LA MUJER LOBA
Frederick Marryat
I
Antes del mediodía Philip y Krantz habían embarcado, haciéndose a la
vela en la piragua.
No tuvieron dificultades en mantener el curso, pues las islas durante el
día y las claras estrellas por la noche eran su brújula. Cierto que no
siguieron la ruta más directa, pero si la más segura, aprovechando las aguas
calmadas y más bien ganando terreno hacia el norte que hacia el oeste. En
muchas ocasiones los persiguieron los praos malayos que infestaban las
islas, pero hallaron seguridad en la rapidez de su breve embarcación; a decir
verdad, y hablando de lo que ocurría en general, los piratas abandonaban la
caza en cuanto notaban la pequeñez del velero, pues suponían obtener de él
muy poco o ningún botín.
Una mañana, mientras navegaban entre las islas con menos viento del
acostumbrado, Philip observó:
—Krantz, dijiste que en tu vida, o en relación con ella, hubo sucesos
que corroboran el misterioso relato que te confié. ¿No me dirás a qué te
referías?
—Desde luego que sí —respondió Krantz—. A menudo pensé hacerlo,
pero una u otra circunstancia me lo ha impedido hasta ahora. Sin embargo,
ésta es una buena oportunidad. Por tanto, prepárate a escuchar una historia
extraña, quizás tan extraña como la tuya. Doy por hecho —agregó Krantz—
que has oído hablar de las montañas Hartz.
—Nunca oí hablar de ellas, que recuerde —respondió Philip— pero sí leí
sobre ellas en algún libro, y de las extrañas cosas allí ocurridas.
—En verdad que es una región salvaje —comentó Krantz—, y se
cuentan de ella muchos casos extraños; pero por extraños que sean, tengo
buenas razones para suponerlos ciertos.
Mi padre no nació en las montañas Hartz, ni fue en un principio
habitante de ellas; era siervo de un noble húngaro que tenía grandes
posesiones en Transilvania; ahora bien, aunque siervo, de ninguna manera
era mi padre un hombre pobre o analfabeta. Por el contrario, tenía riquezas,
siendo tales su inteligencia y su respetabilidad, que el amo lo había elevado
al cargo de administrador. Pero quien siervo nace siervo permanece, aunque
acumule riquezas: ésa era la condición de mi padre. Llevaba casado unos
cinco años, y de aquel matrimonio nacieron tres hijos, mi hermano mayor
César, yo mismo (Herman) y una hermana llamada Marcela. Como bien
sabes, Philip, el latín sigue siendo la lengua que se habla en aquel país, lo
que explica la sonoridad de nuestros nombres. Era mi madre una mujer muy
bella, por desgracia más bella que virtuosa. Viola y admiróla el señor de
aquellas tierras, quien envió a mi padre en alguna misión. Durante su
ausencia mi madre, halagada por las atenciones y conquistada por la
asiduidad del noble, cedió a los deseos de éste. Sucedió que mi padre volvió
antes de lo esperado y descubrió la intriga. No había dudas del vergonzoso
acto de mi madre ¡pues la sorprendió en compañía de su seductor! Llevado
por la impetuosidad de sus sentimientos, mi padre esperó la oportunidad de
un nuevo encuentro entre aquéllos, y asesinó a la esposa y al amante.
Consciente de que, como siervo, ni siquiera la ofensa recibida iba a servirle
para justificar su conducta, con toda rapidez reunió cuanto dinero pudo y,
por encontrarnos entonces en lo más duro del invierno, ató sus caballos al
trineo, tomó a sus hijos y partió mediada la noche; se encontraba muy lejos
cuando se supo del trágico suceso. Seguro de que lo perseguirían y de que
ninguna oportunidad tendría de escapar, ni de permanecer en alguna parte
de su país nativo (donde podían echarle mano las autoridades), mantuvo su
huída sin descanso ninguno hasta enterrarse en los vericuetos y el
aislamiento de las montañas Hartz. Desde luego, todo lo que te he dicho lo
supe después. Mis recuerdos más antiguos están unidos a una cabaña tosca,
pero cómoda, donde viví con mi padre y mis hermanos. Estaba en los
confines de uno de esos vastos bosques que cubren la parte norte de
Alemania; tenía alrededor unos cuantos acres de terreno despejado que mi
padre cultivaba durante los meses de verano y que, si bien daban una
cosecha magra, bastaban para nuestro mantenimiento. En el invierno
pasábamos mucho del tiempo puertas adentro, pues quedábamos solos
mientras mi padre iba de caza, y en esa estación los lobos merodeaban sin
cesar. Mi padre había comprado la cabaña y el terreno circundante de uno
de aquellos rudos montañeses, quienes se ganaban la vida en parte cazando
y en parte fabricando carbón, cuyo propósito era separar el mineral obtenido
de unas minas cercanas; distaba unas dos millas de todo sitio habitado.
Puedo en este momento traer a mi mente aquel paisaje; los altos pinos que
montaña arriba se levantaban por encima de nosotros, la amplia extensión
del bosque a nuestros pies, las copas y las ramas superiores de cuyos
árboles mirábamos desde nuestra cabaña, según la montaña descendía
rápidamente hasta el valle distante. En verano la perspectiva era muy bella,
pero en el severo invierno era difícil imaginar un escenario más desolado.
