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jueves, 19 de agosto de 2010

CHARLES DICKENS - EL MANUSCRITO DE UN LOCO




CHARLES DICKENS - EL MANUSCRITO DE UN LOCO




¡Sí...! ¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón esa palabra hace años! ¡Cómo
habría despertado el terror que solía sobrevenirme a veces, enviando la sangre
silbante y hormigueante por mis venas, hasta que el rocío frío del miedo
aparecía en gruesas gotas sobre mi piel y las rodillas se entrechocaban por el
espanto! Y, sin embargo, ahora me agrada. Es un hermoso nombre. Mostradme al
monarca cuyo ceño colérico haya sido temido alguna vez más que el brillo de la
mirada de un loco... cuyas cuerdas y hachas fueran la mitad de seguras que el
apretón de un loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grande estar loco! Ser contemplado como un
león salvaje a través de los barrotes de hierro... rechinar los dientes y
aullar, durante la noche larga y tranquila, con el sonido alegre de una cadena,
pesada... y rodar y retorcerse entre la paja extasiado por tan valerosa música.
¡Un hurra por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!
Me acuerdo del tiempo en el que tenía miedo de estar loco; cuando solía
despertarme sobresaltado, caía de rodillas y rezaba para que se me perdonara la
maldición de mi raza; cuando huía precipitadamente ante la vista de la alegría o
la felicidad, para ocultarme en algún lugar solitario y pasar fatigosas horas
observando el progreso de la fiebre que consumiría mi cerebro. Sabía que la
locura estaba mezclada con mi misma sangre y con la médula de mis huesos. Que
había pasado una generación sin que apareciera la pestilencia y que era yo el
primero en quien reviviría. Sabía que tenía que ser así: que así había sido
siempre, y así sería; y cuando me acobardaba en cualquier rincón oscuro de una
habitación atestada, y veía a los hombres susurrar, señalarme y volver los ojos
hacia mí, sabía que estaban hablando entre ellos del loco predestinado; y yo
huía para embrutecerme en la soledad.
Así lo hice durante años; fueron unos años largos, muy largos. Aquí las noches
son largas a veces... larguísimas; pero no son nada comparadas con las noches
inquietas y los sueños aterradores que sufría en aquel tiempo. Sólo recordarlo
me da frío. En las esquinas de la habitación permanecían acuclilladas formas
grandes y oscuras de rostros insidiosos y burlones, que luego se inclinaban
sobre mi cama por la noche, tentándome a la locura. Con bajos murmullos me
contaban que el suelo de la vieja casa en la que murió el padre de mi padre
estaba manchado por su propia sangre, que él mismo se había provocado en su
furiosa locura. Me tapaba los oídos con los dedos, pero gritaban dentro de mi
cabeza hasta que la habitación resonaba con los gritos que decían que una
generación antes de él la locura se había dormido, pero que su abuelo había
vivido durante años con las manos unidas al suelo por grilletes para impedir que
se despedazara a sí mismo con ellas. Sabía que contaban la verdad... bien que lo
sabía. Lo había descubierto años antes, aunque habían intentado ocultármelo.
¡Ja, ja! Era demasiado astuto para ellos, aunque me consideraran como un loco.
Finalmente llegó la locura y me maravillé de que alguna vez hubiera podido
tenerle miedo. Ahora podía entrar en el mundo y reír y gritar con los mejores de
entre ellos. Yo sabía que estaba loco, pero ellos ni siquiera lo sospechaban.
¡Solía palmearme a mí mismo de placer al pensar en lo bien que les estaba
engañando después de todo lo que me habían señalado y de cómo me habían mirado
de soslayo, cuando yo no estaba loco y sólo tenía miedo de que pudiera
enloquecer algún día! Y cómo solía reírme de puro placer, cuando estaba a solas,
pensando lo bien que guardaba mi secreto y lo rápidamente que mis amables amigos
se habrían apartado de mí de haber conocido la verdad. Habría gritado de éxtasis
cuando cenaba a solas con algún estruendoso buen amigo pensando en lo pálido que
se pondría, y lo rápido que escaparía, al saber que el querido amigo que se
sentaba cerca de él, afilando un cuchillo brillante y reluciente, era un loco
con toda la capacidad, y la mitad de la voluntad, de hundirlo en su corazón.
¡Ay, era una vida alegre!
Las riquezas fueron mías, la abundancia se derramó sobre mí y alborotaba entre
placeres que multiplicaban por mil la conciencia de mi secreto bien guardado.
Heredé un patrimonio. La ley, la propia ley de ojos de águila, había sido
engañada, y había entregado en las manos de un loco miles de discutidas libras.
¿Dónde estaba el ingenio de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde la
habilidad de los abogados, ansiosos por descubrir un fallo? La astucia del loco
les había superado a todos.
Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente. ¡Cómo me alababan!
¡Cómo se humillaban ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y despóticos! ¡Y
el anciano padre de cabellos blancos, qué deferencia, qué respeto, qué dedicada
amistad, cómo me veneraba! El anciano tenía una hija y los hombres una hermana;
y los cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la joven vi una
sonrisa de triunfo en los rostros de sus necesitados parientes, pues pensaban
que su plan había funcionado bien y habían ganado el premio. A mí me tocaba
sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada limpia, arrancarme los cabellos y dar
vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien poco se daban cuenta de que la
habían casado con un loco.
Pero un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de la
hermana contra el oro de su marido. ¡La más ligera pluma lanzada al aire contra
la alegre cadena que adornaba mi cuerpo! Pero en una cosa, pese a toda mi
astucia, fui engañado. Si no hubiera estado loco, pues aunque los locos tenemos
bastante buen ingenio a veces nos confundimos, habría sabido que la joven antes
habría preferido que la colocaran rígida y fría en una pesado ataúd de plomo que
llegar vestida de novia a mi rica y deslumbrante casa. Habría sabido que su
corazón pertenecía a un muchacho de ojos oscuros cuyo nombre le oí pronunciar
una vez entre suspiros en uno de sus sueños turbulentos, y que me había sido
sacrificada para aliviar la pobreza del hombre anciano de cabellos blancos y de
sus soberbios hermanos.
Ahora no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que ella era hermosa. Sé
que lo era, pues en las noches iluminadas por la luna, cuando me despierto
sobresaltado de mi sueno y todo está tranquilo a mi alrededor, veo, de pie e
inmóvil en una esquina de esta celda, una figura ligera y desgastada de largos
cabellos negros que le caen por el rostro, agitados por un viento que no es de
esta tierra, y unos ojos que fijan su mirada en los míos y jamás parpadean o se
cierran. ¡Silencio! La sangre se me congela en el corazón cuando escribo esto...
ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido y los ojos tienen un brillo
vidrioso, pero los conozco bien. La figura nunca se mueve; jamás gesticula o
habla como las otras que llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho más
terrible, peor incluso que los espíritus que me tentaban hace muchos años... Ha
salido fresca de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.
Durante casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo cada vez más pálido;
durante casi un año vi las lágrimas que caían rodando por sus dolientes
mejillas, y nunca conocí la causa. Sin embargo, finalmente lo descubrí. No podía
evitar durante mucho tiempo que me enterara. Ella nunca me había querido; por mi
parte, yo nunca pensé que lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y odiaba el
esplendor en el que vivía; pero yo no había esperado eso. Ella amaba a otro y a
mí jamás se me había ocurrido pensar en tal cosa. Me sobrecogieron unos
sentimientos extraños y giraron y giraron en mi cerebro pensamientos que
parecían impuestos por algún poder extraño y secreto. No la odiaba, aunque
odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía piedad, sí, piedad, por la vida
desgraciada a la que la habían condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía
que ella no podía vivir mucho tiempo, pero el pensamiento de que antes de su
muerte pudiera engendrar algún hijo de destino funesto, que transmitiría la
locura a sus descendientes, me decidió. Resolví matarla.
Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el fuego.
Era una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa del loco
convirtiéndose en cenizas. Pensé también en la burla de una gran recompensa, y
algún hombre cuerdo colgando y mecido por el viento por un acto que no había
cometido... ¡y todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero
finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El placer de afilar la navaja un día tras otro,
sintiendo su borde afilado y pensando en la abertura que podía causar un golpe
de su borde delgado y brillante!
Finalmente, los viejos espíritus que antes habían estado conmigo tan a menudo me
susurraron al oído que había llegado el momento y pusieron la navaja abierta en
mi mano. La sujeté con firmeza, la elevé suavemente desde el lecho y me incliné
sobre mi esposa, que yacía dormida. Tenía el rostro enterrado en las manos. Las
aparté suavemente y cayeron descuidadamente sobre su pecho. Había estado
llorando, pues los rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre las mejillas.
Su rostro estaba tranquilo y plácido, y mientras lo miraba, una sonrisa
tranquila iluminó sus rasgos pálidos. Le puse la mano suavemente en el hombro.
Se sobresaltó... había sido tan sólo un sueño pasajero. Me incliné de nuevo
hacia delante y ella gritó y despertó.
Un solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a emitir un grito o sonido.
Pero me asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en los míos. No sé por qué,
pero me acobardaban y asustaban; y gemí ante ellos. Se levantó, sin dejar de
mirarme con fijeza. Yo temblaba; tenía la navaja en la mano, pero no podía
moverme. Ella se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba cerca, se dio la vuelta
y apartó los ojos de mi rostro. El encantamiento se deshizo. Di un salto hacia
delante y la sujeté por el brazo. Lanzando un grito tras otro, se dejó caer al
suelo.
Podría haberla matado sin lucha, pero se había provocado la alarma en la casa.
Oí pasos en los escalones. Dejé la cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta
y grité en voz alta pidiendo ayuda.
Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el conocimiento
perdido durante varias horas; y cuando recuperó la vida, la mirada y el habla,
había perdido el sentido y desvariaba furiosamente.
Llamamos a varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en
finos carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos. Estuvieron junto a
su lecho durante semanas. Celebraron una importante reunión y consultaron unos
con otros, en voz baja y solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más
inteligente y famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para
lo peor. Me dijo que mi esposa estaba loca... ¡a mí, al loco! Permaneció cerca
de mí junto a una ventana abierta, mirándome directamente al rostro y dejando
una mano sobre mi hombro. Con un pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo,
a la calle. Habría sido divertido hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y
dejé que se marchara. Unos días más tarde me dijeron que debía someterla a
algunas limitaciones: debía proporcionarle alguien que la cuidara. ¡Me lo pedían
a mí!¡Salí al campo abierto, donde nadie pudiera escucharme, y reí hasta que el
aire resonó con mis gritos!
Murió al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió hasta la tumba y
los orgullosos hermanos dejaron caer una lágrima sobre el cadáver insensible de
aquella cuyos sufrimientos habían considerado con músculos de hierro mientras
vivió. Todo aquello alimentaba mi alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo
blanco que tenía sobre el rostro mientras regresamos cabalgando a casa, hasta
que las lágrimas brotaron de mis ojos.
Pero aunque había cumplido mi objetivo, y la había asesinado, me sentí inquieto
y perturbado, y pensé que no tardarían mucho en conocer mi secreto. No podía
ocultar la alegría y el regocijo salvaje: que hervían en mi interior y que
cuando estaba a solas, en casa, me hacía dar saltos y batir palmas, dan do
vueltas y más vueltas en un baile frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando
salía y veía a las masas atareadas que se apresuraban por la calle, o acudía a
teatro y escuchaba el sonido de la música y contemplaba la danza de los demás,
sentía tal gozo que m, habría precipitado entre ellos y les habría despedazado
miembro a miembro, aullando en el éxtasi que me produciría. Pero apretaba los
dientes, afirmaba los pies en el suelo y me clavaba las afilada uñas en las
manos. Mantenía el secreto y nadie sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo, aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar, pues ahora la
realidad se mezcla con mis sueños, y teniendo tanto que hacer, habiéndome traído
siempre aquí tan presurosa mente, no me queda tiempo para separar entre lo dos,
por la extraña confusión en la que se halla] mezclados... Recuerdo de qué manera
finalmente se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus mirada asustadas, y sentir
cómo se apartaban de mí, mientras yo hundía mi puño cerrado en sus rostros
blancos y luego escapaba como el viento, y les dejaba gritando atrás. Cuando
pienso en ello me vuelve la fuerza de un gigante. Mirad cómo se curva esta barra
de hierro con mis furiosos tirones. Podría romperla como si fuera una ramita,
pero sé que detrás hay largas galerías con muchas puertas; no creo que pudiera
encontrar el camino entre ellas; y aunque pudiera, sé que allá abajo hay puertas
de hierro que están bien cerradas con barras. Saben que he sido un loco astuto,
y están orgullosos de tenerme aquí para poder mostrarme.
Veamos, sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde y de noche cuando llegué a
casa y encontré allí al más orgulloso de los tres orgullosos hermanos, esperando
para verme... dijo que por un asunto urgente. Lo recuerdo bien. Odiaba a ese
hombre con todo el odio de un loco. Muchas veces mis dedos desearon
despedazarle. Me dijeron que estaba allí y subí presurosamente las escaleras.
Tenía que decirme unas palabras. Despedí a los criados. Era tarde y estábamos
juntos y a solas... por primera vez.
Al principio aparté cuidadosamente mis ojos de él, pues era consciente de lo que
él no podía ni siquiera pensar, y me glorificaba en ese conocimiento: que la luz
de la locura brillaba en mis ojos como el fuego. Permanecimos unos minutos
sentados en silencio. Finalmente, habló. Mi reciente disipación, y algunos
comentarios extraños hechos poco después de la muerte de su hermana, eran un
insulto para la memoria de ésta. Uniendo a ello otras muchas circunstancias que
al principio habían escapado a su observación, había terminado por pensar que yo
no la había tratado bien. Deseaba saber si tenía razón al decir que yo pensaba
hacer algún reproche a la memoria de su hermana, faltando con ello al respeto a
la familia. Exigía esa explicación por el uniforme que llevaba puesto.
Aquel hombre tenía un nombramiento en ejército... ¡un nombramiento comprado con
mi dinero y con la desgracia de su hermana! Él fue el que: más había tramado
para insidiar y quedarse con n riqueza. Él había sido el principal instrumento
para obligar a su hermana a casarse conmigo, y bien sabia que el corazón de
aquélla pertenecía al piadoso muchacho. ¡Por causa de su uniforme! ¡El uniforme
e su degradación! Volví mis ojos hacia él... no pude evitarlo; pero no dije una
sola palabra.
Vi que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino. Era un hombre
valiente, pero el color desapareció de su rostro y retrocedió en su silla. ~
acerqué la mía a la suya; y mientras reía, pues entonces estaba muy alegre, vi
cómo se estremecía. Sen que la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí
mismo.
-Quería usted mucho a su hermana cuando el vivía-le dije-. Mucho.
Miró con inquietud a su alrededor, y le vi sujeta con la mano el respaldo de la
silla; pero no dije nada.
-Es usted un villano -le dije-. Le he descubierto. Descubrí sus infernales
trampas contra mí; que el corazón de ella estaba puesto en otro cuando usted la
obligó a casarse conmigo. Lo sé... lo sé.
De pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió en alto, obligándome a
retroceder, pus mientras iba hablando procuraba acercarme más a él.
Más que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas corrían por mis venas,
y los viejos espíritus me susurraban y tentaban para que le sacara el corazón.
-Condenado sea-dije poniéndome en pie y lanzándome sobre él-. Yo la maté. Estoy
loco. Acabaré con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que tenerla!
Me hice a un lado para evitar un golpe que, en su terror, me lanzó con la silla,
y me enzarcé con él. Produciendo un fuerte estrépito, caímos juntos al suelo y
rodamos sobre él.
