El sepulturero (Der Totengräber) es un relato fantástico del escritor bohemio Rainer Maria Rilke, compuesto en 1903. En realidad, se trata de una adaptación hecha por el propio Rilke sobre su cuento de 1899: Der Grabgärtner, algo así como El jardinero de tumbas.
Esta excelente traducción al español de El sepulturero se la debemos enteramente a Morgana Smith; quien ya ha colaborado con El Espejo Gótico con una bellísima traducción de El chico que amaba una tumba, de Fitz James O'Brien.
AGRADECIMIENTO A LA FUENTE: El Espejo Gótico (Recomendado)
Había muerto en San Rocco el viejo sepulturero. Se proclamaba a diario que el puesto estaba disponible, pero habían pasado tres semanas o más sin que nadie se presentara a ocuparlo. Y como durante todo este tiempo no había muerto nadie, la cosa no parecía urgente y esperaban con tranquilidad. Esperaban, hasta que una tarde de mayo apareció un forastero, que quería hacerse cargo del empleo. Gita, la hija del Podestà, fue la primera en verlo. El hombre salió de la habitación de su padre (no lo había visto entrar) y caminó directamente hacia ella, como si hubiera estado esperando para encontrarla en el oscuro pasillo.
-¿Tú eres su hija? –preguntó con una voz suave, dando un acento extraño a sus palabras.
La joven asintió y se acercó a él, hasta una de las profundas ventanas a través de las cuales entraba el resplandor y el silencio del callejón envuelto en el atardecer. Allí permanecieron mirándose con atención. Gita estaba tan absorta en la contemplación del extraño, que no se dio cuenta sino un rato después de que también él debía haber estado observándola atentamente. Era alto y delgado y vestía un traje de viaje negro de corte extranjero. Su cabello era rubio y lo llevaba como la gente distinguida. A grandes rasgos, tenía algo de noble en su aspecto, podía pasar por un magistrado o un doctor; era notable que fuera sepulturero. Gita buscó instintivamente sus manos. Él las sostuvo ante ella, ambas, como un niño.
-No es un trabajo duro –dijo él; y aunque ella seguía mirando sus manos, sintió la sonrisa de sus labios como un rayo de sol.
Entonces fueron los dos juntos hasta la entrada de la casa. Las calles ya oscurecían.
-¿Es lejos de aquí? –preguntó el extraño y miró las casas que se extendían hasta el final del callejón: estaban todas desocupadas.
-No, no es demasiado lejos, pero te acompañaré, ya que no conoces el camino, forastero.
-¿Lo conoces tú? –preguntó el hombre con seriedad. .
- Lo conozco bien, lo he aprendido desde chica, pues me conducía a mi madre, que nos fue quitada demasiado pronto. Ella descansa allí, te mostraré el lugar.
Entonces avanzaron calladamente, sus pasos sonaban como un solo paso en la quietud. De pronto dijo el hombre de negro:
-¿Qué edad tienes, Gita?
-Dieciséis – respondió la joven, estirándose un poco. – Dieciséis y con cada día un poco más.
El extraño sonrió.
-Pero –dijo ella también sonriendo - ¿Qué edad tienes tú?
-Mayor, mayor que tú, Gita, casi el doble. Y con cada día mucho, mucho mayor.
En esto llegaron hasta la entrada del cementerio.
-Allí está la casa en la que has de vivir, junto al depósito de cadáveres – dijo la muchacha y señaló con la mano entre los barrotes del portal hacia el otro extremo del cementerio, donde se veía una pequeña casa cubierta por completo de hiedra.
-Así que aquí es – exclamó el hombre sacudiendo la cabeza y echó una mirada a su nueva tierra, de un extremo al otro.
-Por cierto, ¿era un hombre viejo el anterior sepulturero de aquí? – preguntó.
-Sí, un hombre muy viejo. Vivía aquí con su mujer, que también era muy vieja, pero ella se fue inmediatamente tras la muerte de su marido, no sé adónde.
El extraño dijo solo: “Bien”, pero parecía pensar en algo completamente distinto. De pronto se volvió hacia Gita:
-Debes irte ahora, niña, se ha hecho tarde. ¿No tienes miedo de andar sola?
-No. Siempre ando sola. Pero tú, ¿no tienes miedo de quedarte aquí?
El extranjero sacudió la cabeza, tomó la mano de la joven y la sostuvo con un apretón seguro y suave:
-Yo también estoy siempre solo. – dijo y entonces murmuró la chica repentinamente casi sin aliento:
-¡Escucha! – y ambos escucharon un ruiseñor, que entre las zarzas del cementerio comenzó a cantar, y se vieron por completo rodeados por la música creciente y como abrumados por la nostalgia y la gloria de esta canción.
A la mañana siguiente empezó el nuevo enterrador de San Rocco con su trabajo. Comprendía su tarea singularmente bien. Renovó el patio del cementerio y lo convirtió en un gran jardín. Las viejas tumbas abandonaron su melancólica tristeza y se ocultaron tras mantos de flores y crecientes ramas. Más allá, pasando la mitad del camino, donde antes crecía un pasto ralo y descuidado, armó el hombre lechos de flores, similares a los de las tumbas de la entrada, para que ambas mitades del cementerio tuvieran la misma importancia. La gente que venía de la ciudad, no podía al principio encontrar a sus queridos muertos, incluso sucedió que una vieja madrecita se había arrodillado y lloraba junto a uno de los lechos vacíos a la derecha del camino, sin que su triste plegaria llegara a su hijo perdido, que yacía más allá, bajo claras anémonas. Pero la gente de San Rocco, que veía este cementerio, ya no sufrió tanto a causa de la muerte. Si alguna vez alguien moría (y se trataba mayormente de gente anciana en esta memorable primavera), entonces la procesión era siempre larga y desolada, pero en el jardín en cambio era siempre como una pequeña y tranquila celebración. Las flores parecían crecer impulsivamente por todos lados eran colocadas tan rápidamente sobre la tumba, que daba la impresión de que la boca negra de la tierra se había abierto para decir flores, miles de flores.
