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miércoles, 15 de febrero de 2012

STEPHEN KING El pasillo de la muerte 1º parte




STEPHEN
KING
El pasillo de la muerte
1º parte
( Las gemelas asesinadas )



PREFACIO
UNA CARTA
27 de octubre de 1995
Estimados y fieles lectores:
La vida está llena de caprichos. La historia que aquí comienza se edita en forma de
pequeño libro debido al comentario circunstancial de un corredor de fincas a quien nunca
conocí. Todo comenzó en Long Island, hace un año. Ralph Vicinanza, un viejo amigo y
colaborador (dedicado concretamente a vender derechos de novelas y cuentos en el extranjero)
acababa de alquilar una casa allí. El corredor de fincas señaló que la casa parecía «escapada de
una novela de Charles Dickens».
Cuando Ralph recibió a su primer invitado, el editor británico Malcom Edwards, aún tenía
muy presente aquel comentario. Se lo repitió a Edwards y ambos se enfrascaron en una
conversación sobre Dickens. Edwards mencionó que Dickens había publicado muchas de sus
novelas por entregas, ya fuera incluidas en revistas o independientemente, como literatura de
cordel (aunque desconozco el origen de esta palabra, que hace referencia a libros más breves
de lo normal, siempre me ha inspirado especial simpatía). Edwards añadió que algunas de
aquellas novelas fueron escritas y revisadas al filo de la publicación. Al parecer, Charles
Dickens era un novelista que no temía los plazos de entrega.
Las novelas en episodios de Dickens eran enormemente populares; tal es así que una de
ellas produjo una tragedia en Baltimore. Una multitud de aficionados se reunió en el muelle,
esperando la llegada del barco inglés que debía traer a bordo la última entrega de Grandes
esperanzas. Varios lectores cayeron al agua y murieron ahogados.
No creo que Malcom o Ralph quisieran que nadie se ahogase, pero sentían curiosidad por
saber qué sucedería si se lanzaba una novela por entregas en la actualidad. En ese momento,
ninguno de los dos sabía que la experiencia ya se había realizado al menos en dos ocasiones
(nada nuevo bajo el sol). Tom Wolfe publicó el primer borrador de La hoguera de las
vanidades en la revista Rolling Stone y Michael McDowell (The Amulet, Gilded Needles, The
Elementals y el guión cinematográfico Beetlegeuse) publicó una novela titulada Black Water
en episodios, en una edición rústica. Aunque esa novela -una historia terrorífica sobre una
familia sureña cuyos miembros sufrían la inquietante maldición hereditaria de convenirse en
caimanes- no fue la mejor de McDowell, obtuvo un éxito rotundo en la edición de Avon
Books.
Los dos amigos continuaron especulando sobre qué ocurriría si en la actualidad un escritor
popular de ficción publicara una novela por entregas en forma de pequeños ejemplares de
bolsillo que podrían venderse por una libra o dos en Gran Bretaña o por tres dólares en
Estados Unidos (donde el precio de la mayor parte de estos libros es de $6,99 o $7,99).
Malcom dijo que alguien como Stephen King podía interesarse en el experimento y a partir de
ese momento la conversación tomó otros derroteros.
Ralph olvidó temporalmente la idea, pero la recordó en el otoño de 1995, tras regresar de
la Feria del Libro de Francfort, una especie de exposición internacional donde los agentes
extranjeros como él deben enfrentarse cada día a una decisión importante. Entonces me
presentó la idea de los libros por entregas junto con otras propuestas que rechacé de
inmediato.
Sin embargo, a diferencia de la idea de una entrevista en la edición japonesa de Playboy o
un viaje con los gastos pagados a las repúblicas bálticas, la propuesta de escribir una novela
por entregas despertó mi interés. No creo ser un Dickens moderno -si tal persona existe,
podría ser John Irving, o tal vez Salman Rushdie-, pero siempre me han fascinado las novelas
por entregas. Las leí por primera vez en The Saturday Evening Post y me gustaron porque el
final de cada episodio concedía al lector casi el mismo nivel de participación que al escritor:
uno tenía una semana entera para intentar imaginar los acontecimientos que seguirían. Además,
me parecía que el lector leía y vivía estas his- tonas con mayor intensidad, puesto que
estaban «racionadas». Era imposible tragárselas enteras, por más que uno lo desease (y cuando
el relato era bueno, sin duda lo deseaba).
Lo mejor de todo era que en casa solíamos leerlas en voz alta por turnos: mi hermano
David una noche, yo la siguiente, mi madre la tercera y luego otra vez mi hermano. Era una
oportunidad excepcional para disfrutar de una obra escrita como de las películas o las series de
la tele (Cuero Crudo, Bonanza, Ruta 66) que veíamos juntos; constituían un acontecimiento
familiar. Sólo años más tarde descubrí que las familias habían disfrutado de las novelas de
Dickens de forma similar, aunque la incertidumbre sufrida ante la chimenea por el destino de
Pip, Oliver y David Copperfield se prolongaba durante años, en lugar de un par de meses (las
series más largas del Post rara vez superaban los ocho episodios).
Pero la idea tenía otro aliciente, un atractivo que, según creo, sólo puede apreciar un
escritor de cuentos de misterio o relatos de fantasmas: en una novela publicada por entregas, el
escritor gana sobre el lector un ascendiente que de otro modo no puede disfrutar:
sencillamente, fieles lectores, no podréis adelantaros en la lectura para descubrir el giro que
toman los acontecimientos.
Todavía recuerdo el día en que, con doce años, entré en la sala y descubrí a mi madre
sentada en su mecedora favorita, espiando el final de una novela de Agatha Christie mientras
señalaba con el dedo el sitio donde había dejado la lectura, alrededor de la página cincuenta.
Me quedé consternado y se lo dije (recordad que tenía doce años, una edad en que los niños
comienzan a pensar que lo saben todo). Observé que leer el final de una novela de misterio era
igual que comerse la nata de una galleta rellena y arrojar las dos mitades de la galleta a la
basura. Mi madre rió, con su maravillosa y desvergonzada risa, y admitió que quizá tuviera
razón, pero que a veces no podía resistir la tentación. Yo podía entender que alguien cediera a
la tentación; incluso a los doce años, lo hacía con cierta frecuencia. Sin embargo, aquí
tenemos por fin una cura para esa tentación. Hasta que el último episodio aparezca en las
librerías, nadie conocerá el final de El pasillo de la muerte.., quizá ni siquiera yo.
Aunque sin saberlo, Ralph Vicinanza propuso la idea de una novela por entregas en un
momento psicológico perfecto para mí. Había estado dándole vueltas en la cabeza a un relato
titulado El pasillo de la muerte, sobre un tema que quería tocar tarde o temprano: la silla
eléctrica. La Freidora me ha fascinado desde que una película de James Cagney y los primeros
relatos al respecto (que leí en un libro titulado Veinte años en Sing Sing, escrito por un guardia
cuyo nombre no recuerdo) encendieron mi imaginación. ¿Qué se sentiría al recorrer los
últimos cuarenta metros hasta la silla eléctrica, sabiendo que uno iba a morir allí? ¿Cómo se
sentiría el hombre que tenía que sujetar con correas al condenado... o accionar el interruptor?
¿Qué exigiría de uno un trabajo semejante? O, lo que era aún más inquietante, ¿qué le
aportaría?
Durante los últimos veinte o treinta años he intentado plasmar estas ideas generales,
siempre de un modo vago, en diferentes contextos. Escribí una novela de éxito ambientada en
una prisión (Rita Hayworth and Shawshank Redemption) y había llegado a la conclusión de
que allí se agotaba el tema, hasta que surgió esta idea. Había muchas cosas que me gustaban al
respecto, pero ninguna tanto como la voz esencialmente honesta del narrador; moderado,
sincero, quizá un poco ingenuo, es, quizá, el narrador que más se corresponde con el auténtico
Stephen King. De modo que me puse a trabajar, aunque a trompicones. ¡La mayor parte del
segundo capítulo la escribí durante una demora causada por la lluvia en Fenway Park!
Cuando Ralph me llamó, tenía un cuaderno lleno de notas sobre El pasillo de la muerte y
advertí que estaba escribiendo una novela en lugar de dedicarme a terminar la revisión de un
libro anterior (Desesperación; pronto lo conoceréis, fieles lectores). Con El pasillo de la
muerte había llegado a un punto en que se me presentaban dos opciones: abandonarlo (quizá
para siempre) o dejar de lado todo lo demás y continuar.
Ralph sugirió una tercera alternativa; escribir el relato del mismo modo que sería leído, por
entregas. El riesgo de la aventura también me entusiasmó: si abandonaba el trabajo o era
incapaz de continuar, un millón de lectores pedirían mi cabeza. Nadie, excepto Julianne
Eugley, mi secretaria, sabe esto mejor que yo. Todas las semanas recibimos docenas de cartas
de lectores furiosos exigiendo la publicación del nuevo libro de la colección La torre oscura
(paciencia, seguidores de Roland; prometo que vuestra espera terminará aproximadamente en
un año). Una de esas cartas contenía una fotografía tomada con una Polaroid de un oso de
peluche encadenado, con un mensaje formado con letras de periódicos y revistas:
«PUBLIQUE DE INMEDIATO EL PRÓXIMO LIBRO DE LA TORRE OSCURA O EL
OSO MORIRÁ.» He colgado la foto en mi despacho, como recordatorio tanto de mi
responsabilidad como de lo maravilloso que es que la gente se preocupe -al menos un pocopor
las criaturas de mi imaginación.
En cualquier caso, he decidido publicar El pasillo de la muerte en una serie de pequeñas
ediciones en rústica, al estilo del siglo xix, y espero que los lectores me escriban para decirme:
a) que les gusta la historia; b) que les gusta el sistema de publicación, rara vez usado pero
divertido. La idea ha dado un nuevo impulso a la escritura del relato, aunque en este momento
(un lluvioso atardecer de octubre de 1995) queda mucho por hacer, incluso en el borrador, y la
publicación continúa en el terreno de lo incierto. Eso contribuye a la emoción, pese a que en
este momento me siento como si condujese en medio de una espesa neblina pisando a fondo el
acelerador.
Por encima de todo, me gustaría decir que si al leer la historia el lector se divierte la mitad
de lo que yo me he divertido escribíéndola, habrá valido la pena para ambos. Disfrutadla... y
¿por que no leerla en voz alta con un amigo? Al menos así se acortará la espera hasta que
aparezca la próxima entrega en el quiosco o la librería más cercana.
Mientras tanto, cuidaos y sed buenos los unos con los otros.
STEPHEN KING
1
Todo ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Cold Mountain. La
silla eléctrica también estaba allí, por supuesto.
Los internos hacían chistes sobre la silla; la gente siempre hace bromas acerca de las cosas
que le asustan pero no puede controlar. La llamaban la Freidora o la Gran Licuadora.
Bromeaban sobre la cuenta de la luz o la posibilidad de que el alcaide Moores preparase allí la
comida del día de Acción de Gracias, ya que su esposa, Melinda, estaba demasiado enferma
para cocinar.
Pero aquellos que estaban destinados a sentarse en la silla no encontraban ninguna gracia
en la situación. Durante mi estancia en Cold Mountain supervisé setenta y ocho ejecuciones
(es una cifra que nunca olvidaré; ni siquiera en mi lecho de muerte), y creo que la mayoría de
los condenados sólo se percataban de lo que iba a ocurrirles cuando les amarraban los tobillos
a las firmes patas de roble de la Freidora. Entonces tomaban conciencia (uno veía la
comprensión ascender a sus ojos en medio de una fría desolación) de que sus piernas ya nunca
los llevarían a ningún lado. La sangre seguia corriendo por ellas, los músculos conservaban su
fortaleza, pero de todos modos estaban acabadas; nunca darían otro paseo por el campo o
bailarían con una chica en una fiesta popular. Los clientes de la Freidora sentían subir la
muerte desde los tobillos. Cuando terminaban de pronunciar sus delirantes y casi siempre
inconexas últimas palabras, les cubrían la cabeza con un saco negro de seda. Se suponía que la
bolsa era una indulgencia para con ellos, pero yo siempre pensé que estaba destinada a
ahorrarnos sufrimiento a nosotros, a evitarnos la contemplación de la horrorosa oleada de
angustia que aparecía en sus ojos cuando se percataban de que iban a morir con las rodillas
flexionadas.
En Cold Mountain el pasillo de la muerte era en realidad un bloque, el bloque E, separado
de los otros cuatro y cuyo tamaño apenas llegaba a la cuarta parte de los demás. No estaba
construido con madera sino con ladrillos, y su abominable techo desnudo de metal fulguraba
al sol del verano como un ojo delirante. Dentro había seis celdas, tres a cada lado del ancho
pasillo central, cada una de ellas casi el doble de grandes que las de los otros cuatro bloques.
También eran individuales. Se trataba de unas estancias demasiado cómodas para una prisión
(sobre todo en los años treinta), pero sus residentes las habrían cambiado gustosamente por
cualquier celda en los otros bloques. Creedme, las habrían cambiado sin vacilar.
Durante ios años que trabajé allí como carcelero, nunca estuvieron ocupadas las seis
celdas a la vez (debemos dar gracias a Dios por sus pequeños favores). Lo máximo que llegó a
albergar fueron cuatro reclusos, blancos y negros (en Cold Mountain no había segregación
racial entre los muertos andantes), y se trató de una experiencia verdaderamente infernal.
Entre los condenados había una mujer, Beverly McCall, negra como el carbón y hermosa
como un pecado que nadie se atrevería a cometer. Había aguantado las palizas de su marido
durante seis años, pero no estaba dispuesta a tolerar que la engañase un solo día. La noche que
descubrió que él le metía los cuernos, esperó al desafortunado Lester McCall (Cutter para los
amigos y, quizá, para su extremadamente efímero amor) en lo alto de las escaleras de su
apartamento, encima de una barbería. Apenas si le dio tiempo al traidor de quitarse el
impermeable, y desparramó sus tripas sobre sus zapatos bicolor. Había usado una de las
cuchillas de afeitar de Cutter.
Dos noches antes de que le tocara el turno de sentarse en la Freidora, Beverly me llamó a
su celda y me contó que su padre espiritual africano la había visitado en sueños. Le había
dicho que renunciara a su nombre de esclava y muriera con su nombre de mujer libre,
Matuoni. Era su última voluntad que en el certificado de defunción figurara el nombre de
Beverly Matuoni. Supongo que su padre espiritual no le propuso un nombre de pila o que a
ella no se le ocurrió ninguno. Le dije que sí, que de acuerdo. Si algo aprendí durante mis largos
años de carcelero comemierda fue a no rechazar las peticiones de los condenados a menos
que no me quedara otro remedio. En el caso de Beverly Matuoni, la cosa daba igual. El
gobernador llamó al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, conmutando la sentencia por
cadena perpetua en el penal para mujeres Grassy Valley; un penal sin pene, como solíamos
bromear entonces. Debo decir que me alegró ver el rotundo trasero de Bey torcer a la izquierda
en lugar de a la derecha, en dirección a la mesa de guardia.
