sólo pude mirarle y reír.
Se quedó plantado mientras yo seguía andando. Nunca te fíes de un
hombre que tiene el bigote perfectamente igualado...
También otros habían estado escuchando. Saliendo de la clase de
Reportajes de Actualidad, me encontré con Baldy que estaba con un chico de
un metro cincuenta de alto por noventa centímetros de ancho. La cabeza del
chico estaba hundida en sus hombros, tenía un cráneo totalmente redondo,
orejas pequeñas, cabello perfilado, ojos de guisante y una boca pequeña y
húmeda.
Un desquiciado, pensé, quizás un asesino.
—¡OYE, HANK! —aulló Baldy.
187
Me aproximé.
—Creí que habíamos acabado, LaCrosse.
—¡Oh, no! ¡Todavía quedan grandes cosas por hacer!
¡Mierda! ¡Baldy también era uno de ésos!
¿Por qué la idea de la Raza Superior no atraía más que a los disminuidos
mentales y físicos?
—Quiero que conozcas a Igor Stirnov.
Me acerqué y nos dimos la mano. El apretó la mía con todas sus fuerzas.
Realmente me hizo daño.
—Suéltame —dije— o te voy a partir el cuello.
Igor me soltó.
—No confío en la gente que estrecha las manos con blandura. ¿Por qué lo
haces tú?
—Hoy estoy débil. Quemaron mi tostada del desayuno y al mediodía se
me cayó el batido de chocolate.
Igor se volvió hacia Baldy.
—¿Qué le pasa a este chico?
—No te preocupes por él. Actúa a su modo.
Igor volvió a mirarme.
—Mi padre era ruso blanco. Durante la Revolución le mataron los rojos.
¡Tengo que vengarme de esos bastardos!
—Ya veo...
Entonces otro estudiante se nos acercó.
—¡Oye, Fenster! —aulló Baldy.
Fenster se aproximó. Nos dimos la mano. Yo apenas apreté. No me
gustaba dar la mano. El nombre de Fenster era Bob. En una casa de
Glensdale iba a celebrarse una reunión, Americanos por el Partido
Americano. Fenster era el representante por la Universidad. Fenster se fue y
Baldy se inclinó para susurrarme en el oído:
—¡Son nazis!
Igor tenía un coche y cuatro litros de ron. Nos encontramos frente a la
casa de Baldy. Igor pasó la botella. Buen licor, realmente quemaba las
membranas de mi garganta. Igor conducía el coche como si fuera un tanque,
sin detenerse en las señales de stop. La gente tocaba el claxon mientras
pisaban el freno e Igor les blandía una pistola réplica de las de verdad.
—Oye, Igor —dijo Baldy—, muestra tu pistola a Hank.
Igor estaba conduciendo. Baldy y yo estábamos sentados atrás. Igor me
tendió la pistola. La miré.
—¡Es fantástica! —dijo Baldy—. La talló en madera y la pintó con betún
de zapatos. Parece de verdad, ¿no es cierto?
—Sí —contesté—. Incluso ha perforado un agujero en el cañón.
Devolví la pistola a Igor.
—Muy bonita —dije.
Me volvió a pasar el ron. Me pegué un trago y pasé la botella a Baldy. El
se quedó mirándome y dijo:
—¡Heil Hitler!
Fuimos los últimos en llegar. Era una casa grande y bonita. En la puerta
nos salió al paso un tipo gordo que tenía el aspecto de alguien que se había
188
pasado toda la vida comiendo castañas junto al fuego. Parecía que los
padres no estaban por ahí. Su nombre era Larry Kearny. Le seguimos a
través del caserón y bajamos una escalera larga y oscura. Todo lo que yo
podía distinguir eran los hombros y la nuca de Kearny. Evidentemente era
un tipo bien alimentado y parecía mucho más saludable que Baldy, Igor o yo
mismo. A lo mejor podíamos aprender algo allí.
Llegamos al sótano y encontramos varias sillas. Fenster nos hizo un signo
aprobatorio con la cabeza. Había otros siete tipos que no conocía. Sobre un
estrado se alzaba una mesa. Larry subió al estrado y se plantó tras la mesa.
Detrás suyo, sobre la pared, se extendía una bandera americana. Larry se
irguió muy erecto.
—¡Ahora juraremos nuestra lealtad a la bandera americana!
¡Dios mío! —pensé—. ¡Me he equivocado de sitio!
Nos alzamos y proferimos nuestros juramentos, pero yo me paré después
de «juro por»... y no dije qué.
Nos sentamos. Larry comenzó a hablar parapetado tras la mesa. Explicó
que, ya que era la primera reunión que él presidía, cuando tuviéramos dos o
más reuniones, cuando nos conociéramos entre nosotros, podríamos elegir
un presidente. Pero mientras tanto...
—Nos enfrentamos, en América, a dos severas amenazas a nuestra
libertad. Por un lado el azote del comunismo y por otro el alzamiento negro.
A menudo trabajan conjuntamente. Nosotros, verdaderos americanos, nos
reunimos aquí en un intento de contrarrestar este azote, esta amenaza. ¡Ha
llegado hasta tal punto que ninguna chica blanca y decente puede andar por
la calle sin ser acosada por un macho negro!
Igor pegó un brinco.
—¡Los mataremos!
—Los comunistas quieren arrebatarnos la riqueza por la que tanto hemos
trabajado, por la que nuestros padres se desvivieron y sus padres antes que
ellos se mataron a trabajar. ¡Los comunistas quieren entregar nuestro dinero
a todo negro, homosexual, vagabundo, asesino y exhibicionista que camina
por nuestras calles!
—¡Los mataremos! —¡Hemos de detenerlos! —¡Nos armaremos!
—Sí, nos armaremos. ¡Nos armaremos y reuniremos aquí para formular
un Plan Maestro para salvar a América!
El grupo entero aplaudió. Dos o tres vociferaron: «¡Heil Hitler!» Entonces
llegó el momento-de-conocernos-entre-nosotros.
Larry nos pasó unas cervezas frías y formamos pequeños corros para
charlar, sin decirnos gran cosa, excepto que necesitábamos hacer mucho tiro
al blanco para luego saber utilizar nuestras armas cuando llegara el
momento.
Cuando fuimos a la casa de Igor tampoco parecía que estuvieran en ella
sus padres. Igor cogió una sartén, puso en ella cuatro trozos de mantequilla
y comenzó a derretirlos. Cogió el recipiente del ron, vertió una cantidad
generosa y la calentó junto a la mantequilla.
—Esto es lo que beben los hombres —dijo. Luego observó a Baldy—.
¿Eres un hombre, Baldy?
Baldy ya estaba borracho. Se mantenía muy erguido con los brazos
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cayéndole a los costados.
—¡Sí, SOY UN HOMBRE! —y comenzó a llorar. Las lágrimas se deslizaron por
su rostro—. ¡Soy UN HOMBRE! —Se mantenía muy erguido y mientras rodaban
los lagrimones vociferaba—: ¡HEIL HITLER!
Igor me miró fijamente.
—¿Eres un hombre?
—No lo sé. ¿Está ya listo ese ron?
—No sé si confiar en ti. No estoy seguro de que seas uno de los nuestros.
¿Acaso eres un espía doble? ¿Eres un agente del enemigo?
—No.
—¿Eres uno de nosotros?
—No lo sé. Sólo estoy seguro de una cosa.
—¿Cuál es?
—No me caes bien. ¿Está ya preparado el ron?
—¿Ves? —dijo Baldy— . ¡Te dije que era un tipo despreciable!
—Veremos quién es el más despreciable cuando se acabe la noche —
contestó Igor.
Igor vertió la mantequilla derretida junto al hirviente ron, luego apagó el
fuego y removió la mezcla. No me caía bien él, pero ciertamente era distinto
y eso me gustaba. Encontró tres copas grandes y azules, con letras rusas
inscritas en ellas. Vertió el ron con mantequilla en las copas.
—Muy bien —dijo— ¡bebeoslo!
—Mierda, está hirviendo —dije mientras trasegaba la copa. Estaba
demasiado caliente y atufaba a mantequilla.
Observé cómo Igor se bebía la suya. Vi sus pequeños ojos de guisante
asomar por el borde de la copa. Se las arregló para trasegarlo mientras ríos
de mantequilla con ron caían por las comisuras de su boca. El estaba
estudiando a Baldy. Baldy permanecía plantado en píe observando su copa.
Yo sabía desde tiempo antes que Baldy no tenía una afición natural a la
bebida.
Igor miraba fijamente a Baldy.
—¡Bébelo!
—Sí, Igor, sí...
Baldy alzó la copa azul. Lo estaba pasando mal. Estaba demasiado
caliente para él y no le gustaba cómo sabía. La mitad del contenido se
deslizó por su barbilla y cayó sobre su camisa. La copa vacía se estrelló
contra el suelo de la cocina.
Igor se plantó frente a Baldy.
—¡Tú no eres un hombre!
—¡SOY UN HOMBRE, IGOR!¡SOY UN HOMBRE!
—¡MIENTES!
Igor le golpeó con un revés y la cabeza de Baldy cayó hacia un lado.
Propinó otro revés y enderezó la cabeza de Baldy. Este se puso firmes
manteniendo los brazos rígidos a los costados.
—Soy... un... hombre... Igor permaneció frente a él.
—¡Haré un hombre de ti!
—Vale —le dije a Igor—, déjale solo.
Igor salió de la cocina. Me serví otro ron. Era una bebida asquerosa pero
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no había nada más.
Igor entró en la cocina. Estaba empuñando un revólver, un revólver de
verdad de seis tiros.
—Vamos a jugar ahora a la ruleta rusa —anunció.
—Sí, con el coño de tu madre —contesté.
—Yo jugaré, Igor —dijo Baldy—. ¡Jugaré! ¡Soy un hombre!
—De acuerdo —contestó Igor—, sólo hay una bala en el revólver. Giraré
el tambor y te pasaré el revólver.
Igor dio vueltas al tambor y entregó el revólver a Baldy. Baldy lo cogió y
apuntó a su cabeza.
—Soy un hombre... soy un hombre... ¡lo haré! —Comenzó a llorar de
nuevo—. ¡Lo haré... porque soy un hombre...!
Baldy desvió la boca del revólver de su sien. Apuntó a otro sitio y apretó
el gatillo. Sonó un click.
Igor volvió a coger el arma, giró el tambor y me la tendió. Yo se la
devolví.
—Tú primero.
Igor volvió a girar el tambor, sostuvo el revólver contra la luz de modo
que viera la recámara y luego se lo aplicó a la sien. Sonó un click.
—Magnífico —dije—. Has mirado en la recámara para ver dónde estaba la
bala.
Igor dio vueltas al tambor y me pasó el revólver.
—Es tu turno.
Le devolví el arma.
—Guárdatelo —le repliqué.
Me aproximé a los fuegos para servirme otro ron. Mientras lo hacía sonó
un disparo. Miré al suelo. Al lado de mi pie, en el suelo de la cocina, había
un agujero de bala.
Me giré en redondo.
—Si vuelves a apuntarme con esa cosa otra vez, te mataré, Igor.
—¿Ah sí?
—Sí.
