Manchas De Sangre En El Suelo
Agatha Christie
Estos relatos son contados por los miembros del Club de los Martes que se reúnen cada
semana. En la cual cada uno de los miembros y por turno expone un problema o algún
misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución.
Para así el resto del grupo poder dar con la solución del problema o misterio.
El grupo esta formado por seis personas:
Miss Marple, Mujer ya mayor pero especialista en resolver cualquier tipo de misterio.
Raymond West: Sobrino de Miss Marple y escritor.
Sir Henry Clithering:Hombre de mundo y comisionado de Scotland Yard.
Doctor Pender: Anciano clérigo de parroquia
Mr. Petherick:Notable abogado
Joyce Lempriére:Joven artista
Es curioso —comenzó a decir Joyce Lemprière—, pero casi me siento inclinada a no
contarles mi historia. Sucedió hace mucho tiempo, hace cinco años, para ser exacta, y desde
entonces me tiene obsesionada. Tanto su lado brillante, alegre y superficial, como el horror
que se escondía en el fondo. Y lo curioso del caso es que el cuadro que pinté entonces está
impregnado de la misma atmósfera. Cuando se mira por primera vez, parece sólo el simple
boceto de una callejuela de Cornualles bañada por la luz del sol. Pero al contemplarlo con
más atención, se descubre en él algo siniestro. Nunca quise venderlo, pero nunca lo miro.
Está en mi estudio, en un rincón y de cara a la pared.
»El nombre del lugar es Rathole, un extraño pueblecito pesquero de Cornualles, muy
pintoresco, tal vez demasiado pintoresco. En él se respira demasiado la atmósfera de una
antigua sala de té de Cornualles. Tiene tiendas en las que muchachas de pelo a lo garçon
pintan a mano leyendas sobre pergaminos. Es bonito y original, pero se lo creen demasiado.
—No sé por qué será —dijo Raymond West con un gruñido—. Supongo que será debido a
esa maldita invasión de autocares llenos de gente. Por estrechos que sean los caminos que
llevan a ellos, ninguno de esos pintorescos pueblecitos se libra de ellos.
Joyce asintió.
—Los que conducen a Rathole son muy estrechos y empinados como una pared. Bien, sigo
con mi historia. Yo había ido a Cornualles a pasar quince días dibujando- En Rathole
existía una antigua posada, Las Armas de Polharwith, que se supone es la única casa que
dejaron en pie los atacantes españoles cuando bombardearon ferozmente el lugar hacia el
1500 o algo por el estilo.
—No lo bombardearon —replicó Raymond West con el entrecejo fruncido—. Procura no
desvirtuar la historia, Joyce.
—Bueno, sea como fuere, desembarcaron cañones a lo largo de toda la costa y con ellos
destrozaron las casas. De todas maneras no es ésta la cuestión. La posada era un lugar
maravilloso por su antigüedad, con una especie de porche sostenido por cuatro pilares.
Conseguí un buen apunte y me disponía a trabajar de firme cuando un coche subió
serpenteando por la colina. Por supuesto, fue a detenerse delante de la posada, en el lugar
en que más me estorbaba. Se apearon sus ocupantes, un hombre y una mujer, en los que no
me fijé gran cosa. Ella llevaba un vestido de lino malva y un sombrero del mismo color.
»E1 hombre volvió a salir de nuevo y, para mi gran satisfacción, llevó el coche hasta el
muelle y lo dejó aparcado allí. Al regresar a la posada tuvo que pasar junto a mí, en el
preciso momento en que llegaba otro coche, del que se apeó una mujer vestida con el traje
más llamativo que viera en mi vida. Creo que su estampado consistía en ponsetias rojas y
llevaba uno de esos enormes sombreros de paja que utilizan los nativos, me parece que de
Cuba ¿no es eso?, y que también era de un brillante rojo escarlata.
»La mujer no se detuvo delante de la posada, sino que llevó su coche más abajo en el otro
lado. Luego se apeó y el hombre le dijo asombrado:
»—Carol, esto sí que es maravilloso. Qué casualidad encontrarte en este apartado rincón
del mundo. Hace años que no te veía. Margery está aquí también, mi esposa, ya sabes.
Debes venir a conocerla.