Dije que, en invierno, mi padre se ocupaba en la caza. Todos los días
nos dejaba, y a menudo atrancaba la puerta, de modo que no pudiéramos
abandonar la cabaña. Nadie tenía que lo ayudara o cuidara de nosotros; de
hecho, nada fácil era encontrar una sirvienta que aceptara vivir en aquella
soledad. Pero incluso de haber encontrado alguna, mi padre no la habría
aceptado, pues lo marcaba un horror hacia tal sexo, como lo probaba
claramente la diferencia de trato hacia nosotros, sus dos hijos, y hacia mi
pobre hermana Marcela. Has de suponer que nos descuidaba tristemente; en
verdad, mucho sufríamos, pues mi padre, temeroso de que algún daño
pudiera ocurrirnos, ningún combustible nos dejaba cuando partía de la
cabaña, y por tanto, estábamos obligados a enterrarnos bajo un montón de
pieles de oso, y allí mantenernos tan abrigados como era posible hasta su
L a Mujer Loba F rederick Marryat
regreso al anochecer, cuando un fuego poderoso nos deleitaba. Quizás
parezca extraño que mi padre eligiera ese tipo de vida, pero lo cierto es que
le resultaba imposible estar tranquilo; fuera el remordimiento por el crimen
cometido, la miseria derivada de su cambio de situación o ambos
combinados, nunca sentía felicidad a menos de estar activo. Pero los niños,
cuando tanto se los deja a la soledad, desarrollan una capacidad de reflexión
desusada a sus años. Así ocurrió con nosotros. Durante los cortos días de
invierno nos sentábamos silenciosos, nostálgicos de las felices horas cuando
la nieve se derrite y las hojas brotan, cuando las aves comienzan a cantar y
nosotros recobrábamos la libertad.
Tal fue el peculiar tipo de vida llevado hasta que mi hermano César
cumplió nueve años, siete yo y cinco mi hermana, momento en el cual
ocurrieron las circunstancias que sirven de base al relato extraordinario que
estoy por contarte.
Un anochecer mi padre regresó a casa más tarde de lo acostumbrado;
ninguna fortuna había tenido y, siendo muy severo el tiempo y habiendo
sobre la tierra muchos pies de nieve, no sólo tenía mucho frío, sino que
venía de muy mal humor. Había traído leña, y nosotros tres ayudábamos
con gusto a soplar sobre las ascuas para levantar un buen fuego cuando
tomó a la pobre Marcela por un brazo y la apartó de un empellón; la
pequeña, al caer, se golpeó la boca y sangró profusamente. Mi hermano
corrió a levantarla. Acostumbrada al mal trato, temerosa de mi padre, no se
atrevió a llorar, pero sí lo miraba al rostro con suma lástima. Mi padre, tras
acercar su banquillo al hogar, murmuró algo criticando a las mujeres, y se
ocupó en mantener el fuego, que tanto mi hermano como yo descuidáramos
al ver el trato cruel dado a nuestra hermana. Llamas alegres fueron el
pronto resultado de sus esfuerzos, pero, en contra de lo acostumbrado, no
rodeamos aquel fuego. Marcela, sangrando aún, se apartó a un rincón y al
lado de ella nos sentamos mi hermano y yo, mientras mi padre, lúgubre y
solitario, se inclinaba sobre la fogata. Media hora llevábamos en aquella
posición cuando el aullido de un lobo, cercano a la ventana, llegó a nuestros
oídos. Sobresaltado, mi padre tomó su escopeta; repitióse el aullido; tras
examinar el cebo, salió presuroso de la cabaña, cerrando la puerta tras sí.
Esperamos (con oír ansioso), pues pensábamos que si lograba matar al lobo,
regresaría de mejor humor; y aunque era duro con nosotros, en especial con
mi hermanita, lo amábamos, y gustábamos de verlo alegre y feliz, pues ¿a
qué otra cosa podíamos aspirar? Y bien puedo comentar aquí que jamás
hubo tres niños que más se quisieran; a diferencia de otros, no peleábamos
ni discutíamos; y si, de casualidad, surgía algún desacuerdo entre mi
hermano y yo, la pequeña Marcela corría hasta nosotros y, con besos y
ruegos, sellaba entre nosotros la paz. Marcela era una chiquilla cariñosa y
amable e incluso me es fácil recordar sus bellos rasgos. ¡Ay, pobre Marcela!
—¿Está muerta entonces? —preguntó Philip.
—¡Muerta! ¡Sí, lo está! Pero ¿cómo murió? Mas no debo anticiparme,
Philip. Déjame seguir con mi relato.
Esperamos un tiempo, pero no llegó a nosotros disparo alguno de la
escopeta y mi hermano dijo: "Nuestro padre va en persecución del lobo y no
volverá por un rato. Marcela, limpiemos la sangre de tu boca, dejemos este
rincón y calentémonos al fuego."
Así lo hicimos, y de esta manera esperamos hasta cerca de la media
noche, preguntándonos a cada momento, según transcurría el tiempo, por
qué no regresaba nuestro padre. No creíamos que estuviera en peligro, pero
sí pensamos que debió haber perseguido al lobo por un largo trecho. "Me
asomaré a ver si padre vuelve", dijo mi hermano César yendo a la puerta.
"Cuídate", pidió Marcela, "que los lobos deben andar cerca y no podemos
matarlos, hermano". César abrió la puerta con mucha cautela y sólo unas
cuantas pulgadas; miró fuera. "Nada veo", dijo al cabo de un tiempo y se
nos unió junto al fuego. "No hemos cenado", comenté, pues mi padre solía
cocinar la carne al volver a casa, y durante sus ausencias no teníamos sino
los restos del día anterior.
—Y si nuestro padre vuelve a casa tras la cacería, César —agregó
Marcela—, le agradará tener algo que comer; cocinemos para él y para
nosotros.
César subió al banquillo y descolgó un trozo de carne, no recuerdo si de
venado o de oso; cortamos la cantidad usual y procedimos a aderezarla, tal
como lo hacíamos guiados por nuestro padre. Ocupados estábamos
poniéndola en la fuente ante el fuego, esperando su llegada, cuando oímos
el sonido de un cuerno. Atendimos. Hubo un ruido fuera y un minuto
después entró mi padre, acompañado de una joven y de un hombre alto y
moreno vestido de cazador.
Quizás deba relatar aquí lo que vine a saber muchos años más tarde. Al
salir mi padre de la cabaña, percibió a unos treinta metros una gran loba
blanca. En cuanto el animal vio a mi padre, retrocedió lentamente, gruñendo
y amenazando. Mi padre lo siguió. El animal no corría, sino que se mantenía
siempre a cierta distancia. A mi padre no le gustaba disparar mientras no
estuviera seguro de que la bala cumpliera su misión; así continuaron por un
tiempo, la loba dejándolo en ocasiones muy atrás, para luego detenerse y
desafiarlo con gruñidos, volviendo luego a alejarse con rapidez cuando lo
veía acercarse.