Permaneció frente a mí sonriendo. Lentamente comenzó a elevar el
revólver. Yo esperé. Al poco lo bajó. Ya bastaba por esa noche. Fuimos hasta
el coche e Igor nos llevó hasta casa. Pero primero paramos en el Parque
Westlake, alquilamos una barca y remamos por el lago hasta acabarnos el
ron. Con el último sorbo, Igor cargó el revólver y efectuó varios disparos
contra el fondo de la barca. Estábamos a treinta metros de la orilla y
tuvimos que nadar...
Era muy tarde cuando llegué a casa. Me arrastré sobre el arbusto de las
bayas y trepé por la ventana. Me desvestí y fui a la cama mientras en la
habitación próxima mi padre roncaba.
191
53
Yo solía volver de clase bajando la colina de Westview. Nunca llevaba
libros en la mano. Aprobé mis exámenes asistiendo a las clases y adivinando
las respuestas. Jamás tuve que empollar los exámenes y conseguí las
calificaciones «C» de aprobado. Y mientras bajaba la colina me metí en una
enorme tela de araña. Empecé a romperla y quitármela de encima mientras
buscaba a la araña. Entonces la vi: era una enorme y negra hija de puta. La
aplasté. Había aprendido a odiar a las arañas. Cuando fuera al infierno, me
devoraría una araña.
Durante toda mi vida en ese vecindario me había metido en telas de
arañas, me habían atacado los cuervos y había vivido con mi padre. Todo
era eternamente triste, sombrío y maldito. Incluso el tiempo era un tiempo
de perros. O era insoportablemente cálido durante semanas o, si llovía,
llovía durante cinco o seis días. El agua anegaba los jardines y penetraba en
las casas. Quienquiera que fuera el que diseñó el sistema de drenaje,
probablemente había sido bien pagado por su ignorancia en la materia.
Y mis propios asuntos iban de mal en peor, tal como cuando nací. La
única diferencia era que ahora podía beber de vez en cuando, aunque nunca
lo suficiente. El beber era lo único que evitaba que un hombre se sintiera
desplazado e inútil. Todo lo demás era luchar y luchar, abriéndose paso a
tajos. Y nada era interesante, nada. Todo el mundo era igual, reprimiéndose
y controlándose. Y yo tenía que vivir con esos mamones el resto de mis días,
pensé. ¡Dios mío! Todos tenían un agujero en el culo y órganos sexuales y
bocas y sobacos. Se sentaban y charloteaban y eran tan estúpidos como la
cagada de un caballo. Las chicas tenían buen aspecto vistas a distancia, con
el sol filtrándose entre sus ropas y cabellos. Pero cuando se acercaban y
mostraban sus cerebros a través de la cháchara de sus bocas, te sentías con
ganas de excavar una trinchera en una colina y esconderte con una
ametralladora. Verdaderamente nunca sería capaz de ser feliz, casarme y
tener hijos. Demonios, ni siquiera podía obtener trabajo como lavaplatos.
A lo mejor podría ser un asaltante de bancos. Algo realmente
emocionante. Algo con relumbre y pasión. Sólo tenemos una oportunidad.
¿Por qué ser un limpiaventanas?
Encendí un cigarrillo y seguí bajando la colina. ¿Era yo el único en
agobiarme por un futuro sin posibilidades?
Vi otra de esas grandes arañas negras. Yacía en su telaraña justo a la
altura de mi cara y en medio del camino. Cogí el cigarrillo y lo aplasté contra
ella. La enorme araña se agitó de tal modo que las ramitas del arbusto
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donde afianzaba su telaraña se movieron. Saltó de su telaraña y cayó sobre
la acera. Asesinas cobardes, todas eran unas cobardes asesinas. La aplasté
con el zapato. Un día útil, había matado dos arañas y trastocado el equilibrio
de la naturaleza, ahora nos iban a devorar los mosquitos y las moscas.
Seguí bajando la colina, estaba cerca del final cuando un gran arbusto
empezó a agitarse. La Reina de las Arañas me perseguía. Avancé a su
encuentro.
Mi madre saltó a la acera desde detrás del arbusto. —¡Henry, Henry! ¡No
vayas a casa, no vayas a casa, tu padre te matará!
—¿Y cómo va a hacerlo? Puedo darle de azotes en el trasero.
—¡No, está furioso, Henry! ¡No vayas a casa, te matará! ¡Te he estado
esperando durante horas!
Los ojos de mi madre se habían ensanchado por el miedo y tenían un
bello color castaño.
—¿Qué está haciendo en casa tan temprano?
—¡Tenía dolor de cabeza y le concedieron la tarde libre!
—Creí que estabas trabajando, ¿acaso no has encontrado un nuevo
trabajo?
Ella había conseguido por fin trabajo como guardesa de una casa.
—¡Vino y me recogió! ¡Está furioso! ¡Te matará!
—No te preocupes, mamá, si intenta algo en contra mía voy a darle una
patada en el culo, te lo prometo.
—Henry, ¡ha encontrado tus narraciones y las ha leído!
—Jamás le pedí que lo hiciera.
—¡Las encontró en un cajón! ¡Las ha leído todas!
Yo había escrito diez o doce historias cortas. Dale a un hombre una
máquina de escribir y se convierte en escritor. Había escondido las
narraciones bajo el papel del fondo del cajón donde guardaba mis
calzoncillos y calcetines.
—Bueno —dije—, el viejo ha estado rebuscando y se ha quemado los
dedos.
—¡Dijo que iba a matarte! ¡Dijo que ningún hijo suyo podía escribir
historias semejantes y vivir bajo el mismo techo que él!
La cogí por el brazo.
—Vamos a casa, mamá, y veamos qué es lo que hace...
—¡Henry, ha tirado todas tus ropas sobre el césped, toda tu ropa sucia,
tu máquina de escribir, tu maleta y tus narraciones!
—¿Mis narraciones?
—Sí, esas también...
—¡Le mataré!
Me separé de ella, crucé la calle 21 y bajé por la Avenida Longwood. Ella
me siguió.
—¡Henry, Henry, no vayas a casa!
La pobre mujer se aferraba a mi camisa.
—Henry, escucha, ¡consíguete una habitación en cualquier sitio! ¡Henry,
tengo diez dólares! ¡Coge estos diez dólares y alquila una habitación en
algún sitio!
Me giré. Ella sostenía los diez dólares en la mano.
193
—Olvídalo —contesté—, voy a ir.
—¡Henry, coge el dinero! ¡Hazlo por mí! ¡Hazlo por tu madre!
—Bueno, de acuerdo...
Cogí los diez y me los embutí en el bolsillo del pantalón.
—Gracias, es un montón de dinero.
—Está bien así, Henry. Te quiero, Henry, pero tienes que irte.
Corrió delante mío mientras me acercaba a casa. Entonces lo vi: todo
estaba esparcido por el césped, todas mis ropas, limpias y sucias, la maleta
abierta, calcetines, pijamas, camisas, un abrigo viejo, todo tirado por todos
lados, sobre el césped y la acera. Y vi cómo el viento se llevaba mis
manuscritos arrojándolos contra el sumidero y contra todas partes.
Mi madre corrió por la acera hasta la casa y yo grité de forma que
pudiera oírme:
—¡DILE QUE SALGA AQUÍ, QUE VOY A PARTIRLE LA CABEZA EN DOS!
Primero recogí mis manuscritos. Ese era el más bajo de los golpes,
hacerme eso a mí. Era la única cosa que no tenía derecho a tocar. A medida
que recogía las hojas del sumidero, del césped y la acera, comencé a
sentirme mejor. Recogí todas las que pude, las metí en la maleta
asentándolas bajo un zapato, y luego rescaté la máquina de escribir. Su
maletín se había roto pero parecía estar bien. Miré todos mis andrajos
esparcidos en derredor. Dejé la ropa sucia y los pijamas, que sólo eran un
par, y de los desechados por él. No había gran cosa más que recoger. Cerré
la maleta, recogí la máquina de escribir y comencé a andar. Pude ver dos
caras atisbando tras las cortinas. Pero en seguida me olvidé mientras subía
por Longwood, cruzaba la calle 21 y subía la colina de Westview. No me
sentía muy distinto a como siempre me había sentido. Ni alegre ni
deprimido; todo parecía ser sólo una continuación. Iba a coger el tranvía
«W», cambiar de línea luego e ir a algún lugar del centro.
194
54
Encontré una habitación en la calle Temple, en el distrito Filipino. Costaba
3.50 dólares a la semana y estaba en un segundo piso. Pagué a la patrona
—una rubia de edad mediana— la renta de una semana. El retrete y la
bañera estaban en el piso de abajo, pero tenía un orinal para mear.
En mi primera noche descubrí un bar justo a la derecha de la entrada. Me
agradó enormemente. Todo lo que tenía que hacer era subir las escaleras y
estaba en casa. El bar estaba lleno de hombrecillos oscuros, pero no me
molestaban. Había oído toda clase de historias acerca de los filipinos: que
les gustaban las chicas blancas, rubias en particular, que llevaban estiletes,
que como todos tenían el mismo tamaño ahorraban entre siete para
comprarse un buen traje y se turnaban para llevarlo durante la semana...
George Raft había dicho por ahí que los filipinos crearon la moda de situarse
en las esquinas haciendo girar pequeñas cadenas de oro de quince o
diecinueve centímetros, cada cadena simbolizando el tamaño del pene.
El camarero era filipino.
—Tú eres nuevo aquí, ¿no? —preguntó.
—Vivo arriba. Soy estudiante.
—No doy crédito.
Eché unas monedas sobre la barra.
—Dame una Eastside.
Volvió con la botella.
—¿Dónde puede uno conseguir una chica? —pregunté.
Recogió las monedas.
—No sé nada —replicó mientras se dirigía a la caja registradora.
La primera noche cerré el bar. Nadie me importunó. Unas pocas rubias
salieron con los filipinos. Los hombres eran bebedores tranquilos. Se
sentaban en pequeños grupos con las cabezas juntas, hablando y riendo
suavemente. Me gustaban. Cuando el bar cerró, me levanté y el camarero
me dijo: «Gracias.» Eso nunca se hacía en los bares americanos. Al menos
no me lo hacían a mí.
Me gustaba mi nueva situación. Todo lo que ahora necesitaba era dinero.
Decidí seguir yendo a la Universidad. Al menos estaría en algún sitio
durante el día. Mi amigo Becker había abandonado sus estudios. No había
nadie que me importara mucho excepto, quizás, el profesor de Antropología,
un conocido comunista. No enseñaba demasiada Antropología. Era un tipo
grandón, accesible y agradable.
—Voy a explicaros cómo se fríe un buen filete —dijo a la clase—, primero
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dejáis que la sartén se ponga al rojo, luego bebéis un sorbo de whisky y
después se vierte una capa de sal en la sartén. Echáis el filete dentro y
dejáis que se haga un poco, pero no demasiado. Luego se le da la vuelta y
se hace por el otro lado, bebéis otro sorbo de whisky, sacáis el filete y os lo
coméis inmediatamente.
Una vez, cuando estaba tendido en el césped del campus, se acercó y se
tumbó junto a mí.
—Chinaski, tú no crees en toda esa palabrería nazi que esparces por ahí,
¿no es verdad?
—No podría decirlo. ¿Se cree usted toda su porquería?
—Por supuesto que sí.
—Buena suerte.