Unos treinta y cinco años después —debieron de ser al menos treinta y cinco— vi su
nombre en la página de anuncios fúnebres de un periódico, debajo de la fotografía de una
anciana esquelética con una aureola de pelo blanco y gafas con piedras de bisutería a los
lados. Era Beverly. Según decía la esquela, había pasado los últimos diez años de su vida en
libertad, rescatando del olvido la pequeña biblioteca de Raines Falles prácticamente sola.
También había dado clases en la escuela dominical y se había ganado el aprecio de todos los
habitantes de aquel recóndito paraje. BIBLIOTECARIA MUERE DE UN ATAQUE AL CORAZÓN, rezaba
el titular, y debajo, con letra más pequeña: «Cumplió una condena por asesinato durante más
de dos décadas.» Sólo los ojos, grandes y luminosos detrás de las gafas con piedras en ios
extremos, eran los mismos. Incluso a los setenta y tantos años, eran los ojos de una mujer que
no dudaría en sacar una cuchilla de afeitar de la jarra azul de desinfectante y empuñarla como
arma. Uno conoce a los asesinos, aunque acaben como bibliotecarias en aburridos pueblos de
mala muerte. Al menos alguien como yo, que ha pasado tanto tiempo al cuidado de criminales.
Sólo una vez tuve cierta duda, y creo que ésa es la razón de que escriba esto.
El amplio pasillo central del bloque E tenía un suelo de linóleo del color de las limas
viejas, por eso lo que en otras prisiones se llamaba la Última Milla, en Cold Mountain se había
bautizado como la Milla Verde. Supongo que medía unos sesenta pasos largos de norte a sur,
de un extremo al otro. Al fondo estaba la celda de seguridad y en el extremo opuesto había un
cruce en forma de T. Doblar a la izquierda significaba la vida, si podía ilamarse así a lo que
sucedía en el sofocante patio de ejercicios, aunque para muchos lo era. Muchos vivieron allí
durante años sin consecuencias aparentemente graves. Ladrones, pirómanos y violadores
paseaban, conversaban y cumplían con sus pequeñas tareas cotidianas.
Doblar a la derecha era algo completamente distinto. Primero había que entrar en mi
despacho (cuya alfombra, también verde, había pensado cambiar en más de una ocasión,
aunque nunca me decidía a hacerlo) y pasar frente a mi escritorio, flanqueado por la bandera
norteamericana a la izquierda y la del estado a la derecha. Al fondo había dos puertas. Una
conducía al pequeño retrete que usábamos los guardias y yo (en ocasiones también el alcaide
Moores), la otra a un almacén. Allí acababa uno tras recorrer el pasillo de la muerte.
Era una puerta baja; yo tenía que agachar la cabeza para entrar y John Coffey
prácticamente tuvo que sentarse. Más allá de un pequeño rellano, había que bajar tres
escalones de cemento hasta el suelo de madera. Era una habitación miserable, sin calefacción
y con un techo metálico idéntico al del bloque contiguo. En invierno hacía suficiente frío
como para que al respirar se formasen nubes de vapor y en verano el calor resultaba sofocante.
Durante la ejecución de Elmer Manfred, en julio o agosto del treinta, se desmayaron nueve
testigos.
A la izquierda del almacén, otra vez había vida: herramientas (guardadas en armarios
protegidos con cadenas, como si en lugar de palas y azadones fuesen carabinas), alimentos
secos, sacos con semihas destinadas a ser plantadas en los jardines de la prisión en primavera,
cajas de papel higiénico, tarimas cargadas con planchas para el taller de grabado de la
prisión.., incluso sacos de arena para marcar el cuadrado de béisbol y el campo de fútbol. Los
presos jugaban en un sitio llamado el Prado, y todo el mundo en Cold Mountain esperaba con
expectación las tardes de otoño.
A la derecha, una vez más, la muerte. La mismísima Freidora apoyada sobre una
plataforma de tablas y situada en el extremo sudeste dcl almacén, con sus sólidas patas y sus
anchos brazos de roble que habían absorbido el sudor de centenares de hombres aterrorizados
en sus últimos minutos de vida; y el casquete metálico, por lo general suspendido
descuidadamente sobre el respaldo de la silla, como el sombrero de un robot de juguete en una
tira cómica de Buck Rogers. Un cable colgaba de él y acababa en un orificio rodeado de una
arandela situado en el muro, detrás de la silla. A un lado había un cubo de hierro galvanizado.
Si uno miraba en el interior, veía una esponja circular, cortada de modo que encajara
perfectamente dentro del casquete metálico. Antes de la ejecución, la esponja se empapaba en
una solución salina para conducir mejor la electricidad hacia el cerebro del condenado.
2
Mil novecientos treinta y dos fue el año de John Coffey. Cualquiera que sienta suficiente
curiosidad por el caso -alguien con más energía que un viejo como yo, que pasa los últimos
años de su vida dormitando en una residencia geriátrica de Georgia- aún podrá encontrar
información al respecto en los periódicos.
Fue un otoño caluroso; lo recuerdo bien. Muy caluroso. Octubre parecía agosto, y la mujer
del alcaide, Melinda, estaba ingresada en un hospital de Indianola. Aquel otoño tuve la peor
infección urinaria de mi vida, no lo bastante grave para ingresar yo también en el hospital,
pero sí lo suficiente para que deseara estar muerto cada vez que tenía que mear. También fue
el otoño de Delacroix, aquel francés bajito y casi calvo que hacía un ingenioso truco con un
carrete de hilo y un ratón. Pero el mayor acontecimiento de la temporada fue el ingreso en el
bloque de John Coffey, sentenciado a muerte por la violación y el asesinato de las gemelas
Detterick.
En el bloque E había cuatro o cinco guardias por turno, aunque muchos de ellos eran
temporales. Dean Stanton, Harry Terwilliger y Brutus Howell (los hombres lo llamaban Bruto,
pero era sólo una broma, pues a pesar de su corpulencia era incapaz de matar una mosca) ya
han muerto. También ha muerto Percy Wetmore, que sí era bruto... además de estúpido, claro
está. Percy no encajaba en el bloque E, donde tener un carácter agresivo podía resultar,
además de inútil, peligroso, pero era pariente de la mujer del gobernador y allí estaba.
Fue Percy Wetmore quien acompañó a Coffey al bloque, al grito supuestamente célebre
de: «¡Entra un muerto! ¡Entra un muerto!»
Aunque estábamos en octubre, hacía más calor que en el mismísimo infierno. Se abrió la
puerta del patio de ejercicios para dejar paso a una luz deslumbrante y al hombre más grande
que he conocido en mi vida, a excepción de algunos jugadores de baloncesto que he visto en la
tele en el salón de esta casa para viejos babosos sin hogar donde estoy acabando mis días.
Coffey llevaba cadenas en ios brazos y alrededor del tonel que tenía por torso. Mientras
avanzaba entre las celdas, por el pasillo color lima, arrastraba las cadenas que unían los
grilletes de sus tobillos produciendo un ruido similar al de una cascada de monedas. Percy
Wetmore, a un lado, y el pequeño, esquelético Harry Terwilliger al otro, parecían dos niños
pequeños flanqueando a un oso recién cazado. Hasta Brutus Howell parecía un crío al lado de
Coffey, y eso que Bruto, corpulento y con más de un metro ochenta de estatura, había jugado
en la liga nacional hasta que lo echaron y tuvo que volver a las colinas.
John Coffey era negro, como la mayoría de los hombres que venían a pasar una
temporada en el bloque E antes de morir en la Freidora, y medía un metro noventa y ocho
centímetros de estatura. No era esbelto, como los jugadores de baloncesto de la tele, pero tenía
los hombros corpulentos y el torso enorme, surcados por grandes músculos en todas las
direcciones. Le habían puesto el traje de presidiario más grande que habían encontrado en el
almacén, y aun así los bajos de los pantalones le llegaban a la mitad de las gruesas
pantorrillas, llenas de cicatrices. La camisa se abría a mitad del pecho y las mangas apenas
alcanzaban a cubrirle los antebrazos. Llevaba la gorra en una de sus manazas, y mejor así,
pues sobre su enorme calva caoba habría parecido la clase de gorra que usan los monos de los
organilleros, sólo que azul en lugar de roja. Daba la impresión de que en cualquier momento
podía romper las cadenas con la misma facilidad con que cualquiera abriría los lazos de un
regalo navideño, pero en cuanto uno lo miraba a los ojos, sabía que era incapaz de hacer algo
semejante. Sin embargo -pese a lo que creyera Percy, que poco después de su llegada
comenzó a llamarlo el Tontaina- no parecía estúpido, sino perdido. Se la pasaba mirando
alrededor, como si no supiera dónde estaba o incluso quizá, quién era. A primera vista me
pareció un Sansón negro, sólo que después de que Dalila lo afeitara con su pequeña mano
traidora para robarle todo vestigio de alegría.
-¡Entra un muerto! -anunció Percy a voz en cuello, tirando del puño de la camisa del
grandullón como si de verdad se creyera capaz de moverlo en caso de que Coffey se negara a
hacerlo por yoluntad propia. Harry no dijo nada, pero parecía avergonzado-. ¡Entra un...!
-Ya es suficiente -dije yo, que estaba sentado en el camastro de la celda que pertenecería a
Coffey.
Naturalmente, había sido informado de su ingreso y estaba allí para recibirlo, aunque no
tenía idea de su tamaño hasta que lo vi. Percy me echó una mirada que insinuaba que todos
sabían que yo era un imbécil (excepto el estúpido grandullón, por supuesto, que sólo sabía
violar y asesinar niños), pero no dijo esta boca es mía.
Los tres se detuvieron delante de la puerta entreabierta de la celda. Hice una señal de
asentimiento a Harry, quien dijo:
-¿Está seguro de que quiere quedarse a solas con él, jefe?
No estaba acostumbrado a ver a Harry Terwillinger nervioso. Siete u ocho años antes
había estado a mi lado durante un motín y no se había acobardado en ningún momento, ni
siquiera cuando empezaron a circular rumores de que algunos presos tenían armas. Pero aquel
día parecía nervioso.
-¿Me darás problemas, grandullón? -pregunté, sin levantarme del camastro e intentando
disimular mi aflicción. La infección urinaria que mencioné antes aún no había llegado a su
peor estadio, pero aquel día no estaba yo para una excursión a la playa, creedme.
Coffey sacudió la cabeza lentamente: primero a la derecha, luego a la izquierda y por fin
al centro. Una vez que me clavó la mirada, no volvió a quitármela de encima.
Harry llevaba una carpeta con el registro de entrada de Coffey.
-Dásela -le dije a Harry-. Entrégasela a él.
Harry obedeció y el tontorrón la cogió como si estuviera sonámbulo.
-Ahora dámela a mí -dije, y Coffey lo hizo, acercándose con un rumor de cadenas. Tuvo
que agacharse para franquear la puerta de la celda.
Eché un vistazo al informe, sobre todo para comprobar que en efecto era alto y no se
trataba de una ilusión óptica. Lo era: un metro noventa y ocho centímetros. Decía que pesaba
ciento treinta kilos, pero creo que se trataba de un cálculo estimativo, pues debía de pesar
ciento cincuenta o tal vez ciento sesenta kilos. En el apartado correspondiente a «Cicatrices o
señas particulares» Magnusson, el viejo preso de confianza de recepción, había escrito
«Numerosas» con su letra trabajosa.
Cuando alcé la vista, Coffey se había apartado un poco, de modo que pude ver a Harry al
otro lado del pasillo, frente a la celda de Delacroix, el único preso en el bloque E en el
momento del ingreso de Coffey. Delacroix era un flacucho de pelo ralo con la expresión
preocupada de un contable corrupto que sabe que están a punto de descubrir su último
desfalco. Tenía al ratón domado en un hombro.
Percy Wetmore estaba apoyado en el marco de la puerta de la celda que ocuparía John
Coffey. Había sacado la porra de madera de la funda hecha a medida donde la llevaba y se
golpeaba suavemente la palma de una mano con ella, como si estuviera impaciente por usarla.
De repente, no pude soportar su presencia allí, no sé si debido al inoportuno calor, a la
infección que me quemaba las ingles y hacía intolerable el roce de la ropa interior o a la idea
de que el estado me había enviado a aquel negro subnormal para que lo ejecutara, cuando
resultaba obvio que antes de que lo hiciese Percy quería divertirse con él. Quizá fueran las tres
cosas; lo cierto es que en ese momento sus contactos políticos dejaron de importarme.
-Percy –dije-, están trasladando la enfermería.
-Bill Dodge se ocupa de eso.
-Ya lo sé –respondí-. Ve a ayudarlo.
-No es mi trabajo -protestó Percy-. Mi trabajo es este «capugante».
«Capugante» era el mote particular de Percy para los tipos corpulentos, una combinación
de «capullo» y «gigante». Detestaba a los grandullones. No era esquelético, como Harry
Terwilliger, pero sí bajo; el típico gallito de riña al que le gusta organizar peleas, sobre todo
cuando sabía que llevaba las de ganar.
-En tal caso, ya has terminado –dije-. Ve a la enfermería.
Apretó los labios. Bill Dodge y sus hombres estaban trasladando cajas, pilas de sábanas,
incluso camas. La enfermería entera se mudaba a un edificio nuevo en el ala oeste de la
prisión. Habría que trabajar y levantar bultos pesados, dos cosas a las que Percy Wetmore no
estaba acostumbrado.
-Tienen todos los hombres que necesitan -dijo.
-Entonces ve a supervisar el trabajo -repliqué levantando la voz. Advertí que Harry se
sobresaltaba, pero no hice caso. Si el gobernador ordenaba al alcaide Moores que me echara
por reñir a su enchufado, ¿a quién iba a poner Hal Moores en mi lugar? ¿A Percy? Ni en
broma-. En realidad me da igual lo que hagas, Percy, siempre y cuando te esfumes de aquí
durante un buen rato.
Por un instante pensé que se resistiría y que tendría problemas, con Coffey allí inmóvil
como el reloj parado más grande del mundo, pero entonces Percy metió violentamente la porra
en la funda hecha a mano -un gesto estúpido y arrogante- y se marchó dando grandes
zancadas. No recuerdo qué guardia estaba en la mesa de entrada aquel día -supongo que sería
uno de los temporales-, pero fue obvio que a Percy no le gustó su expresión, porque lo oímos
gruñir al pasar:
-Si no te borras esa estúpida sonrisa de la jeta, te la borraré yo de un puñetazo.
Se oyó un ruido de llaves, entró una momentánea ráfaga de luz caliente del patio de ejercicios
y Percy Wetmore desapareció, al menos por el momento. El ratón de Delacroix corría de un
hom bro al otro del pequeño francés, moviendo sus finísimos bigotes.
-Quieto, Cascabel -dijo Delacroix, y el ratón se detuvo en el hombro izquierdo, como silo
hubiera entendido-. Quieto y callado. -Con el cantarín acento acadio de Delacroix, «quieto»
sonaba como una palabra exótica, algo así como cuietó.
-Tú échate un rato -dije con brusquedad-. Descansa. Esto tampoco es asunto tuyo.
