El Bar Del Infierno
ORGÍAS
En la ciudad de Benares, que es el centro del mundo, hay una construcción subterránea en cuyas ocultas instalaciones se celebra una orgía incesante. No se sabe cuál fue el principio de esta saturnalia. Cuando llegaron los ingleses ya hacía más de mil años que había empezado. Los hombres sabios declaran que sólo finalizará en el último día de los tiempos.
El aspirante que logre ingresar a la sala de placeres encontrará —cualquiera sea la hora del día o la época del año— centenares y centenares de personas anhelantes, rugientes, enloquecidas y entregadas a los goces más asombrosos.
A lo largo de la historia, generaciones de adeptos se han ido sucediendo pero la fiesta no se ha interrumpido jamás.
No está claro cuál es el procedimiento para ingresar a la secta de la Eterna Orgía. Los que han conocido los salones están obligados a guardar secreto. La ubicación misma de estos salones es desconocida. Algunos afirman que están a la orilla del río, no lejos de la terraza escalonada de Bachraj, donde los fieles toman baños rituales. Otros prefieren creer que la orgía se desarrolla exactamente bajo el templo de Durga, una ubicación conveniente para diseñar una simetría de austeridades superiores y disipaciones inferiores.
El periodista francés Jules Garnier afirmó haber ingresado a las dependencias orgiásticas el 10 de junio de 1923. Garnier sostuvo que la entrada está a una cuadra de la estación del ferrocarril y que unos brahamanes venales le abrieron la puerta por unas monedas. Su informe es breve y decepcionante.
Los salones están muy deteriorados y sucios. Entré desnudo y me encontré con dos cincuentones obesos que empujaban a una mujer borracha. Pregunté en perfecto sánscrito dónde estaba la orgía y me contestaron que aquella era la orgía perpetua. Los cincuentones se alegraron de mi llegada, que les permitiría marcharse sin interrumpir la historia.
Me quedé varias horas manoseando a la mujer borracha, hasta que unos estudiantes coreanos llegaron ruidosamente y me relevaron.
El antropólogo inglés Hebert Chorley conjetura que Jules Garnier fue engañado por granujas cualesquiera, de esos que cunden en las proximidades de las estaciones del ferrocarril.
ORGÍAS II
La secta del Petardo de Bambú consideraba muy conveniente morir en el punto más intenso de la existencia. Sus maestros recomendaban adelantarse a la decadencia y a la enfermedad, pero también a la serenidad y al tedio. No se trataba tan sólo de morir en plenitud, sino también de hacerlo en el momento en que ésta se hacía más patente.
En la ciudad de K'ai Feng, una vez por año o quizá dos, se reunían centenares de adeptos en un rito orgiástico de increíble violencia. Por lo general, lo hacían en lujosos salones, ya que la secta del Petardo de Bambú estaba integrada por personas de las familias más pudientes.
Un maestro de ceremonias iba señalando los diferentes pasos de la reunión. Al principio, se conversaba y se bebía un vino suave. Más tarde, servían unos manjares estimulantes. Después empezaban las danzas y al rato todos probaban los afrodisíacos preparados por los maestros del Tao, unas sabias mezclas que dejaban al cuerpo en permanente disposición venérea y soltaban al espíritu a fin de que abandonara los territorios de la razón y el decoro que tanto perjudican las acciones lujuriosas.
Al comenzar las cópulas indiscriminadas, unos músicos hacían sonar intensamente unas melodías que, según sus doctos compositores, expulsaban hasta el último vestigio de discreción. Un coro, o quizá los mismos participantes, repetían a voz en cuello versos obscenos que se mezclaban con los gritos, los jadeos y las amplias solicitudes de los fornicadores.
Los salones estaban custodiados por implacables esbirros que evitaban la entrada de ajenos pero también la salida de propios. Estaba rigurosamente prohibido abandonar la orgía.
El poeta Li Wung, en 999, pudo escaparse de una de estas reuniones y dejó una descripción de lo que allí sucedía.
