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domingo, 11 de octubre de 2009

EL VAMPIRO


EL VAMPIRO
(The Vampyre-1816)
John William Polidori
-
Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en
Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más
importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un
noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones
generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los
demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar
aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación.
Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían
explicar cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija,
que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más
profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo
recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la
piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las
principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes
se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban
el peso del "ennui", estaban sumamente contentos de tener algo ante
ellos capaz de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se
coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte
emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen
bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad
trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas
señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los
monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su
casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar
su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él,
aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no
parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia
parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que,
cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la
dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo,
si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa virtuosa
como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también
con las mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua
meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que
inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se
quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no
tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se
ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre
las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey.
Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que
respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su
deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban
aspectos más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey
cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente,
alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que
diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la
Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en las
novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo en
las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban
mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus
pliegues y a los diversos manchones de pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las
realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su
ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas
mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de
pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto
opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes
ojos y a sus sensuales labios.
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó
al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que
chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las
corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las
necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus
pretendidos conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad
satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el
extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su
camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea
del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo,
de un hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de
los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su
existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su
imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las
ideas extravagantes— pronto convirtió a semejante ser en el héroe
de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más
que al personaje en sí mismo.
Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a
hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser
reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos
algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas
halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan singular
criatura, que hasta entonces sólo había excitado su curiosidad sin
apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había
llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas
generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara
rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas
maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se
mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y
alabanza, según el grado de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le
contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose
agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona
que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales,
aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal
de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar
a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió
que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles, los
resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con
los motivos de su comportamiento.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar
a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió
que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles los
resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los
motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero
recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades
más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que Lord Ruthven
jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la
indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin
contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no
para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria
o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su
ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la
mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más
insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia
que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a
quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una
maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en
la miseria más abyecta.
En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se
asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba
los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro,
donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era
su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había
ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea,
imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le
rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia
juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa.
Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su
abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los
del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los
círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de
una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance
de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus
hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo
necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía
inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de
personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento
capaz de combatir la destreza de los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo,
suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que
causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio
alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba
que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con
franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más
lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos
que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su
curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la
constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio
que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones
de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su
compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del
círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los
monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que
abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las
mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la
última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de
viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal
creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a
su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a
causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban
sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su
origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su
satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa—
fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más
hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que
todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por
sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la partida de Lord
Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la
deformidad de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía
no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la
mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle,
proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y
no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que
Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba
dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya
mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una
mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven
se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la
mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto
averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a
causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su
amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con
respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba
enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían
suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si
pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando
que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven
durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase
otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que
informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al
carácter de Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó
a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una
completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran
quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras
cruzar la península, llegó a Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en
hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua
gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser
testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron
libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos
debajo del polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que
podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la
esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo
que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un
alma y no a un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía
mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil.
Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su
búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se empeñaba
en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la
hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la
ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de
descifrar en una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo
sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo
ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba
huir de su mente el objeto que antes había creído de capital
importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el
mundo veía, mas nadie podía apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún
contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar
en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor,
contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes
de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera,
pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas
matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas
que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los
cuentos sobrenaturales de su nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de
Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo,
que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos
parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas
para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a
Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles
fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo
menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro
vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños
marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía
que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que
la creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se
atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna
prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a
reconocer su existencia.
Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y
el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta
de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven
griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si
bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las
coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes
sobrenaturales de Lord Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su
inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres
entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado
su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho
inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven
griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más
a la doncella que le acompañaba constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a
su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le
resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban,
teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo
para él.
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba
Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi infantil de los
primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven con
frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien
visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba
ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que había
escapado a la acción destructora del tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los
vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su
existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le
llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre
del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que
necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún
griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros
celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le aseguraron que
sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores
males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de
burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se
estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo
solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había
proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su
huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de
aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo
que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto, pues era por
la noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey
se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no
se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el
horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos
se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas,
vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso.
Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo.
El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se
había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos
apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría
paso por entre el espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía
caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado
por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansanci, el animal se
paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la
vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la
hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a
alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo
contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado
un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos
mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido.
Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó
en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la
choza.
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió.
Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su presencia, pues
aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie
reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó
inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera
ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al
momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara
su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de
nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se le
echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con
las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas
por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al
momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió
hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al
ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó,
siendo oído poco después por los portadores de antorchas.
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó
sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de
mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer
que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse
en tinieblas. Cual fue su horror cuando de nuevo quedó iluminado por
la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su
amada convertida en un cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto
espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al
abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios,
y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan
atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el
pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se
habían hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la
partida ante aquel espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a
andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes visiones,
ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro
ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse
cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que
habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con
más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida
madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad,
advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una
horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando
comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y
señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de
pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con
mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y
a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su
antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la
doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven,
maldiciéndole como asesino de la joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas.
Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó
inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedóse
horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien ahora
consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables palabras,
que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había
motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados
prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su
presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de
antes, que tanto había asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la
convalescencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la misma
condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia,
salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo
que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué,
aquella sonrisa le molestaba.
Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció
absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la
brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el
nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar
todas las miradas ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro
bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su
característica más acusada parecía haberle abandonado para
siempre.
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven,
pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si
se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de
Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el
paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la
modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar
veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida
sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie
de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven,
a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había prodigado
durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia
que aún no habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones,
buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero
aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su
interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas
gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la
imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo
interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes
fingían proteger de tales peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta
ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más
debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un
estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un
torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos
acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse
de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto
cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban
muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y
resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar
contra sus atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron
momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero.
Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con
gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando
expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los
ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la
espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en
el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al suelo.
Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se
exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al
tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord
Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de
rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró
convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido amigo a
una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el rescate
a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la
entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía
percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos
días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su comportamiento
y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan incosciente al dolor
como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente
pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el
cual sintióse impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No
me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al
término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el
honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita
espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes
de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si
mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo... yo...
ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran
violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los
temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le
contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas
lo que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una
carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro
daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan
extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento
prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento
de una desgracia inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la
cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le
comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo
habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa
hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna
después de su muerte.
Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios
individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para
enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña,
no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones
juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta
que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones
habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos
horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella
superstición melancólica que se había adueñado de su mente,
resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a
Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y
que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un
estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para
asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y
yataganes.
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas,
grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el
mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se
estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su
horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba
a la vaina, pese a su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como
pegados a la daga, pese a lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin
embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos
del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda.
Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones
se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las artes
seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados,
totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde
la salida de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal
cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido
víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y
retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus
postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy
querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos
no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión
de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los
besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes,
con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su
hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las
miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el
ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás
se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había
como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna
desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma
consciente de un reino más brillante.
No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la
mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y
pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con
una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y
olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso,
¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la
luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba
dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad,
habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta
que su hermano regresara del continente, momento en que se
constituiría en su protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella
apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar apartado de
todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No
experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas
desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad
para proteger a su hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a
fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo,
donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un
rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando
abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven
había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón,
sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos
resonaba una voz que recordaba demasiado bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un
espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma
figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había
entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi
se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un
amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le
llevase a su casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza
entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le estallaran
en el cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los
detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la
vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un
muerto resucitara!
Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar
de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando,
noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el nombre
de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en
la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección
de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio rienda suelta a
sus pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse,
penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios
caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó
abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los
presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto
aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y
apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró
impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus
respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera
humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no
tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes
su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba
totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que el
monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta
tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey
limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban
más a la muchacha.
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba.
Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel
monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos,
sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él.
Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas
intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse
de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel
enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al
monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su
habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le
apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la
soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de
descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba
mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de
mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya
reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas
las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga
le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas
personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas,
puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio
pensamiento.
Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante
la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz
enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor
conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle
estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos
aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de
varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos
interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a
suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le
afectaba de manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber
interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el
cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él
la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los
sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e
impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las
inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que
residiera en la mansión y cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente
absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó
por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio. Allí pasaba
los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo
vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando
entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y tomándole
las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven,
deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres,
no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería,
Aubrey se limitaba a murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su
hermana no lograba ya arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso
de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su
cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus tutores observaban que
varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego
sonreía.
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el
dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la
melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía
casarse su hermana.
Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó
angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de
aquella demostración de cordura, de la que le creían privado,
mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había
conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró
más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su
deseo de ver cuanto antes a su hermana.
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en
hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado
por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que
la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia
joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los
cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por
casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó en
un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no sería su
inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y
tan funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al
suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído el
retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender.
Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética
expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría
con semejante monstruo, ya que él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el
juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord
Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído,
pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre
cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen
la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que
se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarle y le dejaron
solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la
fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se
enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa
inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba
loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le
ofrecieron esta información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus
constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su
hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el
corazón de la señorita Aubrey.
¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de
los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso cariño que
había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que
conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado
a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que
ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas
mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó
el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una
embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la boda
(pese al trastorno mental del hermano), de modo que la misma
tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a
los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y
escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en algo apreciaba
su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que
antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza
del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel
matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la
dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo
que, consideraba, era solamente la manía de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes
de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los
preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al
ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los
sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron
para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una
indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la
habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo
se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven fue el
primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del
brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de
rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu
hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya
por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más:
al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo
que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba
presente cuando aconteció , pues el médico temía causarle cualquier
agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia
abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de
sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que
llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron
presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche,
instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató
apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció
inmediatamente después.
Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey,
mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido,
y la joven había saciado la sed de sangre de un vampiro.
FIN

ANTIGUAS BRUJERIAS


ANTIGUAS
BRUJERÍAS
Algernon Blackwood

-
I
Hay, al parecer, ciertas personas totalmente vulgares, sin ninguna
característica que las haga propicias a correr aventuras, quienes, sin
embargo, sufren una o dos veces en sus vidas apacibles una experiencia
tan extraña que obligaría al mundo entero a contener la respiración... ¡Y a
pensar en el más allá! Y son casos fundamentalmente de este tipo los que
suelen caer, por regla general, dentro de la jurisdicción de John Silence,
médico del alma, quien, apelando a su profundo humanitarismo, a su
paciencia inagotable y a sus grandes cualidades de simpatía espiritual,
consigue con frecuencia la solución de problemas de la más extraña
complejidad y del más profundo interés humano.
Le gustaba seguir la pista y rastrear, hasta sus fuentes ocultas, los
casos más curiosos y fantásticos, tan extraños que a veces eran casi
increíbles.
Para él constituía una verdadera pasión desentrañar conflictos
yacentes en la más íntima naturaleza de la vida, aliviando, de paso, los
sufrimientos de un alma humana atormentada. Y, desde luego, los nudos
que deshacía eran extraños con mucha frecuencia.
La gente, por supuesto, necesita una base plausible para dar crédito
a ciertas cosas, al menos algo que pretenda explicarlas. Todo el mundo
puede comprender fácilmente que tales casos le ocurran a un aventurero:
estas gentes llevan en sí mismas la adecuada explicación de sus vidas
excitantes; sus caracteres les impulsan continuamente a la búsqueda de
ciertas circunstancias propicias a la aventura. No confían sino en sí
mismos y esto les satisface. Pero las personas vulgares y corrientes no
parecen tener derecho a sufrir experiencias del más allá; y, si las tienen,
la gente, que no espera tal cosa de ellas, queda chasqueada, por no decir
ofendida. Su esquema del mundo se ha visto rudamente trastornado.
—¡Que tal cosa le haya sucedido a ese individuo! —exclaman—, ¡A un
hombre tan vulgar! ¡Es demasiado absurdo! ¡Debe haber alguna
equivocación!
Sin embargo, no cabe duda de que al insignificante Arthur Vezin le
sucedió efectivamente algo, algo sumamente curioso, por lo cual acudió a
consultar al Dr. Silence, a quien se lo expuso con todo detalle. No cabe
duda de que aquello le sucedió realmente, al menos en apariencia o quizá
en su interior, pero le sucedió sin ningún género de dudas, a pesar de las
burlas de los pocos amigos que escucharon el relato, los cuales
observaron juiciosamente que "tal cosa quizá hubiera podido suceder a
Iszard, a aquel chiflado de Iszard, o a aquel viejo zorro de Minski, pero
nunca al vulgar e insignificante Vezin, que estaba destinado a vivir y a
morir de la forma más anodina".
No se sabe cómo será su muerte, pero indudablemente Vezin no ha
vivido "de la forma más anodina", al menos en lo tocante a este suceso
concreto de su vida, que por lo demás es perfectamente apacible. Al oírle
contar su experiencia y observar el cambio que se verificaba en sus rasgos
pálidos y delicados, al escuchar cómo su voz se hacía más suave y
sosegada a medida que avanzaba en el relato, se adquiría el
convencimiento de que sus vacilantes inhábiles palabras eran incapaces
de transmitirla. Cada vez que la contaba, volvía a vivir su experiencia.
Durante el relato se borraba hasta su personalidad propia. Se hundía en la
narración, la cual casi llegó a convertirse en una especie de larga disculpa
por haber vivido tal aventura. Parecía pedir excusas y perdón por haberse
atrevido a tomar parte en un episodio tan fantástico. Pues el insignificante
Vezin poseía un alma tímida, bondadosa, sensible, poco apta para la
lucha, tierna para con los hombres y los animales; y era incapaz, casi
constitucionalmente, de decir que no o de reclamar los derechos que en
justicia le deberían haber correspondido. Todo su plan de vida parecía
excluir de ella por completo cualquier episodio más emocionante que
perder un tren o dejarse olvidado el paraguas en el autobús. Y cuando se
vio mezclado en aquellos extraños sucesos, ya había sobrepasado los
cuarenta años bastante más de lo que él admitía o sospechaban sus
amigos.
John Silence, que le oyó hablar de su aventura en más de una
ocasión, dijo que a veces omitía ciertos detalles o introducía otros nuevos;
pero que, sin embargo, todos ellos eran notoriamente ciertos. Toda la
aventura estaba grabada indeleblemente en su memoria. Ninguno de sus
detalles era imaginario o inventado. Y cuando relataba la historia
completa, con todos sus pormenores, el efecto que producía en el
auditorio era innegable. Relucían sus expresivos ojos castaños y se
descubría y revelaba la parte más cordial de su personalidad, que de
ordinario estaba cuidadosamente reprimida. Nunca perdía, por supuesto,
su excesiva modestia; pero, mientras hablaba, se olvidaba del presente y
se mostraba casi apasionado al revivir de nuevo su pasada aventura.
Cuando comenzó ésta se hallaba cruzando el norte de Francia, de
regreso a su hogar, tras una de esas excursiones montañeras a que se
entregaba, solitario, todos los veranos. Sólo llevaba un maletín pequeño
en la red de equipajes; el tren resultaba sofocante debido a la enorme
cantidad de viajeros, la mayor parte de los cuales eran impenitentes
turistas ingleses.
Estos le disgustaban mucho, pero no porque fuesen compatriotas,
sino porque eran ruidosos e impertinentes y conseguían borrar, con sus
largas piernas y trajes chillones, todo el encanto de aquel día que, de lo
contrario, tanto placer lo habría producido, sumergiéndolo dulcemente en
su propia insignificancia y haciéndole olvidarse de su propio ser. Estos
ingleses armaban a su alrededor, un fragor insoportable y le hicieron
pensar vagamente en que debería mostrarse, en general, más enérgico y
menos tímido y ser capaz de exigir con decisión algunas cosas que, si bien
no le eran necesarias y carecían realmente de importancia, constituían
pequeñas satisfacciones de las que tampoco tenía por qué privarse, como,
por ejemplo, sentarse junto a la ventanilla, subir o bajar la persiana según
le conviniese, etc.
De tal modo se sentía a disgusto en el tren, que deseaba
ardientemente la llegada del final del viaje y encontrarse de nuevo en su
cómoda casita de Surbiton, en compañía de su hermana soltera.