El francés me obedeció. Había violado y asesinado a una jovencita, arrastrado ei cadáver
detrás del bloque de pisos donde vivía la chica, y después de rociarla con gasolina le había
prendido fuego, esperando deshacerse de la prueba del crimen. Sin embargo, el fuego se había
extendido al edificio y como consecuencia habían muerto otras seis personas, entre ellas dos
niños. Era el único crimen de su historial, y se comportaba como un hombre de modales
exquisitos, con cara de preocupación y el pelo largo hasta el cuello de la camisa. Pronto se
sentaría en la Freidora y ella acabaría con él... pero lo que fuera que lo había impulsado a
cometer ese delito monstruoso, ya no estaba allí. Entretanto el francés se tendería en su
camastro y dejaría que su pequeño compañero corriese sobre sus manos. En cierto modo, eso
era lo peor: la Freidora nunca quemaba lo que había en el interior de aquellos tipos, y estoy
seguro de que los fármacos que les inyectan en la actualidad tampoco pueden eliminarlo.
Aquello se muda de sitio, salta a otra persona y sólo nos deja hollejos vacíos para ejecutar,
hollejos que de cualquier modo ya no están vivos.
Me volví hacia el gigante.
-Si dejo que Harry te quite esas cadenas, ¿te portarás bien?
Hizo un gesto de asentimiento, como si su cabeza temblase: arriba, abajo y luego otra vez
al centro. Me miró con sus extraños ojos. Había una especie de paz en ellos, pero no estaba
seguro de poder fiarme. A una seña mía, Harry se acercó y le quitó las cadenas. Me tranquilizó
ver que ya no parecía asustado, ni siquiera cuando se agachó junto a las piernas como troncos
de Coffey para abrir los grilletes. Yo confiaba en su intuición y por lo visto la culpa de que
Harry estuviese nervioso era de Percy. En realidad, yo confiaba en la intuición de todos los
hombres que trabajaban en el bloque E, con la única excepción de Percy.
Tenía preparado un pequeño discurso para todos los nuevos, pero con Coffey dudé, porque
parecía anormal, y no sólo por su talla.
Cuando Harry retrocedió (durante toda la operación Coffey había permanecido inmóvil y
tranquilo como un percherón), miré a mi nuevo pupilo, señalé el registro con el pulgar y
pregunté:
-¿Sabes hablar, grandullón?
-Sí, señor, sé hablar -respondió con un vozarrón grave y sereno que me recordó el ruido de
un tractor recién aceitado. No tenía acento sureño, aunque más tarde notaría que su forma de
construir las frases era típica del Sur. Como si viniese del Sur pero no fuera de allí. No parecía
analfabeto, pero tampoco ilustrado. Su forma de hablar era ¡un misterio, como tantas otras
cosas en él. Lo que más me inquietaba eran sus ojos, pues reflejaban una especie de tranquila
ausencia, como si estuviese flotando muy, muy lejos de nosotros.
-Te llamas John Coffey.
-Sí señor, suena parecido a café, pero no se escribe igual.
-¿Así que sabes leer y escribir?
-Sólo mi nombre, jefe -respondió con calma.
Suspiré y pronuncié una versión abreviada de mi discurso. Ya estaba convencido de que
no iba a causar problemas, cosa en la que tenía y no tenía razón.
-Yo me llamo Paul Edgecombe –dije-. Soy el encargado del bloque E, el jefe de la
plantilla. Si quieres algo de mí, llámame por mi nombre. Si no me encuentro aquí habla con
este hombre. Se llama Harry Terwilliger. ¿Entendido? -Coffey asintió en silencio-. Pero no
esperes conseguir todo lo que quieras, porque sólo te daremos lo que consideremos necesario.
Esto no es un hotel. ¿Me sigues? -Asintió otra vez-. Éste es un sitio tranquilo, grandullón, no
como el resto de la prisión. Aquí sólo estáis tú y Delacroix. No trabajaréis; estaréis casi
siempre sentados. De ese modo tendréis tiempo para reflexionar sobre lo que habéis hecho. -
Para la mayoría era demasiado tiempo, pero no lo mencioné-. Por las noches, si todo está en
orden, encendemos la radio. ¿Te gusta la radio?
Hizo otro gesto afirmativo, aunque vacilante, como si no estuviera seguro de qué era una
radio. Más tarde descubrí que en parte era así. Coffey reconocía las cosas cuando volvía a
verlas, pero hasta entonces se olvidaba de ellas. Si bien conocia a los personajes de La chica
del domingo, apenas recordaba qué les había sucedido en el último episodio.
-Si te comportas como es debido, comeras bien, no conocerás la celda de seguridad que
está al final del pasillo ni tendrás que usar esas camisas de lona abrochadas a la espalda.
Podrás salir al patio dos horas cada tarde, de cuatro a seis, excepto el sábado, cuando los
demás reclusos juegan al fútbol. Podrán visitarte el domingo por la tarde, si es que alguien
quiere hacerlo. ¿Es así, Coffey?
-No tengo a nadie -dijo sacudiendo la cabeza.
-Entonces tu abogado.
-Creo que ya no volveré a verlo –dijo-. Me lo puso el estado y no sabría llegar hasta estas
montañas.
Lo miré atentamente para comprobar si bromeaba, pero no me dio esa impresión. Yo no
esperaba otra cosa. Los tipos como Coffey no conseguían apelaciones, al menos en aquellos
tiempos. Después de dos o tres días de juicio, el mundo se olvidaba de ellos hasta que aparecía
una noticia breve en los periódicos informando que cierto individuo se había achicharrado
vivo a medianoche. Pero un hombre con esposa, hijos o amigos a quienes esperar los
domingos por la tarde era más fácil de controlar, sobre todo cuando el control se convertía en
problema. Éste no parecía el caso. Y era una suerte, porque el tío era enorme.
Me moví un poco en el camastro, pero llegué a la conclusión de que mis partes me
molestarían
menos si me levantaba, y lo hice. Coffey retrocedió con respeto y entrelazó las manos.
-Tu estancia en este lugar puede ser tranquila o difícil, grandullón; todo depende de ti.
Estoy aquí para decirte que no nos compliques las cosas, porque hagas lo que hagas acabarás
en el mismo sitio. Te trataremos tan bien como te merezcas. ¿Alguna pregunta?
-¿Dejan una luz encendida a la hora de dormir? -preguntó de inmediato, como si hubiera
estado esperando la ocasión para hacerlo.
Parpadeé. Los recién llegados al bloque E me habían hecho muchas preguntas raras -en
una ocasión me habían interrogado incluso sobre el tamaño de las tetas de mi mujer-, pero
ninguna tan rara como esa.
Coffey sonreía, algo avergonzado, como si supiese que lo tomaríamos por idiota pero aun
asi no pudiera evitarlo.
-Es que a veces me asusta la oscuridad –dijo-. Sobre todo cuando estoy en un sitio que no
conozco.
Miré su imponente corpachón y me sentí curiosamente conmovido. Creedme, a veces los
prisioneros me conmovían. Uno nunca veía su peor parte, forjando horrores a martillazos
como demonios en una fragua.
-Las celdas están bastante iluminadas durante toda la noche –dije-. La mitad de las luces
de la Milla Verde están encendidas desde las nueve hasta las cinco de la mañana. -Entonces
pensé que no tendría la más remota idea de qué estaba hablando; no podía diferenciar la Milla
Verde del lodo de Misisipi, de modo que añadí-: Me refiero a las luces del pasillo.
Hizo un gesto de alivio. No estaba seguro de que supiera lo que era un pasillo, pero podía
ver las bombillas de doscientos vatios en sus portalámparas de acero.
Aquel día hice algo que no había hecho nunca con un prisionero: le tendí la mano. Ni
siquiera hoy sé por qué lo hice. Quizá fuese por la pregunta sobre las luces. Os aseguro que
Harry Terwilliger se quedó de piedra. Coffey me estrechó la mano con sorprendente suavidad;
mi mano se perdió en la de él y eso fue todo. Tenía otra polilla en mi frasco asesino y nada
más.
Salí de la celda y Harry aseguró los dos cerrojos de la puerta. Por un par de segundos
Coffey permaneció donde estaba, como si no supiese qué hacer a continuación, y luego se
sentó en el camastro, entrelazó sus manazas entre las rodillas y agachó la cabeza como un
hombre que llora o reza. Luego dijo algo con su extraño aÉento sureño. Escuché sus palabras
con absoluta claridad, y aunque no sabía mucho sobre lo que había hecho -no es preciso saber
qué ha hecho un hombre para alimentarlo y cuidarlo hasta que le llega la hora de saldar sus
deudas- sentí un escalofrío.
-No pude evitarlo –dijo-. Lo intenté, pero era demasiado tarde.
3
-Tendrás problemas con Percy -dijo Harry mientras regresábamos a mi despacho.
Dean Stanton, algo así como el tercero en la escala jerárquica -en el bloque no había tal
cosa, o Percy Wetmore se habría ocupado de cambiar la situación de inmediato- estaba
sentado a mi escritorio, poniendo en orden los archivos, una tarea para la que yo nunca parecía
tener tiempo. Cuando entramos, alzó la cabeza por un instante, se acomo-. dó las gafas con el
pulgar y volvió al papeleo.
-He tenido problemas con ese pájaro desde el día en que llegó -dije al tiempo que me
separaba los pantalones de la entrepierna con un respingo-. ¿Has oído lo que gritaba cuando
trajo a ese grandullón?
-No pude evitarlo -dijo Harry-. Estaba ahí, ¿recuerdas?
-Yo estaba en los lavabos y lo oí perfectamente -dijo Dean. Levantó un papel a la luz, de
modo que pudiera ver que además del correspondiente texto mecanografiado tenía una
mancha circular de café, y luego lo arrojó a la papelera-. «Entra un muerto.» Debe de haberlo
leído en una de esas revistas que tanto le gustan.
Y quizá fuese así. Percy Wetmore era un forofo de Argosy, Stag y Men‘s Adventure. Al
parecer, había un relato sobre prisiones en cada número y Percy los leía con avidez, como si se
tratara de un trabajo de investigación. Tal vez intentara saber cómo comportarse y creyese que
encontraría la información en esas revistas. Llevaba allí seis meses -había llegado poco
después que Anthony Ray, el asesino a sueldo- y todavía no había tenido oportunidad de
participar en ninguna ejecución.
-Conoce a gente -dijo Harry-. Tiene contactos. Tendrás que responder por echarlo del
bloque y más aún por esperar que trabaje de verdad.
-No esperaba que lo hiciera -dije, y era cierto, aunque quizá albergase alguna esperanza.
Bill Dodge no era la clase de hombre que permite que un tipo se quede mirando cómo trabajan
los demás-. Por el momento, estoy más interesado en el grandullón. ¿Crees que dará
problemas?
Harry sacudió enérgicamente la cabeza.
-En el juicio que se celebró en el condado de Trapingus se portó como un corderito -dijo
Dean. Se quitó las gafas sin montura y las limpió en el chaleco-. Claro que le habían puesto
más cadenas de las que Scrooge vio en el fantasma de Marley. Aunque si hubiera querido
habría podido cargarse al mismísimo demonio.1 Es una broma, ¿la coges?
-Sí -dije, aunque no tenía idea de qué hablaba. Pero detestaba que Dean Stanton se
quedara conmigo.
-Es grande, ¿eh? -dijo Stanton.
-Sí –asentí-, como un monstruo.
-Quizá tengamos que subir la potencia de la Freidora para asar su enorme culo.
-No te preocupes por la Freidora -dije con aire ausente-. Hace que los grandullones
parezcan niños de pecho.
Dean se frotó los lados de la nariz, donde las gafas habían dejado un par de marcas rojas, y
asintió con la cabeza.
-Eso sí que es cierto -dijo.
-¿Alguno de vosotros sabe dónde vivía antes de aparecer en... Tefton? Era Tefton,
¿verdad?
-Sí -respondió Dean-. Tefton, en el condado de Trapingus. Antes de aparecer por allí y
hacer lo que hizo, nadie lo conocía. Supongo que iba de un sitio a otro. Si te interesa, quizá
puedas encontrar más información en los periódicos. En la biblioteca de la prisión conservan
los ejemplares del último año y medio y no se los llevarán hasta la semana que viene. –Sonrió-
. Aunque seguramente tendrás que ofr las quejas y los chillidos de tu compañero de arriba.
1.Alusión a los Cuentos de Navidad de Charles Dickens y juego de palabras entre el apellido de dicho autor y dickens, en
inglés, demonio. (N. de la T.)
-De todos modos creo que iré a echar un vistazo -dije, y lo hice aquella misma tarde.
La biblioteca de la prisión se hallaba en la parte trasera del edificio y pronto se convertiría
en un supermercado para los presos, o al menos ése era el plan. Estaba claro que alguien
quería llenarse los bolsillos a costa de los pobres reclusos, pero nos encontrábamos en plena
Depresión y debía reservarme mis opiniones. También tendría que haber cerrado la boca en el
incidente con Percy, pero un hombre no puede vivir mordiéndose la lengua. Por lo general, la
lengua nos mete en más problemas que la polla. En fin, lo cierto es que lo del supermercado
nunca se concretó, y de cualquier modo la primavera siguiente la prisión se trasladó a noventa
kilómetros de allí, en el camino a Brighton. Más trapicheos, supongo. Más dinero en juego.
Pero a mí me daba igual.
La administración se había mudado a un edificio nuevo al este del patio; la enfermería estaba
en pleno traslado (quién había sido el zoquete que había decidido instalarla en la segunda
planta era otro de los grandes misterios de la vida), y la biblioteca sólo conservaba parte de su
material -aunque nunca había estado bien surtida- y se hallaba desierta. El viejo edificio era
una sofocante caseta cubierta de tablas de chilla, encajada de algún modo entre los bloques A
y B. Los baños de ambos bloques daban allí, de modo que siempre se percibía un ligero olor a
meados, y quizá fuese ésa la única razón de peso para hacer la mudanza. La biblioteca tenía
forma de L y no era mucho más grande que mi despacho. Busqué un ventilador, pero todos
habían desaparecido. Debía de hacer más de treinta grados allí dentro y cuando tomé asiento
sentí una punzada ardiente en la entrepierna. Como si tuviese una muela infectada. Sé que la
comparación es absurda, teniendo en cuenta la zona de la que hablo, pero fue la única que se
me ocurrió. La cosa empeoraba durante y después de mear, lo que acababa de hacer antes de
entrar.
Aunque no lo había notado, allí había otro tipo: un viejo y larguirucho preso de confianza
llamado Gibbons que dormitaba en un rincón con una novela del Oeste en el regazo y el
sombrero caído sobre los ojos. Por lo visto no le molestaban el calor ni los gruñidos, golpes y
ocasionales juramentos procedentes de la enfermería (donde debía de hacer por lo menos tres
grados más. Esperaba que Percy Wetmore disfrutara de ello). Con cuidado de no despertar al
viejo, me dirigí a la pata más corta de la L, donde se guardaban los periódicos. A pesar de lo
que Dean me había dicho, pensé que habrían desaparecido junto con los ventiladores, pero no
era así, y no me costó trabajo encontrar la historia de las gemelas Detterick. El crimen había
acaparado los titulares de la prensa desde que se había cometido, en junio, hasta después del
juicio, celebrado en julio. En aquellos tiempos, estos asuntos se resolvían mucho más rápido.
