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sábado, 18 de febrero de 2012

Manchas De Sangre En El Suelo Agatha Christie


Manchas De Sangre En El Suelo
Agatha Christie







Estos relatos son contados por los miembros del Club de los Martes que se reúnen cada
semana. En la cual cada uno de los miembros y por turno expone un problema o algún
misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución.
Para así el resto del grupo poder dar con la solución del problema o misterio.
El grupo esta formado por seis personas:
Miss Marple, Mujer ya mayor pero especialista en resolver cualquier tipo de misterio.
Raymond West: Sobrino de Miss Marple y escritor.
Sir Henry Clithering:Hombre de mundo y comisionado de Scotland Yard.
Doctor Pender: Anciano clérigo de parroquia
Mr. Petherick:Notable abogado
Joyce Lempriére:Joven artista
Es curioso —comenzó a decir Joyce Lemprière—, pero casi me siento inclinada a no
contarles mi historia. Sucedió hace mucho tiempo, hace cinco años, para ser exacta, y desde
entonces me tiene obsesionada. Tanto su lado brillante, alegre y superficial, como el horror
que se escondía en el fondo. Y lo curioso del caso es que el cuadro que pinté entonces está
impregnado de la misma atmósfera. Cuando se mira por primera vez, parece sólo el simple
boceto de una callejuela de Cornualles bañada por la luz del sol. Pero al contemplarlo con
más atención, se descubre en él algo siniestro. Nunca quise venderlo, pero nunca lo miro.
Está en mi estudio, en un rincón y de cara a la pared.
»El nombre del lugar es Rathole, un extraño pueblecito pesquero de Cornualles, muy
pintoresco, tal vez demasiado pintoresco. En él se respira demasiado la atmósfera de una
antigua sala de té de Cornualles. Tiene tiendas en las que muchachas de pelo a lo garçon
pintan a mano leyendas sobre pergaminos. Es bonito y original, pero se lo creen demasiado.
—No sé por qué será —dijo Raymond West con un gruñido—. Supongo que será debido a
esa maldita invasión de autocares llenos de gente. Por estrechos que sean los caminos que
llevan a ellos, ninguno de esos pintorescos pueblecitos se libra de ellos.
Joyce asintió.
—Los que conducen a Rathole son muy estrechos y empinados como una pared. Bien, sigo
con mi historia. Yo había ido a Cornualles a pasar quince días dibujando- En Rathole
existía una antigua posada, Las Armas de Polharwith, que se supone es la única casa que
dejaron en pie los atacantes españoles cuando bombardearon ferozmente el lugar hacia el
1500 o algo por el estilo.
—No lo bombardearon —replicó Raymond West con el entrecejo fruncido—. Procura no
desvirtuar la historia, Joyce.
—Bueno, sea como fuere, desembarcaron cañones a lo largo de toda la costa y con ellos
destrozaron las casas. De todas maneras no es ésta la cuestión. La posada era un lugar
maravilloso por su antigüedad, con una especie de porche sostenido por cuatro pilares.
Conseguí un buen apunte y me disponía a trabajar de firme cuando un coche subió
serpenteando por la colina. Por supuesto, fue a detenerse delante de la posada, en el lugar
en que más me estorbaba. Se apearon sus ocupantes, un hombre y una mujer, en los que no
me fijé gran cosa. Ella llevaba un vestido de lino malva y un sombrero del mismo color.
»E1 hombre volvió a salir de nuevo y, para mi gran satisfacción, llevó el coche hasta el
muelle y lo dejó aparcado allí. Al regresar a la posada tuvo que pasar junto a mí, en el
preciso momento en que llegaba otro coche, del que se apeó una mujer vestida con el traje
más llamativo que viera en mi vida. Creo que su estampado consistía en ponsetias rojas y
llevaba uno de esos enormes sombreros de paja que utilizan los nativos, me parece que de
Cuba ¿no es eso?, y que también era de un brillante rojo escarlata.
»La mujer no se detuvo delante de la posada, sino que llevó su coche más abajo en el otro
lado. Luego se apeó y el hombre le dijo asombrado:
»—Carol, esto sí que es maravilloso. Qué casualidad encontrarte en este apartado rincón
del mundo. Hace años que no te veía. Margery está aquí también, mi esposa, ya sabes.
Debes venir a conocerla.
»Subieron juntos la empinada calle en dirección a la posada y vi que la otra mujer acababa
de salir a la puerta y se dirigía a ellos. Cuando pasaron ante mí, pude echar un vistazo a la
mujer llamada Carol, lo suficiente para ver una barbilla muy empolvada y una boca muy
roja, y me pregunté, sólo me pregunté, si Margery se alegraría mucho de conocerla. A
Margery no la había visto de cerca, pero así de lejos me pareció muy formal, estirada y
poco maquillada.
»Bueno, desde luego no era asunto mío, pero a veces se ven pequeños retazos de la vida y
no puedes evitar especular sobre ellos. Desde donde estaba podía oír fragmentos de su
conversación. Hablaban de ir a bañarse. El marido, cuyo nombre al parecer era Denis,
deseaba alquilar un bote y remar por la costa. Había allí una cueva famosa que merecía la
pena ver a cosa de una milla de distancia, según dijo. Carol deseaba verla también, pero
sugirió la idea de ir andando por los acantilados y verla desde la costa. Dijo que odiaba los
botes. Al fin lo acordaron así. Carol iría andando por el camino del acantilado y se reuniría
con ellos en la cueva, mientras Denis y Margery cogerían una barca y remarían hasta allí.
»Al oírles hablar de bañarse me entraron ganas a mí también. Era una mañana muy calurosa
y no adelantaba apenas mi trabajo. Además, imaginé que la luz de la tarde daría al lugar un
efecto más atrayente, de modo que recogí mis bártulos y me dirigí a una pequeña playa que
había descubierto, en dirección completamente opuesta a la cueva. Tomé un delicioso baño
allí y comí lengua enlatada y dos tomates, volviendo por la tarde a continuar mi apunte
llena de entusiasmo y confianza.
»Todo Rathole parecía dormido. Había acertado al imaginar la luz del sol por la tarde: las
sombras resultaban mucho más sugerentes, Las Armas de Polharwith eran el tema principal
de mi apunte. Un rayo de sol caía oblicuamente sobre la tierra ante la posada y producía un
efecto curioso. Supuse que los bañistas habrían regresado felizmente ya que dos trajes de
baño, uno rojo y otro azul oscuro, estaban tendidos en el balcón, secándose al sol.
»Había algo que no me salía bien en una de las esquinas de mi apunte y me incliné unos
instantes para arreglarlo. Cuando volví a alzar la vista, había una figura apoyada en uno de
los pilares de la posada que parecía haber aparecido por arte de magia. Vestía ropas de
marinero y supuse que sería un pescador. Además, llevaba una larga barba negra y, si
hubiera buscado un modelo para dibujar a un malvado capitán español, no lo hubiera
podido encontrar mejor. Me puse a trabajar con entusiasmo antes de que se marchara,
aunque a juzgar por su actitud, parecía dispuesto a sostener el pilar por toda la eternidad.
»Sin embargo, al fin se movió. Afortunadamente, yo ya había obtenido lo que deseaba. Se
acercó a mí y empezamos a charlar. ¡Cómo hablaba aquel hombre!
»—Rathole es un lugar muy interesante —me dijo.
«Yo ya lo sabía, pero, aunque se lo dije, eso no me salvó. Tuve que oír toda la historia del
bombardeo, quiero decir de la destrucción del pueblo, y como el propietario de Las Armas
de Polharwith murió en el mismo umbral de su puerta, atravesado por la espada de un
capitán español, y que su sangre manchó el suelo y nadie consiguió limpiar la mancha
durante cien años.
«Todo aquello concordaba admirablemente con la lánguida pesadez de la tarde. La voz del
hombre era muy suave y, no obstante, al mismo tiempo resultaba un tanto amenazadora.
Sus modales eran obsequiosos, pero comprendí que en el fondo debía de ser un hombre
cruel. Me hizo comprender el papel de la Inquisición y el horror de todas las cosas que
habían hecho los españoles mejor de lo que nunca lo hubiera hecho.
«Mientras me estuvo hablando, continué mi trabajo y de pronto me di cuenta de que,
distraída escuchando su historia, había pintado algo que no estaba allí. Sobre el blanco
suelo, en el lugar donde el sol caía ante la puerta de Las Armas de Polharwith, había
pintado manchas de sangre. Parece extraordinario que el subconsciente pudiera jugar
semejante treta a mi mano, mas al mirar de nuevo hacia la posada tuve un segundo
sobresalto. Mi mano había pintado únicamente lo que veían mis ojos, gotas de sangre en el
blanco suelo.
«Las miré durante unos instantes. Después, cerrando los ojos, dije para mis adentros: «No
seas tonta, allí no hay nada en realidad». Los volví a abrir y las manchas de sangre seguían
allí.
»De pronto me di cuenta de que no podría soportarlo e interrumpí con una pregunta el
torrente de palabras del pescador.
»—Dígame —le dije—, no tengo muy buena vista. ¿Eso que se ve en el suelo son manchas
de sangre?
«Me miró con benevolencia.
»—No hay manchas de sangre hoy en día, señora. Le estoy contando lo que ocurrió hace
casi quinientos años.
«—Sí —respondí—, pero ahora, en el suelo... —las palabras se ahogaron en mi garganta.
»Sabía... me daba cuenta de que él no vería lo mismo que yo. Me puse de pie y, con las
manos temblorosas, empecé a recoger mis cosas, y entonces observé que el joven que había
llegado en coche aquella mañana salía de la posada mirando a ambos lados de la calle con
perplejidad. En el balcón apareció su esposa para recoger los trajes de baño. Echó a andar
hacia el coche, pero cambió de idea y cruzó la calle hacia el pescador.
»—Oiga, buen hombre —le dijo—, ¿sabe usted si la señora que llegó en el otro coche ha
regresado ya?
»—¿Una señora con un vestido floreado? No, señor, no la he visto. Esta mañana se fue
hacia la cueva por los acantilados.
«—Lo sé, lo sé. Nos bañamos todos juntos y luego nos dejó para volver a casa, y no hemos
vuelto a verla desde entonces. No es posible que tarde tanto. Los acantilados no serán
peligrosos, ¿verdad?
«—Depende de por donde se vaya, señor. Lo mejor es ir con alguien que conozca el lugar.