—Chinaski, no eres más que una viruta vienesa.
Se levantó, sacudiéndose la hierba y las hojas, y se fue...
Sólo llevaba dos días en Temple Street cuando Jimmy Hatcher me
encontró. Golpeó en mi puerta una noche y cuando la abrí ahí estaba con
otros dos chicos, compañeros de su fábrica de aviones, uno llamado Delmore
y el otro Pies Rápidos.
—¿Por qué le llaman Pies Rápidos?
—Cuando le dejes dinero, te enterarás.
—Entrad... ¿Cómo demonios me has encontrado?
—Tus padres te han hecho seguir por un detective privado.
—Maldita sea, saben cómo quitarle a un hombre la alegría de vivir.
—Quizás estén preocupados.
—Si están preocupados, que me envíen dinero.
—Alegan que te lo beberás.
—Entonces deja que se preocupen...
Entraron los tres y se sentaron en la cama y en el suelo. Tenían un
quinto de botella de whisky y algunos vasos de papel. Jimmy sirvió el
whisky.
—Tienes una cueva agradable.
—Es fantástica. Puedo ver el Ayuntamiento cada vez que saco la cabeza
por la ventana.
Pies Rápidos sacó una baraja de cartas del bolsillo. Estaba sentado en la
alfombra. Alzó la vista para mirarme.
—¿Juegas?
—Todos los días. ¿Tienes marcada la baraja?
—Oye, hijo de perra.
—No me provoques o te arranco la cabellera para colgármela en el
abrigo.
—¡Vamos, hombre, estas cartas son legales!
—Sólo juego al poker y al 21. ¿Cuál es el límite?
—Dos pavos.
—Echemos a suertes quién lleva la mano.
Me la llevé yo y dispuse que jugáramos en la forma habitual. No me
gustaba demasiado el poker abierto, se necesitaba mucha suerte en esa
modalidad. Mientras servía las cartas, Jimmy sirvió otra ronda.
—¿Cómo te lo montas, Hank?
196
—Hago trabajos escritos para otros.
—Brillante.
—Sí...
—Oíd, chicos —dijo Jimmy—, os dije que este tipo era un genio.
—Sí —dijo Delmore. Estaba sentado a mi derecha y le tocaba empezar.
—Apuesto veinte centavos —dijo.
Le seguimos en la apuesta.
—Tres cartas —pidió Delmore.
—Una —dijo Jimmy.
—Tres —pidió Pies Rápidos.
—Servido —repliqué.
—Otros veinte —dijo Delmore.
Los demás se plantaron pero yo dije:
—Subo a dos dólares y te las veo.
Delmore pasó, Jimmy pasó. Pies Rápidos me miró:
—¿Y qué más ves por la ventana, aparte del Ayuntamiento?
—Limítate a jugar. No estoy aquí para parlotear sobre el escenario o la
gimnasia.
—De acuerdo —dijo—, no sigo.
Puse mis cartas boca abajo y recogí las de los demás.
—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Pies Rápidos.
—Paga por verlas o llora para siempre —dije mientras mezclaba mis
cartas con las demás y barajaba, sintiéndome como Clark Gable antes que
Dios le debilitara cuando el terremoto de San Francisco.
El servicio cambió de manos pero mi suerte se mantuvo la mayor parte
del tiempo. Acababan de cobrar en la fábrica aeronáutica. Nunca lleves un
montón de dinero a la morada de un pobre. El sólo puede perder lo poco que
tiene. Por otro lado, es matemáticamente posible que pueda ganar todo lo
que traigas. Lo que debes hacer, con el dinero y con los pobres, es no dejar
que se acerquen demasiado.
De algún modo sentía que la noche iba a ser larga. Delmore abandonó
pronto y se fue.
—Camaradas —dije—, tengo una idea. Las cartas son demasiado lentas.
Juguemos a emparejar monedas, diez pavos la tirada, el número impar
gana.
—Vale —dijo Jimmy.
—Vale —contestó Pies Rápidos.
El whisky se había acabado. Estábamos atacando una botella mía de vino
barato.
—De acuerdo —dije—, tirad las monedas bien alto. Cazadlas con la palma
de la mano. Cuando diga «descubrid», comprobaremos el resultado.
Las tiramos al aire y las recogimos.
—¡Descubrid! —dije.
Yo era impar. Mierda. Veinte dólares, así de fácil.
—¡Tirad! —dije. Así hicimos.
—¡Descubrid! —dije.
Vencí otra vez.
—¡Tirad! —dije.
197
—¡Descubrid!
Pies Rápidos ganó.
Yo gané la siguiente vez.
Entonces le tocó a Jimmy.
Yo gané las otras dos veces.
—Esperad —dije—, tengo que mear.
Fui hasta el lavabo y meé. Habíamos acabado con la botella de vino. Abrí
la puerta del armario.
—Tengo otra botella de vino aquí —les dije.
Saqué casi todos los billetes de mi bolsillo y los tiré en el cajón. Volví,
abrí la botella y serví a todo el mundo.
—Mierda —dijo Pies Rápidos mirando su cartera—, estoy casi en la ruina.
—Yo también —dijo Jimmy.
—Me pregunto quién se llevó el dinero —repliqué yo.
No eran buenos bebedores. La mezcla del vino y el whisky fue mala para
ellos. Estaban tambaleándose un poco.
Pies Rápidos se cayó contra la cómoda tirando un cenicero al suelo. Se
partió en dos.
—Recógelo —dije.
—No recojo mierda —contestó.
—¡He dicho que lo recojas!
—No recogeré mierda.
Jimmy extendió la mano y recogió el cenicero.
—Salid de aquí —advertí.
—No me puedes echar —replicó Pies Rápidos.
—Muy bien —dije—, ¡tan sólo abre tu bocaza otra vez más, di una
palabra más, y no serás luego capaz de sacar tu cabeza del agujero del culo!
—Vámonos, Pies Rápidos —dijo Jimmy.
Abrí la puerta y enfilaron por ella con paso inseguro. Les seguí hasta el
arranque de la escalera. Nos quedamos en pie unos instantes.
—Hank —dijo Jimmy—. Te veré de nuevo, tómatelo con calma.
—Muy bien, Jim...
—Escucha —empezó a decirme Pies Rápidos—. Tu...
Le aticé un directo a la boca. Se cayó de espaldas por las escaleras
botando y dando vueltas. Era más o menos de mi mismo tamaño, un metro
noventa y dos, y se podía oír el estrépito que causaba en toda la manzana.
Dos filipinos y la patrona rubia estaban en el vestíbulo. Miraron a Pies
Rápidos que yacía en el suelo, pero no se acercaron a él.
—¡Le has matado! —chilló Jimmy.
Bajó corriendo las escaleras y dio la vuelta al cuerpo de Pies Rápidos.
Pies Rápidos sangraba por la nariz y la boca. Jimmy sostuvo su cabeza y
alzó la vista para mirarme.
—Esto no ha estado bien, Hank...
—Sí. ¿Qué vais a hacer?
—Creo —dijo Jimmy— que volveremos para darte una buena...
—Espera un minuto —repliqué.
Volví a mi habitación y me serví un vaso de vino. No me gustaban los
vasos de papel de Jimmy y había estado bebiendo en una tarrina usada de
198
gelatina. La etiqueta estaba aún pegada a un costado, manchada de
suciedad y vino. Volví a salir del cuarto.
Pies Rápidos estaba reviviendo. Jimmy le ayudaba a ponerse en pie.
Luego pasó el brazo de Pies Rápidos por encima de su hombro. Se quedaron
ahí plantados.
—¿Qué es lo que decías? —pregunté.
—Eres un tío feo, Hank. Necesitas que te enseñen una lección.
—¿Quieres decir que no soy guapo?
—Quiero decir que te comportas como un guarro...
—¡Llévate a tu amigo de aquí antes de que baje y acabe con él!
Pies Rápidos alzó su ensangrentada cabeza. Llevaba una florida camisa
hawaiana que ahora estaba salpicada de sangre.
Me miró y luego habló. Apenas pude oírle. Pero le oí. Sólo dijo:
—Voy a matarte...
—Sí —añadió Jimmy—, vendremos a por ti.
—¿AH sí, MAMONES? —vociferé—. ¡No ME VOY A NINGUNA PARTE! ¡CUANDO
QUERÁIS ME ENCONTRARÉIS EN LA HABITACIÓN NÚMERO 5! ¡OS ESTARÉ ESPERANDO!
HABITACIÓN NÚMERO 5. ¿OS ACORDARÉIS? ¡Y LA PUERTA ESTARÁ ABIERTA!
Alcé la tarrina de gelatina y bebí el vino. Luego les arrojé la tarrina.
Lancé la tarrina con todas mis fuerzas pero mi puntería fue mala. Rebotó en
la pared de la escalera, luego en el vestíbulo y pasó entre la patrona y los
dos filipinos.
Jimmy se giró con Pies Rápidos camino hacia la salida y comenzaron a
andar lentamente. Fue un trayecto tedioso y agónico.
Volví a oír a Pies Rápidos; medio gimiendo y medio llorando, decir: «¡le
mataré... le mataré!»
Por fin cruzaron la puerta y desaparecieron.
La rubia patrona y los dos filipinos aún seguían en el vestíbulo
mirándome. Yo estaba descalzo y llevaba cinco o seis días sin afeitarme.
Necesitaba un corte de pelo. Sólo me peinaba una vez al día, por la mañana,
y luego no me preocupaba más. Mis profesores de gimnasia siempre se
estaban metiendo con mi postura:
—¡Tira los hombros hacia atrás! ¡Por qué miras al suelo! ¿Qué coño hay
ahí abajo?
Yo nunca crearía ninguna moda o estilo. Mi camiseta blanca estaba
manchada con vino y repleta de quemaduras de cigarrillos y puros, con
círculos de sangre y vómito. Además era muy pequeña y no cubría mi
ombligo. Y mis pantalones también me iban pequeños y no llegaban a
cubrirme el tobillo y se ceñían fuertemente.
Los tres estaban plantados ahí abajo mirándome. Les devolví la mirada.
—¡Oíd, muchachos, subid a beber un trago!
Los dos hombrecillos se miraron e hicieron muecas. La patrona, una
Carole Lombard desvaída, me miró impasible. Señorita Kansas, la llamaban.
¿Estaría enamorada de mí? Llevaba zapatos rosas de tacón alto y un traje de
brillantes lentejuelas negras que me lanzaban pequeños destellos. Sus
pechos eran algo que un mero mortal jamás podría ver, sólo los reyes,
dictadores, gobernantes y filipinos.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? —pregunté—. Me he quedado sin ninguno.
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El hombrecillo oscuro que estaba en pie a un lado de la señorita Kansas
hizo un leve movimiento con su mano derecha hacia el bolsillo de su
chaqueta y un paquete de Camel saltó en el aire del vestíbulo. Hábilmente
cogió el paquete con la otra mano. Con el invisible golpecito de un dedo en
la base del paquete un cigarrillo sobresalió, largo, verídico, singular y
expuesto, listo para ser cogido.
—¡Vaya, mierda, gracias! —dije.
Empecé a bajar las escaleras, di un paso en falso, casi me caigo y hube
de agarrarme al pasamanos para enderezarme, reajustar mis percepciones y
seguir bajando. ¿Estaba borracho? Me acerqué al hombrecillo que sostenía el
paquete e hice una pequeña reverencia.
