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miércoles, 13 de octubre de 2010

AMANECER VUDU -- Zombi Blanco -- Vivian Meik



Zombi Blanco



Vivian Meik



Geoffrey Aylett, comisionado en funciones del distrito de Nswadzi, estaba asustado. En sus veinte años en África nunca antes había experimentado la sensación de encontrarse tan definitivamente desconcertado. Sentía como si algo estuviera apretándose contra él, algo que no podía ver ni localizar, y, no obstante, algo que parecía envolverle y que de una manera inexplicable amenazaba con asfixiarlo. Últimamente había empezado a despertarse de repente durante la noche, esforzándose por respirar y casi abrumado por una sensación de náusea. Una vez que ésta desaparecía, aún permanecía el extraño rastro de un olor horrible e innominado, un olor que tenía fuertes reminiscencias con las consecuencias de las primeras batallas de la campaña de Mesopotamia. Aquellos habían sido días de espantosas enfermedades, cuando el cólera y la disentería, las insolaciones, la fiebre tifoidea y la gangrena habían campado incontroladas; donde cientos quedaron en el sitio en que cayeron; cuando, presionados por los enemigos y olvidados por los amigos, los supervivientes se vieron forzados a abandonar incluso el decoro elemental del entierro decente... Recordó las moscas y la descomposición, la temperatura de cincuenta grados...

Y ahora, dieciocho años después, cuando despertaba por las noches parecía flotar a su alrededor como una presencia maligna el mismo olor de la corrupción fétida.

Aylett era, primero y por encima de todo, un hombre racional, acostumbrado a enfrentarse a los hechos. Sus conocimientos del misterio de África, de sus lugares recónditos y sus selvas, de su espectral atmósfera, eran tan completos como el de cualquier hombre blanco —sonrió fantasiosamente al recalcarse a sí mismo lo pequeños que eran éstos— y buscaría alguna razón concreta que explicara ese vacío de años estrechado con ese horrible hedor. Si fracasaba en conseguir una solución satisfactoria, se vería obligado a concluir que ya era hora de regresar a casa con un largo permiso.

Con cautela, como era propio de un hombre con su experiencia sobre los modos de los dioses oscuros, indagó en la profundidad de su alma, pero no pudo encontrar la respuesta que buscaba.

En el distrito sólo había una conexión entre él y la Mesopotamia de 1915 —un tal John Sinclair, retirado del Ejército de la India—, pero esa conexión ya era un eslabón roto bastante antes de la primera aparición de esas asquerosas pesadillas.

Sinclair había sido un camarada oficial en los viejos días, y, siguiendo el consejo de Aylett, se había instalado en unos miles de acres de tierra virgen en el comparativamente desconocido distrito de Nswadzi apenas terminar la guerra. Pero había muerto hacía más de un año, y, lo que era más importante, lo había hecho de manera natural. El mismo Aylett había estado presente en la muerte de su amigo.

Siendo al mismo tiempo un místico como resultado de su conocimiento de África y un pragmático como resultado de su educación occidental, Aylett consideró de forma metódica la verdad trivial de que hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que sueña nuestra filosofía, y repasó en detalle todo el período de su asociación con Sinclair.

Al acabar, se vio obligado a reconocer el fracaso, y, en verdad, analizado lógica o místicamente, no existía ninguna razón adecuada para relacionar a Sinclair con sus problemas presentes. Sinclair había muerto en paz. Incluso recordó el absoluto contento de su último aliento... como si le hubieran quitado una gran carga de encima.

Era verdad que antes de esto, Sinclair —y también Aylett—, durante los dos primeros años de la Guerra, había pasado un infierno que sólo aquellos que lo habían experimentado podían apreciar. También era verdad que, en una memorable ocasión, Sinclair había salvado la vida de Aylett con gran riesgo para la suya propia, cuando Aylett, abandonado por muerto, había estado tendido bajo el sol con graves heridas. Naturalmente, jamás lo había olvidado, pero siendo el típico caballero inglés, había hecho poco más que estrechar la mano de su amigo y musitado algo al efecto de que esperaba que algún día se presentara la oportunidad de pagárselo. Sinclair había descartado el asunto con una risa, como algo sin importancia... sólo una obra hecha en un día de trabajo. Allí había concluido el incidente y cada uno prosiguió su recto camino.

Como colono, Sinclair había sido todo un éxito. Con el tiempo se había casado con una mujer muy capaz, quien, eso le pareció a Aylett siempre que se había detenido durante un viaje en su hogar, estaba muy preparada para la dura existencia de la esposa de un plantador.

Al principio Sinclair había dado la impresión de ser muy feliz, pero a medida que pasaban los años Aylett ya no estuvo tan seguro. En más de una ocasión había tenido la oportunidad de notar los cambios sutiles que experimentaba, a peor, su amigo. Estancamiento, diagnosticó él, y le recomendó unas vacaciones en Inglaterra. Las plantaciones solitarias, lejos de los tuyos, tienden a poner a prueba los nervios. Sin embargo, no siguieron su consejo, y los Sinclair prosiguieron con su vida. Dijeron que habían llegado a amar mucha aquel lugar, aunque él pensó que el entusiasmo de Sinclair no era verdadero. En cualquier caso, no había sido asunto suyo.

Eso era todo lo que podía recordar, y se repitió que todo había terminado hacía más de un año. Pero los viejos recuerdos permanecen. Se encontró reviviendo otra vez aquel horrible día después de Ctesifonte, cuando Sinclair, literalmente, le había devuelto a la vida.

Comenzó a cuestionarlo... ociosa, fantásticamente. La tarde se tornó en crepúsculo, la puesta del sol dio paso a la magia de la noche. Aylett todavía no hizo movimiento alguno para dejar la silla del campamento situada bajo el toldo de su tienda e irse a la cama. Después de un rato, el último de sus “muchachos” vino a preguntarle si podía retirarse. Aylett le contestó con aire distraído, con los ojos clavados en los leños del fuego del campamento.

A medida que pasaban las horas pudo oír el sonido de los tambores nocturnos con más claridad. Desde todos los puntos cardinales los sonidos venían y se iban, el tambor contestando al tambor... el telégrafo de los kilómetros sin senderos que el mundo llama África. Con indolencia se preguntó qué decían, y con qué exactitud transmitían sus noticias. Extraño, pensó, que ningún hombre blanco haya dominado jamás el secreto de los tambores.

Subconscientemente siguió su palpitante monotonía. Poco a poco se percató de que el batir había cambiado. Ya no se estaban transmitiendo opiniones o noticias sencillas. Hasta ahí podía entender. Había algo más que se enviaba, algo de importancia. De repente se dio cuenta de que fuera lo que fuere ese algo, en apariencia se lo consideraba de vital urgencia, y que, por lo menos durante una hora, se había repetido el mismo ritmo breve. Norte, sur, este y oeste, los ecos palpitaban una y otra vez.

Los tambores empezaron a enloquecerlo, pero no había forma de detenerlos. Decidió irse a dormir, pero había estado escuchando demasiado tiempo, y el ritmo le siguió. Al final cayó en un sueño inquieto, durante el cual el implacable y palpitante stacatto no dejó de martillearle su mensaje indescifrable al subconsciente.

Dio la impresión de que se despertó un momento después. Una niebla palúdica se había levantado de los pantanos de abajo y había invadido el campamento. Se encontró jadeando en busca de aliento. Intentó sentarse, pero la niebla parecía empujarle para que siguiera echado. Ningún sonido salió de sus labios cuando se afanó por llamar a sus “muchachos”. Sintió que le sumergían cada vez más... abajo, abajo, abajo y todavía abajo. Justo antes de perder el sentido se dio cuenta de que estaba siendo asfixiado, no por la densa niebla, sino por una nauseabunda miasma que hedía con todo el horror de la descomposición...

Al abrir de nuevo los ojos, Aylett miró a su alrededor azorado. Una cara amable y barbuda estaba sobre él, y oyó una voz que pareció provenir de una gran distancia y que le animaba a beber algo. Le palpitaba la cabeza con violencia y respiraba con profundos jadeos. Pero el agua fresca despejó un poco el asqueroso olor que daba la impresión de aferrarse a su cerebro.

—Ah, mon ami, c’est bon. Creímos que estaba muerto cuando los “muchachos” lo trajeron. —La cara barbuda exhibió una sonrisa—. Pero ahora se pondrá bien, hein? Usted es —¿cómo lo dice?— duro, hein?

Aylett se rió a pesar de sí mismo. Vaya, por supuesto, éste era el puesto de la misión de los Padres Blancos, y su viejo amigo, el Padre Vaneken, plácido y digno de confianza, le estaba cuidando. Cerró los ojos feliz. Ahora ya no había nada que temer, pronto todo estaría bien. Entonces, tan súbitamente como había venido, ese terrible y persistente hedor de muerte y descomposición le abandonó...

—Pero padre —discutió su horrible experiencia después—, ¿qué podría haber ocurrido? Los dos somos hombres de cierta experiencia de África...

El misionero se encogió de hombros.

—Mon ami, tal como usted dice, esto es África... y no tengo muchas pruebas de que la maldición de Cam, el hijo de Noé, se haya levantado alguna vez. Los oscuros bosques son la fortaleza de aquellos cuyos espíritus inconscientes se han rebelado y aún no han venido para servir tal como primero se ordenó.?Quién sabe? Nosotros... yo no indago demasiado aquí. Cuando llegué por primera vez, en mi joven idealismo busqué convertir, pero ahora yo... yo me contento con realizar las curas de las fiebres y heridas, y espero que le bon Dieu lo comprenda. Es lo mismo en todas partes donde está la maldición de Noé. La civilización no cuenta. Piense en Haití —pasé allí doce años—, Sierra Leona, el Congo, aquí. ¿Qué puedo decir sobre el ataque que usted recibió por parte de la niebla? Nada, hein? Usted... usted dele las gracias a Dios por estar vivo, pues aquí, mon ami... aquí se encuentra la cuna de África, la fortaleza más antigua de los hijos de Cam...

Aylett observó al misionero con intensidad.

—Padre —preguntó de modo deliberado—, ¿qué es lo que intenta que comprenda?

Los dos hombres, viejos en las maneras de la jungla negra, se miraron con firmeza.

—Mon ami —repuso con calma el sacerdote—, usted es un viejo amigo. En cuestión de formas de la religión pensamos de maneras distintas, pero ésta no es la Europa convencional, gracias a Dios, y cada uno de nosotros ha hecho lo mejor según sus creencias. El mismo Dios no puede hacer más. Así que se lo contaré. He visto esa niebla antes... por dos veces. Una en Haití y la otra en este distrito.

—¿Aquí?

El padre asintió.

—Estaba en el campamento asistiendo a la escuela catecúmena que hay junto a las tierras de la señora Sinclair...

—Prosiga —la voz de Aylett sonó baja.

—Como usted sabe, la señora Sinclair ha llevado la plantación desde la muerte de su marido. Se negó a regresar a casa. Al principio usted, yo —toda la zona— pensamos que estaba loca por quedarse allí sola, pero... —el misionero se encogió de hombros— qué voulez—vous? Una mujer es una ley en sí misma. En cualquier caso, ha conseguido que sea el mayor éxito jamás alcanzado, y hemos de callar, hein?

—¿Pero la niebla?

—Iba a eso. Me cogió por el cuello aquella noche. Yo vivía en la casa, como lo hacemos todos los que pasamos por allí... África Central no es una catedral cerrada... pero, aparte de no saber nada acerca de lo que pasó durante varias horas, no me sucedió nada. —Tocó el emblema de su fe en el rosario, que era parte de su atuendo—. La señora Sinclair dijo que me vi agobiado por el calor, pero a mí esa explicación no me basta...

—Sin embargo, eso no explica nada.

—Quizá no... ¡pero la señora Sinclair dijo que no había notado nada peculiar!

—¿Cómo puede ser?

El sacerdote hizo un gesto ambiguo.

—Yo no soy la señora Sinclair —dijo con brusquedad, y Aylett supo que el misionero no pronunciaría otra palabra sobre ella.

—Cuénteme lo de Haití, padre —pidió.

El cura contestó con voz tranquila.

—Allí comprendimos que estaba producida artificialmente por magia negra vudú, algo muy real, mon ami, que mi iglesia reconoce, como tal vez sepa usted, y que allí llaman “el aliento de los muertos”. ¿Por qué...? —volvió a alzarse de hombros.

Aylett giró el rostro y miró con fijeza hacia la distancia. Durante un largo rato clavó la vista en la línea de las lejanas colinas, sumido en sus pensamientos. Recordó una imagen en las que esas colinas aparecían como fondo: una fotografía tomada por un hombre que casi había estado más allá del límite de demarcación para darle la verdad al mundo. Pero había fracasado. La fotografía mostraba un grupo de figuras. Eso era todo hasta que uno las estudiaba, y aun entonces nadie creería que se trataba de una fotografía de hombres muertos... a los que no se permitía morir.

Durante horas los dos hombres permanecieron sentados en silencio, cada uno ocupado con sus propios pensamientos. La noche cubrió el diminuto puesto de la misión, y desde lejos el sonido de los tambores les llegó transportado por la suave brisa. De repente, Aylett se volvió hacia el misionero.

—Padre —dijo en voz baja—, desde aquí la casa de los Sinclair sólo está a treinta kilómetros...

El sacerdote asintió.

—Lo entiendo, mon ami —repuso. Luego, pasado un momento, añadió—: ¿Lo consideraría una impertinencia si le pidiera que guardara esto en su bolsillo... hasta que vuelva?

Sacó un crucifijo pequeño.

Aylett alargó la mano.

—Gracias —dijo con sencillez.

El sol se había puesto cuando la machila1 de Aylett fue depositada en el mirador de la señora Sinclair. Ella salió a recibirle.

—Me preguntaba si volvería a verle —le observó con calma—. No ha venido por aquí desde... hace más de un año ya. —Entonces cambió el tono de su voz. Se rió—. ¡Como un oficial de distrito, ha descuidado vergonzosamente sus deberes!

Aylett, con una sonrisa, se confesó culpable, excusándose en base a que todo había ido tan bien en esta sección que había titubeado en entrometerse en la perfección.

—¿Ha perdido ahora la perfección? —replicó ella.

—En absoluto. Esta visita es mera rutina.

—Hum... Gracias —dijo ella con sequedad—. De todas formas, pase y póngase cómodo, y mañana le mostraré unas tierras perfectas.

Aylett estudió a su anfitriona con atención durante la cena. Se sintió incómodo por lo que veía cada vez que la cogía con la guardia baja. Apenas podía creer que esta fuera la misma mujer a la que él había dado la bienvenida como prometida unos años atrás. La vida ardua la había endurecido, pero contaba con ello. Sin embargo, había algo más... una especie de dureza amarga, así lo describió a falta de un término mejor.

Después del recibimiento formal, la señora Sinclair habló poco. Parecía preocupada por los asuntos de la plantación.

—Mis propios territorios en África —dijo—. Oh, cuánto amo el país, su magia y su misterio y su vasta grandeza.

Le recordó cómo se había negado a regresar a casa. Pero mañana, comentó, cuando él viera su África —la plantación—, lo comprendería.

Aylett se retiró temprano, claramente desconcertado. La había visto mirando la cuidada pulcritud de la plantación antes de darle las buenas noches. De modo inconsciente ella había alargado las manos hacia la extensión en una especie de adoradora súplica y, no obstante, bajo la brillante luz de la luna en esa mensual adoración, él había vislumbrado el contraste de las duras líneas de su cara y la amargura de su boca. África...

Extenuado como estaba, durmió bien. No sabía si la pequeña cruz que le había dado el padre tuvo algo que ver con ello, pero por la mañana se había despertado más descansado de lo que había estado en semanas. Anheló recorrer la plantación.

La señora Sinclair no había exagerado cuando empleó la palabra perfección. Los campos habían sido limpiados hasta que ninguna brizna perdida de hierba crecía entre las cosechas; los graneros se alzaban en apretadas hileras; los leños estaban apilados entre cuerdas; el huerto y el jardín de la cocina eran exuberantes, y el pasto en el hogar de la granja era el más verde que él había visto en los trópicos.

—¿Para qué? —su mente subconsciente no dejaba de martillearle—. ¿Por qué... y, por encima de todo, cómo?

Aylett se había dado cuenta de algo que sólo un experto habría visto. Había muy poca mano de obra, aunque los trabajadores que andaban por ahí parecían muy ocupados.

Como si adivinara sus pensamientos, la señora Sinclair los contestó.

—Mis “muchachos” trabajan —dijo con voz monocorde al tiempo que agitó el látigo de piel de hipopótamo que llevaba.

Aylett enarcó las cejas.

—¿Métodos portugueses? —preguntó con calma, mirando el látigo.

La señora Sinclair se volvió hacia él. Por primera vez notó el antagonismo deliberado de ella.

—En absoluto; se debe al conocimiento de cómo sacar lo mejor de un nativo, una facultad que veo que los funcionarios aún no han adquirido.

El oficial del distrito encajó la estocada sin inmutarse.

—Touché —repuso, pero sabía que no se había equivocado en cuanto a la mano de obra.

Es extraño, pensó, malditamente extraño...

la señora Sinclair no hizo gesto de enterarse de la concesión del punto que le había hecho. Tenía los labios apretados con firmeza y, al continuar, habló con frialdad:

—Es sólo una cuestión de llegar al corazón de África, ese corazón palpitante que hay debajo de todo esto... A África no le sirven aquellos que no se entregan con sus propias almas.

De repente, ella se dio cuenta de lo que estaba diciendo, pero antes de que pudiera cambiar de tema, Aylett prosiguió con la cuestión. Su voz fue como la de ella.