«Era evidente que se refería a sí mismo y se disponía a seguir hablando, mas el joven le
interrumpió sin ninguna clase de ceremonias y volvió de nuevo a la posada, gritando a su
esposa, que estaba en el balcón:
«—Oye, Margery, Carol no ha regresado todavía. Es extraño, ¿no te parece?
»No oí la respuesta de Margery, pero su esposo continuó diciendo:
»—Bueno, no podemos esperar más. Tenemos que continuar hasta Penrithar. ¿Estás lista?
Iré a sacar el coche.
»Hizo lo que decía y en seguida se marcharon juntos. Entretanto, yo había esperado ansiosa
el momento de probar lo ridículo de mis imaginaciones. Cuando el automóvil se hubo
alejado, fui hasta la posada para examinar de cerca el suelo. Desde luego allí no había
manchas de sangre. No, todo había sido producto de mi exaltada imaginación. Y eso, en
cierto modo todavía resultaba más aterrador. Fue entonces, mientras permanecía en pie
como clavada en aquel lugar, cuando oí la voz del pescador, que me miraba con curiosidad.
»—Usted creyó ver manchas de sangre aquí, ¿eh, señora?
Asentí.
»—Es muy curioso, muy curioso. Aquí tenemos una superstición, señora. Si alguien ve esas
manchas de sangre...
»Hizo una pausa.
»—¿Y bien? —le animé.
»Continuó hablando con su voz melosa, con una entonación inconfundiblemente
cornuallesa, pero suave y educada en el acento, completamente libre de todos los giros y
peculiaridades del habla de Cornualles.
»—Dicen, señora, que si alguien ve esas manchas de sangre habrá una muerte antes de
veinticuatro horas.
»—¡Qué terrible! Sentí que un estremecimiento recorría mi espina dorsal.
»El continuó en tono persuasivo:
»—Hay una lápida muy interesante en la iglesia acerca de una muerte...
»—No, gracias —le dije decidida. Y girando sobre mis talones, eché a andar calle arriba
hacia la casita donde me hospedaba.
»Cuando llegué vi a lo lejos a la mujer llamada Carol, que venía corriendo por el camino
del acantilado. En contraste con el color gris de las rocas, parecía una venenosa flor roja. Su
sombrero era rojo como la sangre...
»Me dominé. La verdad es que estaba obsesionada por la idea de la sangre.
»Más tarde oí el ruido de su coche y me pregunté si también ella se dirigía a Penrithar, pero
tomó la carretera de la izquierda, en dirección contraria. Observé cómo desaparecía por la
colina y respiré un poco más tranquila. Rathole volvía a parecer dormido una vez más.
—Si eso es todo —dijo Raymond West cuando Joyce se detuvo para tomar aliento—, daré
mi dictamen en seguida. Indigestión. Hace ver manchas ante los ojos después de las
comidas.
—Eso no es todo —replicó Joyce—. Tienes que oír el final. Dos días más tarde lo leí en el
periódico con este titular: «Baño fatal en el mar». El artículo contaba cómo Mrs. Dacre,
esposa del capitán Denis Dacre, se ahogó desgraciadamente en la Ensenada de Landeer, a
poca distancia de donde yo me hallaba, siguiendo la línea de la costa. Ella y su esposo se
encontraban hospedados en el hotel del lugar y expresaron su intención de bañarse, pero
comenzó a soplar un viento helado y el capitán Dacre declaró que hacía demasiado frío y
por ello se fue en compañía de otros huéspedes del hotel a las pistas de golf cercanas al
lugar. No obstante, Mrs. Dacre dijo que ella no tenía frío y se marchó sola a la ensenada.
Como no regresaba, su esposo empezó a alarmarse y bajó a la playa acompañado de sus
amigos. Encontraron sus ropas junto a una roca, pero ni rastro de la infortunada esposa. Su
cadáver no fue hallado hasta casi una semana más tarde, cuando el mar lo arrojó a la playa
bastante más lejos del lugar del suceso. Tenía un gran golpe en la cabeza, que debió recibir
antes de morir, y la opinión general fue que, al zambullirse en el mar, se había golpeado
contra una roca. Por lo que pude averiguar, su muerte debió de ocurrir veinticuatro horas
después de que yo viera las manchas de sangre.
—Protesto —dijo sir Henry—. Esto no es un problema, sino una historia de fantasmas.
Evidentemente miss Lemprire es una médium.
Mr Petherick emitió su acostumbrada tosecilla.
—Me sorprende una cosa —dijo—: el golpe en la cabeza. Creo que no debemos descartar
la posibilidad de que su muerte fuese violenta, pero no veo que tengamos dato alguno en
que basarnos. La alucinación o visión de miss Lemprière desde luego es interesante, pero
no comprendo qué quiere que digamos.
—Indigestión y pura coincidencia —dijo Raymond—. De todas formas no puede estar
segura de que fueran las mismas personas. Además, la maldición o lo que fuera solo podría
afectar a los habitantes de Rathole.
—Yo tengo la impresión —dijo sir Henry— de que el siniestro pescador tiene algo que ver
en esta historia, pero estoy de acuerdo con Mr. Petherick en que miss Lemprière nos ha
dado pocos datos.
Joyce se volvió hacia el doctor Pender, que negó con la cabeza.
—Es una historia muy interesante —dijo—, pero estoy de acuerdo con sir Henry y Mr.
Petherick en que son muy pocos los datos que nos ha dado.
Joyce miró a miss Marple, que le sonrió.
—Yo también considero que eres un poco tramposa, Joyce, querida —le dijo—. Claro que
para mí es distinto. Quiero decir que nosotras, por ser mujeres, sabemos apreciar la
importancia que tienen los vestidos y, por lo tanto, no creo que sea justo presentar un
problema así a un hombre. Debió de cambiarse con inusitada rapidez. ¡Qué mujer más
perversa! Y él es todavía peor.
Joyce la miraba con ojos muy abiertos.
—Tía Jane... —le dijo—... quiero decir miss Marple, creo que... me parece que ya sabe
usted la verdad.
—Sí, querida —dijo miss Marple—. A mí, que estoy sentada tranquilamente, me ha
resultado mucho más sencillo que a ti. Y eso que, por ser artista, eres muy sensible a tu
entorno, ¿no es cierto? Sentada aquí con mi labor de punto, puedo ver los hechos con
claridad. Las gotas de sangre cayeron desde el balcón, del traje de baño, ya que, al ser rojo,
los mismos criminales no se dieron cuenta de que estaba manchado de sangre. ¡Pobrecilla,
pobrecilla infeliz!
—Perdóneme, miss Marpie —intervino sir Henry—, pero usted sabe que sigo todavía en la
más completa oscuridad. Usted y miss Lemprièe parecen saber de qué están hablando, pero
nosotros los hombres seguimos ignorantes de todo.
—Ahora les contaré el final de la historia —dijo la joven—. Ocurrió un año más tarde. Yo
me encontraba en un pueblecito de la costa pintando, cuando de pronto experimenté la
extraña sensación de presenciar algo que ya había ocurrido antes. Ante mí tenía a dos
personas, un hombre y una mujer que saludaban a una tercera, una mujer vestida con un
traje estampado con ponsetias rojas.
»—¡Carol, esto sí que es maravilloso! ¡Qué casualidad encontrarse después de tantos años.
¿No conoces a mi esposa? Joan, te presento a una antigua amiga mía, miss Harding.
»Reconocí al hombre al instante. Era el mismo Denis que había visto en Rathole. La esposa
era distinta, es decir, se llamaba Joan en vez de Margerv, pero era el mismo tipo de mujer:
joven, bastante sencilla y corriente. Por un momento creí que me había vuelto loca.
Empezaron a hablar de irse a bañar. Les diré lo que hice: dirigirme directamente al puesto
de policía. Pensé que lo más probable era que me tomasen por loca, pero no me importaba
y todo salió bien. Encontré allí a un hombre de Scotland Yard que había acudido
precisamente por aquel asunto. Al parecer, ¡oh, es horrible hablar de esto!, la policía
sospechaba de Denis Dacre. No era su verdadero nombre, se lo cambiaba según las distintas
ocasiones. Acostumbraba a hacer amistad con muchachas sencillas que no tuvieran muchos
parientes ni amigos y, después de casarse con ellas, aseguraba sus vidas por grandes sumas
y luego... ¡oh, es horrible! La mujer llamada Carol era su verdadera esposa y juntos
llevaban a cabo siempre el mismo plan. Así es como llegaron a atraparlo. Las compañías de
seguros empezaron a sospechar. Acudía a algún lugar de veraneo con su nueva esposa, allí
se encontraba con la otra mujer y se iban a bañar juntos. Entonces asesinaban a la esposa, y
Carol, poniéndose sus ropas, regresaba en el bote con él. Más tarde abandonaban el lugar,
después de preguntar por la supuesta Carol y, al llegar a las afueras del pueblo, Carol
regresaba con sus ropas llamativas y su extremado maquillaje para marcharse de allí en su
propio coche. Averiguaban en qué direccion iba la corriente y la supuesta muerte ocurría en
el próximo pueblo que quedase en esa misma dirección. Carol hacía el papel de esposa y se
iba sola a alguna playa solitaria para dejar las ropas de ésta junto a una roca y ella se
marchaba con su traje llamativo a esperar tranquilamente que su esposo fuera a reunirse con
ella.
»Supongo que, cuando asesinaron a la pobre Margery, parte de la sangre debió empapar el
traje de baño de Carol y, al ser de color rojo, no lo notaron, tal como dice miss Marpie. Mas
al tenderlo en el balcón cayeron algunas gotas al suelo. ¡Uf! —se estremeció—. Todavía
puedo verlas.
—Claro —exclamó sir Henry—. Ahora lo recuerdo muy bien. Su nombre verdadero era
Davis. Había olvidado que uno de sus muchos alias fue Dacre. Era una pareja
extraordinaria. Siempre me sorprendió que nadie descubriera su cambio de personalidad.
Supongo, tal como dice miss Marple, que sería porque los trajes se identifican más
fácilmente que los rostros. Pero fue un plan muy inteligente ya que, aunque sospechábamos
de Davis, no fue fácil detenerlo, pues siempre parecía tener una coartada impecable.
—Tía Jane —dijo Raymond—, ¿cómo lo haces? Has llevado una vida apacible y nada
parece sorprenderte.
—No hay nada nuevo en este mundo —replicó miss Marpie—. Ahí tienes a Mrs. Green, ya
sabes, la que enterró a cinco niños... todos con la vida asegurada. Y bueno, naturalmente,
una no puede dejar de sospechar...
Meneó la cabeza.
—Hay mucha perversidad en la vida de un pueblecito y espero que vosotros los jóvenes no
lleguéis a saber nunca lo malvado que es el mundo.