Pronto olvidé el calor, los ruidos procedentes de la planta superior y los ronquidos del
viejo Gibbons. Por desagradable que fuese, era imposible no imaginar el contraste entre
aquellas niñas de nueve años —con sus suaves cabelleras rubias y sus encantadoras sonrisas—
con el gigantesco y oscuro! corpachón de Coffey. Dada su estatura, era fácil imaginarlo
devorándolas, como el ogro de un cuento de hadas. Pero lo que había hecho era aún peor, y
había sido una suerte para él que no lo hubiesen linchado de inmediato a la orilla del río.
Aunque no podía decirse que corriera mejor suerte en el pasillo de la muerte, esperando el
momento de sentarse en el regazo de la Freidora.
4
El rey Algodón había sido destronado en el Sur unos setenta años antes y no volvería a
reinar. Sin embargo, durante la década de los treinta, había experimentado un breve
renacimiento. Ya no quedaban plantaciones de algodón, pero sí cuarenta o cincuenta granjas
prósperas que se dedicaban a su cultivo en el sur de nuestro estado. Klaus Detterick era el
propietario de una de ellas. Según los cánones de los cincuenta apenas habría estado un escalón
por encima de un pobre diablo, pero en aquellos tiempos se lo tenía por próspero sólo
porque podía pagar las cuentas al contado al final de casi todos los meses y mirar al banquero
a los ojos si se cruzaban en la calle. La casa de la granja era grande y cómoda. Aparte de los
beneficios del algodón, la familia contaba con un par de entradas adicionales, derivadas de la
crianza de gallinas y vacas. Detterick y su esposa tenían tres hijos: Howard, de unos doce años
y las gemelas, Cora y Kathe.
Una calurosa noche de junio las niñas quisieron dormir en la galería cubierta que se
extendía a un lado de la casa. Era toda una aventura para ellas. La madre les dio un beso de
buenas noches poco antes de las nueve, al caer la noche. Cuando volvió a verlas, las gemelas
yacían en sus ataúdes, después de que el encargado de pompas fúnebres reparara la mayor
parte de los daños.
En aquellos tiempos las familias del campo se acostaban temprano («En cuanto oscurecía
debajo de la mesa», solía decir mi madre) y dormían a pierna suelta. De hecho, eso es lo que
hicieron Klaus, Marjorie y Howie Detterick la noche en que secuestraron a las gemelas. En
otras circunstancias, Klaus habría despertado con los ladridos de Bowser, el enorme pastor
escocés de la familia, pero el perro no ladró aquella noche ni nunca volvería a hacerlo.
Klaus se levantó al alba para ordeñar las vacas, La galería estaba a un costado de la casa,
al otro extremo del granero, y al hombre ni se le ocurrió comprobar cómo estaban las niñas.
Tampoco le sorprendió que Bowser no saliera a su encuentro. El perro detestaba a gallinas y
vacas por igual y solía esconderse en su caseta, detrás del granero, hasta que las tareas estaban
hechas... a menos que se lo llamara, y aun así con insistencia.
Marjorie bajó quince minutos después de que su esposo se pusiese las botas en el
vestíbulo y se dirigiera al granero. Preparó café y puso a freír tocino. El aroma del desayuno
atrajo a Howie a la planta baja, pero no a las niñas. Mientras cocía los huevos en la grasa del
tocino, la madre mandó al niño a buscarlas. Klaus querría que salieran a recoger huevos
frescos en cuanto acabaran de desayunar. Pero aquella mañana en la casa de los Detterick
nadie desayunó. Howie regresó de la galería con la cara pálida y los ojos, poco antes
somnolientos, completamente abiertos.
-No están -dijo.
Marjorie salió a la galería, más enfadada que alarmada. Más tarde diría que había supuesto
que las niñas habían salido a recoger flores al amanecer. Eso u otra travesura propia de su
edad. Después de echar un vistazo, descubrió el motivo de la palidez de Howie.
Gritó -más bien chilló- llamando a Klaus, y éste llegó corriendo con las botas empapadas
con la leche del cubo que acababa de derramar. Lo que encontró en la galería habría bastado
para que al padre más valiente le temblaran las rodillas. Alguien había arrojado a un rincón las
mantas en que las niñas se habían envuelto al refrescar por la noche. La puerta de la mampara
había sido arrancada de sus goznes y apoyada precariamente contra un muro del patio. Y tanto
en las tablas de la galería como en los escalones que había al otro lado de la puerta arrancada
se veían manchas de sangre.
Marjorie suplicó a su esposo que no fuese a buscar a las niñas solo y que tampoco llevara
a su hijo con él, pero podría haberse ahorrado la saliva. Klaus cogió la escopeta que guardaba
en el vestíbulo, lejos del alcance de las manos de los niños, y le pasó a Howie la 22 que
pensaba regalarle en julio, por su cumpleaños. Luego se marcharon sin prestar la menor
atención a la mujer que gritaba y lloraba, preguntándoles qué harían si se encontraban con una
pandilla de vagabundos o un grupo de negros salvajes escapados de la próspera granja de
Lavine. Yo creo que los hombres tenían razón, ¿sabéis? Aunque la sangre no estaba líquida,
tampoco mostraba el color granate que adquiere después de haberse secado, y seguía pegajosa
y roja. El secuestro debía de ser reciente. Klaus seguramente supuso que aún quedaba alguna
posibilidad de que las niñas continuasen con vida, y estaba resuelto a correr cualquier riesgo
para comprobarlo.
Ninguno de los dos tenía experiencia en seguir un rastro. No eran cazadores sino
granjeros, hombres que sólo se internaban en el bosque en temporada para perseguir mapaches
y ciervos, y no porque les gustara, sino porque era lo que se esperaba de ellos. Además, el
terreno que rodeaba la casa estaba lleno de barro y era un laberinto de huellas. Detrás del
granero, descubrieron por qué Bowser -mal mordedor, pero buen ladrador- no había dado la
voz de alarma. Estaba tendido, con medio cuerpo fuera de la caseta que había sido construida
con los tablones sobrantes del granero (encima del ventanuco arqueado, había un letrero con la
palabra «Bowser» prolijamente grabada; vi la foto en uno de los periódicos) y la cabeza girada
de modo que el hocico quedaba prácticamente en la parte del cuello que correspondía a la
nuca.
Como le había dicho el fiscal a John Coffey durante el juicio, sólo un hombre con una
fuerza enorme podía haber hecho algo semejante a un animal. Luego había mirado con
expresión significativa al defensor, sentado detrás de la mesa de la defensa con la cabeza
gacha y vestido con un flamante par de pantalones pagados por el estado que por sí solos
parecían merecer una condena. Junto al perro, Klaus y Howie encontraron un trozo de
salchicha cocida. La teoría -bastante probable, no me cabe duda- era que Coffey había
ofrecido un señuelo al perro y luego, mientras éste comía, le había roto el pescuezo con un
poderoso giro de muñecas.
Detrás del granero se extendía el prado de Detterick, donde aquel día no pastaría ninguna
vaca. Estaba empapado con el rocío de la mañana y las huellas clarísimas de un hombre lo
cruzaban en diagonal en dirección a la llanura del norte.
Pese a que estaba casi histérico, Klaus Detterick vaciló antes de seguir las huellas. No es
que tuviera miedo del hombre o los hombres que se habían llevado a sus hijas, sino que temía
seguir un rumbo equivocado, caminar en la dirección errónea en un momento en que cada
segundo contaba.
Howie resolvió el dilema al encontrar un trozo de tela de algodón amarilla en un arbusto,
justo detrás del patio de entrada; el mismo trozo de tela que, con lágrimas en los ojos, Klaus
identifico en el juicio como parte del pijama de su hija Kathe. Veinte metros más allá, colgado
de una rama de enebro, encontraron un jirón verde del camisón que Cora tenía puesto cuando
dio las buenas noches a mamá y papá.
Los Detterick, padre e hijo, corrieron empuñando las armas como hacen los soldados
cuando cruzan territorio enemigo bajo fuego cerrado. Lo sorprendente de los sucesos de aquel
día es que el niño, que corría desesperadamente detrás de Klaus temiendo quedarse atrás, no
cayera al suelo y le metiera una bala en la espalda a su padre.
La granja tenía teléfono -otra señal de que Detterick prosperaba, al menos moderadamente
para los tiempos que corrían- y Marjorie lo usó para comunicarse con el mayor número de
vecinos posible, contándoles la catástrofe que les habia caido encima como un rayo en un día
soleado, consciente de que cada llamada originaría otras y que la noticia se extendería como
un reguero de pólvora. Finalmente levantó el auricular por última vez y pronunció las palabras
que eran casi la marca de fabrica del servicio telefonico de la epoca, al menos en las
comunidades rurales del Sur:
-¿Telefonista? ¿Está en la línea?
La telefonista estaba allí, tan horrorizada por lo que había oído que demoró un momento
en responder. Por fin lo consiguió.
-Sí, señora Detterick. Y estoy rezando al bendito Jesús para que sus niñas se encuentren
bien.
-Gracias -respondió Marjorie-, pero ¿podría pedirle al Señor que espere un momento y
ponerme con la oficina del sheriff en Tefton?
El sheriff del condado de Trapingus era un viejo con nariz de borracho, una barriga como
una tina y una cabellera cana tan fina que parecía la pelusilla de los limpiapipas. Yo lo conocía
bien. Había visitado Cold Mountain muchas veces para presenciar el último viaje de aquéllos
a quienes llamaba «sus muchachos». Los testigos de una ejecución se sentaban en sillas
plegables idénticas a las que seguramente habréis usado alguna vez en funerales, cenas de la
iglesia o partidas de bingo en una granja (de hecho, en aquel entonces nosotros tomábamos
prestadas las nuestras de una de las granjas de la vecindad) y cada vez que el sheriff Homer
Cribus se sentaba en una de ellas, yo esperaba que la silla cediera y se desmoronara. Temía y
ansiaba ver ese día, pero nunca llegó. Poco tiempo después -no debe de haber pasado ni un
año del secuestro de las gemelas Detterick-, tuvo un ataque al corazón en su oficina, al parecer
mientras se follaba a una negra de diecisiete años llamada Daphne Shurtleff. Hubo un montón
de cotilleos al respecto, sobre todo porque en época de elecciones el sheriff iba de aquí para
allá acompañado de su esposa y sus seis hijos. En aquel entonces se decía que cuando uno
aspiraba a un cargo «o se comportaba como un santo o estaba perdido». Pero, como ya
sabréis, a la gente le encantan los hipócritas: saben que llevan uno en su interior, y siempre resulta
agradable enterarse de que han pillado a alguien con los pantalones bajados y la polla
levantada, y que ese alguien no es uno.
Además de hipócrita, el sheriff era incompetente, la clase de tipo que se hace fotografiar
acariciando el gato de la anciana después de que otro -el agente Rob McGee, por ejemploarriesgara
el pescuezo para bajar de un árbol al animal en cuestión.
McGee escuchó los balbuceos de Marjorie Detterick durante un par de minutos, luego la
interrumpió con cuatro o cinco preguntas expeditivas y bruscas, como un luchador profesional
que asesta varios golpes rápidos en la cara de su contrincante, tan pequenos y fuertes que la
sangre comienza a manar antes de que éste alcance a sentir dolor.
-Llamaré a Bobo Marchant, que tiene perros. Quédese donde está, señora Detterick. Si su
marido y su hijo vuelven, haga que también se queden allí. Por lo menos inténtelo.
Entretanto, su marido y su hijo habían recorrido cuatro kilómetros y medio en dirección al
noroeste tras el rastro del secuestrador, pero lo perdieron al llegar al bosque de pinos. Como
ya he dicho, no eran cazadores sino granjeros, y para entonces ya sabían a qué clase de
alimaña perseguían. En el camino, habían encontrado la chaqueta amarilla del pijama de
Kathe y otro trozo del camisón de Cora. Ambos estaban cubiertos de sangre y ni Klaus ni
Howie tenían tanta prisa como al principio. A esas alturas, una certeza helada se había filtrado
en la esperanza ardiente de los Detterick, descendiendo como el agua fría, hundiéndose en sus
corazones por ser más pesada.
Se internaron en el bosque en busca de pistas, pero no encontraron nada. Exploraron otro
sitio con los mismos resultados, y por fin un tercero. Esta vez hallaron un reguero de sangre a
los pies de un pino. Durante unos minutos lo siguieron hacia donde parecía apuntar y
continuaron explorando en los alrededores. Para entonces eran las nueve ae la mañana y
oyeron gritos y ladridos de perros a sus espaldas. Rob McGee había organizado una cuadrilla
de voluntarios en el tiempo en que el sheriff Cribus habría necesitado para terminar su taza de
café con brandy, y un cuarto de hora después alcanzaron a Klaus y Howie Detterick, que
deambulaban a tientas por el bosque. Se pusieron en marcha de inmediato, guiados por los
perros de Bobo. McGee permitió que Klaus y Howie los acompañaran -aunque temían
descubrir la verdad, no se habrían marchado por más que se los ordenara-, pero los obligó a
descargar las armas. McGee dijo que los demás también lo habían hecho porque era más
seguro. Lo que ni él ni nadie les dijo a los Detterick fue que eran los únicos que habían tenido
que entregar las municiones. Aturdidos y ansiosos por despertar de aquella pesadilla, padre e
hijo obedecieron. Cuando Rob McGee exigió a los Detterick que descargaran sus armas y le
entregaran las balas, probablemente salvó la miserable vida de Coffey.
Los perros los condujeron ladrando y aullando en dirección noroeste, a lo largo de varios
kilómetros de pinares. Por fin llegaron a la orilla del río Trapingus, que en aquel punto es
largo y tranquilo y corre hacia el sudeste entre colinas bajas y arboladas, donde familias
llamadas Cray, Robinette y Duplissey todavía fabrican sus propias mandolinas y escupen los
dientes podridos mientras aran. El Sur profundo, donde los hombres se ocupan de las
serpientes el domingo por la mañana y se acuestan con sus hijas el domingo por la noche. Yo
conocía a aquellas familias, pues casi todas enviaban carne a la Freidora de tanto en tanto. Al
otro lado del río, los miembros de la cuadrilla podían ver el sol de junio brillar sobre las vías
del ferrocarril del sur. A un kilómetro y medio río abajo, un viaducto cruzaba hacia las minas
de carbón de West Green.
Entre la hierba y los arbustos, encontraron una zona pisoteada y tan empapada de sangre
que varios de los hombres tuvieron que apartarse para vomitar el desayuno. También
encontraron el resto del camisón de Cora, y Howie, que hasta entonces había demostrado una
entereza admirable, se abrazó a su padre y estuvo a punto de desmayarse.