—Muy interesante... —dijo—, pero nosotros no animamos a los europeos, en especial a las mujeres europeas, a volverse “nativas”.

No obstante, la última palabra la tuvo la mujer.

—¡La perspicacia de los círculos oficiales! —murmuró. Luego miró a Aylett de nuevo a la cara—. ¿Sueno como una nativa —preguntó con voz áspera— o parezco una nativa?

Aylett apenas la escuchaba. La estaba mirando. Sus ojos contradecían sus palabras, pues si alguna vez vio una expresión tiránica, de maligna perversión en una cara humana, fue entonces. Empezó a entender...

Se sintió agradecido cuando la inspección terminó, y aliviado de que ella no le ofreciera la invitación formal para que permaneciera más tiempo.

A ocho kilómetros de los lindes de su territorio tenía una tienda montada detrás de unos matorrales y raciones para dos días bajo la sombra. Envió a su safari a marcha ligera rumbo al puesto de la misión, y lo observó hasta que se perdió de vista. Luego se sentó a la espera de la noche.

—El corazón de África... —repitió para sí mismo, pero su voz sonó lúgubre, y sus ojos centellearon con fría cólera.

No fue hasta que oyó los tambores cuando Aylett retrocedió por el sendero mal definido en dirección a la plantación. En el borde del terreno se fundió entre las sombras de la arboleda y avanzó lentamente junto a los eucaliptos. Se arrastró sin hacer ruido hasta el mismo árbol que crecía en el jardín que había delante de la casa.

Al poco rato vio a la señora Sinclair salir al mirador. Junto a ella había un nativo gigante que parecía un diablo obsceno, un médico brujo, siniestro y grotesco, que se encontraba desnudo a excepción de un collar de huesos humanos que colgaban y traqueteaban sobre su enorme pecho. Manchas de arcilla blanca y ocre rojizo embadurnaban su cara.

Sólo cubierta en parte por una magnífica piel de leopardo, la mujer blanca descendió al claro y restalló el látigo que tenía en la mano. Sonó como un disparo de revólver. Como si se tratara de una señal, Aylett oyó el batir de tambores cercanos. Desde uno de los graneros se inició la procesión más grotesca que hubiera visto jamás. Los tambores palpitaron con malevolencia: el breve stacatto que había precedido a la fétida niebla que casi le había asfixiado. Se tornaron más y más sonoros. El mensaje recorrió las selvas, fue recibido y contestado. No cabía duda en cuanto a su significado.

Se agazapó más cuando los tambores se aproximaron, con los ojos clavados en la escena macabra que tenía ante él. Siguiendo los tambores, con la misma regularidad que una columna en marcha, avanzaban los hombres que trabajaban la perfecta plantación. Se movían en filas de cuatro, con pies pesados y andar automático... pero se movían. De vez en cuando el restallido de ese látigo terrible sonaba como un disparo por encima del batir de los tambores, y entonces Aylett podía ver cómo ese cruel látigo cortaba la carne desnuda, y cómo una figura caía en silencio, para volver a levantarse y unirse a la columna.

En su marcha rodearon el jardín. Al acercarse, Aylett contuvo la respiración. Tuvo que dominar cada nervio de su cuerpo para evitar lanzar un grito. Casi como si estuviera hipnotizado, observó las caras inexpresivas de los autómatas silenciosos, lentos... caras en las que ni siquiera había desesperación. Sencillamente se movían a las órdenes del implacable látigo en dirección a sus tareas asignadas en el campo. Encorvados y aplastados, pasaron a su lado sin emitir un sonido.

La tensión nerviosa casi quebró a Aylett. Entonces lo comprendió... esos desgraciados autómatas estaban muertos, y no se les permitía morir...

le vinieron a la mente las figuras de la increíble fotografía; las palabras del padre; la magia del vudú, reconocida como hecho por la más grande Iglesia Cristiana de la historia. Los muertos... a los que no se permitía morir... zombis, los llamaban los nativos en susurros, allí adonde iba la maldición de Noé... y ella lo llamaba conocer África.

Un terror gélido invadió a Aylett. La larga columna llegaba a su final. La señora Sinclair la recorría, el látigo restallando sin piedad, la cara distorsionada por una lascivia pervertida, y el asqueroso médico brujo asomándose maliciosamente por encima de su hombro desnudo. Ella se detuvo junto al árbol detrás del que él estaba agazapado. Una única figura encorvada seguía a la columna. Con un jadeo de horror Aylett reconoció a Sinclair. Entonces el látigo se abatió sobre esa cosa desgraciada que una vez había muerto en sus brazos.

—¡Dios mío! —musitó Aylett con impotencia—. No es posible...

Pero supo que el vudú del médico brujo le había arrojado esa imposibilidad a la cara. El látigo restalló de nuevo, lanzando al solitario zombi blanco al suelo. Despacio, se levantó —sin un sonido, sin expresión— y automáticamente siguió a la columna. Oyó, como en una pesadilla, increíbles y espantosas obscenidades de los labios de la mujer, burlas crueles... y el látigo restalló y mordió y desgarró, una y otra vez. En la vanguardia de la columna los tambores seguían palpitando.

Por último, el horror pudo con él. Aylett se encontró aferrando con desesperación la diminuta cruz que el padre le había dado. Con la otra mano empuñó el revólver y apuntó con fría precisión... Disparó cuatro veces a un punto por encima de la piel de leopardo y dos a la cara embadurnada del médico brujo... Luego se plantó con la cruz levantada delante del que antaño había muerto como Sinclair.

La figura estaba silenciosa, encorvada e inexpresiva. No hizo señal alguna cuando Aylett se le acercó, pero cuando el crucifijo la tocó un temblor recorrió su cuerpo. Los párpados caídos se alzaron y los labios se movieron.

—Ya me lo ha pagado —susurraron con gratitud. El cuerpo osciló y se desmoronó.

—Polvo al polvo... —rezó Aylett.

A los pocos momentos lo único que quedaba era un escaso polvo grisáceo. Había pasado un año tropical, recordó Aylett con un escalofrío... Luego dio media vuelta y, con el crucifijo en la mano, recorrió la columna...

AMANECER VUDU -- Venganzas Y Castigos De Los Orishas -- Lydia Cabrera

Venganzas Y Castigos De Los Orishas



Lydia Cabrera



Los santos, airados, no solamente envían las enfermedades sino todo género de calamidades. Del caso de Papá Colás conocido en la Habana a fines del siglo pasado, se acordarán los viejos. Era “omó Obatalá”. Tenía la incalificable costumbre de enojarse y conducirse soezmente con su Santo, de insultarle cuando no tenía dinero. Conozco la historia por varios conductos: sabido es que Obatalá, el dios puro por excelencia —es el Inmaculado, el dios de la blancura, el dueño de todo lo que es blanco o participa esencialmente de lo blanco—, exige un trato delicadísimo. La piedra que habita Obatalá no puede sufrir inclemencias de sol, de aire, de sereno. A Obatalá es menester tenerle siempre envuelto en algodón —Oú— cubrirlo con un género de una blancura impecable. En sus accesos de rabia, Papá Colás asía a Obatalá, lo liaba en un trapo sucio o negro, y para mayor sacrilegio, lo relegaba al retrete. Obatalá es el Misericordioso; es el gran Orisha omnipotente que dice “yo siempre perdono a mis hijos”; pero a la larga se hartó de un trato tan canallesco e injustificable. Un día que a Papá Colás le bajó el Santo, este le dejó dicho que en penitencia por su irreverencia se diera por preso, permaneciendo en su cuarto durante diez y seis días junto a los orishas. Papá Colás se encogió de hombros, y muy lejos de obedecer la voluntad del dios, soltando un rosario de atrocidades, se marchó a la calle sin ponerse un distintivo de Obatalá, sin llevar siquiera una cinta blanca de hiladillo.

“Yo que conocí a sus hermanas, doy fe que todo eso es verdad; las pobres siempre tenían el corazón temblando en la boca, comentando su mala conducta y esperando que el Santo lo revolcara. Colás se portaba con los Santos como un mogrolón (sic) y ellas decían: El Angel lo va a tumbar”. Y así fue. Dormía Papá Colás frente a la ventana de su habitación, que daba a la calle, y sin saberse poqué, al pasar el carretón de la basura, el negro, como un loco (recuérdese que Obatalá, “el amo de las cabezas”, castiga con la cabeza y arrebata el juicio) armándose de la tranca de la puerta mató al carretonero. Así diez y seis días de retiro se convirtieron en diez y seis años de presidio para el desobediente. Un contemporáneo de este santero, tan conocido por sus blasfemias y rebeldías como por su clarividencia —dicen que para adivinar no tenía necesidad de consultar sus caracoles, “tan fuerte era su vista”— nos cuenta que los jueces iban a condenarlo a pena de muerte (garrote); que hubo junta de babalawos y que Orula, Oshún y Obatalá se negaban a acceder a los ruegos de los demás Santos que pedían su gracia. Obatalá, después de largas súplicas, solo perdonó y consintió en salvarle la vida “cuando los blancos pensaron en sentenciarlo con pena de orí (cabeza), y Obatalá, por tratarse de la cabeza de un hijo suyo, conmutó la pena”. Este Papá Colás, que ha dejado tantos recuerdos entre los viejos, era famoso invertido y sorprendiendo la candidez de un cura, casó disfrazado de mujer, con otro invertido, motivando el escándalo que puede presumirse.

Desde muy atrás se registra el pecado nefando como algo muy frecuente en la Regla lucumí. Sin embargo, muchos babalochas, omó—Changó, murieron castigados por un orisha tan varonil y mujeriego como Changó, que repudia este vicio. Actualmente la proporción de pederastas en Ocha (no así en las sectas que se reclaman de congos, en las que se les desprecia profundamente y de las que se les expulsa) parece ser tan numerosa que es motivo continuo de indignación para los viejos santeros y devotos. “¡A cada paso se tropieza uno un partido con su merengueteo!”

“En esto de los Addodis hay misterio”, dice Sandoval, “porque Yemayá tuvo que ver con uno... Se enamoró y vivió con uno de ellos. Fué en un país, Laddó, donde todos los habitantes eran así, maricas, mitad hombres, que dicen nafroditos (sic) y Yemayá los protegía”. “Oddo es tierra de Yemayá. ¡Cuántos hijos de Yemayá son maricas!” (y de Oshún). Sin embargo, los Santos Hombres, Changó, Oggún, Elegguá, Ochosi, Orula, y no digamos Obatalá, no ven con buenos ojos a los pederastas. No hace muchos años, Tiyo asistió a la escena que costó la vida a un afeminado que llamaban por mofa María Luisa, y que era hijo de Changó Terddún. “La pena era que aquel desgraciado le bajaba un Changó magnífico. Cuando para sacar a cualquiera de un aprieto lo mandaba a que se jugase el dinero de la comida o del alquiler del cuarto al número que le decía, nunca lo engañaba. Ese número que daba Changó Terddún salía seguro. ¡Ah! Pero Changó no lo quería amujerado, y ya había declarado en público que su hijo lo tenía muy avergonzado. Fué en una fiesta de la Virgen de la Regla, María Luisa estaba allí y todos nosotros bromeando con él, ridiculizándolo. En eso, cuando a María Luisa le estaba subiendo el Santo, llegó otro negrito, un cojo, Biyikén, y le dio un pellizco en salva sea la parte. Ahí Changó mismo se viró como un toro furioso y gritó: ¡Ya está bueno! Mandó a traer una palangana grande con un poco de agua y nos ordenó que todos escupiésemos dentro y que el que no escupiese recibiría el mismo castigo que le iba a dar a su hijo. María Luisa estaba sano. Era bonito el negrito, y simpático... ¡Una lástima! Cuando se llenó de escupitajos la palangana, se le vació en la cabeza. Al otro día, María Luisa amaneció con fiebre. A los diez y seis días, lo llevamos al cementerio. Changó Terddún lo dejó como un higuito”.

No menos extraña y ejemplar la historia de los Santeros R. y Ch... Ch. Con un mantón amarillo de seda enredado a la cintura era la Caridad del Cobre, Oshún panchággara, en persona.

En Gervasio, en el solar de los Catalanes, celebró una gran fiesta en honor de Oshún. Era espléndida la “plaza” que le hizo a la diosa (plaza se llama a las ofrendas de frutas, que después de exponerlas un rato ante las soperas del Orisha, se reparten entre los devotos y asistentes a la fiesta). “Todo lo que se daba allí era por canastas”, me cuenta un testigo, “las naranjas, los cocos, los canisteles, las ciruelas, los mangos, los plátanos manzanos, las frutas bombas, todas las frutas predilectas de Oshún, los huevos, además de los platos de bollos, palanquetas, panetelas borrachas, miel, natillas, harina dulce con leche y mantequilla, pasas, almendras y azúcar blanca espolvoreada con canela, y rositas de maíz... Ch. Había gastado en grande para su Santa. La casa estaba llena de bote en bote. A las doce, cae Ch. con Oshún. R. que está en la puerta borracho, dice: a mí también ahora mismo me va a dar Santo, y lo fingió. Entra al cuarto, va a la canasta de los bollos, y se pone a comer bollos con miel. Viene Ch. con Oshún a saludarlo y éste le manda un galletazo. Lo agarran, y le pega una patada. Le gritamos ¡R. tírate al suelo! ¡Pídele perdón a Mamá!

—¡Bah! ese es un maricón...

—No es Ch. ¡Es nuestra Mamá!

Oshún no se movió. Abrió el mantón, un mantón muy bueno que le habían regalado a Ch. los ahijados, y se rió. Levantó la mano derecha y apuntando para R. tocándose el pecho dijo:

—Cinco irolé para mi hijo, y cinco irolé para mi otro hijo.

Y ahí mismo se fué.

Ch. amaneció con cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado. R. amaneció con cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado... Cinco días después murieron a la misma hora, el mismo día. No valió que los ahijados trajeran un pavo real y cincuenta y cinco gallinas amarillas y todo lo que hacía falta para hacerle ebbó. Cinco días después, asistiendo yo al entierro de Ch., pasaba al mismo tiempo la puerta del cementerio el entierro de R. Las tumbas están cerca. La madre de Ch., que también era hija de Oshún, y veinticuatro personas más que eran hijos e hijas de Oshún, en uno y otro cortejo se subieron y usted las veía reirse y reirse, sin hablar... Hasta que echaron la última paletada de tierra, las Oshún al lado de la fosa, no dejaron de reir, pero no a carcajadas como se ríe la Santa, sino con una risa fría y burlona que helaba la sangre, en un silencio en que no se oía más que la pala y el puñado de tierra cayendo en el hoyo”.

Abundan también las lesbias en Ocha (alacuattá) que antaño tenían por patrón a Inle, el médico, Kukufago, San Rafael, “Santo muy fuerte y misterioso” y a cuya fiesta tradicional en la loma del Angel, en los días de la colonia, al decir de los viejos, todas acudían. Invertidos, —Addóddis, Obini—Toyo, Obini—Naña o Erán Kibá, Wassicúndi o Diánkune, como les llaman los Abakuás o Ñañigos— y Alácuattas u Oremi se daban cita en el barrio del Angel el 24 de octubre. Los balcones de las casas se quemaba un pez de paja relleno de pólvora y con cohetes en la cola; la procesión y los fuegos artificiales resultaban espléndidos. Allí estaba en el año 1887, “su capataza la Zumbáo”, que vivía en la misma loma. Armaba una mesa en la calle y vendía las famosas tortillas de San Rafael. (Las del negro Papá Upa, su contemporáneo, fueron también muy célebres, y aun las recuerdan algún viejo glotón).

De la Zumbáo, santera de Inle, me han hablado en efecto, varios viejos. Era costurera con buena clientela, muy presumida y rumbosa. Otros me hablan de una supuesta sociedad religiosa de Alacuattás. Lo curioso es que Inle es un Santo tan casto y exigente, en lo que se refiere a la moral de sus hijos y devotos, como Yewá. Es tan poco mentado como ésta, como Abokú (Santiago Apóstol) y Naná, pues se le teme y nadie se arriesga a servir a divinidades tan severas e imperiosas. Ya en los últimos años del siglo pasado, en la Habana, “Inle casi no visitaba las cabezas”. Una sesentona me cuenta que una vez fue al Palenque y bajó Inle. Todos los Santos le rindieron pleitesía y todas las viejas y viejos de nación que estaban presentes “se echaron a llorar de emoción”. —“Desde entonces”, me dice, “no he vuelto a ver a Inle en cabeza de nadie” y tampoco recuerda más nada de aquella inolvidable visita al Palenque que honró la bajada de San Rafael, pues tarde, cuando había terminado la fiesta, se halló en el fondo de la casa, en una habitación, atontada y con la ropa todavía empapada de agua. Deduce que “le dio el Santo”, Inle, y como es costumbre cuando el Santo se manifiesta presentarle una jícara llena de agua para que beba y espurrée abundantemente a los fieles, su traje húmedo y su “sirímba”, (atontamiento) serían prueba de haberla poseído el Orisha.

A Inle se le tiene en Santa Clara por San Juan Bautista, (24 de junio) que aquí es el día de Oggún, y no por San Rafael, (24 de octubre). Es un adolescente, casi un niño; se le ofrecen juguetes, y es tan travieso que lo emborrachan la noche del veinte y tres para que pase durmiendo el día siguiente y no haga de las suyas. Amanece fresco el veinte y cinco. Era el Santo del famoso villareño Blas Casanova, que en él se manifestaba muy sereno y “leía el alma de todos”.