Egresado ya de mi conciencia, me encontraba en un nuevo estado en el que las sensaciones resultaban menos nítidas pero más intensas. Las personas iban perdiendo su identidad, o mejor dicho, la iban transformando. Invadida por mi virilidad o quizá por la de algún otro, la princesa Su Ling, sobrina del emperador Sung Chen-tsung y célebre por su castidad, acercó ferozmente su rostro y comenzó a escupirme mientras vociferaba unos insultos torpes. El maestro de ceremonias, con acento enloquecido, recitaba estos versos:
El último tramo en la montaña del placer
es la maldad.
Oh, daño.
Oh, destrucción.
Oh, envilecimiento.
Unos eunucos nos flagelaban con látigos provistos de bolas de metal. De pronto, ingresaron en aquel escenario de depravación unas fieras, acaso leopardos o tigres. Todos gritábamos de dolor, de placer, de desesperación. Supe que íbamos a morir pero no me importaba. En los abismos más desmesurados del deseo el goce vale más que la vida.
Un error en la organización de la orgía vino a salvarme. La señora Yung, estúpida y presuntuosa, había sido invitada y fingía orgasmos ante los puntapiés de un joven guerrero. Mi tensión disminuyó y me lancé al río por una ventana.
Las reuniones de la secta del Petardo de Bambú terminaban con la muerte de todos los participantes. Algunos dicen que el maestro de ceremonias iba guiándolos hacia un éxtasis de placer colectivo, en el ápice del cual él mismo se suicidaba. Ante esa señal, los esbirros degollaban a la concurrencia con la mayor velocidad, tratando de hacer coincidir la muerte con el momento cumbre del goce.
Se discute si los participantes conocían de antemano su destino. El relato de Li Wung acredita su ignorancia pero es evidente que el poeta no pertenecía a la secta y que estaba allí en carácter de colado. Quienes morían en aquellas festividades ascendían directamente al cielo de los inmortales.
Como siempre sucede, estas creencias fueron empalideciendo hasta volverse alegóricas. En el siglo XIV la muerte general era reemplazada simbólicamente por la aniquilación de una oveja, aunque algunos maestros de ceremonias seguían matándose. Ya cerca de nuestros días, en el siglo XIX, la misma orgía era metafórica y todo se reducía a unas danzas en la calle con la asistencia de niños y vendedores de golosinas.
ORGÍAS III
El gran festival anual de Ashtarté en Hierápolis se celebraba a principios de la primavera. Los sacerdotes eunucos de la diosa hacían ofrenda de sangre, cortaban su piel con navajas y salpicaban el altar. Pero luego, la excitación iba apoderándose de los oficiantes de categoría inferior y más tarde de la muchedumbre. La música infernal de flautas, címbalos, tambores y cuernos, junto a los licores y los hongos estimulantes, producía un estado de locura general. Muchos hombres jóvenes, enardecidos por la sangre derramada, se arrancaban la ropa y tomando una cualquiera de las muchas espadas que estaban a disposición del público, se castraban allí mismo. Sir James Frazer cuenta que estos sujetos corrían por toda la ciudad revoleando sus mutiladas partes, hasta que al fin las arrojaban dentro de una casa cualquiera. Ahora bien, el propietario de la casa debía agradecerle esa distinción obsequiándole trajes, atavíos y ornamentos de mujer que el flamante castrado llevaría desde entonces para siempre.
CORO
Hagamos algo definitivo,
no importa qué.
El acto drástico emborracha
y empuja nuestras conciencias
fuera del tedio prudente de la vida vulgar.
Hagamos algo definitivo,
repudiemos a nuestra amante,
ofendamos a quienes nos sostienen
o cercenemos nuestras partes viriles
con filos rituales.
Después vendrán los largos años del arrepentimiento
pero esta noche, por un instante,
nos sentiremos valientes.
ORGÍAS IV
Una orgía, hijo mío, separa el placer de sus consecuencias. Allí no hay referencias a la vida pasada o a la posición social fuera de ese ámbito. Pero hay que decir que ciertos datos previos iluminan el placer de un modo delicadamente perverso: observar el desenfreno de alguien cuya castidad es pública multiplica la voluptuosidad.