Ansioso de matar al animal (ya que es muy raro encontrar un lobo
blanco), mi padre mantuvo la persecución por varias horas, tiempo durante
el cual ascendió por la montaña continuamente.
Debes saber, Philip, que en esas montañas hay lugares extraños, a los
que se supone y, como mi relato lo probará, con toda razón, habitados por
influencias malignas; son lugares muy conocidos por los cazadores, que
invariablemente los evitan. Pues bien, uno de esos lugares, un espacio
abierto en el bosque de pinos que estaba arriba de nuestra cabaña, le había
sido señalado a mi padre como peligroso en razón de lo expresado. No sé si
descreía aquellas historias extravagantes o si, impulsado por la excitante
persecución de la caza, las hizo de lado, pero lo cierto es que la loba blanca
lo condujo hasta aquel espacio abierto, y ahí pareció disminuir su velocidad.
Mi padre se acercó, quedó muy próximo a la bestia y se llevó la escopeta al
hombro; estaba por disparar cuando la loba desapareció de pronto.
Pensando que la nieve lo había engañado, bajó el arma para buscar al
animal, pero éste no apareció. Incapaz era mi padre de comprender cómo
pudo escapar la loba de aquel claro sin que él la viera. Mortificado por el
fracaso sufrido en aquella caza estaba por volver sobre sus pasos cuando
escuchó el distante sonido de un cuerno. El pasmo sentido ante aquel
sonido, a tal hora, en tal espesura le hizo olvidar por un momento su
decepción, y quedó clavado en el lugar. Al minuto se escuchó el cuerno una
segunda vez, a menor distancia. Inmóvil permaneció mi padre, escuchando.
Hubo un tercer toque. He olvidado el término empleado para expresarlo,
pero era la señal que, bien lo sabía mi padre, indicaba que alguien se
encontraba perdido en el bosque. En unos cuantos minutos vio que entraba
en el claro un hombre a caballo, con una mujer en la grupa, que se dirigía a
él al paso. En un principio en la mente de mi padre vinieron los extraños
relatos que había escuchado acerca de los seres sobrenaturales que, según
se decía, frecuentaban aquellas montañas. Pero el ver de cerca a quienes
venían, lo convenció de que eran tan mortales como él. En cuanto
estuvieron a su lado, el hombre que guiaba el caballo le habló. "Amigo
cazador, para fortuna nuestra anda tarde por aquí. De lejos venimos
cabalgando, y tememos por nuestras vidas, ya que se nos busca con afán.
Estas montañas nos permitieron eludir a nuestros perseguidores, pero si no
hallamos refugio y alimento, de poco nos valdrá, pues habremos de perecer
de hambre y debido a las inclemencias de la noche. Mi hija, que a mis
espaldas viene, está más muerta que viva. ¿No podría ayudarnos en
nuestras dificultades?"
—Mi cabaña se encuentra a unas millas de distancia —respondió mi
padre—. Poco tengo que ofrecer, excepto refugio del tiempo. Bienvenidos
son a lo poco que poseo. ¿Puedo preguntar de dónde vienen?
—No es ya ningún secreto, amigo. Escapamos de Transilvania, donde el
honor de mi hija y mi vida se encontraban por igual en peligro.
Bastó aquella información para despertar el interés en el corazón de mi
padre, quien recordó su propia huida. Recordó también el perdido honor de
la esposa y la tragedia con la cual iba unido. De inmediato, y lleno de
cordialidad, les ofreció toda ayuda que pudiera darles.
—Entonces, amable caballero, no hay tiempo que perder —observó el
jinete—. Mi hija está congelada por el frío, y no podrá resistir mucho más la
severidad del tiempo.
—Síganme —contestó mi padre, conduciéndolos hacia su hogar—. Me
trajo hasta aquí la persecución de una gran loba blanca —comentó luego—,
que vino a la ventana misma de mi cabaña; de otra manera, no hubiera
salido a esta hora de la noche.
—Esa criatura pasó a nuestro lado justo cuando salíamos del bosque —
dijo la mujer con voz argentina.
—Estuve por dispararle —observó el cazador—. Ya que prestó un
servicio tan bueno, me alegro de haberla dejado escapar.
Como en hora y media, tiempo durante el cual mi padre caminó con
paso rápido, el grupo llegó a la cabaña y, como dije antes, entró en ella.
—Al parecer, llegamos en el momento propicio —comentó el cazador
moreno al captar el olor de la carne asada; acercándose al fuego, nos
observó a mis hermanos y a mí—. Tiene usted aquí unos jóvenes cocineros,
Meinheer.
—Me alegra que no tengamos que esperar —contestó mi padre—.
Señora, siéntese al fuego; necesita usted calor tras esa cabalgata en el frío.
—¿Y dónde puedo guarecer mi caballo, Meinheer? —preguntó el
cazador.
—Yo me encargaré de él —respondió mi padre saliendo de la cabaña.
Sin embargo, es necesario describir a la mujer en detalle. Era joven,
como de unos veinte años de edad. Vestía ropa de viaje, profusamente
orlada de piel; llevaba en la cabeza un gorro de armiño blanco. Era de
facciones muy hermosas; al menos, así me lo pareció, y así lo declaró
después mi padre. Tenía un cabello blondo, sedoso, satinado y lustroso
como un espejo; su boca, aunque un tanto grande cuando abierta, dejaba
ver los dientes más brillantes que haya yo mirado. Algo en sus ojos,
refulgentes como eran, puso miedo en nosotros. Eran tan inquietos, tan
furtivos. En aquel entonces no pude explicar por qué, pero sentí que había
crueldad en ellos. Y cuando nos pidió que nos acercáramos, lo hicimos con
miedo y temblando. Pero era hermosa, muy hermosa. Nos habló con
amabilidad a mi hermano y a mí, pasándonos la mano por la cabeza y
acariciándonos. Marcela no quiso acercarse. Por el contrario, se escurrió
hasta la cama, allí se ocultó y no se acordó de la cena, que media hora antes
había esperado con tanta ansia.