Gita veía todos estos cambios; ella estaba casi siempre afuera con el extranjero. Lo acompañaba mientras trabajaba, le hacía preguntas y él las contestaba; la pala marcaba el ritmo de la conversación y a menudo la interrumpía. “Lejos, desde el Norte” respondía el extraño a una pregunta. “De una isla” y se agachaba para arrancar unas malezas “del mar. De otro mar. Un mar que con los de ustedes (lo escucho a veces a la noche respirar profundo, aunque está a más de dos días de viaje de aquí) tiene poco en común. Nuestro mar es sombrío y cruel, y ha hecho a los hombres que allí viven tristes y callados. En primavera hay constantes tormentas, tormentas bajo las que nada puede crecer, así que mayo pasa desaprovechado. En invierno hiela y convierte a todos los habitantes de la isla en prisioneros.
-¿Hay muchos hombres en las islas?
-No muchos.
-¿También mujeres?
-También.
-¿Y niños?
-Sí, niños.
-¿Y muertos?
-Y muchos, muchos muertos, hay muchos que trae el mar y los deja por la noche en las playas. Quien los encuentra no se asusta, sino que lo acepta, lo acepta como alguien que lo sabe hace mucho tiempo. Hay entre nosotros un anciano, que nos ha sabido contar de una isla, a la que el sombrío mar llevó tantos muertos, que ya no había lugar para los vivos. Estaban acorralados por los cadáveres. Quizás sea solo una historia, quizás se haya equivocado el anciano que la contaba. Yo no la creo. Yo creo que la vida es más fuerte que la muerte.
Gita permaneció un rato callada y luego dijo:
-Y, sin embargo, mamá murió. - El hombre dejó de trabajar y se apoyó en la pala:
-Sí, yo también conozco una mujer que murió. Pero ella lo quería.
-Sí –dijo la muchacha seriamente – puedo imaginarme que la gente lo desee.
-La mayoría de las personas lo quieren y juntamente mueren esos pocos que desean vivir; son arrastrados, no se les pregunta. He recorrido mucho mundo, Gita, he hablado con muchas personas y les he preguntado desde el corazón. Pero no había ninguno entre ellos que no quisiera morir. Abiertamente, muchos decían lo contrario y por eso su miedo se hacía más fuerte; pero los hombres no lo dicen todo. En el fondo estaba la voluntad, el deseo callado, que caía hacía la muerte, como el fruto del árbol. Es algo que no se puede detener.
Así llegó el verano. Y cada nuevo día, que empezaba con el despertar de los pequeños pájaros, encontraba a Gita afuera junto al forastero del norte. En casa se le advirtió, se la regañó, se intentó controlarla y castigarla para que no saliera: todo fue en vano. Gita le correspondía al extranjero como una herencia. Una vez lo mandó a llamar el Podestá que era un hombre poderoso con una voz gruesa y amenazante.
-Tiene usted una hija solitaria, señor Vignola – contestó el forastero a todos los reproches que se le hicieron, tranquilo y haciendo una pequeña reverencia. – No puedo impedirle estar a mi lado y cerca de su madre. No le he regalado ni prometido nada, ni jamás la he llamado. – Esto dijo, respetuoso y seguro, y se marchó, pues como había dicho, no había nada más que agregar.
Ahora florecía el jardín y valía la pena, por las cuatro esquinas crecía el trabajo que se le había hecho. Y a veces se podía cerrar temprano y sentarse en el pequeño banco que estaba delante de la casa y contemplar el atardecer suave y sublime. Entonces preguntaba Gita y el extraño respondía y entre tanto había largas pausas silenciosas.
-Hoy quiero contarte sobre un hombre al que se le murió su amada esposa – empezó una vez el extraño tras una de tales pausas. Sus manos temblaban, una envuelta en la otra. – Era otoño y él sabía que ella moriría. Los médicos lo decían, aunque pudiera ser que se equivocaran, pero la misma mujer lo decía antes que ellos. Y ella nunca fallaba.
-¿Quería ella morirse? - preguntó Gita, pues el hombre había hecho una pausa.
-Ella quería, Gita. Ella quería algo distinto que la vida. Siempre había tenido mucha gente alrededor, quería estar sola. Sí, eso era lo que quería. De chica, nunca había podido estar sola como tú; y cuando se casó, supo que estaba sola. Y ella quería estar sola, pero no saberlo.
-¿No era bueno su marido?
-Era bueno, Gita; pues la amaba y ella a él, y sin embargo, ellos no se tocaban. Las personas están terriblemente lejos unas de otras y aquellos que se aman suelen estarlo mucho más. Se arrojan todas sus cosas el uno al otro y no las atrapan, y queda todo tirado entre ellos y se amontona hasta que les impide verse el uno al otro o acercarse. Pero yo quería contarte de la mujer que murió. Ocurrió una mañana y el hombre, que no había dormido, se sentó a su lado y la vio morir. Ella se enderezó de pronto y levantó la cabeza y su vida entera pareció ocurrir en su rostro y se había acumulado y allí estaba como cientos de flores en su semblante. Y la muerte vino y las arrancó de un manotazo, las arrancó como de arcilla blanda y dejó su rostro completamente desnudo, otra vez largo y delgado. Sus ojos seguían abiertos y sobresalían, si los cerraba, serían como caparazones que llevan un molusco muerto. Y el hombre, que no podía soportar que los ojos que ya no podían ver siguieran abiertos, cortó del jardín dos pimpollos duros y tardíos y los dejó sobre los párpados, como carga. Entonces quedaron los ojos cerrados, y él se sentó y miró largamente el rostro muerto. Y cuanto más lo miraba, veía con mayor nitidez, que suaves olas de vida bañaban aún los bordes de su rostro y se retiraban lentamente. Él se acordó oscuramente de haber visto esas olas en su rostro en una hora hermosa y supo que su verdadera vida era esa que él no había llegado a conocer del todo. La muerte no se la había quitado, se había dejado engañar por tantas cosas que habían surgido en su rostro, esas eran las flores que había cortado, junto con el suave contorno de su perfil. Pero la otra vida seguía en ella, un rato antes había inundado sus quietos labios y ahora se retiraba, flotaba en silencio y se reunía sobre su roto corazón.