EL ASESINO INFINITO




Greg Egan



Hay una cosa que nunca cambia: cuando algún yonqui mutante con un chute de S empieza a revolver la realidad, siempre me mandan a mí al torbellino para arreglar las cosas.
¿Por qué? Dicen que soy estable. Fiable. Digno de confianza. En cada informe posterior a una operación, los psicólogos de la Compañía (perfectos desconocidos, cada vez) miran con incredulidad los gráficos y me dicen que soy exactamente la misma persona que cuando entré.
El número de mundos paralelos es infinito más allá de toda medida - infinito como los números reales, no simplemente como los enteros -, lo que hace difícil cuantificar estas cosas sin elaboradas definiciones matemáticas, pero, aproximadamente, parece que soy invariable de una forma poco común: más parecido de un mundo a otro de lo que lo es la mayor parte de la gente. ¿Cuán parecido? ¿En cuántos mundos? Los suficientes para ser de utilidad. Los suficientes para ser eficaz.
Cómo supo esto la Compañía y cómo me encontraron, nunca me lo han dicho. Me reclutaron a los diecinueve años. Me sobornaron. Me entrenaron. Me lavaron el cerebro, supongo. A veces me pregunto si mi estabilidad tiene algo que ver conmigo; quizá la auténtica constante sea la forma en la que me han preparado. Quizá un número infinito de personas diferentes a las que se les aplique el mismo procedimiento darían el mismo resultado. Han dado el mismo.

Los detectores repartidos por todo el planeta han sentido los débiles comienzos de un torbellino, y han localizado el centro con un margen de error de varios kilómetros, pero ésa es la posición más precisa que puedo obtener por estos medios. Cada versión de la Compañía comparte libremente su tecnología con las otras, para asegurar una respuesta uniformemente óptima, pero incluso en el mejor de los mundos posibles los detectores son demasiado grandes y delicados como para acercarlos y que den una lectura más precisa.
Un helicóptero me deja en tierra baldía, al sur del ghetto de Leightown. Nunca he estado aquí antes, pero los escaparates cubiertos con cartones y los apartamentos grises son muy familiares. Todas las grandes ciudades del mundo (en todos los mundos que conozco) tienen un sitio como éste, creado por una política a la que se suele denominar aplicación discriminada. El uso o la posesión de S es estrictamente ilegal, y la pena en la mayor parte de los países es la ejecución sumaria (en lo posible), pero los gobiernos prefieren tener a los adictos concentrados en áreas designadas que arriesgarse a que se encuentren repartidos entre la generalidad de la ciudadanía. Así que si te pillan con S en un suburbio agradable y limpio, te abrirán un agujero en el cráneo, pero aquí no puede suceder eso. Aquí no hay policías.
Me dirijo al norte. Son las cuatro de la madrugada pasadas, pero hace un calor salvaje, y una vez que salgo de la zona intermedia, las calles están llenas. La gente entra y sale de los locales nocturnos, las licorerías, las tiendas de empeños, los burdeles. La electricidad de las farolas ha sido cortada de esta parte de la ciudad, pero alguien con sentido cívico ha reemplazado las bombillas normales por globos autocontenidos de tritio y fósforo que derraman una luz pálida y fría, como leche radiactiva. La creencia popular es que la mayor parte de los adictos al S no hacen nada más que soñar, pero eso es ridículo; no sólo necesitan comer, beber y ganar dinero como todos los demás, sino que pocos desperdiciarían la droga en los momentos en los que sus alter egos están dormidos.
Información dice que hay una especie de culto del torbellino en Leightown que puede intentar interferir en mi tarea. Me han advertido antes sobre este tipo de grupos, pero nunca ha sucedido nada; el cambio más leve de realidad es, normalmente, lo único que se necesita para que tal aberración se desvanezca. La Compañía y los ghettos son las respuestas estables al S; todo lo demás parece ser altamente condicional. Aun así, no debería confiarme. Incluso si estos cultos no pueden ejercer ningún impacto significativo sobre la misión en conjunto, sin duda han acabado con algunas versiones de mí mismo en el pasado, y no quiero que esta vez sea mi turno. Sé que un número infinito de versiones de mí sobrevivirían - algunas de las cuales sólo se diferenciarían de mí en que ellas habrían sobrevivido - así que quizá debería sentirme completamente despreocupado ante la idea de la muerte.
Pero no es así.
Guardarropa me ha vestido con cuidado escrupuloso: una camiseta holográfica reflectante recuerdo de la gira mundial de los Fat Single Mothers Must Die, el tipo correcto de vaqueros, el modelo correcto de zapatillas deportivas. Paradójicamente, los adictos al S suelen ser entusiastas seguidores de la moda «local», es decir, la opuesta a la de sus sueños; quizá se trate de una forma de intentar delimitar sus idas del sueño y de la vigilia. Por ahora, mi camuflaje es perfecto, pero no espero que esto dure; cuando el torbellino comience a acelerarse, llevándose a diferentes partes del ghetto a historias diferentes, los cambios de moda serán uno de los indicadores más fáciles de apreciar. Si mis ropas no empiezan a parecer fuera de lugar antes de que pase mucho tiempo, sabré que me dirijo en la dirección equivocada.
Un hombre alto y calvo con un pulgar humano disecado colgando de una oreja choca conmigo al salir de un bar. Al separarnos, se vuelve contra mí, lanzándome pullas y obscenidades. Reacciono con cuidado; puede tener amigos entre la multitud, y no puedo perder el tiempo con ese tipo de líos. No respondo para no aumentar la tensión, pero me preocupo de parecer confiado sin llegar a ser arrogante ni despectivo. Este numerito de equilibro da resultado. Aparentemente, insultarme impunemente durante treinta segundos satisface su orgullo, y se aleja sonriendo.
Mientras sigo mi camino, sin embargo, no puedo evitar preguntarme cuántas versiones de mí no salieron tan fácilmente de ésta. Aumento la velocidad para compensar el retraso.
Alguien me alcanza y se pone a caminar a mi lado.
- Eh, me ha gustado cómo te las has apañado con ése. Sutil Manipulador. Pragmático. Nota máxima. - Una mujer de veintitantos, de pelo corto azul metálico.
- Vete a la mierda. No estoy interesado.
- ¿En qué?
- En nada.
Niega con la cabeza.
- Eso no es verdad. Eres nuevo aquí, y estás buscando algo. O a alguien. Quizá pueda ayudarte.
- Ya te lo dije, vete a la mierda.
Se encoge de hombros y deja de seguirme, pero me grita desde atrás:
- Todos los cazadores necesitan un guía. Piénsalo.

