EL
PARAISO PERDIDO
JOHN MILTON
--
I. Idea general de su genio y carácter.- Su familia.- Su educación.-
Sus estudios.- Sus viajes.- Su vuelta a Inglaterra.
II. Efectos del carácter concentrado y solitario.- Su austeridad.- Su
inexperiencia.- Su casamiento.- Sus hijos.- Sus domésticos pesares.
III. Su energía militante.- Su polémica contra los Obispos.- Su polémica
contra el Rey.- Su entusiasmo y su inflexibilidad.- Sus teorías
acerca del Gobierno, de la Iglesia y de la educación.- Su estoicismo y
virtud.- Su vejez, sus ocupaciones, su persona.
IV. El prosista.- Cambios ocurridos desde tres siglos a esta parte en
las fisonomías y en las ideas.- Pesadez de su lógica.- Tratado sobre el
divorcio.- Sandez de sus gracias.- Animadversions upon the remonstrant.-
Rudeza en sus discusiones.- Defensio populi anglicani.- Violencia
de su animosidad.- Reasons of churck Governmeant.
Iconoclastes.- Liberalismo de sus doctrinas.- Of reformation. Areopagítica.-
Su estilo.- Amplitud de su elocuencia.- Riqueza de sus imágenes.-
Lirismo y sublimidad de su dicción.
V. El poeta.- En lo que se asemeja y en lo que difiere de los poetas
del Renacimiento.- De cómo impone a la poesía un fin moral.- Sus
poemas profanos.- L'Allegro y el Penseroso.- El Comus.- Lycidas.- Sus
poemas religiosos.- El Paraíso perdido.- Condiciones de una verdadera
epopeya.- No se encuentran ni en el siglo ni en el poeta.- Comparación
de Eva y Adán con una familia inglesa.- Comparación de Dios y de los
Angeles con una corte monárquica.- Lo que subsiste del poema.- -
Comparación de los sentimientos de Satanás con las pasiones republicanas.-
Carácter lírico y moral de los paisajes.- Elevación y buen sentido
de las ideas morales.- Situación del poeta y del poema entre dos
edades.- Construcción de su genio y de su obra.
En los confines del desenfrenado Renacimiento que termina y de la
poesía culta que empieza, entre los monótonos concetti de Cowley y las
correctas galanterías de Waller, aparece un genio potente y magnífico
que la lógica y el entusiasmo predisponen para la epopeya y la elocuencia:
liberal, protestante, moralista y poeta; que celebra la causa de Algernon
Sidney y de Locke con la inspiración de Spencer y de Shakespeare;
heredero de una edad poética; precursor de una edad austera; viviendo
entre e1 siglo de las desinteresadas ilusiones y el siglo de la acción
práctica, parécese a su Adán, que al entrar por tierra hostil escucha tras
sí, en el cerrado Paraíso, los espirantes conciertos del Cielo.
No era la de Juan Milton una de esas almas febriles, impotentes
contra sí mismas, elocuentes por arrebato, cuya enfermiza sensibilidad
las precipita de continuo, en parasismos de dolor o de alegría, flexibles
para representar la diversidad de caracteres, condenadas a pintar, por el
tumulto de sus impulsos, el delirio y las contrariedades de las pasiones.
Su fondo lo forman inmensa ciencia, estricta lógica y una pasión grandiosa.
Tenía Milton el talento claro y la imaginación limitada; incapaz
de alucinaciones, lo es también de metamorfosis; concibe la mayor de
las ideales bellezas, pero sólo concibe una. No nació para el drama,
nació para la oda; no crea almas, pero construye razonamientos y hace
sentir emociones.
Todas las fuerzas y todas las acciones de su alma se unen y ordenan
a impulsos de un solo sentimiento, el sentimiento de lo sublime; y el
ancho río de la poesía lírica se desborda impetuoso, compacto, espléndido
como inmensa sábana de oro.
I.
Esta sensación dominante forma la grandeza y la firmeza de su carácter.
Contra las fluctuaciones de la vida exterior encontraba refugio
en sí mismo, y la ciudad ideal que había construido en su alma permanecía
inexpugnable a todos los asaltos; ciudad interior, demasiado bella
para abandonada, demasiado sólida para destruirla. Creía en lo sublime,
con todo el vigor de su naturaleza, con toda la autoridad de su lógica, y
el cultivo de la razón fortificaba con nuevas pruebas en su ánimo las
sugestiones del primitivo instinto. Con esta doble armadura puede el
hombre avanzar con paso firme al través de la vida; nutrido incesantemente
de demostraciones, es capaz de creer, de querer y de perseverar en
su creencia y en su voluntad, sin que acontecimientos ni pasiones le
desvíen de su camino como a ese ser tornadizo y manejable que se llama
un poeta, porque tiene por base principios fijos. Capaz de abrazar una
causa y, suceda lo que quiera, permanecer unido a ella hasta el fin, ni
seducción, ni accidente, ni emoción, ni cambio alguno altera la estabilidad
de su convicción ni la lucidez de su entendimiento; lo mismo el
primero que el último día, y en todo el intervalo, guarda intacto el sistema
entero de sus claras ideas, y el vigor lógico de su cerebro sostiene
el vigor viril de su corazón. Cuando esta lógica rigurosa se emplea,
como aquí sucede, al servicio de nobles ideas, el entusiasmo se une a la
constancia; el hombre juzga sus opiniones no sólo verdaderas, sino sagradas,
y las defiende más que como soldado, como sacerdote, siendo
apasionado, lleno de abnegación, religioso, heroico. Rara vez se ve este
conjunto de sentimientos, pero se vio plenamente en Milton.
Nacido en una familia donde el valor, la nobleza moral y el sentimiento
de las artes se habían unido para murmurar las más bellas y elocuentes
palabras alrededor de su cuna, era su madre «persona ejemplar
célebre en la vecindad por sus limosnas»1. Su padre, estudiante en
1 Life by Keightley «Matre probatissima et eleemosynis per viciniam potisimum
nota.» (Defensio secunda.)
Christ-Church, y desheredado por ser protestante, se había formado por
sí la fortuna. No le impidieron sus ocultaciones de abogado conservar
la afición a la literatura, y jamás quiso «abandonar sus liberales e inteligentes
inclinaciones para convertirse en esclavo del mundo.» Hacía
versos y era excelente músico, figurando entre los mejores compositores
de su época. Escogió a Cornelius Jausen para hacer el retrato de su
hijo, a la edad de diez años, y dio a éste completa y esmeradísima educación
literaria2.
Figúrese el lector a este niño en una calle de comerciantes, en el seno
de una familia burgués, literata, religiosa y poética, de excelentes
costumbres y elevadas aspiraciones; donde se pone música a los salmos
y se escriben madrigales en honor de la Reina Oriana3; donde el canto, la
poesía y la pintura, toda la ornamentación del bello Renacimiento, sirven
de adorno y vestidura a la gravedad constante, a la honradez laboriosa
y al cristianismo profundo de la Reforma. Todo el genio de Milton
nace de este medio en que se educa. Llevó la brillantez del Renacimiento
a la seriedad de la Reforma, las magnificencias de Spencer a las
severidades de Calvino, y encontrándose con su familia en la confluencia
de dos civilizaciones, las reunió.
No había cumplido diez años, y ya tenía un preceptor sabio «y puritano,
que le cortó al rape los cabellos;» además iba a la escuela de San
Pablo y después a la Universidad de Cambridge para instruirse en la
«literatura culta.» Desde los doce años trabajaba hasta media noche y
aun más tarde, a despecho de su mala vista, y de los dolores de cabeza
que padecía. «Cuando yo era niño, dice uno de los personajes que se le
parece4, no me agradaban los juegos infantiles. Aplicaba seriamente mi
espíritu a aprender y saber, para trabajar por tal medio en beneficio del
bien común: creíame nacido para promovedor de la verdad y de la rectitud.
» En efecto, en la escuela, en Cambridge, en la casa paterna era
incansable en el estudio, «libre de censuras y aprobado por todos los
2 Life by Massou «My Father destined me while y et a child to the study of
polite literature.»
3 La Reina Isabel.
4 Paradise Regained.
hombres de bien,» recorría el inmenso campo de las literaturas griega y
latina, y no sólo de los grandes escritores, sino de todos, hasta de los de
la Edad Media: al mismo tiempo aprendía el hebreo antiguo, el siriaco,
el hebreo de los rabinos, el francés y el español, la antigua literatura
inglesa, toda la literatura italiana, con tanto provecho y celo, que escribía
en verso y en prosa italiana y latina como pudiera hacerlo un italiano
o un latino. Y no impedían estos estudios los de la música, las matemáticas,
la teología y otras artes y ciencias.
Dirigía este gran trabajo un grave proyecto. «Por intento de mis padres
y de mis amigos, dice, había, sido destinado desde la infancia al
servicio de la Iglesia, y concurrían a este propósito mis propias resoluciones;
pero llegado a la edad madura vi la tiranía que había invadido
la Iglesia; tiranía tan grande, que quien quería tomar las órdenes obligado
estaba a declararse esclavo por juramento y bajo su firma, de modo
que, a menos de ser la promesa a gusto de la conciencia, preciso era ser
perjuro o sufrir el naufragio de la fe; creí preferible un silencio sin reproche,
al oficio sagrado de la palabra, adquirido a costa de la servidumbre
y el perjurio.» Negábase a ser sacerdote por la misma razón que
había querido serlo, partiendo del mismo origen la esperanza y la renuncia:
de la firme voluntad de obrar noblemente.
Decidido a la vida seglar, continuó instruyendo y perfeccionando su
espíritu, estudiando apasionadamente y con método, pero sin pedantería
ni rigorismo: muy al contrario, y a ejemplo de Spenser, su maestro, en
el Allegro, el Penseroso y el Comus adornaba con brillantes filigranas
las riquezas de la mitología, de la naturaleza y de la fantasía.
Partió después para la tierra de la ciencia y la belleza: visitó Italia;
conoció a Grotius y Galileo; entró en relaciones frecuentes con sabios,
literatos y hombres de mundo; escuchó a los músicos, y contempló todas
las bellezas amontonadas por el Renacimiento en Florencia y Roma.
Su erudición y su bello estilo italiano y latino proporcionábanle en todas
partes la amistad íntima de los humanistas; de tal suerte, que al volver
a Florencia dice que «se encontraba tan bien como en su propia
patria.» Adquiría libros y música, que enviaba a Inglaterra, y proyectaba
recorrer Sicilia y Grecia, dos patrias de las letras y las artes de la antigüedad.
De todas las flores abiertas al calor del sol del Mediodía, y bajo la
mano de dos grandes paganismos, cogía libremente las más, perfumadas
y exquisitas, sin mancharse con el lodo que las rodeaba. «Tomo a Dios
por testigo, escribía algún tiempo después, de que en todos estos parajes
donde la vida es tan licenciosa, he vivido puro y exento de toda especie
de vicio y de infamia, llevando siempre en mi alma la idea de que si
podía evitar las miradas de los hombres, no podía impedir que Dios me
viese»5
En medio de las galanterías licenciosas y de sonetos insípidos que
chichisbeos y académicos prodigaban, conservó Milton su idea sublime
de la poesía. Pensaba escoger un asunto heroico de la historia antigua
de Inglaterra, y confirmábase en su opinión6 de que «quien quiere escribir
de cosas dignas de alabanza, para no ver frustrada su esperanza debe
ser él un verdadero poema, es decir, conjunto y modelo de las cosas más
honrosas y mejores, no presumiendo de cantar grandes elogios de hombres
heroicos o de famosas ciudades sin tener antes la experiencia y la
práctica de cuanto es digno de ser alabado.
Amaba, entre todos, a Dante y Petrarca por su pureza, diciéndose
«que si la impudicia en la mujer, a quien San Pablo llama la gloria del
hombre, es tan grande escándalo y deshonra, en el hombre, que es a la
vez imagen y gloria de Dios, debe ciertamente ser, aunque por lo común
no se crea, vicio mucho más deshonroso e infame.» Pensaba «que todo
hombre noble y libre debe ser por nacimiento, y sin necesidad de jurarlo,
un campeón» para la práctica y defensa de la castidad, y conservó su
virginidad hasta el día de su casamiento7.
Cualquiera que fuese la tentación, atractivo o temor, su firme resistencia
fue siempre igual.
Por gravedad y conveniencia, evitaba siempre las disputas sobre religión;
pero si atacaban la suya la defendía con rudeza hasta en Roma,
5 Véase también el sentimiento religioso que predomina en sus sonetos italianos.
6 Apology for Smectymnus.
7 Véase passim su Tratado del divorcio, donde está trasparente.
frente a los jesuitas que conspiraban contra él, a dos pasos de la inquisición
y del Vaticano. El deber peligroso, lejos de auyentarle, le atraía.
Cuando empezó a rugir la revolución, volvió a su Patria por impulso de
su conciencia, como soldado que al ruido de las armas corro al peligro,
«persuadido de que era para él vergonzoso pasar tranquilamente y por
su gusto el tiempo en el extranjero, cuando, sus compatriotas luchaban
por la libertad».
Empeñada la guerra, presentóse en las primeras filas como voluntario,
ofreciendo su pecho a los golpes más rudos. En toda su educación y
en toda su juventud, en sus lecturas profanas y en sus estudios sagrados,
en sus acciones y en sus máximas, se transparenta su pensamiento dominante
y permanente, la resolución de constituir y desarrollar en sí
mismo el hombre ideal.
II.
Dos son las influencias que principalmente guían a los hombres: la
sensación y la idea; impulsa aquélla a las almas sensitivas, descuidadas,
poéticas, capaces de metamorfosis como la de Shakespeare; gobierna
ésta las almas activas, resistentes, heroicas, capaces de inmutabilidad
como la de Milton. Son las primeras, simpáticas y fecundas en efusiones;
las segundas, concentradas y predispuestas a la reserva8: aquéllas se
entregan; éstas se guardan: aquéllas, por confianza y por sociabilidad,
con instinto de artista y súbita comprensión imitativa, toman involuntariamente
el tono y la disposición de los hombres y de las cosas que les
rodean, y su vida interna pónese inmediatamente en equilibrio con la
exterior; éstas, por desconfianza, por rigorismo, con instinto de combatiente
y rápida mirada a la regla, se repliegan naturalmente en sí mismas,
y en el recinto en que se encierran no sienten ni las solicitudes ni las
contradicciones del medio en que viven. Fórmanse un modelo, y, cual si
fuera consigna, este modelo las detiene o las impulsa. Como todos los
poderes destinados a imperar, la idea interior vegeta y absorbe en provecho
propio el resto de su ser; las meditaciones la arraigan; los razonamientos
la nutren; únese a ella la red de todas sus doctrinas y de todas
sus experiencias, de suerte que cuando les asalta una tentación, no ataca
ésta un principio aislado, sino que tropieza con todo el edificio de sus
creencias, edificio infinitamente ramificado y demasiado sólido para
que pueda una seducción sensible echarlo por tierra. Además, el hombre
se defiende por costumbre; la actitud militante le es natural, y le mantiene
firme y erguido el orgullo de su valor y la antigüedad de su reflexión.
8 Aunque sólo hubiese tenido superficial conocimiento del cristianismo, mi carácter
naturalmente reservado y la disciplina moral enseñada por la más noble
filosofía, hubieran bastado para inspirarme desprecio a las incontinencias.
(Apología para Smectymnus.)
Un alma así dispuesta es como un buzo dentro de su campana9;
atraviesa la vida como éste se hunde en el mar, pura, pero aislada.
De vuelta a Inglaterra, engolfóse Milton de nuevo en el estudio, y
recibió en su casa algunos discípulos, a quienes obligó al mismo continuo
trabajo que él se imponía, lecturas serias, régimen frugal, severa
conducta, vida solitaria, casi de eclesiástico.
De repente, en un mes, después de un viaje al campo, se casó10.
Sólo habían transcurrido algunas semanas cuando su esposa volvió a la
casa paterna, negándose a vivir con su marido, no haciendo caso de sus
cartas y despidiendo desdeñosa al mensajero que las llevaba.
Los caracteres eran opuestos.
Nada disgusta tanto a las mujeres como las naturalezas austeras y
reservadas, porque conocen que no pueden ejercer dominio sobre ellas:
su dignidad las incomoda, su orgullo las retrae, sus preocupaciones las
aleja; siéntense subordinadas a intereses generales o a curiosidades especulativas,
como si se las juzgase de sobra o, a lo más, se las considerara
con condescendencia como a ser inferior y menos racional,
quedando excluidas de la igualdad que reclaman, y cuya pérdida sólo
puede compensar para ellas el amor.
El carácter sacerdotal es propio para la soledad, porque carece de
los cuidados, la solicitud, el agrado y la dulzura necesaria a toda sociedad;
se le admira, pero no se le quiere al lado, y especialmente le rechazan
las mujeres que, como la esposa de Milton, son vulgares11, porque a
su limitada inteligencia se unen las repugnancias de su corazón.
9 Frase de Juan Pablo Richter. Véase un excelente artículo sobre Milton, National
Review, julio, 1859.
10 A los treinta y cinco años (1643).
11 Mute and spiritless mate.
«The bashful muteness of the virgin may oftentimes hide all the unloveliness and
natural sloth which is really unfit for conversation.
A man shall find himself bound fast to an image of earth and phlegm, with
whom he looked to be the copartner of a sweet and delightsome society.»
(Milton, Doctrine and Discipline of Divorce)
Una linda mujer dirá en cambio: «Yo no amo a un hombre que lleva su cabeza
como un Santo Sacramento. »
«Tenía Milton, dicen los biógrafos, una gravedad natural y una severidad
de espíritu incompatibles con las pequeñeces,» viviendo su alma
a una altura y en una región que no es la de la vida casera. Acusábanle
de ser «adusto y colérico, » y seguramente amaba su dignidad de
hombre y su autoridad de esposo hasta el punto de no considerarse estimado,
respetado y atendido como, en su concepto, merecía serlo.
Pasaba el día entre sus libros, y el resto del tiempo en un mundo
abstracto y sublime que pocas mujeres comprenden, y la suya menos
que ninguna. Eligió esposa, como hombre abstraído por el estudio, con
la inexperiencia que originaba su vida anterior, casta y austera. De igual
suerte sintió la fuga de su esposa como sabio, tanto más irritado, cuanto
más desconocidos le eran los procedimientos del mundo. Sin temer el
ridículo y con la rigidez de un ideólogo que tropieza de pronto con la
vida real escribió tratados en favor del divorcio, los firmó con su nombre
y apellido, los dedicó al Parlamento; creyóse divorciado de hecho,
puesto que su mujer negábase, de derecho, a volver al domicilio conyugal
y porque tenía en favor suyo cuatro pasajes de la Biblia: hasta empezó
a enamorar a una joven, y de pronto, al ver a su esposa llorando a sus
pies, la perdonó, la ,llevó consigo y recomenzó su árido y triste matrimonio,
sin que le arredrase la experiencia, porque aun contrajo otras
dos uniones conyugales, la última con una mujer que tenía treinta años
menos que él.
Los demás sucesos de su vida doméstica no fueron ni más felices,
ni mejor arreglados. Convirtió a sus hijas en secretarios, haciéndoles
leer en idiomas que no comprendían, tarea repulsiva de la que amargamente
se quejaban. En cambio las acusaba su padre de no ser «ni respetuosas
ni buenas con él» de no cuidarle, de conspirar con la criada
para sisar en las compras, de quitarle sus libros suponiéndolas descosas
de vender toda su biblioteca a los traperos.
Al saber que iba a contraer nuevo matrimonio, dijo María, su segunda
hija: «Este suceso no es una noticia; la verdadera noticia sería la
de su muerte.» Frase terrible que pinta las tristezas de la vida en el interior
de aquella casa.
Ni las circunstancias ni la naturaleza habían hecho a Milton para ser
feliz.
III.
Habíanle hecho para la lucha, y a ella se dedicó por completo desde
su vuelta a Inglaterra, armado de lógica, ira y erudición, y acorazado por
la convicción y por la conciencia. «Tan pronto, dice, como fue concedida
la libertad, al menos de palabra, todas las bocas se abrieron contra
los Obispos... Despertado por este clamor, y al ver que se tomaba el
verdadero camino de la libertad, y que a partir de este principio disponíanse
los hombres a librar de la servidumbre toda la vida humana...
como desde la juventud me había dedicado con referencia a no ignorar
nada de lo relacionado con las leyes divinas y humanas... resolví, a pesar
de ocuparme por entonces en meditar acerca de otros asuntos, aplicar de
este lado toda la fuerza y toda la actividad de mi espíritu.» Por consecuencia
de esta resolución escribió su tratado De la reforma en Inglaterra,
satirizando y combatiendo con altivez y desprecio al episcopado y
a sus defensores. Refutado y atacado, redobló la acritud y destrozó a los
que había derribado. Arrastrado hasta el límite de su creencia, y como
jinete a escape que rompe en la carrera toda la línea de batalla, llegó
hasta el Rey, defendiendo la abolición de la monarquía de igual modo
que la del episcopado.