Y el hombre que había amado a esta mujer, amado irremediablemente, como ella a él, sintió un inefable anhelo de atrapar esta vida que a la muerte se le había escapado. ¿No era él el único, que podía hacerlo, el heredero de sus flores y libros y de los suaves vestidos que seguían teniendo el olor de su cuerpo? Pero no sabía cómo retener esa tibieza que flotaba tan implacablemente sobre sus mejillas, cómo atraparla, con qué sacarla? Buscó la mano de la muerta, que yacía sobre la cama, abierta y vacía como la cáscara de un fruto descorazonado; el frío de esta mano era mudo y uniforme y daba la sensación de ser algo que hubiera estado toda la noche olvidado bajo el rocío, para ser secado luego en el frío y rápido viento matutino. Entonces se movió algo súbitamente en el rostro de la muerta. Él hombre miró tenso. Todo estaba quieto, pero de pronto palpitó el capullo que estaba sobre el ojo izquierdo. Y el hombre vio que también la rosa del derecho estaba más grande y seguía creciendo. El rostro se acostumbró a la muerte, pero las rosas brotaron como ojos que miraban hacia otra vida. Y cuando se hizo la tarde, la tarde de un día silencioso, el hombre llevó dos rosas grandes y rojas en su mano temblorosa hasta la ventana. En ellas, que luchaban contra la gravedad, llevaba él su vida, la abundancia de su vida, que él tampoco había podido atrapar.
El extraño apoyó la cabeza en la mano y permaneció sentado en silencio. Cuando se sacudió, preguntó Gita:
-¿Y entonces?
-Entonces siguió adelante, ¿qué otra cosa podía hacer? Pero él no creía en la muerte, sólo creía que las personas no pueden acercarse unas a otras, ni los vivos ni los muertos. Y esa es su desgracia, no que ella haya fallecido.
-Sí, eso lo sé yo también, que uno no puede ayudar –dijo Gita con tristeza. – Yo tenía un pequeño conejito blanco, que era completamente manso y no podía estar sin mí. Y luego enfermó, Se le hinchó el cogote y sufría como un ser humano. Y me miró y me rogó, me rogó con sus pequeños ojos, tenía la esperanza, la fe, de que yo pudiera ayudarlo. Y finalmente dejó de mirarme y murió en mi regazo como si estuviera solo, como si estuviera a cien millas de mí.
-Uno no debería acostumbrarse a ningún animal, Gita, esa es la verdad. De esa forma, se carga con una culpa, se hacen promesas que no se pueden cumplir. Nuestra parte en la relación es una falla constante. Y con las personas no es distinto, sólo que hay los dos son culpables, el uno con el otro. Y eso es el amor: ser culpables mutuamente, nada más, Gita, nada más.
-Lo sé - dijo Gita -, pero eso ya es mucho.
Y luego anduvieron juntos tomados de la mano por el cementerio, paseando y sin pensar que pudiera ser de otra manera a como era.
Pero sí lo fue. Llegó agosto y un día de agosto, en que las calles de la ciudad parecían en fiebre, abrumadoras, inquietas, sin viento. El forastero esperaba a Gita en la puerta del cementerio, pálido y serio.
-He tenido un mal sueño, Gita -exclamó. – Ve a tu casa y ya no vuelvas, Ya te avisaré cuando puedas venir. Probablemente tenga bastante trabajo ahora. Que estés bien.
Ella, sin embargo, se arrojó en su pecho y lloró. Y él la dejó llorar, tanto como quisiera, mirándola tranquilamente. El extraño no se había equivocado: en seguida empezó a haber trabajo en serio. A diario ingresaban dos o tres cortejos fúnebres. Muchos ciudadanos los seguían; eran entierros ricos y festivos, en los que no faltaban el incienso y los cantos. El hombre sabía, sin embargo, lo que todavía no se había dicho: la peste había entrado en la ciudad. Los días se hicieron cada vez más calurosos y picantes bajo un cielo mortuorio, las noches venían y no refrescaban. El miedo y el espanto caían en las manos de aquellos que trabajaban y en los corazones de aquellos que amaban – y los paralizaban. Y había completo silencio en las casas, como en día de ayuno o en medio de la noche. Pero las iglesias estaban llenas de rostros perturbados. Y de pronto empezaban a sonar las campanas y todos salían, rompiendo en exclamaciones: como si animales salvajes hubieran saltado contra las cuerdas y se ensañaran con ellas: así sonaban, desesperados.
En estos días terroríficos, el enterrador era el único que trabajaba. Sus brazos se fortalecían a causa de la demanda, y había una cierta alegría en él, la alegría de su sangre que se aceleraba.
Pero una mañana, cuando se despertó tras haber dormido un poco, vio frente a él a Gita.
-¿Estás enfermo?
-No, no – Él entendió poco a poco lo que ella, apresurada y confusa le contaba. Ella dijo que la gente de San Rocco estaba en camino a buscarlo.