Fue una buena pelea, pues era un hombre alto y fuerte que luchaba por su vida, y
yo un loco poderoso sediento de su destrucción. No había ninguna fuerza igual a
la mía, y yo tenía la razón. ¡Sí, la razón, aunque fuera un loco! Cada vez fue
debatiéndose menos. Me arrodillé sobre su pecho y le sujeté firmemente la
garganta oscura con ambas manos. El rostro se le fue poniendo morado; los ojos
se le salían de la cabeza y con la lengua fuera parecía burlarse de mí. Apreté
todavía más.
De pronto se abrió la puerta con un fuerte estrépito y entró un grupo de gente,
gritándose unos a otros que cogieran al loco.
Mi secreto había sido descubierto y ahora sólo luchaba por mi libertad. Me puse
en pie antes de que me tocara una mano, me lancé entre los asaltantes y me abrí
camino con mi fuerte brazo, como si llevara un hacha en la mano y les atacara
con ella. Llegué a la puerta, me lancé por el pasamanos y en un instante estaba
en la calle.
Corrí veloz y en línea recta, sin que nadie se atreviera a detenerme. Por detrás
oía el ruido de uno; pies, y redoblé la velocidad. Se fue haciendo más débil en
la distancia, hasta que por fin desapareció totalmente; pero yo seguía dando
saltos entre los pantanos y riachuelos, por encima de cercas y d, muros, con
gritos salvajes que escuchaban seres extraños que venían hacia mí por todas
partes y aumentaban el sonido hasta que éste horadaba el aire Iba llevado en los
brazos de demonios que corrían sobre el viento, que traspasaban las orillas y
los se tos, y giraban y giraban a mi alrededor con un ruido y una velocidad que
me hacía perder la cabeza, hasta que finalmente me apartaron de ellos con un
golpe violento y caí pesadamente sobre el suelo. Al despertar, me encontré aquí,
en esta celda gris a la qu raras veces llega la luz del sol, y por la que pasa
la luna con unos rayos que sólo sirven para mostrar mi alrededor sombras
oscuras, y para que pueda ve esa figura silenciosa en su esquina. Cuando esto
despierto, a veces puedo oír extraños gritos procedentes de partes distantes de
este enorme lugar. N sé lo que son; pero no proceden de ese cuerpo pálido, y
tampoco ella les presta atención. Pues desde las primeras sombras del ocaso
hasta la primera luz de la mañana, esa figura sigue en pie e inmóvil en c mismo
lugar, escuchando la música de mi cadena d hierro, y viéndome saltar sobre mi
lecho de paja.

KAHLIL EL HEREJE





ESPÍRITUS REBELDES (1908)
KAHLIL EL HEREJE
GIBRÁN KHALIL GIBRÁN
I
Sheik Abbas era considerado un príncipe por los habitantes de una aldea solitaria del norte del Líbano.
Su mansión, situada en medio de las pobres chozas de los aldeanos, parecía un saludable gigante rebosante
de vida en medio de débiles enanos. El Sheik vivía rodeado de lujo, mientras sus vecinos soportaban una
penosa existencia. Lo obedecían y se inclinaban respetuosamente ante él cuando se dirigía a ellos. Parecía
como si el poder de la mente lo hubiera designado su portavoz e intérprete oficial. Su cólera los hacía
estremecer y dispersarse como las hojas barridas por el fuerte viento del otoño. Si abofeteaba a alguien, era
una herejía por parte del individuo el moverse o levantar el rostro o evidenciar cualquier intento de
descubrir el porqué de tamaña ira. Si sonreía a alguien, éste era considerado por los aldeanos como la
persona más honrada y afortunada. El temor y el sometimiento de la gente no era consecuencia de la
debilidad: la pobreza y necesidad habían provocado este estado de perpetua humillación. Hasta las chozas
en que vivían y los campos que cultivaban pertenecían a Sheik Abbas, quien las había heredado de sus
antepasados.
La labranza de la tierra, la siembra de semillas y la cosecha del cereal, todo era realizado bajo la
supervisión del Sheik, quien, a cambio del esfuerzo realizado, recompensaba a los labriegos con una
pequeña porción de trigo que apenas les alcanzaba para no morirse de hambre.
Con frecuencia, muchos de ellos necesitaban pan antes de finalizar la cosecha e iban a pedirle al Sheik
con lágrimas en los ojos que les adelantara algunas piastras o un poco de trigo; el Sheik accedía gustoso,
pues sabía que pagarían sus deudas con creces cuando llegara el tiempo de la cosecha. Así, aquellos
hombres permanecían endeudados toda la vida, dejando un legado de deudas a sus hijos, y se sometían a
su amo, cuya cólera habían temido desde siempre y cuya amistad y estima habían permanentemente
tratado, en vano, de ganar.
II
Llegó el invierno, y con. él la pesada nieve y el viento cruel; los valles y los campos quedaron desnudos
salvo por los árboles sin hojas que se erguían como espectros de muerte sobre las desiertas planicies.
Después de haber guardado en los graneros del Sheik los productos de la tierra, y de haber llenado sus
copas con el vino de sus viñedos, los aldeanos se retiraron a sus chozas para pasar una parte de sus vidas
holgazaneando junto al fuego, y recordando la gloria de épocas pasadas, y relatándose unos a otros las
historias de cansadores días y largas noches.
El viejo año había exhalado su último suspiro en el cielo ceniciento. Era la noche en la cual el Año
Nuevo sería coronado y colocado en el trono del Universo. Comenzó a nevar pesadamente, y los vientos
ululantes descendían de las encumbradas montañas hacia el abismo, y arrastrando la nieve formaban
montículos que se acumulaban en los valles.
Los árboles se balanceaban a causa de las fuertes tormentas,, y los campos y lomas estaban cubiertos con
un blanco manto sobre el que la Muerte escribía borrosos trazos que luego borraba. La nevada parecía
separar unas de otras las dispersas aldeas emplazadas junto a los valles. La parpadeante luz de las lámparas
de aquellas miserables chozas, apenas discernible a través de las ventanas, se desvanecía tras el espeso
velo de la Naturaleza enfurecida.
El miedo había hecho presa de los corazones de los fellaínes y los animales se habían guarecido en los
establos, mientras los perros se escondían en los rincones. Podía escucharse el ulular de los vientos y el
tronar de las tormentas retumbando en lo profundo de los valles. Parecía como si la Naturaleza se
enfureciera por la muerte del año viejo y tratara de vengarse de aquellas almas apacibles, luchando con
armas de frío y escarcha.
Aquella noche, un joven intentaba caminar bajo los cielos enfurecidos del sinuoso sendero que se
extendía entre las aldeas de Deir Kizhaya y Sheik Abbas. Sus miembros estaban entumecidos de frío,
mientras el dolor y el hambre lo habían despojado de su fuerza. Su oscura vestimenta estaba blanqueada
por la nieve que caía, y parecía amortajado aún antes de la hora de su muerte. Luchaba contra el viento. Le
resultaba difícil avanzar, pues con cada esfuerzo sólo lograba adelantar unos pocos pasos. Gritó pidiendo
socorro y luego permaneció en silencio, aterido por el frío de la noche. Casi sin esperanza, el joven
consumía sus fuerzas bajo el peso del desaliento y la fatiga. Era como un pájaro de alas rotas, presa de los
remolinos de una corriente de agua que lo arrastraba hacia lo profundo.
El joven continuó, caminando y cayéndose hasta que su sangre dejó de circular, y finalmente desfalleció.
Lanzó un grito de horror... la voz de un alma que enfrenta el rostro hueco de la Muerte... la voz de la
juventud agonizante, debilitada por el hambre y atrapada por la naturaleza..: la voz del amor a la vida en el
abismo de la nada.
III
Hacia el norte del poblado, y en medio de los campos arrasados por los vientos, estaba situada la solitaria
choza de una mujer llamada Rachel y su hija Miriam, quien aún no tenía dieciocho años. Rachel era viuda
de Samaari Ramy, que fuera encontrado asesinado seis años atrás. La justicia humana nunca había dado
con el culpable.
Como todas las viudas libanesas, Rachel se mantenía con lo poco que le proporcionaba su agotador y
arduo trabajo. En épocas de cosecha, buscaba las espigas de trigo abandonadas en los campos y en otoño,
recogía los restos de frutos olvidados en los árboles. En invierno, hilaba y confeccionaba ropas por las que
recibía unas pocas piastras o un saco de trigo. Miriam, su hija, era una hermosa muchacha que compartía
con su madre el peso del trabajo.
Aquella noche amarga, las dos mujeres estaban sentadas junto al fuego, cuya calidez era atenuada por la
escarcha y cuyos tizones estaban casi sepultados bajo las cenizas. Junto a ellas, la trémula luz de una
lámpara proyectaba su mortecino reflejo en el corazón de la oscuridad, como una plegaria que transmite
fantasmas de esperanza a los corazones de los apesadumbrados.
Llegó la medianoche y afuera el viento susurraba. De vez en cuando, Miriam se levantaba y abría el
pequeño montante para mirar el ennegrecido cielo; entonces, preocupada y atemorizada por la furia de los
elementos, regresaba a su sitio. De repente Miriam se estremeció como si algo la hubiera arrebatado de su
profundo letargo. Miró ansiosamente a su madre y dijo:
-¿Has oído eso, madre? ¿Has oído una voz pidiendo socorro?
La madre prestó atención un momento y dijo:
-Nada escucho excepto el gimiente viento, hija mía. Entonces Miriam exclamó:
-Escuché un grito más profundo que los cielos atronadores y más triste que la quejumbrosa tempestad.
Después de pronunciar esta frase se puso de pie, abrió la puerta, y aguzó el oído un instante. Entonces,
Miriam dijo:
- ¡Lo he vuelto a escuchar, madre!
Rachel se dirigió rápidamente hacia la puerta endeble, y después de dudar un momento dijo:
-Ahora yo también lo escucho. Vayamos a ver.
Se cubrió con un largo manto, abrió más la puerta y salió cautelosamente, mientras Miriam permaneció
en el umbral, de cara al viento que alborotaba sus largos cabellos.
Luego de recorrer un trecho abriéndose paso entre la nieve, Rachel se detuvo y gritó:
-¿Quién llama?... ¿Dónde se halla?
Pero no hubo respuesta; entonces repitió las mismas palabras innumerables veces, pero nada más se
escuchó entre los truenos. Se adelantó unos pasos valientemente, mirando hacia uno y otro lado. Había
andado algunos pasos cuando descubrió unas profundas huellas sobre la nieve; las siguió temerosa y en
unos, momentos tuvo ante sus ojos un cuerpo que yacía sobre la nieve como un remiendo sobre un vestido
blanco. Al aproximarse y reclinar la cabeza del joven sobre sus rodillas, pudo sentir el pulso que reflejaba
los débiles latidos de aquel trémulo corazón y sus escasas posibilidades de salvación. Volvió el rostro hacia
la choza y llamó:
- ¡Ven, Miriam, ven y ayúdame, lo he hallado!
Miriam corrió siguiendo las huellas de su madre en la nieve, aterida y trémula de miedo. Al llegar al
lugar donde yacía aquel cuerpo inerte, profirió un grito de dolor. La madre puso las manos bajo las axilas
del joven, calmó a Miriam y le dijo:
-No temas, él aún vive; toma con fuerza las puntas de su capa y ayúdame a llevarlo a casa.
Haciendo frente al impetuoso viento y a la copiosa nieve, las dos mujeres cargaron al joven y se
dirigieron hacia la choza. Al llegar al refugio lo colocaron junto al fuego. Rachel empezó a frotarle las
entumecidas manos, mientras Miriam le secaba los cabellos con el ruedo de su vestido. A poco, el joven
comenzó a moverse. Parpadeó y lanzó un profundo suspiro, revelando así sus esperanzas de salvación a los
corazones de aquellas piadosas mujeres. Le sacaron los zapatos y el negro manto. Miriam miró a su madre
y dijo:
-Observa su vestimenta, madre; viste el hábito de los monjes.
Después de alimentar el fuego con un puñado de ramas secas, Rachel miró perpleja a su hija y le dijo:
-Los monjes no salen del convento en una noche como ésta.
-Pero es lampiño -dijo Miriam-; los monjes tienen barba.
La madre escrutó al muchacho con ojos llenos de misericordia y amor maternal; luego se volvió hacia su
hija.
-Nada importa si es monje o criminal -dijo -; seca perfectamente sus pies, hija mía.
Rachel abrió un armario, sacó una jarra de vino y vertió un poco en una vasija de barro. Miriam le
sostenía la cabeza mientras su madre le daba un poco de vino para estimular su corazón. Al sorber el vino
el joven abrió los ojos por primera vez y concedió a sus salvadoras una sufrida mirada de agradecimiento:
la mirada de un hombre que vuelve a sentir la suave caricia de la vida tras haber sido presa de las afiladas
garras de la muerte; una mirada esperanzada tras haber visto morir la esperanza. Luego inclinó la cabeza, y
con labios trémulos dijo:
-¡Que Dios os bendiga!
Rachel apoyó la mano sobre su hombro y respondió:
-Cálmate, hermano. No te agites hablando hasta haber recobrado las fuerzas.
Y Miriam agregó:
-Apoya la cabeza sobre esta almohada, hermano, que te acercaremos al fuego.
Rachel volvió a llenar la vasija con vino y se la dio. Luego miró a su hija y dijo:
-Cuelga su ropa junto al fuego para que se seque. Después de cumplir la orden de su madre, la muchacha
regresó al lado del joven y comenzó a mirarlo compasivamente, como si quisiera ayudarlo transmitiéndole
toda la calidez que su corazón contenía. Rachel trajo dos trozos de pan con algunas conservas y frutas
secas; y sentada, junto a él, comenzó a alimentarlo con bocados pequeños, como una madre que alimenta a
su pequeño. Después de esto el joven se sintió más fuerte y se incorporó sobre la pequeña alfombra al pie
de la chimenea, mientras las enrojecidas llamas del fuego se reflejaban sobre su afligido rostro. Los ojos se
le iluminaron y movió lentamente la cabeza, diciendo:
-La Piedad y la Crueldad luchan en el corazón humano así como los elementos del cielo luchan en esta
terrible noche, pero la piedad vencerá a la crueldad porque es divina, y el terror que domina a esta noche
morirá, en soledad; al rayar el día.
El silencio reinó por un instante, y luego agregó con voz susurrante:
-Una mano humana me arrojó a la desesperación, y una mano humana me salvó; ¡qué severo, y qué
piadoso es el hombre!
- ¿Cómo te has atrevido, hermano, a salir del convento en una noche tan terrible, cuando hasta los
animales no se atreven a dar un paso? -preguntó Rachel.
El joven cerró los ojos como si quisiera contener las lágrimas en las profundidades de su corazón.
-Los animales viven en sus cuevas, y las aves del cielo en sus nidos -dijo-, pero el hijo del hombre no
posee un sitio donde reclinar su cabeza.
-Eso es lo que Jesús dijo dé sí mismo -respondió Rachel-. El joven prosiguió:
-Ésta es la respuesta a todo hombre que desea seguir al Espíritu y a la Verdad en esta época de falsedad,
hipocresía y corrupción.
Después de meditar un instante, Rachel dijo:
-Pero hay muchas habitaciones confortables en el convento, y las arcas están colmadas de oro y de toda
clase de provisiones. Los cobertizos del convento rebosan de becerros y ovejas; ¿qué te indujo a abandonar
un paraíso así en esta noche aborrecible?
El joven respiró profundamente y dijo:
-Abandoné ese lugar porque lo aborrecía.