Yewá, “nuestra Señora de los Desamparados”, virgen, prohibe a sus hijas todo comercio sexual; de ahí que sus servidoras sean siempre viejas, vírgenes o ya estériles, e Inle, “tan severo”, tan poderoso y delicado como Yewá, acaso exigía lo mismo de sus santeras, las cuales se abstenían de mantener relaciones sexuales con los hombres.

No menos conocido que el caso de Papá Colás entre la vieja santería, es el de P.S., hijo de una de las más consideradas y solicitadas iyalochas habaneras, de O.O., quien en un momento de expansión, me lo refiere como ejemplo de la inflexibilidad y del proceder de un dios agraviado.

“P. era, como yo, hijo de Changó; y como tal era tamborero aunque de afición. Si cogía un cajón para tocar, el cajón se volvía un tambor. Cantaba que hacía bajar del cielo a todos los Santos. Pero mi hijo P. se puso en falta con Changó y se perdió. En una fiesta le dijo así al mismo Santo, en mi propia casa: si es verdad que usté es Santa Bárbara y dice que hace y que torna, y que a mí me va a matar ¡máteme enseguida! A ver, ¡que me parta un rayo ahora mismo! y déjese de más historias. Santa Bárbara no le contestó. Se echó a reír. Yo me quedé fría, y abochornada del atrevimiento del muchacho. Pasaron los años. El siguió trabajando y divirtiéndose. En los toques que yo daba en mi casa, Santa Bárbara recogía dinero y se lo daba2. Bueno, con eso P. creyó que a Changó se le había olvidado aquel incidente. Otra falta que cometió fue la de sonar a varias mujeres de Changó: ¡digo, con lo celoso que es él! Ponga otras cositas que hizo, unidas a la zoquetería que tuvo con el propio Santo y arresultó que al cabo del tiempo, y cuando menos se lo pensaba, Santa Bárbara saltó con que se las iba a cobrar entonces todas juntas, y caro. Por que eso tienen los Santos, esperan para vengarse, dan cordel y cordel, y arrancan cuando más desprevenido está el que tiró la piedra. Primero Changó me lo puso como bobo. Después loco. Un día se fué desnudo a la calle y volvió tinto en sangre. Estuvo amarrado. Pedía perdón y Santa Bárbara lo que contestaba siempre era: que sepa que yo los tengo más grandes que él, que yo no he olvidado, aunque cuando me insultó me reía. Y yo su madre, con ser yalocha, sin poder salvarlo. Tiraba los caracoles para hacerle algo a mi hijo (ebbó) y Changó me contestaba que yo no podía más que él, que me dejase de parejerías. Oigame, no logré hacerle ni una limpieza a mi hijo. ¡Nada, con mi santería! Y a padecer como madre. Al fin murió que no era ni su sombra. Un esqueleto. Cuando se lo llevaron, lo que pesaba era la caja”.

O.O. deja en silencio otro pecado imperdonable que cometió su sacrílego hijo. Es una llegada suya quien me cuenta que lo que más entristeció a O.O. —y “desde entonces ella empezó a declinar, eso acabó con ella”— fue lo que hizo con su piedra de Oshún. “O.O. tenía una piedra africana que era de su madrina lucumisa; su madrina la trajo cuando vino a Cuba, y se la había dejado a ella. La piedra creció. Se puso enorme. Parecía por la forma, un melón. Dos hombres no podían moverla. Esa Caridad tenía un metro de ancho. Como que no había sopera para ella. O.O. la tenía en una batea. En una mudada, P. se la botó. Sí señora... Dicen muchos que la echó al río, pero no se sabe de fijo adonde fué a parar la Caridad del Cobre”.

No siempre los Santos, sin embargo, castigan con justicia. Si en el caso de Papá Colás se comprende que Obatalá aplicara a su hijo un correctivo más que merecido, en el de Luis S. el rigor de Changó parece tan excesivo como gratuito. Contra el capricho despiadado de los dioses, contra la antipatía divina que se ensaña en algún mortal, “por que sí”, no puede lucharse.

Se ataja a tiempo el mal que desencadena el mayombero judío, este tipo que aún inspira al pueblo un terror en el que hallaremos tan fuertes, tan rancias reminiscencias africanas: todo se estrella, en cambio contra la mala voluntad irreductible del Santo que “emperra”, “se vuelve de espaldas” y niega su protección o su perdón al hombre infortunado, sin más pecado que el de haber incurrido en su desagrado, “en caerle pesado”. Si bien es cierto que el favor de los Orishas se compra, pues son estos muy interesados, glotones y susceptibles al halago, cuando el Orisha se enterca y se hace el sordo, no acepta transacción alguna. Y aquí, si el adivino y conjurador, dueño de los medios de que se vale —coco, diloggún, okpelé, vititi mensu o andilé— para revelar al hombre el misterio del presente o la incógnita del futuro, es honrado no insistirá en rogativas que arruinen al sentenciado sin apelación con gastos que implican serios sacrificios y de los que sólo él se beneficiará mterialmente.

“Cuando el Santo se vira y quiere perder a uno, ¿qué se va a hacer?” Absolutamente nada. La enfermedad entonces lo saben el babalawo y el gangángáme, no tiene remedio; ya no existe para este individuo la posibilidad de “un cambio de vida” o de cabeza, esta operación mágica, universal y milenaria que consiste en hacer pasar la enfermedad de una persona a un animal, a un muñeco, al que se tratará de darle el mayor parecido con el enfermo, o a otra persona sana, por lo que muchos se guardan de estar en contacto directo y aún de visitar santeros e iyalochas enfermos de gravedad, “no sea que cambien vida”, pues el espíritu más fuerte puede apoderarse de la vitalidad del más debil, robarle la vida y recuperar la salud. (“Por eso vé Vd. que un santero viejo, ya moribundo revive, y en cambio se muere el joven que está a su lado”).

Tampoco le salvaría la gracia que un orisha infundiera a una yerba. No valen rogaciones ni ebbó, sacrificios de aves y cuadrúpedos, tan eficaces que estipulan de antemano los Santos, especificando su naturaleza en cada caso, mediante los caracoles o el Ifá.

Luis S., al revés que Papá Colás, no era santero. En un toque de tambor Changó le pidió “agguddé” —plátano—, y Luis no lo entendió o se hizo el distraido. Es verdad que no creía mucho en los Santos; detalle de la mayor importancia. Un domingo que iba de compras al mercado alguien se le acercó y le habló en lengua. En aquel instante perdió el conocimiento y sin recobrarlo lo llevaron a su habitación en el solar. No volvió en sí hasta transcurridas cinco horas. Estando aún inconsciente en la cama, su mujer “cae” con Changó, éste la conduce a casa de su madrina, y allí el Santo refiere lo ocurrido.

—“Alafi (Changó) ¿pero qué has hecho?” le preguntan. “Etie mi cosinca”, (No he hecho nada) responde el Santo maliciosamente dándose en la rodilla y encogiéndose de hombros.

La madrina le retiró el Santo a la mujer de Luis. No se perdió tiempo; se hicieron rogaciones para desagraviar a Changó. Advertido por la madrina de su mujer, Luis le sacrificó un hermoso carnero. Pero Changó... “de tan rencoroso, de tan caprichoso que es”, no quedó satisfecho. El hombre empeoró y su mujer no podía dejarlo solo pues inmediatamente Alafi lo lanzaba al suelo y quedaba atontado, privado de movimiento por mucho rato. Explicaba torpemente al volver en sí, que un negro lo elevaba y lo dejaba caer. “Por la tirria de Santa Bárbara, que se empeñó en acabar con él”, Luis S. al fin murió de un síncope.


AMANECER VUDU -- Patakí De Ofún



Patakí De Ofún



 Lydia Cabrera



Un pobre hombre que vivía de su trabajo murió sin dejarle nada a su hijo. Éste, que era un mozalbete, se debatía en la miseria, y su padre, desde el otro mundo, penaba por él viéndolo sin amparo, siempre vagabundo, comiendo unas veces, otras enfermo. Además, tampoco comía el difunto.

Al fin, el padre pudo enviarle un mensaje con un “Onché—oro” —un correo del cielo, que iba a la tierra.

—Dígale a mi hijo, le pidió, que sufro mucho por él, que quiero ayudarlo y que me mande dos cocos.

Onché—oro buscó al muchacho, le transmitió el recado de su padre y éste, encogiéndose de hombros, le dijo:

—Pregúntale a mi padre dónde dejó los cocos para mandárselos.

Cuando el difunto escuchó la respuesta de su hijo, trató de disimular, y dijo quitándole importancia a aquel desplante:

—¡Cosas de muchacho!

Pero al poco tiempo volvió a encomendarle al Onché otro recado para su hijo. Esta vez el difunto le pedía un gallo.

—¿Dónde dejó mi padre el gallinero para que yo le mande el gallo que me pide?

El correo le repitió al padre textualmente las palabras del hijo.

Pocos días después, Onché—oro volvió a presentársele al joven. Su padre le suplicaba esta vez que le mandase un agután, un carnero.

—¡Está bien!, dijo el muchacho sin ocultar su cólera. Si no hay para cocos ni para gallo, ¿de dónde diablos cree mi padre que voy a sacar el carnero? Nada me dejó, nada tengo, ¡nada...! pero no se vaya, espere un momento.

Entró en su covacha, cogió un saco, se metió dentro, amarró como pudo la abertura, y le gritó:

—¡Venga y llévele a mi padre este bulto!

El correo lo cargó y se lo llevó al padre, que al vislumbrarlo desde lejos con su carga a cuestas, dio gracias a Dios.

—¡Al fin mi hijo me envía algo de lo que he pedido!

Los Iworo y los Orichas que estaban allí reunidos en Oro esperando el carnero, desamarraron el bulto para sacar al animal y proceder al sacrificio, pero quedaron boquiabiertos al encontrar una persona en vez del carnero que esperaban.

—¡Estás perdido, hijo mío!, sollozó el padre.

Los Orichas le dijeron al muchacho indicándole una puerta cerrada:

—Abre esa puerta y mira.

Y allí contempló cosas aún más portentosas.

—¡Todas eran para tí!, le explicó el padre. Para dártelas te pedí el carnero.

El joven arrepentido y muy apesadumbrado, le suplicó que lo perdonara y le prometió mandarle enseguida cuanto había pedido.

—¡Qué lástima!, le respondió el padre, ya no puedo darte cuanto quería. Tú no podías ver las cosas del otro mundo, pero haciendo “ebó”, tus ojos hubieran obtenido la gracia de ver lo que no ven los demás, y te hubiera dado lo que has visto. Ya es tarde, hijo, y lo siento, ¡cuánto lo siento!

Y así fue, cómo por ruin y por desoír a su muerto, aquel joven perdió el bien que le esperaba y la vida.

AMANECER VUDU -- Papá Benjamín -- William Irish

Papá Benjamín







William Irish






A las cuatro de la mañana una piltrafa de hombre entró tambaleándose en el Departamento Central de Policía de Nueva Orleans. Detrás de él, en una esquina, un reluciente Bugatti ronroneaba como un gato amodorrado. Era el mejor auto que jamás se había detenido allí. Atravesó vacilante la sala de espera, desierta a aquella hora temprana, y traspuso la puerta abierta al fondo. Un soñoliento sargento de guardia abrió los ojos; un desocupado detective que hojeaba la edición del día anterior del Times Picayune, sentado en una silla apoyada en las dos patas traseras y con el respaldo contra la pared, levantó la cabeza. Cuando el cono de luz de la lámpara que pendía del cielo raso cayó sobre el recién llegado, las bocas de ambos se abrieron y sus ojos parpadearon. Las dos patas delanteras de la silla del detective se apoyaron ruidosamente en el suelo. El sargento colocó las palmas de ambas manos sobre el escritorio y levantó los codos en actitud de cordial recibimiento. Un policía llegó de la habitación trasera secándose una gota de los labios. También se quedó boquiabierto cuando vio quién estaba allí. Se acercó al detective y dijo, haciendo pantalla con la mano:


—Éste es Eddie Bloch, ¿no?


El detective no se tomó la molestia de contestar. Aquello equivalía a decirle cómo se llamaba él mismo. Los tres se quedaron mirando fijamente a la figura iluminada por el haz de luz, con un interés respetuoso, casi admirativo. No había nada de profesional en su escrutinio, no eran los policías estudiando a un sospechoso; eran tipos del montón mirando a una celebridad. Observaron el ajado esmoquin, el tallo de gardenia que había perdido sus pétalos y la deshecha corbata. Su abrigo, que colgaba antes de su brazo, se arrastraba ahora tras él por el polvoriento piso del Departamento de Policía. Dio un toque a su sombrero, que cayó y rodó tras él. El policía lo cogió y lo limpió. Nunca había sido adulador, pero ¡aquel hombre era Eddie Bloch!


Era su rostro, más que su personalidad o su indumentaria, lo que atraía las miradas en todas partes. Era el rostro de un muerto..., el rostro de un muerto en un cuerpo viviente. La macabra forma de su calavera parecía asomar a través de su piel transparente; se podían ver sus huesos como en una placa radiográfica. Los ojos eran los de un obseso, un perseguido, colocados en enormes cuentas que dividían la cara como una máscara. Ni el alcohol ni la vida licenciosa podían haber hecho tales estragos. Sólo una larga enfermedad y el conocimiento anticipado de la muerte podían causarlos. Cuando se visita un hospital se ven caras así, con ojos en los que ya está muerta toda esperanza..., que ven ya la fosa abierta.


No obstante, por extraño que parezca, reconocieron al hombre. El reconocimiento fue lo primero; la observación de su deplorable aspecto vino después, más lentamente. Quizá se debía a que los tres policías habían sido llamados alguna vez para identificar cadáveres depositados en la Morgue. Su mente estaba adiestrada en ese sentido, y la cara de aquel hombre era familiar a miles de personas. No porque hubiese violado el más leve precepto legal, sino porque había expandido la felicidad en torno a él, poniendo en movimiento, con su música, millones de pies.


La expresión del sargento de guardia cambió. El policía susurró al oído del detective:


—Parece como si acabara de ser atropellado por el tren.


—A mí más bien me da la impresión de una formidable borrachera —contestó el detective.


Pero aquellos hombres sencillos, avezados en su profesión, sólo podían explicar el aspecto del hombre por causas vulgares. El sargento de guardia dijo:


—El señor Eddie Bloch, ¿no?


Este alargó la mano por encima del escritorio para saludarlo. A duras penas podía tenerse en pie. Movió la cabeza, pero no retiró la mano.


—¿Le ha ocurrido algo, señor Bloch? ¿En qué podemos servirle? —el detective y el policía se acercaron más—. ¡Corra a buscar un vaso de agua, Latour! —dijo el sargento ansiosamente—. ¿Ha sufrido un accidente, señor Bloch? ¿Ha sido asaltado?


El hombre se irguió apoyándose en el borde del escritorio. El detective extendió su brazo por detrás de él por si se caía hacia atrás. Bloch continuaba hurgando en sus bolsillos. El esmoquin le bailaba a cada movimiento. Los policías notaron que su peso no debía pasar ahora de cincuenta kilos. Extrajo un revólver, que a duras penas pudo levantar. Lo empujó, haciendo que se deslizase por el escritorio. Luego dio media vuelta y, señalándose a sí mismo, dijo:


—He matado a un hombre, ahora mismo, hace un momento. A las tres y media.


Los policías se quedaron mudos de asombro. Casi no sabían cómo hacer frente a la situación. Estaban en permanente contacto con asesinos, pero éstos tenían que ser buscados y arrastrados allí a viva fuerza, y, cuando la fama y la fortuna se mezclaban con un crimen, como ocurre rara vez, diestros abogados y barreras protectoras surgían por doquier para proteger al asesino. Este hombre era uno de los diez ídolos de América, o lo había sido hasta hacía muy poco. Hombres como él no mataban a nadie. No aparecían así, inopinadamente, a las cuatro de la mañana, para plantarse delante de un simple sargento de guardia y un anónimo detective y mostrar al desnudo su alma desgarrada en una figura hecha jirones.


Durante un minuto el silencio reinó en la sala, un silencio que podía cortarse con un cuchillo. Después, Bloch habló de nuevo con acento agónico:


—¡Le digo que he matado a un hombre! No se quede mirándome de ese modo! ¡He matado a un hombre!


El sargento le contestó amablemente, con simpatía:


—¿Qué le ocurre, señor Bloch? ¿Ha estado usted trabajando demasiado? —se levantó de su asiento y se acercó a él—. Venga adentro con nosotros. ¡Usted, Latour, quédese ahí, por si suena el teléfono!


Cuando lo tuvieron dentro de la habitación trasera, el sargento ordenó:


—¡Tráigame una silla, Humphries! Ahora, beba un trago de agua, señor Bloch. Bien, cuéntenos todo —el sargento había llevado el revólver con él. Lo pasó por delante de su nariz y luego abrió la cámara, mirando de reojo al detective—. Sí, ha sido disparado.


—¿Un accidente, señor Bloch? —sugirió respetuosamente el detective.


El hombre de la silla movió la cabeza. Comenzó a temblar, aunque la noche era tibia y agradable.


—¿A quién fue? ¿Quién era? —agregó el sargento.


—No sé su nombre —murmuró Bloch—, nunca lo supe. Le llaman Papá Benjamín.


Sus dos interlocutores cambiaron una mirada de sorpresa.


—Parece como... —el detective no terminó la frase, se volvió hacia Bloch y le preguntó con tono indiferente—: Era un blanco, ¿no?


—No, era negro —fue la inesperada respuesta.


