BLOOD

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miércoles, 26 de mayo de 2010

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EL ESPECTRO DE MADAM CROWL




EL ESPECTRO DE MADAM CROWL
Hace ya unos veinte años que Mrs. Jolliffe no luce aquel esbelto talle que la había distinguido. Ahora tiene más de setenta años, y no le pue­den quedar ya muchos más mojones que contar en el camino que la lle­vará a su morada definitiva. Su pelo, que se peina con raya en medio y tiene recogido bajo la cofia, es ahora más blanco que la nieve, y su rostro es algo más pícaro, aunque igual de afable. De cualquier modo, aún anda tiesa y con paso seguro y ligero.
Estos últimos años se ha dedicado al cuidado de inválidos adultos, tras dejar en manos más jóvenes a la pequeña población que vive en la cuna y anda a cuatro patas. Quienes recuerdan su rostro bonachón entre los primeros que emergen de las sombras de la inexistencia y le deben las primeras lecciones en el deleitoso arte de andar y balbucear, están en la actualidad bastante creciditos también. Algunos de ellos lucen ya algu­nas canas entre los mechones morenos, aquel «lindo pelo» que ella pei­naba con tanto esmero para luego enseñarlo a las madres asombradas, las cuales no se ven ya por la pradera de Golden Friars, pues sus nombres permanecen grabados para siempre en las grises lápidas del camposanto.
Así, si el tiempo madura a unos y marchita a otros, podemos decir que la hora triste y tierna del ocaso ya le ha llegado a nuestra entrañable viejecita del norte, que un día tuvo también en sus brazos a la preciosa Laura Mildmay, la cual entra ahora sonriente en la habitación, le echa los brazos alrededor del cuello y le da dos sonoros besos.
-¡Qué suerte tiene! -exclamó Mrs. Jenner-. Llega a tiempo para escuchar un cuento.
-¿De veras? ¡Qué maravilla!
-¡Pero no es uno de esos cuentos que están escritos! No es ningún cuento, sino una historia verdadera que vi con mis propios ojos. Pero a esta criatura probablemente no le apetezca ahora, justo antes de irse a la cama, que le cuenten una historia de aparecidos y de fantasmas...
-¿De fantasmas? Precisamente lo que más me gustaría oír en este momento.
-Bueno, cariño -dijo Mrs. Jenner-, si no te da miedo, siéntate aquí con nosotras.
-Estaba empezando a contarme lo que le pasó la primera vez que la mandaron a trabajar a casa de una anciana que se estaba muriendo -dice Mrs. Jenner-, y vio allí un fantasma. Pero, Mrs. Jolliffe, por qué no pre­para primero un poco de té y empieza luego...
La buena mujer obedeció y, tras preparar un poco de esta tonificante bebida, tomó un traguito, arrugó ligeramente las cejas para concentrar­se en lo que iba a contar y alzó luego la mirada con un maravilloso gesto de solemnidad.
La buena de Mrs. Jenner y la bonita muchacha estaban atentas a los labios de la anciana, que parecían concitar terror antes incluso de abrirse.
Aquella vieja estancia era un escenario ideal para semejante narra­ción, con la boiserie de roble, los muebles antiguos, las macizas vigas del techo y la majestuosa cama de columnas con cortinas oscuras, dentro de la cual se podían vislumbrar cuantas sombras se quisieran.
Mrs. Jolliffe carraspeó, puso los ojos en blanco y empezó su narra­ción con estas palabras:
El espectro de madam Crowl
Yo soy ahora una mujer vieja, pero la noche que llegué a la finca de
Applewale tenía sólo trece años. Mi tía era allí el ama de llaves, y una especie de calesa estaba esperándome en Lexhoe para llevarme hasta Applewale.
Yo iba con un poco de miedo cuando llegué a Lexhoe, y, al ver el carruaje y el caballo me entraron ganas de volverme con mi madre a Hazelden. Estaba llorando cuando subí a la calesa, y el viejo cochero John Mulbery, que era una persona de gran corazón, me compró medio kilo de manzanas en el Golden Lion para que me alegrara un poco y me dijo que había un bizcocho de grosella y té y chuletas de cerdo esperán­dome, todo bien calentito, en el cuarto de mi tía en Applewale. Hacía una hermosa noche de luna, y empecé a comerme las manzanas miran­do por la ventanilla de la calesa.
Es una vergüenza que los caballeros asusten a una pobre muchacha inocente como era yo entonces. A veces pienso que a lo mejor estaban bromeando. Eran dos caballeros que habían subido también a la calesa.
Al caer la tarde, recién salida la luna, me preguntaron adónde me diri­gía. Bueno, yo les dije que iba a servir a casa de la señora Arabella Crowl, en Applewale, cerca de Lexhoe.
-Ah, entonces -dice uno de ellos- vas a durar poco allí.
Yo lo miré como diciendo « ¿por qué?», pues yo hablaba con el mayor candor y no se me ocurría ocultarles nada, sino que quería más bien resultarles simpática.
-Porque sí -dice él-, y más te vale que no se lo cuentes a nadie. Tú mírala y obsérvala bien: verás que está poseída por el demonio; es un fantasma en toda regla. ¿Llevas alguna biblia?
-Sí, señor -digo yo; pues mi madre me había metido una pequeña biblia en la maleta, y yo sabía que la llevaba conmigo. Y, aunque la letra es demasiado pequeña para mis ojos fatigados, todavía la conservo en mi armario.
Al mirarlo a la cara para decirle «Sí, señor», creí verlo guiñar un ojo a su amigo; aunque no estaba segura.
-Bien -dice él-. No te olvides de ponerla bajo la almohada todas las noches. Te protegerá contra las garras de la vieja.
Me entró tanto miedo cuando dijo aquello que no os lo podéis imaginar. Y me habría gustado preguntarle muchas más cosas sobre la vieja señora, pero yo era demasiado tímida y su amigo y él se liaron a hablar de otros asuntos, y al poco tiempo me apeé, como os he dicho, en Lexhoe.
El corazón me dio un vuelco cuando el vehículo enfiló la oscura ave­nida. Los árboles eran espesos y grandes, casi tan viejos como la vetusta mansión, y ni cuatro personas con los brazos extendidos tocándose con las puntas de los dedos habrían podido abarcar el tronco de uno de ellos.
Bueno, yo llevaba la cabeza sacada por la ventanilla, esperando que apareciera ante mi vista la gran mansión, y de repente nos detuvimos delante de ella.
Era una casa enorme en blanco y negro, con grandes vigas negras horizontales y verticales, y unos gabletes que a la luz de la luna parecían más blancos que una sábana, y sombras de árboles -dos o tres- que se deslizaban por la fachada -se podían contar las hojas-, y todos los crista­les de las ventanas en forma de rombo, que brillaban sobre todo en el ventanal del vestíbulo, y grandes postigos a la antigua usanza, sujetos con bisagras al muro exterior, que tenían el pestillo echado en el resto de las ventanas delanteras, pues no había más que tres o cuatro criados, además de la vieja señora de la casa, y la mayoría de las habitaciones estaban completamente cerradas.
Sentí un nudo en la garganta al ver que se había terminado el viaje, y con aquel caserón tan grande delante de mí, y yo tan cerca de mi tía que no había visto nunca antes, y de madam Crowl, a la que había ido a ser­vir y a la que ya tenía miedo.
Mi tía me besó en el vestíbulo y me llevó a su habitación. Era alta y delgada, cara pálida con ojos negros, y manos largas y finas con guantes negros. Tenía más de cincuenta años, y hablaba muy poco; pero su pala­bra era ley. No tengo nada que reprocharle, pero era una mujer algo severa y creo que habría sido más afectuosa conmigo de haber sido yo hija de su hermana y no de su hermano. Pero ésta es otra historia que no viene a cuento aquí.
El señor de la casa -se llamaba Mr. Chevenix Growl, y era nieto de madam Growl- iba por allí dos o tres veces al año para asegurarse de que la señora era bien tratada. Yo lo vi sólo dos veces en todo el tiempo que pasé en la mansión de Applewale.
Por mi parte, he de decir que cuidé bastante bien a la señora, a pesar de todo; aunque se debió sobre todo a mi tía y a Meg Wyvern, su ayu­danta, que eran unas personas muy responsables y cumplidoras.
Mrs. Wyvern -mi tía la llamaba Meg Wyvern cuando hablaba con ella y Mrs. Wyvern cuando hablaba de ella- era una mujer bastante gruesa y muy alegre de unos cincuenta años, que andaba muy despacio. Cobraba un buen sueldo, pero era un poco sucia y guardaba la ropa de fiesta bajo llave y llevaba puesto casi siempre un vestido de sarga color chocolate, con adornos y madroños rojos, amarillos y verdes, que le duraba muchísimo tiempo.
Nunca me dio nada, ni dos peniques, en todo el tiempo que estuve allí; pero tenía muy buen carácter y estaba siempre riendo, y a la hora del té no paraba de contar historias, y, como me veía tan triste y apena­da, trataba de animarme con sus risas y chascarrillos, y creo que ella me gustaba más que mi tía -a los niños se les gana enseguida con una broma o un cuento-, aunque mi tía siempre fue buena conmigo, sólo que era una mujer algo intransigente y demasiado callada.
Mi tía me llevó a su alcoba para que descansara un poco mientras ella preparaba el té en su cuarto. Pero primero me dio una palmadita en el hombro y me dijo que estaba muy alta para los años que tenía y que me había criado muy bien, y me preguntó si sabía hacer las labores elementales de costura; y me miró a la cara y me dijo que me parecía a mi padre, su hermano, que ya había muerto, pero que esperaba que fuera una cris­tiana mejor que él y que no intentara imitarlo.
Unas palabras demasiado duras para ser la primera vez que ponía el pie en su cuarto, pensé.
Cuando entré en el cuarto contiguo, el del ama de llaves -muy con­fortable, con paredes recubiertas de roble-, encontré un fuego estupen­do alimentado con carbón, turba y leña, todo en un mismo montón, y en la mesa té, bizcocho reciente y carne ahumada; y allí estaba la rolliza Mrs. Wyvern, alegre y parlanchina como siempre (seguro que hablaba más en una hora que mi tía en todo un año.)
Mientras yo estaba aún tomando el té, mi tía subió a ver a madam Growl.
-Ha subido a ver si la vieja Judith Squailes está despierta -dice Mrs. Wyvern-. Judith cuida de madam Growl cuando Mrs. Shutters -ése era el nombre de mi tía- y yo estamos haciendo otra cosa. La señora es una vieja bastante quisquillosa. Te conviene andar con cuidado con ella, pues pierde los estribos y se la llevan los demonios a las primeras de cambio. Para lo vieja que es, tiene un carácter de lo más fuerte que hay.
-¿Cuántos años tiene la señora? -le pregunto.
-Noventa y tres y ocho meses ya cumplidos -dice ella riéndose-. Te aconsejo que no preguntes cosas de ella delante de tu tía. Tú la tomas como es, y ya está.
-Y dígame, por favor, ¿cuál va a ser mi trabajo con la vieja señora? -le pregunto otra vez.
-¿Con la vieja señora? Bueno -dice ella-, tu tía, Mrs. Shutters, te lo dirá; pero supongo que tendrás que estar sentada en su habitación con tus labores cuidando de que no le pase nada y procurando que se dis­traiga con las cosas que tiene encima de la mesa, y llevarle lo que te pida de comer o beber, y tocar fuerte la campanilla si causa problemas.
-¿Está sorda la señora?
-No, ni ciega -me dice ella-; tiene un oído más agudo que un mos­quito, lo que pasa es que está bastante chocha y no recuerda bien las cosas; y le gusta más que le cuenten Barba Azul a que le hablen de los asuntos de la corte o de la nación.
-¿Y por qué se marchó de aquí la muchacha, la que se fue el viernes pasado? Mi tía escribió a mi madre diciéndole que se iba a marchar.
-Sí, se ha marchado.
-¿Por qué? -pregunto otra vez.
-No le gustó a Mrs. Shutters, supongo -dice ella-. No sé. No hables tanto; a tu tía no le gustan las mozas parlanchinas.
-Y otra pregunta, por favor: ¿está bien de salud la vieja señora?
-Bueno, esa pregunta sí puedes hacerla -dice ella-. Últimamente ha estado tosiendo un poco, pero ya está mejor, y me atrevo a decir que tiene cuerda todavía para rato, por lo menos hasta los cien años. ¡Shhh! Ahí viene tu tía por el pasillo.