Un mes después de la muerte de Carlos I justificó la ejecución,
contestó al Eicon Basilice, y después a la Defensa del Rey hecha por
Saumaise, con una grandeza de estilo y un desdén incomparables, combatiendo
como apóstol, como hombre que siente la superioridad de su
ciencia y de su lógica, y que quiere hacerla sentir atropellando y aplastando
con soberbia a sus adversarios, que calificaba de ignorantes, de
espíritus inferiores y de corazones mezquinos.
«Los reyes, dice al principio del Iconoclasta, si son fuertes en legiones,
son débiles en argumentos, porque desde la cuna están acostumbrados
a servirse de su voluntad como de su mano derecha, y de su
razón como de su mano izquierda. Cuando por inesperado accidente se
ven obligados a este género de combate, son débiles y, pequeños adverwww.
sarios.» Sin embargo, por estimación a los que se humillan ante el
nombre brillante de «majestad,» consintió «en recoger el guante del Rey
Carlos,» y lo abofeteó con él de forma y manera que hubieron de arrepentirse
los imprudentes que lo habían arrojado. En vez de amilanarle la
acusación de asesino, se valió de ella para enaltecer el regicidio.
Refirió con acento de juez «de qué modo aquel Rey perseguidor de
la religión, opresor de las leyes, después de larga tiranía había sido vencido
con las armas en la mano por su pueblo, encerrado después en prisión,
y no ofreciendo, ni por sus palabras ni por sus actos, garantía
alguna de mejorar su conducta, condenado por el soberano Consejo del
Reino a pena capital, y decapitado ante las puertas de su palacio... Jamás
monarca alguno sentado sobre el más poderoso trono brilló con majestad
más grande que la del pueblo inglés, cuando, sacudiendo la antigua
superstición, se apoderó de este rey o más bien de este enemigo, el único
entre los mortales que reivindicaba para sí, como de derecho divino,
la impunidad, le sujetó a sus propias leyes, le sometió a juicio, y, encontrándole
culpado, no temió aplicarlo el suplicio que él había hecho
aplicar, a otros.» Después de justificar la ejecución, la santificó; después
de haberla autorizado por las leyes terrenales, la consagró por los
decretos del cielo; puesta al abrigo del derecho, la puso también al abrigo
de Dios, de ese Dios que humilla «a los reyes desenfrenados y soberbios,
y que les desarraiga con toda su raza.» «Dirigidos de repente
por su mano, visible para la salvación y la libertad, casi perdidas, guiados
por él, venerando sus divinos vestigios impresos por todas partes
ante nuestros ojos, hemos entrado no por vía oscura, sino abierta y manifiesta
bajo sus auspicios12.» El razonamiento termina aquí con un
12 Esta defensa está escrita en latín: «Sois los primeros hombres emancipados
por Dios de las dos mayores calamidades de la vida humana, la tiranía y la superstición:
sois los primeros mortales a quienes ha inspirado bastante grandeza
de alma para juzgar en ilustre juicio a vuestro Rey, vencido por vuestras armas y
prisionero, para condenarle y castigarlo. Después de acción tan gloriosa, no
debéis pensar ni hacer nada bajo ni pequeño, nada que no sea grande y elevado.
El único camino para alcanzar esta gloria es el de demostrar que, como habéis
vencido a vuestros enemigos en la guerra, podéis en la paz, con más valor que
los demás hombres, abatir la ambición, la avaricia, el lujo, todos los vicios que
canto de victoria, sucediendo el entusiasta al combatiente. Así aparece
en todos sus actos y en todas sus doctrinas. Las sólidas filas de argumentos
armados y disciplinados que disponía en batalla, cambiábanse en
su corazón al llegar el triunfo en gloriosas procesiones de coronados y
resplandecientes himnos. Transportado fuera de la realidad, forjábase la
ilusión de vivir en compañía de lo sublime como guerrero y pontífice
que, con su rígida armadura, está erguido frente a frente de la verdad.
Absorto de esta suerte en su lucha y en su sacerdocio, permanecía
fuera de la realidad del mundo, tan ciego ante los hechos palpables como
defendido de las seducciones sensibles, sin que hasta él llegaran ni
las manchas sociales ni las lecciones de la experiencia.
Incapaz de conducir a los hombres ni de seguirles, no había en
Milton nada que se pareciera a las habilidades ni a los temperamentos
del hombre de Estado, astuto calculista que se detiene a mitad del camino,
que tantea con la vista fija en los acontecimientos, que mide la posibilidad
de las cosas y emplea la lógica para soluciones prácticas. Especulativo
y quimérico, encerrado en sus ideas, ni ve ni aprende mas que
de ellas.
Cuando escribe contra los Obispos, quiere que se les extirpe inmediatamente
y sin excepción, exigiendo que se establezca al instante el
culto presbiteriano, sin precauciones, ni respeto, ni reserva; es orden de
Dios y es deber de todos los fieles, y no hay que burlarse de Dios ni
contemporizar con la fe. Concordia, dulzura, libertad, piedad; ve salir
del nuevo culto un enjambre de virtudes.
Nada debe temer el Rey, porque afirmará su poder; y veinte mil
asambleas democráticas se guardarían muy bien de, atentar contra su
derecho.
Tales ideas traen la sonrisa a los labios, y bien se reconoce al hombre
de partido que, cuando la restauración era inevitable, cuando «enloquecía
a la multitud el deseo de tener un rey,» publicaba «el fácil y
pronto medio de constituir una república libre,» y describía detalladacorrompen
la fortuna próspera y tienen subyugado al resto de los mortales,
empleando para conservar la libertad tanta moderación, templanza y justicia,
como valor tuvisteis para rechazar la servidumbre.
mente el plan, se advierte al teórico que, para pedir la institución del
divorcio, recurría a las Sagradas Escrituras, pretendiendo cambiar la
institución civil de un pueblo cambiando el aceptado sentido de un versículo.
Con los ojos cerrados y el sagrado texto en la mano, va, de consecuencia
en consecuencia, atropellando las preocupaciones, las inclinaciones,
las costumbres, las necesidades de los hombres, como si el
razonamiento o el espíritu religioso constituyeran por sí solos al hombre,
como si la evidencia produjera siempre la creencia, como si la creencia
condujera siempre a la práctica, como si, en el combate de las
doctrinas, la verdad o la justicia dieran siempre a las doctrinas la victoria
y el imperio.
Para colmo de su ideología hizo Milton el boceto de un tratado de
educación, en el que proponía enseñar a todos los discípulos todas las
ciencias, todas las artes, y, lo que es más, todas las virtudes. «El maestro,
decía, que tenga el talento y la elocuencia convenientes, podrá en
poco tiempo infundir a sus discípulos un ánimo, y una diligencia increíbles,
llevando a sus jóvenes pechos tan noble y liberal ardor, que muchos
de ellos llegarán a ser seguramente hombres famosos. »
Milton había enseñado durante muchos años en distintas ocasiones.
Para abrigar tal ilusión, después de tal experiencia, es preciso ser insensible
a la experiencia y predestinado a la ilusión.
Pero su rigidez era su fuerza, y la estructura interior que cerraba su
espíritu a las enseñanzas, armaba su corazón contra los desfallecimientos.
Ordinariamente se seca en los hombres la fuente de abnegación al
contacto de las realidades de la vida.
Poco a poco, a fuerza de vivir en el mundo se desarrolla el egoísmo.
No se quiere sufrir engaño, ni privarse de las licencias que los demás
se permiten; la severidad juvenil se afloja, y hasta inspira burlona
sonrisa, atribuyéndola al ardor de la sangre; desdeñados los motivos de
la sublimidad, se prescinde de ser sublime, acabando por ver tranquilo
cómo el mundo marcha, cuidando de no tropezar y aprovechándose de
los placeres cómodos.
Nada de esto se encuentra en la vida de Milton, que entero e intacto
en sus convicciones hasta el fin, ni la experiencia le instruye, ni los reveses
le abaten, soportándolo todo, sin arrepentirse de nada.
Voluntariamente había perdido la vista escribiendo, a pesar de estar
enfermo y de la prohibición de los médicos, para justificar al pueblo
inglés contra las inventivas de Saumaise. Asistió a los funerales de la
república, a la proscripción de sus doctrinas, a la difamación de su honor.
A su alrededor estallaba la aversión a la libertad y el entusiasmo
por la servidumbre; un pueblo entero precipitábase a los pies de un joven
libertino, incapaz y traidor; los gloriosos jefes de la fe puritana eran
condenados, ejecutados, arrancados vivos de la horca y despanzurrados
entre insultos; los que la muerte había librado del verdugo, desenterrados
para ser expuestos a la vergüenza; refugiados otros en tierra extranjera,
vivían bajo las amenazas y expuestos a los atentados de las
espadas realistas; otros, en fin, los más desgraciados, habían vendido su
causa por dinero y por títulos, y tomaban asiento entre los ejecutores de
sus antiguos amigos.
Los más piadosos y austeros ciudadanos de Inglaterra llenaban las
prisiones, o andaban errantes, sumidos en la indigencia y el oprobio; y el
vicio grosero, desvergonzadamente sentado en el trono, reunía a su alrededor
a la plebe de las avaricias y de la desbordada sensualidad.
Obligado Milton a ocultarse, sus obras fueron quemadas por mano
del verdugo; aun después del acta general de perdón, fue aprisionado;
puesto en libertad, no se libraba del peligro del asesinato, porque el
fanatismo privado podía recoger el arma abandonada por la vindicta
pública.
Otras desdichas de menor importancia ahondaban las llagas de su
alma. Las confiscaciones, una quiebra y, por último, el gran incendio de
Londres le privaron de las tres cuartas partes, de su fortuna13; sus hijas
13 Un scrivener le hizo perder 10.00O duros.. La Restauración se negó a pagarle
otros 10.00O duros que tenía colocados en el Excise Office, y le quitó una
finca de 25O duros de renta, que había comprado de los bienes del cabildo de
Westminster.
Su casa se quemó en el gran incendio de Londres.
no le tenían consideraciones ni respeto; vendían sus libros sabiendo que,
muerto Milton, ninguna utilidad tendrían para su familia, y en medio de
tantas desdichas públicas y privadas permanecía tranquilo. En vez de
renegar de lo que había hecho, lo glorificaba; en vez de abatirse, se
enardecía; en vez de desfallecer, se fortificaba.
«Cyriac, decía en tiempo de la república, tres años hace hoy (1554,
soneto 22) que estos ojos puros y sin mancha, privados de luz, han dejado
de ver. El sol, la luna, las estrellas que duran todo el año, el hombre,
la mujer, nada aparece en sus inútiles globos; sin embargo, no
murmuro contra la mano o la voluntad del Cielo, ni mi valor y mi esperanza
disminuyen; en pie y con firmeza bogo derecho hacia adelante.
¿Me preguntas quién me sostiene? La conciencia, amigo, de haberlos
perdido usados por la defensa de la libertad, mi noble empresa, de la que
habla toda Europa. Esta única idea me conduciría a través de la vana
mascarada del mundo, contento, aunque ciego, cuando no tuviera mejor
guía.»
Le condujo, en efecto, «se armó a sí mismo, » y «la coraza de diamante
»14 que había protegido al hombre adulto de las heridas en la batalla,
protegió al anciano contra las tentaciones y las dudas en la derrota
y en la adversidad.
Vivía Milton en una casita en Londres, o en el campo en el Condado
de Buckingham, frente a una elevada y verde colina, donde escribió
su Historia de Inglaterra, su Lógica, el Tratado de la verdadera religión
y de la herejía, y meditaba su gran, Tratado de la doctrina cristiana.
De todos los consuelos, es el trabajo el más saludable y que más
fortifica, porque alivia las penas del hombre, no llevándole consuelos,
sino reclamándole esfuerzos.
Todas las mañanas se hacía leer en hebreo un capítulo de la Biblia, y
permanecía después algún tiempo grave y silencioso meditando sobre lo
que había oído. Nunca iba a los templos. Independiente en religión como
en todo lo demás, se bastaba a sí mismo, y no encontrando en nin-
Al morir dejó 7.50O duros, comprendido el valor de su biblioteca.
14 Sonetos italianos, VI, 4.
guna secta las señales de la verdadera Iglesia, rogaba a Dios solitario,
sin necesidad de ajeno auxilio.
Estudiaba hasta el mediodía, y después de una hora de ejercicio tocaba
el órgano o el violoncelo. En seguida reanudaba el estudio hasta
las seis, y por la noche conversaba con los amigos.
Los que le visitaban encontrábanlo de ordinario «en una habitación
revestida de vieja tapicería verde, sentado en un sillón y vestido pulcramente
de negro.» «Su color era pálido, dice un visitante, pero no cadavérico;
» «Padecía de gota en las manos y los pies; los oscuros cabellos,
dividíanse en mitad de la frente y caían por ambos lados en largas guedejas;
sus ojos grises y puros no indicaban la ceguera.» En su juventud
había sido extraordinariamente bello, y sus mejillas inglesas, delicadas
como las de una niña, permanecieron sonrosadas hasta el fin de su vida.
«Afable en el trato, su andar firme y viril atestiguaba la intrepidez y
el valor. » En todos sus retratos nótase algo grande y altivo, y pocos
hombres seguramente han honrado tanto como él la raza humana.
Apagóse esta noble vida como sol que se oculta en el ocaso, brillante
y tranquila. En medio de tantas pruebas, concedióle el cielo una
alegría inmensa y pura; el poeta, sepultado por el puritano, había revivido
más sublime que nunca para dar al Cristianismo el segundo Homero.
Reuniéronse en su mente los brillantes ensueños de la juventud y
los recuerdos de su edad madura, alrededor de los dogmas calvinistas y
de las visiones de San Juan, para formar la epopeya protestante de la
Condenación y de la Gracia; y la inmensidad de los horizontes primitivos,
los siniestros resplandores del infierno y las magnificencias del
cielo presentaron a los «ojos interiores» del alma regiones desconocidas
superiores a las que los ojos de la carne habían dejado de ver.
IV.
Tengo a la vista el temeroso volumen donde, poco tiempo después
de la muerte de Milton, fueron reunidas sus obras en prosa ¡Qué libro!
Crujen las sillas bajo su peso, y cuando se le maneja durante una hora
duele tanto el brazo como la cabeza. A tal libro, tales hombres: su aspecto
exterior da alguna idea de los polemistas y teólogos cuyas ideas
están allí encerradas. Hay que recordar que el autor fue singularmente
literato, elegante, viajero, filósofo, y para su tiempo hombre de mundo.
Involuntariamente vienen a la memoria los retratos de los teólogos
del siglo; adustas figuras hundidas en el acero por el duro buril de los
maestros, y cuya frente geométrica y ojos fijos sobresalen con violento
relieve de la tabla de negra encina. Compáraselas a los rostros modernos,
cuyas finas y complejas facciones parece que se estremecen al
contacto de innumerables ideas y sensaciones. Aquellas figuras reflejan
la abrumadora educación latina, los ejercicios físicos, los duros tratamientos,
las ideas raras, los dogmas impuestos, que ocupaban, oprimían,
fortificaban, endurecían en pasados tiempos a la juventud, y se
cree ver un osario de megaterios y mastodontes reconstruidos por Cuvier.
Parece que la raza ha cambiado. Inclínase hoy nuestro espíritu ante
la idea de esta grandeza y de esta barbarie; pero descubrimos que fue
entonces la barbarie causa de la grandeza. De igual manera que en el
fango primitivo y bajo la bóveda de colosales bosques hubo pesados
monstruos que, retorciendo trabajosamente sus escamados lomos, con
informes dientes se arrancaban pedazos de carne, vernos hoy a distancia,
desde las alturas serenas de la civilización, las batallas de los teólogos
que, acorazados de silogismos y armados de textos, se llenaban de
denuestos y procuraban devorarse.
En primera fila combatió Milton, predestinado a la barbarie y a lo
grandioso por su naturaleza personal y por las costumbres que le rodeaban,
capaz de manifestar en alto relieve la lógica, el estilo y el espíritu
del siglo.
La vida de los salones ha afinado a los hombres. Preciso ha sido la
sociedad con las damas, la carencia de intereses serios, la holganza, la
vanidad, la seguridad, para poner en moda la elegancia, la urbanidad; la
sátira fina y ligera; para enseñar el deseo de agradar, el temor de causar
enojos, la perfecta claridad, la corrección acabada, el arte de las transiciones
insensibles y de las delicadas atenciones, el gusto de imágenes
convenientes, de la constante y variada educación social.
Nada de esto se busque en Milton. Todavía está cerca de él la escolástica,
que pesa aún sobre los mismos que la destruyen.
Bajo esta secular armadura, la discusión marcha pedantescamente, a
pasos contados: se empieza por fijar la tesis, y Milton escribe en gruesos
caracteres al frente de su Tratado sobre el divorcio la siguiente
proposición que va a demostrar: «Que una mala disposición, incapacidad
o contrariedad de espíritu, procedente de una causa invariable por
su naturaleza, impidiendo y debiendo probablemente impedir siempre
los principales beneficios de la sociedad conyugal, que son el consuelo
y la paz, es mayor motivo de divorcio que el de la frigidez natural, especialmente
no habiendo hijos y si el mutuo consentimiento de divorciarse.
» Después de la tesis viene, legión tras legión, el disciplinado
ejército de los argumentos: pasan los batallones uno tras otro numerados,
y forman una docena en fila, cada cual con su título en letras más
visibles. Los textos sagrados ocupan lugar preferente. Son discutidos
palabra por palabra el sustantivo después del adjetivo, el verbo después
del sustantivo, la preposición después del verbo; cítanse las interpretaciones,
las autoridades, los ejemplos, puestos en fila entre empalizadas
de nuevas divisiones; y, sin embargo, falta el orden; no se reduce
la cuestión a una idea única; no se advierte el camino por donde va; las
pruebas se suceden, pero no se siguen, y se produce fatiga, pero no convencimiento.
Conócese que el autor escribe para las gentes de Oxford,
legos o eclesiásticos habituados a aparatosas disputas, capaces de obstinada
atención, habituados a digerir libros indigestos; que se encuentran
como el pez en el agua en medio de la espesura de espinosos matorrales
escolásticos, abriéndose camino casi a ciegas, endurecidos contra los
arañazos que nos repelen, y sin idea de la claridad que en todo pedimos.
Inútil es buscar el ingenio en estos razonadores macizos, porque el
ingenio es la agilidad de la razón victoriosa, y entre ellos, por ser todo
potente, todo es pesado. Cuando Milton quiere burlarse, parece un piquero
de Crómwell que, al entrar en una sala para bailar, cae de bruces
con todo el peso de su cuerpo y de su armadura. Pocas cosas hay tan
estúpidas como sus Objeciones a un contradictor. Su adversario termina
una refutación con este rasgo de ingenio teológico: «Reparad, hermano,
que habéis pescado toda la noche sin encontrar nada.» Milton replica
gloriosamente: «Si pescando con el apóstol Simón nada he podido coger,
reparad lo que vois cogéis con Simón el Mágico, que os ha legado
sus anzuelos y sus instrumentos de pesca.» Una salvaje carcajada acoge
estas palabras, porque el auditorio advierte la gracia en esta manera de
insinuar que su adversario es simoniaco.
Poco antes expresa éste el siguiente dilema: «Decidme, ¿esta liturgia
es buena o mala? –Es mala. Reparad como podáis el cuerno de
vuestro dilema aqueloiano para la primera carga.» Maravíllanse los
sabios de esta bella comparación mitológica, y se regocijan de ver al
adversario delicadamente comparando a un buey, a un buey vencido, a
un buey pagano.
En la siguiente página dice el adversario a manera de ingeniosa y
satírica censura: «En verdad que no habéis medido bien la altura del
polo. –No es extraño, responde Milton; muchos otros hay que no miden
bien la altura de vuestro polo, pero que medirán mejor la declinación de
vuestra altura. » Hay después tres retruécanos del mismo gusto, y todo
esto parecía entonces muy gracioso.
