Bestiario 04
Destructor negro
A. E. van Vogt
Coeurl merodeaba de un lado a otro. La noche negra, sin luna y casi sin estrellas, retrocedía reluctante ante el rojo amanecer que iba apareciendo por su izquierda. Era una luz vaga y difusa, que no daba sensación de que irradiara calor alguno, ni comodidad, sino apenas un resplandor frío, que descubría lentamente un paisaje de pesadilla.
Una llanura negra y sin vida, salpicada de rocas, tomó forma ante él a medida que un sol rojo y pálido se iba asomando por encima del grotesco horizonte. Fue entonces cuando Coeurl se dio cuenta de que se encontraba en territorio conocido.
Se detuvo. La tensión sacudió sus nervios. Sus músculos se apretaron con fuerza contra sus huesos. Sus grandes patas delanteras –dos veces el tamaño de las traseras– se movieron con una sacudida temblorosa, que arqueó sus garras afiladas. Los gruesos tentáculos que brotaban de sus hombros dejaron de ondular y se tensaron en estado de alerta.
Meneó la gran cabeza de gato de un lado a otro, ansioso, mientras los tendones peludos que formaban sus orejas vibraban frenéticamente, comprobando cada movimiento de la brisa, cada latido del éter.
Pero no hubo ninguna respuesta, ninguna vibración sacudió su intrincado sistema nervioso. No había la menor señal de que en alguna parte se encontrara el id tan necesario. Desesperanzado, Coeurl se agachó y su enorme sombra felina se recortó contra la línea roja del horizonte, como un reflejo distorsionado de un tigre negro que descansara sobre una roca negra, en un mundo de obscuridad.
Sabía que este día tenía que llegar. Se había acercado a través de siglos de una búsqueda incesante, cada vez más negro y amenazante. Se enfrentaba al momento inevitable en que tendría que regresar al punto de partida de su cacería sistemática, en un mundo casi desprovisto de criaturas id.
La verdad le golpeó con una serie de dolores rítmicos e interminables. Cuando había comenzado la caza, había unas cuantas criaturas id esparcidas por los alrededores. Ahora Coeurl sabía bien que no se le había escapado ninguna. No quedaba ninguna que comer. En los cientos de miles de millas cuadradas que había hecho suyas por derecho de conquista (pues ningún coeurl vecino se atrevía a cuestionar su soberanía), no quedaba ningún id para alimentar el motor inmortal que era su cuerpo.
Había surcado el territorio palmo a palmo. Reconocía las rocas y el puente que tenía delante, que formaba un extraño túnel a su derecha. En aquel mismo túnel se había agazapado durante días esperando a que la serpentina criatura id se acercase para descansar al sol. Había sido su primera víctima, antes de que se diera cuenta que era absolutamente necesario un exterminio organizado.
Se pasó la lengua por los labios recordando el momento en que sus mandíbulas la redujeron a pedazos. Pero el miedo a un Universo desprovisto de id borró el dulce recuerdo, dejándole sólo con la certeza de la muerte.
Rugió diabólico, desafiante. El eco repitió su reto en el aire y en las rocas y un escalofrío bajó por sus nervios. Era una expresión instintiva de su deseo de vivir.
Y entonces, bruscamente, sucedió.
La vio surgir de la distancia, una mancha brillante que crecía hasta convertirse en una bola de metal. El gran globo resplandeciente silbó por encima de Coeurl, disminuyendo visiblemente su aceleración. Pasó por encima de una negra fila de colinas a la derecha, permaneció casi inmóvil en el aire un segundo y luego se perdió de vista.
Coeurl rompió su asombrada inmovilidad. Con la velocidad de un tigre corrió entre las rocas. Sus ojos negros y redondos ardían de deseo. Los tentáculos de sus orejas vibraban, transmitiendo la presencia de un id de cualidades tan tremendas que su cuerpo sintió los escalofríos de un hambre anormal.
Se ocultó tras una masa rocosa y, desde las sombras, contempló las gigantescas ruinas de la ciudad extendida ante él. El sol era una bola escarlata en el cielo negro y púrpura. El globo plateado, a pesar de su gran tamaño, parecía irrelevante entre la fantasmal extensión de las ruinas. Sin embargo, a su alrededor había movimiento, signos de vida que después de unos instantes dominaron el panorama. Era una cosa grande y metálica que descansaba en un cráter hecho por su propio peso en la llanura, que empezaba bruscamente en las afueras de la ciudad muerta.
Coeurl observó a los extraños seres de dos patas que se agrupaban en torno a la brillante apertura al pie de la nave. La garganta se le ensanchó con la urgencia de su necesidad. Su cerebro se ensombreció con el primer impulso de abalanzarse y aplastar a aquellas criaturas de aspecto débil cuyos cuerpos emitían vibraciones id. Los recuerdos detuvieron este loco impulso cuando no era más que electricidad que surcaba sus músculos. Eran recuerdos que provocaban miedo y debilidad, y envenenaban las reservas de su fuerza. Tuvo tiempo de ver que aquellas criaturas tenían algo encima de sus cuerpos verdaderos, un material transparente y brillante que resplandecía emitiendo extraños destellos bajo los rayos del sol.
También recordó aquellos días en que la ciudad que se extendía a sus pies era el centro de una época gloriosa, que se disolvió en el transcurso de un solo siglo, bajo el poder de las armas, antes de que sus poseedores supieran que los supervivientes tendrían una reserva de id cada vez más pequeña.
Fue el recuerdo de aquellas armas lo que le hizo permanecer quieto. Una oleada de terror nubló su razón. Se vio aplastado por las bolas de metal y quemado por las llamas.
La astucia le hizo comprender la presencia de aquellas criaturas. Coeurl razonó por primera vez. Era una expedición científica procedente de otra estrella. En los viejos tiempos, los coeurls habían pensado en hacer viajes espaciales, pero el desastre había llegado demasiado pronto, convirtiendo aquello en poco más que un pensamiento.
Los científicos se dedicarían a investigar, no a destruir. Los científicos, a su modo, estaban locos. Envalentonado por esta idea, salió al descubierto. Vio que las criaturas advertían su presencia. Se dieron la vuelta y le miraron. Uno, el más pequeño del grupo, sacó una brillante barra de metal que llevaba en una funda y la blandió en la mano. Coeurl se detuvo, asustado por el gesto. Pero era demasiado tarde para retroceder.
El comandante Hal Morton oyó cómo el pequeño Gregory Kent, el químico, se reía con ese gorgoteo azorado con el que siempre anunciaba su inseguridad. Vio cómo Kent jugueteaba con su arma de metal brillante y anunciaba:
–No quiero correr riesgos con una cosa tan grande como ésa.
–Ésa es una de las razones por la que forma parte de esta expedición, Kent –rió el comandante Morton a través del comunicador–. Porque no corre ningún riesgo.
La risa se apagó. Instintivamente, mientras observaba al monstruo acercarse a ellos, se adelantó a los otros. Su corpachón hinchaba el traje de brillante metal transparente. Los comentarios de los hombres resonaban en sus oídos a través de la radio.
–No me gustaría nada encontrarme a una cosa así en un callejón obscuro.
–No seas tonto. Evidentemente es una criatura inteligente. Probablemente un miembro de la raza gobernante.
–No parece más que un gato grande, si no nos fijamos en esos tentáculos que salen de sus hombros, ni en esas patas monstruosas.
–Su desarrollo físico –dijo una voz que Morton reconoció como la de Siedel, el psicólogo– sugiere una adaptación animal, no intelectual, al medio ambiente. Por otro lado, el hecho de que se acerque a nosotros no es un acto animal sino el de una criatura inteligente que es consciente de nuestra posible identidad. Habréis notado que sus movimientos son lentos y cautelosos. Eso demuestra que tiene miedo y que sabe que estamos armados. Me gustaría poder echar un buen vistazo a esos tentáculos. Si terminan en apéndices con los que pueda asir objetos, entonces podemos llegar a la conclusión de que es descendiente de los habitantes de esta ciudad. Nos sería de gran ayuda si pudiéramos entablar comunicación con él. Aunque por su aspecto parece que ha degenerado hasta un estado primitivo.
Coeurl se detuvo cuando se encontraba ya a unos pocos metros de la criatura más cercana. La sensación de id era tan abrumadora que su cerebro se tambaleó, al borde del caos. Notaba como si su cuerpo estuviera cubierto por un líquido fundido. Su visión era borrosa, y la cruda sensualidad de su deseo atravesaba todo su ser.
Los hombres, excepto el pequeño que tenía la barra de metal en las manos, se acercaron. Coeurl vio que le examinaban con atención y curiosidad. Sus labios se movían y sus voces resonaban en sus oídos con un ritmo monótono y sin sentido. Al mismo tiempo tuvo la impresión de que había ondas de frecuencia mucho mayores (las de su propio nivel de comunicación), pero sólo era un tintineo mecánico que sacudía su cerebro. Haciendo un esfuerzo por mostrarse amistoso, emitió su nombre por medio de los tendones de sus oídos mientras se señalaba con uno de los tentáculos curvos.
–Capto en la radio una especie de estática cuando agita esos pelos, Morton –dijo Gourlay, el jefe de comunicaciones–. ¿Cree usted...?
–Es posible –dijo el comandante, respondiendo a la pregunta antes de que la terminara–. Es trabajo para usted, Gourlay. Si habla a través de ondas de radio, puede que no le resulte imposible crear una especie de imagen televisiva de sus vibraciones, o enseñarle el código Morse.
–Ah –dijo Siegel–. Tenía razón. Los tentáculos terminan en siete fuertes dedos. Si el sistema nervioso es suficientemente complicado, esos dedos podrían manejar cualquier máquina con un poco de entrenamiento.
–Creo que lo mejor será entrar a almorzar –dijo Morton–. Tenemos trabajo después. Los encargados del material pueden emplazar sus máquinas y empezar a recopilar datos sobre las posibilidades metálicas de este planeta y todo lo demás. Los otros pueden dedicarse a explorar. Me gustaría hacer un estudio sobre la arquitectura y el desarrollo científico de esta raza, y particularmente sobre cuál fue la causa de su destrucción. En la Tierra las civilizaciones han ido destruyéndose, pero siempre ha habido una nueva que ocupara su lugar. ¿Por qué no ha sucedido eso aquí? ¿Alguna pregunta?
–Sí. ¿Qué hacemos con el gatito? Miren, parece que quiere venir con nosotros.
El comandante Morton frunció el ceño, lo que remarcó la palidez de su rostro.
–Ojalá hubiera algún medio de poderle llevar con nosotros sin tener que capturarle por la fuerza. ¿Qué le parece, Kent?
–Creo que primero tendríamos que decidir si es un animal o si tiene inteligencia. Yo creo lo segundo. Y en cuanto a llevarle con nosotros... –el pequeño químico sacudió la cabeza–. Imposible. Esta atmósfera está compuesta por un veintiocho por ciento de cloro. Nuestro oxígeno sería dinamita pura en sus pulmones.
El comandante se echo a reír.
–Aparentemente, él no lo cree así.
Vio cómo el monstruo gatuno seguía a los dos primeros hombres, que le miraban ansiosos, hacia la puerta. Morton hizo un gesto con la mano.
–De acuerdo. Abran la segunda escotilla y denle una bocanada de oxígeno. Eso le curará.
Un segundo después, maldecía sorprendido.
–¡Por todos los diablos, ni siquiera nota la diferencia! Eso quiere decir que no tiene pulmones, o que al menos no es el cloro lo que usa. ¡Déjenle pasar! ¡Pueden apostar a que entra! Smith, esto es un tesoro para un biólogo..., parece inofensivo si tenemos cuidado. ¡Qué metabolismo!
Smith, un hombre alto, delgado y huesudo, que tenía una cara larga y triste, dijo con una voz extrañamente fuerte:
–En todos nuestros viajes, sólo hemos encontrado dos formas de vida superior: las que dependen del cloro y las que dependen del oxígeno, los dos elementos que permiten la combustión. Estoy dispuesto a apostar mi reputación a que ningún organismo complicado podría adaptarse nunca a los dos gases de forma natural. A primera vista parece que nos encontramos ante una forma de vida extremadamente avanzada. Esta raza descubrió hace muchísimo tiempo leyes biológicas que nosotros estamos aún empezando a intuir. Morton, tenemos que evitar que esta criatura se marche.
–Parece que tiene muchas ganas de salirse con la suya –rió el comandante Morton–. El problema será deshacernos luego de él.
Entró en la escotilla con Coeurl y los dos hombres. El mecanismo automático zumbó y pocos minutos después se encontraron al pie de una serie de ascensores que conducían a los camarotes.
–¿Eso viene con nosotros? –preguntó uno de los hombres, señalando con un pulgar en dirección al monstruo.
–Mejor que suba sólo si quiere entrar.
Coeurl no opuso resistencia hasta que oyó la puerta cerrarse tras él y la jaula metálica empezó a ascender. Se retorció dando un rugido salvaje. Su capacidad de razonar se convirtió en un caos. Saltó contra la puerta. El metal se dobló bajo su empuje y el dolor desesperado le enloqueció. Ahora no era más que un animal enjaulado. Golpeó el metal con sus zarpas, aplastándolo como si fuera de hojalata. Arrancó los grandes paneles con sus gruesos tentáculos. La máquina chirrió. Hubo una serie de sacudidas mientras la energía ilimitada impulsaba la jaula a pesar de los pedazos de metal que arañaban las paredes exteriores. Y entonces la jaula se detuvo y Coeurl arrancó el resto de la puerta y se precipitó en el pasillo.
Esperó allí hasta que Morton y los hombres se le acercaron, con las armas en la mano.
–Somos idiotas –dijo Morton–. Tendríamos que haberle enseñado cómo funciona. Ha pensado que le habíamos engañado.
Se acercó al monstruo y vio que el brillo salvaje desaparecía de aquellos ojos negros como el carbón, mientras abría y cerraba la puerta con elaborados gestos para mostrarle cómo funcionaba.
Coeurl dio por terminada la lección y se dirigió a una amplia habitación a su derecha. Se tumbó sobre el suelo alfombrado y trató de calmar la tensión eléctrica de sus nervios y músculos. Estaba furioso consigo mismo porque había dejado que el miedo le abrumara. Le parecía que había perdido la ventaja de parecer una criatura mansa y tranquila. Su fuerza tenía que haber asombrado y preocupado a aquellas criaturas.
Esto significaba un peligro mucho mayor que la tarea que tenía que llevar a cabo: matar a toda la tripulación y apoderarse de la nave para dirigirse a su mundo, donde habría ids ilimitados.
Coeurl contemplaba sin parpadear cómo dos hombres retiraban trozos de cascotes de una puerta de metal de un gran edificio antiguo. Todas las células de su cuerpo le dolían de hambre. La ansiedad fluía por sus músculos y latía en su cerebro como algo vivo. Todos sus nervios deseaban seguir a los hombres que se habían internado en la ciudad. Sabía que uno de ellos marchaba en solitario.
Los minutos fueron pasando lentamente. Coeurl seguía conteniéndose mientras miraba, consciente de que los hombres sabían que les observaba. Sacaron de la nave una máquina de metal y la llevaron flotando a una masa de roca que bloqueaba la gran puerta medio abierta. Nada escapaba de su fiera mirada y lentamente advirtió la simplicidad de la maquinaria. Sabía lo que iba a suceder cuando la llama desató su violencia incandescente y devoró la dura roca. Pero, a pesar de que ya lo sabía, cuando surgió la llama blanca, saltó deliberadamente y rugió como si tuviera miedo.
Sus tentáculos auditivos oyeron la risa de los hombres y su extraño placer ante su aparente desazón.
La puerta había cedido y Morton se acercó a ella y entró junto con otro hombre, que sacudió la cabeza.
–Todo está en ruinas. Se puede deducir del estado. Obviamente, usaban energía atómica, pero en forma de rueda. Eso es un desarrollo peculiar. En nuestro desarrollo tecnológico, la energía atómica proporcionó las máquinas sin ruedas. Es posible que hayan progresado hasta un nuevo tipo de mecánica de ruedas. Espero que sus bibliotecas estén mejor conservadas, o no lo sabremos nunca. ¿Qué puede haberle sucedido a una civilización para desaparecer así?
Una tercera voz se inmiscuyó en los comunicadores.
–Habla Siedel. He oído tu pregunta, Pennos. Psicológica y sociológicamente hablando, la única razón que explica por qué un territorio queda deshabitado es la falta de alimento.
–Pero siendo tan avanzados científicamente, ¿por qué no desarrollaron el vuelo espacial y buscaron comida en otro sitio?
–Pregúntele a Gunlie Lester –intervino Morton–. Le he oído formular algunas teorías, incluso antes de que aterrizáramos.
El astrónomo contestó a la primera llamada.
–Aún tengo que comprobar todos los datos, pero este planeta desolado es el único que gira en torno a ese miserable sol rojo. No hay nada más. No hay luna. Ni siquiera un planeta menor. Y el sistema estelar más cercano está a novecientos años luz de distancia. Consideremos lo lento que fue nuestro propio desarrollo. Primero, la Luna. Luego, Venus. Cada éxito nos condujo al paso siguiente, y después de varios siglos llegamos a las estrellas más cercanas. Y por fin llegamos al antiacelerador que nos permite el viaje galáctico. Considerando todo esto, sostengo que sería imposible para cualquier raza crear una maquinaria así sin ninguna experiencia práctica. Y ya que la estrella más cercana está tan lejos, no tuvieron ningún incentivo para aventurarse a ello.
Coeurl se dirigió hacia otro grupo. Pero ahora no prestó atención a lo que hacían. El hambre le consumía. Recuerdos de conocimientos pasados, sacudidos por lo que había visto, asomaron a su conciencia como un flujo cada vez más vivo.
Corrió de grupo en grupo, convertido en una dinamo nerviosa, cansado y enfermo de hambre. Un pequeño vehículo avanzó y se detuvo ante él, y una formidable cámara zumbó mientras le tomaba una fotografía. Un gigantesco telescopio apuntaba al cielo sobre un montón de rocas. Cerca, una máquina desintegradora lanzaba su fuego hacia un pozo que se iba agrandando cada vez más.
La mente de Coeurl se convirtió en un remolino de sensaciones mientras observaba con atención. Sabía que no podría soportar por más tiempo aquella tortura. Su cerebro luchaba contra una impaciencia irresistible. Su cuerpo ardía de furia y deseos de seguir al hombre que se había internado solo en la ciudad.
No pudo soportarlo por más tiempo. Una espuma verde llenó su boca, enloqueciéndolo. Se dio cuenta de que en ese momento no lo estaba mirando nadie.
Salió disparado como una bala. Corrió a grandes saltos y se ocultó entre las sombras de las rocas. En un minuto, el árido terreno escondió a la nave y los seres de dos patas.
Coeurl olvidó todo, excepto su propósito, como si su cerebro hubiera sido barrido por una escoba mágica que fuera capaz de borrar los recuerdos. Dio un amplio rodeo y luego corrió hacia la ciudad y se internó en las calles desiertas, tomando atajos con la facilidad que da el conocimiento del terreno, atravesando huecos abiertos en los muros de antaño, siguiendo corredores formados por los edificios destrozados. Redujo su avance cuando sus tentáculos captaron las vibraciones del id.
Se detuvo bruscamente y observó por encima de un montón de rocas caídas. El hombre estaba asomado en lo que una vez había sido una ventana, dirigiendo los rayos de su linterna al interior. La apagó. El hombre, un individuo robusto y fornido, se retiró dando pasos rápidos y cautelosos. A Coeurl no le gustó aquello. Presagiaba problemas. Significaba que podía reaccionar rápidamente ante el peligro.
Coeurl esperó hasta que el ser humano desapareció en una esquina y entonces salió de su escondite. Corrió mucho más rápido de lo que lo puede hacer un hombre, porque tenía un plan claramente preparado. Recorrió la calle siguiente como un fantasma y pasó por delante de un bloque de edificios. Giró la primera esquina a gran velocidad y entonces, arrastrando la panza, saltó al espacio abierto entre el edificio y el gran montón de escombros. La calle formaba una especie de valle de ruinas que terminaba en un estrecho cuello de botella, donde se apostó Coeurl.
Sus tentáculos auditivos recibieron las ondas de baja frecuencia de un silbido. El sonido le atravesó, y de pronto el terror atenazó con dedos helados su cerebro. El hombre tenía un arma. Si podía disparar un solo estallido de energía atómica antes de que sus músculos descargaran toda su furia asesina...
Una pequeña lluvia de rocas se deslizó bajo él cuando el hombre se colocó debajo. Coeurl asestó un zarpazo al brillante casco del traje espacial. Se oyó el sonido de metal desgarrado y el borboteo de la sangre. El hombre se dobló por la mitad. Durante un momento, sus huesos, piernas y músculos se combinaron de forma milagrosa para permitirle seguir en pie. Entonces se desplomó con un estrépito metálico.
Desaparecido el miedo por completo, Coeurl saltó hacia atrás y rápidamente aplastó la coraza de metal y redujo a pedazos el cuerpo que había dentro. Grandes trozos de metal y carne salpicaron el suelo. Los huesos se rompieron. La carne se abrió.
Era fácil localizar las vibraciones del id y crear la violenta desorganización química que la liberaba de los huesos aplastados. Coeurl descubrió que el id estaba principalmente en el hueso.
Se sintió aliviado, casi renacido. Aquí había más alimento del que había conseguido durante todo el año pasado.
Tres minutos más tarde, todo había acabado. Coeurl echó a correr como si huyera de un peligro. Se acercó con cautela al globo brillante por el lado contrario del que había marchado. Los hombres aún estaban enfrascados en su labor. Sin hacer ruido, Coeurl se deslizó sin que nadie se diera cuenta.
Morton contempló el horror de carne masacrada, metal y sangre que tenía a los pies y notó que la garganta se le secaba y le impedía hablar.
–¡Quiso ir solo, maldito sea!
La voz del pequeño químico contenía un sollozo, y Morton recordó que Kent y Jarvey habían sido buenos amigos durante muchos años.
–Lo peor de todo –tembló uno de los hombres–, es que parece un asesinato sin sentido. El cuerpo está convertido en montoncitos de gelatina, pero parece estar completo. Apostaría a que si lo pesáramos, contendría el peso exacto de Jarvis.
Smith intervino. Su cara alargada parecía sombría.
–El asesino atacó a Jarvey y luego descubrió que su carne era alienígena, incomestible. Como nuestro gato. No quiso comer nada de lo que le dimos.
Sus palabras se disolvieron de repente en un extraño silencio.
–Un momento –dijo lentamente–. ¿Y la criatura? Es lo suficientemente grande como para haber hecho esto con sus zarpas.
Morton frunció el ceño.
–Es posible. Después de todo, es el único ser vivo que hemos visto. Pero no podemos ejecutarlo solamente por una simple sospecha.
–Además –dijo uno de los hombres–, nunca le he perdido de vista.
–¿Estás seguro? –intervino Siedel, el psicólogo, antes de que Morton pudiera hablar.
El hombre dudó.
–Bueno, tal vez no lo haya visto durante un par de minutos. Se movía de un lado a otro, observándolo todo.
–Exactamente –dijo Siedel con satisfacción; se volvió hacia Morton–. Ya ve, comandante, yo mismo he tenido la impresión de que ha estado siempre por los alrededores. Y sin embargo, al pensarlo, me doy cuenta de que hay momentos, probablemente largos minutos, en que le perdimos completamente de vista.
La cara de Morton se ensombreció mientras pensaba. Kent estalló.
–Muy bien, no corramos riesgos. Matemos al bicho antes de que cause más daños.
–Korita –dijo Morton lentamente–, usted ha estado investigando con Cranessy y Van Horne. ¿Cree que el gato es un descendiente de la raza dominante de este planeta?
El alto arqueólogo japonés miró al cielo como si al hacerlo ordenara sus pensamientos.
–Comandante Morton –dijo respetuosamente–, aquí hay un misterio. Miren la majestuosa línea del horizonte. Observen el perfil casi gótico de la arquitectura. A pesar de la magalópolis que crearon, esta raza estaba apegada al suelo. Los edificios no están ornamentados solamente. Son ornamentales en sí mismos. Aquí tenemos el equivalente de la columna dórica, de la pirámide egipcia, de la catedral gótica brotando del suelo, con orgullo, cumpliendo un destino. Si este mundo desolado puede ser considerado como una tierra madre, entonces la tierra tuvo un lugar espiritual en los corazones de esta raza.
«El efecto se enfatiza por lo tortuoso de las calles. Sus máquinas demuestran que eran matemáticos, pero antes eran artistas. Por eso no crearon las ciudades diseñadas geométricamente, como las metrópolis ultrasofisticadas del mundo. Hay un abandono artístico genuino, una profunda alegría escrita en la curva de las disposiciones antimatemáticas de las casas; un sentido de intensidad, de creencia divina en una certidumbre interna. No es una civilización decadente y hastiada, sino una cultura joven y vigorosa, confiada, llena de propósitos.
»Pero terminó. Bruscamente, como si en este punto la cultura tuviera su batalla de Tours y empezara a colapsarse como la antigua civilización musulmana. O como si de un salto hubiera franqueado siglos y entrado en el período de los Estados en guerra. En la civilización china, este período ocupó del 480 al 230 antes de Cristo, y cuando acabó el Estado de Tsin comenzó el Imperio Chino. Egipto experimentó esta fase entre los años 1780 y 1580 antes de Cristo; el último siglo de esta era fue la época «hyksos», que quiere decir inmencionable. El mundo clásico la experimentó desde Queronea, en el año 338, y ya al borde del horror, desde Graco, en el 131, hasta Actio, en el 31, siempre antes de Cristo. Los europeos occidentales y los americanos fueron devastados por este período en los siglos diecinueve y veinte, y los historiadores modernos están de acuerdo en que, teóricamente, entramos en la misma fase hace cincuenta años; aunque, naturalmente, nosotros hemos resuelto el problema.
»Se preguntará usted, comandante, qué tiene todo esto que ver con su pregunta. Mi respuesta es que no existe constancia de una cultura que entre bruscamente en el período de los Estados contendientes. Casi siempre es un desarrollo lento. Y el primer paso comporta la duda implacable de todo lo que antes ha sido sagrado. Las convicciones profundas dejan de existir, se disuelven ante las pruebas de las mentes analíticas y científicas. El escéptico se convierte en el ser supremo.
»Sostengo que esta cultura terminó bruscamente en su época más floreciente. Los efectos sociológicos de tal catástrofe tienen que haber sido la súbita desaparición de la moral, una reversión a la criminalidad bestial, la falta de cualquier tipo de ideales, una total indiferencia ante la muerte. Si este gato es descendiente de esa raza, entonces debe de ser una criatura astuta, un ladrón nocturno, un asesino a sangre fría, que sería capaz de degollar a su propio hermano en su provecho.
–¡Eso es suficiente! –cortó Kent con voz crispada–. Comandante, estoy dispuesto a hacer de verdugo.
–Escuche, Morton, no va usted a matar al gato todavía, aunque sea culpable –interrumpió Smith bruscamente–. Es un tesoro biológico.
Kent y Smith se miraron con furia. Morton frunció el ceño, pensativo.
–Korita, estoy dispuesto a aceptar su teoría como base de trabajo –dijo finalmente–. Pero una pregunta: ¿el gato proviene de un período anterior al nuestro? Es decir, estamos entrando en una etapa de nuestra cultura altamente civilizada, mientras que él se quedó de repente sin historia en su momento más floreciente. Pero ¿es posible que su cultura sea posterior en este planeta que la nuestra en el sistema galáctico que hemos colonizado?
–Es muy posible. Puede que la suya sea la décima civilización de este mundo, mientras que la nuestra es la octava que surge de la Tierra. Cada una de las diez, naturalmente, habrá sido edificada sobre las ruinas de la anterior.
–En ese caso, ¿el gato no sabría nada del recelo que nos ha hecho sospechar que es un criminal y un asesino?
–No. Sería literalmente magia para él.
Morton hizo una mueca.
–Entonces creo que se saldrá usted con la suya, Smith. Dejaremos vivir al gato. Si vuelve a ocurrir algo, ahora que le conocemos, será debido a nuestra falta de cuidado. Existe la posibilidad de que estemos equivocados. Como Siegel, también tengo la impresión de que siempre estuvo con nosotros. Pero ahora... no podemos dejar así al pobre Jarvey. Lo meteremos en un ataúd y lo enterraremos.
–¡Todavía no! –exclamó Kent; se ruborizó–. Le pido disculpas, comandante. No era mi intención. Sospecho que el gato quería algo del cuerpo. Parece que está todo en él, pero puede que falte algo. Voy a averiguar qué es, y voy a acusarle de este asesinato hasta que usted se convenza de que fue obra suya, sin la menor sombra de duda.
Era muy tarde cuando Morton alzó la vista del libro y vio a Kent entrar por la puerta que conducía a los laboratorios de abajo.
Kent llevaba un gran cuenco en las manos; sus ojos cansados escrutaron a Morton.
–¡Ahora, observe! –dijo con voz dura y cansada.
Se acercó a Coeurl, que estaba tumbado sobre la alfombra, haciéndose el dormido.
Morton le detuvo.
–Espere un momento, Kent. En cualquier otra ocasión no pondría en duda sus intenciones, pero tiene usted mal aspecto. Está agotado. ¿Qué es esto que trae?
Kent se dio la vuelta y Morton vio que su primera impresión no había sido más que una leve sombra de la verdad. Tenía profundas ojeras, las mejillas hundidas y los ojos febriles.
–He encontrado el elemento que falta –dijo Kent–. Es el fósforo. No queda ni un miligramo de fósforo en los huesos de Jarvey. Se le ha extraído hasta la última gota. Ignoro por qué superquímica. Siempre hay medios de sacar el fósforo del cuerpo humano. Por ejemplo, recordemos lo que le sucedió al trabajador que ayudó a construir esta nave. Se cayó dentro de quince toneladas de metal fundido (o al menos eso reclamaron sus parientes), pero la compañía no quiso pagar los seguros hasta que se demostrara, tras un análisis, que en el metal hubiera un alto porcentaje de fósforo.
–¿Y qué es la comida de la vasija? –interrumpió alguien.
Los presentes iban dejando libros y revistas y miraban con interés.
–Un preparado de fósforo orgánico. El gato captará su olor, o lo que utilice en vez del olfato...
–Creo que percibe las vibraciones de las cosas –intervino Gourlay perezosamente–. A veces, cuando mueve esos tendones, recibo una onda estática en la radio. Después cesa, como si cambiara a diferentes longitudes de onda más altas o más bajas. Parece que controla las vibraciones a voluntad.
Kent esperó con visible impaciencia a que Gourlay terminara de hablar.
–Muy bien –dijo bruscamente–. Entonces, cuando capte la vibración del fósforo y reaccione ante ella como un animal..., bueno, podremos decidir según su reacción. ¿Puedo continuar, Morton?
–Hay tres cosas erróneas en su plan –dijo Morton–. En primer lugar, parece que asume usted que sólo es un animal; parece olvidar que puede que no tenga hambre después de haberse comido a Jarvey; parece pensar que no sospechará nada. Ponga el cuenco en el suelo. Tal vez su reacción nos diga algo.
Coeurl observó sin pestañear cómo el hombre colocaba el cuenco ante él. Sus tendones auditivos identificaron inmediatamente las vibraciones id de su contenido y no le dirigió ni una segunda mirada.
Reconoció a este ser de dos patas como el que le había apuntado con la pistola por la mañana. ¡Peligro! Se puso en pie con un rugido. Cogió el cuenco con los apéndices en forma de dedos de sus tentáculos y lo vació en la cara de Kent, quien retrocedió dando un alarido.
Coeurl arrojó a un lado el cuenco con furia y agarró al hombre por la cintura. No se preocupó por la pistola que colgaba del cinturón de Kent. Notaba que sólo era una arma de vibraciones, hecha con energía atómica, pero no un desintegrador. Arrojó a Kent contra el asiento más cercano y advirtió que tendría que haberlo desarmado.
No es que el arma fuera peligrosa, pero mientras el hombre se limpiaba la cara con una mano buscaba la pistola con la otra. Coeurl retrocedió. La pistola se alzó lentamente y un rayo blanco voló hacia su cabeza.
Los tentáculos auriculares temblaron mientras anulaban los efectos de la pistola vibradora. Sus ojos negros y redondos se estrecharon al captar el movimiento de los hombres en busca de sus armas. La voz de Morton rompió el silencio.
–¡Alto!
Kent apartó su arma y Coeurl se tumbó, temblando lleno de furia hacia este hombre que le había obligado a revelar parte de su poder.
–Kent –dijo Morton fríamente–, no es usted el tipo de persona que pierde los nervios. Ha intentado matar al gato deliberadamente, sabiendo que la mayoría está a favor de dejarle con vida. Sabe cuáles son las normas: si alguno se opone a mis decisiones, debe decirlo en el momento. Si la mayoría se opone, mis decisiones carecen de validez. En este caso nadie más que usted ha puesto reparos, y por lo tanto, su acción al tomarse la justicia por su mano es reprensible y automáticamente le hace perder su derecho al voto durante un año.
Kent miró sombrío al círculo de rostros que le rodeaba.
–Korita tenía razón cuando dijo que nosotros pertenecíamos a una época altamente civilizada. Es decadente –la pasión ardía en su voz–. Dios mío, ¿no hay un sólo hombre aquí que pueda ver el horror de esta situación? Jarvey muerto hace solamente unas horas y esta criatura, a quien todos reconocemos como culpable está aquí, suelta, planeando su próximo crimen. Y la víctima está en esta misma habitación. ¿Qué clase de hombres somos? ¿Locos, cínicos, fantasmas? ¿O es que nuestra civilización es tan racional que podemos contemplar un asesinato con simpatía?
Clavó los ojos en Coeurl.
–Tenía usted razón, Morton. Esto no es un animal. Es un demonio surgido del más profundo infierno de este planeta moribundo.
–No se nos ponga melodramático –dijo Morton–. Su análisis, por lo que a mí respecta, está equivocado. No somos cínicos ni fantasmas. Somos simplemente científicos, y el gato va a ser sometido a estudio. Ahora que sospechamos de él, dudo de su habilidad para tendernos una trampa. No tiene una oportunidad entre cien –miró a su alrededor–. ¿Hablo en nombre de todos?
–¡Por mí no, comandante! –fue Smith quien habló; continuó explicándose mientras Morton le observaba sorprendido–. Con la excitación y la confusión del momento, nadie parece haberse dado cuenta de que cuando Kent le ha disparado con el vibrador, el rayo ha alcanzado a esta criatura directamente en la cabeza... y no le ha hecho daño.
La mirada de asombro de Morton pasó de Smith a Coeurl y a Smith de nuevo.
–¿Está seguro de que le ha alcanzado? Como dice, sucedió todo tan rápidamente... Al ver que el gato no tenía ninguna herida, supuse que Kent había fallado el tiro.
–Le dio en la cara –afirmó Smith–. Un arma de vibraciones, naturalmente, no puede matar a un hombre, pero sí herirle. Sin embargo, el gato no tiene ni rastro de heridas, ni un pelo chamuscado.
–Tal vez su piel sea un buen aislante contra el calor de cualquier tipo.
–Tal vez. Pero en vista de nuestra indecisión, creo que deberíamos encerrarle en una jaula.
–Eso es hablar con sentido, Smith –dijo Kent mientras Morton reflexionaba.
–¿Se quedará usted satisfecho, Kent, si le metemos en una jaula? –preguntó Morton.
Kent consideró la idea un momento.
–Sí –dijo por fin–. Si cuatro pulgadas de microacero no pueden contenerle, será mejor que le demos la nave.
Coeurl siguió a los hombres por el pasillo. Trotó dócilmente cuando Morton, inconfundiblemente, le hizo entrar por una puerta que no había visto antes. Se encontró en una habitación cuadrada y de metal sólido. La puerta se cerró tras él. Notó la corriente de energía cuando la cerradura eléctrica entró en funcionamiento.
Sus labios se abrieron con una mueca de odio al darse cuenta de la trampa, pero no dejó ver ninguna otra reacción. Comprendió que había progresado mucho de la criatura primitiva que, unas cuantas horas antes, había mostrado su miedo en el ascensor. Ahora, mil recuerdos despertaron en su cerebro. Cien siglos de astucia, después de años de olvido, formaban parte de su ser nuevamente.
Se sentó sobre las fuertes ancas en que terminaba su cuerpo. Examinó con sus tentáculos auriculares cuanto le rodeaba. Finalmente, se echó. Sus ojos brillaban llenos de desdén. ¡Idiotas! ¡Pobres idiotas!
Una hora más tarde, oyó al hombre –Smith– manejando algo sobre la jaula. Las vibraciones que emitía le hicieron sentir miedo por un instante. Se puso en pie de un salto, lleno de terror, y entonces se dio cuenta de que las vibraciones eran vibraciones, no explosiones atómicas. Alguien estaba tomando fotos del interior de su cuerpo.
Volvió a recostarse, pero sus tentáculos vibraban y pensó despectivo que el muy idiota se llevaría una sorpresa cuando intentara revelar aquellas fotos.
El hombre se marchó al cabo de un rato y durante largo tiempo oyó que los otros hacían algo a lo lejos. También ese ruido se fue perdiendo lentamente.
Coeurl se quedó tumbado, esperando, mientras sentía que el silencio se extendía por la nave. Mucho tiempo antes, antes del alba de la inmortalidad, los coeurls también habían dormido de noche. Lo había recordado el día anterior, cuando vio a algunos hombres dando una cabezada. Por fin, la vibración de dos pares de pies fue la única frecuencia humana que registraron sus tentáculos auditivos.
Escuchó el sonido de los dos centinelas. El primero caminaba lentamente junto a la puerta de la jaula. Unos metros después, venía el otro. Coeurl podía sentir que los dos hombres estaban alerta. Sabía que nunca podría sorprenderlos aunque caminaran por separado. Aquello significaba que tendría que ser doblemente precavido.
Volvieron quince minutos después. En el momento en que pasaron puso en funcionamiento sus sentidos hasta el grado más alto. La violencia latente de los motores atómicos comenzó a susurrarle su historia en el cerebro. Las dinamos eléctricas zumbaron su canción de energía pura. Sintió el susurro de la corriente, que recorría los cables de las paredes de su jaula y en la cerradura eléctrica de la puerta. Forzó su tembloroso cuerpo a una tensa inmovilidad mientras trataba de sintonizar aquella sibilante tormenta de energía. De repente, los tentáculos de sus orejas vibraron en armonía. Captó el cambio repentino de aquella onda de fuerza.
Hubo un chasquido de metal contra metal. Con un suave roce de un tentáculo, Coeurl abrió la puerta y salió al pasillo débilmente iluminado.
Durante un momento sintió desprecio, superioridad ante aquellas estúpidas criaturas que se atrevían a medir su inteligencia contra un coeurl. Y en ese momento, pensó súbitamente en los otros coeurls. Un exultante sentido de la raza atravesó su ser; el odio de siglos de despiadada competición remitió ante el orgullo de sentirse parte de los futuros conquistadores de todo el espacio.
De repente, se sintió abrumado por sus limitaciones, por su necesidad de otros coeurls, por su soledad... uno contra cien, con la eternidad en juego. El Universo mismo sería la meta de su rapacidad, de su ilimitada ambición. Si fallaba, no habría otra oportunidad. No tendría tiempo de revivir la maquinaria e intentar resolver el secreto del viaje espacial.
Avanzó con cautela por el salón, recorrió los pasillos y llegó a la puerta del primer dormitorio. Estaba entreabierta. Una rápida sincronización de sus músculos, el chasquido de un tentáculo que agarraba la garganta de un hombre dormido y la cabeza sin vida se agitó locamente. El cuerpo se retorció una sola vez.
Siete dormitorios; siete hombres muertos. Fue al saborear el séptimo asesinato lo que le propició un irrefrenable deseo de matar, de recuperar un hábito de milenios por destruir todo lo que contuviera el precioso id.
Cuando el duodécimo hombre se sumergía convulsivamente en la muerte, Coeurl salió de la alegría sensual de la caza al oír pasos.
No estaban cerca... eso fue lo que hizo que oleadas de miedo cayesen sobre el caos en que, de pronto, se había convertido su cerebro.
Los centinelas se acercaban a la jaula donde le habían mantenido prisionero. Dentro de un instante, el primer hombre vería la puerta abierta y haría sonar la alarma.
Coeurl se aferró a los restos de su razón. Con frenética velocidad, sin preocuparse ya de hacer ruido, corrió a lo largo del pasillo de los dormitorios y llegó a la sala. Salió al siguiente pasillo, estremeciéndose por anticipado ante la llama atómica que temía sentir en la cara.
Los dos hombres estaban juntos, uno al lado del otro. Por un instante, Coeurl apenas pudo creer en su buena suerte. El segundo centinela había corrido como un tonto cuando había visto que el primero se detenía ante la puerta abierta. Alzaron la vista, paralizados ante la pesadilla de zarpas y tentáculos, la feroz cabeza gatuna y los ojos cargados de odio.
El primer hombre trató de sacar su pistola, pero el segundo, paralizado por el destino que se cebaba en él, emitió un grito de horror, que se multiplicó por los pasillos y terminó en un extraño gemido cuando Coeurl arrojó los dos cadáveres, con un movimiento irresistible, hasta el otro extremo del pasillo. No quería que encontraran los cuerpos cerca de la jaula. Ésa era su única esperanza.
Estremeciéndose de arriba a abajo, consciente del terrible error que había cometido, incapaz de pensar coherentemente, volvió a entrar en la jaula. La puerta se cerró con un suave clic tras él. La energía fluyó a través de la cerradura eléctrica.
Se acurrucó tenso, simulando dormir, mientras oía el sonido de muchos pies corriendo y captaba la vibración de muchas voces excitadas. Notó que alguien conectaba el audioscopio de la jaula y miraba al interior. Dentro de unos instantes descubrirían los cadáveres.
–¡Siedel muerto! –dijo Morton, anonadado–. ¿Qué vamos a hacer sin Siedel? ¡Y Breckenridge! Y Coulter y... ¡Es horrible!
Se cubrió la cara con las manos, pero sólo por un instante. Alzó la cabeza sombrío, la mandíbula firme, mientras miraba las caras ceñudas que le rodeaban.
–Si alguien tiene alguna explicación, que lo diga.
–¡La locura del espacio!
–Ya he pensado en eso. Pero hace cincuenta años que no se da un caso. El doctor Eggert nos examinará a todos, naturalmente. Ya está examinando a los cuerpos pensando en esa posibilidad.
Mientras decía esto, vio que el médico entraba por la puerta. Los hombres se apartaron para dejarle paso.
–Le he oído, comandante –dijo el doctor Eggert–, y creo que puedo decirle ahora mismo que la teoría de la locura del espacio queda descartada. Las gargantas de esos hombres han sido convertidas en gelatina. Ningún ser humano podría haber ejercido tanta fuerza sin usar una máquina.
Morton vio que los ojos del médico continuaban mirando el pasillo.