Y entra mi tía y se pone a hablar con Mrs. Wyvern, y yo, que empiezo a sentirme más a gusto en la casa, doy unos paseos por la habitación mi­rando las cosas que hay. Había unas preciosas piezas de porcelana en el aparador y varios cuadros en la pared; y había también una puerta abier­ta en la boiserie, y veo dentro una extraña chaqueta vieja de cuero, con correas y hebillas y unas mangas más largas que las cortinas de la cama.
-¿Qué haces ahí? -dice mi tía con un tono bastante brusco, volvién­dose hacia mí cuando más distraída la creía-. ¿Qué tienes en la mano?
-¿Esto, tía? -digo yo volviéndome con la chaqueta de cuero en la mano-. No sé qué es, tía.
A pesar de lo pálida que solía estar mi tía, el rubor le afloró a las meji­llas y los ojos se le iluminaron de rabia. Creo que estuvo a punto de darme un buen sopapo; pero me dio sólo un empujón mientras me arre­bataba aquella prenda de las manos, diciendo:
-Mientras estés aquí no metas las narices donde no te importa.
Y, volviéndola a colgar en su sitio, cerró la puerta con brusquedad. Durante todo aquel tiempo, Mrs. Wyvern estuvo desternillándose de risa arrellanada en su sillón.
Al ver que yo estoy llorando, mira a mi tía y, secándose los ojos de tanto reír, le dice:
-¡Vamos, vamos! La muchacha no quería hacer ningún daño. Ven aquí, zagala. No es más que una prenda para una persona chiflada. Tú no nos hagas preguntas y nosotras no te contaremos mentiras; vamos, siéntate y tómate una jarra de cerveza antes de irte a la cama.
Mi cuarto, conviene que lo sepáis, estaba en el piso de arriba, a un lado del de la vieja señora, y el de Mrs. Wyvern estaba al otro lado, y yo debía estar atenta a sus posibles llamadas.
La vieja señora estaba de malas pulgas aquella noche (llevaba así desde después de comer.) A veces se enfurruñaba y entonces no dejaba que la vistieran ni desnudaran. Se decía que había sido muy guapa de joven. Pero en Applewale no quedaba ya nadie con vida que recordara aquellos tiempos. Era terriblemente aficionada a los vestidos, y sus colecciones habrían bastado para llenar siete tiendas por lo menos. Todos eran muy raros y pasados de moda; pero valían una fortuna.
Pues bien, me fui a la cama, donde permanecí un buen rato despier­ta, pues todo era nuevo para mí; y creo que el té me había puesto tam­bién bastante nerviosa, pues no estaba acostumbrada a tomarlo, salvo de vez en cuando en alguna fiesta u ocasión especial. Oí a Mrs. Wyvern hablar y me puse la mano en la oreja para ver si pillaba algo, pero no conseguí oír ni una sola palabra de labios de madam Crowl (creo que no dijo nada.)
Todo el mundo la colmaba de atenciones. Las personas que trabaja­ban en Applewale, que cobraban un buen sueldo y vivían holgadamen­te, sabían que, cuando ella muriera, todas sin excepción se quedarían sin trabajo.
El médico venía dos veces por semana a ver a la anciana, y, como podéis imaginar, todo el mundo hacía lo que él ordenaba. Había una cosa que todos tenían bien claro: bajo ningún concepto debían llevarle la contraria ni burlarse de ella, sino, antes bien, reírle las gracias y com­placerla en todo.
Pues bien, toda aquella noche, y todo el día siguiente, los pasó acos­tada con la ropa puesta y sin decir palabra, y yo encerrada en mi cuarto cosiendo, salvo los momentos en que bajé para tomar mi alimento.
Me habría gustado ver a la vieja señora, y también oírla hablar. Para lo que yo estaba haciendo en aquella casa, lo mismo podía haberme quedado en Lunnon...
Después de comer, mi tía me dio una hora libre para que fuera a pasear. Pero me alegré cuando se terminó el paseo: los árboles eran muy grandes y el lugar umbroso y solitario, y el día estaba nublado, y lloré bastante pensando en mi casa mientras caminaba sola por aquellos para­jes. Al atardecer, con las velas ya encendidas y sola en mi cuarto, vi que estaba abierta la puerta que daba a la estancia de madam Crowl, donde se encontraba mi tía. Fue entonces cuando oí por primera vez la que supuse era la voz de la vieja señora.
Tenía un timbre extraño, como de un ave -no sabría decir cuál en concreto- o un animal; su voz parecía un gemido apagado.
Me froté las orejas para oír lo mejor posible. Pero no pillé ni una sola palabra de cuanto dijo. Sí oí a mi tía contestarle:
-Señora, el Maligno no puede hacer daño a nadie si el Señor no lo permite.
Luego la misma voz extraña de la cama dice otra cosa que tampoco logro distinguir.
Y mi tía le vuelve a contestar:
-Que pongan mala cara, señora, y digan lo que quieran; si el Señor está de nuestro lado, ¿quién podrá contra nosotros?
Seguí con la oreja orientada en dirección de la puerta y conteniendo la respiración, pero ya no volví a oír nada más en aquella habitación. Unos veinte minutos después, mientras hojeaba las fábulas ilustradas de Esopo, noté que la puerta se movía y, mirando en aquella dirección, vi asomar el rostro de mi tía.
-¡Shhh! -me dice en voz baja con una mano en los labios mientras se acerca de puntillas-. Gracias a Dios que se ha dormido por fin; no hagas ruido hasta que vuelva. Voy a bajar a tomar mi taza de té; Mrs. Wyvern y yo volveremos enseguida. Ella seguirá dormida en su habitación. Cuan­do nosotras hayamos subido, tú bajarás luego corriendo y Judith te ser­virá la cena en mi habitación.
Dicho lo cual, se fue.
Yo seguí hojeando el libro ilustrado, aguzando el oído de vez en cuando, como antes, pero sin oír nada, ni siquiera el ruido de la respira­ción; entonces me puse a hablar con las ilustraciones y conmigo misma para distraerme un poco, pues estaba empezando a tener miedo en aquel cuarto tan amplio.
Luego me levanté y me puse a pasear de un lado a otro, mirando esto y aquello, ya sabéis, para distraer la mente. Al final, ¿sabéis qué se me ocurre? Pues' nada menos que mirar dentro del dormitorio de madam Growl.
Era una gran habitación, con una inmensa cama de columnas rodea­da de cortinas de seda con flores estampadas que bajaban casi desde el techo hasta el mismo suelo. Había también un espejo, el mayor que había visto en mi vida. La habitación estaba iluminadísima: conté hasta veintidós velas de cera, todas encendidas. Era un capricho suyo que nadie se atrevía a negarle.
Permanecí junto a la puerta con el oído aguzado mientras contempla­ba embobada la escena. Al no oír respiración alguna, y comprobar que no se movía ni un pliegue de las cortinas, me armé de valor y entré en la habi­tación de puntillas sin dejar de mirar a mi alrededor. Entonces me acerco a mirarme en el gran espejo, y, finalmente, se me pasa por la cabeza: « ¿Por qué no echar un vistazo a la cama, donde está la vieja señora?»
Me consideraréis una descerebrada si os digo que tenía muchísimas ganas de ver a madam Crowl. Pero así era, y yo pensaba para mí: si no la veo ahora, a lo mejor pasan muchos días sin que se me presente una ocasión tan buena.
Pues bien, queridas, voy y me acerco a la cama. Las cortinas están echadas, y las piernas me tiemblan. Pero me armo de valor y me deslizo entre los pesados cortinajes, primero los dedos y luego la mano entera. Espero un poco, pero sigue el mismo silencio sepulcral. Entonces, des­corro lentamente las cortinas y veo tumbada ante mí, como la dama pintada en la lápida de la iglesia de Lexhoe, a la famosa madam Crowl, de Applewale House. Allí estaba ella completamente engalanada. Impo­sible ver algo igual en aquellos días. Satén y seda, escarlata y verde, oro y bordados de filigrana. ¡Virgen santa, qué espectáculo! Una gran peluca empolvada, casi tan alta como ella, le coronaba la cabeza y ¡madre mía, cuánto pellejo! Tenía la garganta, arrugada y fofa, empolvada de blanco y las mejillas de rojo, y unas cejas postizas pardas, que se las pegaba Mrs. Wyvern, y allí estaba ella tan tiesa y orgullosa, con un par de calcetines de seda con espiguilla y unos zapatos de tacones altísimos. Pero, ¡Dios mío!, tenía una nariz retorcida y flacucha y se le veía la mitad del blanco de los ojos... Decían que se colocaba ante el espejo ataviada de aquella manera, riéndose nerviosamente y babeando, con un abanico en la mano y un ramillete de flores en el corpiño. Tenía las manos, pequeñas y arrugadas, pegadas a los costados, y os aseguro que en mi vida había visto unas uñas tan largas, todas ellas terminadas en punta. Tal vez anti­guamente había estado de moda entre la gente de postín llevar las uñas tan largas...
Bueno, estoy segura de que os habríais llevado un buen susto ante aquella visión. Yo no podía ni soltar la cortina ni moverme ni apartar los ojos; hasta mi corazón parecía haberse parado. Y he aquí que de repente abre los ojos, se sienta en la cama, se da la vuelta, posa ruidosamente los dos tacones en el suelo y se me queda mirando fijamente con sus dos ojos grandes y vidriosos, con una malvada risita en los labios arrugados, que deja ver una gran dentadura postiza.
Un cadáver no deja de ser una cosa natural, pero aquello era la cosa más espantosa que jamás se había visto. Apuntando hacia mí con los dedos tiesos, y encorvada por la edad, me dice:
-¡Oye, pequeña granuja! ¿Por qué has dicho que yo maté al niño? Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte tiesa.
Si hubiera pensado un instante, me habría dado la media vuelta y escapado rauda. Pero no podía apartar los ojos de ella, y no me quedaba más remedio que recular de la manera que podía, mientras ella seguía chacoloteando como una marioneta, con los dedos apuntándome a la garganta y haciendo todo el tiempo con la lengua un sonido como «sisss-sisss-sisss».
Yo seguía retrocediendo, pero sus dedos estaban ya a sólo unos centí­metros de mi garganta; sabía que perdería el conocimiento si llegaban a tocarme.
Retrocedí otro poco hacia el rincón y solté un terrible alarido -como si me estuvieran arrancando el alma del cuerpo-, y en aquel instante apareció mi tía en la puerta y lanzó un grito seco y la vieja dama se vol­vió hacia ella, y yo aproveché para dar media vuelta y atravesar mi cuar­to y bajar las escaleras como una exhalación.
Os aseguro que estuve llorando un buen rato a lágrima viva en el cuarto del ama de llaves. Mrs. Wyvern se rió bastante cuando le conté lo sucedido; pero mudó el semblante cuando oyó las palabras que me había dicho la vieja señora.
-Repítelas otra vez -me pidió.
Y yo se las repetí. « ¡Oye, pequeña granuja! ¿Por qué has dicho que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte tiesa!»
-¿Y dices que ella mató a un niño? -me pregunta.
-Yo no digo eso, Mrs. Wyvern -le contesto.
Después de aquello, Judith siempre estaba conmigo cuando las dos mujeres mayores se ausentaban de la habitación de la vieja señora. Yo habría saltado por la ventana antes que quedarme sola en la habitación con ella.
Una semana después, creo recordar, un día que Mrs. Wyvern estaba conmigo me contó una cosa de madam Crowl que yo no sabía.
Unos setenta años atrás, siendo joven y muy bella, se había casado con el señor Crowl, de Applewale, un viudo con un hijo de nueve años.
Un buen día aquel niño desapareció y nadie supo decir adónde había podido ir. Se le dejaba demasiada libertad; solía salir de casa por la mañana para ir ora a la granja del guarda a desayunar con él, ora a la conejera, y muchas veces ya no volvía hasta la noche. También solía bajar al lago, donde se bañaba y pasaba el día pescando o remando en una barca. Pues bien, nadie supo decir qué le había pasado; sólo que su sombrero había aparecido junto al lago bajo un espino que todavía se puede ver en el día de hoy, por lo que se pensó que se había ahogado. Y el hijo que el señor Crowl había tenido de su segundo matrimonio con la señora acabó heredando la propiedad. Y, como os he dicho, el hijo de éste, nieto de la vieja señora, el señor de Chevenix Crowl, era el titular de la finca en la época en que yo llegué a Applewale.
Mucho antes de que llegara mi tía, aquel suceso había sido la comidi­lla diaria de toda la comarca; la gente comentaba que la madrastra sabía más cosas de las que estaba dispuesta a contar, y que había conseguido camelar a su marido, el viejo señor, con sus zalamerías y halagos. Y como del niño nunca más se volvió a saber nada, con el paso del tiempo la gente fue olvidando aquel suceso.