Pronto regresó mi padre, tras poner el caballo en un cobertizo cerrado,
y se llevó la comida a la mesa. Terminada la cena, mi padre pidió a la joven
que ocupara la cama; él permanecería junto al fuego, en compañía del
cazador. Tras cierto titubeo por parte de ella, se aceptó el arreglo; mi
hermano y yo nos unimos a Marcela en la otra cama, porque hasta ese
momento seguíamos durmiendo juntos.
No pudimos dormir. Tan desusado era no sólo el ver extraños, sino el
que durmieran en la cabaña, que nos sentíamos perplejos. En cuanto a la
pobre Marcela, se mantenía callada, pero toda la noche estuvo temblando y
en ocasiones pensé que contenía el llanto. Mi padre había sacado algún licor
espirituoso, que rara vez consumía, y junto con el extraño cazador estuvo
frente al fuego bebiendo y hablando. Teníamos los oídos prestos a captar el
menor susurro, en tal medida se encontraba alertada nuestra curiosidad.
—¿Dice usted que viene de Transilvania? —preguntó mi padre.
—Así es, Meinheer —contestó el cazador—. Era un siervo de la noble
casa de... Mi amo insistía en que le satisficiera sus deseos cediéndole a mi
hija; terminando todo en que le cedí unas cuantas pulgadas de mi cuchillo
de caza.
—Somos compatriotas y hermanos de infortunio —comentó mi padre,
tomando la mano del cazador y apretándola con emoción.
—¿Habla en serio? ¿Es usted entonces de ese país?
—Sí, y tuve también que huir para salvar la vida. Pero mi historia es
muy triste.
—¿Cómo se llama usted? —inquirió el cazador
—Krantz.
—¡Cómo! ¿Krantz de...? Sé de su historia; no necesita remover dolores
repitiéndola. Sea bienvenido, de lo más bienvenido, Meinheer, y, si se me
permite decirlo, mi apreciado pariente. Soy Wilfred de Barnsdorf, primo de
usted en segundo grado —exclamó el cazador, levantándose y abrazando a
mi padre.
Llenaron sus cubiletes de cuerno hasta el borde mismo y bebieron a la
salud mutua, al estilo alemán. A partir de allí conversaron en voz baja; lo
único que sacamos en claro fue que nuestro pariente y su hija vivirían con
nosotros en la cabaña, al menos por un tiempo. Al cabo de una hora se
acomodaron en sus sillas y parecieron dormirse.
—Marcela, pequeña, ¿escuchaste? —preguntó mi hermano en voz baja.
—Sí —respondió ella en un susurro—, lo oí todo. ¡Ay, hermano, me es
imposible mirar a la mujer... me asusta mucho!
Nada respondió mi hermano y al poco tiempo los tres dormíamos
profundamente. Cuando despertamos, a la mañana siguiente, encontramos
que la hija del cazador se había levantado ya. Me pareció más bella que
nunca. Se acercó a Marcela y la acarició: la pequeña rompió en llanto, y
sollozaba como si estuviera por despedazársele el corazón.
Mas, para no entretenerme con una historia demasiado larga, diré que
el cazador y su hija hallaron acomodo en nuestra cabaña. Mi padre y el otro
salían de caza a diario, dejando a Cristina con nosotros. Se encargaba ella
de todos los quehaceres, y era muy amable con nosotros los niños; poco a
poco incluso el rechazo de la pequeña Marcela desapareció. En mi padre
ocurrió un enorme cambio: parecía haber dominado su aversión por el otro
sexo, y se mostraba de lo más atento con Cristina. A menudo, ya en cama
su padre y nosotros, sentábase al fuego junto a ella, y conversaban en voz
baja. Debí haber mencionado que mi padre y Wilfred, el cazador, dormían en
otra parte de la cabaña; la cama que mi padre ocupaba, situada en la misma
habitación que la nuestra, había quedado para uso de Cristina. Llevaban los
visitantes unas tres semanas en la cabaña cuando, una noche, ya en cama
nosotros los niños, hubo una plática. Mi padre había pedido a Cristina en
matrimonio, recibiendo consentimiento tanto de ella como de Wilfred. Tras
esto, vino una conversación que, hasta donde me es posible recordar, fue
así:
—Puede usted casarse con mi hija, Meinheer Krantz, y reciba mi
bendición. Me iré entonces y buscaré habitación en algún otro sitio, no
importa dónde.
—¿Y por qué no quedarse aquí, Wilfred?
—No, no, me necesitan en otro lugar. Baste con ello, no me haga más
preguntas. Tiene usted a mi hija.
—Lo agradezco, y sabré apreciarla. Pero hay una dificultad.
—Sé lo que va a decirme: no hay sacerdote aquí, en esta región
salvaje. Cierto. Tampoco ley alguna que permita la unión. Pese a ello, debe
cumplirse cualquier ceremonia que satisfaga a este padre. ¿Consentirá en
casarse con ella de acuerdo con mi deseo? De aceptar, los casaré yo
directamente.
—Acepto —respondió mi padre.
—Entonces, tómela de la mano. Y ahora, Meinheer, jure.
—Juro —repitió mi padre.
—Por todos los espíritus de las montañas Hartz...
—¿Y por qué no por el cielo? —interrumpió mi padre.
—Porque no se aviene con mi estado de ánimo —replicó Wilfred—. Si
prefiero este juramento, menos constrictivo tal vez que el otro, estoy seguro
de que no querrá usted llevarme la contraria.
—Bien, que así sea entonces. Cúmplase su deseo. Pero ¿me hará jurar
por algo en lo que no creo?
—Muchos, que por su actitud externa parecen cristianos, lo hacen —
replicó Wilfred—. Pero vamos a ver, ¿quiere casarse con mi hija o la llevo
conmigo?
—Proceda —contestó mi padre con impaciencia.