El asunto iba tornándose cada vez más disparatado, más inexplicable. ¿Cómo un hombre como Eddie Bloch, uno de los más famosos directores de orquesta del país, que cobraba más de mil dólares semanales por tocar en el Maxim’s, había matado a un ignorado negro y se trastornaba por ello hasta aquel punto? Los dos policías jamás habían visto cosa parecida; habían sometido a sospechosos a interrogatorios de cuarenta y ocho horas, de los cuales aquellos habían salido frescos como lechugas comparados con este hombre.


Había dicho que no fue un accidente ni un asalto. Continuaron interrogándole, no para confundirle, sino para ayudarle a recobrarse.


—¿Qué hizo el hombre? ¿Olvidó las debidas distancias? ¿Le respondió? ¿Se puso insolente?


No hay que olvidar que estamos en Nueva Orleans.


La cabeza de Bloch oscilaba como un péndulo.


—¿Perdió usted momentáneamente los estribos? Fue eso, ¿no?


Otro movimiento negativo de cabeza. La condición del hombre sugirió al detective una explicación. Miró hacia atrás para asegurarse de que el agente no estaba escuchando. Luego, muy discretamente:


—¿Es usted aficionado a las drogas? ¿Era él quien se las proporcionaba?


El hombre los miró.


—Jamás he probado nada nocivo. Un médico podrá atestiguarlo.


—¿Tenía él algo contra usted? ¿Le causaba molestias?


Bloch tornó a hurgar en sus ropas; éstas seguían bailándose sobre el esquelético armazón. De pronto, extrajo un gran fajo de billetes, tan alto como largo, más dinero del que habían visto junto en su vida los dos policías.


—Aquí tengo tres mil dólares —dijo simplemente, arrojándolos como había hecho con el revólver—. Los llevé esta noche y traté de dárselos. Le habría dado el doble, el triple, si hubiese pronunciado la palabra, si me hubiera dejado libre. No quiso. Entonces tuve que matarlo. Era lo único que podía hacer.


—¿Qué es lo que le hacía? —dijeron los dos policías al mismo tiempo.


—Me estaba matando —levantó el brazo y recogió el puño de la camisa. La muñeca era casi del grosor del pulgar del sargento. El valioso reloj de pulsera de platino que la rodeaba tenía la correa prendida en el último agujero que era posible hacer, y aún le quedaba floja como un brazalete—. Ya he bajado a cuarenta y cinco kilos. Cuando me quito la camisa el corazón está tan a flor de piel que se puede ver cada latido.


Los policías dieron un paso hacia atrás, deseando casi que el hombre no hubiese entrado allí, que se hubiera dirigido a cualquier otra Comisaría. Desde el comienzo mismo habían presentido en el caso algo que superaba su entendimiento, algo que no puede hallarse en los reglamentos, pero tendrían que afrontarlo.


—¿Cómo? —preguntó Humphries—. ¿Cómo lo estaba matando?


Un destello de tormento asomó a los ojos de Bloch.


—¿No cree usted que ya se lo habría dicho si pudiera? ¿No cree usted que habría venido aquí hace meses para pedir protección, para que me salvaran, si yo hubiese podido decírselo y si ustedes pudiesen creerme?


—Nosotros le creeremos, señor Bloch —dijo el sargento tranquilizadoramente—. Le creeremos todo. Díganos lo que sepa.


Pero Bloch, en cambio, por primera vez espetó una pregunta:


—¡Contéstenme! ¿Creen ustedes en algo que no pueden ver, que no pueden oír, que no pueden tocar?


—Radio —sugirió el sargento tímidamente, pero la respuesta de Humphries fue más franca: 


—No.


El hombre volvió a hundirse en su asiento y se encogió apáticamente.


—Si no creen, ¿cómo puedo esperar que lo entiendan? He acudido a los mejores médicos, a los más grandes hombres de ciencia de todo el mundo, y no quisieron creerme. ¿Cómo puedo esperar que ustedes lo hagan? Dirán sencillamente que estoy trastornado y se contentarán con eso. Yo no quiero pasar el resto de mi vida en un manicomio... —se interrumpió y suspiró—. Y, sin embargo, ¡es cierto, es cierto!


Se habían metido en tal embrollo que Humphries decidió salir del paso como pudiera. Hizo una pregunta sencilla, que hacía tiempo debía haber formulado para terminar con aquel maleficio.


—¿Está usted seguro de que lo mató?


Bloch estaba físicamente acabado y casi al borde del colapso. Todo el caso podía ser pura alucinación.


—Yo sé lo que hice, estoy seguro —contestó el hombre con calma—. Ya estoy un poco mejor. Lo sentí en el momento mismo de liquidarlo.


Si era así, no lo parecía. El sargento echó una mirada a Humphries y se tocó la frente con gesto significativo.


—¿Qué le parece si nos lleva al lugar del hecho? —sugirió Humphries—. ¿Puede hacerlo? ¿Fue en el Maxim’s?


—Ya les he dicho que era un negro —respondió Bloch con reproche—. El Maxim’s no es un lugar cualquiera. Fue en el Vieux Carré. Puedo mostrarles dónde fue, pero no podré conducir el coche. A duras penas pude venir hasta aquí.


—Haré que conduzca Desjardins —dijo el sargento, y llamó al policía—. Telefonee a Dij y dígale que espere a Humphries en la esquina de Canal y Royal, en seguida —se volvió y miró a la informe figura de la silla—. Hágale beber un trago en el camino. No me parece que resista hasta allá.


Bloch enrojeció levemente: no tenía sangre para más.


—Ya no puedo probar el alcohol. Estoy al cabo de mis fuerzas. Me consumo —dejó caer la cabeza y luego la levantó—. Pero voy a recobrarme poco a poco ahora que él...


El sargento se llevó aparte a Humphries.


—Si resulta como él dice y no es un sueño, llámeme en seguida. Yo telefonearé después al jefe.


—¿A esta hora?


El sargento hizo una indicación en dirección a la silla.


—Es Eddie Bloch, ¿no?


Humphries cogió a éste del brazo y lo hizo levantar con cortés energía. Ahora que las cosas tomaban un rumbo normal sabía dónde pisaba. Sería siempre considerado, pero ahora como funcionario, pues eso entraba ya en su rutina.


—Vamos, señor Bloch.


—No haremos informe alguno hasta estar seguros de lo que se trata —dijo el sargento a Humphries—. No quiero echarme encima a toda la ciudad mañana por la mañana.


Humphries casi tuvo que sostener a Bloch para salir del Departamento y entrar en el automóvil.


—¿Es éste? —dijo—. ¡Caray! —lo tocó con un dedo y partieron suavemente—. ¿Cómo pudo usted entrar con este coche en el Vieux Carré sin dar contra las paredes?


Dos levísimos fulgores en la calavera que se reclinaba en el respaldo del asiento eran los únicos signos de vida que se manifestaban en el hombre que iba a su lado.


—Solía dejarlo a algunas manzanas de distancia e iba hasta allí a pie.


—¡Oh! ¿Fue usted más de una vez?


—¿No lo habría hecho usted tratándose de su vida?


Volvía aquel disparatado asunto, pensó Humphries con disgusto. ¿Por qué un hombre como Eddie Bloch, astro del micrófono y de los salones de baile, tenía que acudir a un negro de los bajos fondos rogándole por su vida?


Llegaron rápidamente a Royal Street. Dieron la vuelta a la esquina, Humphries abrió la portezuela y vio a Desjardins poner un pie en el estribo. Luego se dirigió nuevamente hacia el centro de la calzada sin detenerse. Desjardins se sentó al otro lado de Bloch, terminando de anudarse la corbata y abotonarse el chaleco.


—¿De dónde sacó el Aquitania? —preguntó, y luego, mirando a su lado—: ¡Santo Kreisler, Eddie Bloch! Solíamos escucharlo todas las noches en casa, con Emerson...


—¿Qué te pasa? —lo atajó Humphries—. ¿Comiste guiso de lengua?


—¡Vire! —se oyó una voz sofocada entre ellos, y en seguida dos ruedas llevaron al Bugatti por la North Rampart Street—. Tenemos que dejarlo aquí —agregó poco después. Los hombres salieron del coche—. Congo Square, el antiguo lugar de reunión de los esclavos.


—¡Ayúdalo! —dijo Humphries a su compañero perentoriamente, y lo tomaron cada uno de un brazo.


Tambaleándose entre ellos, con el inseguro paso de un ebrio, rápido a veces, lento otras, Bloch les enseñaba el camino; de pronto se encontraban frente a un pasaje que no habían advertido hasta aquel momento. Era como una rendija abierta entre dos casas, y tan fétida como una alcantarilla. Tuvieron que colocarse en fila india para pasar. Pero Bloch no podía caerse; las paredes casi le raspaban los hombros. Uno de los policías iba delante de él y el otro detrás.


—¿Llevas revólver? —preguntó Humphries por encima de la cabeza de Bloch a Desjardins, que iba delante.


—¡Me resfriaría sin él! —se oyó la voz del otro en la oscuridad.


Un rayo de luz rojiza surgió de improviso por el marco de una ventana, y un codo color café tocó al pasar las costillas de los tres.


—Entra, querido —murmuró una voz aguardentosa.


—Ve a lavarte la boca con jabón —aconsejó el nada romántico Humphries por encima del hombro, sin volverse siquiera.


El rayo de luz se cortó con la misma rapidez que apareciera.


El pasaje se ensanchaba al llegar al fondo de un grupo de casas que databan del tiempo de la dominación francesa o española, y en cierto trecho pasaba por debajo de una arcada, formando como un túnel. Desjardins se dio de cabeza contra algo y lanzó un juramento.


—¿Estamos lejos aún? —preguntó secamente Humphries.


—Aquí es —jadeó débilmente Bloch, deteniéndose frente a una sombra negra de la pared. Humphries la recorrió con su linterna y aparecieron unos escalones carcomidos. Luego indicó a Bloch que entrara, y éste se echó atrás refugiándose en la pared opuesta—. ¡Déjeme a mí aquí! No me haga entrar allí otra vez —rogó—. ¡No podría resistirlo, tengo miedo!


—¡Oh, no! —dijo Humphries con determinación—. Usted nos mostrará el camino —y lo apartó de la pared.


Como antes, no se mostró rudo, sino simplemente profesional. Dij abrió la marcha iluminando el camino con su linterna. Humphries llevaba la suya apuntando a los zapatos de cuarenta dólares del director de orquesta, que caminaba dominado por el temor. Los escalones de piedra se convirtieron en otros de madera astillada por el uso. Tuvieron que pasar por encima de un negro borracho, hecho un ovillo, con una botella debajo de un brazo.


—¡No vaya a encender una cerilla! —aconsejó Dij, tocándole la nariz—. Puede estallar.


—¡No seas chiquillo! —le soltó Humphries.


Dij era un buen detective, pero ¿se daba cuenta del tormento que sufría el hombre que iba entre ellos? Aquel no era momento para...


—Fue aquí. Al salir cerré la puerta.


La cadavérica faz de Bloch apareció perlada de gotas de sudor cuando uno de los policías la iluminó con su linterna.


Humphries abrió la carcomida puerta de caoba que había sido colocada cuando uno de los Luises era aún rey de Francia y señor de aquella ciudad. La luz de una lámpara brillaba débilmente en el fondo de la habitación, sacudida su llama por una corriente de aire. Los policías entraron y miraron.


En una vieja y derruida cama cubierta de andrajos vieron una figura inanimada, con la cabeza colgando hacia el suelo. Dij puso la mano debajo de ésta y la levantó. La cabeza subió como una pelota de basket—ball. Luego, al soltarla, cayó y hasta pareció rebotar una o dos veces. Era un viejo, viejísimo negro, de ochenta años o más. Había una mancha oscura, más oscura que la arrugada piel, debajo de uno de sus legañosos ojos, y otra en la fina orla de blanco algodón que rodeaba su nuca.


Humphries no esperó a ver más. Se volvió y salió rápidamente en busca del teléfono más próximo para informar al Departamento Central que, después de todo, aquello era verdad y que podían despertar al jefe.


—No le dejes ir, Dij —se oyó su voz desde el oscuro hueco de la escalera—, pero no le molestes. Frena la lengua hasta que recibamos órdenes.


El espantajo que estaba con ellos trató de salir tras Humphries, mascullando ininteligiblemente:


—¡No me deje aquí! ¡No me obligue a quedarme aquí!


—No le voy a molestar, señor Bloch —dijo el policía, tratando de calmarlo y sentándose despreocupadamente en el borde de la cama, al lado del cadáver, para atarse el cordón de los zapatos—. Nunca olvidaré que fue su Love in Bloom ejecutada por radio una noche, hace dos años, lo que me animó a declararme a la que hoy es mi esposa...


Pero el comisario lo haría dos horas más tarde en su oficina, aunque sin gran entusiasmo. Trataron de ayudar a Bloch lo más posible dentro de las reglas. Era inútil. El viejo negro no le había atacado, robado, molestado ni secuestrado. El revólver no se había disparado accidentalmente, ni tampoco lo había disparado en el calor del momento o en un acceso de furor. El comisario, en su desesperación, casi dio con su cabeza contra el escritorio al reiterar una y otra vez:


—Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?


Y por enésima vez obtuvo la misma increíble respuesta:


—Porque me estaba matando.


—Entonces, usted admite que él, en efecto, le atacó.


La primera vez que el comisario le hizo esta pregunta fue con una chispa de esperanza. Pero ahora, a la décima o duodécima vez, la chispa ya se había apagado.


—Jamás se me acercó. Yo era quien le buscaba para suplicarle. Comisario Oliver, esta noche me arrodillé ante ese viejo y me arrastré por el suelo de aquella sucia habitación como un gato, rogando, clamando abyectamente, ofreciéndole tres mil, diez mil, cualquier suma, ofreciéndole, por último, mi propio revólver y pidiéndole que me matara con él para terminar de una vez, para que cesara mi tormento. No, ni siquiera ese rasgo de misericordia. Entonces disparé..., y ahora me voy a sentir mejor. Ahora voy a vivir...


Estaba demasiado débil para llorar; el llanto exige fuerzas. El pelo del comisario estaba a punto de erizarse.


—¡Termine con eso, señor Bloch! —gritó. Se acercó a él y le tomó por los hombros como para refrenar sus propios nervios. Sintió los afilados huesos en sus manos y las retiró inmediatamente—. Voy a hacer que le examine un alienista.


El montón de huesos dio un respingo.


—¡No, no haga eso! Mándeme a mi hotel...— tengo un baúl lleno de informes médicos. He visitado a los más grandes especialistas de Europa. ¿Puede usted encontrarme a alguien más autorizado que Buckholt, de Viena, o Reynolds, de Londres? Ellos me tuvieron en observación durante meses. Yo no estoy ni siquiera al borde de la locura y no soy un genio ni de lejos. No escribo la música que ejecuto, soy un mediocre, falto de inspiración..., en otras palabras, soy un ser normal. Estoy más sano que usted mismo en este momento, señor Oliver. Mi cuerpo se ha gastado, mi alma también; lo único que me queda es mi cerebro, pero usted no puede sacármelo.


La cara del comisario se había tornado roja como una remolacha. Estaba a punto de estallar, pero se dominó y habló suave, persuasivamente:


—Un negro de ochenta y tantos años, tan débil que no podía ni subir la escalera de su casa y a quién debían meterle los alimentos por la ventana en una canastilla, mata... ¿a quién? ¿A un blanco vagabundo de su misma edad? ¡Nooo..., nada de eso! ¡Mata al señor Eddie Bloch, el más famoso director de orquesta de América, que fija su propio salario dondequiera que vaya, a quien se le escucha todas las noches en nuestros hogares, que tiene cuanto un hombre puede desear!


Le observaba tan de cerca que los ojos de ambos estaban al mismo nivel. Su voz era un susurro aterciopelado.


—Dígame una cosa, señor Bloch —luego, con una explosión—. ¿Cómo es eso posible?


Eddie Bloch aspiró una profunda bocanada de aire.


—Emitiendo mortíferas ondas mentales que llegaban hasta mí por el éter.


El pobre comisario estuvo a punto de desplomarse.


—¿Y dice usted que no necesita asistencia médica? —resolló con dificultad.


Se produjo un revuelo de ropa y ruido de botones, y la chaqueta, el chaleco, la camisa y la camiseta cayeron uno tras otro en el suelo, en torno a la silla donde estaba sentado Bloch. Éste se volvió:


—¡Mire mi espalda! Podrá contar mis vértebras por encima de la piel —tornó a ponerse de frente—. Vea mis costillas. Observe los latidos de mi corazón.


Oliver cerró los ojos y se volvió hacia la ventana. Estaba en una situación endiablada. Afuera, Nueva Orleans palpitaba de vida, y cuando se conociera este caso él se convertiría en el hombre más impopular de la ciudad. Y si, por el contrario, no lograba penetrar a fondo en el asunto, ahora que había ido tan lejos, se haría culpable de negligencia en el cumplimiento de su deber.


Bloch, que volvía a vestirse lentamente, adivinó los pensamientos del comisario.


—Querría deshacerse de mí, ¿verdad? Usted está tratando de hallar la manera de echarle tierra al asunto. Se resiste a llevarme ante el Gran Jurado por temor de que sufra su reputación, ¿no? —su voz era casi un grito de pánico—. Bueno, yo necesito protección. No quiero volver otra vez allá... a buscar mi muerte. No quiero salir en libertad bajo fianza. Si me dejan libre ahora, aún con mi propio consentimiento, serán tan culpables de mi muerte como Papá Benjamín. ¿Cómo se yo que mi bala puso término a la cosa? ¿Cómo puede saber nadie qué hace la mente después de la muerte? quizá sus pensamientos me alcancen aún y traten de apoderarse otra vez de mí. ¡Le digo que quiero que me encierren! ¡Quiero ver gente a mi alrededor noche y día! ¡Quiero estar en lugar seguro...!