Y ahora voy a contaros lo que yo vi con mis propios ojos.
Llevaría unos seis meses allí cuando a la vieja señora le sobrevino la última enfermedad. Recuerdo que era invierno.
El médico temía que le hubiera dado un ataque de locura, pues le había ocurrido lo mismo quince años antes, en cuya ocasión la habían tenido que sujetar con una camisa de fuerza, la misma prenda de cuero que yo había visto en el armario junto a la habitación de mi tía.
Pues bien, no ocurrió así, sino que le entró una gran depresión y debilidad y se fue apagando entre muchas toses, hasta un día o dos antes de pasar a mejor vida, cuando le dio por farfullar atropelladamente pala­bras incoherentes y dar chillidos en la cama, como si alguien la estuviera amenazando con un cuchillo en la garganta, y se ponía a hacer cosas fuera de la cama, pero, al no tener suficientes fuerzas para caminar ni permanecer de pie, se caía al suelo, con el rostro oculto entre sus viejas y hechizadas manos e implorando piedad.
Podéis imaginar que ya no volví a entrar en su habitación, sino que me quedaba en la cama muerta de miedo mientras oía sus alaridos y ara­ñazos en el suelo. Muchas de las cosas que decía a grito pelado habrían puesto los pelos de punta al mismísimo diablo.
Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe estaban siempre atendiéndola. Al final, le dieron unos ataques que la dejaron postrada.
El cura estaba allí y rezó por ella; pero nada podían hacer ya por ella los rezos. Además, poco sentido tenía ya el que siguiera con vida, y así pasó por fin a mejor vida y todo se terminó para la vieja madam Crowl, que fue amortajada e introducida en el ataúd. Aquel mismo día escribie­ron al señor de Chevenix para que viniera cuanto antes. Pero éste se encontraba en Francia, una distancia tan grande que el cura y el doctor acordaron que no convenía tenerla durante más tiempo insepulta, toda vez que los únicos que iban a asistir al entierro eran ellos dos, mi tía y el resto de nosotras, de Applewale. Así, la vieja dama de Applewale fue enterrada en la cripta de la iglesia de Lexhoe, y nosotras seguimos viviendo en la gran casa hasta que el señor viniera a darnos a conocer su voluntad y a pagarnos el finiquito que considerara oportuno.
A mí me pusieron en otra habitación, dos puertas más allá de la que había sido la alcoba de madam Crowl. Esto ocurrió la noche antes de que llegara a Applewale el señor de Chevenix.
La habitación que yo ocupaba ahora era bastante amplia, con boiserie de roble, pero sin más muebles que mi cama, que no tenía cortinas, una silla y una mesa, o algo parecido, muy pocos enseres para una habita­ción tan grande. Y el gran espejo en el que la vieja señora tantas y tantas veces se había mirado y remirado de pies a cabeza, ahora que carecía ya de función, lo habían sacado de allí y dejado temporalmente apoyado en una pared de mi habitación, pues como podéis imaginar se sacaron muchas cosas de su alcoba para amortajarla.
Aquel día recibimos la noticia de que el señor llegaría a Applewale a la mañana siguiente; lo cual me alegró sobremanera, pues casi estaba segura de que me volverían a mandar a casa con mi madre. Y me puse a pensar enseguida en todos los de mi casa, y sobre todo en mi hermana Janet y los gatitos y los perros y todo lo demás, y estaba tan nerviosa que no me podía dormir, y el reloj dio las doce y aún seguía despierta, y la habitación más oscura que boca de lobo. Estaba acostada de espaldas a la puerta y miran­do a la pared.
Pues bien, sobre las doce y cuarto veo unos resplandores en la pared como si algo estuviera ardiendo por detrás, y las sombras de la cama, de la silla y de mi bata, que está colgada en la pared, se ponen a bailar como locas en el techo y las paredes; y vuelvo deprisa la cabeza, creyendo que el fuego ha prendido en algo.
¡Y qué veo, Dios bendito! Pues nada menos que a la vieja arpía, emperifollada en sus satenes y terciopelos haciendo muecas con los ojos desencajados y con la cara más fea que se puede imaginar. El bajo de su vestido iba rodeado de un resplandor rojo que parecía estar con­sumiéndole los pies. Venía derecha hacia mí, apuntándome con las uñas de sus manos arrugadas como si fuera a clavármelas. Yo no me podía mover, pero afortunadamente pasó por delante de mí, con una ráfaga de aire frío, derecha a la pared de la recámara, como solía llamar­la mi tía, que era un rincón en el que había estado antes la cama de columnas, cuya puerta estaba abierta de par en par, y alargó las manos para coger algo que había allí dentro. Yo no había visto nunca aquella puerta. Y de repente se vuelve hacia mí pivotando como una marione­ta, y la habitación se queda a oscuras, y yo me veo de pie en la otra punta de la cama, sin saber cómo he llegado hasta allí. Por fin me res­ponde mi lengua y suelto un alarido mientras salgo disparada por la galería y casi arranco de cuajo la puerta de Mrs. Wyvern, a la que doy un susto de espanto.
Podéis imaginar que no pegué ojo aquella noche, y con las primeras luces bajo a ver a mi tía lo más deprisa que me permiten las piernas.
Pues bien, mi tía no me echa ninguna regañina, como me había esperado, sino que me coge de la mano y me mira fijamente a la cara. Me dice que no tenga miedo y luego me pregunta:
-¿Llevaba la aparición alguna llave en la mano?
-Sí -le digo, acordándome de pronto-; una llave muy grande con un extraño ojo de metal.
-Espera -dice soltándome la mano y abriendo el aparador-. ¿Era como ésta? -me pregunta sacando una llave y enseñándomela con el ceño fruncido.
-Esa misma -le contesto.
-¿Estás segura? -vuelve a preguntarme, dándole la vuelta.
-Segurísima -digo yo, creyendo que me voy a desvanecer.
-Bien, esto basta, mozuela -dice pensativa, como rumiando algo y volviéndola a meter donde estaba.
-El señor llegará antes de las doce del mediodía, y debemos contarle lo que has visto -dice, todavía pensativa-; supongo que yo me iré pron­to de aquí, pero es mejor que tú te vayas a casa esta misma tarde, y no te preocupes, que te buscaré otra casa en cuanto pueda.
Aquellas palabras, como podéis imaginar, las recibí como agua de mayo.
Mi tía recogió todas mis cosas y me dio también las tres libras que se me debían. El señor Crowl llegó a Applewale aquel mismo día; era un hombre apuesto, de unos treinta años de edad. Era la segunda vez que lo veía. Pero aquélla era la primera que hablaba conmigo.
Mi tía estuvo hablando con él en el cuarto del ama de llaves; no sé lo que le diría. Yo le tenía a él bastante respeto, por ser el hombre más rico de Lexhoe, y no me atreví a acercarme hasta que me llamaron. Y él me dice sonriendo:
-Cuéntame todo lo que has visto, zagala. Debe de ser un sueño, pues sabes que no existen en el mundo esas cosas que llaman fantasmas o espíritus. Pero, fuera lo que fuera, querida, siéntate aquí y cuéntamelo todo de pe a pa.
Cuando termino, se queda pensando un rato y le dice a mi tía:
-Recuerdo bien ese rincón. En tiempos del viejo sir Oliver, el viejo Wyndel me contó que había una puerta en ese cuarto de la izquierda, la que la chica soñó que había abierto mi abuela. Tendría más de ochenta años cuando me lo contó, y yo era un niño entonces. De eso hace veinte años. La vajilla y las joyas se guardaban allí hasta que pusieron el arma­rio metálico en el cuarto trastero; también me contó que la llave tenía un anillo de metal, y esa llave que tú dices la encontraron en el fondo del arcón donde ella guardaba sus viejos abanicos. Bueno, no me extrañaría nada que encontráramos allí algunas cucharas de plata o diamantes. Vamos, zagala, tienes que subir conmigo y decirme dónde estaban exac­tamente las cosas que viste.
Obedecí con poco entusiasmo. El corazón se me desbocaba en la gar­ganta, y tuve bien agarrada la mano de mi tía todo el rato que estuve en aquella espantosa habitación diciéndoles a los dos por dónde se había movido la aparecida y dónde estaba exactamente la puerta que yo había visto en la pared.
Pero allí había ahora un armario viejo. Lo corrimos y vimos el con­torno de una puerta en la boiserie de roble y el ojo de una cerradura obturado con madera y cepillada con el mismo cuidado que todo lo demás y todo el reborde de la puerta tapado con masilla de color roble, de manera que, de no ser por los goznes que sobresalían ligeramente, nadie habría imaginado que había allí ninguna puerta.
-¡Ahá! -dijo él con una sonrisita-, justo lo que me imaginaba...
Se necesitó sólo un par de minutos para, con un pequeño cincel y un martillo, sacar el trozo de madera de la cerradura. La llave entró perfec­tamente, y, tras darle una vuelta, el cerrojo cedió y la puerta se abrió acompañada de un chirrido.
Había otra puerta dentro, más extraña que la primera, pero que no tenía cierres y se abrió fácilmente. El cuarto era bastante pequeño, con paredes y bóveda de ladrillo; no vimos lo que había dentro, pues estaba más oscuro que boca de lobo.
Mi tía encendió una vela. El caballero la cogió y entró.
Mi tía, de puntillas, trataba de mirar por encima de sus hombros; yo no veía absolutamente nada.
-¡Ahá! -exclama el caballero, retrocediendo-. ¡Qué puede ser eso! Déme el atizador, ¡deprisa! -ordena a mi tía. Y mientras ella va a la chi­menea yo miro por debajo de su brazo y veo agachado en el rincón más lejano a un mono o una cosa despellejada encima del arcón, que podía ser también la vieja bruja más chupada que jamás se ha visto en la tierra.
-¡Virgen santa! -exclama mi tía al darle el atizador y viendo también por encima de sus hombros aquella cosa espantosa-. Tenga cuidado, señor, con lo que hace. ¡Mejor retírese y cierre esa puerta!
Pero, en lugar de obedecerle, entra despacio con el atizador en ristre y asesta a la cosa un batacazo tal que ésta cae estrepitosamente, cabeza incluida, en medio de un montón de huesos y polvo.
Eran los huesos de un niño; todo lo demás se había reducido a polvo al primer impacto. Durante un buen rato nadie dice nada, pero luego él coge la calavera que yacía en el suelo.
A pesar de lo joven que yo era, creí saber perfectamente en qué esta­ban pensando los dos en aquel momento.
-Un gato muerto -dice él retrocediendo y cerrando la puerta-. Vol­veremos después usted y yo, Mrs. Shuttters, a mirar en los estantes más detenidamente. Ahora tengo otros asuntos que tratar con usted. Y esta muchachita me dice usted que se marcha hoy mismo a su casa, ¿no? Supongo que ya tendrá su paga. Bueno, yo quiero hacerle además un regalo -dice él dándome una palmadita en la espalda.
Me dio una libra de oro y yo marché a Lexhoe aproximadamente una hora después en la diligencia, y bien contenta que volví a casa. Y en lo sucesivo nunca volví a ver a madam Crowl de Applewale, gracias a Dios, ni en apariciones ni en sueños. Pero cuando ya era una mujer, mi tía vino a pasar conmigo un día y una noche en Littleham, y me aseguró que se trataba del niño desaparecido hacía tanto tiempo que aquella vieja arpía había encerrado en la oscuridad hasta que se muriera, sin que sus gritos, súplicas y aporreos pudieran ser oídos por nadie. También me dijo que alguien había dejado su sombrero al borde del lago para hacer creer que se había ahogado. Toda su ropa se convirtió al primer toque en una nube de polvo en el cuarto donde se encontraron los huesos. Pero había un puñado de canicas y un cuchillo con mango verde, junto con un par de peniques que el pobre niño llevaba en el bolsillo, supongo, la última vez que se le vio, y que él vio la luz. Y entre los papeles del señor había una copia de la nota escrita después de desaparecer el niño, cuan­do su anciano padre creía que se había escapado o lo habían raptado unos gitanos, en la que se decía que el pequeño llevaba con él un cuchi­llo de mango verde y varias canicas. Y eso es todo lo que tenía que conta­ros sobre la vieja madam Crowl, del caserón de Applewale.