–No tiene sentido sospechar del gato, doctor –dijo, moviendo la cabeza–. Está en la jaula, moviéndose de un lado para otro. Obviamente ha oído el ajetreo y... ¡por todos los santos, no podemos sospechar de él! Esa jaula fue construida para contener literalmente cualquier cosa... Son cuatro pulgadas de microacero, y no hay ni un solo rasguño en la puerta. Kent, ni siquiera usted podrá decir que le matemos basándonos en la sospecha, porque aquí no cabe sospecha de ningún tipo, a menos que nos encontremos con una nueva ciencia más allá de lo que podamos imaginar.
–Al contrario –dijo Smith llanamente–, tenemos todas las evidencias que necesitamos. Utilicé el teleflúor con el gato. Ya sabe, el aparato que tenemos encima de la jaula. Intenté sacar algunas fotos. Salieron veladas. Pero el gato saltó cuando conecté el teleflúor, como si sintiera las vibraciones.
–¿Recuerdan lo que dijo Gourlay? Aparentemente, esta bestia puede recibir y enviar vibraciones de cualquier longitud de onda. La manera como neutralizó la energía del arma de Kent es la prueba definitiva de que tiene una habilidad especial para interferir la energía.
–En nombre de todos los infiernos, ¿qué es lo que tenemos aquí? –rugió uno de los hombres–. ¡Si puede controlar ese poder y emitir cualquier vibración, nada podrá impedir que nos mate a todos!
–Lo cual prueba –dijo Morton–, que no es invencible, o lo habría hecho hace tiempo.
Se dirigió deliberadamente al mecanismo que controlaba la jaula de la prisión.
–¡No va a abrir usted esa puerta! jadeó Kent, buscando su arma.
–No, pero si acciono este interruptor, la corriente que circulará por el suelo electrocutará a cualquiera que esté dentro. Nunca hemos tenido que utilizarlo antes, así que posiblemente lo han olvidado ustedes.
Accionó el interruptor. Una chispa azul brotó del metal y una hilera de fusibles estalló con un estampido.
Morton frunció el ceño.
–Es curioso. ¡Estos fusibles no tendrían que haberse fundido! Ahora ni siquiera podemos mirar dentro de la jaula. También se ha estropeado el audio.
–Si el gato puede interferir la cerradura eléctrica lo suficiente para abrir la puerta –dijo Smith–, entonces es probable que se haya dado cuenta del posible peligro y haya podido anularlo cuando ha conectado usted el interruptor.
–¡Al menos, eso demuestra que es vulnerable a nuestras energías! –sonrió Morton con una mueca–. Porque las ha dejado inservibles. Lo importante es que le tenemos detrás de cuatro pulgadas del metal más duro. En el peor de los casos podemos abrir la puerta y matarle con los rayos. Pero primero creo que deberíamos tratar de utilizar los cables de energía del teleflúor...
Un ruido procedente del interior de la jaula interrumpió sus palabras. Un cuerpo pesado se arrojó contra la pared, seguido de un golpe sordo.
–¡Sabe lo que intentamos hacer! –le dijo Smith a Morton–. Y apostaría a que está muy nervioso. ¡Ha sido un estúpido al volver a la jaula y ahora se da cuenta!
La tensión cedía; los hombres sonreían nerviosamente. Alguno incluso soltó una risita ante el cuadro que Smith había hecho del desconcierto del monstruo.
–Lo que me gustaría saber –dijo Pennons, el ingeniero–, es por qué el registrador del teleflúor ha oscilado y marcado el máximo de energía cuando el gato ha hecho ese ruido. ¡Lo tengo aquí, bajo mi nariz, y el dial saltó como un resorte!
El silencio reinó dentro y fuera de la jaula.
–Tal vez eso signifique que va a salir –dijo Morton–. Todo el mundo atrás, y tengan las armas preparadas. Ese gatito ha sido un estúpido al creer que podría vencer a un centenar de hombres, pero es, con diferencia, la criatura más formidable de todo el sistema galáctico. Preferirá salir por esa puerta antes de morir como una rata. Y es capaz de llevarse a algunos de nosotros por delante... si no tenemos cuidado.
Los hombres retrocedieron, convertidos en un solo cuerpo.
–Es curioso –dijo uno–, me ha parecido oír el ascensor...
–¿El ascensor? –repitió Morton–. ¿Está seguro?
–Lo estuve por un momento –dudó el hombre–. Estábamos moviéndonos todos y...
–Lleve a alguien con usted y vayan a ver. Traigan aquí a quien se atreva a ir por ahí solo...
Hubo una terrible sacudida cuando el gigantesco corpachón de la nave se inclinó bajo sus pies. Morton cayó al suelo con una violencia aturdidora. Luchó por recobrar la conciencia. Otros hombres yacían a su alrededor.
–¿Quién demonios ha puesto esos motores en marcha? –gritó.
La espantosa aceleración continuaba. Arrastrando los pies con un terrible esfuerzo, se acercó al audioscopio más cercano y apretó el número de la sala de máquinas. La imagen que apareció en la pantalla le hizo dar un grito.
–¡Es el gato! ¡Está en la sala de máquinas... y nos dirigimos al espacio!
La pantalla se apagó mientras hablaba y ya no pudo ver más.
Fue Morton quien se precipitó primero hacia la sala donde se guardaban los trajes espaciales. Después de colocarse tambaleante el suyo, anuló los efectos de la torturante aceleración y llevó los otros trajes a los hombres semiinconscientes. Instantes después, le ayudaban otros hombres. Y luego ya sólo fue cuestión de minutos antes de que todos estuvieran enfundados en metalita, con los motores antiaceleración a media marcha.
Después de mirar en la jaula, Morton abrió la puerta y vio que en la pared trasera había un agujero abierto en el metal, que aparecía retorcido y con varios bordes dentados. El agujero daba a otro corredor.
–Juro que eso es imposible –susurró Pennons–. El martillo de diez toneladas del taller no podría hacer más que una muesca de un solo golpe en cuatro pulgadas de microacero... y no oímos más que uno. Un desintegrador atómico tardaría por lo menos un minuto en hacer eso. Morton, ¡nos enfrentamos a un superser!
Morton vio que Smith examinaba el agujero.
–¡Si Breckenridge no hubiera muerto! –exclamó el biólogo–. Nos hace falta un metalúrgico que explique esto. ¡Miren!
Tocó el borde roto del metal. Un pedazo se le quedó en el dedo y cayó al suelo reducido a una fina lluvia de polvo. Morton advirtió entonces que había un pequeño montón de polvo y desechos metálicos.
–Tiene razón –asintió Morton–. No hay nada de magia en todo esto. El monstruo usó sus poderes especiales para interferir en las tensiones electrónicas que sustentan el metal. Eso explicaría también la oscilación del cable de energía del teleflúor que advirtió Pennos. Esa cosa usó la energía de su cuerpo como transformador, atravesó la pared, siguió el corredor hasta los ascensores y llegó a la sala de máquinas.
–Mientras tanto, comandante –dijo suavemente Kent–, nos encontramos ante un superser que controla la nave, domina completamente la sala de máquinas, su energía es casi ilimitada, y es dueño de la mayor parte de los talleres.
Morton notó el silencio mientras los tripulantes sopesaban las palabras del químico. Su ansiedad era algo tangible, que se reflejaba pesadamente en sus rostros; en cada cara se notaba que aquél era un momento crucial en sus vidas: su existencia estaba en juego, y tal vez mucho más. Morton expresó los pensamientos de todos.
–¿Y si nos vence? Es completamente despiadado, y probablemente se ha dado cuenta que tiene a su alcance un poder galáctico.
–Kent se equivoca –intervino el navegante jefe–. Esa cosa no domina la sala de máquinas. Aún tenemos la sala de mando, y eso nos da el control primario de todas las máquinas. Puede que no conozcan ustedes los dispositivos mecánicos que tenemos. Pero aunque eventualmente pueda desconectarnos, nosotros podemos desconectar en el acto todos los interruptores de la sala de máquinas. Comandante, ¿por qué no cortó usted la corriente en vez de ponernos los trajes espaciales? Al menos, podría haber ajustado la nave a la aceleración.
–Por dos razones: individualmente, estamos más seguros dentro del campo de fuerza de nuestros trajes. Y no podemos arriesgarnos a perder nuestra ventaja en un momento de pánico.
–¿Qué otras ventajas tenemos?
–Sabemos algunas cosas de él –replicó Morton–. Y ahora mismo vamos a hacer una prueba. Pennons, ponga cinco hombres en cada una de las entradas de la sala de máquinas. Usen desintegradores atómicos para abrir las puertas. Me he dado cuenta de que están todas cerradas. Se ha encerrado dentro.
»Selenski, suba a la sala de control y desconéctelo todo, menos los motores. Conéctelos con el interruptor principal y córtelos todos a la vez. Una cosa: deje la aceleración al máximo. No debe aplicarse antiaceleración a la nave, ¿comprendido?
–¡Sí, señor! –saludó el piloto.
–E infórmeme por los comunicadores si alguna de las máquinas vuelve a ponerse en marcha –se volvió hacia los demás hombres–. Voy a dirigir el grupo principal. Kent, tome usted el segundo. Smith, el tercero, y Pennons el cuarto. Vamos a averiguar si nos enfrentamos con una ciencia ilimitada o con una criatura limitada como cualquiera de nosotros. Apuesto por esto último.
Morton tuvo la sensación de que caminaba sin fin mientras se movía gigantesco dentro de su armadura transparente, a lo largo del brillante tubo de metal que era el pasillo principal que conducía a la sala de máquinas. La lógica le decía que la criatura ya había demostrado tener pies de barro, aunque sentía que era invencible.
Habló por el comunicador.
–No tiene sentido disimular nuestro ataque. Probablemente es capaz de oír la caída de un alfiler. Ajusten sus unidades. No lleva el tiempo suficiente en la sala de máquinas como para poder hacer nada.
»No podemos permitirnos fallar ahora, antes de que tenga tiempo de prepararse. Pero, aparte de la posibilidad de que podamos destruirle inmediatamente, tengo una teoría.
»Más o menos es la siguiente: las puertas han sido construidas para poder soportar explosiones atómicas accidentales, y los desintegradores necesitarán al menos quince minutos para derribarlas. Durante ese período, el monstruo no dispondrá de energía. El motor, desde luego, estará en marcha, pero es una pura explosión atómica. Mi teoría es que no puede tocar cosas así. En unos minutos verán ustedes lo que quiero decir... espero.
Su voz se tornó crispada.
–¿Listo, Selensky?
–Listo.
–¡Corte el interruptor principal!
El pasillo (toda la nave, en realidad) quedó sumido en la obscuridad. Morton encendió la luz de su traje espacial. Los demás hicieron lo mismo. Sus rostros estaban pálidos y demacrados.
–¡Disparen! –rugió Morton a través del comunicador.
Los desintegradores zumbaron y entonces la pura llama atómica se cebó en el duro metal de la puerta. La primera gota de metal fundido empezó a resbalar lentamente, no hacia abajo, sino hacia arriba. La segunda fue más normal y siguió un tembloroso curso hacia abajo. La tercera rodó hacia ambos lados, pues se trataba de fuerza pura, no sujeta a la gravitación. Otras gotas las siguieron, hasta que una docena de rastros se esparció lentamente en todas direcciones. Eran gotas de fuego, brillantes como esmeraldas, vivas con la furia de los átomos torturados, y corriendo a ciegas, locamente.
Los minutos pasaron con la lentitud del ácido. Por fin, Morton preguntó roncamente:
–¿Selensky?
–Todavía nada, comandante.
–¡Pero debe de estar haciendo algo! –murmuró Morton–. ¡No puede estar esperando ahí dentro como una rata acorralada! ¿Selensky?
–Nada, comandante.
Pasaron siete minutos, ocho, doce.
–¡Comandante! –era la voz de Selensky, preocupada–. ¡Ha puesto en funcionamiento la dinamo eléctrica!
Morton inspiró profundamente y oyó que uno de sus hombres decía:
–Es curioso. No podemos profundizar más. Jefe, eche un vistazo a esto.
Morton miró. Los arroyos tintineantes se habían congelado. La ferocidad de los desintegradores luchaba en vano contra un metal que se había vuelto de pronto invulnerable.
Morton suspiró.
–Nuestra prueba se acabó. Que dos hombres vigilen cada pasillo. Los demás, a la sala de control.
Pocos minutos después, se sentó ante el gran tablero de control.
–Hasta el momento, nuestra prueba ha sido un éxito. Sabemos que de todos los aparatos de la sala de máquinas, el más importante para el monstruo es la dinamo eléctrica. Tiene que haber trabajado lleno de terror mientras estábamos intentando abrir las puertas.
–Por supuesto, es fácil ver lo que hizo –dijo Pennons–. En cuanto dispuso de energía, incrementó las tensiones electrónicas de la puerta al grado máximo.
–Lo importante es que trabaja con vibraciones y que tiene que tomar la energía del exterior –intervino Smith–. No puede manejar la energía atómica en su forma pura, porque no es un fenómeno ondulatorio.
–En mi opinión, lo principal es que nos ha detenido en seco –dijo Kent sombríamente–. ¿De qué nos sirve saber que su control sobre las vibraciones fue lo que lo hizo? Si no podemos atravesar esas puertas con nuestros desintegradores atómicos, estamos acabados.
Morton sacudió la cabeza.
–Acabados, no. Pero tenemos que preparar un plan. Primero, pondré en marcha los motores. Le será más difícil controlarlos cuando estén funcionando.
Conectó el interruptor principal. Se oyó un zumbido y docenas de máquinas cobraron vida en la sala situada debajo. Los ruidos se apagaron al convertirse en una vibración de energía.
Tres horas más tarde, Morton se movía de un lado a otro ante sus hombres reunidos en el salón. Estaba despeinado y la típica palidez espacial de su rostro quedaba realzada por la agresividad de su mandíbula. Cuando habló, su voz profunda tenía un tono brusco.
–Para asegurarnos de que nuestros planes están perfectamente coordinados, voy a pedir a cada uno de los expertos que relate su parte en el ataque a esa criatura. Primero Pennons.
Pennons se levantó de inmediato. No era un hombre grande, pero lo parecía, tal vez por su aire de superioridad. Morton le había oído hablar del desarrollo de la maquinaria a través de su evolución, desde el simple juguete a los complicadísimos instrumentos modernos. Había estudiado el desarrollo de la maquinaria en un centenar de planetas, y no había nada que no supiera sobre ellas. Pennons podía hablar horas y horas sin haber tocado apenas la materia. Por eso fue extraño oírle decir brevemente:
–Hemos instalado un relay en la sala de control que pondrá en marcha y parará rítmicamente todos los motores. La palanca de conexión funcionará cien veces por segundo, y el efecto será crear todo tipo de vibraciones. Es posible que alguna de las máquinas acabe estallando, por el principio de los soldados al cruzar un puente marcando el paso. Sin duda conocen ustedes la historia. Pero en mi opinión no hay peligro auténtico de que un metal tan duro se rompa. El propósito principal es, simplemente, interceptar la interferencia de la criatura y derribar las puertas.
–A continuación, Gourlay –dijo Morton.
Gourlay se puso perezosamente en pie. Parecía soñoliento, como si todo el proceso le aburriera, aunque Morton sabía que le gustaba que la gente pensase que era un vago, que no servía para nada, que pasaba los días durmiendo. Era ingeniero jefe de comunicaciones, pero sus conocimientos se extendían hasta el campo vibratorio y era posiblemente, con la excepción de Kent, el pensador más rápido de toda la nave. Morton advirtió que cuando habló lo hizo con voz lenta, con aquel tono deliberado que tenía un efecto calmante sobre los hombres: las caras ansiosas se relajaron, los cuerpos se echaron hacia atrás, más relajados.
–Hemos instalado pantallas de vibración de fuerza pura que detendrán todo lo que emita. Funcionan por el principio de reflexión, de forma que todo lo que emita será reflejado de vuelta. Además, tenemos gran cantidad de energía eléctrica en reserva, que podremos transmitirle a través de conductores móviles de cobre. Tiene que haber un límite en su capacidad para manejar energía con esos nervios aislados que tiene.
–¡Selensky! –llamó Morton.
El piloto jefe estaba ya de pie, como si hubiera anticipado la llamada de Morton. Los nervios de aquel hombre, reflexionó Morton, tenían una firmeza pétrea que era el primer requisito necesario para poder controlar los movimientos de una nave; sin embargo, esa misma firmeza parecía dinamita dispuesta a explotar a voluntad de su poseedor. No era un hombre de grandes conocimientos, pero «reaccionaba» a los estímulos con tanta rapidez que siempre parecía estar anticipándose a todo.
–La impresión que tengo del plan es que tiene que ser acumulativo. En cuanto la criatura crea que no puede soportar más, ocurrirá otra cosa que aumentará su confusión. Cuando la tensión esté en su punto culminante, tengo que cortar los antiaceleradores. El comandante cree, junto con Gurnie Lester, que esta criatura no sabrá nada de la antiaceleración. Es un desarrollo puro y simple del vuelo interestelar, y no puede haber sido desarrollado de otra forma. Creemos que cuando la criatura sienta los primeros efectos de la antiaceleración (recuerden la sensación de vacío que experimentaron el primer mes), no sabrá qué hacer o pensar.
–Korita.
–Sólo puedo ofrecerles mi ánimo –dijo el arqueólogo–, en base a mi teoría de que el monstruo tiene todas las características de los criminales de las primeras eras de todas las civilizaciones, complicadas con una aparente regresión al estado primitivo. Smith sugiere que su conocimiento de la ciencia es asombroso, y eso podría significar que estamos tratando con un habitante verdadero y no un descendiente de los pobladores de la ciudad muerta que hemos visitado. Esto implicaría que nuestro enemigo es prácticamente inmortal, una posibilidad que en parte se apoya en su habilidad para respirar oxígeno y cloro, o nada. Pero eso no tiene ninguna importancia. Procede de una era determinada de su civilización, y ha degenerado tanto que sus ideas son meros recuerdos de aquella época.
»A pesar de todos los poderes de su cuerpo, perdió la cabeza en el ascensor la primera vez, hasta que recordó. Se colocó en una situación que le obligó a revelar sus poderes especiales contra las vibraciones. Hace unas pocas horas cometió todos esos asesinatos en masa. Todo esto se debe a la baja astucia de las mentes egoístas y primitivas que tienen poca o ninguna concepción de la vasta organización con la que se enfrenta.
»Es como el antiguo soldado germano, que se sentía superior al erudito romano, aunque éste formaba parte de una poderosa civilización ante la que los germanos de aquella época se maravillaban.
»Me dirán que el saqueo de Roma por los germanos poco después va en contra de mi argumento; sin embargo, los historiadores modernos están de acuerdo en que el «saqueo» fue un accidente histórico, y no historia en el sentido auténtico de la palabra. El movimiento de los «pueblos del mar», que se lanzaron contra la civilización egipcia desde el 1400 antes de Cristo sólo tuvo éxito en lo que se refiere a la isla de Creta..., sus poderosas expediciones contra las costas de Libia y Fenicia, acompañadas por las flotas vikingas, fracasaron igual que las de los hunos contra el Imperio Chino. En cualquier caso, Roma habría sido abandonada. La antigua y gloriosa Samarra quedó desolada en el siglo diez; Pataliputra, la gran capital de Asoka, era una enorme extensión de casas deshabitadas cuando el viajero chino Hsinan-tang la visitó hacia el 635 de nuestra era.
»Nos encontramos, por tanto, ante un ser primitivo, que ahora está en el espacio, completamente apartado de su hábitat natural. Digo que entremos y venzamos.
–Puede que usted hable del saqueo de Roma como un accidente –gruñó uno de los hombres–, y que ese ser es primitivo, pero los hechos son los hechos. Me parece que Roma está a punto de caer, y no será un primitivo quien lo haga. Esa cosa es peligrosa.
Morton sonrió al tripulante con una mueca.
–Ya lo veremos... ¡ahora mismo!
Coeurl trabajaba como un esclavo en la deslumbrante brillantez del gigantesco taller. La nave de doce metros y con forma de cigarro estaba ya casi terminada. Con un gruñido de esfuerzo, completó la laboriosa instalación de los motores y se detuvo a contemplar su nave.
El interior, visible a través de una apertura en el casco, era dolorosamente pequeño. No había sitio más que para los motores... y un estrecho espacio para él.
Volvió frenéticamente al trabajo al oír que los hombres se aproximaban y notar el cambio repentino del tronar de los motores: un zumbido rítmico que se conectaba y se desconectaba, agudo, estridente, más estremecedor que el ronco golpeteo que la había precedido. De repente, los desintegradores volvieron a golpear las grandes puertas.
Luchó contra ellos, pero sin apartarse de su tarea. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron mientras cargaba herramientas, máquinas e instrumentos y los introducía en su nave. No había tiempo para colocar nada en su sitio, no había tiempo para nada, no había tiempo... no había tiempo.
El pensamiento nublaba su razón. Se sintió extrañamente cansado por primera vez en su larga y vigorosa existencia. Con un último esfuerzo colocó la gigantesca placa de metal en la abertura de la nave y se quedó allí durante un terrible minuto, balanceándose precariamente.
Sabía que las puertas iban a caer. Media docena de desintegradores concentrados sobre un punto devoraban irresistiblemente los pocos centímetros restantes. Concentró su atención en la pared exterior, de un metro de espesor, hacia la que apuntaba la proa de su nave.
Su cuerpo se estremeció por la energía que fluía de la dinamo eléctrica. Los tentáculos de sus orejas apuntaban hacia la pared que resistía. Todo su interior ardía, y sabía que estaba peligrosamente cerca del límite.
Y seguía allí, estremeciéndose de dolor, sosteniendo la plancha de metal con los tentáculos crispados. La enorme cabeza apuntaba hacia la pared, fascinado por la resistencia que le ofrecía.
Oyó que una de las puertas caía. Los hombres gritaron. Los desintegradores avanzaron, su energía era libre por completo. Coeurl oyó sisear el suelo de la sala de máquinas, protestando cuando los rayos atómicos se abrieron paso. Las máquinas se acercaron más; las siguieron pisadas cautelosas. Dentro de un momento estarían ante las puertas que separaban la sala de motores del taller.
De pronto, Coeurl se sintió satisfecho. Con un rugido de odio y un brillo de triunfo en sus ojos salvajes, saltó hacia su nave y colocó en su lugar la plancha de metal como si fuera una compuerta.
Los tentáculos de sus oídos zumbaron mientras reblandecía los bordes del metal sobrante. En un instante, la placa estuvo más que soldada, era parte de su nave, una parte del conjunto compuesto por metal opaco excepto dos zonas transparentes, delante y detrás.
Uno de sus tentáculos agarró la palanca de energía casi con ternura. La frágil máquina se lanzó hacia adelante, hacia la gran pared exterior de los talleres de la nave. La proa la tocó y la pared se disolvió convertida en una reluciente lluvia de polvo.
Coeurl sintió el movimiento retardado y luego la proa de la máquina salió al frío del espacio, se volvió y se lanzó en la dirección de donde la gran nave había venido horas antes.
Los hombres vestidos con las armaduras espaciales se asomaron a la abertura. Poco a poco iban haciéndose más pequeños. Luego desaparecieron y sólo quedó la nave con sus mil portillas iluminadas. La esfera se encogió increíblemente, demasiado pequeña para que fuera ya visible.
Casi frente a él, Coeurl vio una tenue y diminuta luz rojiza. Advirtió que era su propio sol. Se dirigió hacia él a toda velocidad. Allí habría cuevas donde podría esconderse y construir junto con otros coeurls una nave con la que pudieran explorar otros planetas, pues ahora sabía cómo hacerlo.
El cuerpo le dolía por la agonía de la aceleración, pero no se atrevía a frenar. Miró hacia atrás, temeroso. El globo seguía allí, un puntito de luz en la inmensa negrura del espacio. Súbitamente parpadeó y desapareció.
Durante un breve instante tuvo la inquietante impresión de que, antes de desaparecer, se había movido. Pero no podía ver nada. No podía evitar pensar que habían apagado las luces y le seguían en la obscuridad. Preocupado e inseguro, miró a través de la placa transparente de delante.
Un temblor de inquietud se apoderó de él. El sol al que se dirigía no se hacía más grande. Se hacía más pequeño a cada instante. Durante los siguientes cinco minutos se redujo de tamaño, convertido en un punto rojo en el cielo, y desapareció como la nave.
El miedo barrió su ser y le llenó de una sensación desconocida. Miró frenéticamente el espacio, buscando algún punto de referencia. Pero en el espacio sólo brillaban las remotas estrellas, puntos inmóviles contra un fondo aterciopelado de inconmensurable distancia.
¡Un momento! Uno de los puntos se hacía más grande. Con todos los músculos en tensión, Coeurl vio que el punto se convertía en una bola de luz roja que se hacía cada vez más grande. De repente, la luz titiló y se volvió blanca. Y allí, ante él, con todas las luces brillando por cada portilla, estaba la gran nave espacial, que había desaparecido a su espalda pocos minutos antes.
Algo le ocurrió a Coeurl en ese momento. Su cerebro giraba como una noria, cada vez más rápido, más incoherente. De repente, la noria se rompió en un millón de fragmentos dolorosos. Los ojos casi se le salieron de las órbitas y, como un animal enloquecido, descargó toda su furia contra su pequeña nave.
Sus tentáculos agarraron los preciosos instrumentos y los despedazaron insensatamente. Sus garras aplastaron llenas de furia las paredes de la nave. Finalmente, en un último destello de cordura, supo que no podría soportar el inevitable fuego de los desintegradores atómicos.
Era fácil crear la violenta desorganización que liberaría hasta la última gota de id de sus órganos vitales.
Le encontraron muerto en medio de un pequeño charco de fósforo.
–Pobre gato –dijo Morton–. Me pregunto qué pensó cuando nos vio aparecer ante él, después de que desapareciera su sol. Al no saber nada de los antiaceleradores, no pudo saber que podíamos detenernos en seco en el espacio, mientras que él necesitaría más de tres horas para desacelerar. Mientras tanto, se alejaba más y más del lugar al que quería ir. No pudo saber que al pararnos pasamos a su lado a millones de kilómetros por segundo. Naturalmente, no tenía la menor oportunidad desde el momento en que abandonó nuestra nave. El universo entero tuvo que parecerle trastornado.
–¡Dejémonos de compasiones! –oyó que decía Kent tras él–. Tenemos trabajo... hemos de matar a todos los gatos de ese miserable mundo.
–Eso será fácil –murmuró Korita suavemente–. No son más que criaturas primitivas. No tenemos más que esperar sentados y vendrán a nosotros, esperando engañarnos astutamente.
–¡Me ponen ustedes enfermo! –estalló Smith–. El gato ha sido el tipo más duro con el que nos hemos enfrentado. Tenía todo lo necesario para derrotarnos...
Morton sonrió mientras Korita interrumpía suavemente.
–Exactamente, mi querido Smith, excepto que reaccionaba siguiendo los impulsos biológicos de su tipo. Su derrota estuvo escrita desde el momento en que le catalogamos, inequívocamente, como criminal de una cierta era de su civilización –añadió el arqueólogo japonés, con la antigua cortesía de su raza–. Fue la historia, honorable señor Smith, nuestro conocimiento de la historia lo que le derrotó.
Navidad en Ganímedes
Isaac Asimov
La revelación de Weinbaum suscitó un periodo durante el cual todos los autores se dedicaron a divagar sobre extrañas formas de vida. Todos los relatos pasaron a ser epopeyas extraterrestres, aunque nadie lo hacía tan bien como Weinbaum. Cuando empecé a escribir ciencia-ficción, tampoco fui inmune. Aunque prefería poner en acción a seres humanos, alguna vez me atreví con la temática de Weinbaum. Tal es el caso de Navidad en Ganímedes.
Isaac Asimov
Olaf Johnson canturreaba entre dientes mientras sus ojos azules observaban soñadores el impresionante abeto situado en un rincón de la biblioteca. Aunque ésta era la estancia más amplia de la Base, a Olaf no le parecía demasiado espaciosa en aquella ocasión. Se inclinó con entusiasmo sobre la enorme canasta que tenía a su lado y extrajo el primer rollo de papel verde y rojo.
No se detuvo a reflexionar sobre el repentino impulso sentimental que se había apoderado de la Productos Ganimedinos, S. A., para enviar a la Base una colección completa de adornos navideños. Olaf se hallaba bien preparado para desempeñar el trabajo que se había impuesto como decorador en jefe de los temas navideños; este cargo le colmaba de satisfacción.
De repente frunció el entrecejo y masculló una maldición. La lámpara que convocaba Asamblea General empezó a lanzar destellos histéricamente. Con expresión contrariada dejó a un lado el martillo, que ya había levantado, así como el rollo de papel; se arrancó unas cuantas lentejuelas del cabello y se dirigió al departamento de los oficiales.
El comandante Scott Pelham estaba arrellanado en el sillón presidencial cuando entró Olaf. Sus dedos rechonchos tamborileaban sin ritmo sobre el cristal que cubría la parte superior de la mesa. Olaf sostuvo sin temor la mirada colérica del comandante, ya que en su departamento no había ocurrido ninguna anomalía en veinte circunvoluciones ganimedinas.
Un grupo de hombres llenó con presteza el aposento y la mirada de Pelham se endureció mientras los contaba uno a uno inquisitivamente.
–Ya estamos todos aquí –exclamó–. ¡Muchachos! Nos enfrentamos con una crisis.
Se percibió un vago movimiento. Los ojos de Olaf miraron al techo y se sintió aliviado. Por término medio, en cada circunvolución completa se originaba una crisis en la Base. Generalmente surgía al producirse un alza repentina en el cupo de oxita, o bien cuando era inferior la calidad del último lote de hojas de karen. Sin embargo, las palabras siguientes le dejaron sin aliento.
–En relación con la crisis tengo que hacer una pregunta.
La voz de Pelham tenia un profundo timbre de barítono, salpicado de estridencias, cuando estaba colérico.
–¿Qué cochino y estúpido perturbador ha contado historias de hadas a esos revoltosos astruces?
Olaf carraspeó nervioso, con lo que se convirtió en el centro de la atención general. Le oscilaba la nuez presa de repentina alarma, se le arrugó la frente como cartón mojado; temblaba.
–Yo... yo... –tartamudeó. Hubo un momentáneo silencio. Sus largos dedos hacían desatinados ademanes suplicantes–. Sí... quiero decir que estuve allí después que las últimas entregas de hojas de karen..., ya que los astruces se movían con lentitud y...
La voz de Pelham adquirió un tono de falsa dulzura. Sonrió.
–¿Les habló a los nativos de Santa Claus, Olaf?
La sonrisa parecía insólita al igual que la mirada lobuna que lanzaba de reojo y Olaf quedó anonadado. Asintió convulsivamente.
–Oh, ¿si? ¿Habló con ellos? Vaya, vaya, les habló de San Nicolás. Viene en un trineo volando por los aires con un tiro de ocho renos, ¿eh?
–Sí, en efecto. ¿No es verdad? –inquirió inadecuadamente Olaf.
–Y dibujó los renos para demostrar que no se trataba de un error. Y que él tiene una gran barba blanca y sus ropas son encarnadas con cenefas albinas.
–Si, señor, tiene razón –contestó Olaf estupefacto.
–Y lleva un gran saco atestado de regalos para los niños buenos, los deja caer por la chimenea y los pone dentro de los calcetines y medias.
–Exacto.
–También les dijo que está a punto de llegar. Una circunvalación más y vendrá a visitarnos.
Olaf sonrió débilmente.
–Si, mi comandante. Quería decírselo; estoy montando el árbol y...
–¡Cállese! –el comandante respiraba agitado y sibilante–, ¿sabe lo que se han imaginado esos astruces?
–No, mi comandante.
Pelham inclinó el torso sobre la mesa en .dirección a Olaf y gritó:
–Quieren que Santa Claus los visite.
Se oyeron algunas risas que al punto se convirtieron en toses ahogadas ante la encolerizada mirada del comandante.
–Y si Santa Claus no los visita dejarán de trabajar –repitió–. Se producirá una huelga.
Después de estas palabras ya no se oyeron risas, ni toses contenidas, ni nada por el estilo. Si había cruzado otro pensamiento por las mentes del grupo, éste no llegó a manifestarse. Olaf expresó la idea que estaba en el ánimo de todos:
–¿Y cómo va la cuota?
–¿Que cómo va la cuota? –gruñó Pelham–. ¿Tengo que dibujarles un gráfico? Productos ganimedinos tiene que obtener cien toneladas de wolframita, ochenta toneladas de hojas de karen y cincuenta toneladas de oxita por año, o de lo contrario perderá la concesión. Supongo que ninguno de ustedes lo ignora. Se da la circunstancia que al año terminará dentro de dos circunvoluciones ganimedinas y la producción sufre un déficit del cinco por ciento con arreglo al plan establecido.
Se produjo un silencio sepulcral. Pelham prosiguió:
–Y los nativos no trabajarán si no viene Santa Claus. No habrá trabajo, ni cuota, ni concesión, ni empleos. Cuando la Compañía pierda sus derechos, perderemos los empleos mejor pagados de la organización. Adiós, muchachos..., buena suerte... amenos...
Hizo una pausa y mirando fijamente a Olaf añadió:
–A menos que antes de terminar la próxima circunvolución tengamos un trineo volador, ocho renos y un Santa Claus. y por las manchas cósmicas de los anillos de Saturno, lo conseguiremos; especialmente un Santa Claus.
Diez rostros palidecieron mortalmente.
–¿Tiene algún plan, mi comandante? –graznó alguien con voz trémula.
–Sí, desde luego que lo tengo. –Estiró las piernas y se recostó en el sillón.
Un repentino sudor frío se apoderó de Olaf Johnson al notar, cual dedo acusador, las miradas fijas de todos los presentes.
–Cuanto lo siento, mi comandante –murmuró con voz ahogada.
Pero el dedo acusador permanecía inmóvil.
Pelham penetró con paso firme en la antesala. Se despojó de la careta de oxígeno y de los fríos cilindros conectados a ella. Arrojó a un lado, una tras otra, gruesas prendas de lana y, al fin, con un suspiro de preocupación, se quitó a tirones un par de botas espaciales que le llegaban hasta las rodillas.
Sim Pierce interrumpió el cuidadoso examen de la última partida de hojas de karen y lanzó desde detrás de sus lentes una mirada esperanzadora.
–¿Qué hay? –preguntó.
Pelham se encogió de hombros.
–Les prometí la visita de Santa Claus. ¿Qué podía hacer? También les he doblado la ración de azúcar y de momento están trabajando.
Pierce agitó una enorme hoja de karen con cierto énfasis, mientras decía: –¿Quiere decir hasta el día en que deba aparecer el prometido San Nicolás? En mi vida he oído cosa más tonta. No se podrá llevar a cabo. No habrá Santa Claus.
–Diga eso a los astruces –Pelham se hundió en una butaca y sus rasgos adquirieron una expresión pétrea–. ¿Qué hace Benson?
–¿Cree que podrá equipar ese dichoso trineo? –Pierce examinó una hoja al trasluz con aire crítico–. Mi opinión es que está chiflado. El viejo aguilucho ha descendido al sótano esta mañana y desde entonces está allí. Lo único que sé es que ha desmontado el disociador eléctrico. Si sucede algo anormal, nos quedaremos sin oxígeno.
–Bien. –Pelham se incorporó con dificultad–. Por mi parte ojalá nos asfixiemos. Seria la manera más fácil de salir de este atolladero. Me voy abajo.
Salió presuroso y cerró la puerta de golpe.
En el sótano miró a su alrededor aturdido. Diseminadas por todos los sitios brillaban numerosas piezas de acero cromado. Pasó un buen rato tratando de reconocer las partes que el día anterior constituían una compacta maquinaria, un electro-disociador perfectamente montado. En el centro, en contraste anacrónico, había un polvoriento trineo de madera, con las palas encarnadas y deslucidas; Se oían martillazos procedentes de su interior.
–¡Eh, Benson! –gritó Pelham.
Un rostro tiznado y sudoroso se asomó bajo el trineo y un chorro de tabaco salió disparado hacia la inseparable escupidera del ingeniero.
–¿Cómo grita de esta manera? –se quejó Benson–. Estoy haciendo un trabajo delicado.
–¿Qué diablos es éste fantástico artificio?
–Un trineo volante. Una idea mía –el fuego del entusiasmo brilló en los húmedos ojos de Benson y mientras hablaba le surgía por la comisura de los labios la espuma del tabaco–. El trineo lo trajeron aquí en los viejos tiempos, cuando se creía que Ganímedes estaba cubierto de nieve como otros satélites de Júpiter. Todo cuánto tengo que hacer es adaptar en el fondo unos cuantos gravo-repulsores del disociador, con lo cual el trineo se hará antigravitatorio al conectar la corriente. Los compresores harán el resto.
El comandante se mordió el labio inferior dubitativo.
–¿Y funcionará?
–Por supuesto. Mucha gente ha pensado aplicar los repulsores a los viajes aéreos, pero resultan ineficaces en los campos de gran gravitación. En Ganímedes, con un tercio de gravitación y una presión atmosférica muy leve, un chiquillo podría manejarlo, incluso Johnson, aunque no lamentaría si cayera y se rompiera su maldito cuello.
–Muy bien, mire. Tenemos grandes cantidades de esa madera purpúrea aborigen. Póngase en contacto con Fim y dígale que coloque el trineo en una plataforma construida con este material. Tiene que medir unos seis metros de largo con una baranda alrededor de la parte que sobresalga.
Benson escupió y frunció el ceño bajo los espesos cabellos que le llegaban hasta los ojos.
–¿Cuál es su idea, comandante? –inquirió.
Inmediatamente se dejaron oír las risotadas de Pelham como ásperos ladridos.
–Esos astruces esperan ver los renos y los verán. Estos animales tendrán que ir montados en algo, ¿no es eso?
–Cierto... pero en Ganímedes no hay renos.
El comandante Pelham, que ya se marchaba, se detuvo un momento. Contrajo los párpados con desagrado como hacía siempre que pensaba en Olaf Johnson.
–Olaf ha salido a cazar ocho zambúes. Tienen cuatro patas, cabeza en un extremo y cola en el otro. Esto es suficiente para los astruces.
El viejo ingeniero rumió este informe y rió entre dientes de mala gana.
–Bien, me agrada la tonta distracción de su trabajo.
–A mí también –gritó Pelham.
Se alejó majestuosamente mientras Benson, mirándolo de reojo, desaparecía bajo el trineo.
La descripción que había hecho el comandante de un zambú era concisa y exacta, pero omitió detalles interesantes. Por una parte, el zambú tiene una cola larga, un hocico flexible, dos orejas que ondean elegantemente de atrás hacia adelante. Tiene dos ojos purpúreos y emotivos. Los machos están dotados de espinas de color carmesí, plegables a voluntad, que se extienden a lo largo de la columna vertebral y al parecer este ornamento es muy apreciado por las hembras de esta especie. Todo esto, combinado con una cola cubierta de escamas y un cerebro nada mediocre tendrán ustedes un zambú, o al menos lo tienen si logran capturarlo.
Precisamente, éste era el pensamiento que se le ocurrió a Olaf Johnson, al descender con cautela por una eminencia rocosa aproximándose a un rebaño de veinticinco zambúes que pastaban entre los desperdigados matorrales de una zona arenosa. Los ejemplares más próximos observaban cómo se acercaba Olaf, quien ofrecía un grotesco aspecto enfundado en pieles y con la careta de oxígeno conectada a la nariz. Como sea que los zambúes carecen de enemigos naturales se contentaban con mirar aquella extraña figura con ojos lánguidos y reprobatorios y volvieron a ronzar su provechosa pitanza.
Las nociones de Olaf respecto a la caza mayor eran incompletas. Rebuscó en los bolsillos un terrón de azúcar y cortándolo exclamó:
–Pss... Pss... michito..., pss... pss... michito...
Las orejas del zambú más próximo se crisparon con desagrado. Olaf se acercó más con el terrón de azúcar en alto:
–Ven aquí, currito, ven aquí...
El zambú vio la golosina y puso los ojos en blanco.
Movió el hocico arrojando el último bocado de vegetación y avanzó olfateando con el cuello estirado. Después golpeó la palma extendida con un rápido y experto movimiento, llevándose el terrón a la boca. La otra mano de Olaf bajó rápida, pero se encontró con el vacío.
Con expresión desengañada sacó otra pieza del bolsillo:
–Ven aquí, príncipe. Acércate, Fido...
El zambú emitió un gruñido tremolante en las profundidades de su garganta. Era una manifestación placentera. Evidentemente aquel extraño monstruo que tenía ante él, después de haberse vuelto loco, se proponía alimentarlo para siempre con aquellos bocados concentrados y suculentos. Se lo arrebató de nuevo y retrocedió con la misma rapidez que la vez anterior. Pero en esta ocasión Olaf lo sujetaba con firmeza, pero el zambú también le había cazado medio dedo.
El alarido que dio Olaf denotaba que éste carecía en cierto modo de la impasibilidad necesaria requerida en tales circunstancias. Sin embargo, un mordisco que hace daño a través de espesos guantes, por supuesto, no deja de ser un mordisco.
Se abalanzó osadamente sobre el animal. Había ciertas cosas que alteraban la sangre de Johnson y el antiguo espíritu de los vikingos resurgía en él. Precisamente una de estas cosas era el que alguien o algo le mordiera un dedo, y mucho más si este alguien o algo era un ser extraterrestre.
Los ojos del zambú observaban indecisos mientras retrocedía. Ya no le ofrecían más terrones blancos y no sabía con seguridad lo que sucedería a continuación. La incertidumbre se desvaneció con rapidez inesperada cuando dos manos enguantadas se apoderaron de sus orejas y empezaron a zarandearlas. Lanzó un agudo gañido y arremetió brioso.
Los zambúes están dotados de cierta dignidad. Les desagrada que les tiren de las orejas, particularmente cuando otros zambúes, incluyendo algunas hembras, forman un corro y miran expectantes.
El terrícola cayó de espaldas y durante un rato estuvo en esta posición. Mientras tanto el zambú se alejó unos cuantos pasos y caballerosamente permitió que Johnson se pusiera en pie.
La vieja sangre delos vikingos alcanzó un grado más alto de efervescencia en Olaf. Se restregó la parte dolorida y saltó, olvidándose de las leyes de gravitación ganimedinas. Se desplazó por el aire a un metro de altura sobre la espalda del zambú.
Asomó el miedo en los ojos del animal al observar a Olaf. El salto había sido imponente, pero al mismo tiempo también se notaba en sus órganos visuales cierta confusión. Parecía que aquella maniobra carecía de propósito.
Olaf volvió a caer de espaldas sobre los cilindros al igual que la vez anterior. Empezaba a sentirse desconcertado. Los sonidos que emitían los espectadores denotaban palpablemente su condición de risitas burlonas.
–Risitas, ¿eh? –masculló amargado–; todavía no ha empezado la lucha.
Se acercó al animal lenta y cautelosamente. Dio un rodeo, examinando el punto más conveniente para lanzar el ataque. El zambú hizo lo mismo. Olaf simuló un falso ataque. Su oponente se agachó. A continuación, este último se volvió de espaldas y Olaf se agachó a su vez.
El seco y agresivo ronquido que salía de la garganta del zambú no parecía estar en consonancia con el espíritu fraternal que generalmente reina durante la época navideña y esta actitud irreverente le recordaba a Olaf algo así como un sacrilegio.