—¡Chis...! ¡ Por el amor de Dios, señor Bloch! Van a creer que estoy torturándole —el comisario dejó caer los brazos y exhaló un profundo suspiro—. Está bien, le detendré, ya que así lo quiere. Le arresto por el asesinato de un tal Papá Benjamín, aunque se rían de mí y pierda mi puesto.


Por primera vez desde que el asunto había comenzado, arrojó a Eddie Bloch una mirada de verdadera ira. Tomó una silla, la hizo girar en el aire y la plantó con estrépito frente a Bloch. Puso un pie sobre ella y apuntó con el índice casi junto a los ojos de aquél.


—No soy hombre de términos medios. No le voy a encerrar a usted para tenerlo entre algodones y llevar el asunto con paños tibios. Si la cosa ha de hacerse pública, lo será completamente. Comencemos. Dígame todo lo que yo quiero saber, y lo que yo quiero saber es... ¡todo!






. . . . . . . . . .






Los acordes de Goodnight Ladies se apagaron; los bailarines abandonaron la sala; las luces comenzaron a apagarse y Eddie Bloch arrojó su batuta y se secó la nuca con un pañuelo. Pesaría unos ochenta y cinco kilos y se encontraba en toda la plenitud de su edad. Era un hermoso bruto. Pero ya su cara tenía un acre gesto de disgusto. Los músicos comenzaron a guardar sus instrumentos y Judy Jarvis subió a la plataforma con su traje de calle, preparada para irse. Era la cantante de la orquesta y, además, la esposa de Eddie.


—¿Vamos, Eddie? Salgamos de aquí —ella también parecía ligeramente disgustada—. Esta noche no he recibido un solo aplauso, ni siquiera después de mi rumba. Debo estar en decadencia. Si no fuera tu mujer, tal vez me encontraría sin trabajo a estas horas.


Eddie le palmeó un hombro .


—No eres tú, querida. Somos nosotros los que comenzamos a ahuyentar a la gente. ¿Has notado cómo ha disminuido la concurrencia en las últimas semanas? Esta noche había más camareros que clientes. El empresario tiene derecho a cancelar mi contrato si las entradas bajan de cinco mil dólares diarios.


Un camarero se acercó al borde de la plataforma.


—El señor Graham quiere verle en su oficina antes que usted se retire, señor Bloch.


Eddie y Judy cambiaron una mirada.


—¿No te lo decía, Judy? Vuelve al hotel, no me esperes. Buenas noches, muchachos.


Eddie Bloch pidió su sombrero y poco después llamó a la puerta de la oficina del empresario.


El señor Graham estaba detrás de una pila de papelotes.


—Esta semana la entrada ha sido de cuatro mil quinientos, Eddie. La gente puede obtener bebidas y los mismos bocadillos en cualquier parte, pero va a donde la orquesta le atrae. He notado que hasta los pocos que vienen ni siquiera se mueven de su mesa cuando usted levanta la batuta. Vamos a ver, ¿qué es lo que ocurre?


Eddie abolló su sombrero de un puñetazo.


—No me lo pregunte. Recibo de Broadway las orquestaciones acabadas de salir del horno, y echamos los bofes ensayando...


Graham mascó su cigarro.


—No olvide que el jazz nació aquí, en el Sur. Usted no puede enseñarle nada a esta ciudad. Aquí la gente pide siempre algo nuevo.


—¿Cuándo nos despedimos? —preguntó Eddie, sonriendo por un lado de la boca.


—Termine la semana. Vea si puede resolverlo para el lunes. Si no, tendré que telegrafiar a San Luis pidiendo la orquesta de Kruger. Lo siento, Eddie.


—¡Qué se le va a hacer! —contestó Eddie, bonachón—. Ésta no es una institución benéfica.


Eddie salió de nuevo del oscuro salón. La orquesta ya se había ido. Las mesas estaban apiladas. Un par de viejas negras, arrodilladas, fregaban el parqué. Eddie subió a la plataforma para retirar algunas partituras olvidadas sobre el piano. De pronto, sintió que pisaba algo. Se inclinó y recogió una pata de gallina con una tira de tela roja atada a su alrededor. ¿Cómo diablos había llegado allí? Si hubiese estado debajo de alguna mesa, habría pensado que un comensal la había dejado caer. Eddie enrojeció. ¿Querría decir que él y sus muchachos habían estado tan mal esa noche que alguien la había arrojado deliberadamente mientras tocaban?


Una de las limpiadoras levantó la vista. De improviso, ella y su compañera se incorporaron, acercándose con los ojos desmesuradamente abiertos, hasta ver lo que Eddie tenía en la mano. Entonces se dejó oír un doble gemido de irracional espanto. Un cubo rodó por el suelo y jamás dos personas, blancas o negras, salieron de allí tan apresuradamente como las dos viejas. La puerta casi saltó de sus goznes, y Eddie pudo oír todavía sus exclamaciones calle abajo, hasta perderse a lo lejos.


“¡Por el amor de Dios! —pensó el asustado Eddie—. Deben de haber bebido una ginebra endiablada”. Arrojó el objeto al suelo y volvió al piano a buscar sus partituras. Una o dos hojas se habían caído detrás y se agachó a recogerlas. Entonces el piano lo ocultó.


La puerta se abrió otra vez y Eddie vio entrar apresuradamente a Johnny Staats (tuba y percusión), palpándose de arriba abajo como si estuviera ensayando el shimsham y recorriendo el piso con la vista... De pronto, se inclinó... para recoger el desperdicio que Eddie acababa de tirar, y al enderezarse de nuevo con aquello en la mano exhaló tal suspiro de alivio que hasta Eddie pudo oírlo desde donde estaba. Ello le hizo desistir de llamar a Staats, como iba a hacer. “Superstición —pensó Eddie—; se trata de su amuleto, eso es todo, como para otros una pata de conejo. Yo también soy un poco supersticioso: nunca paso por debajo de una escalera...”


Sin embargo, ¿por qué las dos viejas se habían puesto histéricas a la vista de aquél objeto? Eddie recordó que algunos de los músicos sospechaban que Staats tenía algo de sangre negra, y habían tratado de decírselo cuando entró a formar parte de la orquesta, pero él no había querido darles crédito.


Staats se escurrió de nuevo, tan silenciosamente como había entrado, y Eddie decidió darle alcance para gastarle algunas bromas acerca de la pata de gallina durante el trayecto hasta su hotel. (Todos vivían en el mismo.) Cogió sus hojas de música, algunas de las cuales estaban en blanco, y salió. Staats ya se había alejado en dirección opuesta a la del hotel. Eddie vaciló un instante, pero luego salió detrás de él como movido por un repentino impulso. Sólo para ver dónde iba o qué se proponía hacer. Tal vez el terror de las dos negras y la manera como Staats había recogido la pata de gallina no eran ajenos a su determinación, aunque él no se daba cuenta clara de ello. ¡Y cuántas veces, después, se lamentó de no haber ido directamente al hotel, a su Judy, a sus muchachos, y de haberse apartado de la luz y del mundo de los blancos!


No perdió de vista a Staats y así llegó hasta el Vieux Carré. ¡Bueno, adelante! Allí había una cantidad de lugares, reliquias de otras épocas, en los que cualquiera hubiese deseado entrar. O quizá tuviera alguna amiga mulata escondida por allí. Eddie pensó: “Es ruin espiar de este modo a Staats”. Pero luego, ante sus ojos, a medio camino del estrecho pasaje por donde acababan de meterse, Staats desapareció, aunque no había visto abrirse ni cerrarse ninguna puerta. Cuando Eddie llegó al último lugar en que le viera, advirtió una especie de grieta entre dos viejos callejones, oculta por un ángulo del muro. ¡De modo que era por allí por donde se había metido! Eddie sentía que el asunto empezaba a cansarle. Sin embargo, se introdujo por allí y siguió caminando a tientas. De vez en cuando se detenía y podía oír los suaves pasos de Staats un poco delante de él. Después reemprendía la marcha. Una o dos veces el pasaje se ensanchó un tanto, dejando pasar un rayo de luna por entre las paredes. Más tarde un hilo de luz anaranjada se filtró por una ventana y un codo le rozó el vientre.


—Serás más feliz aquí; no sigas adelante —dijo una voz suave.


Era una profecía. ¡Si él lo hubiese sabido!


Pero el impávido Eddie contestó simplemente:


—¡Vete a dormir, trasnochadora!


Y la luz desapareció.


Luego entró en un túnel y se dio un cabezazo que le hizo saltar las lágrimas. Pero, al otro extremo, Staats se detuvo al fin en una mancha de luz y pareció quedarse mirando hacia arriba, una ventana o algo así; Eddie permaneció inmóvil dentro del túnel, levantándose el cuello del esmoquin para ocultar el blanco de su camisa.


Staats se detuvo sólo un instante, durante el cual Eddie le observó conteniendo el aliento. Finalmente, emitió un extraño silbido. No había nada de casual en eso; era un sonido difícil de emitir sin práctica previa. Luego se quedó esperando, hasta que, de pronto, otra figura se acercó a él en la penumbra. Eddie aguzó la vista. Era un negrazo como un gorila. Algo pasó de las manos de Staats a las de éste —posiblemente la pata de gallina—, luego entraron en la casa frente a la cual Staats se había detenido. Eddie pudo oír los arrastrados pasos por la escalera y el crujido de una vieja y carcomida puerta. Después todo quedó en silencio.


Avanzó hasta la desembocadura del túnel y se puso a mirar hacia arriba. No se veía ninguna luz por las ventanas. La casa parecía estar deshabitada, muerta.


Eddie agarró la solapa de su esmoquin con una mano y se dio con la otra un puñetazo en la mandíbula. No sabía qué hacer.


El vago impulso que lo había llevado hasta allí en pos de Staats comenzaba a debilitarse. ¡Staats tenía curiosos amigos! Algo rara debía de ocurrir en aquel lugar tan apartado y a esa hora de la madrugada; pero, después de todo, nadie tiene que dar cuenta de su vida privada. Eddie se preguntaba por qué diablos habría ido hasta allí. No deseaba que nadie supiera que lo había hecho. Ahora se volvería atrás, a su hotel, y se metería en la cama. Tenía que pensar alguna novedad para el Maxim’s de allí al lunes, o su contrato sería rescindido.


Luego, cuando ya había levantado el pie para marcharse, una apagada melopea comenzó a oírse dentro de aquella casa. Era tan suave como un murmullo. Tenía que atravesar espesas puertas y espaciosas habitaciones vacías y pasar por el hueco de aquella escalera antes de llegar a él. “Alguna ceremonia religiosa —se dijo Eddie—. Entonces, Staats profesa un culto, ¿eh? Pero, ¡vaya un lugar apropiado!”


Una pulsación como la de una máquina lejana subrayaba la melopea, y, de vez en cuando, un bum como el del trueno acercándose a través de la ciénaga la cubría. Sonaba así: Bum—butta—butta—bum—butta—butta—bum, y la melopea volvía a elevarse, Eeyah—eeyah—eeyah...


El instinto profesional de Eddie despertó de pronto. Lo ensayó, marcando el compás con la mano, como si sostuviera la batuta. Sus dedos sonaron como un latigazo.


—¡Oh, dios! ¡Esto es maravilloso! ¡Magnífico! ¡Sublime! ¡Lo que yo necesitaba! ¡Tengo que entrar aquí!


¿De modo que con una pata de gallina bastaba? Se volvió y echó a correr por el túnel a través del pasaje, siguiendo el camino por donde había venido, bajando aquí y allí, y encendiendo una cerilla tras otra. Luego se encontró una vez más en el Vieux Carré, donde los cajones de desperdicios no habían sido retirados aún. Vio una lata en la esquina de dos callejuelas y la volcó. El hedor subía hasta el cielo, pero se metió en la basura hasta las rodillas, como un trapero, e introdujo los brazos hasta el codo esparciéndolas a diestro y siniestro. Tuvo suerte, pues encontró un agusanado esqueleto de gallina. Le arrancó una pata y la limpió en un trozo de periódico. Luego emprendió el regreso. Un momento. ¿Y la cinta roja para atarla? Se tanteó de arriba abajo; hurgó en todos los bolsillos. No tenía nada de ese color. Tendría que prescindir de eso, pero entonces tal vez fracasaría. Dio la vuelta y corrió por el estrecho pasaje sin preocuparse por el ruido que producía. Otra vez el hilo de luz anaranjada y el codo de la perseverante mujer. Eddie se inclinó, la asió por la manga del rojo quimono y rompió una tira de éste. Palabras soeces, que ni Eddie conocía, cesaron al ponerle en la mano un billete de cinco dólares. Pronto estuvo al otro extremo del pasaje. ¡Con tal de que la ceremonia no hubiese terminado aún!


No había terminado. Cuando se había ido de allí, el cántico era débil y apagado. Ahora era más sonoro, más persistente, más frenético. Eddie no se preocupó de lanzar el silbido; de todos modos no habría podido imitarlo exactamente. Se zambulló en el pozo negro que era la entrada de la casa, sintió los grasientos peldaños debajo de sus pies, alcanzó a subir uno o dos, y de pronto el cuello de su camisa le pareció cuatro números más chico, pues una manaza lo había aferrado de él por detrás. Algo afilado, que podía ser desde un cortaplumas de bolsillo hasta una navaja de afeitar, le rozó el cuello debajo de la nuez, haciéndole saltar unas gotas de sangre preliminares.


—Bueno, me la he ganado —dijo con voz entrecortada.


¿Qué clase de religión era aquella? El Objeto afilado se quedó donde estaba, pero la mano soltó el cuello de la camisa para coger la pata de gallina. Luego, el objeto afilado se apartó también, pero no mucho.


—¿Por qué no dio usted la señal?


Eddie se tocó la garganta.


—Estoy enfermo de aquí y no pude.


—Encienda una cerilla, quiero ver su cara. —Eddie obedeció y sostuvo la cerilla un momento—. No he visto nunca su cara aquí.


—Mi amigo, que está allá, puede decírselo.


—¿El señor Johnny es su amigo? ¿Le pidió que viniera?


Eddie pensó rápidamente. La pata de gallina podía tener más fuerza que Staats.


—Esto me dijo que viniera.


—¿Papá Benjamín le mandó eso?


—¡Claro! —dijo Eddie rotundamente. De seguro Papá Benjamín era su sacerdote, pero aquella era una manera endemoniada de... La cerilla le quemó los dedos; entonces la arrojó al suelo. Con la oscuridad se produjo un momento de incertidumbre que podía terminar de cualquier manera. Una gran provisión de mundología y un millar de años de civilización respaldaban a Eddie—. Me va a hacer llegar tarde. A Papá Benjamín no le va a gustar.


Subió a tientas la oscura escalera, pensando que en cualquier momento podía sentir su espalda hecha trizas, pero era mejor que quedarse quieto esperando que se lo hicieran. Volverse atrás sería atraerse aquello más rápidamente. No obstante, sus palabras habían surtido efecto y nada le ocurrió.


—En el momento menos pensado vamos a ver pasar por aquí a medio Nueva Orleans —gruñó, malhumorado, el cancerbero africano, dejándose caer en la escalera como una foca cansada.


Hizo alguna otra observación acerca de “negros que parecían blancos”, y luego siguió rascándose.


Llegó al descansillo de la escalera, tan cerca del bum—butta—bum que éste apagaba todos los demás sonidos. Toda la armazón de la vieja casa parecía temblar. Un hilo de luz rojiza le indicó dónde estaba la puerta. La empujó suavemente y la puerta cedió. El chirrido de sus goznes se perdió en el torrente sonoro que surgió del interior. Vio bastantes cosas y lo que vio incitó aún más su curiosidad. Algo le decía que lo mejor era entrar tranquilamente, cerrando la puerta tras él antes de que le vieran. El copo de nieve que estaba al pie de la escalera podía subir y aferrarlo otra vez del cuello. Abrió un poco más la puerta, se escurrió dentro y la cerró con el tacón de su zapato, apartándose inmediatamente de allí lo más que pudo. Evidentemente, nadie le había visto.


Era una sala grande y sombría y estaba atestada de gente. Solo la iluminaba una lámpara de aceite y gran cantidad de cirios que podían parecer brillantes comparados con la oscuridad de fuera, pero que allí alumbraban débilmente. Las largas sombras danzantes arrojadas contra las paredes por los que se movían en el centro de la sala eran para él una protección tan eficaz como podía serlo la oscuridad del exterior. Dio una vuelta a la sala y una ojeada fue suficiente para revelarle que aquello era cualquier cosa menos una ceremonia religiosa. Al principio le pareció una juerga, pero allí no se veía ginebra por ninguna parte y en la danza no intervenían mujeres. Era más bien una reunión de demonios acabados de salir del infierno. Muchos de ellos se habían quedado tendidos en el suelo, y los demás pasaban sobre ellos al saltar de un lado a otro, pisando a veces los rostros, los pechos, los brazos y las manos yacentes. Otros, que habían caído en una especie de trance, estaban sentados en el suelo, la espalda apoyada en las paredes, algunos balanceándose y otros poniendo los ojos en blanco y dejando escapar de su boca hilos de espuma. Rápidamente, Eddie se dejó caer sentado en el suelo y puso manos a la obra. También comenzó a balancearse, dando golpes en el suelo con los puños, pero él no estaba en trance. Lo que hacía era tomar notas para un número que sería un éxito en el Maxim’s. Una hoja de música en blanco estaba parcialmente oculta debajo de sus muslos y a cada momento se inclinaba para escribir con un trocito de lápiz.