EL HURACAN -- LORD DUNSANY




EL HURACAN
LORD DUNSANY
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Me encontraba una noche solo en la gran colina contemplando una lúgubre y tétrica ciudad. Durante todo el día había perturbado el cielo sagrado con su humareda y ahora estaba bramando a distancia y me miraba colérica con sus hornos y con las ventanas iluminadas de sus fábricas. De pronto cobré conciencia de que no era el único enemigo de la ciudad, porque percibí la forma colosal del Huracán que venia hacia mí jugando ocioso con las flores al pasar; cuando estuvo cerca, se detuvo y le dirigió la palabra al Terremoto que como un topo, aunque inmenso, se había asomado por una grieta abierta en la tierra.
—Viejo amigo —dijo el Huracán—, ¿recuerdas cuando asolábamos las naciones y conducíamos los rebaños del mar a otros pastizales?
—Sí—repuso el Terremoto adormilado—. Sí, sí.
—Viejo amigo—dijo el Huracán—, hay ciudades por todas partes. Sobre tu cabeza, mientras dormías, no han dejado de construirlas por un instante. Mis cuatro hijos, los Vientos, se sofocan con sus humaredas, los valles están vacíos de flores y, desde que viajamos juntos por última vez, han talado los hermosos bosques.
El Terremoto se quedó allí echado con el hocico apuntando hacia la ciudad, pestañeando a la luz, mientras el Huracán estaba en pie a su lado mostrándosela con cólera.
—Ven—dijo el Huracán—, volvamos a ponernos en camino y destruyámoslas para que los hermosos bosques puedan volver y también sus furtivas criaturas. Tú abrumarás a estas ciudades sin descanso y pondrás a la gente en fuga y yo las heriré en el descampado y barreré su profanación del mar. ¿Vendrás conmigo y lo harás para gloria de la hazaña? ¿Desolarás el mundo nuevamente como lo hicimos, tú y yo, antes de que llegara el Hombre?
—Sí—dijo el Terremoto—. Sí.—Y nuevamente se metió en su grieta de cabeza contoneándose como un pato hasta el fondo de los abismos.
Cuando el Huracán se alejó a las zancadas, me puse en pie tranquilamente y partí, pero a esa hora a la noche siguiente volví cauteloso al mismo lugar. Allí encontré tan sólo la enorme forma gris del Huracán, con la cabeza entre las manos, llorando; porque el Terremoto duerme larga y pesadamente en los abismos y no despierta.