De pronto se oyó un silbido. Ola! sintió un repentino calor en la cabeza detrás de las oreja izquierda. Esta vez dio una vuelta en el aire y cayó de nuca. Los asistentes al espectáculo prorrumpieron en un clamor que parecía un relincho de satisfacción y el zambú movió la cola triunfalmente.
Olaf se sobrepuso a la impresión de estar flotando en un espacio infinito tachonado de estrellas y se incorporó vacilante.
–¡Protesto! –exclamó–. El ataque con la cola es juego sucio.
Saltó hacia atrás esquivando otro coletazo y acto seguido se lanzó hacia la parte inferior del animal y, atrapándole las patas, con fuerza, le obligó a dar con el espinazo en el suelo. El zambú lanzó un gañido de indignación.
Ahora la lucha había entrado en una fase en la que los músculos terrícolas y ganimedianos jugaban un papel decisivo. Olaf se manifestó como un hombre de fuerza bruta. Luchó con denuedo y por último se lo cargó a la espalda y el animal se sintió zarandeado e impotente.
Respondió vociferante y trató de demostrar sus objeciones con un coletazo bien administrado. Pero estaba situado con desventaja y la cola pasó silbando inofensiva sobre la cabeza de Olaf.
Los otros zambúes dejaron paso libre al vencedor con triste expresión en sus semblantes. Evidentemente eran muy buenos amigos del animal capturado y les era desagradable en extremo que hubiera perdido el combate. Volvieron a su quehacer gastronómico con resignación filosófica, completamente convencidos que todo era obra del destino.
Al otro lado de la prominencia rocosa, Ola! Había habilitado una cueva. Se desarrolló una breve y confusa lucha antes que Olaf lograra hacer entrar en razón al zambú. Una cuerda anudada concienzudamente fue el auxiliar más eficaz para mantenerlo quieto.
Pocas horas después cuando ya tenía en su poder los ocho zambúes, poseía una técnica depurada que sólo se adquiere tras larga experiencia. Podía haber dado a los cow-boys valiosos consejos sobre la forma de derribar cuadrúpedos recalcitrantes. También podía haber dado unas cuantas lecciones a los estibadores terrícolas, sobre tacos y juramentos simples y compuestos.
Era el día de Nochebuena y en la Base ganimedina reinaba un ruido ensordecedor y un confuso acaloramiento, como si se hubiera puesto en marcha un nuevo ingenio para registrar toda clase de sonidos. Alrededor del viejo trineo situado sobre una enorme plataforma de madera purpúrea, cinco terrícolas libraban una verdadera batalla con un zambú.
El zambú posee opiniones concretas en relación con muchas cosas y uno de sus más tenaces principios es que no va adonde no quiere ir. Esto lo demostraba palpablemente sacudiendo la cabeza, la cola, las cuatro patas, las tres espinas, en todas las direcciones y con todas sus fuerzas.
Pero los terrícolas insistieron y no con gran delicadeza. A pesar de sus angustiosos alaridos el animal, fue elevado hasta la plataforma, colocado en el lugar correspondiente y enjaezado sin remedio ni esperanza.
–Muy bien –gritó Peter Benson–. Traigan la botella.
Sujetando el hocico con una mano, Benson agitó la botella con la otra. El zambú temblaba de ansiedad y emitió temblorosos gañidos. Benson introdujo el líquido en la garganta del animal. Se oyó un gorgoteo y después un gruñido comprensivo. El animal estiró el cuello en demanda de otro trago.
–Nuestro mejor coñac –suspiró Benson.
Hubiera terminado la botella, pero la dejó cuando estaba por la mitad. Los ojos del zambú giraron rápidamente en sus cuencas; parecía como si intentara bromear. Sin embargo, esta actitud no duró mucho tiempo, pues el metabolismo ganimedino queda afectado por el alcohol casi de inmediato. Los músculos se le contrajeron con la rigidez propia de la borrachera e hipando sonoramente se desplomó.
–Traer al siguiente –exclamó Benson.
Al cabo de una hora los ocho zambúes no eran más que estatuas catalépticas. Les ligaron a sus cabezas palas en horquilla a guisa de astas.. Producían un efecto tosco e inexacto, pero apto para el fin deseado.
En el preciso momento en que Benson abría la boca para preguntar dónde estaba Olaf Johnson, el benemérito personaje apareció entre los brazos de tres camaradas y fue conducido a la plataforma tan envarado como cualquier zambú después de la lucha. No obstante, articuló sus objeciones con la mayor claridad.
–Yo no voy a ninguna parte con este atuendo. ¿Me oye...?
En realidad había motivos para quejarse. Olaf nunca había sido atractivo, ni en sus mejores momentos, pero su condición actual era una mescolanza entre una pesadilla de zambúes y una concepción patriarcal de Picasso.
Llevaba los atavíos tradicionales de Santa Claus. Estos eran encarnados, tanto como podía permitir el papel de seda cosido a su capa espacial. El "armiño" era tan blanco como el algodón en rama; precisamente esto es lo que era. Su barba ondeaba libremente, hecha de más algodón en rama, enganchada a un lienzo que le llegaba de oreja a oreja.
Con tales aditamentos debajo y la nariz de oxígeno encima hasta la persona de ánimo más templado hubiera rehuido su mirada.
A Olaf no le habían mostrado un espejo para mirarse, pero lo que podía ver de él mismo y lo que su instinto le decía, le postraba en tal estado que la caída de un rayo .fulminante la hubiera saludado con alivio.
Entre gritos y espasmos fue izado al trineo. Intervinieron otros, ayudando vigorosamente hasta que de Olaf, no quedó más que una masa retorcida de la que salían voces ahogadas.
–Dejadme –mascullaba–, dejadme –y atacaba uno a uno.
Hizo un pequeño amago para demostrar su osadía, pero cayeron sobre él numerosas manos que lo atenazaron, impidiéndole mover un dedo.
–¡Entre! –ordenó Benson.
–¡Váyase al infierno! –rugió Ola! entrecortadamente No quiero entrar en un artefacto patentado para un suicidio inmediato. Se puede llevar a su sanguinario trineo volante y...
–¡Oiga! –interrumpió Benson–. El comandante Pelham le está esperando al otro lado. Lo despellejará vivo si no está allí dentro de media hora.
–El comandante Pelham puede entrar en el trineo a mi lado y...
–Piense en su empleo. Piense en sus ciento cincuenta dólares semanales. Piense en Hilda allá en la Tierra que no se casará con usted si pierde el empleo.. Piense en todo eso.
Johnson pensó en aquello confusamente; pensó alguna cosa más y penetró en el trineo. Aseguró el saco con correas y puso en marcha el gravo-repulsor. Abrió el propulsor a chorro lanzando una horrible maldición.
El trineo arrancó impetuoso y Olaf no salió despedido hacia atrás por encima del artilugio, por verdadero milagro.
Se aferró a los pasadores y observó cómo las colinas circundantes subían y bajaban según los picados y rizos del inseguro trineo.
Sopló el viento y las ondulaciones se hicieron más sensibles. Cuando Júpiter apareció, su luz amarillenta iluminó todos los picos y abismos del accidentado terreno hacia cada uno de los cuales parecía dirigirse el trineo. y cuando el gigantesco planeta se había alejado por completo de la línea del horizonte, la maldición de la bebida, que sale de los organismos ganimedinos, con la misma rapidez que entra, comenzó a alejarse de los zambúes.
El zambú zaguero fue el primero en despertar; se relamió la cavidad bucal, dio un respingo y desvaneció el maléfico influjo del alcohol. Después de haber tomado esta decisión, examinó lánguidamente lo que tenía a su alrededor. No le causó una impresión inmediata, Gradualmente se fue dando cuenta del hecho incontrastable de que el suelo que pisaba, cualquIera que fuere, no era el terreno firme de Ganímedes, Se inclinaba, se movía, lo cual era muy extraño.
Aunque hubiera atribuido este balanceo a su reciente orgía, no por ello dejó de mirar por debajo del barandal al cual estaba amarrado. Los zambúes jamás han muerto de ataque cardíaco, según consta en los registros sanitarios, pero éste, cuando miró abajo de sus patas estuvo a punto de romper la tradición.
El angustioso chillido de horror y desesperación que lanzó, hizo recobrar el conocimiento a los demás, cuyas cabezas, aunque doloridas, habían recobrado la conciencia.
Durante un buen rato se desarrolló una torpe, cacareante y confusa conversación, ya que los animales trataban de echar fuera de la cabeza el dolor e introducir en ella los hechos. Lograron conseguir ambos propósitos y organizaron una estampida. No era propiamente una estampida, puesto que estaban estrechamente atados. Pero si exceptuamos el detalle de su situación forzada, hicieron todos los movimientos del galope tendido. Y el trineo se volvió loco.
Olaf se cogió la barba un segundo antes de dejarla ondear libremente.
–¡Eh! –gritó,
Era tanto como sisear aun huracán.
El trineo pataleaba, saltaba y bailaba un tango histérico. Era presa de repentinos arrebatos y parecía dispuesto a estrellar su cerebro de madera contra la corteza de Ganímedes. Entretanto Olaf, a la vez que renegaba, juraba y lloraba, accionaba los propulsores a chorro.
Ganímedes daba vueltas y Júpiter se mostraba como una mancha borrosa. Quizá la bailotearte panorámica de Júpiter fue lo que indujo a los zambúes a comportarse con más formalidad. Parecía que ya les había pasado el malestar de la borrachera. Sea como fuere, cesaron de moverse, se dirigieron los unos a los otros sublimes discursos de despedida, confesaron sus pecados y esperaron la muerte.
El trineo se estabilizó y Olaf recobró el aliento que volvió a perder de nuevo ante un curioso espectáculo: hacia arriba veía las colinas y el sólido terreno ganimedino y por debajo el obscuro cielo y la abultarla figura de Júpiter.
Al ver todo esto, él también hizo las paces con la eternidad y esperó el fin.
“Astruz” es un diminutivo de avestruz y a este animal se parecían los nativos de Ganímedes, si bien hay que considerar que tienen el cuello más corto la cabeza más grande y su plumaje parece que de un momento a otro vaya a desprenderse de raíz. Hay qué añadir a su retrato un par de brazos, flacos y huesudos, provistos de tres dedos rechonchos. Saben inglés, pero cuando uno los oye, preferiría que no lo hablaran.
Unos cincuenta astruces se habían agrupado en una construcción de poca altura hecha de madera purpúrea, que llamaban salón de reunión. En un sucio Banco de honor de esta estancia fétida y obscurecida por el humo de las antorchas, estaban sentados el comandante Pelham y cinco de sus hombres. Ante ellos se pavoneaba el astrúz más desaliñado de todos inflando su enorme tórax con rítmicos y explosivos sonidos. Se detuvo un momento y señaló hacia una abertura en el techo.
–Mira –graznó–. Chimenea. Nosotros hacer, Entrar Sannicaus.
Pelham asintió con un gruñido. El astrúz cloqueó placentero. Señaló los pequeños sacos de hierba tejida que colgaban de las paredes:
–Mirar, calcetines, medias, Sannicaus poner regalos.
–Sí –admitió Pelham sin entusiasmo– chimenea y calcetines. Muy bonito.
Torció la boca en dirección a Sim Pierce, que estaba sentado a su lado y murmuró entre dientes:
–Si estoy media hora más en esta escombrería, me moriré. ¿Cuando llegará ese tonto?
Pierce se movió incómodamente.
–Escuche, he realizado algunos cálculos. Estamos a salvo en todo menos en las hojas de karen, en las que aún llevamos cuatro toneladas de déficit. Si logramos resolver este estúpido asunto dentro de una hora, podremos empezar un nuevo período y hacer que los astruces trabajen el doble –se echó hacia atrás y continuó–. Sí, creo que lo podremos conseguir.
–Poco más o menos –replicó Pelham sombríamente–. Y eso si llega Johnson y no nos pone en otro aprieto.
El astrúz hablaba de nuevo, pues a sus congéneres les agrada charlar:
–Todos los años Kissmess –no sabía pronunciar Christmas–, Kissmess bonito, todo el mundo amigos. Astruz querer Kissmess. Vosotros gustar Kissmess.
–Sí, es muy bonito –refunfuñó Pelham cortésmente–. Paz en Ganímedes y buena voluntad para los hombres, especialmente para aquéllos como Johnson. ¿Dónde diablos está ese idiota?
Cogió otro berrinche mientras el astrúz saltaba unas cuantas veces de arriba a abajo de manera calculada, evidentemente para ejercitarse. Continuó saltando variando el ritmo con aburridos pasos de! baile. Los puños de Pelham se crispaban de una manera extraña. Unos excitados graznidos que provenían de un agujero en la pared, dignificado con el nombre de ventana, contuvieron a Pelham de hacer una matanza de nativos.
Los astruces se agruparon en enjambres y los terrícolas lucharon por hallar un punto dominante.
Al fondo de la gran bola amarillenta de Júpiter, rugió un trineo volante tirado por ocho renos. Era muy pequeñito, pero no cabía duda ; era Santa Claus que llegaba.
Al parecer algo funcionaba mal. El trineo, los renos y todo el conjunto, descendían a una velocidad terrible, pero volaban invertidos.
Los astruces se dispersaron en medio de una cacofonía de granizados.
–¡Sannicaus! ¡Sannicaus! ¡Sannicaus!
Salieron trepando por las ventanas como una fila de estropajos locos en movimiento.. Pelham y sus hombres alcanzaron el exterior por una puerta de poca altura.
El trineo se aproximaba, se hacía más grande, daba bandazos de un lado a otro y vibraba como una rueda des centrada en vuelo. Olaf Johnson era una pequeña figura que se asía perfectamente al trineo con ambas manos.
Pelham gritaba desaforadamente, incoherente y se atragantaba cada vez que se le olvidaba respirar a través de la careta nasal en la fina atmósfera ganimedina.
De pronto se detuvo y miró fijamente con horror. El trineo seguía descendiendo veloz y ya casi se veía de tamaño natural. Si hubiera sido una flecha disparada por Guillermo Tell, no hubiera apuntado, entre ceja y ceja de Pelham, con más precisión.
–Todo el mundo a tierra –chilló mientras se dejaba caer.
La ráfaga de viento que dejó el. trineo al pasar de largo restalló penetrante contra su rostro. La voz de Olaf se oyó durante un instante chillona y confusa. Los compresores de aire dejaron una estela de vapor. Pelham temblaba en el helado suelo de Ganímedes.
Poco después se levantó lentamente, sacudiendo las, rodillas como una hula hawaina. Los astruces que se habían dispersado, antes de que se les echara encima el vehículo aéreo, se agruparon de nuevo. A lo lejos el trineo giraba dando media vuelta. Pelham seguía los revoloteos y bandazos del artefacto desde que empezó a cambiar de dirección. Cabeceó e inclinándose a un lado, enfiló hacia la base y ganó velocidad.
En el interior del trineo Olaf trabajaba como un demonio. Con las piernas ampliamente abiertas balanceaba con desesperación el peso de su cuerpo. Sudaba y maldecía mientras intentaba con todas sus fuerzas evitar la panorámica de Júpiter "hacia abajo", y esto producía en el trineo oscilaciones más y más violentas.
Los bamboleos alcanzaban ahora un ángulo de 180", y Olaf sintió que su estómago le presentaba enérgicas reclamaciones.
Conteniendo el aliento apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el pie derecho y el trineo se balanceó con más amplitud que nunca. En el punto más pronunciado de este vaivén desconectó el gravo-repulsor y la débil fuerza gravitatoria de Ganímedes Sacudió el trineo obligándole a descender. Como es natural, al ser el vehículo más pesado por el fondo, debido a la masa metálica del gravo-propulsor, adquirió la posición normal en tanto descendía.
Pero esto le causó muy poco alivio al comandante Pelham ya que, una vez más, el trineo apuntaba directamente hacia su persona.
–Cuerpo a tierra –vociferó, y de nuevo se lanzó al suelo.
El trineo silbó sobre su cabeza, crujió al tropezar contra una peña, hizo un salto dé cinco metros y se paró en seco con un chasquido. Olaf salió despedido por la baranda.
Había llegado Santa Claus.
Con un profundo y tembloroso suspiro, Olaf se ajustó el saco sobre la espalda, se recompuso la barba y acarició la cabeza a uno de los sufridos y silenciosos zambúes. Podía haber sobrevenido la muerte; en verdad, Olaf no la había afrontado con serenidad, pero ahora estaba dispuesto a morir, pisando tierra firme, con nobleza, como un Johnson.
Dentro de la cabaña en la que los astruces se habían aglomerado, una vez más, un golpe en el tejado anunció la llegada del saco de los regalos de Santa Claus y un segundo batacazo la llegada del santo. Una figura espantosa apareció a través del agujero provisional.
–¡Felices Navidades! –farfulló, dejándose caer por el orificio.
Olaf fue a parar encima de los cilindros de oxígeno, como de costumbre y después los colocó en el sitio habitual.
Los astruces saltaban de arriba a abajo como pelotas de goma.
Olaf se dirigió cojeando ostensiblemente al primer calcetín y depositó una pequeña esfera deslumbrante y policromada que extrajo del saco, una de las muchas bolas que originalmente habían sido proyectadas para adornar los árboles navideños. Una a una las fue dejando en todos los saquitos disponibles.
Después de haber realizado su tarea, se sentó en cuclillas completamente agotado y siguió las sucesivas escenas con ojos vidriosos e inseguros. La jovialidad y las carcajadas de buen humor, tradición característica de la festividad de Santa Claus, estuvieron completamente ausentes en esta ocasión.
Pero la ausencia de alegría la compensaron los astruces con su extraño embelesamiento. Hasta que Olaf, entregó la última bola guardaron silencio y permanecieron sentados. Pero cuando se acabó el reparto, el aire se enrareció bajo la tensión de estridencias discordantes. En menos de un segundo la mano de cada astrúz contenía una bola.
Charlaban entre ellos violentamente y asían las bolas con cuidado, protegiéndolas con el pecho. Después las comparaban unas con otras y formaban grupos para contemplar las más llamativas.
El astrúz más desaseado se acercó a Pelharn y lo cogió por las solapas.
–Sannícaus, bueno –cacareó–. Mira, dejar huevos. Observó reverentemente su esfera y agregó:
–Ser más bonitos que huevos astruces. Ser huevos Sannícaus, ¿eh?
Con su dedo pellejudo pinchó el estómago de Pelham.
–¡No! –aulló Pelham impetuosamente–. ¡Infiernos, no...!
Pero el astrúz no le escuchaba. Ocultó la bola en las profundidades de su plumaje y continuó:
–Colores bonitos. ¿Cuánto tiempo tardar salir pequeños Sannícaus? ¿Qué comer pequeños Sannícaus?..
Nosotros enseñar ser vivos inteligentes, como astruces.
Pierce agarró el brazo del comandante Pelham.
–No discuta con ellos –susurró frenético–. ¿Qué importa si ellos creen que esas bolas son huevos de Santa Claus? ¡Mire! Si trabajamos como locos, podremos alcanzar la cuota. Que empiecen a trabajar.
–Lleva razón –admitió Pelham.
Se dirigió al astrúz:
–Dígales a todos que se preparen.
Hablaba con claridad y en voz alta.
–Ahora a trabajar, ¿me comprenden? ¡Venga!, de prisa, de prisa...
Hacía ademanes con los brazos. El desastrado astrúz se detuvo de repente y dijo con calma:
–Nosotros trabajar, pero Johnson decir Kissmess y venir todos los años.
–¿No tenéis bastante con un Christmas? –masculló Pelham.
–¡No! –graznó el astrúz–, nosotros querer Sannicaus año próximo. Traer más huevos. Más otro año. Y otro, y otro, más huevos. Más pequeños Sannicaus. Si Sannicaus no venir, nosotros no trabajar.
–Hay mucho tiempo por delante. Ya hablaremos entonces. O nos volveremos todos locos o los astruces habrán olvidado la fiesta.
Pierce abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir, la cerró de nuevo, la abrió otra vez y finalmente consiguió hablar:
–Comandante, quieren que venga todos los años.
–Yo lo sé, pero el año próximo no se acordarán.
–Pero, no comprende... Un año para ellos es una revolución completa alrededor de Júpiter. Esto significa una semana y tres horas del tiempo terrestre. ¡Quieren que Santa Claus venga todas las semanas!
–¡Todas las semanas! –rugió Pelham–. Johnson les dijo...
Durante unos instantes le pareció que todo eran chispas dando saltos mortales. Se quedó sin respiración y automáticamente sus ojos buscaron a Olaf.
Olaf se quedó frío hasta el tuétano. Se levantó sobrecogido y se deslizó hacia la puerta. Se detuvo cuando estaba en el umbral; de repente recordó la tradición.
Con la barba semidesprendida graznó:
–¡Felices Navidades y buenas noches a todos!
Corrió hacia el trineo como si todos los diablos le pisaran los talones. No eran los diablos, era el comandante Scott Pelham.
Clifford D. Simak
A veces, Cliff Simak es considerado como perteneciente a la clase del 39 de la ciencia-ficción, ese grupo de inteligentes escritores que surgieron antes de la segunda guerra mundial, casi en forma simultánea. Los cuentos de Simak aparecieron en las mismas revista que los de ellos, se hizo tan popular entre los lectores como lo eran los del grupo, y obtuvo el mismo tipo de fama de largo alcance. Pero en realidad Simak era un escritor reconocido media docena de años antes de que Asimov, Heinlein, Sturgeon, De Camp, y los restantes colaboradores aparecieran. Sus primeros cuentos se publicaron en 1932, un par de años antes del debut de Stanley G. Weinbaum.
Tal como lo ha sido durante la mayor parte de su vida, Simak es hoy un periodista de Minneapolis que escribe ciencia-ficción en su tiempo libre. Es muy activo en el género, produce casi una novela por año, y sus contribuciones han sido distinguidas al ser elegido como huésped de honor en la Convención Mundial de Ciencia-Ficción de 1971, en Boston. Muchos de sus cuentos tratan sobre los problemas de los exploradores de los mundos extraños, tal como el que aquí ofrecemos.
Robert Silverberg
Las criaturas eran increíbles. Parecían salidas de la pluma temblorosa de un dibujante de historietas muy alcoholizado.
Un rebaño se apretaba en un semicírculo frente a la nave, ni asustadizas ni beligerantes, simplemente curiosas.
Habitualmente, cuando una espacionave se asienta en un planeta desconocido, lleva una semana, por lo menos, que los seres vivos se animen a dejar sus escondrijos y a acercarse a echar un vistazo.
Las criaturas eran del tamaño aproximado de una vaca, pero en ningún modo compartían la gracia de ese animal.
Sus cuerpos estaban apelotonados, como si cada uno se hubiera encontrado en plena carrera con una pared.
Y estaban tan llenos de protuberancias como cabía esperar después de tal colisión. Sus flancos estaban salpicados con largas manchas de colores pastel, el tipo de color que nunca se encuentra en ningún animal que se respete: violeta, rosa, naranja, chartreuse; nombrando sólo unos pocos.
El efecto total era el de una labor de punto realizada por una anciana acostumbrada a tejer alocadas colchas.
Y eso no era lo peor.
De sus cabezas, o de otras partes de su anatomía, brotaba un extraño tipo de vegetación, así que parecía que cada animal se ocultaba, en forma no muy efectiva, detrás de una maleza realizada desmañadamente.
Para completar la situación, y tornarla completamente loca, de tal vegetación crecían frutas y vegetales, o lo que parecían ser frutas y vegetales.
Así que allí nos quedamos. Las criaturas nos miraban y nosotros las mirábamos, y finalmente una se acercó hasta que no estuvo a más de dos metros.
Se paró allí, mirándonos intensamente. Y luego cayó muerta a nuestros pies.
El resto del rebaño tornó grupas y trotó en forma desmañada como si hubieran hecho lo que vinieron a hacer, y ahora pudieran volver a sus naturales ocupaciones.
Julián Oliver, nuestro botánico, se rascó la cabeza, que encanecía rápidamente, con un ademán distraído.
–Otro «queseyó» –se quejó–. ¿Por qué no nos puede tocar algo simple, para variar?
–Nunca son simples –le contesté–. ¿Recuerdas ese matorral de Hamal V que pasaba la mitad de su vida como una especie de glorioso tomate, y la otra mitad como una ortiga venenosa en grado A?
–Lo recuerdo –dijo Oliver tristemente.
Max Weber, nuestro biólogo, se dirigió hacia la criatura y la tocó, extendiendo la mano cuidadosamente.
–Lo malo es –dijo– que el tomate de Hamal era un asunto de Julián, y éste lo tengo que estudiar yo.
–No diría que solamente te toca a ti –replicó Oliver–. ¿Cómo definirías a la vegetación que crece en ellas?
Llegué lo suficientemente rápido como para ver el comienzo de otra discusión.
Había escuchado tales divergencias durante los últimos doce años, a través de varios cientos de años luz, y en unas dos docenas de planetas. No podía detenerme aquí, pero iba a tratar de posponer el asunto hasta que tuvieran algo más importante que discutir.
–¡Basta! –les dije–. Nos quedan solamente dos horas antes de que llegue la noche, y tenemos que tratar de levantar el campamento.
–Pero esta criatura –dijo Weber–. No podemos dejarla aquí.
–¿Por qué no? Hay millones más. Esta se quedará aquí, y si no...
–¡Pero se cayó muerta!
–¿Y qué? Era vieja y débil.
–No, no lo era. Estaba en su época más lozana.
–Hablaremos de esto más tarde –dijo Alfred Kemper, nuestro bacteriólogo–. Estoy tan interesado como vosotros, pero lo que acaba de decir Bob es cierto. Tenemos que armar el campamento.
–Y además –agregué, mirándolos severamente–. Observaremos las reglas, no importa lo inocente que nos parezca este planeta. No comeremos nada, no cogeremos nada. No saldremos a vagar solos. No nos descuidaremos en ningún momento.
–No hay nada aquí –dijo Weber–. Sólo estos rebaños de animales. Nada más en las praderas interminables. No hay árboles, no hay colinas. Nada.
No quería decir que había que olvidarse de las reglas. Sabía tan bien como yo la necesidad de cumplirlas. Simplemente, quería discutir.
–Muy bien –le contesté–, ¿qué vamos a hacer? ¿Armamos el campamento o pasamos la noche en la nave?
Eso decidió la cosa. Tuvimos el campamento listo antes de que el Sol se pusiera, y cuando llegó la obscuridad nos encontró dentro. Carl Parsons, nuestro ecólogo, tenía listo el fuego y la comida preparada, antes de que se hubiera terminado de preparar la última de las tiendas.
Saqué mi maletín y mezclé los alimentos que constituían mi rigurosa dieta, mientras me gastaban bromas. Ya no me molestaba. Sus chanzas eran automáticas, y yo también daba respuestas automáticas. Era algo que venía sucediendo desde hacía mucho tiempo. Tal vez era mejor que fuera así. Tal vez mejor que si no les hubiera importado nada la pobreza de mi variedad de alimentos.
Carl estaba haciendo carne a la parrilla, y traté de ponerme donde la pudiera oler. Nunca sucede que no pueda llegar a sacrificar mi brazo derecho con tal de poder comer un buen trozo de carne, o cualquier otra comida normal. Este régimen dietético que debo seguir mantiene viva a una persona, pero es lo máximo que puede decirse a su favor.
Bien sé que las úlceras deben curarse como una enfermedad tonta y arcaica. Pregunten a cualquier médico, y les contestará que ya no se sufren. Pero el estado de mi estómago y mi caja para transportar las fórmulas dietéticas prueban que todavía existen algunos casos. Creo que es lo que pudiera llamarse un trastorno ocupacional. Los equipos de investigación planetaria se enfrentan a problemas muy difíciles.
Después de la cena salimos y trajimos más cerca al extraño ser para poder observarlo mejor. Era más raro viéndolo de cerca que teniéndolo a una cierta distancia.
No había nada de broma acerca de la vegetación. Era verdadera, y formaba parte de la criatura. Pero parecía crecer solamente en determinadas zonas, de determinado color.
Hallamos otra cosa, que prácticamente dejó a Weber boqueando de asombro. Una de las manchas de colores tenía unos agujeros, como si fueran para poner clavijas.
Cuando Weber extrajo su cortaplumas y se puso a hurgar en uno, encontró un animalito que se parecía a una abeja. Hurgó en otro, puesto que casi no podía dar crédito a sus ojos, y sacó otra abeja. Ambas muertas.
Tanto él como Oliver querían comenzar la disección allí mismo, pero pudimos disuadirlos.
Echamos a suertes a quién le tocaba la primera guardia, y con mi tradicional fortuna, me tocó a mí. En realidad, no había muchas razones para mantener a uno de nosotros despierto, puesto que se hallaba conectado el sistema de alarma, pero esas eran las reglas y había que cumplirlas.
Tomé una pistola y los otros dijeron buenas noches, y se metieron en sus tiendas. No importa lo endurecido que se esté, es difícil dormir muchas horas la primera noche que se llega a un nuevo planeta, así que los sentí charlar durante largo rato.
Me senté en una silla al otro lado de la mesa del campamento, donde había una linterna, en vez de la habitual fogata. No habiendo árboles ni leña, mal podíamos encender fuego.
Me senté, como digo, al otro lado de la mesa, con la criatura muerta al lado opuesto, y comencé a preocuparme, si bien no parecía que hubiera la necesidad en ese momento.
Pero sentado a la mesa no podía por menos de pensar y repensar sobre lo extraño de ese ser mixto. Lo único que hice fue preocuparme en vano, así que me alegré cuando Talbott Fullerton, el de la Doble Visión, vino y se sentó a mi lado.
Si bien mi alegría no fue mucha. Ninguno de nosotros tenía una especial devoción por Fullerton. Ninguno de nosotros la sentía, para ser exacto.
–¿Está demasiado nervioso para dormir? –le pregunté.
Asintió con la cabeza, mirando las sombras que se extendían más allá de la luz de la linterna.
–Me pregunto –dijo –si éste podría ser el planeta.
–No sigas persiguiendo una fábula, un mítico El Dorado.
–Lo encontraron una vez –dijo testarudamente–. Está bien documentado.
–Y también al Grial, o a la Atlántida, o a las Siete Ciudades. Pero nadie los encontró porque nunca existieron.
Se sentó donde le daba la luz de la linterna y pude ver su expresión salvaje, mientras sus manos se cerraban y abrían espasmódicamente.
–Sutter –me dijo tristemente–, no sé por qué continúas burlándote. En alguna parte de este Universo debe de estar la inmortalidad. En algún lugar se ha logrado encontrar. Y la raza humana debe alcanzarla. Ahora tenemos todo el espacio para buscar. Millones de planetas, y eventualmente otras galaxias. No tenemos que hacer sitio para los que vienen detrás, como si tuviéramos que arreglarnos en un solo planeta, o en un único sistema solar. ¡Te digo que la inmortalidad es el próximo paso que debe dar la humanidad!
–Olvídate –le dije, suavemente.
Pero una vez que Doble Visión comenzaba a hablar de eso no se le podía parar.
–Mira este planeta –dijo–. Muy similar a la Tierra. Un sol adecuado. Buen terreno, buen clima, agua en abundancia. Un lugar ideal para establecer una colonia. ¿Cuánto tiempo calculas que pasará antes de que el hombre se establezca aquí?
–Mil años. Cinco mil. Tal vez más.
–Así es. Y hay incontables planetas como éste, esperando que los colonicen. Pero no podremos. Porque no hacemos más que morirnos. Y eso no es todo...
Escuché pacientemente el resto. Lo terriblemente perjudicial que era que los seres humanos murieran. Me sabía la historia de memoria. Antes de Fullerton, ya habíamos tenido otro fanático de la Doble Visión. Y antes de ése, otro. Cada uno de estos equipos, no importa cuál fuera su destino o sus propósitos, debía llevar a un agente del Instituto de la Inmortalidad.
Pero este chico era un poco peor que los otros. Era su primer viaje y estaba lleno de ideales. En cada uno bullía la intensa dedicación a un mismo propósito: que el ser humano debía vivir siempre y que la inmortalidad podía y debía lograrse. Puesto que la había hallado una espacionave sin nombre, proveniente de un planeta desconocido, hacía indeterminada cantidad de años atrás.
Era un mito, por supuesto. Tenía las características de los mitos, y despertaba la fiera lealtad que sólo ellos inspiran. Se mantenía vivo gracias al Instituto de la Inmortalidad, que funcionaba con fondos del gobierno, y con billones de regalos y dádivas provenientes de los esperanzados ricos y pobres. Todos, por supuesto, habían muerto, o lo iban a hacer, a pesar de su magnífica generosidad.
–¿Qué es lo que buscas? –le pregunté a Fullerton, algo aburrido–. ¿Una planta? ¿Un animal? ¿Una persona?
Y replicó, solemne como un juez.
–Eso no lo sé, o más bien, no debo decirte lo poco que sé.
–Como si me importara.
Pero seguí pinchándolo. Tal vez sólo fuera para pasar el rato. O porque me desagradaba el tipo. Los fanáticos me molestan. No dejan en paz.
–¿Sabrás cuando lo encuentres?
No me contestó, sino que simplemente me miró con esos ojos extraviados que tenía.
Era mejor que dejara de molestarlo. Lo haría gritar. Nos sentamos en silencio un rato más. Sacó un mondadientes del bolsillo y se lo puso en la boca, mascándolo distraídamente. Hubiera querido abofetearlo, puesto que mascaba mondadientes permanentemente, y había llegado a constituirse en un hábito verdaderamente irritante. Me parece que yo también tenía los nervios de punta.
Finalmente terminó de escupir los maltrechos pedazos del mondadientes y se fue a la cama. Me quedé solo, mirando hacia la nave, y la luz de la linterna iluminó la leyenda inscrita en ella: Caph VII - Ag Survey 286, que nos identificaría en cualquier lugar de la galaxia.
Porque todos conocían a Caph VII, el planeta de experimentaciones en agricultura, de la misma forma en que conocerían a Aldebarán XII, el planeta de las investigaciones médicas, o a Capella IX, el planeta de las universidades, o a cualquiera de los otros, sede de departamentos espaciales.
Caph VII es una operación masiva, y los cientos de equipos de investigación similares al nuestro eran solamente una parte de ella. Pero éramos las vanguardias que iban a los nuevos mundos, algunos de ellos no registrados en los mapas, otros con meras indicaciones superficiales, buscando plantas y animales que pudieran ser de utilidad experimental.
Sin embargo, no podíamos decir que nuestro equipo hubiera encontrado cosas muy importantes. Habíamos hallado un césped que andaba más o menos bien en unos mundos de Witania, pero no habíamos logrado ningún éxito que pudiera ser distinguido. La suerte no nos acompañaba, tal como en el asunto de la hierba venenosa de Hamal. No importaba el hecho de que nos esforzáramos tanto como el resto de los equipos.
A veces era una píldora difícil de tragar, cuando otros traían cosas que les valían felicitaciones y premios especiales, mientras que nosotros nos presentábamos tímidamente con un césped melancólico, o tal vez con nada. Esta es una vida difícil, y no dejen que nadie les diga lo contrario. Algunos de los planetas son asuntos verdaderamente peliagudos, y a veces los muchachos vuelven en malas condiciones, o no vuelven.
Pero esta vez parecía que habíamos tenido suerte. Un planeta pacífico, con buen clima, terreno nada escabroso, sin habitantes hostiles y con una fauna no peligrosa.
Weber tardó un poco en presentarse para su turno de guardia, pero finalmente me relevó.
Era indudable que todavía estaba con los ojos fuera de las órbitas por el asombro que le había causado la criatura. Le dio varias vueltas, mirándola y remirándola.
–Es el más fantástico caso de simbiosis que jamás haya visto –me dijo–. Si no la tuviera delante de mis ojos diría que es imposible que exista. Habitualmente la simbiosis se asocia a seres poco desarrollados, a formas muy primitivas de vida.
–¿Te refieres al arbusto que crece en los flancos?
Asintió.
–¿Y las abejas?
Hizo una serie de ruidos guturales.
–¿Cómo puedes afirmar sin lugar a dudas que es simbiosis?
Casi se retuerce las manos de desesperación.
–No lo sé –admitió.
Le pasé mi rifle y me dirigí a la tienda que compartía con Kemper. El bacteriólogo estaba despierto cuando entré.
–¿Eres tú, Bob?
–Soy yo. Todo está en orden.
–He estado pensando –me dijo–. Este es un lugar loco.
–¿Te refieres a las criaturas?
–No, no te lo digo por eso. El planeta en si. Nunca vi nada igual. Completamente desnudo. Sin árboles, sin flores. Nada. Sólo un mar de hierba.
–¿Por qué no? –le pregunté–. ¿Dónde está escrito que no se pueda encontrar un planeta con hierbas y nada más?
–Es demasiado simple –protestó–. Demasiado limpio y amplio. Como si alguien hubiera dicho: Hagamos un planeta simple. Eliminemos los experimentos biológicos y vamos a lo esencial. Solamente una forma de vida, y hierbas para alimentarla.
–Te estás perdiendo en tus propias conjeturas –proteste–. ¿De dónde sacas que esto es así? Puede haber otras formas de vida. Otros tipos de complicaciones que no soñamos. Sólo hemos visto estas criaturas, pero tal vez haya otras cosas.
–¡Oh! ¡Al diablo! –y se volvió para el otro lado.
Era un tipo que me gustaba. Habíamos compartido la misma tienda desde hacía más de diez años, y siempre nos habíamos llevado bien.
Muy a menudo había deseado que sucediera lo mismo con todos. Pero eso era demasiado pedir.
La discusión comenzó después del desayuno, cuando Oliver y Weber insistieron en usar la mesa del campamento como mesa de disección. Parsons, que a veces hacía de cocinero, se puso furioso. No sé por qué lo hacía, puesto que estaba vencido antes de comenzar. Lo mismo había pasado muchas veces, y antes de ponerse a discutir debería haber adivinado que iban a usar la mesa.
Pero peleó bien.
–¡Iros a otro lado con vuestras carnicerías! ¡Quiero ver quién va a comer sobre una mesa llena de sangre!
–Pero Carl, ¿dónde lo hacemos? Usaremos un extremo de la mesa únicamente.
Lo que casi fue una broma, porque en poco rato se habían adueñado de toda la mesa.
–¡Poned por lo menos una lona! –rugió Parsons.
–No se puede hacer la disección sobre una lona. Hay que tener...
–Y otra cosa. ¿Cuánto tiempo os va a llevar? ¡No quiero pensar cómo va a oler eso dentro de uno o dos días!
Y así siguió durante un buen rato, pero para cuando comencé a subir la escalera para traer los animales, Oliver y Weber ya estaban trabajando.
El descargar los animales es algo que no se ajusta a mis tareas oficiales, pero me había acostumbrado a hacerlo para que cuando Weber o alguno de los otros se dispusieran a comenzar las pruebas, se encontraran listos.
Fui hacia el compartimiento en que guardábamos las jaulas.
Las ratas comenzaron a chillar y los zartyls de Centauro me dirigieron sus gruñiditos, mientras que los punkis de Polaris armaban un alboroto, porque siempre tienen hambre. Nunca tienen suficiente. Si se les da todo lo que quieren se matan a fuerza de comer.
Era todo un trabajo llevarlos hasta la compuerta y de allí bajarlos a tierra, pero finalmente lo logré sin que se me rompiera una sola jaula. Habitualmente se me destrozaban una o dos de las jaulas, los animales se escapaban y luego Weber se pasaba varios días haciendo comentarios acerca de mi torpeza.
Puse las jaulas en filas, y ordenadamente estaba cubriéndolas con unas lonas para proteger a los animales de los cambios climáticos cuando Kemper vino a ver lo que estaba haciendo.
–He estado mirando un poco.
Por la forma en que lo dijo me pareció que estaba muy dispuesto a hablar.
Pero no le pregunté nada, porque entonces no me hubiera dicho una sola palabra. Había que esperar que estuviera listo.
–Qué sitio más tranquilo, ¿verdad? –y eso fue todo lo que dije.
Era un día claro y sin nubes, y el Sol no estaba demasiado caluroso. Había una brisa, y se podía ver a lo lejos. Todo estaba en calma. No se oía ruido alguno.
–Es un lugar solitario –dijo Kemper.
–No te comprendo –le contesté pacientemente.
–¿Recuerdas lo que te dije anoche, acerca de que este planeta me parecía demasiado simple?
Se quedó mirándome mientras colocaba las lonas, como si pensara lo que iba a decirme. Esperé pacientemente. Finalmente explotó.
–¡Bob! ¡No hay insectos!
–¿Y qué tienen que ver los insectos...?
–Tú sabes a qué me refiero –me dijo–. Mira lo que pasa en la Tierra, o en cualquier planeta similar. Te echas en la hierba y comienzas a ver insectos. Algunos en el suelo y otros sobre las hojas. De todo tipo.
–¿Y aquí no los hay?
Negó con la cabeza.
–No que yo haya visto. Di vueltas, me eché en el suelo una docena de veces, y ¡nada! Lo lógico es que si se busca toda una mañana, se hallen algunos insectos. ¡Esto no es natural, Bob!
Seguí con mi tarea, pero me corrió un escalofrío por lo que me había dicho Kemper. No es que me importaran un rábano los insectos, pero, tal como decía Kemper, era algo no natural, si bien en este trabajo uno tenía que acostumbrarse a las cosas no naturales.
–Están las abejas –le dije.
–¿Qué abejas?
–Las de las criaturas. ¿No las viste?
–No. No me acerqué a ninguna de las criaturas. Tal vez las abejas no viajen demasiado lejos.
–¿Hay pájaros?
–No los vi. Pero me equivoqué acerca de las flores. El césped tiene unas florecillas muy pequeñas.
–Es donde van las abejas.
La expresión de Kemper se hizo de una fijeza de piedra.
–Así es –dijo–. ¿No ves que hay un esquema, un plan...?
–Ya veo –le dije.
Me ayudó con la lona, y no hablamos más. Una vez que terminamos, nos dirigimos al campamento.
Parsons estaba cocinando el almuerzo y gruñéndole a Oliver y Weber, pero no le prestaban mucha atención. La mesa estaba llena de trozos de la criatura que habían disecado, y parecían asombrados.
–¡No tiene cerebro! –nos dijo Weber, con aire acusador, como si lo hubiéramos escondido cuando no miraba–. No podemos encontrar el cerebro, y no hay tampoco un sistema nervioso central.
–¡Es imposible! –declaró Oliver–. ¿Cómo puede existir un animal altamente organizado, y bastante complejo, si no tiene un sistema nervioso?
–Mirad lo que han hecho. ¡Vais a tener que comer de pie! –dijo Parsons.
–Realmente, esto es una carnicería –asintió Weber–. Para resumir lo que hemos encontrado hasta ahora, os diré que hay doce tipos diferentes de carne; algunos son de ave, algunos de pescados, algunos de carnes rojas. Tal vez haya algo de lagarto.
–Un animal que sirve para todo –dijo Kemper–. Tal vez hayamos encontrado algo, al fin.
–Si es comestible –dijo Oliver–. Si no te envenena, o si no hace que crezca pelo en el cuerpo.
