León Tolstoi
El Diablo
Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en el corazón.
Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehnma.
Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de ti, porque mejor te es que uno de tus miembros perezca, que no que todo el cuerpo sea arrojado a la gehnma.
I
A Evgueni Irténev le esperaba una espléndida carrera. Lo tenía todo para que así fuese. La excelente educación recibida en casa, los brillantes estudios en la Facultad de Derecho de la universidad de Petesburgo, las amistades que su padre, muerto hacía poco, había tenido en las esferas más altas de la sociedad, y hasta el comienzo de su servicio en el ministerio bajo la protección del ministro. Disponía también de bienes de fortuna, incluso de una gran fortuna, aunque esto resultaba dudoso. El padre, que había vivido en el extranjero y en Petesburgo, daba seis mil rublos anuales a cada uno de los hijos, a Evgueni y al primogénito, Andrei, oficial de caballería de la guardia, mientras que la madre y él derrochaban el dinero a manos llenas. Sólo durante el verano, por dos meses, iba a la finca, pero no se dedicaba a los asuntos de la hacienda, dejándolo todo en manos de un administrador circunstancial que tampoco se ocupaba de estos asuntos, pro en el que tenía absoluta confianza.
Después de la muerte del padre, cuando los hermanos quisieron repartir la herencia, resultó que había tantas deudas, que el apoderado llegó a aconsejarles que se quedasen con la finca de la abuela, valorada en cien mil rublos, y renunciasen al resto. Mas un terrateniente vecino, que había tenido tratos con el viejo Irténev, es decir, que poseía un pagaré con la firma de éste y había acudido a Petesburgo para hacerlo efectivo, dijo que, a pesar de las deudas, la cosa podría arreglarse y conservar una parte muy considerable de los bienes. Bastaba vender el bosque y algunos terrenos baldíos, y conservar lo principal, Semeónovskoe, con sus cuatro mil desiatinas de tierras negras, la fábrica de azúcar y las doscientas desiatinas de prados; eso sí, sería preciso consagrarse por entero a esta obra, irse a vivir al campo y administra la hacienda con sensatez e inteligencia.
Y Evgueni, que aquella primavera (su padre había muerto en la cuaresma) había ido a la finca y pudo verlo todo, decidió presentar la dimisión, irse a vivir al campo con su made y dedicarse a este trabajo al objeto de conservar lo principal. Con su hermano, con quien no se llevaba muy bien, hizo lo siguiente: se comprometió a entregarle cuatro mil rublos anuales, o una suma de ochenta mil, a cambio de lo cual el otro renunciaba a su parte de la herencia.
Así lo hizo, y, una vez se hubo trasladado con su madre aquel caserón, se consagró, con calor y al mismo tiempo con cautela, a los asuntos de la finca.
De ordinario se piensa que los conservadores más vulgares son los viejos y que los innovadores son jóvenes. Esto no es muy justo. Los conservadores más vulgares son los jóvenes. Los jóvenes que quieren vivir, pero que no piensan ni tiene tiempo para pensar en cómo hay que vivir, y que por eso toman como modelo lo que han encontrado.
Así le ocurrió a Evgueni. Cuando se vio en el campo, su sueño y su ideal se cifraban en resucitar la forma de vida que había conocido con su abuelo, y no con su padre, que era un mal administrador. Y ahora, tanto en la casa como en el jardín y en la hacienda, trató de hacer resurgir, con los cambios propios del tiempo, se entiende, el espíritu general de la vida del abuelo: todo a lo grande, abundancia, orden y buena organización. Mas, para alcanzar esta vida, hacía falta trabajar de firme: había que dar satisfacción a los acreedores y a los bancos, y para vender parte de la tierra y conseguir una demora en los pagos era necesario conseguir dinero, a fin de seguir la explotación, parte en arriendo y parte con braceros, de la enorme hacienda de Semiónovskoe, con sus cuatro mil desiatinas de tierra de labor y su fábrica de azúcar; también hacía falta mantener en buen estado, sin señales de abandono y decadencia, la casa y el jardín.
El trabajo era mucho, pero a Evgueni no le faltaban las energías, tanto físicas como espirituales. Tenía veintiséis años, era de estatura mediana, de vigorosa complexión, con los músculos desarrollados por la gimnasia, sanguíneo, de mejillas muy coloradas, con fuertes dientes y labios y un cabello poco espeso, suave y rizado. Su único defecto físico era la miopía, que él mismo se había producido con el empeño de usar gafas, ya hora ya no podía prescindir de los lentes, que empezaban a marcar su huella en el caballete de la nariz. Tal era físicamente. En el aspecto moral, cuanto más se le conocía, más cariño se le tomaba. Siempre había sido el preferido de la madre, y ésta, después de la muerte del marido, había concentrado en él no sólo su afecto, sino su vida entera. Y no era sólo la made. Sus compañeros del gimnasio y la universidad siempre le tuvieron particular afecto y respeto. Idéntica impresión producía en todos. Era imposible no creer lo que decía. Era imposible supone el engaño, la mentira en aquella cara abierta y honrada y, principalmente, en aquellos ojos.
En general, su personalidad le ayudaba mucho en los negocios. El acreedor que se hubiese negado a las peticiones de otro, creía sus palabras. El empleado de la oficina o el mujik que a otro habrían jugado una mala pasada o le habrían engañado, no lo hacían bajo la agradable impresión de aquel hombre bueno, sencillo y, sobre todo, franco.
Era a fines de mayo. Mal que bien, Evgueni arregló en la cuidad el asunto de la exención de impuestos de los baldíos a fin de proceder a venderlos a un mercader y tomar de este mismo un préstamo para renovar el ganado de labor y los aperos. Y, en primer término, para iniciar la necesaria construcción de la alquería. La empresa parecía ponerse en marcha. Traían madera, los carpinteros estaban trabajando y habían sido llevadas al campo ochenta cargas de estiércol, pero de momento todo pendía de un hilo.
II
En plenos trabajos se presentó una circunstancia que, aunque no grave, no cesaba de atormentar a Evgueni. Hasta entonces había vivido como todos los hombre jóvenes, sanos y solteros; es decir, había tenido relación con distintas mujeres. No rea un libertino, pero tampoco era, como él mismo decía, un fraile. Y se entregaba a ello sólo en la medida en que resultaba imprescindible para su salud y su libertad intelectual, según él afirmaba. Esto había empezado a los dieciséis años. Y desde entonces todo había marchado felizmente, en el sentido de que no se había entregado a la depravación, no se había apasionado ni una sola vez y nunca había estado enfermo. En un principio, en Petesburgo, había tenido una costurera; luego ésta perdió sus encantos y él se las arregló de otro modo. Esta cuestión estaba tan asegurada, que no le producía inquietudes.
Pero he aquí que llevaba en el campo ya más de un mes y no sabía en absoluto qué hacer. La abstinencia forzosa empezaba a repercutir en él desfavorablemente. ¿Es que tendría que ir a la ciudad para esto? ¿Y dónde? ¿Cómo? Eso era lo único que preocupaba a Evgueni Irténev, y como estaba seguro de que le era necesario, se le hizo realmente necesario, y sentía que no se veía libre de ello y que, contra su voluntad, los ojos se le iban tras cualquier mujer joven.
Consideraba algo indigno entenderse en su misma aldea con una casada o una moza. Había oído contar que lo mismo su padre que su abuelo habían portado en este sentido de manera muy diferente a como la generalidad de los propietarios de aquel tiempo, y nunca se permitieron libertad alguna con sus siervas; decidió, pues, que no lo haría. Pero luego, sintiéndose cada vez más atado e imaginándose con terror lo que podía ocurrirle en una ciudad de mala muerte, considerando además que ya no se trataba de siervas, llegó a la conclusión de que también en su aldea era posible. Lo único que debía procurar era que no lo supiera nadie; lo haría, no por espíritu de libertinaje, sino para conservar la salud, según se decía. Y cuando lo hubo decidido se sintió aún más inquieto; al hablar con los muijks o con el carpintero, sin darse cuenta, sacaba la conversación sobre mujeres, y si la conversación versaba sobre mujeres, la mantenía de buen grado. Cada vez se le iban más los ojos tras ellas.
III
Pero decidir el asunto en su fuero interno era una cosa y ejecutarlo era otra. Acercarse él mismo a una mujer resultaba imposible. ¿A cuál? ¿Dónde? Tenía que buscar un intermediario, pero ¿a quién recurrir?
En una ocasión llegó a beber agua en la casa de su guara forestal. Éste era un antiguo ojeador de su padre. Evgueni Irténev trabó conversación con él y el guarda le contó viejas historias de juergas corridas en las cacerías. A Evgueni Irténev se le ocurrió que resultaría bien organizar el asunto allí, en la casa del guarda o en el bosque. Lo único que no sabía era cómo hacerlo y si el viejo Danila lo aceptaría. “Se puede escandalizar, y yo quedaría cubierto de vergüenza, pero es muy posible que acepte.” Así pensaba, escuchando lo que Danila le contaba. Éste le habó de cómo se encontraban en un campo alejado, de la mujer del diácono, y de cómo él la había llevado a Priánichnikov.
“Se lo puedo decir”, pensó Evgueni.
―Su padre, que en gloria esté, no hacía esas estupideces.
“No, no es posible”, pensó Evgueni, mas, para tantear el terreno, dijo:
―¿Y cómo te ocupabas tú de unos asuntos tan feos?
―¿Qué tiene eso de malo? Ella quedó contenta y mi Fiódor Zajárich satisfechísimo. Me dio un rublo. ¿Qué iba a hacer él? También era persona. Le gustaba el vino.
“Sí, se lo puedo decir”, pensó Evgueni, e inmediatamente puso manos a la obra.
―¿Sabes, Danila? –dijo sintiendo que se ponía todo colorado. –Yo no puedo más.
Danila sonrió.
―Después de todo, no soy fraile; estoy acostumbrado.
Advirtió que todo cuanto decía era estúpido, pero se alegró porque Danila se manifestó conforme.
―Podría habérmelo dicho antes; eso se puede arreglar –asintió. –Lo único que tiene que decirme es cuál prefiere.
―Eso me es lo mismo. Claro, como se comprende, que no sea fea ni esté enferma.
―Entiendo –picó Danila, que se quedó pensando. –Hay una buena –empezó; y Evgueni enrojeció de nuevo. –Muy buena. Verá, este otoño la vieron –y Danila bajó la voz hasta convertirla en un susurro, ―y él no puede hacer nada. A un ojeador es algo que le cuesta muy poco.
Evgueni incluso arrugó la frente de vergüenza.
―No, no –dijo. –No es eso lo que busco. Al contrario ―¿qué podría ser lo contrario? –al contrario, lo único que yo necesito es que no padezca enfermedades; no quiero líos: la mujer de un soldado o algo por el estilo...
―Comprendo. Quiere decirse que la que le conviene es la Stepanida. Su marido está en la ciudad, lo mismo que si fuese un soldado. Y la mujer está bien, es limpia. Quedará contento. Le hablaré…
―¿Cuándo podría ser?
―Mañana mismo. Tengo que ir a comprar tabaco y me acercaré a verla. Usted venga a la hora de la comida, o vaya al baño, al otro lado del huerto. No habrá nadie. Además, a la hora e la comida todos se quedan en casa a dormir la siesta.
―Está bien.
En el camino de vuelta, una extraña agitación se apoderó de Evgueni. ¿Cómo resultará? ¿Cómo será la tal campesina? Puede ser una mujer fea, espantosa. Pero no, suelen ser bonitas –se decía, recordando a las que había mirado de reojo. ―¿Qué voy a decir, qué haré?
Estuvo inquieto la jornada entera; al día siguiente, a la doce, se acercó a la casa del guarda. Danila le esperaba en la puerta y con un gesto significativo le señaló hacia el bosque. Evgueni sintió que la sangre le afluía al corazón y se dirigió al huerto. No había nadie. Se llegó al baño, tampoco; echó un vistazo dentro, salió y en eso oyó el ruido de una rama que se partía. Miró alrededor: ella se encontraba entre los árboles, al otro lado del barranco. Se lanzó en esa dirección. En el barranco había muchas ortigas, de las que él no se había dado cuenta. Procurando evitarlas, perdiendo los lentes, que se le escaparon de la nariz, subió a la parte opuesta del barranco. Con una blusa blanca, bordada, una falda de color rojo oscuro y un pañuelo de un rojo vivo, descalza, lozana, firme y hermosa, le sonreía tímidamente.