Y cuando el tren, jadeante, se detuvo por diez minutos en aquella
pequeña estación del norte de Francia y él bajó al andén a estirar un poco
las piernas y vio, consternado, cómo una nueva remesa de las Islas
Británicas transbordaba de otro tren al suyo, sintió súbitamente que le era
imposible continuar el viaje. Incluso su alma abúlica se revolucionó ante
tal perspectiva; y la idea de pasar la noche en la pequeña ciudad y
proseguir el viaje al día siguiente, en un tren más lento y menos atestado,
se fue adueñando de su mente. Cuando se le ocurrió esta idea, el pasillo
que conducía a su compartimiento estaba ya totalmente bloqueado y el
empleado gritaba ya En voiturel! Pero, por una vez, actuó con decisión y
luchó impetuosamente por recuperar su maletín.
Viendo que el pasillo y las plataformas estaban atascados, golpeó la
ventanilla (pues junto a ella estaba su asiento) y rogó al francés que iba
sentado frente a él que le alcanzase su equipaje, explicándole torpemente,
por sus dificultades en el idioma, que deseaba interrumpir allí su viaje. Y
según declaró, este francés, hombre ya de edad madura, le arrojó una
mirada, mitad de advertencia, mitad de reproche, que no podrá olvidar
nunca hasta el día de su muerte. Le dio el maletín a través de la ventanilla
del tren ya en movimiento y al mismo tiempo dejó caer en sus oídos una
larga frase, dicha rápidamente y en voz baja, de la que tan sólo fue capaz
de comprender las últimas palabras: "á cause du sommeit et á cause des
chats".
En contestación a la pregunta hecha por el Dr. Silence, quien, gracias
a su singular agudeza psíquica, en seguida había comprendido que este
francés representaba un punto vital de la aventura, Vezin confesó que el
hombre le había impresionado favorablemente desde un principio, aunque
no era capaz de explicar por qué. Habían estado sentados el uno frente al
otro durante las cuatro horas que había durado el viaje y, aunque no
habían entablado conversación —Vezin era tímido, y más aún ahora
debido a su torpeza en el idioma—, había tenido la vista continuamente
fija en la cara del francés, casi hasta parecer insolencia; ambos habían
evidenciado, con toda clase de pequeñas cortesías y atenciones, su deseo
de mostrarse amables. Se habían atraído mutuamente y sus
personalidades no habían chocado o, mejor dicho, no habrían chocado de
haberse llegado a tratar. El francés parecía, desde luego, haber ejercido
una silenciosa influencia protectora sobre el pequeño e insignificante
inglés; y, sin palabras ni gestos, había dado a entender que le agradaba y
que gustosamente le habría hecho cualquier favor.
—¿Y esa frase que dejó caer junto con el maletín? —preguntó John
Silence, sonriendo con esa simpatía habitual con que siempre lograba
vencer las defensas de sus pacientes—, ¿es usted capaz de recordarla
exactamente?
—Fue tan rápida, tan vehemente, en voz tan baja —explicó Vezin con
su vocecilla—, que no me enteré prácticamente de nada. Sólo pude
comprender unas pocas palabras, las últimas, y eso porque las pronunció
muy claramente y sacando la cabeza por la ventanilla para que le oyese
mejor.
—"¿A cause du sommeit et á cause des chats?" —repitió el Dr.
Silence, como hablando consigo mismo.
—Eso es, exactamente —dijo Vezin—, que quiere decir algo así como,
"a causa del sueño y a causa de los gatos", ¿no es así?
—Ciertamente, así lo traduciría yo —observó brevemente el doctor,
que no deseaba hacer más interrupciones que las imprescindibles.
—Y el resto de la frase, es decir, todo el principio que no pude
comprender, era como una advertencia de que no hiciera no sé qué, de
que no me quedase en aquel pueblo o quizá en algún lugar determinado
de él. Esta fue la impresión que me dio.
Después, por supuesto, había partido aquel tren bullicioso y Vezin
había quedado, solo y bastante olvidado, en el andén.
El pueblecito trepaba, disperso, por una escarpada colina que se
levantaba más allá de la llanura donde estaba la estación, y lo coronaban
las torres gemelas de la arruinada catedral, asomando por encima de la
cumbre. Desde la estación, el pueblo parecía moderno y desprovisto de
interés; pero la verdad es que la parte antigua, medieval, se hallaba fuera
del campo de la vista, tras de la cresta de la colina. Y una vez que hubo
llegado a la cúspide y penetrado en las viejas callejas de la parte antigua,
se vio de pronto introducido en la vida de un siglo pretérito, lejos de su
habitual y cotidiana realidad moderna. Recordó el bullicio y la agitación del
tren atestado como si fuera un episodio ocurrido muchos días atrás. Le
envolvió el espíritu de esta silenciosa ciudad de la colina, remotamente
ajena a turistas y automóviles, que soñaba su propia vida apacible bajo el
sol de otoño, y se sintió hechizado por él. Bajo este hechizo estuvo
actuando durante mucho rato sin darse cuenta. Anduvo blandamente, casi
de puntillas, por las estrechas y tortuosas callejuelas, cuyos tejados casi
se tocaban de uno a otro lado, y entró en el porche de la solitaria posada
con actitud modesta e implorante, como pidiendo excusas por introducirse
en aquel lugar y perturbar su sueño apacible.
Al principio —según dijo Vezin— se fijó muy poco en estas cosas. Fue
mucho después cuando empezó a intentar analizarlas. De momento, lo
único que le impresionó fue el delicioso contraste entre aquel silencio y
aquella paz, y el polvo y ruidoso rechinamiento del tren. Se sintió aliviado
y acariciado como un gato.
—¿Como un gato, dice usted? —Interrumpió John Silence, cogiéndole
la palabra rápidamente.
—Sí. Desde el primer momento sentí esa impresión —rió Vezin, como
disculpándose—. Sentí como si el calor y el silencio y el bienestar me
fuesen a hacer ronronear. Así parecía ser, por otra parte, el ambiente del
lugar... entonces.
La posada, una casa antigua, retorcida, sobre la cual flotaba aún la
atmósfera de lejanos días pretéritos, no pareció dispensarle una acogida
demasiado calurosa. Según dijo, su sensación fue de ser simplemente
tolerado. Pero era una posada cómoda y barata; y la deliciosa taza de té
que pidió en cuanto pudo, le hizo sentirse realmente satisfecho de sí por
haber dejado aquel tren de una manera tan atrevida y original. Pues a él
le había parecido atrevida y original. Se sentía audaz. Su habitación,
además, le agradó mucho, con su oscuro zócalo y el bajo techo irregular;
y el pasillo, largo, un poco en cuesta, que a ella conducía, le pareció el
camino más adecuado para llevarle a aquella verdadera Cámara del
Sueño, pequeño y oscuro retiro alejado del mundo, donde ningún ruido
podía entrar. Daba a la parte trasera de la casa, a un patio apacible. Todo
ello era delicioso y, sin saber por qué, se sintió como si estuviese vestido
de suavísimo terciopelo y como si los suelos fuesen mullidamente
alfombrados, y las paredes, almohadilladas. Los ruidos de la calle no
podían entrar allí. Le rodeaba una atmósfera de absoluta paz.
Para tomar aquella habitación de dos francos se había tenido que
entender con la única persona que parecía haber en la posada aquella
tarde adormecida, un viejo camarero de bigotes gatunos y somnolienta
cortesía, que, al verle, se había dirigido perezosamente hacia él a través
del patio de piedra. Pero más tarde, cuando bajó de su habitación a dar
un paseo por el pueblo antes de cenar, se encontró con la posadera en
persona. Era una mujerona enorme, cuyos pies, manos y facciones
parecían flotar, como si nadase hacia él, a través del mar de su corpulenta
persona. Emergían en su dirección, por así decir, pero tenía ambos ojos
grandes, oscuros y vivaces que neutralizaban en parte la impresión
producida por su corpulencia y revelaban que su propietaria era mujer
vigorosa y alerta. Cuando la vio por primera vez, estaba sentada en una
sillita baja, al sol, haciendo punto de media; y había algo en su aspecto o
actitud, que le sugirió inmediatamente la idea de un enorme gato
atigrado, adormilado, pero aún despierto, muy soñoliento; pero, sin
embargo, al mismo tiempo, preparado para una acción instantánea. Le
hizo pensar en algo así como en un gran cazador de ratones al acecho.
La mujer le abarcó de una sola y comprensiva ojeada, cortés aun sin
ser cordial. Vezin observó que su cuello debía de ser extraordinariamente
flexible, pese a sus proporciones, pues lo fue girando con suma facilidad,
para seguirle con la vista a medida que él caminaba; y también la cabeza,
que se inclinaba ton gran flexibilidad.
—Pero cuando me miró, ¿sabe usted? —dijo Vezin con aquella
sonrisita suplicante en sus ojos castaños y aquel leve gesto de sus
hombros, como de quien quita importancia a algo, tan característico en él
—, tuve la extraña convicción de que, en realidad, había intentado hacer
un movimiento completamente distinto, y que de un solo salto podría
haber cruzado todo el patio para caer a zarpazos sobre mí, como un
enorme gato sobre un ratón.
Lanzó una risita blanda y el Dr. Silence, sin interrumpirle, apuntó algo
en su libro de notas, mientras Vezin proseguía en el tono de voz de quien
teme haber hablado ya demasiado y dicho más de lo que pudiéramos
creer.
—Era muy gruesa, pero muy activa para su volumen y masa; y me
daba la sensación de que se daba cuenta de lo que yo hacía, incluso
cuando me encontraba a su espalda y no podía verme. Su voz era melosa
y suave cuando me habló. Me preguntó si me habían subido ya mi
equipaje y si me encontraba cómodo en mi habitación; y luego añadió que
la cena era a las siete y que en ese pueblo la gente era muy mañanera y
madrugadora. Intentaba dar a entender a las claras que las últimas horas
del día no eran muy sugestivas en aquel lugar.
Evidentemente, esta mujer contribuyó no poco, con su voz y
modales, a darle la impresión de que allí iba a ser "manejado" por los
demás; que otros se ocuparían de arreglar y planear las cosas por él, y
que no tendría más que hacer sino encajar, como una rueda dentada en
su muesca correspondiente, y obedecer. No se esperaba de él ninguna
acción enérgica ni ningún esfuerzo personal. Todo esto constituía el exacto
reverso del malhadado tren. Salió a la calle apacible y caminó lenta y
placenteramente. Se daba cuenta de que se hallaba en un milieu muy
apropiado a su manera de ser: siempre le había repelido la acción directa.
Era mucho más agradable obedecer. Empezó de nuevo a ronronear y
sintió que todo el pueblo ronroneaba con él.
Vagó sin rumbo por las calles de la pequeña ciudad, y cada vez se fue
hundiendo más profundamente en la atmósfera de reposo que la
caracterizaba. Sin rumbo fijo vagabundeó de arriba a abajo y de aquí para
allá. El sol de septiembre caía oblicuamente sobre los tejados. Bajando
por calles tortuosas orladas de aleros ruinosos y abiertas ventanas, captó
vistas fantásticas de la extensa planicie, de los prados y de los amarillos
matorrales que se extendían allá abajo igual que el mapa de un sueño en
la niebla.
Sintió que en aquel lugar actuaba poderosamente el hechizo del
pasado.
Las calles estaban llenas de hombres y mujeres pintorescamente
vestidos, todos ellos muy atareados en sus respectivos quehaceres; pero
ninguno pareció fijarse en él ni se volvió a mirar su aspecto
llamativamente inglés. Fue incluso capaz de olvidar que, con su marcado
aspecto de turista, constituía una nota discordante en aquel cuadro
encantador; y se fue fundiendo cada vez más con el ambiente, sintiéndose
deliciosamente insignificante y sin conciencia de sí. Era como si fuera poco
a poco entrando a formar parte de un sueño de colores suaves, pero en
forma tan gradual que ni siquiera se diese cuenta de que era un sueño.
Hacia el Este, la colina caía más verticalmente y la llanura de abajo
se hundía súbitamente en un mar de densas sombras, donde los pequeños
bosques formaban a modo de islas y los campos de rastrojo eran como
aguas profundas. Vagabundeó a lo largo de viejos bastiones de fortalezas
antiguas que sin duda alguna vez fueron formidables, pero que ahora sólo
constituían un fantástico misterio de rotas murallas grises cubiertas de
indómitas hiedras y enredaderas. Desde el ancho parapeto en que se
sentó un momento, y que estaba al mismo nivel que las redondeadas
copas de los plátanos recién podados de la llanura, vio allá abajo la
explanada que se extendía en las sombras. Aquí y allá se posaba en las
caídas hojas amarillas un amarillo rayo de sol; y miró hacia abajo desde la
altura y vio que la gente del pueblo paseaba por allí, sin rumbo, al fresco
del atardecer. Pudo oír el sonido de sus pasos lentos; y el murmullo de
sus voces se elevó hasta él a través de los resquicios de la enramada. Allá
abajo, las figuras de calmosos movimientos lo parecieron sombras,
apenas entrevistas a través de los claros del follaje.
Allí estuvo sentado durante largo rato, pensativo, sumergido en las
olas de murmullos y ecos casi perdidos que llegaba hasta él y rodeado de
las hojas de los plátanos. Toda la ciudad y la pequeña colina en que se
alzaba con la misma naturalidad que un antiguo bosque, le parecieron
como un enorme ser que yaciese medio dormido en la planicie y
ronronease para sí al tiempo que dormitaba.
Y, de pronto, mientras se fundía perezosamente con sus propios
ensueños, llegó hasta sus oídos un sonido de trompas e instrumentos de
cuerda y madera; y la banda del pueblo empezó a tocar en el lejano
extremo del paseo lleno de gente, acompañada por tambores de son
apagado y acariciador. Vezin era muy sensible para la música; era un
inteligente aficionado e incluso se había aventurado, sin que lo supieran
sus amigos, a componer algunas apacibles melodías de graves acordes,
que él mismo tocaba para sí, delicadamente matizadas con el pedal,
cuando se hallaban a solas. Y esta música que se elevaba entre los
árboles, tocada por una banda invisible, pero sin duda muy pintoresca, le
hechizó. No reconoció ninguna de las piezas que tocaron, las cuales le
dieron la impresión de que estaban siendo simplemente improvisadas por
una banda sin director. A lo largo de las distintas melodías no se mantenía
ningún movimiento marcado, y empezaban y terminaban de una manera
singular y caprichosa, igual que el viento soplando a través de un Arpa
Eolia. La música formaba parte integrante de la escena, y de la hora —tan
parte integrante de la escena y de la hora como la moribunda luz del día o
la tenue brisa acariciante—, y las dulces notas de las trompas arcaicas y
plañideras, atravesadas por el sonido más agudo de la cuerda, y todo ello
casi ahogado por el continuo retumbar del grave tambor, le hechizaron de
una forma curiosamente intensa, casi excesiva, para ser totalmente
agradable.
Había ciertamente en todo esto una extraña atmósfera de hechizo. La
música le evocaba el misterio de la naturaleza. Le hacía pensar en árboles
barridos por el viento, en brisas nocturnas cantando en las cuerdas de
ropa y en los cañones de las chimeneas o entre las jarcias de invisibles
navíos: también le sugería —y el símil irrumpió en sus pensamientos con
violenta intensidad— un coro de animales, de salvajes criaturas reunidas
en alguno de los más desolados parajes del mundo, aullando y cantando
como cantan o aúllan a la luna los animales. Le parecía oír incluso los
gemidos plañideros y semihumanos de los gatos en los tejados nocturnos;
y esta música, de intervalos fantásticos, apagada por los árboles y la
distancia, le hizo pensar en una extraña reunión de estas criaturas en
algún remoto tejado del cielo, cantando a coro su música solemne a sí
mismos y a la luna.
Al momento se dio cuenta de que era muy extraña la imagen que la
música le sugería, puesto que su sensación se expresaba mejor de una
manera visual que de cualquier otra. Los intervalos ejecutados por los
instrumentos eran locamente extraños y sugerían imágenes de gatos
sobre las tejas nocturnas, tan velozmente subían los crescendos, tan
bruscamente se precipitaban los disminuendos en las notas más graves, y
tan loco, confuso y discordante resultaba el total. Pero, al mismo tiempo,
de la melodía se desprendía una dulzura plañidera; y, por otra parte, las
discordancias de los instrumentos eran tan singulares que no herían su
sentido musical como hubiera hecho, por ejemplo, un violín desafinado.
Durante largo rato estuvo escuchando, con total abandono de sí
mismo; y luego volvió lentamente a la posada, envuelto en el crepúsculo y
en el aire que se iba volviendo frío.