“Clave de fa —pensó—, puedo decidirlo cuando lo instrumente. Mi, re, do; mi, re, do. Luego otra vez. Espero que no se me haya pasado nada.”


Bum—butta—butta—bum. Jóvenes y viejos, gordos y flacos, desnudos y vestidos, saltaban de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, en dos círculos concéntricos, mientras las llamas de las velas danzaban locamente y las sombras se agitaban entre los muros. En el centro de todo aquello, dentro del círculo interior de bailarines, se encontraba un hombre viejísimo, de tez y huesos negros, que se veía sólo algunas veces por entre los apretados cuerpos que le rodeaban. Tenía puesta alrededor de la cintura una piel de animal, y su cara estaba oculta por una horrible máscara. A un lado del viejo, una mujer rechoncha hacía sonar sin interrupción dos calabazas, marcando el butta del ritmo de Eddie. Al otro lado, otra mujer batía el tambor: el bum. El viejo sostenía en alto un ave que chillaba y batía las alas; en la otra mano, un cuchillo de afilada hoja. Algo resplandeció en el aire, pero los bailarines se interpusieron entre Eddie y la visión. Lo que logró ver después fue que el ave ya no agitaba las alas. Colgaba pesadamente y la sangre de sus venas corría por el arrugado brazo del viejo.


“Esta parte no entrará en mi número”, se dijo Eddie. El horrible viejo cayó cerca de Eddie, que esquivó rápidamente. A su alrededor ocurrían cosas repugnantes. Vio a algunos de los locos bailarines caer de bruces sobre las rojas gotas y limpiarlas con la lengua. Luego seguían gateando en torno a la habitación, buscando otras.


“Será mejor que me vaya —se dijo Eddie, que comenzaba a sentir náuseas—. Debería venir la Policía y arrear con todos.” Sacó de debajo de sus piernas las hojas de música, ahora llenas de notas, y las guardó en un bolsillo de la chaqueta; luego recogió las piernas, preparándose para levantarse y salir de aquel antro infernal. Mientras tanto, una segunda ave, esta vez negra (la primera era blanca); un berreante lechón y un cachorrillo de perro habían corrido la suerte del primer animal. Los cuerpos no eran desperdiciados una vez que el viejo los dejaba. Eddie veía suceder cosas en el suelo, entre los pies frenéticos de los bailarines, y adivinaba otras que le inducían a cerrar los ojos.


De pronto, levantado ya medio centímetro del suelo, se preguntó qué se había hecho de la melopea, del choque de las calabazas y del son del tambor y el batir de pies de los bailarines. Abrió los ojos y vio todo inmovilizado en torno a él. Ni un movimiento, ni un sonido. Un huesudo brazo del viejo terminaba en una mano tinta en sangre, cuyo índice apuntaba como una flecha en dirección a Eddie. Éste se dejó caer aquel medio centímetro. No había podido estar en aquella posición mucho tiempo y, además, algo le decía que no iba a poder salir inmediatamente.


—¡Hombre blanco! —dijo el viejo con voz alterada, y todos comenzaron a rodearlo.


Un gesto del viejo los inmovilizó otra vez.


Una voz cascada salió por la gesticulante boca de la máscara.


—¿Qué hace usted aquí?


Eddie se tentó los bolsillos mentalmente. Tenía unos cincuenta dólares. ¿Sería suficiente para comprar su salida? Sentía, sin embargo, la desagradable impresión de que a ninguno de los presentes le interesaba el dinero, como debiera ser..., aunque fuese en ese momento. Antes de que pudiera llevar a cabo lo que pensaba, otra voz se oyó:


—Yo conozco a este hombre, papaloi. Déjeme a mí.


Johnny Staats había ido allí enfundado en su esmoquin, con su pelo bien peinado hacia atrás. Era una ruedecilla en la vida nocturna de Nueva Orleans. Ahora estaba descalzo, sin chaqueta, sin camisa..., hecha una piltrafa. Una gota de sangre en medio de la frente le había trazado una línea de sien a sien. Unas plumas de gallina estaban pegadas a su labio superior. Eddie lo había visto bailar con los demás y arrastrarse por el suelo. Cuando Staats se le acercó, Eddie sintió erizársele el pelo de asco. Los demás retrocedieron un paso, tensos, listos a saltar.


Los dos hombres hablaron en voz baja y ronca.


—Es el único camino, Eddie. No te puedo salvar...


—¡Cómo! ¡Estamos en el corazón de Nueva Orleans! ¡No se atreverían!


Pero el rostro de Eddie transpiraba abundantemente. No era tonto. La Policía llegaría con seguridad y registraría el lugar, pero ¿qué encontraría? Sus restos mezclados con los de las aves, el lechón y el perro.


—Es mejor que te apresures, Eddie. No voy a poder entretenerlos mucho más tiempo. A menos que lo hagas, no podrás salir vivo de aquí. Puedes estar convencido. Si trato de detenerlos, yo también caeré. Tú sabes lo que es esto, ¿no? ¡Esto es vudú!


—Lo supe a los cinco minutos de entrar aquí —y Eddie pensó para sí: “¡Tú, hijo de una tal! Mejor será que le pidas a Mumbo—Jumbo que te encuentre un nuevo trabajo para mañana por la mañana.” Rió para sus adentros, pero dijo, poniendo cara grave—: ¡Claro que voy a iniciarme! ¿Para qué crees que vine aquí?


Sabiendo lo que ahora sabía, Staats sería la última persona en el mundo que revelara el origen de aquel nuevo formidable número que él iba a sacar de todo eso, y cuyas notas ya tenía bien guardadas en el bolsillo. Además, quizá pudiera sacar más material del acto de iniciación. Una canción o un baile para Judy, que ejecutaría tal vez bajo un foco de luz verde. Por último, era inútil pretender que allí había bastantes navajas, cuchillos y otras armas para permitirle salir sin un rasguño.


El rostro de Staats era grave, sin embargo.


—Eddie, no juegues. Si tú supieras lo que yo sé acerca de esto, verías que es más serio de lo que parece. Si eres sincero y obras de buena fe, está bien. Si no es así, sería preferible que te dejaras cortar en pedazos ahora mismo.


—¡En mi vida he obrado más seriamente! —dijo Eddie.


Pero en lo más hondo de su ser se reía con todas sus ganas. Staats se volvió hacia el viejo.


El papaloi quemó algunas plumas y vísceras a la llama de una vela. El silencio era absoluto. Todos los presentes se arrodillaron al mismo tiempo.


—Salió muy bien —suspiró Staats—. El lo ha leído. Los espíritus están conformes.


“Bueno, por ahora vamos bien —pensó Eddie—. He engañado a las tripas y a las plumas.”


El papaloi lo señaló.


—Ahora, déjenlo ir. ¡Y guarda silencio! —sonó la voz detrás de la máscara.


Repitió las mismas palabras por segunda y tercera vez, haciendo una larga pausa entre cada una.


Eddie miró esperanzado a Staats.


—Entonces, ¿puedo irme siempre que no cuente a nadie lo que he visto?


Staats movió la cabeza apesadumbrado.


—Es una parte del ritual. Si te fueras ahora y comieras algo que no te sentara bien, caerías muerto antes de que terminara el día.


Nuevos sacrificios sangrientos, y el tambor, las calabazas y la melopea comenzaron de nuevo, pero tan suavemente como al principio. Llenaron un tazón de sangre. Eddie fue levantado y conducido hasta él por Staats, de un lado, y un negro anónimo, del otro. El papaloi sumergió su ya ensangrentada mano en el tazón y trazó un signo en la frente de Eddie. El cántico se elevó detrás de él. La danza comenzó de nuevo. Ahora estaba en medio de todos. Eddie era una isla de cordura en un mar de selvático frenesí. El tazón se elevó ante él. Eddie trató de dar un paso atrás, pero sus padrinos lo sujetaron fuertemente por los brazos.


—¡Bebe! —susurró Staats—. ¡Bebe..., o te matan aquí mismo!


Aun a esta altura del juego se le ocurrió un chiste a Eddie. Aspiró hondamente y dijo:


—Bueno, ingeriremos vitamina A.


Staats se presentó al ensayo de la mañana siguiente y se encontró con que otro músico ocupaba su puesto frente a la batería. No dijo gran cosa cuando Eddie le entregó un cheque por el sueldo de dos semanas. Eddie escupió ante él en el suelo y gruñó:


—¡Lárgate de aquí, cochino!


Staats sólo murmuró:


—De modo que los traicionas, ¿eh? No quisiera estar en tus zapatos por toda la fama y el dinero de este mundo.


—Si te refieres a aquel mal sueño de anoche —dijo Eddie—, debo decirte que no se lo he contado a nadie, ni intento hacerlo. ¡Ah, cómo se reirían de mí si lo hiciera! Sólo recuerdo lo que puede servirme de algo. ¡Soy blanco!, ¿sabes? La selva para mí no es otra cosa que árboles, el Congo es un río, la noche sólo sirve para encender la luz eléctrica —sacó un par de billetes—. Dales esto de mi parte y diles que les pago mis cuotas desde ahora hasta el día del Juicio y que no necesito recibo. Y si intentan echar un filtro en mi naranjada, se van a encontrar bailando en una cadena.


Los billetes cayeron en el lugar donde Eddie había lanzado su escupitajo.


—Tú eres uno de los nuestros. ¿Te crees blanco? La sangre lo dice. No habrías ido allí, no habrías podido soportar la iniciación, si lo fueras. Acuérdate de mirar algunas veces tus uñas. Mírate en un espejo el blanco de tus ojos. ¡Adiós, cadáver!


Eddie también le dijo adiós. Le saltó tres dientes, le rompió las narices y rodó con él por el suelo. Pero no pudo borrar la sonrisa de “reconocimiento” que resplandecía aún en la faz ensangrentada.


Los separaron y los hicieron levantarse y apaciguarse. Staats salió tambaleante, pero sonriendo por lo que sabía. Eddie, jadeando, volvió a colocarse frente a la orquesta.


—Bueno, muchachos. Todos a una ahora. ¡Bum—butta—butta—bum—butta—butta—bum!






. . . . . . . . . . .










Graham le concedió un aumento de quinientos dólares, y todo Nueva Orleans se agolpó en la sala del Maxim’s el sábado por la noche. La gente se tocaba hombro con hombro y hasta se colgaba de las arañas para ver. “Por primera vez en América el verdadero Canto Vudú”, anunciaban innumerables carteles por toda la ciudad. Cuando Eddie empuñó su batuta, las luces se apagaron, y un torrente de luz verde inundó la plataforma desde abajo; se habría podido oír el ruido de un alfiler al caer.


—Buenas noches, amigos. Aquí están Eddie Bloch y sus Five Chips tocando para ustedes desde el Maxim’s. van a oír en seguida, por primera vez a través del éter, el Canto Vudú, el inmemorial himno ritual que jamás hombre blanco alguno ha podido oír antes. Puedo asegurar que se trata de una transcripción fidelísima, sin una nota de variación.


Entonces, suavemente y como a lo lejos, la orquesta comienza: bum—bum—butta—bum.


Judy se preparó para bailarlo y cantarlo. Estaba ya con el pie en el primer peldaño de la plataforma, esperando que le indicaran su entrada. Tenía un maquillaje color naranja, un vestido de plumas, un pajarillo artificial sujeto a una mano y empuñaba un cuchillo en la otra. Su mirada encontró la de Eddie, y éste comprendió que ella quería decirle algo. Moviendo aún su batuta, se apartó a un lado hasta colocarse a su alcance.


—¡Eddie, no, haz que paren! ¡Interrumpe! Tengo miedo por ti...


—Ya es tarde —contestó Eddie en voz baja—. Hemos comenzado; además, ¿de qué tienes miedo?


Judy le mostró un arrugado trozo de papel.


—Hace un momento me encontré esto debajo de la puerta de tu camerino. Parece una amenaza. Hay alguien que no quiere que ejecutes ese número.


Eddie, sin dejar de mover su batuta, desdobló el papel con su mano izquierda y leyó:


“Tú puedes atraer los espíritus, pero ¿podrás rechazarlos después? Piénsalo bien.”


Eddie estrujó el papel y lo arrojó al suelo.


—Staats está tratando de asustarme porque lo despedí.


—Estaba atado a un manojito de plumas negras —trató de decirle ella—. No le habría prestado atención; pero cuando lo vio la doncella, me suplicó que no bailara este número. Después me dejó plantada...


—Estamos transmitiendo —le recordó él entre dientes—. ¿Me acompañas o no?


Eddie volvió al centro de la plataforma. El tambor resonó más y más alto, del mismo modo que la noche anterior. Judy dio vueltas en medio de un torrente de luz verde y comenzó el endemoniado lamento que Eddie le había enseñado.


Un camarero dejó caer una bandeja llena de vasos en medio del silencio de la sala, y cuando el jefe de comedor acudió, aquél había desaparecido. Había abandonado sencillamente su puesto, dejando una docena de mesas sin servir.


—¡Maldito sea...! —dijo aquél, rascándose la cabeza.


Eddie estaba al frente a la orquesta, de espaldas a Judy, y al mover su cuerpo a compás de la música, algún alfiler que probablemente se había olvidado de sacar de su camisa se clavó de improviso en su espalda, un poco más abajo del cuello, justamente entre los omóplatos. Eddie dio un respingo y después no sintió nada más...


Judy chillaba, berreaba, se desgañitaba. Pronunciaba palabras que ni él ni ella entendían, que Eddie había logrado anotar fonéticamente la otra noche. Su cimbreante cuerpo realizaba todas las contorsiones, naturalmente suavizadas, que aquella endiablada negra cubierta de grasa y desnuda totalmente ejecutó aquella noche. Clavó el fingido puñalito en el pajarillo y lanzó al aire imaginarias gotas de sangre. Jamás se había visto nada parecido. Y, al terminar, en el silencio que cayó de pronto sobre la sala, se pudo contar hasta veinte: de tal modo se había apoderado de todos.


Después comenzó el ruido. Fue como una avalancha. Más que nunca en aquel lugar, la gente comenzó a pedir bebidas, y la encargada del lavabo de señoras no podía atender a las mujeres que se refugiaban allí para desahogar su nerviosismo.


—¡Trata de irte de aquí ahora! —dijo Graham a Eddie en un intervalo—. Mañana por la mañana me firmarás un nuevo contrato que no te defraudará. Ya tenemos cobradas seis mil mesas reservadas para la próxima semana. ¡Algunas hasta por telegrama desde tan lejos como Shreveport!


¡Éxito! Eddie y Judy regresaron en taxi a su hotel, cansados, pero felices.


—¡Esto durará años! Será nuestra ejecución más celebrada, como la Rhapsody in Blue para Whiteman.


Ella fue la primera en entrar en el dormitorio. Encendió las luces y un minuto después llamó a Eddie.


—¡Ven a ver esto...! Es algo monísimo. —La encontró con un muñequito de cera en las manos—. ¡Oh, y eres tú, Eddie! Tan pequeñito y, sin embargo, tan parecido. ¿No es una cosa perf...?


Eddie lo cogió y se quedó mirándolo. Era él, en efecto. Estaba enfundado en dos retazos de tela negra que hacían de esmoquin. Los ojos, el pelo y los demás detalles habían sido trazados con tinta sobre la cera.


—¿Dónde lo encontraste?


—Sobre tu cama, apoyado en la almohada.


Estaba a punto de sonreír cuando dio la vuelta al muñequito. En la espalda, justamente debajo del cuello, entre los omóplatos, había clavado un pequeño, pero maligno, alfiler negro.


En un primer momento se puso pálido. Ahora sabía de dónde provenía aquello y lo que quería decir. Pero no era eso lo que le hacía cambiar de color. Acababa de recordar algo. Se quitó la americana, se arrancó el cuello y se volvió de espaldas a Judy.


—¡Mírame la espalda! Sentí un alfilerazo cuando ejecutábamos el número. Pásame la mano. ¿Notas algo?


—No..., no tienes nada —contestó ella.


—Debe de haberse caído.


—No puede ser —repuso Judy—. Tu cinturón está tan ceñido que parece incrustado en el cuerpo. No tuvo que ser nada, pues de lo contrario lo tendrías encima. Te habrá parecido.


—Escucha. Yo sé cuándo me pincha un alfiler. ¿No tengo ninguna marca en la espalda? ¿Algún rasguño entre los hombros?


—Nada.


—Será cansancio, nerviosismo —se acercó a la ventana abierta y arrojó el muñeco al vacío con todas sus fuerzas.


Una desagradable coincidencia; eso era todo. Pensar otra cosa sería darles alas a ellos. Sin embargo, Eddie se preguntaba qué le hacía sentirse tan cansado. Había sido Judy la que había bailado y no él. No obstante, se sentía agotado desde la ejecución del número.


Apagaron las luces y Judy se quedó profundamente dormida. Él, durante un rato, permaneció en silencio. Poco después se levantó y entró en el baño, cuyas luces eran las más brillantes del departamento, y se quedó observándose atentamente en el espejo.


“Acuérdate de mirar algunas veces tus uñas. Mírate el blanco de los ojos”, le había dicho Staats. Eddie lo hizo. Sus uñas tenían un tinte azulado que nunca había notado antes. El blanco de sus ojos estaba ligeramente amarillento.


La noche estaba tibia, pero Eddie comenzó a tiritar de pies a cabeza. No pudo dormir... A la mañana siguiente la espalda le dolía como si tuviera sesenta años. Pero sabía que era por no haber pegado los ojos en toda la noche, no por un alfiler mágico.