–Eso es cosa de vosotros –le dije–. Ya descargué las jaulas y las alineé convenientemente. Pueden ir matando a los pobrecitos, si les parece.
Weber miró el desbarajuste que había sobre la mesa.
–Hemos hecho solamente un trabajo exploratorio –explicó–. Deberíamos poder empezar de nuevo. Habrá que buscar otro, Kemper.
Este asintió con cierta resistencia.
Weber se quedó mirándome.
–¿Crees que podrás conseguir otro?
–Por supuesto –le dije–. No hay problema.
Y no lo hubo.
Después del almuerzo, una criatura vino hacia nosotros, como si quisiera hacernos una visita. Se paró a corta distancia de donde estábamos y luego, tranquilamente, cayo muerta.
Durante los días siguientes, Oliver y Weber casi no tuvieron tiempo para dormir y comer. Hicieron disecciones y estudiaron.
No podían dar crédito a sus ojos. Discutieron. Hicieron ademanes con los bisturíes en la mano, para enfatizar su angustia.
Casi se echan a llorar. Kemper llenó caja tras caja de preparados, y se mantuvo encorvado y semipetrificado sobre su microscopio.
Parsons y yo dábamos vueltas mientras los otros trabajaban.
Mi compañero extrajo varias muestras de césped, trató de clasificarlo y falló, porque no había múltiples clases. Solamente una.
Tomó notas sobre el tiempo, analizó muestras del aire y trató de compilar un informe ecológico, sin tener demasiados datos.
Yo traté de encontrar insectos, cosa que nunca sucedía, salvo que estuviera cerca de un rebaño de esas criaturas. Busqué pájaros sin encontrarlos. Pasé dos días investigando un arroyuelo, echado sobre mi vientre y mirando el agua, sin encontrar signos de vida. Busqué una bolsa de azúcar, puse un lazo alrededor de la boca y pasó dos días más tratando de pescar algo. Nada. Ni un pez, ni un cangrejo. Nada.
Para entonces estaba dispuesto a admitir que Kemper tenía razón.
Fullerton caminaba a nuestro alrededor, pero no prestamos ninguna atención a lo que hacía. Los de la Doble Visión siempre estaban buscando algo raro. Después de un tiempo uno se cansaba. Yo hacía ya veinte años que estaba cansado.
El último día que había ido a pescar, Fullerton se me acercó cuando caía la noche. Se quedó mirándome trabajar. Cuando alcé la vista me di cuenta que hacía largo rato que observaba lo que hacía.
–No hay nada ahí –me dijo.
Por la forma en que lo dijo parecía que lo sabía desde hacia mucho, y que yo era un tonto por estar buscando lo que no existía.
Pero esa no fue la única razón por la cual me enfadé.
Tenía en la boca un trozo del césped, y lo estaba masticando como hacía con los mondadientes.
–¡Escupe eso! –le grité–. ¡Estúpido!
Me miró asombrado y escupió el césped.
–Me resulta difícil acordarme –me explicó–. Fíjate, es mi primer viaje y...
–Ten cuidado de que esas cosas no logren que sea el último –le dije brutalmente–. Pregúntale a Weber, cuando tengas tiempo, lo que le pasó a uno que arrancó una hoja y se puso a masticarla. Distraído. Claro. Por hábito, pero fue igual que si se suicidara.
Fullerton se enderezó, rígido.
–No lo olvidaré –me dijo.
Me quedé mirándole y sintiéndome un poco mal por haber sido duro con él.
Pero había que hacerlo. Las formas inocentes en que un hombre podía morirse eran demasiadas.
–¿Encontraste algo? –le pregunté.
–He estado estudiando a las criaturas. Había en ellas algo raro que no podía determinar bien.
–Creo que puedo detallarte una centena de cosas raras.
–No es eso lo que quiero decir, Sutter. No te hablo de los parches de colores ni de los arbustos que crecen en ellos. Hay algo más. Finalmente lo capté. No hay ninguna que sea joven.
Fullerton tenía razón, por supuesto. Me di cuenta después que lo mencionó. No había terneros, o como quieran llamarlos.
Todos eran adultos. Y, sin embargo, eso no quería necesariamente decir que no existieran terneros. Tal vez simplemente era que no los habíamos visto aún. Y lo mismo podía aplicarse a los insectos, pájaros y peces. Tal vez existían en este planeta, pero todavía no los habíamos encontrado.
Y luego, algo tardíamente, me di cuenta de la inferencia, de la esperanza, de la loca fantasía que se escondía detrás de lo que Fullerton había descubierto, o pensaba que había descubierto.
–¡Estás chiflado! –le dije.
Me miró, y sus ojos relucían como los de un niño en Navidad. Finalmente me dijo:
–Teníamos que encontrarlo, Sutter. En alguna parte.
Me puse de pie y me quedé mirándole. Luego miré la red que tenía en las manos, y la tiré al agua, viendo cómo se hundía.
–Seamos sensatos –le dije–. No tenemos pruebas de esto. La inmortalidad no sería nada así. De esta forma sólo se llega a algo sin salida. No se lo menciones a nadie, pues te mandarán a casa sin el menor asomo de piedad.
No sé por qué perdí el tiempo en hablarle. Se quedó mirándome tozudamente, con esa rara luz de esperanza y triunfo en los ojos.
–Mantendré la boca cerrada –le dije cortésmente–. No mencionaré nada de esto a nadie.
–Gracias, Sutter –me dijo–. Verdaderamente te lo agradeceré.
Por la forma en que lo dijo me di cuenta de que, en ese momento, me asesinaría con todo placer. Nos volvimos al campamento.
Mientras tanto, lo habían dejado como nuevo. Habían limpiado la mesa tan bien que parecía que brillaba.
Parsons estaba cocinando la comida de la noche, mientras cantaba una de sus cancioncillas obscenas. Los otros tres estaban sentados en las sillas de campamento, habían sacado una botella de aguardiente, y una vez más parecían seres humanos.
–¿Todo bien? –pregunté.
Pero Oliver movió la cabeza negativamente. Le sirvieron un vaso a Fullerton y éste lo aceptó, algo involuntariamente, pero lo aceptó. Bueno, Doble Visión estaba comportándose mejor. A mí no me ofrecieron nada. Sabían que no podía beberlo.
–¿Y qué tenemos? –pregunté.
–Tal vez sea algo bueno –dijo Oliver–. Indudablemente que es un animal que sirve para todo. Pone huevos, da leche, hace miel. Tiene seis diferentes tipos de carnes rojas, dos de aves, una de pescados y un par de otras que no podemos identificar.
–Pone huevos –dije–. Da leche. Entonces se reproduce.
–Por supuesto –dijo Weber–. ¿Tú qué pensabas?
–No he visto animales jóvenes.
Weber gruñó.
–Tal vez tengan zonas destinadas a lugares de crianza. Algunos sitios a los que instintivamente llevan a los cachorros.
–O tal vez ejerzan un control de la natalidad –sugirió Oliver–. Eso encajaría con la ecología perfectamente determinada de la cual habla Kemper.
Weber gruñó.
–¡Ridículo!.
–No tan ridículo –dijo Kemper–. Ni siquiera la mitad de ridículo de otras cosas que hemos encontrado. Ni la décima parte de ridículo que la falta de cerebro o de sistema nervioso. ¡No más ridículo que mis bacterias!
–¡Tus bacterias! –dijo Weber.
Se bebió medio vaso de aguardiente de un solo sorbo para hacer bien patente su desdén hacia el planteamiento.
–Las criaturas están plagadas de ellas –siguió Kemper–. Se encuentran en todas partes. No solamente en la circulación sanguínea y en zonas restringidas, sino en el organismo entero. Y todas son iguales. Normalmente se necesitan cientos de distintos tipos de bacterias para hacer que un organismo trabaje adecuadamente, pero en este caso sólo existe un tipo. Y ese, por definición general, debe de ser de propósitos múltiples. Debe de cumplir las tareas que las otras cientos de especies realizan.
Le sonrió a Weber.
–Ahí tienes tus cerebros y tu sistema nervioso. Las bacterias se duplican para llenar el vacío de ambos sistemas.
Parsons se acercó, dejando la cocina, y se plantó con sus puños en las caderas. asiendo un tenedor en una mano.
–Si queréis saber lo que pienso –dijo–. Las criaturas son una equivocación. No pueden ser así.
–Pero lo son –dijo Kemper.
–¡No tiene sentido! Un césped para comer. Un tipo de vida. Apuesto a que si pudiéramos hacer un censo hallaríamos que la población de las criaturas es de capacidad exacta. Tantas por acre, pensadas exactamente hasta el último bocado de vegetación. Justo lo suficiente para que coman, y nada más. Las suficientes criaturas para que no haya demasiado verde. O demasiado poco.
–¿Y qué hay de malo en eso? –pregunté, para molestarle.
Durante un minuto pensé que me iba a clavar el tenedor.
–¿Y qué hay de malo? –tronó–. La naturaleza nunca es estática, pero aquí, sí. ¿Dónde está la competencia? ¿Dónde está la evolución?
–Ese no es el hecho –dijo Kemper tranquilamente–. Lo que importa no es que las cosas sean como son, sino por qué. ¿Cómo pasó? ¿Cómo fue planeado? ¿Por qué fue planeado?
–No se ha planeado nada –le dijo Weber con resentimiento–. Fíjate en lo que dices.
Parsons volvió a su cocina. Fullerton se había ido a dar una vuelta. Tal vez se descorazonó cuando se enteró de lo de los huevos y la leche.
Durante un rato no hicimos otra cosa que permanecer en silencio.
Finalmente Weber dijo:
–La primera noche de guardia vine a relevar a Bob y le dije...
Me miró.
–¿Recuerdas, Bob?
–Si. Hablaste de simbiosis.
–¿Y ahora? –dijo Kemper.
–No sé. Me parece imposible. Pero si así fuera, esta criatura sería el más fabuloso ejemplo de simbiosis existente. La simbiosis llevada a su última conclusión. Como si, hace mucho tiempo, las formas de vida hubieran dicho: dejemos de molestar, unámonos, cooperemos. Y las plantas, y animales, y peces y bacterias se unieron y...
–Es una idea loca, por supuesto –dijo Kemper–. Pero tampoco es tan imposible. Simplemente una extralimitación, nada más. La simbiosis es una forma reconocida de vida y...
Parsons anunció a gritos que la comida estaba lista. y yo me fui a mi tienda, saqué mi caja de alimentos y me preparé mi dieta. Era un alivio el poder comer en privado, sin oír las bromas de los otros frente a lo que tenía que embuchar.
Hallé una serie de notas en la mesita que usaba como escritorio. Las miré mientras comía. Eran simples anotaciones bastante difíciles de descifrar a veces, con manchas de sangre y de las cosas que había sobre la mesa de disección. Pero estaba acostumbrado, pues así eran todas las que tenía a mano por entonces. Pude descifrarlas.
No hablaban de todo, por supuesto, pero sí había suficientes datos como para darme cuenta de lo que me habían dicho, y de otras cosas que no se mencionaron.
Por ejemplo, los parches de colores que les daban a las criaturas ese raro aspecto de tejido escocés, correspondían a los tipos distintos de carne de ave, de peces o de carnes rojas, o de otras clases distintas, fueran lo que fuesen. Parecía que cada uno de estos cuadrados fuera la persistencia de cada uno de los animales que entraron en aparente simbiosis. Si realmente se podía hablar de simbiosis.
El aparato de reproducción por huevos estaba descripto en detalle, pero no aparecían signos de reciente producción de los mismos. Lo mismo sucedía con el aparato para la lactancia.
Se habían hallado, según constaba en las notas tomadas con la escritura apretada de Oliver, cinco tipos distintos de frutas y tres de vegetales, que derivaban de las plantas que crecían en las criaturas.
Dejé a un lado las notas, y me eché hacia atrás en la silla, regodeándome un poco.
¡He aquí el cultivo diversificado y su venganza! Se podía tener carne y productos lácteos, peces, aves, huerta y jardín, todo en uno, ¡todo en el cuerpo de un único animal!
Volví a examinar las notas y hallé lo que buscaba. Los productos alimenticios parecían ser muy abundantes en relación al peso del animal. Muy poco se perdería en el aprovechamiento.
Eso sería algo muy importante para un economista. Pero no todo, por supuesto. ¿Y si las criaturas no eran comestibles?
Supongamos que no se las pudiera mover del planeta, porque al hacerlo murieran.
También recordaba cómo habían venido hacia nosotros y habían caído muertas. Eso en sí era otro verdadero dolor de cabeza.
¿Y si sólo podían comer la vegetación de este planeta?
¿Podría hacérselos crecer en otra parte? ¿Y qué tolerancia tendrían a los distintos tipos de clima? ¿Cuál era su cifra de reproducción? Si era lenta, tal como se había indicado, ¿se podría acelerar? ¿Cuál era la velocidad de crecimiento?
Me levanté, salí de la tienda y estuve parado un rato fuera.
La brisa que había estado soplando se detuvo al caer el Sol, y el lugar estaba muy silencioso. Silencioso porque las únicas que podían hacer huido eran las criaturas, y todavía no habíamos visto que emitieran un solo sonido. Las estrellas brillaban, y había tantas que iluminaban el paisaje como si hubiera luna.
Fui hasta donde el resto de los hombres estaban sentados.
–Parece ser que estaremos aquí algún tiempo –dije–. Mañana deberíamos sacar las cosas de la nave espacial.
Nadie me contestó, pero en el silencio podía sentir la satisfacción, oculta a medias, y el triunfo. ¡Por fin habíamos sacado el premio grande! Volveríamos con algo que haría que los otros equipos palidecieran. Por esta vez nos tocarían las felicitaciones y las recompensas.
Oliver rompió el silencio.
–Algunos de nuestros animales no están bien. Fui esta tarde a verlos. Un par de cobayos y varias ratas.
Me miró acusadoramente.
Me enfadé.
–No me mires. ¡Yo no estoy a cargo de ellos! Me limito a cuidarlos hasta que tú estés listo para usarlos.
Kemper entró en la conversación para buscar una discusión.
–Antes de que los alimentemos deberemos hallar otra criatura.
–Te apuesto cualquier cosa –dijo Weber.
Kemper no aceptó la apuesta.
Y hubiera sido mejor que lo hubiera hecho, porque la criatura apareció después del desayuno, y murió con un savoir faire maravilloso.
Se pusieron a trabajar en ella inmediatamente.
Parsons y yo comenzamos a descargar las vituallas. Nos afanamos mucho ese día. Desembalamos la unidad frigorífica, por la que Weber había estado protestando, para mantener fresca la carne de las criaturas. Bajamos una serie de equipos y una cantidad de cosas que no creo que nos sirvieran para nada, pero que algunos querían tener a mano. Armamos tiendas, trabajamos y cargamos todo el día.
Hacia la tarde teníamos todo acomodado bajo lonas, y estábamos completamente agotados. Kemper siguió estudiando sus bacterias, Weber pasó horas con los animales. Oliver cavó para sacar una buena cantidad de hierba y la estuvo examinando todo el día. Parsons salió a hacer sus habituales paseos, murmurando y protestando. De todos nosotros, Parsons tenía el trabajo más irritante.
Habitualmente, la ecología de hasta el más simple de los planetas es un problema complicado, y hay que hacer una serie de trabajos. Pero aquí no pasaba nada. No había competencia para la supervivencia. Ningún perro se comía al otro. Simplemente había criaturas que comían hierbas. Comencé a esbozar mi informe, sabiendo que iba a tener que ser revisado y reescrito una y otra vez.
Pero estaba ansioso por comenzar. Me sentía impaciente por ver cómo las cosas iban a concatenarme, si bien sabía desde el comienzo que algunas no concordarían. Casi nunca lo hacen. Las cosas fueron bien. Demasiado bien, tal vez. Por supuesto hubo incidentes, como cuando algunos de los animales mordieron las jaulas y desaparecieron. Weber estaba casi a su lado.
–Volverán –dijo Kemper–. Con un apetito como el que tienen, no van a aguantar mucho.
Y tenía razón. Esos animalitos eran las criaturas más hambrientas de la galaxia. Nunca tenían bastante. Y podían comer de todo. No les importaba qué cosas, sino que hubiera en suficiente cantidad.
Ese factor de su metabolismo los tornaba valiosísimos como animales de estudio.
Los otros animales andaban muy bien con los productos de las criaturas. Los carnívoros comían los trozos de carne; los vegetarianos, las frutas y los vegetales. Se mantenían perfectamente bien.
Parecían estar mucho mejor que los animales de control, que prosiguieron su dieta habitual. Incluso las ratas y los cobayos que estaban enfermos, se curaron y se pusieron tan gordos como los otros.
Kemper nos dijo:
–La carne de las criaturas es más que un alimento. Es una medicina. Ya puedo ver los anuncios: Coman [Criatura] para mantenerse bien.
Weber respondió con un gruñido. Nunca había tenido mucho espíritu para las bromas, y ahora las cosas le preocupaban.
Siendo un hombre metódico, había hallado demasiadas situaciones que violaban sus criterios aceptables de la verdad.
Sin cerebro o sistema nervioso. Con posibilidad de morir a voluntad. Indicios de una simbiosis absoluta. Y las bacterias. Creo que lo que le debe de haber parecido peor de todo deben de haber sido las bacterias.
Parecía tratarse de un solo tipo. Kemper había buscado frenéticamente, sin encontrar otros. Oliver las halló en el suelo, Parsons en el agua y en la hierba. El aire, extrañamente, parecía libre de ellas.
Pero Weber no era el único preocupado. Kemper también lo estaba. Esa noche se quedó sentado en la cama, tratando de descargarse de su angustia, contándome sus cuitas.
Y realmente, había elegido el tema más loco del mundo para preocuparse.
–Puede explicarse todo –me dijo– si uno se halla dispuesto a admitir ciertas bases. Es posible explicar la existencia de las criaturas si se está dispuesto a admitir una disposición simbiótica efectuada en escala primaria. Se puede explicar la completa simplicidad de la ecología si se considera que, dado determinado espacio y tiempo, puede pasar cualquier cosa dentro de los límites de la lógica. Es posible imaginar la forma en que las bacterias pueden tomar a su cargo las funciones del cerebro y del sistema nervioso si se llega a la conclusión de que éste es un mundo poseído por las bacterias, y no por las criaturas. Y también es factible considerar que las bacterias, todas y cada una de ellas, forman una inteligencia gigante. Si se acepta tal teoría, las muertes voluntarias se tornan comprensibles, porque realmente no hay tal cosa como la muerte, simplemente es como si alguien se cortara una uña. Y si esto es así, entonces Fullerton ha hallado la inmortalidad, si bien no es del tipo que imaginaba, y a nosotros no nos va a servir de nada. Pero lo que más me intriga –continuó, con una intensa preocupación reflejada en su cara– es la falta de todo tipo de mecanismo tendiente a la defensa. Aun presumiendo que las criaturas no son más que la fachada de un mundo de bacterias, los mecanismos de defensa deberían existir como una forma de protección. Todas las cosas vivas deberían tener una forma de defenderse o de escapar de sus enemigos. Luchan, o pelean, o se ocultan para tratar de preservar sus vidas.
Por supuesto que tenía razón. No solamente las criaturas no se defendían, sino que hasta le ahorraban a uno el trabajo de ir y matarlas.
–Tal vez estemos equivocados –dijo finalmente Kemper–. Tal vez la vida no sea tan valiosa. Tal vez no sea algo a lo que hay que aferrarse, ni por lo que hay que luchar. Tal vez las criaturas, en su forma de morir, están más cerca de la verdad que nosotros.
Y así siguió los siguientes días; dando vueltas y vueltas sobre el mismo tema y sin llegar a ninguna conclusión. Creo que la mayor parte del tiempo no me hablaba a mí, sino que decía las cosas a si mismo, para tratar de llegar a alguna respuesta.
Y largo rato después de que habíamos apagado la luz, yo también, en mi pensamiento, seguía dando vueltas alrededor de los razonamientos de Kemper, pensando por qué las criaturas venían a morir así, estando en el momento de apogeo de sus vidas. ¿Era el morir un privilegio de los mejor dotados? ¿Habría realmente alguna razón para creer que eran inmortales?
Se me plantearon una serie de interrogantes, pero no hallé las respuestas.
Continuamos con nuestro trabajo. Weber sacrificó algunos de sus animales y los revisé, pero no hallé efectos indeseables a raíz de la alimentación con carne de las criaturas. Se hallaron trazas de las bacterias en su sangre, pero no había rastros de enfermedad, reacciones o formación de anticuerpos. Kemper siguió hacia adelante con sus trabajos sobre las bacterias. Oliver realizó una serie de experiencias con la hierba. Parsons se dio por vencido.
Los animalitos escapados no volvieron, y Parsons y Fullerton salieron para tratar de hallarlos, sin éxito.
Seguí trabajando en mi informe, y los datos comenzaron a coincidir, mucho mejor de lo que jamás hubiera esperado.
Las cosas parecían empezar a integrarse. Nos sentimos muy bien. Nos parecía tener la recompensa en nuestras manos.
Pero creo que a pesar de todo nos quedaban dudas acerca de si las cosas serían tan buenas como aparentaban. ¿Podría ser que realmente no pasara nada malo?
Por supuesto, pasó. Estábamos sentados alrededor de la mesa, después de la comida de la noche, iluminándonos con la luz de la linterna cuando oímos el ruido. Luego me di cuenta de que lo habíamos venido oyendo un rato antes de que tomáramos conciencia de él.
Comenzó en una forma tan progresiva y tan lejana que se nos impuso sin alarmamos. Primero parecía como un suspirar anhelante, como si un viento suave soplara a través de las hojas de un árbol pequeño, y luego fue aumentando hasta un rumor lejano que no daba idea de amenaza alguna. Casi iba a decir algo acerca de que podrían ser truenos y comencé a pensar si no íbamos a ser testigos de un cambio de clima, cuando Kemper se puso de pie y gritó.
No sé qué fue lo que gritó. Tal vez no fuera una palabra definida, pero la forma en que lo hizo nos impulsó a correr con todas nuestras fuerzas a refugiarnos en la nave. Antes de llegar allí, en los pocos segundos que tardamos en alcanzar la escalerilla, ya se podía distinguir, sin lugar a dudas, el origen del sonido, que había cambiado y que ahora era el de cientos de pezuñas que tronaban directamente hacia el campamento.
Estaban casi sobre nosotros cuando llegamos, y no hubo tiempo ni espacio para que trepáramos. Fui el último en alcanzar la nave, y cuando vi que no había tiempo para subir, una docena de posibles planes de escape cruzaron por mi mente. Pero sabía demasiado bien que ninguno de ellos serviría. Entonces vi la cuerda que había quedado colgando en el lugar en que la dejara cuando realicé el trabajo de descargar las cosas, y salté para atraparla. No soy ningún experto en eso, pero les aseguro que trepé con rapidez. Y detrás de mí vino Weber, que tampoco era ningún experto, pero también se estaba arreglando muy bien.
Pensé en la suerte que había tenido cuando no tuve tiempo de descolgar todo el aparejo, y cómo Weber había protestado por no haberlo podido hacer. Casi me di la vuelta para gritarle, pero no tuve fuerzas.
Alcanzamos la portezuela y subimos a la nave. Detrás de nosotros vinieron una seria de animales, en plena espantada, y pasaron por encima del campamento. Parecía que hubiera millones de ellos. Una de las cosas que más miedo me daba era lo silenciosamente que corrían. No había mugidos ni otros ruidos similares; todo lo que podía oírse era el ruido de las patas al trotar. Parecía como si escaparan a raíz de una ciega furia que era demasiado intensa como para que hicieran ruido.
Se desparramaron por miles, tan lejos como la vista podía alcanzar, en las praderas iluminadas por las estrellas, pero la nave espacial, interpuesta en su camino, las dividió. Pasaron una vez, y luego volvieron a pasar, y más allá de la nave dejaron un pequeño sector sin tocar. Pensé que hubiéramos podido quedar a salvo si nos hubiéramos acurrucado en ese sector, pero esa es una de tantas cosas que no se pueden prever.
Esto duró por lo menos una hora. Cuando las criaturas se fueron, bajamos a ver los daños que había sufrido el campamento. Los animales, en sus jaulas, alineadas entre el campamento y la nave, estaban a salvo. Las tiendas estaban en pie, salvo una. La linterna seguía dando luz. Pero todo lo demás estaba destrozado. Nuestras provisiones, pisoteadas. La mayor parte del equipo se había perdido o estaba deshecho. A cada lado del campamento el suelo estaba pisoteado, y parecía un campo recién arado. Todo era un verdadero desastre. Había que pensar que estábamos vencidos.
La tienda que usábamos Kemper y yo como dormitorio estaba de pie, así que las notas que habíamos tomado estaban a salvo. Los animales también estaban bien. Pero eso era todo lo que teníamos: las notas y los animales;
–Necesito tres semanas más –pidió Weber–. Denme tres semanas para completar las pruebas.
–No tenemos tres semanas –le contesté–. Hemos perdido las provisiones.
–¿Y las raciones de emergencia de la nave?
–Eso es para el viaje de vuelta.
–Bien, podemos pasar un poco de hambre.
Nos miró a todos y a cada uno, lanzándonos el reto de hacernos pasar un poco de hambre.
–Yo mismo –dijo– puedo pasarme tres semanas sin comer nada.
–Podríamos comer carne de las criaturas –sugirió Parsons–. Podemos correr un riesgo.
Weber movió negativamente la cabeza.
–Todavía no –dijo–. Dentro de tres semanas, cuando las pruebas se hayan terminado, entonces puede ser que sepamos.
–Tal vez no necesitemos esas raciones para volver a casa. Tal vez podamos almacenar varios de estos animales y comer tranquilamente en nuestro viaje de vuelta.
Miré alrededor, pero sabía, antes de hacerlo, cuál sería la respuesta.
–Bueno –dije–, probaremos.
–Claro, a ti te parece bien –respondió Fullerton rápidamente–. Tú tienes tu maletín de raciones.
Pero Parsons lo cogió de los brazos y le sacudió tan violentamente que sus ojos bizquearon.
–¡No hablamos así de la dieta de Sutter!
Y luego le soltó.
Nos dispusimos a hacer guardias de dos en dos, puesto que la espantada había estropeado nuestro sistema de alarma, pero ninguno durmió mucho. Estábamos demasiado preocupados.
Personalmente, me preocupaba el porqué de la espantada de los animales. No había nada en el planeta que pudiera asustarlos.
No había otros seres vivos de tamaño grande. No se producían truenos ni relámpagos. En realidad, parecía que no podía existir violencia alguna en el planeta. Y, de acuerdo a lo observado, nada en las criaturas en sí podía predisponerlas a tales estallidos emocionales.
Pero, evidentemente, tenía que existir una razón y un propósito, me dije. Al igual que en el hecho de que se caían muertas delante de nosotros. Pero su propósito, ¿era inteligente o simplemente instintivo?
Eso era lo que más me preocupaba. Me tuvo despierto la noche entera.
Cuando amaneció, una de las criaturas vino hacia donde estábamos y se cayó muerta con toda alegría.
No desayunamos, y cuando llegó el mediodía nadie habló del almuerzo, así que seguimos hacia adelante.
Cuando se hizo casi de noche, subí la escalerilla para buscar algo para comer. No quedaba nada. En vez de las raciones hallé cinco de los punkins más gorditos que puedan imaginarse.
Habían agujereado las cajas de raciones, y se las habían comido.
Los envases no tenían nada dentro. Hasta se habían ingeniado para levantar la tapa de la caja de café, y se habían comido los granos.
Encontré a los cinco sentados en un rincón, pestañeando muy pagados de si mismos. No alborotaron como era su costumbre. Tal vez se daban cuenta de que habían hecho algo malo, o tal vez estaban simplemente ahítos. Por primera vez habían encontrado toda la comida que se les antojara.
Me quedé mirándolos y me di cuenta cómo habían subido a la nave. Me eché la culpa por esto. Si hubiera tomado la precaución de cerrar adecuadamente la compuerta, esto no hubiera sucedido. Pero luego recordé que la soga, colgando por la compuerta abierta, había salvado mi vida y la de Weber, así que no pude decidir si había hecho bien o mal.
Fui hacia donde estaban los punkins, y los levanté. Me puse tres en los bolsillos, y llevé los otros dos en la mano. Bajando de la nave, me dirigí al campamento. Puse los punkins sobre la mesa.
–Aquí están –dije–. Estaban en la nave. Por eso no pudimos encontrarlos. Subieron por la soga.
Weber los observó detenidamente.
–Parecen bien alimentados. ¿Nos dejaron algo?
–Ni una migaja. Se lo comieron todo.
Los punkins estaban muy contentos. Evidentemente se alegraban de volver a vernos. Después de todo, ya se habían comido las raciones, así que no parecía haber razón para que continuaran a bordo.
Parsons tomó un cuchillo y se dirigió hacia la criatura que había muerto esa mañana.
–Muchachos –dijo–, ahora veremos.
Cortó grandes trozos de carne y los puso sobre la mesa. Luego encendió el fuego. Me tuve que ir a mi tienda tan pronto como comenzó a cocinar, pues nunca había olido algo tan exquisito como esos trozos de carne.
Saqué mi maletín, me preparé una mezcla gelatinosa y comencé a comerla, sintiendo mucha pena por mí mismo. Kemper vino, después de un rato, y se sentó en su jergón.
–¿Quieres que te cuente algo? –me preguntó.
–Hazlo –le dije, resignadamente.
–Es riquísima. Tiene de todo lo que has comido en tu vida. Tres distintos tipos de carne, un trozo de pescado y algo que se parecía a la langosta, sólo que más rica. Y en ese arbusto que les crece en la mitad de la espalda hay una fruta...
–Y mañana te caerás muerto.
–No lo creo –contestó Kemper–. Los animales han vivido muy bien con esta comida. No es en absoluto dañina.
Todo continuó indicando que Kemper tenía razón. Entre los animales y los hombres se comían una criatura por día. A ellas no parecía importarles. Eran de lo más complacientes. Todas las mañanas se acercaba una, que caía muerta para nosotros.
La forma en que comenzaron a comer los animales y los hombres fue positivamente indecente. Parsons cocinaba distintas formas de carnes, de aves, de peces, de vacuno y de todo lo que se les ocurra. Preparaba enormes fuentes de vegetales.
Llenaba otra con frutas. Preparaba comidas con panales de miel, y todos lamían el plato. Se sentaban alrededor de la mesa, desabrochaban sus cinturones para dejar lugar a los abultados estómagos, que palmeaban con una fruición que me desesperaba.
Pensaba que de un momento a otro iban a presentar desagradables erupciones, que se iban a poner verdes con manchas azules o algo por el estilo. Pero no pasó nada. Engordaban, tal como lo hacían los animales. Se sentían mejor que nunca.
Pero una mañana Fullerton amaneció enfermo. No podía levantarse de la cama y ardía de fiebre. Parecía que hubiera sido atacado por el virus de Centauro, pero habíamos sido vacunados contra él. De hecho, habíamos sido vacunados e inmunizados contra casi todo. Cada vez que íbamos a partir para una expedición nos llenaban de inyecciones.
Al principio no me preocupé demasiado, pues me pareció que lo más lógico era que estuviera sufriendo las consecuencias de la sobrealimentación.
Oliver, que sabía algo de medicina, pero no demasiado, sacó el botiquín de la nave a relucir, y le dio a Fullerton una buena dosis de antibiótico que se aseguraba obraba maravillas prácticamente siempre.
Seguimos haciendo nuestro trabajo, pensando que se pondría bien en uno o dos días, pero no fue así.
En realidad, más bien se puso peor.
Oliver revisó los medicamentos existentes, leyendo cuidadosamente los prospectos, pero no pudo hallar nada que sirviera para el caso. Luego leyó de cabo a rabo el manual de primeros auxilios. Solamente traía indicaciones para curar piernas rotas o hacer la respiración artificial, y otras cosas simples por el estilo.
Kemper había estado ocupado con mucho trabajo, así que le pidió a Oliver que tomara una muestra de sangre del enfermo.
Cuando la observó por el microscopio, halló que hervía de bacterias, tales como las que habían hallado en las criaturas. Oliver tomó unas muestras más de sangre, y Kemper hizo varias preparaciones con ellas, y no había dudas sobre el caso.
Para ese momento, nos hallábamos reunidos alrededor de la mesa, observando a Kemper y esperando el veredicto. Creo que todos pensábamos lo mismo.
Fue Oliver el primero que se decidió a decirlo en voz alta:
–¿Quién quiere ser el próximo? –preguntó.
Parsons se adelantó, y Oliver le tomó la muestra. Esperamos ansiosamente.
–También están en tu sangre –le dijo Kemper a Parsons–. No en tan gran cantidad como en la de Fullerton.
Uno tras otro se fueron adelantando. Todos teníamos bacterias en la sangre, pero en mi caso la cantidad era mucho menor.
–Son las criaturas –dijo Parsons–. Bob no ha comido su carne.
–Pero si las altas temperaturas de la cocción matan... –comenzó a decir Oliver.
–Eso no se puede asegurar. Estas bacterias pueden ser muy adaptables. Tal vez hagan el trabajo de miles de otros microorganismos. Son una especie de comodín, de sirve-para-todo. Pueden adaptarse, enfrentarse a situaciones completamente nuevas. No han debilitado sus defensas debido a la especialización.
–Además –dijo Parsons–, no cocinamos todo. No cocemos las frutas, por ejemplo. Y la mayoría de vosotros arma una batahola si la carne no está medio cruda.
–Lo que no puedo comprender es por qué atacó a Fullerton –dijo Weber–. ¿Por qué tiene mayor producción que cualquiera de nosotros? Comenzó a comer los animales al mismo tiempo que todos.
Recordé aquella ocasión, cerca del arroyo.
–Comenzó antes –les expliqué–. No tenía más mondadientes, así que comenzó a masticar los tallos de hierba. Lo vi hacerlo.
Sé que la cosa no era nada agradable. De todas formas, debían de pensar que en una o dos semanas tendrían un grado de infección similar al de Fullerton. Pero no veía cómo podía no decírselo. Hubiera sido criminal no haberlo hecho. No había forma de reflexionar demasiado en un momento así.
–No podemos dejar de comer criaturas –contestó Kemper–. Es toda la comida que tenemos. No hay nada que podamos hacer.
–Si volviéramos a casa ahora mismo –dije–. Tenemos mi maletín de raciones especiales.
No me dejaron terminar de ofrecerles lo mío. Me golpearon en la espalda, luego se golpearon entre ellos y se rieron como locos.
No es que fuera gracioso. Simplemente necesitaban reírse de algo.
–No nos serviría de nada –dijo Kemper–. Algo te robamos ya. Además, tu maletín no alcanzará hasta que lleguemos a casa.
–Podríamos probar –dije.
–Tal vez sea un trastorno transitorio –comentó Parsons–. Un poco de fiebre y nada más. Tal vez esté alterado por el cambio de dieta.
Esperamos que así fuera.
Pero Fullerton no mejoró.
Weber tomó muestras de sangre de los animales, y tenían una cantidad de bacterias tan alta como Fullerton. Mucho más alta que en el recuento anterior.
Weber se echó la culpa a sí mismo.
–Debería haber tomado muestras más a menudo. Tal vez día por medio.
–¿Y de qué hubiera servido? –preguntó Parsons–. Aunque así lo hubieras hecho, igual hubiéramos comido carne de las criaturas. No teníamos otra posibilidad.
–Tal vez no sean las bacterias –dijo Oliver–. Podría ser que nos estuviéramos apresurando a sacar conclusiones. Tal vez Fullerton tenga otra enfermedad.
Weber se animó un poco.
–¡Exacto! Los animales están muy bien de salud.
Realmente, estaban contentos y animados, en el mejor de los mundos.
Esperamos. Fullerton no empeoró ni mejoró. Y luego, una noche, desapareció.
Oliver, que lo estaba cuidando, se adormeció durante un rato. Parsons, que estaba de guardia, no oyó nada.
Lo buscamos durante tres días. No podía haber ido demasiado lejos, pensamos. Seguramente había ido de un lado a otro, debido al delirio, y era muy posible que sus fuerzas no le hubieran permitido cubrir una distancia grande. Pero no lo encontramos.
Sin embargo, encontramos una cosa muy rara. Era una especie de esfera, de una rara substancia, de color blanco y apariencia fresca. Su diámetro era de un metro y cuarto, aproximadamente. La hallamos en el fondo de una hendidura, fuera de la vista, como si alguien la hubiera puesto allí para esconderla.
La observamos cuidadosamente, tocándola y desplazándola de aquí para allá, mientras nos preguntábamos qué sería, pero la verdad es que estábamos buscando a Fullerton, y no nos preocupamos demasiado de investigar. Luego, pensamos todos, tendríamos tiempo para tratar de determinar su naturaleza.
Entonces los animales comenzaron a tener fiebre, uno tras otro, salvo los controles, que habían comido alimentos habituales hasta la noche de la espantada, que destruyó nuestras raciones.
Después de eso, por supuesto, todos comieron las criaturas. Pasados dos días, la mayoría de los animales había enfermado. Weber se puso a examinarlos, casi sin tomarse tiempo para descansar. De más está decir que ayudamos en todo lo que pudimos.
Las preparaciones hechas con la sangre revelaron la presencia de una gran cantidad de bacterias. Weber comenzó una disección, pero no la terminó.
Una vez que hubo abierto al animal, dio una mirada rápida y lo tiró a la lata de desperdicios. Lo vi, pero no creo que los otros también lo hubieran visto. ¡Estábamos tan ocupados!
Le pregunté por eso más tarde, cuando nos encontramos solos durante un momento. Bruscamente, cortó la conversación.
Esa noche me acosté temprano porque tenía el segundo turno de guardia. Me pareció que sólo había cerrado los ojos cuando escuché un alboroto que me puso la carne de gallina.
Salté de la cama y tanteé buscando los zapatos. Para entonces, Kemper había salido fuera de la tienda.
Los animales estaban en medio de un loco frenesí, tratando de liberarse, mordiendo las barras de las jaulas y lanzándose unos contra otros en una especie de ciego furor. Todo esto en medio de chillidos y gruñidos. El escucharlos daba miedo. Weber se lanzó entre ellos, con una jeringa en la mano.
Después de un rato que nos pareció larguísimo, quedaron muy tranquilos. Algunos se escaparon, pero el resto dormía pacíficamente.
Tomé una de las armas y me mantuve vigilando mientras el resto de los hombres volvió a la cama.
Me quedé cerca de las jaulas, paseándome de un lado a otro porque estaba demasiado tenso como para poder estar sentado.
Me parecía que entre la fuga de Fullerton y el frenesí de los animales para escapar había mucho en común.
Traté de pasar revista mentalmente a lo que había visto en ese planeta, y me di cuenta que me empantanaba en cuanto quería que las cosas tuvieran una hilación lógica. La línea de pensamiento siempre me llevaba a lo que había dicho Kemper acerca de la falta de mecanismos de defensa en las criaturas.
Tal vez, me dije, realmente tenían un mecanismo de defensa, después de todo. El más sutil, impalpable, extraño de aquellos que el hombre pudiera haber hallado jamás.
Tan pronto como el campamento se puso en actividad, me dirigí hacia mi tienda para echarme un rato, tal vez, para echar un sueñecito.
Agotado, dormí varias horas. Kemper me despertó. Era por la tarde, y los últimos rayos del Sol se veían a través de la abertura de la tienda. La cara de Kemper estaba contraída.
Parecía que hubiera envejecido desde la última vez que lo vi, hacia menos de doce horas.
–Se están enquistando –dijo, desesperado–. Se están convirtiendo en larvas, en crisálidas, en...
Me senté, rápidamente.
–¡Lo que encontramos ayer!
Asintió.
–¿Fullerton?
–Iremos allí. Los cinco. Dejaremos el campamento y los animales solos.
Tuvimos dificultades para encontrarlo, puesto que el terreno era tan plano y monótono que no se encontraban marcas.
Pero finalmente lo localizamos, mientras el crepúsculo comenzaba a acentuarse.
La esfera se había dividido en dos, no en forma regular, sino siguiendo una línea dentada. Parecía un huevo incubado, del que fuera a salir un pollito.
Las mitades estaban allí, en la obscuridad creciente, en el silencio que reinaba bajo las relucientes estrellas. Un último adiós y un nuevo comienzo, un terrible hecho extraño.
Traté de decir algo, pero me hallaba tan atontado que no estaba completamente seguro de lo que debía de decir. De todas formas, las palabras murieron en mi boca y en la torpeza de mi lengua, antes de que pudiera pronunciarlas.
Porque no eran solamente las dos mitades del extraño huevo, sino las marcas de la depresión, la impresión de lo que había estado allí, borradas y distorsionadas por lo que luego le había pasado. Volvimos al campamento.
Alguien, creo que fue Oliver, encendió la linterna. Estábamos anonadados, no nos sentíamos capaces de mirarnos. Sabíamos que no era momento de discusiones, que no había forma de especular o negar lo que habíamos visto a la luz mortecina del crepúsculo.
–Bob es el único que tiene alguna oportunidad de salvarse –dijo Kemper, en la forma más concisa que le fue posible–. Creo que debe de irse ya. Alguien debe de volver a Caph. Alguien debe de poder contarles lo que pasó.
–Tenías razón –le dije con una voz que era poco más que un susurró–. ¿Recuerdas cómo te preocupaba el hecho de que no tuvieran mecanismos de defensa?
–Por supuesto que los tienen –acordó Weber–. El mejor de todos. No hay forma de vencerlos. No te combaten. Te absorben. Te convierten en uno de ellos. No me extraña que en este planeta sólo existan estas criaturas. No me extraña que la ecología sea tan simple. Son capaces de determinar exactamente cómo es uno desde el instante en que pone el pie en este planeta. Si se toma un sorbo de agua, si se masca un trozo de hierba, si se come un trozo de carne, uno queda en su poder.
Oliver salió de la obscuridad y caminó cruzando el círculo de luz de la linterna. Se paró frente a mí.
–Aquí tienes tu maletín y las notas –me dijo.
–¡Pero no puedo abandonaros!
–¡Olvídate de nosotros! –protestó Parsons–. No somos seres humanos... En unos pocos días...
Cogió la linterna y fue hacia las jaulas, manteniendo la luz alta para que pudiéramos ver.
–Miren –dijo.
No había animales. Solamente vi las larvas, las pequeñas criaturas y las larvas que se partían por la mitad.
Vi que Kemper me miraba, y, por encima de todas las cosas, vi la compasión reflejada en su rostro.
–No quieras quedarte –me dijo–. Si lo haces, dentro de uno o dos días va a venir una de las criaturas, va a caer muerta frente a ti, y te vas a volver loco en el viaje de vuelta, tratando de saber si era uno de nosotros.
Se fue. Todos se fueron, y súbitamente me di cuenta de que estaba solo.
Weber había encontrado un hacha en alguna parte, y ahora estaba recorriendo la hilera de jaulas, rompiéndolas para dejar salir a las pequeñas criaturas.
Fui lentamente hasta la nave y me detuve al pie de la escalerilla, manteniendo el maletín y las notas fuertemente apretados contra mi pecho.
Me di la vuelta, los miré uno a uno y entonces me pareció que no iba a ser capaz de dejarlos.