—¿No sintió usted ninguna alarma? —interrumpió brevemente el
doctor Silence.
—Nada en absoluto —dijo Vezin—; pero, ya sabe usted, era todo tan
fantástico y encantador que me quedé profundamente impresionado.
Quizá demasiado —continuó explicando amablemente— y entonces quizá
fuera esta violenta impresión, causa predisponente para otras impresiones
que fui recibiendo luego; pues mientras regresaba a la posada, el hechizo
del lugar empezó a apoderarse de mí de una docena de maneras, y todas
ellas distintas. Hubo otras cosas que ni aun entonces me pude explicar.
—¿Quiere usted decir incidentes?
—No, casi no fueron ni incidentes. Se fueron superponiendo en mi
mente un tropel de vividas sensaciones que no pude desentrañar.
Acababa de ponerse el sol, y los viejos y destartalados edificios recortaban
siluetas mágicas sobre un rojo y dorado cielo opalescente. La oscuridad se
derramaba por las callejuelas retorcidas. La colina estaba ceñida en todo
su contorno por un oscuro mar, cuyo nivel crecía con las tinieblas. El
encanto de una escena como ésta, ya sabe usted, puede llegar a ser muy
grande; y así lo fue aquella noche para mí. Sin embargo, me di cuenta
confusamente de que lo que yo sentía no estaba directamente relacionado
con el misterio y maravilla de la escena.
—Es decir, las sutiles transformaciones del espíritu no provenían
únicamente de la belleza —indicó el doctor al notar que vacilaba.
—Exactamente —prosiguió Vezin, animándose de nuevo y sin miedo
ya de que nos riéramos a su costa—. Mi sensación procedía de alguna otra
cosa. Por ejemplo, al bajar por la bulliciosa calle principal, donde hombres
y mujeres regresaban alegremente del trabajo a casa, compraban cosas
en puestos y tenderetes, y charlaban ociosamente formando grupitos, vi
que yo no despertaba el menor interés y que nadie se fijaba en mí como
forastero y extranjero. Era totalmente ignorado y mi presencia entre ellos
no excitaba ningún interés especial o atención.
"Y entonces, completamente de repente, me vino la convicción de
que esa indiferencia y falta de curiosidad eran sencillamente fingidas.
Todo el mundo, sin duda de ninguna clase, me estaba espiando
furtivamente. Cada movimiento que yo hacía era advertido y observado.
Su indiferencia no era sino fingida, cuidadosamente fingida.
Hizo una pausa para ver si nos reíamos de él; luego continuó,
tranquilizado.
—Es inútil preguntarme cómo me di cuenta de esto, porque,
sencillamente, no puedo explicarlo. Pero el descubrirlo me produjo una
gran impresión. Antes de llegar a la posada, sin embargo, hubo otra cosa
que se me metió irresistiblemente en la imaginación y que no pude por
menos de reconocer como cierta. Y también ésta, lo digo desde ahora
mismo, era igualmente inexplicable. Quiero decir que no puedo hacer más
que relatar el hecho, el hecho tal como me sucedió.
El hombrecillo se levantó del sillón y se quedó en pie, sobre la
alfombra y ante el fuego. Su timidez desaparecía por momentos, a medida
que se perdía de nuevo en la magia de la vieja aventura. Incluso sus ojos
le brillaban al hablar.
—Bien —prosiguió, levantando, en su excitación, su débil vocecilla—;
cuando se me ocurrió por primera vez, acababa de entrar en una
tienda.... aunque me figuro que la idea llevaría ya un buen rato
fraguándose subconscientemente antes de aparecérseme en tan súbita y
completa madurez. Estaba comprando unos calcetines, me parece —rió—,
y luchando con mi detestable francés, cuando me di cuenta de que a la
mujer de la tienda le importaba un comino el que yo comprase o dejara de
comprar. Le tenía sin cuidado vender o no vender. Lo único que hacía allí
era simular vender.
"Esto quizá les parezca un incidente demasiado trivial y caprichoso
para edificar sobre él todo lo que sigue. Pero en la realidad no tuvo nada
de trivial. Quiero decir que fue la chispa que prendió el reguero de pólvora
que llegó a producir el enorme incendio de mi mente.
"Me acababa de dar cuenta, de repente, de que la realidad de aquel
pueblo era muy otra de la que había visto yo hasta entonces. Las
actividades verdaderas y los intereses auténticos de la gente eran otros y
muy distintos de lo que parecía. La realidad de sus vidas quedaba oculta
en algún lugar invisible, detrás del escenario. Su bullicio y actividad no
eran sino apariencia externa, que enmascaraba sus verdaderas
intenciones. Compraban y vendían, y comían y bebían, y paseaban por las
calles; pero, sin embargo, la corriente fundamental de su existencia
discurría por cauces subterráneos, por gargantas secretas, fuera del
alcance de mi vista. En las tiendas y en los puestos no se preocupaban de
si yo sentía o no interés por sus artículos; en la posada, eran indiferentes
a si me iba o me quedaba; el curso de su vida discurría remoto para mí,
brotaba de ocultas fuentes misteriosas, fluía lejos de mi vista,
desconocido. Todo era una farsa enorme y deliberada, quizá montada en
beneficio mío o quizá para sus propios fines. Pero el curso principal de sus
existencias discurría por otro lado. Yo sentía algo así como lo que podría
sentir una sustancia extraña y hostil introducida en un organismo
humano, cuando éste trata por todos los medios de expulsarla o
absorberla. Esto mismo estaba haciendo aquel pueblo conmigo.
"Esta extraña certidumbre se apoderó de mí en forma irresistible
cuando regresaba paseando a la pasada; empecé a intentar imaginarme
apresuradamente dónde podría residir la vida auténtica de este pueblo y
cuáles podrían ser los intereses y actividades reales de su vida oscura.
"Y ahora que mis ojos estaban ya parcialmente abiertos, pude
observar tres detalles que me intrigaron, el primero de los cuales creo que
fue el extraordinario silencio que reinaba en todo el lugar. Todos los ruidos
del pueblo eran positivamente ahogados, sofocados. Aunque todas las
calles estaban empedradas con guijarros irregulares, la gente se movía
silenciosamente, blandamente, con pasos afelpados, igual que gatos. Todo
resultaba acallado, mudo, amortiguado. Las mismas voces eran bajas,
susurrantes como ronroneos. No parecía haber nada clamoroso,
vehemente ni enérgico en aquella atmósfera adormecida, de sueño
apacible, que envolvía al pueblecito dormido en la colina. Era como la
mujer de la posada: quietud aparente que oculta una intensa actividad y
desconocidos propósitos.
"Sin embargo, no percibí por ninguna parte señales de letargo o
pereza. La gente era activa y despierta. Pero todo, el mismo bullicio de la
calle, estaba envuelto en un amortiguamiento mágico y desconocido,
como en un hechizo.
Vezin se pasó un momento la mano por los ojos, como si sus
recuerdos se hiciesen demasiado dolorosos. Su voz se había ido
convirtiendo en un susurro, por lo cual habíamos escuchado con cierta
dificultad la última parte de su relato. Era evidente que lo que nos estaba
contando era cierto, y también que se trataba de algo que él a la vez
deseaba y odiaba contar.
—Volví a la posada —prosiguió en voz más alta— y cené. Sentía a mi
alrededor un mundo nuevo y extraño. Se iba desdibujando mi antiguo
mundo de realidades. Allí, me gustase o no, me tenía que enfrentar con
algo nuevo e incomprensible. Lamenté haber dejado el tren tan
impulsivamente. Me hallaba metido en una aventura y yo he sido siempre
enemigo de toda clase de ellas, considerándolas como algo totalmente
ajeno a mí. Más aún, sentía que me hallaba a las puertas de una aventura
muy oscura y honda a suceder dentro de mí, que iba a tener lugar en un
terreno que yo no podía controlar ni medir; y a mi asombro se mezcló un
sentimiento de angustia, angustia por la integridad y estabilidad de lo que
durante cuarenta años había considerado mi "personalidad'.
"Subí y me acosté, mientras mi cabeza rebosaba de pensamientos
extraños a mí, de carácter obsesionante. Para aliviarme, me obligué a
pensar en aquel tren encantador, prosaico y ruidoso, y en todos sus sanos
y tumultuosos pasajeros. Casi deseaba volver a estar con ellos. Pero mis
sueños me condujeron a otros terrenos. Soñé con gatos, con criaturas de
movimientos afelpados, y con el silencio de una vida oscura y
amortiguada que se extendía más allá de nuestros sentidos.
-
II
Vezin permaneció allí día tras día, Indefinidamente, mucho más
tiempo del que había pensado quedarse. Se sentía adormilado y aturdido.
No hacía nada en particular, pero el lugar aquel le fascinaba y no podía
decidirse a abandonarlo. Siempre le había sido muy difícil tomar
decisiones y, por ello, se asombraba a veces de lo bruscamente que había
adoptado la de bajarse del tren. Parecía como si alguien la hubiera
tomado por él; y, en una o dos ocasiones, sus pensamientos volaron hacia
aquel atezado francés del asiento frontero al suyo. ¡Ojalá hubiera podido
entender aquella larga frase que terminara, tan extrañamente, con un "a
cause du sommeil et a cause des chats!" Se preguntaba cuál habría
podido ser su exacto significado.
Mientras tanto, le había dominado por completo la afelpada calma de
la ciudad, e intentaba en medio de aquella paz y tranquilidad, descubrir
dónde residía el misterio y en qué consistía. Pero su limitación en el
idioma y su constitucional aversión a las investigaciones activas, le
impidieron abordar a la gente y hacerles preguntas directas. Se
contentaba con observar, vigilar y permanecer en estado negativo.
El tiempo siguió siendo tranquilo y neblinoso, y esto le ayudó.
Vagabundeó por la ciudad hasta que conoció cada calle y cada paseo.
La gente le permitía ir y venir sin obstaculizarle ni estorbarle; pero,
cada día que pasaba, se le hacía más evidente que no dejaban de vigilarlo
ni un momento. El pueblo le espiaba como el gato espía al ratón. Y él no
consiguió adelantar ni un paso hacia el descubrimiento de por qué estaban
todos tan atareados ni por dónde discurría la corriente real de sus
actividades. Todo esto permanecía en tinieblas. La gente era tan suave y
misteriosa como los gatos.
Pero que estaba continuamente bajo vigilancia, se le fue haciendo
más evidente de día en día.
Por ejemplo, cuando iba, dando un paseo, hasta el extremo último
del pueblo y allí entraba en un verde jardincillo público, bajo las murallas,
y se sentaba a tomar el sol en uno de sus vacíos bancos, se veía
completamente solo... al principio. No estaba ocupado ningún otro
asiento; el parque estaba desierto; los caminos, vacíos. Sin embargo, al
cabo de unos diez minutos de su llegada, había ya muy bien veinte
personas diseminadas a su alrededor, unas paseando sin rumbo fijo por
los senderos de grava o contemplando las flores, y otras sentadas en los
bancos de madera, tomando agradablemente el sol. Ninguna de ellas
parecía reparar en él; a pesar de esto, comprendía perfectamente que
habían ido allí a espiarle. Le mantenían sometido a estrecha vigilancia. En
la calle le habían parecido bastante atareados y activos; sin embargo,
ahora parecían haberse olvidado súbitamente de sus obligaciones y ya no
tenían nada que hacer sino descansar ociosamente al sol, sin acordarse
para nada de sus trabajos y quehaceres. Cinco minutos después de irse él,
el jardín volvía a quedar desierto, los asientos vacíos. Pero, en cambio, en
la calle, ahora repleta de gente atareada, sucedía lo mismo; nunca estaba
solo. Siempre estaban ocupándose de él.
Poco a poco, además, fue empezando a comprender de qué modo tan
inteligente lo espiaban, que no lo parecía. La gente aquella no hacía nada
de una manera directa. Actuaban de un modo oblicuo. Se rió para sus
adentros cuando expresó esta idea, circunscribiéndola en palabras, pero la
verdad es que esta frase lo describía con exactitud. Le miraban desde
ángulos desde los cuales, lógicamente, sólo se hubiese podido dirigir la
vista hacia otro sitio muy distinto. Sus movimientos, además, eran
oblicuos en todo lo que se refería a él. Era evidente que las cosas rectas,
directas, no les gustaban. No hacían nada con claridad. Cuando entraba a
comprar algo en una tienda, la mujer se iba rápidamente al extremo
lejano del mostrador y allí se ponía a hacer cualquier cosa; sin embargo,
le contestaba inmediatamente en cuanto él decía algo, demostrando con
ello que se había dado perfecta cuenta de su presencia, y era ésta
únicamente su manera de atenderle. Era la actitud del gato la que
adoptaban. Incluso en el comedor de la posada, el camarero, cortés y
bigotudo, flexible y silencioso en todos sus movimientos, parecía incapaz
de llegarse directamente hasta su mesa para atender un encargo o llevar
un plato. Iba haciendo zigzags, indirectamente, vagamente, de manera
que parecía estar yendo a cualquier otra mesa, sólo que de pronto, en el
último momento, se volvía y ya estaba allí junto a él.
Vezin sonreía de una forma singular al describir cómo fue empezando
a darse cuenta de estas cosas. No había más turista que él en la
hospedería, pero recordaba que uno o dos viejos del pueblo iban allí a
tomar su déjeuner y a cenar; y también recordaba cuán fantásticamente
entraban en el comedor, en actitud similar a la de todos los demás.
Primero se detenían en el umbral de la puerta, atisbando la habitación;
luego, después de una cuidadosa inspección, entraban de lado, por así
decir, pegados a la pared de tal manera que Vezin nunca sabía a qué
mesa se estarían dirigiendo; y, en el último momento, casi se
abalanzaban hacia sus respectivas sillas. Y de nuevo esto le sugirió las
maneras y métodos de los gatos.
También le llamaron la atención otros pequeños incidentes que
ocurrían por todas partes en aquel pueblo extraño y sigiloso, de vida
indirecta, amortiguada. La gente aparecía y desaparecía con una
extraordinaria rapidez, que le intrigaba sobremanera. Sabía que era
posible que el fenómeno fuese perfectamente natural; pero no podía
descifrar cómo la calle se tragaba o arrojaba a las personas en un
instante, sin puertas visibles ni aberturas lo suficientemente próximas
para explicar racionalmente el fenómeno. En cierta ocasión fue siguiendo
a dos mujeres de edad que había sorprendido examinándole con un
interés tan particular como disimulado desde el otro lado de la calle. Era
muy cerca de su posada, y las vio doblar la esquina sólo unos pocos pasos
delante de él. Pues bien, cuando él, que iba pisándoles los talones, torció
vivamente por la misma esquina, no vio más que una calle desierta, sin la
menor señal de vida. Y la única abertura por donde podían haberse
escabullido era un soportal que había a unos cincuenta metros de la
esquina y al cual, en ese tiempo, no habría podido llegar el más rápido de
los corredores humanos.
Y de la misma forma súbita aparecía la gente cuando menos se lo
esperaba. Una vez oyó el ruido de una gran disputa que procedía de
detrás de cierto pequeño vallado; se apresuró a ver qué sucedía y
consiguió ver un grupo de mujeres y jovencitas enzarzadas en
vociferadora discusión, que se apagó al momento, hasta convertirse en el
murmullo habitual de la ciudad, en cuanto su cabeza hubo asomado por
encima de la valla. E incluso entonces, ninguna de ellas se volvió para
mirarle directamente, sino que todas se escabulleron a través del patio
con increíble rapidez y desaparecieron por puertas y soportales. Y sus
voces —pensó— habían sonado muy parecidas, extrañamente parecidas a
gruñidos coléricos de animales irritados, casi como de gatos.
A pesar de todo, el alma auténtica del pueblo seguía evitándole,
esquiva, variable, escondida del mundo exterior, y, al mismo tiempo,
intensa y genuinamente vital; y, desde el momento en que él, ahora,
pertenecía a la vida del pueblo, esta esquivez y oscuridad le intrigaban y
le irritaban; más aún, empezaban ya a asustarle.
A través de las nieblas que lentamente se iban acumulando en sus
pensamientos habituales, empezó a surgir la idea de que los habitantes
del pueblo estaban esperando algo de él, esperando a que se decidiese, a
que tomase una actitud, a que hiciera una cosa u otra; y que, cuando él
se hubiese definido, ellos, a su vez, darían por fin una respuesta directa y
lo aceptarían o rechazarían. Pero no podía conjeturar sobre qué asunto
concreto se esperaba su decisión.