―Hay un sendero ahí; podía haber dado la vuelta –le dijo. –Hace tiempo que espero.
Evgueni se acercó a ella, la contempló, adelantó las manos…
Un cuarto de hora después de apartaban. Él se puso los lentes, se acercó a la casa del guarda y, a la pregunta de Danila de si había quedado satisfecho, le dio un rublo y se dirigió a su casa.
Sí, estaba satisfecho. Había sentido vergüenza en un principio. Luego había pasado. Y todo había resultado bien. Sobre todo, ahora se sentía tranquilo y animoso. Ni siquiera se había parado a mirarla debidamente. Recordaba que era limpia, lozana, guapa y sencilla, sin afectación alguna. “¿Quién será? –se preguntaba. –Ha dicho que se llama Péchnikova. ¿Qué Péchnikova? Porque los Péchnikova tienen dos casas. Debe ser la nuera del viejo Mijailo. Sí, seguramente. Porque su hijo vive en Moscú. Cuando venga la ocasión se lo preguntaré a Danila.”
A partir de entonces desapareció aquel punto, que tan enojoso le era, de la vida en el campo: la forzosa abstinencia. No se turbaba ya la libertad de pensamiento de Evgueni, que podía dedicarse tranquilamente a sus asuntos.
Y los asuntos de que Evgueni se había hecho cargo no eran nada fáciles: a veces pensaba que no conseguía sus propósitos y que acabaría por vender la finca, que todos sus esfuerzos resultarían vanos y sobre todo, que habría sido incapaz de llevar a buen término la empresa. Esto era lo que más le inquietaba. Apenas lograba tapar un agujero, se abría otro por donde menos los esperaba.
No cesaban de aparecer nuevas y nuevas deudas de su padre, de las que hasta entonces no había tenido noticia. Se veía que el difunto, en los últimos tiempos, había tomado dinero sin reparar en las condiciones. En mayo, cuando se procedió al reparto, Evgueni pensaba que había acabado de ponerse al tanto de todo. Pero de pronto, mediado del verano, recibió una carta de cierta viuda Esípova, de la que existía otra deuda de doce mil rublos. No había pagaré: se trataba de una simple esquela que, según el apoderado, se podía impugnar. Pero Evgueni no concebía siquiera que pudiese negarse a saldar una deuda de su padre, si la deuda era real, por la simple razón de que se tratase de un documento impugnable. Necesitaba saber si la deuda era efectiva, segura.
―Mamá, ¿quién es Karelia Vladímirovna Esípova? –preguntó a su madre cuando, como de ordinario, se reunieron a la hora de la comida.
―¿Esípova? Era ahijada del abuelo. ¿Por qué me lo preguntas?
Evgueni habló a su madre de la carta.
―Me hago cruces de cómo no le da vergüenza. Tanto como le dio tu padre…
―¿Le debemos algo?
―¿Cómo decírtelo? No hay deuda; a tu padre, movido por su infinita bondad…
―¿Pero lo consideraba papá como una deuda?
―No puedo decírtelo. No lo sé. Lo que sé es que tú te ves en grandes dificultades.
Evgueni vio que la propia María Pávlovna no sabía qué decir y ella misma trataba de averiguar su parecer.
―Lo que deduzco de todo esto es que hay que pagar –dijo el hijo. –Mañana iré a hablar con ella; el asunto no puede demorarse.
―Me da mucha pena por ti. Pero, ¿sabes?, será mejor. Dile que debe esperar –añadió María Pávlovna, al parecer satisfecha y orgullosa de la decisión del hijo.
La situación de Evgueni se agravaba por el hecho de que su madre, que vivía con él, no se daba la menor cuenta del estado n que el hijo se encontraba. Estaba tan acostumbraba a vivir a lo grande, que no podía imaginarse la situación en que él se hallaba, es decir, que cualquier día las cosas podían ponerse de tal modo que debería venderlo todo y vivir y mantener a su madre exclusivamente con el sueldo, que, como mucho, no pasaría de dos mil rublos. Ella no podía comprender que de esa situación únicamente podían salir reduciendo al máximo los gastos, y por eso no se le alcanzaba que Evgueni escatimase tanto es los pequeños dispendios referentes a los jardineros, a los cocheros, a la servidumbre y hasta a la mesa. Además, como la mayoría de las viudas, guardaba hacia la memoria del difunto un sentimiento de veneración muy distinto al que sintió por él en vida, y no admitía siquiera la idea de que lo que hizo él pudiera haber estado mal hecho y debiera cambiarse.
Evgueni, a costa de grandes esfuerzos, mantenía el jardín y el invernadero, con dos jardineros, y las caballerizas, con tros dos cocheros. En cuanto a María Pávlovna, pensaba ingenuamente que no quejándose de la mesa, atendida por un viejo cocinero, de que los caminos del parque estuviesen descuidados y de que en vez de varios lacayos no tuviera a su servicio más que un mozalbete, hacía cuanto al alcance de una madre que se sacrificaba por su hijo. Así, en esta nueva deuda, en la que Evgueni veía un golpe que casi venía a desbaratar todos sus planes, María Pávlovna no veía más que una nueva ocasión de poner de manifiesto los nobles sentimientos de su hijo. Tampoco se preocupaba gran cosa de la situación económica de Evgueni, por estar convencida de que él conseguiría hacer una boda brillante. Conocía a una docena e familias que se consideraban muy felices dándole una hija suya. Y deseaba arreglar eso cuanto antes.
IV
También Evgueni soñaba con la boda, pero no como su madre: la idea de casarse para arreglar sus asuntos económicos le repugnaba. Quería casarse honradamente, por amor. Se fijaba en las muchachas que encontraba y conocía, trataba de imaginarse cómo podría resultar el matrimonio con una u otra, pero su mente no acababa de decidirse. Mientras tanto, cosa que no hubiera podido esperar, sus relaciones con Stepanida proseguían y hasta habían adquirido cierto carácter fijo. Evgueni estaba lejos del libertinaje, se le hacía tan duro llevar todo eso en secreto, algo que (él lo sentía) estaba mal, que de ningún modo podía aceptarlo, y ya después de la primera entrevista se había hecho el propósito de no ver más a Stepanida; pero resultó que al cabo de cierto tiempo apareció en él la inquietud que atribuía a la causa antes explicada. Y la inquietud esta vez no era ya algo impersonal. Se imaginaba precisamente aquellos ojos negros y brillantes, aquella voz profunda, aquel olor algo lozano y fuerte, aquel pecho alto que se levantaba bajo la blusa y todo aquel bosquecillo de nogales y arces bañados por una luz clara. Por mucho reparo que le diese, volvió a recurrir a Danila. Y la entrevista quedó fijada de nuevo para el medio día en el bosque. Esta vez Evgueni la miró más y todo le pareció atrayente. Trató de conversar con ella, le preguntó por su marido. En efecto, era el hijo de Mijailo, que vivía en Moscú ganándose la vida como cochero.
―¿Y cómo es que tú…? –Evgueni quiso preguntar por qué hacía traición a su marido.
―¿A qué se refiere? –peguntó ella. Parecía inteligente y perspicaz.
―¿Cómo es que vienes conmigo?
―¡Ah! –replicó alegremente. –También él se divertirá. ¿Por qué no voy a hacerlo yo?
El descaro que fingía agradó también a Evgueni. No obstante, no quiso entonces convenir una nueva cita. Ni siquiera lo aceptó cuando le propuso que se viesen sin recurrir a Danila, a quien ella parecía tener antipatía. Esperaba que esta entrevista fuera la última. Le agradaba. Pensaba que esto le era necesario y que en ello no había nada malo; pero en el fondo de su alma e levantaba un juez más severo que no acababa de aprobarlo, y esperaba que esta sería la última vez, o, al menos, no quería participar en el asunto y convenirlo por anticipado.
Así transcurrió el verano, durante el cual se vieron unas diez veces, y siempre por intermedio de Danila. Hubo una ocasión en que ella no podía acudir porque había venido su marido y Danila le propuso otra. Evgueni lo rechazó con repugnancia. Luego el marido se fue y las entrevistas se reanudaron como antes, primero a través de Danila y más tarde ya directamente: el fijaba una hora y ella acudía con la Prójorova, pues una mujer no podía salir sola. Cierta vez, precisamente a la hora que habían convenido, llegó a visitar a María Pávlovna la familia de la muchacha que la madre tenía pensada para Evgueni, y a éste le fue imposible acudir a tiempo en cuanto pudo verse libre, salió con el pretexto de acercarse a la era y, dando la vuelta por un sendero, se dirigió al bosque, al lugar de la cita. No la encontró. Pero en el lugar de costumbre todo había sido roto y pisoteado; los alisos, los nogales y hasta un arce bastante grueso. Inquieta y enfadada, como en broma, había dejado este recuerdo. Él esperó un rato y se acercó en busca de Danila para pedirle que la hiciera venir al día siguiente. Ella acudió y se comportó como en otras ocasiones.
Así pasó el verano. Se citaban siempre en el bosque y sólo una vez, ya de cara al otoño, se vieron en el cobertizo de la era de Stepanida. A Evgueni nunca se leo ocurrió que estas relaciones pudieran tener para él la menor importancia. Ni siquiera pensaba en ella. Le daba dinero y a eso se reducía todo. No sabía ni pensaba que en toda la aldea estaba ya al tanto y que la envidiaban; que sus familiares se hacían cargo del dinero y la estimulaban; que, bajo la influencia del dinero y de la participación de la gente de su casa, en ella había desaparecido por completo la idea de que se trataba de algo pecaminoso. Le parecía que, si la gente la envidiaba, estaba bien lo que hacía.
“Hay que hacerlo en vistas de la salud –pensaba Evgueni. –Admitamos que está mal y que, aunque nadie dice nada, lo saben todos o muchos. Lo sabe la mujer que la acompaña. Y seguramente lo ha contado a otros. Pero ¿qué le vamos a hacer? Procedo mal –pensaba Evgueni, ―pero no hay otro remedio; además, esto se acabará pronto.”
Lo que más le turbaba era que estuviese casada. En un principio se imaginaba que el marido debía ser una mala persona; y esto parecía justificar su acción hasta cierto punto. Pero al verlo quedó asombrado. Era un buen mozo presumido y de seguro resultaba mejo que él mismo. En la siguiente entrevista con ella le dijo que lo había visto y que le había agradado mucho.
―En toda la aldea no hay otro como él –asintió ella con orgullo.
Esto produjo asombro a Evgueni. La idea del marido le atormentó todavía más a partir de entonces. En una ocasión, estando con Danila, éste le dijo abiertamente:
―Mijailo me ha preguntado si es verdad que el señor vive con la mujer de su hijo. Yo le he dicho que no lo sabía. Además, le he explicado que es preferible que viva con el señor que con un mujik.
―¿Y él?
―Nada; ha dicho que haría por enterarse y que si resultaba cierto le daría una paliza.
“Si el marido volviese, la dejaría”, pensó Evgueni.
Pero el marido vivía en la ciudad y de momento seguían las relaciones.
“Cuando sea necesario lo cortaré todo y no quedará nada”, pensaba.
También le parecía esto indudable, porque durante el verano le habían ocupado otras muchas cosas: la organización de la nueva alquería, la recolección, las obras y, sobre todo, el pago de las deudas y la venta de los terrenos baldíos. Se trataban de cuestiones que absorbían su atención y en las que pensaba en acostarse y levantarse. Esto constituía la auténtica vida. Las relaciones con Stepanida eran algo que no dejaba en él la menor huella. Cierto que a veces experimentaba el deseo de verla hasta tal punto, que no podía pensar en otra cosa, pero eso duraba poco; convenía una cita y de nuevo la olvidaba, sin acordarse de ella durante varias semana, a veces hasta un mes.