De todos modos, es deseable la aniquilación de las identidades. La luz debe ser tenue; las palabras que se intercambien, impersonales. Los celos, el orgullo y la imposición de derechos adquiridos previamente están, desde luego, fuera de toda orgía. Los turnos, las simetrías, la disposición coreográfica deben limitarse. Es preferible, querido mío, una sensación de caos, aunque es sabio procurar que la lujuria de los concurrentes vaya creciendo de un modo homogéneo. Es decir, se reducirán al mínimo los estallidos precoces o tardíos. En algunas civilizaciones de la antigüedad clásica existían ocasiones especiales en las que todo el pueblo participaba de una orgía. Sin embargo, en general, se exigía la pertenencia a un determinado grupo que perseguía idénticos fines y corría idénticos riesgos.
Los partos, según el testimonio de algunos viajeros, organizaban reuniones de desenfreno que sucedían en la más completa oscuridad para no comprometer identidades, linajes o jerarquías. Algunos pensadores consideran esto un grueso error. La orgía no es imaginación ni elipsis sino justamente la realización contante y sonante de disipaciones que alguna vez soñamos.
Debo decirte que, a lo largo de la historia, se ha discutido mucho acerca del momento en que debe finalizar una orgía. Desde un punto de vista clásico, el sueño y la relajación general, la desordenada quietud en los salones y los sucesivos despertares con retiradas furtivas son señales claras. Algunas veces, conforme a ciertas regulaciones rituales, la orgía finaliza en un instante más filoso, marcado por un suceso puntual como un sacrificio, el amanecer o un incendio.
Alejandro de Macedonia consideraba como conducta criminal la continuación de las pretensiones lascivas después del fin de la orgía. El emperador Calígula solía ensañarse con los cortesanos que llegaban tarde al desenfreno, pues sentía que contaminaban de cotidianidad un estado de conciencia que a veces resultaba trabajoso alcanzar.
Los años me han enseñado a despreciar el discurso amoroso de los burgueses: "Yo siempre creí que A, hasta que B. Me prometiste que X y sin embargo, Z. Pídeme si quieres que A, A', A" o A'", pero no me pidas que C". En la orgía no hace falta la explicación del deseo para legitimarlo. Y ése es el primero de los goces.
Los licores y los afrodisíacos, niño de mi corazón, son indispensables no sólo para asegurar el desenfreno sino para atribuir a las sustancias la responsabilidad de nuestras bajezas. Se entiende que estas preparaciones nos dominan, nos poseen y nos expulsan de nuestro ser.
Como ya te habrá dicho tu madre, es perfectamente inútil aspirar a lo orgiástico con la mera concreción de una cita colectiva de expectativas sexuales. Una verdadera orgía presupone un estado de conciencia diferente y superior que debe ser alcanzado por procedimientos que implican, casi siempre, una ética y una estética. Los mercaderes enriquecidos que fuman opio y se rodean de prostitutas en el barrio del Soho son solamente imbéciles y debe serles prohibido el ingreso a cualquier saturnalia. Y ahora ve, hijo mío, y sé feliz.
ORGÍAS V
En tiempos del imperio Tsing, allá por el siglo IV, existía una colección de normas protocolares conocidas como "El libro de las prescripciones mensuales". Allí se establecía que en los primeros días de la estación primaveral, el emperador, junto con todas sus esposas y concubinas, debía trasladarse al campo y copular repetidamente sobre la tierra sembrada para contagiarle fertilidad.
Se trataba, por cierto, de verdaderas orgías silvestres en las que el emperador estaba obligado a ejercer su virilidad con el mayor ímpetu y frecuencia.
Los chinos creían que la conducta del emperador influía sobre los fenómenos naturales. De este modo, cualquier desmayo en la masculinidad imperial devenía en sequías, heladas, plagas de langosta, terremotos, inundaciones o erupción de volcanes.
Los ministros y funcionarios de la corte, preocupados por el destino del Imperio, elegían concubinas hermosas, disponían almohadones de plumas en los almácigos rituales y procuraban que el temor de producir una catástrofe no perturbara el deseo del Hijo del Cielo.