Una o dos veces se puso a seguir a pequeñas comitivas o grupos de
ciudadanos con el objeto de descubrir, si era posible, qué es lo que
pretendían; pero siempre le descubrieron a tiempo y se desparramaron,
tomando cada uno un camino distinto. Siempre era lo mismo: no había
manera de saber dónde residía la vida real de estas gentes. La catedral
siempre se hallaba vacía; y la vieja iglesia de San Martín, que estaba al
otro extremo del pueblo, desierta. Comerciaban porque tenían que
hacerlo, no porque deseasen comprar nada.
Las tabernas estaban solitarias, los tenderetes no eran visitados, los
pequeños cafés permanecían vacíos. A pesar de esto, las calles siempre se
encontraban llenas y la gente siempre bulliciosa.
—¿Es posible —se dijo, aunque con una sonrisa de indulgencia por
haberse atrevido a pensar una cosa tan rara—, es posible que estas
gentes sean gentes de crepúsculo, que sólo de noche vivan su vida real,
que sólo se manifiesten sinceramente en la oscuridad? ¿Están durante el
día haciendo una simple farsa, insincera pero valiente, y sólo cuando se
hunde el sol empiezan su vida auténtica? ¿Tienen alma, quizá, de cosa
nocturna, y está toda la bendita ciudad en manos de los gatos?
Su fantasía se las arreglaba para torturarle continuamente con
escalofríos y pequeñas crisis de espanto. Pero, aunque fingía reírse, se
daba perfecta cuenta de que estaba empezando a sentirse allí más que a
disgusto, y de que fuerzas extrañas estaban tirando con mil cuerdas
invisibles del mismo centro de su ser. Algo remotamente lejano a su
ordinaria vida cotidiana, algo que había permanecido dormido durante
años, empezó a insinuarse poco a poco en lo más hondo de su alma,
lanzando sutiles tentáculos a su cerebro y su corazón, moldeando ideas
extravagantes e influyendo incluso en algunos de sus menores actos.
Sentía que en la balanza estaba en juego algo extraordinariamente vital
para él, para su alma.
Y siempre que volvía a la posada, a la hora del crepúsculo, veía las
figuras de los habitantes del pueblo escabulléndose furtivamente en la
oscuridad de las tiendas, paseando como centinelas de aquí para allá en
las esquinas de las calles, y siempre desvaneciéndose en silencio, como
sombras, en cuanto él intentaba aproximarse. Y como la posada cerraba
invariablemente sus puertas a las diez, nunca había encontrado la
oportunidad, que temía y deseaba, de descubrir por si mismo las
revelaciones que podría hacerle de noche la propia ciudad.
—"A cause du sommeil et á cause des chats" —las palabras sonaban
en sus oídos cada vez con mayor frecuencia, aunque continuaban
desprovistas aún de toda significación definida.
Más aún, había algo que le hacía dormir como un muerto.
-
III
Creo que fue al quinto día de estar allí —aunque en este detalle a
veces variaba su relato— cuando hizo un descubrimiento definitivo, que
aumentó su inquietud y le condujo al más vivo acmé de la ansiedad. Antes
de esto ya había sentido que se estaba verificando un cambio dentro de sí
mismo y que habían acontecido ciertas sutiles transformaciones en su
carácter, modificándose incluso algunos de sus pequeños hábitos. Y él
había fingido ignorarlo. Esto otro, sin embargo, no lo pudo ignorar por
mucho tiempo; y le aterró.
A lo largo de toda su vida casi nunca se había mostrado muy positivo,
sino más bien francamente negativo, acomodaticio y complaciente; sin
embargo, cuando la necesidad le obligaba a ello, era capaz de actuar con
razonable vigor y tomar una decisión relativamente enérgica. El
descubrimiento que acababa de hacer, y que tan viva angustia le había
producido, era que esta capacidad habla disminuido realmente hasta
desaparecer por completo. Le era imposible reagrupar su mente dispersa.
Porque este quinto día se dio cuenta de que ya había permanecido
bastante tiempo en la ciudad y de que, además, por razones que sólo
vagamente podía intuir, lo más prudente y seguro era abandonarla.
¡Y se daba cuenta de que no podía dejarla!
Todo esto es muy difícil de expresar en palabras, y fue más, el gesto
y la expresión de su cara lo que hizo comprender al doctor Silence el
grado de impotencia a que Vezin había llegado. Toda aquella vigilancia,
todo aquel espionaje —dijo—, le habían envuelto, por así decir, en una
densa red que le tenía atrapado y le imposibilitaba toda huída; se sentía
como una mosca enredada en una enorme telaraña; estaba cogido,
apresado, y no se podía escapar. Era una sensación angustiosa. Había
sido invadida su voluntad por un insidioso entumecimiento que la dejaba
incapaz de la menor decisión. La simple idea de acción —en el sentido de
escaparse— le empezaba a causar terror. Todas sus fuerzas vitales
estaban dirigidas ahora hacia las profundidades de sí mismo, luchando por
arrastrar hacia la superficie algo que yacía enterrado allí, casi más allá de
sus propios alcances. Se vio obligado a reconocer la indudable existencia
de algo que él, sin duda, había ya olvidado hacia mucho tiempo, quizá
años o, más aún, quizá siglos. parecía como si se estuviese abriendo una
ventana en las profundidades de su ser, ventana que le iba quizá a revelar
un mundo completamente distinto y desconocido, aunque en, cierto modo,
incomprensiblemente, vagamente familiar también. Aún más allá de este
mundo, imaginaba una cortina enorme; y, cuando ésta se descorriese, se
ofrecería a sus ojos un panorama más amplio de esta misma región; y,
por último, sería capaz de empezar a comprender la vida secreta de
aquella insólita ciudad.
—¿Tendrá esto alguna relación con su vigilancia? —se preguntaba con
el corazón encogido—. ¿Será que están aguardando el momento en que
yo me una a ellos... o los rechace definitivamente? Entonces, en última
instancia, ¿la decisión depende de mí y no de ellos?
Y fue entonces cuando por primera vez se le apareció el verdadero
carácter siniestro de la aventura, por lo que sintió una angustia sofocante.
Estaba en juego la estabilidad de su pequeña y vacilante personalidad, y
sintió pavor en el fondo de su corazón.
¿Por qué, si no, habría adquirido la costumbre de caminar
furtivamente, sigilosamente, haciendo el menor ruido posible y mirando
constantemente detrás de él? ¿Por qué, si no, habría andado siempre casi
de puntillas por los pasillos de la posada prácticamente desierta, y cuando
estaba en la calle, no cesaba de buscar deliberadamente un refugio en
que poderse eventualmente guarecer? ¿Y por qué, de no haber estado
asustado, le habría parecido tan súbitamente juiciosa y deseable la
precaución de no salir a la calle después del atardecer? ¿Por qué todo ello,
en efecto?
Y cuando John Silence insistió, con tacto, en que diese alguna posible
explicación de estas cosas, confesó, disculpándose, que no podía dar
ninguna.
—Era simplemente el terror de que en cualquier momento podía
pasarme algo, a menos que me mantuviese siempre alerta. Sentía miedo.
Era instintivo —fue todo lo que pudo decir—. Tenía la impresión de que
toda la ciudad iba detrás de mí, que me querían para algo, y que, si
conseguían hacerse conmigo, ya podía darme por perdido, a mí o, al
menos, a mi yo conocido, para caer en un desconocido estado de
conciencia. Pero yo no soy psicólogo, ya lo sabe usted —añadió
humildemente, y no sé explicarlo mejor.
Hizo éste, su gran descubrimiento una tarde que se dedicaba a
holgazanear por el patio en espera de que le llamaran para cenar; e
inmediatamente subió a su apacible habitación, al fondo del tortuoso
corredor, para pensar a solas sobre aquello. Cierto que el patio también
estaba vacío, pero en él siempre existía la posibilidad de que aquella
enorme mujer, tan temida por él, saliese de cualquier puerta, con el
pretexto de hacer calceta, y se sentase allí a espiarle. Esto ya había
pasado varias veces y no podía soportar ya ni la simple vista de la
corpulenta mujer. Aún se acordaba de aquellas extrañas fantasías que se
le habían ocurrido al principio, de que ella iba a saltar sobre él en el
momento en que la volviese la espalda, y que caería sobre su cuello de un
solo salto demoledor. Por supuesto, no era más que una tontería, pero no
podía quitárselo de la cabeza; y, cuando una idea se empieza a comportar
de esta forma, deja ya de ser una tontería para convertirse en algo
importante y real.
Subió, pues, por las escaleras. Estaban oscuras y aún no habían
encendido las lámparas de aceite en el corredor. Anduvo a trompicones
por la desigual superficie del viejo entarimado y pasó junto a las sombrías
siluetas de las puertas del corredor —puertas que nunca había visto
abiertas— que sin duda daban a habitaciones que nunca parecían tener
ocupante. Anduvo, según su nueva costumbre, sigilosamente y de
puntillas.
A mitad de camino del último tramo de corredor, precisamente del
que conducía a su cuarto, había un brusco recodo, y fue en él donde,
mientras tentaba a ciegas las paredes con las manos extendidas, tocaron
sus dedos algo que no era pared, algo que se movía. Era algo suave y
cálido, indescriptiblemente fragante, y que le llegaría a la altura de su
hombro; y él, inmediatamente, pensó en un gatito peludo y perfumado. Al
momento siguiente se dio cuenta de que se trataba de algo radicalmente
distinto.
Sin embargo, en vez de investigar más —sus nervios, según confesó,
estaban demasiado sobreexcitados para ello—, lo que hizo fue encogerse
todo lo que pudo contra la pared opuesta. La cosa, fuera lo que fuese,
pasó a su lado, deslizándose con un murmullo suave, y luego, retirándose
con pasos leves por el corredor por donde él acababa de llegar,
desapareció. Le llegó una ráfaga de aire cálido y perfumado.
Durante un momento, Vezin contuvo la respiración y permaneció en
silencio total, medio apoyado en la pared; y luego, de pronto, cruzó casi
corriendo la distancia que le quedaba, entró precipitadamente en su
cuarto y cerró a toda prisa la puerta. Sin embargo, no había sido el miedo
lo que le había hecho correr: era excitación, una excitación placentera.
Sus nervios hormigueaban y un fuego delicioso le recorría todo el cuerpo.
Como en un relámpago, se dio cuenta de que esto era precisamente lo
mismo que había sentido hacía veinticinco años, cuando, siendo un
muchacho, se enamoró por primera vez. De arriba a abajo le recorrían
cálidas oleadas de vida que le inundaban en un remolino de dulce placer.
De pronto, se había vuelto tierno, amoroso, apasionado.
La habitación estaba completamente a oscuras, y se dejó caer en el
sofá que había junto a la ventana, intentando dilucidar lo que le había
sucedido y su posible significado. Pero lo único que en aquellos momentos
podía comprender claramente es que en él acababa de verificarse un
cambio etéreo, mágico: ya no quería irse de allí, ni siquiera pensar en
ello. El encuentro en el corredor lo había cambiado todo. Aún flotaba a su
alrededor el extraño perfume que hechizaba su razón y su alma. Pues
sabía perfectamente que había sido una mujer joven quien había pasado
junto a él y una cara de mujer joven lo que sus dedos habían tocado en la
oscuridad, y se sentía, incomprensiblemente, como si ella le hubiera
besado, como si le hubiera besado de lleno en los labios.
Temblando, se sentó en el sofá junto a la ventana y se esforzó en
poner en orden sus ideas. Era completamente incapaz de comprender
cómo el simple paso de una joven junto a él en la oscuridad de un
estrecho pasillo podía haber comunicado un estremecimiento tan
fulgurante a todo su ser, hasta el punto de estar todavía agitado por la
dulce impresión. ¡Sin embargo, así era! Era tan innegable como imposible
de analizar. En sus venas había penetrado alguna especie de fuego
antiguo que ahora corría tumultuosamente por su sangre, y el hecho de
que tuviese cuarenta y cinco en vez de veinte años no significaba lo más
mínimo. Por encima de todo, de su tormento interior y confusión emergía
un único hecho saliente y definitivo: la mera presencia, el contacto
meramente casual con aquella muchacha desconocida, invisible en la
oscuridad, había sido suficiente para despertar fuegos dormidos en lo
hondo de su corazón y levantarle todo el ánimo, desde un estado de
perezosa debilidad a otro de desgarradora y tumultuosa excitación.
Al cabo de un rato, sin embargo, la edad de Vezin empezó a
manifestar sus poderosos efectos, se tranquilizó algo, y cuando por fin
sonó un golpecito en la puerta y oyó la voz del camarero notificándole que
la cena estaba ya dispuesta, hizo un esfuerzo y bajó lentamente las
escaleras que conducían al comedor.
Cuando entró, todos levantaron la vista hacia él, pues llegaba con
mucho retraso; pero él ocupó su asiento de costumbre, en el rincón
alejado y empezó a comer. Todavía le perduraba un cierto temblor en los
nervios, pero el hecho de haber cruzado patio y vestíbulo sin ver ninguna
mujer había contribuido a calmarle un poco. Comió tan de prisa que casi
pareció estar representando la escena habitual de la mesa redonda tan
frecuente en muchas posadas, y, de pronto, atrajo su atención un leve
cambio acontecido en la estancia.
Su silla estaba colocada de tal manera que la mayor parte de la larga
salle á manger quedaba a su espalda; mas no necesitó volverse para
saber que la misma persona con que se había cruzado en el corredor
acababa de entrar en la habitación. Sintió su presencia mucho antes de
ver u oír algo.
Luego se puso tenso cuando los viejos, únicos huéspedes además de
él, se fueron levantando uno a uno de sus sitios y cambiaron saludos con
alguien que pasaba junto a ellos, de mesa en mesa. Y cuando, por último,
con el corazón latiéndole furiosamente, se volvió para cerciorarse por sí
mismo.
Vio la figura de una jovencita flexible y esbelta que atravesaba la
habitación hacia la mesa del rincón que él ocupaba. Andaba
maravillosamente con la gracia sinuosa de una joven pantera, y su
proximidad le llenó de un tan delicioso aturdimiento que en un principio
fue totalmente incapaz de fijarse en su cara y de pensar qué significaba
allí la presencia de aquella criatura que de nuevo le hacía sentirse lleno de
calor y felicidad.
—Ah, ¡Ma'mselle est de retour! —oyó murmurar a su lado al viejo
camarero; y sólo le había dado tiempo a figurarse que debía de ser la hija
de la propietaria, cuando ya estaba ella a su lado y oyó su voz. Se dirigía
a él. Vio confusamente unos labios rojos, dientes blancos, reidores, y unos
descuidados rizos de fino cabello oscuro en torno a sus sienes; todo lo
demás era como un sueño en el que su propia emoción se interponía
como una pesada nube ante sus ojos y le impedía ver los detalles de aquel
rostro y darse cuenta también de lo que él mismo hacía. Sin embargo, sí
se la dio de que ella le estaba saludando con una graciosa y leve
reverencia, que sus ojos grandes y bellos se miraban profundamente en
los suyos, que el perfume que había sentido en el pasillo oscuro llegaba de
nuevo hasta él, y que ella se inclinaba hacia su cara, apoyando una mano
en la mesa, junto a su brazo. Se hallaba muy cerca —esto era lo principal
— y le estaba explicando que ella siempre se interesaba mucho por el
bienestar de los huéspedes de su madre y que ahora venía a ofrecer sus
servicios al último llegado, es decir, a él.
—M'sieur ya lleva aquí unos pocos días —oyó decir al camarero; y
luego oyó la voz de ella, dulce, musical, que replicaba:
—Ah, pero M'sieur no irá a dejarnos precisamente ahora. Mi madre es
muy vieja y muchas veces no puede atender debidamente al confort de
nuestros huéspedes; pero ya estoy yo aquí y pondré remedio a todo —rió
deliciosamente—. M'sieur quedará satisfecho.
Vezin, pugnando con su emoción y su deseo de mostrarse educado,
medio se levantó para agradecer tan halagüeñas palabras y consiguió
tartamudear una especie de respuesta; pero, al hacerlo, su mano rozó
casualmente la de ella, que estaba apoyada en su mesa, lo cual le
transmitió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Los mismos
cimientos de su alma se tambalearon en sus profundidades. Vio los ojos
de ella fijos en los suyos con una mirada de atenta curiosidad; y, un
momento después, observó que, en su turbación, se había vuelto a sentar
en la silla, incapaz de hablar, que la muchacha ya se iba, atravesando de
nuevo el comedor, y que él se había puesto a comer la ensalada con un
cuchillo de postre y una cucharilla de café.