Aquel otoño Evgueni acudió a menudo a la ciudad, y allí intimó con la familia de los Ánmenski. Estos tenían una hija que acababa de salir del instituto. Y aquí, con gran dolor de María Pávlovna, según sus propias palabras, Evgueni se vendió a bajo pesio, se enamoró de Lisa Ánmenskaia y pidió su mano.
Coincidiendo con ello cesaron las relaciones con Stepanida.
V
No es posible explicar por qué Evgueni eligió a Lisa Ánmenskaia, de la mima manera que no es posible explicar por qué el hombre elige a una mujer y no a otra. Las causas eran infinitas, lo mismo positivas que negativas. Entre otros factores, ella no era muy rica, como las que su madre le proponía, era ingenua y tímida en las relaciones con su madre y no era ni fea ni una belleza que llamase la atención. Lo principal de todo fue que la conoció en un período en que él estaba maduro para la boda. Se enamoró porque estaba seguro de que se casaría con ella.
En un principio Lisa Ánmenskaia agradaba simplemente a Evgueni, pero cuando se decidió a hacerla su esposa se despertó en él un sentimiento mucho más fuerte, sintió que se había enamorado.
Lisa era una mujer alta, fina y larga. Todo en ella era largo: la cara, la nariz, aunque no hacia delante, sino a lo largo del rostro, los dedos, los pies. Su tez era delicada, blanca, un tanto amarilla, suavemente sonrosa; sus cabellos eran largos, rubios, suaves y rizaos; sus ojos eran hermosos, claros, tímidos y confiados. Estos ojos fueron lo que más atrajo a Evgueni. Y cuando pensaba en Lisa, siempre veía ante él esos ojos claros, tímidos y confiados.
Así era en el aspecto físico; espiritualmente no sabía nada de ella, lo único que veía eran sus ojos. Y estos ojos parecían decirle cuanto necesitaba saber. Tal era el sentido de aquellos ojos.
Desde su ingreso en el instituto, a los quince años, lisa había estado siempre enamorada de hombres a quienes encontraba atractivos, y sólo se sentía contenta y feliz cuando estaba enamorada. Al dejar el instituto pareció que se enamoró, como es lógico, de Evgueni. Este hecho de encontrarse enamorada era lo que proporcionaba a sus ojos al particular expresión que tanto había prendado a Evgueni.
Aquel invierno, simultáneamente, había estado enamorada de los jóvenes, y se ponía colorada y agitada no sólo cuando entraban en la habitación, sino cuando pronunciaban su nombre. Pero luego, cuando su madre le hizo ver que Irténev parecía venir con intenciones serias, su amor hacia este último aumentó hasta el punto de mostrar una indiferencia casi completa hacia los otros dos; y cuando Irténev empezó a frecuentar su casa, sus bailes y veladas, y bailaba con ella más que con ninguna otra con l único deseo, a ¡juzgar por todo, de saber si era correspondido, su amor se hizo casi morboso; soñaba con él dormida y despierta, y todos los demás desaparecieron para ella. Cuando pidió su mano y les dieron la bendición, cuando se besaron como novio y novia, no tuvo otras ideas que las de él, otros deseos que los de él; quería estar con él para amar y ser amada. Estaba orgullosa de él, se enternecía pensando en su amor y se derretía de amor a él. En cuanto a Evgueni, no esperaba encontrar este amor, que incrementaba todavía más sus propios sentimientos.
VI
Muy cerca ya la primavera, llegó a Semiónovskoe con el propósito de dar una vuelta y tomar sus disposiciones en relación con la finca; quería ver, sobre todo, cómo marchaba el arreglo de la casa con vistas a la boda.
María Pávlovna no estaba contenta con la elección se su hijo, pero sólo porque no era un partido tan brillante como hubiera podido serlo y porque Varvara Alexéievna, la futura consuegra, no le agradaba. No sabía ni podía afirmar si era buena o mala, porque desde el primer momento vio que no era una mujer comme il faut, una lady, según María Pávlovna se decía, y esto la disgustaba. Estimaba este decoro por costumbre, sabía que Evgueni era muy sensible al particular y preveía que ello iba a dar lugar a muchos contratiempos. En cuanto a la muchacha, le agradaba, principalmente porque agradaba a Evgueni. Tendría que quererla. Y María Pávlovna estaba dispuesta a quererla sinceramente.
Evgueni encontró a su madre alegre y contenta. Estaba haciendo grandes reformas en la casa y tenía el propósito de irse en cuanto él trajese a su joven esposa. Evgueni insistió en que se quedara y la cuestión quedó en el aire. Aquella tarde, según su costumbre, después del té María Pávlovna se puso a hacer solitarios. Evgueni la ayudaba. Era el momento de las conversaciones más intimas. Después de terminar un solitario y sin empezar otro, María Pávlovna miró a Evgueni y, un tanto vacilante, empezó así:
―Quería decirte una cosa, Zhenia. No sé nada, se comprende, pero en general, querría aconsejarte que antes de la boda pongas fin por completo a todos tus asuntos de soltero, para que luego no haya nada que pueda preocuparte ni, Dios nos libre, preocupar a tu mujer. ¿Me comprendes?
En efecto, Evgueni comprendió al momento que María Pávlovna aludía a sus relaciones con Stepanida, que habían cesado aquel otoño y a las que ella, como todas las mujeres solitarias, atribuían mucha más importancia de la que en realidad tenían. Evgueni se puso colorado, y no tanto e vergüenza como de disgusto de que la buena María Pávlovna se inmiscuyera, cierto que movida por su cariño, en cosas que no comprendía ni podía comprender. Dijo que no tenía nada que debería ocultar y que siempre había procedido en tal modo que nada pudiera ser un obstáculo para su boda.
―Magnífico, amigo. No te enfades conmigo –dijo María Pávlovna turbada.
Pero Evgueni vio que no había terminado y no había dicho lo que quería. Así resultó en efecto. Poco después pasó a contar que en su ausencia le habían pedido que fuese madrina de un niño de… los Péchnikov.
Ahora Evgueni enrojeció, pero no movido por el enojo o la vergüenza, sino por un extraño sentimiento de que lo que ahora le iban a decir era de gran importancia, ante la coincidencia de un razonamiento que en su fuero interno se había producido al margen por completo de su voluntad. Así resultó. María Pávlovna , como si no tuviese otro tema de conversación, dijo que aquel año sólo nacían niños; se veía que iba a haber una guerra. Los Vasin habían tenido un hijo, y también la joven de los Péchnikov. María Pávlovna quiso decir esto como de pasada, pero ella misma se sintió abochornada al ver cómo se teñía de rojo la cara de su hijo, su nerviosismo al ponerse los lentes y sus prisas al encender el cigarrillo. Se quedó callada. Él también calló, sin discurrir la manera de poner fin al silencio. Los dos se daban cuenta de haberse comprendido.
―Lo principal es que en la aldea reine la justicia, que no haya favoritos, como en tiempos de tu tío.
―Mamá –dijo de pronto Evgueni, ―sé a qué se refiere. No tiene motivos para inquietarse. Mi futura vida familia es para mí un santuario que no profanaré en ningún caso. Y lo que pudiera haber en mi vida de soltero ha acabado por completo. Nunca adquirí compromiso alguno con nadie, y nadie tiene sobre mí el menor derecho.
―Lo celebro –dijo la madre. –Conozco tus nobles ideas.
Evgueni tomó esas palabras de su madre como un merecido tributo a su persona y no dijo más.
A la mañana siguiente se dirigió a la ciudad con el pensamiento puesto en su prometida, en cualquier cosa que no fuese Stepanida. Pero como a propio intento, al acercarse a la iglesia, se tropezó con gente que entraba y salía del templo. Se encontró con el viejo Matvei, con Semión, con los chiquillos, unas mozas y dos mujeres casadas, una de cierta edad y la otra joven, muy engalanada, con un pañuelo rojo vivo y que le pareció conocida. La mujer caminaba con paso ligero y animoso, llevando un niño en brazos. Al juntarse, la de más edad se detuvo y le hizo un saludo al viejo estilo; la joven, la del niño, se limitó a inclinar la cabeza, y por debajo de pañuelo brillaron unos ojos familiares que sonreían alegremente.
“Sí, es ella, pero todo ha terminado y no tengo para qué mirarla. Aunque el niño puede ser mío –pasó por su imaginación. –Pero no, es un absurdo. Su marido estuvo aquí, y ella iba a verle”. Ni siquiera trató de echar cuentas. Lo que hizo fue para bien de su salud, siempre le había dado dinero y entre ellos dos no había, no podía ni debía haber ninguna otra relación. No es que quisiese callar la voz de la conciencia, la conciencia no le decía nada en absoluto. Y no volvió a acordarse de ella ni una sola vez después de la conversación con su madre y de aquel encuentro. Y ni una sola vez volvió a tropezarse con ella.
En la semana siguiente a la pascua de Pentecostés, Evgueni contrajo matrimonio en la ciudad y seguidamente, en compañía de su joven esposa, se trasladó a la aldea. La casa había sido renovada como de ordinario se hace para los recién casados. María Pávlovna se quería ir, pero Evgueni, y sobre todo Lisa, consiguieron que se quedara. Lo único que hizo fue trasladarse al pabellón contiguo.
Así empezó para Evgueni una nueva vida.
VII
El primer año de vida familiar le resultó difícil. Lo fue así porque los asuntos, que mal que bien había ido aplazando durante el noviazgo, ahora, después de la boda, se le vinieron todos encima.
Resultaba imposible verse libre de las deudas. Las más urgentes fueron saldadas con el producto de la venta del bosque, pero quedaban otras y no había dinero. Aunque la finca había proporcionado buenos ingresos, tobo que mandar dinero a su hermano y atender los gastos de la boda, así que se encontraba sin recursos, la fabrica no podía seguir funcionando y debía se parada. Había un medio para salir de la situación: emplear el dinero de su mujer. Lisa, comprendiendo la situación de su marido, se lo exigió ella misma. Evgueni lo aceptó, pero a condición de poner la mitad de la finca a nombre de su esposa. Así lo hizo. No por ella, se comprende, que se sintió ofendida, sino pensando en la suegra.
Estas cuestiones, con los altibajos de éxitos y reveses, fueron una de las cosas que envenenaron la vida de Evgueni durante el primer año. La otra fue la precaria salud de su mujer. A los siete meses de la boda, Lisa tuvo un accidente. Había salido en el cochecillo a esperar a su marido, que regresaba de la ciudad, y el caballo, aunque era pacífico, pareció encabritarse, ella se asustó y se tiró al suelo de un salto. Tuvo relativamente suerte, pues pudo haberse enganchado en una rueda, pero estaba embarazada y aquella misma noche sintió dolores, abortó y tardó largo tiempo en reponerse. La pérdida de un hijo a quien tanto esperaban, la enfermedad de su mujer, los trastornos que esto significaba para su vida y, sobre todo, la presencia de la suegra, que había acudido en cuanto Lisa se puso enferma, hicieron este años todavía más penoso para Evgueni.
Mas, a pesar de tan difíciles circunstancias, al terminar el primer año Evgueni se sentía muy animoso. En primer lugar, sus íntimos deseos de restablece la fortuna venida a menos, de reanudar la vida de su abuelo bajo nuevas formas, aunque con trabajo y lentamente, se iban viendo cumplidos. Ahora ya no se trataba de vender toda la finca para pagar las deudas. La finca, aunque puesta a nombre de su mujer, había sido salvada, y si la cosecha de la remolacha era buena y los precios resultaban ventajosos, para el año próximo aquella situación de necesidad y eterna preocupaciones podría ser remplazada por una verdadera abundancia. Esto era una cosa.
La otra era que, por mucho que esperase de su mujer, no podía imaginarse que iba a encontrar en ella lo que había encontrado: no era lo que esperaba, era algo mucho mejor. Las ternuras y los entusiasmos de los enamorados, aunque él tratase de ponerles fin, no desaparecían, o se disipaban muy lentamente: pero resultaba algo completamente distinto, la vida era no sólo más alegre y agradable, sino más fácil. No sabía la razón, pero así era.