Pensé en lo que habíamos vivido juntos, y cuando traté de recordar algo especifico, en lo único que pude pensar fue en las veces y veces que me gastaban bromas por mi maletín de la dieta.
Y recordé las ocasiones en que tenía que irme y comer solo, para no sentir el olor de lo que estaban comiendo. No olvidé ninguno de los diez años en que había estado comiendo esa porquería de papilla, y que nunca podría comer como un ser humano, porque tenía el estómago ulcerado.
Tal vez ellos fueran los afortunados, me dije. Si un ser humano se transformaba en una criatura, probablemente tendría un estómago sano, y jamás deberían de preocuparse por cuánto o qué comía. Las criaturas nunca comían otra cosa que hierba, pero tal vez esa hierba les sabía tan magníficamente como a nosotros un trozo de carne o un pastel de calabaza.
Me quedé un rato inmóvil, pensando. Luego tomé el maletín de mi dieta y lo tiré tan lejos como pude. Arrojé las notas al suelo.
Volví al campamento y al primero que vi fue a Parsons.
–¿Qué has hecho para cenar? –le pregunté.
James H. Schmitz
Normalmente, tendemos a pensar en los seres vivos como individuos o, si acaso, como especies. Los seres humanos son seres humanos, los gatos son gatos, las ardillas son ardillas, etcétera. Son objetos de la larga lista de seres vivos: objetos individualizados. Por tanto, si algo malo les sucede a las ardillas, es problema exclusivamente de ellas.
En absoluto. Si «ningún hombre es una isla», lo mismo sucede con las especies. No existe especie animal o vegetal que viva aislada; cada una depende de un modo u otro de otras, que a su vez dependen de otras más, y así hasta el punto en que todas las especies de la Tierra están vinculadas mediante un complejo sistema. Más aún, todas las especies dependen también de distintos aspectos del medio ambiente inanimado, y afectan asimismo a éste.
En la isla Mauricio existe un árbol condenado a la extinción ya que en los últimos tres siglos no ha arraigado ningún brote nuevo. Las semillas de este árbol sólo podían brotar después de haber sido reblandecidas por el paso, a través del tracto digestivo, de una especie local de pájaro, y este animal hace tres siglos que se extinguió. En los mares tropicales, los corales forman unos arrecifes que son el hogar de incontables especies de criaturas marinas. Hay plantas que no precisan alimento vivo pero que dependen totalmente de los insectos (y, en ocasiones, hasta de una especie de insecto en particular) para conseguir la polinización. De no ser por los insectos, se extinguirían como el árbol de la isla Mauricio y su pájaro.
El ganado come hierba, pero moriría de hambre sin los microorganismos de su tracto digestivo, pues son esos microorganismos, y no el animal, quienes digieren la hierba. Las termitas comen madera (eso es algo que cualquier persona sabe sobre las termitas), pero no pueden digerirla, también ellas dependen de unos microorganismos encargados de tal función.
Este tipo de interdependencia es un equilibrio ecológico, y la ecología es el estudio de las relaciones entre las especies en conjunto.
Estos estudios nos son desesperadamente necesarios, pues nunca en la historia de la Tierra ha habido una especie única de animales de gran tamaño que haya registrado tal aumento demográfico, que se haya extendido tanto por el planeta, que haya cambiado tan drásticamente el medio ambiente, que haya favorecido el desarrollo de determinadas especies mientras arrasaba o simplemente reducía las especies que no deseaba o que, sencillamente, le resultaban indiferentes, como ha sucedido con los seres humanos en los últimos tiempos.
Todavía carecemos de los datos suficientes para poder calcular el daño que estamos haciendo a la Tierra en general, y a nosotros mismos en particular (pues también nosotros dependemos del buen funcionamiento del equilibrio ecológico). Si, finalmente, resulta que el equilibrio ha sido suficientemente trastocado como para producir grandes cambios no deseados en el planeta, puede que cuando nos demos cuenta de ello ya sea demasiado tarde para corregir el problema.
La ecología es una ciencia de gran importancia, asimismo, para el escritor de ciencia ficción. Casi siempre, al describir algún mundo distante, se mencionan diversas formas de vida sin hacer el menor esfuerzo por vincularlas entre sí siguiendo un sistema razonable. En pocas palabras, a menudo se trata la vida extraterrestre, pero casi nunca se menciona la ecología extraterrestre. Resulta un hecho comprensible, ya que la ecología no es una rama de la biología demasiado desarrollada y se trata de un tema muy complejo que no resulta fácil comprender con claridad. No obstante, Abuelito, una de las historias de mayor éxito de James Schmitz, nos ofrece un atisbo interesante de la ecología de otro mundo.
James H. Schmitz (1911-1981) es conocido entre los lectores de ciencia ficción en lengua inglesa por ser el creador de Telzey Amberdon, una adolescente con poderes telepáticos que fue protagonista de sus novelas The universe against her (1964), y The lion game (1973). La de Telzey fue una de las primeras series de ciencia ficción con protagonista femenina, y todavía sigue siendo muy leída. Schmitz destacó por su estilo ágil, producto de una mente imaginativa, empleado en complejas historias sobre intrigas políticas en otros planetas, y en descripciones ingeniosas de la vida en otros mundos y de extraterrestres exóticos. Entre otras obras suyas de interés se cuentan: The whitches of Karres (1966), The demon breed (1968), y A pride of monsters (1970).
Isaac Asimov
Un ser de alas verdes, velludo, del tamaño de una gallina, revoloteaba en la falda de la colina hasta llegar a un punto situado directamente por encima de la cabeza de Cord, a algo así como seis metros de altura. Cord, un ser humano de quince años de edad, se apoyaba en su vehículo, detenido en el ecuador de un mundo que albergaba a seres terrestres desde hacía solamente cuatro años, medidos en tiempo de la Tierra, y contempló especulativamente a la criatura. Esta se denominaba, en la libre y simple terminología del Equipo de Colonias Sutang, una chinche de pantano. Oculto en la vellosa parte de atrás de la cabeza de la tal chinche se hallaba otro animalejo, semiparasitario del anterior, conocido como el parásito de la chinche.
Este parecía pertenecer a una nueva especie, de acuerdo a Cord. Su parásito también podía ser o no desconocido. Cord era, naturalmente, un investigador. Su primer vistazo al extraño par de criaturas había despertado en el una enorme curiosidad. ¿Cómo funcionaría ese fenómeno? ¿Qué cantidad de cosas fascinantes podrían lograrse una vez que se supiera más?
Normalmente tales investigaciones solían estar limitadas por las circunstancias. El Equipo de las Colonias era un grupo de gente práctica y de gran capacidad de trabajo; dos mil personas a quienes se les había encomendado la tarea de transformar y domar este planeta, en un lapso de veinte años, a fin de que cien mil colonos pudieran establecerse con una comodidad y seguridad razonables. Aun los más jóvenes del equipo, como Cord, debían limitar su curiosidad a las pautas de investigación dictadas por la central. Ya había sucedido previamente que las inclinaciones de Cord a realizar investigaciones por su cuenta le habían acarreado la censura de los superiores inmediatos.
Miró, casi por casualidad, en dirección a la Estación de Colonias de la bahía Yoger. No pudo distinguir signos de actividad humana en el voluminoso campamento de la colina, tan similar a una fortaleza. Su parte central estaba cerrada. En quince minutos se abriría para dejar salir a la Regente Planetaria, que hoy estaba inspeccionando la Estación y sus principales actividades.
Cord decidió que quince minutos era tiempo suficiente como para tratar de descubrir algo sobre la chinche.
Pero antes tendría que capturarla.
Extrajo una de las dos armas guardadas a su lado. Esta le pertenecía: era a proyectiles, de Vanadia. Cord la ajustó para que disparara proyectiles anestésicos para piezas menores y apuntando certeramente al animal, le atravesó la cabeza y lo hizo caer.
Cuando la criatura cayó, su parásito lo abandonó. Era un pequeño y demoníaco ser de color escarlata, que se precipitó sobre Cord en tres largos saltos, listo para clavarle unos colmillos de casi tres centímetros de largo, que destilaban veneno. Casi sin aliento, Cord volvió a disparar el arma, y detuvo al animal en plena carrera. ¡Ciertamente que era una nueva especie! La mayoría de los parásitos eran vegetarianos, inofensivos, y se limitaban a alimentarse de jugos vegetales.
–¡Cord! –llamó una voz femenina.
Cord renegó por lo bajo. No había sentido el ruido que la compuerta central había hecho al abrirse. Seguramente quien hablaba había dado la vuelta por el otro lado de la estación.
–Hola, Grayan –gritó inocentemente sin mirar alrededor–. ¡Mira lo que tengo! ¡Especies nuevas!
Grayan Mahoney, una muchacha esbelta, de cabellos obscuros, dos años mayor que él, se le acercó rápidamente. Era una estudiante de la colonia de la estrella Sutang, y el encargado de la estación, Nirmond, solía decir a Cord que debía tomar ejemplo de ella. A pesar de esto, ella y Cord eran buenos amigos, pero la muchacha no perdía la ocasión de hacerse la mandona.
–¡Cord, pedazo de tonto! –gritó Grayan–. ¡Deja de coleccionar especimenes! Si la Regente viene ahora te verás en aprietos; Nirmond se está quejando de ti.
–¿Quejándose por qué? –le preguntó Cord, sorprendido.
–Punto número uno –le contestó Grayan–: dice que no cumples con las tareas que se te asignan. Dos, que te escapas para hacer expediciones solo, por lo menos una vez por mes, y que hay que rescatarte.
–¡Nadie –contestó enojado el muchacho –ha debido rescatarme todavía!
–Dime, ¿qué va a hacer Nirmond para saber que estás bien y vives si desapareces durante una semana? –le replicó Grayan–. Tres –continuó, contando los puntos con sus delgados dedos–, se queja de que has formado jardines zoológicos privados, con animales inidentificados y posiblemente venenosos, en los bosques que están detrás de la estación. Y cuatro; bueno: Nirmond dice que no quiere seguir siendo responsable por ti –levantó los cuatro dedos en un ademán harto significativo.
–¡Diablos! –barbotó Cord, verdaderamente afectado.
Resumido así, el concepto que tenían de él parecía ser bastante malo.
–¡Ya lo creo que diablos! ¡Yo te avisé! ¡Ahora Nirmond quiere que la Regente te envíe nuevamente a Vanadia, y te diré que hay una nave espacial que llegará a Nueva Venus dentro de cuarenta y ocho horas! –Nueva Venus era el asentamiento base del Equipo de Colonias, situado en el lado opuesto de Sutang.
–¿Qué debo hacer?
–Antes de nada, trata de portarte como si tuvieras sentido de la responsabilidad –dijo Grayan sonriendo–. Yo también hablé con la Regente. ¡Nirmond no te ha expulsado todavía! Pero si hoy llegaras a hacer algo que perjudicara nuestra expedición a las granjas de la bahía, te echarán del equipo sin remedio.
Se dio la vuelta para irse.
–Vuelve a poner el vehículo en su sitio. Nirmond nos llevará hasta la bahía, y luego iremos por agua. No digas que te he avisado.
Cord quedó asombrado. ¡Nunca hubiera imaginado que habían llegado a pensar tan mal de él! Para Grayan, cuya familia había servido en los Equipos Coloniales durante las cuatro últimas generaciones, nada había tan humillante como ser devuelto ignominiosamente a su lugar de origen. Para su sorpresa, Cord descubrió ahora que se sentía exactamente igual.
Dejando sus recientemente capturados especimenes para que revivieran y escaparan, se apresuró a devolver el vehículo a su sitio en la estación.
Cerca del sitio donde Nirmond dejó su transporte, una ensenada pantanosa, se hallaban sujetas tres balsas. Parecían extraños sombreros, flotando, de color verdoso y aspecto correoso. O extrañas plantas, de más de ocho metros, del centro de las cuales brotaba algo así como la parte de arriba de un ananá, enorme y de color gris verdoso. Animales-plantas de algún tipo. Sutang había sido descubierto poco tiempo atrás, razón por la cual era demasiado pronto para que existiera algo remotamente similar a una clasificación de plantas o animales. Las balsas eran una rareza local, que había sido investigada y considerada finalmente como inofensiva y moderadamente útil. Su utilidad descansaba en el hecho de que se empleaban como una forma algo lenta de transporte por las aguas poco profundas y pantanosas de la bahía Yoger. Hasta el momento, el equipo sólo se interesaba en ellas por esta razón.
La Regente se levantó del asiento posterior del vehículo, donde se hallaba sentada al lado de Cord. La partida estaba formada solamente por cuatro personas; Grayan iba sentada delante, con Nirmond.
–¿Son éstos nuestros vehículos? –la Regente parecía divertida.
Nirmond sonrió, tristemente.
–No los subestimes, Dana. Con el tiempo podrían ser factores de gran importancia económica en la región. Pero, a decir verdad, estas tres son más pequeñas que las que acostumbro a usar –Nirmond buscaba entre las malezas de la ensenada–habitualmente aquí suele haber un verdadero monstruo...
Grayan se volvió hacia Cord.
–Tal vez Cord sepa dónde se esconde Abuelito.
No había mala intención en esto, pero Cord había deseado que no le preguntaran por Abuelito. Entonces todos le miraron.
–¡Oh! ¿Quieren ver a Abuelito? –dijo, algo turbado–. Verán, lo dejé..., quiero decir, lo vi hace unas dos semanas a algo así como dos kilómetros al sur de este sitio.
Grayan suspiró. Nirmond gruñó y le dijo a la Regente:
–Las balsas tienden a quedarse donde se las deja, siempre que en el lugar haya barro y aguas poco profundas. Se alimentan directamente del fondo de la bahía gracias a un sistema de finísimas raicillas. Bien, Grayan, ¿querrías llevarnos hasta allí?
Cord se echó hacia atrás, con tristeza, cuando el transporte se puso en marcha. Nirmond sospechaba que él había usado a Abuelito para uno de sus viajes sin autorización, y tenía razón.
–He oído decir que eres un experto en el manejo de esas balsas –dijo Dana, sentada detrás de él–. Grayan me dijo que no podríamos hallar un mejor timonel, o piloto, o como sea que lo quieras llamar, para nuestro viaje de hoy.
–Bien, puedo manejarlas –dijo Cord, transpirando–. No dan trabajo ninguno.
No pensaba que hubiera hecho una buena impresión en la Regente hasta el momento. Dana era una mujer joven y buena moza, con una alegre forma de hablar y de reír, pero era el miembro principal de Equipo de Colonias Sutang. Parecía muy capaz de fletar a cualquiera cuyo comportamiento no fuera el adecuado.
–Nuestras bestias tienen una ventaja sobre otros medios de transporte –dijo Nirmond, desde el asiento delantero–. No hay que angustiarse pensando que pueda subir a ellas uno de estos animales mordedores –y aquí se extendió en una explicación acerca de los punzantes tentáculos que las balsas desplegaban a su alrededor, por debajo del agua, a fin de asustar a los que se acercaran tratando de regodearse con sus partes blandas. Los animales agresivos de la bahía, tal como los mordedores, no captaban aún la necesidad de no atacar a los seres humanos, armados como iban, pero se cuidaban muy bien de acercarse a una de estas balsas.
Cord se sintió feliz de que se le ignorara por el momento. La Regente, Nirmond y Grayan provenían de la Tierra. Los terrestres lo hacían sentir incómodo, especialmente en grupo. Vanadia, su hogar, recientemente había dejado de ser una Colonia de la Tierra, lo que tal vez explicaba la diferencia. Los terrestres que había encontrado hasta el momento parecían dedicados a lo que Grayan Mahoney llamaba El Panorama General, mientras que Nirmond habitualmente lo denominaba Nuestro Propósito Aquí. Actuaban en estricto acuerdo con los reglamentos, a veces, según Cord, en forma completamente insana. Porque de cuando en cuando los reglamentos no cubrían del todo una situación nueva, y entonces alguien corría el peligro de resultar muerto. En tal caso, los reglamentos se modificarían rápidamente, pero la gente de la Tierra no parecía preocuparse demasiado por tales sucesos.
Grayan había tratado de explicarle la situación a Cord:
–Realmente no sabemos antes qué es lo que sucederá en un nuevo mundo. Y una vez que llegamos allí, en el poco tiempo de que disponemos, no nos es posible estudiarlo pulgada a pulgada. Se trata de hacer el trabajo, e indudablemente, se corren riesgos. Pero si te atienes a los reglamentos tienes las mejores probabilidades de sobrevivir, gracias al cálculo de quienes te han precedido.
Cord siempre había sentido que prefería utilizar su buen sentido común y no permitir que los reglamentos o el trabajo que debía cumplir lo llevaran a una situación que no pudiera desentrañar por si mismo.
El transporte dio una vuelta y se detuvo. Grayan se alzó, siempre ocupando el asiento delantero, y señaló, diciendo:
–¡Allí está Abuelito!
Dana también se levantó, y dio un silbido de admiración al ver que el raro animal media unos veintitrés metros de diámetro. Cord miró alrededor, sorprendido. Estaba casi seguro de que, hacía dos semanas, había dejado a la balsa a cierta distancia. Tal como decía Nirmond, habitualmente no se movían solas.
Asombrado, siguió al resto de la partida hasta el agua, por un estrecho sendero circundado por hierbas de tamaño gigantesco, similar al de los árboles. Se podía ver, parcialmente, la plataforma flotante de Abuelito, el borde de la cual tocaba casi la costa. Luego el sendero se ensanchó, y entonces pudo captar la visión total de la balsa, al sol, en las aguas poco profundas; y se detuvo, sobresaltado.
Nirmond casi salta sobre la plataforma, precediendo a Dana.
–¡Un momento! –gritó Cord. Su voz resonaba con alarma. ¡Deténganse!
Se habían inmovilizado en el sitio en que se hallaban; miraron alrededor. Luego se dirigieron a Cord, que se acercaba. Indudablemente, estaban bien entrenados.
–¿Qué sucede, Cord? –la voz de Nirmond era tranquila, pero inquisitiva.
–¡No suban a esa balsa, está... cambiada! –la voz de Cord sonaba insegura, hasta para si mismo–. Tal vez no sea ni siquiera Abuelito...
Comprendió que se había equivocado en esto último aun antes de terminar la frase. Alrededor del borde de la balsa pudo ver las señales descoloridas dejadas por las pistolas de calor, una de las cuales había sido la suya. Era la forma de hacer que estos animales, torpes y perezosos, se movilizaran. Cord señaló una proyección cónica central, diciendo:
–¡Miren! ¡Está brotando! –la cabeza de Abuelito, en armonía con el resto del cuerpo, tenía casi cuatro metros de alto, e igual ancho; su piel era gruesa y brillante, como la de un saurio, para mantener lejos a los parásitos; pero hasta hacía dos semanas había mantenido su aspecto de una prominencia informe, similar a la de las otras balsas. Ahora de todas las superficies del cono partían unos raros brotes largos, similares a alambres verdes. Algunos se hallaban retorcidos en apretados resortes, otros colgaban laciamente sobre la plataforma. La parte superior del cono estaba sembrada de rojos nódulos, como si fueran pecas, que no existían antes. Abuelito parecía estar enfermo.
–Bien –dijo Nirmond–, parece que así es. Está brotando.
Grayan emitió un sonido ahogado. Nirmond miró a Cord, asombrado.
–¿Es esto lo que te preocupa, Cord?
–¡Claro, claro! –comenzó a decir Cord, nerviosamente. No había captado la ironía de la frase; se sentía ansioso y temblaba–. Nunca he visto a ninguno así...
Entonces se interrumpió. Por la expresión de sus caras pudo ver que no lo habían entendido, o bien que, aunque así fuera, no iban a dejar que tales problemas se interfirieran con sus planes. Las balsas estaban clasificadas como inofensivas, de acuerdo a los reglamentos. Hasta que no se probara lo contrario, se las seguiría considerando así. Aparentemente no se discutían los reglamentos, aunque uno fuera la Regente General. No había tiempo que perder.
Cord pensó nuevamente.
–Miren... –comenzó a decirles.
Lo que quería explicarles era que Abuelito, con un factor agregado, ya no era el Abuelito que conocían. Era, en realidad, una forma enorme e impredecible de vida, que debía ser investigada con todo cuidado hasta que se estuviera seguro de lo que quería significar el factor agregado.
Pero no hubo caso. Todos sabían lo que pensaba. Se quedó mirándolos sin saber qué hacer ni qué decir. Dana se volvió a Nirmond.
–Tal vez será mejor que veas lo que pasa –no agregó para tranquilizar al muchacho, pero sabían que era lo que pensaba.
Cord se dio cuenta de que se había ruborizado. Pensaban que tenía miedo, lo cual era verdad; y lo estaban compadeciendo, a lo cual no tenían derecho. Pero no había nada que él pudiera hacer, salvo ver a Nirmond cruzar la plataforma. Abuelito tembló ligeramente, pero las balsas siempre hacían eso cuando alguien subía a ellas. El encargado de la estación se paró frente a uno de los brotes, lo tocó y luego lo golpeó ligeramente. Alzando la mano, probó la consistencia de uno de los filamentos.
–¡Muy extraños! –dijo, dirigiéndose hacia los otros. Miró nuevamente hacia donde estaba Cord–. Bien, todo parece ser inofensivo, Cord. ¿Subimos a bordo?
Era como un sueño en que uno grita y grita sin que nadie pueda oírlo. Cord subió a la plataforma, detrás de Dana y de Grayan, sintiendo las piernas rígidas. Sabía que si hubiera vacilado un solo instante, habría oído que alguien decía, en una voz suave:
–No tienes que venir si no quieres, Cord.
Grayan había sacado la pistola de calor de la funda, y se disponía a hacer que Abuelito se moviera, dirigiéndose hacia los canales de la bahía Yoger.
Cord extrajo su propia pistola y, con brusquedad, dijo:
–¡Eso me corresponde hacerlo a mí!
–Muy bien, Cord –le dirigió una breve mirada impersonal, como si lo hubiera visto por primera vez ese día, y se hizo a un lado.
¡Eran tan condenadamente corteses! Cord pensó que más valía que se hiciera a la idea de que lo devolvían a Vanadia lo antes posible.
Durante un rato, Cord pensó que ojalá pasara algo terrible, catastrófico, que les sirviera de lección. Pero no sucedió nada. Como siempre, Abuelito se estremeció débilmente cuando sintió que el calor mordía uno de sus bordes, y luego decidió apartarse. Lo que era habitual. Debajo del agua, donde no se podían ver, estaban las partes funcionales de la balsa: cortas estructuras en forma de hoja, destinadas a actuar como paletas y movilizar el todo, junto con los órganos en forma de red que mantenían alejados a los animales que pudieran atacarla. También se hallaba allí situada la gran cantidad de raicillas que permitían su nutrición, que extraía del fondo barroso de la bahía, y con las cuales se mantenía sujeto.
Las paletas comenzaron a batir el agua, la plataforma se estremeció, las raicillas se soltaron y Abuelito comenzó a moverse majestuosamente.
Cord cerró la llave del calor, volvió a ponerse la pistola en la cartuchera y se puso de pie. Una vez en marcha, las balsas tendían a mantenerse en el mismo paso lento, durante un largo rato. Para pararlas se les disparaba un rayo calorífico en la parte delantera, y para que cambiaran de dirección se hacia lo mismo en la parte opuesta de la plataforma a la que uno deseara dirigirse.
Era muy simple. Cord no miraba a los otros. Todavía se sentía afectado por lo sucedido. Veía pasar la vegetación de las orillas que, cuando clareaba, le permitía distinguir la expansión neblinosa, tachonada de amarillos, azules y verdes de la bahía. Hacia el Oeste se hallaban los estrechos Yoger, llenos de peligrosos vericuetos cuando había mareas, y más allá el mar abierto, las profundidades de Zlanti, que formaba en sí todo un mundo, y del cual muy poco sabía hasta el momento.
Súbitamente se dio cuenta de que ya no iba a averiguar nada más. Vanadia era un planeta muy agradable, pero hacía tiempo que carecía de la fascinación de lo desconocido. No era Sutang.
Grayan dijo, desde atrás:
–¿Cuál es el mejor camino para llegar hasta las granjas, Cord?
–El gran canal de la derecha –contestó, y agregó, algo resentido–: Hacia allí nos dirigimos.
Grayan se acercó.
–La Regente no quiere verlo todo –dijo en voz baja–. Primero llévanos a los lechos de plankton y de algas. Luego veremos lo que podamos sobre los granos mutantes, durante unas tres horas. Pasa primero por los que mejor hayan rendido, así harás que Nirmond se ponga contento.
Le guiñó un ojo en forma amistosa. Cord la miró, inseguro. Por su forma de comportarse, no se podía asegurar que las cosas fueran mal. Tal vez...
La esperanza floreció en él. Era difícil no simpatizar con la gente del equipo, a pesar de que se pusieran algo pesados con sus reglamentos. Tal vez esta serie de propósitos le daba un importante impulso de vitalidad, además de tomarlos estrictos en demasía consigo mismos y con los demás. Además, el día no había terminado aún. Tal vez pudiera hacer méritos frente a la Regente. Algo podría suceder.
Cord comenzó a imaginar una alegre e improbable visión de un enorme monstruo de la bahía, que se precipitara sobre la balsa con las fauces abiertas, y se vio a sí mismo volándole la cabeza antes de que nadie, especialmente Nirmond, se diera cuenta del peligro. Los monstruos de la bahía se apartaban a la vista de Abuelito, pero tal vez hubiera alguna forma de que alguno se tentara.
Hasta entonces Cord había dejado que sus sentimientos lo controlaran. ¡Era hora de comenzar a pensar!
Primero, Abuelito debía de ser considerado. ¡Así que había largado esos brotes rojizos, y esos largos tallos! El propósito era desconocido, pero no se observaban cambios en su forma habitual de comportarse. Era la más grande de las balsas de este extremo de la bahía, si bien todas habían crecido lentamente durante el tiempo que hacía que Cord estaba aquí. Las estaciones en Sutang cambiaban lentamente; su año equivalía a algo así como cinco de la Tierra. Todavía los miembros del equipo no habían asistido al paso de un año entero.
Por lo tanto, parecía ser que Abuelito estaba pasando por una serie de transformaciones estacionales. Las otras balsas, aún no totalmente desarrolladas, presentarían signos similares algo más tarde. Estas plantas-animales debían de estar floreciendo, preparándose para multiplicarse.
–Grayan –preguntó–, ¿cómo es el comienzo de la vida de estas balsas?
Grayan pareció halagada, y las esperanzas de Cord aumentaron. ¡Sea como fuere, Grayan estaba de su lado!
–Aún nadie lo sabe –contestó la muchacha–. Hace poco estuvimos hablando sobre esto. Alrededor de la mitad de la fauna de los pantanos de la costa del continente parece pasar por un estado larval en el mar –señaló los brotes rojos de la balsa–. Pareciera que Abuelito va a producir flores, y que luego el viento o las corrientes llevarán las semillas a los estrechos.
Estas conjeturas eran razonables. También le pareció a Cord que los cambios sufridos por Abuelito podrían ser lo suficientemente acentuados como para justificar su deseo de no subir a bordo. Cord estudió la cabezota coriácea una vez más, tratando de aferrarse a sus esperanzas. Ahora notó una serie de hendiduras en la capa dura que la cubría que no había visto dos semanas antes. Pareciera como si Abuelito se fuera a descoser. Lo que tal vez indicara que las balsas, por grandes que fueran, tal vez no sobrevivieran todo un ciclo estacional, sino que podría ser que florecieran y murieran, aproximadamente en esta época de Sutang. De todas formas, era de esperar que Abuelito no se sumiera en una decadencia senil antes de que completaran el viaje por la bahía.
Cord dejó de pensar en la balsa. Ahora comenzó a considerar la otra parte de su sueño. Tal vez realmente un monstruo complaciente se apresurara a atacarlos, dándole la posibilidad de demostrarle a la Regente que no era un cobardón.
Porque no cabía duda de que, en efecto, había monstruos.
Se los podía ver moverse si, arrodillándose al borde de la plataforma, se miraba a través de las aguas claras, de color vinoso, del profundo canal. Cord podía distinguir una buena variedad de ellos en todo momento.
Para empezar, había cinco o seis mordedores. Parecían grandes cangrejos de río, achatados, de color marrón achocolatado, con manchas rojas y verdes en los caparazones. En algunas zonas había tantos que uno podía preguntarse de qué se alimentaban, si bien se sabía que prácticamente comían de todo, hasta legar a masticar el lodo en el que descansaban. Pero preferían que su alimento fuera vivo, y de tamaño grande. Razón por la cual era mejor no irse a bañar a la bahía. A veces atacaban a los botes; pero la forma nerviosa en que los que estaban a la vista escurrían el bulto, dirigiéndose hacia los lados del canal, demostraba bien a las claras que no querían enfrentarse con una de las grandes balsas.
El fondo estaba sembrado de unos agujeros de algo menos de un metro de diámetro, que por el momento parecían estar vacíos. Normalmente se hallaban ocupados por una cabeza en cada uno. Estas cabezas poseían tres mandíbulas aguzadas que se mantenían pacientemente abiertas, configurando una serie de trampas que hacían presa en cualquier cosa que pasara al alcance de los largos cuerpos vermiformes que se encontraban detrás de las cabezas. Pero el paso de Abuelito, con sus aguijones flotantes como extraños gallardetes, hacía que estos raros gusanos se ocultaran, asustados.
Por otra parte, los otros animales eran más bien pequeños, y aquí y allá aparecía una llamarada de un escarlata maligno, hacia la izquierda de la balsa, surgiendo de entre la vegetación. Una nariz aguzada se volvía hacia donde estaban.
Cord observó al animal sin moverse. Conocía a esta extraña criatura, si bien no era muy abundante en la bahía. La sabía rápida y maligna, lo suficientemente ágil como para cazar al vuelo a las chinches de los pantanos cuando volaban cerca de la superficie. Una vez había molestado a una, haciéndola saltar sobre una balsa que estaba inmóvil, donde había realizado frenéticos movimientos hasta que pudo matarla.
No había necesidad de utilizar carnadas. Con un pañuelo podría hacerlo, si no le importaba arriesgar el brazo.
–¡Qué extrañas criaturas! –dijo la voz de Dana, detrás de él.
–Son cobardonas –dijo Nirmond–. Y verdaderamente útiles, pues mantienen a raya a las chinches gigantes.
Cord se puso de pie. Era mejor que ahora no gastaran bromas. La vegetación que se hallaba a la derecha hervía de mordedores de cabeza amarilla. Toda una colonia. Tenían un aspecto vagamente similar a las ranas, del tamaño de un hombre o más grandes. De todas las criaturas de la bahía, eran las que menos gustaban a Cord. Los fláccidos cuerpos se sujetaban a las hierbas, de unos seis metros de alto, que rodeaban el canal, gracias a cuatro delgaduchas patas. Casi no se movían, pero sus enormes ojos saltones parecían no perderse nada de lo que pasaba alrededor. De vez en cuando se acercaba una de las chinches de agua, entonces el bicho carnívoro abría su boca enorme, vertical, con una doble hilera de dientes, y extendiendo la parte anterior de la cabeza con un movimiento relámpago hacía desaparecer a la chinche. Tal vez fueran útiles, pero Cord los odiaba.
–Nos llevará todavía diez años poder determinar el ciclo completo de la vida de la costa –dijo Nirmond–. Cuando establecimos la estación de bahía Yoger no existían estos cabezas amarillas. Sólo las vimos al año siguiente. Aún con trazas de la forma larvada, oceánica; pero la metamorfosis fue casi completa. Alrededor de unos treinta centímetros de largo...
Dana hizo notar que los mismos esquemas se repetían en uno y otro lugar. La Regente inspeccionaba la colonia de cabezas amarillas con sus prismáticos. Finalmente los puso a un lado, miró a Cord y sonrió.
–¿Cuánto falta para llegar a las granjas?
–Unos veinte minutos.
–La clave de todo –dijo Nirmond– parece ser la bahía Zlanti. En primavera debe ser un verdadero caldo de cultivo.
–Lo es –afirmó Dana, que había estado aquí en la primavera de Sutang, cuatro años atrás, medido en tiempo de la Tierra–. Parecería que solamente ese sector justificaría que se colonizara el planeta. Sin embargo, la pregunta queda planteada: ¿Cómo hicieron estos animales para llegar hasta aquí? –dijo, señalando a los cabezas amarillas.
Fueron hasta el lado opuesto de la base, diciendo algo sobre las corrientes oceánicas. Cord podría haber ido hacia donde se hallaban, pero algo hizo ruido a sus espaldas, hacia la izquierda, y no demasiado lejos. Se quedó vigilando.
Después de un rato vio un cabeza amarilla de gran tamaño. Se había soltado de su rama, y esto causó el ruido. Ahora, casi sumergido del todo, miraba la balsa con ojos desorbitados, de color verde pálido. A Cord le pareció que le miraba directamente a él. Entonces se dio cuenta por qué le desagradaban tanto los cabezas amarillas. Había algo de despierta inteligencia en esa mirada. Algo así como una extraña forma de calcular las cosas. En criaturas como ésas, la inteligencia parecía estar fuera de lugar. ¿Para qué podían necesitarla?
Se estremeció ligeramente cuando el animal se hundió completamente en el agua, dándose cuenta de que intentaba nadar por debajo de la balsa. Pero sobre todo temblaba de excitación. Antes nunca había visto que un cabeza amarilla se desprendiera de las ramas donde se hallaba. El monstruo conveniente que tanto había deseado podía estar tratando de presentarse en una forma completamente inesperada.
Medio minuto después lo vio, zambulléndose para ganar profundidad. De todas formas, no tenía intenciones de subir a bordo. Lo vió acercarse a la línea de animales que seguían a la balsa. Maniobraba entre ellos con movimientos de natación curiosamente humanos. Luego se ocultó debajo de la plataforma.
Se irguió, preguntándose qué se proponía hacer el raro bicho. El cabeza amarilla sabía perfectamente bien de la existencia de los animalejos que habitualmente seguían a las balsas; cada uno de los movimientos que hizo para acercarse parecía tener un fin determinado. Estaba tentado de decirles a los demás lo que había estado observando, pero no dejaba de desear que llegara el momento de triunfo en que pudiera matar frente a los ojos de todos al monstruo que, dejando un rastro baboso, tratara de atacarlos sobre la plataforma.
De todas formas, era casi el momento de dar la vuelta para dirigirse hacia las granjas. Si no sucedía nada hasta entonces...
Siguió vigilando. Habían pasado casi cinco minutos, pero ni signos del cabeza amarilla. Todavía pensando en lo que podría pasar, no del todo tranquilo, aguijoneó a Abuelito con un rayo de calor.
Después de un instante, repitió el estímulo. Entonces inspiró profundamente y se olvidó por completo del cabeza amarilla.
–¡Nirmond! –llamó.
Los tres se hallaban parados cerca del centro de la plataforma, próximos al cono central, mirando hacia delante, donde se hallaban las granjas. Se dieron la vuelta.
–¿Qué pasa ahora, Cord?
–¡La balsa no gira! –les dijo.
–No escatimes el calor esta vez –le contestó Nirmond.
Cord le miró. Nirmond, parado unos pasos delante de Dana y de Grayan como si quisiera protegerlas, estaba algo preocupado. Y no era para menos, pues Cord ya había lanzado el rayo de calor a tres diferentes puntos de la plataforma, pero Abuelito parecía haber desarrollado una súbita anestesia. Se seguían moviendo derechos hacia el centro de la bahía.
Ahora Cord, manteniendo el aliento, graduó la pistola al máximo y disparó hacia la balsa. Un círculo se formó en el lugar de incidencia del disparo, haciéndose una ampolla y tomándose primero marrón y luego negro.
Abuelito se quedó inmóvil. Sin más ni más.
–¡Sigue! Dispara otra... –Nirmond no terminó de dar la orden.
Se sintió algo así como un estremecimiento gigantesco. Cord trastabilló, acercándose al borde. Entonces el borde de la plataforma se levantó y azotó el agua con un sonido como el de un cañón. Cord cayó hacia delante, acurrucándose. El enorme animal se hinchaba y retorcía. Dio otros dos grandes golpes. Finalmente quedó inmóvil. Cord miró para ver dónde estaban los otros.
Se hallaba a unos cuatro metros del cono central. Unos veinte o treinta de los recién aparecidos zarcillos se alargaban hacia donde él estaba, como si fueran extraños dedos verdes. No lo podían alcanzar. La punta del más cercano estaba todavía a unos veinticinco centímetros de sus zapatos.
Pero Abuelito había atrapado a los otros. Se hallaban tumbados cerca del cono, inmovilizados por una red de cuerdas verdes extrañamente vivas.
Cord flexionó las piernas cuidadosamente, preparado para otro golpetazo, pero no sucedió nada. Entonces descubrió que Abuelito se había puesto nuevamente en movimiento, siguiendo su rumbo primitivo. La pistola de calor había desaparecido. Con suavidad, sacó la pistola de Vanadia.
–¡Cord!, ¿también te alcanzó a ti? –preguntó la Regente.
–No –dijo, en voz baja.
Súbitamente comprendió que había pensado que estaban muertos. Se sentía mal, estaba temblando.
–¿Qué estás haciendo?
Cord miraba la parte superior de Abuelito con ojos hambrientos. Los conos que la formaban eran huecos; el laboratorio consideraba que su función principal era la de encerrar aire para lograr que flotara, pero en esa parte central estaba también el órgano que controlaba las reacciones de Abuelito.
Dijo por lo bajo:
–Tengo una pistola y veinte balas explosivas. Dos de ellas son suficientes para volar el cono.
–No, Cord –le dijo la voz, en la que se traslucía el dolor–. Si esto se hunde moriremos igual. ¿Tienes cargas anestésicas?
–Sí –contestó Cord, mirándole la espalda.
–Dispara a Nirmond y a la muchacha antes que nada. Directamente en la columna, si puedes. Pero sin acercarte.
Cord sintió que no podía argumentar. Se puso cuidadosamente de pie. La pistola disparó dos veces.
–Muy bien –dijo con voz ronca–. ¿Y ahora qué?
Dana se mantuvo en silencio durante un rato.
–Lo siento, Cord, no puedo decirte. Trataré de ayudarte en lo que pueda.
Hizo una pausa de varios segundos.
–Este animal no trató de matarnos, Cord. Lo hubiera podido lograr fácilmente. Es increíblemente fuerte. Lo vi cuando rompió las piernas de Nirmond. Pero tan pronto como dejó de moverse, tanto él como nosotros, nos sujetó. Ambos se hallaban inconscientes...
–Tienes que pensar qué se puede sacar en conclusión de todo esto. También trató de sujetarte con sus zarcillos, o lo que sean, ¿no es así?
–Así lo creo –dijo Cord, todavía temblando.
Esto era lo que había pasado, y en cualquier momento Abuelito iba a volver a tratar de hacerlo.
–Ahora nos está dando algo así como un anestésico gracias a estos zarcillos. Con muy finos aguijones. Me invade una sensación de adormecimiento... –la voz de Dana se apagó por un momento. Luego dijo claramente–: ¡Cord!, parece que somos alimentos que está tratando de almacenar. ¿Comprendes?
–Sí –contestó él.
–Es tiempo de tener semillas. Son análogos. La comida viva probablemente sólo se ha de usar para las semillas, no para la balsa. ¡Quién iba a saberlo! ¡Cord!
–Aquí estoy.
–Quiero mantenerme despierta todo lo que me sea posible –le dijo Dana–. Pero tienes que tratar de pensar. Esta balsa va a alguna parte. A algún lugar especialmente favorable, que puede hallarse cerca de la costa. Tal vez entonces puedas hacer algo. Tú serás quien deberá decidir. Trata de mantener la cabeza fría y no hagas locuras heroicas. ¿Entendido?
–Por supuesto. Entendido –le dijo Cord.
Se dio cuenta de que hablaba en tono seguro, como si no lo estuviera haciendo con la Regente sino con alguien como Grayan.
–Nirmond fue quien peor lo pasó –dijo Dana–. La muchacha perdió el sentido inmediatamente. Si no fuera por mi brazo... Bueno, si podemos encontrar ayuda en unas cinco horas, más o menos, todo va a ir bien. Hazme saber si sucede algo, Cord.
–Así lo haré –dijo el muchacho, dulcemente.
Luego apuntó cuidadosamente entre las escápulas de Dana y disparó otra cápsula anestésica. El cuerpo de la Regente se relajó lentamente.
Cord no hallaba razón para que se mantuviera despierta, puesto que no se iban a acercar a la costa.
Atrás habían quedado los cúmulos de vegetación y los canales, sin que Abuelito hubiera modificado su dirección en absoluto. ¡Se movía hacia el interior de la bahía, y estaba arrastrando a algunos acompañantes!
Cord pudo contar siete grandes balsas a unos tres kilómetros a la redonda; en las tres más cercanas distinguió similares brotes de zarcillos. Viajaban en línea recta, hacia un punto común que parecía ser el centro rugiente de los estrechos Yoger, a unos cuatro kilómetros y medio de distancia.
Más allá de los estrechos, ¡las profundidades frías de Zlanti, las nieblas y el mar abierto! Puede ser que fuera tiempo de distribuir las semillas, pero estas balsas no iban a hacerlo en la bahía.
Cord era un excelente nadador. Tenía una pistola y tenía un cuchillo. A pesar de lo que había dicho Dana, tal vez consiguiera salvarse de los predadores del agua. Pero las posibilidades indudablemente eran pocas. Y no se iba a comportar como si no hubiera otra solución. Al contrario, pensaba mantener la cabeza fría.
Salvo una rara casualidad, no se podía esperar que nadie viniera a buscarlos. Si decidieran hacerlo, examinarían los alrededores de las granjas. Allí había muchas balsas. De vez en cuando alguien desaparecía. Cuando se lograra saber qué había sucedido en esta ocasión en especial, sería demasiado tarde.
Tampoco había posibilidades de que fuera advertida, por lo menos en las próximas horas, la migración de las balsas hacia los estrechos Yoger. Tierra adentro había una estación meteorológica, del lado norte de los estrechos, que ocasionalmente utilizaba un helicóptero. Era muy improbable, decidió Cord, que salieran justo ahora, así como que un transporte a chorro descendiera lo suficiente como para verlos.
Tuvo que enfrentarse decididamente con el hecho de que sería quien daría las soluciones, tal como había dicho la Regente. Cord nunca se había sentido tan solo.
Simplemente porque era algo que debería probar tarde o temprano, comenzó ensayando un comportamiento que sabía que no daría resultado. Abrió la recámara anestésica y contó cincuenta dosis, algo apresuradamente porque no quería tener que pensar para qué podía llegar a necesitarlas. Vio que quedaban todavía unas trescientas cargas, así que seguidamente procedió a dispararle a Abuelito un tercio de las mismas.
Luego esperó. Una ballena podría haber mostrado signos de somnolencia con una dosis mucho menor. Pero la balsa permaneció imperturbable. Tal vez hubiera ciertos sectores que habían quedado algo insensibles, pero sus células no eran capaces de distribuir el efecto soporífero de la droga.