Anhelando que volviese y temiéndolo, al mismo tiempo, engulló de
cualquier manera el resto de la cena y en seguida se marchó a su
habitación para quedarse a solas con sus pensamientos. Esta vez los
pasillos estaban iluminados y no tuvo en ellos ningún contratiempo
excitante, a pesar de que el tortuoso corredor se hallaba lleno de sombras
y, de que el último tramo, desde el recodo de marras en adelante, le
pareció más largo que nunca. El corredor no era llano, sino que tenía un
cierto declive, como un sendero en la ladera de una montaña; al
recorrerlo suavemente, de puntillas, le dio la sensación de que en realidad
aquel pasadizo le iba a conducir al exterior de la casa, al mismo corazón
de un gran bosque antiguo. El mundo cantaba en su alma. Por su cerebro
revoloteaban extrañas fantasías; y una vez en su habitación no encendió
las velas, sino que se sentó junto a la abierta ventana y estuvo pensando
largamente, soñando sueños remotos que espontáneamente y en
bandadas acudían a su mente.
-
IV
Toda esta parte del relato le fue contada al doctor Silence sin hacerse
mucho rogar, es cierto, aunque no sin gran embarazo y muchos
balbuceos. No podía explicarse de ninguna de las maneras —dijo— cómo
se las había arreglado la chica para afectarle tan profundamente, incluso
antes de haber puesto sus ojos en ella. Su simple proximidad en las
tinieblas fue suficiente para encender la hoguera. No sabía lo que era un
flechazo; y, durante años, habíase mantenido apartado de toda relación
sentimental Con cualquier miembro del sexo opuesto, pues vivía
encerrado en su timidez y era excesivamente consciente de sus propios
abrumadores defectos. A pesar de todo, esta hechicera jovencita le había
buscado a él deliberadamente. Su comportamiento no ofrecía duda, pues
siempre se iba con él, a la menor ocasión. Casta y dulce lo era sin duda,
pero francamente incitante también; y le dominaba por completo con una
simple mirada de sus ojos brillantes, si es que no le tenía ya dominado
desde la primera vez, en la oscuridad, con la única magia de su invisible
presencia.
—¿Le daba a usted la sensación de que ella era sana y buena? —
inquirió el doctor—. ¿No tuvo usted ninguna reacción de cierto tipo..., por
ejemplo, de alarma?
Vezin levantó vivamente la cabeza, con una de sus inimitables
sonrisas de disculpa. Tardó un ratito en contestar. El simple recuerdo de
su aventura hizo enrojecer sus tímidas facciones, y sus ojos pardos
miraron hacia el suelo cuando contestó.
—No me atrevería a afirmarlo —explicó por fin—. Tuve que
confesarme a mí mismo, algunas noches que no podía dormir y me
quedaba despierto en la cama hasta muy tarde, que sentía ciertos
escrúpulos de conciencia. Me iba viniendo la certeza de que en ella había
algo... ¿Cómo diría yo?... Bueno, algo impío. No es que fuese impureza de
ninguna clase, ni física ni mental, lo que quiero decir, sino otra cosa, algo
completamente indefinible, que me daba una especie de sensación vaga
como de reptil. Ella me atraía y al mismo tiempo me repelía mas que...
que...
Vaciló, terriblemente ruborizado, y no pudo acabar la frase.
—Nunca me ha pasado nada igual, ni antes ni después —concluyó
confusamente—. Me figuro que habrá sido, como acaba usted de sugerir,
algo parecido a un flechazo. De todas formas, fuera lo que fuese, era algo
lo suficientemente fuerte para hacerme deseable aquel espantoso pueblo
encantado y quedarme en él durante años y años sólo por verla a diario,
oír su voz, contemplar sus maravillosos movimientos y, alguna vez, quizá
tocar su mano.
—¿Podría explicarme donde cree, dónde siente que radicaba el origen
de su poder sobre usted? —preguntó John Silence, mirando
deliberadamente a cualquier sitio menos al turbado narrador.
—Me sorprende que me pregunte usted eso —respondió Vezin, con la
máxima dignidad que pudo expresar—. Creo que ningún hombre puede
explicar convincentemente a otro dónde radica la magia de la mujer que
le ha apresado en sus redes. Yo, desde luego, no puedo. Lo único que
puedo decir es como no decir nada: que una mujer me ha hechizado, que
simplemente el saber que ella vivía y dormía bajo el mismo techo me
llenaba de una extraordinaria sensación de placer.
—Pero hay algo que sí puedo decir —prosiguió gravemente, con los
ojos encendidos—. Y es que ella parecía resumir y sintetizar todas las
extrañas fuerzas ocultas que tan misteriosamente actuaban en el pueblo.
Cuando caminaba de un lado para otro, tenía los sedosos movimientos de
una pantera, suave, silenciosa, y los mismos procedimientos indirectos,
oblicuos, de los habitantes del pueblo; daba la impresión de ocultar, igual
que éstos, algún propósito secreto, propósito que, no me cabía duda, me
tenía a mí como objetivo. Para mi terror y placer, me sentía
constantemente vigilado por ella, y eran tales su maestría y disimulo que
otro hombre menos susceptible que yo, por así decirlo —hizo un gesto
suplicante—, o quizá menos sobre aviso por lo que ya había pasado antes,
nunca se habría dado cuenta de nada en absoluto. Siempre callada,
siempre reposada, parecía, sin embargo, estar en todas partes a la vez,
de manera que nunca podía escapar de su vigilancia. Continuamente me
encontraba con la mirada fija y risueña de sus grandes ojos, —en los
rincones de cualquier habitación, en los pasillos, contemplándome
tranquilamente desde una ventana, o en una de las calles más bulliciosas
del pueblo.
La intimidad entre ambos parece que hizo rápidos progresos desde
aquel primer encuentro que tan violentamente había alterado el equilibrio
interior del hombrecillo. Era este hombre muy estirado y relamido, y la
gente estirada y relamida suele vivir habitualmente en un mundo tan
reducido que cualquier cosa violenta e inusitada les puede sacar brusca y
completamente de él; por ello, esta clase de gente suele desconfiar
instintivamente de todo lo que represente una cierta originalidad. Sin
embargo, al cabo de cierto tiempo, Vezin empezó a olvidarse de su
estiramiento. La chica se portaba siempre modestamente y además, como
representante de su madre, era lógico que tratase con los huéspedes del
hotel. El que entre ambos brotase un espíritu de camaradería no tenía
nada de particular. Además, era joven, era encantadoramente bonita, era
francesa, y, evidentemente, él le gustaba.
Al mismo tiempo, había en todo ello algo indescriptible —una cierta
atmósfera indefinible, propia de otros lugares y otras edades— que le
hacía mantenerse alerta y a veces llegaba hasta a cortarle la respiración
con un brusco sobresalto. Según confió en un susurro al doctor Silence,
era algo así como un sueño o un delirio, mitad delicioso, mitad terrible; y
más de una vez se dio cuenta bruscamente de que estaba diciendo o
haciendo algo, obligado por unos impulsos que apenas reconocía como
propios.
Y, aunque a veces le volvía la idea de marcharse, cada vez lo hacía
con menos insistencia, de modo que seguía allí día tras día, fundiéndose
cada vez más con la soñolienta vida de aquella extraña ciudad medieval y
perdiendo cada vez más su propia personalidad. Sentía que pronto se iba
a descorrer la cortina de las profundidades de su alma, con horrible
ímpetu, y que se vería de repente admitido en el secreto de la oscura vida
que se extendía al otro lado. Pero, para entonces, ya se habría convertido
en un ser completamente distinto.
Mientras tanto, notaba, por varios pequeños detalles, que intentaban
hacerlo agradable su estancia allí: flores en el cuarto, una butaca más
confortable en su rincón, e incluso platos especiales, extraordinarios, en
su mesa del comedor. Además, las conversaciones con "Mademoiselle
Ilsé" se iban haciendo cada vez más frecuentes y placenteras; y, aunque
casi siempre giraban acerca del tiempo o detalles locales, observó que la
chica nunca tenía prisa por terminarlas y que con frecuencia se las
arreglaba para interpolar pequeñas y extrañas sentencias, que, aunque
nunca acababa él de comprender, se daba cuenta de que eran muy
significativas.
Y fueron precisamente estos incisos ocasionales, llenos de un
significado que se le escapaba, los que le harían sospechar en ella algún
propósito oculto y encontrarse a disgusto. Todos iban encaminados a
hacerle sentirse seguro, dándole mil razones para prolongar
indefinidamente su permanencia en el pueblo.
—¿Y qué, todavía no ha tomado M'sieur una decisión? —preguntóle
ella suavemente al oído, un día, sentada junto a él en el patio soleado,
antes del déjeuner. La familiaridad entre ellos había progresado con
rapidez significativa—. ¡Porque, si es tan difícil tomarla, entre todos
podemos intentar ayudarle!
La pregunta le sobresaltó, porque calcaba sus propios pensamientos.
Había sido acompañada de una preciosa sonrisa; y al volverse ella para
lanzarle una picaresca mirada, un mechón de pelo rebelde cayó sobre uno
de sus bellos ojos. El quizá no logró captar el pleno sentido de la
pregunta, pues la proximidad de la muchacha siempre le confundía su
corto conocimiento del francés. Pero sus palabras, su actitud y algo más
que no asomaba a las palabras, sino que permanecía oculto en la mente
de la joven. Le asustaron, ya que apoyaban su vieja sensación de que el
pueblo entero estaba aguardando a que él se decidiera en algún
importante asunto.
Y al mismo tiempo, su voz cálida, su presencia tan cercana, el suave
vestido oscuro que llevaba, le excitaban inexpresablemente.
—Es cierto que me resulta difícil marcharme —balbuceó,
abandonándose voluptuosamente dentro de las profundidades de sus
hechiceros ojos—, y especialmente ahora que ha venido mademoiselle
Ilsé.
Quedó sorprendido de lo bien que le había salido la frase y encantado
de su propia galantería. Pero, a la vez, se habría cortado la lengua por
haberla dicho.
—Entonces, después de todo, es que le gusta a usted nuestra
pequeña ciudad porque, si no, no se alegraría de seguir aquí —dijo ella,
ignorando totalmente el cumplido.
—Estoy encantado de ella y encantado de usted —gritó él, sintiendo
que se había emancipado plenamente del control de su cerebro. Y estaba
ya dispuesto a empezar a decir las cosas más ardientes y apasionadas,
cuando la muchacha se levantó ágilmente de la silla y se dispuso a irse.
—Hoy tenemos soupe á l'oignon —exclamó sonriendo, gloriosamente
iluminada por el sol—, y tengo que ir a la cocina a ver cómo va. Si no, ya
sabe a M'sieur no le gustará la comida y entonces quizá nos deje.
La miró mientras cruzaba el patio, moviéndose con toda la gracia y
ligereza de la raza felina, y se le ocurrió que incluso su traje negro la
ceñía exactamente igual que la piel a esos ágiles animales. Al llegar al
porche de la
puerta de cristales, se volvió ella a sonreírle, y después se detuvo a
hablar un momento con su madre, que estaba haciendo calceta como de
costumbre, sentada enfrente justo de la puerta del salón.
Pero ¿por qué en el mismo instante en que sus ojos cayeron sobre
esta desgarbada mujer se le representaron ambas de repente cambiadas,
distintas de como eran? ¿De dónde procedía aquella impresión de dignidad
que las transfiguraba, aquella sensación de poder que las envolvía, como
mágicamente, a ambas? ¿Qué había en aquella mujerona maciza que la
hacía de pronto, parecer regia, como si estuviese sentada en un trono, en
medio de algún tenebroso y siniestro escenario, empuñando un cetro
sobre el rojo resplandor de alguna tempestuosa orgía? ¿Y por qué esta
jovencita delicada, grácil como un sauce, elástica como un leopardo joven,
adoptaba de pronto aquel aire de siniestra majestad y parecía moverse
con la cabeza nimbada de fuego y de humo, y la oscuridad de la noche
bajo los pies?
Vezin contuvo la respiración y se sentó, traspasado. Entonces, casi al
mismo instante de aparecer, se desvaneció esta visión extraña y la clara
luz del sol envolvió a ambas mujeres; oyó la voz reidora que hablaba a su
madre de la soupe á l'oignon, y captó la sonrisa que le dirigió por encima
de su delicado hombro adorable, la cual le hizo pensar en una rosa
cubierta de rocío cabreándose bajo la brisa del verano.
Por supuesto, la sopa de cebolla estuvo especialmente excelente
aquel día; además, Vezin vio otro cubierto en su misma mesa, y, con el
corazón palpitante, oyó al camarero murmurar, a guisa de explicación,
que "Ma'mselle Ilsé acompañaría hoy a M'sieur en el déjeuner, según
acostumbra hacer a veces con los huéspedes de su madre."
De modo que estuvo sentada junto a él durante aquella comida de
ensueño, le habló dulcemente en su fluido francés,..cuidó de que fuese
bien servido, le aliñó la ensalada y le ayudó incluso con sus propias manos
en todo cuanto hizo falta. Y después, por la tarde, mientras se hallaba
fumando en el patio, soñando con verla cuando terminase sus faenas
caseras, volvió de nuevo a su lado; y cuando él se levantó de la silla para
saludarla, le pareció indecisa, como llena de una dulce timidez que la
impidiese hablar.
—Cree mi madre —dijo por fin— que debería usted conocer todas las
bellezas que encierra nuestra pequeña población, y yo también creo lo
mismo. ¿Me aceptaría quizá M'sieur como guía? Yo puedo enseñárselo
todo, porque conozco bien el lugar. Mi familia vive aquí desde hace
muchas generaciones.
Antes de que él fuera capaz de encontrar ninguna palabra con que
expresar su placer, ya le había cogido ella de la mano y, sin que él hiciera
nada por resistirse, le había conducido a la calle, aunque de una manera
tan espontánea que su comportamiento resultó completamente natural y
desprovisto de la más leve insinuación de atrevimiento o descaro. Su
rostro estaba iluminado de placer e interés y, con su vestido corto y el
cabello revuelto, representaba perfectamente a la encantadora chiquilla de
diecisiete años, que era inocente, traviesa, orgullosa de su patria chica,
cuya arcaica belleza había aprendido a sentir en el transcurso de sus
pocos años.
Así fueron juntos por la ciudad, y ella le enseñó lo que consideraba
más importante: la vieja casa en ruinas donde habían vivido sus
antepasados, la sombría y aristocrática mansión en que había morado
durante siglos la familia de su madre y la vieja plaza del mercado donde,
hace varios cientos de años habían sido quemadas las brujas en la
hoguera. De todo ello hizo un relato muy vivo y fluido, pero del cual no
comprendió él ni la décima parte, mientras caminaba penosamente al lado
de la jovencita, maldiciendo sus cuarenta y cinco años y sintiendo que
revivían todos sus anhelos de la adolescencia burlándose de él. Mientras
ella hablaba, Inglaterra y Surbiton le parecían algo tremendamente
lejano, algo que perteneciera casi a otra edad de la historia del mundo. La
voz de la muchachita removía algo inconmensurablemente viejo que
dormía en sus profundidades. Arrullaba la parte más superficial de su
conciencia, adormeciéndola, pero hacía despertar lo más hondo, lejano,
ancestral. Igual que la ciudad, con su fingida pretensión de activa vida
moderna, los estratos superiores del pobre hombre estaban cada vez más
embotados, amortiguados, apaciguados; pero lo que había debajo
empezaba a removerse en su sueño. Aquella enorme cortina empezaba a
agitarse un poco. En cualquier momento podía descorrerse para siempre...
Empezó por fin a ver un poco más claro. Lo que sucedía en la ciudad
se estaba reproduciendo en él. Su vida externa habitual cada vez se
encontraba más ahogada, mientras aquella otra vida secreta, interna,
mucho más real y vital, se iba afirmando cada vez más y más. Y esta
jovencita probablemente era la suma sacerdotisa, principal instrumento de
su consumación. Nuevos pensamientos, nuevas interpretaciones,
inundaban su mente mientras caminaba a su lado por las retorcidas
callejuelas; y entonces, el pueblo viejo y pintoresco, de tejados picudos,
iluminado suavemente por la luz del crepúsculo, le pareció más
maravilloso y seductor que nunca.
Pero durante el paseo sólo surgió un incidente inquietante y
perturbador; el incidente fue trivial en sí, pero completamente
inexplicable, e hizo asomar un terror a la carita infantil, y un grito en los
risueños labios de la chiquilla. De pronto, había observado él una columna
de humo azul que se elevaba de una hoguera de otoñales hojas secas y se
recortaba contra los rojos tejados; luego, había corrido junto a la fogata y
la llamó para que se acercara a ver las llamas que brotaban de entre el
montón de desechos.