Cogí el Camel, lo tiré al aire, lo recogí y me lo embutí en la boca. Mi
moreno amigo permaneció inescrutable, su mueca desaparecida al bajar yo
las escaleras. Mi pequeño amigo se inclinó hacia adelante, cubriendo con el
cuenco de sus manos una llama, y encendió mi cigarrillo.
Inhalé, exhalé.
—Escuchad, ¿por qué no subís todos a mi habitación y nos tomamos un
par de tragos?
—No —dijo el tío enano que había encendido mi cigarrillo.
—Quizás podamos oír a Beethoven o Bach en la radio. Soy un tío
educado, ¿sabéis? Soy estudiante...
—No —dijo el otro hombrecillo.
Pegué una gran calada del cigarrillo y luego miré a Carole Lombard, alias
señorita Kansas.
Luego volví a mirar a mis dos amigos.
—Ella es vuestra. Yo no la quiero. Ella es vuestra. Tan sólo venid arriba.
Beberemos un poco de vino. En la magnífica habitación número 5.
No hubo respuesta. Yo me balanceaba un poco sobre mis pies a medida
que el vino y el whisky luchaban por poseerme. Dejé que el cigarrillo colgara
de la comisura de mi boca mientras enviaba una voluta de humo. Continué
oscilando el cigarrillo de ese modo.
Yo ya sabía lo de los estiletes. En el poco tiempo que llevaba ahí había
visto dos representaciones con estilete. Desde mi ventana una noche,
asomado para oír las sirenas, vi un cuerpo justo debajo de la ventana en la
acera de la calle Temple, iluminado por la luna y los faroles. Y en otra
ocasión también otro cuerpo. Noches del estilete. Una vez fue un blanco y la
otra uno de ellos. En cada una de ellas la sangre corría por el pavimento,
sangre verdadera, fluyendo por el suelo hasta caer en un sumidero, podías
ver cómo goteaba en el sumidero sin sentido alguno... podía caber tanta
sangre en un solo hombre.
—De acuerdo, amigos míos —les dije—. Sin rencor. Beberé solo.
Me di la vuelta y comencé a subir la escalera.
—Señor Chinaski —oí que decía la voz de la señorita Kansas.
Me giré y la miré, flanqueada como estaba por mis dos pequeños amigos.
—Vaya a su habitación y duerma. Si causa usted alguna otra molestia,
llamaré al Departamento de Policía de Los Angeles.
Me giré y seguí subiendo la escalera.
No es posible vivir en ningún lado, ni en esta ciudad, ni en este sitio, ni
200
en esta jodida existencia es posible la vida.
Mi puerta estaba abierta. Entré. Quedaba un tercio de botella de vino
barato.
—¿Quizás quedaba otra botella en el armario?
Abrí la puerta del armario. Ninguna botella. Pero sí decenas y veintenas
de billetes por todos lados. Había un rollo de veinte metido en un par de
zapatos viejos con agujeros en la suela; y en el cuello de una camisa
colgaba un billete de diez; y en una vieja chaqueta otros diez asomaban en
un bolsillo. La mayor parte del dinero estaba en el suelo.
Recogí un billete, lo metí en el bolsillo de mi pantalón, fui hasta la puerta,
la cerré y di vueltas a la llave; luego bajé la escalera camino al bar.
201
55
Un par de noches más tarde Becker vino a verme. Supongo que mis padres
le dieron mis señas o me localizó a través de la Universidad. Yo tenía
anotados mi nombre y dirección en la oficina de empleo de la Universidad
bajo el calificativo de «trabajos no especializados». «Trabajaré en cualquier
cosa honesta», había escrito en mi tarjeta. Nadie llamó.
Becker se sentó en una silla mientras yo servía un poco de vino. Llevaba
puesto un uniforme de los marines.
—Veo que te han cogido —dije.
—Perdí mi trabajo con la Western Union. Era la única solución que me
quedaba.
Le pasé su bebida.
—¿Entonces no eres un patriota?
—Demonios, no.
—¿Por qué los marines?
—Oí hablar de la dureza de su campamento. Quise ver si era capaz de
pasar la prueba.
—Y lo hiciste.
—Lo hice. Hay unos cuantos locos ahí. Hay peleas casi todas las noches.
Nadie las detiene. Casi se matan los unos a los otros.
—Me gusta eso.
—¿Por qué no te unes a nosotros?
—No me gusta levantarme temprano por las mañanas y recibir órdenes.
—¿Y cómo te lo vas a hacer?
—No lo sé. Cuando se me acabe el último centavo, me acercaré a las
colas de la Beneficencia.
—Hay tíos verdaderamente raros en los marines.
—Los hay en todos los sitios.
Le serví a Becker otro vino.
—El problema es —dijo— que no tienes mucho tiempo para escribir.
—¿Todavía quieres ser escritor?
—Claro. ¿Y tú qué?
—También —contesté—, pero es bastante desesperanzador.
—¿Quieres decir que no eres lo suficientemente bueno?
—No, son ellos los que no son suficientemente buenos.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—¿Lees las revistas? ¿Los libros de «Mejores Narraciones Cortas del
Año»? Al menos hay una docena de ellos.
202
—Sí, los leo...
—¿Lees el New Yorker? ¿El Harper's? ¿El Atlantic?
—Claro...
—Estamos en 1940. Todavía están publicando basura del siglo XIX,
pesada, elaborada, pretenciosa. O bien te entra dolor de cabeza leyéndola o
bien te quedas dormido.
—¿Qué es lo que falla?
—No son más que trucos y lugares comunes, pequeños jueguecitos de
intriga.
—Da la impresión de que te han rechazado.
—Sé que me rechazarían. ¿Para qué gastar en sellos? Necesito vino.
—Voy a abrirme camino —dijo Becker—. Verás un día mis libros en los
escaparates.
—No hablemos de escribir.
—He leído tus cosas —dijo Becker—. Estás demasiado amargado y odias
todas las cosas.
—No hablemos de escribir.
—Si miras a Thomas Wolfe...
—¡Maldito sea Thomas Wolfe! ¡Suena como una vieja al teléfono!
—Vale, ¿quién es tu autor?
—James Thurber.
—Ese destripador de la clase media alta...
—El sabe que todo el mundo está loco.
—Thomas Wolfe habla de la tierra...
—Sólo los gilipollas hablan sobre las tareas del escritor...
—¿Me estás llamando gilipollas?
—Sí...
Le serví otro vino y luego otro más para mí.
—Eres un tonto por ponerte ese uniforme.
—Primero me llamas gilipollas y luego tonto. Pensé que éramos amigos.
—Y lo somos, sólo que no creo que te estés cuidando.
—Cada vez que te veo tienes una copa en las manos. ¿A eso le llamas
cuidarte?
—Es el mejor método que conozco. Sin la bebida hace tiempo que me
hubiera cortado mi maldito cuello.
—Eso es un cuento.
—Es un cuento que funciona. Los predicadores de la plaza Pershing
tienen su Dios. ¡Yo me bebo la sangre del mío!
Alcé mi vaso y me bebí hasta la última gota.
—Te estás escapando de la realidad —dijo Becker.
—¿Y por qué no?
—Nunca serás un escritor si huyes de la realidad.
—¿De qué coño hablas? ¡Eso es lo que hacen los escritores!
Becker se puso en pie.
—Cuando me hables, no alces la voz.
—¿Qué prefieres hacer, levantarme la polla?
—¡Tú no tienes polla!
Le cogí de improviso con un derechazo que aterrizó tras su oreja. El vaso
203
voló de su mano y él cruzó la habitación tambaleándose. Becker era un tío
fuerte, mucho más que yo. Chocó con la esquina de la cómoda, giróse, y
estrellé otro puñetazo contra su rostro. Se quedó balanceándose cerca de la
ventana abierta y tuve miedo de volverle a atizar porque podía caerse a la
calle.
Becker intentó recomponerse sacudiendo la cabeza para aclararse.
—Vale ya —dije—, peguémonos otro trago. La violencia me da náuseas.
—De acuerdo —contestó Becker.
Cruzó la habitación y recogió su vaso. El vino barato que yo bebía no
estaba cerrado con corcho sino con un tapón a rosca. Desenrosqué el tapón
de otra botella. Becker me tendió su vaso y lo rellené. Me serví otro vaso y
posé la botella. Becker vació el suyo. Yo el mío.
—Sin rencor —dije.
—Demonios, no, compañero —dijo Becker mientras posaba el vaso. Justo
entonces me clavó un derechazo en el estómago. Me doblé y al hacerlo me
cogió por la nuca, agachándome aún más, y me propinó un rodillazo en la
cara. Caí de rodillas, la sangre manando de mi nariz y empapando mi
camisa.
—Sírveme otro trago, compañero —dije—, y pensemos que ya ha pasado
todo.
—Levántate —replicó Becker—, eso era sólo el capítulo primero.
Me puse en pie y avancé hacia Becker. Bloqueé su gancho justo a la
altura de mi codo y le aticé un directo en la nariz. Becker se tambaleó hacia
atrás, Ambos sangrábamos abundantemente por la nariz.
Salté sobre él. Ambos luchamos ciegamente. Paré algunos puñetazos
pero me incrustó otro en la boca del estómago. Me agaché y entonces le
propiné un gancho en la barbilla. Fue un magnífico golpe. Un golpe de
suerte. Becker cayó de lado y chocó contra la cómoda. Su nuca se estrelló
contra el espejo y el espejo saltó hecho añicos. Estaba grogui. Le tenía en
mis manos. Le aferré por la pechera de su camisa y le aticé un derechazo
tras su oreja derecha. Cayó sobre la alfombra donde se mantuvo a cuatro
patas. Crucé la habitación y me serví otro vaso con mano insegura.
—Becker —le dije—, suelo pegarme cerca de dos veces por semana. Tan
sólo me entraste de mala manera.
Vacié mi vaso. Becker se levantó. Se quedó un rato mirándome. Luego
vino a mi encuentro.
—Becker —dije— escucha...
Hizo una finta con su derecha y me atizó en la boca con la izquierda.
Comenzamos a pegarnos de nuevo. No nos defendíamos apenas. Sólo nos
pegábamos y pegábamos y pegábamos. Me tiró sobre una silla y la silla se
desmoronó. Me puse en pie y le paré mientras venía. Osciló hacia atrás y le
incrusté otro derechazo. Se estrelló contra la pared y toda la habitación se
sacudió. Saltó hacia adelante y me golpeó en la frente. Vi lucecitas verdes,
amarillas, rojas... Entonces me dio en las costillas y luego un derechazo en
la cara. Yo disparé mi derecha y fallé.
Maldita sea, pensé, ¿es que nadie oye todo este ruido? ¿Por qué no
vienen y paran la pelea? ¿Por qué no llaman a la policía?
Becker se abalanzó de nuevo contra mí. No pude parar su derechazo
204
circular y todo se acabó para mí...
Cuando volví en mí, estaba oscuro, era de noche y yo estaba justo
debajo de la cama. Sólo sobresalía mi cabeza. Debí de haberme arrastrado
hasta ahí. Yo era un cobarde. Había vomitado encima. Me arrastré desde
debajo de la cama.