Saumaise gritaba que jamás había visto el sol crimen comparable al
asesinato del Rey. Milton le contestaba ingeniosamente, que se dirigiera
de nuevo al sol, no para esclarecer los crímenes de Inglaterra, sino para
calentar la frialdad de su estilo.
La extraordinaria sandez de estas agudezas demuestra que el talento
estaba aún enzarzado en la erudición naciente. La Reforma es el principio
de la libertad de pensar, pero sólo es el principio. La crítica aun no
había nacido, y la autoridad, aunque con la mitad de su peso, pesa todavía
sobre los talentos más emancipados y temerarios.
Para probar Milton que se puede matar a un Rey, cita a Orestes, las
leyes de Publícola y la muerte de Nerón. Su Historia de Inglaterra es
un conjunto de todas las tradiciones y de todas las fábulas. En todas las
circunstancias ofrece, como prueba, un texto de la Biblia, y su audacia
se limita a mostrarse gramático, atrevido y comentador heroico. Es tan
ciegamente protestante como otros son ciegamente católicos, y deja
encadenada la alta razón, madre de los principios, libertando sólo la
razón subordinada, intérprete de los textos. Parecido a las enormes
creaciones semiformadas, hijas de las primeras edades, todavía es mitad
hombre y mitad limo.
No es en estas polémicas donde encontraremos la educación, donde
hallaremos esa dignidad elegante que responde a la injuria con la tranquila
ironía, y respeta al hombre al herir de muerte la doctrina. Milton
aplasta groseramente a su adversario.
Un pedante, vanidoso, nacido de la cópula de un léxicon griego y de
una gramática siriaca, Saumaise, había vomitado contra el pueblo inglés
un vocabulario de injurias en un infolio de citas. Milton le contestó en
el mismo estilo, llamándolo histrión, charlatán, profesor de a cuarto15
pillastre pagado, desalmado, tunante, malvado, imbécil, sacrílego, esclavo,
digno de azotes, todo el diccionario, latino de las palabras malsonantes.
«Tú, que sabes tantos idiomas, le decía, que lees tantos libros,
que escribes tanto, eres un asno.» Encontrando el epíteto bonito, lo
repitió. «¡Oh el más charlatán de los asnos, añadía, llegas montado por
una mujer y acompañado de las cabezas curadas de los Obispos a quienes
tú descalabraste, imagen en pequeño de la gran bestia del Apocalipsis!
» Acabó por llamarle fiera, apóstata y diablo. «No dudo, escribía,
que tendrás el mismo fin que Judas, y que arrastrado por la desesperación
más que por el arrepentimiento, causándote horror, deberás algún
15 Professor triobolaris.
día ahorcarte, y, como tu émulo, estallar por mitad del vientre16.» No
es, pues, esta discusión de dos hombres, es bramido de dos toros.
El debate era feroz. Milton odiaba con toda su alma, y combatía con
la pluma, como los fanáticos voluntarios con la espada, paso a paso,
con odio reconcentrado y fiera obstinación. Los Obispos y el Rey pagaban
así once años de despotismo, porque cada cual se acordaba de los
destierros, de las confiscaciones, de los suplicios, de la ley sistemáticamente
y sin descanso violada, de la libertad individual a merced de un
constante complot, de la idolatría episcopal impuesta a las conciencias
cristianas, de los predicadores fieles arrojados a los desiertos de África
o entregados al verdugo y a la picota17. El recuerdo de aquellos hechos
16 Saumaise decía de la muerte del Rey: «Horribilis nuntius aures nostras atroci
vulnere, sed magis mentes perculit.»-Milton contestó: «Profecto nuntios iste
horribilis aut gladium multo longiorem eo quem strinxit Petrus habuerit oportet,
aut aures istæ auritissimæ fuerint, quas tam longinquo vulnere perculerit.»
-«Oratorem tam insipidum et insulsum ut ne ex lacrymis quidem ejus mica salis
exiguissima possit exprimi.»
«Salmasius nova quadam metamorphosi salmacis factus est.»
17 Transcribiré uno de estos agravios, una de estas quejas. El lector juzgará por
la enormidad de los ultrajes de la grandeza de los resentimientos.
La humilde petición del doctor Alejandro Leighton, prisionero en La Flotte,
dice así: «Que el 17 de febrero de 163O fue preso al volver del sermón, por
orden de la alta Comisión y arrastrado a lo largo de las calles, con hachas y
palos, hasta la prisión de Londres. Que llamado el carcelero de Newgate, le
puso grillos y por fuerza le condujo a una especie de perrera, infesta y medio
ruinosa, llena de ratas y ratones, recibiendo luz únicamente por un agujero enrejado.
El techo estaba rajado, y la lluvia y la nieve caían sobre su cuerpo. No
tenía cama, ni sitio donde encender fuego, salvo las ruinas de una vieja chimenea,
por donde no salía el humo. En este deplorable sitio estuvo encerrado unas
quince semanas, sin que dieran a nadie permiso para verle, hasta que por fin lo
obtuvo únicamente su mujer. Que al cuarto día de su prisión, el perseguidor,
con una multitud de gente, fue a su casa para buscar libros de jesuitas, y trató a
su mujer de un modo tan bárbaro o inhumano que avergüenza referirlo. Que
registraron todas las habitaciones y desnudaron a todas las personas, apuntando
una pistola al pecho de un niño de cinco años y amenazándole con matarle si no
decía el sitio donde estaban los libros. Que había estado enfermo y, en opinión
de cuatro médicos, envenenado, porque se le cayeron todos los cabellos de la
piel. Que en lo más grave de esta enfermedad fue pronunciada la cruel sentencia
contra él, y ejecutado el 26 de noviembre, recibiendo sobre la espalda treinta y
seis golpes con una cuerda de tres hilos y con las manos atadas a un poste. Que
imprimía en las almas enérgicas odios inexpiables, y los escritos de
Milton atestiguan un encarnizamiento inaudito. La impresión que deja
la lectura de su Iconoclastes18 es desconsoladora. Frase por frase, dura
y amargamente es refutado el Rey y acusado sin piedad, sin que la acusación
decaiga un sólo momento, sin conceder al acusado la menor
buena intención, la menor excusa, la menor apariencia de justicia, sin
que el acusador descanse un sólo instante exponiendo ideas generales.
Es un combate cuerpo a cuerpo, de rudos golpes, obstinado, sin tregua
ni descanso, prueba de una enemistad constante e implacable y con el
único intento de herir certero y causar la muerte.
El odio de Milton a los Obispos que vivían en la opulencia fue
violentísimo, bastando apenas para expresarlo la acritud de las metáforas
más venenosas. Presentábales «alardeando vanidad y calentándose al
sol de la riqueza y de los ascensos» como nido de impuros reptiles. «La
envenenada pez de su hipocresía, mezclada en masa podrida con la agria
levadura de las tradiciones humanas, es el huevo de serpiente, de donde
saldrá en alguna parte un Anticristo tan deforme como el tumor que le
nutre.» Estas groserías rudas y toscas eran una especie de coraza exterior,
indicio y defensa de la fuerza y de la vida superabundante que tenían
los miembros y pechos de aquellos atletas. Mas desligado hoy el talento,
es también más débil; menos exclusivas las convicciones, son
también menos fuertes; libre de la pesada escolástica y de la tiranía de la
Biblia, la atención es hoy menos constante. Las creencias y las voluntades,
disueltas por la tolerancia universal y por los mil encontrados
choques de las múltiples ideas, han engendrado el estilo exacto y fino,
instrumento de conversación y de placer, y abandonado el estilo poético
y rudo, arma de guerra y de entusiasmo. Hemos arrojado de nuestras
a pesar del frío y de la nieve le tuvieron cerca de dos horas de pie en la picota,
marcándole después el rostro con un hierro ardiendo, rajándole la nariz y cortándole
las orejas. Que hecho esto le condujeron embarcado a La Flotte y le
encerraron en un cuarto tan insalubre que estuvo enfermo mientras vivió en él, y
al cabo de ocho años le arrojaron a la prisión común.» Tenía setenta y dos
años. (Neal, History of the Puritans, II, 19.)
18 Respuesta al Retrato real, obra atribuida al Rey, en favor del Rey.
costumbres las ferocidades y las sandeces, pero también hemos disminuido
la fuerza y la grandeza de las convicciones.
La fuerza y la grandeza se reflejan en las opiniones y en el estilo de
Milton, nacidos de su creencia y de su talento. Aquella magnífica razón
aspiraba y pedía desplegarse sin trabas, reclamando para la humanidad
lo que para si misma deseaba, y reivindicando en todos sus escritos todas
las libertades. Desde un principio, atacó a los barrigudos prelados19,
«improvisados escolásticos, perseguidores de la libre, discusión, tiranos
asalariados de las conciencias cristianas.»
Sobre el clamor de la revolución protestante oíase su voz, que tronaba
contra la tradición y la obediencia. Ridiculizó duramente a los
teólogos pedantes, devotos adoradores de los viejos, textos que toman
un enmohecido martirologio por un argumento sólido, y responden a
una demostración con una cita. Declaró que la mayoría de los Padres de
la Iglesia fueron intrigantes, turbulentos y charlatanes; que unidos no
valían más que separados, siendo sus concilios conjuntos de sordas
intrigas y vanas disputas; repudio su autoridad y su ejemplo, e instituyó
la lógica como único intérprete de las Sagradas Escrituras.
Puritano contra los Obispos, independiente contra los presbiterianos,
fue siempre dueño de su pensamiento o inventor de su creencia.
Nadie como él ha amado jamás, ni practicado ni ensalzado el libre y
atrevido uso de la razón, que ejercitó hasta la temeridad, hasta el escándalo.
Revolvióse contra la costumbre20, reina ilegítima de la creencia
humana, enemiga nata y encarnizada de la verdad; puso mano en el matrimonio,
y pidio el divorcio en el caso de oposición de carácter entre
los contrayentes. Declaró «que el Error sostiene la Costumbre; que la
Costumbre, acredita el Error, y que los dos, unidos y apoyados por el
vulgar y numeroso cortejo de sus sectarios, acosan con sus gritos y con
su envidia, calificándolos de fantasía y de innovación los descubrimientos
de la razón libre.» Demostró que «cuando llega al mundo una
verdad, llega con calificativo de bastarda, para vergüenza de quien la
19 Of Reformation in England.
20 The Doctrine and Discipline of Divorce.
engendra, hasta que el Tiempo, que no es padre, sino comadrón del Conocimiento,
declara al niño legítimo y derrama sobre su cabeza la sal y
el agua.» No sólo sostuvo estas opiniones en tres o cuatro escritos, a
pesar del desbordamiento de injurias y de anatemas, sino que se atrevió
a más, atacando ante el Parlamento la censura, que era obra del Parlamento21,
hablando como hombre herido y oprimido, para quien la interdicción
pública es un ultraje personal, que se siente encadenado al ser
encadenada la nación.
No queriendo que la pluma de un censor asalariado insultase con su
aprobación la primera página de su libro, y odiando esta mano ignorante
e imperativa, reclamó la libertad de escribir por iguales razones y títulos
que la libertad de pensar.
«¿Qué ventaja, dice, tiene un hombre sobre un niño de escuela, si
sólo nos hemos librado de la férula del maestro para caer bajo la del
imprimatur; si los escritos serios y meditados, cual si fueran temas de
un estudiante de gramática que el pedagogo aprueba o desecha, no pueden
ser publicados sin la autorización tardía de un censor distraído?
Cuando un hombre escribe para el público, llama en su ayuda toda su
razón, toda su reflexión; busca, medita, inquiere, y ordinariamente consulta
y conferencia con sus más juiciosos amigos. Hecho esto, procura
instruirse en el asunto de que va a tratar tan concienzudamente como
los que lo han tratado antes que él. Si en este acto, el más consumado de
su celo y de su madurez, ni la edad, ni la diligencia, ni la prueba anterior
de su capacidad pueden exceptuarle de sospecha y desconfianza, a menos
que lleve todas sus meditadas investigaciones, todas sus prolongadas
vigilias, todo su gasto de aceite y trabajo ante los presurosos ojos de
un censor atareado, quizá mucho más joven que él, quizá de menos juicio,
que acaso no conozca las penas de escribir un libro, de modo que,
si su obra no es rechazada u olvidada, deba aparecer impresa como novicio
con preceptor, con la mano de su censor sobre la espalda del título,
como prueba y caución de que el autor no es idiota ni corruptor, lo
21 En su Areopagítica.
que se consigue es deshonor y degradación para el autor, para el libro,
para los privilegios y la dignidad de la ciencia.»
Abrid todas las puertas; que entre el día que cada cual piense y exponga
a la luz sus pensamientos. Lejos de asustaros las divergencias,
regocijaos por tan gran trabajo. ¿Por qué insultar a los trabajadores con
el nombre de cismáticos y de sectarios?
«Cuando se construía el templo del Señor, unos aserraban los cedros,
otros cortaban y labraban las piedras; ¿había hombres tan insensatos
que desconociesen la necesidad de que las piedras y los maderos
sufrieran mil separaciones y divisiones antes de que estuviera construida
la casa del Señor? Y cuando la industria une las piedras, no pueden
ser continuas, sino contiguas, al menos en este mundo. La perfección
consiste, pues, en que de esas mil diversidades limitadas, de esas mil
diferencias fraternales, sin desproporción notable, nazca la hermosa y
agradable simetría que embellece el conjunto y todo el edificio.»
Triunfa aquí Milton por simpatía, expresándose en magníficas imágenes
y desplegando en su estilo, la fuerza que advierte a su alrededor y
en sí mismo. Elogia la revolución, y el elogio parece, toque de trompeta
que sopla pecho de bronce. «Mirad ahora esta gran ciudad, ciudad de refugio,
casa patrimonial de la libertad, ceñida y rodeada por la protección
de Dios. Los arsenales de la guerra no pueden tener mas yunques y martillos
trabajando en la fabricación de la coraza y de la espada de la justicia
que se arma para la defensa de la verdad sitiada, no puede haber más
plumas y más cabezas estudiosas velando junto a las lámparas, meditando,
buscando nuevos inventos y nuevas ideas para presentarlas como
tributo de homenaje y de fe a la reforma que se acerca. ¿Qué más se le
puede pedir a una nación tan manejable y tan ardiente en la investigación
del conocimiento? ¿Qué falta a tierra tan fértil y sembrada de tan
buena semilla, sino sabios y fieles labradores para convertirla en pueblo
ilustrado, en nación de sabios, de profetas y de grandes hombres? Paréceme
ver una noble y poderosa nación incorporándose como el hombre
fuerte que despierta después de largo sueño, sacudiendo las
guedejas de su invencible cabellera. Paréceme verla como águila que
recuerda su heroica juventud, que enciende sus nunca deslumbrados
ojos en puros rayos del sol, que arranca las escamas de sus pupilas, que
baña su vista, largo tiempo oscurecida, en la fuente única del esplendor
celeste, mientras que bandadas de miedosos y gritadores pájaros y los
que aman el crepúsculo revolotean a su alrededor admirados de lo que
quiere hacer, y en su envidiosa gritería procuran predecir una época de
sectas y de cismas.»
Es Milton quien habla, y, sin saberlo, es Milton el descrito.
En un escritor sincero las doctrinas anuncian el estilo. Los sentimientos
y las necesidades que forman y arreglan sus creencias, construyen
y colorean sus frases. El mismo genio deja dos veces la misma
huella, una en el pensamiento y otra en la forma. La potencia de lógica y
de entusiasmo que explica las opiniones de Milton, explica también su
genio. El sectario y el escritor son un solo hombre, y se encuentran las
dificultades del sectario en el talento del escritor.
Cuando arraiga una idea en un espíritu lógico, vegeta en él y fructifica,
produciendo multitud de ideas accesorias y explicativas que la
rodean, uniéndose entre sí y formando como una espesura, como un
buque. Las frases son inmensas, y necesita períodos de una página para
encerrar e1 acompañamiento de tantas razones encadenadas, de tantas
metáforas acumuladas alrededor del pensamiento dominante. En este
gran alumbramiento el corazón y la razón se excitan; razonando Milton
se exalta, y la frase parte como catapulta que redobla la fuerza de su
impulso por la enormidad de su peso. No me atrevería a traducir ante un
lector moderno los gigantescos períodos con que empieza el Tratado
de la Reforma. Ahora no tenemos ese aliento; incapaces de sostener la
atención sobre un mismo punto durante toda una página, no entendemos
más que las cortas y pequeñas frases. Queremos ideas manejables, y
hemos abandonado el mandoble de nuestros padres para valernos del
ligero florete. Dudo, sin embargo, que la penetrante frase de Voltaire
sea más mortal que el tajo de esta masa de hierro: «Si en las artes menos
nobles y casi mecánicas no se considera digno del nombre de buen arquitecto
o excelente pintor a quien no tiene un alma generosa, superior
al cuidado servil, a la ganancia, al salario, con mayor razón debemos
tratar de imperfecto e indigno sacerdote a quien, en vez de despreciar el
innoble, lucro, arregla y alimenta toda su teología, con la esperanza
mendicante y bestial de un obispado o de una pingüe prebenda.» Si los
profetas de Miguel Angel hablaran, emplearían este estilo, y leyendo al
escritor se advierte veinte veces al escultor.
La potencia lógica que extiende los períodos sostiene las imágenes.
Si Shakespeare y los poetas nerviosos; forman un cuadro en los estrechos
límites de una expresión fugitiva, rompen sus metáforas con nuevas
metáforas, y hacen aparecer sin cesar en la misma frase la misma
idea, bajo cinco o seis distintas vestiduras, el brusco giro de las alas de
su imaginación autoriza estos cambiantes colores, estos cruzamientos
de relámpago. Más consecuente y más dueño de sí mismo, deshilvana
Milton hasta el fin los hilos que aquellos rompen. Cada una de sus imágenes
es un pequeño poema, especie de sólida alegoría, cuyas partes,
unidas entre sí, concentran sus luces sobre la idea única que deben embellecer
o iluminar. «Los prelados, dice, que salen de clases humildes y
plebeyas, convertidos de pronto en señores de suntuosos palacios, de
espléndidos mobiliarios, de suculentas mesas, con cortejo de príncipes,
han juzgado que la sencilla y tosca verdad del Evangelio es indigna de
permanecer por más tiempo en compañía de sus señorías, a menos que
la pobre e indigente Virgen no sea vestida con mejor traje; cargan de
indecentes trenzas su casto y modesto velo, rodeado de rayos celestiales,
y la ponen con deslumbrador aparato todas las lujosas seducciones de
una prostituta.» Los políticos responden que esta fastuosa Iglesia sostiene
la monarquía.
«¿Qué mayor humillación, añade, puede haber para la dignidad real,
cuya altura sólida y sublime se apoya en los inmutables fundamentos de
la justicia y de la virtud heroica, como la de encadenarla para que subsista
o perezca unida a las pintadas almenas, a la espléndida podredumbre
de un episcopado fácil: de derrumbarse a un soplo del Rey como
castillo de naipes?»22.
Sostenidas de esta suerte las metáforas, tienen una amplitud, una
pompa y una majestad verdaderamente extraordinarias; desarróllanse
22 Esto lo escribía Milton a principios de la guerra civil, cuando todavía no era
republicano.
tersas como los anchos pliegues de purpúreo manto con franjas de oro,
bañado de luz.
Y no se crea que estas metáforas son raras. Milton las prodiga como
pontífice que presenta todas las magnificencias de su culto y atrae los
ojos para ganar los corazones. Formado con la lectura de Spencer, de
Drayton, de Shakespeare, de Beaumont, de los más brillantes poetas,
honra de la edad precedente, aunque en un medio empobrecido y sin
émulos, se ensancha como lago, deteniéndose en su corazón.
Como Shakespeare, imagina cualquier motivo, y hasta sin motivo
escandaliza a los clásicos y a los franceses. «No pudiendo los corruptores
de la fe, dice, hacerse celestiales y espirituales, han hecho a Dios
terrestre y carnal, trocando su esencia sagrada y divina en una forma
exterior y corporal; le han consagrado, incensado, hisopeado; le han
vestido, no con trajes de pura inocencia, sino con restos de otras deformes
y fantásticas vestiduras, con palios, mitras, oro y oropel, recogidos
en el viejo guardarropa de Aarón o en el vestuario de los flámines.