Ella, al darse cuenta de lo que se trataba, se había alarmado
terriblemente, su cara se había alterado en forma espantosa, y había
huido como el viento, gritándole viejas palabras mientras corría, de las
que él no había entendido ni una sola, excepto que el fuego parecía
asustarla y que quería alejarse rápidamente, llevándole a él consigo.
Pero cinco minutos después ya estaba otra vez tan tranquila y feliz
como si nada la hubiese asustado o desagradado, y ambos olvidaron el
incidente.
Fueron luego juntos, caminando por el borde de las ruinosas
murallas, escuchando aquella música fantástica de la banda del pueblo, tal
como la oyó el día de su llegada. Le conmovió profundamente, igual que
la primera vez, y se las arregló para recobrar el uso de la palabra y, con
ésta, su mejor francés. La jovencita caminaba sobre las piedras, al filo de
la muralla, pegada a él. Nadie había en los alrededores. Arrebatado por
crueles mecanismos internos empezó a balbucear algo —apenas sabía qué
— sobre su extraña admiración por ella. Apenas comenzó a hablar, saltó
ella ágilmente del muro y le miró cara a cara, sonriendo y casi rozándole
las rodillas cuando él se sentó. Como de costumbre, ella iba sin sombrero,
y el sol caía de lleno en su cabello, iluminando también una de sus
mejillas y parte del cuello.
—¡Qué contenta estoy! —exclamó batiendo palmas—; y estoy tan
contenta porque eso quiere decir que, si me quiere a mí, también tendrá
que querer todo lo que yo hago y aquello a que pertenezco.
Lamentó él amargamente su impensada pérdida de control. Pues en
aquella frase había algo que le heló. Supo entonces lo que era el miedo de
embarcarse en un mar peligroso y desconocido.
—Quiero decir que usted debe tomar parte en nuestra vida real —
añadió ella suavemente, como engatusándole, como si se hubiese dado
cuenta del estremecimiento que le había recorrido—. Volverá con
nosotros.
Otra vez se sintió dominado por aquella infantil indecisión; se sentía
cada vez más preso en las redes de la muchacha; de ella emanaba algo
que se apoderaba de sus sentidos; sintió que la personalidad de aquella
jovencita, a pesar de toda su gracia sencilla, contenía en sí fuerzas
imponentes, majestuosas, augustas. De nuevo la vio rodeada de humo y
llamas, en un escenario quebrado y tempestuoso, dotada de fuerza
espantosa, y acompañada de su terrible madre. Todo esto se entreveía
siniestramente en medio de su sonrisa y su aspecto de encantadora
inocencia.
—Volverá, yo lo sé —repitió subyugándole con la mirada.
Estaban completamente solos, en lo alto de las murallas, y la
sensación de que ella le dominaba despertó una salvaje sensualidad en su
sangre. Su mezcla de abandono y reserva le atrajo furiosamente y toda su
hombría se encrespó contra esta creciente influencia, a la vez que la
deseaba con todo el ímpetu de su olvidada juventud. Le vino un deseo
irresistible de hacerle una pregunta, para la que tuvo que reagrupar los
restos de su antigua, minúscula y desintegrada personalidad, en un
esfuerzo por mantener la estabilidad de su propio ser.
La muchacha, ya tranquila, estaba de nuevo apoyada en la ancha
muralla, junto a él, los codos en el repecho, inmóvil como una figura
cincelada en piedra, contemplando la llanura que se iba cubriendo de
sombras. Echó mano él de todo su valor.
—Dime, Ilsé —dijo, imitando inconscientemente la voz ronroneante
de la joven y dándose cuenta, sin embargo, de que se trataba de un
asunto de absoluta seriedad—, ¿qué significa esta ciudad y cuál es esa
vida real de que me has hablado? ¿Y por qué me vigilan todos, de la
mañana a la noche? Dime, ¿qué significa todo esto? Y dime —añadió
apresuradamente, con un temblor de pasión en la voz—, ¿quién eres tú en
realidad... tú... tú misma?
Ella se volvió hacia él y le miró a través de sus párpados entornados,
a pesar de lo cual una sombra de rubor traicionó su creciente excitación
interna.
—Me parece —balbuceó torpemente bajo la mirada de ella— que
tengo cierto derecho a saber...
De pronto, ella abrió los ojos del todo.
—Entonces, ¿me quieres? —preguntó suavemente.
—¡Lo juro! —exclamó él respetuosamente, como arrastrado por la
fuerza de una marea creciente...—. Nunca he sentido antes..., nunca he
conocido otra mujer que...
—Entonces tienes derecho a saber —interrumpió ella, cortando
tranquilamente su torpe confesión—, pues el amor nos hace partícipes de
todos los secretos.
Se detuvo y a él le corrió un estremecimiento como de fuego por todo
el cuerpo. Las palabras de la joven le habían elevado sobre la tierra; sintió
una radiante felicidad seguida casi instantáneamente, en horrible
contraste, de la idea de la muerte. Supo entonces que ella había vuelto
sus ojos hacia los suyos y que le estaba hablando de nuevo.
—La vida real de que hablaba —murmuró— es la vieja, la antigua
vida de aquí, la vida de hace mucho tiempo, la vida a que también tú
perteneciste una vez y a la que aún perteneces.
Al hundirse en su alma la voz susurrante de la muchacha, una leve
ondulación alteró las profundidades negras de su memoria. Sabía
instintivamente que lo que le estaba diciendo era verdad, pero no podía
comprender exactamente a qué se refería. Su vida actual parecía huir de
él, deslizándose, mientras escuchaba, y se sentía hundir en otra
personalidad mucho más antigua y poderosa. Era precisamente esta
pérdida de su ser la que le había sugerido la idea de la muerte.
—Viniste —continuó ella— con el propósito de buscar esta vida, y el
pueblo se dio cuenta y se puso a esperar a ver qué decidías, si los
abandonabas sin haberla encontrado o si...
Sus ojos seguían fijos en los de él, pero su rostro empezó a cambiar,
a hacerse mucho más grande y oscuro, adquiriendo una expresión de más
edad.
—Eran sus pensamientos, girando constantemente en torno de tu
alma, lo que te hacía sentirte vigilado. No te vigilaban con los ojos.
Aquello a que se dirige su vida interior te llamaba, intentaba hacerse oír
de ti. Todo tú formaste parte de la misma vida antigua del lugar; y ahora
quieren que vuelvas de nuevo entre ellos.
Al oír esto, el tímido corazón de Vezin se ahogó de pavor; pero los
ojos de la muchacha le mantenían preso en una red de placer de la que no
deseaba escapar. Le fascinaba; le hacía sentirse fuera de sí, de su ser
habitual.
—Por sí solos, sin embargo, nunca hubieran conseguido poseerte y
retenerte —continuó—. Las fuerzas repulsivas no son ya lo bastante
fuertes; se han ido debilitando al cabo de los años. Pero yo —se calló un
momento, mirándole con una expresión en sus ojos espléndidos, de total
confianza en sí misma—, yo poseo el hechizo para conquistarte y
retenerte: el hechizo del viejo amor. Yo puedo lograr que vuelvas de
nuevo y hacerte vivir conmigo la vida antigua, porque la fuerza de la Vieja
atadura que hay entre tú y yo, si me decido a usarla, es irresistible. Y me
he decidido a usarla. Te necesito. A ti, querida alma de mi pasado sombrío
—se apretó junto a él tanto que su aliento le rozaba los ojos, y su voz
cantó literalmente al decir—: Te tengo, porque tú me amas y estás por
completo a mi merced.
Vezin oía y, sin embargo, no oía; comprendía, pero sin comprender.
Estaba en la plenitud de la exaltación. El mundo yacía bajo sus pies,
hecho de música y flores; y él volaba muy por encima, a través de un
crepúsculo de pura delicia. Se había quedado sin respiración, desmayado
ante la maravilla de sus palabras. Estas le habían intoxicado. Pero todavía
le seguían oprimiendo, por debajo del placer de aquellas frases
maravillosas, el terror y la horrible idea de la muerte. Pues a través de
aquella voz cantarina brotaban llamas y humo negro que lamían su alma.
Le daba la impresión de que entre ellos existía una especie de rápida
telepatía; con su pésimo francés nunca habría podido decir todo lo que
había dicho. Sin embargo, ella le entendía perfectamente; y las palabras
de la joven le sonaban como un recitado de versos conocidos y olvidados
hacía mucho tiempo, versos cuyo intenso dolor y ternura eran casi
intolerables para su débil alma.
—Sin embargo, yo vine aquí por una completa casualidad —se oyó
decir a sí mismo.
—No —exclamó ella con pasión—, viniste porque yo te llamé. Te
estuve llamando durante años y viniste empujado por toda la fuerza del
pasado. Tenías que venir, porque yo te poseo y yo te llamé.
Se irguió y se le acercó más, mirándole con una cierta insolencia: la
insolencia del poder.
El sol se habla puesto tras las torres de la vieja catedral y cada vez
fue subiendo más el nivel de la oscuridad, que se alzaba de la planicie,
hasta envolverles por completo. Había cesado la música de la banda.
Colgaban, inmóviles, las hojas de los plátanos; pero el frío del otoño se
despertó y estremeció a Vezin. No se oía más sonido que el de sus voces
y, en ocasiones, el suave roce del vestido de la muchacha. Podía oír el
latido de su propia sangre en los oídos. Apenas se daba cuenta de dónde
estaba o qué hacía. Alguna terrible magia le arrastraba hacia las
profundidades, hacia los cimientos de su propia personalidad, y le
aseguraba que las palabras que ella decía eran verdad. Y vio cómo esta
sencilla muchachita francesa, que con tanta autoridad le hablaba, se
convertía allí mismo, a su lado, en un ser muy distinto. Mientras la miraba
de lleno en los ojos, creció y se precisó la visión que ya antes le había
asaltado y que esta vez fue haciéndose más vívida y clara en su interior,
hasta que alcanzó un grado tal de realismo que no tuvo más remedio que
aceptarla como auténtica. Igual que la otra vez, vio ahora a la joven, alta
y majestuosa, en un salvaje y fragoso escenario de bosques y cavernas
rocosas, nimbada su cabeza por el resplandor de las llamas y envueltos en
nubes de humo sus pies. Guirnaldas de hojas oscuras ornaban su cabello,
que flotaba abandonado al viento; y sus miembros brillaban entre los
andrajos que la cubrían. Había otros a su alrededor, también; y, por todas
partes, ojos ardientes lanzaban sobre ella miradas delirantes; pero ella no
miraba más que a uno solo, a uno que llevaba tomado de la mano.
Pues era ella quien dirigía la danza, en medio de una tempestuosa
orgía, bajo la música de un coro de voces; y la danza que dirigía era una
ronda que corría en derredor de una grande y espantosa figura que, desde
su trono, dominaba la escena y brotaba de entre resplandores y vapores
cárdenos. Mientras, en la danza, una infinidad de rostros y formas
bestiales se amontonaban furiosamente a su alrededor. Y Vezin se dio
cuenta de que a quien llevaba la joven de la mano era a él, y también de
que la espantosa figura del trono era la madre de ella.
Esta visión inundó su interior, arrojándole a las profundidades del
tiempo olvidado, atronándole con la voz poderosa de la memoria que
despierta de nuevo. Y entonces la escena se apagó y disolvió, y sólo vio
otra vez ante sí, los claros ojos de la muchacha que le miraban
profundamente; y ella se convirtió de nuevo en la preciosa hija de la
posadera, y él recuperó el uso de la palabra.
—Y tú —susurró temblorosamente—, tú, niña de visiones y
encantamientos, ¿cómo me has hechizado que te he adorado incluso
antes de verte?
Ella se irguió junto a él, con un aire de extraña dignidad.
—La llamada del pasado —dijo—; además —añadió altivamente—, en
la vida real soy una princesa...
—¡Una princesa! —gritó él.
—¡... y mi madre, una reina!
Al oír esto, Vezin perdió totalmente la cabeza. El placer inundó su
corazón y le arrastró a un éxtasis total. oír aquella dulce voz cantarina y
ver aquellos labios adorables expresando tales cosas trastornó su
equilibrio más allá de toda esperanza de recuperación. La cogió entre sus
brazos y cubrió de besos su cara sin que ella se resistiese.
Pero incluso entonces, pese a estar dominado por la más ardiente
pasión, sintió que ella era tan mórbida como aborrecible, y que los besos
con que le respondió lo mancillaban el alma... Cuando por fin la jovencita
se liberó de su abrazo y se desvaneció en la oscuridad, él permaneció allí,
apoyado en el muro, en un estado de aniquilamiento total, estremecido de
horror ante el recuerdo del contacto con aquel cuerpo complaciente, y
encolerizado interiormente contra su propia debilidad, que —se daba
cuenta de ello oscuramente— iba a ser causa de su ruina.
Y de las sombras de los viejos edificios entre los que había
desaparecido la muchacha, se alzó, en el silencio de la noche, un grito
singular y prolongado, que él tomó al principio por carcajadas, pero que
más tarde, y ya con toda seguridad, reconoció como el casi humano
sollozo de un gato.
-
V
Durante largo rato permaneció allí Vezin, apoyado en el muro, a solas
con el caudal de sus pensamientos y emociones. Comprendía que acababa
de hacer lo más adecuado para atraer sobre sí todas las fuerzas de este
pasado ancestral. Pues en aquellos besos apasionados había reconocido la
atadura de días remotos y la había sentido revivir. Y le vino, con un
estremecimiento, el recuerdo de aquella leve caricia impalpable que había
tenido lugar, en el oscuro corredor de la posada. La jovencita le había
dominado desde el principio y le había ido manejando, hasta hacerle
consumar, al fin, el acto que precisaban sus propósitos. Después de un
lapso de siglos había sido acechado, cogido y conquistado.
De esto se daba cuenta perfectamente e intentaba tramar algún plan
de huída. Pero en aquellos momentos era incapaz de dominar sus ideas o
su voluntad, pues todo el dulce y fantástico frenesí de su aventura le
inundaba el cerebro como un ensalmo y no podía sino recrearse en el
glorioso sentimiento de que se hallaba hechizado, en un mundo
infinitamente más amplio y salvaje que el suyo habitual.
Empezaba ya a elevarse la luna pálida y enorme sobre aquella llanura
que parecía un mar, cuando, por fin, decidió marcharse. Los rayos
oblicuos de la luna prestaban a las casas un nuevo aspecto, de modo que
los tejados, brillantes ya de recio, parecían mucho más altos y hundidos
en el cielo que de costumbre, y las cúpulas y viejas torres fantásticas se
extendían hasta la lejanía de su bóveda purpúrea.
La catedral era irreal entre la niebla de plata. Anduvo con sigilo,
ocultándose en las sombras; pero las calles estaban desiertas y
silenciosas; las puertas, cerradas; los postigos, atrancados. No se movía
un alma. La quietud de la noche reinaba sobre el lugar. Parecía la ciudad
de los muertos o un cementerio de lápidas tremendas y grotescas.
Haciendo conjeturas sobre adónde y cómo habría ido a parar el
bullicio de la vida diurna de la ciudad, fue regresando lentamente a la
posada. Entró en ella por una puertecita trasera que daba a los establos,
con el objeto de alcanzar su habitación sin que nadie le viese. Llegó sin
novedad al patio y lo cruzó manteniéndose pegado a la sombra de la
pared. Así, pues, rodeó todo el patio, caminando de puntillas y a pasitos
cortos, medio de lado, precisamente igual que los viejos aquellos cuándo
entraban en la salle á manger. Se horrorizó al darse cuenta de ello. Sintió
entonces un impulso extraño y violento, que se apoderó de todo su
cuerpo: el impulso de dejarse caer a cuatro patas y correr ligero y
silencioso en esta posición. Miró a lo alto y le vino la idea de saltar hasta
el antepecho de su ventana, allá arriba, en vez de dar el rodeo natural
para subir por las escaleras. Se le ocurrió dar el salto, como si éste fuese
el procedimiento más sencillo y natural. Era como si estuviese empezando
a transformarse espantosamente en otra cosa. Se ahogaba de terror.
La luna estaba ya en lo alto del cielo y las sombras eran muy oscuras
por el sitio por donde iba él. Se mantuvo resguardado por las más
profundas y así llegó al porche donde estaba la puerta de cristales.