—¡Oh, santo Dios! —dijo Judy al otro lado de la cama—. Mira lo que le has hecho.


Y mostró a su marido la segunda página del Picayune Times, que decía:


“John Staats, hasta hace poco miembro de la orquesta de Eddie Bloch, se suicidó ayer tarde, a la vista de docenas de personas, arrojándose de un bote que conducía él mismo en el lago Pontchartrain. Estaba solo en ese momento. El cadáver fue recogido media hora más tarde.”


—Yo no tengo la culpa —dijo Eddie sombríamente.


Sin embargo, sospechó lo que sucedió ayer por la tarde. La noche se acercaba y no podía afrontar lo que se le venía encima por haber apadrinado a Eddie y traicionado a los otros. Ayer tarde...


Eso quería decir que Staats no había sido el que dejara aquella amenaza en el camerino ni el muñequito en la cama. Staats ya estaba muerto a aquella hora..., ya no era ni blanco ni negro.


Eddie esperó a que Judy se encontrara debajo de la ducha para telefonear a la Morgue.


—Se trata de Johnny Staats. Trabajó conmigo hasta ayer, de modo que si nadie reclama su cadáver, envíenlo a una funeraria a mi costa.


—Ya lo han reclamado, señor Bloch, esta mañana temprano. Sólo esperamos que el médico forense certifique el suicidio. Es una asociación de gente de color. Viejos amigos de él, según parece.


Judy entró en la habitación y le dijo:


—¿Qué te pasa?¡Estás verde!


Eddie pensó: “Ni que hubiese sido mi peor enemigo. No puedo permitir que suceda. ¿Qué clase de horrores van a tener lugar en alguna parte, en la oscuridad?” Los creía capaces hasta del canibalismo. Tenía el teléfono al alcance de la mano, y sin embargo no podía denunciarlos a la Policía sin descubrirse a sí mismo, pues tendría que confesar que había estado allí y que había tomado parte en las reuniones, por lo menos una vez. Y cuando eso se supiese, ¡bang!¡bang!, adiós reputación. Se le haría la vida imposible..., especialmente ahora que había ejecutado el Canto Vudú, identificándose con él en la mente del público.


De modo que, solo otra vez en su habitación, decidió llamar a la famosa agencia de detectives privados de Nueva Orleans.


—Necesito un guardaespaldas, sólo por esta noche. Que me espere en el Maxim’s a la hora de cerrar. Armado, desde luego.


Era domingo y los bancos estaban cerrados, pero Eddie tenía crédito en todas partes y logró reunir mil dólares en efectivo. Cerró trato con un crematorio para que se hiciese cargo de un cadáver, a última hora de la noche o al día siguiente muy temprano. Quedó en notificarles adónde debían ir a retirarlo. El pobre Johnny Staats no había podido librarse de ellos en vida, pero lo iba a lograr después de muerto. Eso era lo menos que habría hecho cualquiera por él.


Aquella noche, a pesar de las disposiciones de Graham para dar más espacio al público en el Maxim’s, resultó insuficiente. El número del Vudú era un éxito sin precedentes. Pero la espalda de Eddie estaba contraída mientras movía su batuta. Era cuanto podía hacer para mantenerse erguido.


Cuando aquella noche cesó la algarabía, el detective privado ya le estaba esperando.


—Mi nombre es Lee.


—Muy bien, Lee. Venga conmigo.


Salieron y se introdujeron en el Bugatti de Eddie, dirigiéndose a toda velocidad al Vieux Carré y deteniéndose con un repentino frenazo en el centro de lo que seguirá siendo Congo Square, llámese oficialmente como se llame.


—Por aquí —dijo Eddie, y su guardaespaldas se escurrió por el pasaje tras él.


—¡Hola querido! —dijo la de los codazos.


Y por una vez, para sorpresa de ella, recibió una respuesta amable.


—¿Qué dices, Eglantine? —observó al pasar el guardaespaldas de Eddie—. ¿Así que te mudaste?


Se detuvieron delante del caserón, al otro extremo del túnel.


—Bueno, hemos llegado —dijo Eddie—. Vamos a ser detenidos en mitad de la escalera por un negro gigantesco. Lo que usted tiene que hacer es salir del paso, no importa cómo. Y voy a ir arriba y usted me esperará en la puerta. Debe tratar de que yo pueda salir de allí. Probablemente tengamos que bajar entre los dos el cadáver de un amigo, pero no estoy seguro. Depende de que esté o no en esta casa. ¿Me comprende?


—Perfectamente.


—Encienda una linterna y sosténgala alumbrando por encima de mis hombros.


Un cuerpo enorme, amenazante, bloqueó la angosta escalera, con unas piernas y brazos de gorila, capaces de un mortífero abrazo. Mostraba sus desmesurados dientes y esgrimía una hoja de reluciente acero. Lee apartó bruscamente a un lado a Eddie y pasó delante.


—¡Suelta eso, muchacho! —ordenó impertérrito, y esperó a ver si la orden era acatada.


De todos modos, un arma había sido esgrimida contra los dos blancos. Disparó tres veces desde una distancia de un metro y dio exactamente donde quería. Las balas se alojaron en ambas rodillas y en el codo del brazo que sostenía el cuchillo.


—Quedarás inválido para el resto de tu vida —observó con satisfacción—. O tal vez sea mejor evitártelo —aplicó el cañón del revólver a la sien del coloso caído.


El estampido resonó por la estrecha escalera despertando repetidos ecos.


—¡Vamos rápido —dijo Eddie—, antes de que se lo lleven...!


Saltó por encima de la postrada figura, con Lee tras él.


—¡Quédese ahí! Será mejor que vuelva a cargar mientras espera. Si lo llamo, ¡por amor de Dios, no cuente hasta diez antes de entrar!


Al otro lado de la puerta se produjo un ir y venir de pies y un excitado aunque sofocado murmullo de voces. Eddie la abrió rápidamente y la cerró de un golpazo, dejando a Lee afuera. Todos se quedaron clavados en su sitio cuando le vieron. Allí estaban el papaloi y otros seis hombres, no tantos como la noche de la iniciación de Eddie. Probablemente, el resto estaba esperando en alguna parte fuera de la ciudad, en un lugar secreto donde la ceremonia del entierro, cremación u... orgía debía tener lugar.


Papá Benjamín estaba ahora sin su máscara y sin la piel del animal. En la habitación no había calabazas ni tambor ni figuras estáticas alineadas contra la pared. Estaban a punto de salir, pero él había llegado a tiempo. Tal vez estuviesen esperando una hora determinada. Las ordinarias sillas de cocina en las que el papaloi debía ser llevado a hombros estaban preparadas, acolchadas con trapos. Había una hilera de cestos cubiertos de arpillera arrimados a la pared trasera.


—¿Dónde está el cuerpo de Johnny Staats? —gritó Eddie—. Ustedes lo reclamaron y lo retiraron de la Morgue esta mañana.


Sus ojos se posaron en los cestos y en el manchado cuchillo que yacía en el suelo a su lado.


—Mucho mejor —cacareó el viejo— es que tú lo hubieras seguido. La fatalidad ya te tiene señalado...


A estas palabras se elevó un confuso murmullo.


—¡Lee! —llamó Eddie—. ¡Venga! —y Lee se puso inmediatamente a su lado, revólver en mano—. ¡Cúbrame mientras echo un vistazo por aquí!


—¡A ver, todos ustedes, pónganse en aquella esquina! —rugió Lee, dando un fuerte puntapié a uno de ellos, que se movía más lentamente que los demás.


Obedecieron, quedándose amontonados, con los ojos fijos y escupiendo como una bandada de monos. Eddie se dirigió directamente a los cestos y arrancó la arpillera que cubría el primero. Carbón. El siguiente, café. El otro, arroz. Y así sucesivamente.


Eran, simplemente, cestos de los que las negras suelen llevar en la cabeza cuando van al mercado. Eddie miró a Papá Benjamín y sacó el rollo de billetes que había llevado para él.


—¿Dónde lo tienes? ¿Dónde ha sido enterrado? ¡Llévanos allá! ¡Muéstranos dónde es!


ni un sonido. Sólo un quemante, ondulante odio que casi se podía palpar. Eddie miró el cuchillo que yacía allí, no ensangrentado, sino sólo gastado, mellado, con hilachas adheridas, y le dio un puntapié.


—No está aquí, seguramente —le dijo a Lee, mientras se dirigía a la puerta.


—¿Qué hacemos, patrón? —preguntó su satélite.


—Salir volando de este estercolero a respirar aire puro —dijo Eddie avanzando en dirección a la escalera.


Lee era de los que sacan provecho de cualquier situación, cualquiera que sea ésta. Antes de seguir a Eddie se acercó a uno de los cestos, se metió una naranja en cada bolsillo de la americana y luego hurgó entre las demás para elegir una especialmente buena para comer allí mismo. Se oyó un golpe seco y la naranja rodó por el piso como una bola de bolos.


—¡Señor Bloch! —gritó roncamente—. ¡Lo encontré! —respiraba trabajosamente a pesar de su rudeza.


Algo como un hondo suspiro partió del rincón donde estaban los negros. Eddie se quedó inmóvil, mirando, y luego se apoyó en el marco de la puerta. Por entre una capa de naranjas del canasto, los cinco dedos de una mano surgían verticalmente; una mano que terminaba bruscamente en la muñeca.


—Es su marca —dijo Eddie con voz entrecortada—. ¡Ahí, en el dedo meñique! La conozco.


—Bueno, usted dirá. ¿Les disparo? —preguntó Lee.


Eddie movió la cabeza.


—No fueron ellos..., se suicidó. Hagamos lo que tenemos que hacer y larguémonos.


Lee volcó uno después de otro todos los cestos. El contenido de los mismos se esparció por el suelo. Pero en cada uno de ellos había algo más. Exangüe, blanco como carne de pescado. Aquel cuchillo, las hilachas adheridas a la hoja. Ahora Eddie sabía para qué lo habían usado. Tomaron un cesto y lo forraron con una de las mugrientas mantas de la cama. Después, con sus propias manos, lo llenaron con lo que habían encontrado y lo taparon con las esquinas de la manta, llevándoselo entre los dos fuera de la habitación y bajándolo por la oscura escalera, mientras Lee caminaba de espaldas, revólver en mano, cubriendo la retirada. Juraba como un condenado. Eddie trataba de no pensar en cuál podía haber sido el destino de esos cestos. El cuerpo del negro seguía allí, atravesado en la escalera.


Siguieron a lo largo del callejón y por último depositaron su carga en la quietud del alba de Congo Square. Eddie tuvo que apoyarse en la pared. Se sentía enfermo. Luego volvió y dijo:


—La cabeza...¿Vio usted si...?


—No, no la pusimos —contestó Lee—. ¡Quédese aquí, volveré por ella! ¡Yo estoy armado, y después de lo que hemos visto ya puedo soportar cualquier cosa!


Lee tardó sólo unos cinco minutos. Volvió en mangas de camisa. Traía su chaqueta hecha un rollo debajo de un brazo. Se inclinó sobre el cesto, levantó la manta y un segundo después la colocó otra vez. El bulto que había traído envuelto en su americana desapareció. Luego arrojó la americana y le dio un puntapié.


—La tenían escondida en un armario —murmuró—. Tuve que atravesar la palma de la mano a uno de ellos para que soltaran la lengua. ¿Qué querían hacer?


—Una sesión de canibalismo, tal vez..., no sé... Mejor no pensarlo.


—Traje de vuelta su dinero. Me parece que no les importaba...


Eddie se lo devolvió.


—Bueno, por su traje y el tiempo perdidos.


—¿No va usted a denunciar a esos gorilas?


—Ya le dije que él se había arrojado al agua. Tengo en el bolsillo una copia del informe médico legal.


—Ya sé, pero ¿no hay alguna ley que prohiba la disección de un cadáver sin permiso?


—No puedo verme mezclado con esa gente. Destrozaría mi carrera. Tenemos lo que fuimos a buscar. Ahora, olvídese de lo que vio.


Un coche de la funeraria llegó a Congo Square y se llevó el cesto. Los restos de Johnny Staats emprendieron el camino hacia un fin mejor que el que habían estado a punto de tener.


—Buenas noches, patrón —dijo Lee—. Cuando me necesite para otra cosita...


—No —dijo Eddie—. Me voy de Nueva Orleans.


Y su mano pareció de hielo a Lee cuando éste se la estrechó.


Así lo hizo. Devolvió a Graham su contrato y una semana después se encontraba tocando en el corazón de Nueva York. Tenía un criado blanco. El Canto Vudú, desde luego, seguía haciendo furor. Su programa empezaba y terminaba con él, y Judy seguía interpretando con clamoroso éxito su número de danza. Pero Eddie no podía deshacerse de aquel dolor de espalda que había comenzado el día del estreno. Primero, se sometió durante un par de horas diarias a la acción de los rayos ultravioleta. No sintió mejoría. Luego se hizo examinar por uno de los más grandes especialistas de Nueva York.


—No tiene nada —dijo la eminencia—. Absolutamente nada: el hígado, los riñones, la presión..., todo está perfectamente. Debe de ser cosa de su imaginación.


La balanza de su baño le decía lo mismo. Perdía dos kilos por semana, a veces siete. Y no recuperaba ni un gramo. Más especialistas. Esta vez rayos X, análisis de sangre, opoterapia, todo lo imaginable. No sirvió. Y el agudo dolor, la laxitud, se extendía lentamente, primero por un brazo, después por el otro.


Separaba muestras de todo lo que comía, no un día, sino todos los de la semana, y las hacía analizar. Nada. Ya no era necesario que se lo dijeran. Sabía que ni en Nueva Orleans, donde había comenzado aquello, le habían echado algo en la comida. Judy comía de la misma fuente y tomaba el café de la misma cafetera. Todas las noches bailaba incansablemente y, no obstante, era la imagen de la salud.


De modo que era su imaginación, como todos le habían dicho. “Pero no lo creo —se decía a sí mismo—. No creo que el clavar un alfiler en un muñeco de cera pueda producirme dolor a mí. Ni a mí ni a nadie.”


No era su cerebro, entonces, sino el cerebro de alguien que estaba en Nueva Orleans, que pensaba, deseaba, ordenaba su muerte, noche y día.


“Pero no puede ser —pensaba Eddie—; no hay tal cosa.”


Sin embargo, la había; ocurría ante sus propios ojos y sólo admitía una respuesta. Si el alejarse unos cinco mil kilómetros sobre tierra firme no servía de nada, tal vez sirviese cubrir la misma distancia a través del mar. La primera etapa fue Londres y el Kit Kat Club. Menos, menos, menos, acusaban las balanzas de los cuartos de baño, un poco cada semana. Los dolores se extendían ahora hasta las caderas. Las costillas comenzaban a sobresalir. Se moría de pie. Ahora encontraba más cómodo andar con bastón, pero no por hacerse el presumido, sino para apoyarse al andar. Sus hombros le atormentaban todas las noches, sólo por haber movido su batuta. Se hizo construir un atril especial para apoyarse, que le ocultaba a la vista del público mientras dirigía. A veces, al terminar un número, su cabeza estaba más baja que sus hombros, como si su columna vertebral fuese de goma.


Finalmente acudió a Reynolds, mundialmente famoso, el más grande alienista de Inglaterra.


—Quiero saber si estoy cuerdo o loco.


Estuvo en observación durante semanas, meses; le sometieron a todas las pruebas conocidas y muchas desconocidas, mentales, físicas, metabólicas. Encendían intensas luces ante sus ojos y observaban sus pupilas; éstas se contraían hasta el tamaño de cabezas de alfileres. Le tocaron el fondo del paladar con papel de lija: casi se ahogó. Lo ataron a un sillón que giraba horizontal y verticalmente a tantas revoluciones por minuto y luego le hacían caminar a través de la sala: hacía eses.


Reynolds le sacó una buena cantidad de libras y le dio un informe que abultaba como la guía de teléfonos, para decirle, en resumen:


—Usted, señor Bloch, es una persona tan normal como cualquiera. Es tan equilibrado que hasta le falta ese toquecito de imaginación que tienen la mayoría de los actores y los músicos.


De modo que no era su propio cerebro; la cosa venía de fuera. Todo aquello, desde el principio hasta el fin, duró dieciocho meses. Trataba de huir de la muerte, mas la muerte se apoderaba de él lenta, pero segura. Se quedó en los huesos. Sólo podía hacer una cosa. Mientras tuviera fuerzas para subir a bordo de un barco, podía volver al lugar donde había comenzado. Nueva York, Londres, París, no habían podido salvarlo. Su único recurso estaba en manos de un negro decrépito en el Vieux Carré de Nueva Orleans.


Logró llegar hasta allí, a la misma semiderruida casa, sin guardaespaldas, sin importarle ahora que lo mataran o no, y casi deseando que lo hicieran, para terminar de una vez. Pero, al parecer, eso habría sido demasiado fácil y demasiado poco. El gorila que había dejado por muerto aquella noche se arrastró hasta él en dos muletas, le reconoció, le lanzó una mirada de odio inextinguible, pero no levantó ni un dedo para tocarle. Ellos habían marcado ya a ese hombre, ¡mal para quien se interpusiera entre ellos y su infernal satisfacción! Eddie Bloch subía penosamente la escalera sin oposición, tan inmune su espalda al cuchillo como si vistiera una coraza. Detrás de él, el negro se tendió en la escalera para festejar su largamente esperada hora de satisfacción con alcohol y... olvido.