Obligado se vio desde entonces el sacerdote a estudiar sus gestos, sus
posturas, sus liturgias, hasta que el alma, amortajándose de esta suerte
en el cuerpo y entregándose a las delicias sensuales, abatió sus alas hacia
la tierra. Viendo las comodidades que recibía del cuerpo su visible y
sensual colega, y encontrando sus alas rotas y caídas, emancipóse del
trabajo de ascender en adelante a las alturas; olvidó su celeste vuelo, y
dejó, al inerte y lánguido esqueleto arrastrarse por el antiguo sendero,
aceptando el repulsivo oficio, de una conformidad mecánica., Si no se
descubrieran aquí rastros de fatalidad teológica, parecería que leíamos
un imitador de Fedra.
Al través de la ira del fanático se reconocen las imágenes de Platón.
Frases hay que por la belleza viril y el entusiasmo recuerdan el tono de
la República. «No puedo elogiar, dice, una virtud fugitiva y enclaustrada,
inexperimentada, inanimada, que jamás sale de su retiro, ni mira de
frente a su adversario, sino que esquiva la lucha en que en medio del
calor y el polvo los corredores se disputan la guirnalda inmortal.»
Pero sólo es platónico por la riqueza y la exaltación; para lo demás
es el hombre, del Renacimiento, pedante y grosero: ultraja al Papa que
después de la donación de Pepino el Breve «no dejó de morder y de
ensangrentar a los sucesores de su caro señor Constantino con maldiciones
y excomuniones escandalosas.» En defensa de la prensa, apela a
la mitología, demostrando que en pasados tiempos «ninguna envidiosa
Juno se sentaba con las piernas cruzadas para el alumbramiento de una
inteligencia.» Importa poco que estas sabias imágenes sean familiares o
grandiosas; son potentes y naturales. La superabundancia y la rudeza
manifiestan el vigor y el aliento lírico que el carácter de Milton había
predicho.
La pasión mana de si misma y, las imágenes la exaltan. Las audaces
palabras, los excesos de estilo hacen oír la voz vibrante del hombre que
sufre, que se indigna y que quiere. «Los libros, dice en su Areopagitica,
no son cosas absolutamente muertas; contienen en sí un poder vivificante
tan activo como el alma de quien son hijos; mejor aún, conservan
como en un frasco la eficacia, y la esencia más pura de la viva inteligencia
que los ha engendrado. Me atrevo a decir, que son tan animados y
tan vigorosamente productivos como los dientes del dragón fabuloso, y
que desparramados por todas partes, pueden hacer que salgan hombres
armados. Supone casi lo mismo matar un hombre que un buen libro.
Quien mata un hombre, mata una criatura racional, imagen de Dios;
pero quien destruye un buen libro, mata la razón misma, mata la imagen
de Dios en el ojo en que habita. Muchos de los hombres que viven son
inútil carga en la tierra; pero un buen libro es preciosa sangre vital de un
espíritu superior, embalsamada, y conservada religiosamente como tesoro
para una vida mucho más lejana que su vida... Cuidado, pues, con
la persecución que dirijamos contra los vivos trabajos de los hombres
públicos; no derrochemos esta vida incorruptible guardada y amasada en
los libros, pues vemos que, esta destrucción es una especie de homicidio,
y a veces un martirio, y si se extiende a toda la prensa, una especie
de matanza cuyos destrozos no se limitan a la pérdida de una vida,
sino que llegan a la quinta esencia etérea, aliento de la razón misma, no
siendo una vida lo que destruyen, sino una inmortalidad.»
Esta energía es sublime; el hombre está a la altura de la causa que
defiende, y jamás se ha dicho con mayor elocuencia mayor verdad. Con
expresiones terribles anonada a los opresores de los libros a los profanadores
del pensamiento, a los asesinos de la libertad, «al Concilio de
Trento y a la Inquisición que han engendrado y acabado esos catálogos,
esos índices expurgatorios que rebuscan entre las entrañas de antiguos y
buenos autores, cometiendo, peor violación que todos los atentados
contra sus tumbas.» Con idénticas frases azota a los espíritus carnales
que creen sin pensar, y convierten su servilismo en su religión. Pasajes
hay que por su amarga familiaridad recuerdan a Swiftt y aun le superan
por la imaginación y por el genio.
«Un hombre, dice, de verdadera fe puede ser herético, si cree las cosas
sólo porque su pastor se las dice. La verdad que cree poseer se convierte
en su herejía. Un hombre rico dedicado a sus negocios y a sus
placeres, encuentra que la religión es asunto tan embarazoso y lleno de
enmarañadas cuentas, que no sabe cómo abrirle crédito en sus libros.
¿Qué ha de hacer sino es tomar la resolución de apartarse de esta faena
y desenterrar algún agente, a cuyo cuidado y crédito confía todos sus
asuntos religiosos? Este agente será algún eclesiástico estimado y notable.
Confiado a él, le abandona el almacén de sus efectos religiosos con
llaves y cerraduras, y, a decir verdad, hace de este hombre su religión, de
modo que en adelante su religión no es él, es un ser separado y móvil
que va y viene cerca de él, según la frecuencia con que el doctor visita la
casa. Le aloja, le agasaja, le regala; su religión viene a su casa todas las
noches, reza, come opíparamente, duerme en suntuoso lecho, se levanta
por la mañana, recibe los buenos días, y después de una copa de malvasía
o de cualquier otro brebaje bien saturado de especias, su religión se
desayuna bien, sale a las ocho y deja en la tienda a su excelente huésped
traficando todo el día sin su religión.»Veis que acaba, de burlarse con
picante ironía; pues la ironía, por picante que sea, le parece débil. Escuchadle
cuando vuelve a su estilo favorito, cuando emplea la invectiva
abierta y seria, cuando, después del fiel carnal, ataca al prelado carnal.
«La mesa de la comunión, escribe, trocada en mesa de separación, está
dispuesta en plataforma, frente al coro, rodeada de un pasillo y de una
empalizada para evitar el contacto profano de los legos, mientras que el
sacerdote obsceno y repleto no tiene escrúpulo en enroscar y masticar el
pan sacramental con tanta familiaridad como un mazapán de su taberna.
» Regocijase pensando que todas estas profanaciones serán castigadas.
La atroz doctrina de Calvino ha fijado de nuevo la vista de los
hombres en el dogma de la maldición y de la condenación eterna. Milton
amenaza con el infierno en la mano, y se embriaga de justicia y de venganza
ante los abismos que abre y las llamas que flamea. «Serán arrojados,
dice, por toda la eternidad en la más negra y profunda boca del
infierno, bajo el imperio humillante, bajo los pies, bajo los desdenes de
todos los demás condenados, que, en la angustia de sus torturas, tendrán
por único regocijo ejercer frenética y bestial tiranía sobre ellos, sobre
sus siervos y sus negros, y permanecerán siempre en tal estado los más
viles, los más profundamente hundidos, los más degradados, los más
pisoteados, los más aplastados de todos los esclavos de la perdición.»
El furor llega aquí a lo sublime, y el Cristo de Miguel Angel no es más
inexorable ni más vengador.
Colmemos la medida. Unamos, como él lo hace, las perspectivas,
del cielo a las visiones de las tinieblas. El libelo se convierte en himno.
«Cuando traigo a mi ánimo, dice, la idea de que al fin, después de tantos
siglos durante los cuales el largo y sombrío cortejo del Error había barrido
todas las estrellas fuera del firmamento de la Iglesia, la brillante y
benéfica Reforma lanzó su rayo a través de la espesa y negra noche de la
ignorancia y de la tiranía anticristianas, paréceme que en el pecho del
que lee o del que escucha debe entrar a torrentes soberana y vivificante
alegría, y que el suave olor del Evangelio devuelto baña su alma con
todos los perfumes del cielo.» Sobrecargados de adornos, prolongados
hasta el infinito, estos períodos son, coros triunfantes de alleluias angélicas,
cantados por voces profundas al sonido de diez mil arpas de oro.
En medio de sus silogismos Milton reza, sostenido por el acento de
los profetas, rodeado de los recuerdos de la Biblia, encantado por los
esplendores del Apocalipsis, pero detenido por la ciencia y por la lógica
a las puertas de la alucinación, en lo alto de la atmósfera serena y sublime,
sin ascender a la región ardiente en que el éxtasis funde la razón,
con una majestad de elocuencia y una solemne grandeza que nada sobrepuja,
y cuya perfección prueba que ha entrado en su dominio, y que
al través del prosista aparece el poeta.
«Tú que tienes asiento, dice, en una gloria y en una luz inaccesibles,
Padre de los ángeles y de los hombres, y tú también Rey omnipotente,
redentor de este resto perdido, cuya naturaleza tomaste, inefable e inmortal
amor; tú, en fin, tercera sustancia de lo infinito divino, espíritu
iluminador, alegría y consuelo de todo lo creado, mira esta pobre Iglesia
aniquilada y casi espirando. ¡Oh! no les dejes acabar sus perniciosos
designios. No permitas que nos envuelvan nuevamente en esa oscura
nube de tinieblas infernales que nos oculta el sol de tu verdad, que nos
priva para siempre de la esperanza y consuelo de la aurora, que nos impedirá
siempre oír el canto del ave de tu mañana... ¿Quién no te ve hoy
en tu brillante marcha, en medio de tu santuario, entre esos candelabros
de oro largo tiempo oscurecidos para nosotros, gracias a la violencia de
aquellos que los habían cogido, más por avaricia del oro, que por amor
a su radiante claridad? ¡Ven, pues, oh tú, que tienes las siete estrellas en
tu mano derecha, establece tus escogidos sacerdotes, según su orden y
según sus antiguos ritos, para que realicen ante tus ojos su oficio de
verter religiosamente el aceite consagrado en tus lámparas santas siempre
ardiendo! Tú has enviado para esta obra y por todos los parajes a tus
servidores un espíritu de plegaria; tú has despertado sus deseos como el
ruido de multitud de aguas alrededor de tu trono. ¡Oh! acaba y realiza
tus gloriosos actos. Sal de tus regias cámaras, oh príncipe de todos los
reyes de la tierra; reviste los trajes visibles de tu majestad imperial, empuña
el cetro universal que tu Padre te ha trasmitido, porque la voz de
tu prometida te llama ahora, y todas las criaturas suspiran por su renovación.
»
Este cántico de súplicas y de alegría es una efusión de magnificencias,
y sondando en todas las literaturas no encontraréis poetas que
igualen a este prosista. ¿Pero es verdaderamente prosista? La dialéctica
rigurosa, el ingenio pesado y torpe, la rusticidad fanática y feroz, la épica
grandeza de las imágenes sostenidas y superabundantes, el aliento y
las temeridades de la pasión implacable y omnipotente, la sublimidad de
la exaltación religiosa y lírica, ninguno de estos rasgos dan a conocer un
hombre nacido para explicar, persuadir y probar. La escolástica y la grosería
de la época han enmohecido su lógica; la imaginación y el entusiasmo
le han arrebatado y encadenado en las metáforas. Extraviado o
halagado de esta suerte, no ha podido producir obra perfecta; sólo ha
escoto libelos útiles, condenados por el interés práctico y el odio contemporáneo,
y bellos retazos aislados, inspirados por el encuentro de
una gran idea y el destello momentáneo del genio. Sin embargo, en estos
abandonados restos aparece por completo el hombre. El espíritu sistemático
y lírico están retratados en el libelo como en el poema. La facultad
de abarcar grandes conjuntos y de entusiasmarse es igual en Milton
en sus dos carreras, y veréis en el Paraíso y en el Comus, lo mismo
que habéis visto en el Tratado de la Reforma y en las Objeciones a un
contradictor.
V.
«Milton me ha confesado, escribe Dryden, que Spenser había sido
su modelo.» Y, en efecto, ambos eran hermanos por la pureza y la elevación
de la moral, por la abundancia y trabazón del estilo, por los nobles
y caballerescos sentimientos y por el bello orden clásico. Pero
además tenía otros maestros, Beaumont, Fletcher, Burton, Drummond,
Ben Jonson, Shakespeare, todo el magnífico Renacimiento inglés, y tras
de éste la poesía italiana, la antigüedad latina, la hermosa literatura
griega y todas las fuentes de donde había surtido el Renacimiento literario
de Inglaterra.
Continuaba, pues, la gran corriente, pero la continuaba a su manera.
Tomaba de ella la mitología, las alegorías, a veces los concetti23, y encontraba
en ella su rico colorido, su magnífico sentimiento de la naturaleza
viviente, su inextinguible admiración a las formas y a los colores.
Pero al mismo tiempo transformaba su dicción y daba a la poesía nuevo
empleo.
Escribía no únicamente por el impulso o la sensación que nace del
contacto de las cosas, sino como literato, como humanista, sabiamente,
con ayuda de los libros, estudiando los asuntos tanto en los escritos
precedentes como en sí mismos, añadiendo a sus imágenes las imágenes
de otros, cogiendo y refundiendo sus invenciones, como artista que
multiplica y aprieta los repujados y alicatados dispuestos y entrelazados
ya en una diadema por la mano de veinte cinceladores. Formóse de esta
suerte un estilo compuesto y brillante, menos natural que el de sus predecesores,
menos a propósito para las efusiones, para las vivas sensaciones
repentinas, pero más sólido, más regular, más capaz de concentrar
en ancho manto de claridad todos sus centelleos y todos sus resplandores.
23 Véase el himno a la Natividad, principalmente las primeras estrofas. Véase
también Lycidas.
Formaba, como Esquilo, frases de «seis codos,» «engalanadas y
vestidas con trajes de púrpura,» y las hacía marchar, cual regio acompañamiento,
delante de su idea para anunciarla y realzarla. Presentaba las
bellas ninfas, «rosas vivientes de los bosques, con sandalias de plata y
vestidas da flores,» y la tarde con capuchón gris que, cual triste peregrino
dentro del monástico sayal, se levanta tras de las ruedas fugitivas del
sol -«las islas, con su cintura de olas, como ricos diamantes sembrados
en el desnudo pecho del abismo;»- «los ardientes querubines, en filas
deslumbradoras, dirigiendo al cielo sus angélicas y tonantes trompetas.»
Amontonaba en espesos bosquecillos las flores esparcidas en otros
poetas; «la temprana primícula, que muere abandonada; el crestado jacinto,
el pálido jazmín, el jaspeado pensamiento, el blanco clavel, la
ardiente violeta, la rosa perfumada, la graciosa madreselva con el cuco
lánguido que inclina su pensativa cabeza, y todas las flores de melancólicos
colores.» Las llamaba en derredor de la tumba de su amigo, y les
decía: «al amaranto que derramase en ella toda su belleza, a los narcisos
que llenasen sus copas de lágrimas.» Hablaba a los hondos valles, donde
habitan los dulces murmullos en las sombras, en los fugaces vientecillos,
en las saltadoras fuentes, y a cuyo fresco regazo no atenta la ardiente
Sirio, y les decía que «alfombrasen todo el suelo con flores
primaverales, que arrojasen sobre aquella tumba todos los esmaltes de
sus radiantes ojos, que beben en el verde césped perfumados rocíos.»
Joven todavía y al salir de Cambridge, su inclinación era a lo magnifico,
a lo grandioso: necesitaba el gran verso redondo, la estrofa amplia
y sonora, los períodos inmensos de catorce y de veinticuatro versos.
No apreciaba los objetos frente a frente y pie a tierra, como mortal, sino
,desde la altura, como esos ángeles de Goethe24, que de una ojeada
abarcan el Océano entero, luchando contra las costas y la tierra, que
rueda envuelta en la armonía de los astros fraternales. No era la vida lo
que él sentía como los maestros del Renacimiento; era lo grandioso, a
la manera de Esquilo y de los profetas hebreos25; espíritus viriles y líri-
24 Fausto. Prolog im Himmel.
25 Véase en Lycidas la profecía contra el Arzobispo Laud:
But that two-handed engin at the door,
cos como el suyo, que nutridos como él con las emociones religiosas y
con el entusiasmo continuo, han mostrado, al igual que Milton, la pompa
y la majestad sacerdotales.
Para expresar tal sentimiento no bastaban las imágenes, no bastaba
la poesía que entra por los ojos; necesarios eran los sonidos y esa poesía
más íntima que, purgada de representaciones corporales, toca al alma:
era músico, y sus himnos tienen la lentitud de una melopea y la gravedad
de una declamación. Parece que él mismo pinta su arte en estos
versos incomparables, que se desarrollan como la armonía solemne de
un motete26:
En la profundidad de las noches, cuando el sopor -encadena los
sentidos de los mortales, escucho -la armonía de las sirenas celestes, -
que sentadas sobre las nueve esferas enrodadas, -cantan para aquellas
-que tienen las tijeras de la vida -y hacen girar los husos de diamante -
donde se enrosca el destino de los dioses y de los hombres. -Tal es el
dulce atractivo de la armonía sagrada. -Para encantar a las hijas de la
Necesidad ,-para mantener la naturaleza vacilante en su ley -y para conducir
la medida danza de este bajo mundo -a los acentos celestes que
nadie puede oír, -nadie formado de tierra humana, -mientras sus groseros
oídos no sean purificados.
Stands ready to smite once and smite no more.
26 But else in deep of night, when drowsiness
Hath locked up mortal sense, then listen I
To the celestial Sirens' harmony,
That sit upon the nine infolded spheres,
And sing to those that hold the vital shears.
And turn the adamantin spindle round,
On which the fate of gods and man is wound;
Such sweet compulsion doth in music lie,
To lull the daughters of Necessity,
And keep unsteady Nature to her law,
And the low world in measured motion draw
After the heavenly tune,which none can hear
Of human mold with gross unpurged ear.
Al mismo tiempo que el estilo cambian los asuntos; restringía y ennoblecía,
a la vez que el lenguaje, el dominio del poeta, y consagraba
sus pensamientos como sus palabras. «Quien conoce la verdadera naturaleza
de la poesía, decía algún tiempo después, pronto conoce también
cuán despreciables criaturas son los rimadores vulgares, y qué religioso,
qué glorioso, qué magnífico uso puede hacerse de la poesía en las cosas
divinas y humanas... Es un don inspirado por Dios, raramente concedido,
que obtienen, sin embargo, algunos en cada nación; poder puesto
al lado de la tribuna para plantar y nutrir en su gran pueblo las semillas
de la virtud y de la honradez pública, para apaciguar las turbaciones del
alma y restablecer el equilibrio en las emociones, para celebrar en elevados
y gloriosos himnos el trono y el acompañamiento de Dios omnipotente,
para cantar las victoriosas agonías de los mártires y de los
santos, las acciones y los triunfos de las naciones justas y piadosas que
combaten valientemente por la fe contra los enemigos de Cristo.»
En efecto, desde un principio en la escuela de San Pablo y en Cambridge
había parafraseado los salmos y compuesto después odas a la
Natividad, a la Circuncisión y a la pasión. Al poco tiempo aparecen los
cantos tristes a la muerte de un niño, al fin de una noble dama; posteriormente
graves y nobles versos sobre el Tiempo, a propósito de una
música solemne, a sus veintitrés años, «tardía primavera que aun no ha
mostrado capullos ni flores.»
Se traslada al campo con su padre, y las impaciencias, los ensueños,
los primeros encantos de la juventud surgen en su corazón domo matinal
perfume en día de verano. Pero ¡cuánta, distancia hay entre estas
contemplaciones sonrientes y serenas y la cálida adolescencia, el voluptuoso
Adonis de Shakespeare! Sus alegrías se limitan a pasear, ver y
escuchar; son alegrías poéticas del alma. Oye «a la alondra que alza el
vuelo y despierta con su canto a la macilenta noche, hasta que se levanta
el alba sonrosada; al labrador que silba sobre el surco de su arado, el
ingenuo canto de la lechera; al segador afilando la hoz en el valle bajo el
espino.» Ve los bailes y las alegrías de mayo en la aldea; contempla las -
pomposas procesiones, y «el rumor afanoso de la multitud en las grandes
ciudades.» Entrégase especialmente a la melodía, a los divinos
arrullos de los versos suaves y a los dulces ensueños que con luz de oro
hacen pasar a nuestros ojos. A esto se limita, y como si fuera demasiado
lejos, para contrabalancear tal elogio dejas alegrías sensibles, llama a
sí la Melancolía, «monja pensativa, piadosa y pura, envuelta en los majestuosos
pliegues de su oscuro vestido, que avanza con mesura y aspecto
contemplativo, y le contesta con la vista dirigida, al cielo y el alma
en los ojos;» con ella va errando, preocupado con los graves pensamientos
y graves espectáculos, que recuerdan al hombre su condición
y le preparan a sus deberes, a veces entre altas columnas de árboles seculares,
cuyas frondosas copas abrigan el silencio y el crepúsculo; a
veces por dos pálidos claustros que excitan al estudio, o bajo los pesados
amos, las ventanas de pintados cristales y los ricos rosetones, que
sólo dejan paso a una semiclaridad religiosa;» a veces, en fin, en el recogimiento
del gabinete de trabajo, donde canta el grillo, dónde luce la
lámpara laboriosa, donde el espíritu, a solas con los nobles espíritus de
pasados tiempos, evoca a Platón para aprender «que mundos, qué vastas
regiones poseen el alma inmortal, cuando abandona su casa de carne y el
estrecho rincón en que nos movemos.»