Unas manzanas más adelante entro en una callejuela sin iluminación. Desierta, silenciosa; apesta a basura medio quemada, insecticida barato y meados. Y juraría que puedo sentirlo: en los oscuros y derruidos edificios en torno a mí, hay gente soñando con S.
El S es distinta a cualquier otra droga. Los sueños de S no son ni surrealistas ni euforizantes. Ni son como viajes en simulador: fantasías vacías, cuentos de hadas absurdos de prosperidad sin límite e indescriptible felicidad. Son los sueños de las vidas que, literalmente, podrían haber llevado los soñadores, tan sólidas y plausibles como sus vidas de la vigilia.
Con una excepción: si la vida soñada se vuelve desagradable, el soñador puede abandonarla a voluntad y elegir otra (sin necesidad de soñar que toma S... aunque se conoce que eso ha sucedido). Él o ella pueden componer una segunda vida en la que no hay errores que no puedan ser corregidos ni decisiones que sean absolutas. Una vida sin fallos, sin puntos muertos. Todas las posibilidades permanecen abiertas para siempre.
El S concede a los soñadores el poder de vivir por persona interpuesta en un mundo paralelo donde tengan un alter ego: alguien con quien compartan en grado suficiente la fisiología cerebral para mantener la resonancia parasitaria del enlace. Según las investigaciones, no es necesario para que esto suceda que exista una perfecta correspondencia genética... pero tampoco es suficiente; el desarrollo en la primera infancia también parece afectar a las estructuras neuronales implicadas.
Para la mayor parte de los adictos, la droga no hace más que esto. Para uno entre cien mil, sin embargo, los sueños son sólo el comienzo. En su tercer o cuarto año tomando S, comienzan a moverse físicamente de un mundo a otro, luchando por ocupar el lugar de los alter egos que han elegido.
El problema es que nunca sucede algo tan simple como una infinitud de cambios directos entre todas las versiones del adicto mutante que han alcanzado este poder y todas las versiones en las que desean convertirse. Estas transiciones son desfavorables en términos de energía; en la práctica, cada soñador debe moverse continua y gradualmente, pasando por todos los puntos intermedios. Pero esos «puntos» están ocupados por otras versiones de ellos mismos; es como el movimiento de una multitud... o de un fluido. Los soñadores tienen que fluir.
Al principio, los alter egos que han desarrollado esta habilidad están distribuidos de forma demasiado dispersa como para ejercer ningún efecto. Después parece que se produce una especie de parálisis por simetría; todos los flujos potenciales son igualmente posibles, incluyendo el opuesto exacto de cada uno. Sencillamente, se cancelan entre sí.
Las primeras veces que la simetría se rompe, habitualmente no sucede nada salvo un leve estremecimiento, un deslizamiento momentáneo, un temblor del mundo casi imperceptible. Los detectores registran estos sucesos, pero son demasiado poco sensibles como para localizarlos.
En algún momento, una especie de umbral crítico se cruza. Se desarrollan flujos complejos y continuos: corrientes vastas y enmarañadas con el tipo de topologías patológicas que sólo puede contener un espacio de dimensiones infinitas. Estos flujos son viscosos; los puntos cercanos se ven arrastrados con ellos. Eso es lo que crea el torbellino; cuando más cerca estás de un soñador mutante, más rápido te lleva de un mundo a otro.
Cada vez más versiones del soñador contribuyen al flujo, éste comienza a acelerar... y cuanto más rápido se vuelve, más lejos deja sentir su influencia.
A la Compañía, por supuesto, no le importa una mierda si la realidad comienza a revolverse en los ghettos. Mi trabajo es impedir que los efectos se extiendan más allá.
Sigo la callejuela hasta lo alto de una colina. Hay otra calle a unos cuatrocientos metros. Encuentro un lugar a cubierto entre los escombros de un edificio medio demolido, saco unos prismáticos y paso cinco minutos observando a los peatones. Cada diez o quince segundos, noto una pequeña mutación: una prenda de vestir que cambia; una persona que se desplaza súbitamente, o que se desvanece por completo, o que se materializa en el vacío. Los prismáticos son inteligentes; cuentan el número de sucesos que aparecen en su campo de visión y calculan las coordenadas del punto que están enfocando.
Me giro ciento ochenta grados y vuelvo a mirar a la multitud por la que he pasado hasta llegar aquí. El ritmo es significativamente menor, pero puede verse el mismo tipo de fenómeno. Las personas en la calle no notan nada, desde luego; por el momento, los gradientes del torbellino son tan estrechos que dos personas cualesquiera a distancia visual la una de la otra en una calle abarrotada se deslizarán más o menos de un universo a otro al mismo tiempo. Los cambios sólo pueden apreciarse a distancia.
De hecho, ya que estoy más cerca del centro del torbellino que la gente que se encuentra hacia el sur, la mayor parte de los cambios que veo en esa dirección se deben a mi propio ritmo de desplazamiento. Hace mucho tiempo que dejé atrás el mundo de mis empleadores más recientes... pero no me cabe duda de que mi puesto habrá sido cubierto, y continuará siéndolo.
Tendré que hacer una tercera observación para localizar el centro, alejándome de la línea norte-sur que une los dos primeros puntos. Al cabo del un rato, por supuesto, el centro se desplazará, pero no muy rápidamente; la corriente fluye entre los mundos donde los centros están cercanos, por lo que su posición es lo último en cambiar.
Bajo de la colina, dirigiéndome hacia el oeste.

De nuevo entre la multitud y las luces, esperando para cruzar la calle, alguien me da un golpecito en el codo. Me giro para encontrarme con la misma mujer de pelo azul que me abordó antes. Le dirijo una mirada de suave molestia, pero mantengo la boca cerrada; no sé si esta versión de ella se ha encontrado o no con una versión mía, y no quiero contradecir sus expectativas. En estos momentos, al menos algunos de los habitantes deben haberse dado cuenta de lo que está pasando: sólo escuchar una emisora de radio exterior, tartamudeando al azar de canción en canción, debería ser suficiente para delatarlo... pero no me conviene ser yo el que dé la noticia.
- Puedo ayudarte a encontrarla - dice ella.
- ¿Ayudarme a encontrar a quién?
- Sé exactamente dónde está. No es necesario perder el tiempo en medidas y cálc...
- Cállate. Ven conmigo.
Me sigue sin protestar a un callejón cercano. Quizá me están preparando una emboscada. ¿El culto del torbellino? Pero el callejón está desierto. Cuando estoy seguro de que nos encontramos solos, la empujo contra la pared y le pongo una pistola en la sien. No grita pidiendo ayuda ni se resiste; está inquieta, pero no creo que le sorprenda este tratamiento. La registro con un escáner manual de resonancia magnética; ni armas, ni trampas, ni transmisores.
- ¿Por qué no me cuentas de qué va todo esto? - digo. Juraría que nadie pudo haberme visto en la colina, pero quizá vio a otra versión mía. No es propio de mí meter la pata, pero a veces sucede.
Cierra los ojos durante un momento y dice, casi con calma:
- Quiero ahorrarte tiempo, eso es todo. Sé dónde está la mutante. Quiero ayudarte a encontrarla lo más rápidamente que pueda.
- ¿Por qué?
- ¿Por qué? Tengo un negocio aquí, y no quiero verlo perturbado. ¿Sabes lo difícil que es reconstruir los contactos, tras el paso del torbellino? ¿Qué crees, que me cubre el seguro?
No me creo nada de todo esto, pero no veo razón para no seguirle el juego; es probablemente la forma más sencilla de tratar con ella, excepto volarle la cabeza. Guardo la pistola y saco un mapa de mi bolsillo.
- Muéstramelo.
Señala un edificio a unos dos kilómetros al noroeste respecto a donde estamos.
- El quinto piso. Apartamento 522.
- ¿Cómo lo sabes?
- Tengo un amigo que vive en el edificio. Notó los efectos poco antes de medianoche y me llamó. - Ríe nerviosamente -. De hecho, no conozco tan bien a ese tío... pero creo que la versión que me telefoneó tiene un lío con otra versión mía.
- ¿Por qué no te limitaste a marcharte cuando te llegó la noticia? Y mantenerte así a una distancia segura.
Niega vehementemente con la cabeza.
- Irse es lo peor que se puede hacer; acabaría aún más desconectada. El mundo exterior me es indiferente. ¿Crees que me importa si el gobierno cambia, o si las estrellas del pop tienen otros nombres? Éste es mi hogar. Si Lightown se desliza, prefiero deslizarme con ella. O con parte de ella.
- Y, ¿cómo me encontraste?
Se encoge de hombros.
- Sabía que vendrías. Todo el mundo lo sabe. Por supuesto, no sabía qué aspecto tendrías... pero conozco este lugar bastante bien, y me mantuve alerta ante la presencia de desconocidos. Y parece que tuve suerte.
Suerte. Desde luego. Algunos de mis alter egos estarán teniendo versiones de esta conversación, pero otros no estarán manteniendo ninguna conversación en absoluto. Otro retraso fortuito más.
- Gracias por la información. - Doblo el mapa.
- A tu servicio - asiente.
Mientras me aleja, grita:
- ¡Siempre a tu servicio!

Acelero el paso durante un rato; otras versiones mías deben estar haciendo lo mismo, compensando el tiempo que hayan perdido. No puedo esperar mantener una sincronización perfecta, pero la dispersión es insidiosa; si no intentase por lo menos minimizarla, acabaría viajando hacia el centro por todas las rutas imaginables y llegando a lo largo de un período de varios días.
Y aunque habitualmente puedo compensar el tiempo perdido, nunca puedo cancelar completamente los efectos de los retrasos variables. Si paso diferentes cantidades de tiempo a diferentes distancias del centro, eso supone que no todas mis versiones se deslizan uniformemente. Hay modelos teóricos que muestran que bajo ciertas condiciones esto podría producir huecos; podría encontrarme apiñado en ciertas partes de la corriente y ausente de otras: un poco como separar en dos mitades todos los números entre el 0 y el 1, dejando un agujero desde 0,5 hasta 1, insertando una infinitud en otra que es cardinalmente idéntica, pero con la mitad de su tamaño geométrico. Ninguna de mis versiones sería destruida, y ni siquiera existiría dos veces en el mismo mundo, pero sin embargo se habría creado un hueco.
En cuanto a dirigirme directamente al edificio donde mi «soplona» dice que el mutante se encuentra soñando, no me tienta en absoluto. Sea o no verídica la información, dudo mucho de que haya recibido el soplo en más de una porción insignificante - técnicamente, un conjunto de medida cero - de los mundos atrapados en el torbellino. Cualquier acción tomada sólo en un conjunto de mundos tan disperso sería completamente ineficaz para el objetivo de interrumpir la corriente.
Si tengo razón, entonces por supuesto que no importa lo que haga; si todas las versiones que recibieron el soplo se limitaran a alejarse del torbellino, eso no tendría ningún impacto sobre la misión. Un conjunto de medida cero no se echaría en falta. Pero mis acciones, como individuo, son siempre irrelevantes en ese sentido; si yo, y sólo yo, desertara, la pérdida sería infinitesimal. La trampa es que nunca podría estar seguro de estar actuando solo.
Y la verdad es que algunas de mis versiones probablemente han desertado; por muy estable que sea mi personalidad, es difícil de creer que no haya combinaciones cuánticas válidas que impliquen tal acción. Sean cuales sean las opciones físicas posibles, mis alter egos han realizado - y continuarán realizando - todas ellas. Mi estabilidad yace en la distribución, y en la densidad relativa, de todas estas ramas, que forman una estructura estática y preordenada. El libre albedrío es una racionalización; no puedo evitar tomar todas las decisiones correctas. Y todas las equivocadas.
Pero yo «prefiero» (si concedemos algún significado a esta palabra) no pensar demasiado a menudo en este sentido. El único acercamiento saludable es pensar en mí mismo con un agente libre entre muchos, e «intentar» alcanzar la coherencia; hacer caso omiso de los atajos, atenerme al procedimiento, «hacer todo lo que pueda» para concentrar mi presencia.
En cuanto a preocuparme por los alter egos que desertan o fallan o mueren, hay una solución sencilla: los repudio. Es cosa mía definir mi identidad de cualquier forma que me parezca correcta. Puedo estar obligado a aceptar mi multiplicidad, pero los límites los establezco yo. «Yo» soy los que sobreviven y alcanzan la meta. El resto son otra persona.