-Un monje en un convento es como un soldado en el campo de batalla -replicó Rachel- a quien se le
ordena obedecer las órdenes de sus superiores independientemente de su naturaleza. Supe que un hombre
no podría convertirse en monje hasta tanto no se despojara de sus posesiones, pensamientos, deseos y de
todo lo que esté dentro de los dominios de la mente. Pero un religioso superior no pide a sus monjes cosas
descabelladas. ¿Cómo pudo el superior de Deir Kizhaya pedirle a alguien que ofrende su vida a la tormenta
y a la nieve?
-En opinión del superior -dijo él-, un hombre no puede convertirse en monje si no es ciego e ignorante,
sordo e insensible. Abandoné el convento pues soy un hombre sensible capaz de ver, sentir y oír.
Miriam y Rachel lo miraron fijamente como si acabaran de descubrir en su rostro un oculto secreto;
después de meditar un segundo, la madre dijo:
¿Puede un hombre capaz de ver y oír salir en una noche que ciega los ojos y ensordece los oídos?
El joven anunció serenamente: -Fui expulsado del convento.
¡Expulsado! -exclamó Rachel; y Miriam repitió . al unísono la palabra junto con su madre.
El levantó el rostro, arrepintiéndose de sus palabras, pues temía que el amor y la bondad que ellas habían
demostrado se convirtieran en odio y desprecio; pero cuando las miró observó que de sus ojos aún
emanaban reflejos de misericordia, y que sus cuerpos se estremecían de ansiedad por saberlo todo.
Prosiguió con voz ahogada:
-Sí, fui expulsado del convento porque no fui capaz de cavar mi sepulcro con mis propias manos; mi
corazón se había cansado de tanto mentir. Fui expulsado del convento porque mi alma rehusó regocijarse
con el don de aquellos que se rindieron a la ignorancia. Fui expulsado porque no pude hallar paz en los
confortables cuartos, erigidos con el dinero de los pobres fellaínes. Mi estómago no toleraba el pan
amasado con las lágrimas de los huérfanos. Mis labios no podían pronunciar las plegarias que más
superiores vendían a la gente simple y honrada a cambio de oro o alimentos. Fui expulsado del convento
como un apestante leproso por tratar de hacer recordar a los monjes las reglas que las condujeron a su
actual condición.
El silencio ganó la habitación mientras Miriam y Rachel repensaban las palabras con la mirada fija en el
joven.
-¿Viven tus padres? -preguntaron.
Y él respondió:
-No tengo padre ni madre ni sitio donde guarecerme. Rachel aspiró profundamente y Miriam volvió el
rostro hacia la pared para ocultar sus amorosas y piadosas lágrimas. Así como una florecilla marchita torna
a la vida gracias a las gotas de rocío que el alba derrama sobre sus sedientos pétalos, así revivió el
anhelante corazón del joven gracias al afecto y bondad de sus benefactoras. Las miró como un soldado mira
a los que vienen a rescatarlo de las garras del enemigo, y prosiguió:
-Perdí a mis padres antes de cumplir siete años. El sacerdote de la aldea me condujo a Deir Kizhaya y me
dejó al cuidado de los monjes, que se alegraron de tenerme entre ellos y me ordenaron que me ocupara del
ganado y el rebaño y de llevarlos a pastar cada día. Al cumplir quince años me vistieron con este negro
manto y me condujeron hasta el altar, donde el superior se dirigió a mí con estas palabras: "Jurad en
nombre de Dios y de todos los santos y prometed llevar una virtuosa vida de pobreza y obediencia." Repetí
las palabras hasta que comprendí su significado y supe lo que ellos entendían por pobreza, virtud y
obediencia.
"Mi nombre es Khalil, y desde ese momento los monjes me llamaron Hermano Bobaarak, aunque nunca
me trataron como a un hermano. Comían los platos más exquisitos y bebían el vino más delicioso, mientras
yo me alimentaba de vegetales secos y agua, mezclados con lágrimas. Descansaban en mullidos lechos
mientras yo dormía sobre una tabla en una habitación fría y oscura junto al granero. A menudo me
preguntaba: ¿Cuándo seré monje y compartiré la prosperidad de esos afortunados? ¿Cuándo cesará mi
corazón de ansiar los platos que ellos saborean y el vino que beben? ¿Cuándo dejaré de temblar de miedo
ante mi superior?. Pero todas mis esperanzas fueron vanas, pues me mantuvieron en la misma situación; y
además de ocuparme del ganado, me obligaron a cargar pesadas piedras sobre los hombros y a cavar fosos
y vallas. Me mantenía en pie gracias a los escasos bocados de pan recibidos en pago a mi labor. No sabía
hacia dónde dirigirme, y los sacerdotes del convento me habían inducido a aborrecer todo lo que hacían.
Habían envenenado mi mente hasta que empecé a pensar que el mundo entero era un océano de
sufrimientos y miserias, y que el convento era el único puerto de salvación. Pero cuando descubrí el origen
de sus alimentos y oro, me alegré de no compartirlos. -Kahlil se recompuso y miró a su alrededor, como si
algo bello se hubiera revelado a sus ojos en aquella miserable cabaña. Rachel y Miriam permanecieron en
silencio y luego el joven prosiguió: -Dios, que me arrebató mi padre y me exilió en el convento como un
huérfano, no quiso que desperdiciara mi vida caminando a ciegas a través de un bosque peligroso; tampoco
quiso que fuera un mísero esclavo durante el resto de mi vida. Dios me abrió los ojos y oídos y me develó
la luz divina y me hizo escuchar a la Verdad cuando la Verdad hablaba.
Rachel pensó en voz alta:
-¿Acaso existe luz alguna, diferente de la del sol, que brille sobre la gente? ¿Son los seres humanos
capaces de comprender la Verdad?
-La luz verdadera es aquella que emana del hombre
-respondió Kahlil-, y que revela al alma los secretos del corazón, tornándola feliz y contenta con la vida.
La Verdad es como las estrellas: no surge sino de las tinieblas de la noche. La Verdad es como todas las
cosas bellas de este mundo: no revela sus deseos excepto a aquellos que sienten antes que nadie la
influencia de la falsedad. La Verdad es una dama generosa que nos enseña a conformarnos con nuestra vida
cotidiana y a compartir con nuestros semejantes la misma felicidad.
-Muchos son los que viven de acuerdo con su bondad
-respondió Rachel-, y muchos son los que creen que la compasión es la sombra de la Ley Divina revelada
al hombre; sin embargo, ellos no gozan de sus vidas, pues permanecen míseros hasta la muerte.
Kahlil replicó:
-Vanas son las creencias y enseñanzas que vuelven mísero al hombre, y falsa es la bondad que lo
conduce al sufrimiento y desesperanza, pues es el destino del hombre ser feliz en esta tierra y hallar el
camino hacia la felicidad y predicar su verdad dondequiera que vaya. Aquel que no halla el reino de los
cielos en esta vida no lo hallará jamás en la vida futura. No somos exiliados en esta tierra, sino inocentes
criaturas de Dios, prestas a aprender cómo adorar al espíritu eterno y sagrado, y descubrir en la belleza de
la vida los secretos ocultos en nosotros mismos. Ésta es la verdad que aprendí de las enseñanzas del
Nazareno. Ésta es la luz que surgió en lo íntimo de mi ser e iluminó los oscuros rincones del convento que
amedrentaban mi vida. Éste es el secreto oculto que los maravillosos campos y valles me revelaron cuando
estaba hambriento, sólo y gimiente a la sombra de los árboles.
Ésta es la religión que el convento debería divulgar, como Dios lo quiso, como Jesús lo enseñó. Cierto
día, con mi alma segura de las celestiales bellezas de la Verdad, me presenté bravamente ante los monjes
reunidos en el jardín, y critiqué su equivocado comportamiento diciéndoles: ¿Por qué pasáis vuestros días
en este sitio y os regocijáis con la condición de los pobres, saboreando el pan que ellos amasaron con el
sudor de sus cuerpos y las lágrimas de sus corazones? ¿Por qué vivís a la sombra del parasitismo y
segregados de los que necesitan instrucción? ¿Por qué priváis a la nación de vuestra ayuda? Jesús os ha
enviado para que seáis corderos entre los lobos: ¿qué os ha convertido en lobos entre corderos? ¿Es que
huís de la humanidad y del Dios que os creó? Si sois en verdad más buenos que aquellos que transitan el
sendero de la vida, deberíais acercaros a ellos y mejorar sus vidas; pero si pensáis que ellos son mejores
que vosotros, deberíais estar deseosos de aprender de ellos. ¿Por qué hacéis votos de pobreza, y luego
olvidáis lo que habéis prometido y vivís en el lujo? ¿Por qué juráis obedecer a Dios y luego os rebeláis
contra todo lo que significa la religión? ¿Por qué adoptáis la virtud como vuestro mandamiento cuando
vuestros corazones están llenos de pecado? Simuláis martirizar vuestros cuerpos cuando en realidad matáis
vuestras almas. Os comprometéis a abjurar de las cosas terrenas, mas vuestros corazones exudan avidez.
Hacéis que vuestros semejantes crean en vosotros pues os consideran sus maestros religiosos; en verdad,
sois como el ganado que se olvida de aprender por pastar en las verdes y hermosas praderas. Restituyamos
a los necesitados las vastas tierras del convento y devolvámosles la plata y el oro que les robamos.
Abandonemos nuestra reclusión y sirvamos al débil que nos concedió fortaleza, y purifiquemos la nación
que habitamos. Enseñemos a esta miserable nación a sonreír y a gozar de los privilegios celestiales, la
libertad y la gloria de la vida.
"Las lágrimas de nuestros semejantes son más bellas y están más próximas a Dios que la paz y la
tranquilidad a las que os habéis acostumbrado en este sitio. La compasión que conmueve el corazón de
nuestros prójimos es más suprema que la virtud oculta en los rincones más recónditos del convento. Una
palabra compasiva al débil criminal o la prostituta es más noble que las fútiles e interminables plegarias que
repetís automáticamente cada día en el templo.
En este punto del relato, Kahlil suspiró profundamente. Luego elevó los ojos hacia Rachel y Miriam y dijo:
-Mientras decía todas estas cosas a los monjes, éstos me escuchaban con perplejidad, como si no
pudieran convencerse de que un joven se atreviera a pronunciar palabras tan audaces. Cuando terminé, uno
de los monjes se adelantó y me dijo con enfado: "¿Cómo te atreves a hablar de ese modo en nuestra
presencia?" Y otro rió y agregó: "¿Has aprendido esto de las vacas y los cerdos que cuidas en los campos?"
Y un tercero se irguió y me amenazó diciendo: "¡Serás castigado, hereje!" Luego se dispersaron como
huyendo de un leproso. Algunos se quejaron ante el superior, quien me mandó llamar al atardecer. Los
monjes se regocijaban por adelantado de mi sufrimiento, y el júbilo henchía sus rostros cuando ordenaron
azotarme y encarcelarme por cuarenta días y cuarenta noches. Me condujeron a una celda oscura donde
pasé los días yaciendo en una cueva que no me permitía ver la luz. No podía distinguir el fin de la noche
del comienzo del día, y no podía percibir nada, excepto a los insectos arrastrándose bajo mis pies. Nada
podía escuchar, salvo el sonido de los pasos, cuando me traían, tras largos intervalos, un mendrugo de pan
y un poco de agua mezclada con vinagre.
"Cuando salí de la prisión me encontraba débil y enfermo, y los monjes creyeron que me habían curado
de pensar, y que habían matado el deseo de mi alma. Pensaron que el hambre y la sed habían sofocado la
bondad que Dios depositó en mi corazón. Durante mis cuarenta días de soledad me esforcé por hallar un
método que ayudara a los monjes a ver la luz y a oír la verdadera melodía de la vida, pero todas mis
reflexiones fueron en vano, pues el velo espeso que los siglos habían tejido en sus ojos no podría rasgarse
en tan poco tiempo; y el mortero con el que la ignorancia había ensordecido sus oídos era demasiado sólido
y no podía romperse con el roce de suaves dedos.
Se hizo silencio un instante, y luego Miriam miró a su madre como pidiéndole permiso para hablar.
Entonces dijo:
-Debes haber hablado de nuevo a los monjes,,, ya que ellos eligieron una noche tan terrible para
desterrarte del convento. Deberían aprender a ser bondadosos aun con sus enemigos.
-Esta noche -respondió Kahlil-, mientras la atronadora tormenta y los aguerridos elementos luchaban en
el cielo, abandoné a los monjes reunidos junto al fuego, relatándose cuentos e historias humorísticas. Al
verme solitario, comenzaron a divertirse a costa mía. Yo leía los Evangelios y meditaba acerca de las bellas
palabras de Jesús que me hacían olvidar momentáneamente la cólera de la naturaleza y los beligerantes
elementos del cielo, cuando se me acercaron con intenciones de ponerme en ridículo. Los ignoré tratando
de ocupar mi mente y de mirar a través de la, ventana, pero ellos se enfurecieron, pues mi silencio acallaba
las risas de sus corazones y los sarcasmos de sus labios. Uno de ellos dijo:
¿Qué lees, Gran Reformador?. En respuesta a esta pregunta, abrí el libro y leí en voz alta el siguiente
trozo: "Pero al ver que muchos fariseos y saduceos acudían a su bautismo, él les dijo: Oh raza de víboras,
¿quién os ha aconsejado huir de la ira por venir? Traed pues ofrendas y arrepentios; y no penséis en deciros
a vosotros mismos Abraham es nuestro padre; pues yo os digo que Dios puede hacer que de estas piedras
nazcan los hijos de Abraham. También el hacha se clava en las raíces de los árboles; y todo árbol que no
produzca buenos frutos es derribado y arrojado al fuego".
Al leerles las frases de Juan el Bautis ta, los monjes enmudecieron como si una mano invisible
estrangulara sus espíritus, mas se revistieron de falso valor y comenzaron a reírse. Uno de ellos dijo:
'Hemos leído muchas veces esas frases, y no necesitamos que un pastor nos las recuerde'.
Entonces protesté: Si hubierais leído estas frases y hubierais comprendido su significado, los pobres
aldeanos no hubieran muerto de hambre y frío. Al decir esto, uno de los monjes me abofeteó como si yo
hubiera hablado pestes de los sacerdotes; otro me dio un puntapié y un tercero me arrebató el libro, y un
cuarto llamó al superior quien corrió apresurado, trémulo de ira. Gritó: 'Coged a este rebelde y echadlo de
este sitio sagrado, y dejad que la furia de la tormenta le enseñe obediencia. Arrojadlo a la intemperie y
dejad que la naturaleza sea un instrumento de la voluntad Divina, y luego purificad vuestras manos de los
gérmenes ponzoñosos de la herejía que infectan sus vestiduras. Y si regresa clamando perdón, no le abráis
las puertas, pues la víbora. que estuvo prisionera no se convierte jamás en paloma, ni la zarza prende si se
la planta en un viñedo'.
La orden se cumplió estrictamente, fui arrastrado hacia fuera del convento ante las risas de los monjes.
Antes de que cerraran la puerta detrás de mí, escuché que uno de ellos decía: 'Ayer eras el rey de las vacas
y los cerdos, y hoy estás destronado, oh Gran Reformador; ve ahora y erígete en rey de los lobos y
enséñales a vivir en sus cubiles'.