Esto se debía a que ella, inmediatamente después de los esponsales, había decidido que en todo el mundo no había persona más inteligente, pura y noble que Evgueni Irténev, por lo que todos estaban obligados a ponerse al servicio de Irténev y hacerle agradable la vida. Y como no era posible que todos se comportasen así, ella debía procurarlo en la medida de sus fuerzas. Así lo hacía, y por eso todas sus energías espirituales se hallaban siempre alerta, tratando de adivinar lo que a él le agradaba y hacerlo así por difícil que fuese.
Pero ella poseía lo que constituye el principal encanto del trato con la mujer amada: el amor le hacía ver lo que dentro del alma e su marido había. Intuía (a menudo mejor que él mismo) cualquier estado de su alma, cualquier matiz de sus sentimientos desagradables y obraba en consonancia con ello; es decir, nunca lo ofendía, siempre moderaba sus sentimientos desagradables y procuraba dar más fuerza a los alegres. Y no se trataba sólo de los sentimientos: también comprendía sus ideas. Comprendía al momento las cuestiones más ajenas a ella de la agricultura, de la fábrica, de la opinión de una u otra persona, y no sólo podía mantener conversaciones sobre estos temas, sino que a menudo, como él mismo decía, le daba útiles consejos. Las cosas, las personas y todo en el mundo lo miraba sólo con los ojos de su marido. Quería a su madre, pero al ver que Evgueni le resultaba desagradable la intervención de la suegra en su vida, desde el primer momento se puso al lado de su marido, y con tal energía, que él debió moderarla en sus ímpetus.
Además de todo esto poseía muchísimo gusto y tacto, y, sobre todo, sabía hacer las cosas en silencio. No se advertía su intervención, se veían los resultados; es decir, siempre y en todo reinaban la limpieza, el orden y la elegancia. Lisa, desde el primer momento, comprendió cuál era la idea de la vida de su marido y trataba e alcanzar y alcanzaba dentro de la casa aquello que él quería. No tenían hijos, pero tampoco perdían la esperanza. Aquel invierno fueron a Petesburgo, aun ginecólogo, y éste les aseguró que se encontraba perfectamente y podía tenerlos.
También este deseo se vio cumplido. A in de año quedó de nuevo embarazada.
Un punto había que no envenenaba, pero sí amenazaba su felicidad, y eran los ocultos celos: unos celos que ella trataba de contener, que no demostraba, pero que la hacían sufrir a menudo. No es que Evgueni no pudiese amar a ninguna, porque en todo el mundo no había mujeres dignas de él (si ella era digna de esto, nunca se lo preguntaba), pero ni una sola mujer podía atreverse a amarlo.
VIII
Su vida era como sigue. Él se levantaba, como siempre, temprano y se dedicaba a las cuestiones de la hacienda, acudía a la fábrica, allí donde se efectuaba algún trabajo, y a veces salía al campo. Hacía las diez llegaba para tomar el café. Para ello se reunía en la terraza con María Pávlovna, el tío, que vivía con ellos, y Lisa. Después de una conversación, a menudo muy animada, se separaban hasta la comida. Comían a las dos. Y luego daban un paseo a pie o en coche. Por la tarde, cuando él volvía de la oficina, tomaban té, y a veces él leía en voz alta mientras ella se dedicaba a sus labores, o hacían música, o, cuando había invitados, charlaban simplemente. Cuando él se ausentaba para resolver algún asunto, escribía y recibía cartas de ella a diario. A veces ella le acompañaba, y eso resultaba particularmente agradable. Para el santo de él acudían muchos invitados y el agasajado veía con gran placer cómo ella sabía disponer las cosas de modo que todo saliese a pedir de boca. Lo veía y escuchaba los comentarios; todos se mostraban entusiasmados con la joven y simpática dueña de casa, y esto venía a incrementar su amor hacia ella. Las cosas marchaban a pedir de boca. El embarazo se desarrollaba normalmente y ambos, aunque con timidez, empezaban a pensar en cómo criar al niño. Todas estas cuestiones de la educación y la crianza las decidía Evgueni; lo único que ella deseaba era cumplir mansamente la volunta de su marido. Evgueni leyó muchos libros de medicina con leprosito que el niño fuese cuidado según las reglas de la ciencia. Ella, se comprende, lo aceptaba todo y preparaba la canastilla y la cuna. Así llegó el segundo año de su matrimonio y la segunda primavera.
IX
Era en vísperas de la Santísima Trinidad. Lisa se encontraba en el quinto mes, y aunque trataba de cuidarse, se mostraba alegre y ágil. Ambas madres, la de ella y la de él, vivían en la casa bajo el pretexto de que debían vigilar y proteger a la embarazada, aunque lo único que hacían era inquietarla con sus eternas palabras necias. Evgueni estaba entregado n cuerpo y alma a la hacienda, al cultivo en gran escala e la remolacha.
Lisa decidió hacer limpieza general en la casa, cosa que no habían hecho desde semana santa, y para ayudar a la servidumbre llamó a dos mujeres de la aldea; debían fregar los suelos y las ventanas, limpiar el polvo de muebles y alfombras y colocar las fundas. Las mujeres llegaron por la mañana temprano, pusieron agua a calentar y empezaron su trabajo. Una de estas dos mujeres era Stepanida que acababa de destetar a su hijo y, a través de un empleado de la oficina con el que ahora andaba liada, había conseguido que la llamase. Sentía deseos de ver de cerca de la nueva señora. Stepanida vivía como antes, su marido seguía ausente y ella hacía travesuras como antes las había hecho con Danila, cuando éste la sorprendió cogiendo leña, y luego con el señor; ahora se trataba del joven oficinista. En el señor no pensaba en absoluto. “Ahora tiene a su mujer –se decía. –Pero me agradaría ver a la señora; dicen que ha arreglado muy bien la casa”.
Evgueni no la había visto desde que se tropezó con ella y el niño. Como jornalera no se contrataba, por estar ocupada con la criatura, y él pasaba en muy raras ocasiones por la aldea. Aquel día, en vísperas de la Trinidad, Evgueni se levantó temprano, a las cinco de la mañana, y se dirigió a unos barbechos que debían fosfatar. Cuando salió de la casa, las os mujeres no habían entrado aun en las habitaciones de los señores; estaban poniendo a calentar el agua.
Alegre, satisfecho y hambriento, Evgueni volvió a la hora del desayuno. Descabalgó junto al portillo, entregó las bridas de su montura a un jardinero que se había acercado a él y, descargando fustazos contra la alta hierba y repitiendo, como a su modo sucede, una misma frase, se dirigió hacia la casa. La frase en cuestión era: “los fosfatos se justifican”, aunque no sabía qué era lo que justificaban, ni ante quien.
En la pradera estaban sacudiendo las alfombras. Los muebles habían sido sacados fuera.
“¡Madre mía! ¡Lo que ha organizado Lisa! Los fosfatos se justifican. ¡Que ama de casa es, que amita! ¡Sí, que amita! –se dijo con el rostro casi resplandeciente que casi siempre mostraba cuando la miraba. –Sí, tengo que cambiarme de botas; porque si no, los fosfatos se justifican, es decir, huele a estiércol, y la amita, en el estado en que se encuentra… ¿Por qué se encuentra en ese estado? Sí, ahí, en ella crece un pequeño y nuevo Irténev –pensó. –Sí, los fosfatos se justifican”. Y sonriendo, entregado a sus pensamientos, empujó la puerta de su cuarto.
Apenas la había tocado cuando la puerta se abrió por sí misma y él se dio de bruces con una mujer que salía con un cubo, la saya recogida, descalza y las mangas remangadas. Él se apartó para darle paso; ella se apartó también, arreglándose el pañuelo, torcido, con su mano mojada.
―Pasa, pasa; no entraré… ―había empezado Evgueni, y se detuvo reconociéndola.
Ella le miró con ojos ponientes. Recogiéndose la saya, atravesó el umbral.
“¡Que absurdo es esto!... ¿Qué pasa?... No puede ser”, se dijo Evgueni, ceñudo y como si tratase de sacudirse una mosca, descontento por el hecho de haberla visto. Se sentía descontento y, a la vez, no podía apartar los ojos de su cuerpo, que se balanceaba con aquel andar suave y vigoroso, de sus brazos, de sus hombros, de los bonitos pliegues de la chambra y de la roja saya, recogida sobre sus blancas pantorrillas.
“¿Qué estoy mirando? –se dijo, bajando los ojos para no verla. –Sí, tengo que entrar a coger las botas”. Y dio la vuelta hacia su cuarto. Pero no había recorrido cinco pasos cuando, sin él mimo saber qué órdenes obedecía, se volvió para mirarla una vez más. Ella daba la vuelta al pasillo y, en aquel momento también le miró a él.
“¡Que hago! –exclamó en su fuero interno. –Puede pensar algo. Ya lo habrá pensado”.
Entró en su cuarto, que estaba mojado. Otra mujer, vieja y flaca, fregaba el suelo. Evgueni se acercó de puntillas, a través de los sucios charcos, a la pared, en busca de las botas, y quiso salir cuando la mujer se le adelantó en sus propósitos.
“Esta se ha ido y la otra, Stepanida, va a volver –empezó a razonar alguien dentro de él mismo. ―¡Dios mío! ¡Qué hago, qué pienso!”
Agarró las botas y salió corriendo a la antesala; allí se las puso, se cepilló y se dirigió a la terraza, donde ya estaban ambas mamás, tomando el café. Lisa, que parecía esperarle, salió al mismo tiempo que él por la otra puerta.
“¡Dios mío! ¡Si lo supiera ella, que me considera tan honesto, tan puro e inocente!”, pensó.
Lisa lo acogió con la cara resplandeciente de siempre. Pero ahora le pareció más pálida, amarilla y larga que de costumbre.
X
A aquella hora, como con frecuencia ocurría, transcurría una popular conversación femenina en la que no había lógica alguna, pero que debía tenerla, porque no cesaba ni un momento.
Las dos señoras insistían en sus alfilerazos y Lisa maniobraba hábilmente entre ellas.
―Me sabe mal que no haya terminado la limpieza de tu cuarto antes de que volvieras –dijo a su marido. –Quiero darle la vuelta a todo.
―¿Has dormido después que me fui?
―Sí, me siento bien.
―¿Cómo puede sentirse bien en su estado y con este calor insoportable, cuando sus ventanas dan al sol? –dijo Varvara Alexéievna, su madre. –Y sin celosías ni toldos. Yo siempre tuve toldos.
―Pero a la sombra estamos a diez grados –dijo María Pávlovna.
―Y de ahí vienen las calenturas: de la humedad –replicó Varvara Alexéievna, sin advertir que decía algo diametralmente opuesto a lo que antes sostenía. –Mi médico decía siempre que nunca se puede diagnosticar una enfermedad si no se conoce el carácter de la enferma. Y él lo sabe, porque es el número uno; le pagamos cien rublos. Mi difunto marido no quería saber nada de médicos, pero para mí nunca escatimaba nada.
―¿Cómo es posible que el marido escatime nada a su mujer, cuando la vida de ella y la del niño pueden depender…?
―Sí, cuando hay recursos la mujer puede ser independiente del marido. La buena esposa siempre se somete al marido –dijo Varvara Alexéievna, ―pero Lisa está aun muy débil después de su enfermedad.
―No, mamá, me siento perfectamente. ¿Cómo no le han servido crema hervida?
―Me es lo mismo. Puedo tomarla fresca.
―le he preguntado a Varvara Alexéievna y no ha querido –explicó María Pávlovna, como justificándose.
―No, ahora no la quiero –y como para poner fin a la desagradable conversación y cediendo generosamente, Varvara Alexéievna se volvió hacia Evgueni. ―¿Qué, han echado el fosfato?
Lisa corrió en busca de la crema.
―Pero si no quiero, no quiero.
―¡Lisa! ¡Lisa! ¡Cuidado! –gritó María Pávlovna. –Esos movimientos tan bruscos le pueden perjudicar.
―No hay nada perjudicial cuando el alma se siente tranquila –replicó Varvara Alexéievna como aludiendo a algo, aunque ella misma no sabía a qué podían referirse sus palabras.