-Quieren matarte porque dicen que tú has traído la peste, has hecho montículos y tumbas del lado vacío del cementerio, donde no había nada. Y con esto has llamado a los muertos. ¡Huye, huye! –rogó Gita y se echó apasionadamente en sus rodillas, como si cayera de lo alto de una torre. Y en el camino ya se veía una mancha oscura, que se hinchaba y se acercaba. La polvareda avanzaba. Y del murmullo ahogado de la multitud se escapaban ya algunas palabras fuertes y amenazas. Gita se levantó y cayó de nuevo de rodillas y quiso arrastrar con ella al forastero.
Él, sin embargo, se mantuvo en pie como si fuera de piedra, se mantuvo firme y le ordenó a ella que se metiera en la casa y lo esperara allí. Ella obedeció. Entró y se arrodilló detrás de la puerta, mientras sentía los golpes de su corazón en el cuello, en las manos, en todos lados.
Entonces cayó una piedra y luego otra; las escuchó ambas golpear contra el cerco. Gita no se aguantó más. Abrió bruscamente la puerta y corrió, corrió directamente hacia la tercera piedra, que le abrió la frente. El extraño la atajó cuando caía y la llevó adentro de la pequeña y oscura casa. Y el pueblo gritando llegó ante el cerco bajo, que no podía protegerlos. Pero entonces ocurrió algo inesperado, temible. El pequeño escribiente calvo, Theophilo, se colgó de pronto de su vecino, el herrero de la callejuela de Sta. Trinità. El tambaleó y sus ojos se revolvieron de una manera particular. Y en ese mismo momento, un muchacho en la tercera fila empezó a temblar, y detrás de él gritó una mujer, una embarazada, gritó y gritó y todos conocían estos gritos y se chocaban unos con otros, locos de miedo. El herrero, un hombre grande y fuerte, tiritaba y sacudía el brazo, al que se había agarrado el escribiente, como si quisiera sacarlo volando, sacudía y sacudía.
Y en la casa, Gita, que yacía en la cama, volvió finalmente en sí y escuchó.
-Se alejan -dijo el forastero, que se inclinaba a su lado. Ella ya no podía verlo, pero tanteo suavemente su rostro, para recordar una vez más cómo era. Para ella era como si hubieran vivido largo tiempo juntos. Años y años. Y de pronto dijo:
-El tiempo no importa, ¿verdad?
-No –dijo él-, Gita, el tiempo no importa. – Él entendió lo que había querido decir y ella murió.
Y la enterró en una tumba en medio del camino, en el brillante y suave césped. Y vino la luna y fue como si la hubiera enterrado en plata. Y la dejó sobre flores y la cubrió con flores. “Tú, amada” dijo y permaneció un rato en silencio. Pero luego se levantó en seguida, ya que tenía miedo de la quietud y la meditación, y empezó a trabajar. Todavía quedaban siete ataúdes sin enterrar; habían llegado al cementerio en el curso del día. Sin mucho cortejo, aunque en uno de ellos, particularmente amplio y de roble, estaba Gian-Battista Vignola, el Podestà.
Así fue que todo cambió. Ya no había servicios. En lugar de un muerto con muchos vivos, llegaba ahora siempre un solo vivo y traía en su carro tres o cuatro ataúdes, el rojo Pippo, que estaba hecho para su oficio. El forastero midió entonces cuánto espacio le quedaba: quizás para quince tumbas. Y así empezó con su trabajo, y al comienzo era solo su pala la única voz en la noche. Hasta que de nuevo la Muerte se escuchó en la ciudad. Pues ya no se contenía; ya no era ningún secreto. Cuando llegaba la enfermedad, o simplemente el miedo de ella, la muerte gritaba y gritaba hasta el final. Las madres temían a sus hijos, nadie reconocía al otro, como en la tremenda oscuridad. Algunos desesperados hacían orgías y cuando empezaban a tambalear, arrojaban a las prostitutas borrachas por la ventana, por miedo de que se hubieran agarrado la peste.
Pero el forastero seguía cavando tranquilo. Tenía la sensación de que mientras él fuera el amo allí, entre estas cuatro esquinas, mientras él pudiera ordenar el lugar, construir y, al menos por fuera, al menos mediante flores y lechos, darle un sentido a esta demencia y reconciliarla con la tierra; entonces la Otra no tendría derecho, y podía ser que llegara un día en que la Otra se cansara y renunciara. Entretanto, dos tumbas ya estaban listas. Pero Ella ya llegaba: risas, voces y un carro arrastrándose. Éste estaba cargado y cargado de cadáveres. El rojo Pippo había encontrado compañeros para que lo ayudaran, que sostenían ansiosos y a ciegas la abundante carga y tironeaban de uno que parece resistirse, hasta que por fin lo tiraron en el borde del cementerio. Y luego otro. El extraño permaneció quieto. Hasta que el cuerpo de una joven, desnuda y ensangrentada, con los cabellos desordenados, le cayó ante los pies. Esto lo impulsó a salir de nuevo a la noche y quiso continuar con su trabajo. Pero los borrachos no estaban dispuestos a dejarse ordenar. Siempre aparecía de nuevo el rojo Pippo, levantaba la lisa frente y arrojaba otro cuerpo por sobre el cerco. Así, los cadáveres se amontonaban en torno al callado trabajador. Cadáveres, cadáveres, cadáveres. La pala se movía cada vez con mayor dificultad. Las manos de los muertos mismas parecían estar dispuestas a impedirlo. En eso el forastero se detuvo. En su frente se veía el sudor. En su pecho algo luchaba. Entonces caminó hacia el borde del cerco, y como de nuevo la roja y redondeada cabeza de Pippo se levantaba, esgrimió con un amplio movimiento la pala, sintió cómo golpeaba y siguió mirando, mientras se retiraba, negro y mojado. La arrojó luego con fuerza y hundió la frente. Y avanzó de nuevo hacia su jardín en la noche, un hombre derrotado. Uno que había llegado demasiado pronto, excesivamente pronto.