Eché un vistazo al espejo roto y a la silla destrozada. La mesa estaba al
revés. Intenté ponerla bien. Me caí al suelo. Dos de las patas de la mesa no
estaban encajadas. Intenté arreglarlas lo mejor que pude. Me mantuve en
pie un momento y caí de nuevo. La alfombra estaba roja de vino y vómito.
Encontré una botella de vino caída sobre ella. Quedaba un poco. Lo bebí y
eché un vistazo a mi alrededor buscando más. No había nada. Nada más que
beber. Puse la cadena de la puerta. Encontré un cigarrillo, lo encendí y me
paré frente a la ventana mirando a la calle Temple. Hacía buena noche.
Entonces alguien dio golpes en la puerta.
—¿Señor Chinaski?
Era la señorita Kansas. No estaba sola. Oí otras voces susurrantes.
Estaba con sus pequeños amigos morenos.
—¿Señor Chinaski?
—¿Sí?
—Quiero entrar en su habitación.
—¿Para qué?
—Quiero cambiarle las sábanas.
—Estoy enfermo. No puedo dejarla entrar.
—Sólo quiero cambiar las sábanas. Serán sólo unos minutos.
—No. No puedo dejarla entrar. Venga mañana.
Les oí susurrar. Luego oí cómo bajaban al vestíbulo. Me senté en la
cama. Necesitaba malamente un trago. Era sábado por la noche y la ciudad
entera estaba borracha.
¿Y si podía escabullirme y salir?
Me acerqué a la puerta y la abrí de golpe, dejando la cadena puesta, para
atisbar por la rendija. En la cima de las escaleras estaba uno de los filipinos,
el amigo de la señorita Kansas. Tenía un martillo en sus manos y estaba
arrodillado. Me miró, hizo una mueca y clavó un clavo en la alfombra.
Pretendía estar claveteando la alfombra. Cerré la puerta.
Realmente necesitaba beber algo. Di vueltas por la habitación. ¿Por qué
todo el mundo podía estar bebiendo excepto yo? ¿Cuánto tiempo iba a tener
que estar en esa maldita habitación? Abrí la puerta de nuevo. La escena era
la misma. El filipino me miró, hizo una mueca y clavó otro clavo en el suelo.
Cerré la puerta.
Cogí mi maleta y empecé a meter mis pocas pertenencias.
Todavía tenía un poco del dinero que había ganado jugando, pero sabía
que no era suficiente para pagar por los estropicios de la habitación. Ni
ganas que tenía de hacerlo. Verdaderamente no había sido mía la culpa.
Debían de haber parado la pelea. Y encima Becker había roto el espejo...
Ya había hecho la maleta y la sujetaba con una mano mientras sostenía
mi máquina de escribir portátil con la otra. Esperé unos segundos frente a la
puerta y luego miré de nuevo hacia afuera. El filipino seguía allí. Quité la
cadena de la puerta, la abrí de golpe y corrí hacia la escalera.
205
—¡Eh! ¿Adonde va? —preguntó el hombrecillo. Aún seguía arrodillado
sobre una rodilla. Comenzó a alzar el martillo y le golpeé en la cabeza con la
máquina de escribir. Sonó horriblemente. Bajé las escaleras, crucé el
vestíbulo y salí a la calle.
Quizás había matado al tipo.
Bajé corriendo por la calle Temple. Divisé un taxi libre y salté dentro.
—Bunker Hill —dije— ¡y rápido!
206
56
En la fachada de una pensión vi un cartel que anunciaba habitaciones
libres y paré el taxi. Le pagué al taxista, me acerqué al porche y toqué el
timbre. Tenía un ojo amoratado por la pelea, abierta la ceja del otro, la nariz
hinchada y los labios partidos. Mi oreja izquierda tenía un color rojo brillante
y cada vez que me la tocaba una descarga eléctrica sacudía mi cuerpo.
Un viejo vino a abrir la puerta. Llevaba una camiseta y parecía que se la
hubiese rociado con chile y judías. Su pelo era gris y estaba despeinado,
necesitaba un afeitado y fumaba un cigarrillo babeado que apestaba.
—¿Es usted el dueño? —pregunté.
—Aja.
—Necesito una habitación.
—¿Trabaja?
—Soy escritor.
—No tiene aspecto de escritor.
—¿Y qué aspecto tienen los escritores?
No respondió.
Luego dijo:
—2.50 $ por semana.
—¿Puedo verla?
Eructó y dijo:
—Sígame...
Cruzó un espacioso vestíbulo. No había alfombra en el suelo. El parquet
de madera crujía y se hundía al pisarlo. Oí la voz de un hombre que
provenía de una de las habitaciones.
—¡Chúpamela, pedazo de mierda!
—Tres dólares —contestó una voz de mujer.
—¿Tres dólares? ¡Te voy a dar por culo!
Sonó una fuerte bofetada y ella chilló. Seguimos andando.
—La habitación está en la parte trasera —dijo el viejo. Se acercó a la puerta
número 3 y la abrió. Entramos. Había una cama del tamaño de una cuna,
una manta, un pequeño armario y una diminuta estantería. Sobre la
estantería había un infernillo.
—Tiene usted un infernillo —dijo.
—Eso está bien.
—2.50 dólares por adelantado.
Le pagué.
—Le daré un recibo mañana.
207
—Muy bien.
—¿Cuál es su nombre?
—Chinaski.
—Yo soy Connors.
Sacó una llave de su llavero y me la entregó.
—Este es un sitio agradable y tranquilo, y deseo que lo siga siendo.
—Por supuesto.
Cerré la puerta tras él. Sólo había una bombilla colgando del techo y sin
pantalla. La habitación era bastante limpia. No estaba mal. Salí y cerré con
llave la puerta tras de mí, crucé el patio trasero y salí a un callejón.
No le tenía que haber dado al viejo mi nombre verdadero, pensé. Quizás
había matado a mi amiguito moreno de la calle Temple.
Había una larga escalera de madera a un lado de la colina que conducía a
una calle inferior. Bastante romántico. Anduve hasta que vi una tienda de
licores. Iba a comprar mi bebida. Compré dos botellas de vino y, como me
sentía hambriento, una bolsa de patatas fritas.
De vuelta en mi habitación me desvestí, subí a la camita, me apoyé
contra la pared, encendí un cigarrillo y me serví un vaso de vino. Me sentía
muy bien. El sitio era muy tranquilo. No se oía a nadie en esa parte de la
casa. Tenía que echar una meada y me puse los calzoncillos, fui a la parte
de atrás de la casucha y dejé que fluyera. Desde ahí arriba podía ver las
luces de la ciudad. Los Angeles era un buen sitio, había mucha gente pobre,
así que sería fácil perderme entre ellos. Volví a entrar y me subí de nuevo a
la cama. Mientras un hombre tuviera vino y cigarrillos, podría resistir. Me
acabé el vaso y me serví otro.
Quizás pudiera vivir de mi ingenio. La jornada de ocho horas me parecía
algo imposible, y sin embargo todo el mundo se sometía a ella. Y la guerra,
todos hablaban de la guerra en Europa. No me interesaba la historia del
mundo, sólo la mía. Vaya porquería. Tus padres controlaban los años de tu
desarrollo jodiéndote todo el rato. Luego, cuando ya eras capaz de vivir por
ti mismo, otros querían embutirte un uniforme para que te pudieran volar el
culo.
El vino sabía fenomenal. Llené otra vez el vaso.
La guerra. Y yo todavía era virgen. ¿Puedes imaginarte volado en
pedacitos en nombre de la historia sin haber siquiera conocido a una mujer?
¿O poseído un automóvil? ¿Qué es lo que protegería como soldado? A algún
otro. Algún otro a quien yo le importaría un bledo. Morir en una guerra no
evitaba que surgieran otras.
Podría arreglármelas. Podía ganar concursos de bebedores. Podía apostar
dinero en el juego. Quizás incluso realizar algún atraco. No pedía gran cosa,
sólo que me dejaran a mi aire.
Terminé la primera botella de vino y comencé con la segunda. Cuando
hube bebido la mitad, me paré y me tendí en la cama. Mi primera noche en
un sitio nuevo. Todo funcionaba bien. Dormí.
Me despertó el sonido de una llave en la cerradura. Entonces se abrió la
puerta. Me senté en la cama. Un hombre comenzó a entrar.
—¡SACA TU CULO DE AQUÍ! —vociferé.
Salió como una exhalación, pude oírle correr.
208
Me levanté y di un portazo.
La gente hacía ese tipo de cosas. Alquilaban una habitación, dejaban de
pagar el alquiler y sacaban un duplicado de la llave para entrar furtivamente
a dormir o, si estaba ocupada por un nuevo inquilino, robar. Bueno, éste no
volvería. Sabía que si lo intentaba de nuevo le rompería la crisma.
Volví a mi camita y me serví otro trago.
Estaba un poco nervioso e inquieto. Tendría que conseguirme una
navaja.
Terminé mi vaso, lo llené, bebí y luego seguí durmiendo.
209
57
Un día, después de la clase de Inglés, la señorita Curtis me pidió que me
quedara.
Tenía unas piernas magníficas y ceceaba al hablar. Había algo producido
por la combinación del ceceo y sus piernas que me ponía caliente. Debía de
tener unos 32 años, era culta y tenía estilo, pero al igual que todos los
demás era una maldita liberal y eso demostraba poca originalidad o
carácter; sólo adoración por Franky Roosevelt. Me gustaba Franky a causa
de sus programas para los pobres durante la Depresión. El también tenía
estilo. Realmente no creo que le importaran un bledo los pobres, pero era un
gran actor, con una magnífica voz al servicio de una excelente oratoria. Pero
quería meternos en la guerra. Así él entraría en los libros de Historia. Los
presidentes en tiempo de guerra tenían más poder y, después, se les
dedicaban más páginas. La señorita Curtis era una réplica del viejo Franky,
sólo que con mejores piernas. El pobrecito Franky no tenía piernas bonitas
pero sí un maravilloso cerebro. En muchos otros países hubiera sido un
dictador prepotente.
Cuando salió el último estudiante, me acerqué a la mesa de la señorita
Curtis. Ella me sonrió. Yo había observado sus piernas durante horas y ella
lo sabía. Ella sabía lo que yo quería y que no tenía nada que enseñarme.
Sólo había dicho una cosa que yo memoricé. No era idea suya, obviamente,
pero me gustó:
—No se debe sobreestimar la estupidez de la masa.
—Señor Chinaski —dijo mirándome— tenemos ciertos estudiantes en esta
clase que piensan que son muy listos.
—¿Sí?
—El señor Felton es nuestro alumno más inteligente.
—De acuerdo.
—¿Qué es lo que le preocupa?
—¿Qué?
—Hay algo... que le molesta.
—Tal vez.
—Este es su último semestre, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabe usted?
Había estado despidiéndome con la vista de esas piernas. Decidí que el
campus sólo era un lugar donde esconderse. Existían adictos al campus que
se quedaban para siempre. El ambiente de toda la Universidad era
blandengue. Nunca te advertían qué es lo que ibas a encontrar en la vida
210
real. Te hacían empollar un montón de teoría y no te contaban lo dura que
era la calle. La educación universitaria podía destrozar para siempre a un
individuo. Los libros podían reblandecerte. Cuando los apartabas a un lado y
realmente salías fuera, entonces necesitabas saber lo que jamás te
enseñaron. Yo había decidido retirarme tras ese semestre y relacionarme
con Apestoso y su pandilla y quizás encontrarme con alguien que tuviera los
arrestos necesarios para robar una tienda de licores o, mejor, un banco.