No había nada más que a Cord se le ocurriera que podía hacer antes de que llegaran a los estrechos. Calculó que a la velocidad que llevaban estarían allí en menos de una hora; y pensó que cuando arribaran iba a tratar de llegar a tierra nadando. No pensó que Dana desaprobaría la idea, dadas las circunstancias. Si la balsa lograba llevarlos hacia mar abierto, no tenían muchas posibilidades de sobrevivir.
Mientras tanto, Abuelito iba volviéndose más y más veloz. Además, sucedían otras cosas, menos importantes, pero capaces de preocupar a Cord. Los brotes rojos se abrían lentamente para dejar salir unas especies de raros gusanos, color escarlata, delgados y viscosos, que se retorcían débilmente, se extendían y luego volvían a retorcerse, desperezándose en el aire. Las hendiduras verticales que había notado en la estructura se ensanchaban, dejando salir, en algunas partes, un líquido obscuro y espeso.
En otras circunstancias, Cord hubiera observado fascinado estos cambios de Abuelito. Ahora sólo pudo mirarlos con sospechosa atención, porque no sabía qué podían anunciar.
Entonces algo horrible sucedió. Grayan comenzó a quejarse en voz alta, y se dio la vuelta, retorciéndose. Luego Cord fue consciente de que no había pasado un segundo antes de que interrumpiera sus esfuerzos con otra cápsula anestésica, pero los zarcillos habían estrechado aún más su presión, no ya en forma elástica, sino como enormes espolones, que mordían en su carne. Si Dana no le hubiera advertido...
Pálido y cubierto de un sudor frío, Cord bajó lentamente el arma, viendo que los zarcillos se aflojaban. Grayan no parecía estar lastimada, y hubiera sido la primera en advertir que su furia asesina podría haberse dirigido, en forma igualmente inteligente, hacia una máquina. Pero no pudo evitar el luchar rabiosamente contra el deseo de convertir la balsa en una pobre masa desgarrada de restos.
En lugar de esto, y revelando un mayor sentido común, les suministró a Dana y a Nirmond otra dosis, para impedir que sucediera lo mismo. Sabía que esa cantidad mantendría a los tres compañeros dormidos e insensibles durante varias horas. Cinco dosis...
Trató de apartar esta idea, pero sin éxito. Volvía una y otra vez, hasta que tuvo que enfrentarla. Cinco dosis dejarían a los tres completamente inconscientes, sucediera lo que sucediese, hasta que murieran por otras causas o se les administrara un agente que obrara como antídoto.
Espantado, se dijo a sí mismo que no podía hacer una cosa semejante. Sería lo mismo que matarlos.
Pero, a pesar de todo, con pulso firme, se halló levantando el fusil y disparándoles hasta completar una dosis de cinco cápsulas para cada uno. Y si bien fue la primera vez en los últimos cuatro años que Cord había tenido ganas de llorar, también advirtió que comprendía entre otras cosas, lo que quería decir usar su criterio propio.
Poco menos de media hora después vio una balsa, grande como la que ellos montaban, que entraba en las aguas turbulentas de los estrechos, a corta distancia de donde estaban, y que era llevada violentamente hacia un lado, por la fuerte corriente. Se tambaleó y giró, trató de enderezarse, nuevamente fue arrastrada, pero finalmente se afianzó en su curso. No como un pobre vegetal, sino como un ser con un propósito inteligentemente pensado, que quiere mantenerse en una dirección.
Parecían ser casi completamente insumergibles.
Cuchillo en mano se acurrucó en la plataforma, viendo que los estrechos, rugientes, se hallaban hacia delante. Cuando la balsa saltó y tembló debajo de él, clavó y cortó con el cuchillo, asegurándose bien. Se sintió cubierto por el agua fría, y Abuelito comenzó a estremecerse, como si fuera una máquina demasiado exigida. Cord se horrorizó, pensando que la balsa podría llegar a soltar a sus prisioneros humanos, en su lucha por mantenerse a flote. Pero subestimó a Abuelito, que no soltó su presa.
Súbitamente, se aquietó. Ahora pasaban por un lugar en calma, y vio a otras tres balsas no lejos de donde ellos estaban.
Los estrechos parecían haberlas juntado, pero aparentemente no les era totalmente indiferente la presencia de sus compañeras.
Cuando Cord se puso de pie, temblando, y comenzó a quitarse las ropas, vio que se apartaban con gusto unas de otras. La plataforma de una se hallaba semisumergida. Debía haber perdido gran parte del aire que la mantenía a flote, y tal como sucedería con un buque pequeño, hacía agua.
Desde donde estaba, sólo tenía que nadar unos tres kilómetros para llegar a la costa norte de los estrechos, y desde allí alcanzaría la estación meteorológica en otro kilómetro y medio de trayecto. No sabía nada sobre las corrientes, pero la distancia no era excesiva, así es que no se consolaba al pensar que debería desprenderse de su cuchillo y su fusil. Las criaturas de la bahía amaban el calor y el fondo de barro, así que no se aventuraban más allá de los estrechos. Pero las profundidades de Zlanti albergaban gran número de predadores propios, si bien nunca se los veía tan cerca de la costa.
Parecía que las cosas podían empezar a ir bien.
Mientras Cord anudaba sus ropas, formando un atado pequeño, sentía los gritos de los animales, que sonaban como los maullidos de gatos curiosos. Miró hacia arriba. Cuatro enormes chinches de agua, que se aventuraban en el mar, pasaron cerca de él, llevando cada una su parásito. Probablemente bichos inofensivos, pero en apariencia temibles debido a sus buenos tres metros de envergadura. El muchacho recordó con preocupación el parásito venenoso y carnívoro que había dejado sin estudiar en la estación.
Una descendió perezosamente hasta acercarse a la balsa. Luego volvió a elevarse un tanto, para descender nuevamente, inspeccionando. El parásito de la chinche, que era su cerebro pensante, no estaba interesado en Cord. Era Abuelito quien lo hacía ir y venir.
Cord observaba fascinado. La parte superior del cono bullía ahora con una masa de expansiones vermiformes, como las que habían comenzado a aparecer antes de que la balsa dejara la bahía. Presumiblemente ésta era la carnada que había atraído al parásito.
La chinche se acercó revoloteando y tocó el cono. Tal como si fuera el resorte de una trampa, se liberaron una serie de zarcillos verdes que se enroscaron en las alas y parecieron incrustarse en el cuerpo grande y blanduzco.
Menos de un segundo después, Abuelito puso en acción su trampa para otro huésped que surgió del agua. Cord tuvo la impresión de ver, súbitamente, a un ser de aspecto similar a una foca pequeña, que pareció brotar del agua con un impulso desesperado y que también quedó atrapada contra el cono, cerca de donde se hallaba el primer animal.
No fue la enorme facilidad con que se produjo esta caza la que dejó a Cord completamente anonadado. Lo que derrumbó sus esperanzas fue la llegada de una criatura que hacía imposible el nadar a tierra. Apareció a corta distancia del muchacho, y entonces vio que de ella huía la presa reciente de Abuelito. Sólo pudo echarle un rápido vistazo, mientras se alejaba de la balsa; pero fue suficiente. El cuerpo, de un blanco marfil y las fauces abiertas, eran suficientemente similares a las de los tiburones de la Tierra como para indicar la naturaleza del perseguidor. La más importante de las diferencias era que no importa donde fueran los blancos cazadores de las profundidades de Zlanti; iban siempre en grandes cantidades.
Anonadado por su mala suerte, y todavía apretando su atado de ropa, Cord se quedó mirando hacia la costa. Sabiendo lo que debía buscar, podía distinguir fácilmente las reveladoras ondas en la superficie, así como los pantallazos de color blanco que súbitamente aparecían y desaparecían.
Lo habrían atrapado como a una mosca si se hubiera lanzado al agua, antes de cubrir la vigésima parte de la distancia a tierra.
Pero pasó casi otro minuto antes de que se diera cuenta del verdadero problema en que se hallaban.
¡Abuelito había empezado a comer!
Cada una de las obscuras grietas situadas a los lados del cono era una boca. Hasta ese momento, solamente una de ellas había entrado en funciones, y todavía no se abría a plena capacidad. Su primer bocado fue el parásito de la chinche, que había arrancado, con sus zarcillos, de su alojamiento habitual. A pesar de lo pequeño que era, le llevó a Abuelito varios minutos el poder devorarlo por completo; pero ya había comenzado.
Cord sentía que enloquecía, allí sentado, apretando su bulto de ropas, y sólo vagamente se daba cuenta de que estaba temblando bajo la ducha de agua fría, mientras atentamente seguía la actividad de Abuelito. Llegó a la conclusión de que pasarían algunas horas antes de que una de esas bocas llegara a ser lo suficientemente flexible y vigorosa como para atacar a un ser humano. En estas circunstancias, poco importaba lo que sucediera a los otros tres compañeros, pero ése sería el momento en que Cord haría volar la balsa en pedazos. Los cazadores blancos eran rápidos, y al muchacho le pareció que podía decidir algo en ese sentido.
Mientras tanto, existía la posibilidad de que el helicóptero que se utilizaba en la estación meteorológica los avistara. En el ínterin, y como sucumbiendo a una extraña fascinación, no podía dejar de pensar en las causas que podrían haber provocado tales cambios de pesadilla en las balsas. Ahora podía adivinar hacia dónde se dirigían; veía claramente los signos que indicaban que la dirección era seguramente los grandes depósitos de plankton de la bahía Zlanti, a unos mil quinientos kilómetros hacia el norte. Con tiempo, cada uno de estos raros animales emprendían esta ruta, para beneficio de las semillas. Lo que no se podía explicar era el cambio que los había transformado en carnívoros alerta y capaces.
Observó como la foca era arrastrada hasta una de las bocas. Los zarcillos le rompieron el cuello, y después la boca comenzó pacientemente a disponer de un bocado que era aún demasiado voluminoso. Mientras tanto, se seguían escuchando chillidos y unos minutos más tarde dos chinches de agua más fueron atrapadas, agregándose a las presas. Abuelito soltó la boca y comenzó a comerse a una de las chinches. El parásito saltó mordiendo el zarcillo que se acercó para atraparlo; pero tras de una corta lucha quedó muerto sobre la plataforma.
Cord sintió que su poco razonable odio hacia Abuelito renacía con más fuerza. Matar a una de las chinches era similar a arrancar unas hojas de un árbol; prácticamente no tenían sensaciones. Pero el parásito había logrado vivir en sociedad con ella gracias a su inteligencia, y se hallaba más cerca de la especie humana que esa enorme cosa monstruosa que lo había atrapado, igual que a sus compañeros. Sus pensamientos volvieron a dirigirse hacia la curiosa simbiosis en que funcionaban dos criaturas tan disímiles como las chinches y sus compañeros pensantes.
Súbitamente, apareció en su cara una expresión de sorpresa. ¡Ahora comprendía!
Cord se puso de pie rápidamente, temblando de excitación, con todo un plan completo en su mente. Al instante, una docena de zarcillos viborearon con extraña rapidez hacia él. No pudieron alcanzarlo, pero su reacción, rápida y salvaje, inmovilizó al muchacho. La plataforma temblaba bajo sus pies, como si la invadiera la irritación de no poder llegar a apresarlo. Afortunadamente, en ese lugar no podía movilizarse para ponerlo cerca del alcance de los zarcillos, como sucedía más hacia el borde.
De todas formas, era un aviso que no convenía desestimar. Cord se fue deslizando cuidadosamente alrededor del cono hasta alcanzar la posición que deseaba, en la mitad anterior de la balsa. Allí esperó. Esperó largos minutos hasta que su corazón dejó de latir irregularmente y hasta que se calmaron los movimientos frenéticos de los zarcillos. Sería muy importante que durante uno o dos segundos, después que hubiera comenzado a moverse nuevamente, Abuelito no se diera exacta cuenta de donde estaba.
Miró hacia atrás para ver la distancia que los separaba de la estación de los estrechos. Calculó que no estaría a más de una hora. Eso quería decir que estaba bastante cerca, de acuerdo al más pesimista de los cálculos, si lo demás salía bien. No se puso a pensar en detalle qué era ese algo más puesto que existían innúmeros factores que no se podían calcular por anticipado. Además, sentía que si especulaba demasiado sobre esto sería incapaz de llevar más hacia adelante su plan.
Finalmente, moviéndose con todo cuidado, Cord fue extrayendo el cuchillo, que mantuvo en su mano izquierda, pero dejó la pistola en su funda. Levantando el bulto de ropas sobre su cabeza, lo balanceó en su mano derecha. Con un movimiento largo y suave, tiró el atado hacia el extremo opuesto de la plataforma.
Al caer, hizo un ruido sordo. Inmediatamente, toda esa sección de la balsa se plegó y azotó el agua, tratando de poner al objeto en contacto con los zarcillos.
Simultáneamente, Cord se lanzó hacia adelante. Por un momento, su intento de distraer la atención de Abuelito tuvo éxito, luego cayó de rodillas al comenzar nuevamente a moverse la plataforma.
Se hallaba a unos dos metros del borde. Cuando volvió a azotar el agua, siguió tratando, desesperadamente, de avanzar.
Un instante después se hallaba atravesando, con su cuchillo preparado, el agua fría y clara, delante de la balsa, y luego se sumergió una vez mas.
La balsa le pasó por encima. Montones de pequeñas criaturas del mar escapaban por la jungla de raíces obscuras que las alimentaban. Cord evitó, con un sobresalto, una criatura verde y vidriosa, de las de aguijón, y sintió un dolor quemante en uno de los lados del cuerpo, lo que le hizo notar que no había podido evitar a otra. Pasó, con los ojos cerrados, por los cúmulos de raíces que cubrían el fondo de la balsa, y finalmente se halló dentro de la burbuja central por debajo del cono.
Lo rodeó una media luz y un aire maloliente y cálido. El agua, azotándolo, lo arrastró. No había aquí nada donde sujetarse. Luego vio encima de él, hacia la derecha, como moldeado dentro de la curva interior del cono, y con apariencia de haber crecido allí desde un comienzo, la forma con aspecto de sapo, del tamaño de un hombre, de cabeza amarilla.
El compañero inseparable de la balsa.
Cord atrapó al ser simbiótico de Abuelito, y guiado por una de sus fláccidas patas posteriores, emergió, acuchillándolo hasta que no notó más vida en los pálidos ojos verdes.
Había calculado que el compañero de la balsa necesitaría un segundo o dos para apartarse de la misma, tal como sucedía con las otras criaturas similares a él, antes de poder defenderse. Sólo había llegado a dar la vuelta a la cabeza; su bocaza mordió el brazo de Cord por encima del codo. Su mano derecha hundió el cuchillo en uno de los ojos, y el cabeza amarilla se apartó con un salto, llevándose el cuchillo lejos de su alcance.
Deslizándose hacia abajo, tomó la fláccida extremidad con ambas manos, y tiró con todas sus fuerzas. Durante un momento más, el cabeza amarilla no soltó la presa. Entonces las innúmeras prolongaciones nerviosas que lo conectaban con la balsa se liberaron con una sucesión de ruidos succionantes y desgarrantes. Finalmente, Cord y el cabeza amarilla llegaron al agua juntos.
Otra vez la selva de negras raíces, y dos sensaciones de dolor punzante en su espalda y piernas. Pensando que el cabeza amarilla habría muerto por estrangulación, Cord lo soltó. Por un momento vio descender, girando, un cuerpo que poseía extraños movimientos humanoides; luego fue desplazado por el impulso del agua, cuando un cuerpo grande y blancuzco golpeó contra el animal que descendía, y siguió hacia delante.
Cord subió a la superficie a unos tres metros por detrás de Abuelito, y esto hubiera sido el final de la historia si no fuera porque la balsa estaba aminorando su marcha.
Luego de dos intentos llegó a trepar nuevamente a la plataforma, y allí se quedó, tosiendo y respirando anhelosamente. No había indicaciones de que su presencia fuera desagradable. Unos pocos zarcillos se retorcieron intranquilos, como si trataran de recordar sus funciones previas, cuando llegó, cojeando, al lado de sus compañeros, para asegurarse de que aún respiraban. Cord sólo pudo darse cuenta de eso.
En realidad, seguían respirando, y no intentó curar sus heridas, puesto que no había tiempo que perder. Tomó la pistola de calor que Grayan guardaba en su cartuchera. Abuelito se había parado.
Cord aún no podía razonar correctamente, de otro modo hubiera comenzado a preocuparse pensando si Abuelito, tan violentamente privado de la ayuda de su compañero, iba a ser capaz de moverse. El muchacho se limitó a determinar la dirección aproximada de la Estación Principal de los Estrechos, y eligiendo un lugar correspondiente de la plataforma, dio a la balsa un toque de calor.
Al principio, no pasó nada. Cord suspiró y subió el control del calor. Abuelito tembló levemente. Cord se puso de pie.
Primero en forma lenta y vacilante, pero luego con mayor brío y precisión, si bien ahora ya carecía de la cabeza que le guiaba, Abuelito se dirigió hacia donde se hallaba la estación.
Poul Anderson & Gordon R. Dickson
No se dejen engañar por el título de este cuento. Puede parecer uno más de vaqueros, y en cierto sentido lo es, pero también es ciencia-ficción de la mejor calidad. Cuando apareció por primera vez, en 1951, incorporó a este género literario los hokas, que no son seres humanos, pero que desearían enormemente serlo. Siguieron cinco aventuras más de los hokas, y eventualmente la serie fue recopilada en un único volumen titulado Earthman´s burden.
Los autores, dos de las más conocidas figuras dentro de la ciencia-ficción, eran vecinos en Minnesota, donde comenzaron a trabajar en las historias de los hokas. Poul Anderson, que desde entonces desertó del helado Norte para habitar en la soleada California, ha ganado tres veces el Hugo, y se hizo famoso por novelas tales como: La gran cruzada y Onda cerebral. Gordon Dickson, que permaneció en Minneapolis, obtuvo el premio Hugo por su novela corta Soldado, no preguntes y el premio Nebula por un cuento corto: Call him lord. Ha sido presidente de la Sociedad de Escritores de Ciencia-Ficción de Norteamérica.
Robert Silverberg
Se había salvado por poco. Alexander Jones pasó varios minutos disfrutando del placer de estar todavía vivo. Luego miró alrededor.
El lugar parecía la Tierra. En rigor de la verdad, casi parecía su propia Norteamérica. Se hallaba en una enorme pradera cuyo césped se extendía bajo un cielo despejado por un fuerte viento. Bandadas de pájaros, alarmados por su descenso, hacían ruidos airados sobre su cabeza. No eran demasiado diferentes de los pájaros que conocía. Una hilera de árboles bordeaba un río, y vio el humo que indicaba el lugar donde había caído su vehículo. A lo lejos vio unas colinas, vagamente veladas por la neblina, y unos grandes bosques obscuros, más allá de los cuales estaba el mar, cerca de donde estaba el Draco. Demasiado lejos como para viajar.
Sin embargo, estaba sano y salvo, y en un planeta sumamente similar al propio. El aire, la gravedad, la bioquímica, el aspecto del Sol cercano al crepúsculo, podrían diferenciarse de los de la Tierra sólo gracias al uso de sensibles instrumentos de medición. El periodo de rotación era de aproximadamente veinticuatro horas; el año sideral, de casi doce meses; la inclinación axial, unos 11,5 grados. El hecho de que hubiera dos lunas en el cielo y de que una tercera estuviera dando vueltas por alguna parte, de que la forma de los continentes fuera completamente extraña, de que una serpiente que se enrollaba en una roca cercana tuviera alas, y de que esto quedara a quinientos años-luz del sistema solar, parecía carecer de importancia. Verdaderas bagatelas. Alex se rió de buena gana.
El ruido hubiera sonado tan extraño en este panorama, que decidió que un decoroso silencio era más apropiado para su rango, ya que era un oficial y, debido a una Decisión Parlamentaria ratificada localmente por el Senado de Estados Unidos, un caballero. Por tanto, se arregló su chaqueta de cuello alto y enderezó con mano nerviosa las arrugas de sus pantalones blancos, se limpió las botas con el paracaídas y echó mano a su equipo de emergencia.
Olvidó peinarse sus cabellos en desorden, y su paso no era lo que se dice marcial, pero no hay que desdeñar el hecho de que se sabía solo.
Por supuesto que no iba a dejar de tratar de modificarlo. Se quitó la mochila que llevaba a los hombros. Fue lo único que cuidó de salvar, junto con su paracaídas, cuando decidió abandonar la nave. La abrió y extrajo la radio, pequeña pero de gran alcance, que lograría atraer ayuda.
Extrajo también un libro.
Sin embargo, su aspecto le resultó poco familiar...
¿Habrían impreso unas nuevas instrucciones mientras se hallaba en el campamento?
Lo abrió, buscó la sección de Radios, uso de emergencia. Leyó la primera página y vio:
«...el desarrollo histórico aparentemente increíble fue, por supuesto, completamente lógico. La declinación relativa de la influencia político-económica del hemisferio norte durante el final del Siglo XX, y el desplazamiento de la preponderancia hacia la región correspondiente al sudeste de Asia y del océano Indico, con mayores recursos, no significó, tal como lo predecían los alarmistas, el fin de la civilización occidental. Más bien determinó la aparición de la influencia libertadora y democrática anglosajona, puesto que esta zona, que ahora llevaba la voz cantante en la Tierra, fue primitivamente guiada por Australia y Nueva Zelanda, naciones que mantuvieron su primitiva lealtad a la Corona Británica. El consiguiente renacimiento y el mayor crecimiento de la Comunidad Británica de Naciones, la integración de sus consejos dentro del marco de un gobierno verdaderamente mundial, e incluso interplanetario, que llegó a su cúspide con el acceso de los norteamericanos, ha hecho que las tendencias sean, aun en los pequeños detalles de la vida cotidiana, incluidas en el molde de ese momento en particular. Esta tendencia, acentuada por el descubrimiento de los viajes a velocidades mayores que la de la luz, y el consiguiente contacto con mentalidades completamente diferentes, ha producido, dentro del sistema solar, condiciones de estabilidad que nuestros antepasados podrían calificar de utópicas. El Servicio, trabajando a través de la Liga de Unión Interplanetaria, posee la meta de hacer que todas las razas, aunque provenientes de distintos mundos...»
–¡Glup! –fue la exclamación de Alex.
Cerró el libro. En la tapa pudo leer:
MANUAL DE ORIENTACION PARA EMPLEADOS
por Adalbert Parr, Comisionado de Control General
Servicio de Desarrollo Cultural
Ministerio de Relaciones Exteriores de las Naciones Unidas
Ciudad de League, N. Z., Sol III
–¡Oh, no! –fue la siguiente exclamación de Alex.
Frenéticamente, siguió pasando revista al contenido de la mochila. Debía haber una radio... una pistola de rayos... una brújula... ¿una lata de judías, aunque sólo fuera eso?
Extrajo unas cinco mil copias, apretadamente envueltas, del Formulario CDS J-16-LKR, que debía llenarse por cuadruplicado, y entregarse con los formularios G-776802 y W-2-ZGU.
La cara de Alex, que habitualmente ostentaba una expresión ligeramente despectiva, denotó su asombro y sorpresa. Sus ojos giraron, incrédulamente, en sus órbitas. Luego, durante un largo rato, sólo pudo considerar la poca adecuación del idioma inglés para definir su idea de lo que era un burócrata.
–¡Oh, al diablo! –dijo Alexander Jones.
Se puso de pie y comenzó a andar.
Se despertó lentamente con el amanecer, y se quedó un rato tumbado en el suelo. Largas horas con el estómago vacío, seguidas de un intento, poco fructífero, de dormir en el suelo, más la perspectiva de varios miles de kilómetros de lo mismo, no lo hacían sentirse alegre. Y los animales, cualesquiera que fuesen, que había oído gruñir y aullar toda la noche de forma espantosa, parecían hallarse muy hambrientos.
–Parece humano.
–Sí, pero no va vestido como humano.
Alex abrió los ojos sin poder creer a sus oídos. Las voces hablaban... ¡inglés!
Cerró los ojos inmediatamente.
–¡Oh, no! –fue el lamento que brotó de sus labios.
–Está despierto, Tex –las voces eran agudas, y sonaban bastante irreales.
Alex se enroscó hasta adoptar una posición fetal, reflejando el horror que en ese momento sentía.
–Vamos, arriba, forastero. Este no es un lugar saludable para estar.
–¡No! –balbuceó Alex–. Dígame que no es verdad. Dígame que me he vuelto loco, pero no traten de convencerme de que es real.
–No sé –la voz reflejaba incertidumbre–. No habla como si fuera humano.
Alex se dio cuenta de que era inútil tratar de pensar que estos seres no eran reales. Indudablemente, parecían ser inofensivos. Para todo excepto para su salud mental, claro está. Se puso de pie sintiendo que sus huesos entrechocaban lastimosamente, y se enfrentó a los nativos.
La primera expedición había informado de la existencia de dos razas inteligentes en este planeta: los hokas y los slissii. Y éstos debían ser hokas. ¡Alabado sea el Señor! Eran dos que, al ojo del ser humano, parecían exactamente iguales. De alrededor de un metro de altura, regordetes y cubiertos de una pelambre dorada, con cabezas redondas y de hocicos chatos, y ojos negros. Excepto por el hecho de que poseían dedos gordezuelos, se asemejaban extraordinariamente a los ositos de felpa.
Sin embargo, la primera expedición nada dijo acerca del hecho de que hablaran inglés con ese acento tan característico, ni de que usaran trajes adecuados para el Oeste norteamericano en el Siglo XIX.
Todos los estereofilmes históricos que viera se agolparon en los recuerdos de Alex, mientras observaba sus ropas. Veamos:
Usaban sombreros de ala ancha, más ancha que sus hombros; grandes pañuelos rojos anudados al cuello, camisas deslucidas y descoloridas, pantalones vaqueros, zajones enormes y botas de tacón alto con espuelas. Cada una de las cartucheras, que colgaban de un cinturón, rodeando sus rollizas cinturas, estaban ocupadas por un Colt de seis tiros. Estas armas llegaban casi hasta el suelo.
Uno de los nativos estaba parado frente al terráqueo, y el otro permanecía cerca, montado y sujetando las riendas del..., digamos, del animal del primero. Las bestias que servían de montura tenían aproximadamente el tamaño de un pony, cuatro patas con pezuñas..., colas delgadas como látigos, cuellos largos y cabezas provistas de pico. Su cuerpo estaba cubierto de escamas. Pero, por supuesto, pensó Alex salvajemente, usaban sillas de montar típicamente aderezadas, con sus lazos preparados. Por supuesto, ¿quién había oído hablar alguna vez de un cowboy sin su lazo?
–Bueno, bueno, veo que está despierto –dijo el hoka que estaba parado cerca–. ¿Qué tal, forastero? –extendió la mano–. Soy Tex, y mi compañero se llama Monty.
–Encantado de conocerles –dijo Alexander, mientras les estrechaba las manos con la sensación de quien sueña–. Me llamo Alexander Jones.
–No sé –dijo Monty, dubitativamente–. No tiene nombre de humano.
–¿Eres humano, Alexanderjones? –dijo Tex.
El hombre del espacio trató de controlarse, y espaciando cuidadosamente las palabras, dijo:
–Soy el Insignia Alexander Jones, del Servicio Terrestre de Reconocimientos Interestelares, miembro de la tripulación del Draco –ahora eran los hokas los que parecían confundidos–. En otras palabras, soy de la Tierra, soy un ser humano. ¿Satisfechos?
–Así creo –dijo Monty, todavía dubitativo–, pero va a ser mejor que venga con nosotros y que Slick le interrogue. No se pueden correr riesgos tal como están las cosas.
–¿Y por qué no? –dijo Tex, sorprendentemente con una extraña amargura en la voz–. Total, ¿qué podemos perder? Pero vamos, Alexanderjones, porque no queremos darnos de narices con una partida de guerreros indios.
–¿Indios? –preguntó Alex.
–Claro, indios. Me parece que vienen hacia aquí. Así que es mejor que nos vayamos. Mi caballo nos llevará a los dos.
Alexander no se hallaba especialmente contento con la idea de tener que montar un reptil en una silla diseñada para un hoka. Afortunadamente, las asentaderas de estos habitantes eran lo suficientemente amplias como para que hubiera sitio para un terrestre delgado. El caballo trotó en seguida, con un paso regular y sorprendentemente rápido. Los reptiles de Toka, que recibieran este nombre de la primera expedición, derivado de la palabra tierra en el idioma de la más avanzada sociedad, la hoka, aquí parecían estar más evolucionados que en el sistema solar.
Un corazón de cuatro cavidades, y un más perfecto sistema nervioso los hacía casi equivalentes a mamíferos.
De todas formas, la criatura olía muy mal.
Alex miró a su alrededor. La pradera era grande y desnuda, y su nave se hallaba muy, muy lejos.
–Ya sé que hablo de cosas que no me importan –dijo Tex –, pero ¿cómo llegó aquí?
–Es una historia larga de contar –dijo Alex, distraídamente; en estos momentos sus pensamientos se concentraban en la comida–. El Draco se hallaba en una tarea de expedición, trazando los mapas de los nuevos sistemas planetarios, y nos trajo cerca de esta estrella, vuestro sol, que sabíamos que había sido visitado previamente. Pensamos que sería conveniente venir a dar un vistazo, a la par que descansaríamos en un planeta de condiciones similares a las de la Tierra. Fui uno de los que salimos en las naves exploradoras, a dar un vistazo a este continente. Algo pasó, mis motores fallaron, y puedo considerarme afortunado por haber escapado con vida. Caí en paracaídas, y para mi mala suerte, la nave se estrelló en un río. Así que debido a esta serie de circunstancias, tuve que decidirme a tratar de llegar a la nave madre.
–¿Y sus compañeros no van a venir a buscarlo?
–Por supuesto que van a tratar de hallarme, pero no veo cómo van a encontrar los rastros de la nave exploradora, que ahora está en el fondo de un río, y para empeorar la cosa, con medio continente para rastrear. Tal vez podría haber trazado un gran letrero de SOS en el suelo, pensando que se llegaría a ver desde el aire, pero..., bueno, pensé que mi mejor oportunidad era la de mantenerse en movimiento. Ahora estoy tan hambriento que podría comerme un... un búfalo.
–No creo que encontremos carne de búfalo en el pueblo, pero tenemos buena carne de costeletas.
–¡Oh! –exclamó Alex.
–No hubiera durado mucho a pie –dijo Monty–. Y sin un rifle.
–No porque... bueno, no importa –dijo Alex–. Pensé que podría hacerme un arco y unas flechas.
–¡Arco y flechas! ¡Vamos! –dijo Monty, mirando con sospecha hacia Alex– ¡Así que ha estado con los indios!
–No, nunca... ¡Caramba!, nunca he estado cerca de un indio.
–Los arcos y las flechas son armas de indios, forastero.
–Ojalá –dijo Tex melancólicamente–. No teníamos problemas cuando solamente los hokas teníamos pistolas de seis tiros. Pero ahora los indios también las tienen –una lágrima resbaló por el botón negro que era su nariz.
Si los vaqueros parecen oseznos de juguete –pensó Alex –, ¿qué aspecto tendrán los indios?
–Ha tenido suerte de que Tex y yo pasáramos por aquí –dijo Monty–. Estábamos tratando de ver si podíamos reunir unas cabezas más de ganado antes de que los indios llegaran. No tuvimos suerte, sin embargo. Los pieles verdes se las llevaron a todas.
¡Pieles verdes! Alex se acordó de un detalle en el informe de la primera expedición: dos razas inteligentes: los hokas, mamíferos, y los slissii, reptiles. Y los slissii, más fuertes y dispuestos a la guerra, acosaban a los hokas.
–¿Son slissii, los indios?
–¿Slissii? No sé, tienen cuernos... –dijo Monty.
–Quiero decir si... si son altos, más que yo, si andan a saltos, si tienen colmillos y piel verde, y si cuando hablan hacen unos raros sonidos silbantes.
–Pero ¡claro!, ¿qué otra cosa? –Monty movió la cabeza extrañado–. Si es humano, ¿cómo es que no conoce ningún indio?
Se habían ido acercando hacia una nube de polvo grande y ruidosa. Cuando estuvieron bien cerca, Alex se dio cuenta de la causa.
–Reses longhorns –explico Monty.
Bien... sí... Un cuerno largo cada uno. Sobre el hocico. Pero, por lo menos, las reses, de pelo colorado, patas cortas y cuerpo con forma de barril, eran mamíferos. Alex vio que algunos animales tenían marcas en los flancos. Todo el rebaño era urgido por vaqueros hoka, que montaban bien y rápido.
–Es la hacienda X Barra X –dijo Tex–. El Llanero Solitario decidió tratar de sacarlos de aquí antes de que lleguen los indios. Pero me parece que los pieles verdes van a alcanzarlos.
–No puede hacer otra cosa –replicó Monty–. Los rancheros están sacando su ganado. No hay lugar en que se esté a salvo, de este lado de la Nariz del Diablo. No pienso quedarme en el pueblo para tratar de mantener a raya a los indios, y creo que todos piensan como yo, a pesar de lo que Slick y el Llanero quieren que hagamos.
–¡Pero cómo! –objetó Alex –. Pensé que acababa de decir que el Llanero también huía. Ahora dice que quiere pelear. ¿Qué es lo que pasa?
–Es que el Llanero Solitario que es dueño del X Barra X quiere huir, pero el Llanero Solitario del Lazy T quiere pelear. Igual que el Llanero Solitario de Buffalo Stomp, que el Verdadero Llanero Solitario y que el Llanero Más Solitario. Pero apuesto a que cambian de opinión cuando vean a los indios cerca.
Alex se tomó la cabeza con ambas manos, para impedir que saliera volando.
–¿Cuántos Llaneros Solitarios existen? –gritó.
–¿Y qué sé yo? –dijo Monty, encogiéndose de hombros–. Por mi parte, conozco por lo menos a diez. La verdad es –agregó, exasperado– que el inglés no tiene tantos nombres como tenía el idioma Hoka. Resulta cansado tener un centenar de Montys alrededor, o gritar para que conteste Tex y resulta que le preguntan: ¿Cuál de ellos?
Pasaron la tropa de ganado con un trotecito rápido y llegaron a la parte superior de un montículo. De allí se divisaba un pueblo, compuesto por una docena de casas, formadas simplemente por los esqueletos, y una única calle, bordeada de estructuras falsas, de aspecto aparentemente macizo. El lugar estaba lleno de hokas: a pie, montados, en carretas cubiertas y en coches, refugiados de los indios que se acercaban. Mientras descendían la colina vio un letrero torpemente escrito que decía:
BIENVENIDOS A CANYON GULCH
Población:
Días entre semana 212
Sábados 1.000
–Lo vamos a llevar a ver a Slick –dijo Monty, dominando el alboroto –. El sabrá qué hacer.
Hicieron que los ponyes pasaran a través de la multitud abigarrada. Los hokas parecían ser una raza sumamente excitable, prestos a la gesticulación exagerada y a hablar con toda la fuerza de sus pulmones. La huida se realizaba sin ningún tipo de organización, produciéndose múltiples enredos, discusiones, chismorreos y exuberantes disparos al aire. Una buena cantidad de ponyes y carros estaban aparentemente abandonados frente a los saloons, que formaban una doble fila a lo largo de la calle.
Alex trató de recordar qué figuraba en el informe que había realizado la primera expedición. Este había sido necesariamente breve, puesto que la expedición permaneció en Toka durante dos meses tan sólo. Pero... sí, sí... Los hokas habían sido descriptos como muy amistosos, rápidos para aprender, alegres y completamente ineficaces. Sólo las ciudades de la costa, con una tecnología correspondiente a la edad del bronce, habían podido resistir los avances de los slissii. Pero en los restantes lugares, los reptiles iban, lentamente pero en forma inexorable, conquistando a las dispersas tribus ursinoides.
Los hoka peleaban valientemente cuando se les atacaba, pero trataban de no pensar en el enemigo cuando no estaba inmediatamente visible, de acuerdo a su naturaleza bonachona. Nunca se les hubiera ocurrido formar un grupo para defenderse de los slissii. Una raza de individualistas como la suya no hubiera logrado formar un ejército que saliera a la ofensiva.
En suma, gente simpática, pero poco eficaz. Alex se sintió orgulloso de su altura, su uniforme brillante de hombre del espacio, y de su espíritu humano de perseverancia y lucha que había llevado al ser humano a las estrellas. Se consideraba a sí mismo un hermano mayor.
Tendría que hacer algo, darles a estos seres de opereta una ayuda. Tal cosa también podría significar un ascenso para Alexander Braithwaite Jones, puesto que la Tierra necesitaba una gran cantidad de planetas habitados por especies amistosas, y el informe existente sobre los indios... o mejor dicho, sobre los slissii, hacía improbable que pudieran llevarse bien con los seres humanos.
A. Jones, héroe. Tal vez entonces, Tanni y yo...
Se dio cuenta de que un hoka grueso y aparentemente mayor le estaba mirando atentamente, junto con el resto de Canyon Gulch. Este representante, en particular, usaba una gran estrella de metal prendida en su chaleco.
–¿Qué tal, sheriff? –dijo Tex.
–Hola, Tex, amigo –dijo el sheriff obsequiosamente–. Y también Monty, ¡hola muchachos! ¿Quién es este forastero? ¡No me digan que es un ser humano!
–Si... así dice él. ¿Dónde está Slick?
–¿Qué Slick?
–El Slick, sherriff.
El grueso hoka guiñó los ojos.
–Creo que está en el salón de atrás del Paradise Saloon –dijo; y humildemente agregó–: Este... Tex, Monty..., se acordarán del amigo cuando sea la reelección, ¿no es verdad?
–Tal vez así sea –dijo Tex, genialmente–. Ha sido sheriff desde hace mucho.
–¡Oh!¡Gracias, muchachos! Ojalá los demás tuvieran vuestro mismo buen corazón.
La muchedumbre los separó del sheriff.
–¿Qué pasa? –dijo Alex –. ¿Qué era lo que quería que hicieran?
–Que votemos en contra de él en las próximas elecciones, por supuesto –dijo Monty.
–¿En contra de él...? Pero... el sheriff es el que manda. ¿O no?
Tex y Monty parecían apesadumbrados.
–Me pregunto si realmente es humano –dijo Tex–. Los humanos nos enseñaron que el sheriff es el más tonto de la ciudad. Pero no nos parece justo que a una persona se la cargue demasiado con ese problema, así es que lo elegimos una vez al año.
–Buck fue elegido sheriff tres años seguidos. Es realmente tonto.
–Pero ¿quién es ese Slick? –preguntó algo desesperado Alex.
–El jugador profesional del pueblo, por supuesto.
–¿Y qué tengo que ver con un jugador profesional?
Tex y Monty intercambiaron miradas.
–Vamos, vamos –dijo Monty, que parecía estar al final de su paciencia–, hemos tratado de tolerar bastante, pero si insiste en decir que no sabe quién es el que verdaderamente manda en el pueblo, vamos a pensar que nos está tomando por bobos.
–¿Se refieren a una especie de administrador que tienen en la zona?
–¡Está chiflado! Todo el mundo sabe –dijo Monty– que un pueblo hace siempre lo que quiere el jugador profesional.
Slick usaba el uniforme correspondiente: pantalones ajustados, chaleco, una camisa blanca, un arma en una mano y una baraja en la otra. Parecía cansado: seguramente había pasado por muchas angustias estos últimos días, pero dio la bienvenida a Alex con extraña volubilidad, y lo hizo pasar a una oficina amueblada en un estilo vagamente correspondiente al Siglo XIX. Tex y Monty también entraron, asegurándose de que la puerta estuviera bien cerrada a la muchedumbre alborotadora.
–Le prepararemos algún emparedado –dijo Slick, muy amable; le ofreció a Alex un cigarro púrpura, hecho seguramente de alguna horrible yerba local, y se sentó detrás de su escritorio–. Bien –dijo–, ¿cuándo podremos tener ayuda de los seres humanos nuestros amigos?
–Me temo que no pueden esperarla para dentro de poco –le respondió Alex–. La tripulación del Draco no sabe nada de lo que está pasando. Deben de estar dando vueltas tratando de encontrarme. A menos que me hallen aquí, lo cual es bastante improbable, no hay demasiadas posibilidades de que se enteren de la lucha contra los indios.
–¿Cuánto tiempo estarán por aquí?
–Oh, seguramente esperarán como un mes antes de darme por muerto y abandonar el planeta.
–Podemos llevarlo hacia la costa del mar en ese tiempo, pero eso significaría un largo viaje, además de que cruzaríamos territorio infestado de indios –Slick esperó parsimoniosamente antes de continuar–. Es difícil que pueda pasar. Así que me parece que la única forma en que va a poder llegar hasta donde están los suyos va a ser venciendo a los indios. Pero no podemos vencer a los indios si no recibimos ayuda de sus amigos.
Melancólico silencio.
Para cambiar de tema, Alex trató de aprender algo de historia hoka. En realidad, logró más de lo que pensaba, puesto que Slick demostró ser sorprendentemente inteligente y estar bien informado.
La expedición originaria había llegado al planeta hace algo así como treinta años. En ese momento el informe había concitado poco interés, dada la gran cantidad de nuevos planetas que se iban descubriendo en la galaxia. Era ahora, con el Draco como pionero, que la Liga trataba de organizar esta sección fronteriza del espacio.
Los primeros terrestres habían sido recibidos con gran admiración por parte de la tribu hoka cercana a su lugar de contacto. Los habitantes eran seres con gran facilidad de expresión, que, gracias a la ayuda de la moderna psicografía utilizada, aprendieron inglés en unos pocos días. Para ellos, los seres humanos eran dioses, si bien, como buenos seres primitivos que eran, se permitían ciertas libertades con sus deidades.
Y así llegó la noche decisiva. La expedición había montado un equipo de proyección de películas. Hasta ese momento los hokas habían sido espectadores interesados, pero desconcertados por la complejidad de lo que veían. Esa noche, a insistencia de Wesley, se proyectó una antigua película. Era de vaqueros.
La mayoría de los viajeros espaciales tienen su hobbie, adquirido durante los largos viajes. El de Wesley era el oeste norteamericano. Pero lo veía a través de su romántica interpretación, basándose en una gran cantidad de novelas, pero en un muy pobre material verdaderamente histórico.
Los hokas vieron la película y perdieron la cabeza.
El capitán llegó a la conclusión de que esa reacción, delirante y rayana en el éxtasis, se debía a que era algo que realmente podían comprender. Las comedias sofisticadas o las películas de aventuras espaciales les afectaban poco, puesto que no tenían ninguna experiencia de eso, pero aquí había algo que parecía pertenecerles. Un gran país, como el suyo, héroes que peleaban contra salvajes enemigos, grandes rebaños de animales, costumbres festivas...
Y tanto al capitán como a Wesley se les ocurrió que tal vez esta raza pudiera utilizar ciertos elementos de la cultura del Oeste primitivo. Los hokas habían sido, hasta ese momento, simples granjeros, y hallaban malamente su sustento en las praderas, que nunca habían sido debidamente trabajadas. Se trasladaban a pie, sus herramientas estaban hechas con piedra y bronce, y realmente había mucho que podían aprovechar con beneficio.