UN DIA EN EL CONFIN DEL MUNDO -- LORD DUNSANY



UN DIA EN EL CONFIN DEL MUNDO
LORD DUNSANY
Hay cosas que sólo conoce el guardián de Tong Tong Tarrup, que está sentado a la entrada del bastión mascullando sus propios recuerdos.
Recuerda la guerra que hubo en los corredores de los gnomos; y cómo una vez las hadas vinieron a buscar los ópalos que había en Tong Tong Tarrup; y la forma en que los gigantes atravesaban los predios de abajo, mientras él los observaba desde su puerta: recuerda demandas que todavía asombran a los dioses. Ni siquiera me ha dicho quiénes moran en esas casas heladas allá en lo alto, en el mismo borde del mundo, y eso que tiene fama de parlanchín. Entre los elfos, únicos seres vivos vistos alguna vez a tan espantosa altitud, donde extraen turquesa en los más elevados riscos de la Tierra, su nombre es el prototipo de la locuacidad con el que ridiculizan a los habladores.
Su relato favorito cuando alguien le ofrece bash -droga a la que es adicto y por la que se ofrecería en servicio de armas a los elfos en su guerra contra los goblins, o viceversa, si los goblins le dieran más-, su relato favorito cuando está sosegado físicamente por la droga y furiosamente excitado en lo mental, habla de una demanda emprendida hace mucho tiempo, algo menos vendible que una conseja de vieja.
Imagínenselo contándola. En primer término puede verse un anciano, enjuto y barbado, y casi monstruosamente alto, que se repantinga en la entrada de una ciudad, elevada sobre un risco de unas diez millas de altura poco más o menos; detrás unas casas, la mayor parte de las cuales dan al este, iluminadas por el sol y la luna y las constelaciones que conocemos; en la cumbre del risco, una casa que mira por encima del Confín del Mundo, iluminada por el tenue resplandor de esos espacios extraterrestres en los que un largo ocaso atenúa la luz de las estrellas. Le entrego mi pequeña ofrenda de bash e inmediatamente un largo dedo índice y un sucio y ávido pulgar cogen la droga. Al fondo, el misterio de esas casas silenciosas cuyos habitantes no se sabe quiénes son, o qué servicio les presta el guardián, o qué pago recibe éste a cambio, o si es mortal.
Imagínenselo en la puerta de esa increíble ciudad, después de haber ingerido en silencio mi bash, tendiéndose a todo lo largo, reclinándose y poniéndose a hablar.
Según parece, una luminosa mañana de hace centenares de años, un visitante procedente del Mundo trepó hasta Tong Tong Tarrup. Había dejado atrás la nieve y comenzaba ya a subir la escalera que desciende entre rocas desde Tong Tong Tarrup, cuando lo vio el guardián. Trepaba con tanta dificultad aquellos cómodos peldaños que el hombre canoso que lo observaba tuvo tiempo de preguntarse si el desconocido le traería o no bash, la droga que daba sentido a las estrellas y parecía explicar el crepúsculo. Y al final resultó que el desconocido no tenía ni una pizca de bash, y no dispuso de nada mejor que ofrecer a aquel hombre canoso que su simple historia.
Al parecer el desconocido se llamaba Gerald Jones y había vivido siempre en Londres, aunque de niño había estado una vez en un páramo norteño. Hacía tanto tiempo de esto que únicamente se acordaba de que, de un modo u otro, había caminado solo por el páramo, y que el brezo estaba en flor. No se veía más que brezo y helecho, si exceptuamos, a lo lejos, próximo ya el ocaso, unos remotos bancales, sobre imprecisas colinas, parecidos a los campos que cultivan los humanos. Al atardecer se levantó una niebla que ocultó las colinas, mas él siguió caminando por el páramo. Luego llegó al valle, minúsculo en medio del páramo y con laderas increíblemente empinadas. Se tumbó en el suelo y contempló el valle a través de las raíces del brezo. Y mucho más abajo de donde él se encontraba, en un huerto junto a una casa de campo rodeada de malvarrosas más altas que ella misma, había una anciana sentada en una silla de madera, cantando al atardecer.
El hombre se había encaprichado de la canción y la recordaba luego en Londres, y cada vez que le venía a la mente rememoraba los atardeceres -ésos que no se ven en Londres- y escuchaba de nuevo el suave viento que batía ociosamente el páramo y a los abejorros que se apresuraban; así se olvidaba del ruido del tráfico. Y cada vez que oía a los hombres hablar del Tiempo, le envidiaba sobre todo esa canción. Más tarde regresó en cierta ocasión a aquel páramo norteño y encontró el diminuto valle, mas en el huerto no había ninguna anciana, ni nadie que cantara canción alguna. No sentía ningún pesar por la canción que la anciana había cantado un atardecer veraniego hacía veinte años y que a diario se desvanecía de su mente, sino por el fastidioso trabajo que hacía en Londres para una gran empresa completamente ineficaz; y envejeció prematuramente, como los hombres suelen hacer en las ciudades. Y finalmente, cuando la melancolía únicamente le producía pesar y la inutilidad de su trabajo ganaba terreno con la edad, decidió consultar a un mago. Así es que fue a ver a un mago y le contó sus problemas, en especial que había oído cierta canción.
-Y ahora -dijo- no se oye en ninguna parte del Mundo.
-En el Mundo, por supuesto que no -le respondió el mago-, mas puedes encontrarla fácilmente más allá de su Confín.
Y añadió que estaba padeciendo el paso del tiempo, y le recomendó que pasara un día en el Confín del Mundo. Jones le preguntó a qué parte del Confín del Mundo debería dirigirse, y el mago le respondió que había oído hablar muy bien de Tong Tong Tarrup; de manera que le pagó, como era usual, con ópalos y se puso inmediatamente en marcha. Los caminos que conducían a esa ciudad eran sinuosos; en la estación Victoria compró el billete que sólo despachan a los que conocen; dejó atrás Bleth; pasó por las colinas de Neol-Hungar y llegó a la Quebrada de Poy, lugares todos ellos situados en esa parte del Mundo que pertenece a la esfera de lo conocido. Sin embargo, más allá de la Quebrada de Poy, en esas llanuras corrientes que tanto recuerdan a Sussex, lo primero con lo que uno se encuentra es inverosímil. En el límite de la llanura que se extendía a partir de la Quebrada de Poy podía verse una hilera de vulgares colinas grises, las colinas de Sneg; allí es donde comienza lo increíble, al principio muy raramente, mas cada vez con mayor asiduidad conforme se ascienden las colinas. Por ejemplo, en una ocasión descendí a las llanuras de Poy y lo primero que divisé fue un simple pastor que cuidaba de un rebaño de simples ovejas. Los observé durante algún tiempo y nada sucedió, cuando, sin mediar palabra alguna, una de las ovejas se acercó al pastor y, apropiándose de su pipa, se puso a fumar, incidente que me impresionó por su inverosimilitud. Mas en las colinas de Sneg encontré a un político honesto. Jones cruzó esas llanuras y las colinas de Sneg, tropezándose con cosas al principio inverosímiles y luego increíbles, hasta llegar a la larga pendiente que, más allá de las colinas, conduce al Confín del Mundo, donde, como cuentan todas las guías turísticas, nada puede suceder. Al pie de esa pendiente era posible ver cosas que concebiblemente podían ocurrir en el mundo que conocemos. Mas pronto desaparecieron y el viajero no vio nada más que fabulosas fieras, ramoneando flores tan asombrosas como ellas mismas, y rocas tan alteradas que sus formas tenían evidentemente un sentido, el cual era demasiado sorprendente para ser accidental. Incluso los árboles eran espantosamente poco corrientes: habría tanto que decir de ellos, y se apoyaban unos sobre otros cada vez que hablaban y adoptaban actitudes grotescas y miraban de soslayo. Jones vio dos abetos peleando. La impresión que ejercían esas escenas sobre sus nervios era muy intensa; no obstante, siguió ascendiendo y se alegró mucho finalmente al ver una prímula, única cosa conocida que había visto en horas, mas ésta silbó y alejóse dando saltos. Vio a los unicornios en su valle secreto. Luego, la noche cubrió el cielo siniestramente y no sólo brillaron las estrellas, sino que también lunas menores y mayores, y oyó a los dragones cascabeleando en la oscuridad.
Al alba apareció por encima de él, entre sus asombrosos riscos, la torre de Tong Tong Tarrup, con sus heladas escaleras iluminadas, formando un minúsculo grupo de casas allá arriba en el cielo. Ahora se encontraba en la abrupta montaña: la niebla la estaba abandonando lentamente, revelando, conforme se iba alejando, cosas cada vez más asombrosas. Antes de que la niebla desapareciera del todo, escuchó bastante cerca de él, en lo que había creído que era una simple montaña, el ruido de un pesado galope sobre el césped. Había llegado a la meseta de los centauros. Y de pronto los avistó en medio de la niebla: allí estaban, producto de la fábula, cinco enormes centauros. Si hubiera vacilado a causa del asombro, no habría ido tan lejos: cruzó la meseta y se acercó bastante a los centauros. Nunca ha sido costumbre de los centauros el reparar en los hombres, piafaron y se gritaron unos a otros en griego, mas no le dirigieron la palabra. No obstante, cuando se fue, se volvieron y lo miraron fijamente; y, cuando hubo cruzado la meseta y siguió todavía avanzando, los cinco se fueron a medio galope hasta los límites de su verde país; pues más arriba de la elevada meseta verde de los centauros no hay más que montaña pelada: el último verdor que el montañero ve cuando recorre Tong Tong Tarrup es la hierba que pisan los centauros. Llegó a las extensiones de nieve que cubren la montaña como una capa, por encima de la cual su cumbre aparece pelada, y siguió ascendiendo. Los centauros lo observaron con creciente asombro.
Ahora ya no le rodeaban bestias fabulosas ni extraños árboles diabólicos, sólo nieve y el risco completamente pelado encima del cual estaba Tong Tong Tarrup. Estuvo ascendiendo todo el día y el atardecer le sorprendió más arriba del límite de las nieves perpetuas; y pronto llegó a la escalera tallada en la roca y avistó a aquel hombre del pelo blanco, el guardián de Tong Tong Tarrup, sentado mascullando para sí asombrosos recuerdos personales y esperando en vano que algún forastero le regalara bash.
Al parecer, tan pronto como el forastero llegó a la entrada del bastión exigió inmediatamente, pese a estar cansado, una habitación que dispusiera de una buena vista del Confín del Mundo. Mas el guardián, aquel hombre de pelo cano, decepcionado por la falta de bash, antes de indicarle el camino le exigió al forastero que le contara su historia para agregarla a sus recuerdos. Y ésta es la historia, si es que el guardián me ha contado la verdad y su memoria todavía es lo que era. Y cuando la acabó de contar, el hombre canoso se levantó y, balanceando en el aire sus cantarinas llaves, atravesó varias puertas, subió muchas escaleras y condujo al forastero a la casa más elevada, el techo más alto del Mundo, y en el salón le mostró una ventana. El fatigado forastero se sentó allí en una silla y miró por la ventana más allá del Confín del Mundo. La ventana estaba cerrada y en sus relucientes cristales resplandecía y danzaba el crepúsculo del Confín del Mundo, en parte como una lámpara de luciérnagas y en parte como el cabrilleo del mar; llegaba en oleadas, repleto de lunas maravillosas. Mas el forastero no miraba aquellas maravillosas lunas. Pues desde el abismo crecía, enraizada en remotas constelaciones, una hilera de malvarrosas, en medio de las cuales un pequeño jardín verde se estremecía y temblaba como el reflejo en el agua; más arriba, flotaba en el crepúsculo brezo florecido, inundándolo hasta convertirlo en púrpura; abajo, el pequeño jardín verde colgaba en medio de él. Y tanto el jardín de abajo como el brezo que lo circundaba parecían también temblar y dejarse llevar por una canción. Pues el crepúsculo estaba absorto en una canción que sonaba y resonaba por todos los confines del Mundo, y el jardín verde y el brezo parecían danzar y murmurar al compás que aquélla les marcaba, mientras una anciana la estaba cantando abajo en el jardín. Un abejorro salió del otro lado del Confín del Mundo. Y la canción que envolvía las costas del Mundo, y que las estrellas bailaban, era la misma que él había oído cantar a la anciana hacía mucho tiempo allá abajo en el valle en medio del páramo norteño. Mas aquel hombre canoso, el guardián, no dejó que el forastero se quedara, ya que no le había traído bash, y le empujó con impaciencia, sin preocuparse de echar una ojeada a través de la ventana más alejada del Mundo; pues las tierras que el Tiempo aflige y los espacios que el Tiempo conoce no son lo mismo para ese hombre canoso; y el bash que ingiere pasma su mente más profundamente de lo que cualquier hombre pueda experimentar, tanto en el Mundo que conocemos, como más allá de su Confín. Y, protestando amargamente, el viajero regresó y bajó de nuevo al Mundo.
Acostumbrado como estoy a lo increíble desde que conocí el Confín del Mundo, la historia me plantea problemas. No obstante, es posible que la devastación causada por el Tiempo sea meramente local y que, fuera del ámbito de su destrucción, las viejas canciones todavía las sigan cantando aquellos que nosotros consideramos muertos. Me esfuerzo por creer eso. Y, sin embargo, cuanto más investigo la historia que me contó el guardián en la ciudad de Tong Tong Tarrup, tanto más plausible parece la otra teoría alternativa: que aquel hombre canoso es un mentiroso.