Pero allí había luz; desgraciadamente, todavía debían de hallarse
levantados los huéspedes. Confiando en poder deslizarse por el vestíbulo
sin ser visto y llegar así a las escaleras, abrió con todo cuidado la puerta y
entró furtivamente. Entonces es cuando vio que el vestíbulo no estaba
vacío. En el suelo, junto a la pared de su izquierda, había una cosa grande
y oscura. Al principio pensó que debía tratarse de algún utensilio del
menaje de la casa. Entonces, aquello se movió, y se dio cuenta de que era
un gato inmenso, distorsionado de una manera extraña por un juego de
luces y sombras. Después, se alzó del todo, irguiéndose ante él, y vio que
era la dueña de la casa.
Sobre lo que hubiera estado haciendo esa mujer en aquel lugar y
posición, sólo pudo aventurar una sospecha horrible; y en el momento en
que ella se irguió ante él, se dio cuenta de que estaba revestida de una
extraña dignidad que instantáneamente le recordó la afirmación de su hija
de que era una reina. Allí permaneció, —enorme y siniestra, a la luz del
candil, a solas con él en el desierto vestíbulo. El espanto le hacía palpitar
el corazón y le removía hasta las raíces de sus miedos ancestrales. Sintió
que debía inclinarse ante ella y rendirle alguna especie de pleitesía. El
impulso era vehemente e irresistible, como un antiguo hábito. Echó una
rápida mirada a su alrededor. No había nadie más. Entonces, lenta,
deliberada y ostensiblemente, inclinó su cabeza ante ella. Le hizo una
reverencia.
—¡En fin! M'sieur s'est donc décidé. C'est bien alors. J'en suis
contente.
Sus palabras resonaron como a través de un amplio espacio abierto.
Luego, la enorme figura atravesó súbitamente el enlosado vestíbulo y
lo cogió las manos temblorosas. De ella emanaba una fuerza irresistible
que le dominó.
—On pourrait faire un p'tit tour ensemble, n'est—ce pas. Nous y
allons cette nuit et il faut s'exercer un peu d'avance pour cela, Ilsé, Ilsé,
viens donc ici. Viens vite!
Y entonces le obligó a girar, en los primeros pasos de una danza que
le pareció singular y horriblemente familiar. La extraña pareja, tan
desigual, no hacía el menor ruido sobre las piedras del piso. La danza era
suave y furtiva. Y entonces, cuando el aire parecía espesarse como si
fuera humo, y un rojo resplandor de fuego semejaba brotar de la
oscuridad, se dio cuenta Vezin de que con ellos había alguien más, y que
su mano, que la madre había soltado, estaba ahora apretada
estrechamente por la hija. Ilsé habla venido en respuesta a la llamada de
su madre y se encontraba allí, trenzado su oscuro cabello con hojas de
verbena, vestida con los restos andrajosos de alguna extraña ropa
antigua, bella como la noche, y horrible, odiosa, aborreciblemente
seductora.
—¡Al Sabbath! ¡Al Sabbath! —gritaban—. ¡Vamos al Sabbath de las
Brujas.
Danzaron de un extremo a otro del estrecho vestíbulo, una mujer a
cada lado del hombre, hasta alcanzar el ritmo más salvaje que jamás
pudo imaginar —y que, sin embargo, temerosamente, despertaba oscuras
reminiscencias en el fondo de su alma—, hasta que el candil de la pared
vaciló y por último se apagó, y quedaron abandonados en la oscuridad
total. Y el demonio despertó en su corazón, con mil perversas sugerencias
que le aterraron.
De pronto sintió que le soltaban las manos, y oyó la voz de la madre
gritando que ya era hora de partir. Qué camino tomaron es cosa que no
tuvo tiempo de ver. Sólo se dio cuenta de que ya estaba libre; y se alejó a
trompicones por la oscuridad hasta encontrar la escalera; y entonces se
lanzó por ella, a su cuarto, como si le persiguiesen todos los diablos del
infierno.
Se arrojó en el sofá, con la cara entre las manos, y sollozó. Después
de echar un repaso veloz a una docena de modos de huir al instante de
allí, todos ellos igualmente impracticables, llegó a la conclusión de que lo
único que podía hacer de momento era sentarse tranquilo y esperar. Tenía
que ver lo que sucedería a continuación. Por lo menos, en la intimidad de
su propio cuarto estaría a salvo. La puerta estaba cerrada. Atravesó el
cuarto y abrió sigilosamente la ventana que daba al patio y le permitía ver
parcialmente el vestíbulo a través de la puerta de cristales.
Al hacerlo, llegó a sus oídos el rumor de una gran actividad en las
calles: sonidos de pasos y voces amortiguadas por la distancia. Se apoyó
con precaución en el alféizar y escuchó. La luz de la luna era ahora clara y
fuerte, pero su ventana estaba en sombras, pues el disco de plata
quedaba detrás de la, casa. No le cabía duda de que los habitantes del
pueblo, que un momento antes estaban invisibles tras las puertas
cerradas, se habían lanzado a la calle para llevar a cabo algo secreto e
impío. Escuchó, esforzándose.
Al principio, todo estaba silencioso a su alrededor, pero pronto
empezó a notar movimiento en la propia casa. Oyó roces y crujidos a
través de aquel patio callado y lunar. Un conjunto de seres vivos enviaba
a la noche el rumor de su actividad. Todo estaba en movimiento por
doquier. Un olor punzante, taladrante, atravesó el aire, procedente no
sabía de dónde. De pronto, sus ojos se quedaron fijos en las ventanas de
la pared de enfrente, iluminadas de lleno por la luz de la luna. El tejado de
la casa, la parte situada encima y detrás de él, se reflejaba claramente en
los cristales, y en ellos vio siluetas de cuerpos oscuros caminando a largos
pasos sobre las tejas y por el alero. Pasaban rápidos y silenciosos, como
enormes gatos, en procesión interminable por el cristal cinematográfico,
y, por último, parecían saltar a un sitio más bajo, donde los perdía de
vista. Sólo oía el ruido afelpado, blando, de sus saltos. A veces, sus
sombras caían sobre la blanca pared de enfrente y entonces no era capaz
de distinguir si eran sombras de seres humanos o de gatos. Parecían
poder cambiarse instantáneamente de aquéllos en éstos. La
transformación parecía espantosamente real, pues, si bien saltaban como
seres humanos, cambiaban en el aire, en el mismo salto, y caían ya como
animales.
También el patio, bajo su ventana, bullía ahora, vivo, de
movimientos, restantes y formas oscuras que se dirigían furtivamente al
porche de la puerta cristalera. Se mantenían tan pegados a la pared que
no pudo distinguir su forma; pero, cuando les vio unirse a la gran
congregación del vestíbulo, comprendió que aquellas eran las criaturas
cuyos saltos y sombras había visto reflejados en los cristales de las
ventanas de enfrente. Venían de todas las partes de la ciudad y acudían al
lugar de reunión caminando por tejas y tejados y saltando luego niveles
cada vez más bajos hasta llegar al patio.
Entonces llegó un nuevo ruido a sus oídos, y vio que las ventanas de
su alrededor se iban abriendo suavemente y que en cada abertura
aparecía una cara. Un momento después unas figuras empezaron a saltar
apresuradamente al patio. Y estas figuras, al desprenderse de las
ventanas, eran humanas. Lo vio. Pero, una vez en el patio, caían a cuatro
patas y se transformaban, en un instante fugaz, en gatos, en enormes
gatos silenciosos. Corrían a raudales, para reunirse en la congregación del
vestíbulo.
Así pues, en definitiva, las habitaciones de la casa no habían estado
tan vacías y desocupadas.
Lo más terrible es que todo aquello no le extrañó demasiado.
Confusamente lo recordaba todo. Le era familiar. Todo había sucedido ya
anteriormente, cientos de veces, y él mismo había tomado parte en ello y
conocido su salvaje frenesí. Cambió la silueta del viejo edificio, el patio se
hizo más grande, y a él le pareció estar contemplando la escena desde
una altura mucho mayor y a través del humo y vapores. Y, mientras
miraba y casi recordaba, le asaltaron furiosamente, violentos y dulces, los
viejos dolores del tiempo remoto, y le hirvió la sangre al oír de nuevo en
su corazón la Llamada a la Danza y recordar la magia antigua de Ilsé
bailando y girando junto a él.
De pronto, tuvo que dar un salto atrás. Un gato grande y elástico
había saltado silenciosamente desde las sombras del patio hasta el
antepecho de la ventana, y allí, junto a su cara, le miraba fijamente con
ojos humanos.
—¡Ven —parecía decir—, ven con nosotros a la danza! ¡Cámbiate
como hacías en los tiempos antiguos! ¡Transfórmate a prisa y ven!
Comprendió demasiado bien el sentido de la silenciosa llamada sin
palabras de aquella criatura.
Desapareció ésta de nuevo, en un abrir y cerrar de ojos, sin hacer
apenas ruido con sus zarpas afelpadas sobre las piedras; y entonces
saltaron otros más por el canalón de la esquina, delante de sus mismos
ojos, y, a medida que caían, se iban transformando; y, como dardos
ligeros y silenciosos, corrían al punto de reunión. Nuevamente sintió el
pavoroso deseo de hacer otro tanto: murmurar el viejo ensalmo y saltar
después, cayendo sobre las cuatro patas y, correr veloz, para dar el gran
salto y volar por el aire.
¡Oh, cómo le inundaba el deseo de hacerlo! ¡Era como una riada en
su interior que le retorcía las entrañas y lanzaba a la noche la pasión
ardiente de su corazón! ¡Cómo anhelaba lanzarse a la vieja Danza de los
Brujos en el Sabbath! A su alrededor giraban las estrellas; una vez más
sintió la magia de la luna. El poder del viento que se precipitaba desde
abismos y bosques, saltando de risco en risco por encima de los valles, le
arrastró... Oyó los gritos de los danzantes y sus salvajes carcajadas; y él
bailaba furiosamente con esa salvaje muchacha, abrazándola, en derredor
del Trono en que se sentaba la sombría Figura del cetro real...
De pronto, súbitamente, todo se aquietó y quedó en silencio; y se
enfrió un poco la fiebre de su corazón. La paz de la luna inundaba un patio
vacío y desierto. Todos habían partido. La procesión surcaba el espacio. Y
él había quedado atrás, solo.
Vezin atravesó la habitación, de puntillas, sigilosamente, y abrió la
puerta. Llegó a sus oídos el rumor de las calles, que cada vez se hacía
más fuerte a medida que avanzaba. Recorrió el pasillo con la mayor
precaución. Al llegar a la escalera se detuvo y escuchó. A sus pies, el
vestíbulo donde antes se habían congregado estaba oscuro y silencioso;
pero, a través de las puertas y ventanas abiertas en la parte más alejada
del edificio, llegaba el ruido de un gran tropel que se perdía cada vez más
en la distancia.
Bajó la vieja y crujiente escalera de madera, temiendo y, sin
embargo, deseando encontrar algún rezagado que le indicase el camino;
pero no encontró ninguno. Atravesó el oscuro vestíbulo, un momento
antes ocupado por aquel inmenso tropel de seres vivos que había volado
por las abiertas puertas que daban a la calle. No podía creer que le
hubieran dejado atrás, que realmente se hubieran olvidado de él, que
deliberadamente le permitieran escapar. No lo podía comprender.
Estuvo fisgando por el vestíbulo y espió la calle de arriba a abajo;
entonces, al no ver nada de particular, empezó a caminar lentamente por
el pavimento.
Toda la ciudad se le aparecía, al caminar, desierta y vacía, como si un
gran viento hubiese apagado de un soplo la vida en el lugar. Las puertas y
ventanas de las casas habían quedado abiertas a la noche; nada se
movía: sobre todas las cosas se extendía el silencio y la luz de la luna. La
noche le cubría como una capa. El aire suave y fresco le acariciaba las
mejillas como el roce de una gran zarpa peluda. Fue cobrando un poco
más de confianza y empezó a andar rápidamente, aunque sin salir todavía
de la zona de sombra de la calle. En ningún sitio pudo encontrar la más
leve señal del gran éxodo maléfico que acababa de realizarse. La luna
navegaba en un cielo sereno y sin nubes.
Casi sin darse cuenta de lo que hacía, cruzó la amplia plaza del
mercado y llegó así hasta las murallas, desde las cuales descendía una
vereda que conocía y que llevaba al camino real; siguiéndola, podría huir
a alguno de los pueblecitos que había al norte y, al mismo tiempo, hacia
el tren.
Pero primero se detuvo a contemplar la escena que se extendía a sus
pies, la gran planicie que yacía como un mapa de plata de algún país
onírico. La apacible belleza del espectáculo penetró su corazón,
aumentando su sensación de aturdimiento e irrealidad. No había el menor
soplo de aire, las hojas de los plátanos colgaban inmóviles, los detalles
cercanos se definían con la nitidez del día contra el fondo de sombras
oscuras de la noche; y, en la distancia, los campos y bosques se fundían
en una vaga lejanía de brumas y nieblas.
Pero la respiración se le cortó en la garganta y se quedó rígido y
helado, como traspasado, cuando volvió su mirada del horizonte y la
dirigió al paisaje inmediato, próximo a la profundidad del valle que se
abría a pico, justo a sus pies. Toda la parte baja de las laderas de la
colina, que quedaban ocultas a la luz brillante de la luna, resplandecía de
hogueras; y, a través del resplandor, vio innumerables formas movedizas
que se agitaban en apretada muchedumbre por entre los claros de los
árboles; mientras tanto, arriba, como hojas arrastradas por el viento,
distinguió formas voladoras que se recortaban un instante contra el cielo,
aladas y oscuras, y después se lanzaban a plomo, gritando y entonando
cánticos fabulosos, a través de las ramas, sobre la región de las hogueras.
Permaneció mirando la escena, hechizado, durante un tiempo que no
pudo medir. Y después, arrastrado por uno de aquellos terribles impulsos
que parecían regir toda la aventura, se encaramó rápidamente al borde
del ancho parapeto y quedó un momento balanceándose ante la enorme
boca del valle que se abría a sus pies. Pero, en aquel mismo instante de
vacilación, atrajo su mirada un movimiento brusco entre las sombras de
las casas, a su espalda, y se volvió a tiempo de ver la silueta de un animal
grande que cruzaba velozmente el espacio y aterrizaba en la muralla, un
poco más abajo de donde estaba él. La bestia corrió como el viento hasta
sus pies, y entonces, subió al parapeto junto a él. Incluso la misma luz de
la luna pareció ser recorrida por un estremecimiento, y su vista tembló
durante un instante. Su corazón latía dolorosamente. Ilsé estaba a su lado
mirándole de lleno a la cara.
Una sustancia oscura teñía su rostro y su piel, y brilló la luz lunar
cuando ella extendió sus brazos hacia él; iba vestida con aquella extraña
ropa andrajosa que, sin embargo, le sentaba maravillosamente; ruda y
verbena coronaban sus sienes; brillaban sus ojos con impúdico
resplandor. Tuvo que hacer esfuerzos desesperados para dominar a duras
penas el salvaje impulso de cogerla entre sus brazos y saltar con ella al
vertiginoso abismo que se abría a sus pies.
—¡Mira! —gritó ella, señalando el bosque encendido en la distancia—.
¡Mira dónde nos esperan! ¡Los bosques están vivos! ¡Ya han llegado los
grandes y la danza pronto empezará! ¡Aquí está el ungüento! ¡Úntate y
ven!
Aunque un momento antes el cielo estaba sereno y sin nubes,
mientras, ella hablaba se oscureció la faz de la luna y el viento empezó a
agitar las copas de los plátanos que crecían a sus pies. Ráfagas perdidas
trajeron de las faldas de la colina los sonidos de cánticos y gritos roncos;
y en el aire, envolviéndole, se alzó el olor punzante que ya había sentido
en el patio de la posada.
—¡Transfórmate! ¡Transfórmate! —volvió a exclamar ella con voz que
era como una canción—. Frótate bien la piel antes de volar. ¡Ven! ¡Ven
conmigo al Sabbath, a la orgía de placer furioso, al dulce abandono del
culto maldito! ¡Mira! ¡Ya están ahí los Grandes! ¡Ya están preparados los
terribles Sacramentos! Ya está ocupado el Trono. ¡Úntate y ven! ¡Úntate y
ven!
Hasta la altura de un árbol corriente llegó ella, saltando a su lado, allí
en la muralla, con los ojos llameantes y los cabellos flotantes en la noche.
El también empezó a cambiar rápidamente. Las manos de ella le tocaron
la piel de la cara y del cuello, impregnándole de aquel ungüento quemante
que metía en su sangre magia antigua, ante cuyo poder se marchitaban
todas las cosas buenas.
Un salvaje rugido llegó a sus oídos desde el corazón del bosque; y, al
oírlo, la joven dio un salto en la muralla, poseída del frenesí de aquella
alegría maldita.
