LA MUERTE DE
HALPIN FRAYSER
Ambrose Bierce
HALPIN FRAYSER
Ambrose Bierce
_
I
Porque la muerte provoca cambios más importantes de lo que
comúnmente se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras
desaparecer, suele volver y es en ocasiones contemplado por los vivos
(encarnado en el mismo cuerpo que poseía en vida), también ha ocurrido
que el cuerpo haya andado errante sin el espíritu. Quienes han sobrevivido
a tales encuentros manifiestan que esas macabras criaturas carecen de todo
sentimiento natural, y de su recuerdo, a excepción del odio. Asimismo, se
sabe de algunos espíritus que, habiendo sido benignos en vida, se
transforman en malignos después de la muerte. -Hali.
I
Porque la muerte provoca cambios más importantes de lo que
comúnmente se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras
desaparecer, suele volver y es en ocasiones contemplado por los vivos
(encarnado en el mismo cuerpo que poseía en vida), también ha ocurrido
que el cuerpo haya andado errante sin el espíritu. Quienes han sobrevivido
a tales encuentros manifiestan que esas macabras criaturas carecen de todo
sentimiento natural, y de su recuerdo, a excepción del odio. Asimismo, se
sabe de algunos espíritus que, habiendo sido benignos en vida, se
transforman en malignos después de la muerte. -Hali.
__
Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó
de un sueño del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la
mirada durante un rato en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue».
No agregó nada más; ni siquiera sabía por qué había dicho eso.
El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su
paradero actual es desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir
en los bosques sin otra cosa bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda,
arropado únicamente por las ramas de las que han caído las hojas y el cielo del
que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años, y Frayser ya había
cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con mucho
las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes
contemplan el periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido
una distancia considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está
claro que Halpin Frayser muriera por estar a la intemperie.
Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las
colinas que hay al oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y
Frayser no supo orientarse. Aunque lo más apropiado hubiera sido descender,
como todo el que se pierde sabe, la ausencia de senderos se lo impidió y la noche
le sorprendió en el bosque. Incapaz de abrirse camino en la oscuridad a través de
las matas de manzanita y otras plantas silvestres, confuso y rendido por el
cansancio, se echó debajo de un gran madroño donde el sueño le invadió
rápidamente. Sería horas más tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de
los misteriosos mensajeros divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del
alba, abandonaría las filas de las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el
oído del durmiente la palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por
qué, a alguien que no conocía.
Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El
hecho de que al despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un
nombre desconocido, del que apenas se acordaba, no le resultó lo bastante
curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí, extraño y, tras un ligero escalofrío, en
atención a la extendida opinión del momento sobre la frialdad de las noches, se
acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí iba a ser
recordado.
Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la
oscuridad de una noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni
adónde iba, ni tampoco por qué lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y
natural, como suele ocurrir en los sueños: en el país que hay más allá del lecho
las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida llegó a una bifurcación:
del primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía tiempo
porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado
por una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.
Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas
invisibles cuyas formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e
incoherentes, que a pesar de ser emitidos en una lengua extraña Frayser
comprendió en parte, surgieron de los árboles laterales. Parecían fragmentos de
una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma.
Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se
encontraba bañado por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no
proyectaba sombras. Un charco formado en la rodada de una carreta emitía un
reflejo carmesí que llamó su atención. Se agachó y hundió la mano en él. Al
sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre! Sangre que, como pudo
observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que bordeaban
profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas;
la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una
lluvia roja. Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color
inconfundible, y la sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.
Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible
con la satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la
expiación de un crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era
consciente. Y este sentimiento acrecentaba el horror de las amenazas y misterios
que le rodeaban. Pasó revista a su vida para evocar el momento de su pecado,
pero todo fue en vano. En su cabeza se entremezclaron confusamente imágenes
de escenas y acontecimientos, pero no consiguió vislumbrar por ningún lado lo
que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su espanto; se sentía como
el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan horrorosa era la
situación -la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan terrible, tan
silencioso; las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular
atribuye un carácter melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente
contra su sosiego; por todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y
lamentos de criaturas tan manifiestamente ultraterrenas- que no la pudo soportar
por más tiempo y, haciendo un gran esfuerzo por romper el maligno hechizo que
condenaba sus facultades al silencio y la inactividad, lanzó un grito con toda la
fuerza de sus pulmones. Su voz se deshizo en una multitud de sonidos extraños
y fue perdiéndose por los confines del bosque hasta apagarse. Entonces todo
volvió a ser como antes. Pero había iniciado la resistencia y se sentía con ánimos
para proseguirla.
-No voy a someterme sin ser escuchado -dijo-. Puede que también haya
poderes no malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota
con una súplica. Voy a relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso
mortal, un penitente, un poeta inofensivo, estoy sufriendo. Halpin Frayser era
poeta del mismo modo que penitente, sólo en sueños.
Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del
cual dedicaba a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir.
Arrancó una ramita de un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre,
comenzó a escribir con rapidez. Apenas había rozado el papel con la punta de la
rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en la distancia y fue aumentando
mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma, tétrica, como el grito
del colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que concluyó en
un aullido espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo
lentamente, como si el maldito ser que la había producido se hubiera retirado de
nuevo al mundo del que procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella
criatura no se había movido y estaba muy cerca.
Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su
cuerpo como de su espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el
afectado; era como una intuición, como una extraña certeza de que algo
abrumador, malvado y sobrenatural, distinto de las criaturas que le rondaban y
superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía que era aquello lo que había
lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba; pero desconocía por dónde y
no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos iniciales habían desaparecido y se
habían fundido con el inmenso pavor del que era presa. A esto se añadía una
única preocupación: completar su súplica dirigida a los poderes benéficos que, al
cruzar el bosque hechizado, podrían rescatarle si se le negaba la bendición de ser
aniquilado. Escribía con una rapidez inusitada y la sangre de la improvisada
pluma parecía no agotarse. Pero en medio de una frase sus manos se negaron a
continuar, sus brazos se paralizaron y el cuaderno cayó al suelo. Impotente para
moverse o gritar, se encontró contemplando el rostro cansado y macilento de su
madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y silenciosa en su mortaja.
Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó
de un sueño del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la
mirada durante un rato en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue».
No agregó nada más; ni siquiera sabía por qué había dicho eso.
El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su
paradero actual es desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir
en los bosques sin otra cosa bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda,
arropado únicamente por las ramas de las que han caído las hojas y el cielo del
que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años, y Frayser ya había
cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con mucho
las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes
contemplan el periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido
una distancia considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está
claro que Halpin Frayser muriera por estar a la intemperie.
Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las
colinas que hay al oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y
Frayser no supo orientarse. Aunque lo más apropiado hubiera sido descender,
como todo el que se pierde sabe, la ausencia de senderos se lo impidió y la noche
le sorprendió en el bosque. Incapaz de abrirse camino en la oscuridad a través de
las matas de manzanita y otras plantas silvestres, confuso y rendido por el
cansancio, se echó debajo de un gran madroño donde el sueño le invadió
rápidamente. Sería horas más tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de
los misteriosos mensajeros divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del
alba, abandonaría las filas de las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el
oído del durmiente la palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por
qué, a alguien que no conocía.
Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El
hecho de que al despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un
nombre desconocido, del que apenas se acordaba, no le resultó lo bastante
curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí, extraño y, tras un ligero escalofrío, en
atención a la extendida opinión del momento sobre la frialdad de las noches, se
acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí iba a ser
recordado.
Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la
oscuridad de una noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni
adónde iba, ni tampoco por qué lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y
natural, como suele ocurrir en los sueños: en el país que hay más allá del lecho
las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida llegó a una bifurcación:
del primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía tiempo
porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado
por una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.
Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas
invisibles cuyas formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e
incoherentes, que a pesar de ser emitidos en una lengua extraña Frayser
comprendió en parte, surgieron de los árboles laterales. Parecían fragmentos de
una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma.
Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se
encontraba bañado por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no
proyectaba sombras. Un charco formado en la rodada de una carreta emitía un
reflejo carmesí que llamó su atención. Se agachó y hundió la mano en él. Al
sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre! Sangre que, como pudo
observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que bordeaban
profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas;
la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una
lluvia roja. Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color
inconfundible, y la sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.
Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible
con la satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la
expiación de un crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era
consciente. Y este sentimiento acrecentaba el horror de las amenazas y misterios
que le rodeaban. Pasó revista a su vida para evocar el momento de su pecado,
pero todo fue en vano. En su cabeza se entremezclaron confusamente imágenes
de escenas y acontecimientos, pero no consiguió vislumbrar por ningún lado lo
que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su espanto; se sentía como
el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan horrorosa era la
situación -la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan terrible, tan
silencioso; las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular
atribuye un carácter melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente
contra su sosiego; por todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y
lamentos de criaturas tan manifiestamente ultraterrenas- que no la pudo soportar
por más tiempo y, haciendo un gran esfuerzo por romper el maligno hechizo que
condenaba sus facultades al silencio y la inactividad, lanzó un grito con toda la
fuerza de sus pulmones. Su voz se deshizo en una multitud de sonidos extraños
y fue perdiéndose por los confines del bosque hasta apagarse. Entonces todo
volvió a ser como antes. Pero había iniciado la resistencia y se sentía con ánimos
para proseguirla.
-No voy a someterme sin ser escuchado -dijo-. Puede que también haya
poderes no malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota
con una súplica. Voy a relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso
mortal, un penitente, un poeta inofensivo, estoy sufriendo. Halpin Frayser era
poeta del mismo modo que penitente, sólo en sueños.
Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del
cual dedicaba a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir.
Arrancó una ramita de un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre,
comenzó a escribir con rapidez. Apenas había rozado el papel con la punta de la
rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en la distancia y fue aumentando
mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma, tétrica, como el grito
del colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que concluyó en
un aullido espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo
lentamente, como si el maldito ser que la había producido se hubiera retirado de
nuevo al mundo del que procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella
criatura no se había movido y estaba muy cerca.
Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su
cuerpo como de su espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el
afectado; era como una intuición, como una extraña certeza de que algo
abrumador, malvado y sobrenatural, distinto de las criaturas que le rondaban y
superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía que era aquello lo que había
lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba; pero desconocía por dónde y
no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos iniciales habían desaparecido y se
habían fundido con el inmenso pavor del que era presa. A esto se añadía una
única preocupación: completar su súplica dirigida a los poderes benéficos que, al
cruzar el bosque hechizado, podrían rescatarle si se le negaba la bendición de ser
aniquilado. Escribía con una rapidez inusitada y la sangre de la improvisada
pluma parecía no agotarse. Pero en medio de una frase sus manos se negaron a
continuar, sus brazos se paralizaron y el cuaderno cayó al suelo. Impotente para
moverse o gritar, se encontró contemplando el rostro cansado y macilento de su
madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y silenciosa en su mortaja.