Esta excelente traducción al español de El sepulturero se la debemos enteramente a Morgana Smith; quien ya ha colaborado con El Espejo Gótico con una bellísima traducción de El chico que amaba una tumba, de Fitz James O'Brien.
AGRADECIMIENTO A LA FUENTE: El Espejo Gótico (Recomendado)
El sepulturero.
Der Totengräber, Rainer Maria Rilke (1875-1926)
Der Totengräber, Rainer Maria Rilke (1875-1926)
Había muerto en San Rocco el viejo sepulturero. Se proclamaba a diario que el puesto estaba disponible, pero habían pasado tres semanas o más sin que nadie se presentara a ocuparlo. Y como durante todo este tiempo no había muerto nadie, la cosa no parecía urgente y esperaban con tranquilidad. Esperaban, hasta que una tarde de mayo apareció un forastero, que quería hacerse cargo del empleo. Gita, la hija del Podestà, fue la primera en verlo. El hombre salió de la habitación de su padre (no lo había visto entrar) y caminó directamente hacia ella, como si hubiera estado esperando para encontrarla en el oscuro pasillo.
-¿Tú eres su hija? –preguntó con una voz suave, dando un acento extraño a sus palabras.
La joven asintió y se acercó a él, hasta una de las profundas ventanas a través de las cuales entraba el resplandor y el silencio del callejón envuelto en el atardecer. Allí permanecieron mirándose con atención. Gita estaba tan absorta en la contemplación del extraño, que no se dio cuenta sino un rato después de que también él debía haber estado observándola atentamente. Era alto y delgado y vestía un traje de viaje negro de corte extranjero. Su cabello era rubio y lo llevaba como la gente distinguida. A grandes rasgos, tenía algo de noble en su aspecto, podía pasar por un magistrado o un doctor; era notable que fuera sepulturero. Gita buscó instintivamente sus manos. Él las sostuvo ante ella, ambas, como un niño.
-No es un trabajo duro –dijo él; y aunque ella seguía mirando sus manos, sintió la sonrisa de sus labios como un rayo de sol.
Entonces fueron los dos juntos hasta la entrada de la casa. Las calles ya oscurecían.
-¿Es lejos de aquí? –preguntó el extraño y miró las casas que se extendían hasta el final del callejón: estaban todas desocupadas.
-No, no es demasiado lejos, pero te acompañaré, ya que no conoces el camino, forastero.
-¿Lo conoces tú? –preguntó el hombre con seriedad. .
- Lo conozco bien, lo he aprendido desde chica, pues me conducía a mi madre, que nos fue quitada demasiado pronto. Ella descansa allí, te mostraré el lugar.
Entonces avanzaron calladamente, sus pasos sonaban como un solo paso en la quietud. De pronto dijo el hombre de negro:
-¿Qué edad tienes, Gita?
-Dieciséis – respondió la joven, estirándose un poco. – Dieciséis y con cada día un poco más.
El extraño sonrió.
-Pero –dijo ella también sonriendo - ¿Qué edad tienes tú?
-Mayor, mayor que tú, Gita, casi el doble. Y con cada día mucho, mucho mayor.
En esto llegaron hasta la entrada del cementerio.
-Allí está la casa en la que has de vivir, junto al depósito de cadáveres – dijo la muchacha y señaló con la mano entre los barrotes del portal hacia el otro extremo del cementerio, donde se veía una pequeña casa cubierta por completo de hiedra.
-Así que aquí es – exclamó el hombre sacudiendo la cabeza y echó una mirada a su nueva tierra, de un extremo al otro.
-Por cierto, ¿era un hombre viejo el anterior sepulturero de aquí? – preguntó.
-Sí, un hombre muy viejo. Vivía aquí con su mujer, que también era muy vieja, pero ella se fue inmediatamente tras la muerte de su marido, no sé adónde.
El extraño dijo solo: “Bien”, pero parecía pensar en algo completamente distinto. De pronto se volvió hacia Gita:
-Debes irte ahora, niña, se ha hecho tarde. ¿No tienes miedo de andar sola?
-No. Siempre ando sola. Pero tú, ¿no tienes miedo de quedarte aquí?
El extranjero sacudió la cabeza, tomó la mano de la joven y la sostuvo con un apretón seguro y suave:
-Yo también estoy siempre solo. – dijo y entonces murmuró la chica repentinamente casi sin aliento:
-¡Escucha! – y ambos escucharon un ruiseñor, que entre las zarzas del cementerio comenzó a cantar, y se vieron por completo rodeados por la música creciente y como abrumados por la nostalgia y la gloria de esta canción.
A la mañana siguiente empezó el nuevo enterrador de San Rocco con su trabajo. Comprendía su tarea singularmente bien. Renovó el patio del cementerio y lo convirtió en un gran jardín. Las viejas tumbas abandonaron su melancólica tristeza y se ocultaron tras mantos de flores y crecientes ramas. Más allá, pasando la mitad del camino, donde antes crecía un pasto ralo y descuidado, armó el hombre lechos de flores, similares a los de las tumbas de la entrada, para que ambas mitades del cementerio tuvieran la misma importancia. La gente que venía de la ciudad, no podía al principio encontrar a sus queridos muertos, incluso sucedió que una vieja madrecita se había arrodillado y lloraba junto a uno de los lechos vacíos a la derecha del camino, sin que su triste plegaria llegara a su hijo perdido, que yacía más allá, bajo claras anémonas. Pero la gente de San Rocco, que veía este cementerio, ya no sufrió tanto a causa de la muerte. Si alguna vez alguien moría (y se trataba mayormente de gente anciana en esta memorable primavera), entonces la procesión era siempre larga y desolada, pero en el jardín en cambio era siempre como una pequeña y tranquila celebración. Las flores parecían crecer impulsivamente por todos lados eran colocadas tan rápidamente sobre la tumba, que daba la impresión de que la boca negra de la tierra se había abierto para decir flores, miles de flores.