En aquel punto, los perros de Bobo Marchant tuvieron el primer desacuerdo del día. Había
seis en total, dos sabuesos, dos zorreros y un par de esos híbridos similares a los terrier que los
surenos de la frontera llaman «cazamapaches». Estos últimos querían ir hacia el noroeste, río
arriba, en tanto que el resto apuntaba en la dirección opuesta, hacia el sudeste. Las correas se
enredaron y, aunque los periódicos no decían nada al respecto, imagino las maldiciones que
les habra echado Bobo mientras usaba las manos -sin duda su parte mas educada- para restituir
el orden. En tiempos tuve oportunidad de conocer a varios cazadores y, según mi experiencia,
son una raza aparte.
Bobo reorganizó la jauría e hizo que los perros olfatearan los restos del camisón de Cora,
como para recordarles lo que hacían allí un día en que la temperatura debía de aproximarse a
los cuarenta grados y los buitres volaban en círculos sobre la cuadrilla. Por fin los
cazamapaches se pusieron de acuerdo con el resto de los sabuesos y todos corrieron río abajo,
ladrando.
Diez minutos después, los hombres se detuvieron al oír algo más que el ladrido de los
perros. Eran unos aullidos que ningún perro puede emitir, ni siquiera en plena agonía. Un
sonido que ninguno de los integrantes de la cuadrilla había oído jamás, aunque de inmediato
supieron que salía de la garganta de un hombre. Eso dijeron, y yo les creo. Supongo que yo
también lo habría reconocido, porque he oído a algunos hombres chillar así de camino a la
silla eléctrica. No todos lo hacen; la mayoría conservan la compostura y marchan en silencio o
hacen bromas como si fueran de excursión al campo. Pero unos pocos gritan; casi siempre
aquellos que creen en el infierno y saben que éste les aguarda al final del pasillo de la muerte.
Bobo volvió a reunir a los perros. Eran animales caros y no estaba dispuesto a perderlos a
manos de un psicópata que aullaba y gemía de aquel modo. El resto de la cuadrilla cargó las
armas y las empuñó. Aquel grito los había sobresaltado, haciendo que el sudor de las axilas y
de la espalda pareciera agua helada. Cuando los hombres sufren una impresión semejante,
necesitan un jefe que los guíe para seguir adelante, y McGee tomó el mando. Encabezó la
marcha resueltamente (aunque supongo que en aquel momento no se sentía muy resuelto)
hacia un grupo de alisos que se alzaban a la derecha del bosque, mientras el resto de la cuacargó
las armas y las empuñó. Aquel grito los había sobresaltado, haciendo que el sudor de las
axilas y de la espalda pareciera agua helada. Cuando los hombres sufren una impresión
semejante, necesitan un jefe que los guíe para seguir adelante, y McGee tomó el mando.
Encabezó la marcha resueltamente (aunque supongo que en aquel momento no se sentía muy
resuelto) hacia un grupo de alisos que se alzaban a la derecha del bosque, mientras el resto de
la cuadrilla lo seguía a unos cinco pasos. Se detuvo sólo una vez para indicar al hombre más
corpulento del grupo -Sam Hollis- que no se apartara de Klaus Detterick.
Al otro lado de los alisos había un claro que se extendía hacia la derecha del bosque. A la
izquierda, estaba la larga y suave cuesta de la ribera. Todos se detuvieron, como paralizados
por un rayo. Supongo que todos ellos habrían dado cualquier cosa por evitarse aquella escena,
que ninguno podría olvidar. Era la clase de pesadilla, descarnada y casi humeante bajo el sol,
que acecha detrás de los velos de la sencilla vida cotidiana, con cenas en la iglesia, paseos por
el campo, trabajo honrado y besos amorosos en la cama. Todo hombre lleva consigo su
calavera, y puedo aseguraros que en un momento u otro de su vida se vuelve visible. Aquel
día la vieron. Esos hombres reconocieron la truculenta mueca que se oculta detrás de una
sonrisa.
Sentado a la orilla del río, con el mono de trabajo manchado de sangre, se hallaba el
hombre más grande que hubieran visto en su vida: John Coffey. Sus enormes pies de dedos
aplastados estaban descalzos. Llevaba un descolorido pañuelo rojo atado a la cabeza, similar
al que se ponen las mujeres del campo para ir a la iglesia, y estaba envuelto en una nube de
mosquitos. En cada brazo, apretaba el cuerpo sin vida de una niña. Las cabelleras rubias, antes
rizadas y claras como la pelusilla del diente de león, ahora estaban enmarañadas y teñidas de
rojo. El hombre que las sostenía en brazos aullaba al cielo como una vaca enajenada, con las
oscuras mejillas surcadas de lágrimas y la cara contraída en una monstruosa mueca de dolor.
Respiraba hondo, tanto como le permitían los tirantes de su mono de trabajo, y luego soltaba
el aire con fuerza junto a otro escalofriante chillido. Con frecuencia leemos en los periódicos
que «el asesino no dio muestras de arrepentimiento», pero en este caso no fue así. John Coffey
estaba destrozado por lo que había hecho... pero él sobreviviría y las niñas no. En el caso de
las gemelas, los destrozos no eran una metáfora.
Más tarde, nadie sería capaz de recordar cuánto tiempo habían permanecido allí,
contemplando al hombre que aullaba y a la vez miraba más allá de las aguas tranquilas un tren
que rugía a toda velocidad en dirección al viaducto que cruzaba el río. Permanecieron así
durante una hora o quizá una eternidad, y sin embargo el tren no se movió, sino que contlnuó
rugiendo en el mismo sitio como un niño con una rabieta, ni el sol se escondió detrás de una
nube para borrar aquella horrible escena de sus ojos. Seguía allí, delante de ellos, tan real
como una mordedura de perro. El negro se mecía hacia adelante y hacia atrás y Cora y Kathe
se mecían con él, como muñecas rubias en los brazos de un gigante. Los músculos manchados
de sangre de los enormes brazos desnudos se contraían y relajaban, se contraían y relajaban, se
contraían y relajaban.
Klaus Detterick rompió la calma. Gritando a voz en cuello, se arrojó sobre el monstruo
que había violado y matado a sus hijas. Sam Hollins sabía qué debía hacer, e intentó hacerlo.
Era doce centímetros más alto que Klaus y pesaba al menos treinta kilos más que él, pero
Klaus se escabulló de entre sus brazos. Cruzó el claro corriendo y le dio una patada en la
cabeza a John Coffey. Su bota manchada de leche, agria ya a causa del calor, dio contra la sien
izquierda de Coffey, pero el hombretón no pareció inmutarse. Siguió allí sentado, meciéndose
y mirando más allá del río. Ial como lo imagino, podría haber sido una estampa del sermón de
Pentecostés, el leal seguidor de la cruz con la vista fija en la tierra prometida... aunque, naturalmente,
le sobraban los cadáveres.
Se necesitaron cuatro hombres para separar de John Coffey al histérico granjero y no sé
cuántos golpes habrá recibido aquél antes de que lo consiguieran. Pero al gigantesco negro no
parecía importarle; seguía meciéndose y mirando el río. En cuanto a Detterick, pareció perder
toda la fuerza apenas lo separaron, como si el negro despidiese una extraña corriente galvánica
(tendréis que perdonarme, pero no puedo evitar que mis metáforas sigan aludiendo a la
electricidad) y cuando por fin se interrumpió el contacto entre Detterick y esa fuente de
energía, el pobre quedó tan débil como un hombre que sale despedido al tocar un cable pelado.
Se sentó en la orilla con las piernas abiertas y las manos en la cara, sollozando. Howie se
acercó a él y se abrazaron con las cabezas juntas.
Dos hombres los vigilaban mientras el resto formaba un círculo alrededor del negro, que
seguía meciéndose y gimoteando, apuntándole con sus rifles. Coffey aún no parecía haberse
dado cuenta de la presencia de los demás. McGee dio un paso al frente, se apoyó con
nerviosismo en una pierna y luego en la otra y finalmente se agachó.
-Señor -dijo, y Coffey calló de inmediato.
McGee lo miró a los ojos, rojos a causa del llanto, de donde seguían manando lágrimas,
como si alguien hubiera dejado un grifo abierto en su interior. A pesar de los sollozos,
aquellos ojos tenían una expresión inmutable, distante y serena. Pensé que eran los ojos más
raros que había visto en mi vida, y al parecer McGee compartía mi opinión. «Eran como los
ojos de un animal que nunca había visto un hombre», le dijo a un periodista poco antes del
juicio.
-¿Me oye, señor? -preguntó McGee.
Coffey asintió lentamente con la cabeza. Seguía abrazando a sus atroces muñecas, que por
tener la barbilla pegada al pecho no mostraban la cara; ésa fue tal vez la única gracia que Dios
decidió conceder aquel día a los hombres de la cuadrilla.
-¿Cómo se llama? -preguntó McGee.
-John Coffey -respondió con voz apagada, pastosa por las lágrimas-. Como café, aunque
no se escribe igual.
McGee asintió y luego señaló con el pulgar el bolsillo abultado del mono de trabajo de
Coffey. McGee temió que llevara un arma, aunque un hombre tan grande como él no
necesitaba un arma para cometer semejante atrocidad.
-¿Qué tiene ahí, John Coffey? ¿Es un arma?, ¿una pistola?
-No, señor -susurró el negro, con aquellos extraños ojos (en apariencia angustiados y llenos de
lágrimas, pero distantes y serenos en el fondo, como si el verdadero John Coffey estuviera en
otro sitio, mirando un paisaje donde no hubiera que preocuparse de niñas asesinadas) fijos en
el agente McGee-. Es mi almuerzo.
-Conque el almuerzo, ¿eh? -preguntó McGee.
Coffey asintió y volvió a decir:
-Sí, señor. -Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y los mocos le colgaban de la nariz.
-¿Y de dónde saca un tipo como tú su almuerzo, John Coffey? -añadió McGee intentando
mantener la calma, aunque ya empezaba a oler a las niñas y veía las moscas recreándose en los
sitios empapados de sangre.
Más tarde diría que lo peor era el pelo, aunque este detalle no apareció en los periódicos
porque era demasiado morboso para que lo leyeran las familias. No; me lo contó el periodista
que escribió el artículo y a quien conocí más tarde, cuando John Coffey se convirtió en una
obsesión para mí. McGee le contó al periodista que el cabello rubio de las gemelas ya no era
rubio sino color caoba. La sangre se había extendido a las mejillas, como si el pelo hubiera
sido teñido con un tinte barato, y no se necesitaba ser médico para saber que aquellas
poderosas manazas habían reventado los frágiles cráneos de las niñas golpeando el uno contra
el otro. Probablemente lloraron y Coffey quiso hacenas callar. Si las niñas habían tenido
suerte, aquello habría ocurrido antes de la violación.
Semejante escena impediría razonar a cualquier hombre, incluso a uno tan decidido a cumplir
con su deber como el agente McGee. Y la dificultad para razonar podía inducir a errores, o
incluso a derramar más sangre. McGee respiró hondo e intentó calmarse. Al menos, se lo
propuso.
-Bueno, señor, estúpido de mí, no lo recuerdo con claridad -dijo Coffey con la voz
quebrada por las lágrimas-, pero es un pequeño almuerzo; bocadillos y creo que unos cuantos
pepinillos.
-Si no le importa, me gustaría echarle un vistazo -dijo McGee-. Pero no se mueva, John
Coffey. Le apuntan suficientes armas como para hacerlo desaparecer de cintura para arriba si
mueve un solo dedo.
Coffey volvió la cabeza hacia el río y permaneció inmóvil mientras McGee le revisaba el
bolsillo del mono y sacaba un paquete de papel de periódico atado con una cuerda de
carnicero. McGee rompió la cuerda y abrió el paquete, aunque a esas alturas, estaba seguro de
que contenía lo que Coffey aseguraba: su almuerzo. Había un bocadillo de tocino y tomate, un
bizcocho relleno de jalea y un pepinillo envuelto en una página de tiras cómicas que McGee
fue incapaz de identificar. No había salchichas. Bowser había dado cuenta de las salchichas
del almuerzo de Coffey.
McGee entregó el paquete a uno de sus hombres sin quitarle los ojos de encima a Coffey.
Estaba demasiado cerca del grandullón para permitirse desviar la atención de él un solo
segundo. El almuerzo, envuelto y atado otra vez, acabó en la mochila de Bobo, donde llevaba
comida para los perros (y seguramente algún anzuelo para pescar). No se presentó como
prueba en el juicio, aunque se mostraron fotografías. Por rápida que fuera la justicia en aquel
rincón del mundo, un bocadillo de tocino y tomate se pudre más deprisa.
-¿Qué ha ocurrido, John Coffey? —preguntó McGee en voz baja y ansiosa-. ¿Quiere
contármelo?
Entonces Coffey dijo a McGee y a los demás lo mismo que a mí, las mismas palabras que
repitió el fiscal al terminar su alegato en el juicio:
-No pude evitarlo -susurró, con las niñas violadas y asesinadas desnudas entre sus brazos,
mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas-. Lo intente, pero era demasiado tarde.
-Queda arrestado por asesinato -dijo el agente McGee, y a continuación escupió en la cara
del negro.
El jurado deliberó apenas cuarenta y cinco minutos. El tiempo suficiente para almorzar.
Me pregunto si tuvieron estómago para hacerlo.
5
Como supondréis, no descubrí todo aquello durante una única y calurosa tarde de octubre
en la sofocante biblioteca de la prisión, leyendo una pila de periódicos guardados en una caja
de naranjas, pero aquel día averigüé lo suficiente para pasar la noche prácticamente en vela.
Cuando mi esposa se levantó a las dos de la madrugada y me encontró sentado en la cocina,
bebiendo leche y liándome un cigarro, me preguntó qué me pasaba y le conté una de las
poquísimas mentiras que le diría en cuarenta y tres años de matrimonio. Dije que había tenido
otra discusión con Percy Wetmore. Era cierto, por supuesto, pero no estaba allí sentado tan
tarde por ese motivo. Por lo general, era capaz de dejar los problemas con Percy Wetmore en
el despacho.
-Bueno, olvida a esa manzana podrida y vuelve a la cama –dijo-. Tengo algo que te
ayudará a dormir, y si lo quieres es todo tuyo.
-Suena bien –dije-, pero será mejor que lo dejemos. Tengo una infección ahí abajo y
prefiero no contagiártela.
-¿Ahí abajo? -Arqueó una ceja-. Supongo que habrás topado con la puta equivocada la
última vez que estuviste en Baton Rouge.
Yo nunca había estado en Baton Rouge y jamás había tocado a una puta, y ambos lo
sabíamos.
-No es más que una infección de orina -expliqué-. Mi madre decía que los hombres la
cogen por mear cuando sopla viento del norte.
-Tu madre también solía quedarse todo el día encerrada si volcaba un poco de sal
-recordó mi esposa-. El doctor Sadier...
-De eso nada -la atajé, levantando la mano-. Querrá que tome sulfamidas y me pasaré la
semana vomitando en todos los rincones del despacho. Ya se pasará. Pero mientras tanto, creo
que scra mejor que Caperucita y el Lobo no salgan a jugar al bosque.
Me besó en la frente, justo encima de la ceja izquierda, cosa que siempre me ponía la
carne de gallina, y Janice lo sabía.