Alcanzo un lugar alto apropiado y realizo una tercera cuenta. Lo que veo desde aquí comienza a parecer una grabación de media hora recortada hasta durar cinco minutos... excepto en que no es toda la escena la que cambia en conjunto; salvo algunas parejas altamente interrelacionadas, diferentes personas se desvanecen y aparecen independientemente, sufriendo sus propios saltos de montaje individuales. Todavía están todos cambiando de universo más o menos a la vez, pero lo que eso significa, en términos de dónde acaban estando físicamente en un instante dado, es tan complejo que lo mismo podría ser fortuito. Algunas personas no se desvanecen en absoluto; un hombre holgazanea consistentemente en la misma esquina... aunque su peinado cambia radicalmente al menos cinco veces.
Una vez que ha tomado las medidas, el ordenador de los prismáticos me muestra las coordenadas de la posición estimada del centro. Está a unos sesenta metros del edificio que me señaló la mujer del pelo azul; dentro del margen de error. Así que quizás estaba diciendo la verdad... pero eso no cambia nada. Aun así, no debo hacerle caso. Mientras comienzo a caminar hacia mi objetivo, se me ocurre que quizá caí en una emboscada, después de todo. Quizá me dieron la localización de la mutante en un intento deliberado de distraerme, de dividirme. Quizá la mujer arrojó una moneda para dividir al universo: cara supone soplo, cruz no... o quizá usó unos dados, y eligió de entre una lista más amplia de estrategias.
Es sólo una teoría... pero es una idea reconfortante: si eso es lo mejor que puede hacer el culto del torbellino para proteger al objeto de su devoción, entonces no tengo nada en absoluto que temer de ellos.

Evito las calles principales, pero incluso en las laterales está claro que se han dado cuenta ya. La gente corre en dirección contraria a la mía, unos histéricos, otros ceñudos; unos con las manos vacías, otros llevando posesiones; un hombre corre de una puerta a otra, arrojando ladrillos a las ventanas, despertando a los ocupantes y gritando las noticias. No todo el mundo se dirige en la misma dirección; la mayoría se limita a alejarse del ghetto, intentado escapar del torbellino, pero otros están sin duda buscando frenéticamente a sus amigos, a sus familias o a sus amantes, en la esperanza de alcanzarlos antes de que se conviertan en desconocidos. Les deseo suerte.

Excepto en el centro de la zona de desastre, algunos soñadores endurecidos permanecerán en su sitio. Deslizarse no les importa; pueden alcanzar sus vidas de ensueño desde cualquier sitio... o eso piensan. A algunos les espera una sorpresa desagradable; el torbellino puede pasar a través de mundos donde no existe el S... donde el adicto mutante tiene un alter ego que jamás ha oído hablar de la droga.
Al dar la vuelta para entrar en una avenida larga y recta, empiezo a notar a simple vista los saltos de montaje que mostraban los prismáticos hace sólo quince minutos. La gente parpadea, cambia, desaparece. Nadie permanece mucho tiempo a la vista; pocos viajan más de diez o veinte metros antes de desvanecerse. Muchos vacilan y tropiezan al correr, esquivando espacio vacío y objetos reales, con toda la confianza en la permanencia del mundo a su alrededor hecha trizas, y con razón. Algunos corren a ciegas con las cabezas gachas y los brazos adelantados. La mayoría de la gente es suficientemente lista como para viajar a pie, pero muchos coches hechos pedazos y abandonados aparecen y desaparecen sobre la carretera. Presencio el paso de un coche en movimiento, pero sólo fugazmente.
No me veo a mí mismo por ninguna parte; nunca lo he hecho. La dispersión al azar debería ponerme en el mismo mundo dos veces, en ciertos mundos... pero sólo en un conjunto de medida cero. Arroja dos dardos idealizados a una diana, y la probabilidad de que den en el mismo punto - el mismo punto de cero dimensiones - dos veces es cero. Repite el experimento en un número inconmensurablemente infinito de mundos, y sucederá... pero sólo en un conjunto de medida cero.
Los cambios son más frenéticos a lo lejos, y el borrón de actividad retrocede en alguna medida mientras me muevo - ya que se debe, en parte, a la mera separación - pero también me estoy acercando a gradientes más agudos, así que poco a poco voy acumulando caos. Mantengo un paso calculado, alerta tanto ante los repentinos obstáculos humanos como ante los cambios en el terreno.
Los peatones van desapareciendo. La propia calle aún permanece, pero los edificios a mi alrededor comienzan a transformarse en extraños monstruos con segmentos de diversos diseños que no casan,
y luego con estructuras muy diferentes yuxtapuestas. Es como caminar por una especie de máquina holográfica de diseño arquitectónico que se hubiese vuelto loca. Antes de que pase mucho tiempo, la mayor parte de estos compuestos comienzan a derrumbarse, desequilibrados por desacuerdos fatales sobre dónde deben apoyarse. La caída de los escombros hace que la acera se vuelva peligrosa, así que continúo mi camino entre los coches destrozados de la calle. Prácticamente ya no hay tráfico, pero orientarse entre todo este metal de desguace «quieto» es una tarea lenta. Los obstáculos aparecen y desaparecen; suele ser más rápido esperar a que se desvanezcan que retroceder y buscar otro camino. A veces me encuentro cercado por todos lados, pero nunca durante mucho tiempo.