—Sabía que se iba a retirar —dijo ella suavemente.
—«Empezar» es una palabra más correcta.
—Va a haber una guerra. ¿Leyó el «Marinero del Bremen»?
—Esas porquerías del New Yorker no me interesan.
—Tiene que leer cosas como esa si quiere entender qué es lo que pasa
hoy día.
—No pienso igual.
—Usted se rebela contra todo. ¿Cómo va a sobrevivir?
—No lo sé. Ya estoy cansado.
La señorita Curtis se quedó mirando la mesa largo rato. Luego alzó la
vista y me miró.
—Vamos a entrar en esa guerra de un modo u otro. ¿Va a participar en
ella?
—No me importa la guerra. Puede que vaya o puede que no.
—Sería un buen marine.
Sonreí, pensé un instante en la idea, pero luego la rechacé.
—Si se queda otro curso —dijo ella—, podrá conseguir todo lo que
desee...
Me miró y supe perfectamente lo que ella quería decir y ella advirtió que
yo sabía perfectamente lo que había querido decir.
—No —repliqué—, voy a irme.
Anduve hasta la puerta, me paré en el umbral, me giré e hice una
pequeña seña de despedida con la cabeza, una leve y rápida seña. Salí y
caminé por entre los árboles del campus. Por todas partes —o así lo
parecía— había un chico y una chica juntos. La señorita Curtis estaba
sentada sola frente a su mesa mientras yo caminaba solo. Qué gran triunfo
hubiera sido. Besar esos labios ceceantes, acariciar sus piernas abiertas
mientras Hitler devoraba Europa y codiciaba Londres.
Al cabo de un rato fui hacia el gimnasio. Iba a vaciar mi taquilla. No más
gimnasia para mí. La gente siempre hablaba sobre el limpio olor del sudor
fresco. Tenían que excusarse por ello. Nadie hablaba del buen olor de una
mierda fresca. No había nada tan glorioso como el olor de una mierda de
cerveza, me refiero a aquella que se produce tras haber bebido la noche
anterior veinte o veinticinco cervezas. El hedor de una de esas mierdas se
esparcía por todas partes y permanecía flotando su buena hora y media. Te
hacía darte cuenta de que estabas vivo.
Encontré mi taquilla, la abrí y tiré mi equipo de gimnasia a la basura.
También arrojé dos botellas de vino vacías. Buena suerte para el próximo
que utilizara la taquilla. A lo mejor acababa de alcalde de Boise, Idaho. Tiré
también el candado a la basura. Nunca me había gustado su combinación:
1,2,1,1,2. No era muy aguda. La dirección de la casa de mis padres era
211
2122. Todo era reducido y mínimo. En la Instrucción, la combinación del
candado fue 1,2,3,4:1,2,3,4. Quizás algún día llegaría hasta el 5.
Salí del gimnasio y atajé cruzando por el medio del campo de juego.
Estaban practicando el rugby y me aparté un poco para evitar a los
jugadores.
Entonces oí vociferar a Baldy:
—¡Oye, Hank!
Alcé la vista y le divisé sentado en los graderíos con Monty Ballard. No
era gran cosa Ballard. Lo más agradable de él era que nunca hablaba, a
menos que se le preguntara algo. Nunca le pregunté nada. Ballard miraba a
la vida parapetado tras su rubio cabello y anhelaba ser biólogo.
Los saludé y seguí andando.
—¡Ven aquí, Hank! —aulló Baldy—. ¡Es importante!
Me acerqué.
—¿De qué se trata?
—Siéntate y observa a ese tío cuadrado vestido con el traje de gimnasia.
Me senté. Sólo había un tipo con traje de gimnasia. Llevaba zapatillas con
clavos. Era bajo pero ancho, muy ancho. Tenía unos bíceps asombrosos, así
como sus hombros, grueso cuello y cortas y macizas piernas. Su pelo era
negro; su cara aplastada hasta parecer plana; boca pequeña, apenas nariz,
y unos ojos que se abrían en algún sitio del rostro.
—Vaya, he oído hablar de este chico —dije.
—Obsérvale —replicó Baldy.
Había cuatro jugadores en cada equipo. Se lanzó la pelota. El extremo
zaguero la pasó. King Kong Junior estaba de defensa. Jugaba cerca del
centro. Uno de los jugadores del equipo ofensivo jugó a la larga distancia,
otro a la corta y el del centro bloqueó. King Kong Junior inclinó los hombros
y embistió contra el que jugaba a la corta incrustándole el hombro en un
costado. El tipo se quedó boqueando. Luego King Kong se giró y salió
trotando.
—¿Habéis visto? —dijo Baldy.
—King Kong...
—King Kong no juega al rugby en absoluto. Sólo carga contra alguien con
toda sus fuerzas, juego tras juego.
—No puedes embestir a un jugador antes de que reciba la pelota —dije
yo—. Va contra las reglas.
—¿Y quién va a decírselo? —preguntó Baldy.
—¿Vas tú a decírselo? —pregunté a Ballard.
—No —contestó Ballard.
Le tocaba sacar al equipo de King Kong. Ahora podía placar legalmente.
Embistió al más pequeño de los jugadores enviándolo por los aires con la
cabeza entre las piernas. Tardó un buen rato en ponerse de nuevo en pie.
—Ese King Kong es un subnormal —dije—. ¿Cómo demonios pasó la
prueba de entrada?
—No la hay para el rugby.
El equipo de King Kong se alineó. Joe Stapen era el mejor de los
jugadores del otro equipo. Quería llegar a profesional. Era alto, cerca de dos
metros, delgado y con mucho coraje. Joe Stapen y King Kong cargaron el
212
uno contra el otro. Stapen lo hizo bastante bien. Al menos no cayó al suelo.
Al juego siguiente volvieron a cargar entre sí. Esa vez Joe besó un poco el
suelo.
—Mierda —dijo Baldy—, Joe se está desinflando.
La vez siguiente Kong placó a Joe aún con más fuerza y le arrastró cinco
o seis metros teniendo el hombro clavado en la espalda de Joe.
—¡Esto es asqueroso! ¡Este tipo no es más que un jodido sádico! —dije.
—¿Es un sádico? —preguntó Baldy a Ballard.
—Es un jodido sádico —contestó Ballard.
Al juego siguiente Kong se abalanzó otra vez sobre el jugador más
enclenque. Tan sólo se acercó corriendo y se dejó caer sobre él. El tipo
enclenque no se movió durante un rato. Luego se sentó sujetándose la
cabeza. Daba la impresión de que estaba acabado. Entonces me levanté.
—Bueno, allá voy —dije.
—¡Atízale a ese hijo de perra! —dijo Baldy.
—Por supuesto —repliqué.
Bajé al campo.
—Escuchad, compadres, ¿necesitáis un jugador?
El chaval pequeñajo se levantó y empezó a salir del campo. Al llegar a mi
altura se detuvo un momento.
—No entres en el juego, todo lo que quiere ese tipo es matar a alguien.
—Tan sólo es un juego —dije.
Era nuestro turno de sacar. Me metí en el corro con Joe Stapen y los
otros dos supervivientes.
—¿Cuál es nuestro plan de juego? —pregunté.
—Aguantar como podamos —dijo Stapen.
—¿Cómo vamos?
—Creo que están ganando —dijo Lenny Hill, el centro-campista.
Disolvimos el corro. Joe Stapen se plantó atrás esperando la pelota. Yo
me quedé mirando a Kong. Nunca le había visto por el campus.
Probablemente merodeaba por los retretes de los tíos en el gimnasio. Tenía
pinta de ser un huele-mierdas. Y también un come-fetos.
—¡Tiempo! —grité.
Lenny Hill se irguió con la pelota. Yo sólo miraba a Kong.
—Mi nombre es Hank. Hank Chinaski. Periodismo.
Kong no respondió. Tan sólo me observaba. Su piel tenía el color cerúleo
de los muertos. En sus ojos no brillaba la menor chispa de vida.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté.
Siguió mirándome.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Se te quedó un trozo de placenta metido
entre los dientes?
Kong alzó lentamente su brazo derecho. Luego lo enderezó y me señaló
con el dedo. Después bajó el brazo.
—Bueno, que me chupen la polla —dije—, ¿qué significa eso?
—Vamos, juguemos de una vez —dijo uno de los compañeros de Kong.
Lenny se agachó sobre la pelota y la lanzó hacia atrás. Kong vino a por
mí. No pude enfocarle bien. Vi los graderíos y algunos árboles y parte del
edificio de Químicas temblar mientras él me placaba. Me tiró de espaldas y
213
luego dio vueltas en torno mío mientras agitaba los brazos como si fueran
alas. Me levanté sintiéndome mareado. Primero Becker me puso K.O., luego
este mono sádico. Olía, apestaba; era un verdadero y maligno hijo de perra.
Stapen no había completado el pase. Formamos corro.
—Tengo una idea —dije.
—¿Cuál es? —preguntó Joe.
—Yo tiro la pelota. Tú placas.
—Dejémoslo como está —dijo Joe.
Disolvimos el corro. Lenny se agachó sobre la pelota y la lanzó a Stapen.
Kong vino a por mí. Bajé un hombro y me abalancé contra él. Tenía
demasiada fuerza el tío gorila. Salí despedido a un lado, me reafirmé y,
mientras lo hacía, Kong atacó de nuevo clavando su hombro en mi
estómago. Me caí. Me puse en seguida en pie de un salto aunque me sentía
mal. Empezaba a tener problemas con la respiración.
Stapen había completado un pase corto. Perdíamos por tres. No hicimos
corro. Cuando se lanzó la pelota, Kong y yo nos abalanzamos el uno contra
el otro. En el último instante di un salto para caer sobre él. Todo el peso de
mi cuerpo aterrizó sobre su cabeza, desequilibrándole. Mientras caía le di
una patada con todas mis fuerzas justo en la barbilla. Ambos chocamos
contra el suelo. Yo me levanté primero. Al alzarse Kong, un hilillo de sangre
descendía por su boca y tenía un hermoso hematoma en la cara. Trotamos
hasta nuestras posiciones.
Stapen había efectuado un pase incompleto. Perdíamos por cuatro.
Stapen dio unos pasos atrás para patear la pelota. Kong también se retrasó
para cubrir al jugador zaguero. El zaguero cogió la pelota en el aire y los dos
comenzaron a cruzar corriendo el campo abriendo Kong la marcha. Corrí a
su encuentro. Kong esperaba que de nuevo le cayera encima, pero esta vez
me tiré a sus piernas y le cogí por los tobillos. Cayó pesadamente,
estrellando la cara contra el suelo. Se quedó aturdido e inmóvil,
completamente extendido en el suelo. Le cogí con fuerza por el cuello y
mientras se lo apretaba, clavé mi rodilla en su espina dorsal.
—Oye, Kong, compañero, ¿estás bien?
Los demás se acercaron corriendo.
—Creo que se ha hecho daño —dije—. Que alguien me ayude a sacarle
del campo.