-Pobrecillo. Como si no tuvieras bastante con lo de Percy Wetmore. Ven pronto a la cama.
Lo hice, pero antes salí al patio trasero a vaciar la vejiga (no sin comprobar la dirección
del viento mojando el pulgar con saliva. Rara vez olvidamos lo que nuestros padres nos
enseñan de pequeños, por estúpido que sea). Mear al aire libre es uno de los placeres del
campo que siempre olvidan mencionar los poetas, aunque puedo aseguraros que aquella noche
no fue ningún placer. La orina me quemaba como una brasa ardiente. Sin embargo, tenía la
impresión de que por la tarde había sido más doloroso, y sabía que un par de días antes había
sido aún peor. Tenía la esperanza de que tal vez estuviera empezando a curarme, aunque
nunca tuve una esperanza menos fundada. Nadie me había dicho que en ocasiones una bacteria
atrapada en aquel sitio húmedo y cálido se toma un día o dos de descanso antes de atacar
con mayor ferocidad. Me habría sorprendido que me lo dijeran. Y me habría sorprendido aún
más que me dijeran que quince o veinte años más tarde habría unas píldoras que curaban
aquella clase de infección en tiempo récord y que aunque esas píldoras provocaran náuseas o
diarrea, casi nunca lo hacían vomitar a uno como las pastillas de sulfamida del doctor Sadler.
En 1932 uno no podía hacer mucho más que esperar e intentar olvidar la sensación de que
alguien te había echado gasolina dentro de la polla y luego había encendido una cerilla.
Terminé la leche, volví a la habitación y por fin conseguí dormir. Soñé con niñas de
sonrisa tímida y cabello ensangrentado.
6
A la mañana siguiente había una nota en mi escritorio pidiéndome que pasara por la
oficina del alcaide lo antes posible. Sabía de qué se trataba -había reglas tácitas pero
importantes, y el día anterior las había pasado por alto-, de modo que pospuse la visita todo lo
que pude. Como acudir al médico para solucionar mi problema de vejiga, supongo. Siempre
he creído que la filosofía del «cuanto antes, mejor» está sobrevalorada.
La cuestión es que no me di ninguna prisa para ir a ver al alcaide Moores. Me quité la
chaqueta de lana del uniforme, la colgué en el respaldo de la silla y encendí el ventilador. Era
otro día caluroso. Luego me senté y estudié el informe nocturno de Brutus Howell. No había
motivo para alarmarse. Delacroix había llorado un rato, como hacía casi todas las noches,
aunque estoy seguro de que más por sí mismo que por la gente que había quemado viva, y
luego había sacado a Cascabel, el ratón, de la caja de cigarros donde pasaba la noche. Eso lo
había calmado, y había dormido como un niño el resto de la noche. Cascabel seguramente la
habría pasado sentado sobre el estómago de Delacroix, con la cola enrollada y los ojos muy
abiertos. Era como si Dios hubiera decidido que Delacroix necesitaba un ángel de la guarda,
aunque, en su infinita sabiduría, había considerado que sólo un ratón podía cumplir esa
función con una rata como nuestro homicida de Louisiana. Naturalmente, nada de aquello
aparecía en el informe de Bruto, pero yo había hecho suficientes turnos de noche para llenar
los espacios entre líneas. Había una nota breve sobre Coffey: «Permaneció despierto, callado,
aunque puede que haya llorado un poco. Intenté entablar conversación, pero después de recibir
unos cuantos gruñidos por respuesta, me di por vencido. Quizá Paul o Harry tengan más
suerte.»
En realidad, «entablar conversación» era nuestra principal misión. Entonces no lo sabía,
pero ahora que lo veo desde la perspectiva de esta extraña vejez (supongo que la vejez siempre
parece extraña a quien tiene que sufrirla) comprendo que era así, y también comprendo por
qué no me daba cuenta de ello entonces: era demasiado importante para nosotros, tan vital
como respirar. No era preciso que los guardias temporales supieran «entablar conversación»,
pero era fundamental para mí y para Harry, Bruto, Dean... Por eso Percy Wetmore era un
desastre. Los presos lo detestaban, los guardias lo detestaban... Creo que todo el mundo lo
odiaba excepto sus contactos políticos y, quizá, su madre. Era como una dosis de arsénico
espolvoreado sobre una tarta de bodas, y supe desde el principio que causaría problemas.
Percy era un accidente que espera el momento oportuno para producirse.
En aquel tiempo el resto de nosotros nos habríamos reído de la idea de que más que
carceleros éramos psiquiatras de los condenados. Una parte de mí todavía se ríe de esa idea,
pero entonces sabíamos que debíamos entablar conversación y que sin ella la mayoría de los
hombres que tenían que sentarse en la silla acababan volviéndose locos.
Apunté la sugerencia de hablar con John Coffey -o al menos intentarlo- al pie del informe
de Bruto, y luego leí una nota de Curtis Anderson, el ayudante del alcaide. Decía que muy
pronto llegaría la FDE de Edward Delacroix (Anderson se equivocaba: el nombre del
condenado era Eduard Delacroix). Las siglas FDE significaban «fecha de ejecución» y, según
aquella nota, el pequeño francés recorrería el pasillo de la muerte antes de Haloween.
Anderson calculaba que el 27 de octubre, y sus cálculos casi siempre eran exactos. Pero antes
de aquello recibiríamos a un nuevo residente, llamado William Wharton. «Es lo que llamarías
un chico travieso -había escrito Curtis con su letra inclinada hacia la izquierda y algo
remilgada-. Salvaje y orgulloso de serlo. Ha vagado por todo el estado durante el último año y
por fin la ha hecho gorda: mató a tres personas en un atraco a mano armada (una de ellas una
mujer embarazada) y a una cuarta mientras huía (un agente del estado). Lo único que le faltó
fue cargarse a una monja y a un ciego.» Sonreí al leer eso último. «Wharton tiene diecinueve
años y lleva tatuado “Billy el Niño” en el antebrazo izquierdo. Creo, o mejor dicho estoy
seguro de que tendrás que azotarlo un par de veces, pero ten cuidado al hacerlo. Al tipo no le
importa nada.» Había subrayado la última frase y por fin concluía: «Además, es probable que
consiga un indulto. Ha interpuesto una apelación y tiene a su favor que es menor de edad.»
De modo que un muchacho salvaje que esperaba una apelación iba a pasar una temporada
con nosotros. Genial. De repente el día me pareció más caluroso y no pude seguir postergando
la visita al alcaide Moores.
Durante mis años de carcelero en Cold Mountain estuve a las órdenes de tres alcaides, y
Hal Moores fue el mejor. Con mucho. Honrado, directo, carecía del rudimentario ingenio de
Curtis Anderson, pero tenía la suficiente habilidad política para mantener su cargo durante
aquellos años nefastos y la integridad necesaria para no dejarse seducir por los trapicheos. No
ascendería de rango, pero no parecía importarle. En aquel entonces tendría cincuenta y ocho o
cincuenta y nueve años y una cara de sabueso llena de arrugas con la que Bobo Marchant
seguramente se habría sentido familiarizado. Tenía el cabello blanco y las manos temblorosas
como si hubiera sufrido alguna clase de parálisis, pero era un tipo fuerte. Un año antes, cuando
un recluso lo había atacado con una astilla arrancada de una caja, Moores había mantenido la
calma, había cogido al rebelde por la muñeca y se la había retorcido con tal fuerza que los
huesos crujieron como unas ramitas que crepitan en el fuego. El recluso se había arrodillado y
había empezado a llamar a su madre.
-No soy tu madre -le había dicho Moores-, pero silo fuera, me recogería la falda, te
mostraria el agujero por donde te parí y te mearía encima.
Cuando entré en su despacho, hizo ademán de levantarse, pero le indiqué con un gesto que
siguiera sentado. Tomé asiento frente a él y lo primero que hice fue preguntarle por su esposa.
Aunque en nuestra tierra, esas cosas se preguntan de otro modo:
-¿Cómo está su preciosa chica? -dije, como si Melinda tuviera diecisiete veranos en lugar
de sesenta y dos o sesenta y tres.
Mi preocupación era sincera, pues su esposa era la clase de mujer a la que podría haber
amado y con la que podría haberme casado si nuestros caminos se hubieran cruzado, pero
tampoco me importaba distraerlo del verdadero motivo de mi visita.
Moores suspiró.
-No muy bien, Paul. No muy bien.
-¿Más dolores de cabeza?
-Esta semana sólo ha padecido uno, pero fue el peor de su vida. La tuvo en cama casi todo
el día. Y ahora siente una extraña debilidad en la mano derecha. -Levantó su propia diestra,
salpicada de manchas seniles. Ambos la miramos temblar unos segundos sobre el escritorio;
luego la bajó.
Sé que habría dado cualquier cosa por no tener que contarme aquello, y yo habría dado
cualquier cosa por no tener que oírlo. Los dolores de cabeza de Melinda habían empezado en
la primavera y durante todo el verano el médico había insistido en que eran «migrañas
nerviosas», quizá provocadas por el inminente retiro de Hal. Pero lo cierto era que ambos
esperaban con impaciencia la jubilación de Moores y mi esposa me había dicho que las
migrañas eran un trastorno propio de los jóvenes y que con la edad no solían empeorar sino
mejorar. Y ahora esa debilidad en la mano. A mí no me parecía que aquello tuviese que ver
con los nervios. Más bien tenía la impresión de que se trataba de una maldita apoplejía.
-El doctor Haverstrom quiere ingresarla en el hospital dc Indianola -continuó Moores-.
Para hacerle algunas pruebas. Radiografías de la cabeza y vaya a saber qué más. Está
aterrorizada. -Hizo una pausa y añadió-: Para serte franco, yo también.
-Ya, pero encárguese de que lo haga –dije-. No espere. Si es algo que puede ver en la
radiografía, tal vez también puedan curarlo.
-Sí -asintió, y luego, sólo por un instante (el único que recuerdo en nuestra conversación)
nuestras miradas se encontraron y se produjo esa clase de perfecto entendimiento que no
necesita palabras.
Podía ser una apoplejía, es cierto, pero también un cáncer de cerebro, y en tal caso los
médicos de Indianola no podrían hacer prácticamente nada. Recordad que todo esto sucedió en
1932, cuando algo tan sencillo como una infección de orina se trataba con sulfamidas o había
que resignarse a sufrir y esperar.
-Agradezco tu interés, Paul. Pero ahora hablemos de Percy Wetmore.
Gruñí y me cubrí los ojos con las manos.
-Esta mañana recibí una llamada de la capital del estado -prosiguió el alcaide con
serenidad-. Como imaginarás, estaban furiosos. Paul, el gobernador está tan casado con su
esposa que es como si no tuviese voluntad propia... No sé si me explico. Su mujer tiene un
hermano que a su vez tiene un hijo. Y ese hijo es Percy Wetmore. Anoche Percy llamó a su
padre y su padre llamó a su hermana. ¿Tengo que contarte el resto?
-No –dije-. Percy se chivó. Igual que el mariquita de la clase que le cuenta a la maestra
que vio a un niño y una niña morreándose en el lavabo.
-Sí -respondió Moores-. Algo así.
-¿Recuerda lo que pasó cuando ingresó Delacroix? -pregunté-. Percy y su maldita porra de
madera.
-Sí, pero...
-Y sabe bien que de vez en cuando la mete entre los barrotes, sólo por diversión. Es cruel
y estúpido. No sé cuánto tiempo más podré soportarlo. Lo digo de verdad.
Nos conocíamos desde hacía cinco años, un tiempo más que suficiente para dos hombres
que se llevan bien, sobre todo cuando su trabajo consiste en hacer un trueque entre la vida y la
muerte. Con esto quiero decir que Moores me entendía. No es que fuera a dejar mi puesto,
sobre todo entonces que la Depresión merodeaba alrededor de los muros de la cárcel como un
criminal peligroso, como un delincuente que no podíamos enjaular junto con los demás.
Hombres mejores que yo estaban en la calle o haciendo chapuzas. Yo tenía suerte y lo sabía.
Hacía dos años que me había desembarazado de mis hijos, ya mayores, y de la losa de
doscientos pavos mensuales de la hipoteca. Pero un hombre necesita comer y su esposa
también. Además, estábamos acostumbrados a enviar a nuestra hija y a nuestro yerno veinte
pavos siempre que podíamos permitírnoslo (y a veces, si las cartas de Jane parecían
desesperadas, también cuando no podíamos). Mi hija era una profesora de instituto en paro y
en aquellos días eso era motiyo más que suficiente para estar desesperada. Por lo tanto, uno no
dejaba un empleo fijo como el mío, por lo menos si sabía mantener la sangre fría. Pero aquel
otoño yo no tenía sangre fría. La temperatura era totalmente inadecuada para la época del año
y la infección que asolaba mis entrañas había subido aún más el termostato. Y cuando un
hombre se encuentra en una situación semejante... bueno, siempre cabe la posibilidad de que
sus puños piensen por él. Pero sí uno le daba un puñetazo a un tipo como Percy Wetmore, más
valía seguir golpeando, porque no había forma de rectificar.
-Aguanta -dijo Moores en voz baja-. Te he llamado principalmente para decirte eso. Sé de
buena fuente, de hecho por la misma persona que me telefoneó esta mañana, que Percy ha
presentado una solicitud para que lo admitan en Briar. Y lo aceptaran.
-Briar -repetí. Se refería a Briar Ridge, uno de los dos hospitales del estado, ambos nidos
de víboras-. ¿Cómo se las arregla ese tío? ¿Piensa pasear-se por todas las instituciones del
estado?
-Es un trabajo administrativo. Tendrá un sueldo mejor y trabajará con papeles, en lugar de
tener que levantar camas en un día caluroso. -Moores sonrió con malicia-. ¿Sabes, Paul?
Podrías haberte librado de él si no lo hubieras mandado a la sala de los interruptores con Van
Hay cuando indultaron al Cacique.
Sus palabras me sonaron tan extrañas que no entendí adónde quería llegar. Quizá no
quisiera entenderlo.
-¿Dónde quería que lo mandase? -pregunté-. ¡Demonios! El tipo no sabe qué hacer en el
bloque. Integrarlo en la plantilla de ejecuciones... -Me detuve a mitad de la frase. No podía
terminar. Las posibilidades de que fastidiara aún más las cosas parecían infinitas.
-De todos modos, harás bien en mandarlo allí para la ejecución de Delacroix. Eso si
quieres librarte de él, claro está.
Lo miré boquiabierto. Por fin comprendí adónde quería ir a parar y logré articular:
-¿Qué dice usted? ¿Que quiere estar lo bastan. te cerca para oler cómo se fríen los huevos
del tipo?
Moores se encogió de hombros. Sus ojos, que parecían tan dulces cuando hablaba de su
esposa, cobraron una expresión cruel.
-Los huevos de Delacroix se freirán tanto si Wetmore está en la plantilla como si no -dijo-
¿No es así?
-Sí, pero podría fastidiarla. De hecho, Hal, es muy probable que la fastidie. Y delante de
treinta testigos, un montón de periodistas venidos de Louisiana...