Lisa volvió con la crema. Evgueni tomaba el café y escuchaba taciturno. Estaba acostumbrado a estas conversaciones, pero la de ahora le irritaba por su falta de sentido. Quería reflexionar sobre lo que había sucedido y este parloteo le molestaba. Después de tomar el café, Varvara Alexéievna se retiró de mal humor. Se quedaron solos Lisa, Evgueni y María Pávlovna. Y la conversación se deslizó por cauces sencillos y agradables. Pero Lisa, a quien el amor hacía muy sensible, advirtió al momento, que algo atormentaba a Evgueni y le preguntó si le había ocurrido algo desagradable. Él no se hallaba preparado para esa pregunta, vaciló ligeramente y contestó que no. Y la respuesta dejó aun más preocupada a Lisa. Algo le atormentaba, y le atormentaba mucho, eso se veía claro, como una mosca que ha caído en la leche, pero no decía de qué se trataba.
XI
Después del desayuno se separaron. Evgueni fiel a su costumbre, se dirigió al despacho. No se dedicó a leer ni a despachar la correspondencia, se sentó y empezó a fumar un cigarrillo tras otro, sumido en sus pensamientos. Le asombraba y le contrariaba terriblemente aquel mal sentimiento que, cuando menos lo esperaba, había aparecido en él y del que se consideraba libre desde que se casó. Desde entonces no había vuelto a experimentarlo ni hacia ella, a quien conocía, ni hacia ninguna otra mujer que no fuera la suya. En el fondo de su alma había celebrado muchas en muchas ocasiones esta liberación, y de pronto el azar, una casualidad al parecer sin importancia, le revelaba que no era libe. No le atormentaba verse de nuevo subordinado a ese sentimiento, el de que quisiera poseerla (esto no deseaba ni pensarlo siquiera), sino que el sentimiento permanecía vivo en él y le obligaba a mantenerse alerta. En cuanto a que consiguiera reprimirlo, no le cabía la menor duda.
Tenía una carta pendiente y debía redactar cierto documento. Se sentó ante el escritorio y puso manos a la obra. Al terminar, sin acordarse para nada de lo que lo inquietaba, salió a dar una vuelta por la caballeriza. Y de nuevo, como a propósito, por casualidad o deliberadamente, acababa de salir al portal cuando de detrás de la esquina aparecieron la saya roja y el pañuelo rojo, y moviendo los brazos y contoneándose, pasó junto a él. Y no se limitó a pasar, sino que echó a correr, como si jugase, hasta alcanzar a su compañera.
De nuevo la brillante luz del mediodía, las ortigas, la parte trasera de la casa del guarda, su cara sonriente a la sombra de los arces, la boca que mordisqueaba las hojas, surgieron en su imaginación.
“No, esto no se puede dejar así”, se dijo, y, en cuanto las mujeres hubieron desaparecido, entró en la oficina.
Era la hora de la comida, y esperaba encontrar al intendente. Así fue. Acababa de despertarse. Se estiraba y bostezaba, mirando al mozo del establo, que le decía algo.
―Vasili Nikoláievich.
―¿Desea algo?
―Quería hablar con usted.
―Estoy a sus órdenes.
―Termine antes.
―¿No serás capaz de traerla?
―Pesa mucho, Vasili Nikoláievich.
―¿De qué se trata? –preguntó Evgueni.
―Una vaca que ha parido en el campo. Está bien, pero ahora mandaré que enganchen un carro. Díselo tú mismo a Nikolai Lisuj, que se prepare para salir.
El mozo se fue.
―Verá –empezó Evgueni, ruborizándose y sintiendo que se ruborizaba. –Verá, Vasili Nikoláievich. Aquí, cuando era soltero, tuve algunos pecados… es posible que lo haya oído…
Vasili Nikoláievich sonrió con la mirada, y con el evidente propósito de facilitar la explicación del señor, dijo:
―¿Se refiere a lo de Stepanida?
―Sí, a eso. Verá. Procure no tomarla para trabajos en casa. Comprenderá que me resulta desagradable…
―Seguramente ha sido cosa de Vania, el oficinista.
―Haga el favor… ¿Qué? ¿Acabarán con la faena? –añadió Evgueni para disimular la turbación.
―ahora mismo voy.
Así terminó esto. Evgueni quedó tranquilo con la confianza de que, lo mismo que había pasado un año sin verla, así sucedería ahora. “Además, Vasili Nikoláievich se lo dirá a Ivan, el de la oficina, Ivan se lo dirá a ella y ella comprenderá que no la quiero”, se dijo Evgueni, contento de habérselo dicho así a Vasili Nikoláievich, por difícil que le hubiese sido. “Todo es preferible, todo es mejor que esta duda, que este bochorno”. Se estremeció al sólo recuerdo de aquel delito cometido con el pensamiento.
XII
El esfuerzo moral que había hecho para superar la vergüenza y hablar a Vasili Nikoláievich tranquilizó a Evgueni. Le pareció que ahora todo había terminado. Lisa advirtió al instante que se hallaba completamente tranquilo y hasta más alegre que de ordinario. “De seguro que le habían molestado los palabras necias de las mamás. Realmente, es desagradable, sobre todo para él, con su sensibilidad y nobleza, escuchar sus eternas reticencias”, pensó Lisa.
El día siguiente era la trinidad. Hacía un tiempo hermoso y las mujeres de la aldea que, según la costumbre, habían ido al bosque a trenzar coronas de flores, a la vuelta pasaron por la casa señorial y se pusieron a cantar y bailar. María Pávlovna y Varvara Alexéievna, con sus vestidos de fiesta y sombrillas, salieron al portal y se acercaron al corro. A ellas se unió, de levita, el tío, pasaba el verano con Evgueni, un viejo tripudo, lascivo y borrachín.
Como siempre, las casadas jóvenes y las mozas formaban un corro de vivos colores, y a su alrededor, a un lado y otro, como planetas y satélites que se hubiesen desprendido, giraban las chicas, dándose la mano y presumiendo con sus vestidos de percal, los pequeños, que reían y corrían atrás y adelante, los chicos mayores, con sus chalecos azules y negros, sus gorras y sus camisas rojas, que no cesaban de esculpir cáscaras de semilla de girasol, los criados de la casa y la gente de fuera, que contemplaba de lejos las evoluciones del corro. Las dos señoras se acercaron seguidas de Lisa, ataviadas con un vestido azul celeste, con cintas del mismo color en el pelo y en anchas mangas, por las que asomaban sus brazos largos y blancos de angulosos codos.
Evgueni no sentía deseos de salir, pero resultaba ridículo ocultarse. Salió también al portal con el cigarrillo en los labios, saludó a los chicos y a los hombres y se puso a hablar con ellos. Las mujeres, entre tanto, se desgañitaban cantando, batían palmas y bailaban al compás de su propio cántico.
―Le llama la señora –dijo un chico acercándose a Evgueni quien no escuchaba las voces de su mujer. Lisa le llamaba para que viese las danzas, y sobre todo a una de las bailarinas, que le había agradado particularmente. Se trataba de Stepanida. Lucía una blusa amarilla, chaleco plisado y falda de seda; ancha, enérgica, arrebolada y alegre. Debía de bailar bien. El no vio nada.
―Sí, sí –decía quitándose y volviéndose a poner los lentes. –Sí, sí –repetía. “Parece que no voy a poder librarme de ella”, pensaba mientras tanto.
No miraba porque temía verse atraído, y precisamente porque la había visto de refilón le pareció más atractiva. Además, por su brillante mirada había advertido que ella le veía y que se complacía en mirarlo. Se quedó lo indispensable para guarda las apariencias y, al advertir que Varvara Alexéievna la llamaba y de manera torpe y falsa le decía “querida”, hablando con ella, dio la vuelta y se retiró. Se retiró y volvió a la casa. Se había ido para no verla, pero al llegar al piso alto, sin haber él mismo para qué, se acercó a la ventana y no se apartó de ella mientras las mujeres estuvieron ante el portal, mirándola y comiéndosela con los ojos.
Escapó antes de que nadie pudiera verle, llegó con paso silencioso hasta la puerta lateral y, después de encender un cigarrillo, con el propósito de dar un paseo, salió al jardín, en la dirección que ella había tomado. No había dado dos pasos hacia la avenida cuando, por entre los árboles, apareció el chaleco plisado sobre la blusa amarilla y el pañuelo rojo. Iba con otra mujer. “Van a algún sitio”.
Y de ponto un apasionado y lúbrico deseo de abrasó, oprimiéndole el corazón. Evgueni, como obedeciendo una volunta ajena, miró alrededor y siguió tras ella.
―¡Evgueni Irténev! ¡Evgueni Irténev! Aquí estoy para lo que guste mandar –dijo una voz a sus espaldas, y Evgueni, al ver al viejo Samojin, a quien había contratad para abrir un pozo, recobró la serenidad, dio rápidamente la vuelta y se acercó a él.
Mientras charlaba con Samojin, se volvió de lado y pudo ver que las dos mujeres habían bajado hasta el pozo, o con la excusa del pozo, y después de permanecer allí unos instantes habían escapado ligeras hacia el corro.
XIII
Después de conversar con Samojin, Evgueni volvió a casa deprimido igual que si hubiese cometido un crimen. En primer lugar, ella le había entendió. Pensaba que quería verla y también los deseaba. En segundo lugar, la otra mujer, Anna Prójorova, debía de saberlo.
Lo peor de todo era que se sentía vencido, que carecía de voluntad propia, que había otra fuerza que le impulsaba; que en esta ocasión se había salvado de milagro, pero que en cualquier día, mañana, pasado mañana, sería un hombre perdido.
“Sí, seré un hombre perdido –no comprendía la cuestión de otro modo; ―traicionaré a mi joven y amante esposa con una mujer de la aldea, a la vista de todos. ¿No es esto una perdición, una espantosa perdición después de la cual será imposible seguir viviendo? –se decía. ―¿Es que no se pueden toma medidas? Hay que hacer algo. No debes pensar en ella –se ordenaba a sí mismo. ―¡No debes pensar!”, y a renglón seguido empezaba a pensar, la veía ante él y veía la sombra de los arces.
Recordó haber leído de un ermitaño que, obligado a imponer su mano sobre una mujer para curarla, a fin de huir de la tentación, acercó la otra mano a un brasero y se quemó los dedos. Lo recordó. “Sí, prefiero quemarme los dedos antes que la perdición”. Y, comprobando que en cuarto no había nadie, encendió una cerilla y se la aplicó a un dedo. “¡Ea, piensa ahora en ella! –se dijo irónicamente; el dolor le hizo retirar el ennegrecido dedo, tiró la cerilla y se rió de sí mismo. ―¡Qué estupidez! No debía hacerlo. Pero hay que tomar medidas para que no la vuelva a ver: alejarme o hacer que se vaya. ¡Sí, hacer que se vaya! Ofreceré dinero la marido para que se la lleve a la ciudad o se trasladen a otra aldea. Se enterarán, habrá comentarios. Pero no importa: cualquier cosa es preferible a este peligro. Sí, hay que hacerlo”, se decía y no cesaba de mirarla, sin apartar los ojos. “¿Adónde ha ido?, se preguntó de pronto. Le preció que ella le había visto en la ventana y ahora, después de volverse hacia él, del brazo con otra mujer, iba hacia el jardín, braceando garbosamente. Sin comprender él mismo la razón, contento de sus pensamientos, se dirigió ala oficina.
Vasili Nikoláievich, con su levita de los días de fiesta y el pelo reluciente de brillantina, estaba tomando el té con su mujer y unos invitados.
―Deseaba hablar con usted, Vasilli Nikoláievich.
―No faltaba más. Ya hemos acabado.
―Será la mejor que venga conmigo.
―Ahora mismo, en cuanto tome la gorra. Tú, Tania, apaga el samovar –dijo Vasili Nikiláievich, saliendo alegremente.
Se le figuró a Evgueni que estaba algo bebido, pero ya no había remedio; acaso fuese preferible, se haría mejor cargo de la situación.
―Vengo a hablarle de lo de ayer, Vasilli Nikoláievich –dijo Evgueni; ―de esa mujer.
―Comprendo. Ya he dado órdenes para que no la tomen en ningún modo.
―No se trata de eso; quería aconsejarme con usted. ¿No se podía hace que se marchara, que se fuera con toda su familia?