ORGÍAS VI
Felipe de Orleáns, regente de Francia durante la niñez de Luis XV, era un hombre muy vicioso. Una de sus amantes, madame de Sabrán, se mantenía en el ejercicio de sus prerrogativas de favorita consiguiéndole a Felipe muchachas bien dispuestas. Casi todas eran bailarinas de la Ópera. Tenían cuerpos hermosos y sabían aparentar el furor erótico, aunque —lamentablemente— casi todas llevaban consigo alguna enfermedad venérea.
Los libertinos suelen tener cada tanto el capricho de un amor duradero. Madame de Sabrán captó esa inquietud en Felipe y empezó a buscar una amante más sólida. Un día descubrió a Ferrand D'Averne, una joven que reunía evidentes condiciones pero que estaba casada con un teniente de la guardia. Madame organizó una sesión de sombras chinescas en la que un especialista, lejos de los cisnes, leones y peces de uso común, animaba con sus manos proyecciones obscenas, entre las risotadas de la concurrencia.
Allí se conocieron Felipe de Orleáns y Ferrand D'Averne. El regente quedó muy enamorado y al día siguiente obsequió a la muchacha unas flores para ella y una capitanía de la guardia para el marido. Ferrand rechazó el presente y pocos días después, junto a su marido, se marchó de Paris. Felipe envió un mensajero al galope. Llevaba una oferta de cincuenta mil libras. Madame D'Averne no respondió nada.
Felipe ya calculaba una tercera propuesta cuando se presentó el señor D'Averne en persona. Con la mayor desvergüenza, ofreció el abandono de su mujer a cambio del nombramiento de gobernador en Bearn y una alta suma de dinero. Felipe aceptó.
Los nuevos amantes se encontraron por fin la noche del 12 de junio de 1721. A los pocos días, Felipe instaló a Ferrand en una habitación muy cercana a la suya y empezó a visitarla todos los días. Ella se entregó a todos los placeres que el regente le propuso. Se mostró especialmente interesada en unas reuniones orgiásticas que organizaba Felipe y que eran famosas en todo el reino. Madame D'Averne resolvió diseñar ella misma aquellas fiestas. Invitaba a centenares de personas y armaba escenografías en medio de las cuales tenían lugar los más salvajes entreveros sexuales. Casi siempre existía una consigna central que imponía una vestimenta, una actitud, una condición a los participantes. A veces, se presentaban todos como romanos, o como tártaros, o imitando el celo de determinados animales.
Las mentes de estas desmesuras llegaron a los lejanos oídos del señor D'Averne. El hombre se arrepintió de haberse sometido a la deshonra. Y empezó a pensar en redimirse.
Una noche, madame D'Averne invitó a sesenta personas. Recomendó a los hombres que se vistieran de mujer y a las mujeres que se vistieran de hombre.
Apenas comenzada la reunión, ordenó a todos que dieran salida a su instinto y que olvidaran —al menos por unas horas— que pertenecían al género humano. Las consignas fueron enteramente cumplidas y, al rato, había prosperado una violentísima orgía.
En cierto momento, mientras madame D'Averne —en calzoncillos— era estrujada por dos muchachos en traje de campesina, se abrió la puerta y entró monsieur D'Averne, espada en mano y acompañado por dos soldados. Tomó del brazo a madame y gritó a Felipe —aún sin saber dónde estaba a causa del tumulto— que se arrepentía de lo convenido. Rápidamente se fue del salón y dejó en la puerta el dinero, los obsequios y los nombramientos.
Los presentes continuaron con la orgía, pero sólo por educación.
UNA ISLA
Según Claudio Eliano, Anostus es una isla situada en la entrada del Mediterráneo, no lejos del estrecho de Gibraltar.
Allí no puede saberse si es de noche o de día. Una bruma luminosa produce el efecto de un ocaso perpetuo.
Hay también dos ríos en cuyas márgenes crecen árboles frutales. Los que se hallan junto al río del dolor dan frutos que producen pena: el viajero que los prueba pasa el resto de sus días en un hondo padecimiento. Los frutos de los árboles del río del placer dan al que los muerde un goce cierto pero que no dura casi nada.
El navegante portugués Lourenzo Goncalves anduvo por allí muchas veces, y declaró que el dolor prolongado y el placer efímero no eran una propiedad de los árboles, sino de los hombres.