Esta elevada filosofía aparece en todas sus obras, cualquiera que
fuese la lengua en que escribiera, inglés, italiano o latín; cualquiera que
fuese el género de la composición, sonetos, himnos, odas, tragedias o
epopeyas. Siempre elogia el amor casto, la piedad, la generosidad, la
fuerza heroica, no por escrúpulos, sino porque las necesidades de su
naturaleza le obligaban a estos nobles conceptos. Milton admira, como
Shakespeare crea, como Swift destruye, como Byron combate, como
Spenser sueña. Hasta en los poemas decorativos que servían sólo para
presentar al público trajes y decoraciones, en Máscaras, como las de
Ben Jonson, imprimía su carácter propio. Eran diversiones de familia, y
las convertía en enseñanzas de magnanimidad y de constancia. Uno de
ellos, el Comus, ampliamente desarrollado con gran originalidad y estilo
elevadísimo, es acaso su obra maestra, y se limita a un elogio de la
virtud.
En él y al primer impulso nos encontramos en los cielos. Un espíritu
que ha descendido en medio de salvajes bosques, declama esta oda:
Ante la puerta estrellada del palacio de Júpiter -está mi morada entre
estas formas inmortales, -espíritus etéreos que viven luminosos -en
las esferas serenas del aire tranquilo y puro, -por encima de la humareda
y del tumulto de este rincón oscuro -que los hombres llaman la tierra,
establo vil -donde amontonados y confinados en sus bajos pensamientos
-luchan para conservar una débil y febril vida, olvidando la corona que
da la virtud -después de mortales vicisitudes a sus verdaderos servidores,
-en medio de los dioses sentados en sus sagrados tronos.
Tales personajes no pueden hablar, cantan. El drama es una ópera
antigua, formada, como Prometeo, de solemnes himnos; el espectador
necesita transportarse fuera del mundo real, porque no son hombres
sino sentimientos lo que escucha. Asiste a un concierto, como al presenciar
El sueño de una noche de verano de Shakespeare. El Comus es
continuación de esta obra, de igual manera que un coro viril de profundas
voces continúa la ardiente y dolorosa Sinfonía de los instrumentos.
«En los entrelazados senderos de esta áspera selva, donde la luz
temblorosa amenaza los pasos del viajero perdido,» yerra una noble
dama, separada de sus dos hermanos, azorada por los salvajes gritos y
turbulenta alegría que a lo lejos se oye. El hijo de la encantadora Circe,
el sensual Comus, baila y sacude las antorchas en la espesura del bosque,
en medio de los clamores de los hombres embrutecidos. Es la hora
en que «los lagos y los mares, con sus escamosos rebaños, hacen alrededor
de la luna sus ondulantes rondas, mientras que en las arenas y
escurridizas pendientes saltan las ligeras hadas y los petulantes enanos.»
Asústase la dama, se arrodilla, y entre las nebulosas formas que ondulan
en la pálida claridad de la altura ve a la Esperanza de blancas manos, a la
Fe de puras miradas, y a la Castidad, guardianes misteriosos y celestes
que velan por su vida y su honor.
Bien venidas seáis, Fe de puras miradas, -Esperanza de blancas manos,
-ángel que vuelas sobre mi cabeza ceñido con tus alas de oro, -y tú,
santa Castidad, formada sin mancha. -Os veo claramente, y ahora creo
-que el Bien supremo que no sufre a los malos seres -sino para convertirles
en serviles ministros de su venganza, -enviará un ángel luminoso,
si necesario fuese, -para librar mi vida y mi honor de toda especie de
ataque. -Pero ¿me engaño, o envuelve a la noche con sus plateadas orillas
una negra nube? -No me engaño; una negra nube ha envuelto con
sus plateadas orillas a la noche -y produce un resplandor entre la espesa
sombra de la hojarasca.
Llama a sus hermanos; «el dulce y solemne acento de su voz. vibrante
se eleva, como vapor de ricos y destilados perfumes,» deslizándose
en el aire de la noche por encima de los valles «cubiertos de violetas
» hasta el Dios disoluto a quien transporta de amor y acude disfrazado
de sacerdote.
¿Es posible que una mezcla perecedera de arcilla terrestre -exhale el
divino encanto de tales acentos? -Algo divino habita seguramente en ese
pecho. -¡Cuán dulcemente flotan sobre las alas -del silencio a través de
la bóveda vacía de la noche! -He oído muchas veces a mi madre Circe,
con las tres sirenas -en medio de las náyades vestidas de flores
-cogiendo sus poderosas yerbas y sus venenos mortales, arrastrar con
sus cantos el alma cautiva en el bienaventurado Eliseo; Seila lloraba,
-las ruidosas olas callaban atentas, -y la cruel Carybdis murmuraba dulce
aplauso; -pero un arrobamiento tan sagrado y profundo,- tal sensación
de pura felicidad -jamás la sentí.
Llegan aquí los cantos celestes. Milton los describe y a la vez los
imita, haciendo comprender la frase de Platón, su maestro, de que las
melodías virtuosas enseñan la virtud.
El hijo de Circe se ha llevado engañada a la noble dama, y en un
palacio suntuoso la sienta inmóvil delante de una mesa con exquisitos
manjares. Ella le acusa, resiste, le insulta, y el estilo adquiere acento de
indignación heroica para denigrar las ofertas del tentador.
Cuando la corrupción -por medio de miradas impuras gestos inmodestos
y lenguaje procaz, -y sobre todo por el acto innoble y pródigo del
pecado, -deja entrar la infamia en lo más profundo del hombre, -el alma
cadavérica se infecta por contagio, -enterrada en la carne y embrutecida
hasta que pierde completamente -el divino carácter de su primer ser.
-Así son las pesadas y húmedas sombras fúnebres -que se ven con frecuencia
bajo las bóvedas de los osarios y en los sepulcros, -sentadas
junto a una nueva tumba -como pesarosas de abandonar el cuerpo que
amaban.
Confuso se detiene, y en el acto los hermanos, conducidos por el
Espíritu protector, se arrojan sobre él, espada en mano. Huye, llevándose
su varilla mágica. Para dar libertad a la dama encantada, llaman a
Sabrina, la náyade bienhechora que «sentada sobre la fría ola cristalina
ata con trenzas de lirio los bucles de su cabello de ámbar.» Alzase ligera
de su lecho de coral y su carro de turquesa y de esmeralda, la pone sobre
los juncos de la orilla, entre «los húmedos mimbres y las cañas.» Tocada
por esta mano fría y casta, la dama sale de la silla maldita que la
tenía encadenada. Los hermanos y la hermana reinan tranquilamente en
el palacio de su padre, y el Espíritu director de estos sucesos declama
una oda en la que la poesía conduce a la filosofía, en la que la voluptuosa
luz de una leyenda oriental viene a bañar el Elíseo de los sabios,
en la que todas las magnificencias de 1a naturaleza se reúnen para añadir
una seducción a la virtud.
¿Para qué hacer mención de los errores, de las rarezas, de las expresiones
recargadas, herencia del Renacimiento, de una disputa filosófica
entre un razonador y un platónico? Apenas se advierten estas faltas,
todo desaparece ante el espectáculo del sonriente Renacimiento, transformado
por la austera filosofía, y de lo sublime, adorado sobre un altar
de flores.
Este, según creo, fue su último poema, profano. En el siguiente,
Lycidas, cantando, a imitación de Virgilio, la muerte de un querido
amigo, deja advertir las iras y. las preocupaciones puritanas; censura la
mala doctrina y la tiranía de los Obispos, y habla ya «del mandoble que
espera a la puerta, dispuesto a herir de un golpe, para no tener que dar
más que uno.»Desde su vuelta de Italia la controversia y la acción
arrastran su ánimo; empieza la prosa, y la poesía se detiene. De vez en
cuando rompe este largo silencio un soneto patriótico o religioso, bien
para alabar a los jefes puritanos Crómwell, Vane, Fairfax; bien para
honrar la muerte de una piadosa amiga, o la vida «de una virtuosa Joven;
» unas veces para pedir a Dios «que vengue sus santos degollados,»
los infelices protestantes del Piamonte, «cuyos huesos están esparcidos
en las frías vertientes de los Alpes;» otras a propósito de su segunda
esposa, muerta al cabo de un año de matrimonio, «su santa» y amadísima
esposa, que se le ha aparecido en sueños «cual Alcestes sacado de la
tumba con larga vestidura blanca, puro como su alma:» estos sonetos
expresan leales amistades, dolores aceptados, aspiraciones generosas o
estoicas, depuradas por los reveses de la fortuna.
Avanzado en edad, excluido del poder, de la acción, hasta de la esperanza,
vuelve a los grandes, ensueños de la juventud. Busca lo sublime,
como otras veces, fuera de este bajo mundo, porque lo real en éste
es pequeño, y lo familiar parece vulgar. Hace retroceder sus nuevos
personajes hasta el extremo de la antigüedad sagrada, porque la distancia
aumenta su talle, y faltando la costumbre de medirla, no se les rebaja.
Inmediatamente aparecen los seres fantásticos: la Alegría, hija del
Céfiro y de la Aurora; la Melancolía, hija de Vesta y de Saturno; el hijo
de Circe, Comus, coronado de hiedra, dios de los ruidosos bosques y de
la orgía tumultuosa. En seguida Sansón, el que desprecia los gigantes,
el elegido del Dios fuerte, el exterminador de los idólatras; Satanás y
sus iguales, Cristo y sus ángeles se presentarán a nuestra vista como
estatuas sobrehumanas, y la distancia, frustrando todo intento de nuestras
manos curiosas, preservará nuestra admiración y su majestad.
Vayamos más lejos y subamos más alto, al origen de las cosas, entre
los seres eternos, hasta los principios del pensamiento y de la vida, hasta
los combates de Dios en ese mundo desconocido en' que los sentimientos
y los seres, superiores al alcance ,del hombre, lo son también
a su juicio y a su crítica, infundiendo en el ánimo la veneración o el
terror. Cuando el canto continuo de versos solemnes proclama las
acciones de estas vagas figuras, experimentamos la misma emoción que
cuando en una catedral el órgano prolonga sus sonidos bajo los grandes
arcos, y las nubes de incienso a través de la iluminación de los cirios,
borran los contornos de los enormes pilares.
Pero si el corazón permanece igual, el genio se transforma: la virilidad
ha sustituido a la juventud; la riqueza es menor y la severidad más
grande. Diez y siete años de combates y de desgracias han entregado esta
alma a las ideas religiosas. La mitología ha dejado el puesto a la teología;
la costumbre de disertar ha amortiguado la inspiración lírica, y la
erudición acrecentada abruma el genio original. No canta ya el poeta en
versos sublimes, refiere o arenga en versos graves; no inventa un género
personal, imita la tragedia o la epopeya antiguas. Parécele Sansón una
tragedia elevada y fría, el Paraíso reconquistado una epopeya fría y noble,
y escribe un poema imperfecto y sublime, el Paraíso perdido.
Pluguiese a Dios que lo hubiera podido escribir, como lo intentó,
en forma de drama, y mejor aún, como el Prometeo de Esquilo, en forma
de ópera lírica. Hay asuntos que exigen un estilo determinado y que,
de no emplearlo, queda destruida la obra, y gracias si en el deforme
conjunto el acaso produce y conserva bellos retazos. Para poner en escena
lo sobrenatural, preciso es abandonar el asiento ordinario, porque
permaneciendo en él parece como que no se cree en lo que se hace.
Siendo la visión quien crea, preciso es expresar lo creado con el estilo
de la visión.
Cuando Spenser escribe, sueña; escuchamos los felices conciertos
de su música aérea, y el vario acompañamiento de sus apariciones fantásticas
se desarrolla como vapor ante nuestros ojos complacientes o
deslumbrados. Cuando Dante escribe, está alucinado, y sus gritos de
angustia, sus raptos, la apiñada sucesión de sus fantasmas infernales, o
místicos, nos transportan con él al mundo invisible que describe. El
éxtasis solamente hace visibles y creíbles los objetos del éxtasis. Si nos
referís las empresas de Dios, como las de Crómwel, con grave y sostenida
entonación, no advertiremos a Dios, y como él forma toda vuestra
obra, ni advertiremos nada; creemos que habéis aceptado una tradición,
que la adornáis con pensadas ficciones, y que sois un predicador, no un
profeta, un decorador, no un poeta; descubriremos que cantáis a Dios
como el vulgo le reza, conforme a una fórmula, aprendida y no por espontánea
inspiración. Cambiad de estilo, y mejor aun, si podéis, cambiad
de canción. Procurad descubrir en vos mismo la antigua exaltación
de los psalmistas y de los apóstoles, de reconstruir la divina leyenda, de
sentir la conmoción sublime por la cual el espíritu inspirado y desorganizado
advierte a Dios, y en el instante sonará el gran verso lírico lleno
de magnificencias.
Ilusionados de esta suerte, no investigaremos si es Adán o el Mesías
quien habla; no examinaremos si son reales o construidos por mano de
psicólogo; no nos cuidaremos de sus acciones pueriles o extrañas -
impulsados fuera de nosotros mismos, participaremos de vuestra sinrazón
creadora, siendo arrastrados por la ola de imágenes temerarias o
levantados por el amontonamiento de metáforas gigantescas, perturbados,
en fin, como Esquilo cuando herido su Prometeo por el rayo, oye
el universal concierto de ríos, mares, bosques y criaturas que lloran,
como David ante Jehová, «que se lleva mil años como un torrente de
agua; para quien las edades son hierba florida por la mañana y por la
tarde seca.»
Pero no había llegado aún el siglo de la inspiración metafísica. A lo
lejos, en lo pasado, desaparecía Dante; a lo lejos, en lo porvenir, se
ocultaba Goethe. Aun no se advertía el Fausto panteísta que absorbe los
seres transformables en su profundo seno; tampoco se advierten ya el
paraíso místico y el amor inmortal cuya luz ideal baña las almas redimidas.
El protestantismo no había alterado ni renovado la naturaleza divina;
conservador del símbolo admitido y de la antigua leyenda, sólo había
transformado la disciplina eclesiástica y el dogma de la gracia. Sólo
había hablado al cristiano de su salvación personal y de la libertad de los
legos; ni había refundido al hombre, ni reformado la idea de Dios; no
podía, pues, producir una epopeya divina, sino una epopeya humana; no
eran los combates y las obras del Señor lo que podía cantar, sino las
tendencias y la salud del alma.
En la época de Cristo brotaban los poemas cosmogónicos; en la de
Milton brotaban las confesiones psicológicas. En la época de Cristo
cada imaginación producía una jerarquía de seres sobrenaturales y una
historia del mundo; en la de Milton cada corazón refería la serie de sus
palpitaciones y la historia de la Gracia. La erudición y la reflexión inspiraron
a Milton un poema metafísico que no era propio de su siglo, al
mismo tiempo que la inspiración y la ignorancia revelaban a Bunyan la
narración psicológica que a su siglo convenía, y el genio del grande
hombre resultaba más débil que la ingenuidad del calderero.
Suprimida la ilusión lírica, deja entrar el examen crítico en su poema.
Libres de entusiasmo, juzgamos sus personajes y exigimos que sean
vivos, reales, completos, de acuerdo con ellos mismos como los de una
novela o un drama. No escuchando las odas, queremos ver objetos y
almas; pedimos que Adán y Eva obren y sientan conforme a su naturaleza
primitiva; que Dios, Satanás y el Mesías obren y sientan conforme a
su naturaleza sobrehumana.
Para tal empresa apenas bastaría Shakespeare; Milton, lógico y razonador,
sucumbe en ella. Hace discursos correctos, solemnes, pero
nada más; sus personajes, mejor que personajes son arengas, y en los
sentimientos que expresan apenas hay otra cosa que puerilidades y contradicciones.
Me acerco a Eva y Adán, la primera pareja, y creo encontrar la Eva y
el Adán de Rafael imitados por Milton; admirables jóvenes, dicen los
biógrafos, vigorosos, voluptuosos, desnudos a la luz del día, inmóviles
y preocupados ante los grandes paisajes, con la mirada brillante y vaga,
sin más ideas que las del toro y la yegua acostados detrás de ellos. Escucho,
y oigo: una familia inglesa, dos razonadores de la época, como
por ejemplo el coronel Hutchinson y su esposa. ¡Dios mío! Vestidles
pronto. Personas tan cultas hubieran inventado antes que ninguna otra
cosa el pudor y los pantalones. ¡Qué diálogos! Son disertaciones que
terminan con graciosos rasgos; son sermones recíprocos que acaban con
reverencias. ¡Y qué reverencias! ¡Qué cumplimientos filosóficos y qué
sonrisas morales! «Yo cedí, dice Eva, y desde entonces conozco cuán
superior es a la belleza la gracia viril y la sabiduría, única
verdaderamente bella.» Querido y sabio poeta, satisfecho hubieseis quedado si
cualquiera de vuestras tres esposas, buena colegiala, os dijera como
conclusión esta sólida máxima teórica. Y os la han dicho, porque la siguiente
escena es de vuestra vida matrimonial:
«Así habló la madre del género humano, y con miradas de halago
conyugal no rechazado, se apoyó en dulce abandono, medio abrazando a
nuestro primer padre. Entusiasmado éste por su belleza y sus sometidos
encantos, sonrió con amor digno y oprimió con puro beso los labios de
la matrona.»
Este Adán pasó por Inglaterra antes de entrar en el Paraíso terrenal;
allí aprendio la respectability, y allí estudio el discurso moral. Oigamos
a este hombre que aun no ha probado el árbol de la Ciencia: no hay bachiller
alguno que en su discurso de recepción exprese mejor y con más
nobleza mayor número de huecas sentencias. «Mi bella compañera, la
hora de la noche y el sueño de todas las criaturas en su retiro os advierten
que debemos descansar de igual modo, puesto que Dios ha establecido
para los hombres el alternativo cambio del reposo y del trabajo,
como la noche y el día, y puesto que el oportuno rocío del sueño con su
blando y letárgico peso abate nuestros párpados. Las demás criaturas
viven todo el día ociosas, sin ocupación, y necesitan menos el descanso.
El hombre, por disposición del Altísimo, está obligado a trabajo diario
de cuerpo y de pensamiento, que prueba su dignidad y lo que el Cielo
cuida de todos sus actos, mientras que los demás seres vagan desocupados
sin que Dios les pida cuenta de sus acciones.»
Utilísima y excelentísima exhortación puritana. Se ve en ella la
virtud y la moral inglesas, y los padres podrán leerla por las noches a
sus hijos de igual modo que la Biblia. Adán es el verdadero jefe de la
familia, elector, miembro de la Cámara de los Comunes, antiguo estudiante
en Oxford, consultado en caso preciso por su esposa, a la que da
con prudente mano las soluciones científicas que necesita. Esta noche,
por ejemplo, la infeliz ha tenido una pesadilla, y Adán, con su puntiagudo
horro de dormir encasquetado, le administra esta dosis psicológica.
«Has de saber que en el alma hay muchas facultades inferiores que
sirven a la Razón como soberana. Entre estas facultades, la Imaginación
desempeña el cargo principal. Con todas las formas exteriores que los
sentidos representan crea formas aéreas que la Razón une o separa, y
con ellas compone todo lo que afirmamos o negamos. Frecuentemente,
en su ausencia, la imaginación, que trata de imitarla, procura hacerlo;
pero reuniendo mal sus fuerzas sólo produce una obra incoherente, sobre
todo durante el sueño, por rara mezcla de palabras o acciones presentes
o pasadas.» Motivo bastante hay para que la pobre Eva vuelva a
dormirse, y al ver su esposo este efecto, añade cual acreditado casuista:
«No estés triste; el mal puede entrar y pasar en el espíritu de Dios y del
hombre sin su consentimiento y sin dejar tras sí ninguna mancha o falta.