_
II
En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville,
Tennessee. Los Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había
sobrevivido al desastre de la guerra civil. Sus hijos habían tenido las
oportunidades sociales y educativas propias de su época y posición, y habían
desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas. Halpin, que era el
más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente la
doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser
père era lo que todo sureño de buena posición debe ser: un político. Su país, o
mejor dicho, su región y su estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una
atención tan especial que sólo podía prestar a su familia unos oídos algo sordos a
causa del clamor y del griterío, incluido el suyo, de los líderes políticos.
El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante
sentimental, más amigo de la literatura que de las leyes, profesión para la que
había sido educado. Aquellos parientes suyos que creían en las modernas teorías
de la herencia veían en el muchacho al difunto Myron Bayne, su bisabuelo
materno, quien de ese modo volvía a recibir los rayos de la luna, astro por cuya
influencia Bayne llegó a ser un poeta de reconocida valía en la época colonial.
Aunque no siempre se observaba, sí era digno de observación el hecho de no
considerar un verdadero Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una
suntuosa copia de las obras poéticas de su antecesor (editadas por la familia y
retiradas hacía tiempo de un mercado no muy favorable); sin embargo, y de
forma incomprensible, la disposición a honrar al ilustre difunto en la persona de
su sucesor espiritual era más bien escasa: Halpin era considerado la oveja negra
que podía deshonrar a todo el rebaño en cualquier momento poniéndose a balar
en verso. Los Frayser de Tennessee eran gente práctica, no en el sentido popular
de dedicarse a tareas orientadas por la ambición, sino en el de despreciar
aquellas cualidades que apartan a un hombre de la beneficiosa vocación política.
Para hacer justicia al joven Halpin, hay que confesar que, aunque él
encarnaba fielmente la mayoría de las características mentales y morales
atribuidas por la tradición histórica y familiar al famoso bardo colonial, sólo se le
consideraba depositario del don y arte divino por pura deducción. No sólo no
había cortejado jamás a la musa sino que, a decir verdad, habría sido incapaz de
escribir correctamente un verso para escapar a la muerte. Sin embargo nadie
sabía cuándo esa dormida facultad podría despertar y hacerle tañer la lira.
Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante inútil. Entre él y su madre
II
En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville,
Tennessee. Los Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había
sobrevivido al desastre de la guerra civil. Sus hijos habían tenido las
oportunidades sociales y educativas propias de su época y posición, y habían
desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas. Halpin, que era el
más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente la
doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser
père era lo que todo sureño de buena posición debe ser: un político. Su país, o
mejor dicho, su región y su estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una
atención tan especial que sólo podía prestar a su familia unos oídos algo sordos a
causa del clamor y del griterío, incluido el suyo, de los líderes políticos.
El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante
sentimental, más amigo de la literatura que de las leyes, profesión para la que
había sido educado. Aquellos parientes suyos que creían en las modernas teorías
de la herencia veían en el muchacho al difunto Myron Bayne, su bisabuelo
materno, quien de ese modo volvía a recibir los rayos de la luna, astro por cuya
influencia Bayne llegó a ser un poeta de reconocida valía en la época colonial.
Aunque no siempre se observaba, sí era digno de observación el hecho de no
considerar un verdadero Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una
suntuosa copia de las obras poéticas de su antecesor (editadas por la familia y
retiradas hacía tiempo de un mercado no muy favorable); sin embargo, y de
forma incomprensible, la disposición a honrar al ilustre difunto en la persona de
su sucesor espiritual era más bien escasa: Halpin era considerado la oveja negra
que podía deshonrar a todo el rebaño en cualquier momento poniéndose a balar
en verso. Los Frayser de Tennessee eran gente práctica, no en el sentido popular
de dedicarse a tareas orientadas por la ambición, sino en el de despreciar
aquellas cualidades que apartan a un hombre de la beneficiosa vocación política.
Para hacer justicia al joven Halpin, hay que confesar que, aunque él
encarnaba fielmente la mayoría de las características mentales y morales
atribuidas por la tradición histórica y familiar al famoso bardo colonial, sólo se le
consideraba depositario del don y arte divino por pura deducción. No sólo no
había cortejado jamás a la musa sino que, a decir verdad, habría sido incapaz de
escribir correctamente un verso para escapar a la muerte. Sin embargo nadie
sabía cuándo esa dormida facultad podría despertar y hacerle tañer la lira.
Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante inútil. Entre él y su madre
existía una gran comprensión, pues la señora era, en secreto, una ferviente
discípula de su abuelo; pero, con el tacto digno de elogio en personas de su sexo
(algunos calumniadores prefieren llamarlo astucia), siempre había procurado
ocultar su afición a todos menos a aquél que la compartía. Este delito común
constituía un lazo más entre ellos. Si bien es cierto que en su infancia Halpin era
un mimado de su madre, hay que decir que él había hecho todo lo posible
porque así fuera. A medida que se acercaba al grado de virilidad característico
del sureño, a quien le da igual la marcha de las elecciones, la relación con su
hermosa madre -a quien desde niño llamaba Katy- se fue haciendo más fuerte y
tierna cada año. En esas dos naturalezas románticas se manifestaba de un modo
especial un fenómeno a veces olvidado: el predominio del elemento sexual en las
relaciones humanas, que refuerza, embellece y dulcifica todos los lazos, incluso
los consanguíneos. Eran tan inseparables que quienes no los conocían, al
observar su comportamiento, los tomaban a menudo por enamorados.
Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su madre, la besó en la frente
y, después de jugar con un rizo de su pelo negro que había escapado de las
horquillas, dijo, intentando aparentar tranquilidad:
-¿Te importaría mucho, Katy, si me fuera a California por unas semanas?
Era innecesario que Katy contestara con los labios a una pregunta para la
que sus delatoras mejillas habían dado ya una respuesta inmediata.
Evidentemente le importaba y las lágrimas que brotaron de sus grandes ojos
marrones así lo indicaban.
-Hijo mío -dijo mirándole con infinita ternura-, debería haber adivinado
que esto ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela, llorando, porque el
abuelo se me apareció en sueños y, en pie, tan joven y guapo como en su retrato,
señaló al tuyo en la misma pared. Cuando lo miré, no pude ver tus facciones: tu
cara estaba cubierta con un paño como el que se pone a los muertos. Tu padre,
cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero, querido, tú y yo sabemos que
tales sueños no ocurren porque sí. Se veían, por debajo del paño, las marcas de
unos dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no estamos acostumbrados a
ocultarnos tales cosas. A lo mejor tú le das otra interpretación. Quizá significa
que no debes ir a California. O tal vez que debes llevarme contigo.
Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta, que esta ingeniosa
interpretación no fue completamente aceptada por la mente, más lógica, del
joven. Por un momento tuvo el presentimiento de que aquel sueño presagiaba
una calamidad más sencilla e inmediata, aunque menos trágica, que una visita a
la costa del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la impresión de que iba a ser
estrangulado en su patria chica.
-¿No hay balnearios de aguas medicinales en California -continuó la señora
Frayser, antes de que él pudiera exponer el verdadero significado del sueñoen
los que puedan curarse el reumatismo y la neuralgia? Mira qué dedos tan
rígidos; estoy casi segura de que hasta durmiendo me producen dolor.
Extendió las manos para que las viera. El cronista es incapaz de señalar cuál
fue el diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se
siente en la obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos
parecieron menos rígidos y con menos apariencia de insensibilidad.
El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos
sobre el deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la
otra se quedó en casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido.
Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San
Francisco y, de un modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en
marinero. Lo que ocurrió en realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a
bordo de un barco enorme que zarpó con destino a un país lejano. Pero sus
desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco encalló en una isla al sur del
Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes fueran rescatados
por una goleta mercante y devueltos a San Francisco.
Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que
había sido en los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar ayuda
de extraños, y fue mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de
Santa Helena, en espera de noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió
salir a cazar y soñar.
__
discípula de su abuelo; pero, con el tacto digno de elogio en personas de su sexo
(algunos calumniadores prefieren llamarlo astucia), siempre había procurado
ocultar su afición a todos menos a aquél que la compartía. Este delito común
constituía un lazo más entre ellos. Si bien es cierto que en su infancia Halpin era
un mimado de su madre, hay que decir que él había hecho todo lo posible
porque así fuera. A medida que se acercaba al grado de virilidad característico
del sureño, a quien le da igual la marcha de las elecciones, la relación con su
hermosa madre -a quien desde niño llamaba Katy- se fue haciendo más fuerte y
tierna cada año. En esas dos naturalezas románticas se manifestaba de un modo
especial un fenómeno a veces olvidado: el predominio del elemento sexual en las
relaciones humanas, que refuerza, embellece y dulcifica todos los lazos, incluso
los consanguíneos. Eran tan inseparables que quienes no los conocían, al
observar su comportamiento, los tomaban a menudo por enamorados.
Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su madre, la besó en la frente
y, después de jugar con un rizo de su pelo negro que había escapado de las
horquillas, dijo, intentando aparentar tranquilidad:
-¿Te importaría mucho, Katy, si me fuera a California por unas semanas?
Era innecesario que Katy contestara con los labios a una pregunta para la
que sus delatoras mejillas habían dado ya una respuesta inmediata.
Evidentemente le importaba y las lágrimas que brotaron de sus grandes ojos
marrones así lo indicaban.
-Hijo mío -dijo mirándole con infinita ternura-, debería haber adivinado
que esto ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela, llorando, porque el
abuelo se me apareció en sueños y, en pie, tan joven y guapo como en su retrato,
señaló al tuyo en la misma pared. Cuando lo miré, no pude ver tus facciones: tu
cara estaba cubierta con un paño como el que se pone a los muertos. Tu padre,
cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero, querido, tú y yo sabemos que
tales sueños no ocurren porque sí. Se veían, por debajo del paño, las marcas de
unos dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no estamos acostumbrados a
ocultarnos tales cosas. A lo mejor tú le das otra interpretación. Quizá significa
que no debes ir a California. O tal vez que debes llevarme contigo.
Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta, que esta ingeniosa
interpretación no fue completamente aceptada por la mente, más lógica, del
joven. Por un momento tuvo el presentimiento de que aquel sueño presagiaba
una calamidad más sencilla e inmediata, aunque menos trágica, que una visita a
la costa del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la impresión de que iba a ser
estrangulado en su patria chica.
-¿No hay balnearios de aguas medicinales en California -continuó la señora
Frayser, antes de que él pudiera exponer el verdadero significado del sueñoen
los que puedan curarse el reumatismo y la neuralgia? Mira qué dedos tan
rígidos; estoy casi segura de que hasta durmiendo me producen dolor.
Extendió las manos para que las viera. El cronista es incapaz de señalar cuál
fue el diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se
siente en la obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos
parecieron menos rígidos y con menos apariencia de insensibilidad.