Finalmente, la mayor parte de los edificios a mi alrededor parece haberse derrumbado en la mayor parte de los mundos, y encuentro un camino cerca del arcén que es relativamente utilizable. A mi alrededor es como si un terremoto hubiera destruido el ghetto. Mirando hacia atrás, en dirección contraria al torbellino, no hay nada salvo una niebla gris de edificios impersonales; allá fuera, las estructuras aún se mueven enteras - o tan rápido que permanecen en pie - pero yo estoy deslizándome mucho más rápido que ellos, por lo que la línea del horizonte se ha convertido para mí en una amorfa exposición múltiple de mil millones de posibilidades diferentes.
Una silueta, abierta en canal diagonalmente desde el cráneo hasta la ingle, se materializa delante de mí, se derrumba y desaparece. Mis tripas se encogen, pero continúo adelante. Sé que eso mismo le debe estar pasando a algunas versiones de mí... pero declaro, defino, que se trata de la muerte de desconocidos. El gradiente es tan alto ahora que las diferentes partes del cuerpo pueden ser arrastradas a mundos diferentes, donde las piezas complementarias de la anatomía no tienen ninguna buena razón estadística para aparecer alineadas correctamente. El ritmo al que sucede esta disociación mortal, sin embargo, es inexplicablemente más bajo de lo previsto por los cálculos; el cuerpo humano defiende de alguna forma su integridad, y se desliza entero más a menudo de lo que debiera. La base física de esta anomalía aún no ha sido encontrada... pero por otra parte, la base física con la que el cerebro humano crea la ilusión de una historia única, del sentido del tiempo y del sentido de la identidad partiendo de las ramas infinitamente bifurcadas del superespacio ha resultado ser igualmente difícil de localizar.
El cielo comienza a iluminarse con un espeluznante color gris azulado que ningún cielo encapotado individual poseyó jamás. Las propias calles se encuentran ahora en estado de flujo; cada dos o tres pasos encuentro una revelación: betún, mampostería quebrada, hormigón, arena, todos a niveles ligeramente diferentes... y brevemente, un trozo de hierba marchita. Un implante de guía inercial dentro de mi cráneo me orienta a través del caos. Las nubes de humo y polvo aparecen y desaparecen... y entonces...
Un grupo de apartamentos cuyos rasgos superficiales parpadean, pero que no muestran signos de ir a desintegrarse. El ritmo de cambio aquí es más alto que nunca, pero hay un efecto compensatorio: los mundos entre los que fluye la corriente deben ser cada vez más parecidos cuanto más cerca estás del soñador.
Los edificios son aproximadamente simétricos, y está perfectamente claro cuál está en el centro. Ninguno de mis yoes dejaría de llegar a la misma conclusión, así que no necesitaré atravesar absurdas contorsiones mentales para evitar actuar siguiendo el soplo.
La entrada principal del edificio oscila principalmente entre tres alternativas. Elijo la puerta más a la izquierda; una cuestión de procedimiento, una convención que la Compañía consiguió propagar entre todas sus encarnaciones incluso antes de reclutarme. (Sin duda, durante un tiempo circularon instrucciones contradictorias, pero al cabo un plan debió dominar sobre los otros, porque nunca me han dado indicaciones distintas.) A menudo deseo poder dejar (y/o seguir) una pista de algún tipo, pero cualquier marca que hiciera sería inútil, arrastrada corriente abajo más rápidamente que aquellos a los que se supone que debe guiar. No tengo más remedio que confiar en que el procedimiento minimizará mi dispersión.
Desde el vestíbulo puedo ver cuatro huecos de escalera... con todas las escaleras convertidas en pilas de escombros parpadeantes. Entro en el que se encuentra más a la izquierda y miro hacia arriba; la luz de la mañana entra a través de una variedad de ventanas posibles. El espacio entre las grandes planchas de hormigón que forman los pisos se mantiene constante; la diferencia de energía entre estructuras tan grandes en posiciones diferentes les presta más estabilidad que a todas las formas específicas posibles de escaleras. Sin embargo, se estarán formando grietas, y con el tiempo, no hay duda de que incluso este edificio sucumbiría a sus discrepancias, matando a la soñadora en un mundo detrás de otro y cortando la corriente. Pero, ¿quién sabe cuán lejos habrá llegado el torbellino para entonces?
Los artefactos explosivos que llevo conmigo son pequeños pero más que adecuados. Pongo uno en el hueco de la escalera, le dicto la secuencia de activación, y echo a correr. Miro al otro lado del vestíbulo mientras retrocedo, pero en la distancia, los detalles entre los escombros no son más que borrones. La bomba que puse ha sido arrastrada a otro mundo, pero es una cuestión de fe - y de experiencia - que hay una cola infinita de bombas que ocuparán su lugar.
Choco con un muro donde solía haber una puerta, doy un paso atrás, lo vuelvo a intentar, y esta vez la atravieso. Corriendo a través de la calle, un coche abandonado se materializa ante mí; lo rodeo, me echo al suelo tras él y me cubro la cabeza.
Dieciocho. Dicienueve. Veinte. Veintiuno. ¿Veintidós?
Ni un ruido. Alzo la mirada. El coche se ha desvanecido. El edificio sigue en pie... y sigue parpadeando.
Me incorporo, aturdido. Algunas bombas pueden haber - deben haber - fallado... pero debería haber estallado un número suficientemente grande de ellas como para interrumpir la corriente.
Bueno, ¿y qué ha pasado? Quizá la soñadora ha sobrevivido en una parte de la corriente pequeña pero contigua, y ésta se ha cerrado en un bucle... del que formo parte por pura mala suerte. ¿Sobrevivido?¿Cómo? Los mundos en los que la bomba explotó deberían haber estado dispersos al azar, uniformemente, de forma suficientemente densa como para ser eficaces... pero quizá un extraño fenómeno de agrupación ha creado un hueco.
O quizá he acabado deslizándome fuera de parte de la corriente. Las condiciones teóricas para que esto suceda siempre me han parecido demasiado extraordinarias como para que se cumplan en la vida real... pero, ¿qué sucedería si ha pasado? Un hueco en mi presencia, corriente abajo respecto a mí, habría dejado un conjunto de mundos sin ninguna bomba, que luego hubieran seguido fluyendo y me hubieran atrapado, una vez que me alejé del edificio y mi ritmo de cambio descendió.
«Vuelvo» al hueco de la escalera. No hay ninguna bomba sin estallar, ni ningún rastro de que alguna de mis versiones haya estado aquí. Pongo el artefacto de reserva y corro. Esta vez no busco ningún refugio en la calle, sino que simplemente me tiro al suelo.
De nuevo, nada.
Intento calmarme y visualizar las posibilidades. Si el hueco sin bombas no hubiera pasado completamente el hueco sin mí cuando las primeras bombas explotaron, entonces aún faltaría yo de una parte de la corriente superviviente... permitiendo que el mismo fenómeno se repitiese una y otra vez.
Miro al edificio intacto, incrédulo. Soy los que alcanzan la meta. Eso es todo lo que me define. Pero, ¿quién falló, exactamente? Si yo estaba ausente de una parte de la corriente, no había versiones de mí en esos mundos que pudieran fallar. ¿Quién es el culpable? ¿A quién repudio? ¿A aquellos que consiguieron poner la bomba, pero «deberían haberla puesto» en otros mundos? ¿Estoy yo entre ellos? No tengo forma de saberlo.
Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cuán grande es el hueco? ¿Cuán cerca estoy de él? ¿Cuántas veces puede derrotarme?
Tengo que seguir matando a la soñadora, hasta conseguirlo.
Vuelvo al hueco de la escalera. Hay unos tres metros entre piso y piso. Para subir, uso un pequeño garfio atado a una cuerda corta; el garfio dispara una escarpia propulsada por explosivos contra el suelo de hormigón. Una vez que la cuerda se desenrolla, sus posibilidades de acabar en trozos separados en diferentes mundos se magnifican; es esencial moverse rápidamente.
Inspecciono sistemáticamente el primer piso, siguiendo el procedimiento al pie de la letra, como si nunca hubiera oído hablar de la habitación 522. Un borrón de tabiques alternativos, mobiliario espartano y fantasmal, montones temporales de tristes posesiones. Cuando he terminado, me paro hasta que el reloj alojado en mi cráneo alcanza el siguiente múltiplo de diez minutos. Es una estrategia imperfecta: algunos rezagados se retrasarán más de diez minutos... pero eso sería cierto por mucho que esperase.
El segundo piso también está vacío. Pero es un poco más estable; no hay duda de que me estoy acercando al corazón del torbellino. La arquitectura del tercer piso es casi sólida. El cuarto, si no fuera por las pertenencias abandonadas que parpadean en las esquinas de las habitaciones, podría pasar por normal.
El quinto...
Abro las puertas a patadas, una tras otra, moviéndome sin pausa a lo largo del pasillo. 502. 504. 506. Pensé que podría sentirme tentado de olvidar la disciplina cuando llegase a una distancia tan escasa, pero en cambio encuentro más fácil que nunca el seguir los movimientos previstos, sabiendo que no tendré más oportunidades para reagruparme. 516. 518. 520.
En el extremo más alejado de la puerta de la habitación 522 hay una joven tumbada en la cama. Su pelo es un halo diáfano de posibilidades, su ropa una neblina traslúcida, pero su cuerpo parece sólido
y permanente, el punto cuasifijo alrededor del cual ha girado todo el caos de esta noche.
Entro en la habitación, apunto a su cráneo y disparo. La bala cambia de mundos antes de poder alcanzarla, pero matará a otra versión, corriente abajo. Disparo una y otra vez, esperando a que la bala de uno de mis hermanos asesinos la alcance ante mis ojos... o a que la corriente se pare, a que las soñadoras con vida sean demasiado poco numerosas, y estén demasiado dispersas, para mantenerla.
Ninguna de estas cosas sucede.
- Has tardado.
Me giro. La mujer de pelo azul está ante la puerta. Vuelvo a cargar la pistola; no hace ningún movimiento para detenerme. Mis manos tiemblan. Me vuelvo hacia la soñadora y la mato otras dos docenas de veces. La versión ante mí permanece intacta, la corriente imperturbable.
Vuelvo a cargar y agito la pistola ante la mujer de pelo azul.
- ¿Qué coño me habéis hecho? ¿Estoy solo? ¿Habéis matado a todos los demás? - Pero eso es absurdo... y si fuera verdad, ¿cómo podría ella verme? Yo no sería más que un destello momentáneo e imperceptible para cada versión de ella, y nada más; ni siquiera sabría que yo estoy ahí.
Niega con la cabeza, y dice suavemente:
- No hemos matado a nadie. Os hemos distribuido en un Polvo de Cantor, eso es todo. Cada uno de vosotros está aún vivo... pero ninguno puede detener el torbellino.
Polvo de Cantor. Un conjunto fractal, inconmensurablemente infinito, pero de medida cero. No hay sólo un hueco en mi presencia; hay un número infinito, una serie interminable de agujeros cada vez más pequeños, en todas partes. Pero...
- ¿Cómo? Me tendiste una trampa, me entretuviste hablando, pero, ¿cómo pudisteis coordinar los retrasos? ¿Y calcular los efectos? Para eso se necesitaría...
- ¿Capacidad de computación infinita? ¿Un número infinito de personas? - Sonríe débilmente -. Soy un número infinito de personas. Todas sonámbulas con un chute de S. Todas soñando la una con la otra. Podemos actuar al unísono, sincronizadamente, como una sola, o podemos actuar de forma independiente. O de forma intermedia, como ahora: mis versiones que pueden verte y oírte en cualquier momento están compartiendo sus datos sensoriales con el resto.
Me volví hacia la soñadora.
- ¿Por qué defenderla? Nunca conseguirá lo que quiere. Está desgarrando la ciudad, y nunca alcanzará su meta.
- Quizás aquí no.
- ¿Aquí no? ¡Está cruzando todos los mundos en los que vive! ¿Qué otro lugar hay?
La mujer niega con la cabeza.
- ¿Qué es lo que crea todos esos mundos? Las posibilidades alternativas de los procesos físicos ordinarios. Pero el fenómeno no se detiene ahí; la posibilidad de movimiento entre los mundos produce exactamente el mismo efecto. El propio superespacio se bifurca en diferentes versiones, versiones que contienen todas las posibles corrientes entre los mundos. Y puede haber corrientes de nivel superior entre esas versiones del superespacio, de forma que la estructura completa vuelve a bifurcarse. Una y otra vez.
Cierro los ojos, ahogándome en el vértigo. Si este ascenso interminable hacia infinitos cada vez mayores es cierto...
- ¿En alguna parte, la soñadora siempre triunfa? ¿Haga lo que haga yo?
- Sí.
- ¿Y en algún sitio, siempre gano? ¿En alguna parte, no has podido derrotarme?
- Sí.
¿Quién soy? Soy aquellos que alcanzan la meta. Entonces, ¿quién soy yo? No soy nada en absoluto. Un conjunto de medida cero. Dejo caer la pistola y doy tres pasos hacia la soñadora. Mis ropas, ya en jirones, se dividen en mundos distintos y desaparecen.
Doy otro paso y me paro, sorprendido por una súbita calidez. Mi pelo y las capaz exteriores de mi piel se han desvanecido; estoy cubierto en un fino sudor de sangre. Noto, por primera vez, la sonrisa congelada en la cara de la soñadora.
Y me pregunto: ¿en cuántos conjuntos infinitos de mundos daré un paso más? ¿Y cuántas innumerables versiones de mí preferirán volverse y salir de esta habitación? ¿A quién exactamente estoy salvando de la vergüenza, cuando viviré y moriré de todas las formas posibles?
A mí mismo.