—Juro por todos los espíritus de las montañas Hartz, por todo el poder
para el bien o para el mal, que tomo a Cristina como mi esposa legal; que la
protegeré, apreciaré y amaré siempre; que nunca levantaré mi mano contra
ella, para lastimarla.
Mi padre repitió las palabras de Wilfred.
—Y si no cumpliera este voto, que la venganza plena de los espíritus
caiga sobre mí y sobre mis hijos; que perezcan a causa del buitre, del lobo o
de otras bestias del bosque; que su carne se separe de los huesos y éstos
blanqueen en la soledad. Así lo juro.
Mi padre titubeó. Mientras repetía las últimas palabras, la pequeña
Marcela no pudo contenerse más y, justo cuando mi padre pronunciaba la
última oración, rompió en lágrimas. Esta interrupción súbita pareció
perturbar al grupo, y en especial a mi padre, quien habló con dureza a la
niña; controló ésta sus sollozos ocultando el rostro bajo la ropa de la cama.
Así fue el segundo matrimonio de mi padre. A la mañana siguiente
Wilfred el cazador montó a caballo y se fue.
Mi padre volvió a su cama, que estaba en la misma habitación que la
nuestra. Las cosas transcurrieron de modo muy parecido a como eran antes
del matrimonio, excepto que nuestra madrastra ninguna amabilidad nos
mostraba. Por el contrario, durante las ausencias de mi padre solía
golpearnos, en especial a la pequeña Marcela; sus ojos despedían fuego
cuando miraba con vehemencia a la bella y adorable niña.
Una noche mi hermana nos despertó.
—¿Qué sucede? —dijo César.
—Salió —susurró Marcela.
—¡Que salió!
—Sí, por la puerta, en su camisón —contestó la pequeña—. La vi
levantarse de la cama, mirar si papá estaba dormido y salir por la puerta.
No comprendíamos qué la había inducido a dejar la cama y, sin vestir,
salir con aquel mordiente tiempo invernal, cuando la nieve yacía profunda
sobre la tierra. Permanecimos despiertos. Como a la hora escuchamos cerca
de la ventana el gruñido de un lobo.
—Hay un lobo —dijo César—. La hará pedazos.
—¡Oh, no! —exclamó Marcela.
Unos minutos después apareció nuestra madrastra. Estaba en camisón,
como Marcela había dicho. Bajó la aldaba de la puerta de modo que no
hiciera ruido; se acercó a un balde de agua y se lavó la cara y manos;
después, se deslizó en la cama donde mi padre dormía.
Los tres temblábamos, sin apenas saber por qué; pero resolvimos
vigilarla la noche siguiente. Y así lo hicimos. Y no sólo aquélla, sino muchas
otras más; y siempre, hacia la misma hora, nuestra madrastra se levantaba
de la cama y salía de la cabaña; y una vez ida, invariablemente
escuchábamos el gruñir de un lobo bajo nuestra ventana; y cuando ella
regresaba, siempre la veíamos lavarse antes de volver a la cama.
Observamos, además, que muy rara vez se sentaba a la mesa y, de hacerlo,
parecía comer con disgusto. Cuando se descolgaba la carne para prepararla,
a menudo, de modo furtivo, llevaba a la boca un trozo crudo.
Mi hermano César era un chico valiente; no quería hablar con mi padre
mientras no supiera más. Resolvió, pues, seguirla y descubrir lo que hacía.
Marcela y yo luchamos por disuadirlo de su proyecto, pero no pudimos
convencerlo y la noche siguiente se acostó vestido; en cuanto nuestra
madrastra abandonó la cabaña, César se levantó de un salto y, tomando la
escopeta de mi padre, la siguió.
Bien podrás imaginar el estado de ansiedad en que nos vimos Marcela y
yo durante la ausencia de César. Al cabo de algunos minutos escuchamos la
descarga de una escopeta. Mi padre no despertó y nosotros, acostados,
temblábamos de ansiedad. Un minuto después nuestra madrastra entraba
en la cabaña, el vestido ensangrentado. Puse la mano sobre la boca de
Marcela, para impedir que gritara, aunque yo mismo sentía una gran alarma.
Mi madrastra se acercó a la cama de mi padre, miró si estaba dormido y
luego, acercándose a la chimenea, sopló sobre las brasas hasta levantar un
fuego.
—¿Quién anda allí? —preguntó mi padre despertando.
—Sigue acostado, querido —respondió mi madrastra—, soy yo. No me
siento muy bien, y encendí el fuego para calentar un poco de agua.
Mi padre se dio vuelta y pronto estaba dormido; pero nosotros
vigilamos a nuestra madrastra. Se cambió de ropa, y lanzó al fuego las
prendas que antes llevaba puestas. Vimos entonces que su pierna derecha
sangraba profusamente, como si la herida fuera de escopeta. La vendó y,
tras vestirse, permaneció ante el fuego hasta romper el día.
¡Pobre Marcela! Su corazón latía con rapidez mientras se acurrucaba a
mi lado; a decir verdad, lo mismo ocurría con el mío. ¿Dónde estaba nuestro
hermano César? ¿De dónde procedía la herida de nuestra madrastra sino de
la escopeta de él? Por fin se levantó mi padre y entonces, por primera vez,
hablé:
—Padre, ¿dónde está mi hermano César?
—¿Tu hermano? —exclamó—. Caramba, ¿dónde puede estar?
—¡Cielo santo! Anoche, cuando estaba tan inquieta —observó nuestra
madrastra—, creí oír que alguien levantaba la aldaba de la puerta y... ¡Dios
me ampare, esposo! ¿Dónde está tu escopeta?
Mi padre volvió los ojos hacia la chimenea y observó que faltaba el
arma. Por un momento se le vio perplejo; después, tomando un hacha de
hoja ancha, salió de la cabaña sin decir una palabra más.
No estuvo alejado de nosotros mucho tiempo; a los pocos minutos
regresó, trayendo en los brazos el cuerpo destrozado de mi pobre hermano.