» Bien se ve al marido protestante, confesor de su esposa.
Al día siguiente llega de visita un ángel, y Adán dice a Eva que se
procure las provisiones. Discute Eva un momento como mujer hacendosa
la comida que ha de ofrecerle, no sin que le enorgullezca su despensa.
«El ángel confesará que Dios ha derramado sus riquezas sobre la
tierra lo mismo que en el cielo.» Está pintado el amable celo de una
lady hospitalaria.
Parte Eva apresuradamente y mirando afanosa. ¿De qué suerte escogerá
lo más delicado?, ¿a qué orden, a qué industria apelará para que
no haya confusión en el gusto, para que entre uno y otro sabor resulte
afortunado contraste? Ella fabrica vino dulce, bebida de peras, cremas,
esparce flores y hojas sobre la mesa. ¡Qué excelente mujer casera! ¡y
qué bien ganará votos entre los señores de la campiña cuando Adán se
presente candidato al Parlamento!
Adán es de la oposición, whig, puritano. Sale a recibir al ángel sin
otro acompañamiento que sus propias perfecciones, llevando en sí toda
su corte, más solemne que la enojosa pompa de los Príncipes, con la
larga fila de sus soberbios caballos y de sus lacayos cubiertos de bordados
de oro. El poema épico se convierte en poema político, y este detalle
es un epigrama contra el poder.
Los saludos y cumplimientos fueron un poco largos; pero como por
fortuna los manjares eran fiambres, «no había peligro de que se enfriase
la comida.»
El ángel, aunque etéreo, come al igual de un campesino de Lincolnshire,
«no en apariencia ni en humo, según la vulgar glosa de los
teólogos, sino con el vivo apresuramiento de hambre real y de calor
digestivo para asimilar el alimento, transpirando fácilmente lo superfluo
a través de su sustancia espiritual.»
En la mesa escucha Eva las historias del ángel, y se va discretamente
a los postres cuando empieza la conversación sobre política. Las
damas inglesas aprenderán a conocer, por este ejemplo, en la cara de sus
maridos «cuándo van a expresar sus abstrusos y estudiados pensamientos.
» Su sexo no les permite volar tan alto, y una mujer prudente «preferirá
a las explicaciones de un extraño las de su marido.»
Adán escucha un breve discurso sobre astronomía, y, como inglés
práctico, saca la conclusión «de que la primera sabiduría es la de reconocer
los objetos que nos rodean en la vida diaria; que lo demás es humo
vano, pura extravagancia que nos hace para las cosas que más nos
importan, inexpertos, inhábiles, y siempre inciertos.»
El ángel parte. Descontenta Eva de su jardín, quiere hacer en él reformas,
y propone a su marido trabajar ambos, cada cual de un lado.
«Eva, dice con sonrisa de aprobación Adán, nada sienta mejor a una
mujer que el pensar en los bienes de la casa, e impulsar a su marido a un
buen trabajo.» Pero teme por ella, y quisiera que permaneciese a su
lado. Eva, picada en su amor propio, se enfada como una joven miss a
quien no se dejara salir sola. Triunfa en su deseo, parte, y come la manzana.
Este es el momento en que los interminables discursos caen sobre
el lector, tan numerosos y fríos como las duchas de lluvia en invierno.
Las arengas del Parlamento, inspirado por Crómwell, no son tan pesadas.
La serpiente seduce a Eva con una colección de entimemas dignos
del escrupuloso Chillingworth, y el humo silogístico llena esta pobre
cabeza.
«La prohibición de Dios, dice para sí Eva, recomienda este fruto,
pues aquélla infiere el bien que éste comunica y nuestra necesidad de
poseerlo; porque un bien desconocido, seguramente no es poseído; y
continúa desconocido, y si es poseído, resulta igual que si no se le posee
por completo. Tales prohibiciones no obligan. » Eva sale de Oxford,
donde ha estudiado leves en las aulas del Templo, y lleva tan bien como
su marido el birrete de doctor.
La marea de las disertaciones no se detiene: del Paraíso sube al Empíreo;
ni el cielo, ni la tierra, ni el mismo infierno bastarán a reprimirla.
Dios es el más bello de cuantos personajes pueda el hombre poner
en escena. Las cosmogonías de los pueblos son poemas sublimes, y el
genio de los artistas no llega a su último límite sino sostenido por tales
concepciones. Los poemas sagrados de los Indios, las profecías de la
Biblia, el Edda, el Olimpo de Hesiodo y de Homero, las visiones de
Dante, son flores radiantes donde brilla concentrada una civilización
entera, y todo desaparece ante la sensación fulminante que las ha hecho
surgir de lo más profundo de nuestro corazón.
De aquí que nada sea tan triste como la degradación de estas nobles
ideas cuando caen en la regularidad de las fórmulas y bajo la disciplina
del culto popular; nada tan pequeño como un Dios rebajado a rey o a
hombre; nada más feo que el Jehová hebreo definido por la pedantería
teológica, ajustado en sus acciones conforme al último manual del
dogma, petrificado por la interpretación literal, con el número puesto
como venerable mueble de un museo de antigüedades.
El Jehová de Milton es un rey grave de representación conveniente,
casi, casi como Carlos I. La primera vez que se lo encuentra en el libro
tercero está en consejo haciendo la exposición de un asunto.
En el estilo se adivina su bello traje con pieles, su barba puntiaguda
a lo Van Dyck, su sillón de terciopelo y su dorado dosel. Trátase de una
ley que da malos resultados, y quiere justificar a su gobierno. Adán va a
comer la manzana. ¿Por qué ha sido expuesto Adán a la tentación? El
regio orador diserta y demuestra: «Adán es capaz de resistirla, pero libre
para caer en ella. Así he creado todos los poderes etéreos, todos los
espíritus, los que han resistido y los que han caído, obrando unos y otro;
libremente. Sin esta libertad, ¿qué prueba sincera hubiesen podido dar
de su verdadera obediencia, de su constante fe, de su amor, limitándose
a actos forzosos y sin poder ejecutar los voluntarios? ¿A qué elogio se
hubieran hecho acreedores? ¿Qué placer me proporcionaría una obediencia
de tal suerte pagada, si la voluntad y la razón (la razón también
es libre), inútiles y vanas, despojadas ambas de libertad, pasivas ambas,
sirvieran a la necesidad y no a mí? Han sido, pues, creadas en el estado
que la equidad exigía, y no pueden en justicia acusar a su creador, ni a
su naturaleza, ni a su destino, corno si la predestinación dominase su
voluntad, fijada por decreto absoluto o por una presciencia superior.
Ellos mismos han decretado en propia rebeldía, sin intervención alguna
de mi parte. Si lo he previsto, la presciencia no ha influido para nada en
su falta, que, no prevista, hubiera sido igualmente cierta.» «De esta
suerte, sin impulso alguno, sin la menor apariencia de fatalidad, sin que
haya nada previsto por mi de un modo inmutable, pecan porque son
dueños de sus acciones al juzgar y al escoger.»
No siendo el lector moderno tan paciente como los Tronos, los Serafines
y las Dominaciones, suspendo en la mitad la exposición de la
regia arenga. Bien se ve que el Jehová de Milton es hijo del teólogo
Jacobo I, muy versado en las disputas de arminianos y gomaristas, muy
hábil en el distingo y sobre todo incomparablemente fastidioso. Para
obligarles a escuchar tan largos discursos debe dar pingües sueltos a sus
consejeros de Estado. Su hijo, el Príncipe de Gales, le responde respetuosamente
en igual estilo. ¡Cómo rebaja a este Dios, hombre de negocios,
hombre de escuela, hombre de aparato, el Dios de Goethe,
semiabstracción, semileyenda, fuente de oráculos serenos, visión entrevista
sobre una pirámide de estrofas estáticas27. Y honro demasiado al
Dios de Milton, concediéndole tales títulos, pues merece, algunos peores
cuando envía a Rafael a advertir a Adán que Satanás no le quiere
bien. «Que lo sepa, dice, no sea que, transigiendo voluntariamente, tome
por pretexto la sorpresa, porque no se le ha advertido.» ¿No es este
Dios un maestro de escuela que, previendo el solecismo de su discípulo,
le recuerda de antemano la regla gramatical, para tener después el
placer de reñir sin discusión?
Además, como buen político, tenía otro motivo, el mismo que para
sus ángeles; obraba así «por la pompa, a título de Rey supremo, para
acompañar sus altos decretos y perfeccionar la debida obediencia. » La
27 Fin de la segunda parte de Fausto. Prólogo en el Cielo.
frase es baja, y por ella se ve lo que es el cielo de Milton: un Whitehall
con lujosos lacayos. Los ángeles son músicos de capilla cuyo oficio
consiste en cantar himnos para el Rey y por el Rey, «conservando su
puesto mientras dura su obediencia,» relevándose para hacer música
toda la noche alrededor de su alcoba28. ¡Qué vida la de este pobre Rey!
¡Qué condición tan cruel la de escuchar durante la eternidad sus propias
alabanzas!
Para distraerse, decide el Dios de Milton coronar como Rey
King-partner si se quiere, a su hijo. Vea el lector éste pasaje, y diga si
no se trata de una ceremonia de la época del poeta. Todas las tropas
están sobre las armas, cada cual en su puesto, «llevando bordados en los
estandartes, como blasones, actos de celo y fidelidad,» probablemente la
presa de un buque holandés o la derrota de los españoles en las Dunas.
El Rey presenta a su hijo, le «unge,» declara que es «su Virrey.» «Que
todas las rodillas se doblen ante él; quien le desobedezca, me desobedece,
» y en aquel mismo día es expulsado del palacio. «Todo el mundo
parece satisfecho, pero algunos no lo están.» Sin embargo, «pasan el día
cantando y danzando, y después del baile tienen un exquisito festín.»
Milton describe las mesas, los manjares, el vino, las copas.
Es una fiesta popular, en la que se echan de menos las fuegos artificiales
y las campanas que suenan como en Londres, y donde imagino
que se brindaría a la salud del nuevo Rey.
Más adelante, Satanás se revela. Lleva sus tropas al otro extremo
del país, como Lambert o Monk «a los cuarteles del Norte,» probablemente
a Escocia, atravesando regiones bien administradas, «imperios»
con su scheiíf y sus lores lugartenientes. El cielo está dividido como, un
buen mapa. Satanás hace una disertación delante de sus oficiales contra
la monarquía; lucha en torneo de arengas contra Abadiel, buen realista,
28 Esto recuerda, a Voltaire en la historia de Irax, condenado a sufrir sin tregua
ni descanso los elogios de cuatro gentiles hombres y esta cantata:
¡Qué méritos tan grandes!
¡Qué gracias, qué esplendor!
¡Contento de si mismo
Debe estar monseñor!
que refuta «sus argumentos blasfemos» y va a unirse con su Rey en Oxford.
Bien armado, empieza el rebelde la marcha con sus piqueros y sus
artilleros, para atacar la plaza fuerte de Dios29. Ambos ejércitos se destrozan
a sablazos, se barren a cañonazos y se aplastan a fuerza de razonamientos
políticos. Estos tristes ángeles tienen el espíritu tan disciplinado
como los miembros, y se ve que han pasado su juventud en la escuela
del silogismo y en la escuela de reclutas. Satanás tiene frases de
predicador. «Dios se ha equivocado, dice; así, pues, aunque le hayamos
juzgado omnisciente, no es infalible en el conocimiento del porvenir.»
Tiene palabras de cabo instructor como estas: «Vanguardia, abrid el
frente a derecha e izquierda.» Hace retruécanos tan torpes como los del
carnicero Harrison, que llegó a ser oficial.
¡Qué cielo! Motivo hay para perder la afición al Paraíso. Tanto valdría
entrar en el cuerpo de lacayos de Carlos I o en el cuerpo de coraceros
de Crómwell. Hay en él órdenes del día, un escalafón, una sumisión
rigurosa, servicios de vasallaje30, disputas, ceremonias reglamentadas,
etiqueta, armas prohibidas, arsenales, depósitos de carros y de municiones.
¿Vale la pena dejar la tierra para encontrar en las alturas la carretería,
la albañilería, la artillería, el manual administrativo, el arte de
saludar y el almanaque real? ¿Son éstas las cosas que los ojos no han
visto, ni los oídos escuchado, ni soñado el corazón? ¡Cuán lejos de esta
ropavejería monárquica31 están las apariciones de Dante, las almas que
flotan como estrellas entre los cantos, los resplandores que se confun-
29 Tan rebajado queda Dios en su condición de Rey y de hombre, que dice
(verdad es que irónicamente) versos como los siguientes:
«Lest unawary we lose
This place, our sanctuary, our hill»
Su hijo, joven caballero que va a batirse por primera vez, le responde:
If I befound the worst in heaven, etc.
30 Por ejemplo, el de Rafael a las puertas del infierno. Allí se aburre mucho, y
«regocíjase grandemente» al volver al cielo.
31 Cuando Rafael baja a la tierra, los ángeles que están de guardia alrededor del
Paraíso le presentan las armas.
El rasgo más desagradable y característico de este Paraíso consiste en que el
motor universal es la obediencia, mientras que en el de Dante es el amor.
den, las rosas místicas que irradian y desaparecen en el azulado cielo; el
mundo impalpable donde todas las leyes de la vida terrestre desaparecen,
el insondable abismo atravesado por visiones fugitivas parecidas a
las doradas abejas que cruzan los rayos del profundo sol! ¿No es señal
de que la imaginación se apaga, de que la prosa empieza, de que nace el
genio práctico y reemplaza la metafísica con la moral? ¡Qué caída! Para
comprenderla volved a leer un verdadero poema cristiano, el Apocalipsis.
Copio diez líneas. Juzgad lo que ha llegado a ser en el imitador:
«Entonces me volví para ver de dónde venía la voz que me hablaba,
y al volverme vi siete candelabros de oro.
«Y en medio de los siete candelabros a uno que se parecía al Hijo
del hombre, vestido con larga túnica y ceñido el pecho con un cinturón
de oro.
«Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca y como
la nieve, y sus ojos eran como llama de fuego.
«Sus pies parecían al bronce más fino que ese tuviese en ardiente
horno, y su voz era como el ruido de las grandes aguas.
«Tenía en su mano derecha siete estrellas, una aguda espada de doble
filo salía de su boca, y su mirada resplandecía como el sol cuando
brilla con toda su fuerza.
«Al verle, caí a sus pies como muerto.»
Cuando Milton ordenaba su gran parada celeste, no cayó como
muerto.
Pero si la costumbre innata e inveterada de la argumentación lógica,
unida a la teología literal de la época, impidieron a Milton llegar a la
ilusión lírica o crear almas vivientes, la magnificencia de su grandiosa
imaginación, unida a las pasiones puritanas, le han dado elementos para
crear un personaje heroico, muchos himnos sublimes y paisajes por
nadie superados.
Lo que hay más bello en el Paraíso es el infierno, y en esta historia
de Dios el primer papel corresponde al diablo. El ridículo diablo de la
Edad Media, encantador cornudo, sucio intrigante, mico trivial y
perverso director de orquesta en un aquelarre de viejas, se convierte en un
gigante, en un héroe. Como Crómwell, vencido y desterrado, sigue
siendo objeto de admiración y obediencia de los mismos a quienes ha
precipitado en el abismo.
Continúa siendo señor, porque es digno de serlo. Más constante,
más emprendedor, más político que los demás, de él son los profundos
consejos, los recursos inesperadas, los actos de valor; él es quien inventa
en el cielo las armas fulminantes y gana la victoria del segundo
día; él es quien en el infierno reanima sus tropas prosternadas y concibe
la perdición del hombre; él es quien, cruzando las guardadas puertas y el
caos infinito a través de tantos obstáculos y peligros, ha rebelado al
hombre contra Dios y ganado para el infierno el pueblo entero de los
nuevos vivientes.
Derrotado, vence, porque priva al Monarca de una tercera parte de
los ángeles y de casi todos los hijos de Adán; herido, triunfa, porque el
rayo que destroza su cabeza deja su corazón invencible. Más débil en
fuerza, es superior en nobleza, porque prefiere la independencia dolorosa
a la servidumbre feliz, y acepta su derrota y sus torturas como una
gloria, una libertad y una fortuna. Resaltan en esta figura las fieras y
sombrías pasiones políticas de los puritanos consecuentes y abatidos;
Milton las había sentido en las vicisitudes de la guerra, y los emigrantes,
refugiados entre las panteras y los salvajes de América, las tenían vivas
y de pie en lo más profundo del corazón.
El heroísmo sombrío del Satanás de Milton, su dura obstinación, su
punzante ironía, aquellos brazos orgullosos y rígidos que abrazan al
dolor como a una querida, la concentración del valor invicto que replegado
en sí mismo, encuentra en sí todos los medios y recursos, el
poder de la pasión y el imperio sobre la pasión son los rasgos característicos
del carácter inglés y de la literatura inglesa, y se encuentran después
en Lara y en el Conrado de lord Byron.
En él, y a su alrededor; todo es grande. El infierno de Dante queda
reducido a un. taller de torturas cuyas estancias superpuestas descienden
por pisos regulares hasta el último pozo. El infierno de Milton es inmenso
y vago «lugar horrible, flameando como un horno, cuyas llamas
no tienen luz, sino tinieblas visibles que descubren aspectos de desolación;
regiones de duelo, sombras lúgubres, mares de fuego ,helados
continentes que se dilatan negros y salvajes, azotados por eternos torbellinos
de duro granizo que jamás se licúa y cuyos montones asemejan
ruinas de antiguos edificios.» Los ángeles se reúnen en legiones innumerables
parecidas «a bosques de pinos en las montañas, con las cabezas
escoriadas por el rayo; imponentes, aunque despojados, permanecen
de pie sobre el quemado arenal.
Milton necesita y prodiga lo grandioso lo infinito. Su vista, exige
para reposar el espacio sin límites y sólo engendra colosos para poblarlo.
Así es Satanás revolcándose sobre las olas del mar lívido.
Spenser ha creado figuras tan grandes como las de Milton, pero no
tiene la seriedad trágica que imprime en un protestante la idea del infierno.
No hay creación poética alguna que iguale en horror y en grandiosidad
al espectáculo que encuentra Satanás al salir de su calabozo.
El aliente heroico del viejo campeón de las guerras civiles anima
la batalla infernal, y si se me preguntara por qué crea Milton más grandes
cosas que los demás poetas, respondería que porque tiene un corazón
más grande.
De ello proviene la sublimidad de sus paisajes. Si no fuera por miedo
a la paradoja, diría que son escuela de virtud.
Spenser es un espejo que reproduce imágenes tranquilas; Shakespeare,
una luna ardiente, donde se reproducen una tras otra visiones
multiplicadas que nos ciegan. Aquél nos distrae; éste nos perturba; Milton
nos eleva. La fuerza de los objetos que describe se trasmite a nuestro
espíritu, y somos grandes por simpatía con su grandeza.
Tal es el efecto de su pintura de la creación. El mando eficaz y sereno
del Mesías impresiona al corazón que le escucha, y se siente mayor
vigor y más salud moral al aspecto de esta grande obra de sabiduría y de
voluntad.
Describe los paisajes primitivos, mares y montañas inmensas y desnudas,
como Rafael los pinta en el fondo de sus cuadros bíblicos. Milton
abraza los conjuntos y maneja las masas tan fácilmente como su Jehová.
Apartemos la vista de estos espectáculos sobrehumanos o fantásticos.
Milton hará que les iguale una sencilla puesta del sol; llenándola de
solemnes alegorías y de regias figuras, y naciendo lo sublime del poeta,
como antes nacía del asunto.
Los cambios de la luz forman una procesión religiosa de seres vagos
que llenan el alma de veneración. Santificado de esta suerte el poeta
reza. De pie, junto al lecho nupcial de Eva y Adán, saluda «al amor conyugal,
ley misteriosa; verdadera fuente de la raza humana, que arrojó el
adúltero libertinaje lejos de los hombres, hasta los rebaños de los brutos,
que funda en razón leal, justa y pura los amados parentescos y todas
las ternuras del padre, del hijo, del hermano.» Lo justifica con el ejemplo
de los patriarcas. Inmola ante sí el amor comprado y la loca galantería,
las mujeres desordenadas y las jóvenes sin corazón. Nos
encontramos a mil leguas de Shakespeare, y en esta alabanza protestante
de la familia, del amor legal, de los «halagos de la vida doméstica,» de
la devoción reglamentada y del hogar, bien se advierte una literatura
nueva y una nueva época.