»Subieron juntos la empinada calle en dirección a la posada y vi que la otra mujer acababa
de salir a la puerta y se dirigía a ellos. Cuando pasaron ante mí, pude echar un vistazo a la
mujer llamada Carol, lo suficiente para ver una barbilla muy empolvada y una boca muy
roja, y me pregunté, sólo me pregunté, si Margery se alegraría mucho de conocerla. A
Margery no la había visto de cerca, pero así de lejos me pareció muy formal, estirada y
poco maquillada.
»Bueno, desde luego no era asunto mío, pero a veces se ven pequeños retazos de la vida y
no puedes evitar especular sobre ellos. Desde donde estaba podía oír fragmentos de su
conversación. Hablaban de ir a bañarse. El marido, cuyo nombre al parecer era Denis,
deseaba alquilar un bote y remar por la costa. Había allí una cueva famosa que merecía la
pena ver a cosa de una milla de distancia, según dijo. Carol deseaba verla también, pero
sugirió la idea de ir andando por los acantilados y verla desde la costa. Dijo que odiaba los
botes. Al fin lo acordaron así. Carol iría andando por el camino del acantilado y se reuniría
con ellos en la cueva, mientras Denis y Margery cogerían una barca y remarían hasta allí.
»Al oírles hablar de bañarse me entraron ganas a mí también. Era una mañana muy calurosa
y no adelantaba apenas mi trabajo. Además, imaginé que la luz de la tarde daría al lugar un
efecto más atrayente, de modo que recogí mis bártulos y me dirigí a una pequeña playa que
había descubierto, en dirección completamente opuesta a la cueva. Tomé un delicioso baño
allí y comí lengua enlatada y dos tomates, volviendo por la tarde a continuar mi apunte
llena de entusiasmo y confianza.
»Todo Rathole parecía dormido. Había acertado al imaginar la luz del sol por la tarde: las
sombras resultaban mucho más sugerentes, Las Armas de Polharwith eran el tema principal
de mi apunte. Un rayo de sol caía oblicuamente sobre la tierra ante la posada y producía un
efecto curioso. Supuse que los bañistas habrían regresado felizmente ya que dos trajes de
baño, uno rojo y otro azul oscuro, estaban tendidos en el balcón, secándose al sol.
»Había algo que no me salía bien en una de las esquinas de mi apunte y me incliné unos
instantes para arreglarlo. Cuando volví a alzar la vista, había una figura apoyada en uno de
los pilares de la posada que parecía haber aparecido por arte de magia. Vestía ropas de
marinero y supuse que sería un pescador. Además, llevaba una larga barba negra y, si
hubiera buscado un modelo para dibujar a un malvado capitán español, no lo hubiera
podido encontrar mejor. Me puse a trabajar con entusiasmo antes de que se marchara,
aunque a juzgar por su actitud, parecía dispuesto a sostener el pilar por toda la eternidad.
»Sin embargo, al fin se movió. Afortunadamente, yo ya había obtenido lo que deseaba. Se
acercó a mí y empezamos a charlar. ¡Cómo hablaba aquel hombre!
»—Rathole es un lugar muy interesante —me dijo.
«Yo ya lo sabía, pero, aunque se lo dije, eso no me salvó. Tuve que oír toda la historia del
bombardeo, quiero decir de la destrucción del pueblo, y como el propietario de Las Armas
de Polharwith murió en el mismo umbral de su puerta, atravesado por la espada de un
capitán español, y que su sangre manchó el suelo y nadie consiguió limpiar la mancha
durante cien años.
«Todo aquello concordaba admirablemente con la lánguida pesadez de la tarde. La voz del
hombre era muy suave y, no obstante, al mismo tiempo resultaba un tanto amenazadora.
Sus modales eran obsequiosos, pero comprendí que en el fondo debía de ser un hombre
cruel. Me hizo comprender el papel de la Inquisición y el horror de todas las cosas que
habían hecho los españoles mejor de lo que nunca lo hubiera hecho.
«Mientras me estuvo hablando, continué mi trabajo y de pronto me di cuenta de que,
distraída escuchando su historia, había pintado algo que no estaba allí. Sobre el blanco
suelo, en el lugar donde el sol caía ante la puerta de Las Armas de Polharwith, había
pintado manchas de sangre. Parece extraordinario que el subconsciente pudiera jugar
semejante treta a mi mano, mas al mirar de nuevo hacia la posada tuve un segundo
sobresalto. Mi mano había pintado únicamente lo que veían mis ojos, gotas de sangre en el
blanco suelo.