Lo puso sobre la cama y le cubrió el rostro.
Mi madrastra se levantó y miró el cuerpo, mientras que, gimiendo y
sollozando con amargura, Marcela y yo nos colocábamos a su lado.
—Vuelvan a la cama, niños —dijo con brusquedad—. Esposo —agregó—,
el muchacho debió tomar tu escopeta para dispararle a un lobo, y el animal
fue demasiado poderoso para él. ¡Pobre chico, pagó caro su atrevimiento!
Mi padre no respondió. Yo deseaba hablar, contarlo todo, pero Marcela,
al comprender mi intención, me tomó del brazo y me miró tan implorante,
que desistí de hacerlo.
Mi padre, por tanto, quedó en su error. Marcela y yo, aunque incapaces
de comprenderlo, conscientes estábamos de que nuestra madrastra de
alguna manera se relacionaba con la muerte de mi hermano.
Aquel día mi padre cavó una fosa; después de colocar en ella el cuerpo,
puso encima piedras, de modo que los lobos no pudieran desenterrarlo. El
choque producido por aquella catástrofe fue muy severo para mi infeliz
padre, quien por varios días abandonó la caza, aunque en ocasiones lanzara
contra los lobos amargos anatemas y promesas de venganza.
Pero durante esta época de duelo por parte de él continuaron, con la
misma regularidad de siempre, las correrías nocturnas de mi madrastra.
Por fin mi padre descolgó su escopeta y fue al bosque. Pronto volvió,
dando muestras de estar muy molesto.
—¿Querrás creerme, Cristina, que los lobos, ¡maldita sea toda su raza!,
lograron desenterrar el cuerpo de mi pobre muchacho, y nada queda ahora
de él sino los huesos?
—¿En verdad? —preguntó mi madrastra. Marcela me miró, y vi en sus
inteligentes ojos todo lo que le hubiera gustado expresar.
—Padre, todas las noches un lobo gruñe bajo nuestra ventana —dije.
—¿Hablas en serio? ¿Y por qué no me lo dijiste, muchacho?
Despiértame la próxima vez que lo oigas.
Vi que mi madrastra nos daba la espalda, los ojos fulgurantes de rabia y
rechinando los dientes.
Mi padre volvió a salir y con un montón mayor de piedras cubrió lo poco
que de mi hermano habían dejado los lobos. Ése fue el primer acto de la
tragedia.
Llegó la primavera. Desapareció la nieve y nos permitieron salir de la
cabaña. Pero jamás me apartaba ni por un momento de mi hermana, con
quien me sentía más amorosamente unido que nunca desde la muerte de mi
hermano. A decir verdad, miedo tenía de dejarla a solas con mi madrastra,
quien parecía gozar en especial maltratándola. Mi padre se ocupaba ahora
en su pequeño huerto, y pude serle de cierta ayuda.
Marcela solía sentarse cerca de nosotros mientras laborábamos,
quedando mi madrastra sola en la cabaña. He de comentar que, según
avanzaba la primavera, mi madrastra disminuía sus salidas nocturnas, y que
ya no escuchamos gruñir al lobo bajo nuestra ventana después de que se lo
comentara a mi padre.
Un día en que mi padre y yo nos encontrábamos en el campo, y Marcela
con nosotros, mi madrastra vino a decirnos que iba al bosque a reunir
algunas hierbas que mi padre deseaba; pidió que Marcela fuera a la cabaña
a cuidar de la comida. Así lo hizo mi hermana y pronto mi madrastra
desapareció en el bosque, en dirección opuesta a la que se encontraba la
cabaña, dejándonos a mi padre y a mí, por así decirlo, entre ella y Marcela.
Como a la hora de esto nos sobresaltaron gritos que venían de la
cabaña: sin duda alguna de Marcela. "Marcela se quemó, padre", dije
lanzando contra el suelo mi pala. También dejó él la suya y nos apresuramos
hacia la cabaña. Antes de que llegáramos a la puerta por ella salió, como
una exhalación, una gran loba blanca, que huyó con la mayor rapidez. Mi
padre estaba desarmado; entró presuroso a la cabaña y allí encontró a la
pobre Marcela agonizante. Tenía el cuerpo horrorosamente destrozado y la
sangre que de él fluía había formado un charco enorme en el piso de la
cabaña. La primera intención de mi padre había sido tomar la escopeta y
salir en persecución del animal, pero aquel espectáculo horrible lo detuvo;
hincándose al lado de la moribunda hija, rompió en lágrimas. Marcela no
tuvo tiempo sino de mirarlo dulcemente por unos segundos, y luego la
muerte le cerró los ojos.
Mi padre y yo seguíamos inclinados sobre el cuerpo de mi pobre
hermana cuando entró mi madrastra. Dijo estar sumamente afectada por
aquel espectáculo, pero no pareció mostrar repugnancia ante la sangre,
como suele suceder con la mayoría de las mujeres.
—¡Pobre pequeña! —dijo—. Debe haber sido esa gran loba blanca que
acaba de pasar a mi lado, asustándome tanto. Está muerta, Krantz.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —gritó mi padre con angustia.
Pensé que mi padre nunca se recuperaría de los efectos de esa segunda
tragedia. Se lamentó amargamente ante el cuerpo de su querida niña, y por
muchos días no quiso llevarlo a su tumba, pese a las frecuentes peticiones
de mi madrastra. Al final aceptó hacerlo, y cavó una fosa cerca de la de mi
pobre hermano; tomó todas las precauciones necesarias para que los lobos
no pudieran violarla.
Ahora me sentía en verdad miserable, solo en aquella cama que hasta
entonces había compartido con mis hermanos. Me era imposible no pensar
que mi madrastra estuviera complicada en ambas muertes, aunque no
lograra explicarme cómo. No la temía ya, pues mi corazón estaba lleno de
odio y deseo de venganza.