El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos
sobre el deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la
otra se quedó en casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido.
Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San
Francisco y, de un modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en
marinero. Lo que ocurrió en realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a
bordo de un barco enorme que zarpó con destino a un país lejano. Pero sus
desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco encalló en una isla al sur del
Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes fueran rescatados
por una goleta mercante y devueltos a San Francisco.
Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que
había sido en los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar ayuda
de extraños, y fue mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de
Santa Helena, en espera de noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió
salir a cazar y soñar.
__
III
La aparición del bosque -esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a
su madre- era horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco
le traía recuerdos agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba
ningún sentimiento especial, pues cualquier emoción quedaba ahogada por el
miedo. Intentó volverse y huir pero las piernas no le obedecieron: ni siquiera
podía levantar los pies del suelo. Los brazos le colgaban inertes en los costados;
sólo conservaba el control de los ojos y no se atrevía a apartarlos de las apagadas
órbitas del espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo, sino lo más
espantoso que aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En
su mirada vacía no había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que
apelar. «No ha lugar a apelación», pensó, rememorando absurdamente el
lenguaje profesional tiempo atrás aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo
ningún alivio.
La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe
malevolencia de una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo
envejeció, cargado de años y culpas, y el bosque, triunfante tras aquella
monstruosa culminación de terrores, desapareció de su mente con todas sus
imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus manos y se abalanzó
sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su
voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros, dotados de una vida
propia, ciega e insensata, resistieron vigorosamente, pero su mente seguía
hechizada. Por un instante vio ese increíble enfrentamiento entre su inteligencia
muerta y su organismo vivo como un simple espectador; esto, como se sabe,
suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró su identidad, y dando un
salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de nuevo su voluntad
rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival.
Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La
imaginación que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del
combate es su misma causa. A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y
actividad que parecían inútiles, sintió cómo unos dedos fríos se aferraban a su
garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de distancia, aquel rostro
muerto y descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido de tambores
lejanos y el murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y
distante que redujo todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.
La aparición del bosque -esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a
su madre- era horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco
le traía recuerdos agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba
ningún sentimiento especial, pues cualquier emoción quedaba ahogada por el
miedo. Intentó volverse y huir pero las piernas no le obedecieron: ni siquiera
podía levantar los pies del suelo. Los brazos le colgaban inertes en los costados;
sólo conservaba el control de los ojos y no se atrevía a apartarlos de las apagadas
órbitas del espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo, sino lo más
espantoso que aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En
su mirada vacía no había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que
apelar. «No ha lugar a apelación», pensó, rememorando absurdamente el
lenguaje profesional tiempo atrás aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo
ningún alivio.
La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe
malevolencia de una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo
envejeció, cargado de años y culpas, y el bosque, triunfante tras aquella
monstruosa culminación de terrores, desapareció de su mente con todas sus
imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus manos y se abalanzó
sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su
voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros, dotados de una vida
propia, ciega e insensata, resistieron vigorosamente, pero su mente seguía
hechizada. Por un instante vio ese increíble enfrentamiento entre su inteligencia
muerta y su organismo vivo como un simple espectador; esto, como se sabe,
suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró su identidad, y dando un
salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de nuevo su voluntad
rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival.
Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La
imaginación que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del
combate es su misma causa. A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y
actividad que parecían inútiles, sintió cómo unos dedos fríos se aferraban a su
garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de distancia, aquel rostro
muerto y descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido de tambores
lejanos y el murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y
distante que redujo todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.
_
IV
Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día
anterior, hacia la media tarde, se había visto una cortina de vapor -el fantasma de
una nube- que se acercaba a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus
estériles alturas. Era una capa tan fina y translúcida, tan parecida a una fantasía
hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren, miren, rápido: en un
momento habrá desaparecido.»
Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo
se adhería a la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros.
Al mismo tiempo se extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con
pequeños jirones de niebla que, con la sensata intención de ser absorbidos,
surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta hacer imposible la visión
de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris y opaco. En
Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza,
tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada
vez más y se extendía en dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta
alcanzar la ciudad de Santa Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había
asentado sobre el camino y los pájaros estaban posados en silencio sobre los
árboles empapados. La luz de la mañana era pálida y fantasmal, sin color o brillo
alguno.
Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena
en dirección norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie
les habría confundido con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de
Napa y un detective de San Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su
misión era cazar a un hombre.
-¿Está muy lejos? -preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al
descubierto la tierra seca que había bajo la superficie húmeda del camino.
-¿La iglesia blanca? Como a media milla -contestó el otro-. Por cierto
-añadió-, ni es una iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris
por los años y el descuido. En otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en
ella servicios religiosos. Tiene un cementerio que haría las delicias de un poeta.
¿Adivina usted por qué mandé buscarle y le advertí que viniera armado?
-Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted
siempre informa en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas,
creo que lo que usted quiere es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del
cementerio.
-¿Se acuerda usted de Branscom? -preguntó Jaralson, respondiendo al
ingenio de su compañero con la indiferencia que se merecía.
-¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de
trabajo y un montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no
hemos conseguido echarle la vista encima. No querrá usted decir que...
-Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches
viene al viejo cementerio de la iglesia blanca.
-¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.
-Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación
de volver.
-Es el último lugar que se nos habría ocurrido.
-Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé
allí.
-¿Y le encontró?
-¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se
me echó encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara
conmigo. ¡Menudo pájaro! Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es
que usted necesita la otra mitad.
Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que
nunca.
-Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted
-dijo el detective-. Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.
-Ese hombre debe de estar loco -dijo el ayudante del sheriff . La recompensa
es por su captura y condena. Si está loco, no le condenarán.
El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo
involuntariamente un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.
-Bueno, lo parece -asintió Jaralson-. Debo admitir que nunca he visto un
canalla con peor pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto... Reúne
todo lo peor de la vieja y honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a
por él y no se me escapará. La gloria nos espera. Nadie más sabe que está a este
lado de las Montañas de la Luna.
-De acuerdo -dijo Holker-. Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde
pronto yacerás -añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas
en las inscripciones funerarias-. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a
cansarse de usted y de su impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir
que su verdadero nombre no es Branscom.
-Entonces ¿cuál es?
-No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en
la memoria. Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de
degollar era viuda cuando él la conoció. Había venido a California a buscar a
unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo hace. Pero bueno, usted ya conoce esa
historia.
-Naturalmente.
-Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró
la tumba? El mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la
lápida.
-Yo no sé dónde está esa tumba -contestó Jaralson, algo reacio a admitir su
ignorancia acerca de un detalle tan importante en el plan-. He estado
inspeccionando el lugar, nada más. Precisamente identificar esa tumba es una
parte del trabajo que hemos de realizar esta mañana. Aquí tenemos la iglesia
blanca.
El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la
izquierda, se veía un bosque de encinas y madroños y unos abetos gigantescos
cuya parte inferior era difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante
espesos, no llegaban a ser impracticables. Al principio Holker no veía el edificio
pero, al adentrarse en el bosque, sus vagos contornos, que parecían enormes y
distantes, aparecieron entre la bruma. Unos cuantos pasos más y ahí estaba,
claramente visible, oscurecido por la humedad y de un tamaño insignificante.
Era la típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de caja de
embalar. Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las
ventanas rotos. Su estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los
típicos sucedáneos californianos de lo que las guías extranjeras llaman
«monumentos del pasado». Tras un rápido vistazo a una construcción tan poco
interesante, Jaralson se dirigió hacia la parte posterior, llena de maleza húmeda.
-Le voy a mostrar dónde me sorprendió -dijo-. Éste es el cementerio.
Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no
más de una, entre los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras
descoloridas y las tablas podridas que, cuando no estaban en el suelo,
descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras, por las estacas carcomidas que las
rodeaban y, más raramente, por un montículo de hojarasca bajo la que se podían
distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que acogía los restos de
algún pobre mortal -quien, con el paso del tiempo, había sido abandonado por el
círculo de sus afligidos amigos- no estaba indicado más que por una depresión
en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que
alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían
unos grandes árboles que arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por
todas partes reinaba esa atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro
sitio parece tan indicada y significativa como en una aldea de muertos olvidados.
Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos
matorrales; de pronto, aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la
escopeta a la altura del pecho, musitó una palabra de alerta y permaneció con la
vista clavada frente a él. Su compañero, en cuanto pudo librarse de la maleza, le
imitó y, aunque no había visto nada, se puso en guardia ante lo que pudiera
suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar cautelosamente, con
Holker tras él.
Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos
hombres, en silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer
momento suelen llamar la atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que
más rápidamente responde a las mudas preguntas de una curiosidad sana.
El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo
extendido hacia arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la
garganta. Sus puños estaban fuertemente apretados, en actitud de desesperada
pero inútil resistencia a... no se sabe qué.
Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas
mallas se veían plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una
lucha encarnizada; unos pequeños brotes de encina venenosa aparecían
tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien había acumulado con sus pies hojarasca
en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas humanas aparecían junto a sus
caderas.
La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el
rostro del cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos
tenían un color púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve
prominencia del terreno, lo que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia
atrás, con los ojos en dirección contraria a la de los pies. Una lengua, negra e
hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su boca abierta. Sobre la
garganta había unas marcas horribles: no eran las simples huellas de unos dedos,
sino magulladuras y heridas producidas por unas manos fuertes que debían de
haberse hundido en la carne, manteniendo su terrible tenaza hasta mucho
después de producir la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban
húmedos; tenía la ropa empapada y unas gotas de agua, condensación de la
niebla, salpicaban el pelo y el bigote.
Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún
comentario. Después Holker rompió el silencio.
-¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.
Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo,
inspeccionó atentamente el bosque con la mirada.
-Esto es obra de un loco -dijo sin apartar la vista de la espesura-.La obra de
Branscom... Pardee.
Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de
Holker. Era un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía
hojas en blanco para anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el
nombre «Halpin Frayser». Con tinta roja y garabateadas a lo largo de varias
páginas, aparecían las siguientes líneas, que Holker leyó en voz alta, mientras su
compañero seguía vigilando los oscuros confines de aquel entorno y escuchaba
con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:
Víctima de algún oculto maleficio, me encontré
entre las tinieblas crepusculares de un bosque encantado.
El ciprés y el mirto entrelazaban sus ramas
en simbólica y funesta hermandad.
El sauce cavilante murmuraba al tejo;
debajo, la mortal belladona y la ruda,
con siemprevivas trenzadas en extrañas formas
funerarias, crecían junto a horribles ortigas.
No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,
ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa.
El aire estaba estancado y el silencio era
un ser vivo que respiraba entre los árboles.
Los espíritus conspiradores murmuraban en las tinieblas,
de un modo inaudible, los secretos de las tumbas.