―¿Adónde la vamos a mandar? –preguntó Vasili Nikoláievich, en un tono que a Evgueni se le figuró descontento y burlón.
―Yo pensé que se les podía dar dinero o incluso tierra, en Kotlóvskoe. Lo que quiero es que ella no esté aquí.
―¿Y cómo vamos a obligarlos? ¿Cómo van a apartarse de su aldea? ¿Qué le pasa? ¿Es que le molesta?
―Comprenda, Vasili Nikoláievich, el disgusto que mi mujer se llevará cuando se entere.
―¿Y quien se lo va a decir?
―Pero, ¿cómo voy a vivir con semejante peligro? Y en general, me es muy penoso.
―¿Por qué se preocupa así? A quien recuerda lo viejo hay que sacarle los ojos. Y quien no ha pecado ante Dios, no es culpable ante el zar.
―De todos modos, sería mejor que se fuera. ¿Podría usted hablar con el marido?
―No hay nada que hablar. ¿Por qué se pone así, Evgueni Ivánovich? Todo pasó y ha sido olvidado. Son cosas que le ocurren a cualquiera. ¿Quién puede decir ahora nada malo de usted? No hay nada oculto en su vida, todos lo ven.
―No obstante, hable con él.
―está bien, hablaré.
Aunque de antemano sabía que no resultaría nada, esta conversación que la propia inquietud le había hecho exagerar el peligro.
¿Es que había acudido a una cita con ella? Esto era imposible. Simplemente, había salido a dar un paseo por el jardín y por casualidad se había tropezado con ella.
XIV
Aquel mismo día de la trinidad, después de comer, Lisa, que había salido a dar un paseo por el jardín, al pasar a la pradera, adonde su marido la llevaba para mostrarla la alfalfa, tuvo que saltar una pequeña zanja, dio un traspié y se cayó. La caída no fue violenta, de costado; pero lanzó un grito y él vio en su cara no sólo el susto, sino también el dolor. Quiso ayudarla a levantarse, pero ella le apartó la mano.
―No, espera un poco, Evgueni –dijo sonriendo débilmente y, según a él se le figuró, confusa. –Es que me he torcido un tobillo y nada más.
―No me canso de decirlo –terció Varvara Alexéievna. ―¿Es que en su estado puede saltar una zanja?
―Pero si no es nada, mamá. Ahora mimo me levanto.
Se puso n pie con la ayuda del marido, pero en aquel mismo instante palideció y en su cara apareció una expresión de susto.
―No me siento bien –y murmuró algo a su madre.
―¡Ay, Dios mío! ¡Lo que habéis hecho! Ya decía yo que no debías salir –gritó Varvara Alexéievna. –esperad, haré que venga alguien. No debe caminar. Hay que levarla.
―No tengas miedo, lisa. Yo te llevaré –dijo Evgueni, cogiéndola con el brazo izquierdo. –Abrázate a mi cuello. Así.
Inclinándose, pasó el brazo derecho por debajo de sus piernas y la levantó. Nunca pudo olvidar más tarde la expresión de sufrimiento y, a la vez, de felicidad que su cara reflejaba.
―Es mucho peso para ti, querido –dijo sonriendo. ―¡Mamá, corre a avisar!
Se inclinó sobre él y le dio un beso. Eran patentes sus deseos de que la madre viese como la llevaba.
Evgueni gritó a Varvara Alexéievna que no se diese prisa, que él la llevaría. Varvara Alexéievna se detuvo y empezó a gritar más todavía.
―Se te va a caer, es seguro que la vas a dejar caer. Quieres matarla. No tienes conciencia.
―Pero si la llevo perfectamente.
―No quiero, no quiero ver cómo atormentas a mi hija –y ocurrió a ocultarse tras una vuelta de la avenida.
―No es nada, se me pasará –dijo Lisa, sonriendo.
―Lo que hace falta es que no haya consecuencias, como la ora vez.
―No me refería a eso. Esto no es nada; pensaba en mamá. Estás cansado, descansa.
Aunque la carga se le hacía pesada, Evgueni la trasportó con orgullosa alegría hasta la casa y no la entregó a la doncella y el cocinero, quienes Varvara Alexéievna había encontrado y enviado a su encuentro. La llevó hasta el dormitorio y la depositó sobre la cama.
―Tú, vete –dijo ella, atrayéndolo hacia sí y dándole un beso. –Annushka y yo nos arreglaremos.
María Pávlovna, que se encontraba en su pabellón, acudió también. Desnudaron y acostaron a Lisa. Evgueni esperaba en la sala, con un libro en la mano. Varvara Alexéievna pasó junto a él con tan sombrío aspecto de desaprobación, que al infeliz le dio miedo.
―¿Qué hay? –preguntó.
―¿Qué hay? ¿Aun lo pregunta? Lo que probablemente quería cuando obligó a saltara a su mujer la zanja.
―¡Varvara Alexéievna! –gritó él. –Esto es insoportable. Si quiere martirizarme y hacerme la vida imposible… ―quería decir “váyase a otra parte”, pero se contuvo. ―¿Es que no le duele?
―Ahora es tarde.
Y, sacudiendo triunfante la cofia, se dirigió a la puerta.
Lisa había caído, en efecto, en mala posición. Se había torcido el pie y existía el peligro de un nuevo aborto. Todos sabían que era imposible hacer nada; lo único que debía era guardar reposo; sin embargo, decidieron llamar al médico.
“Muy estimado Nikolai Semiónich –escribió Evgueni. –Ha sido usted siempre tan bondadoso con nosotros, que espero no se negará a acudir en ayuda de mi esposa. Se halla…”, etc. Preparada la carta, se dirigió a la cuadra para dar órdenes en lo referente a los caballos y el coche. Había que prepara un tiro para traer al médico y otro para llevarlo. Donde la hacienda no está montada en lo grande, todo esto no se puede disponer de buenas a primeras, hay que pensarlo. Una vez hubo dispuesto las cosas él mismo y cuando el coche hubo salido, pasadas las nueve, volvió a casa. Su mujer seguía en la cama y decía que se sentía perfectamente; no le dolía nada. Pero Varvara Alexéievna, a la luz de las lámparas, para que no molestase a Lisa, había puesto un cuaderno de música, estaba tejiendo una manta roja con un aspecto que decía claramente que, después de lo sucedido, la paz era imposible. Y, por mucho que los demás hicieran, parecía decir: “Yo, al menos, he cumplido con mi deber”.
En lo vio, pero hizo como si no lo advirtiera; trató de parecer alegre y despreocupado; contó cómo había reunido los caballos y cómo la yegua “Kavushka” había ido perfectamente de encuarte izquierdo.
―Sí, se comprende; es el momento más oportuno para hacer salir los caballos, cuando hace falta ayuda. Seguramente también tirarán al médico a una zanja –dijo Varvara Alexéievna, mirando por debajo de los lentes su labor, que había acerado a la lámpara.
―Era necesario hacerlo. He arreglado las cosas como mejor creía.
―Recuerdo muy bien la manera como sus caballos me arrastraron a la entrada.
Se trataba de una vieja invención de la suegra, y ahora en cometió la imprudencia de decir que las cosas no habían sido así.
―Por algo digo siempre, y se lo he repetido muchas veces al príncipe, que lo peor de todo es vivir con gente embustera y falsa; todo lo aguanto, menos eso.
―Pues me parece que es a mí a quien más afecta –dijo Evgueni.
―Ya se ve.
―¿Qué?
―Nada, estoy contando los puntos.
Evgueni se encontraba en aquel momento junto a la cama. Lisa le miró y con una mano húmeda, que descansaba sobre la colcha, cogió la suya y la apretó. “Aguántate, hazlo por mí. Ella no constituye un obstáculo para que nosotros nos queramos”, le dijo su mirada.
―No lo haré. Así es –murmuró él, y besó su mano húmeda y larga, y luego sus ojos, que se cerraron al recibir el beso. ―¿Es que se va a repetir? –dijo luego. ―¿Cómo te encuentras?
―Me da miedo decirlo, pero tengo la sensación de que vive y vivirá –contestó Lisa mirando su vientre.
―Es terrible, es terrible pensarlo siquiera.
Aunque Lisa insistió mucho en que se retirara, Evgueni se quedó con ella, con un ojo abierto y dispuesto a atenderla. Pero pasó bien la noche y, si no hubiesen llamado al médico, acaso se habría levantado.
El médico llegó a la hora de la comida y, como se comprende, dijo que, aunque reiterados, no había indicaciones en este sentido, aunque tampoco los había en sentido contrario, por lo que, por una parte, se podía suponer, y por otra, también se podía suponer. Por ello había que guardar absoluto reposo. Además, el médico dio a Varvara Alexéievna una conferencia sobre anatomía de la mujer, a todo lo largo de la cual ella no cesó de menear significativamente la cabeza. Una vez hubo recibido sus honorarios, como de ordinario, en la parte posterior de la palma de mano, el médico se fue, previa indicación de que la enferma debía guardar una semana de cama.
XV
Evgueni pasó la mayor parte del tiempo junto a la cama de su mujer; la atendía, hablaba con ella, le leía y, lo que resultaba más difícil de todo, lo hacía soportando las acometidas de Varvara Alexéievna, que hasta sabía convertir en objeto de broma.
Pero no podía quedarse siempre en casa. En primer lugar, Lisa le hacía salir, diciendo que se ponía enfermo si ni se movía de su lado, y en segundo, las cuestiones de la hacienda marchaban de tal modo, que a cada paso e requería su presencia. No podía recluirse en casa, y estando en el campo, en el bosque, en el huerto, en la era, en todos los sitios, no ya el pensamiento de Stepanida, sino su imagen viva le perseguía de tal modo, que en muy raras ocasiones podía olvidarla. Esto no habría sido nada, acaso habría podido superar ese sentimiento; lo peor de todo era que antes pasaban meses enteros sin verla y ahora la veía y se tropezaba con ella a cada paso. Stepanida parecía comprender que él quería reanudar las relaciones y trataba de hacerse visible. Entre ellos no se había hablado nada, y por eso ni ella ni él acudían directamente a la cita, tratando solamente de encontrarse.
El sitio donde esto podía suceder era el bosque, al que las mujeres acudían con sacos a buscar hierba para las vacas. Evgueni lo sabía y por eso pasaba a diario por allí. Todos los días se decía que no lo haría y todos los días terminaba dirigiéndose al bosque y, al escuchar voces, deteniéndose tras un arbusto, miraba con el corazón palpitante si era ella.
¿Para qué necesitaba saberlo? No hubiera podido contestarlo. Si hubiese sido ella y hubiese estado sola, no se había acercado (así lo pensaba), sino que habría huido; pero necesitaba verla. En una ocasión la encontró: cuando él entraba en el boque, ella salía con otras dos mujeres, con un pescado seco de hierba a la espalda. De ocurrir un poco antes, hubiera podido hacerse el encontradizo en el bosque. Ahora era imposible, en presencia de las otras mujeres, hacerla volver. Mas, a pesar de que lo comprendía así, durante largo rato, con el riesgo de llamar la atención de las otras mujeres, permaneció espiando tras los arbustos de avellano. Ella no volvió, se entiende, pero él estuvo aguardando un buen rato. ¡Que hechizo se imaginaba, Dios mío! Y esto no ocurrió una vez, fueron cinco, seis. Y conforme el tiempo pasaba, más fuerte era en él ese sentimiento. Jamás le había parecido tan atractiva. Y no era sólo que fuese atractiva, jamás le había subyugado de esta manera.
Sabía que iba perdiendo el dominio sobre sí mismo; era algo que lindaba con la locura. La severidad para con su persona no se había debilitado en absoluto; al contrario, veía toda la infamia de sus deseos y hasta de sus actos, porque de ir al bosque era ya un acto. Sabía que, en cuanto la tuviese cerca, en la oscuridad si era posible, se dejaría arrastrar por el sentimiento. Sabía que lo único que le frenaba era la vergüenza ante la gente, ante ella y ante sí mismo. Y sabía que buscaba las circunstancias n que esta vergüenza no se advirtiese: la oscuridad o un contacto en que la vergüenza quedase ahogada por la pasión animal. Y por ese sabía que era un infame criminal, y se despreciaba y aborrecía con todas las potencias de su alma. Se aborrecía porque no acababa de rendirse; todos los días pedía a Dios que le diese fuerzas, que lo salvase de la perdición, todos los días se hacía a la idea de que no daría un paso más, no la miraría y trataría de olvidarla. Cada día imaginaba recursos para verse libre de aquel tormento y los ponía en práctica.