FIN

ÁNGELES TUTELARES C. S. Lewis


C. S. Lewis



El Monje, como lo llamaban, se sentó en la silla de campaña, junto a la litera y miró por la ventana las arenas ásperas de Marte, y el cielo negro azulado. No pensaba iniciar el «trabajo» hasta que pasaran otros diez minutos. Desde luego, no lo habían llevado allí para eso. Era el meteorólogo del grupo y su trabajo como tal estaba ya casi terminado; había averiguado cuanto se podía averiguar. No podía hacer nada más, dentro del limitado radio de aquella investigación, hasta que transcurrieran por lo menos veinticinco días. Y la meteorología no había sido el verdadero móvil del viaje. Había elegido pasar tres años en Marte, como el más próximo equivalente moderno de la vida de un eremita en el desierto. Había venido a meditar: a continuar la lenta y perpetua reconstrucción de esa estructura interior que era, a su juicio, la finalidad principal de la existencia. Transcurrieron los diez minutos de reposo. Comenzó con la fórmula acostumbrada: «Dulce y paciente Maestro, enséñame a tener menos necesidad de los hombres y a amarte más.» Y emprendió la tarea. No había tiempo que perder. Sólo tenía por delante seis meses de aquel yermo sin vida, sin sufrimiento, sin pecado. Tres años eran un plazo breve... pero, cuando llegó el grito, se levantó de la silla con la ejercitada prontitud de un marinero.
El botánico de la cabina inmediata respondió al mismo grito con una maldición. En aquel momento había tenido el ojo clavado al microscopio. Era enloquecedor. Interrupciones constantes. En aquel campamento infernal costaba tanto concentrarse como en el centro mismo de Piccadilly. Y su tarea era ya una carrera contra el tiempo. Faltaban seis meses... y apenas había comenzado. La flora de Marte, aquellos organismos diminutos, inverosímilmente tenaces, capaces de sobrevivir en condiciones poco menos que imposibles, eran un festín para toda la vida. No haría caso al grito. Pero en esto sonó el timbre. Llamaban a todos a la sala principal.
La única persona que no hacía nada, por decirlo así, cuando llegó el grito, era el capitán. Para ser más exactos, diremos que trataba, como de costumbre, de no pensar en Clare, y de continuar redactando el diario oficial. Clare seguía interrumpiéndolo desde sesenta y cinco millones de kilómetros de distancia. Era ridículo. «Hubiésemos necesitado todas las manos...» escribió. Manos... sus propias manos. Mirándolas fijamente sintió que acariciaba el cuerpo vivo de Clare, cálido y frío, blando y firme, que se entregaba y resistía. «Cállate, que es algo muy querido», le dijo a la foto sobre el escritorio. Y de vuelta al diario, hasta las palabras fatales: «...me había causado cierta ansiedad». Ansiedad... ¿Qué le pasaría a Clare en aquel momento? ¿Dónde estaría? ¿Qué sería de ella? Podía ocurrir cualquier cosa. Había sido una decisión estúpida. ¿Qué otro recién casado hubiese aceptado esa tarea? Pero había parecido tan razonable... Tres años de horrible separación, pero luego... todo lo mejor de la vida. Le habían prometido un puesto con el que no se hubiera atrevido a soñar unos meses antes. Ya nunca tendría que volver al espacio exterior. Y a la vuelta, habría muchas compensaciones: las conferencias, el libro, probablemente un título. Habría muchos hijos. Sabía que ella los deseaba, y de un modo curioso (como empezaba a comprenderlo) a él le ocurría lo mismo. Pero, cuernos, el diario. Comenzó un nuevo párrafo... Y de pronto llegó el grito.
Era uno de los dos jóvenes técnicos quien había gritado. Habían estado juntos desde la cena. Paterson, de pie en el umbral de la cabina de Dickson, se apoyaba en un pie y luego en otro, moviendo atrás y adelante la puerta, mientras Dickson, sentado en la litera, esperaba a que Paterson se marchara.
- ¿De qué hablas, Paterson? - dijo -. ¿Quién comentó algo de una pelea?
- Como quieras, Bobby - dijo el otro -, pero ya no somos amigos como antes. Tu lo sabes bien. ¡Oh, no soy ciego! Te pedí que me llamaras Clifford. Y tú siempre te muestras frío, indiferente.
- ¡Véte al diablo! - gritó Dickson -. Estoy dispuesto de veras a ser un buen amigo tuyo y de cualquier otro, pero todas esas tonterías... como si fuéramos dos colegialas... francamente, no las soporto. De una vez por todas...
- Oh, mira, mira, mira - dijo Paterson. Fue entonces cuando Dickson gritó, y llegó el capitán y tocó la campana. Veinte segundos después, todos se agrupaban detrás de la ventana principal, Una nave del espacio acababa de posarse suavemente a ciento cincuenta metros del campamento.
- ¡Oh! - exclamó Dickson -. Vienen a relevarnos antes del plazo.
- Maldición - gruñó el botánico -. Ahora que...
Cinco viajeros bajaban de la nave. Los trajes del espacio no ocultaban que uno de ellos era enormemente grueso; no había nada de notable en los otros.
- Abran la compuerta - dijo el capitán.
Las botellas de las reducidas reservas pasaban de mano en mano. El capitán había descubierto que el jefe de los viajeros era un viejo conocido, Ferguson. Dos eran jóvenes de aspecto corriente, agradable, pero, ¿los otros dos?
- No entiendo - dijo el capitán -. ¿Qué significa...? Es decir estamos contentísimos de verlos, desde luego, pero ¿qué es esto?
- ¿Dónde están los otros del grupo? - dijo Ferguson.
- Hemos tenido dos bajas - dijo el capitán -. Sackville y el doctor Burton. Fue algo lamentable. Sackville se empeñó en probar lo que llamamos berro marciano. Se volvió loco furioso, a los dos minutos. Derribó a Burton de un puñetazo y un destino fatal quiso que Burton cayera de mal modo, contra esa mesa; se rompió la nuca. Atamos a Sackville y lo acostamos en una litera, pero murió a las pocas horas.
- ¿No tuvo la precaución de probarlo antes en un cobayo? - preguntó Ferguson.
- Sí - dijo el botánico -. Eso fue lo más terrible. El cobayo sobrevivió, aunque se comportó de un modo muy raro. Sackville concluyó erróneamente que la sustancia era alcohólica. Imaginó haber inventado una nueva bebida. Muerto Burton, además, no quedaba nadie capaz de hacer una buena autopsia de Sackville. El análisis de la planta muestra...
- ¡Ahhh...! - interrumpió un visitante, que aún no había hablado -. No simplifiquemos excesivamente. No creo que la sustancia vegetal sea la verdadera explicación. Hay tensiones y desviaciones. Están todos ustedes, sin darse cuenta, en una condición muy inestable, por razones que no son ningún misterio para un psicólogo experimentado.
El sexo de este personaje no era muy evidente. Tenía el pelo muy corto, la nariz muy larga, los labios presuntuosamente apretados, la barbilla saliente y un aire autoritario. Científicamente hablando, la voz era de mujer. Pero nadie dudó del sexo del viajero más próximo, la persona gorda.
- ¡Oh, querida! - jadeó -. No ahora. No puedo más. Me siento débil y nerviosa. Me pondré a chillar si sigues. ¿No tienes a mano un poco de oporto y limón? ¿No? Bueno, me las arreglaré con otro sorbo de ginebra. Qué estómago el mío.
Quien hablaba era manifiestamente hembra y tal vez ya setentona. Se había teñido el pelo, con resultados poco felices, de color mostaza. Los polvos de arroz que se había echado en la cara apestaban a perfume barato y eran como montículos de nieve en los valles de las arrugas y las papadas múltiples.
- Cállese - rugió Ferguson -. Y ustedes, por favor, no le den de beber. Ni una gota.
- Es un gruñón, como ve - dijo la vieja, suspirando, y mirando tiernamente a Dickson.
- Perdónenme - dijo el capitán -. Pero, ¿quiénes son estas... damas? Y ¿qué significa todo esto?
- Se lo explicaré en seguida - declaró la mujer flaca, carraspeando -. Quienes conocen las tendencias de la opinión mundial sobre los problemas sociales, y psicológicos de la intercomunicación planetaria saben bien que este progreso reclama inevitablemente ajustes ideológicos de largo alcance. Los psicólogos reconocen que la inhibición de las necesidades biológicas más imperiosas, en períodos prolongados, han de tener, probablemente, resultados imprevisibles. Los pioneros de los viajes por el espacio están expuestos a este peligro. Sólo las gentes retrógradas permitirían que unos supuestos principios morales impidieran proteger a estos hombres. Hemos de armarnos de coraje, pues, y reconocer que la inmoralidad, como se la llamó hasta ahora, no es ya contraria a la ética...
- No entiendo nada - interrumpió el Monje.
- Quiere decir - explicó el capitán, que era un buen lingüista - que la llamada fornicación no es ya un acto inmoral.
- Exactamente, mi pequeño - dijo la gorda a Dickson -. Un pobre muchacho necesita de cuando en cuando una mujer. Es muy natural.
- Lo que se precisaba, por consiguiente - continuó la flaca -, era un equipo de mujeres abnegadas, decididas a dar el primer paso. Desde luego, serían despreciadas por gentes ignorantes. Pero algo las consolaría: la idea de cumplir una función indispensable en la historia del progreso humano.
- Quiere decir que vas a tener con quien acostarte, precioso - explicó la gorda a Dickson.
- Me parece muy bien - dijo Dickson con entusiasmo -. Más vale tarde que nunca. Pienso, sin embargo, que no han podido traer muchas chicas en esa nave. ¿Y por qué no están aquí? ¿Vienen en viaje?
- Nuestro llamado - prosiguió la flaca, quien aparentemente no había advertido la interrupción - no tuvo mucho eco, es cierto. El primer contingente de la Organización Femenina de Alta Terapéutica Afrodisíaca (OFATA) no es quizá... bueno, el más idóneo. Muchas excelentes mujeres, universitarias como yo, distinguidas profesoras, se han mostrado curiosamente convencionales. Pero, al menos, se ha comenzado - concluyó animosamente -. Y aquí nos tienen.
Hubo, durante cuarenta segundos, un silencio abrumador. Luego, Dickson, que ya había torcido la cara varias veces, se puso muy colorado; recurrió a un pañuelo, sofocó lo que pareció un estornudo, se incorporó bruscamente y volvió la espalda al grupo, levemente encorvado, sacudiendo los hombros.
Paterson se levantó de un salto y corrió hacia Dickson, pero la gorda, luego de gruñidos y esfuerzos infinitos, también dejó su asiento.
- Déjalo tranquilo - le gritó Paterson -. Los hombres como tú no sirven de nada.
Un momento después, los enormes brazos rodeaban a Dickson, sumergiéndolo en un cálido y tambaleante cariño maternal.
- Vamos, vamos, mi chiquitín - dijo la gorda -. Verás que marchará perfectamente. No llores, mi cielo. Pobre chiquitín. Cálmate. Verás qué bien lo pasarás.
- Creo - dijo el capitán - que el chiquitín no está llorando; está riéndose.
Fue en ese instante cuando el Monje propuso que pasaran a la mesa.