Gita veía todos estos cambios; ella estaba casi siempre afuera con el extranjero. Lo acompañaba mientras trabajaba, le hacía preguntas y él las contestaba; la pala marcaba el ritmo de la conversación y a menudo la interrumpía. “Lejos, desde el Norte” respondía el extraño a una pregunta. “De una isla” y se agachaba para arrancar unas malezas “del mar. De otro mar. Un mar que con los de ustedes (lo escucho a veces a la noche respirar profundo, aunque está a más de dos días de viaje de aquí) tiene poco en común. Nuestro mar es sombrío y cruel, y ha hecho a los hombres que allí viven tristes y callados. En primavera hay constantes tormentas, tormentas bajo las que nada puede crecer, así que mayo pasa desaprovechado. En invierno hiela y convierte a todos los habitantes de la isla en prisioneros.
-¿Hay muchos hombres en las islas?
-No muchos.
-¿También mujeres?
-También.
-¿Y niños?
-Sí, niños.
-¿Y muertos?
-Y muchos, muchos muertos, hay muchos que trae el mar y los deja por la noche en las playas. Quien los encuentra no se asusta, sino que lo acepta, lo acepta como alguien que lo sabe hace mucho tiempo. Hay entre nosotros un anciano, que nos ha sabido contar de una isla, a la que el sombrío mar llevó tantos muertos, que ya no había lugar para los vivos. Estaban acorralados por los cadáveres. Quizás sea solo una historia, quizás se haya equivocado el anciano que la contaba. Yo no la creo. Yo creo que la vida es más fuerte que la muerte.
Gita permaneció un rato callada y luego dijo:
-Y, sin embargo, mamá murió. - El hombre dejó de trabajar y se apoyó en la pala:
-Sí, yo también conozco una mujer que murió. Pero ella lo quería.
-Sí –dijo la muchacha seriamente – puedo imaginarme que la gente lo desee.
-La mayoría de las personas lo quieren y juntamente mueren esos pocos que desean vivir; son arrastrados, no se les pregunta. He recorrido mucho mundo, Gita, he hablado con muchas personas y les he preguntado desde el corazón. Pero no había ninguno entre ellos que no quisiera morir. Abiertamente, muchos decían lo contrario y por eso su miedo se hacía más fuerte; pero los hombres no lo dicen todo. En el fondo estaba la voluntad, el deseo callado, que caía hacía la muerte, como el fruto del árbol. Es algo que no se puede detener.
Así llegó el verano. Y cada nuevo día, que empezaba con el despertar de los pequeños pájaros, encontraba a Gita afuera junto al forastero del norte. En casa se le advirtió, se la regañó, se intentó controlarla y castigarla para que no saliera: todo fue en vano. Gita le correspondía al extranjero como una herencia. Una vez lo mandó a llamar el Podestá que era un hombre poderoso con una voz gruesa y amenazante.
-Tiene usted una hija solitaria, señor Vignola – contestó el forastero a todos los reproches que se le hicieron, tranquilo y haciendo una pequeña reverencia. – No puedo impedirle estar a mi lado y cerca de su madre. No le he regalado ni prometido nada, ni jamás la he llamado. – Esto dijo, respetuoso y seguro, y se marchó, pues como había dicho, no había nada más que agregar.
Ahora florecía el jardín y valía la pena, por las cuatro esquinas crecía el trabajo que se le había hecho. Y a veces se podía cerrar temprano y sentarse en el pequeño banco que estaba delante de la casa y contemplar el atardecer suave y sublime. Entonces preguntaba Gita y el extraño respondía y entre tanto había largas pausas silenciosas.
-Hoy quiero contarte sobre un hombre al que se le murió su amada esposa – empezó una vez el extraño tras una de tales pausas. Sus manos temblaban, una envuelta en la otra. – Era otoño y él sabía que ella moriría. Los médicos lo decían, aunque pudiera ser que se equivocaran, pero la misma mujer lo decía antes que ellos. Y ella nunca fallaba.
-¿Quería ella morirse? - preguntó Gita, pues el hombre había hecho una pausa.
-Ella quería, Gita. Ella quería algo distinto que la vida. Siempre había tenido mucha gente alrededor, quería estar sola. Sí, eso era lo que quería. De chica, nunca había podido estar sola como tú; y cuando se casó, supo que estaba sola. Y ella quería estar sola, pero no saberlo.
-¿No era bueno su marido?
-Era bueno, Gita; pues la amaba y ella a él, y sin embargo, ellos no se tocaban. Las personas están terriblemente lejos unas de otras y aquellos que se aman suelen estarlo mucho más. Se arrojan todas sus cosas el uno al otro y no las atrapan, y queda todo tirado entre ellos y se amontona hasta que les impide verse el uno al otro o acercarse. Pero yo quería contarte de la mujer que murió. Ocurrió una mañana y el hombre, que no había dormido, se sentó a su lado y la vio morir. Ella se enderezó de pronto y levantó la cabeza y su vida entera pareció ocurrir en su rostro y se había acumulado y allí estaba como cientos de flores en su semblante. Y la muerte vino y las arrancó de un manotazo, las arrancó como de arcilla blanda y dejó su rostro completamente desnudo, otra vez largo y delgado. Sus ojos seguían abiertos y sobresalían, si los cerraba, serían como caparazones que llevan un molusco muerto. Y el hombre, que no podía soportar que los ojos que ya no podían ver siguieran abiertos, cortó del jardín dos pimpollos duros y tardíos y los dejó sobre los párpados, como carga. Entonces quedaron los ojos cerrados, y él se sentó y miró largamente el rostro muerto. Y cuanto más lo miraba, veía con mayor nitidez, que suaves olas de vida bañaban aún los bordes de su rostro y se retiraban lentamente. Él se acordó oscuramente de haber visto esas olas en su rostro en una hora hermosa y supo que su verdadera vida era esa que él no había llegado a conocer del todo. La muerte no se la había quitado, se había dejado engañar por tantas cosas que habían surgido en su rostro, esas eran las flores que había cortado, junto con el suave contorno de su perfil. Pero la otra vida seguía en ella, un rato antes había inundado sus quietos labios y ahora se retiraba, flotaba en silencio y se reunía sobre su roto corazón.