Kahlil suspiró profundamente, luego volvió el rostro hacia las llamas del fuego. Con voz dulce y
agradable, y con pálido semblante, dijo:
-Así fue cómo me desterraron del convento, y así fue cómo los monjes me dejaron librado a las garras de
la Muerte. Luché a ciegas a través de la negra noche; el fuerte viento rasgaba mi hábito y la nieve
acumulada aprisionaba mis pies, y continuó empujándome hasta que finalmente caí, gritando con
desesperación. Pensé que nadie me habría escuchado excepto la Muerte, pero un padre sabio y piadoso
había escuchado mi llamada. Ese poder no quis o que muriera sin antes saber qué queda de los secretos de
la vida. Ese poder fue el que os envió a salvar mi vida de las profundidades del abismo y de la nada.
Rachel y Miriam se sintieron como si sus espíritus comprendieran el misterio del alma del joven,
compartieron sus sentimientos y lo comprendieron. No pudiendo contenerse más, Rachel se inclinó y
tocándole tiernamente su mano mientras las lágrimas rodaban por su rostro, le habló:
-Aquel que ha sido elegido por los cielos como el defensor de la Verdad, no perecerá en manos de las
tormentas y la nieve de los mismos cielos.
-Las tormentas y la nieve pueden matar a las flores, pero no a las simientes, pues la nieve las protege de
la asesina escarcha -agregó Miriam.
El rostro de Kahlil se iluminó al oír aquellas palabras de aliento.
-Si vosotras no me consideráis rebelde y hereje como los monjes me consideraron -dijo entonces-, la
persecución de que fui objeto en el convento es el símbolo de una nación oprimida que aún no ha logrado
alcanzar la madurez; y esta noche en que estuve al borde de la muerte es como la revolución que precede a
la justicia. Del corazón de una mujer sensible surge la felicidad de la humanidad, y de la bondad de su
noble espíritu el afecto que debe reinar entre los hombres.
Cerró los ojos y se recostó en la almohada; las dos mujeres no lo perturbaron con su conversación, pues
sabían que la larga exposición a la intemperie lo había extenuado. Kahlil durmió como un niño extraviado
que finalmente halla protección en brazos de su madre.
Rachel y su hija se encaminaron lentamente hacia sus lechos y allí se sentaron a observarlo, como si
hubieran hallado en ese rostro atormentado un imán que atrajera sus corazones.
-Sus ojos poseen una curiosa fuerza que habla en silencio y estimula los deseos del alma -susurró la madre.
-Sus manos son, madre, como las de Cristo en el templo -dijo Miriam.
-En su rostro se funden la ternura de la mujer y la audacia del hombre -replicó la madre.
Y en alas del sueño las mujeres se trasladaron al mundo de la fantasía, y el fuego se extinguió hasta no
ser nada más que cenizas, mientras la luz de la lámpara de aceite se fue desvaneciendo hasta desaparecer.
Afuera la furiosa tempestad bramaba y los cielos tenebrosos arrojaban cúmulos de nieve que el viento
dispersaba por doquier.
IV
Cinco días habían pasado, y de los cielos aún descendía la nieve sepultando implacable montañas y
praderas. Kahlil intentó tres veces despedirse y proseguir su viaje hacia la llanura, pero Rachel lo detenía a
cada instante diciéndole:
-No ofrendes tu vida a los elementos enceguecidos, hermano; quédate aquí, pues el pan que alcanza para
dos también alimenta a tres, y el fuego que ardía antes de tu llegada seguirá ardiendo después de tu
partida.
Somos pobres, hermano, pero al igual que el resto de las hombres, vivimos nuestras vidas de cara al sol y a
la humanidad, y Dios nos da el pan de cada día.
Y Miriam le rogaba con enternecedoras miradas y profundos suspiros, porque desde que el joven había
entrado a la choza, ella había sentido en su alma la presencia de un poder divino que colmaba de luz a su
corazón, y que despertaba renovados sentimientos en el santuario de su espíritu. Por primera vez
experimentaba el sentimiento que convirtió a su corazón en una rosa inmaculada que bebe las gotas de
rocío de la mañana y exhala su fragancia al vasto firmamento.
No hay afecto más puro y apacible para el espíritu que el que se oculta en el corazón de una doncella,
quien despierta súbitamente con el espíritu desbordante de la melodía celestial que transforma sus días en
poéticos sueños y llena sus noches de profecías. No hay secreto más bello y poderoso en el misterio de la
vida que ese vínculo que convierte el silencioso espíritu de una virgen en la perpetua vigilia que nos hace
olvidar el pasado, pues enciende en nuestros corazones una prodigiosa y a la vez abrumadora confianza en
el futuro inmediato.
Es la simpleza lo que distingue a las libanesas de las mujeres de cualquier otra nación. Las características
de su formación limitan el progreso de su educación y obstaculizan su futuro. Es por esta razón, sin
embargo, que a menudo se sorprende explorando las inclinaciones y los misterios de su corazón. La joven
libanesa es como una fuente que surge del centro mismo de la tierra, y sigue su curso entre sinuosas
depresiones, pero al no hallar salida al mar, se transforma en un lago de aguas apacibles en cuya creciente
superficie se reflejan los astros rutilantes. Kahlil percibió las vibraciones del corazón de Miriam enlazando
quedamente su alma, y supo que la antorcha divina que había iluminado su corazón también había rozado
el de ella. Se llenó de júbilo por primera vez, como un arroyo sediento se regocija con la lluvia, pero de
inmediato censuró su propia premura, pensando que esa comprensión espiritual se desvanecería como una
nube cuando partiera de la aldea. Con frecuencia se decía: "¿Qué misterio es éste que rige una parte tan
importante de nuestras vidas? ¿Qué Ley es ésta que nos arroja a un sendero pedregoso y nos detiene justo
antes de que veamos jubilosos el rostro del sol? ¿Qué poder es éste que sonriente y glorioso eleva nuestros
espíritus hasta la cima de las montañas, aunque luego nos despertemos gimientes y doloridos en las
profundidades del valle? ¿Qué vida es ésta que nos rodea hoy como un amante y mañana como un
enemigo? ¿No fui ayer perseguido? ¿No sobreviví al hambre y la sed y el sufrimiento y la desidia en aras
de la Verdad que los cielos han revelado a mi corazón? ¿Acaso no dije a los monjes que la felicidad que
proporciona el conocimiento de la Verdad es la voluntad y el propósito de Dios? ¿Entonces por qué este
miedo? ¿Y por qué cierro los ojos a la luz que emana de los de esa mujer? Soy un descastado y ella es
pobre, pero ¿es que sólo de pan vive el hombre? ¿Acaso no somos entre la escasez y la abundancia como
árboles entre invierno y verano? ¿Qué diría Rachel si supiera que mi corazón y el de su hija se comprenden
en silencio, y se aproximan al círculo de la Luz Suprema? ¿Qué diría si descubriera que el joven a quien
salvó anhela adorar a su hija? ¿Qué dirían los aldeanos simples si supieran que un joven desechado en un
convento llegó a su aldea movido por la necesidad y desea vivir junto a una hermosa doncella? ¿Me
escucharían si les dijera que aquel que abandona el convento para vivir con ellos es como el ave que
traspasa los sórdidos muros de su jaula y huye hacia la luz de la libertad? ¿Qué diría Sheik Abbas si oyera
mi historia? ¿Y qué dirían los sacerdotes de la aldea si supieran la causa de mi destierro?
Así hablaba Kahlil consigo mismo, sentado junto al fuego y contemplando las llamas, símbolo de su
amor. Y Miriam de vez en cuando lo miraba de soslayo, leyendo el río de sus pensamientos, y sintiendo la
intensidad de su amor, aún cuando no se pronunciara ni una sola palabra.
Una noche, mientras Kahlil permanecía en la pequeña ventana que daba al valle donde árboles y rocas
parecían cubiertos con blancas mortajas, Miriam se acercó y se detuvo junto a él, mirando el cielo. Cuando
sus ojos se encontraron, el joven suspiró profundamente y cerró los ojos como si su alma navegara por el
vasto firmamento en busca de una palabra. Descubrió que sobraban las palabras, pues el silencio hablaba
por ellos. Miriam se decidió a hablar:
-¿Hacia dónde irás cuando la nieve se deshaga en arroyos y se sequen los senderos?
El abrió los ojos, fijándolos más allá de la línea del horizonte, y explicó:
-Seguiré mi camino hacia dónde el destino y mi devoción por la Verdad me conduzcan.
Miriam sus piró. tristemente.
-¿Por qué no te quedas aquí y vives junto a nosotras?
-dijo-. ¿Es que acaso estás obligado a ir a otro sitio?
Se sintió llevado por esas palabras amables y tiernas, pero reaccionó
-Los aldeanos no aceptarían a un monje desterrado como yo, y no me permitirían respirar el aire que ellos
respiran, porque pensarían que todo enemigo del convento es un infiel, maldecido por Dios y los santos.
Miriam permaneció en silencio, pues la Verdad que la atormentaba le impedía continuar hablando. Luego
Kahlil se volvió y explicó:
-Los que tienen autoridad, Miriam, enseñan a estos aldeanos a odiar a todo el que tenga pensamientos
propios; se los instruye a permanecer apartados de aquellos cuya mente vuela con libertad; Dios no desea
ser alabado por el ignorante imitador de otros; si yo permaneciera en esta aldea y pidiera a sus habitantes
que alabaran a quien quisieran, dirían de mí que soy un infiel que desconoce la autoridad con que Dios
invistió al sacerdote. Si les pidiera que prestaran atención a la voz de sus corazones y que se comportaran
de acuerdo a los mandatos de sus almas, dirían que soy un malvado cuyo único propósito es alejarlos del
clero que Dios colocó entre el cielo y la tierra. -Kahlil fijó sus ojos en los de Miriam, y con voz semejante
al sonido de cuerdas de plata, dijo. -Pero Miriam, hay en esta aldea un mágico poder que me ha capturado y
se ha apoderado de mi alma.; un poder divino que me ha hecho olvidar los pesares. En esta aldea vi el
rostro de la Muerte cara a cara, y en este sitio mi alma abrazó el espíritu de Dios. Hay en esta aldea una
hermosa flor nacida del suelo árido; su belleza atrae mi corazón y su fragancia colma mis dominios. ¿Debo
abandonar esta inapreciable flor y salir a predicar las ideas que provocaron mi expulsión del convento, o
debo permanecer junto a esa flor y cavar una tumba y sepultar mis pensamientos y creencias entre las
espinas circundantes? ¿Qué debo hacer, Miriam?
Al oír estas palabras, Miriam se estremeció como el lirio ante la brisa juguetona del alba. Su corazón se
encendió a través de sus ojos cuando dijo con voz trémula:
-Ambos estamos en manos de una misteriosa y despiadada fuerza. Dejemos que se cumpla su voluntad.
En -ese momento los dos corazones se unieron y poco después sus espíritus se fundían en una antorcha
encendida que iluminaba sus vidas.
V
Desde el principio de la creación y hasta nuestros días, ciertos clanes de heredadas riquezas, en
complicidad con el clero, se han erigido en administradores del pueblo. Es una herida antigua y honda en el
corazón de la sociedad que no podrá cicatrizar mientras exista la ignorancia.
Aquel que adquiere sus riquezas por herencia, construye su mansión con el menguado dinero de los
pobres. El clérigo erige su templo sobre las tumbas y los huesas de los devotos feligreses. El príncipe
maniata los brazos del labriego mientras el sacerdote le vacía los bolsillos; el gobernante contempla a los
hijos de los campos con el ceño fruncido, y el obispo los consuela con una sonrisa, y entre el ceñudo tigre y
el sonriente lobo perece el rebaño; el gobernante se erige en dueño de las leyes, y el sacerdote en ministro
de Dios, y entre ellos los cuerpos se destrozan y las almas se desvanecen en la nada.
En el Líbano, esa montaña rica de luz y pobre de conocimientos, el noble y el sacerdote aunaban
esfuerzos para explotar al labriego que trabajaba la tierra y cosechaba el cereal para protegerse de la
espada del gobernante y el castigo del sacerdote. El rico libanés se paró orgulloso junto a su palacio y llamó
a la multitud para decirles: "El Sultán me ha designado vuestro señor." Y el sacerdote de pie ante el altar,
dice:
"Dios me ha escogido como guía de vuestras almas." Mas los libaneses permanecen en silencio, porque los
muertos no hablan.
Sheik Abbas era el amigo del alma de los sacerdotes, pues ellos eran sus aliados para reprimir la.
sabiduría del pueblo y revivir el espíritu de ciega obediencia entre los labriegos.
Aquella noche en que Kahlil y Miriam más se aproximaban al trono del Amor mientras Rachel los
contemplaba con mirada afectuosa, el Padre Elías informaba a Sheik Abbas que el superior del convento
había expulsado a un joven rebelde que había hallado refugio en casa de Rachel, la viuda de Samaan Ramy.
E insatisfecho con la escasa información que había proporcionado al Sheik comentó:
-El demonio que hemos expulsado del convento no podrá convertirse en ángel en esta aldea, así como el
árbol derribado y arrojado al fuego no da frutos mientras se quema. Si deseamos desterrar de la aldea a
animales e indeseables, debemos echarlo como hicieron los monjes.
-¿Estáis seguro de que el joven ejerce una nefasta influencia sobre nuestro pueblo? ¿No sería más
conveniente retenerlo y hacerlo trabajar en los viñedos? -inquirió el Sheik-. Necesitamos hombres fuertes.
El rostro del sacerdote reveló su desagrado. Mientras se acariciaba la barba con los dedos, dijo con
astucia:
-Si fuera apto para el trabajo, no hubiera sido expulsado del convento. Un estudiante que trabaja en el
convento y que anoche fue mi huésped por azar, me informó que este joven había violado las órdenes del
superior predicando ideas peligrosas entre los monjes. Lo citó diciendo: "Devolved a los pobres los campos
y viñedos y las riquezas del convento y esparcidlos a los cuatro vientos; y ayudad a aquellos que no tienen
instrucción; si hacéis esto, halagaréis al Padre que está en los Cielos."
Al escuchar estas palabras, Sheik Abbas se puso de pie violentamente, y como un tigre acechando a su
víctima, se fue hacia la puerta y llamó a los sirvientes ordenándoles que acudieran de inmediato.
Aparecieron tres hombres, a quienes el Sheik ordenó:
-En la casa de Rachel, la viuda de Samaan Ramy, hay un joven que viste hábito de monje. Apresadlo y
traedlo aquí. Si la mujer se resiste, cogedla de los cabellos, arrojadla a la nieve y traedla aquí, juntamente
con el joven, pues quien ayuda a la maldad es la maldad misma.
Los hombres se inclinaron respetuosamente y se encaminaron presurosos hacia la casa de Rachel,
mientras el Sheik y el sacerdote discutían acerca de la clase de castigo que impondrían a Kahlil y Rachel.
VI
El día había huido y la noche se habla instalado cubriendo de sombras las míseras chozas sumergidas en
la espesura de la nieve. Finalmente las estrellas poblaron el cielo, como la esperanza en la eternidad futura
puebla nuestra existencia después de experimentar la agonía de la muerte. Las puertas y ventanas estaban
cerradas, pero adentro las lámparas encendidas. Los labriegos se hallaban junto al fuego que caldeaba sus
cuerpos. Rachel, Miriam y Kahlil estaban sentados a la rústica mesa de madera comiendo su cena, cuando
se oyó un golpe en la puerta y tres hombres entraron. Rachel y Miriam se asustaron, pero Kahlil se.
mantuvo en calma, como si la llegada de los hombres no le sorprendiera. Uno de los sirvientes del Sheik se
dirigió hacia Kahlil, le apoyó las manos en los hombros y preguntó:
-¿Tú eres el que ha sido expulsado del convento? -Sí, soy yo. ¿Qué buscáis?