Los encargados de la parte metalúrgica de la expedición no tuvieron grandes dificultades para fabricarles armas como el Colt, el Derringer y la carabina. Se les enseñó a trabajar el hierro, a hacer acero y a fabricar pólvora. A manejar el torno y algunas máquinas. En este caso la aptitud de los habitantes y las técnicas de enseñanza permitieron que aprendieran rápidamente. También captaron la necesidad de domesticar los animales salvajes que hasta el momento habían simplemente atrapado.
Antes de la partida de la nave, los hokas montaban ponyes con silla y criaban longhorns. También realizaron tratados con las ciudades marítimas de la costa, intercambiando maderas, granos y herramientas manufacturadas. Y además acababan con toda tranquilidad con las bandas de slissii que los atacaban.
Como paso final, Wesley antes de marcharse les dejó a los hoka su colección de libros y de revistas sobre el tema.
Nada de esto figuraba en el sesudo informe que leyó Alex. Simplemente se acotaba que se les había enseñado a los ursinoides la forma de trabajar el metal, el uso de las armas químicas y los beneficios de determinadas formas económicas. Se había pensado que así lograrían vencer a los peligrosos slissii, de forma tal que finalmente los seres humanos pudieran venir regularmente, si así lo deseaban, sin encontrarse con una guerra.
Alex pudo imaginar el resto. El entusiasmo de los hokas era enorme. Esta nueva forma de vida era, indudablemente, muy práctica y adaptada a las praderas. Así que ¿por qué no seguir adelante y parecerse a los seres que eran como dioses en todos los aspectos? Hablar inglés con el acento peculiar de las películas, adoptar nombres y vestimentas humanas, costumbres correspondientes, disolver la antigua organización tribal y reemplazarla por ranchos y pueblos. Todo fue fácil. Y divertido.
Los libros y revistas no circularon demasiado. Gran parte de las cosas se fueron transmitiendo oralmente. De allí que se produjeran ciertas lógicas transformaciones.
Pasaron tres décadas. Los hokas maduraron rápidamente; ya existía una generación que había crecido dentro de un marco de cowboys. El pasado había quedado atrás. Los hokas se extendieron hacia el Oeste, a través de las praderas, empujando en su avance a los slissii.
Hasta que los slissii aprendieron, a su vez, a fabricar armas. Entonces, gracias a su mayor talento para lo militar, formaron un ejército de tribus confederadas y comenzaron a hacer retroceder a los hokas. Esta vez probablemente continuarían hasta arrasar las ciudades de la costa. La propensión a la lucha de algunos hokas individualmente considerados no era freno para un gran número de seres mejor organizados.
Y ahora, uno de los ejércitos de indios se acercaba a Canyon Gulch. No debía de estar a muchos kilómetros de distancia, y ciertamente no se veía la forma de detenerlo. Los hokas reunieron a sus familiares y sus pertenencias, abandonando los ranchos para huir. Pero con su habitual ineficacia, la mayoría de los refugiados no iba más allá de este pueblo. Aquí se detenían a comentar lo sucedido, a discutir sobre la necesidad de pelear o de huir, y mientras tanto, a echarse un trago más.
–¿Quieren decir que ni siquiera han tratado de resistir? –preguntó Alex.
–¿Qué otra cosa podíamos hacer? –contestó Slick–. Una mitad no quería saber nada de pelear. La otra mitad tenía, cada uno de ellos, distintas formas de considerar la cosa, y cuando no le hicimos caso a todo esto se enfadaron y se fueron. No nos quedaron muchos.
–¿Y usted, como líder, no pudo pensar en algo para mantenerlos juntos, algún tipo de compromiso o algo, para satisfacer a la mayor parte?
–Por supuesto que no –dijo Slick–. Mi plan es el único acertado.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Alex, dándole un salvaje mordiscón al emparedado que tenía en la mano. La comida le había restaurado las fuerzas, y el brebaje que los hokas llamaban whisky le había dado un ímpetu valeroso.
–El problema básico es que no saben cómo organizar una batalla. Nosotros los humanos sí lo sabemos.
–¡Es un poderoso luchador! –dijo Slick.
Sus ojos brillaban con admiración, según pudo notar Alex con evidente complacencia, al igual que la mayoría de los hokas que había encontrado. Decidió que era realmente halagador, si bien un semidiós tiene sus duros deberes.
–Lo que necesitan es un jefe a quien sigan sin chistar –continuó–. O sea, yo.
–Usted, quiere decir –y aquí Slick inspiró profundamente–. ¿Usted?
Alex asintió impetuosamente.
–Los indios van a pie, ¿verdad? Muy bien. Entonces sé, de acuerdo a la historia de lo sucedido en la Tierra, qué es lo que hay que hacer. Debe haber varios miles de hokas en los alrededores, y todos van armados. Los indios no han de estar preparados para una buena carga de caballería. Pienso dividir en dos sus fuerzas.
–Bueno, bueno, eso sí que no se nos había ocurrido –murmuró Slick.
Hasta Monty y Tex parecían adecuadamente sorprendidos.
Súbitamente, Slick comenzó a dar vueltas por la oficina, en plena excitación.
–¡Iujuuujuuu! –gritó–. Me siento como si hubiera nacido con una pistola en cada mano, y mis compañeros de juego hubieran sido víboras de cascabel. ¡Soy capaz de darle la vuelta a la Luna de un salto, de cabalgar más rápido que nadie y de sacar mi revólver preparado para disparar antes de que otros siquiera tengan tiempo de pensarlo!
–Bueno, ¿no es el grito de guerra habitual en los seres humanos? –respondió Tex, que ya se estaba comenzando a acostumbrar a la ignorancia del humano.
–¡Vamos, vamos! –dijo Slick, abriendo de un golpe la puerta.
Fuera estaba la tumultuosa multitud. El jugador llenó sus pulmones de aire y gritó:
–¡Ensillen los caballos y preparen sus armas!¡Aquí tenemos un ser humano que nos va a ayudar a vencer a los indios!
Los hokas dieron vivas hasta que los falsos frentes de las casas temblaron.
Danzaron, saltaron y dispararon sus armas al aire en plena excitación. Alex sacudió a Slick y gimió:
–No, no, tonto. ¡Ahora no! ¡Tenemos que estudiar la situación, mandar exploradores y trazarnos un plan!
Demasiado tarde. Sus impetuosos admiradores lo levantaron en andas y lo llevaron hasta la calle. No pudo ser oído por encima del ruido que hacían, vanamente trató de mantenerse de pie, y finalmente terminó por no darse bien cuenta de lo que pasaba. Alguien le dio una pistola, que sujetó a su cinturón, sintiéndose como en un sueño. Otro le pasó un lazo, y le dijo:
–¡Ármelo, forastero, y vamos por ellos!
–¡Un lazo!
Alex se dio cuenta, si bien no muy claramente, de que detrás del saloon había un corral. Los reptiles, semisalvajes aún, iban excitados de un lado a otro, ansiosos por los ruidos. Algunos hokas maniobraban diestramente enlazando cada uno su montura.
–Vamos, vamos –rugió una voz– ¡no tenemos tiempo que perder!
Alex estudió al vaquero que tenía más cerca. No parecía que enlazar un animal fuera tan difícil. Si sostenía la soga de aquí y de allá, se la hacia girar sobre la cabeza más o menos así...
Tiró, y terminó dando con su cuerpo en tierra. A través de la nube de polvo que se levantó se dio cuenta de que se había enlazado a si mismo.
Tex le ayudó a levantarse y también le ayudó a quitarse el polvo de las ropas.
–La verdad es que... es que no monto... habitualmente... murmuro.
Tex no dijo nada.
–Tengo un buen caballo para usted –gritó otro hoka, inclinándose en su silla.
–¡Un animal de nervio!
Alex lo miró. El caballo le observó con un brillo malvado en sus ojos. A riesgo de llegar a un juicio apresurado, decidió que no le gustaba demasiado. Pensaba que definitivamente iban a presentarse problemas de interrelación entre él y su cabalgadura.
–Vamos, vamos, ¡a ver si vamos de una vez! –gritaba Slick impacientemente; montaba una bestia que pateaba y coceaba, pero no parecía importarle en absoluto.
Alex tembló, cerró sus ojos, se preguntó cuál seria el pecado que había cometido para que le tocara este castigo, y se dirigió tambaleante hacia su caballo. Varios hokas se habían unido para ensillárselo. Montó. Los hokas soltaron al animal. Existía verdaderamente un conflicto de personalidades.
Súbitamente, el terrestre sintió como si un meteoro, retorciéndose y girando, le hubiera alcanzado. Trató de sujetarse aferrándose a la silla. Las patas delanteras del animal cayeron con un sordo ruido, mientras casi perdía el equilibrio. Le pareció que una granada nuclear había explotado cerca de él.
Si bien el suelo subió para golpearlo con una dureza innecesaria, nunca había imaginado que el sólido suelo podía ser tan bien venido en ese momento.
–¡Uuf! –exclamó Alex, y se quedó inmóvil.
Un silencio de asombro y de incredulidad cayó sobre la asamblea de hokas. Este ser humano no había sabido usar un lazo, y ahora había batido el récord de menor permanencia sobre una silla. ¿Qué clase de terrestre era éste?
Alex se sentó, y se encontró con las miradas de un corrillo de caras peludas y escandalizadas. Débilmente, sonrió y dijo:
–Tampoco soy buen jinete.
–¿Podría decirnos qué diablos sabe hacer? –rugió Monty–. No sabe usar un lazo, no sabe montar, no sabe hablar correctamente, no sabe disparar...
–¡Un momento! –Alex se puso de pie, en forma bastante vacilante–. Admito que no sé usar una serie de cosas que les son habituales porque en la Tierra lo hacemos en forma muy diferente. Pero puedo disparar mejor que cualquier hombre... quiero decir, cualquier hoka. ¡Y a eso apuesto cualquier cosa!
Algunos de los vaqueros parecieron recuperar su perdida esperanza, pero Monty se burló:
–Eso dice.
–Eso digo y pienso probarlo –Alex miró alrededor, buscando un blanco adecuado.
Por primera vez no se sentía preocupado. Era uno de los mejores tiradores con pistolas de rayos de la Flota.
–Tiren una moneda. La voy a agujerear por el centro.
Los hokas comenzaron a mostrar signos de inquietud. Alex pensó que tal vez no fueran buenos tiradores, sin poder medir realmente su capacidad con otros. Slick, con aspecto de gran contento, extrajo un dólar de plata del bolsillo y lo lanzó al aire. Alex sacó su revólver y disparó.
Lamentablemente, las pistolas de rayos no tienen retroceso, pero los revólveres si.
Alex casi se cae de espaldas. La bala rompió un cristal del bar La Ultima Oportunidad.
Los hokas comenzaron a reírse. Era una amarga forma de divertirse.
–Buck –llamó Slick–. Buck, ¡oye, sheriff, ven aquí!
–Si, Slick, para lo que mande.
–No te necesitamos más como sheriff, Buck. Creo que hemos encontrado otro mejor. ¡Dame tu placa!
Cuando Alex se logró poner nuevamente de pie, la estrella brillaba en su uniforme. Y, por supuesto, su propósito de contraatacar había quedado completamente sumido en el olvido.
Se dirigió tristemente hacia el saloon de Pitzen. Durante las últimas horas el pueblo había ido quedando desierto de refugiados, a medida que los indios se acercaban más y más. Pero todavía quedaban algunos que querían tomar un último trago. Esa era la compañía que buscaba Alex.
Ser el bufón oficial no era, eso sí, un problema grave. Los hokas no eran crueles con aquellos a quienes los dioses no habían prodigado sus favores. Pero había destruido lamentablemente el prestigio de los seres humanos en este planeta. El Servicio no apreciaría demasiado este comportamiento suyo.
Había que pensar, por otra parte, que las posibilidades de que se pudiera llegar a conectar con los suyos eran bastante remotas. No podría llegar al Draco antes de que partiera, sin pasar por territorio controlado por los mismos indios que avanzaban sobre Canyon Gulch. Tal vez pasaran años antes de que llegara otra expedición. O tal vez pudiera quedarse allí durante el resto de su vida. Si bien, pensándolo cuidadosamente, tal vez eso no fuera peor que enfrentar la vergüenza que se asociaría con su regreso.
Tristes pensamientos.
–¡Venga, sheriff!, déjeme que le invite a un trago –le dijo una voz cercana.
–Gracias –respondió Alex.
Los hokas tenían la agradable costumbre de agasajar al sheriff cuando entraba en un saloon. Se había aprovechado bastante de los parroquianos, si bien no parecía mejorar demasiado su estado de ánimo, muy deprimido.
El hoka situado a su lado era un espécimen bastante mayor, sin dientes y arrugado.
–Soy del camino de las Niñerías –dijo, presentándose–. Llámeme Niñerías Kid. ¿Qué tal, sheriff?
Alex le estrechó la mano, lúgubremente.
Se abrieron camino hasta la barra. Alex tenía que inclinarse debido a la poca altura de los techos de los hokas, pero no cabía duda que los adornos rococó se ajustaban perfectamente al estilo deseado, incluyendo un pequeño escenario donde tres mujeres hoka, escasamente vestidas, se dedicaban a realizar un número de canto y baile, mientras un hoka con gafas aporreaba un maltrecho piano.
Niñerías Kid le comentó, con tono íntimo:
–Conozco a esas chicas. Bonitas, ¿verdad? ¡De rechupete!
–Uh... si, claro –contestó Alex, considerando que las hokas tenían cuatro glándulas mamarias cada una–. Muy... bien dotadas.
–Se llaman Zunami, Goda y Torigi. ¡Si no fuera tan viejo!
–¿Cómo es que no tienen nombres ingleses? –preguntó Alex.
–Tuvimos que mantener los nombres hokas para las mujeres –le dijo Niñerías Kid; se rascó su cabeza calva–. Ya es bastante complicado con los hombres, contando con más de cien Hopalongs en un mismo pueblo..., pero ¿cómo se pueden diferenciar las mujeres si todas se llaman Jane?
–Bueno, tenemos algunas que se llaman ¡Eh, tú! –dijo tristemente Alex–, y otras que se llaman «Sí, querido».
Le comenzaba a dar vueltas la cabeza. El licor de los hokas era muy poderoso.
Cerca se hallaban dos vaqueros, que discutían con alcohólica vehemencia. Eran dos típicos hokas, lo que para Alex quería decir que sus formas regordetas no se diferenciaban demasiado una de otra.
–Conozco a esos dos. Son de rancho –le dijo Niñerías Kid–. Ese es Slim, y el otro es Shorty.
–¡Oh! –dijo Alex.
Mirando melancólicamente su vaso, escuchó la discusión, que había llegado a la etapa en que se llamaban cosas no muy agradables uno a otro.
–¡Ten cuidado con lo que dices, Slim! –dijo Shorty, tratando de entrecerrar amenazadoramente sus ojillos–. ¡Soy un hombre muy peligroso!
–Qué vas a ser un hombre peligroso –se burló Slim.
–¡Te digo que soy un hombre demasiado peligroso! –chilló Shorty.
–Eres un cabeza loca que debería recibir una buena patada de una mula –dijo Slim–. Y creo que voy a ser yo quien termine por dártela.
–¡Cuando me digas esas cosas –dijo Shorty–, por favor, sonríe!
–Te digo que eres un cabeza loca que debería recibir una patada de una mula –le volvió a decir Slim, y sonrió.
Súbitamente el saloon se llenó del estruendo de los revólveres en acción. Un reflejo muy adecuado hizo que Alex se tirara al suelo. Una bala silbó ominosamente cerca de su oreja. El tronar de las armas continuaba. Se acurrucó en el suelo y comenzó a rezar.
Volvió a reinar el silencio. Una nube de humo de pólvora se elevó en el aire. Unos cuantos hokas salieron de detrás de las mesas y comenzaron nuevamente a beber. Alex buscó los irremediables cadáveres, que supuso debía de haber. Sólo vio a Slim y a Shorty que guardaban los revólveres.
–Bueno –dijo Shorty–, yo pago esta ronda.
–Gracias, amigo –le dijo Slim–, yo pagaré la próxima.
Alex volvió sus ojos desorbitados a Niñerías Kid.
–Nadie resultó herido –gritó al borde de la histeria.
–Por supuesto que no –dijo el viejo hoka–. Slim y Shorty son muy buenos amigos. Rara costumbre esa de los humanos, que un hombre deba intercambiar disparos con sus amigos por lo menos una vez al mes. Pero pienso que tal vez eso los haga más valientes, ¿verdad?
–Ummm... –dijo Alex.
Se acercaron otros a hablar con ellos. Las opiniones parecían estar igualmente divididas entre la idea de que no era un ser humano de verdad, y que realmente lo que sucedía era que los terrestres no resultaban ser lo que decían las leyendas. Pero a pesar de su decepción, no tenían mala voluntad, y le ofrecieron unos tragos. Alex aceptó sediento. No podía pensar en hacer otra cosa.
Habrían pasado una o dos horas, o tal vez diez, cuando Slick entró en el saloon. Su voz se alzó sobre el tumulto:
–Un explorador me trajo las últimas noticias, muchachos. Los indios están a no más de seis o siete kilómetros de aquí, y se acercan rápidamente. Vamos a tener que irnos.
Los vaqueros terminaron sus tragos, rompieron sus vasos y salieron del edificio en una ola de excitación y ansiedad.
–Hay que calmar a la gente –murmuró Niñerías Kid– o vamos a terminar en un tumulto– con gran presencia de ánimo apagó las luces.
–¡Estúpido! –rugió Slick–. Fuera ya es de día.
Alex dio vueltas sin rumbo por el saloon, hasta que el jugador le cogió de la manga.
–Estamos faltos de gente, y tenernos que movilizar mucho ganado –ordenó Slick–. Consiga un caballo manso y vea si puede ayudar.
–Muy bien –dijo Alex, entre hipos.
Estaría bien saber que estaba haciendo algo útil, por poco que fuera. Tal vez lograra ser derrotado en las próximas elecciones.
Siguió un rumbo poco estable hasta el corral. Alguien le dio un pobre caballo, demasiado viejo para no ser dócil. Alex trató de ensillarlo. El animal se escapó.
–Ven para aquí, ¡diablos! ¡Maldito animal!
–Aquí, aquí –dijo un hoka, que se acercó...
¿Un fantasma hoka? ¿Un hoka Superior? ¿Un hoka y otro hoka?... Fue ayudado a montar.
–¡Por Pecos Bill! ¡Está borracho como un cerdo!
–¡No, no! –dijo Alex, con voz estropajosa–. Eshtoy muy shobrio. Son los hoka los que eshtán borrachos. ¿Entiende? Eso es. Sólo los hombres sobrios de hoka son los... borrachos.
Su caballo parecía flotar en una niebla rosa en todas direcciones.
–Soy un cowboy solitario... –cantó Alex–. El cowboy más solitario de por aquí.
Se dio cuenta, más o menos vagamente, de la situación del ganado. Los animales estaban nerviosos, miraban para uno y otro lado y rascaban la tierra con las pezuñas. Una pequeña cantidad de hokas galopaba alrededor de ellos, agitando sus sombreros y tratando de hacer que los animales se dirigieran hacia los senderos adecuados.
–¡Soy un cowboy del Río Grande! –gritó Alex.
–¡No tan fuerte! –protestó un Tex-hoka –¡Estos animales ya están bastante nerviosos!
–¿Quiere que vayan marchando, no es así? –contestó Alex–. ¡Más vale que vayamos saliendo de aquí! Los pieles verdes se acercan. Va a ser fácil hacerlos andar. ¡Miren esto!
Extrajo su pistola, y disparándola al aire dejó escapar un salvaje:
–¡Iujuuu!
–¡Pedazo de imbécil!
–¡Iuuujuuu! –Alex se lanzó hacia el ganado, disparando y gritando a la vez–. A hacerlos andar, cowboy. Vamos, vamos. ¡Yipiiii!
El ganado, por supuesto, se espantó.
Como una marea roja, rompió la débil barrera que formaban los hokas. Los vaqueros se dispersaron; la muerte acechaba en los miles de pezuñas. El Universo parecía resonar con los ruidos las carreras y el alboroto infernal. ¡La tierra temblaba!
–¡Iuuujuuu! –seguía gritando alborozado Alexander Jones; seguía cabalgando detrás de los longhorns, siempre disparando su arma–. ¡Adelante, adelante! ¡Vamos, Silver!
–¡Oh, Dios mío! –se lamentó Slick–. ¡Oh, Dios, Dios mío! ¡El muy estúpido los ha espantado exactamente en la dirección donde se hallan los indios!
–Vamos, vamos, a perseguirlos –gritó un Hopalong-hoka –¡Tal vez podamos lograr que el ganado dé la vuelta!¡No podemos dejar que los indios se queden con esas reses!
–Y también vamos a ver si linchamos a alguien –dijo un Llanero Solitario-hoka–. Apuesto que ese Alexander Jones es un espía de los indios, que mandaron para que hiciera este trabajo para ellos.
Los vaqueros espolearon sus cabalgaduras. El cerebro de un hoka no pensaba en dos cosas a la vez. Si estaban tratando de detener una espantada, el hecho de que fueran a darse de narices con los indios quedaba fuera de toda consideración.
–¡Iupiii... iujujujuuuy! –seguía gritando Alex, en algún lado de aquella enorme nube de polvo.
Envuelto en la rara conciencia del tiempo que da la borrachera, parecía dispuesto a lanzarse cuesta abajo de una colina. Y más allá estaban los slissii.
Los guerreros-reptiles se trasladaban a pie, no siendo anatómicamente capaces de montar. Pero podían correr más rápido que un caballo de los hokas. Sus cuerpos, similares a los de los tiranosaurios, estaban desnudos, salvo por algunas pinturas y adornos de plumas, tal como los primitivos de la galaxia, pero venían armados con rifles, lanzas, arcos y hachas. Formaban una gran masa compacta, disciplinada gracias al ritmo de los tambores. Había miles de ellos... y solamente unos cientos de vaqueros, como mucho, galopando ciegamente hacia sus filas. Alex no vio nada de esto. Situado detrás del ganado espantado, no vio la formación de los indios.
Nadie la vio, para ser exactos. La catástrofe era demasiado grande.
Cuando los hokas llegaron al lugar, los indios, los que no habían sido aplastados por el ganado, se hallaban diseminados por la pradera. Slick llegó a pensar que no iban a parar de correr, huyeron desolados.
–¡A ellos, muchachos! ¡A acorralarlos!
Los hokas se lanzaron al ataque. Unos pocos indios trataron de preparar sus armas, procurando agruparse para presentar cierta resistencia, pero era demasiado tarde. Estaban demasiado desmoralizados, y fue fácil para los hokas vencerlos. Otros fueron alcanzados en la huida, enlazados y atados por los ululantes oseznos metidos a vaqueros.
Tex cabalgó hasta donde estaba Slick. Detrás de su caballo, al final de un lazo, había un indio corpulento, todavía retorciéndose y protestando.
–Creo que atrapé a su jefe –dijo.
–¡Así es! Usa la pintura de guerra de los jefes. ¡Magnífico! Con este rehén podremos hacer que los indios acepten nuestras condiciones. Estoy seguro de que no van a molestarnos durante mucho tiempo.
En realidad, Canyon Gulch había entrado a los textos militares, con Cannae, Waterloo y Xfisthgung, como ejemplo de una victoria total y aplastante.
Lentamente, los hokas comenzaron a reunirse alrededor de Alex. El perdido resplandor de admiración brillaba una vez más en sus ojos.
–Él lo logró –susurró Monty–. Todo el tiempo que se hizo el tonto, sabía cómo detener a los indios.
–Quieres decir, hacerles morder el polvo –corrigió Slick, solemnemente.
–Morder el polvo –asintió Monty–. Lo hizo solo, sin ninguna ayuda. ¡Muchachos, creo que deberíamos pensarlo dos veces antes de volver a desconfiar de un... humano!
Alex se meció en la silla. Se sentía muy mal. Pensaba que había provocado una espantada, que había perdido todo un rebaño de ganado, que había sacrificado la fe que los hokas podían tener en los seres humanos para el porvenir.
Si los nativos lo colgaban, pensó con seriedad, no era más que lo que se merecía.
Abrió los ojos y se encontró con la expresión de adoración que le estaba dedicando Slick.
–Nos salvó –le dijo el pequeño hoka. Se estiró para coger la chapa de sheriff del chaleco de Alex; luego, gravemente, le entregó su Derringer y su baraja–. Nos salvó a todos, terráqueo. Así que, durante el tiempo que se quede con nosotros, será el jugador de Canyon Gulch.
Alex parpadeó. Miró alrededor. Vio la asamblea de hokas reunida, los slissii cautivos, y el campo de batalla... pero... ¡Habían ganado!
Ahora sí que podría llegar al Draco. Con la ayuda de los seres humanos, los hokas podrían lograr un lugar de paz en sus antiguos dominios.
Y el insigne Alexander Braithwaite Jones era un héroe.
–¿Los salvé? –preguntó; todavía no podía controlar bien la lengua–. ¡Oh! ¡Los salvé! Sí, claro, ¿no es verdad? Los salvé. Estuvo muy bien por mi parte –movió negligentemente una mano–. No, no me lo agradezcan. Noblesse oblige, y todo eso.
Un dolor agudo en sus poco acostumbrados glúteos estropeó el efecto heroico. Se quejó.
–¡Me parece que voy a volver andando al pueblo!¡No voy a poder sentarme en una semana!
Y el salvador de Canyon Gulch trató de desmontar, erró al estribo y cayó de bruces.
–¿Saben? –murmuró alguien, muy pensativo–, tal vez sea esa la forma en que los humanos se bajan del caballo. Creo que deberíamos ensayarla...
(¡Vedlo! El pájaro)
Nelson Bond
El Ave del Tiempo apenas tiene luz para el vuelo
y –¡mira!– ya sus alas está tendiendo al cielo.
Fitzgerald - Rubáiyát
No sé por qué me molesto en escribir esto. Es indudable que es el texto más inútil que he escrito en el curso de mi carrera, dedicada a inundar resmas de pulcras cuartillas con torrentes de frases altisonantes. Pero tengo que hacer algo para mantener mi espíritu ocupado y, puesto que he vivido estos sucesos desde el principio, no estará de más que los registre tal como los recuerdo.
Desde luego, el hecho que ahora deje constancia de aquellos primeros días no tiene importancia alguna. Aunque, después de todo, en este momento nada importa. No sé por qué lo hago. Ya no estoy seguro de nada. A no ser que es absurdo que escriba esta historia tan poco importante. Sin embargo, sé que tengo que hacerlo...
Como he dicho antes, viví estos sucesos desde el principio. ¡Valiente afirmación! Su principio es algo que queda para el campo de las conjeturas. Depende de cómo se mida el tiempo. Para algunos comenzó hace cuatro mil años... Los que piensan así son fundamentalistas y partidarios de la cronología de un arzobispo. Quizás principió hace tres mil millones de años, afirman los que poseen aquello que, hasta hace unas pocas semanas, se solía denominar jactanciosamente «un espíritu científico».
Desconozco la verdad sobre ello, como la desconocen todos pero, en lo que a mí se refiere, todo comenzó hace un mes. Aquella noche nuestro Director Urbano, Smitty, me llamó a su despacho para espetarme una pregunta:
–¿Sabe algo de astronomía? –me preguntó con algo de petulancia.
–Desde luego –le respondí–. Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y alguno más.
–¿Cómo? –dijo Smitty, frunciendo el ceño.
–Y Plutón –recordé por fin–. La familia solar. Los planetas según su distancia al Sol. Me pasé un semestre contemplando las estrellas en la escuela. Aunque lo he olvidado en parte.
–Muy bien –respondió el Dire–. Se ha ganado un encargo. ¿Conoce al doctor Abramson?
–¿Quién no le conoce? Es el jefe del observatorio de la Universidad.
–Exactamente. Irá a verle. Según dice, tiene algo muy gordo que comunicarnos.
–¿En coche? –pregunté esperanzado.
–Tome un ómnibus.
–Hablando desde el punto de vista astronómico –indiqué–, un notición podría significar muchas cosas: un cometa que va a chocar con la Tierra, el calor del Sol que desaparece y nos mata a todos de frío...
–El horno no está para bollos –rezongó Smitty–. Hasta medianoche, los ómnibus suburbanos pasan cada veinte minutos.
–Por otra parte –musité–, quizás haya descubierto algún trastorno meteorológico causado por los experimentos atómicos. Si todos se dedican a jugar con bombas de hidrógeno...
–Bueno, en coche –suspiró Smitty–. Vaya.
Abramson era un hombrecillo flaco y cetrino, de ojos obscuros y hundidos. Después de estrecharme la mano me indicó una butaca frente a su mesa de roble amarillo, bajó una lámpara de pie para que su luz no nos molestase y luego cruzó sus dedos blancos y finos, mientras decía:
–Le agradezco que haya venido con tal prontitud, señor...
–Flaherty –le aclaré.
–Pues bien, señor Flaherty, la cosa sucedió así. En nuestra profesión no es costumbre divulgar las noticias a través de la prensa. Lo corriente es que publiquemos nuestras observaciones en revistas técnicas que sólo están al alcance de los especialistas. Pero esta vez, este sistema no me parece adecuado. Tal vez no sería lo bastante rápido. He visto algo en el cielo... que no me gusta nada.
Yo me entretenía dibujando garabatos sobre una hoja de papel doblada.
–¿Qué ha visto, profesor? ¿Un nuevo cometa?
–No estoy seguro de saberlo –repuso Abramson– y aún estoy menos seguro que desee averiguarlo. Pero sea lo que sea, es por completo desusado y lo bastante importante, creo, para autorizarme a dar este paso. Con el fin de obtener confirmación lo antes posible de mis observaciones y de mis temores, me creo en el deber de apelar a los servicios de prensa para difundir esta noticia.
–Todo cuanto valga la pena divulgar y mucho que no merece ser divulgado, ése es el género con que comerciamos –dije–. ¿Qué es lo que ha visto, profesor?
Él me dirigió una mirada sombría que duró un largo minuto. Luego dijo:
–Un pájaro.
Yo lo miré sin ocultar mi sorpresa.
–¿Un pájaro?
Me venían ganas de sonreír, pero la expresión de su mirada no alentaba precisamente al júbilo.
–Un pájaro –repitió–, perdido en las profundidades del espacio. Mi telescopio estaba dirigido hacia Plutón, el planeta más alejado de nuestro Sistema Solar. Este cuerpo celeste gravita a más de seis mil millones de kilómetros de la Tierra.
»Y a esta distancia –dijo con dolorosa decisión–, a esa increíble distancia... ¡He visto un pájaro!
Apercibiéndose de mi expresión de incredulidad, abrió el cajón superior de su mesa, extrajo de él un mazo de copias fotográficas de 18 x 24 centímetros y las extendió ante mí.
–Véalo usted mismo.
La primera fotografía nada me dijo. Mostraba una sección de espacio cubierta de estrellas... la típica fotografía que aparece en los manuales de astronomía. Pero en ella se había trazado un rectángulo de líneas blancas. La segunda foto era una ampliación de aquel cuadrado, mostrando la zona escogida. El campo visual era mayor y más brillante; miríadas de estrellas relucientes difundían un resplandor plateado sobre toda la placa. Sobre aquella nebulosa radiante se destacaba con gran precisión de líneas la negrísima silueta de un ser que tenía la apariencia de un pájaro en pleno vuelo.
Aventuré una indecisa explicación racional:
–Muy interesante. Aunque, según creo, doctor Abramson, se han fotografiado muchas zonas obscuras en el espacio. El Saco de Carbón, por ejemplo. Y la nebulosa negra de...
–Es cierto –reconoció–. ¿Pero quiere mirar la siguiente fotografía?
Examiné la tercera fotografía y sentí por primera vez el frío de aquel terror helado que ya no me habría de abandonar durante las semanas siguientes. La foto mostraba otra parte de la zona comprendida en la segunda fotografía. Pero la silueta negra había cambiado. Lo que aparecía sobre el fondo de estrellas seguía siendo el perfil de un pájaro..., pero su forma era distinta. Un ala que antes estaba alzada aquí se había abatido; las posturas del cuello, cabeza y pico habían sufrido una alteración sutil pero definida.
–Esta fotografía –dijo Abramson con voz desprovista de emoción –fue tomada cinco minutos después de la primera. Sin tener en cuenta el cambio en la apariencia de la... imagen y considerando únicamente la posición relativa del objeto en el espacio, indicada por el paralaje, he calculado que el objeto que produce esta imagen debe viajar a una velocidad aproximada de doscientos mil kilómetros por minuto.
–¡Cómo! –exclamé–. Eso es imposible. En la Tierra no hay nada que pueda viajar a tal velocidad.
–En la Tierra, no –convino Abramson–. Pero los cuerpos cósmicos sí pueden. Y aunque presente el aspecto de un ser vivo, este objeto o lo que sea no deja de ser un cuerpo cósmico.
»Por eso –prosiguió con displicencia–, le he pedido que viniese. Esto es lo que quiero que cuente. ¿Comprende ahora por qué no podemos perder ni un minuto?
–Puedo escribir un artículo –dije–, pero nadie lo creerá.
–Quizás no lo crean... por un tiempo. Sin embargo, hay que divulgarlo. De momento, el público quizá se ría. Pero otros observatorios comprobarán mi descubrimiento y llegarán a las mismas conclusiones que yo. Esto es lo importante. Sin miedo a las consecuencias, sean éstas las que sean, debemos saber la verdad. El mundo tiene derecho a saber la amenaza que se cierne sobre él.
–¿Amenaza? ¿Cree usted que existe una amenaza?
Él asintió lenta y deliberadamente.
–Sí, Flaherty; sé que existe. Es esas fotografías hay algo que usted no ha visto, pero que cualquier matemático deduciría instantáneamente: que esa cosa... pájaro, bestia, máquina o lo que sea... sigue un rumbo previsible. Y este rumbo la lleva directamente hacia... ¡el Sol!
Mi entrevista con el sabio dejó completamente desconcertado a Smitty. La leyó con rapidez, refunfuñó, volvió a leerla, más despacio y con la frente arrugada. Luego cayó como una tromba sobre mi mesa.
–Vamos, Flaherty –me dijo con tono quejoso e indignado–. ¿Qué es todo esto? ¿Qué demonios significa?
–Es una noticia –le dije–. Usted me envió por ella. Es lo que me contó Abramson.
–Ya lo sé. Pero..., ¡un pájaro! ¿Qué historia es esa?
Yo me encogí de hombros.
–Francamente, no lo sé. El doctor Abramson la consideró importante. ¿Y si el pobre se hubiese vuelto loco? Quizás tiene un roc3 en la cabeza.
lápiz mientras mascullaba algo muy poco cortés respecto a los astrónomos en general y Abramson en particular.
–Supongo que no tendremos más remedio que publicarlo –dijo–. Pero no tengo el menor deseo de hacer el ridículo. Así es que dele usted un tono festivo y ligero. Así estaremos a salvo si intentan tomarnos el pelo.
Esto es lo que hicimos. Lo publicamos en una página interior sin omitir nada y con las fotografías de Abramson, como un artículo especial, de tono ligeramente humorístico, aunque sin burlarnos abiertamente de él. Después de todo, era el director del Observatorio. Pero tocamos con sordina todo el lado científico. Redacté de nuevo aquel cuento increíble en el estilo que solemos utilizar para dar informes sobre platillos volantes y hablar de la serpiente de mar.
Desde luego, este tono no era el más adecuado para que se lo tomasen en serio. Mas, para ser justos con Smitty, ¿cómo podía él saber que aquel cuento acabaría con todos los cuentos? ¿Que sería el mayor notición periodístico de su vida o de la de cualquier otro periodista?
Que el lector piense en la primera vez que lo leyó y sea sincero. ¿Se imaginaba, entonces, que aquello era cierto y que había que aceptarlo como el evangelio?
Pronto comprobamos nuestro error. La reacción producida por aquella disparatada historia fue rápida y sorprendente. Apenas llevaba una hora el Informativo en las calles cuando nuestros teléfonos comenzaron a sonar.
Esto, en sí, no era raro. Cualquier artículo fuera de lo corriente destapa una docena de chiflados. Debemos descontar la confirmación aportada por un astrónomo aficionado local que nos comunicó haber comprobado la veracidad de la observación de Abramson. Esta información, posiblemente seria, se vio sepultada bajo una docena de informes igualmente sinceros, pero a los que había que prestar mucho menos crédito, procedentes de otros tantos «testigos» visuales que también aseguraban haber visto un ave gigantesca que cruzaba los cielos durante la noche. La mitad de estos comunicantes describían las características del ave; uno de ellos aseguraba incluso haber oído su llamado.
Dos antiguos localizadores de aviones pertenecientes a la defensa civil nos llamaron para identificar el objeto como un B-29 y un Super-reactor ruso. Aunque ambas identificaciones no coincidían, sus autores las presentaban con igual aplomo. Un miembro de la Sociedad Audubon identificó el pájaro con una figura de color rubí que, en su opinión, alguien había situado ante el telescopio cuando funcionó la cámara fotográfica. Un predicador ambulante de un obscuro culto se presentó en nuestra redacción para informarnos con gozo salvaje que aquél era el auténtico pájaro profetizado en el Libro de las Revelaciones y que el fin del mundo sonaría de un momento a otro.
Estos eran los chiflados. Pero lo que resulta extraño es que las llamadas que llegaron a nuestra redacción durante las próximas veinticuatro horas no proviniesen de desequilibrados ni fanáticos. Algunas eran de gran importancia, no sólo para sus instigadores, sino para el mundo científico y la Humanidad en general.
Habíamos enviado un extracto de la noticia a la Associated Press. Con gran asombro por nuestra parte, esa agencia nos solicitó inmediatamente más material informativo, incluyendo copias de las fotografías de Abramson. Las grandes revistas nacionales se mostraban aún más ansiosas. Enviaron por avión a sus redactores a la capital y habían pedido a Abramson una segunda versión de su relato, antes que nosotros pudiésemos darnos cuenta que habíamos lanzado la noticia más sensacional del año.
Entretanto, y lo que es aún más importante, los astrónomos esparcidos por todo el mundo enfocaron sus telescopios a la zona donde el Doctor Abramson había localizado el extraño objeto. Y antes de veinticuatro horas, para gran consternación de aquellos que, como Smitty y yo, habíamos considerado aquello como una broma descomunal, empezaron a llegar confirmaciones de todos los observatorios que gozaban de buenas condiciones para la observación. Por si aún fuese poco, los matemáticos comprobaron los cálculos de Abramson acerca de la velocidad y trayectoria del objeto. El pájaro, cuyo tamaño, según los cálculos, era mayor que el de cualquier planeta del Sistema Solar, se hallaba en la proximidades de Plutón... y se acercaba al Sol a una velocidad de más de doscientos millones de kilómetros por día.
A fines de la primera semana, el pájaro era visible a través de un telescopio mediano. La historia fue creciendo como una bola de nieve que al rodar se llevaba todo cuanto encontraba a su paso. Un sujeto que se presentó como miembro de la Sociedad Forteana4 se presentó a nuestra redacción blandiendo un mamotreto en el que nos señaló una docena de párrafos que, según él, demostraban que objetos similares se habían visto en el cielo sobre diversos lugares del mundo, en un período que abarcaba varios centenares de años.
Lamentaba la existencia del periodismo sensacionalista y su funesto efecto sobre la juventud de nuestra patria. Las Hijas de la Revolución Americana aprobaron una resolución según la cual se calificaba a la extraña imagen como una nueva arma secreta de los dirigentes del Kremlin, pidiendo que se tomasen medidas inmediatas –indefinidas pero drásticas– por parte de las autoridades. Una junta especial de la Asociación local de Clérigos nos visitó para advertirnos que la patraña que habíamos puesto en circulación minaba la fe religiosa de la comunidad; nos pidieron que publicásemos una retractación completa en nuestro próximo número.
A aquellas alturas, esto constituía ya una completa imposibilidad. Antes de terminar la segunda semana, bastaban unos gemelos para ver aquella mancha negra en el cielo. A medianoche de la tercera semana se la podía distinguir a simple vista. En las calles se formaron compactos grupos cuando esto se supo y, los que estaban dotados de una vista de lince, aseguraban distinguir el rítmico batir de aquellas tremendas alas, que entonces eran ya familiares a todos debido a las docenas de fotografías que se habían publicado en todos los periódicos y revistas de alguna importancia.
El cadencioso batir de aquellas alas monstruosas era uno más de los misterios inexplicables –o inexplicables por el momento– que rodeaban a aquel ser del más allá. Por más que se esforzaban los físicos por asegurar que de nada sirven las alas en el vacío y que el vuelo alado sólo es posible donde existen corrientes aéreas sustentadoras, el hecho es que el pájaro volaba. Si aquellas alas colosales se agitaban, como algunos creían, en una atmósfera interestelar desconocida para la ciencia terrestre, o si batían sobre rayos de luz o haces de cuantos, como otros pretendían, esto no eran más que bagatelas ante aquel único hecho firme e incontrovertible: el pájaro volaba.
Al comenzar la cuarta semana, el ave del espacio alcanzó Júpiter y lo empequeñeció... era un siniestro intruso negro, igual en tamaño a cualquiera de los vecinos cósmicos que el hombre conocía.
Abramson y yo estábamos a solas en su despacho. El astrónomo estaba fatigado y me pareció que algo enfermo. Su sonrisa era precaria y sus palabras habían perdido su viveza y animación.
–Bueno, ya tengo lo que quería, Flaherty –admitió–. Quería una acción pronta e inmediata... y ya la tengo. Aunque no puedo imaginar para qué nos servirá. El mundo reconoce el peligro en que se halla, pero se ve impotente para conjurarlo.
–Ha atravesado el cinturón de asteroides –dije– y ahora se aproxima a Marte, sin dejar de avanzar hacia el Sol. Todos se preguntan por qué su presencia en el interior del Sistema Solar no altera las leyes de la mecánica celeste. Según dichas leyes, debiera haber producido un verdadero cataclismo. Un ser de ese tamaño, con su fuerza de atracción...
–Desecha los viejos conceptos, muchacho. Ahora nos enfrentamos con algo nuevo y extraño. ¿Quién conoce las leyes que gobiernan al Pájaro del Tiempo?
–¿El Pájaro del Tiempo? Me parece recordar esa frase.
–Claro –con voz lúgubre citó–: «El Ave del Tiempo apenas tiene luz para el vuelo y, ¡mira!..., ya sus alas está tendiendo al cielo».
–Eso es de los Rubáiyát –dije, acordándome de pronto.
–Sí. Como usted sabe, Omar era astrónomo además de poeta. Debió de saber, o conjeturar, algo de esto –Abramson indicó el cielo con un gesto–. A decir verdad, muchos antiguos parecían saber algo sobre esto. Durante estas últimas semanas he realizado muchas averiguaciones, Flaherty. Es sorprendente el número de referencias que se hallan en antiguos textos acerca de una enorme ave del espacio... referencias que hasta hace poco no parecían tener mucha importancia, pero ahora encierran un significado gravísimo.
–¿Puede citarme algunas?
–Son principalmente mitos y leyendas. Existieron en un centenar de razas desaparecidas. El mito maya de la golondrina del espacio, el Quetzalcoalt tolteca, el pájaro de fuego ruso, el fénix de los griegos.