Lord Dunsany -- Una tienda en Go-by Street




Lord Dunsany

Una tienda en Go-by Street


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Dije en cierta ocasión que debería regresar una vez más al Yann a comprobar si el Pájaro del Río todavía lo recorre en ambas direcciones, si aún lo manda el barbudo capitán, o si éste se sienta al anochecer en la puerta de la hermosa Belzoond a beber el maravilloso vino amarillo que los montañeses bajan del Hian Min. Y que quería ver de nuevo a los marineros procedentes de Durl y Duz, y oír de sus labios lo que le aconteció a Perdóndaris cuando de súbito surgió de las colinas su perdición, abatiéndose sobre aquella famosa ciudad. Y quería escuchar los rezos de los marineros al anochecer, cada uno a su propio dios, y sentir la fresca presencia de la brisa vespertina cuando el ardiente sol se pone en aquel exótico río. Pensé que nunca más volvería a ver la corriente del Yann, mas cuando abandoné la política no hace mucho tiempo, se fortalecieron las alas de mi fantasía, que antaño se habían debilitado, y tuve esperanzas de volver a ver, una vez más, al este donde el Yann atraviesa el País del Sueño como un orgulloso caballo de batalla blanco.
Sin embargo, había olvidado cómo llegar a aquellas pequeñas cabañas en los confines del mundo que conocemos, cuyas ventanas más altas, aunque veladas por antiguas telarañas, miran a ese mundo que no conocemos y son el punto de partida de cualquier aventura en el País del Sueñno.
Por tanto, hice averiguaciones. Y así fue como llegué a la tienda de un soñador que vive en la City, cerca del Embankment. Entre tantas calles como hay en la ciudad es un poco extraño que exista una que nunca ha sido vista con anterioridad: se llama Go-by Street y acaba en el Strand si uno se fija. Al entrar a la tienda de este hombre no hay que ir directo al grano, sino que conviene pedirle cualquier cosa y, si es algo que puede proporcionarte, te lo da y te desea buenos días. Es su manera de actuar. Y muchos se han visto defraudados al pedirle alguna cosa inverosímil, como la ostra de la que se obtuvo una de esas perlas únicas que sirven de puertas del cielo en el Apocalipsis, y comprobar que el anciano la tenía entre sus existencias.
Cuando entré a su tienda se encontraba ya comatoso, sus pesados párpados casi cubrían sus pequeños ojos, y estaba sentado con la boca abierta. Le dije:
-Querría un poco del Abama y del Pharpah, ríos de Damasco.
-¿Qué cantidad? -respondió él.
-Dos yardas y medias de cada uno, a entregar en mi casa.
-Es muy enojoso -murmuró-, muy enojoso. No disponemos de tanta cantidad.
-Entonces me llevaré lo que tenga -dije.
Se levantó laboriosamente y miró entre unas botellas. Vi que una de ellas tenía una etiqueta que rezaba: "Nilo, río de Egipto" y otras del sagrado Ganges, el Phlegethon y el Jordán. Casi tenía miedo de que los tuviera, cuando le oí murmurar de nuevo:
-Esto es muy enojoso -y a continuación añadió-. Se nos han agotado.
-En ese caso -le dije yo- me gustaría que me contara cómo se llega a esas pequeñas cabañas desde cuyas ventanas más altas contemplan los poetas el mundo que no conocemos, pues desearía ir al País del Sueño y surcar una vez más el poderoso Yann, tan parecido a un mar.
Al oír esto , se movió lenta y pesadamente, dirigiéndose jadeante, con sus gastadas zapatillas, a la trastienda, donde yo le seguí. Era un sórdido cuarto trasero lleno de ídolos; en primer término todo era sórdido y tenebroso, mas al fondo había un resplandor azul celeste en el que parecían brillar estrellas y las cabezas de los ídolos resplandecían.
-Éste es -dijo el obeso anciano de las zapatillas- el cielo de los dioses que duermen.
Le pregunté cuáles eran los dioses que duermen y él mencionó nombres que jamás había oído junto a otros que sí conocía.
-Los que no son ya venerados -dijo- ahora duermen.
-Entonces, ¿no ha acabado el Tiempo con los dioses? -le pregunté.
Y él respondió:
-No. Los dioses son adorados durante unos tres o cuatro mil años y luego duermen durante tres o cuatro. Únicamente el Tiempo permanece siempre despierto.
-Mas ¿acaso no son nuevos -le dije- los que nos hablan de los nuevos dioses?
-Escuchan los agitados sueños de los viejos dioses, a punto de despertar porque el alba ya despunta y los sacerdotes vociferan. Son los profetas felices. Desdichados los que oyen hablar a algún dios antiguo mientras duerme, sumido todavía en un sueño profundo, y no paran de profetizar hasta la llegada del alba; ellos son los que los hombres apedrean diciendo: "Profetiza dónde te va a golpear esta piedra, y esta otra..."
-Entonces -añadí- ¿nunca acabará el Tiempo con los dioses?
Y él me respondió:
-Perecerán a la cabecera del último hombre. Entonces el Tiempo enloquecerá a causa de su soledad y ya no distinguirá sus horas entre sus centenares de años, y los dioses clamarán a su alrededor solicitando reconocimiento, y él les colocará encima sus manos destrozadas y, mirándoles ciegamente, les dirá: "Hijos míos, no distingo entre uno y otro"; y ante estas palabras del Tiempo, los mundos vacíos se tambalearán.
Durante un buen rato permanecí en silencio, pues mi imaginación retrocedió a aquellos lejanos años y volvió mofándose de mí porque era criatura de un día.
De pronto me di cuenta, por la penosa respiración del anciano, que se había dormido. No era una tienda corriente: temía yo que alguno de sus dioses se despertara y le llamara; temía muchas cosas, estaba tan oscura, y uno o dos de aquellos ídolos eran bastante grotescos. Zarandeé con fuerza al anciano de uno de sus brazos.
-Dígame cómo se llega a las cabañas -dije- que hay en el confín del mundo que conocemos.
-No creo que debamos ir allí -respondió él.
-Entonces presénteme a los dioses -dije.
Aquello le hizo entrar en razón.
-Salga -dijo- por la puerta trasera y tuerza a la derecha -y abrió una pequeña puerta, vieja y sombría, en la pared por la que entré, y, resollando, la cerró. La trastienda era increíblemente antigua. Sobre una plancha a punto de desmoronarse podía leerse esta inscripción en caracteres antiguos: "Autorizado a vender armiño y pendientes de jade". El sol se estaba poniendo, sacando destellos a las doradas agujas del tejado, cubierto desde hacía tiempo con la mejor paja. Comprobé que toda la calle Go-by presentaba el mismo aspecto extraño cuando se contemplaba por detrás. La acera era la misma que estaba cansado de ver y se extendía hasta unas miles de millas al otro lado de aquellas casas; mas la calle estaba cubierta de la más pura hierba sin pisotear, con flores tan maravillosas que atraían bandadas de mariposas que pasaban cerca, yendo no se sabe dónde. Al otro lado de la calle se prolongaba la acera, mas no había casas de ningún tipo, y no me paré a ver lo que había en lugar de ellas, pues torcí a la derecha y caminé a espaldas de Go-by Street hasta llegar a campo abierto y a los jardines de las cabañas que buscaba. Enormes y resplandecientes flores de color púrpura se elevaban de esos jardines cual cohetes de ascención lenta, sobre tallos de seis pies de altura, cantando suaves y raras canciones. Otras brotaban a su lado y, al florecer, comenzaban también a cantar. Una bruja muy anciana salió de su cabaña por la puerta trasera y penetró en el jardín donde yo me encontraba.
-¿Qué son esas flores tan maravillosas? -le pregunté.
-¡Cállese! ¡Cállese! -respondió ella-. Estoy acostando a los poetas. Esas flores son sus sueños.
Y yo añadí en voz baja:
-¿Qué maravillosa canción están cantando?
Y ella respondió:
-Estése quieto y escuche.
Y escuché aquella maravillosa canción que hablaba de mi propia niñez y de cosas que me sucedieron hace tanto tiempo que ya las había olvidado por completo.
-¿Por qué suena tan débil la canción? -le pregunté a la bruja.
-Voces sordas -respondió ella-, voces sordas -y regresó a su cabaña repitiendo la expresión "voces sordas", aunque suavemente por miedo a despertar a los poetas-. ¡Duermen tal mal cuando están vivos! -añadió.
Subí sigilosamente las escaleras hasta el tejado, desde cuyas ventanas podía contemplarse a un lado el mundo que conocemos y al otro, las tierras montañosas que buscaba y que casi temía no encontrar. Inmediatamente miré en dirección a las montañas de las hadas, resplandecientes bajo el fulgor del ocaso, y en cuyas empinadas laderas violáceas brillaban las avalanchas de nieve procedentes de sus heladas cumbres color esmeralda; allí estaba el antiguo desfiladero, entre las colinas azuladas sobre el precipicio de amatista desde donde se divisa el País del Sueño.
Cuando entré sin hacer ruido en el aposento donde dormían los poetas, todo estaba en calma. La vieja bruja, sentada ante una mesa, tejía a la luz de un farol una espléndida capa verde y oro para un rey que había muerto hacía mil años.
-¿De qué le sirve al rey ya muerto -dije- que le teja una capa verde y oro?
-¿Quién sabe? -me respondió ella.
-¡Qué pregunta tan tonta! -dijo el viejo gato negro de la bruja, que yacía acurrucado junto al tembloroso fuego.
Cuando cerré la puerta de la cabaña de la bruja. Las estrellas brillaban ya en aquel romántico paraje; las luciérnagas montaban ya la guardia nocturna en torno a aquellas cabañas mágicas. Me volví y me encaminé con dificultad hacia el desfiladero de las montañas azules.
Cuando llegué, empezaba a distinguirse algún color en el precipicio amatista bajo el desfiladero, aunque todavía no había amanecido. Oí ruidos y de vez en cuando vislumbre a lo lejos a esos dragones dorados que son el orgullo de los orfebres de Sirdoo, a quienes les ha infundido vida el hechicero Amargrarn mediante conjuros rituales. En el borde opuesto del precipicio, demasiado cerca de él para estar seguro, pensé yo, avisté el palacio de marfil de Singanee, el extraordinario cazador de elefantes; en sus ventanas se veían lucecitas: los esclavos estaban despiertos y, con los párpados todavía pesados, comenzaban su trabajo cotidiano.
Y entonces llegó a la cima del mundo un rayo de sol. Otros y no yo pueden describir cómo borró del precipicio amatista la sombra del risco negro que está enfrente, cómo aquel rayo de luz taladró la amatista, cómo el alegre color pegó un salto para recibir la luz y volvió a arrojar un resplandor púrpura sobre las murallas del palacio de marfil, mientras abajo, en aquel increíble barranco, los dragones dorados jugaban todavía en tinieblas.
En aquel momento, una esclava salió por una de las puertas del palacio y arrojó al precipicio una cesta de zafiros. Y cuando se hizo de día en aquellas maravillosas alturas, y el fulgor del precipicio amatista llenaba el abismo, el cazador de elefantes apareció en el palacio de marfil y, cogiendo su terrorífica lanza, salió al exterior por una puerta y se fue a vengar a Perdóndaris.
Entonces me volví y contemplé el País del Sueño; y la fina niebla balnca que nunca desaparecía del todo se desplazaba en la mañana. Elevándose por encima de ella cual islas, vislumbré las Colinas de Hap y la ciudad de cobre, la vieja y desierta Bethmoora, y Utnar Vehi, y Kyph, y Mandaroon, y el sinuoso curso del Yann. Adiviné más que vi las montañas de Hian Min, cuyas imperturbables y vetustas cimas consiguen que, a su lado, parezcan simples montículos las colinas de Acroctia, que se agrupan a sus pies y que protegen, como recordé, a Durl y a Duz. Mas percibí con toda claridad aquel antiguo bosque a través del cual, descendiendo a las riberas del Yann cada vez que hay luna llena, puede uno encontrarse al Pájaro del Río fondeado, esperando durante tres días a los viajeros, tal y como había sido profetizado. Y como ahora la luna estaba en esa fase, bajé rápidamente la quebrada por una senda de elfos coetánea de la fábula y llegué a la linde del bosque. Aunque en aquel viejo bosque la oscuridad era siniestra, más lo eran todavía las bestias que en él pululaban. Es muy raro que estas bestias atrapen a los ocasionales soñadores que recorren el País del Sueño; y sin embargo, corrí; pues si el espíritu de un hombre es atrapado en el País del Sueño, su cuerpo puede sobrevivirle muchos años, y llegar a conocer bien a las bestias que le hacían señas a lo lejos, así como la mirada de sus ojos pequeños y el olor de sus alientos: por eso el campo de esparcimiento de Hanwell está tan terriblemente surcado de senderos interminables.
Y de esa manera llegué finalmetne a la soberbia y enorme corriente del Yann, en la que se precipitaban riachuelos procedentes de países increíbles, que arrastran con fuerza madera flotante y troncos de árboles, caídos en remotas selvas jamás holladas por el hombre. Más ni en el río, ni en el antiguo fondeadero próximo a él, encontré rastros del barco que venía a ver.
Y construí con mis propias manos una choza y la teché con la abundante maleza que allí crecía, y comí de los frutos del árbol del targar, y esperé allí tres días. Y durante todo el día, el río se precipitaba impetuosamente, y durante toda la noche cantaba el pájaro tolulu, y las enormes luciérnagas se ocupaban únicamente de esparcir torrentes de chispas danzarinas, y nada rizaba la superficie del Yann por el día, ni nada estorbaba al pájaro tolulu de noche. No sé a ciencia cierta qué era exactamente lo que temía que pudiera pasarle al barco que buscaba y a su amable capitán, originario de la hermosa Belzoond, y a sus alegres marineros de Durl y de Duz. Durante todo el día esperé en el río y de noche estuve atento hasta que las danzarinas luciérnagas me hicieron dormir. Sólo tres veces en aquellas tres noches se asustó el pájaro tolulu y dejó de cantar, y las tres veces me desperté sobresaltado, comprobando que no había ningún barco, que únicamente le había asustado el alba. Aquellos indescriptibles amaneceres en el Yann parecían fuegos encendidos en lo alto de la colinas por un mago que quemara en secreto enormes amatistas en una olla de cobre. Solía contemplarlos asombrado aunque ningún pájaro cantara, hasta que de repente el sol salía por detrás de una colina y todos los pájaros excepto uno empezaban a trinar; y el pájaro tolulu se dormía rápidamente hasta que, abriendo un ojo, veía las estrellas.
Habría esperado allí varios días, mas al tercero, sintiéndome solo fui a ver el lugar en donde encontré por primera vez al Pájaro del Río fondeado con su barbado capitán sentado en cubierta. Y cuando miré el negruzco cieno del puerto y recordé a aquel grupo de marineros a los que no había visto en dos años, vi un viejo casco de barco que me observaba desde el cieno. El transcurso de los siglos parecía haber decompuesto o enterrado en el cieno todo el barco a excepción de la proa y en ella vi un nombre borroso. Leí despacio: era el Pájaro del Río. Y entonces comprendí que, mientras para mí habían pasado escasamente dos años en Irlanda y Londres, en la región del Yann había transcurrido mucho tiempo, el cual había arruinado y descompuesto a aquel barco que una vez conocí, y había sepultado años atrás los restos mortales del más joven de mis amigos, quien a menudo me hablaba de Durl y de Duz, o me contaba las leyendas de dragones de Belzoond. Pues mientras que en otras partes reina la calma, más allá del mundo que conocemos brama un huracán de siglos cuyo simple eco trastorna profundamente nuestros predios.
Permanecí un rato junto al arruinado casco del barco y oré por aquellos que pudieran ser inmortales de entre todos los que solían desdecender el Yann: recé por ellos a los dioses que a ellos les gustaba rezar, a los dioses menores que bendicen Belzoond. Más tarde abandoné la choza que había construido en aquellos voraces años y volví la espalda al Yann, penetrando en la selva al anochecer, precisamente cuando las orquídeas estaban abriendo sus pétalos y deplegaban todo su aroma, y pasé aquel día en el abismo de amatista del desfiladero de las montañas azul-grisáceas. Me preguntaba si Singanee, aquel extraordinario cazador de elefantes, habría vuelto con su lanza a su noble palacio de marfil o si su destino habría corrido parejo con el de Perdóndaris. Cuando pasé junto al palacio, en una de sus puertas traseras vi a un mercader vendiendo zafiros: seguí adelante y llegué a la caída del crepúsculo a aquellas pequeñas cabañas desde las que se divisan las montañas de los elfos y los campos que conocemos. Y me dirigí a la vieja bruja que había visto anteriormente, la cual estaba sentada en su salón con un chal rojo echado sobre los hombros tejiendo todavía la capa dorada; y a través de las ventanas brillaban débilmente las montañas de los elfos y pude volver a ver una y otra vez los campos que conocemos.
-Cuénteme algo sobre esta extraña tierra -dije.
-¿Qué es lo que sabe de ella? -respodió-. ¿Sabe que los sueños son Ilusión?
-Claro que sí -conteste-. Todo el mundo lo sabe.
-¡Oh!, no todos -añadió ella-, los locos no lo saben.
- Eso es verdad -dije.
- ¿Sabe usted que la Vida es Ilusión?
- Claro que no -respondí-. La Vida es real, la Vida es seria...
- Al oír esto, la bruja y su gato (que no se había movido de su sitio junto al fuego) estallaron en risotadas. Permanecí allí algún tiempo, pues tenía muchas preguntas que formular, más cuando comprendí que la risa nunca cesaría, di la vuelta y me fui.