-Tenemos órdenes de arrestarte y de llevarte ante Sheik Abbas, y si te resistes te arrastraremos. -
respondió el hombre. Rachel palideció y exclamó:
-¿Qué crimen ha cometido, y por qué queréis atarlo y arrojarlo a la nieve?
Las dos mujeres clamaron con voz gimiente diciendo: -Es uno solo mientras vosotros sois tres, y es
propio de cobardes hacerlo sufrir.
El hombre se encolerizó y vociferó:
¿Es que existe mujer alguna en esta aldea que se oponga a las órdenes del Sheik?
Entonces extrajo una soga y comenzó a atar las manos de Kahlil. Kahlil levantó orgulloso el rostro, y una
apesadumbrada sonrisa pareció dibujársele en los labios cuando dijo:
-Siento pena pues sois un instrumento ciego y poderoso en manos de un hombre que oprime a los débiles
con la fuerza de vuestros brazos. Sois esclavos de la ignorancia. Ayer yo era como vosotros, pero mañana
vosotros seréis libres como yo lo soy ahora. Hay entre nosotros un abismo profundo que ahoga mi voz de
ruego y os oculta mi realidad. Eso os impide oír o ver. Aquí me tenéis, atad mis manos y haced lo que os
plazca.
Los tres hombres se conmovieron con sus palabras y parecía como si su voz hubiera despertado en ellos
un nuevo espíritu; pero la voz de Sheik Abbas aún resonaba en sus oídos conminándolos a completar su
misión. Ataron sus manos y lo condujeron en silencio hacia el exterior, sintiendo el peso de sus
conciencias. Rachel y Miriam los acompañaron hasta la casa del Sheik, como las hijas de Jerusalén
acompañaron a Cristo hasta el Calvario.
VII
Las noticias, tengan o no importancia, se divulgan rápidamente entre los habitantes de las pequeñas
aldeas, pues el estar alejados de la sociedad los hace comentar con ansiedad entre ellos los acontecimientos
de sus limitados dominios. En invierno, cuando los campos descansan bajo un manto de nieve y la vida
humana se refugia y se guarece junto al fuego, los aldeanos sienten la imperiosa necesidad de enterarse de
las últimas novedades para permanecer ocupados.
Poco después de que Kahlil fuera arrestado, la noticia se difundió entre los aldeanos como una epidemia.
Abandonaron sus cabañas como un ejército proveniente de todas las direcciones para dirigirse hacia la casa
del Sheik Abbas. Cuando Kahlil penetró en la casa del Sheik, el lugar ya estaba repleto de hombres,
mujeres y niños deseosos de echar una mirada al infiel que había sido expulsado del convento. También
estaban ansiosos por ver a Rachel y a su hija, quienes lo habían ayudado a contagiar la peste diabólica de la
herejía en el cielo puro de su aldea.
El Sheik sé ubicó en el asiento principal y junto a él se sentó el Padre Elías, mientras la muchedumbre
contemplaba al joven maniatado que valientemente permanecía ante sus ojos. Rachel y Miriam, de pie
detrás de Kahlil, temblaban de miedo. ¿Pero qué daño puede causar el miedo al corazón de una mujer que
halló la Verdad y siguió sus huellas? ¿Qué daño puede causar la desidia de la multitud al alma de una
doncella a quien ha sorprendido el Amor? Sheik Abbas miró al joven y lo interrogó con voz atronadora:
¿Cómo te llamas, hombre?
-Mi nombre es Kahlil -respondió el joven.
¿Quiénes son vuestros padres y familiares, y dónde nacisteis? -preguntó el Sheik.
Kahlil se volvió hacia los labriegos que lo miraban llenos de odio, y dijo:
-Los pobres y oprimidos son mi clan y familiares, y he nacido en esta vasta nación.
Sheik Abbas dijo, con un dejo de sorna:
Aquellos a quienes has reconocido como vuestros parientes piden que seáis castigado, y la nación que
has proclamado como vuestro lugar de nacimiento se opone a que forméis parte de su pueblo.
-Las naciones ignorantes castigan a sus mejores ciudadanos y los entregan a sus déspotas; y la nación
gobernada por un tirano, persigue a aquellos que tratan de liberar a su pueblo de las garras de la esclavitud.
¿Pero es capaz un buen hijo de abandonar a su madre si ella está enferma? ¿Puede el piadoso negar a su
hermano miserable? Esos pobres hombres que me arrestaron y me trajeron hoy hasta aquí son los mismos
que ayer se sometían a ti. Y esta tierra ilimitada que desconoce mi existencia es la misma que no traga ni
engulle a los ávidos déspotas.
El Sheik profirió una risa penetrante, como si quisiera desahuciar al joven e impedirle que influenciara a
la concurrencia. Se volvió hacia Kahlil y dijo tratando de impresionar:
- ¡Ah! cuidador de ganado, ¿acaso pensáis que seremos más clementes que los monjes que os expulsaron
del convento? ¿Acaso pensáis que nos compadeceremos de un peligroso agitador?
-Es verdad que he cuidado del ganado, pero me siento feliz de no ser carnicero. He conducido mis
rebaños a las ricas praderas y jamás pastaron en tierras áridas. Los he llevado a beber de los más cristalinos
manantiales y nunca a los apestados pantanos. Al atardecer regresaban a salvo a los establos y jamás los
abandonaba en los valles para que fueran presa de los lobos. Así he tratado a los animales; y si vosotros
hubierais seguido mi ejemplo y hubierais tratado a los seres humanos como yo traté a mis rebaños, esta
pobre gente no viviría en humildes cabañas ni sufriría los tormentos de la pobreza, mientras vosotros vivís
como Nerón en esta deslumbrante mansión.
La frente del Sheik relucía con gotas de sudor, y su contrariedad se transformó en ira, pero se esforzó por
mantener la calma simulando no prestar atención a las palabras de Kahlil, y señalándolo exclamó:
-Eres un hereje, y no escucharemos vuestras ridículas palabras; te hemos mandado traer para que seáis
juzgado como un criminal, y aquí estás en presencia del Amo de esta aldea investido como el representante
de vuestra Excelencia el Emir Ameen Shehad. Te hallas ante el Padre Elías, ministro de la Sagrada Iglesia a
cuyas enseñanzas te opones. Ahora, defiéndete o híncate de rodillas ante esta gente y te perdonaremos y
nombraremos cuidador de ganado, igual que cuando estabas en el convento.
-Un criminal no puede ser juzgado por otro criminal
-respondió Kahlil con tranquilidad-, así como el ateo no puede defenderse ante los pecadores. Kahlil miró
a la concurrencia y dijo: -Hermanos: el hombre a quien llamáis Señor de vuestros campos, y a quien así os
habéis sometido por largo tiempo, me ha traído para juzgarme a este edificio construido sobre las tumbas
de vuestros antepasados. Y aquel que se convirtió en pastor de vuestra iglesia con su fe, ha venido a
juzgarme y a ayudaros a humillarme y a aumentar mis sufrimientos. Os habéis apresurado a venir a este
sitio desde donde estuvierais para verme sufrir y clamar misericordia. Habéis abandonado vuestro hogares
para ver maniatado a vuestro hijo y hermano. Habéis venido a ver la presa estremeciéndose en. las garras
de una bestia feroz. Habéis venido aquí esta noche para regocijaros con el infiel que está de pie ante los
jueces. Yo soy el criminal y hereje expulsado del convento. La tempestad me trajo hasta vuestra aldea.
Escuchad mi defensa, y no seáis piadosos pero sí justos, pues la piedad se concede al criminal, mientras que
la justicia es la recompensa del inocente.
"Os selecciono ahora para que seáis mis jueces, pero la voluntad del pueblo es la voluntad de Dios.
Revivid vuestros corazones y escuchad atentamente y luego procesadme de acuerdo con lo que os dicte la
conciencia. Os han dicho que soy un infiel, pero no os han informado de qué crimen o pecado soy culpable.
Me habéis visto maniatado como un ladrón, pero nada sabéis de las calumnias de que fui objeto, sin
embargo los castigos surgen atronadores. Mi crimen, queridos compatriotas, es haber comprendido vuestra
desdicha, pues he sentido en carne propia el peso de las cadenas que os oprimen. Mi pecado es el sincero
pesar por vuestras mujeres; es la compasión por vuestros niños que beben de los pechos la vida mezclada
con la sombra de la muerte. Soy uno de vosotros, y mis antepasados habitaron estos valles y murieron bajo
el mismo yugo que ahora aprisiona vuestras cabezas. Creo en Dios que escucha el llanto de las almas
dolientes, y creo en las Escrituras que nos hermanan en el cielo. Creo en las enseñanzas que nos hacen
semejantes y que nos dejan en libertad sobre la tierra, donde transita cauteloso el Señor.
"Mientras cuidaba las vacas del convento, y contemplaba la sufriente condición que soportáis, escuché el
grito desesperado que venía de vuestras humildes moradas: el grito de almas oprimidas, el grito de
corazones ultrajados aprisionados en vuestros cuerpos como esclavos del señor de estos campos. Al mirar
me hallé en el convento y a vosotros en los campos, y os vi como a un rebaño persiguiendo al lobo que
huye hacia su cubil; y al detenerme en medio del camino para socorrer a las ovejas, pedí ayuda a gritos,
pero el lobo me atacó con sus afilados colmillos.
"He sobrevivido a la prisión, al hambre y la sed en aras de la verdad que sólo hiere al cuerpo. He
padecido lo indecible porque transformé vuestros quejosos suspiros en voz enérgica que sacudió con su eco
los muros del convento.
Nunca sentí miedo ni cansancio porque vuestro doliente llanto inyectaba cada día renovada fuerza a mi
corazón rejuveneciéndolo. Podéis preguntaros: ¿Quién de nosotros ha pedido socorro alguna vez, y quién
se atreve a despegar los labios? Pero yo os digo que vuestras almas gimen cada día y cada noche, aunque
vosotros no podéis oírlas, pues los que agonizan no pueden escuchar los latidos quejumbrosos de sus
corazones que sin embargo, son escuchados por quienes se encuentran a su lado. El ave mutilada, pese a
sus esfuerzos danza penosamente sin saber por qué, pero los testigos de esa danza conocen su origen. ¿En
qué momento del día no suspiráis dolorosamente? ¿Es acaso por la mañana, cuando el amo r a la vida,
rasgando el velo que cubre vuestros ojos, os llama para conduciros a los campos como esclavos? ¿Es acaso
al mediodía, cuando deseáis sentaros a la sombra de los árboles para protegeros del sol abrasador? ¿O es
acaso al atardecer, cuando regresáis hambrientos a vuestros hogares, anhelando un sustancioso plato de
comida en vez de un magro bocado y agua impura? ¿O por las noches, cuando la fatiga os arroja sobre
vuestras camas maltrechas, y ni bien el cansancio cierra vuestros párpados, volvéis a incorporaros
desvelados temiendo que la voz del Sheik retumbe en vuestros oídos? ¿En que estación del año no os
lamentáis de vuestra suerte? ¿Es acaso en primavera, cuando la naturaleza se viste primorosa y, salís a su
encuentro con harapientos vestidos? ¿O es en verano, cuando recogéis el trigo y el maíz y colmáis con ellos
los graneros de vuestro señor, para recibir en recompensa sólo heno y paja? ¿Es acaso en otoño, cuando
recogéis los frutos y lleváis las uvas al lagar, y recibís a cambio una jarra de vinagre y un saco de marlos?
¿O en invierno, cuando, confinados en vuestra cabañas sepultadas bajo la nieve, os sentáis junto al fuego y
tembláis cuando los cielos enfurecidos os conminan más allá del límite de vuestras mentes débiles?
"Ésta es la vida de los pobres; este es el llanto perpetuo que escucho. Esto es lo que impulsa a mi espíritu
a rebelarse contra los opresores y despreciar su conducta. Cuando pedí a los monjes que se apiadaran de
vosotros, pensaron que era ateo, y me respondieron con la expuls ión. Hoy he venido aquí a compartir con
vosotros esta vida de miserias, y a mezclar mis lágrimas con las vuestras. Aquí estoy, en las garras de
vuestro peor enemigo. ¿Habéis reparado en que esta tierra que trabajáis como esclavos les fue arrebatada a
vuestros padres cuando las leyes se escribían sobre el filo de la espada? Los monjes engañaron a vuestros
antepasados y los despojaron de campos y viñedos cuando las leyes religiosas se escribían en los labios de
los sacerdotes. ¿Qué hombre o mujer no está bajo las órdenes del Señor de los campos quien los conmina a
cumplir la voluntad de los sacerdotes? Dios dijo: 'Comeréis vuestro pan con el sudor de vuestras frentes'
Pero Sheik Abbas come el pan horneado con los años de vuestras vidas y bebe el vino que contiene
vuestras lágrimas. ¿Es que Dios eligió a este hombre entre vosotros mientras se hallaba en el vientre de su
madre? ¿O son acaso vuestros pecados los que os convirtieron en sus propiedades? Gratis habéis tomado y
gratis brindaréis... 'No acumuléis oro, ni plata ni cobre'. ¿Entonces qué designios permiten a los sacerdotes
vender sus plegarias a cambio de oro y plata? En el silencio de la noche, oráis diciendo: 'Danos el pan de
cada día'. Dios os ha dado esta tierra de la que extraéis el pan de cada día, pero ¿de qué autoridad ha
investido El a los monjes para que os roben esta tierra y este pan?
"Maldecís a Judas porque vendió a su Maestro por unas pocas monedas, pero bendecís a aquellos que lo
venden cada día. Judas se arrepintió y se colgó por su mala acción, pero estos sacerdotes se yerguen
orgullosos, usan hermosos atavíos resplandecientes de cruces que cuelgan de sus pechos. Enseñáis a
vuestros hijos a amar a Cristo y al mismo tiempo los instruís para que obedezcan a los que se oponen a Sus
enseñanzas y violan Sus leyes.
"Los apóstoles de Cristo fueron lapidados para reviviros en el Espíritu Santo, pero los monjes y
sacerdotes matan ese espíritu en vosotros para poder vivir a expensas de vuestra miserable condición. ¿Qué
os ha persuadido a vivir en este Universo una vida llena de miseria y opresión? ¿Qué os urge a hincaros
ante ese terrible ídolo que ha sido erigido sobre los cadáveres de vuestros padres? ¿Qué tesoros os reserváis
para vuestra posteridad?
"Vuestras almas se hallan a merced de los sacerdotes, y vuestros cuerpos aprisionados entre las garras de
los gobernantes. ¿Qué podéis señalar en la vida y decir: '¡esto es mío!'. Queridos compatriotas, ¿conocéis
acaso al sacerdote a quien teméis? Es un traidor que usa las Escrituras como una amenaza para apoderarse
de vuestro dinero... un hipócrita que lleva una cruz y la usa como una espada para cortaros vuestras
venas...
un lobo disfrazado de cordero... un glotón que adora las mesas en lugar de los altares... una criatura
hambrienta de riquezas capaz de seguir al dinar hasta las más remotas regiones... un ladrón que hurta a las
viudas y los huérfanos. Es una extraña criatura, con pico de águila, garras de tigre, dientes de hiena y cuero
de víbora. Apoderaos del Libro y rasgad sus vestiduras, y arrancadle la barba y haced de él lo que os
plazca; luego colocad un dinar en su mano y os perdonará sonriente.
"Abofeteadlo y escupidle y pisad sobre su cuello; luego invitadlo a sentarse a bordo de vuestro barco.
Olvidará en el acto los agravios y cortará sus ataduras y llenará su estómago con vuestra comida.