Junto con el último bocado, Dickson - la gorda había conseguido sentársele al lado, y bebía de cuando en cuando de la copa del joven - dijo a los técnicos recién llegados:
- Me gustaría mucho ver la nave de ustedes. ¿Podemos ir?
Era de esperar que los dos hombres, luego de haber pasado tanto tiempo encerrados, y que acababan de sacarse los trajes del espacio, se resistieran a vestírselos de nuevo y a volver a la nave. Tal fue, desde luego, la opinión de la gorda.
- No los molestes, querido - dijo -. Están hartos de ese viejo trasto, lo mismo que yo. No conviene que se agiten ahora, en plena digestión.
Los dos jóvenes, sin embargo, se mostraron muy animosos.
- Claro que sí - dijo el primero -. Yo mismo iba a proponerlo.
- Yo iré también - dijo el otro.
Los tres salieron de la cámara de aire en tiempo record. Cruzaron la arena, subieron por la escala y se quitaron rápidamente los cascos.
- ¿Quién tuvo la idea de echarnos encima ese par de zorras? - dijo Dickson.
- ¿No lo sabe? - dijo el viajero que hablaba con acento popular londinense -. Las gentes de allá abajo pensaban que el tiempo les parecería a ustedes demasiado largo. Qué ingratos.
- Muy gracioso - dijo Dickson -. Pero para nosotros no es cosa de broma.
- Lo mismo digo - replicó el visitante con acento de Oxford -. Las tuvimos pegadas a nosotros, durante ochenta y cinco días. Comenzaron a aplacarse luego del primer mes.
- Dígamelo a mí - comentó el londinense.
Hubo una pausa de disgusto.
- Pero explíquenme - insistió Dickson -, ¿cómo, entre todas las mujeres del mundo, eligieron a estos dos monstruos?
- No pretendería usted la reina de las coristas en el fondo del más allá - dijo el londinense.
- Querido amigo - explicó el otro -, ¿no es todo muy claro? ¿Qué mujer puede venir voluntariamente a este sitio espantoso, a alimentarse con raciones cuarteleras y ofrecer sus encantos a media docena de desconocidos? No las alegres chicas, amigas de la diversión, pues saben que no hay alegría en Marte. Menos la prostituta profesional, mientras encuentre clientela en el barrio más sórdido de Liverpool o Los Ángeles. La que vino ya no tiene esa probabilidad. La otra es una chiflada de la nueva ética.
- Simple, ¿no es cierto? - comentó el londinense.
- Cualquiera pudo haberío previsto, excepto esos necios de arriba - dijo el otro.
- La única esperanza que nos queda es el capitán - dijo Dickson.
- Mire, hermano - dijo el londinense -, si espera que nos llevemos de vuelta a estos esperpentos, olvídelo en seguida. No. Nuestro capitán tendría que vérselas con un motín, si lo intentara. Pero no lo intentará. Ya ha soportado lo suyo. Como nosotros. Ahora, les toca a ustedes.
- Es justo - dijo el otro -. Hemos soportado lo insoportable.
- Bien - dijo Dickson -, dejemos que los jefes libren la batalla. Pero hay cosas que superan todos los límites. Esa maldita pedante...
- Es profesora de una universidad popular.
- Bien - dijo Dickson luego de una larga pausa -, iban a mostrarme la nave. Tal vez eso me distraiga.
La gorda hablaba con el Monje.
- ...y, ¡oh, padre!, usted pensará que es mi mayor pecado. No me retiré cuando hubiera podido hacerlo. Cuando murió mi cuñada... mi hermano quería instalarme en su casa, pues no le faltaba dinero. Pero yo continué, ay de mí, continué.
- ¿Por qué, hija mía? - preguntó el Monje -. ¿Es que le gustaba?
- Nada de eso, padre. Nunca tuve mucha afición al oficio, Pero, mire, padre, yo era atractiva en ese entonces, aunque ahora no pueda imaginárselo... y esos caballeros disfrutaban tanto conmigo...
- Hija - sentenció el Monje -, no está usted muy lejos del Reino. Pero cometió un error. El deseo de dar es meritorio. Pero, si da usted un billete falso, no por eso lo hace bueno.
El capitán había dejado también la mesa, muy rápidamente, pidiéndole a Ferguson que lo acompañara a la cabina. El botánico corrió detrás.
- Un momento, capitán, un momento - dijo, excitado -. Soy un hombre de ciencia. Estoy trabajando ya a toda presión. No he de quejarme de todos esos deberes que interrumpen constantemente mi trabajo. Pero, si piensa usted que perderé todavía más tiempo acompañando a esas horribles mujeres...
- Espere a que le ordene algo que pueda considerarse ultra-vires - dijo el capitán -. La protesta es prematura.
Paterson se quedó con la flaca. De las mujeres sólo le interesaba el aparato auditivo. Le gustaba hacer confidencias a las mujeres; quejarse ante ellas de la inconstancia y la crueldad de los hombres. Lamentablemente, la dama entendía que la conversación sólo tenía dos fines: la terapéutica afrodisíaca o la instrucción psicológica. En realidad, no veía razón alguna para que las dos operaciones no se efectuaran simultáneamente; sólo las personas sin preparación podían concentrarse únicamente en una idea. La diferencia estaba comprometiendo el éxito de la charla. Paterson se impacientaba; la dama se mostraba brillante y tranquila como un témpano.
- Pero como le decía - gruñó Paterson -, me parece indigno que un hombre se muestre amable y...
- Lo que confirma mi tesis. Esas tensiones y desajustes son inevitables en un ambiente anormal. Sí, hay que librar al remedio de esos prejuicios sentimentales o lascivos, igualmente malos, que la era victoriana...
- Pero no se lo he contado aún. Escuche. Hace sólo dos días...
- Un momento. Habría que pensar en el remedio como inyección necesaria. En cuanto pensáramos...
- De acuerdo. La asociación remedio-placer, es una fijación de la adolescencia, y ha, causado mucho mal. Racionalmente...
- Mire, creo que se sale del tema...
- Un momento.
El diálogo continuó.

Habían visto ya la nave. Era una maravilla. Nadie recordó luego quién fue el primero en decir: «Cualquiera puede manejar una nave semejante.»
Ferguson se quedó sentado, fumando calladamente, mientras el capitán leía la carta. Cuando se inició la conversación, el buen humor reinaba en la cabina, y nadie se decidía a encarar seriamente el problema.
- Sin embargo - dijo al fin el capitán -, hay también un aspecto serio. Ante todo, ¡qué impertinencia!
- Recuerde - observó Ferguson - que la situación de ustedes es completamente nueva.
- ¿Nueva? No me haga reír. Somos como los hombres de los balleneros, o los tripulantes de los veleros antiguos, los pioneros del Oeste. La gente siempre sintió hambre cuando no hay comida.
- Amigo, olvida usted la nueva psicología.
- Creo que esas dos horribles mujeres han aprendido ya una psicología todavía más nueva, desde que llegaron. ¿Creen allí realmente que todos los hombres son tan combustibles? ¿Que nos echaremos encima de cualquier mujer?
- Ay, amigo, así es. Dirán que usted y su gente son todos anormales. No quisiera volver trayendo concentrados de hormonas.
- ¿No habría entonces otros voluntarios que quienes pueden o creen poder prescindir de las mujeres?
- No olvide la nueva ética.
- Oh, no me hable de eso. Sólo los enamorados o los monjes han intentado alguna vez mantenerse castos. Una minoría, y lo intentarán en Marte lo mismo que en la Tierra. La mayoría no se negó nunca al placer. Los profesionales no lo ignoran. No hay puesto o guarnición militar sin prostíbulos. ¿Quiénes son los asesores que tuvieron esta idea estúpida?
- Oh. Una banda de mujeres maduras, casi todas con pantalones, aficionadas a todo lo sexual, a todo lo científico, y que quieren sentirse importantes. Esta iniciativa les dio tres placeres a la vez.
- Bien, Ferguson. No pienso quedarme con la veterana ni con la catedrática. Usted...
- No, no. Yo cumplí mi tarea. No estoy dispuesto a llevarme de vuelta ese ganado en pie. Y mis muchachos piensan lo mismo. Habría amotinamiento y crímenes a bordo.
- Pues tiene que hacerlo, porque yo...
En ese instante, llegó de afuera una luz enceguecedora. La cabina se sacudió.
- ¡Mi nave! ¡Mi nave! - gritó Ferguson.
Los dos hombres observaron la arena desierta. La astronave había despegado perfectamente.
- Pero, ¿qué ha sucedido? - preguntó el capitán -. ¿Habrán sido capaces...?
- Amotinamiento, deserción y robo de una nave del gobierno - dijo Ferguson -. Eso es lo que ha sucedido. Mis dos muchachos y su Dickson regresan a la Tierra.
- Demonios, las pasarán mal. Los juzgarán y...
- Ay, es muy cierto. Y creen que el precio es barato. ¿Por qué? Ya lo entenderá antes de dos semanas.
En los ojos del capitán hubo de pronto una luz de esperanza.
- ¿No se habrán llevado a las mujeres? - preguntó. - Un poco de juicio, amigo, un poco de juicio. Y si ya no le queda juicio, abra las orejas.
En el rumor de excitada conversación que llegaba cada vez más claramente de la sala principal, se distinguían unas voces femeninas, intolerables.
Mientras. se preparaba para la meditación de la noche, el Monje pensó que se había concentrado demasiado, quizá, en «necesitar menos» y que por esto mismo tendría que seguir un curso (superior) de amar más. Luego, torció la cara en una sonrisa donde no todo era júbilo. Estaba pensando en la gorda. Un acorde exquisito de cuatro notas. La primera: el horror de lo que ella había hecho y sufrido. La segunda: piedad. La tercera, cómica: la pobre mujer creía que aún despertaba deseos. Y la cuarta: la mujer se ignoraba a sí misma. Auxiliada por la gracia y una apropiada, aunque pobre, dirección espiritual, quizá descubriera en ella misma otro encanto muy distinto, y seguiría así el camino de la luz, uniéndose a la Magdalena.
Pero... un momento. Había todavía una quinta nota en el acorde.
- ¡Oh, Maestro! - murmuró -. Perdóname, aunque quizá te divierta. Pensé que me habías traído a sesenta millones de kilómetros para mí propio bienestar espiritual.


FIN

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