A Shop in Go-by Street
Publicado en Tales of Three Hemispheres (1919)
Version en español:
Dunsany, Lord. (1919). En los Confines del Mundo.


Lord Dunsany -- Días de ocio en el Yann






Lord Dunsany

Días de ocio en el Yann


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Así bajé a través del bosque hasta la rivera del Yann y encontré, como había sido profetizado, al barco Pájaro del Río a punto de soltar amarras.
El capitán estaba sentado de piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, a su lado la cimitarra dentro de su vaina enjoyada, y los marineros afanados en desplegar las ágiles velas para dirigir el barco hacia el centro de la corriente del Yann, cantando durante todo el tiempo dulces canciones antiguas. Y el viento fresco del atardecer, que desciende desde los ventisqueros donde tienen sus moradas montañosas los dioses distantes, llegó súbitamente, como las buenas nuevas a una ciudad ansiosa, a las velas con forma de alas.
Y así llegamos a la corriente central, donde los marineros bajaron las grandes velas. Pero yo había ido a dar mis reverencias al capitán, y a consultarle acerca de los milagros y apariciones de los más sagrados dioses entre los hombres, cualquiera fuera la tierra de su procedencia. Y el capitán respondió que venía de la lejana Belzoond, y que adoraba a los dioses más pequeños y humildes, aquellos que rara vez enviaban la hambruna o el trueno y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y yo le conté que venía de Irlanda, que está ubicada en Europa, ante lo cual el capitán y sus marineros rieron porque, dijeron, "No hay lugares como ese en todo el País del Sueño". Cuando acabaron de burlarse de mí, les expliqué que mi imaginación moraba principalmente en el desierto de Cuppar-Nombo, en una hermosa ciudad llamada Golthoth la Maldita, que era custodiada completamente por los lobos y sus sombras, y que ha estado deshabitada por años y años debido a una maldición dicha en la ira de los dioses y que desde entonces no han podido revocar. Y algunas veces mis sueños me llevaban tan lejos, hasta Pungar Vees, la ciudad de los muros rojos donde se encuentran los manantiales, la que comercia con Isles y Thul. Cuando dije esto me felicitaron por la morada de mis sueños, diciendo que, aunque ellos jamás han visto dichas ciudades, lugares como esos pueden bien ser imaginados. Durante el resto de la velada negocié con el capitán la suma que debería pagarle por el viaje, si Dios y la marea del Yann, nos llevaban a salvo hasta los arrecifes junto al mar, llamados Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
Y ahora el sol se había puesto, y todos los colores del mundo y del cielo han conservado un festival con él, y se han escabullido, uno a uno, antes de la inminente llegada de la noche. Los papagayos de ambas riberas han volado a casa, hacia la jungla; los monos, en hileras, sobre las altas ramas de los árboles, estaban en silencio y dormidos; las luciérnagas, en las profundidades del bosque, iban de arriba abajo; y las grandiosas estrellas salieron brillando para contemplar la superficie del Yann.
Entonces los marineros encendieron las linternas y las colgaron alrededor del barco, y la luz destelló repentinamente sobre un Yann encandilado, y los patos que se alimentan a lo largo de sus cenagosas márgenes se elevaron de súbito, y trazaron amplios círculos en el aire, y vieron las distantes extensiones del Yann y la niebla blanca que suavemente cubría la selva, antes de retornar nuevamente a sus ciénagas.
Y entonces los marineros se arrodillaron sobre las cubiertas y oraron, no todos a la vez, sino cinco o seis por turno. Lado a lado se arrodillaron juntos cinco o seis, porque sólo oraban al mismo tiempo aquellos hombres con distintas fés, así ningún dios tendría que oír a dos hombres rezándole a la vez. Tan pronto como alguno terminaba su oración, otro de la misma fe tomaría su lugar. De esta forma, se arrodillaba la fila de cinco o seis con las cabezas inclinadas bajo las flameantes velas, mientras la corriente central del Río Yann los llevaba hacia el océano, y sus oraciones subían entre las lámparas dirigiéndose hacia las estrellas. Y detrás de ellos, en el final del barco, el timonel oraba en voz alta la oración del timonel, que es rezada por todos aquellos que ejercen su oficio en el Río Yann, cualquiera sea la fe que tuviera. Y el capitán oraba a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.
Y yo también sentí que podría rezar. Sin embargo, no me gustaba rezarle a un Dios celoso, allí donde los frágiles y afectuosos dioses, que son adorados por los paganos, son humildemente invocados; entonces pensé, en cambio, en Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la selva han abandonado desde hace mucho, quien no es ahora venerado y está solitario; y a él le recé.
Y sobre nosotros rezando, la noche súbitamente cayó, así como cae sobre los hombres que oran al atardecer y sobre aquellos hombres que no lo hacen; sin embargo, nuestras plegarias aliviaron nuestras almas al pensar en la Gran Noche por venir.
Y así el Yann nos condujo magníficamente adelante, pues estaba exaltado por la nieve derretida que el Politiades le trajo desde las Colinas de Hap, y el Marn y el Migris estaban engrosados con las crecidas; y nos llevo en su fuerza por Kyph y Pir, y vimos las luces de Goolunza.
Pronto todos dormíamos excepto el timonel, quien mantenía el barco en la corriente central del Yann.
Cuando el sol salió el timonel cesó de cantar, pues con el canto alegraba la noche solitaria. Al cesar la canción súbitamente todos despertamos, y otro tomó el timón, y el timonel durmió.
Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon. Nos preparamos una merienda, y Mandaroon apareció. Entonces el capitán comandó, y los marineros soltaron nuevamente las grandiosas velas, y el barco viró y abandonó la corriente del Yann y se acercó a un puerto bajo los rojizos muros de Mandaroon. Entonces, mientras los marineros iban y recogían frutas, yo me dirigí solo a la entrada de Mandaroon. Unas cuantas cabañas se encontraban fuera de ella, en las cuales habitaba el guardia. Un vigilante con una larga y blanca barba se encontraba en la puerta, armado de una herrumbrosa lanza. Usaba unos grandes anteojos, que estaban cubiertos de polvo. A través de la puerta vi la ciudad. Una quietud mortal se cernía sobre ella.
Los caminos no parecían haber sido hollados, y el moho era grueso en las entradas de las puertas; en el mercado varias figuras acurrucadas dormían.
Había un aroma a incienso y a amapolas quemadas, y un murmullo constante de campanas distantes. Le dije al guardia, en la lengua de la región del Yann, "Por qué todos duermen en esta apacible ciudad?"
Él contestó: "Nadie puede hacer preguntas en esta puerta por miedo a despertar a las personas de la ciudad. Pues cuando la gente de esta ciudad despierte, los dioses morirán. Y cuando los dioses mueren los hombres no pueden soñar nunca más". Y comencé a preguntarle qué dioses eran venerados en aquella ciudad, pero él levantó su lanza pues nadie debe hacer preguntas allí. Así que lo deje y volví al Pájaro del Río.
Ciertamente Mandaroon era bella, con sus blancos pináculos despuntando sobre sus rojizas murallas, y el verde de sus tejados de cobre.
Cuando regresé al Pájaro del Río, descubrí que los marineros habían retornado al barco. Pronto levamos anclas y navegamos nuevamente, y una vez más alcanzamos el centro del río. Y ahora el sol se estaba moviendo hacia las alturas, y allí en el Río Yann nos alcanzó la melodía de aquellas innumerables miríadas de coros que lo acompañan en su progreso alrededor del mundo.
Las pequeñas criaturas de muchas piernas habían extendido fácilmente sus diáfanas alas en el aire, como un hombre reposa sus codos en un balcón, y dieron jubilosas y ceremoniales alabanzas al sol; o se movían juntas en el aire oscilando en ágiles e intrincadas danzas; o se desviaban para evitar la arremetida de alguna gota de agua sacudida por el viento desde una orquídea de la jungla, templando el aire e impulsándolo delante de ellas, mientras se precipitaba zumbando, en su prisa, sobre la tierra; sin embargo, todo el tiempo cantaban triunfalmente. "Porque el día es para nosotras", decían, " sea que nuestro gran y sagrado padre, el Sol, cree más vida como nosotras desde el cieno, o si todo el mundo terminase esta noche". Y allí cantaban todas aquellas notas conocidas por oídos humanos, así como aquellas cuyas numerosas notas que jamás han sido escuchadas por el hombre.
Para aquellas un día lluvioso habría sido como una era de guerra que desolaría continentes durante una vida de hombre.
Y también aparecieron, desde la oscura y vaporosa jungla, para contemplar y regocijarse en el Sol, las gigantes y perezosas mariposas. Y danzaron, pero danzaron indolentemente, por los caminos del aire, como lo haría alguna altiva reina de tierras lejanas y conquistadas, en su pobreza y exilio en algún campamento de gitanos, por el pan para sobrevivir, sin embargo, más allá de aquello, jamás disminuiría su orgullo de danzar por un momento más.
Y las mariposas cantaron acerca de cosas extrañas y coloreadas, sobre orquídeas púrpuras y sobre perdidas ciudades rosa, y sobre los monstruosos colores de la selva descompuesta. Y también ellas estaban entre dichas voces no discernibles por oídos humanos. Y mientras flotaban sobre el río, yendo de bosque en bosque, su esplendor era rivalizado por la belleza hostil de los pájaros que se lanzaban a perseguirlas. O algunas veces se posaban sobre las flores, que parecían de cera, de la planta que se arrastra y trepa por los árboles del bosque; y sus alas púrpuras fulguraban desde las flores, como las caravanas que van desde Nurl a Thace, las brillantes sedas llameando sobre la nieve cuando los astutos mercaderes las despliegan, una a una, para asombrar a los montañeses de las Colinas de Noor.
Sin embargo, sobre hombres y bestias, el sol envió somnolencia. Los monstruos del río, a lo largo de sus márgenes, yacían dormidos en el cieno. Los marineros armaron una tienda en cubierta, con borlas doradas para el capitán, y todos se deslizaron, excepto el timonel, bajo una vela que habían colgado como un toldo entre dos mástiles. Entonces narraron historias, cada una de la propia ciudad o sobre los milagros de su dios, hasta que todos cayeron dormidos. El capitán me ofreció el amparo de su tienda de borlas doradas, y allí hablamos por un rato, él contándome que llevaba mercancía a Perdóndaris, y que llevaría de vuelta a la hermosa Belzoond cosas relacionadas con los asuntos del mar. Entonces, mientras miraba a través de la apertura de la tienda a las brillantes aves y mariposas que cruzaban y cruzaban sobre el río, me dormí, y soñé que era un monarca entrando a su capital bajo arcos de estandartes, y todos los músicos del mundo estaban allí, tocando melodiosamente sus instrumentos; pero nadie se alegraba.
En la tarde, cuando el día refrescó nuevamente, desperté y encontré al capitán ciñéndose su cimitarra, la que se había quitado para descansar.
Y ahora nos estábamos acercando a la gran corte de Astahan, que se abre sobre el río. Extraños botes de antaño se encontraban encadenados a las escalinatas. Al acercarnos vimos el atrio abierto de mármol, donde en tres de sus lados se alzaba la ciudad sobre columnas. Y la gente de aquella ciudad paseaba por el patio y las columnas con solemnidad y cuidado, de acuerdo a los ritos de ceremoniales antiguos. Todo en dicha cuidad era de antigua factura; la talla de las casas, que, cuando el tiempo las ha quebrado, se han mantenido sin ser reparadas, era de los tiempos más remotos, y por todas partes había representaciones en piedra de bestias que hace mucho tiempo dejaron de existir sobre la Tierra--el dragón, el grifo y el hipogrifo, y las distintas especies de gárgolas. Nada podía encontrarse en Astahahn, ya fuera material o costumbre, que fuera nuevo.
De esta forma, ellos no tomaron nota de nuestra presencia, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, conociendo su tradición, no tomaron nota de ellos. Pero yo, al acercarnos, me dirigí a uno que se encontraba al borde del agua, preguntándole qué hacían los hombres en Astahahn y cuál era su mercancía, y con quién la comerciaban. Él dijo: "Aquí hemos encadenado y esposado al Tiempo, quien de otra manera asesinaría a los dioses".
Le pregunté qué dioses veneraban en dicha ciudad, y él dijo: "Todos aquellos dioses que el Tiempo no ha matado aún". Entonces se dio la vuelta y no diría nada más, y se afanó en comportarse de acuerdo a la antigua costumbre. De esta forma, de acuerdo a la voluntad del Yann, nos dirigimos hacia delante y dejamos Astahahn, y encontramos en mayores cantidades a aquellas aves que hacen de los peces sus víctimas. Y eran de plumaje maravilloso, y no venían de la jungla, sino que volaban, con sus largos cuellos estirados delante de ellos, y sus patas descansado hacia atrás en el viento, directamente río arriba sobre la corriente central.
Y la tarde comenzó a recogerse. Una niebla blanca y gruesa había aparecido sobre el río, y suavemente se estaba elevando. Se asía a los árboles con largos e impalpables brazos, elevándose más y más, enfriando el aire; y unas figuras blancas se alejaban hacia la selva, como si fueran los fantasmas de marineros náufragos buscando furtivamente a aquellos espíritus del mal que hace tanto tiempo los hicieron zozobrar en el Yann.
Mientras el sol se hundía detrás del campo de orquídeas que crecía en las enmarañadas cimas de la selva, los monstruos del río se asomaron, revolcándose, del lodo en el cual habían descansado durante el calor del día, y las grandes bestias de la selva bajaron a beber. Las mariposas, hacía poco, se habían ido a descansar. Y en los pequeños y estrechos estuarios que pasamos, la noche parecía ya haber caído, a pesar de que el sol, que para nosotros había desaparecido, aún no se había puesto.
Y ahora los pájaros de la selva vinieron volando a casa, muy por arriba de nosotros, con la luz del sol resplandeciendo rosada sobre sus pechos, y bajaron sus alas tan pronto como vieron el Yann, y se dejaron caer sobre los árboles. Y la mareca comenzó a subir el río en grandes bandadas, todas silbando, y súbitamente todas virarían e bajarían nuevamente. Y allí, junto a nosotros, estaba el pequeño y tornasolado turro, con su forma de flecha; y oímos los gritos variados de las bandadas de gansos, los cuales, según me contaron los marineros, habían recién llegado cruzando las cordilleras de Lispasian; cada año venían por la misma vía, cerca de la cima del Mluna, dejándolo a su izquierda; y las águilas montañesas conocen el camino por el que vienen y, según los hombres, hasta la misma hora, y cada año las esperan por la misma vía tan pronto como las nieven caen sobre las Planicies del Norte. Pero pronto estuvo tan oscuro que no vimos más a esas aves, y sólo oímos el zumbido de sus alas, y de otras tantas innumerables, hasta que todas se establecieron en las riberas del río, y fue la hora en que las aves nocturnas salen. Entonces los marineros prendieron las linternas para la noche, y aparecieron enormes mariposas nocturnas, aleteando alrededor del barco, y por momentos, sus magníficos colores eran revelados por las linternas, para pasar nuevamente a la noche, donde todo era negrura. Y nuevamente los marineros oraron, y posteriormente cenamos y dormimos, y el timonel tomo nuestras vidas a su cuidado.
Al despertar descubrí que realmente habíamos llegado a Perdóndaris, la famosa ciudad. Pues allí, a nuestra izquierda, se alzaba una ciudad hermosa y notable, y de lo más agradable a la vista, luego de la selva, que estuvo tanto tiempo con nosotros. Y atracamos cerca del mercado, y toda la mercancía del capitán fue exhibida, y un mercader de Perdóndaris la estaba observando. Y el capitán tenía en la mano su cimitarra, y golpeaba furiosamente la cubierta con ella, y las astillas volaban desde los blancos maderos; porque el comerciante le había ofrecido un precio por la mercancía que el capitán había considerado como un insulto, hacia sí mismo y hacia los dioses de su tierra, de quienes ahora hablaba como grandes y terribles y cuyas maldiciones eran espantosas. Sin embargo, el mercader agitó sus manos, las cuales eran realmente gordas, mostrando sus rosadas palmas, y juró que no pensaba en sí mismo, sino solamente en las pobres gentes de las cabañas, más allá de la ciudad, a quienes él deseaba vender la mercancía al precio más bajo posible, sin obtener él ninguna remuneración. Pues la mercancía consistía principalmente en el grueso toomarund, que en el invierno aleja el viento del suelo, y tollub, que la gente quemaba en pipas. Entonces el mercader dijo que si ofrecía un piffek más, la pobre gente se quedaría sin su toomarund para el invierno, y sin su tollub para las tardes, o de otra forma, él y su anciano padre morirían de hambre. En ese mismo instante, el capitán llevó su cimitarra hacia su propia garganta, diciendo que era un hombre arruinado, y que nada más quedaba para él que la muerte. Y mientras cuidadosamente levantaba su barba con la mano izquierda, el mercader miró nuevamente la mercancía y dijo que, en vez de ver morir a un capitán tan valioso, un hombre por el cual había concebido un aprrecio especial al verlo por primera vez manejar su barco, prefería que él y su anciano padre perecieran de hambre, por lo que ofreció quince piffeks más.
Cuando dijo esto, el capitán se posternó y pidió a sus dioses que endulzaran el amargo corazón de este mercader, pidió a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.
Finalmente, el mercader ofreció cinco piffeks más. Entonces el capitán lloró pues, dijo, había sido abandonado por sus dioses; y el comerciante también lloró, porque, dijo, pensaba en su anciano padre y en cuán pronto moriría de hambre, y escondió su rostro sollozante entre sus dos manos, y entre los dedos miró nuevamente el tollub. Y así la negociación fue concluida, y el mercader tomó el toomarund y el tollub, pagando por ellos de su grande y tintineante monedero. Y fueron empacados en fardos nuevamente, y tres de los esclavos del mercader los cargaron sobre sus cabezas hacia la ciudad. Y durante todo este tiempo los marineros estuvieron sentados en silencio, las piernas cruzadas en una medialuna sobre la cubierta, ansiosamente siguiendo el negocio, y ahora un murmullo de satisfacción se elevó entre ellos, y comenzaron a compararlo con otros negocios de los que han sabido. Y me enteré por ellos que en Perdóndaris hay siete mercaderes, y que todos habían acudido al capitán, uno a uno, antes que las negociaciones comenzaran, y cada uno le había prevenido, privadamente, en contra de los otros. Y a todos los comerciantes el capitán les había ofrecido el vino de su propia tierra, que se fabrica allá en Belzoond, pero no pudo persuadirlos. Pero ahora que el trato estaba hecho, y los marineros estaban sentados para la primera merienda del día, el capitán apareció entre ellos con un tonel de vino, y lo espitamos con cuidado y nos divertimos en conjunto. Y el corazón del capitán estaba contento pues sabía que era honorable a los ojos de sus hombres, por el negocio que había hecho. De esta forma, los marineros bebieron el vino de su tierra natal, y pronto sus pensamientos regresaron a la hermosa Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas, Durl y Duz.