¡Qué grande hombre tan singular y qué espectáculo tan extraño! Nació
Milton con el instinto de las cosas nobles, y fortificado, este instinto
por la meditación, solitaria, por la acumulación del saber, por el rigorismo
de la lógica, conviértese en un conjunto de máximas y creencias
que ninguna tentación podrá disolver, ni destruir ninguna contrariedad.
Provisto de esta suerte, atraviesa la vida combatiendo, como poeta, con
actos valerosos y espléndidas ilusiones, heroico y rudo, quimérico y
apasionado, generoso y sereno como todo razonador, ensimismado como
todo entusiasta, insensible a la experiencia y enamorado de lo bello.
Impulsado por el acaso de una revolución hacia la política y la teología,
reclama para los demás la libertad que, necesitaba su poderosa
razón, y lucha contra las trabas públicas que encadenaban su personal
impulso. Su potente inteligencia es más capaz que otra alguna de acumular
la ciencia: el vigor de su entusiasmo le hace más capaz que a
cualquier otro de sentir el odio.
Armado de esta suerte, se lanza en la controversia con toda la pesadez
y toda la barbarie propias de su época; pero aquella admirable lógica
presenta su razonamiento con amplitud maravillosa, y sostiene sus imágenes
con majestad desconocida. Después de derramar en la prosa un
torrente de magníficas figuras, esta exaltada imaginación le arrastra en
un arrebato de pasión hasta la oda furiosa o sublime, especie de canto
de arcángel adorador o vengador.
El acaso de un trono derribado y después restablecido le impulsa
antes de la revolución a la poesía pagana y moral; después de la revolución,
a la poesía cristiana y moral. En ambas busca lo sublime, e inspira
admiración, porque lo sublime es obra de la razón entusiasta, y la admiración
es el entusiasmo de la. razón. En ambas lo consigue por el conjunto
de magnificencias, por la sostenida amplitud del canto poético,
por la grandeza de las alegorías, por la elevación de los sentimientos,
por la pintura de los objetos infinitos y de las emociones heroicas. En la
primera, lírico y filósofo, poseedor de una libertad poética más extensa
y creador de una ilusión poética más poderosa, produce odas y coros
casi perfectos: en la segunda, épico y protestante, encadenado por una
teología estricta, privado del estilo que hace visible lo sobrenatural,
desprovisto de la sensibilidad dramática que crea almas vivas y variadas,
acumula frías disertaciones, hace de hombre de Dios máquinas ortodoxas
y vulgares, y sólo encuentra su genio cuando presta a Satanás su
alma republicana, cuando multiplica los paisajes grandiosos y las apariciones
colosales, cuando consagra su poesía a la alabanza de la religión
y del deber.
Colocado por la suerte entre dos edades, participa de dos naturalezas,
como río que, corriendo entro dos tierras distintas, se tiñe de dos
colores. Poeta y protestante, recibió de la edad que tocaba a su término
la libre inspiración poética, y de la edad que comenzaba la severa religión
política; puso aquella al servicio de ésta, y aplicó la inspiración
antigua a los asuntos nuevos. En su obra se reconocen dos Inglaterras:
la una apasionada por lo bello, entregada a las emociones de la sensibilidad
desenfrenada y a las fantasmagorías de la imaginación pura, sin
más reglas que los sentimientos naturales, sin más religión que las creencias
naturales, pagana de buen grado y con frecuencia inmoral. Así la
muestran Ben Jonson, Beaumont, Fletcher, Shakespeare, Spenser y toda
la magnífica cosecha de poetas que cubre aquel suelo durante cincuenta
años. La otra, provista de una religión práctica y desprovista de invención
metafísica, completamente política, profesando culto a la reglamentación,
adherida a las opiniones justas, sensatas, útiles, estrechas,
elogiando las virtudes de la familia, armada de rígida moralidad, precipitada
en la prosa y elevada al mayor grado de poder, riqueza y libertad.
Bajo este aspecto, el estilo y las ideas de Milton son monumentos de
historia, porque concentran, recuerdan o adelantan lo pasado y lo porvenir,
y en los límites de una sola obra se descubren los acontecimientos
y los sentimientos de muchos siglos y de una nación.
TAINE
PARAÍSO PERDIDO.
LIBRO PRIMERO.
SUMARIO.
Propónese el objeto del poema, que es la desobediencia del primer
hombre, y su castigo. Se nombra el autor del pecado, a saber, Satanás,
que bajo la figura de la serpiente sedujo a nuestros, primeros padres,
para vengarse de Dios, cuya terrible justicia le había desterrado del cielo,
precipitándole al abismo, con los compañeros de su rebelión. Se
describe a Satanás, y a sus Ángeles, en medio de los infiernos, que no se
suponen entonces en el centro del mundo, pues que el cielo y la tierra
no existían aun sino en las tinieblas exteriores, a las que se da el nombre
de caos. Atropellados por los rayos, se ven allí desfallecidos, y flotando
desparramados en un lago de fuego. El Monarca infernal vuelve en sí;
dirige la palabra a Belzebuth, y después despierta sus legiones, que se
levantan de las ondas de fuego, y se van juntando en sus orillas abrasadas.
Se trata de su número prodigioso, de su orden de batalla, y de sus
principales jefes, bajo los nombres con que los conoció la idolatría.
Satanás les habla, les anima con la esperanza de reconquistar el cielo, y
les da noticia de un nuevo mundo que debía formarse, que es el nuestro,
y del hombre que se debía criar en él, lo que es análogo a la opinión de
algunos santos Padres, que han creído que el universo fue creado mucho
tiempo antes que este mundo visible. Trata después el Monarca
infernal de examinar en pleno consejo lo que pueden hacer, en consecuencia
de lo que ha propuesto. Sus asociados consienten en ello, construyen
en un momento el Pandemonio, o palacio de Satanás, en donde
las Potestades infernales se juntan para la deliberación.
Del primer hombre la desobediencia
Canto, y la fatal fruta del vedado
Árbol, cuyo bocado,
Desterrando del mundo la inocencia,
Dio entrada a los dolores, y a la muerte,
Y nos hizo perder el paraíso;
Hasta que el hijo del Eterno quiso,
Lleno de amor, bajar a nuestro suelo,
Hacerse hombre, y volver con brazo fuerte
A abrir las puertas del cerrado cielo.
Asísteme piadosa,
Oh tú, Verdad divina, y encendida,
Unica Musa digna de mi canto,
Que de Oreb en la cima, en la escondida
Cumbre del Sinaí, la venturosa
Alma del pastor santo
Te dignaste alumbrar con tu luz pura;
A fin que a la escogida
Nación, la prodigiosa historia diera,
La narración segura,
Del modo con que el orbe, a la primera
Voz de su Criador obedeciendo,
De repente salid del caos horrendo:
O, si más de Sión la alta colina
Te deleita, a la fuente peregrina
De Síloe, cuyo curso arrebatado
De su divino templo al pie fluyendo,
Te inspire como oráculo sagrado,
Dígnate desde allí animar mi acento,
Supuesto que cantar osado intento
Cosas sublimes, nuevas, celestiales,
No cantadas aún por los mortales.
Tú, sobre todo, Espíritu fecundo,
Que de un corazón puro la morada
Prefieres a los templos más suntuosos;
Tú, que el abismo lóbrego y profundo,
Que cuando nació el orbe de la nada
Le envolvía en sus velos tenebrosos,
Con tu calor divino fomentaste,
Tus benéficas alas extendiendo
Sobre él, y a Producir le preparaste;
Pues que nada se oculta a tu alta ciencia,
Descúbreme benigno el ignorado
Orden de los sucesos que pretendo
Cantar, hasta que llegue al deseado
Fin de hacer ver la sabia providencia
De Dios, y los decretos soberanos,
Justos, con que gobierna a los humanos,
Dígnate, pues que todo está patente
A tu vista, en el cielo, y en el mismo
Centro del infernal profundo abismo,
Dígnate revelarme claramente
Qué causa fue la que hizo desgraciados
Nuestros primeros padres, que gozaban
Del divino favor cuando habitaban
Del Edén los pensiles encantados,
De todo bien tranquilos poseedores,
Fuera de un solo fruto, prohibido
A fin de que se hiciesen acreedores,
Tan ligero precepto exactamente
Observando, a otro bien no conocido
De los mortales, a la deliciosa
Suerte de ver a Dios eternamente,
Del cielo en la morada venturosa
Dime quién fue el cruel que los sedujo
Satanás sólo, la infernal serpiente,
Fue el que de envidia y de furor ardiendo
Contra su Eterno dueño, desde el día
En que de su soberbia y rebeldía
Le castigó arrojándole al horrendo
Abismo, con millones de otros fieros
Ángeles de su culpa compañeros,
Quiso vengar en el linaje humano,
Objeto del amor del soberano
Señor, a quien sus iras dirigía,
Lo que en su ser excelso no podía.
El miserable, de soberbia erguido,
De una multitud de Ángeles seguido
Vanos como él, se había lisonjeado,
Insano, colocar su trono al lado
De su eterno hacedor, desconociendo
Todos que a su bondad sola debían
Los dotes y el ser mismo que tenían;
Llegando a tanto el atentado horrendo,
Que contra Dios se armaron
Y a hacerle impía guerra se arrojaron.
¡Intento vano! el brazo omnipotente
Los precipitó a todos, abrasados
En vivas llamas, desde el eminente
Alcázar de los cielos, con horrible
Y vasta ruina, a aquel infernal suelo;
Sima sin fondo, en donde los malvados,
Con cadenas de bronce aherrojados,
Consumidos de un fuego inextinguible,
Sufren a un tiempo mismo, sin consuelo,
Eternamente, el frío, las mortales
Angustias y otros infinitos males.
Mientras que nueve veces mide el día,
Y otras tantas la noche tenebrosa,
Del tiempo a los humanos la carrera,
El fiero Arcángel, con su turba impía,
Aturdido rodó, en la tempestuosa
Superficie de aquellas formidables
Olas de fuego, que en la sima fiera,
Paraíso perdido donde los libros son gratis
Entre negros peñascos espantables,
Forman un lago inmenso y turbulento.
Al fin como inmortal restituido,
Para padecer más, a su sentido
Recorre en su agitado pensamiento,
Con amargo dolor, ya la perdida
Felicidad, ya el bárbaro tormento
A que está para siempre reducido.
Vuelve después la triste y encendida
Vista, a lo lejos, a uno y otro lado.
En sus ojos, el triste abatimiento,
El desmayo profundo está pintado,
Junto a la endurecida
Soberbia y al rencor más obstinado.
Da al contorno una fúnebre mirada,
Tan lejos como alcanzan los vivaces
Ojos de un Ángel, por la dilatada
Extensión, y a sus míseros secuaces
Ve en aquel mar ardiente amortecidos
Fluctuar entre las ondas esparcidos.
Observa a todos lados una oscura
Bóveda inmensa, que las llamas cubre
Del lago, que en lugar de una luz pura
No esparcen más que pálidos horrores
De un resplandor funesto, una palpable
Lobreguez, que descubre
Aquel vasto recinto de dolores,
Asilo de las sombras espantable,
Y visiones horribles. Desgraciada
Región, que para siempre está cerrada
Al reposo y la paz; que aun la esperanza,
Que a todas partes lleva su consuelo,
Jamás visita; en donde la venganza
Sobre el malvado agota el justo cielo
Con diluvio de fuego, alimentado
Eternamente por su soplo airado.
Tal es la prisión dura, preparada
Por la justicia del Eterno dueño,
Para siempre, a aquel Ángel insolente,
Y a la turba rebelde y obstinada
Que sus banderas sigue. Un breve sueño
Fue su felicidad. ¡Cuán diferente
Era, oh suerte, el lugar en que habitaron,
Cuando de Dios las manos los formaron!
Tres veces más que desde el eminente
Polo septentrional hasta el segundo
Polo, que a una con él sostiene el mundo,
Hay desde aquel divino
Alcázar, a su cárcel, de camino.
Mas ya el furioso Arcángel, descubriendo
Sus secuaces en medio del horrendo
Fuego de un incesante torbellino
De rayos que sobre ellos, apiñados,
Llueven aún del cielo, atolondrados
Da un profundo gemido, y distinguiendo
Al fiero Be1zebuth poco distante,
Le habla con ronca voz de esta manera:
«¡Sí, eres tú aquél ...! mas ¡oh, cuán diferente,
»Cuán distinto del que era
»Hace poco una estrella tan brillante,
»Un príncipe glorioso y eminente,
»En aquellas regiones venturosas,
»Moradas de la luz y la alegría!
»¡Del que, entre mil millones de gloriosas
»Deidades, en beldad sobresalía!
»¡Sí, eres tú aquel que en la atrevida guerra,
»Conmigo unieron en estrecha alianza
»Los planes, los deseos, la esperanza,
»Como ahora la desgracia nos encierra
»Juntos en este abismo tenebroso!
»¡Sí, eres aquel Arcángel poderoso
»Igual a mí, que ruina lamentable
»Nos perdió para siempre! ¿Y quién podía
»Adivinar la fuerza formidable
»De sus ardientes rayos? ¿Quién habla
»De pensar que a un ejército sin cuento
»De espíritus tan nobles, e inmortales,
»precipitar lograse en un momento,
»Del cielo, hasta estas simas infernales?
»Pero todo el furor de ese terrible
»Enemigo, ni el mal que aun puede hacerme,
»Jamás podrán al arrepentimiento
»Ni a la menor bajeza resolverme.
»Por más que pierda el resplandor visible,
»La majestad augusta,
»Primer objeto de su envidia injusta,
»Que corresponde a mi naturaleza,
»Jamás dejará mi ánimo inflexible
»El odio, la venganza que ha jurado
»A ese Altísimo ser que me ha obligado,
»Humillando envidioso mi grandeza.
»A disputarle el cetro, sostenido
»De innumerable ejército, escogido
»Entre los inmortales
»Seres tratados con igual vileza,
»Que mis nobles banderas prefirieron
»A las de su opresor que defendieron
»Conmigo sus derechos naturales,
»Combatiendo, en los campos celestiales
»Con dudosa batalla, y conmovieron
»Su eterno trono. Es cierto que perdimos,
»El campo; mas ¿qué importa? No está todo
»Perdido si concordes retuvimos,
»El ánimo invencible,
»Y nos queda el ingenio necesario
»Para encontrar un modo,
»Por más que sea osado y temerario,
»Con que saciar, el odio inextinguible,
»La venganza, la ira
»Que ese fiero enemigo nos inspira:
»Si nos queda firmeza
»Para, repugnar siempre la bajeza
»De obedecerlo, de doblar rendidos
»El cuello al yugo, o darnos por vencidos.
»¡Antes de esto perezca mi memoria!
» Toda su rabia, toda su potencia
»Agotará, sin conseguir la gloria
»De haberme reducido a su obediencia,
»Sin lograr que le doble la rodilla
»O le pida perdón. Aunque a la silla
»Que en el cielo he perdido me volviera,
»Y al lado de su trono me pusiera,
»Bastara que viniese de su mano
»El don, para que yo lo aborreciera.
»Jamás estará ufano
»De que lo adore yo. Mayor bajeza
»Sería que esta mísera caída,
»El adorar a aquel que ha vacilado
»En su trono elevado,
» De este brazo al sentir la fortaleza.
»Y pues que ser no puede destruida
»De un hijo de los cielos la existencia,
»Pues que ha dispuesto el hado
»Que este divino ser que poseemos,
»Sea inmortal, sus iras despreciemos.
»De esta misma desgracia a la experiencia,
»Sin abatir nuestro ánimo indomable,
»Una lección preciosa deberemos
»De cautela y prudencia,
»Para hacer una guerra interminable,
»Por arte, si por fuerza no es posible,
»A ese enemigo hasta ahora tan terrible.
»Esta esperanza debe dar aliento
»A los nuestros, y más en un momento
»En que, de su victoria envanecido,
»Triunfa en el cielo solo y sin rivales,
»Desprecia nuestras fuerzas desiguales,
»Y no recela ser acometido,
»Dejándonos el tiempo suficiente
»Para adoptar el medio más prudente.»
Así habló Satanás, en la apariencia
Intrépido, mas dentro acongojado,
Maldiciendo su mísera existencia,
De su debilidad desesperado:
A lo que en tono ronco y lastimero,
Así le respondió su compañero:
«¡Oh Príncipe! ¡Oh caudillo generoso
»De tantos Tronos, tantas Potestades!
»¡Que de los Serafinea ordenados
»Condujiste los fieros batallones
»Al combate más justo y peligroso
»Que ocurrir puede en todas las edades!
»¡Tú, que con tus heroicas acciones,
»Incapaz de temor, dudar hiciste
»Si debe el Criador Omnipotente
»Su autoridad suprema al contingente
»Azar, o si en su mismo ser consiste!
»¡Ah! ¡Demasiado vi la inesperada
»Confusión, la derrota desastrada
»De todo nuestro ejército valiente,
»Después de hacer temblar estremecida
»Con sus esfuerzos la extensión del cielo
»La fiera destrucción, que de la vida
»Feliz (pues que otra no puede quitarnos,
»Siendo Deidades, la enemiga suerte)
»Nos privó, y nos entrega al desconsuelo
»De otra peor o Interminable muerte,
»Que en este abismo debe atormentarnos!
»¿Qué fruto, con efecto, sacaremos
»De nuestra eterna y mísera existencia,
»Si ese Dios... (por que al fin la omnipotencia
»Confieso que negarle no podemos,
»Pues nunca a nuestro ejército glorioso
»Venciera, sino un Todopoderoso);
»Si ese, Dios quiere que entre los horrores
»De este fuego, sirviendo a sus furores
»De triste cebo, en indecibles penas
»Arrastremos muriendo sus cadenas;
»Si ese Dios, digo, nos conserva vivos,
»Sólo para saciar su atroz venganza
»Con tormentos eternos y excesivos?
»En este caso, puestas en balanza
»La muerte y vida, ¿cuánto mejor fuera
»Que de una sola vez nos destruyera:?»
-«Sea cual fuere», le replica osado
El infernal caudillo, «nuestra suerte,
»más o menos cruel, sólo una fuerte
»Resolución, un ánimo invencible
»Harán que sea menos desgraciado
»Nuestro destino, no una vil flaqueza.
»Hasta ahora ignoro su naturaleza;
»Pero cualquier que fuere, es imposible,
»Lo sabes Como yo, que en adelante
»Tu corazón y el mío gozar puedan
»De algún bien: incapaces de mudanza,
»La roedora envidia, la constante
»Sed insaciable de una atroz venganza,
»Son los solos placeres que nos quedan.
»Hacer mal, debe ser nuestra incumbencia
»única, por lo mismo que él no quiere
»Sino es el bien. Lo que el amare odiemos,
»Y lo que aborreciere fomentemos.
»Cuando su providencia
»Sacar bien de los males pretendiere,
»Procuremos nosotros lo contrario,
»Pues que se reservó nuestro adversario,
»Como un Dios, para sí el placer divino
»De hacer bien, nuestro lote son los males;
»Sigamos cada cual nuestro destino,
»Mas juntemos el arte a la osadía,
»Que, o yo me engaño, o llegará algún, día,
»En que, a pesar de nuestras desiguales,
»Fuerzas, el alto triunfo consigamos
»De perturbar sus planes más secretos,
»Y de humillar su odiosa tiranía,
»Burlando sus despóticos decretos;
»único, alivio que esperar podamos
»En la funesta situación que estamos.
»Mas a lo lejos hacia el cielo mira,
»Que el vencedor su ejército retira,
»Que aun aquella sulfúrea lluvia espesa
»De rayos y de piedra, que caía,
»En torrentes de fuego, y perseguía
»Constante nuestras huestes aterradas,
»Hasta aquí mismo, por momentos cesa,
»Que no retumban ya las dilatadas
»Bóvedas de este abismo con el fiero
»Huracán e incesantes estallidos
»De prolongados truenos, ni el ligero
»Resplandor de relámpagos seguidos
»Interrumpe, como antes, la palpable,
»Lobreguez de esta cárcel formidable,
»Sea, pues, que el enemigo haya agotado
»Sus armas, o que ya se haya cansado
»Su furor, o más bien, que envanecido
»De su victoria, en despreciable olvide
»Nos deje, este momento, aprovechemos
»Feliz, y nuestra ruina reparemos.