La noche siguiente al entierro de mi hermana, estando despierto,
percibí que mi madrastra se levantaba y salía de la cabaña. Esperé un
tiempo, me vestí y miré por la puerta, que abrí a medias. La luna brillaba y
pude ver el sitio donde mis hermanos habían sido enterrados. ¡Cuál no sería
mi horror al descubrir a mi madrastra ocupada en quitar las piedras de la
tumba de Marcela!
Vestía su camisón blanco y la luna caía plena sobre ella. Cavaba con
ambas manos, lanzando tras sí las piedras con la ferocidad de una bestia
salvaje. Pasaron unos instantes antes de que volviera yo a mis sentidos y
decidiera qué hacer. Noté por fin que había llegado al cuerpo y lo levantaba
por un lado de la tumba. No pude soportarlo más; corrí donde mi padre y lo
desperté.
—¡Padre, padre —grité—, vístete y toma la escopeta!
—¡Cómo! —exclamó mi padre—. Han llegado los lobos, ¿verdad?
De un salto abandonó la cama, se puso la ropa y, a causa de la
ansiedad, no pareció darse cuenta de la ausencia de su mujer. En cuanto
estuvo listo abrí la puerta, y salió seguido por mí.
Imagina su horror cuando (desprevenido como estaba para tal
espectáculo) vio, según avanzaba hacia la tumba, no a un lobo, sino a su
esposa que, en camisón, a cuatro patas, inclinada sobre el cuerpo de mi
hermana, le arrancaba grandes trozos de carne, que devoraba con toda la
avidez de un lobo. Estaba demasiado ensimismada para darse cuenta de
nuestra llegada. Mi padre dejó caer la escopeta. Tenía el pelo de punta, al
igual que yo; respiraba afanosamente y, por un instante, incluso dejó de
hacerlo. Recogí la escopeta y la puse en sus manos. De pronto pareció que
una rabia reconcentrada le daba el doble de vigor y, apuntando con el arma,
disparó. Con un grito potente, abatida se derrumbó aquella infame que él
había cobijado en su pecho.
—¡Dios de los cielos! —exclamó mi padre, cayendo desvanecido sobre la
tierra en cuanto descargó la escopeta. Tuve que permanecer por un tiempo
a su lado antes de que se recuperara. Dijo entonces—: ¡Dónde estoy? ¿Qué
ha sucedido? ¡Ah, sí... sí, ahora lo recuerdo! ¡Dios me perdone!
Se levantó y nos acercamos a la tumba. Cuál no sería nuestro asombro
y horror al encontrar que, en lugar del cadáver de mi madrastra que
esperábamos, sobre los restos de mi pobre hermana yacía una gran loba
blanca.
—¡La loba blanca! —exclamó mi padre— la loba blanca que me llevó al
bosque... Ahora lo comprendo todo... Mi trato ha sido con los espíritus de las
montañas Hartz.
Por un tiempo mi padre quedó en silencio y hundido en pensamientos
profundos. Luego, con todo cuidado levantó el cuerpo de mi hermana y lo
volvió a su tumba, cubriéndolo como la primera vez; había golpeado la
cabeza del animal con la punta de su bota y había desvariado como un loco.
Regresó a la cabaña, cerró la puerta y se tiró sobre la cama. Hice lo mismo,
pues me encontraba preso de estupor y aturdimiento.
Muy temprano por la mañana nos despertó un fuerte llamar a la puerta,
y dentro se precipitó Wilfred, el cazador.
—¡Mi hija, mi hija! ¿Dónde está mi hija? —gritó hecho una furia.
—Espero que donde debe estar ese ser desgraciado, ese demonio —
contestó mi padre levantándose y mostrando una cólera igual a la del otro—,
¡en el infierno! Abandone esta cabaña si no quiere que le ocurra algo peor
que a su hija.
—¡Ajá! —replicó el cazador—, ¿se atrevería a dañar a un espíritu
potente de las montañas Hartz? Pobre mortal, que quiso casarse con una
mujer loba.
—¡Fuera de aquí, demonio! ¡Te desafío y desafío tu poder!
—Todavía sentirá su fuerza. No olvide su juramento, su voto solemne:
jamás levantar la mano contra ella, jamás dañarla.
—Ningún trato hice con espíritus malignos.
—Lo hizo. Y si rompió su juramento, sufrirá la venganza de los espíritus.
Sus hijos morirán por el buitre, el lobo...
—¡Fuera, fuera de aquí, demonio!
—...y sus huesos blanquearán en el páramo. ¡Ja, ja!
Frenético de rabia, mi padre tomó el hacha y la levantó sobre la cabeza
de Wilfred, para golpearlo.
—Así lo juró —continuó diciendo el cazador con burla.
El hacha descendió. Pero pasó a través de la forma del cazador;
perdiendo el equilibrio, mi padre cayó pesadamente al suelo.
—¡Mortal —dijo el cazador librando con una zancada el cuerpo de mi
padre—, sólo tenemos poder sobre quienes han cometido un crimen!
Culpable eres de un doble crimen: pagarás el castigo que corresponde a tu
voto de casamiento. Dos de tus hijos han desaparecido, un tercero está por
seguirlos... Pues habrá de seguirlos, ya que tu juramento quedó registrado.
Vete. Bondadoso sería matarte, pues tu castigo consiste ¡en quedarte vivo!
Pronunciadas estas palabras, el espíritu desapareció. Mi padre se
levantó del piso, me abrazó tiernamente y luego, arrodillándose, rezó.
A la mañana siguiente abandonó la cabaña para siempre. Me llevó
consigo, encaminando sus pasos a Holanda, donde llegamos sanos y salvos.
Le quedaba un poco de dinero. No llevábamos muchos días en Amsterdam
cuando lo atacó una fiebre cerebral y murió hundido en una fiera locura. Me
llevaron a un asilo y, tiempo después, me enviaron a la mar. Ahora, ya
conoces mi historia. La cuestión es ¿pagaré yo el castigo que corresponde al
juramento de mi padre? Estoy plenamente convencido de que, de una u otra
manera, así ocurrirá.