Los árboles sangraban y las hojas exhibían,
a la luz embrujada, un fulgor rojizo.
¡Grité! El hechizo, aún sin romper,
dominaba mi espíritu y voluntad.
¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,
luché contra monstruosos presagios de maldad.!
Al fin, lo invisible...
Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito se interrumpía a
mitad de un verso.
-Suena a Bayne -dijo Jaralson, que, a su manera, era un hombre culto. Había
dejado de vigilar y estaba observando el cadáver.
-¿Quién es Bayne? -preguntó Holker sin mucho interés.
-Myron Bayne, un tipo que escribió en la época colonial, hace más de un
siglo. Sus poemas eran tremendamente tétricos. Tengo sus obras completas. Este
poema, por algún error, no aparece en ellos.
-Hace frío -dijo Holker-. Vámonos. Debemos avisar al juez de Napa.
Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero. Al pasar junto a la
elevación del terreno sobre la que descansaban la cabeza y los hombros del
muerto, su pie tropezó con un objeto duro que había bajo la hojarasca. Era una
lápida caída sobre la que, con dificultad, se podían leer las palabras «Catherine
Larue».
-¡Larue, Larue! -exclamó Holker con excitación repentina-. Ese es el
verdadero nombre de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!, ahora me acuerdo de
todo: ¡el nombre de la mujer asesinada era Frayser!
-Aquí hay algo que me huele muy mal -dijo el detective Jaralson-. No me
gustan nada estas historias.
De entre la niebla -y al parecer desde muy lejosles llegó el sonido de una
risa sofocada y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que
ronda en la noche del desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a
poco y se fue haciendo cada vez más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció
rozar los límites del círculo de visión de los dos hombres. Era una risa tan
sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor indescriptible. No
movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel horrible
sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que
pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que
sus débiles notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una
distancia enorme.
IV
Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día
anterior, hacia la media tarde, se había visto una cortina de vapor -el fantasma de
una nube- que se acercaba a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus
estériles alturas. Era una capa tan fina y translúcida, tan parecida a una fantasía
hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren, miren, rápido: en un
momento habrá desaparecido.»
Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo
se adhería a la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros.
Al mismo tiempo se extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con
pequeños jirones de niebla que, con la sensata intención de ser absorbidos,
surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta hacer imposible la visión
de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris y opaco. En
Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza,
tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada
vez más y se extendía en dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta
alcanzar la ciudad de Santa Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había
asentado sobre el camino y los pájaros estaban posados en silencio sobre los
árboles empapados. La luz de la mañana era pálida y fantasmal, sin color o brillo
alguno.
Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena
en dirección norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie
les habría confundido con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de
Napa y un detective de San Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su
misión era cazar a un hombre.
-¿Está muy lejos? -preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al
descubierto la tierra seca que había bajo la superficie húmeda del camino.
-¿La iglesia blanca? Como a media milla -contestó el otro-. Por cierto
-añadió-, ni es una iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris
por los años y el descuido. En otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en
ella servicios religiosos. Tiene un cementerio que haría las delicias de un poeta.
¿Adivina usted por qué mandé buscarle y le advertí que viniera armado?
-Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted
siempre informa en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas,
creo que lo que usted quiere es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del
cementerio.
-¿Se acuerda usted de Branscom? -preguntó Jaralson, respondiendo al
ingenio de su compañero con la indiferencia que se merecía.
-¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de
trabajo y un montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no
hemos conseguido echarle la vista encima. No querrá usted decir que...
-Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches
viene al viejo cementerio de la iglesia blanca.
-¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.
-Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación
de volver.
-Es el último lugar que se nos habría ocurrido.
-Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé
allí.
-¿Y le encontró?
-¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se
me echó encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara
conmigo. ¡Menudo pájaro! Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es
que usted necesita la otra mitad.
Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que
nunca.
-Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted
-dijo el detective-. Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.
-Ese hombre debe de estar loco -dijo el ayudante del sheriff . La recompensa
es por su captura y condena. Si está loco, no le condenarán.
El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo
involuntariamente un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.
-Bueno, lo parece -asintió Jaralson-. Debo admitir que nunca he visto un
canalla con peor pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto... Reúne
todo lo peor de la vieja y honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a
por él y no se me escapará. La gloria nos espera. Nadie más sabe que está a este
lado de las Montañas de la Luna.
-De acuerdo -dijo Holker-. Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde
pronto yacerás -añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas
en las inscripciones funerarias-. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a
cansarse de usted y de su impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir
que su verdadero nombre no es Branscom.
-Entonces ¿cuál es?
-No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en
la memoria. Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de
degollar era viuda cuando él la conoció. Había venido a California a buscar a
unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo hace. Pero bueno, usted ya conoce esa
historia.
-Naturalmente.
-Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró
la tumba? El mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la
lápida.
-Yo no sé dónde está esa tumba -contestó Jaralson, algo reacio a admitir su
ignorancia acerca de un detalle tan importante en el plan-. He estado
inspeccionando el lugar, nada más. Precisamente identificar esa tumba es una
parte del trabajo que hemos de realizar esta mañana. Aquí tenemos la iglesia
blanca.
El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la
izquierda, se veía un bosque de encinas y madroños y unos abetos gigantescos
cuya parte inferior era difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante
espesos, no llegaban a ser impracticables. Al principio Holker no veía el edificio
pero, al adentrarse en el bosque, sus vagos contornos, que parecían enormes y
distantes, aparecieron entre la bruma. Unos cuantos pasos más y ahí estaba,
claramente visible, oscurecido por la humedad y de un tamaño insignificante.