–Aún no sabemos si es un pájaro –argüí.
Él se encogió de hombros.
–Poco importa que sea un pájaro, un mamífero gigante, un pterodáctilo o cualquier otro ser semejante construido a escala cósmica. Quizá sea una forma biológica ajena a todo cuanto conocemos, algo que sólo podemos intentar describir en términos terrestres mediante analogías conocidas. Los antiguos le llamaron pájaro. Los fenicios rendían culto «al pájaro que era y volverá a ser». Los persas se refirieron al fabuloso roc. Existe una leyenda aramea sobre el ave gigantesca que gobierna y engendra mundos.
–¿Engendra a los mundos?
–¿Qué otra cosa podría motivar su venida? –inquirió el sabio–. ¿Es que no le dice nada su enorme tamaño? –me dirigió una pensativa mirada antes de añadir–: ¿Flaherty, qué es la Tierra?
La extraña pregunta me sorprendió.
–Pues el mundo en que vivimos. Un planeta.
–Sí. Pero, ¿qué es un planeta?
–Una unidad del Sistema Solar. Un miembro de la familia del Sol.
–¿Está usted seguro? ¿O se limita a repetir de memoria lo que le enseñaron en la escuela?
–Sí, repito lo que me enseñaron. ¿Pero qué otra cosa puede ser?
–Nuestro globo –me respondió él a regañadientes– pudiera no formar parte de la familia solar. Se han esbozado muchas teorías, Flaherty, para explicar la existencia de la Tierra en este minúsculo segmento del universo que llamamos el Sistema Solar. Ninguna de ellas puede demostrarse que sea falsa. Mas por otra parte, tampoco puede demostrarse que sean ciertas.
»Para empezar, tenemos la hipótesis nebular; la teoría según la cual la Tierra y sus planetas hermanos nacieron al contraerse el Sol. En realidad, eran pequeños glóbulos de materia solar que se enfriaron en órbitas abandonadas por su progenitor, que al condensarse se contraían. Un último retoque de esta teoría nos convierte en el producto de materiales procedentes de un sol gemelo al nuestro.
»Las teorías planetesimales y de las mareas están basadas en la presunción que, en tiempos remotísimos, otro sol pasó rozando al nuestro y que los planetas son los retoños de aquel antiguo y ardiente encuentro en el espacio.
»Cada una de estas teorías tiene sus partidarios y sus detractores; cada una tiene sus comprobantes y sus dificultades. Ninguna de ellas puede demostrarse o refutarse totalmente.
»Pero... –y se agitó inquieto– existe otra posibilidad que, por cuanto he podido saber, nunca ha sido abordada, pese a que es tan válida como una cualquiera de las que he mencionado. Y a la luz de lo que ahora sabemos, me parece más probable que cualquier otra.
»Según esta teoría, ni la Tierra ni los restantes planetas tendrían nada que ver con el Sol. Ni forman ni han formado parte jamás de su familia. El Sol no sería más que una comodidad puesta en el espacio.
–¿Una comodidad? –pregunté con el ceño fruncido–. ¿Una comodidad para quién?
–Para el pájaro –respondió Abramson sin la menor alegría–. Para el gran pájaro que es nuestro progenitor. Imagínese usted, Flaherty, que el Sol no es más que una incubadora cósmica. Y que el mundo sobre el que vivimos no es más que... un huevo.
Le miré de hito a hito.
–¿Un huevo? ¡Qué cosa tan fantástica!
–¿Le parece fantástica? Pues mire esas fotografías, lea los artículos de los periódicos, vea con sus propios ojos cómo se aproxima el pájaro y después de esto diga: ¿puede existir algo más increíble aún que lo que nos está sucediendo?
–¡Pero un huevo! Los huevos tienen una forma característica, ovoide.
–Los huevos de algunos pájaros, sí. Pero los del chorlito tienen forma de pera, los de la ganga son cilíndricos y los del somormujo son bicónicos. Hay huevos en forma de huso y de lanza. Los huevos de los búhos y de los mamíferos son generalmente esferoides. Como lo es la Tierra.
–¡Pero los huevos tienen cáscara!
–La Tierra también. La corteza terrestre sólo tiene un espesor de sesenta y cinco kilómetros... grosor que, para un cuerpo de su tamaño, es comparable totalmente al que tiene el cascarón de un huevo. Además, es un cascarón liso. La mayor altura terrestre está constituida por el Monte Everest, con ocho mil metros y algo más; su mayor profundidad es la fosa de las Carolinas en el Pacífico, con cerca de once mil. Una variación máxima de menos de veinte kilómetros. Para notar estas irregularidades en un modelo a escala reducida de la Tierra se requeriría el tacto delicadísimo de un ciego, pues ni la mayor altura ni la mayor profundidad serían apenas perceptibles.
–Sin embargo –dije con desesperación– no es posible que tenga usted razón. Ha pasado por alto el hecho más importante. ¡Los huevos contienen vida! Los huevos albergan los embriones del ser que los engendró. Los huevos se resquebrajan y...
Me interrumpí súbitamente. Abramson asintió, balanceándose en su vieja y crujiente silla giratoria, que crujía al compás de su monótono ademán de asentimiento. Había tristeza en su mirada y en su voz cuando dijo cansadamente:
–Aun así. Aun así...
Así fue como lancé mi segundo artículo sensacional. Aún fui lo bastante estúpido como para tratar de quitarle importancia; ahora no lo hubiera hecho. Aunque ahora todo me parece distinto. Creo que el lector me comprenderá. La llegada del pájaro fue algo tan extraordinario, tan descomunal, que empequeñeció e hizo parecer insignificante todo lo que antes nos parecía grande, importante y capaz de hacer temblar al mundo.
¡Capaz de hacer temblar al mundo!
Seré breve. Ya sé que relatar esta historia es perder el tiempo. Sin embargo, es posible que en ella existan algunos hechos aislados que el lector no conozca. Y, además, tengo que hacer algo, lo que sea, para dejar de pensar.
El lector recordará aquella fúnebre cuarta semana y la manera como el pájaro se iba acercando inexorablemente. Entonces fue cuando se resolvió llamarlo pájaro. Nadie estaba seguro de si era un ave u otro tipo de animal alado, pero los hombres están acostumbrados a dar nombres familiares a las cosas. Y aquella esbelta forma negra de tremendas alas, patas provistas de espolones y un pico largo, cruel y encorvado, parecía más un pájaro que otro animal cualquiera.
Además, había que tener en cuenta la teoría de Abramson sobre el mundo-huevo. El público, al conocerla, la puso en duda con la furiosa esperanza que fuese falsa..., pero temiendo en el fondo que fuera cierta. Importantes personajes preguntaron qué se podía hacer. Consultaron a Abramson y éste les dio su consejo, reconociendo que podía equivocarse. Pero si tenía razón, sólo había una esperanza de salvación: la vida que albergaba la Tierra en su seno debía ser extinguida.
Ante un comité especial nombrado por el presidente para hacer frente a la situación, Abramson dijo:
–Es mi creencia que el pájaro ha venido para buscar su cría, encerrada en el huevo que depositó Dios sabe cuántos millones de años hace, junto a esa cálida incubadora que es nuestro Sol. Su sabiduría o su instinto le dice que ha llegado el momento en que el polluelo debe romper el cascarón, y ha venido para ayudar a su cría a salir de su encierro.
»Pero sabemos que las hembras de los pájaros no rompen por sí solas el cascarón de sus huevos. Se limitan a ayudar al polluelo a salir de su cascarón, pero ellas nunca iniciarán la acción liberadora. Provistas de un curioso sentido, parecen saber cuáles son los huevos que no albergan vida en su interior, para apartarse de ellos sin tocarlos.
»Aquí, señores, reside nuestra única esperanza. La corteza terrestre tiene un espesor de sesenta y cinco kilómetros. Disponemos de nuestros ingenieros y técnicos; tenemos también la bomba atómica. Si la Humanidad tiene que vivir, el huésped del que nosotros solamente somos unos parásitos debe morir. Esta es la solución que ofrezco. El resto os compete a vosotros.
Los dejó enzarzados en sus discusiones en el Capitolio de Washington y regresó a su casa. Según me dijo al día siguiente, abrigaba pocas esperanzas en que se llegase a un acuerdo concreto con tiempo suficiente. Creo que Abramson, por lo que pude ver, ya se había resignado a lo inevitable, entregando con una triste sonrisa a la Humanidad a su suerte. Una vez me dijo que la burocracia había llegado a su final, sentenciándose a muerte con su propio papeleo.
Entretanto, el pájaro seguía avanzando hacia el Sol. Al día vigésimoctavo alcanzó su mayor proximidad con la Tierra y pasó de largo. Ni yo sé ni los científicos pudieron explicar por qué nuestro globo no saltó en pedazos a consecuencia de la atracción de aquella masa gigantesca. Quizás porque la ley de Newton no pasa de ser una teoría, sin aplicación práctica. No lo sé. Si hubiese tiempo, valdría la pena examinar de nuevo los hechos y descubrir la verdad acerca de ésta y otras cosas. Sea como fuere, la verdad es que sufrimos muy poco a causa de su proximidad. Hubo grandes mareas y fortísimos vendavales; las partes de la Tierra propensas a terremotos experimentaron algunos ligeros temblores. Y ahí terminó todo.
Entonces conseguimos una especie de tregua. Todo el mundo se acuerda de cómo el pájaro se detuvo en su vuelo inalterable para cernerse durante dos días enteros sobre el menor de los planetas de nuestro sistema... el que llamamos Mercurio. En realidad, parecía como si buscase algo, volando en amplio círculo entre Mercurio y el Sol.
Abramson opinaba que buscaba algo, algo que no podía encontrar porque ya no se encontraba allí. Según dijo Abramson, unos astrónomos creían que en otros tiempos hubo un planeta que giraba entre Mercurio y el Sol. Algunos observadores del cielo lo vieron hasta fecha tan reciente como el siglo XVIII, llamándolo Vulcano. Este planeta había desaparecido; quizás cayó en el Sol, según opinaba Abramson. Y ésta es también la conclusión a que pareció llegar el pájaro, porque tras una inútil búsqueda, se alejó del Sol para acercarse al más próximo de sus retoños que aún permanecía intacto.
¿Debo recordar aquí lo que sucedió aquel día espantoso? Creo que no, pues ningún hombre viviente olvidará jamás lo que vio entonces. El pájaro se aproximó a Mercurio, deteniéndose para cernerse inmóvil sobre un planeta que parecía una simple mota bajo la sombra de aquellas alas gigantescas. En las calles, los hombres lo vieron. Yo lo vi con mayor detalle, porque estaba junto a Abramson en el observatorio de la Universidad, observando la escena con ayuda de un telescopio.
Vi la primera y delgada grieta que corrió por la superficie de Mercurio, y el curioso licor fluido que rezumaba de aquel mundo moribundo. Observé la espeluznante eclosión de aquel ser pequeño, húmedo y huesudo –grosero simulacro de su monstruosa madre–, del huevo en el que había permanecido durante un período de tiempo incalculable, pues tan largo era el período de gestación de un ser tan vasto como el espacio y tan antiguo como el tiempo. Vi como la madre tendía su gigantesco pico para ayudar a su cría a librarse de su cascarón, ya innecesario; me quedé horrorizado al ver salir de él al monstruoso engendro que agitó tímidamente sus alas aún inseguras, secándolas bajo los rayos abrasadores del astro que fue su incubadora.
Y vi como los desgarrados jirones de un mundo caían en espiral hacia el sol, que se convirtió en su pira mortuoria.
Fue entonces cuando finalmente la Humanidad se decidió a entrar en acción. Los que aún dudaban terminaron por convencerse, los que ponían objeciones al plan de Abramson, so pretexto de «gastos innecesarios» y proyectos disparatados, fueron reducidos al silencio. Quedaron olvidados egoísmos y ambiciones, diferencias políticas y luchas internas. El mundo condenado tembló al borde del abismo... y una raza de parásitos decidió vender caras sus vidas.
En las grandes llanuras desérticas de Norteamérica se erigió frenéticamente el complicado mecanismo que debía realizar el más grande proyecto de la Humanidad... la Operación Vida. Llegaron hasta aquel desierto mineros, ingenieros, constructores, físicos nucleares, técnicos en operaciones de perforación y sondeo. Todos juntos comenzaron su tarea, trabajando noche y día con una celeridad que hasta entonces se había considerado imposible. Allí siguen trabajando en estos momentos, en este preciso instante, mientras yo escribo estas líneas. Luchan con desesperación para ganar un segundo, se esfuerzan por todos sus medios y recursos para alcanzar y destruir, antes que venga el pájaro, la vida que alberga nuestro mundo.
Hace una semana el pájaro se trasladó a Venus. Durante estos siete días hemos observado su progreso. No podemos ver gran cosa a través del velo de brumas eternas que rodea a nuestro planeta hermano, así que no sabemos en qué ha estado ocupado el pájaro durante un tiempo que nos ha sido precioso. Sea lo que sea lo que le ha retenido, estamos contentos de su demora. Esperamos y vigilamos. Y mientras vigilamos, no dejamos de trabajar. Y mientras trabajamos, elevamos nuestros ruegos al Cielo...
Así es que no puedo hablar propiamente de un fin de este relato. Como ya he dicho más arriba, no sé por qué me molesto en escribirlo. La solución aún no está preparada. Si triunfamos en nuestro empeño, habrá tiempo más que suficiente para referirlo todo con detalle... el relato completo y bien documentado de la batalla que actualmente se libra en los cálidos arenales de Arizona. Y si fracasamos... entonces este relato ya no tendrá ninguna razón de ser, pues no habrá nadie para leerlo.
Lo que más inquietud nos causa no es precisamente el pájaro. Si cuando venga desde Venus encuentra aquí un cascarón silencioso e inanimado, pasará de largo, según creemos y esperamos, en dirección a Marte, a Júpiter y los mundos exteriores.
Esperamos que así todo termine felizmente. Muy pronto nuestros taladros atravesarán la corteza terrestre, para penetrar más allá de ella y clavarse en los tegumentos del monstruo que dormita en el seno de nuestro mundo.
Mas otra inquietud nos atormenta. ¿Y si, antes que la madre se aproxime, su cría se despierta y trata de liberarse del cascarón que lo aprisiona? Si tal cosa ocurriese, nos ha advertido Abramson, nuestro trabajo debe proseguirse con la celeridad del rayo. En cuanto la cría comience a golpear, hay que matarla... o de lo contrario la suerte de la Humanidad está echada.
Y he aquí la otra razón que me impele a escribir: Para evitar que me asedien pensamientos que no quiero oír. Porque...
Porque a primeras horas de esta mañana se han empezado a escuchar golpes en la Tierra...
Duelo en Syrtis
Poul Anderson
La noche entregaba su mensaje, nacido a muchas millas de aquella soledad, llevado por el viento, repetido por los líquenes y los árboles enanos, transmitido de unas a otras por las pequeñas criaturas que se escondían bajo las peñas, en cuevas, o a la sombra de las móviles dunas. Sin palabras, pero despertando un obscuro impulso de miedo que repercutía en el cerebro de Kreega, corría la advertencia:
–Están cazando otra vez.
Kreega se estremeció ante una súbita ráfaga de viento. La noche profunda lo rodeaba por todos lados, desde la férrea amargura de las colinas a las resplandecientes y móviles constelaciones, a años luz sobre su cabeza, y advirtió que sintonizaba sus temblorosas percepciones con la maleza, con el viento y con las pequeñas plantas ocultas a sus pies, al dejar que la noche le hablara.
Estaba solo. No había ningún otro marciano en cien millas a la redonda; únicamente los pequeños animales y matorrales estremecidos por el agudo y triste soplo del viento.
El grito sin voz de la muerte corría por el matorral de planta en planta, encontrando un eco en los aterrados pulsos de los animales y en las rocas que lo reproducían por reflexión.
Kreega se cobijó bajo un alto risco. Sus ojos, como lunas amarillas, relumbraban en la obscuridad, plenos de terror y de frío aborrecimiento. El exterminio se iba realizando implacablemente en un círculo de diez millas a la redonda, dentro del cual se hallaba, y pronto el cazador vendría tras él. Miró el indiferente relucir de las estrellas y se estremeció.
Todo comenzó pocos días antes, en la oficina del comerciante Wisby.
–Vengo a Marte para llevarme un «buhito» –explicó Riordan.
Wisby observó al otro hombre por encima de sus lentes, calibrándolo. Aun en rincones olvidados por Dios, como en aquel Puerto Armstrong, se escuchó hablar de Riordan, heredero de una empresa de navegación aérea que él extendió por todo el sistema; también era famoso como cazador de piezas mayores. Desde los dragones de fuego de Mercurio hasta los helados reptiles de Plutón, lo cazó todo. Excepto, claro está, un marciano; cuya caza estaba prohibida por entonces.
–Ya sabe que es ilegal. Son veinte años de condena si lo atrapan –advirtió Wisby.
–¡Bah! El comisionado para Marte está ahora en Ares, a la mitad del ecuador del planeta. Si vamos decididos a nuestro objetivo, ¿quién va a enterarse? –Riordan terminó de un sorbo su bebida–. De lo que estoy bien convencido es que, dentro de otro año, habrán estrechado tanto la vigilancia que será imposible conseguir algo. Esta es la última oportunidad que dispone alguien para adjudicarse un buhito, y por eso estoy aquí.
Wisby, indeciso, miró por la ventana. Un terrícola, en traje de vuelo y casco transparente, bajaba la calle, y una pareja de marcianos se recostaba contra la pared. Por lo demás, nada en absoluto. La vida en Marte no era muy grata a los humanos.
–¿No habrá caído usted en esa martofilia que hace estragos en la Tierra? –preguntó Riordan, despreciativo.
–¡Oh, no! –repuso Wisby–. Pero los tiempos han cambiado. No se puede evitar.
–Antes fueron esclavos –gruñó Riordan–.
–Sí, los tiempos cambian –repitió suavemente Wisby–. Cuando los primeros hombres llegaron a Marte, hace cien años, la Tierra concluía de padecer las Guerras Hemisféricas, las peores que el hombre conoció. Ellas hundieron e hicieron odiosas las viejas ideologías de Libertad e Igualdad. Las personas se volvieron recelosas y rudas. Tenían que existir, que sobrevivir. No fueron capaces de comprender a los marcianos ni pensar en ellos sino como en animales inteligentes. ¡Eran unos esclavos tan útiles! Podían alimentarse con poca comida, calor y oxígeno, y hasta eran capaces de aguantar quince minutos sin respirar. Y la de los marcianos se convirtió en una hermosa caza, la de unos seres inteligentes que podían escapar en muchas ocasiones, y aún arreglárselas para matar al cazador.
–Ya lo sé –contestó Riordan–. Por eso quiero cazar uno. Si la pieza no tiene defensa, la caza no es divertida.
–Pero ahora es distinto –prosiguió Wisby –. La Tierra ha permanecido en paz un largo tiempo. Una de las primeras reformas fue la de terminar con la esclavitud marciana.
Riordan lanzó un juramento.
–No tengo tiempo de filosofar con usted. Si puede conseguir que cace a un marciano, se lo agradeceré.
–¿Cuánto?
Hubo entre ellos un breve regateo antes de fijar una cifra. Riordan estaba provisto de fusiles y de una lancha cohete, pero Wisby debía suministrar el material radiactivo, un «halcón» y un perro. El precio final resultó elevado.
–Y ahora, ¿dónde consigo mi marciano? – inquirió Riordan, y señalando con un gesto a los dos que había en la calle, añadió.
–¡Atrape a uno de esos y suéltelo en el desierto!
Ahora le tocó a Wisby mostrarse despreciativo.
–¿A uno de esos? ¡Bah! ¡Vagabundos de ciudad! Un terrícola le daría a usted más guerra.
Los marcianos no parecían impresionantes. De algo más de un metro de estatura, sus piernas eran flacas y sus pies estaban provistos de garras y sus brazos terminaban en cuatro huesudos y ágiles dedos. Tenían el pecho amplio y robusto, pero la cintura era ridículamente estrecha. Eran vivíparos, de sangre caliente, y amamantaban a sus hijos; pero estaban cubiertos de plumaje gris. Las cabezas redondas estaban armadas de curvados picos, tenían enormes ojos ambarinos y las orejas rematadas por penachos de plumas, que justificaba su apodo de «buhitos». Vestían sólo cinturones con bolsillos y llevaban agudos puñales. Ni siquiera los liberales de la Tierra estaban dispuestos a permitir a los indígenas el uso de armas modernas. Había demasiados agravios acumulados.
–Lo que usted necesita –dijo Wisby– es un marciano de la vieja época, y yo sé dónde hay uno. Extendió un mapa sobre el escritorio, y dijo: –Mire usted aquí, en las colinas de Hraef, a unas cien millas. Estos marcianos tienen una larga vida, quizás de dos siglos, y este sujeto, Kreega, ha merodeado por ahí desde que llegaron los primeros terrícolas. Dirigió muchos ataques marcianos en los primeros tiempos, pero desde la paz y amnistía general, vive solitario allá arriba, en una de las torres derruidas. Se trata de un viejo guerrero. Viene por aquí de cuando en cuando y trae pieles y minerales para cambiar; por eso sé algo sobre él –y los ojos de Wisby destellaron con rencor–. Nos haría usted un favor disparando sobre ese maldito arrogante. Ronda por aquí como si este sitio le perteneciera. Le sacará jugo a su dinero cazándolo.
La fuerte cabeza de Riordan asintió, con satisfacción. El cazador tenía un halcón y un perro. Aquello era malo para la presa. El perro podía seguir su rastro por el olor y el pájaro, localizarlo desde lo alto.
Kreega se sentó en una cueva mirando, entre las arenas, matojos requemados por el sol y rocas socavadas por el viento, y a varias millas de allí, los destellos metálicos del cohete posado en el suelo. El cazador era una pequeña mancha en el enorme paisaje estéril, un insecto solitario que se movía bajo el rojo anaranjado del cielo. Un débil y pálido sol se vertía sobre las rocas pardas, ocres o rojizas, sobre los bajos y polvorientos matorrales espinosos, los retorcidos arbustos y la arena que se movía débilmente entre ellos.
Solitario o no, el cazador tenía un arma, llevaba animales, y hasta un aparato de radio en la nave-cohete con el que llamar a sus compañeros. Y la muerte trazaba en torno a ellos dos un círculo encantado, que Kreega no podría franquear sin atraer sobre sí una muerte aún peor que la que el rifle podría darle.
Pero, ¿había una muerte aún peor que aquella: ser fusilado por un monstruo y que luego éste se llevase su piel disecada como trofeo? El viejo orgullo férreo de su raza se irguió en Kreega, duro, amargo e irreductible. Él no le pedía mucho a la vida en aquellos días; soledad en su torre para reflexionar sobre la larga evolución de los marcianos y crear esas pequeñas, pero exquisitas obras de arte que amaba, la compañía de los seres de su raza en la Estación de la Asamblea, grave y antigua ceremonia que le procuraba un áspero goce, y la posibilidad de engendrar y dejar tras de sí, hijos; una visita ocasional a los establecimientos de los terrícolas para obtener las mercancías de metal y vino (únicas cosas valiosas que habían traído a Marte); un vago anhelo de llevar a los suyos a un lugar donde pudiesen vivir como iguales ante todo el Universo. Nada más.
Barbotó una maldición contra los humanos y emprendió nuevamente su trabajo. Estaba tallando una punta de lanza. El matorral crujió, seca y alarmantemente; pequeños animales ocultos chillaron con terror, y el desierto entero le previno que el monstruo se dirigía hacia su cueva. Pero ya no podía escapar.
Riordan esparció el isótopo del metal pesado en un círculo de veinte kilómetros de diámetro alrededor de la torre.
El isótopo radiactivo que empleaba tenía una vida media de unos cuatro días, lo que significaba que no sería seguro acercarse a aquellos lugares al menos en unas tres semanas; dos, como mínimo. Había, pues, tiempo para acosar al marciano en un espacio tan reducido. No existía siquiera el riesgo que éste intentase cruzarlo. Los marcianos habían aprendido lo que significaba la radiactividad, desde los primeros días de su lucha con los terrícolas.
Riordan puso en marcha un aparato de alarma en su nave-cohete que, si no volvía dentro de dos semanas a desconectarlo, emitiría señales, y éstas, oídas por Wisby, le traerían auxilio. Comprobó el resto de su equipo. Tenía un traje de vuelo adaptado a las condiciones de vida marciana; un compresor que daría al aire del planeta la necesaria presión para que él pudiera respirarlo y, asimismo, absorbería el anhídrido carbónico de su respiración. También llevaba un rifle del 45, construido para disparar en Marte. Y, desde luego, brújula, binoculares y catre de campaña.
Para un caso extremo, cargó también un pequeño tanque de suspensina, gas que, mediante el giro de una válvula, podía mezclarse al aire que respirara, ya que tenía la propiedad de paralizar las terminaciones nerviosas locales y retrasar el metabolismo hasta el punto que un hombre pudiese vivir durante semanas con una bocanada de aire. Pero Riordan no esperaba tener que emplearlo. Sería desagradable yacer tendido y con plena conciencia, esperando que funcionara la señal automática para llamar a Wisby.
Silbó a sus animales. Eran bestias indígenas, de antaño domesticadas por los marcianos y luego por el hombre. El perro era como un lobo: flaco, pero de enorme pecho emplumado. El halcón, en la tenue atmósfera marciana, necesitaba una envergadura de dos metros para poder elevar su pequeño cuerpo.
Riordan no había mirado de cerca la torre. Era un edificio derruido que aún se erguía en la cumbre de una colina rojiza. Antiguamente –un ayer acaso diez mil años atrás–, los marcianos habían alcanzado una civilización que creó ciudades, agricultura y una cierta tecnología de tipo neolítico. Pero, según sus propias tradiciones, lograron una simbiosis con la vida salvaje del planeta y abandonaron, por inútiles, los mecanismos.
El perro ladró, y su ladrido pareció caer del frío y tranquilo aire, rebotar contra las rocas y quebrar y morir, a su pesar, bajo el hondo silencio. De pronto, saltó; había descubierto huellas.
El mismo Riordan dio otro gran salto que la escasa gravedad le facilitaba, mientras brillaban sus ojos verdes como el hielo herido por el sol. La caza había comenzado.
La respiración en los pulmones de Kreega se hizo rápida, dura y dolorosa. Sintió debilitarse y pesar sus piernas, y el latido del corazón pareció sacudir todo su cuerpo.
Pese a ello, corrió aún, mientras el horroroso clamor y el ruido de pasos se aproximaban.
Saltando, retorciéndose, rebotando de uno a otro despeñadero, deslizándose por profundos precipicios y espesos grupos de árboles, Kreega huyó. El perro iba tras él y el halcón aleteaba sobre su cabeza. El desierto luchaba a su favor; las plantas, con su extraña y ciega vida que ningún terrestre podría entender nunca, estaban de su parte. Las espinosas ramas se apartaban cuando él se arriesgaba entre ellas, y luego volvían a su primitiva posición para arañar los costados del perro y frenarle en su brutal carrera.
El terrestre ya llevaba cubiertos un par de kilómetros, pero no daba aún señales de cansancio. Kreega continuaba corriendo, pues quería alcanzar el borde rocoso antes que el cazador le apuntara a través de la mira de su rifle. Corrió subiendo la larga cuesta. El halcón revoloteaba en torno suyo, chocando con él, tratando de hundirle el pico y las garras en la cabeza, mientras su perseguido le golpeaba con la lanza.
El marciano llegó, con esfuerzo, al borde de la roca aguda y vio el fondo del desfiladero, hundiéndose en las obscuras profundidades. Más allá, el sol poniente brillaba ante sus ojos. Sólo se detuvo un instante; luego saltó sobre el borde rocoso.
Kreega bajó por el otro lado de la roca, temiendo que se derrumbara a su peso. El halcón voló sobre él, muy cerca, agrediéndole y chillando para llamar la atención de su amo.
Se deslizó, de cara al precipicio, hasta la mancha gris verdosa de un viñedo, y sus nervios vibraron ante la atracción de la antigua simbiosis.
El halcón se precipitó de nuevo sobre él, que quedó inmóvil, rígido, como muerto, hasta que el ave se posó sobre su hombro, con un graznido de triunfo, lista para sacarle los ojos.
Entonces las parras se agitaron. No eran fuertes pero sus espinosos zarcillos se hundieron en el pájaro, que no pudo liberarse. Kreega se dirigió con apuro por el desfiladero, mientras las parras retenían al halcón.
Riordan asomó amenazador, destacándose vivamente contra el obscuro cielo, e hizo dos disparos cuyas balas pasaron silbando, muy cerca, rozando las profundidades que albergaban al marciano. La noche se aproximaba como una cortina. En medio de la obscuridad, Kreega oyó reír a su perseguidor, y las rocas se estremecieron ante aquella risa.
Después de un rato, Riordan acampó. Se acostó mirando la espléndida noche estrellada. Marte era obscuro durante la noche; sus dos satélites, Fobos, una simple mancha móvil, y Deimos, sólo una estrella, le alumbraban bien poco. Era obscuro, frío y vacío. El perro se había enterrado en la arena, cerca de allí.
Las matas, los árboles y los pequeños animales charlaron, murmuraron y chismorrearon, con palabras que él no podía oír, sobre el marciano que se calentaría trabajosamente. Pero Riordan no podía comprender aquel lenguaje, que no era propiamente lenguaje.
Soñoliento, Riordan recordó pasados lances de caza. La caza mayor de la Tierra: leones, tigres, elefantes, búfalos y carneros salvajes en las altas cimas de las Rocosas bañadas por el sol.
Las húmedas selvas de Venus y el rugido, semejante a una tos, del monstruo miriápodo de los pantanos, aplastando los árboles al pasar hacia el sitio donde él le esperaba emboscado. Primitivos redobles de tambores en una cálida y húmeda noche, cantos de batidores que bailan en torno al fuego, algarabías en las infernales llanuras de Mercurio, con un sol agobiante cayendo sobre los mezquinos trajes de aisladores, la grandeza y desolación de los pantanos de gas líquido en Neptuno y la pujante y ciega vida que gritaba en ellos hasta el atontamiento.
Pero aquella era la más solitaria, extraña y, quizás, peligrosa caza de todas y, por lo mismo, la mejor. Despertó a la primera luz de un alba gris, tomó un parco desayuno y silbó al perro para que le siguiera. El perro se puso en marcha y tardó una hora en encontrar el rastro. Entonces lanzó un ladrido, sonoro y profundo, y siguieron caminando, más lentamente ahora, pues el camino era difícil y pedregoso. Todo estaba tranquilo, con una tranquilidad profunda, tensa y, en cierto modo, expectante.
El perro quebró aquella paz con un ansioso ladrido y salió corriendo. Riordan se lanzó tras él, tropezando en la tupida maleza, jadeante, gruñendo y maldiciendo de excitación.
De súbito, la maleza se abrió a sus pies. Con un aullido de terror, el perro resbaló por la inclinada pared del pozo que se veía al descubierto. Riordan se lanzó tras el animal, con rapidez de felino, y se echó de bruces, mientras una de sus manos alcanzaba a asir la cola del perro. El golpe casi le hizo caer también a él en el agujero. Enganchó el brazo a una mata que, a su vez, se le clavó en el casco, y tiró del perro hacia arriba.
Aún estremecido observó la trampa. Estaba bien hecha; unos seis metros de profundidad, con paredes tan rectas y estrechas como lo permitía lo arenoso del suelo y astutamente cubierta de rastrojos. Hincadas en el fondo brillaban tres amenazadoras puntas de lanza talladas en pedernal.
Enseñó los dientes con una mueca de lobo, y miró en torno suyo. El buhito debía haber pasado la noche entera haciendo eso, luego no podía estar muy lejos. Además, debía estar muy cansado.
Como en respuesta a sus pensamientos, una piedra se desprendió de la pared rocosa más cercana. Riordan se echó a un lado y la vio chocar en el sitio que él ocupaba antes.
–¡Adelante! –aulló, lanzándose hacia la roca. Durante un momento una forma gris se destacó sobre el borde rocoso y le arrojó una lanza; Riordan le disparó, y la visión se desvaneció.
La lanza rozó el áspero tejido de sus ropas y él saltó a una estrecha cornisa al borde del precipicio. Al marciano no se le veía por parte alguna, pero un débil rastro de sangre se internaba en la abrupta comarca.
Siguieron ese rastro durante dos o tres kilómetros y luego lo perdieron. Riordan inspeccionó el panorama de árboles y ramas que ocultaban el horizonte por doquier. Un sudor, que no podía enjugar, bañaba su cara y su cuerpo. Sentía una intolerable quemazón, y sus pulmones se irritaban al respirar aquel aire enrarecido. Pero, con todo, reía con verdadero deleite. ¡Vaya cacería!
Kreega yacía a la sombra de una elevada peña y se estremecía por su debilidad. Más allá, la luz del sol danzaba en lo que, para él, era un cegador e intolerable deslumbramiento, ardiente, cruel y devorador, duro y brillante como el metal de los conquistadores. Ahora tenía hambre, la sed era un tormento salvaje en su boca y garganta, y aún le seguían.
Ya no estaban lejos. Todo el día le acosaron a través de la atormentada extensión de piedra y arena, y ahora sólo podía esperar el combate. Sintió la extenuación como una carga férrea sobre sí.
La herida del costado le quemaba. No era profunda, pero le había producido sangre y dolor. Por un instante, el guerrero Kreega desapareció para convertirse en un solitario y asustado chiquillo que sollozaba en el desierto: «¿Por qué no pueden dejarme solo?» Un arbusto bajo, de color verde sucio, crujió. Un correarenas pió en una de las hendiduras. Los seguidores se acercaban.
Rápidamente, Kreega se subió a la cima de la roca y se aplastó contra ella, de bruces. Le habían seguido la pista y ahora tendría, por fuerza, que acercarse a su torre.
Desde allí podía verla. Una baja y amarillenta ruina, combatida por los vientos durante milenios. En su huida sólo había tenido tiempo de tomar un arco, unas pocas flechas y un hacha. ¡Míseras armas! Las flechas no podían traspasar las ropas del terrícola, cuando manejaba el arma un débil marciano, y, aunque el hacha hubiera sido de acero, era siempre algo pequeña y poco contundente. Pero era todo lo que tenía, eso y sus pocos aliados del desierto, que pugnaban por conservar su soledad.
Kreega adaptó una flecha a la cuerda y se tendió en silencio bajo la pálida luz del sol, a la espera. Llegó primero el perro, ladrando y aullando. Kreega tendió el arco cuanto pudo. El animal estaba más allá de la roca; el terrícola, casi debajo de ella. Disparó el arco.
Estremeciéndose salvajemente, Kreega vio la flecha atravesar al perro, vio a éste saltar en el aire y luego rodar y rodar, aullando y mordiendo el astil con furia.
Como una centella gris, el marciano saltó de la roca y se arrojó sobre el terrícola. Golpeó al hombre y ambos cayeron juntos.
Fieramente manejó el marciano el hacha, que partió el casco de su enemigo. Sin sitio para revolverse, Riordan rugió y respondió con un puñetazo. Kreega rodó hacia atrás. Riordan le disparó, Kreega se levantó y huyó. El otro, rodilla en tierra, apuntó con cuidado a la sombra gris que trepaba por la colina más próxima.
Una pequeña serpiente de arena mordió la pierna del cazador y luego se enrolló en su muñeca, lo que bastó para desviar el tiro.
El marciano vio la breve agonía de la serpiente al ser rechazada por el hombre, que la aplastó con el pie. Algo más tarde oyó una explosión. El hombre había volado la torre.
Kreega había perdido el hacha y el arco. Estaba completamente inerme; y el cazador no cejaría en su intento. Aun sin sus animales le seguiría, más despacio pero tan incansablemente como antes.
Kreega descansó un momento sobre el saliente de una roca. Sus sollozos sacudían el delgado cuerpo y el viento del crepúsculo vespertino sonaba a su compás.
El suave rumor de los pasos de un correarenas despertó los ecos de las rocas bajas, batidas por el viento, y la maleza comenzó a hablar murmurando, por doquier, con su antiguo y mudo lenguaje.
El desierto, el planeta entero, su arena y su viento, bajo las altas y frías estrellas, la tierra, toda soledad y silencio y destino (un destino que no era el del hombre), le hablaron. La enorme unidad de la vida marciana, sublevada contra el cruel medio ambiente, se estremeció en su sangre.
«No luchas solo –murmuraba el desierto–; luchas por todo Marte y nosotros estamos a tu lado». Algo se movió en la obscuridad; una pequeña forma cálida, corriendo sobre su mano; una pequeña cosa plumosa y arratonada, que moraba escondida bajo la arena y pasaba su breve vida, fugitiva, contenta con su forma de vivir. Pero era parte de aquel mundo, y Marte no conoce la piedad.
Aún había ternura en el corazón de Kreega que, suavemente y en su lenguaje articulado, preguntó:
–¿Harás esto por nosotros? ¿Lo harás, pequeño hermano?
Riordan estaba demasiado rendido para dormir bien. Había permanecido despierto mucho rato, pensando. Así pues –se acordó– , también el perro estaba muerto. El incidente le indujo a considerar la inmensidad del desierto. Oía murmullos; el matorral gemía en la obscuridad, el viento soplaba con salvaje y fúnebre sonido sobre las rocas débilmente iluminadas por las estrellas; era como si todo aquello tuviera voz, como si el mundo entero le murmurase amenazas en la noche. Vagamente se preguntaba si el hombre dominaría alguna vez en Marte, si la raza humana no había corrido esta vez tras de algo más grande que ella misma.
De pronto, algo se estremeció, despertándole de un inquieto sueño, y vio una cosa pequeña que se le acercaba. Buscó el rifle, junto a su saco, y luego lanzó una carcajada. Era un ratón de arena.
Al apuntar el alba se levantó. Con ojos adiestrados buscó la pista del marciano, pero sólo halló arena y matorrales por doquier.
El mediodía le encontró en un terreno más alto, de informes colinas con delgadas agujas rocosas que se destacaban contra el cielo. Proseguía avanzando confiado en su propia capacidad para descubrir la presa. La huella aparecía ya, clara y fresca.
Se puso en tensión, convencido que el marciano no podía estar lejos. Asió el rifle y continuó caminando más despacio.
Ascendió a una alta cordillera y contempló el obscuro y fantástico paisaje. Cerca del horizonte vio una raya obscura. Era el límite de su barrera radiactiva, que el marciano no podría traspasar.
Conectó el amplificador e hizo resonar su voz en la tranquilidad del ambiente:
–Sal, buhito. Voy a atraparte. Podrías salir ahora y así terminaríamos antes. Los ecos la esparcieron por el espacio entre las desnudas peñas, temblorosas y estremecidas bajo la bronceada bóveda del cielo:
–Sal de ahí, sal de ahí, sal.
Le pareció distinguir al marciano surgiendo como un fantasma gris entre las amontonadas piedras. Quedó allí, inmóvil, a menos de seis metros. Por un instante, la sorpresa fue excesiva; Kreega esperaba, apenas visible, como si fuera un espejismo.
Luego el cazador lanzó un grito y levantó el rifle. Continuó allí el marciano, como una estatua esculpida en piedra gris; y Riordan, con un poco de desencanto, pensó que, después de todo, el marciano había decidido entregarse a la muerte inevitable.
–¡Hasta nunca! – murmuró, y oprimió el gatillo. Como el ratón de arena se había introducido en el cañón, el fusil estalló. Riordan sintió el estallido y vio el cañón abierto, como un plátano podrido. No resultó herido pero, mientras se reponía de la sorpresa, Kreega saltó sobre él.
El marciano medía poco más de un metro, era flaco y estaba desarmado, pero se lanzó sobre el terrícola como un pequeño vendaval. Sus piernas se arrollaron a la cintura del hombre y sus manos se aferraron a la garganta.
Riordan cayó al sentir la acometida. Rugió como un tigre y enganchó sus manos en la estrecha garganta del marciano. Kreega le atacó inútilmente con su pico. Rodaron ambos en una nube de polvo. Los matorrales murmuraban excitados.
Riordan trató de romperle el cuello, pero Kreega lo evitó revolviéndose hacia atrás. Con un estremecimiento de terror, Riordan oyó el silbido del aire que se le escapaba cuando el pico y las garras de Kreega abrieron el tubo de oxígeno. Riordan maldijo, y de nuevo trató de agarrar la garganta del marciano. Lo consiguió y así se mantuvo a pesar de todos los esfuerzos de Kreega para romper aquel lazo.
Riordan sonrió cansadamente, sin dejar su presa. Al cabo de unos cinco minutos, Kreega ya no se movía. Siguió apretando otros cinco minutos, para asegurarse bien. Luego lo soltó y se palpó la espalda, tratando de alcanzar el aparato.
El aire que encerraba en su traje era impuro y caliente. No conseguía conectar el tubo con la bomba. Miró la ligera y silenciosa forma del marciano. Un débil aliento rizaba las plumas grises. ¡Qué luchador había sido! Sería el orgullo de su colección de trofeos cuando volviese a la Tierra. Desenrolló su saco y lo extendió cuidadosamente. De ningún modo podría regresar hasta el cohete con el aire que le quedaba; no había más remedio que emplear la suspensina, pero tenía que hacerlo cuando estuviera dentro del saco si no quería que las heladas noches le cuajaran la sangre.
Se arrastró hasta él, asegurando cuidadosamente las válvulas de cierre y abriendo la del depósito de suspensina. Se iba a aburrir horriblemente, tumbado allí hasta que Wisby captara la señal dentro de unos diez días y viniese a buscarle; pero sobreviviría. Sería otra experiencia que recordar. En aquel aire seco, la piel del marciano se conservaría perfectamente.
Sintió como la parálisis se apoderaba de él, cómo se atenuaban los latidos del corazón y la actividad de los pulmones. Sus sentidos y su mente estaban vivos, y se daba cuenta que la relajación completa también tiene sus aspectos desagradables. Pero había vencido. Había matado con sus propias manos a la presa más salvaje.
En aquel momento, Kreega se incorporó y se palpó cuidadosamente. Le pareció que tenía una costilla rota. Había permanecido asfixiado durante diez largos minutos; pero un marciano puede pasar hasta quince sin respirar.
Abrió el saco y le quitó las llaves a Riordan; después se dirigió lentamente hacia el cohete. Uno o dos días de experimentos le enseñaron a manejarlo. Volvería con sus congéneres, cerca de Syrtis. Ahora tenía una máquina terrestre y armas terrestres que copiar...
Pero primero había que atender a otra cosa. Volvió y arrastró al terrícola hasta una cueva, escondiéndole fuera de toda posibilidad que le encontrase alguna cuadrilla de salvamento.
Durante un rato, miró a los ojos de Riordan, sobrecogidos de horror. Luego habló lentamente, en inglés defectuoso:
–Por los que has matado y por ser extranjero en un mundo que no te necesita, y en espera del día en que Marte sea libre, te abandono.
Antes de irse trajo varios depósitos de oxígeno y los enchufó al aparato del hombre. Con aquello bastaba para que, en aquella hibernación provocada por la suspensina, se mantuviera vivo durante mil años.