Stapen le cogió por un lado, yo por el otro y anduvimos hasta la línea
lateral. Cerca de la línea fingí tropezar y le pisé el tobillo con mi pie
izquierdo.
—Oh —dijo Kong— por favor, dejadme solo...
—Estamos ayudándote, compañero.
Cuando llegamos a la línea lateral, le soltamos. Kong se sentó y comenzó
a limpiarse la sangre de la boca. Luego se agachó y palpó su tobillo. Estaba
despellejado y pronto se hincharía. Me incliné sobre él.
—Oye, Kong, vamos a acabar el partido. Estamos perdiendo y
necesitamos una oportunidad para recuperarnos.
—Nanay, tengo que ir a clase.
—No sabía que aquí enseñaran el oficio de perrero.
—Es la clase de Literatura Inglesa, primer curso.
214
—Vaya, eso es importante. Bueno, mira, te ayudaré a llegar hasta el
gimnasio y a ponerte bajo una ducha caliente, ¿te parece bien?
—No, apártate de mí.
Kong se levantó. Tenía aspecto de derrota. Sus grandes hombros caídos
y sangre y tierra por toda la cara. Dio unos pocos pasos cojeando.
—Oye, Quinn —dijo a uno de sus compañeros— échame una mano...
Quinn sujetó a Kong por el brazo y ambos anduvieron lentamente en
dirección al gimnasio.
—¡Oye, Kong! —vociferé—. ¡Espero que llegues a tu clase! ¡Dile a Bill
Saroyan «hola» de mi parte!
Los demás muchachos estaban a mi alrededor, incluyendo a Baldy y Ballard
que habían bajado de las gradas. Yo acababa de efectuar el acto más
condenadamente bueno de mi vida y no había una chica bonita en varias
millas a la redonda.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? —pregunté.
—Tengo Chesterfield —dijo Baldy.
—¿Todavía fumas esa porquería?
—Te cojo uno —dijo Joe Stapen.
—De acuerdo —dije—, ya que no hay otra cosa.
Permanecimos en pie, fumando.
—Todavía somos los suficientes para seguir jugando —soltó alguien.
—Y una mierda —contesté—. Odio los deportes.
—Bueno —dijo Stapen—, verdaderamente acabaste con Kong.
—Sí —afirmó Baldy—: Estuve observándolo todo. Pero hay algo que me
confunde.
—¿Y qué es? —preguntó Stapen.
—Me pregunto cuál de los dos es el sádico.
—Bueno —dije—, me tengo que ir. Hay una película de Cagney esta
noche y voy a ir con mi coñito.
Empecé a cruzar el campo.
—¿Quieres decir que te llevarás la mano derecha a la película? —
preguntó a gritos uno de los chicos tras de mí.
—Las dos manos —contesté por encima del hombro.
Salí del campo, pasé frente al edificio de Químicas y luego crucé la
pradera frontal. Allí estaban ellos, chicos y chicas con sus libros, sentados en
bancos, bajo árboles o sobre el césped. Libros verdes, azules, marrones.
Hablaban entre sí, sonriendo, riendo en ocasiones. Fui hasta el extremo del
campus donde finalizaba la línea «V» del autobús. Me subí al «V», saqué el
billete, fui hasta la trasera del autobús, me senté en el último asiento y,
como siempre, esperé.
215
58
Realicé varias incursiones prácticas por los barrios bajos para prepararme
ante el futuro. No me gustó lo que vi. Entre sus hombres y mujeres no había
ninguna osadía o brillantez especial. Deseaban lo que todo el mundo
deseaba. Existían también ciertos obvios casos mentales a los que permitían
deambular sin perturbarlos. Yo había observado que tanto en el extremo
muy rico o muy pobre de la sociedad, a menudo se permitía que los locos se
mezclaran libremente con los demás. También sabía que yo no era
completamente sano. Todavía sabía, como cuando era niño, que albergaba
algo extraño en mi interior. Me sentía como destinado a ser un asesino, un
asaltante de bancos, un santo, un violador, un monje, un ermitaño.
Necesitaba algún sitio aislado para esconderme. Los barrios bajos eran
desagradables. La vida del hombre normal y sano era tediosa, peor que la
muerte. Parecía no haber alternativa posible. Y la educación también era una
trampa. La poca educación a la que me había permitido acceder me había
hecho más suspicaz. ¿Qué es lo que eran los doctores, abogados y
científicos? Tan sólo eran hombres que habían permitido que los privaran de
su libertad de pensar y actuar como individuos. Volví a mi cobertizo y bebí...
Ahí sentado bebiendo consideré la idea del suicidio, pero sentí un extraño
cariño por mi cuerpo, por mi vida. A pesar de sus cicatrices y marcas, me
pertenecían. Me miraría en el espejo del armario y sonriendo burlonamente
diría: si te vas a ir de esta vida, puedes llevarte a ocho, diez o veinte
contigo...
Era la noche de un sábado del mes de diciembre. Yo estaba en mi
habitación y había bebido mucho más de lo usual, encendiendo cigarrillo tras
cigarrillo, pensando en chicas, en la ciudad y sus trabajos y en los años que
tenía por delante. Al mirar el porvenir, me gustaba muy poco lo que veía. Yo
no era un misántropo ni un misógino, pero prefería estar solo. Era agradable
sentarse solo en un recinto pequeño y beber y fumar. Siempre supe
hacerme compañía.
Entonces oí la radio de la habitación de al lado. El tipo la tenía puesta a
todo volumen. Sonaba una mareante canción de amor.
—¡Oye, compadre! —aullé—, ¡apaga esa cosa!
No hubo respuesta.
Me acerqué a la pared y di varios golpes.
—¡HE DICHO QUE APAGUES ESE MALDITO CACHARRO!
El volumen permaneció inalterable.
Salí y me planté frente a su puerta. Yo estaba en calzoncillos. Alcé la
216
pierna y di un patadón a la puerta. Se abrió de golpe. Había dos personas
sobre el camastro, un tío viejo y gordo y una mujer gorda y vieja. Estaban
follando. Una pequeña vela ardía en un rincón. El viejales estaba encima. Se
detuvo y giró la cabeza para mirar. Ella miró desde su posición bajo él. La
habitación estaba agradablemente decorada con cortinas y una pequeña
alfombra.
—¡Oh! Perdonen...
Cerré la puerta y volví a mi habitación. Me sentí fatal. Los pobres tenían
derecho a follar para abrirse camino entre sus pesadillas. Sexo y alcohol,
quizás un poco de amor, era todo lo que tenían.
Me recosté y me serví un vaso de vino. Dejé abierta la puerta. La luz de
la luna entró junto con los sonidos de la ciudad: juke boxes, automóviles,
peleas, perros ladrando, radios... Estábamos todos metidos en lo mismo.
Todos apilados en un inmenso retrete lleno de mierda. No había escapatoria,
íbamos a desaparecer con una cascada de agua cuando tiraran de la cadena.
Un pequeño gato pasó delante de mi puerta, se detuvo y miró al interior.
Sus ojos estaban iluminados por la luna y eran rojos como el fuego. Unos
ojos maravillosos.
—Ven, gatito... —extendí la mano como si tuviera comida en ella—.
Gatito, gatito...
El gato siguió su camino.
Escuché cómo apagaban la radio en la habitación de al lado.
Acabé mi vino y salí. Seguía en calzoncillos como antes. Los subí, ciñendo
bien mis partes. Me planté frente a la otra puerta. Había roto la cerradura.
Podía ver la luz de la vela en el interior. Habían entornado la puerta
empujándola con algún objeto, probablemente una silla.
Di unos suaves golpecitos a la puerta.
No hubo respuesta.
Volví a llamar.
Oí algo, entonces se abrió la puerta.
El tío gordo y viejo estaba de pie en el umbral. Su cara oculta por
grandes pliegues de pena y dolor. Sólo destacaban sus cejas, bigote y dos
ojos tristes.
—Escuche —dije—. Siento mucho lo que hice. ¿No querrían usted y su
chica venir a mi habitación y tomar un trago?
—No.
—¿O quizás pueda traerles algo de beber?
—No —dijo—, por favor déjenos solos.
Y cerró la puerta.
Me desperté con una de mis peores resacas. Normalmente duermo hasta
el mediodía. Este día no pude. Me vestí, fui hasta el baño de la casa principal
y me lavé. Salí, subí por el callejón, bajé la escalinata de la colina y de este
modo llegué hasta la calle inferior.
Domingo, el día más jodido de todos.
Anduve por la Calle Mayor pasando frente a los bares. Las chicas de
alquiler se sentaban cerca de las puertas de entrada con sus faldas bien
subidas, balanceando las piernas rematadas por zapatos de tacón alto.
—Oye, cariño, ven aquí.
217
Calle Mayor, 5.a Este, Bunker Hill. Cagaderos de América.
No había sitio donde ir. Me metí en un salón recreativo. Di una vuelta
mirando los distintos juegos, pero no tenía deseo alguno de jugar. Entonces
vi a un marine frente a una máquina del millón. Sus dos manos aferraban
los costados de la máquina en un intento de guiar la bola con todo su
cuerpo. Me aproximé y le cogí por el cuello y el cinturón.
—Becker, ¡exijo una maldita revancha!
Le solté y se dio la vuelta.
—No, no vale la pena.
—Apuesto tres contra dos.
—Pelotas —dijo—, te invito a un trago.
Salimos del salón recreativo y bajamos por la calle Mayor. Una chica de
la serie «B» aulló desde el interior de un bar:
—¡Oye, marine, entra aquí!
Becker se paró.
—Voy a entrar —dijo.
—No lo hagas. Son cucarachas humanas.
—Acabo de cobrar.
—Las chicas beben té y añaden agua a tu bebida. Las copas cuestan el
doble y después la chica desaparece.
Voy a entrar.
Becker entró. Uno de los mejores e inéditos escritores de América,
vestido para matar y morir. Le seguí. Se acercó a una de las chicas y habló
con ella. La chica se subió un poco la falda, balanceó sus altos tacones y rió.
Ambos entraron en una cabina situada en un rincón. El camarero salió para
tomar su pedido. La otra chica acodada en la barra me miró.
—Oye, cariño, ¿no quieres jugar?
—Sí, pero sólo cuando el juego es mío.
—¿Estás asustado o eres marica?
—Las dos cosas —repliqué mientras me sentaba al extremo de la barra.
Había un tipo entre nosotros con la cabeza apoyada en la barra. Su
cartera había desaparecido. Cuando se despertara y se quejase, el camarero
le sacaría a patadas o le entregaría a la policía.
Tras servir a Becker y su chica serie «B», el camarero volvió a la barra y
se acercó a mí.
—¿Sí?
—Nada.
—¿Ah sí? ¿Qué buscas por aquí?
—Estoy esperando a mi amigo —dije indicando con la cabeza la cabina
del rincón.
—Si estás sentado aquí, tienes que beber.
—Muy bien. Agua.
El camarero se fue y volvió con un vaso de agua.
—Dos centavos.
Le pagué.
La chica de la barra dijo al camarero:
—O es marica o está asustado.
El camarero no dijo nada. Entonces Becker le llamó y salió a tomar nota.
218
La chica me miró.
—¿Cómo es que no llevas el uniforme?