-Tú y Brutus Howell os aseguraréis de que no la cague -dijo Moores-. Y silo hace,
aparecerá en su informe y seguirá allí mucho después de que pierda sus contactos políticos.
¿Lo entiendes?
Lo entendía. La idea me aterraba y me producía náuseas, pero lo entendía.
-Quizá quiera estar presente en la ejecución de Coffey -añadió Moores-, pero si la suerte
nos sonríe tendrá suficiente con la de Delacroix. Asegúrate de que esté presente.
Había planeado poner a Percy en la sala de los interruptores otra vez y luego mandarlo a
vigilar la camilla que llevaría a Delacroix al furgón fúnebre, al otro lado de la calle de la
prisión, pero cambié de planes sin pensármelo dos veces. Asentí con un gesto. Tenía la
impresión de que estaba corriendo un riesgo importante, pero no me importaba. Con tal de
librarme de Percy era capaz de desafiar al mismísimo diablo. Lo dejaría participar en la ejecución,
ponerle el casquete al condenado e indicarle a Van Hay que le diera al interruptor;
podría contemplar al pequeño francés sufriendo la descarga que él mismo, Percy Wetmore,
había preparado en persona. Que tuviera su asquerosa diversión, si eso era lo que significaba
para él un asesinato impuesto por el estado. Y que luego se marchara a Briar Ridge, donde
tendría su propio despacho y un ventilador para refrescarse. Y si su tío perdía su cargo en las
próximas elecciones y Percy debía descubrir qué significaba trabajar en el mundo exterior,
donde no todos los tipos malos son encerrados detrás de los barrotes de una celda y donde de
vez en cuando hay que agachar la cabeza, tanto mejor.
-De acuerdo -dije al tiempo que me ponía de pie-. Lo dejaré a cargo de la ejecución de
Delacroix y mientras tanto intentaré mantener la paz.
-Bien -respondió Hal, y también se incorporó-. A propósito, ¿cómo va tu problema?
-añadió señalando mi entrepierna con delicadeza.
-Un poco mejor.
-Me alegro. -Me acompañó hasta la puerta-. ¿Y qué me dices de Coffey? ¿Crees que nos
dará problemas?
-No lo creo –respondí-. Hasta el momento ha permanecido más quieto que un gallo
muerto. Es raro, tiene unos ojos extraños, pero parece tranquilo. No se preocupe por él.
-Naturalmente, estarás al corriente de lo que hizo.
-Por supuesto.
Ya estábamos en la oficina contigua, donde la vieja Miss Hannah aporreaba la máquina de
escrrbir, como venía haciendo desde el final de la era glacial. Me alegré de irme. Después de
todo, la había sacado barata. Y era agradable saber que tenía posibilidades de sobrevivir a
Percy.
-Déle recuerdos a Melinda –dije-. Y no se coma el coco. Es muy probable que no tenga
nada mas que migrañas.
Ojalá -dijo y sus labios esbozaron una sonrisa que me dirigía una mirada temerosa. La
combinación de las dos expresiones resultaba truculenta.
Regresé al bloque E a comenzar una nueva jornada. Había que leer y escribir papeles,
limpiar suelos, servir comidas, preparar las actividades para la semana siguiente... organizar
centenares de cosas. Pero sobre todo había que esperar. En las prisiones ésa es la actividad
fundamental. Esperar a que Eduard Delacroix recorriera el pasillo de la muerte, esperar la
llegada de William Wharton con su mueca de odio y su tatuaje de «Billy el Niño» y,
especialmente, esperar a que Percy Wetmore desapareciera de mi vida.
7
El ratón de Delacroix era uno de los grandes misterios de la vida. Antes de aquel verano,
nunca había visto ninguno en el bloque E y jamás volví a ver uno después de aquel otoño,
cuando Delacroix abandonó el mundo en una cálida y tormentosa noche de octubre. Lo hizo
de una forma tan indescriptible que casi no me atrevo a recordar la escena. Delacroix afirmaba
que había amaestrado a su ratón -que comenzó su vida entre nosotros como « WiIIie, el del
barco de vapor »- pero yo creo que era al revés. Dean Stanton y Bruto estaban de acuerdo
conmigo. Ambos se encontraban allí la noche en que apareció ei ratón y, como decía Bruto:
«Ese bicho ya estaba medio domesticado y era mucho más listo que el francés que se creía su
dueño.»
Dean y yo nos hallábamos en mi despacho revisando el archivo dél año anterior y
preparándonos para escribir cartas de seguimiento a los testigos de cinco ejecuciones y luego
cartas de seguimiento a las cartas de seguimiento, hasta sumar un total de veintinueve. Lo que
queríamos saber, fundamentalmente, era si estaban satisfechos con el servicio. Sé que suena
morboso, pero era un punto importante. En su calidad de contribuyentes, eran nuestros
clientes, al margen de las características peculiares del servicio. Un hombre o una mujer que
acuden a una ejecución a medianoche tienen que tener una razón importante para estar allí,
una necesidad especial, y para que la ejecución sirva de algo esa necesidad debe ser satisfecha.
Habían vivido una pesadilla, y el objeto de la ejecución era demostrarles que la pesadilla había
terminado. Quizá diese resultado; al menos en ciertos casos.
-¡Eh! -gritó Bruto desde el otro lado de la puerta, sentado tras el escritorio de guardia-. ¡Eh,
vosotros! ¡Venid aquí!
Dean y yo nos miramos con idéntica expresión de alarma, pensando que tal vez les hubiera
ocurrido algo al indio de Oklahoma (se llamaba Arlen Bitterbuck, pero nosotros lo
llamábamos el Cacique, y Harry Terwilliger Jefe Queso de Cabra, porque aseguraba que olía a
algo semejante) o al tipo que llamábamos el Presidente. Pero de repente Bruto se echó a reír y
los dos corrimos a ver qué pasaba. Reírse en el bloque E era casi tan irreverente como reír en
misa.
El viejo Tuu-Tuu, el preso de confianza que en aquel entonces llevaba el carrito de la
comida, había pasado con su surtido de delicias y Bruto había acumulado provisiones para la
noche: tres bocadillos, dos gaseosas y un par de empanadillas.
También había una ensalada de patatas, indudablemente robada de la cocina de la prisión, a la
que se suponía que Tuu no tenía acceso. El registro del día estaba abierto sobre la mesa y era
un milagro que Bruto todavía no lo hubiese manchado. Claro que acababa de empezar a
comer.
-¿Qué? -preguntó Dean-. ¿Qué pasa?
-Parece que este año el estado no repara en gastos y ha contratado a un nuevo carcelero
-dijo Bruto sin dejar de reír-. Mirad eso.
Señaló el ratón. Yo también reí, y Dean me imitó. Era inevitable, porque aquel ratón tenía
exactamente ci mismo aspecto de un guardia que hace su ronda cada quince minutos: un
diminuto guardia peludo que se aseguraba de que nadie intentara escapar o suicidarse. Corría
por el pasillo de la muerte en dirección a nosotros, se detenía por un instante y volvía la
cabeza a uno y otro lado como si controlase las celdas. Luego avanzaba otro trecho y repetía la
operación. Los ronquidos de los presos, que dormían profundamente a pesar de nuestras
carcajadas, hacían que la situación pareciera aún más cómica.
Era un ratoncillo marrón perfectamente vulgar, excepto por su forma de vigilar las celdas.
Incluso se escabulló dentro de un par de ellas con una habilidad que seguramente envidiarían
los condenados pasados y presentes. Claro que a los presidiarios les interesaría salir, en lugar
de entrar.
El ratón no entró en ninguna de las dos celdas ocupadas, sólo en las vacías, y por fin llegó
muy cerca de nosotros. Yo esperaba que se volviera, pero no lo hizo. No parecía tememos en
absoluto.
-No es normal que un ratón se acerque a la gente de ese modo -observó Dean con cierto
nerviosismo-. Quizá tenga la rabia.
-¡Vaya! -exclamó Bruto masticando un bocadillo de carne enlatada-. El gran experto en
ratones. El Maestro de los Ratones. ¿Acaso ves que le salga espuma de la boca?
-Ni siquiera le veo la boca -respondió Dean, y volvimos a reir.
Yo tampoco podía verle la boca, pero sí las pequeñas cuentas oscuras de los ojos, que no
parecían enajenados ni rabiosos. De hecho, el ratón tenía una mirada curiosa e inteligente. He
acompañado a la muerte a hombres que, a pesar de su alma supuestamente inmortal, eran más
tontos que aquel ratón.
El ratón avanzó por el pasillo y se detuvo a menos de un metro de distancia del escritorio
de guardia, que no era un mueble bonito, como quizá imagináis, sino una mesa similar a las
que usaban los profesores del instituto local. Al llegar a aquel punto se sentó con la cola
enroscada entre las patas, tan elegante como una anciana que se acomoda la falda.
De repente dejé de reír y sentí que un frío extraño me calaba los huesos. Me gustaría decir
que no sé por qué tuve esa sensación -a nadie le gusta explicar algo que hace que se sienta o
parezca ridículo-, pero lo sé, y si estoy dispuesto a contar la verdad sobre el resto de los
acontecimientos supongo que también puedo confesar esto. Por un instante imaginé que era
ese ratón, no un guardia sino un vulgar convicto del pasillo de la muerte, convicto y
condenado pero aun así capaz de mirar con valentía el escritorio que parecía estar a kilómetros
de distancia (como sin duda veremos el trono de Dios en el momento del juicio final) y a los
gigantes de voces graves y uniforme azul sentados al otro lado. Gigantes que disparaban a los
de su especie con pistolas, les pegaban escobazos o les tendían trampas para romperles el
pescuezo mientras ellos trepaban cuidadosamente a mordisquear el queso dejado como
señuelo sobre la pequeña placa de cobre.
Junto al escritorio de recepción no había ninguna escoba, pero sí un cubo y un mocho. Yo
me había ocupado de fregar el suelo verde de linóleo y las seis celdas antes de sentarme con
Dean delante de los archivos. Noté que Dean estaba a punto de echar mano del mocho y le
cogí la muneca Justo cuando sus dedos rozaban el delgado mango de madera.
-Déjalo en paz -dije.
Dean se encogió de hombros y retiró la mano. Tuve la sensación de que tenía tan pocas
ganas de espantar al ratón como yo.
Bruto partió un trozo pequeño de su bocadillo de carne, lo cogió delicadamente entre dos
dedos y lo tendió delante del escritorio. El ratón miró hacia arriba con mayor interés, como si
supiera exactamente de qué se trataba. Quizá lo supiera, pues lo vi mover los bigotes y arrugar
el hocico.
-¡No, Bruto! -exclamó Dean y se volvió hacia mí-. No dejes que haga eso, Paul. Si
alimenta a ese maldito bicho acabaremos tendiéndole una alfombra a cualquier ser de cuatro
patas.
-Sólo quiero ver qué hace -explicó Bruto-. Simple interés científico.
Me miró. Después de todo yo era el jefe, incluso cuando se trataba de resolver pequeñas
desviaciones de la rutina como aquélla. Reflexioné por un instante y me encogí de hombros,
como si me diera igual una cosa que otra. La verdad es que yo también sentía cierta curiosidad
por ver qué hacía el ratón.
Desde luego, se lo comió. Después de todo, estábamos en los tiempos de la Depresión.
Pero la forma en que lo hizo fue lo que más nos llamó la atención. Se aproximó al trozo de
bocadillo, lo olfateó y luego se levantó en dos patas igual que un perro amaestrado, lo cogió y
separó el pan para comerse la carne. Todo con los modales pausados y precisos de un hombre
que da cuenta de un buen plato de carne asada en su restaurante favorito. Pero no nos quitó la
vista de encima mientras comia.
-O es muy listo o está muerto de hambre -dijo una voz nueva. Era Bitterbuck. Había
despertado y estaba junto a los barrotes de la celda, vestido únicamente con un par de
calzoncillos anchos.
Tenía un cigarrillo en la mano derecha, entre los nudillos de los dedos índice y corazón, y
el pelo gris acerado le caía sobre los hombros -antaño quizá musculosos, pero ahora bastante
flácidos- en un par de trenzas.
-¿Conoces algún sabio proverbio indio sobre los ratones, Cacique? -preguntó Bruto
mirando comer al ratón.
Todos estábamos fascinados por la forma en que el animalito sostenía el trozo de carne
enlatada entre las patas delanteras. De vez en cuando lo hacía girar o se detenía a contemplarlo
como si lo admirase.
-No -respondió Bitterbuck-. Una vez conocí a un guerrero con un par de guantes que según
él eran de piel de ratón, pero no me lo creí. -Rió, como si hubiera contado un chiste, y se
apartó de los barrotes. Oímos el crujido de la cama cuando volvió a tenderse.
Aquel sonido fue como una señal para que el ratón se marchara. Terminó de comer el
trozo de carne que tenía entre las patas, olfateó lo que quedaba (en su mayor parte pan
empapado en mostaza) y volvió a mirarnos, como si quisiera recordar nuestras caras por si
volvía a topar con nosotros. Luego dio media vuelta y corrió por donde había venido, esta vez
sin detenerse a controlar las celdas. Su prisa me recordó al conejo blanco de Alicia en el país
de las maravillas, y sonreí. No se detuvo en la puerta de la celda de seguridad, pero desapareció
por debajo de ella. La celda de seguridad tenía paredes acolchadas para la gente con la
sesera blanda. Cuando no la usábamos, guardábamos allí los utensilios de limpieza y algunos
libros (casi todas novelas del Oeste de Clarence Mulford, pero también una historieta ilustrada
de Popeye -que sólo cogíamos en ocasiones especiales- donde el propio Popeye, Bruto, e
incluso Cocoliso, el fanático de las hamburguesas, se turnaban para besuquear a Olivia).
También había material de artesanía, incluidos los lápices de cera que más tarde usaría
Delacroix. No es que entonces el tipo fuese un problema; recordad que todo esto sucedió
antes.
Además, en la celda de seguridad había una camisa que nadie quería usar: blanca,
confeccionada en lona blanca reforzada y con botones, presillas y hebillas en la espalda.
Todos sabíamos cómo inmovilizar en un santiamén con aquella camisa a un muchacho
travieso. Nuestros muchachos descarriados no solían ponerse violentos, pero cuando lo hacían,
no esperábamos que la situación mejorara por sí sola.
Bruto abrió el cajón del escritorio y sacó el libro encuadernado en cuero con la palabra
«VISITAS» grabada en letras doradas en la tapa. Por lo general, aquel libro permanecía meses
enteros dentro del cajón. Cuando un prisionero tenía visita -a menos que fuera su abogado o el
sacerdote- se lo llevaba a una sala reservada para ese uso. La llamábamos la Galería, aunque
no sé por qué.
-¿Qué demonios haces? -preguntó Dean Stanton, mirando por encima de sus gafas cómo
Bruto abría el libro y lo hojeaba, pasando las visitas de presos que ya habían muerto.
-Cumplir con la ordenanza número diecinueve -respondió Bruto, buscando la página
correspondiente a la fecha del día.