Y el hombre que había amado a esta mujer, amado irremediablemente, como ella a él, sintió un inefable anhelo de atrapar esta vida que a la muerte se le había escapado. ¿No era él el único, que podía hacerlo, el heredero de sus flores y libros y de los suaves vestidos que seguían teniendo el olor de su cuerpo? Pero no sabía cómo retener esa tibieza que flotaba tan implacablemente sobre sus mejillas, cómo atraparla, con qué sacarla? Buscó la mano de la muerta, que yacía sobre la cama, abierta y vacía como la cáscara de un fruto descorazonado; el frío de esta mano era mudo y uniforme y daba la sensación de ser algo que hubiera estado toda la noche olvidado bajo el rocío, para ser secado luego en el frío y rápido viento matutino. Entonces se movió algo súbitamente en el rostro de la muerta. Él hombre miró tenso. Todo estaba quieto, pero de pronto palpitó el capullo que estaba sobre el ojo izquierdo. Y el hombre vio que también la rosa del derecho estaba más grande y seguía creciendo. El rostro se acostumbró a la muerte, pero las rosas brotaron como ojos que miraban hacia otra vida. Y cuando se hizo la tarde, la tarde de un día silencioso, el hombre llevó dos rosas grandes y rojas en su mano temblorosa hasta la ventana. En ellas, que luchaban contra la gravedad, llevaba él su vida, la abundancia de su vida, que él tampoco había podido atrapar.
El extraño apoyó la cabeza en la mano y permaneció sentado en silencio. Cuando se sacudió, preguntó Gita:
-¿Y entonces?
-Entonces siguió adelante, ¿qué otra cosa podía hacer? Pero él no creía en la muerte, sólo creía que las personas no pueden acercarse unas a otras, ni los vivos ni los muertos. Y esa es su desgracia, no que ella haya fallecido.
-Sí, eso lo sé yo también, que uno no puede ayudar –dijo Gita con tristeza. – Yo tenía un pequeño conejito blanco, que era completamente manso y no podía estar sin mí. Y luego enfermó, Se le hinchó el cogote y sufría como un ser humano. Y me miró y me rogó, me rogó con sus pequeños ojos, tenía la esperanza, la fe, de que yo pudiera ayudarlo. Y finalmente dejó de mirarme y murió en mi regazo como si estuviera solo, como si estuviera a cien millas de mí.
-Uno no debería acostumbrarse a ningún animal, Gita, esa es la verdad. De esa forma, se carga con una culpa, se hacen promesas que no se pueden cumplir. Nuestra parte en la relación es una falla constante. Y con las personas no es distinto, sólo que hay los dos son culpables, el uno con el otro. Y eso es el amor: ser culpables mutuamente, nada más, Gita, nada más.
-Lo sé - dijo Gita -, pero eso ya es mucho.
Y luego anduvieron juntos tomados de la mano por el cementerio, paseando y sin pensar que pudiera ser de otra manera a como era.
Pero sí lo fue. Llegó agosto y un día de agosto, en que las calles de la ciudad parecían en fiebre, abrumadoras, inquietas, sin viento. El forastero esperaba a Gita en la puerta del cementerio, pálido y serio.
-He tenido un mal sueño, Gita -exclamó. – Ve a tu casa y ya no vuelvas, Ya te avisaré cuando puedas venir. Probablemente tenga bastante trabajo ahora. Que estés bien.
Ella, sin embargo, se arrojó en su pecho y lloró. Y él la dejó llorar, tanto como quisiera, mirándola tranquilamente. El extraño no se había equivocado: en seguida empezó a haber trabajo en serio. A diario ingresaban dos o tres cortejos fúnebres. Muchos ciudadanos los seguían; eran entierros ricos y festivos, en los que no faltaban el incienso y los cantos. El hombre sabía, sin embargo, lo que todavía no se había dicho: la peste había entrado en la ciudad. Los días se hicieron cada vez más calurosos y picantes bajo un cielo mortuorio, las noches venían y no refrescaban. El miedo y el espanto caían en las manos de aquellos que trabajaban y en los corazones de aquellos que amaban – y los paralizaban. Y había completo silencio en las casas, como en día de ayuno o en medio de la noche. Pero las iglesias estaban llenas de rostros perturbados. Y de pronto empezaban a sonar las campanas y todos salían, rompiendo en exclamaciones: como si animales salvajes hubieran saltado contra las cuerdas y se ensañaran con ellas: así sonaban, desesperados.
En estos días terroríficos, el enterrador era el único que trabajaba. Sus brazos se fortalecían a causa de la demanda, y había una cierta alegría en él, la alegría de su sangre que se aceleraba.
Pero una mañana, cuando se despertó tras haber dormido un poco, vio frente a él a Gita.
-¿Estás enfermo?
-No, no – Él entendió poco a poco lo que ella, apresurada y confusa le contaba. Ella dijo que la gente de San Rocco estaba en camino a buscarlo.