"Maldecidlo y ponedlo en ridículo; luego enviadle una jarra de vino y una canasta de frutas. Se olvidará
de vuestros pecados. Cuando ve una mujer, se vuelve y dice: Aléjate de Mí, oh hija de Babilonia!' y luego
se dice a sí mismo en un susurro: 'El matrimonio es mejor que la codicia'. Cuando ve a los jóvenes hombres
y mujeres que acompañan la procesión del Amor, eleva los ojos al cielo y dice: 'Vanidad de vanidades,
¡todo es vanidad!' Y en soledad habla consigo mismo diciéndose: '¡Que las leyes y tradiciones que me
privan de la dicha de la vida sean abolidas!'
"Predica entre su pueblo diciendo: '¡No juzguéis hasta no ser juzgados!' Pero él juzga a todos aquellos
que aborrecen sus acciones y los manda al infierno antes de que la Muerte los separe de la vida.
"Cuando habla alza los ojos al cielo, pero al mismo tiempo sus pensamientos se arrastran como víboras
en vuestros bolsillos.
"Se dirige a vuestros hijos amados, pero su corazón está vacío de amor paternal, y sus labios no sonrieron
jamás a un niño, ni sus brazos sostuvieron jamás un pequeño.
"Os dice mientras sacude la cabeza: '¡Desprendámonos de las cosas terrenas, pues la vida es efímera
como las nubes'. Pero si lo miráis con detenimiento advertiréis que está fuertemente aferrado a la vida,
lamentando, el pasado fugaz, condenando al presente veloz, y aguardando temeroso el porvenir.
"Os conmina a ser caritativos cuando él desborda de riquezas, si vosotros garantizáis su pedido, os
bendecirá públicamente, mas si os rehusáis os condenará en secreto.
"En el templo os pide que ayudéis al necesitado,. mientras los necesitados rondan hambrientos su casa,
aunque él no pueda verlos ni oírlos.
"Vende sus plegarias, y aquel que no las compra es un descreído, desterrado del Paraíso.
"Ésta es la criatura a quien teméis. Éste es el monje que chupa vuestra sangre. Éste es el sacerdote que se
persigna con la diestra y os ahorca con la siniestra.
"Éste es el pastor que concebís como vuestro siervo, más él se erige en vuestro amo.
"Ésta es la sombra que rodea vuestras almas desde el nacimiento hasta la muerte.
"Éste es el hombre que vino a juzgarme esta noche, pues mi espíritu se había rebelado contra los
enemigos de Jesús el Nazareno quien a todos nos amó y nos llamó hermanos, y quién murió por nosotros
en la Cruz.
Kahlil sintió que los corazones de los aldeanos lo habían comprendido; su voz se aclaró y retomó la
palabra diciendo: Hermanos, bien sabéis que Sheik Abbas es el Amo de esta aldea reconocido por el Emir
Shebab, representante del Sultán y Gobernador de la Provincia, pero yo os pregunto si alguno de vosotros
ha visto el poder que reconoció al Sultán como el dios de la nación. Ese poder, compatriotas míos, no
puede ser visto, ni oído, pero podéis percibir su presencia en lo profundo de vuestros corazones. Es ese
poder que alabáis y honráis cada día diciendo: '¡Padre nuestro que estáis en los cielos!' Sí, vuestro Padre
que está en los cielos es quien nombró a reyes y príncipes, pues él es todopoderoso. ¿Pero pensáis acaso
que vuestro Padre, Quien os ama y os guía a través de Sus profetas por el sendero divino, desea que seáis
oprimidos? ¿Creéis acaso que Dios, Quien ha hecho brotar la lluvia de los cielos, y el trigo de las semillas
ocultas en el centro de la tierra, desea que sufráis el hombre para que otro hombre se regocije con Su
bondad? ¿Creéis que el Espíritu Eterno, Quien os revela el amor de las esposas, la pena de los niños y la
misericordia de nuestros semejantes, hubiera sido capaz de coronar a un tirano que os esclavice toda la
vida? ¿Creéis acaso que la Ley Eterna que embellece la vida, os enviaría a un hombre que os negara esa
felicidad y que os condujera a las oscuras antesalas de la Muerte? ¿Creéis que la fuerza física con que os
dotó la naturaleza, trasciende vuestros cuerpos para pertenecer a los ricos?
"No podéis creer estas cosas, porque si así lo hicierais estaríais negando la justicia de Dios que nos hizo a
todos iguales, y la luz de la Verdad que brilla sobre todos los habitantes de la tierra. ¿Qué os hizo luchar
contra vosotros mismos, corazón contra alma, y socorrer a aquellos que os esclavizaron si Dios os puso
libres sobre esta tierra?
"¿Os hacéis justicia cuando eleváis vuestros ojos al Dios Todopoderoso llamándolo Padre, para luego
volver el rostro e hincarse ante el hombre al que llamáis Señor?
"¿Os contentáis, hijos de Dios, con ser esclavos del hombre? ¿Acaso Cristo no os llamó hermanos? Sin
embargo, Sheik Abbas os llama siervos. ¿Es que Jesús no os creó libres en el Espíritu y la Verdad? Sin
embargo, el Emir os hizo esclavos de la corrupción y la vergüenza. ¿Es que Cristo no os glorificó para que
pudierais entrar al reino de los cielos? ¿Entonces por qué descendéis a los infiernos? ¿Es que El no iluminó
vuestros corazones? ¿Entonces porqué ocultáis vuestras almas en la oscuridad? Dios ha puesto en vuestros
corazones una antorcha encendida que resplandece de belleza y sabiduría, y que explora los secretos de las
noches y los días; es pecado extinguir esa antorcha y sepultarla bajo las cenizas. Dios ha dotado a vuestros
espíritus de alas para volar por el vasto firmamento del Amor y la Libertad; es doloroso que mutiléis las
alas con vuestras propias manos y que vuestros espíritus sufran arrastrándose como insectos sobre la tierra.
Sheik Abbas observaba consternado a los mudos aldeanos, e intentó interrumpirlo, pero Kahlil, inspirado,
continuó:
-Dios ha plantado en vuestros corazones la semilla de la Felicidad; es un crimen que arranquéis esa
semilla y la arrojéis despiadadamente a las rocas para que el viento las disperse y las aves las recojan. Dios
os ha dado hijos para que los criéis y les enseñéis la verdad y colméis sus corazones con lo más preciado de
la existencia. El quiere que les leguéis la dicha y las bondades de la Vida; ¿por qué es que son extranjeros
en el sitio donde nacieron y entumecidas criaturas ante el rostro del Sol? Un padre que hace de su hijo un
esclavo es un padre que da a su hijo una piedra cuando éste pide pan. ¿No habéis visto cómo las aves del
cielo enseñan a sus pequeños a volar? ¿Por qué entonces enseñáis a vuestros hijos a arrastrar las cadenas
de la esclavitud? ¿No habéis visto cómo las flores de los valles depositan las semillas en la tierra bañada por
el sol? ¿Entonces por qué confináis a vuestros hijos en la tenebrosa oscuridad?
El silencio reinó por un instante, y parecía como si la mente de Kahlil estuviera abrumada de dolor. Pero
esta vez, con voz débil y convincente continuó:
-Las palabras que pronuncio esta noche son las mismas que causaron mi expulsión del convento. Si el
señor de vuestros campos y el pastor de vuestra iglesia me atrapara y me matara esta noche, moriría en paz
y feliz de haber cumplido mi misión y de haberos revelado la Verdad que los demonios consideran un
crimen. Ahora he cumplido la voluntad de Dios Todopoderoso.
Había en la voz de Kahlil un mágico mensaje que atraía el interés de los aldeanos. La dulzura de sus
palabras había conmovido a las mujeres que lo consideraban el mensajero de la paz, y tenían los ojos llenos
de lágrimas.
Sheik Abbas y el Padre Elías se estremecían de ira. Al concluir, Kahlil se adelantó unos pasos y se acercó
a Rachel y Miriam. El silencio había ganado el estrado, y parecía como si el espíritu de Kahlil hubiera
ganado el vasto recinto y liberara las almas de la multitud del temor que Sheik Abbas y el Padre Elías les
infundía, mientras éstos temblaban culpables y perplejos.
El Sheik se puso de pie súbitamente, y los aldeanos pudieron ver la palidez de su rostro. Dirigiéndose a
los hombres que lo rodeaban les dijo:
-¿Qué ha sido de vosotros, perros? ¿Es que vuestros corazones han sido envenenados? ¿Es que vuestra
sangre ha dejado de circular y os ha debilitado de tal forma que no podéis saltar sobre este criminal y
destrozarlo? ¿Qué conjuro ha lanzado sobre vosotros?
Cuando terminó de reprenderlos, alzó la espada y se encaminó hacia el joven encadenado, pero un
robusto aldeano lo detuvo, y tomándolo fuertemente de las manos le dijo:
-Envaina tu espada, Señor, pues aquel que empuña la espada para matar, será muerto por ella.
El Sheik se estremeció visiblemente, y la espada cayó de sus manos. Dirigiéndose al hombre, dijo:
-¿Cómo se atreve un mísero a oponerse a su Señor y benefactor?
A lo que el hombre respondió:
-El siervo fiel no ayuda a su Señor a cometer crímenes; este joven no ha dicho sino la verdad.
Otro hombre se adelantó y afirmó:
-Este hombre es inocente y digno de honor y respeto. Y una mujer dijo en voz alta:
-No ha maldecido a Dios o a los santos; ¿por qué lo llamáis hereje?. Y Rachel preguntó:
-¿Qué crimen ha cometido?
-Eres rebelde, tú, viuda miserable -el Sheik gritó- has olvidado el destino de tu esposo que se rebeló seis
años atrás?
-Rachel se estremeció de dolor y cólera al oír estas impulsivas palabras, pues al fin había hallado al
asesino de su esposo. Ahogó las lágrimas y mirando a la multitud gritó:
-¡Aquí tenéis al criminal que habéis tratado de encontrar durante seis años; lo escucháis ahora confesar su
culpa! El es el asesino que ha ocultado su crimen. Miradlo y leed sus pensamientos; estudiadlo y observad
su terror; tiembla como la última hoja de un árbol en invierno. Dios os ha demostrado que el Señor a quien
siempre temisteis es un sangriento criminal. Me convirtió en viuda entre estas mujeres, y a mi hija en
huérfana entre estos niños.
Las frases pronunciadas por Rachel penetraron como un trueno el corazón del Sheik, y el rugido de los
hombres y la exaltación de las mujeres cayeron como tizones encendidos sobre él.
El sacerdote ayudó al Sheik a llegar hasta su asiento. Luego llamó a los siervos y les ordenó:
-¡Arrestad a esta mujer quien ha acusado falsamente a vuestro Señor de haber matado a su esposo;
encerrar a este joven en una oscura prisión, y cualquiera que se oponga es un criminal, y como éste joven
será excomulgado de la Santa Iglesia.
Los siervos inmutables mirando a Kahlil, quien aún estaba maniatado. Rachel se ubicó a la derecha y
Miriam a la izquierda de Kahlil, como un par de alas dispuestas a volar por el vasto cielo de la Libertad.
Con la barba temblándole de ira, el Padre Elías dijo:
-¿Renegáis de vuestro Señor por el bien de un descreído criminal y una desvergonzada adúltera?
Y el más anciano de los siervos le contestó:
-Hemos servido al Sheik Abbas durante largo tiempo a cambio de comida y protección, pero nunca
hemos sido sus esclavos, -después de decir esto, el siervo se despojó de sus vestiduras y turbante, los
arrojó a los pies del Sheik y luego agregó: -Ya nunca más necesitaré estas ropas, ni deseo que mi alma sufra
en la mezquina morada de un criminal.
Y todos los siervos hicieron lo mismo y se unieron a la multitud cuyos rostros irradiaban alegría, símbolo
de la Libertad y la Verdad. El Padre Elías vio que finalmente su autoridad se había debilitado, y abandonó
el recinto maldiciendo la hora en que Kahlil apareció en la aldea. Un homb re fuerte corrió presuroso a
desatar las manos de Kahlil, miró al Sheik quien se había desplomado como un cadáver en su asiento, y se
dirigió a él en estos términos:
-Este joven maniatado, a quien habéis traído aquí y juzgado como un criminal, ha elevado nuestros
espíritus e iluminado nuestros corazones con el espíritu de la Verdad y el Conocimiento. Y esta pobre viuda
a quien el Padre Elías llamó falsa acusadora nos ha revelado el crimen que habéis cometido seis años atrás.
Vinimos aquí esta noche para ser espectadores del juicio de un alma noble e inocente. Ahora, el cielo nos
ha abierto los ojos y nos ha mostrado las atrocidades que has cometido, te abandonaremos e ignoraremos y
dejaremos que el cielo haga su voluntad.
Muchas voces se elevaron en la sala, y podía oírse a un hombre que decía:
-Abandonemos este pérfido lugar y regresemos a nuestros hogares.
Y otro aseguraba:
-Sigamos a este joven hasta la morada de Rachel y escuchemos sus atinadas palabras y su inmensa
sabiduría. Mientras un tercero decía:
Busquemos su consejo, pues él sabe de nuestras necesidades.
Y un cuarto gritaba:
-Si queremos hacer justicia, vayamos ante el Emir y acusemos a Abbas del crimen que ha cometido.
Y muchos exclamaban:
-Pidamos al Emir que designe a Kahlil nuestro Amo y Señor, y digamos al Obispo que el Padre Elías era
su cómplice. Mientras las voces se elevaban y descendían en los oídos del Sheik como aguzadas flechas,
Kahlil alzó su mano y tranquilizó a los aldeanos diciéndoles:
"Hermanos, no os apresuréis; escuchad y meditad. Yo os ruego, en nombre del amor y la amistad que nos
une, que no vayáis ante el Emir, pues no hallaréis justicia. Recordad que un animal feroz no muerde a su
igual; ni debéis ir ante el obispo, pues él bien sabe que la casa agrietada acaba por derrumbarse. No pidáis
al Emir que me designe amo de esta aldea, pues el siervo fiel no desea servir al despiadado Señor. Si soy
merecedor de vuestro amor y amistad, dejad que viva entre vosotros y comparta con vosotros la felicidad y
los pesares de esta Vida. Unamo s nuestras manos y trabajemos juntos en el campo y el hogar, porque si no
puedo ser uno de vosotros sería un hipócrita que no vive de acuerdo a lo que pregona. Y ahora, así como el
hacha se clava en las raíces del árbol, abandonemos a Sheik Abbas ante el tribunal de su conciencia y ante
la Suprema Corte de Dios, cuyo sol brilla sobre inocentes y criminales por igual.
Después de decir esto, abandonó el lugar, y la multitud lo seguía como si una fuerza divina en él atrajera
sus corazones. El Sheik se quedó solo en medio del silencio abrumador, como una torre en ruinas que sufre
en calma su derrota. Cuando la multitud llegó al patio de la iglesia iluminado por la luna oculta entre las
nubes, Kahlil les dirigió una mirada de amor como un buen pastor que cuida su rebaño. Movido por la
compasión hacia esos aldeanos que simbolizaban una nación oprimida, se sintió el profeta que ve a las
naciones de Oriente transitando esos valles y arrastrando almas vacías y apesadumbrados corazones. Alzó
ambas manos al cielo y dijo:
-Desde las profundidades de estos abismos te invocamos. Oh Libertad. ¡Escucha nuestra voz! Desde las
tinieblas extendemos nuestras manos, ¡Oh Libertad! ¡Míranos! ¡Desde las cumbres nevadas te glorificamos
y creemos en ti, Oh Libertad! ¡Ten piedad de nosotros! Ante tu glorioso trono estamos de pie, con las
vestiduras manchadas con la sangre de nuestros antepasados, con nuestras cabezas cubiertas con el polvo
de las tumbas mezclado con sus restos mortales, empuñando la espada que atravesó sus corazones,
profiriendo la canción de nuestra derrota cuyo eco retumbó entre los muros de la prisión, y repitiendo las
plegarias surgidas de lo profundo de los corazones de nuestros padres. ¡Escúchanos, oh Libertad! Desde el
Nilo al Eufrates se propaga el lamento de las almas sufrientes, aunadas con el llanto de los abismos; y
desde los confines de Oriente hasta las montañas del Líbano los pueblos te tienden las manos trémulas ante
la presencia de la Muerte. Desde las costas de los mares a los confines del Desierto, te miran ojos colmados
de lágrimas. ¡Ven, oh Libertad, y sálvanos!