Pero todo era en vano.
Uno de los recursos era estar siempre ocupado en algo: otro era el trabajo intenso trabajo físico y el ayuno; estaba también la clara noción del bochorno que caería sobre su cabeza cuando todos se enterasen: su mujer, su suegra, la gente. Lo probaba todo y le parecía que salía vencedor, pro llegaba la hora, el mediodía, la hora de las citas de antes, la hora en que la había visto ir a buscar hierba… y se dirigía al bosque.
Así trascurrieron cinco penosos días. La vio de lejos, pero ni una sola vez llegaron a acercarse.
XVI
Lisa se iba reponiendo poco a poco, empezaba a caminar y se sentía inquieta por el cambio producido en su marido, que ella era incapaz de comprender.
Varvara Alexéievna se hallaba fuera por algún tiempo y el único extraño que quedaba era el tío. María Pávlovna, como siempre, estaba en casa.
Evgueni se hallaba en aquel estado, lindante con la locura, cuando como con frecuencia ocurre después de las tormentas de junio, vinieron unas lluvias torrenciales que se prolongaron durante dos días. Hubieron de ser interrumpidos todos los trabajos. Cesó hasta el acarreo del estiércol. La gente se había quedado en casa. Los pastores, que no podían con la dula, acabaron por llevarla al pueblo. Las vacas y las ovejas se fueron separando, cada una en busca de su casa. Las mujeres, descalzas y cubiertas con pañuelos, chapoteando en el barro, salieron a buscar las vacas extraviadas. Numerosos regatos corrían por los caminos, las hojas y la hierba estaban llenas de gotas y de los canalones caían sin cesar chorros que formaban espumeantes charcos. Evgueni se encontraba en casa con su mujer, que ahora le resultaba particularmente tediosa. Preguntó varias veces a Evgueni por la causa de su descontento y él, de mal humor, contestó que no le ocurría nada. Ella cesó en sus preguntas, pero quedó disgustada.
Habían desayunado y se encontraban en la sala. El tío contaba por centésima vez sus invenciones relacionadas con amigos suyos de la alta sociedad. Lisa hacía punto y suspiraba, quejándose del tiempo y de dolor de riñones. El tío de aconsejó que se acostara y, por su parte, pidió que le sirvieran vino. Dentro de casa, Evgueni se sentía aburridísimo. Todo le parecía lánguido y tedioso. Fumaba, con un libro entre las manos, pero no entendía nada de lo que leía.
―Tengo que ir a ver los ralladores que trajeron ayer –dijo. Se puso en pie y se dirigió a la salida.
―Llévate el paraguas.
―No hace falta, me pondré el chaquetón de cuero. Además, no voy lejos.
Se puso las botas altas y el chaquetón y se encaminó a la fábrica; pero no había recorrido veinte pasos cuando le salió al encuentro ella, con la falda recogida y dejando ver las blancas pantorrillas. Caminaba sujetando con ambas manos la toquilla en que se había envuelto la cabeza y los hombros.
―¿Qué haces? –preguntó él, que en el primer momento no la había reconocido. Ella se detuvo y, sonriendo, se le quedó mirando.
―Estoy buscando el ternero. ¿Adónde va con este tiempo? –dijo, como si se estuviesen viendo todos los días.
―Ve a la choza –dijo él d pronto, sin saber él mismo cómo. Era como si otro hubiese dicho estas palabras.
Ella mordisqueó el pañuelo, asintió con los ojos y corrió hacia donde antes iba, a la choza del jardín, mientras que él siguió su camino con el propósito de dar la vuelta en cuanto hubiese pasado el macizo de las lilas, para reunirse con ella.
―Señor –oyó a su espalda, ―le llama la señora; dice que vaya un momento.
Era Misha, su criado.
“Dios mío, es la segunda vez que me salvas”, pensó Evgueni, y al instante volvió a casa. Ella le recordó que había prometido llevar a la hora de la comida cierta medicina a una mujer enferma y le pedía que lo hiciera.
Mientras buscaba la medicina pasaron cinco minutos. Luego, al salir, no se decidió a ir a la choza para que no le viesen desde la casa. Pero, en cuanto se perdió de vista, dio vuelta y se dirigió a la cita. En su imaginación la veía ya en medio de la choza, sonriendo alegremente; pero no estaba y allí no había nada que recordase su presencia. Pensó que no había acudido, que no había oído ni entendido sus palabras. Gruñó para sus adentros, como temeroso de que pudiera oírle. “¿Y si no ha querido acudir? ¿Por qué me había imaginado que iba a echarse en mis brazos? Tiene a su marido. Yo sí que soy un miserable; tengo a mi mujer, que es buena, y voy tras otra”. Así pensaba, sentado en la choza, cuya techumbre de paja dejaba pasar el agua. “¡Que felicidad, si hubiese venido! Aquí, los dos solos, bajo esta lluvia. Abrazarla siquiera una vez más, y luego venga lo que venga. ¡Ah, sí! –recordó. –Si ha estado, encontraré algún rastro”. Miró el suelo de la choza y el sendero, no invadido por la hierba, y descubrió huellas recientes de sus pies descalzos. “Sí, ha estado. Ahora se acabó. Donde quiera que la vea, me acercaré a ella. Iré de noche a verla”. Permaneció un largo rato en la choza y salió allí extenuado y abatido. Llevó la medicina, volvió a casa y se tumbó en su cuarto, en espera de la comida.
XVII
Poco antes de la hora de la comida, llegó Lisa y, en sus intentos de imaginar la causa del descontento que en él veía, le dijo que tenía miedo; no quería que la llevasen a Moscú para dar a luz y había decidido quedarse. No iría a Moscú por nada del mundo. Él sabía lo mucho que temía el momento del parto y que el niño naciese con algún defecto, y por eso no pudo por menos de enterarse al ver la facilidad con que lo sacrificaba todo movida por el amor que le profesaba. Dentro de la casa todo era bueno, alegre y limpio; pero en su alma sentía algo sucio, infame, horrible. La tarde entera la pasó Evgueni atormentado ante la conciencia de que, a pesar de su firme propósito de poner fin a aquel estado de las cosas, a la mañana siguiente ocurriría lo mismo.
“No, esto no es posible –se decía, yendo y viniendo por el cuarto. –Tiene que hacer un remedio contra esto. ¿Qué hacer, Dios mío?
Alguien llamó a la puerta a la manera de los extranjeros. Era, lo sabía, el tío.
―Adelante –dijo.
El tío llegaba como embajador espontáneo de su mujer.
―La realidad es que observo en ti un cambio –le dijo, ―y me doy cuenta de lo que Lisa sufre. Comprendo que se te haga duro dejar todo esto, ahora que había empezado tan bien, pero que veux tu? Yo os aconsejaría un cambio de ambiente. Os sentiréis más tranquilos los dos. Mi opinión es que vayáis a Crimen. El clima es excelente, allí hay un buen tocólogo y llegaréis en plena vendimio.
―Tío –empezó de pronto Evgueni. ―¿Puede guardar un secreto, un secreto horrible? Es un secreto vergonzoso.
―No faltaba más, ¿es que dudas de mí?
―Tío, usted puede ayudarme. No sólo ayudarme, sino salvarme –dijo Evgueni.
Y la idea de que iba a revelar su secreto a un tío a quien no estimaba, la idea de que iba a aparecer ante él en una posición tan desfavorable, humillante, pareció agradable. Se sentía ruin y culpable, y experimentó el deseo de castigarse.
―Habla, amigo mío, ya sabes cuanto te quiero –dijo el tío, al parecer muy contento de que hubiera un secreto, de que se tratase de un secreto vergonzoso, de que este secreto le iba a ser revelado y de que él podía ser útil.
―Ante todo, he de decir que soy un miserable y un canalla; un canalla, precisamente un canalla.
―No digas eso –empezó el tío ahuecando la voz.
―Claro que lo soy. ¡Cuando soy el marido de Lisa, de Lisa! Porque hay que reconocer su pureza y su amor. Y yo su marido, quiero hacerle traición con una mujer cualquiera.
―¿Qué significa eso de que quieres? ¿No la has traicionado?
―No, pero da igual, es lo mismo que si la hubiese traicionado, porque no ha dependido de mí. Yo estaba dispuesto. Me lo impidieron, porque de lo contrario ahora… ahora… No sé lo que haría.
―Espera, explícate…
―Verá. De soltero cometí la estupidez de entenderme con una mujer de aquí, de nuestra aldea. Es decir, me veía con ella en el bosque, en el campo…
―¿Es bonita?
Evgueni arrugó el ceño al oír esto, pero tan necesitado estaba de ayuda, que pasó por alto la pregunta y prosiguió:
―Pensé que era algo por alto sin importancia, que lo cortaría y ahí acabaría todo. Lo corté antes de la boda y casi durante un año ni la vi ni pensé en ella –a Evgueni se le hacía raro escucharse, oír la descripción del estado en que se encontraba; ―luego, de pronto, no sé por qué (la verdad es que a veces cree uno en los hechizos), volví a verla, se me metió un gusano en el corazón y no cesa de roerme. Me increpo a mí mismo, comprendiendo el horror de mi acción, es decir, de lo que a cada momento podría hacer, y yo mismo voy a buscarla, y si no lo he hecho es porque Dios me salvó. Ayer, cuando Lisa me llamó, iba a buscarla.
―¿En plena lluvia?
―No puedo más, tío, y he decidido a abrirle mi corazón y pedirle ayuda.
―Sí, se comprende; dentro de tu propia hacienda no está bien. Se sabría. Comprendo que Lisa está delicada y que hay que cuidarla, pero ¿por qué en tu propia hacienda?
Evgueni no quiso tampoco ahora escuchar lo que el tío le decía y se apresuró a exponer la esencia de su problema.
―Sálveme de mí mismo. Es lo que le pido. Hoy, por casualidad, me han impedido consumar el hecho, pero mañana, ora vez, no me lo impedirán. Y ahora ella lo sabe. No me deje nunca solo.
―Sí, admitámoslo –dijo el tío. –Pero ¿tan enamorado estas?
―No se trata de eso. No es eso, es una fuerza que se apodera de mí y no me suelta. No sé qué partido tomar. Puede que llegue a hacerme fuerte, y entonces…
―Resulta lo que yo pensaba –dijo el tío. –Hay que ir a Crimen.
―Sí, sí, iremos; mientras tanto, estaré con usted, hablaré con usted.
XVIII
El hecho de haber confiado al tío su secreto y, sobre todo, los suplicios y la vergüenza que había sufrido después del día de la lluvia, devolvieron la calma a Evgueni. Quedó decidido que irían a Yalta. Mientras tanto, Evgueni hizo un viaje a la ciudad al objeto de arbitrar dinero para el viaje, tomó sus disposiciones en lo relativo a la casa y la hacienda, recobró la alegría, se sintió atraído de nuevo por su mujer y empezó a revivir moralmente.
Así, sin haber visto ni una sola vez a Stepanida después del día de la lluvia, salió con su mujer hacia Crimen. Allí pasaron dos meses excelentes. Era tantas las nuevas impresiones, que todo lo anterior pareció haberse borrado para Evgueni. En Crimen encontraron a antiguos conocidos, con los que intimaron, e hicieron nuevas amistades. La vida allí era para Evgueni una continua fiesta, además de que le resultaba instructiva y útil. Intimaron con el antiguo mariscal de la nobleza de su propia provincia, hombre inteligente y liberal, que tomó cariño a Evgueni, le expuso sus puntos de vista y le ganó para su partido. A fines de agosto Lisa dio a luz a una hermosa niña; contra todo lo que se esperaba, el parto resultó muy fácil.