II
El vigésimo segundo día las tierras altas del sur de Sumatra quedaron a
la vista. Como no vieron buque ninguno, decidieron mantener curso a través
de los estrechos y dirigirse a Pulo Penang, donde esperaban llegar en siete u
ocho días, dado que el viento favorecía a su velero. Debido a su constante
exposición a la intemperie, Philip y Krantz estaban tan bronceados, que sus
largas barbas y su ropa de musulmanes fácilmente los habrían hecho pasar
por nativos. Habían timoneado durante todos aquellos días bajo un sol
quemante, descansando y durmiendo en el frescor de la noche. No por ello
había sufrido su salud. Sin embargo, por varios días, a partir de que confiara
a Philip la historia de su familia, Krantz se mostró silencioso y melancólico.
Había desaparecido su acostumbrado vigor de ánimo y Philip le preguntó a
menudo la causa de aquello. Al entrar en los estrechos, Philip habló de lo
que deberían hacer llegando a Goa. Krantz respondió con tono grave:
—Llevo algunos días, Philip, con el presentimiento de que nunca veré
esa ciudad.
—Te sientes enfermo, Krantz —respondió Philip.
—No, tengo buena salud, de cuerpo y de espíritu. He procurado
librarme de ese presentimiento, pero en vano. Una voz me advierte
continuamente que no estaré mucho tiempo a tu lado. Philip, ¿querrías
ayudarme complaciéndome en una petición? Tengo en mi persona oro que
podría serte de utilidad. Compláceme aceptándolo, guardándolo contigo.
—Vaya tontería, Krantz.
—No son tonterías, Philip. Tú mismo has tenido advertencias, ¿por qué
no habría yo de tener las mías? Bien sabes que no es el miedo parte
importante de mi carácter, y que no doy importancia a la muerte; pero cada
hora siento más fuerte el presentimiento del que te hablo...
—Son imaginaciones de una mente perturbada, Krantz. ¿Por qué no
habrías tú, joven, pleno de salud y vigor, de pasar tus días en paz y llegar a
una amable vejez? Nada obliga a pensar de otra manera. Mañana te sentirás
mejor.
—Tal vez —replicó Krantz—. Sin embargo, cede a mi capricho y toma el
oro. Si estoy equivocado y llegamos salvos a Goa, Philip, sabes que puedes
devolvérmelo —comentó con sonrisa débil—. Pero olvidas que estamos casi
sin agua, y debemos buscar en la costa un riachuelo para reabastecernos.
—En ello pensaba cuando comenzaste con ese tema desagradable. Es
mejor que encontremos agua antes del anochecer; en cuanto hayamos
llenado las vasijas, nos haremos a la vela de nuevo.
En el momento de ocurrir esta conversación se encontraban en la parte
oriental del estrecho, unas cuarenta millas al norte. El interior de la costa
era rocoso y montañoso, pero poco a poco fue descendiendo hasta quedar
en una tierra llana, en la que alternaban bosques y selvas que llegaban
hasta la playa. La región parecía deshabitada. Manteniéndose cerca de la
orilla, al cabo de dos horas descubrieron una corriente de agua dulce, que de
las montañas se despeñaba en una cascada, corría a través de la selva
siguiendo un curso sinuoso y pagaba su tributo a las aguas del estrecho.
Entraron por la desembocadura del río, bajaron las velas e impulsaron
la piragua contra la corriente, hasta recorrer trecho suficiente para
asegurarse de estar en aguas del todo dulces. Pronto llenaron las vasijas y
estaban por volver a zarpar cuando, seducidos por la belleza del lugar y la
frescura del agua, así como cansados de su largo confinamiento a bordo de
la piragua, decidieron bañarse, lujo que difícilmente sabrán apreciar quienes
no se hayan visto en una situación similar. Se quitaron la ropa de
musulmanes y se zambulleron en la corriente, donde permanecieron un
tiempo. Krantz fue el primero en salir. Se quejó de tener frío y se encaminó
a la orilla, donde habían quedado los vestidos. Philip se acercó también a la
ribera, con la intención de imitarlo.
—Pues bien, Philip —dijo Krantz—, ésta es una buena oportunidad para
darte el dinero. Abriré mi faja, lo sacaré de ella y tú lo pondrás en la tuya.
Philip estaba de pie en el agua que le llegaba a la cintura.
—Bueno, Krantz —dijo—, supongo que si debe ser así, así debe ser.
Pero me parece una idea tan ridícula... Sin embargo, sea como quieras.
Philip salió del riachuelo y se sentó junto a Krantz, quien se ocupaba ya
de extraer los doblones de los pliegues de su faja. Por fin dijo:
—Creo, Philip, que ya los tienes todos. Me siento satisfecho.
—No concibo en qué peligro puedas verte al que no esté igualmente
expuesto yo —contestó Philip—. Sin embargo...
No acababa de expresar estas palabras cuando se escuchó un rugido
tremendo, una acometida parecida a un viento poderoso, un golpe que lo
lanzó de espaldas, un grito agudo... y una lucha. Al recobrarse, Philip vio
que, con la velocidad de una flecha, un enorme tigre se llevaba el desnudo
cuerpo de Krantz a través de la selva. Observó todo con ojos desorbitados.
En unos cuantos segundos el animal y Krantz habían desaparecido.
—¡Dios de los cielos, debiste ahorrarme este espectáculo! —exclamó
Philip, cayendo de bruces a causa de su aflicción—. ¡Oh, Krantz, amigo,
hermano, cuán cierto era tu presentimiento! ¡Dios misericordioso, ten
piedad!... ¡Hágase pues, tu voluntad! —y Philip rompió en llanto.
Por más de una hora quedó clavado en aquel lugar, ajeno e indiferente
a los peligros que lo rodeaban. Finalmente, un tanto recuperado, se levantó,
se vistió y volvió a sentarse, los ojos fijos en la ropa de Krantz y en el oro,
que seguía sobre la arena.
—Quiso darme ese oro. Presintió su destino. ¡Sí, sí, se trataba de su
destino, que ahora se ha cumplido!
Y sus huesos blanquearán en el páramo.Ese cazador fantasma y su lobuna hija han quedado vengados.