—No me gusta vestir como todos los demás.
—¿Tienes alguna otra razón?
—Las otras razones no te importan.
—Jódete —contestó.
El camarero volvió.
—Necesitas otra copa.
—Muy bien —dije pasándole otros centavos.
Una vez afuera, Becker y yo bajamos por la calle Mayor. —¿Cómo te fue?
—pregunté.
—Había un recargo por ocupar la cabina, más las dos bebidas, he tenido
que pagar 32 $.
—Cristo, yo podría emborracharme durante dos semanas con eso.
—Ella me cogió la polla bajo la mesa y me la acarició.
—¿Y qué es lo que decía?
—Nada. Sólo me masturbaba.
—Prefiero tocarme sólito la polla y guardarme los treinta y dos pavos.
—Pero ella era tan hermosa.
—Maldita sea, hombre, estoy llevando el paso con un perfecto idiota.
—Algún día escribiré todo esto. Estaré en las estanterías de las
bibliotecas: BECKER. Las chicas serie «B» son débiles, necesitan ayuda.
—Hablas demasiado de escribir —dije.
Encontramos otro bar cerca de la estación de autobuses. No era un sitio
ni frenético ni multitudinario. Sólo había un camarero y cinco o seis viajeros,
todos hombres. Así que Becker y yo nos sentamos.
—Pago yo —dijo Becker.
—Una botella de Eastside.
Becker pidió dos y luego me miró.
—Venga, sé un hombre, únete al Ejército y conviértete en marine.
—No me seduce la idea de ser un hombre.
—Me da la impresión de que siempre te estás metiendo con alguien.
—Sólo para entretenerme.
—Únete, te proporcionará tema para escribir.
—Becker, siempre hay temas sobre los que escribir.
—¿Entonces qué vas a hacer?
Señalé mi botella y luego la cogí.
—¿Cómo vas a montártelo? —preguntó Becker.
—Parece como si hubiera oído esa pregunta toda mi vida.
—¡Bueno, no sé lo que harás tú, pero yo voy a intentarlo todo! Guerras,
mujeres, viajes, boda, niños, trabajos. ¡Cuando tenga un coche, lo
desmontaré por completo y luego lo ensamblaré de nuevo! ¡Quiero conocer
las cosas y qué es lo que las hace funcionar! Quisiera ser corresponsal en
Washington D.C., quisiera estar ahí donde suceden las cosas.
—Washington es una mierda, Becker.
—¿Y las mujeres? ¿Casarse? ¿Niños?
—Mierda.
—¿Sííí? Bien, ¿qué es lo que tú quieres?
219
—Esconderme.
—Pobre imbécil. Necesitas otra cerveza.
Muy bien.
La cerveza fue servida.
Estábamos sentados y en silencio. Podía percibir cómo Becker pensaba
en lo suyo, en ser un marine, un escritor, en acostarse con alguien.
Probablemente llegará a ser un buen escritor. Reventaba de entusiasmo.
Probablemente amaba muchas cosas: un halcón en pleno vuelo, el maldito
océano, la luna llena, Balzac, puentes, obras de teatro, el premio Pulitzer, el
piano, la maldita Biblia.
Había una pequeña radio en el bar y sonaba una canción popular. De
pronto se interrumpió la canción y una voz anunció:
—Acaba de llegar un boletín de noticias. Los japoneses han bombardeado
Pearl Harbor. Repito: Los japoneses acaban de bombardear Pearl Harbor.
¡Se ordena que todo el personal militar vuelva inmediatamente a sus bases!
Nos miramos el uno al otro sin apenas entender lo que acabábamos de
oír.
—Bien —dijo Becker—, eso es.
—Acábate la cerveza —le dije.
Becker dio un sorbo.
—Jesús, ¿y si algún estúpido hijo de puta me apunta con una metralleta
y aprieta el gatillo?
—Puede pasar perfectamente.
—Hank...
—¿Qué?
—¿Me acompañarás en el autobús hasta la base?
—No puedo hacerlo.
El camarero, un hombre de unos 45 años con un estómago protuberante
como una sandía y unos ojos cubiertos de pelo, se acercó a nosotros. Miró a
Becker:
—Bien, marine, ¿parece que tienes que volver a tu base, no?
Eso me irritó.
—Oye, tío gordo, deja que se acabe la cerveza, ¿vale?
—Seguro, seguro... ¿Quieres un trago por parte de la casa, marine? ¿Qué
tal una copa de buen whisky?
—No —dijo Becker— está bien así.
—Adelante —aconsejé a Becker—, acepta la copa. El tipo se cree que vas
a morir para salvar su bar.
—De acuerdo —dijo Becker—, tomaré esa copa.
El del bar miró a Becker.
—Tienes un amigo desagradable...
—Tan sólo dele su copa —repliqué.
Los otros pocos clientes estaban cloqueando frenéticamente acerca de
Pearl Harbor. Un momento antes ninguno se hablaba entre sí. Ahora estaban
electrizados. La Tribu estaba en peligro...
Becker consiguió su bebida. Era un whisky doble. Lo bebió de un trago.
—Nunca te conté esto —me dijo—, pero soy huérfano.
—Maldita sea.
220
—¿Al menos me acompañarás a la estación de autobuses?
—Claro.
Nos levantamos y dirigimos a la puerta.
El tipo del bar estaba secándose las manos en el delantal. Tenía el
delantal completamente arrugado y seguía secándose las manos con
excitación.
—¡Buena suerte, marine! —voceó.
Becker salió. Yo me detuve un instante en la puerta y miré al camarero.
—Primera Guerra Mundial, ¿no?
—Sí, sí... —dijo alegremente.
Alcancé a Becker y ambos corrimos hasta la estación de autobuses.
Empezaba a llegar mucha gente en uniforme. Todo el lugar vibraba de
excitación. Un marinero pasó corriendo.
—¡VOY A CARGARME UN JAPONÉS! —chilló.
Becker estaba sacando su billete. Uno de los tipos de uniforme iba
acompañado de su novia. La chica estaba hablando, llorando, colgándose de
él y besándole. El pobre Becker sólo me tenía a mí. Me quedé a un lado,
esperando. Fue una larga espera. El mismo marinero que había chillado
antes se me acercó.
—Oye, compadre, ¿no nos vas a ayudar? ¿Qué estás esperando ahí? ¿Por
qué no vienes y te alistas?
Su aliento olía a whisky. Tenía pecas y una gran nariz.
—Vas a perder tu autobús —le dije.
Se acercó al punto de salida de su autobús.
—¡Jodamos a los malditos cabrones japoneses! —dijo.
Becker finalmente consiguió su billete. Le acompañé hasta su autobús.
Era otra línea.
—¿Alguna noticia? —me preguntó.
—No.
La fila subía lentamente al autobús. La chica estaba llorando y hablando
rápida y quedamente a su soldado.
Becker llegó hasta la puerta. Le di un golpecito en el hombro:
—Eres el mejor que he conocido.
—Gracias, Hank.
—Adiós...
Salí de la estación, de repente había un montón de tráfico en la calle. La
gente estaba conduciendo de mala manera, saltándose los semáforos y
chillándose entre sí. Bajé por la calle Mayor. América estaba en guerra. Miré
mi cartera: me quedaba un dólar. Conté mí dinero suelto: 67 centavos.
Anduve a lo largo de la calle Mayor. Las chicas «B» no iban a tener
mucho trabajo hoy. Seguí andando. Llegué hasta el salón recreativo. No
había nadie dentro. Sólo el dueño, de pie dentro de su taquilla. El sitio
estaba oscuro y apestaba a meados.
Recorrí los pasillos oscuros entre las estropeadas máquinas.
Le llamaban «Salón de a Penique», pero la mayoría de los juegos
costaban cinco centavos y algunos diez. Me paré ante la máquina de boxeo,
mi favorita. Dos pequeños hombrecitos metálicos se enfrentaban dentro de
una urna de cristal y tenían botones en sus barbillas. Había dos
221
empuñaduras con gatillos, parecidas a las de las pistolas, y cuando
apretabas los gatillos los brazos de tu boxeador golpeaban furiosamente.
Podías mover al boxeador adelante y atrás y de lado a lado. Cuando
golpeabas el botón de la barbilla del contrario éste se caía de espaldas, K.O.
Cuando yo era niño y Max Schmeling noqueó a Joe Luis, yo salí corriendo a
la calle buscando a mis amigos y vociferando: «¡Oíd, Max Schmeling noqueó
a Joe Luis!» Y nadie me respondió, nadie dijo nada, todos se apartaron con
las cabezas gachas.
Se necesitaban dos para jugar con esa máquina y no iba a jugar con el
pervertido que dirigía el local. Entonces vi a un pequeño chaval mejicano de
unos ocho o nueve años de edad. Se acercó andando por el pasillo. Era un
mejicanito de aspecto agradable e inteligente.
—Oye, chico.
—¿Sí, señor?
—¿Quieres jugar al boxeo conmigo?
—¿Gratis?
—Claro, pago yo. Escoge tu jugador.
Dio la vuelta a la máquina mirando a través del cristal. Parecía muy
serio. Luego dijo:
—Vale, escojo al de los calzones rojos, tiene mejor pinta.
—De acuerdo.
El chaval se instaló en su lado y miró a través del cristal. Observó a su
boxeador y luego a mí.
—Señor, ¿no sabe que ha empezado una guerra?
—Sí.
Seguimos ahí plantados.
—Tiene que introducir una moneda —dijo el chaval.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le pregunté—. ¿Cómo es que no estás
en el colegio?
—Es domingo.
Metí una moneda de diez centavos. El chaval empezó a apretar sus
gatillos y yo los míos. El chico había elegido mal. El brazo izquierdo de su
boxeador estaba roto y sólo se movía a medias. Nunca podría llegar a tocar
el botón de la barbilla del mío. El chaval sólo disponía del brazo derecho.
Decidí tomármelo con calma. Mi jugador tenía calzones azules. Le moví hacia
adelante y atrás embistiendo súbitamente. El chaval siguió moviendo el
brazo derecho de su hombrecillo de rojos calzones. De pronto calzones
azules se cayó bruscamente produciendo un sonido metálico.
—Le di, señor —dijo el chaval.
—Ganaste —dije.
El chaval estaba excitado. Se quedó mirando al calzones azules tumbado
sobre su culo.
—¿Quiere pelear otra vez, señor?
Hice una pausa, no sé por qué.
—¿Se quedó sin dinero, señor?
—Oh, no.
—Vale, entonces pelearemos.
Introduje otros diez centavos y calzones azules se puso en pie de un
salto. El chaval empezó a apretar el gatillo del brazo derecho de su calzones
rojos y éste movió y movió el brazo. Yo dejé que el mío permaneciera
inmóvil un rato contemplando. Luego hice una seña con la cabeza al chaval
e hice avanzar a calzones azules agitando sus dos brazos. Sentía que tenía
que ganar. Me parecía muy importante. No sabía por qué era tan importante
y seguí pensando: ¿por qué era tan importante?
Y otra parte de mí mismo respondió: sólo porque lo es.
Entonces calzones azules fue derribado de nuevo produciendo el mismo
sonido metálico. Observé cómo yacía sobre su espalda encima de su
pequeña esterilla de terciopelo verde.
Entonces me di la vuelta y salí.
FIN

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