«Las miré durante unos instantes. Después, cerrando los ojos, dije para mis adentros: «No
seas tonta, allí no hay nada en realidad». Los volví a abrir y las manchas de sangre seguían
allí.
»De pronto me di cuenta de que no podría soportarlo e interrumpí con una pregunta el
torrente de palabras del pescador.
»—Dígame —le dije—, no tengo muy buena vista. ¿Eso que se ve en el suelo son manchas
de sangre?
«Me miró con benevolencia.
»—No hay manchas de sangre hoy en día, señora. Le estoy contando lo que ocurrió hace
casi quinientos años.
«—Sí —respondí—, pero ahora, en el suelo... —las palabras se ahogaron en mi garganta.
»Sabía... me daba cuenta de que él no vería lo mismo que yo. Me puse de pie y, con las
manos temblorosas, empecé a recoger mis cosas, y entonces observé que el joven que había
llegado en coche aquella mañana salía de la posada mirando a ambos lados de la calle con
perplejidad. En el balcón apareció su esposa para recoger los trajes de baño. Echó a andar
hacia el coche, pero cambió de idea y cruzó la calle hacia el pescador.
»—Oiga, buen hombre —le dijo—, ¿sabe usted si la señora que llegó en el otro coche ha
regresado ya?
»—¿Una señora con un vestido floreado? No, señor, no la he visto. Esta mañana se fue
hacia la cueva por los acantilados.
«—Lo sé, lo sé. Nos bañamos todos juntos y luego nos dejó para volver a casa, y no hemos
vuelto a verla desde entonces. No es posible que tarde tanto. Los acantilados no serán
peligrosos, ¿verdad?
«—Depende de por donde se vaya, señor. Lo mejor es ir con alguien que conozca el lugar.
«Era evidente que se refería a sí mismo y se disponía a seguir hablando, mas el joven le
interrumpió sin ninguna clase de ceremonias y volvió de nuevo a la posada, gritando a su
esposa, que estaba en el balcón:
«—Oye, Margery, Carol no ha regresado todavía. Es extraño, ¿no te parece?
»No oí la respuesta de Margery, pero su esposo continuó diciendo:
»—Bueno, no podemos esperar más. Tenemos que continuar hasta Penrithar. ¿Estás lista?
Iré a sacar el coche.
»Hizo lo que decía y en seguida se marcharon juntos. Entretanto, yo había esperado ansiosa
el momento de probar lo ridículo de mis imaginaciones. Cuando el automóvil se hubo
alejado, fui hasta la posada para examinar de cerca el suelo. Desde luego allí no había
manchas de sangre. No, todo había sido producto de mi exaltada imaginación. Y eso, en
cierto modo todavía resultaba más aterrador. Fue entonces, mientras permanecía en pie
como clavada en aquel lugar, cuando oí la voz del pescador, que me miraba con curiosidad.
»—Usted creyó ver manchas de sangre aquí, ¿eh, señora?
Asentí.
»—Es muy curioso, muy curioso. Aquí tenemos una superstición, señora. Si alguien ve esas
manchas de sangre...
»Hizo una pausa.
»—¿Y bien? —le animé.
»Continuó hablando con su voz melosa, con una entonación inconfundiblemente
cornuallesa, pero suave y educada en el acento, completamente libre de todos los giros y
peculiaridades del habla de Cornualles.
»—Dicen, señora, que si alguien ve esas manchas de sangre habrá una muerte antes de
veinticuatro horas.
»—¡Qué terrible! Sentí que un estremecimiento recorría mi espina dorsal.
»El continuó en tono persuasivo:
»—Hay una lápida muy interesante en la iglesia acerca de una muerte...
»—No, gracias —le dije decidida. Y girando sobre mis talones, eché a andar calle arriba
hacia la casita donde me hospedaba.
»Cuando llegué vi a lo lejos a la mujer llamada Carol, que venía corriendo por el camino
del acantilado. En contraste con el color gris de las rocas, parecía una venenosa flor roja. Su
sombrero era rojo como la sangre...
»Me dominé. La verdad es que estaba obsesionada por la idea de la sangre.