Cuando los Irténev volvieron a casa, en septiembre, eran ya cuatro, contando la niña y la nodriza, puesto que Lisa no la podía criar. Completamente libre de los horrores de antes, cuando Evgueni volvió era un hombre nuevo y feliz. Las inquietudes propias del parto, comunes a todos los maridos, hicieron todavía más fuerte el amor que sentía por su mujer. Cuando tomó la niña en brazos notó que había algo que movía a risa; era un sentimiento nuevo, muy agradable, como un cosquilleo. Otro factor nuevo en su vida era ahora que además las ocupaciones de la hacienda, en su lama, gracias a la amistad con Dumchin (el antiguo mariscal de la nobleza), había surgido otro interés, el de los asuntos políticos, en parte por ambición, y en parte por la conciencia del deber. En octubre debía celebrarse una asamblea extraordinaria en la que sería presentada en la que sería presentada su candidatura. Ya en casa, fue una vez a la ciudad y otra a visitar a Dumchin.
Ni siquiera pensaba en los tormentos de la seducción y la lucha, y le costaba trabajo imaginárselos. Se le figuraba como un acceso de locura que hubiera sufrido.
Hasta tal punto se sentía libre de todo esto, que en la primera ocasión, cuando se quedó a solas con el intendente, no vació en preguntarle. Como no era la primera vez que hablaban de esto, no sintió reparo en hacerlo:
―¿Y Sidor Péchnikov? ¿Sigue fuera?
―Sí, está en la ciudad.
―¿Y su mujer?
―¡Es caso perdido! Ahora se ha liado con Zinovi. Está imposible.
“Magnífico –pensó Evgueni. ―¡Cómo he cambiado! Es asombrosa mi indiferencia hacia todo eso”.
XIX
Todo salió tal y como Evgueni deseaba. Había conseguido conservar la finca, la fábrica estaba en marcha, la cosecha de remolacha había sido espléndida y esperaba de ella grandes beneficios; su esposa había dado a luz felizmente a una niña y la suegra se había ido. Por si eso fuera poco, que elegido por unanimidad.
Después de las elecciones en la ciudad, Evgueni debía regresar a casa. Llovieron las felicitaciones, tuvo que celebrarlo. En la comida se tomó cinco copas de champaña. En su mente forjaba planes de vida completamente nuevos. Volvió a casa pensando en ellos. El camino era excelente y brillaba el sol. Al acercarse a casa, Evgueni pensaba que ahora, después de la elección, ocuparía la posición que siempre había aspirado, es decir, que estaría en condiciones de servir al pueblo y no ahora con el trabajo que podía proporcionar, sino con su influencia directa. Se imaginaba como al cabo de tres años juzgarían de él otros campesinos. “Este, por ejemplo”, se dijo al pasar por la aldea, mirando a un mujik y una mujer que pasaba por el camino transportando una tina. Detuvo el cochecillo para dejarlos pasar. El mujik era el viejo Péchnikov y la mujer era Stepanida. Evgueni la miró y al reconocerla sintió la alegría que había quedado completamente tranquilo. Parecía tan atractiva como siempre, pero eso no le afectó en absoluto. Llegó a su casa. Su mujer salió a recibirle al portal. La tarde era maravillosa.
―¿Qué? ¿Podemos felicitarte?
―Sí, he sido elegido.
―Excelente. Hay que mojarlo.
Al día siguiente, Evgueni hizo un recorrido por la hacienda, que tenía abandonada. N la alquería estaba en marcha la nueva trilladora. Iba entre las mujeres tratando de no fijarse en ellas, pero, por mucho que se esforzase, un par de veces reparó en los negros ojos y el pañuelo rojo de Stepanida, que retiraba la paja. Os veces la miró de reojo y de nuevo sintió algo, aunque sin llegar a darse cuenta clara de lo que ocurría. Sólo al otro día, al volver a la era de la alquería, donde estuvo dos horas sin tener necesidad alguna, sin dejar de acariciar con la mirada la hermosa y conocida figura de Stepanida, sintió que era hombre perdido, que estaba perdido por completo, irremisiblemente. De nuevo los tormentos, de nuevo los mismos horrores y miedos. Y no había salvación.
***
Ocurrió lo que esperaba. Al día siguiente, a la caída de la tarde, sin él mismo darse cuenta, se vio en la parte trasera de la casa de ella, frente al henil, donde el otoño pasado habían tenido una cita. Como si fuera paseando, se detuvo para encender un cigarrillo. La vecina lo vio y él al dar la vuelta, oyó que decía a alguien:
―Anda, te está esperando; se ve que no puede más. ¡Anda, tonta!
Vio como una mujer, ella, corría al henil, pero ya no pudo volver, porque un mujik le había salido al encuentro, y se fue a casa.
XX
Al entrar en la sala todo le pareció absurdo y falto de naturalidad. Se había levantado animoso, con la decisión de dejarlo, de olvidar, de no permitirse pensar en ello. Pero, sin él mismo advertirlo, durante la mañana no sólo se había interesado por los asuntos, sino que había procurado eludirlos. Lo que antes le parecía importante y le alegraba, ahora era fútil. Sin conciencia de lo que hacía, trataba de apartarse de los asuntos de la hacienda. Le parecía que debía hacerlo para reflexionar y meditar. Prescindió de todo, buscando la soledad. Pero, en cuanto se vio solo, se fue a pasear por el jardín y el bosque. Y todos estos lugares estaban ensuciados con recuerdos que lo dominaban por completo. Sentía que iba al jardín y que se decía que pensaba algo, pero no pensaba nada, sino que, como un insensato, sin darse cuenta cabal de nada, la esperaba; esperaba que ella, por un milagro, comprendía como la deseaba; acudir a él, a un sitio donde nadie los viese, o de noche, cuando no hubiese luna, y nadie ni siquiera ella misma, pudiese ver nada; en una noche así acudiría y él podría tocar su cuerpo…
“Sí, corté la relaciones cuando quise –se decía. ―¡Para cuidar de mi salud me junté con una mujer limpia y sana! No, se ve que no es posible jugar así con ella. Pensé que la había tomado, pero fue ella quien me tomó a mí, y ya no me suelta. Pensé que yo era libre, pero no lo era. Me engañé a mí mismo al casarme. Todo ha sido un absurdo, un engaño. Cuando me junté con ella experimenté un sentimiento nuevo, al auténtico sentimiento de marido. Sí, debí seguir viviendo con ella.
“Sí, dos vidas son posibles para mí. Una, la que empecé con Lisa; el cago, la hacienda, la niña, la estimación de la gente. Si opto por esta vida, hace falta que Stepanida desaparezca. Hay que mandarla fuera, como yo decía, o suprimirla. Y la otra vida… ya se sabe. Quitársela a su marido, darle a él dinero, olvidar la vergüenza y el bochorno y vivir con ella. Pero entonces hace falta que desaparezca Lisa y Mimí (la niña). No, la niña no molestaría, pero hace alta que Lisa no esté aquí, que se vaya. Que sepa que la he cambiado por una mujer de la aldea, que soy un embustero, un miserable. ¡No, esto es demasiado horrible! Esto no puede ser. También podría ocurrir de otro modo –seguía pensando: ―que Lisa se pusiera enferma y muriera. Que se muriera, y entonces todo resultaría perfecto.
“¡Perfecto! ¡Oh, eres un infame! No, si alguien tiene que morir, es ella. Si muriera ella, Stepanida, todo resultaría bien.
“Sí, así es como envenenan o pegan un tiro a las esposas o a las amantes. Basta tomar un revolver, llamarla y, en vez de un abrazo, dispararle en el pecho. Y se acabó.
“Porque ella es el diablo. El mismo diablo. Porque se ha apoderado de mí contra mi voluntad.
“¡Matar! Sí. Sólo hay dos salidas: matar a mi mujer o a ella. Porque la vida es imposible”, se dijo y acercándose a la mesa, sacó de ella un revolver y, después de examinarlo (faltaba un cartucho), se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
―¿Qué hago, Dios mío? –exclamó de pronto, juntando las mano y empezó a rezar. –Ayúdame, Señor, líbrame del mal. Tú sabes que no quiero nada malo, pero yo solo no puedo. Ayúdame –decía, sin cesar de hacer la señal de la cruz ante la imagen.
“Aun puedo dominarme; daré una vuelta para pensarlo”.
Se dirigió al recibimiento, se pudo la pelliza y las galochas y salió al portal. Sin él mismo darse cuenta, bordeando el jardín, sus pasos se dirigieron por el camino del campo, hacia la alquería. Allí seguía zumbando la trilladora y se oían los gritos de los chicos que acercaban la mies. Entró en el cobertizo. Estaba allí. La vio inmediatamente. Estaba recogiendo la paja y, al verle, riendo con los ojos, ágil y alegre, echó a correr al trote por la paja, separándola hábilmente. Evgueni no quería, pero no podía por menos mirarla. Se dio cuenta de las cosas sólo cuando ella desapareció de su vista. El administrador le informó que estaban trillando la mies escamada, por lo que el trabajo era mayor y daba menor rendimiento. Evgueni se acercó al tambor, que dejaba oír acompasados, sus golpes al pasar la mies, mal extendida, y preguntó si quedaban muchos de estos fajos.
―Unas cinco carretadas.
―Pues bien… ―empezó Evgueni, mas no terminó la frase.
Ella se había acercando al tambor que seguía tragando espigas, y le abrazó con su sonriente mirada.
Esta mirada le habló de la alegre despreocupación del amor entre los dos, de que ella sabía que él la deseaba y había acudido al cobertizo; que, como siempre, estaba dispuesta a vivir y divertirse con él, sin pensar en las condiciones y consecuencias. Evgueni se sintió dominado por ella, pero no quería rendirse.
Recordó su oración y trató de repetirla. Empezó a recitarla para sus adentros, pero al instante advirtió que era inútil. Una idea le absorbía por completo: cómo, sin que nadie advirtiese, convenir la cita.
―¿Empezamos otra hacina si terminamos hoy, ola dejamos para mañana? –preguntó el administrador.
―Sí, sí –contestó Evgueni, dirigiéndose mecánicamente a la paja que ella y otra mujer estaban amontonando.
“¿Es que no puedo dominarme? –se dijo. ―¿Es que soy un hombre perdido? ¡Dios mío! Pero no hay Dios. Hay el diablo. Y el diablo es ella. Se ha apoderado de mí, y yo no lo quiero, no lo quiero. El diablo, sí, el diablo”.
Se acercó hasta Stepanida, sacó el revolver del bolsillo y le disparó a la espalda, una, dos, tres veces. Ella dio unos pasos y cayó sobre el montón.
―¿Qué es esto, Dios mío? –gritaron las mujeres.
―No, no ha sido sin querer. La he matado deliberadamente –gritó Evgueni. –Id, buscad al comisario.
Llegó a casa y, sin decir nada a su mujer, se encerró en el despacho.
―¡No entres! –gritó a Lisa desde el otro lado de la puerta. –Ya te enterarás de todo.
Una hora más tarde llamó a un criado y le mandó a preguntar si Stepanida había quedado con vida.
El criado estaba al tanto ya y le dijo que había muerto hacía un rato.
―Perfectamente. Ahora déjame. Avísame cuando venga el comisario o el juez de instrucción.
El comisario y el juez llegaron a la mañana siguiente, y Evgueni, después de despedirse de su mujer y su hija, fue conducido a la cárcel.
Lo juzgaron. Eran los primeros tiempos del tribunal de jurados. Considerado su enajenación temporal, sólo lo condenaron a penitencia eclesiástica.
Estuvo nueve meses en la cárcel y uno en un monasterio.
Ya en la cárcel había empezado a beber, en el monasterio siguió haciéndolo, y cuando volvió a casa era ya un alcohólico sin voluntad e irresponsable.
Varvara Alexéievna aseguraba que siempre lo había predicho. Se veía lo que iba a suceder cuando discutía. Lisa y María Pávlovna no podían comprender en absoluto la causa, aunque tampoco daban crédito a las afirmaciones de los médicos de que era un enfermo mental, un psicópata. No podían aceptarlo porque sabían que era más sensato que los cientos de personas que habían conocido.
Efectivamente, si Evgueni Irténev era un enfermo mental cuando cometió su crimen, todos serían enfermos mentales, y los más enfermos serían, sin duda, aquellos que veían en los otros síntomas de locura y no los veían en sí mismos.
FIN