-Quieren matarte porque dicen que tú has traído la peste, has hecho montículos y tumbas del lado vacío del cementerio, donde no había nada. Y con esto has llamado a los muertos. ¡Huye, huye! –rogó Gita y se echó apasionadamente en sus rodillas, como si cayera de lo alto de una torre. Y en el camino ya se veía una mancha oscura, que se hinchaba y se acercaba. La polvareda avanzaba. Y del murmullo ahogado de la multitud se escapaban ya algunas palabras fuertes y amenazas. Gita se levantó y cayó de nuevo de rodillas y quiso arrastrar con ella al forastero.
Él, sin embargo, se mantuvo en pie como si fuera de piedra, se mantuvo firme y le ordenó a ella que se metiera en la casa y lo esperara allí. Ella obedeció. Entró y se arrodilló detrás de la puerta, mientras sentía los golpes de su corazón en el cuello, en las manos, en todos lados.
Entonces cayó una piedra y luego otra; las escuchó ambas golpear contra el cerco. Gita no se aguantó más. Abrió bruscamente la puerta y corrió, corrió directamente hacia la tercera piedra, que le abrió la frente. El extraño la atajó cuando caía y la llevó adentro de la pequeña y oscura casa. Y el pueblo gritando llegó ante el cerco bajo, que no podía protegerlos. Pero entonces ocurrió algo inesperado, temible. El pequeño escribiente calvo, Theophilo, se colgó de pronto de su vecino, el herrero de la callejuela de Sta. Trinità. El tambaleó y sus ojos se revolvieron de una manera particular. Y en ese mismo momento, un muchacho en la tercera fila empezó a temblar, y detrás de él gritó una mujer, una embarazada, gritó y gritó y todos conocían estos gritos y se chocaban unos con otros, locos de miedo. El herrero, un hombre grande y fuerte, tiritaba y sacudía el brazo, al que se había agarrado el escribiente, como si quisiera sacarlo volando, sacudía y sacudía.
Y en la casa, Gita, que yacía en la cama, volvió finalmente en sí y escuchó.
-Se alejan -dijo el forastero, que se inclinaba a su lado. Ella ya no podía verlo, pero tanteo suavemente su rostro, para recordar una vez más cómo era. Para ella era como si hubieran vivido largo tiempo juntos. Años y años. Y de pronto dijo:
-El tiempo no importa, ¿verdad?
-No –dijo él-, Gita, el tiempo no importa. – Él entendió lo que había querido decir y ella murió.
Y la enterró en una tumba en medio del camino, en el brillante y suave césped. Y vino la luna y fue como si la hubiera enterrado en plata. Y la dejó sobre flores y la cubrió con flores. “Tú, amada” dijo y permaneció un rato en silencio. Pero luego se levantó en seguida, ya que tenía miedo de la quietud y la meditación, y empezó a trabajar. Todavía quedaban siete ataúdes sin enterrar; habían llegado al cementerio en el curso del día. Sin mucho cortejo, aunque en uno de ellos, particularmente amplio y de roble, estaba Gian-Battista Vignola, el Podestà.
Así fue que todo cambió. Ya no había servicios. En lugar de un muerto con muchos vivos, llegaba ahora siempre un solo vivo y traía en su carro tres o cuatro ataúdes, el rojo Pippo, que estaba hecho para su oficio. El forastero midió entonces cuánto espacio le quedaba: quizás para quince tumbas. Y así empezó con su trabajo, y al comienzo era solo su pala la única voz en la noche. Hasta que de nuevo la Muerte se escuchó en la ciudad. Pues ya no se contenía; ya no era ningún secreto. Cuando llegaba la enfermedad, o simplemente el miedo de ella, la muerte gritaba y gritaba hasta el final. Las madres temían a sus hijos, nadie reconocía al otro, como en la tremenda oscuridad. Algunos desesperados hacían orgías y cuando empezaban a tambalear, arrojaban a las prostitutas borrachas por la ventana, por miedo de que se hubieran agarrado la peste.
Pero el forastero seguía cavando tranquilo. Tenía la sensación de que mientras él fuera el amo allí, entre estas cuatro esquinas, mientras él pudiera ordenar el lugar, construir y, al menos por fuera, al menos mediante flores y lechos, darle un sentido a esta demencia y reconciliarla con la tierra; entonces la Otra no tendría derecho, y podía ser que llegara un día en que la Otra se cansara y renunciara. Entretanto, dos tumbas ya estaban listas. Pero Ella ya llegaba: risas, voces y un carro arrastrándose. Éste estaba cargado y cargado de cadáveres. El rojo Pippo había encontrado compañeros para que lo ayudaran, que sostenían ansiosos y a ciegas la abundante carga y tironeaban de uno que parece resistirse, hasta que por fin lo tiraron en el borde del cementerio. Y luego otro. El extraño permaneció quieto. Hasta que el cuerpo de una joven, desnuda y ensangrentada, con los cabellos desordenados, le cayó ante los pies. Esto lo impulsó a salir de nuevo a la noche y quiso continuar con su trabajo. Pero los borrachos no estaban dispuestos a dejarse ordenar. Siempre aparecía de nuevo el rojo Pippo, levantaba la lisa frente y arrojaba otro cuerpo por sobre el cerco. Así, los cadáveres se amontonaban en torno al callado trabajador. Cadáveres, cadáveres, cadáveres. La pala se movía cada vez con mayor dificultad. Las manos de los muertos mismas parecían estar dispuestas a impedirlo. En eso el forastero se detuvo. En su frente se veía el sudor. En su pecho algo luchaba. Entonces caminó hacia el borde del cerco, y como de nuevo la roja y redondeada cabeza de Pippo se levantaba, esgrimió con un amplio movimiento la pala, sintió cómo golpeaba y siguió mirando, mientras se retiraba, negro y mojado. La arrojó luego con fuerza y hundió la frente. Y avanzó de nuevo hacia su jardín en la noche, un hombre derrotado. Uno que había llegado demasiado pronto, excesivamente pronto.
Rainer Maria Rilke (1875-1926)