»Más tarde oí el ruido de su coche y me pregunté si también ella se dirigía a Penrithar, pero
tomó la carretera de la izquierda, en dirección contraria. Observé cómo desaparecía por la
colina y respiré un poco más tranquila. Rathole volvía a parecer dormido una vez más.
—Si eso es todo —dijo Raymond West cuando Joyce se detuvo para tomar aliento—, daré
mi dictamen en seguida. Indigestión. Hace ver manchas ante los ojos después de las
comidas.
—Eso no es todo —replicó Joyce—. Tienes que oír el final. Dos días más tarde lo leí en el
periódico con este titular: «Baño fatal en el mar». El artículo contaba cómo Mrs. Dacre,
esposa del capitán Denis Dacre, se ahogó desgraciadamente en la Ensenada de Landeer, a
poca distancia de donde yo me hallaba, siguiendo la línea de la costa. Ella y su esposo se
encontraban hospedados en el hotel del lugar y expresaron su intención de bañarse, pero
comenzó a soplar un viento helado y el capitán Dacre declaró que hacía demasiado frío y
por ello se fue en compañía de otros huéspedes del hotel a las pistas de golf cercanas al
lugar. No obstante, Mrs. Dacre dijo que ella no tenía frío y se marchó sola a la ensenada.
Como no regresaba, su esposo empezó a alarmarse y bajó a la playa acompañado de sus
amigos. Encontraron sus ropas junto a una roca, pero ni rastro de la infortunada esposa. Su
cadáver no fue hallado hasta casi una semana más tarde, cuando el mar lo arrojó a la playa
bastante más lejos del lugar del suceso. Tenía un gran golpe en la cabeza, que debió recibir
antes de morir, y la opinión general fue que, al zambullirse en el mar, se había golpeado
contra una roca. Por lo que pude averiguar, su muerte debió de ocurrir veinticuatro horas
después de que yo viera las manchas de sangre.
—Protesto —dijo sir Henry—. Esto no es un problema, sino una historia de fantasmas.
Evidentemente miss Lemprire es una médium.
Mr Petherick emitió su acostumbrada tosecilla.
—Me sorprende una cosa —dijo—: el golpe en la cabeza. Creo que no debemos descartar
la posibilidad de que su muerte fuese violenta, pero no veo que tengamos dato alguno en
que basarnos. La alucinación o visión de miss Lemprière desde luego es interesante, pero
no comprendo qué quiere que digamos.
—Indigestión y pura coincidencia —dijo Raymond—. De todas formas no puede estar
segura de que fueran las mismas personas. Además, la maldición o lo que fuera solo podría
afectar a los habitantes de Rathole.
—Yo tengo la impresión —dijo sir Henry— de que el siniestro pescador tiene algo que ver
en esta historia, pero estoy de acuerdo con Mr. Petherick en que miss Lemprière nos ha
dado pocos datos.
Joyce se volvió hacia el doctor Pender, que negó con la cabeza.
—Es una historia muy interesante —dijo—, pero estoy de acuerdo con sir Henry y Mr.
Petherick en que son muy pocos los datos que nos ha dado.
Joyce miró a miss Marple, que le sonrió.
—Yo también considero que eres un poco tramposa, Joyce, querida —le dijo—. Claro que
para mí es distinto. Quiero decir que nosotras, por ser mujeres, sabemos apreciar la
importancia que tienen los vestidos y, por lo tanto, no creo que sea justo presentar un
problema así a un hombre. Debió de cambiarse con inusitada rapidez. ¡Qué mujer más
perversa! Y él es todavía peor.
Joyce la miraba con ojos muy abiertos.
—Tía Jane... —le dijo—... quiero decir miss Marple, creo que... me parece que ya sabe
usted la verdad.
—Sí, querida —dijo miss Marple—. A mí, que estoy sentada tranquilamente, me ha
resultado mucho más sencillo que a ti. Y eso que, por ser artista, eres muy sensible a tu
entorno, ¿no es cierto? Sentada aquí con mi labor de punto, puedo ver los hechos con
claridad. Las gotas de sangre cayeron desde el balcón, del traje de baño, ya que, al ser rojo,
los mismos criminales no se dieron cuenta de que estaba manchado de sangre. ¡Pobrecilla,
pobrecilla infeliz!