Encontró al viejo solo en la habitación. La edad de piedra y el siglo XX se enfrentaban, y la edad de piedra triunfó.


—¡Quíteme esto de encima! —dijo Eddie roncamente—. ¡Devuélvame mi vida...! Yo haré cualquier cosa, cualquier cosa que usted diga.


—Lo que ha sido hecho no puede deshacerse. ¿Crees tú que los espíritus de la tierra y del aire, del fuego y del agua, conocen el perdón?


—¡Interceda por mí entonces! Usted me lo atrajo. Aquí tiene dinero, le daré otro tanto, todo lo que yo gane, todo lo que pueda ganar...


—Tú has tocado lo prohibido. La muerte te ha seguido desde aquella noche. Por todo el mundo, por el aire que rodea la tierra, has hecho mofa de los espíritus con el canto que los invoca. Todas las noches tu esposa lo baila. La única razón de que ella no comparta tu suerte es que no sabe lo que hace. Tú, sí. ¡Tú estuviste aquí, entre nosotros!


Eddie cayó de rodillas y se arrastró por el suelo ante el viejo, asiéndose a sus vestiduras.


—¡Máteme, entonces, para terminar con esto! ¡No puedo más...! —había comprado el revólver aquel día con la intención de matarse por su propia mano, pero descubrió que no podía. Hacía un minuto imploraba por su vida, ahora lo hacía por su muerte—. Está cargado; todo lo que tiene que hacer es apretar el gatillo. ¡Mire, mire! Yo cerraré los ojos. Dejaré un papel escrito y firmado diciendo que yo mismo lo hice...


Trató de depositarlo en la mano del brujo y de cerrar los huesudos y arrugados dedos sobre él, apuntando hacia sí mismo. El viejo lo arrojó lejos de él y cloqueó, regocijado:


—La muerte vendrá, pero de otro modo... Lentamente, ¡oh, tan lentamente!


Eddie permaneció tendido en el suelo, boca abajo, sollozando. El viejo escupió sobre él y lo rechazó con el pie. Eddie logró erguirse y dirigirse a la puerta. No tuvo ni la fuerza suficiente para abrirla al primer intento. ¿Era aquella cosa insignificante lo que lo impedía? Tocó algo con el pie, miró, se inclinó para levantar el revólver y se volvió. Su pensamiento fue rápido, pero la mente del viejo lo fue más aún. Casi antes de concretar su idea, el viejo la adivinó. En un instante, se deslizó gateando al otro lado de la cama para poner algo entre los dos. Inmediatamente la situación cambió. El miedo abandonó a Eddie y se apoderó del viejo. Éste perdió la agresividad, sólo por un minuto, precisamente cuanto Eddie necesitaba. Su cerebro irradió una luz como un diamante, como un faro a través de la niebla. El revólver rugió sacudiendo su débil cuerpo y el viejo cayó tendido sobre la cama, colgante a un lado la cabeza, como una pera demasiado madura. La armazón de la cama se agitó levemente durante un momento por la caída, y después todo terminó...


Eddie se quedó allí, tembloroso aún. Después de todo, ¡había sido tan fácil! ¿Dónde estaba toda su magia ahora? Fuerza, poderío, voluntad, volvieron a circular por sus venas como si una espita hubiera sido abierta de pronto. La nubecilla de humo que había quedado en la cerrada habitación flotaba aún en el aire. De pronto Eddie esgrimió el puño contra el cuerpo muerto en la cama.


—¡Ahora voy a vivir!, ¿sabes? —abrió la puerta, la retuvo durante un instante y luego bajó a tientas la escalera, pasando al lado del inconsciente guardián, murmurando siempre el mismo estribillo—: ¡Ahora voy a vivir! ¡Voy a vivir!






. . . . . . . . . . .






El comisario se enjugó la frente, como si estuviese en la cámara de vapor de un baño turco. Exhaló como un tanque de oxígeno.


—¡Jesús, María y José! ¡Señor Bloch, qué historia! Más me hubiese valido no pedirle que me la contara. Esta noche no voy a poder dormir.


Aun después de que el acusado fue llevado de allí, necesitó bastante tiempo para calmarse. El cajón superior derecho de su escritorio le ayudó un tanto..., unos dos dedos, como también el abrir las ventanas para dejar pasar la luz del sol.


Por último, cogió el teléfono y se puso de nuevo al trabajo.


—¿A quién tiene usted ahí carente de nervios? Quiero decir, un tipo con tan poca sensibilidad que pueda sentarse sobre un alfiler de sombreros y lo convierta en un clip. ¡Oh, sí, ese charlatán de Desjardins! Lo conozco. Mándemelo.






. . . . . . . . . . .






—No, quédate fuera —jadeó Papá Benjamín con dificultad a su guardián, por la entreabierta puerta—. Yo me he comunicado con el obiah, y en cambio tú estás sucio. Estás borracho desde ayer. Toma las convocatorias. Introduce la mano, una vez para cada una; tú sabes cuántas son.


El inválido negro introdujo su enorme zarpa por la rendija, y por detrás de la puerta el papaloi colocó una pata de gallina en su palma. Una pata con un trapo rojo atado. El mensajero la escondió en sus andrajos y volvió a introducir la mano para alcanzar otra. Veinte veces repitió el acto y luego dejó caer su brazo pesadamente. La puerta empezó a cerrarse lentamente.


—¡Papaloi! —gimió la figura que estaba fuera—. ¿Por qué escondes la cara? ¿Están enojados los espíritus?


Había un destello de sospecha en sus ojos. En seguida, la rendija de la puerta se ensanchó. La arrugada y familiar cara de Papá Benjamín asomó y sus ojos lanzaron rayos malignos.


—¡Vete! —chilló el viejo—. ¡Ve a llevar las convocatorias! ¿Quieres que haga caer sobre ti la ira de un espíritu?


El mensajero salió dando tumbos. La puerta se cerró violentamente.


Se puso el sol. Era de noche en Nueva Orleans. Salió la luna. Sonaron las campanas de la medianoche en el campanario de la catedral de San Luis, y apenas se había extinguido la última nota, un horrible y selvático silbido se oyó frente a la casa envuelta en el silencio. Una negra rechoncha, con un cesto al brazo, subió pesadamente la escalera, un momento después abrió la puerta, se dirigió al papaloi, y volvió a cerrarla, trazó en ella con su dedo una invisible marca y la besó. Luego se volvió y sus ojos se abrieron de sorpresa. Papá Benjamín estaba en la cama, tapado hasta el cuello con los inmundos trapos. Los familiares candeleros estaban encendidos. La taza para la sangre, el cuchillo del sacrificio, los polvos mágicos, todo el atuendo del ritual estaba dispuesto. Pero colocados alrededor de la cama, en vez de estarlo al otro extremo de la sala, como siempre.


La cabeza del viejo, sin embargo, se irguió sobre los revueltos trapos. Sus ojos la miraron sin pestañear; el familiar semicírculo de algodón que rodea su cabeza y su máscara de ceremonias está a su lado.


—Estoy un poco cansado, hija mía —le dice. Sus ojos se vuelven a la pequeña imagen de cera de Eddie Bloch colocada bajo los candelabros, erizada de alfileres. La mujer también mira—. Un condenado está próximo a su fin. Vino aquí anoche pensando que yo podía ser muerto como cualquier otro hombre. Me disparó un tiro. Yo soplé y detuve la bala en el aire; ésta dio vuelta y entró de nuevo en el revólver. Pero ¡eso me cansó tanto! Forzó un poco mi garganta.


Un destello vengativo iluminó la ancha cara de la mujer.


—¿Y él morirá pronto, papaloi?


—Pronto —soltó la agotada figura de la cama.


La mujer rechinó los dientes y agitó los brazos con regocijo. Luego levantó la tapa de su cesta y dejó escapar una gallina negra, que salió aleteando por la habitación.


Cuando los veinte se reunieron, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, el tambor y las calabazas tornaron a sonar, la cadenciosa melopea comenzó y la orgía se inició. Lentamente, danzaron alrededor de la cama. Luego, más rápidamente cada vez, frenéticos, asiéndose unos a otros, haciéndose sangre con cuchillos y uñas, girando los ojos en un éxtasis que otras razas más frías no conocen. Las ofrendas, plumíferas y pilíferas, que habían sido atadas a las patas de la cama, chillaban y saltaban alborotadas. Entre ellas había un monito que ocultaba su cara entre las manos, como un niño atemorizado, y chillaba. Un negro barbudo, con su desnudo torso brillante como charol, cogió una de las aterrorizadas aves, la desató y la extendió con ambas manos en dirección al brujo.


—Estamos sedientos, papaloi; queremos comer la carne de nuestros enemigos.


Los demás hicieron eco a estas palabras:


—Tenemos hambre, papaloi; queremos comer la carne de nuestros enemigos.


Papá Benjamín movió la cabeza a compás del ritmo.


—¡Sacrificio, papaloi, sacrificio!


Papá Benjamín parecía no oírlos. Luego, los trapos se levantaron y emergió un brazo; pero no el tostado y esquelético brazo de Papá Benjamín, sino uno musculoso y firme como la pata de un piano, enfundado en sarga azul, blanco en la muñeca y terminando en un revólver de reglamento de la Policía, con el gatillo montado. El fingido brujo se puso en pie de un salto, sobre la cama, de espalda a la pared, y recorrió lentamente a todos aquellos diablos humanos con el cañón de su revólver, se izquierda a derecha, luego de derecha a izquierda, en línea recta, sin prisa.


El resonante mugido de un toro salió de la grieta de su boca, en vez de la cascada voz de falsete del papaloi.


—¡Pónganse todos contra aquella pared! ¡Suelten los cuchillos!


Pero todos estaban embobados. El paso del éxtasis a la estupefacción no es instantáneo. Además, ninguno de ellos era muy avispado; de lo contrario, no estarían allí. Las bocas se abrieron, la melopea cesó, los tambores y las calabazas enmudecieron, pero seguían apiñados frente a aquel repentino desafío lanzado con el familiar y arrugado rostro de Papá Benjamín y el fornido cuerpo de un blanco..., demasiado cerca para que éste se sintiera cómodo. Las ansias de sangre y la manía religiosa no conocen el miedo al revólver. Se requiere una cabeza fría para eso, y la única cabeza fría en aquella habitación era el arrugado coco que estaba encima de los anchos hombros del que esgrimía el revólver. Disparó dos veces y una mujer que estaba a un extremo del semicírculo, la del tambor, y un hombre al otro extremo, el que sostenía el ave del sacrificio, cayeron al mismo tiempo lanzando un doble gemido. Los del centro retrocedieron lentamente por la sala, con los ojos fijos en el hombre que estaba en pie sobre la cama. Un descuido, un parpadeo y se arrojarían sobre él como un solo cuerpo. Levantando su mano libre, se arrancó los rasgos del brujo, para respirar más libremente y ver mejor. La máscara se convirtió en un arrugado trapo ante los aterrorizados ojos de los negros. Era una mezcla de parafina y fibra llamada moulage. Una mascarilla mortuoria tomada de la cara del cadáver, que reproducía las más finas líneas del cutis y hasta su color natural. Moulage. El siglo XX había vencido, después de todo. Detrás de la máscara apareció, sonriente, sudorosa, la angulosa cara del detective Jacques Desjardins, que no creía en espíritus, a menos que éstos estuvieran dentro de una botella. Fuera de la casa se oyó el vigésimo primer silbido de la noche, pero esta vez no un silbido selvático, sino uno largo, frío y agudo, que servía para convocar a las figuras ocultas en las sombras de los portales, que habían estado allí esperando pacientemente toda la noche.


Luego, la puerta fue casi arrancada y la Policía irrumpió en la habitación. Los prisioneros —dos de ellos gravemente heridos— fueron empujados y arrastrados abajo, para reunirse con el guardián inválido que había estado durante la última hora bajo custodia policíaca. Puestos en fila, atados unos a otros, marcharon a lo largo del tortuoso pasaje hasta salir a Congo Place.


En las primeras horas de aquella misma mañana, poco más de veinticuatro horas después que Eddie Bloch entrara tambaleante en el Departamento de Policía con su extraña historia, todo el asunto estaba cocinado y rotulado. El comisario, sentado frente a su escritorio, escuchaba atentamente a Desjardins. Esparcida sobre la mesa había una extraña colección de amuletos, imágenes de cera, manojos de plumas, hojas de bálsamo, ouangas (hechizos de raspaduras de uñas, horquillas para el pelo, sangre seca, raíces pulverizadas); monedas enmohecidas, desenterradas de las fosas de los cementerios, en cantidad como no había visto nunca. Todo aquello era ahora la evidencia legal que iba a ser cuidadosamente rotulada y ordenada para el uso del fiscal en el proceso.


—Y esto —explicó Desjardins, señalando una empolvada botellita— es, según me dijo el químico, azul de metileno. Es la única sustancia lógica hallada en aquel lugar, y que había quedado olvidada con un montón de basura que parecía no haber sido tocado desde hacía años. A qué uso lo destinaba aquella gente, no podía decirlo.


—Un minuto —interrumpió vivamente el comisario—; eso concuerda con algo que el pobre Bloch me dijo anoche. Él notó un color azulado debajo de sus uñas y otro amarillento en el blanco de sus ojos, pero sólo después del acto de su iniciación. Esa sustancia probablemente haya tenido que ver con eso; puede ser que sin que él se diera cuenta, se la hayan inyectado. ¿Comprende usted? Eso lo destrozó exactamente como ellos querían. Bloch tomó esas señales como la revelación de que tenía sangre negra. Ésa fue la brecha por donde penetró el maleficio, quebrantando su incredulidad, desmoronando su resistencia mental. Era cuanto ellos necesitaban: un punto vulnerable. La sugestión hizo lo demás. Si usted me lo preguntara, le diría que con Staats usaron el mismo método. No creo que él tuviera más sangre negra que el mismo Bloch, y, en realidad, según me dicen, la teoría de que la sangre negra puede manifestarse así después de varias generaciones es una patraña.


—Bien —dijo Desjardins, mirándose sus enlutadas uñas—; si se va a juzgar por las apariencias, yo debo de ser un zulú pura sangre.


Su superior le miró, y si no hubiese tenido cara de póquer, tal vez habría podido verse reflejada en ella la aprobación y hasta la admiración.


—Debió de ser un momento peliagudo el que pasó usted cuando los tenía a todos alrededor, al desempeñar aquella farsa, ¿no?


—¡Pchs! No me impresionó gran cosa —contestó Desjardins—. Lo único que me molestó fue el olor.






. . . . . . . . . . .






Eddie Bloch —absuelto hacía dos meses al tiempo que ingresaban en la cárcel del Estado veintitrés ex—vuduístas con penas que variaban de dos a diez años— ascendió a la plataforma del Maxim’s para iniciar una nueva temporada. Estaba pálido y desmejorado, pero recobraba lentamente su peso normal. La ovación que se le tributó era capaz de reanimar a cualquiera. La gente aplaudía a rabiar y le vitoreaba, y eso que su nombre había quedado fuera del reciente proceso. Los testimonios de Desjardins y sus compañeros habían hecho innecesarios los de él.


El tema musical que iniciaba era dulce e inofensivo. Luego un camarero se acercó y le entregó una petición. Eddie movió la cabeza.


—No. ya no está en nuestro repertorio.


Y siguió dirigiendo. Le llegó otra petición, y después otra. De pronto, alguien gritó, y un segundo después toda la concurrencia hizo eco: “¡El Canto Vudú! ¡Queremos oír el Canto Vudú!


Eddie se puso aún más pálido, pero se volvió y trató de sonreír, moviendo al mismo tiempo la cabeza. La gente no se calló. La música no podía oírse y Eddie tuvo que interrumpir. Desde todos los ámbitos de la sala, como en un partido de fútbol, le gritaban:


—¡Queremos el Canto Vudú! ¡Queremos...!


Judy estaba a su lado.


—¿Qué le pasa a la gente? —preguntó Eddie—. ¿No sabe lo que eso me ha causado?


—¡Tócalo, Eddie, no seas tonto! —le pidió ella—. Ahora es el momento; rompe de una vez para siempre con el hechizo; convéncete de que ya no tiene poder sobre ti. Si no lo haces ahora, no podrás librarte de él jamás. ¡Adelante, yo bailaré con esta misma ropa!


—Okay! —dijo Eddie.


Golpeó en su atril con la batuta. Hacía algún tiempo que no lo ejecutaba, pero sabía que podía confiar en su orquesta. Suavemente, como un trueno a la distancia acercándose cada vez más: ¡bum—butta—butta—bum! Judy remolineó detrás de él y dejó escapar el grito preliminar: Eeyaeeya!


Judy oyó una conmoción a su espalda y se detuvo tan repentinamente como había comenzado. Eddie Bloch había caído en el suelo, boca abajo, y no se movió más.


De algún modo, todo el público presintió la verdad. En esa caída había algo definitivo que se le reveló. Los que bailaban esperaron un minuto y luego se disgregaron con un ligero murmullo. Judy Jarvis no gritó ni lloró; se quedó allí mirando fijamente, pensando... El último pensamiento de Eddie, ¿había nacido en su propio cerebro o había venido de fuera? ¿Había estado dos meses en camino desde la profundidad de la fosa, buscándolo? ¿Buscándolo hasta encontrarlo esta noche, cuando comenzaba una vez más a ejecutar el canto que lo dejaba a merced de África? Ningún policía, ningún detective, ningún médico ni hombre de ciencia podría decirlo jamás. ¿Vino de dentro o de fuera? Todo lo que dijo Judy fue:


—¡Quédense a mi lado, muchachos...! Bien cerca; tengo miedo de las sombras...

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