"En las míseras chozas que inmersas en la sombra de la pobreza y la opresión, golpeamos nuestros
pechos clamando misericordia; obsérvanos, oh Libertad y ten compasión de nosotros. Desde los caminos y
los maltrechos hogares los jóvenes te reclaman; en las iglesias y mezquitas, el Libro olvidado se vuelve
hacia ti; en las cortes y los palacios, las Leyes menospreciadas apelan a tu juicio. Ten misericordia de
nosotros, oh Libertad, y sálvanos. En nuestras calles estrechas el mercader vende sus días para ganar el
tributo a los explotadores ladrones de Occidente, pero nadie lo aconseja. En los infértiles campos los
labriegos aran la tierra plantan las semillas de sus corazones y las riegan con sus lágrimas, pero no recogen
nada más que espinas y nadie les enseña el verdadero sendero. Por nuestras áridas planicies vaga descalzo
y hambriento el beduino, pero nadie se apiada de él; ¡habla, oh Libertad, y enséñanos! Nuestras enfermas
ovejas pastan en las praderas sin hierbas, nuestros becerros roen las raíces de los árboles, y nuestros
caballos se alimentan de los secos pastizales. Ven, oh Libertad, y ayúdanos. Desde el principio de los
tiempos hemos vivido en las tinieblas, y somos llevados como prisioneros de una celda a otra, mientras el
tiempo se mofa de nuestra condición. ¿Cuándo llegará el día? ¿Hasta cuándo soportaremos el escarnio de
los siglos? Muchas piedras hemos acarreado, y muchas cadenas han aprisionado nuestros cuellos. ¿Hasta
cuándo soportaremos este ultraje humano? La esclavitud egipcia, el exilio de Babilonia, la tiranía de Persia,
el despotismo de los romanos, la avidez de Europa... por todo esto hemos sufrido. ¿Hacia dónde vamos
ahora, y cuándo llegaremos a los sublimes confines de este sendero pedregoso? De las garras del faraón a
las de Nabucodonosor, a las garras de hierro de Alejandro, a la espada de Herodes, a los talones de Nerón, a
los afilados colmillos del Demonio... ¿en qué manos caeremos ahora, y cuándo vendrá la Muerte a
llevarnos para que al fin podamos descansar?
"Con la fuerza de nuestros brazos erigimos las columnas del templo, y sobre nuestras espaldas
acarreamos la argamasa con la que levantamos los grandes muros y las inexpugnables pirámides en aras de
la gloria. ¿Hasta cuándo continuaremos erigiendo tan magníficos palacios y viviendo en chozas miserables?
¿Hasta cuándo seguiremos colmando de provisiones los graneros de los ricos, mientras nosotros nos
conformamos con magros bocados? ¿Hasta cuándo continuaremos hilando la lana y la seda de nuestros
amos y señores mientras nosotros no usamos sino harapos y remiendos?
"Por la perversidad de los poderosos estamos divididos; y con el fin de permanecer en el trono y estar en
paz, armaron a los drusos contra los sunitas, y empujaron a los curdos en contra de los beduinos, y
alentaron a los mahometanos para que lucharan contra los cristianos. ¿Hasta cuándo deberán seguir
matándose entre hermanos sobre el pecho mismo de sus madres? ¿Hasta cuándo permanecerá la Cruz
alejada de la luna creciente en el reino de Dios? Oh, Libertad, óyenos, y habla por el bien de una sola
criatura; porque un gran fuego se enciende con una sola chispa. Oh, Libertad, basta que despiertes un solo
corazón con el susurro de tus alas, pues de una sola nube surge el relámpago que ilumina las profundidades
de los valles y las cumbres de las montañas. Dispersa con tu poder estos negros nubarrones y desciende
como el trueno para destruir los imperios que fueron levantados sobre los huesos y calaveras de nuestros
antepasados.
"Escúchanos, oh Libertad;
Apiádate de nosotros, oh Hija de Atenas;
Rescátanos, oh Hermana de Roma;
Aconséjanos, oh Compañera de Moisés;
Ayúdanos, oh Amada de Mahoma;
Enséñanos, oh Novia de Jesús;
Fortalece nuestros corazones para que podamos vivir,
O fortifica a nuestros enemigos para que podamos perecer
Y vivir en paz eternamente.
Mientras Kahlil vertía sus sentimientos ante el cielo, los aldeanos lo observaban respetuosamente, y su
amor surgía al unísono con la melodía del bienhechor hasta que sintieron que él empezaba a formar parte
de sus corazones. Después de una breve pausa, Kahlil volvió los ojos hacia la multitud y dijo quedamente:
-La noche nos ha conducido hasta la mansión de Sheik Abbas para que descubriéramos la luz del día; la
opresión se ha apoderado de nosotros en el frío Espacio para que nos comprendiéramos unos a otros y nos
reuniéramos como polluelos bajo las alas del Espíritu Eterno. Regresemos ahora a nuestros hogares y
durmamos hasta que la luz del nuevo día nos vea reunidos.
Después de haber dicho esto, se alejó siguiendo a Rachel y Miriam hasta su mísera cabaña. La
muchedumbre se dispersó y cada uno se dirigió a su hogar, meditando sobre lo que habían visto y oído
aquella noche memorable. Sentían que la antorcha encendida de un nuevo espíritu iluminaba sus espíritus y
los conducía por el sendero de la verdad. Una hora después todas las luces se habían extinguido y el
silencio envolvió la aldea, mientras el letargo llevaba las almas de los labriegos al mundo de los sueños;
pero Sheik Abbas no consiguió dormir en toda la noche, pues permaneció observando los fantasmas de las
tinieblas y la procesión de los horribles espectros de sus crímenes.
VIII
Habían transcurrido dos meses y Kahlil aún predicaba y vertía sus sentimientos en los corazones de los
aldeanos, recordándoles sus derechos usurpados y mostrándoles la avidez y la opresión que dominaba a
monjes y gobernantes. Lo escuchaban con atención, pues era una fuente de alegría; sus palabras caían en
sus corazones como gotas de lluvia sobre la tierra sedienta. Repetían en soledad los dichos de Kahlil, junto
con sus plegarias de cada día. El Padre Elías comenzó a acecharlos para reconquistar su amistad; se había
vuelto manso desde que los aldeanos habían descubierto que era cómp lice de los crímenes del Sheik, pero
los labriegos lo ignoraban.
Sheik Abbas sufría una crisis nerviosa y recorría su mansión como un tigre enjaulado. Daba órdenes a
sus siervos, pero nadie respondía excepto el eco de su propia voz que le devolvían los muros de mármol.
Gritaba a sus hombres, pero ninguno acudía a socorrerlo, salvo su pobre esposa, víctima al igual que los
aldeanos de sus actos de crueldad. Cuando llegó la Cuaresma y los Cielos anunciaron la llegada de la
Primavera, los días del Sheik se ext inguieron como el invierno fugaz. Murió tras una larga agonía y su alma
fue transportada sobre el manto de sus acciones para comparecer trémula y desnuda ante ese Trono
Supremo cuya presencia sentimos aunque no podamos ver. Muchas historias sobre la muerte del Sheik
llegaron hasta los oídos de los labriegos; algunas relataban que el Sheik había muerto loco, mientras otras
insistían en que el desengaño y la desesperación lo habían llevado a morir víctima de su propia mano. Pero
las mujeres que fueron a ofrecer sus condolencias a la esposa, declararon que el Sheik había muerto de
miedo, porque el espectro de Samaan Ramy lo acechaba y lo conducía, cada medianoche, hacia el sitio
donde el cadáver del esposo de Rachel había sido hallado seis años antes.
El mes de Nisan proclamó entre los aldeanos los secretos amorosos de Kahlil y Miriam. Se alegraban de
los tenaces lazos que les aseguraban la permanencia de Kahlil en la aldea. Cuando la noticia llegó a oídos
de los habitantes de las chozas, todos se congratulaban por el advenimiento del amado Kahlil al vecindario.
Al llegar la época de la cosecha, los labriegos se internaron en los campos y recogieron el trigo y el maíz
que luego depositarían en las eras. Sheik Abbas ya no estaba allí para robarles la cosecha y ordenar que la
llevaran a sus graneros. Cada labriego recogió su propia porción de cereal; las cabañas de los aldeanos se
colmaron de trigo y maíz; sus barriles desbordaron de vino y aceite. Kahlil compartía con ellos la tarea y la
felicidad; los ayudaba a cosechar el cereal, a prensar las uvas y a recoger los frutos. No se distinguió jamás
del resto de los labriegos, excepto por el exaltado amor que les tenía y por su deseo de trabajar. Desde ese
año y hasta nuestros días cada labriego de la aldea comenzó á recoger dichoso lo que había sembrado con
su propio esfuerzo y trabajo. Las tierras que trabajaban y los viñedos que cultivaban se convirtieron en su
propiedad.
Hoy, a más de medio siglo de aquel incidente, los libaneses han despertado.
La belleza de la aldea, que surge como una novia junto al valle, atrapa la atención de todo viajero que va
camino de los Cedros Sagrados del Líbano. Las míseras chozas son ahora confortables y dichosos hogares
rodeados de fértiles campos y productivas huertas. Si preguntáis a cualquiera de los habitantes sobre la
historia del Sheik Abbas, os responderá apuntando hacia una pila de piedras derrumbadas y paredes
destruidas:
-Aquel es el palacio del Sheik y esta la historia de su vida.
Y si preguntáis por Kahlil, elevará sus brazos al cielo diciendo
-Allí reside nuestro amado Kahlil, cuya historia fue escrita por Dios sobre las páginas de nuestros
corazones con letras centelleantes que el tiempo no podrá borrar jamás.
EL LLANTO DE LOS SEPULCROS
I
El Emir entró en el estrado y se ubicó en la silla principal, mientras a su derecha e izquierda se
hallaban los hombres más destacados de la nación. Los guardias, armados con lanzas y espadas
permanecían firmes y erguidos, y los que habían venido a presenciar el juicio se pusieron de pie y
se inclinaron ceremoniosamente ante el Emir, cuyos ojos irradiaban un poder, que infundía horror
a sus espíritus y miedo a sus corazones. Al reinstaurarse el orden en la sala y al acercarse el
momento del juicio, el Emir elevó su mano y ordenó:
-Haced entrar a los criminales uno a uno y decidme qué crímenes han cometido.
La puerta de la prisión se abrió como la boca de un bostezante animal feroz. En los oscuros
rincones del calabozo podía oírse el eco de los grillos rechinando al unísono junto con los gemidos
y lamentos de los prisioneros. Los espectadores estaban ansiosos por ver a la presa de la Muerte
emergiendo de las profundidades de aquel infierno. Poco después irrumpieron dos soldados que
traían a un joven con las manos atadas tras su espalda. Su rostro severo denotaba nobleza de
espíritu y una gran fortaleza de corazón. Lo hicieron detenerse en el centro del estrado y los
soldados retrocedieron unos pocos pasos hacia el fondo de la sala. El Emir lo miró fija e
insistentemente y dijo:
-¿Qué crimen ha cometido este hombre que orgullosa y triunfalmente se halla ante mí?
Uno de los jueces respondió:
-Es un asesino; ayer mató a unos de los oficiales del Emir que se hallaba cumpliendo una
importante misión en una de las aldeas de los alrededores; aún sostenía la espada sangrienta
cuando fue arrestado.
El emir replicó con furia:
-Devolvedlo a la oscura prisión y sujetadlo con pesadas cadenas, y al amanecer decapitadlo con
su propia espada, y dejadlo abandonado en el bosque para que las bestias se alimenten con su
carne y el aire lleve las reminiscencias de su aroma hasta las narices de sus familiares y amigos.
El joven fue devuelto a la prisión mientras los presentes lo miraban apesadumbrados, pues era
un hombre joven en la plenitud de la vida.
Los soldados regresaron nuevamente de la prisión conduciendo a una joven mujer de belleza
delicada y etérea. Su pálido rostro denotaba las huellas de la opresión y el desconsuelo. Sus ojos
estaban empapados de lágrimas y su cabeza inclinaba bajo el peso del dolor. Después de
observarla con mirada penetrante, el Emir exclamó:
-Y esta demacrada mujer, de pie ante mí como la sombra junto a un cadáver, ¿qué ha hecho?
Uno de los soldados le respondió:
-Es una adúltera; su esposo la descubrió anoche en brazos de otro. Después que su amante hubo
escapado, el esposo la entregó a la justicia.
El Emir le observó mientras ella alzaba su rostro inexpresivo, y ordenó:
Devolvedla al oscuro cuarto y acostadla sobre un lecho de espinas para que pueda acordarse del
lugar de reposo que corrompió con su falta, dadle de beber vinagre mezclado con hiel para que
pueda recordar el sabor de aquellos dulces besos. Arrastrad al amanecer su cuerpo desnudo fuera
de la ciudad y lapidadla. Dejad que los lobos se regocijen con la tierna carne de su cuerpo y los
gusanos horaden sus huesos.
Mientras la mujer se encaminaba de nuevo a la celda oscura, la gente la miraba con lástima y
sorpresa. La justicia impartida por el Emir los había dejado atónitos y se lamentaban de la muerte
de la pobre mujer. Los soldados reaparecieron trayendo consigo a un hombre de rodillas
temblorosas y trémulo como un frágil arbolillo azotado por un viento norte. Parecía indefenso,
débil y asustado, y era pobre y miserable. El Emir lo escrutó con repugnancia e inquirió:
-Y este hombre inmundo que es como un muerto entre los vivos, ¿qué ha hecho?
Uno de los guardias respondió:
-Es un ladrón entró al monasterio y robó el cáliz sagrado que los sacerdotes hallaron sobre sus
ropas cuando fue arrestado.
El Emir lo miró como un águila hambrienta que mira a un pájaro de alas rotas, y dijo:
-Devolvedlo a la celda y encadenadlo, y llevadlo al amanecer hasta un árbol de gran altura, y
colgadlo entre el cielo y la tierra para que sus pecadoras manos perezcan. Y los miembros de su
cuerpo se conviertan en partículas arrastradas por el viento.
Mientras el ladrón regresaba tambaleándose a la prisión, los asistentes comenzaron a susurrar entre
ellos diciendo: "¿Cómo es que un hombre tan débil y hereje se atreve a robar el cáliz sagrado del
monasterio?."