—¡Satán está aquí! —exclamó, lanzándose sobre él y tratando de
arrastrarle hasta el borde del parapeto—. ¡Satán ha venido¡ ¡Los
sacramentos nos llaman! ¡Ven con tu querida alma renegada y, juntos,
adoraremos y danzaremos hasta que la luna muera y el mundo sea
olvidado!
Salvándose a duras penas de la terrible caída, Vezin forcejeó por
librarse de su abrazo, mientras la pasión le desgarraba las entrañas y casi
le vencía. Gritó en voz alta, sin saber lo que decía, y luego volvió a gritar.
Eran los viejos impulsos, los antiguos y espantosos hábitos que
instintivamente recobraban la voz; pues, aunque a él le parecía
simplemente que gritaba cosas sin sentido, las palabras proferidas tenían
realmente significado y eran inteligibles. Eran la antigua llamada. Y fue
escuchada allá abajo. Y contestada.
El viento silbaba a su alrededor, haciendo que revolaran los faldones
de su chaqueta. Le rodeaba un aire oscurecido por muchas formas
voladoras que se elevaban en turbión desde el valle. Gritos de voces
roncas herían sus oídos, y cada vez eran más cercanos. Golpes de viento
le abofetearon, lanzándole de aquí para allá por el ruinoso parapeto de la
muralla de piedra; e Ilsé se pegó a él, rodeándole el cuello con sus largos
brazos brillantes, desnudos y tersos. Pero ya no estaba a solas con Ilsé,
pues al mismo tiempo le rodearon una docena de ellos, brotados de la
noche. El olor punzante de sus cuerpos untados le ahogaba y le excitaba
hasta producirle el frenesí ancestral del Sabbath, aquelarre y danza de
brujas en honor a la personificación del Diablo en el mundo.
—¡Úntate y ven! ¡Úntate y vamos! —gritaron en coro salvaje a su
alrededor—. ¡A la Danza que nunca muere! ¡A la dulce y terrible fantasía
del mal!
Un momento más y habría flaqueado y partido con ellos, pues su
blanda voluntad estaba como paralizada y ya le arrastraba el torrente de
sus reminiscencias apasionadas, cuando —de tal modo puede alterar un
incidente trivial el curso de toda una aventura— tropezó con una piedra
desprendida al mismo borde del parapeto y cayó estrepitosamente al
suelo. Pero cayó del lado de las casas, en un gran descampado lleno de
polvo y guijarros, y afortunadamente no del otro lado, en la mortal boca
abierta del valle.
Y también, como moscas atontadas, cayeron ellos en revuelto
montón a su alrededor; pero, al caer, se sintió libre un momento del
poder de su contacto, y en este instante fugaz de libertad brotó en su
mente la súbita intuición que le había de salvar. Antes de poder levantarse
les vio de nuevo trepando torpemente por la muralla, como si al igual que
los murciélagos, no pudieran volar más que dejándose caer desde una
altura y no tuviesen poder sobre él en aquel espacio despejado. Después,
viéndolos encaramados allí arriba, en fila, unos junto a otros, como gatos
en un tejado, todos negros y extrañamente desproporcionados, los ojos
como lámparas, recordó de pronto el terror de Ilsé a la vista del fuego.
Rápido como una centella encontró sus cerillas y prendió las hojas
muertas que había debajo de la muralla.
Secas y marchitas, ardieron en seguida y el viento corrió las llamas a
todo lo largo del pie de la muralla, la cual fue lamida por el fuego; y, con
gritos y sollozos, la bandada de formas del parapeto se lanzó al aire por el
otro lado; y partieron en gran tropel, cortando el aire con el zumbido de
sus cuerpos que se precipitaban en el mismo corazón del valle encantado,
dejando a Vezin sin respiración y aun temblando de miedo en el campo
desierto.
—¡Ilsé! —llamó débilmente—. ¡Ilsé! —pues el corazón le dolía de que
ella se hubiese ido a la gran Danza sin él, de haber perdido ya la
oportunidad de gozar de su pavorosa alegría. Pero, al mismo tiempo, era
tan grande su alivio y estaba tan aturdido y trastornado por todo lo que le
acababa de suceder, que casi no se daba cuenta de lo que decía, y
únicamente daba gritos en la voraz tormenta de su emoción...
El fuego al pie del muro siguió su curso y asomó de nuevo la luna,
suave y luminosa, después de su eclipse temporal. Tras una última mirada
estremecida a los ruinosos bastiones, y con un sentimiento de horrible
curiosidad por lo que estaría sucediendo al otro lado de la muralla, en el
valle maldito donde aún seguiría volando y danzando el tropel de formas
negras, se volvió hacia el pueblo y se puso en marcha lentamente hacia el
hotel.
Y, mientras se alejaba, fue acompañado por un coro de lamentos,
gritos y aullidos, procedentes del iluminado bosque, que se fueron
haciendo más distantes y débiles cada vez, llevados por el viento, a
medida que él se adentraba entre las casas.
-
VI
—Quizá le parezca a usted un poco precipitado este final, tan brusco
y tan insípido —dijo Vezin con el rostro enrojecido, lanzando una tímida
mirada al doctor Silence, sentado frente a él con su cuaderno de notas—,
pero el caso es que... desde aquel momento... parece haberme fallado
bastante la memoria. No recuerdo claramente cómo llegué a casa ni qué
hice exactamente.
"Me parece que no llegué a volver a la posada. Sólo recuerdo
vagamente haber corrido por una carretera larga y blanca a la luz de la
luna, a través de bosques y pueblos silenciosos y desiertos; y luego vino
el amanecer y vi las torres de una gran ciudad, y así llegué a la estación.
"Pero, mucho antes de esto, recuerdo que me detuve en un punto de
la carretera y miré hacia atrás, hacia el pueblo de mi aventura, asentado
en la colina a la luz de la luna; y pensé que parecía un enorme gato
monstruoso que descansase en la llanura: sus gigantescas patas
anteriores eran las dos calles principales y las dos torres gemelas y rotas
de la catedral recostaban sus desgarradas orejas contra el cielo. Este
cuadro permanece grabado en mi mente con la máxima intensidad hasta
el día de hoy.
"Otro recuerdo que me queda de esta huída es que, de pronto, me
acordé de que no había pagado la cuenta de la posada; y allí mismo, en
medio de la polvorienta carretera, decidí que el pequeño equipaje que allí
me dejaba servía de sobra para saldar esta deuda.
"Por lo demás, sólo puedo decirle que desayuné pan y café en un
establecimiento de las afueras de esa ciudad a que había llegado, y que
luego, el mismo día, marché a la estación y tomé el tren. Aquella misma
noche llegué a Londres."
—¿Y en total —preguntó tranquilamente John Silence—, cuánto
tiempo cree usted que estuvo en el pueblo de la aventura?
Vezin levantó la vista, como avergonzado.
—A eso iba —contestó, acompañándose de obsequiosos y
embarazados movimientos del cuerpo—. En Londres me encontré con la
sorpresa de que me había equivocado en mis cálculos nada menos que en
una semana entera. Había permanecido cosa de una semana en el pueblo
y deberíamos hallarnos a 15 de septiembre. ¡Y resulta que estábamos
nada más que a 10 de septiembre!
—¿De modo que, en realidad, sólo pasó usted una noche o dos en la
posada? —inquirió el doctor.
Vezin vaciló, dudó y, por fin, eludió la respuesta.
—Tengo que haber ganado tiempo de alguna manera —dijo por fin—,
de alguna manera o en algún sitio. Para mí, estoy seguro de que estuve
allí una semana. No puedo explicar más. Me limito a exponerle el hecho.
—Y esto sucedió el año pasado, ¿no es así?, y desde entonces no ha
vuelto a visitar el lugar.
—Fue el otoño pasado, si —murmuró Vezin—; y nunca me he
atrevido a volver. Creo que nunca sentiré deseo de hacerlo.
—Y dígame usted —preguntó por último el doctor Silence, cuando vio
que el hombrecillo había llegado ya al final de su relato y no tenía nada
más que contar—, ¿alguna vez ha leído usted algo sobre las antiguas
prácticas de brujería en la Edad Media o se ha interesado usted por ello
alguna vez ?
—¡Nunca! —declaró Vezin con énfasis—. Nunca he prestado atención
a esos asuntos desde que tengo uso de razón.
—¿O quizá al problema de la reencarnación?
—Nunca... antes de mi aventura; pero sí lo he hecho después —
replicó significativamente.
Había, sin embargo, algo más rondando la mente del hombrecillo, de
lo cual deseaba aliviarse mediante confesión. Le costó mucho trabajo
mencionarlo; y sólo después que el doctor hubo hecho verdaderos
milagros de tacto y simpatía, consiguió por fin balbucear que le gustaría
enseñarle las señales que todavía tenía en el cuello, donde —según dijo—
le había tocado la muchacha con sus brazos untados.
Se quitó el cuello postizo y, tras infinitas y desmayadas vacilaciones,
se bajó un poco la camisa para que le viese el doctor. Y allí, en la
superficie de la piel, se vio una línea tenue y rojiza que cruzaba el hombro
y se extendía un poco por la espalda hacia la espina dorsal. Desde luego,
señalaba exactamente la posición que habría tomado en un brazo en el
acto de abrazar. Y, al otro lado del cuello, un poco más arriba, había otra
señal similar, aunque no tan claramente definida.
—Ahí fue donde me abrazó ella, aquella noche en las murallas —
susurró, mientras una luz extraña iba y venía por su mirada.
* * *
Unas semanas después tuve ocasión de volver a consultar a John
Silence acerca de otro caso extraordinario de que había tenido noticia, y
acabamos discutiendo sobre la historia de Vezin. Después del relato de
éste, el doctor había emprendido ciertas investigaciones por su cuenta, y
uno de sus secretarios había descubierto que los antepasados de Vezin
vivieron durante muchas generaciones en la misma ciudad donde le había
sucedido a él la aventura. Dos de ellos, mujeres ambas, habían sido
juzgadas por brujería y, convictas y confesas, habían sido quemadas vivas
en la pira. Más aún: no había sido difícil averiguar que la misma posada
en que se había alojado Vezin había sido construida, alrededor del año
1700, en el lugar donde anteriormente se habían levantado las piras
funerarias y realizado las ejecuciones. La ciudad era entonces una especie
de cuartel general de todos los hechiceros y brujas del contorno, los
cuales, convictos y confesos, habían sido quemados a docenas allí.
—Parece raro —continuó el doctor—, que Vezin no supiese nada de
esto; pero hay que tener en cuenta que, en realidad, no se trata de la
clase de historia que se desearía transmitir a las generaciones futuras, ni
tampoco repetir a sus hijos. Por tanto, me siendo inclinado a creer que
incluso ahora no sabe nada de ella.
"Toda la aventura parece haber consistido en el vívido despertar de
los recuerdos de una vida anterior, desencadenado por la toma de
contacto con unas fuerzas que aún se mantenían activas en aquel lugar y,
además, por singular azar, precisamente con las mismas almas que
habían tomado parte con él en los sucesos de aquella vida remota. Pues la
madre y la hija, que tan poderosamente le habían impresionado, debían
haber sido, junto con él, los principales actores de las escenas y prácticas
de brujería que en aquella época dominaban las imaginaciones de todo el
país.
No tiene uno más que leer la historia de aquellos tiempos para
enterarse de que las brujas se arrogaban el poder de transformarse en
distintos animales, tanto con objeto de disfrazarse como para poderse
trasladar rápidamente al escenario de sus imaginarias orgías. En todas
partes se creía en la licantropía o poder de convertirse en lobos; y la
capacidad de transformarse en gatos frotándose el cuerpo con un
ungüento o unte especial, proporcionado por el propio Satán, encontraba
igual credulidad. La gran cantidad de procesos por brujería evidencia la
universalidad de tales creencias.
El doctor Silence citó capítulos y párrafos de muchos eruditos en la
materia y demostró cómo cada detalle de la aventura de Vezin tenía su
base en las prácticas de aquellos oscuros días.
—Pero de lo que no me cabe duda es de que todo el asunto no ha
sucedido sino subjetivamente, en su propia conciencia —prosiguió en
respuesta a mis preguntas—; pues mi secretario, que marchó al pueblo en
cuestión a investigar, descubrió su firma en el libro de huéspedes, con lo
cual se demostró que había llegado allí el 8 de septiembre y se había ido
súbitamente, y sin pagar la cuenta, des días después. Aún estaban allí en
posesión de su sucia maleta marrón y de algunas de sus ropas de viaje.
Pagué unos pocos francos para saldar la deuda y le envié a él el equipaje.
La hija no estaba en casa, pero la propietaria, una mujer corpulenta, tal y
como nos la ha descrito él, dijo a mi secretario que le había parecido un
señor muy raro que siempre iba distraído y que, cuando desapareció,
había temido durante mucho tiempo que hubiese encontrado un final
violento en los bosques de los alrededores, por donde solía vagabundear,
solitario.
"Me hubiera gustado tener una entrevista personal con la hija, para
indagar cuánto hay de, subjetivo y cuánto de real en lo relatado sobre ella
por Vezin. Pues su miedo al fuego y a ver cosas ardiendo podían ser, por
supuesto, el recuerdo intuitivo de su primitiva y dolorosa muerte, lo cual,
así, habría explicado por qué se la imaginaba él a veces rodeada de humo
y llamas.
—¿Y qué me dice usted de aquella señal en su cuello? —pregunté.
—Simplemente son señales de tipo histérico —replicó—, igual que los
estigmas de las reeligieses o las moraduras que aparecen en el cuerpo de
sujetos hipnotizados, a quienes se les sugiere que les van a aparecer. Esto
es muy corriente y se explica fácilmente. Lo único curioso en el caso de
Vezin es que las señales le hayan durado tanto tiempo. Lo corriente es
que desaparezcan pronto.
—Quizá es que sigue pensando en ello, cavilando y reviviéndolo de
nuevo —aventuré.
—Es probable. Y eso me hace temer que aún no haya llegado el fin de
sus tribulaciones. Me temo que volveremos a oír hablar de él. Es un caso,
desgraciadamente, en el que puedo hacer muy poco por aliviarle.
El doctor Silence hablaba con voz triste y grave.
—¿Y qué piensa usted del francés del tren? —le pregunté Después—.
¿El hombre que le previno contra el lugar á cause du sommeil et á cause
des chats? ¿No le parece a usted un incidente muy singular?
—En efecto, un incidente muy singular —repuso lentamente—, y que
sólo puedo explicar a base de una coincidencia altamente improbable...
—¿A saber?
—Que el hombre aquel hubiera estado también en el pueblo y sufrido
una experiencia similar. Me gustaría encontrarle y preguntárselo. Pero
todo esto son hipótesis, porque en realidad no tengo ni la más leve pista;
la única conclusión que puedo sacar es que alguna singular afinidad
psíquica, alguna fuerza aún viva en su ser, procedente de una vida pasada
común, le acercó a la personalidad de Vezin, haciéndole temer por él; por
eso le previno como lo hizo.
—Si —prosiguió, casi hablando consigo mismo— sospecho que Vezin
fue arrastrado por el remolino de fuerzas originadas en la intensa
actividad de su vida pasada, y que vivió de nuevo una escena en la que
habla tomado parte, como actor principal, hace siglos. Pues ciertas
acciones especialmente intensas desarrollan una serie de fuerzas que sólo
muy despacio se van agotando y que, en cierto modo, se puede decir que
nunca mueren del todo, En este caso, no fueron lo suficientemente
poderosas para darle una ilusión completa de realidad, de manera que el
pobre hombre se encontró sumergido en una desagradable confusión
entre el presente y el pasado; sin embargo, fue lo bastante sensible para
darse cuenta de cuál era la verdad y luchar contra su regresión, en el
seno de sus mismos recuerdos, a un estadío evolutivo más primitivo e
inferior.
—¡Ah, sí! —continuó, cruzando la habitación para asomarse al cielo
cada vez más oscuro, sin reparar aparentemente en mi presencia—. A
veces, los brotes subliminales del recuerdo, como éste, pueden ser muy
dolorosos, y a veces también muy peligrosos. Sólo confío en que este
espíritu delicado consiga pronto zafarse de la obsesión de su pasado
apasionado y tempestuoso. Pero lo dudo, lo dudo."
Su voz, al hablar, estaba impregnada de tristeza; y, cuando se volvió
de nuevo, de cara a la habitación, mostraba una expresión de profundo
anhelo, del anhelo de un alma cuyo deseo de ayudar es a veces mayor
que su poder.

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