—Perdóneme, miss Marpie —intervino sir Henry—, pero usted sabe que sigo todavía en la
más completa oscuridad. Usted y miss Lemprièe parecen saber de qué están hablando, pero
nosotros los hombres seguimos ignorantes de todo.
—Ahora les contaré el final de la historia —dijo la joven—. Ocurrió un año más tarde. Yo
me encontraba en un pueblecito de la costa pintando, cuando de pronto experimenté la
extraña sensación de presenciar algo que ya había ocurrido antes. Ante mí tenía a dos
personas, un hombre y una mujer que saludaban a una tercera, una mujer vestida con un
traje estampado con ponsetias rojas.
»—¡Carol, esto sí que es maravilloso! ¡Qué casualidad encontrarse después de tantos años.
¿No conoces a mi esposa? Joan, te presento a una antigua amiga mía, miss Harding.
»Reconocí al hombre al instante. Era el mismo Denis que había visto en Rathole. La esposa
era distinta, es decir, se llamaba Joan en vez de Margerv, pero era el mismo tipo de mujer:
joven, bastante sencilla y corriente. Por un momento creí que me había vuelto loca.
Empezaron a hablar de irse a bañar. Les diré lo que hice: dirigirme directamente al puesto
de policía. Pensé que lo más probable era que me tomasen por loca, pero no me importaba
y todo salió bien. Encontré allí a un hombre de Scotland Yard que había acudido
precisamente por aquel asunto. Al parecer, ¡oh, es horrible hablar de esto!, la policía
sospechaba de Denis Dacre. No era su verdadero nombre, se lo cambiaba según las distintas
ocasiones. Acostumbraba a hacer amistad con muchachas sencillas que no tuvieran muchos
parientes ni amigos y, después de casarse con ellas, aseguraba sus vidas por grandes sumas
y luego... ¡oh, es horrible! La mujer llamada Carol era su verdadera esposa y juntos
llevaban a cabo siempre el mismo plan. Así es como llegaron a atraparlo. Las compañías de
seguros empezaron a sospechar. Acudía a algún lugar de veraneo con su nueva esposa, allí
se encontraba con la otra mujer y se iban a bañar juntos. Entonces asesinaban a la esposa, y
Carol, poniéndose sus ropas, regresaba en el bote con él. Más tarde abandonaban el lugar,
después de preguntar por la supuesta Carol y, al llegar a las afueras del pueblo, Carol
regresaba con sus ropas llamativas y su extremado maquillaje para marcharse de allí en su
propio coche. Averiguaban en qué direccion iba la corriente y la supuesta muerte ocurría en
el próximo pueblo que quedase en esa misma dirección. Carol hacía el papel de esposa y se
iba sola a alguna playa solitaria para dejar las ropas de ésta junto a una roca y ella se
marchaba con su traje llamativo a esperar tranquilamente que su esposo fuera a reunirse con
ella.
»Supongo que, cuando asesinaron a la pobre Margery, parte de la sangre debió empapar el
traje de baño de Carol y, al ser de color rojo, no lo notaron, tal como dice miss Marpie. Mas
al tenderlo en el balcón cayeron algunas gotas al suelo. ¡Uf! —se estremeció—. Todavía
puedo verlas.
—Claro —exclamó sir Henry—. Ahora lo recuerdo muy bien. Su nombre verdadero era
Davis. Había olvidado que uno de sus muchos alias fue Dacre. Era una pareja
extraordinaria. Siempre me sorprendió que nadie descubriera su cambio de personalidad.
Supongo, tal como dice miss Marple, que sería porque los trajes se identifican más
fácilmente que los rostros. Pero fue un plan muy inteligente ya que, aunque sospechábamos
de Davis, no fue fácil detenerlo, pues siempre parecía tener una coartada impecable.
—Tía Jane —dijo Raymond—, ¿cómo lo haces? Has llevado una vida apacible y nada
parece sorprenderte.
—No hay nada nuevo en este mundo —replicó miss Marpie—. Ahí tienes a Mrs. Green, ya
sabes, la que enterró a cinco niños... todos con la vida asegurada. Y bueno, naturalmente,
una no puede dejar de sospechar...
Meneó la cabeza.
—Hay mucha perversidad en la vida de un pueblecito y espero que vosotros los jóvenes no
lleguéis a saber nunca lo malvado que es el mundo.