Sin embargo, para mí, el capitán escanció en un pequeño vaso un poco de vino espeso y amarillo desde una pequeña jarra, que mantenía aparte, entre sus objetos sagrados. Era grueso y dulce, como la miel, pero había en su corazón un fuego poderoso y ardiente, que tenía autoridad sobre las almas humanas. Estaba hecho, me dijo el capitán, con gran delicadeza por el arte secreto de una familia de seis miembros que moraba en una choza en las montañas de Hiam Min. Me dijo que una vez, en aquellas montañas, seguía la huella de un oso y que, súbitamente, se encontró con un hombre de dicha familia que había cazado al mismo oso, y que se encontraba al borde de un estrecho camino rodeado de precipicios, y su lanza estaba clavada en el oso, y la herida no era fatal, y no tenía otra arma. Y el oso se dirigía hacia el hombre, muy lentamente, porque su herida empezaba a molestarle, aunque no estaba muy cerca. Y lo que el capitán hizo no lo contó, pero cada año, tan pronto como las nieves se endurecen y es fácil viajar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado en las praderas, y siempre deja en la puerta de la hermosa Belzoond una vasija de aquel invaluable y secreto vino, para el capitán.
Y mientras sorbía el vino y el capitán hablaba, me acordé de las cosas nobles que hacía tiempo había planificado resueltamente, y mi alma pareció más poderosa dentro de mí y pareció dominar toda la corriente del Yann.
Puede ser que en ese momento me durmiera. O, si no lo hice, no puedo recordar minuciosamente cada detalle de las ocupaciones de dicha mañana.
Desperté hacia el atardecer, deseando ver Perdóndaris antes de abandonarla por la mañana, e incapaz de despertar al capitán, me dirigí solo a tierra.
Perdóndaris era de hecho una ciudad poderosa; estaba cercada por una muralla de gran fuerza y altura, que tenía caminos huecos para el paso de las tropas, y almenas en toda su extensión, y quince resistentes torres, una a cada milla, y placas de cobre, abajo donde los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la Tierra--un idioma en cada placa--la historia de cómo una vez un ejército atacó Perdóndaris y lo que le sobrevino. Entonces entré a Perdóndaris y encontré a todos danzando, vestidos en sedas brillantes, tocando el tam-bang, mientras bailaban. Porque una terrible tormenta los había aterrorizado mientras yo dormía, y los fuegos de la muerte -decían- habían danzado sobre Perdóndaris, pero ahora la tormenta se había ido lejos, saltando, inmensa, negra y espantosa, decían, sobre las colinas distantes, y que se había girado, gruñéndoles, mostrando sus destellantes dientes, y que mientras se alejaba, azotó las cumbres hasta que retumbaron como si hubieran sido de bronce. Y frecuentemente detenían sus danzas alegres y oraban al Dios que no conocían: "Oh, Dios que no conocemos, Te agradecemos por mandar de vuelta la tormenta a sus colinas". Y seguí avanzando hasta llegar al mercado, donde sobre el pavimento de mármol vi al mercader durmiendo y respirando pesadamente, con su rostro y palmas de las manos hacia el cielo, y los esclavos lo abanicaban para mantener alejadas a las moscas. Y desde el mercado llegué a un templo de plata y luego a un palacio de ónix, y había muchas maravillas en Perdóndaris, y me hubiera quedado para verlas todas; sin embargo, cuando llegué a la muralla exterior de la ciudad, vi de pronto una inmensa puerta de marfil. Por un momento me detuve a admirarla, mas cuando me acerqué percibí la horrorosa verdad. ¡La puerta estaba tallada en una sola y sólida pieza!
Escapé entonces por la entrada y bajé hacia el barco, incluso mientras corría creía oír en la distancia, detrás de mí en las colinas, las pisadas de la temible bestia que dejó caer aquella masa de marfil, y que, tal vez, estuviera buscando su otro colmillo. Cuando estuve de nuevo en el barco me sentí más seguro, y no conté nada de lo que había visto a los marineros.
Y ahora el capitán despertaba gradualmente. La noche se estaba enrollando desde el Este y el Norte, y sólo los pináculos de las torres aún tomaban la caída luz del sol. Entonces me dirigí al capitán y, tranquilamente, le conté la cosa que había visto. E inmediatamente me preguntó acerca de la puerta, en voz baja, para que los marineros no se enteraran; y le conté que el peso era tal, que no podía haber sido traída desde lejos, y el capitán sabía que no había estado allí un año atrás. Concordamos en que aquella bestia no podría ser destruida pon ningún ataque humano, y que la puerta debía ser un colmillo caído, uno caído cerca y recientemente. Ante esto, decidió que era mejor escapar de una vez, así ordenó, y los marineros fueron hacia las velas, y otros levaron el ancla, y justo cuando el pináculo de mármol más alto perdía sus últimos rayos de sol, dejamos Perdóndaris, la famosa ciudad. Y la noche cayó y cubrió Perdóndaris y la escondió a nuestros ojos, y, como han sucedido las cosas, para siempre; pues he oído que algo veloz y sorprendente súbitamente hundió Perdóndaris en un día--torres, muros y gente.
Y la noche se profundizaba en el Río Yann, una noche toda blanca en estrellas. Y con la noche emergió la canción del timonel. Tan pronto como terminó de rezar, comenzó a cantar para darse ánimos a través de la noche solitaria. Pero primero rezó, recitando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducida al Inglés, con un pálido equivalente de aquel ritmo que parecía tan resonante en aquellas noches tropicales.
"Para cualquier dios que escuche
Donde quiera que haya marineros, de río o de tierra; sea oscuro su camino o sea a través de la tormenta; sean sus peligros las bestias o la roca; o de enemigo acechando en tierra o persiguiéndolo en el mar; donde sea que el timón esté helado o el timonel rígido; donde sea que los marineros duerman y el timonel vigila: guárdanos, guíanos y regrésanos a la antigua tierra que nos ha conocido: a los lejanos hogares que conocemos.
Para todos los dioses que existen
Para cualquier dios que escuche
De esta forma rezó, y hubo silencio. Y los marineros se tendieron a descansar en la noche. El silencio se hizo más profundo, y sólo era quebrado por los murmullos del Yann que, suavemente acariciaba nuestra proa. Una que otra vez algún monstruo del río tosía.
Silencio y murmullos, murmullos y silencio.
Muchas canciones cantó, contándole al vasto y exótico Yann las pequeñas historias y menudencias de Durl, su ciudad. Y las canciones brotaban sobre la negra jungla y subían al frío y claro aire arriba, y las grandes constelaciones de estrellas que miraban al Yann conocieron los asuntos de Durl y de Duz, y sobre los pastores que habitaban en los campos intermedios, y de las manadas que poseían, y de los amores que habían amado, y todas las pequeñas cosas que deseaban hacer. Y, súbitamente, mientras me arropaba en pieles y frazadas escuchando esas canciones, y miraba aquellas fantásticas formas de los grandiosos árboles, parecidos a negros gigantes merodeando en la noche, me quedé dormido.
Cuando desperté una gran niebla se estaba retirando del Yann. Y la corriente del río daba tumbos tumultuosamente, y pequeñas olas aparecieron; porque el Yann había olido, desde la distancia, el antiguo risco de Glorm, sabiendo que sus frescas cañadas se encontraban adelante, donde encontraría al salvaje y alegre Irillion, rejocijándose de glaciares. De esta forma, se sacudió el tórpido sueño que había caído sobre él en la aromática y cálida selva, y olvidó sus orquídeas y sus mariposas, y pasó turbulento, expectante, fuerte; y pronto aparecieron destellando, las cumbres nevadas de las Colinas de Glorm. Y los marineros ya estaban despertando del sueño. Momentos después comimos, y el timonel se tendió a dormir mientras un camarada lo remplazaba, y todos extendieron sobre él sus pieles favoritas.
Y en un instante, oímos el sonido del Irillio mientras baja danzando por los campos de hielo.
Entonces vimos frente a nosotros la hondonada, escarpada y lisa, hacía la cual el Yann, a saltos, nos conducía. Así dejamos la vaporosa selva y respiramos el aire de montaña; los marineros se irguieron y tomaron grandes bocanadas de él, y pensaron en sus lejanas colinas de Acrotia, donde se encontraban Durl y Duz, y abajo, en la planicie, la bella Belzoond. Una gran sombra se cernió sobre las colinas de Glorm, pero los peñascos arriba, cual deformes lunas, fulguraban, casi iluminando la penumbra. Más y más fuerte oímos la canción del Irillion, el sonido de su danza al bajar de los ventisqueros. Y pronto lo vimos, blanco y cubierto de brumas, engalanado con delicados y pequeños arcoiris que había arrancado cerca de la cima, de algún jardín celestial del Sol. Luego se dirigió hacia el océano junto al inmenso y gris Yann, y la hondonada se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro tambaleante barco salió a la luz del día.
Toda aquella mañana y la tarde navegamos por las ciénagas de Pondoovery, donde el Yann se ensanchaba y fluía lenta y solemnemente, y el capitán ordenó a los marineros tocar las campanas para así vencer la melancolía del pantano.
Finalmente divisamos las Montañas Irusian, que protegen a los poblados de Pen-Kai y Blut, y las maravillosas calles de Mlo, donde los sacerdotes aplacan con vino y maíz a la avalancha. Entonces cayó la noche sobre las planicies de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnia. Oímos a los Pathnites golpeando los tambores mientras pasamos Imaut y Golzunda, luego todos dormimos, excepto el timonel. Y las villas dispersas a lo largo de las riberas del Yann oyeron toda esa noche, en la desconocida lengua del timonel, las pequeñas historias de ciudades que no conocían.
Desperté antes del amanecer con una sensación de infelicidad, antes de recordar el por qué. Entonces recordé que, en la tarde de aquel día, de acuerdo a las posibilidades previstas, deberíamos llegar a Bar-Wul-Yann y yo debería despedirme del capitán y sus marineros. Y yo había apreciado a ese hombre pues me había convidado con aquel vino amarillo que mantenía apartado junto a sus objetos sagrados, y me había contado muchas historias acerca de su hermosa Belzoond, entre las Colinas Acrotas y el Hian Min. Y me habían gustado las costumbres de los marineros, y las plegarias dichas, lado a lado, al atardecer, sin jamás desvalorizar al dios extranjero. Y también me gustaba la tierna manera en que frecuentemente hablaban de Durl y de Duz, pues es bueno que el hombre ame sus ciudades natales y las pequeñas colinas que las sostienen.
Y llegue a saber quiénes los recibirían al retornar a casa, y dónde imaginaban que el encuentro sucedería, algunos en un valle de las Colinas Acrotas, donde el camino sube desde el Yann, otros en la puerta de una de las tres ciudades, y otros en el hogar, junto a la hoguera. Y pensé en todos los peligros que nos habían amenazado, a todos por igual, fuera de Perdóndaris, un peligro muy real, así como las cosas han sucedido.
También pensé en la alegre tonada del timonel en la fría y solitaria noche, y cómo él había tomado nuestras vidas en sus cuidadosas manos. Y mientras reflexionaba sobre esto, el timonel dejó de cantar, y miré hacia arriba y vislumbré en el cielo una luz pálida que había aparecido, y la solitaria noche había pasado; y el amanecer creció, y los marineros despertaron.
Y pronto vimos la marea del mismo océano avanzando, resueltamente, entre las orillas del Yann, y el Yann saltó graciosamente y lucharon por un momento; luego el Yann, y todo lo suyo, fue empujado hacia el norte, por lo que los marineros tuvieron que izar las velas, y como el viento era favorable, seguimos adelante.
Y pasamos Góndara y Narl, y Hoz. Y vimos la memorable y sagrada Golnuz, y oímos a los peregrinos orando.
Al despertar de nuestro descanso del mediodía nos acercábamos a Nen, la última ciudad del Río Yann. Y nuevamente la jungla nos rodeaba por todos lados, así como a Nen; mas las grandes cordilleras de Mloon se erguían sobre todas las cosas, y observaban la ciudad más allá de la selva.
Aquí anclamos, y con el capitán fuimos a la ciudad y supimos que los Errantes habían venido a Nen.
Los Errantes eran una tribu extraña y oscura que, una vez cada siete años bajaba desde las cumbres de Mloon, cruzando por un paso que ellos conocen, desde una tierra fantástica situada más allá. Y toda la gente de Nen permanecía fuera de su casa, todos maravillándose en sus propias calles.
Pues los hombres y las mujeres de los Errantes estaban amontonados en todas las vías, cada uno haciendo alguna cosa extraña. Algunos bailaban danzas asombrosas que habían aprendido del viento del desierto, curvándose y arremolinándose hasta que el ojo no podía seguirlos. Otros interpretaban en sus instrumentos hermosas y tristes tonadas, que estaban llenas de horror. ¿Qué almas se las habrán enseñado mientras vagaban de noche por el desierto? Aquel lejano y extraño desierto del cual los Errantes provenían.
Ningunos de sus instrumentos eran conocidos en Nen, o en alguna región del Yann; incluso los cuernos de los que algunos estaban hechos, pertenecían a bestias que nadie ha visto a lo largo del río, ya que tenían barbas en las puntas. Y cantaban, en una lengua tampoco conocida, canciones que parecían estar emparentadas con los misterios de la noche y con el miedo irrazonable que encanta los lugares oscuros.
Todos los perros de Nen desconfiaban de ellos amargamente. Y los Errantes se contaban entre sí historias temibles, y aunque nadie en Nen conocía su idioma, podían distinguir el miedo en los rostros de sus interlocutores, y mientras el cuento continuaba, ponían los ojos en blanco, en vívido terror, como los ojos de una pequeña bestia a la que el águila ha atrapado. Luego el narrador de la historia sonreía y se detenía, y otro contaría su historia, y los labios del narrador del primer relato temblarían con terror. Y si, por casualidad, una serpiente mortal aparecía, los Errantes lo felicitarían como un hermano, y parecería que la serpiente les diera sus felicitaciones antes de seguir nuevamente. Una vez, la serpiente más fiera y letal del trópico, la enorme lythra, bajó de la selva y pasó por toda la calle, la calle principal de Nen, y ningún Errante se alejó de ella, mas tocaron sus tambores sonoramente, como si hubiera sido una persona de mucho honor; y la serpiente paso entre ellos y no derribó a ninguno.
Incluso los niños de los Errantes podían hacer cosas extrañas, si alguno de ellos se encontraba con un niño de Nen, se mirarían uno a otro en silencio, con ojos grandes y graves; después, el niño de los Errantes sacaría, lentamente de su turbante, un pez o una serpiente vivos. Los niños de Nen no podían hacer ninguna de esas cosas.
Cuánto me hubiera gustado quedarme y oír el himno con el que reciben a la noche, que es contestado por los lobos en las alturas del Mloon, pero nuevamente era tiempo de levar anclas y que el capitán regresara de Bal-Wul-Yann por la corriente que va hacia a tierra. Entonces subimos al barco y continuamos río abajo. Y el capitán y yo conversamos un rato, pues ambos pensábamos en nuestra separación, la que sería por mucho tiempo, y miramos, en cambio, el esplendor del sol occidental. Porque el sol era de un dorado rojizo, pero una tenue y baja bruma cubría la selva, y en ella se depositaba el humo de las pequeñas ciudades selváticas, y el humo de ellas se reunía en la bruma y formaban una sola neblina, que se tornó púrpura y era iluminada por el sol, mientras los pensamientos de los hombres santificaron con cosas grandiosas y sagradas. Eventualmente, una columna de humo de alguna casa solitaria se elevaba más alto que el humo de las ciudades, y brillaba solitario en el sol.
Y cuando los rayos del sol estaban casi a nivel, vimos lo que yo había venido a ver, pues de las dos montañas que se erguían a ambas orillas, salían hacia el río dos riscos de mármol rosa, resplandeciendo en la luz del sol bajo, y eran suaves y altos como una montaña, y casi se encontraban, y el Yann paso entre ellas dando tumbos, y encontró el mar.
Y esta era Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann, y, en la distancia, entre la abertura de aquellas barreras, vi el indescriptible azul del mar, donde los pequeños botes de pesca resplandecían.
Y llegó el atardecer y el breve crepúsculo, y la regocijante gloria de Bar-Wul-Yann se había ido, mas los acantilados rosa aún brillaban, la maravilla más hermosa que se ha visto--incluso en una tierra de prodigios.
Y pronto el crepúsculo dio paso a las incipientes estrellas, y los colores de Bar-Wul-Yann se fueron consumiendo. Y la visón de esos riscos era para mí como la cuerda de música arrancada del violín por la mano de un maestro, y que lleva al Cielo de las Hadas los espíritus temblorosos de los hombres.
Y a la orilla se anclaron y no fueron más lejos, porque ellos eran marineros del río y no del océano, y conocían el Yann, pero no las mareas más allá.
Y llegó el momento en que el capitán y yo debíamos separarnos, él para retornar nuevamente a su hermosa Belzoond, divisable desde las lejanas cumbres del Hian Min, y yo, para encontrar, por extraños medios, mi camino de vuelta a aquellos brumosos campos que los poetas conocen, donde se encuentran unas pequeñas y misteriosas cabañas, desde cuyas ventanas, mirando hacia el oeste, se pueden avistar los campos de los hombres, y mirando hacia el este, las brillantes montañas de los elfos, coronadas de nieve, extendiéndose de cadena en cadena hasta la región del Mito, y más allá, hasta el reino de la Fantasía, que pertenecen al País del Sueño. No nos encontraríamos por mucho tiempo, quizá nunca, pues mi imaginación se ha debilitado al pasar de los años, y cada vez son más infrecuentes mis visitas al País del Sueño. Entonces nos dimos la mano, torpemente de su parte, pues éste no es el método de saludo en su tierra, y encomendó mi alma al cuidado de sus propios dioses, a aquellos dioses menores, los humildes, los dioses que bendicen Belzoond.

* A Dreamer's Tales



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