Cogió un lápiz, chupó la punta -una desagradable costumbre que se resistía a abandonar- y se
preparó para escribir. La ordenanza diecinueve decía exactamente: «Todo visitante del bloque
E debe llevar un pase y su presencia debe quedar registrada sin excepciones.»
-Se ha vuelto loco -dijo Dean volviéndose hacia mi.
-No nos enseñó el pase, pero por esta vez lo dejaré pasar -dijo Bruto. Volvió a chupar la
punta del lápiz y escribió 21.49 en la columna correspondiente a «Hora de entrada».
-Desde luego –dije-. Seguro que los jefes hacen una excepción con los ratones.
-Claro que sí -asintió Bruto-. No tiene bolsillos donde abrocharse el pase.
Se volvió para mirar el reloj colgado en la pared, detrás del escritorio, y apuntó 22.10 en la
columna de «Hora de salida». La casilla más grande entre los dos números rezaba «Nombre
del visitante». Después de un instante de reflexión -quizá dedicado a resolver sus problemas
con la ortografía, pues estoy seguro de que ya sabía qué debía escribir- Brutus Howel escribió
«Willie, el del barco de vapor», que era el mote que todo el mundo daba a Mickey Mouse en
aquellos días. Quizá se debiera al primer dibujo animado hablado del ratón, donde el anímalito
hacía girar los ojos, balanceaba las caderas y tiraba del cordón de la sirena en la timonera de
un barco de vapor.
-Ya está -dijo Bruto cerrando el libro y guardándolo luego en el cajón-. Todo arreglado.
Yo reí, pero Dean, que se tomaba con seriedad incluso las bromas más evidentes, se
limpiaba las gafas con nerviosismo y expresión ceñuda.
-Si alguien ve eso, tendrás problemas. -Vaciló y añadió-: Sobre todo si lo ve la persona
equivocada. -Volvió a vacilar, mirando alrededor como si temiera que las paredes tuvieran
oídos, y concluyó-: Alguien como Percy Lameculos Wetmore.
-Bah -dijo Bruto-. El día que Percy Wetmore ponga sus asquerosas garras sobre esta mesa,
dimitire.
-No tendrás necesidad de hacerlo -señaló Dean-. Te echarán por hacer bromas en el libro
de visitas en cuanto Percy se lo cuente a la persona indicada. Y lo hará. Sabes que lo hará.
Bruto lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Supuse que esa misma noche borraría
lo que había escrito. Y si no lo hacía él, lo haría yo.
La noche siguiente, después de acompañar a Bitterbuck y al Presidente al bloque D, donde
duchábamos a nuestro grupo después de encerrar a los reclusos normales, Bruto me preguntó
si debíamos buscar a Willie en la celda de seguridad.
-Creo que sí -dije.
La noche anterior nos habíamos divertido con el ratón, pero sabía que si Bruto y yo lo
encontrábamos en la celda -sobre todo si descubríamos que había comenzado a abrir una
ratonera en una de las paredes acolchadas- lo mataríamos. Mejor matar al pionero, por
divertido que éste fuera, que tener que lidiar luego con sus seguidores. Y no necesito deciros
que ninguno de los dos tendría demasiados escrúpulos a la hora de asesinar a un ratón. Al fin y
al cabo, el gobierno nos pagaba para que matáramos ratas.
Pero aquella noche no encontramos a Willie, el del barco de vapor -más tarde conocido
como Cascabel- ni en las paredes acolchadas ni detrás de ninguno de los trastos que sacamos
al pasillo. De hecho, allí dentro había mucha más basura de la que yo esperaba, quizá porque
hacía tiempo que no usábamos la celda. Eso cambiaría con la llegada de William Wharton,
pero, naturalmente, entonces aún no lo sabíamos. Por suerte.
-¿Dónde se habrá metido? -preguntó Bruto al fin, secándose el sudor de la nuca con un
pañuelo azul-. No hay agujeros, ni grietas... Está eso, por supuesto, pero... -Señaló una rejilla
en el suelo por donde podría haberse escabullido, pero debajo había una finísima tela metálica
que no hubiera permitido el paso de una mosca-. ¿Cómo entró? Y ¿cómo salió?
-Ni idea -respondí.
-Porque entró aquí, ¿verdad? Los tres lo vimos.
-Sí, pasó por debajo de la puerta. Habrá tenido que encogerse un poco, pero lo hizo.
-¡Por el Altísimo! -exclamó Bruto, una expresión que sonaba extrana viniendo de un tipo
tan alto como él-. Es una suerte que los presos no puedan encogerse de ese modo, ¿verdad?
-Ya lo creo -respondí, echando un último vistazo a las paredes acolchadas con la
esperanza de encontrar un agujero, una grieta o algo por el estilo. No había nada semejante-.
Bueno, vámonos.
Willie, el del barco de vapor, reapareció tres noches después, cuando Harry Terwilliger
estaba en la mesa de guardia. Percy también se encontraba de guardia y persiguió al ratón por
todo el pasillo con el mismo mocho que Dean había tenido intención de usar. El roedor lo
esquivó con facilidad y se escabullé victorioso debajo de la puerta de la celda de seguridad.
Maldiciendo a voz en cuello, Percy abrió la puerta y volvió a sacar todos los trastos. Según
dijo Harry, fue una escena aterradora y graciosa al mismo tiempo. Percy juraba que iba a
coger al maldito ratón y a arrancarle de cuajo la asquerosa cabeza, pero no lo hizo, desde luego.
Media hora más tarde volvió a la mesa de guardia, sudoroso y desaliñado, con la camisa
del uniforme fuera de los pantalones. Se apartó el pelo de los ojos y le dijo a Harry -que
durante todo el incidente había permanecido leyendo tranquilamente- que iba a poner un
burlete de goma debajo de la puerta para solucionar el problema.
-Lo que te parezca mejor, Percy -respondió Harry, pasando la página de la novela que
estaba leyendo. Supuso que Percy se olvidaría de cerrar el intersticio de debajo de la puerta, y
tenía razón.
8
A finales del invierno, mucho después de estos episodios, Bruto vino a buscarme una
noche en que estábamos los dos solos. El bloque E se hallaba temporalmente vacío y los
demás guardias habían sido asignados a otras tareas. Percy ya se había marchado a Briar
Ridge.
-Ven aquí -dijo Bruto con una voz tan chillona y graciosa que hizo que levantase la cabeza
de inmediato. Aquella noche caía una fina cellizca y yo, que acababa de llegar de la calle,
estaba sacudiendo mi chaqueta antes de colgarla.
-¿Algún problema? -pregunté.
-No –dijo-, pero he descubierto por dónde entraba y salía Cascabel. Me refiero al sitio por
donde entró la primera vez, antes de que Delacroix lo adoptara. ¿Quieres verlo?
Por supuesto que quería. Lo seguí por el pasillo de la muerte hasta la celda de seguridad.
Todos los trastos que guardábamos allí estaban en el pasillo. Era obvio que Bruto había
aprovechado la ausencia de huéspedes para hacer limpieza general. La puerta estaba abierta y
vi el cubo y el mocho dentro. El suelo, del mismo y nauseabundo color verdoso del pasillo, se
secaba por franjas. En medio de la habitación estaba la escalera que solíamos guardar en el
almacén, que también era la última parada de los condenados. En el peldaño superior de la
escalera había un tablón de madera, como el que usan los obreros para apoyar las herramientas
o el bote de pintura mientras trabajan. En este caso, encima del tablón había una linterna, y
Bruto me la paso.
-Sube. Eres más bajo que yo, así que tendrás que llegar casi arriba del todo, pero yo te
sujetaré las piernas.
-Tengo las piernas algo enclenques -dije mientras comenzaba a subir-. Sobre todo las
rodillas.
-Lo tendré en cuenta.
-Bien -dije-, porque romperme una cadera sería un precio demasiado alto para descubrir la
madriguera de un ratón.
-¿Qué?
-Olvídalo. -Mi cabeza rozaba la lámpara colgada en el centro del techo y sentía la escalera
balancearse precariamente bajo mi peso. También oía rugir ci viento invernal en el exterior del
edificio-. No me sueltes.
-No te preocupes, te tengo. -Agarró mis pantorrillas con fuerza y subí otro escalón. Ahora
mi cabeza estaba a menos de treinta centímetros del techo y veía las telarañas que un par de
arañas laboriosas habían tejido en las juntas de las vigas. Apunté con la linterna, pero no vi
nada que mereciera el riesgo que estaba corriendo.
-No, jefe -dijo Bruto-. Estás mirando demasiado lejos. Mira a la izquierda, en la unión de
esas dos vigas. ¿La ves? Una está algo descolorida.
-Las veo.
-Apunta la luz a la junta.
Lo hice y de inmediato descubrí a qué se refería. Las vigas estaban sujetas con media
docena de tarugos y faltaba uno, dejando un agujero negro y circular del tamaño de una
moneda de veinticinco centavos. Lo miré y luego me volví hacia Bruto con cuidado.
-El ratón era pequeño –dijo-, ¿pero tanto? Hombre, no lo creo.
-Se fue por ahí -dijo Bruto-. Está más claro que el agua.
-Yo no lo veo tan claro.
-Acércate y huele. No te preocupes, te tengo bien sujeto.
Obedecí. Me cogí de una de las vigas con la mano izquierda y me sentí mejor al hacerlo.
El viento soplaba otra vez en el exterior y sentía una ráfaga de aire procedente del agujero.
Podía oler el característico aroma de una noche de invierno en el sur... pero también algo más.
Olía a menta.
Recordé la voz quebrada de Delacroix diciendo «No deje que le pase nada a Cascabel».
Aún podía oírla y sentir el calor del cuerpo del ratón mientras el francés me lo entregaba. Era
sólo un ratón, más listo que la mayor parte de los miembros de su especie, pero un ratón de
cabo a rabo. «No deje que ese maldito cerdo le haga daño a mi ratón», había dicho, y yo le
había prometido que no lo permitiría, como siempre prometía a los condenados lo que querían
cuando recorrer los pasillos de la muerte dejaba de ser un mito o una hipótesis para convertirse
en una realidad ineludible. ¿Me pedían que enviara una carta a un hermano que no habían visto
en veinte años? Lo prometía. ¿Me pedían que rezara quince avemarías por su alma? Lo
prometía. ¿Me pedían que los dejara morir con el nombre espiritual y que grabara ese mismo
nombre en sus tumbas? Lo prometía. Era la forma de que aceptaran recorrer el pasillo sin
causar problemas, la forma de sentarlos en la silla situada al fondo sin que perdieran la razón.
Naturalmente, no podía cumplir con todas las promesas, pero sí cumplí con la que le hice a
Delacroix. El pobre había pagado su crimen con creces. El maldito cerdo no había vuelto a
hacerle daño al ratón, pero se había desquitado a gusto con Delacroix. Sé muy bien lo que había
hecho el francés, pero nadie merece lo que le pasó a Eduard Delacroix cuando se sentó en
el feroz regazo de la Freidora.
En aquel agujero olía a menta. A menta y a algo más.
Extraje una pluma del bolsillo de mi chaqueta con la mano derecha, sin dejar de sujetarme a la
viga con la izquierda y olvidando las cosquillas que Bruto me hacía involuntariamente en mis
sensibles rodillas. Le quité el capuchón a la pluma con una sola mano, luego metí la punta en
el orificio y saqué algo. Era una pequeña astilla de madera pintada de color amarillo chillón.
Entonces volví a oír la voz de Delacroix, esta vez con tanta claridad como si el francés
estuviera con nosotros en la celda, la misma celda donde William Wharton había pasado tanto
tiempo.
«¡Eh, muchachos! -dijo en esta ocasión la voz, la voz risueña y asombrada de un hombre
que ha olvidado, al menos por un momento, dónde estaba y lo que le aguardaba-. Vengan a
ver lo que es capaz de hacer Cascabel. »
-Cielos -murmuré. Me había quedado sin aliento.
-Has encontrado otra, ¿verdad? -pregunto Bruto-. Yo encontré tres o cuatro.
Bajé y proyecté la luz de la linterna sobre la mano grande y abierta del guardia. Me
mostraba varias astillas de colores que parecían un juego de palitos chinos para enanos. Dos
eran amarillas, como la que había encontrado yo, una verde y otra roja. No estaban pintadas
sino coloreadas con lápices de cera.
-¡Vaya, chico! -dije en voz baja y temblorosa-. ¿Qué hacían allí arriba?
-Cuando yo era pequeño, no era corpulento como ahora -dijo Bruto-. Crecí sobre todo
entre los quince y los diecisiete años. Hasta entonces era un renacuajo. Y la primera vez que
fui a la escuela me sentí pequeño como... bueno, como un ratón. Estaba asustadísimo. ¿Y
sabes lo que hice?
Sacudí la cabeza. Fuera sopló otra racha de aire y en los ángulos formados por las vigas las
telarañas se movieron suavemente, como si fueran hilos de encaje podrido. Nunca había
estado en un sitio tan lúgubre, y en aquel momento, mirando las astillas del carrete que tantos
problemas había causado, mi cabeza comprendió lo que el corazón me decía desde que John
Coffey había recorrido el pasillo de la muerte: no podría seguir mucho tiempo en aquel
empleo. Con Depresión o sin ella, no podría ver a muchos más hombres dirigirse desde mi
despacho hacia la muerte.
-Le pedí un pañuelo a mi madre -continuo Bruto-. Así, cuando me sentía pequeño y
asustado podía oler su perfume para no sentirme tan mal.
-¿Crees que ese ratón arrancó algunas astillas del carrete para recordar a Delacroix?
¿Acaso piensas que un raton...?
Alzó la vista y por un instante me pareció ver lágrimas en sus ojos, aunque quizá fuese una
ilusión óptica.
-No digo nada, Paul, pero las encontré allí arriba y olí a menta, igual que tú. Y no puedo
seguir haciendo esto. No pienso seguir haciéndolo. Si veo a un solo hombre más en esa silla,
me moriré. El lunes voy a pedir el traslado al correccional de menores. Si lo consigo, bien; si
no, dimitiré y volveré a dedicarme a la agricultura.
-¿Alguna vez cultivaste algo más que piedras?
-No me importa.
-Ya lo sé -dije-: Creo que haré lo mismo que tu.
Me miró fijamente para asegurarse de que no le tomaba el pelo, y luego hizo un gesto
afirmativo con la cabeza, como si la cuestión hubiera quedado zanjada. El viento volvió a
soplar, esta vez con suficiente fuerza para hacer crujir las vigas, y ambos miramos con
inquietud las paredes acolchadas. Creo que por un instante ambos pudimos oír a William
Wharton -no Billy el Niño, sino el Salvaje Bill, como lo habíamos llamado desde el día en que
entró en el bloque- gritando y riendo, diciéndonos que nos alegraríamos de librarnos de él, que
nunca lo olvidaríamos. Y tenía razón.
Bruto y yo respetamos el acuerdo al que llegamos aquella noche en la celda de seguridad.
Fue como un juramento solemne sobre las pequeñas astillas de colores. Ninguno de los dos
volvió a participar en una ejecución. La de John Coffey fue la última.
CONTINUARÁ...

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