En ese momento se levantó la sesión y el Emir, custodiado por los soldados, abandonó la sala
acompañado por todos los dignatarios, mientras que la concurrencia se dispersaba; la sala quedó
vacía excepto por los lamentos y gemidos de los prisioneros. Todo esto sucedió mientras yo
permanecía de pie como un espejo en el que reflejaba el paso de los fantasmas. Meditaba acerca de
las leyes, hechas por el hombre para el hombre, contemplando aquello que las gentes llaman
"justicia", y absorto en profundos interrogantes sobre los secretos de la vida. Traté de comprender el
sentido del universo. En mi confusión, me hallaba perdido como el horizonte que se desvanece más
allá de la nube. Mientras abandonaba el lugar, me dije: "El vegetal se nutre de los elementos de la
tierra, `la oveja come el vegetal, el lobo devora la oveja, y el toro mata al lobo, mientras que el león
devora al toro. Sin embargo, la Muerte reclama al león. ¿Es que acaso existe algún poder que venza a
la Muerte y haga eterna justicia con estas brutalidades? ¿Es que acaso existe una fuerza capaz de
convertir a todas las cosas horribles en hermosos objetos? ¿Hay acaso algún poder supremo que
pueda asir con sus manos todos los elementos de la vida y abrazarlos dichosamente, así como el mar
absorbe dichoso las aguas de todos los arroyos? ¿Es que acaso existe algún poder capaz de arrastrar
al asesino y al asesinado, al adúltero y a la adúltera, al ladrón y al despojado, y de llevarlos ante una
corte más excelsa y suprema que la corte del Emir?
II
Al día siguiente dejé la ciudad para dirigirme al campo, donde el silencio revela al alma 1 o que
ella anhela, y donde los cielos puros matan los gérmenes de la desesperanza que la ciudad alimenta
con sus calles estrechas y sus lugares oscuros. Al llegar al valle, vi una bandada de cuervos y buitres
ascendiendo y descendiendo, colmando el cielo de graznidos, y de los silbidos y susurros de sus
alas. Mientras caminaba, vi ante mí el cuerpo de un hombre colgado en lo alto de un árbol, el de una
mujer muerta que yacía desnuda sobre un montículo de piedras, y el cadáver de un joven decapitado,
cubierto con una mezcla de sangre y tierra. Fue una visión horrible que cegó mis ojos cubriéndolos
con un denso y oscuro velo de tristeza. Miré en todas direcciones pero nada vi, salvo el espectro de
la Muerte de pie ante aquellos restos fantasmales. No se oía nada excepto el gemido de lo inexistente
mezclado con los graznidos de los cuervos revoloteando sobre las víctimas de la ley humana. Tres
seres humanos, ayer en el regazo de la Vida, hoy víctimas de la Muerte por haber infringido las
reglas de la sociedad. Cuando un hombre mata a otro, la gente dice que es un asesino, pero cuando es
el Emir quien lo mata, el Emir es justo. Cuando un hombre roba a un monasterio, dicen de él que es
un ladrón, pero cuando el Emir le roba la vida, el Emir es un hombre honorable. Cuando una mujer
traiciona a su esposo, dicen de ella que es una adúltera, pero cuando el Emir la hace caminar desnuda
por las calles y luego la manda lapidar, el Emir es un hombre noble. Está prohibido el
derramamiento de sangre, pero... ¿quién lo convirtió en un acto lícito para el Emir? Robar el dinero de
otro es un crimen, pero robarle la vida es un acto noble. Engañar a un esposo puede ser un acto cruel, pero
las almas vivientes lapidadas ofrecen un maravilloso espectáculo. ¿Reuniremos el mal con el mal y
diremos que esta es la Ley? ¿Lucharemos contra la corrupción más vil y diremos que esta es la Regla?
¿Venceremos al crimen con más crímenes y diremos que esto es justicia? ¿Acaso el Emir no había
matado a su enemigo, y robado el dinero y las posesiones de los débiles? ¿Acaso él mismo no había
cometido adulterio? ¿Era un hombre sin faltas cuando mató al asesino y colgó al ladrón y lapidó a la
adúltera? ¿Quiénes son aquellos que colgaron del árbol al ladrón? ¿Acaso son ángeles del cielo o son
hombres saqueando y usurpando? ¿Quién decapitó al asesino? ¿Son profetas divinos, o soldados que
derraman sangre donde quiera que vayan? ¿Quién lapidó a aquella adúltera? ¿Eran virtuosos ermitaños
venidos desde sus monasterios, o seres qué gozaban cometiendo atrocidades, bajo la protección de una
Ley retrógrada? ¿Qué es la ley? ¿Quién la ha visto descender como el sol desde los inmensos cielos?
¿Quién ha visto el corazón de Dios y ha descubierto su propósito y voluntad? ¿En qué siglo fue que los
ángeles predicaron entre la gente, diciéndoles: "Prohibid al débil disfrutar de la vida, y matad al villano
con el filo de la espada, y aplastad a los pecadores con pies de hierro?".
Mientras estos pensamientos me hostigaban, escuché el susurro de unos pasos sobre el césped. Me
mantuve expectante y vi a una joven mujer que se acercaba entre los árboles; miró cuidadosamente hacia
uno y otro lado antes de aproximarse a los tres cadáveres que allí había. Enseguida sus ojos se posaron en
la cabeza del joven decapitado. Gritó horrorizada, se hincó y la rodeó con brazos trémulos; luego
comenzó a derramar lágrimas y a acariciar los cabellos enrolados y cubiertos de sangre con sus dedos
suaves, llorando con una voz que emanaba del fondo de un corazón destrozado. Ya no podía soportar lo
que veían sus ojos. Arrastró el cuerpo hasta un hoyo y colocó suavemente la cabeza entre los hombros;
cubrió completamente el cuerpo con tierra, y clavó sobre el sepulcro la espada con la que había sido
decapitado el joven.
Mientras se alejaba caminé hacia ella. Se estremeció al verme; sus ojos estaban velados por las
lágrimas; Suspiró y dijo;
-Llevadme ante el Emir si lo deseáis; prefiero morir y seguir a aquel que salvó mi vida de las garras de
la desgracia, antes que dejar que este cuerpo sirva de alimento a las bestias feroces:
-No tengas miedo de mí -le respondí-, pobre criatura, pues yo he llorado al joven antes que tú lo
hicieras. Pero dime, ¿de qué forma te salvó de las garras de la desgracia?
-Uno de los oficiales del Emir vino hasta nuestra granja a cobrar los impuestos -respondió ella, con voz
lánguida y ahogada-, al verme, me clavó la vista como un lobo a una oveja. Impuso a mi padre un tributo
tan pesado que ni siquiera un rico podría pagar. Me arrestó para llevarme ante el Emir como rehén a
cambio del oro que mi padre no podía pagar. Le rogué que me liberara, pero desoyó mis ruegos pues era
un hombre despiadado. Entonces clamé que alguien me ayudara, y este joven que ahora está muerto, vino
a socorrerme salvándome de morir en vida. El oficial intentó matarlo, pero el joven cogió una vieja
espada colgada en la pared de nuestra casa y le dio muerte. El no huyó como un criminal, sino que
permaneció junto al cuerpo del oficial hasta que la justicia vino a arrestarlo.
Después de haber pronunciado estas palabras que hubiera hecho sangrar de tristeza a cualquier corazón
humano, la joven mujer desvió el rostro y se marchó.
Un momento después, vi que un joven se acercaba con el rostro oculto por un manto. Al aproximarse al
cadáver de la adúltera, se quitó la prenda y cubrió con ella al cuerpo desnudo. Luego extrajo una daga que
llevaba oculta bajo el manto e hizo un hoyo en el que colocó el cuerpo de la joven muerta con ternura y
delicadeza, cubriéndolo de tierra y lágrimas derramadas. Después de hacer esto, arrancó algunas flores y
las colocó respetuosamente sobre el tosco sepulcro. Estaba comenzando a alejarse, pero lo detuve y le
dije:
-¿Qué parentesco le une a esta adúltera? ¿Y que fue lo que le indujo a arriesgar su vida viniendo aquí a
proteger el desnudo cuerpo de las bestias feroces?
Al mirarme fijamente, noté que sus ojos reflejaban su desdicha. Entonces dijo:
-Yo soy el hombre infortunado por cuyo amor esta mujer fue lapidada: la amé y me amó desde que
éramos niños; crecimos juntos; el Amor, al que servimos y veneramos, era el amor de nuestros corazones.
El amor nos unió y rodeó a nuestras almas. Cierto día me ausenté de la ciudad, y al regresar descubrí que
su padre la había obligado a casarse con un hombre a quien no amaba. Mi vida se convirtió en una lucha
continua, y todos mis días se fundieron en una sola noche larga y oscura. Traté de apaciguar mi corazón,
pero él se resistía. Finalmente fui a verla a escondidas, y mi único propósito era mirar fugazmente sus
hermosos ojos y escuchar el sonido dulce de su voz. Al llegar a su casa. La encontré lamentando, en
soledad, su destino infortunado. Me senté junto a ella; el silencio era nuestra importante conversación y la
virtud nuestra compañía. Una hora apacible de comprensión había transcurrido cuando su esposo entró a
la casa. Le sugerí cautelosamente que se contuviera, pero él, apretándola con ambas manos, la arrestó
hasta la calle, y vociferó:
"- ¡Venid, venid a ver a la adúltera y a su amante!
"Todo el vecindario se precipitó al lugar. Poco después vino la justicia para llevarla ante el Emir, pero
los soldados me ignoraron. La ignorancia de las Leyes y la rigidez de las costumbres castigaron a la mujer
por el error de su padre, y perdonaron al hombre.
Después de haber hablado así, el hombre se marchó hacia la ciudad, mientras yo permanecí
contemplando, el cuerpo del ladrón suspendido en lo alto de aquél árbol, balanceándose levemente cada
vez que el viento sacudía las ramas, y como si esperara que alguien lo bajara y lo extendiera sobre el
pecho de la tierra junto al Defensor del Honor y al Mártir del Amor. Una hora después, apareció una
llorosa mujer de aspecto frágil y desdichado. Se detuvo ante el ahorcado y oró respetuosamente. Luego
trepó al árbol con dificultad y mordió la soga con sus dientes hasta cortarla. El cuerpo inerte cayó al suelo
como' un enorme trapo mojado Entonces ella descendió del árbol, cavó un hoyo y enterró al ladrón junto
a las otras dos víctimas. Después de cubrirlo de tierra, tomó dos trozos de madera y confeccionó una cruz
que colocó sobre la cabeza del Muerto. Al volver el rostro para encaminarse hacia la ciudad, le detuve y
le dije:
-¿Qué fue lo que la ha movido a venir y enterrar este ladrón?
Me miró con desdicha y dijo:
-Es mi fiel esposo y compasivo compañero; es el padre de mis hijos: cinco muertos de hambre; el
mayor tiene ocho años y el menor es apenas un lactante. Mi esposo no era un ladrón, sino un granjero que
trabajaba en las tierras del monasterio, y comíamos lo poco que los monjes y sacerdotes le daban cuando
volvía a casa al anochecer. Trabajó para ellos desde muy joven, y cuando ya no pudo trabajar más lo
despidieron, aconsejándole que regresara a su hogar y que enviara sus hijos reemplazando en cuanto
crecieran. Les rogó que les permitieran quedarse en nombre de Jesús y de los ángeles del cielo, pero ellos
desoyeron sus ruegos. No se apiadaron de él ni de sus hambrientos hijos que lloraban desconsoladamente
clamando alimentos. Fue a la ciudad en busca de trabajo, mas en vano, pues los ricos sólo emplean
hombres fuertes y saludables. Entonces se sentó en la polvorienta acera y extendió la mano a todo el que
pasaba, rogando y repitiendo la sórdida canción de su fracaso en la vida, sufriendo de hambre y
humillación. Pero la gente rehusó ayudarlo, pues decía que los haraganes no merecen limosnas. Una
noche, el hambre atormentó angustiosamente a nuestros hijos, especialmente al menor que trataba de
mamar de los pechos ya secos. La expresión de mi esposo cambió, y abandonó la casa bajo el manto de la
noche. Entró al granero del monasterio y tomó un saco de trigo. Al salir, los monjes, recién despertados,
lo azotaron despiadadamente y luego lo arrastraron. Al amanecer lo llevaron ante el Emir y lo
acusaron de haber entrado al monasterio a robar el cáliz de oro del altar. Fue encarcelado y ahorcado
al día siguiente. Sólo trató de llenar los estómagos de sus pequeños hijos hambrientos con el trigo
que había sembrado con su propio esfuerzo, pero el Emir lo mató utilizó su carne para llenar los
estómagos de las aves y las bestias.
Después de hablar de este modo, se alejó, dejándome solo y en un estado calamitoso.
III
Permanecí de pie ante los sepulcros como un orador que enmudece mientras trata de expresar
palabras de alabanza. No podía hablar, pero las lágrimas reemplazaban mis palabras y hablaban por
mi alma. Mi espíritu se reveló cuando intenté meditar mediante un segundo, pues mi alma es como
una flor que se cierra al atardecer, y que no exhala su fragancia cuando la noche se puebla de
espectros. Me pareció que la tierra que envolvía a las víctimas de la opresión en aquel sitio solitario
llenaba mis oídos con las tristes melodías de las almas afligidas, y me impedía hablar. Me aferré al
silencio, pero si la gente comprendiera lo que el silencio le revela, estaría tan próxima de Dios como
las flores del valle. Si las llamas de mi alma suspirante hubieran alcanzado los árboles, éstos
hubieran abandonado sus sitios y marchando con sus ramas como un poderoso ejército contra el
Emir, y derribando el monasterio sobre las cabezas de esos monjes y sacerdotes. Allí permanecí
contemplando los sepulcros recientes, mientras una agradable sensación de compasión y toda la
amargura de la tristeza brotaba de mi corazón: el sepulcro de un joven que sacrificó su vida en
defensa de una frágil doncella, cuya vida y honor había rescatado de las garras y los dientes de un
depravado; un joven que había sido decapitado en recompensa por su arrojo; y su espada había sido
clavada sobre el sepulcro por aquella a quien el joven había salvado, como un símbolo de heroísmo
ante el rostro del sol que brilla sobre el imperio abrumador por la estupidez y la corrupción. El
sepulcro de una joven mujer cuyo corazón se había encendido de amor antes de que su cuerpo fuera
arrebatado por la avidez, usurpado por la lujuria, y lapidado por la tiranía... Ella se mantuvo fiel
hasta la muerte; su amado depositó flores sobre el sepulcro para hablar, durante unos minutos que
iban marchitándose, de esas almas bendecidas y elegidas por el Amor entre aquellos a quienes las
cosas terrenas habían enceguecido y la ignorancia enmudecido. Y el último era el sepulcro de un
hombre desdichado, agobiado por el arduo trabajo de las tierras del monasterio, que clamó por
alimentos para calmar el hambre de sus pequeños y a quien le fue negado. Recurrió a la mendicidad,
pero la gente no le prestó ayuda. Cuando su alma lo guió a recobrar una pequeña porción de lo que él
mismo había cultivado y cosechado, fue arrestado y muerto a azotes. Su desdichada viuda clavó una
cruz sobre la cabeza del esposo muerto, como un testigo que, en el silencio de la noche, se yergue
ante las estrellas del cielo para acusar a aquellos sacerdotes que convirtieron las bondadosas
enseñanzas de Cristo en filosas espadas con las que decapitan y destrozan los cuerpos de los débiles.
El sol se ocultó tras el horizonte como fatigado por los problemas del mundo y hastiado del
sometimiento de la gente. En ese momento, el anochecer comenzó a desplegar un delicado velo que
surgía desde lo profundo del silencio, y a extenderlo sobre el cuerpo de la Naturaleza. Alargué mi
mano señalando los símbolos de los sepulcros, alcé los ojos al cielo, y grité:
-¡Oh, Heroísmo, esta es tu espada, ahora bajo la tierra! ¡Oh, Amor, esta es tu flor, consumida por
el fuego! ¡Oh, Señor Jesús, esta es Tu Cruz, hundida en la oscuridad de la noche!

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