Era la típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de caja de
embalar. Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las
ventanas rotos. Su estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los
típicos sucedáneos californianos de lo que las guías extranjeras llaman
«monumentos del pasado». Tras un rápido vistazo a una construcción tan poco
interesante, Jaralson se dirigió hacia la parte posterior, llena de maleza húmeda.
-Le voy a mostrar dónde me sorprendió -dijo-. Éste es el cementerio.
Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no
más de una, entre los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras
descoloridas y las tablas podridas que, cuando no estaban en el suelo,
descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras, por las estacas carcomidas que las
rodeaban y, más raramente, por un montículo de hojarasca bajo la que se podían
distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que acogía los restos de
algún pobre mortal -quien, con el paso del tiempo, había sido abandonado por el
círculo de sus afligidos amigos- no estaba indicado más que por una depresión
en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que
alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían
unos grandes árboles que arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por
todas partes reinaba esa atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro
sitio parece tan indicada y significativa como en una aldea de muertos olvidados.
Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos
matorrales; de pronto, aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la
escopeta a la altura del pecho, musitó una palabra de alerta y permaneció con la
vista clavada frente a él. Su compañero, en cuanto pudo librarse de la maleza, le
imitó y, aunque no había visto nada, se puso en guardia ante lo que pudiera
suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar cautelosamente, con
Holker tras él.
Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos
hombres, en silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer
momento suelen llamar la atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que
más rápidamente responde a las mudas preguntas de una curiosidad sana.
El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo
extendido hacia arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la
garganta. Sus puños estaban fuertemente apretados, en actitud de desesperada
pero inútil resistencia a... no se sabe qué.
Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas
mallas se veían plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una
lucha encarnizada; unos pequeños brotes de encina venenosa aparecían
tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien había acumulado con sus pies hojarasca
en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas humanas aparecían junto a sus
caderas.
La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el
rostro del cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos
tenían un color púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve
prominencia del terreno, lo que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia
atrás, con los ojos en dirección contraria a la de los pies. Una lengua, negra e
hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su boca abierta. Sobre la
garganta había unas marcas horribles: no eran las simples huellas de unos dedos,
sino magulladuras y heridas producidas por unas manos fuertes que debían de
haberse hundido en la carne, manteniendo su terrible tenaza hasta mucho
después de producir la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban
húmedos; tenía la ropa empapada y unas gotas de agua, condensación de la
niebla, salpicaban el pelo y el bigote.
Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún
comentario. Después Holker rompió el silencio.
-¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.
Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo,
inspeccionó atentamente el bosque con la mirada.
-Esto es obra de un loco -dijo sin apartar la vista de la espesura-.La obra de
Branscom... Pardee.
Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de
Holker. Era un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía
hojas en blanco para anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el
nombre «Halpin Frayser». Con tinta roja y garabateadas a lo largo de varias
páginas, aparecían las siguientes líneas, que Holker leyó en voz alta, mientras su
compañero seguía vigilando los oscuros confines de aquel entorno y escuchaba
con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:
Víctima de algún oculto maleficio, me encontré
entre las tinieblas crepusculares de un bosque encantado.
El ciprés y el mirto entrelazaban sus ramas
en simbólica y funesta hermandad.
El sauce cavilante murmuraba al tejo;
debajo, la mortal belladona y la ruda,
con siemprevivas trenzadas en extrañas formas
funerarias, crecían junto a horribles ortigas.
No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,
ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa.
El aire estaba estancado y el silencio era
un ser vivo que respiraba entre los árboles.
Los espíritus conspiradores murmuraban en las tinieblas,
de un modo inaudible, los secretos de las tumbas.
Los árboles sangraban y las hojas exhibían,
a la luz embrujada, un fulgor rojizo.
¡Grité! El hechizo, aún sin romper,
dominaba mi espíritu y voluntad.
¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,
luché contra monstruosos presagios de maldad.!
Al fin, lo invisible...
Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito se interrumpía a
mitad de un verso.
-Suena a Bayne -dijo Jaralson, que, a su manera, era un hombre culto. Había
dejado de vigilar y estaba observando el cadáver.
-¿Quién es Bayne? -preguntó Holker sin mucho interés.
-Myron Bayne, un tipo que escribió en la época colonial, hace más de un
siglo. Sus poemas eran tremendamente tétricos. Tengo sus obras completas. Este
poema, por algún error, no aparece en ellos.
-Hace frío -dijo Holker-. Vámonos. Debemos avisar al juez de Napa.
Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero. Al pasar junto a la
elevación del terreno sobre la que descansaban la cabeza y los hombros del
muerto, su pie tropezó con un objeto duro que había bajo la hojarasca. Era una
lápida caída sobre la que, con dificultad, se podían leer las palabras «Catherine
Larue».
-¡Larue, Larue! -exclamó Holker con excitación repentina-. Ese es el
verdadero nombre de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!, ahora me acuerdo de
todo: ¡el nombre de la mujer asesinada era Frayser!
-Aquí hay algo que me huele muy mal -dijo el detective Jaralson-. No me
gustan nada estas historias.
De entre la niebla -y al parecer desde muy lejosles llegó el sonido de una
risa sofocada y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que
ronda en la noche del desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a
poco y se fue haciendo cada vez más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció
rozar los límites del círculo de visión de los dos hombres. Era una risa tan
sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor indescriptible. No
movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel horrible
sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que
pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que
sus débiles notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una
distancia enorme.