»¿Ves hacia aquella parte una llanura
»Inmensa y desolada,
»Cubierta toda do una niebla oscura,
»Apenas por los pálidos fulgores
»De este lago de fuego penetrada,
»Infecunda región, desierto suelo,
»Triste abrigo de todos los dolores?
»Hacia ella dirijamos nuestro vuelo.
»Allí, ya libres del balance horrible
»De estas ondas del lago proceloso,
»Hallaremos quizás algún reposo,
»si es ¡ay de mí! Posible
»Que habite este lugar desventurado!
»Allí nuestros guerreros esparcidos
»Por ese ardiente mar reuniremos,
» A fin de que sus pechos abatidos
»Recobren su valor acostumbrado.
»Después con madurez tratar podremos,
»Juntando de los jefes el senado,
»De acertar con el plan más ventajoso,
»Para dañar a ese enemigo odioso,
»Reparar nuestras pérdidas, y acaso
»Sacar utilidad de este fracaso,
»Pues a lo que no llega la esperanza.
»La desesperación tal vez alcanza.»
Así en el desmayado compañero,
Entre las negras llamas sumergido,
Satanás el antiguo ardor guerrero
Procura despertar, adormecido,
Y desde el pecho arriba con presteza,
La espantosa cabeza
Sobre el líquido fuego levantando,
Centellas de los ojos arrojando,
Registra ansioso la desconocida
Bóveda, para ver si halla salida.
Lo restante del cuerpo desmedido,
En las sulfúreas olas extendido,
Veinte estadios ocupa, a semejanza
De los Gigantes hijos de la tierra
Briareo, o Tiphón, cuya pujanza,
Según pinta la fábula, al potente
Júpiter hizo formidable guerra,
Hasta que en fin, armado del ardiente
Rayo, los hizo caer precipitados,
Y junto a Tarso fueron sepultados.
Tal en las hondas la Ballena inmensa,
Reina del mar, de lejos aparece,
Que cuando inmóvil duerme entre la densa
Niebla, que es tan frecuente en la apartada
Costa de la Noruega, siempre helada,
Al pescador atónito parece
Una isla, y confiado, en su piel dura
El áncora clavando, creo segura
Su débil barca, hasta que en el Oriente
La suspirada Aurora se presente.
Así el infernal Príncipe extendía
Su cuerpo enorme sobra el inflamado
Golfo en que, para siempre encadenado
Gemido hubiera, si el Omnipotente,
Que acrecentar su humillación quería
Y su castigo, no lo permitiera
Que de aquella prisión cruel saliera
Por este medio aquel endurecido
Monstruo, al forjar ansioso las ajenas
Miserias, nuevamente confundido,
Había de agravar sus propias penas,
Y ver, de eterna rabia consumido,
Que sólo había servido su malicia,
Contra el linaje humano dirigida,
A dar mayor realce a la justicia
De Dios, con su sentencia,
Por sus nuevos delitos merecida,
Y a su inmensa bondad, a su clemencia,
Con el perdón piadoso concedido
Al hombre, por su envidia seducido.
Mas ya, en el fuego liquido estribando,
De pie se pone el infernal Gigante,
A un elevado monte semejante.
Retroceden bramando,
De ambos lados, las olas inflamadas,
A impulso de los brazos separadas,
Y al paso que se alejan,
Un vasto ahumado valle entre ellas dejan
El sus enormes alas extendiendo,
Con espantoso estruendo
El aire corta, rápido, que gime
Bajo el no usado peso que le oprime,
En breve tiempo pisa la ribera
De la remota tierra, si pudiera
Así llamarse un suelo eternamente
Inflamado, y en nada diferente,
Sino en la solidez, del que fluctuaba
Dentro del lago; un calcinado suelo,
Semejante a los trozos formidables
De ardiente y dura lava
Que arranca de sus ásperas entrañas
Y escupe el abrasado Mongibelo,
O el Vesubio, agitados de espantables
Convulsiones extrañas,
Cuando el aire en su centro comprimido
Arde, y su cárcel rompe embravecido.
Con humo denso el día oscureciendo,
Estragos y terrores esparciendo.
Allí el caudillo, y su lugarteniente
Belzebuth, que de cerca le ha seguido
El vuelo paran, y concordemente
La nueva libertad de haber salido
Del lago ardiente aplauden, cual si fueran
Deidades que a sus fuerzas la debieran,
Ignorando que Dios la permitía
Para más confusión de su osadía.
«¡Es esta la región, es este clima,»
Grita el precito Príncipe, gimiendo,
«Que hemos cambiado por la excelsa cima
» Del cielo, por su estancia luminosa
»Sea así, pues que aquel cuya espantosa
»Fuerza está de la suerte disponiendo,
»Lo halla por justo. Cuanto más remotos
»De él estemos, pues somos desiguales
»A él en poder, aunque en el resto iguales,
»Tanto más consolados viviremos.
»¡Adiós, pues, dulce objeto de los votos
»De nuestro corazón! ¡Adiós, moradas
»Celestiales! ¡Mansiones deleitosas,
»Del gozo, a donde nunca volveremos,
»Por siempre adiós! ¡Salud, oh temerosas
»Regiones por las sombras habitadas!
»¡Salve principalmente, oh tú, hondo infierno!
»Tus puertas abre a tu Monarca eterno,
»Al nuevo poseedor de tus horrores,
»A aquel cuyo carácter inflexible,
»Por más que el cielo agote sus furores
»Sobre él, que corra el tiempo, o que cambiare
»De lugar o de estado, es imposible
»Que la menor mudanza experimente.
»¿Y a qué mudar? En donde me encontrare,
»Formar puede mi mente,
»Pues que en si sola existe, si es preciso,
»Aun del infierno mismo un paraíso,
»Como del propio cielo un cruel infierno.
»Nuestra dicha consiste,
»No en la naturaleza del externo,
»Lugar a que la suerte nos destina,
»Sino en la voluntad. Esta divina
»Facultad, lisonjeando nuestro triste
»Corazón, y calmando sus dolores,
»En placeres convierte los horrores.
»Guarde su cielo, pues, nuestro enemigo,
»Que a su corte servil anteponemos
»Reinar en este abismo, a cuyo abrigo
»La dulce libertad conservaremos.
»Nuestra felicidad, únicamente
»En no serle inferiores coloquemos.
»Ni hay que temer que de este Reino intento
»Privarnos. Ya su rabia lo ha criado
»Tal, que no pueda sernos envidiado.
»Mas despertemos a nuestros queridos
»Amigos, en el lago amortecidos.
»Tratemos de inspirarles nuevo aliento:
»Ya que una misma ruina nos aterra,
»Dividan el alivio que encontramos
»En esta firme, aunque funesta tierra;
»Y reunidos en noble ayuntamiento,
»Con reflexión veamos,
»Si nos conviene renovar la guerra
»Contra el déspota cruel, o interiormente
»Nuestro implacable enojo alimentando,
»Para una hora oportuna ir cautamente
»Las más sabias medidas preparando.»
-«¡Oh capitán! ¡Oh jefe valeroso,»
Responde Belcebuth, «de aquel luciente
»Ejército, al que nada resistiera,
»A no ser sólo el Todopoderoso!
»Apenas oigan nuestros atrevidos
»Guerreros los acentos conocidos
»De esa voz, con que en tantas ocasiones,
»En medio de los riesgos, inspiraste
»Nueva audacia a sus fieros batallones,
»Y las fuerzas de un Dios equilibraste,
»Esa voz que es la prenda más segura
»De su esperanza en la refriega dura;
»Está seguro de que en el momento
»Despertarán del triste abatimiento,
»Del letargo en que están en ese lago,
»Nada extraño, después del fiero estrago
»La horrible rapidez con que han caído,
»De mucho más allá del firmamento,
»A esa profunda sima del olvido.»
Sin dejarle acabar, marcha el caudillo
A la orilla del lago: el vasto escudo
De celestial materia fabricado,
Compacta, impenetrable, que desnudo
Al brazo izquierdo lleva, esparce un brillo
Cual de la luna el disco dilatado
A los curiosos ojos reflejaba
De aquel sabio toscano que, ayudado
Del telescopio, ansioso la observaba
De la cima de Fésole, advirtiendo,
En las que a nuestra vista parecían
Manchas, tierras y mares, distinguiendo
Aun montañas y selvas, que extendían
A lo lejos sus sombras prolongadas
En aquellas regiones ignoradas.
Lleva en la mano su espantosa lanza.
Con la cual comparado el alto pino
Que a las nubes soberbio se abalanza
En la helada Noruega, con destino
A ser palo mayor de una guerrera
Nave almiranta, un junco pareciera.
Sobre ella se sostiene, y lento avanza
Con paso incierto sobre el encendido
Desigual suelo, no con la ligera
Noble presteza con que en la llanura,
Volaba, de los cielos, algún día.
Su cuerpo, por el fuego atormentados
Y por la interior pena que le apura,
No siente ya el esfuerzo que tenía.
Llega en fin a la orilla, y esparcidos
Ve fluctuar sin sentido sus guerreros,
A fuerza de terror amortecidos,
En número mayor que en voluminosa
La muchedumbre de hojas asombrosa,
Que el suelo cubre, desde los primeros
Días de otoño, hasta que, apresurado,
El duro invierno extiende el cetro helado;
O cual los juncos secos amontona
El encendido Orión, en la ribera
Del mar Bermejo, que según menciona
Del Hebreo la historia verdadera,
Aquel pueblo, que el cielo protegía
Pasó a pie seco, y donde perseguido
Por Faraón, que con su numerosa
Hueste vio entre sus hondas sumergido,
Celebró con cantares de alegría
La súbita victoria milagrosa.
De la segura orilla contemplando
Sus carros destruidos, anegadas
Sus falanges, en medio de las fieras
Olas, de sus cadáveres sembradas,
Que hasta sus pies, bramando,
Sus despojos preciosos le trajeron,
Riquezas tales, que sus lisonjeras,
Codiciosas ideas excedieron.
Al contemplar aquella muchedumbre
De Ángeles, para siempre desdichados,
Siente el caudillo nueva pesadumbre;
Mas con tonante vos, sus aterrados
Batallones convoca repitiendo
Los infernales ecos el estruendo.
«¡Oh vosotros, les grita, flor del cielo,
»En otro tiempo vuestro, ahora perdido!
»¡Príncipes, Serafines, Potestades!
»¿Qué es de vuestro valor, de vuestro celo
»Por la causa común? ¿Unas Deidades,
»Cuales lo sois, es dable, que al olvido
»Así se entreguen? ¿Ha llegado a tanto
»Nuestra desgracia, que a un cobarde espanto
»Vuestro antiguo valor haya cedido?
»Mas cansados quizá del trabajoso
»Combate, ¿pretendéis hallar reposo
»Sobre las llamas de este lago horrible,
»Y con sueño apacible,
»Como allá en las mansiones celestiales,
»Restaurar vuestras fuerzas agotadas?
»¿O bien queréis en esa vil postura
»Postrados como súbditos leales,
»Adorar a ese vencedor altivo
»Que de las apartadas
»Bóvedas del Empíreo, en esta oscura
»Laguna os ve, con el placer más vivo,
»Hechos juguete de sus olas fieras
»Con vuestros carros, armas y banderas?
»¿Aguardáis por ventura
»Que, vuestro torpe abatimiento viendo,
»Ansiosos aprovechen sus ligeros
»Soldados tan funesto parasismo?
»¿Qué con nuevo furor acometiendo,
»Agoten en nosotros sus postreros
»Rayos, y en lo más hondo de este abismo,
»Entre sus torbellinos inflamados,
»Nos dejen para siempre encadenados?
»¡Alzaos pues, armaos con presteza,
»O doblad al vil yugo la cabeza!»
Despiertan todos al horrible acento,
Y de su torpe miedo avergonzados,
Se ponen al instante en movimiento.
Hierven las ondas, a los formidables
Impulsos de sus alas, que ya el, viento
Silbando cortan, sus innumerables
Escuadras trasladando a la ribera
Donde el fiero caudillo los espera.
Así las descuidadas centinelas,
Que el sueño vence en las nocturnas velas,
De la alarma a la voz sobresaltadas,
Los vapores letárgicos sacuden
De sus robustos cuerpos, o indignadas,
A combatir al enemigo acuden.
Como al tender la vara milagrosa,
De Amrán el hijo, sobre el obstinado
Egipcio, densa nube tenebrosa
De langostas aladas, por el viento
De Oriente conducida, volvió el día
En noche en aquel Reino dilatado
En que su muchedumbre no cabía;
Así con repentino movimiento,
Y con horrible estruendo, en un momento,
Aquel enjambre de Demonios sube,
Y el lago asombra cual inmensa nube.
No vomitó jamás el proceloso
Helado Norte, de su belicoso
Seno, un número tal de batallones,
Cuando el Rhin y el Danubio sus riberas
Vieron hervir de bárbaras banderas,
E ignoradas naciones,
Que al modo de un diluvio arrebatado
Inundaron de Europa las regiones,
De la Noruega helada, al elevado
Calpe, y aun desde allí, a los encendidos
Arenales del Africa escondidos.
En mayor multitud las infernales
Legiones, en sus alas balanceadas,
Sobre el negro horizonte, a las señales
De su Príncipe atienden,
Y por sus capitanes ordenadas,
Al suelo ardiente rápidas descienden.
Los primeros magnates ya rodean
Al temido Monarca. Su figura,
Sus armas, su estatura,
Su vigor, nada, tienen de mortales:
De resplandor vestidos centellean,
Como que sobre tronos celestiales
Algún día sentados estuvieron;
Mas, ya sus malhadados nombres fueron
Para siempre del libro de la vida
Borrados, por la culpa cometida.
Ellos en su soberbia pertinaces,
Otros nuevos después sustituyeron,
Sacados de las más viles pasiones,
Según que los juzgaron eficaces
Para engañar los míseros humanos,
Hacerse tributar adoraciones,
Tener altares, y de inciensos vanos
Saciar su orgullo, cual si Dioses fueran
Y a ellos todos los cultos se debieran:
Con efecto, a los hombres pervirtieron;
Entre ellos esparciendo mil errores.
Que de Dios se olvidasen consiguieron,
Y les prostituyesen los honores
Divinos, que al Criador sólo debían,
Bajo de extraños nombres y figuras,
Ya de astros que en el cielo relucían,
Ya de monstruos, ya de hombres, de reptiles,
Y aun de plantas, y de entes los más viles
Uniendo el culto con las más impuras
Costumbres, y delitos vergonzosos,
Gratos a aquellos Angeles odiosos;
La pompa, el esplendor y la alegría,
Que a aquel perverso culto acompañaban,
Más y más a los hombres engañaban,
Extendiendo la atroz idolatría,
Permitiéndolo así la Providencia,
Para probar al hombre envanecido,
De su corta razón la insuficiencia,
Y castigar de nuevo la insolencia
Del Diablo en su soberbia endurecido.
Dime ahora, oh Musa, por los nombres varios
Que adoptaron, los jefes principales
Que al frente de las tropas infernales
A la voz los primeros acudieron
De su Monarca, y que sus temerarios
Proyectos con sus votos sostuvieron,
Y también los que, menos arrojados,
A la paz se mostraron inclinados.
Moloch al frente está, de los primeros,
Moloch, que de los llantos lastimeros
Maternales, gozoso se apacienta,
Y de sangre de niños se alimenta,
Cuando sobre sus bárbaros altares
Los ve sacrificados a millares,
De las manos de su ídolo nefando,
A la espantosa hoguera,
A sus pies encendida, resbalando,
Mientras que sus gemidos, una fiera
Música de panderos y tambores
Cubre, volviendo en fiesta los horrores.
Este también fue el monstruo que, emulando
De Dios la gloria, en el augusto templo
De Sión introdujo temerario
Su ídolo, hasta en su mismo santuario,
Dando a sus camaradas el ejemplo
De insultarle en su trono cara a cara,
Sacrílego erigiendo, junto al ara
De Jehová, sus altares, y su silla
Frente al Arca en que estaba colocado,
Sobre los Querubines apoyado,
Y haciendo que los hombres la rodilla
En la presencia humildes le doblasen
De su mismo Criador, y le adorasen:
Audacia, de los otros imitada,
Que el santo templo convirtió en impura
Morada de desorden, de locura;
A los vicios más torpes consagrada.
A su culto redujo la regada
Llanura de Rabbá y el Ammonita
Pueblo. De allí a Basán y Argol pasando,
A las tierras que el río Arnón limita,
Fue su áspero dominio dilatando;
Y hasta Hinnón mismo propagó sus leyes.
Con el tiempo el más sabio de los Reyes
Cayó en sus lazos, y con increíble
Ceguedad. abrazando el culto horrible,
Llegó a insultar al Todopoderoso,
Erigiéndole un templo, en el famoso
Monte que del oprobio fue llamado.
Después llegaste tú, espantajo obsceno,
Por las crédulas hijas adorado
De Moab. Tú, oh Chamós, que del veneno
De tu culto a Aroer atosigaste,
Y a Nebo; que de allí lo propagaste
Hasta Hesebón, y adonde se extendía
El desierto al ardiente Mediodía,
Pasando a la llanura deleitosa
De Sibmá, por sus vinos afamada,
Desde allí a Elealé, y a la azufrada
Laguna, que aun humea tenebrosa
De los fuegos del cielo con que ardieron
De Sodoma y Gomorra las ciudades
(Triste recuerdo a todas las edades),
Que en donde están sus aguas florecieron
Peor, aquel Dios falso se nombraba
En el hebreo pueblo, cuando daba,
Junto a Setim, a su ídolo profano,
Al salir del Egipto, culto impuro,
Que la torpe lujuria presidía,
Y que atrajo un castigo largo y duro,
Sobre aquel pueblo ingrato, de la mano
De Dios, cansado de su rebeldía.
Vióse después el ídolo execrable
En el monte de oprobio ya nombrado,
Al lado de Moloch entronizado,
La lujuria reunir, y la alegría
Da sus fiestas, al eco lamentable
De las víctimas tristes, abrasadas
A los pies del sangriento compañero.
¡Contraste cruel! en que naturaleza,
Vio con horror sus leyes trastornadas,
Y que duró hasta tanto que el piadoso
Rey Josías, ardiendo en un sincero
Celo, contra tan bárbara torpeza
Las ofensas del Todopoderoso
Vengó, aquellos altares destrozando,
Y sus impuros ídolos quemando.
Después de éstos, veloces acudieron
Todos aquellos Angeles inmundos
Que del antiguo Eufrates los fecundos
Y extendidos países poseyeron,
Y a su dominio, desde allí, reunieron
Cuanto media hasta aquel pobre arroyuelo
Que del moreno Egipcio el fértil suelo
De la Siria separa.
Los más autorizados se llamaban
Astaroth y Baal, con lo que daban
A conocer su sexo diferente,
Aun más que su carácter, pues la rara
Facultad los Demonios poseían
De adoptar aquel sexo que querían,
Y aun variar prontamente
A voluntad: tal es la sutileza
De aquella superior naturaleza,
No cual la nuestra, material, pesada,
De huesos y de carne fabricada,
Carga bajo la cual nuestra alma gime
Y que su natural vigor oprime,
Sino es etérea, transparente y pura,
Que cuando quieren muda de figura,
Pequeña o grande, oscura o luminosa,
Suelta o compacta, bella o pavorosa,
Según que lo requieren sus amores,
Infames, o de su ira los furores.
Por tales monstruos, el linaje humano
Olvidó a su Hacedor, y envilecido,
A los brutos más bajos dio rendido
Adoración, creyendo que habitaban
Sus Deidades en ellos. ¡Culto insano,
Increíble, que atrajo la ruina
Aun a los Israelitas, que gozaban
Con tal favor la protección divina!
Astoreth, con escolta numerosa
Vino después, envuelta en tenebrosa
Nube: Astoreth, que fue más adelante,
Bajo el nombre de Astharte respetada,
Como Reina del cielo, del brillante
Creciente de la luna coronada,
A la que dieron culto las Sidonias
Doncellas, con nocturnas ceremonias
Y cantos amorosos.
Sión también sus ritos misteriosos.
Adoptó, y un Monarca, a quien el cielo
Colmó de beneficios sin medida,
La edificó sobre la cima erguida
De un monte, en medio de árboles frondosos,
Un magnífico templo, sin recelo
De la ira del Eterno, el culto sacro
Partiendo entre él y el torpe simulacro.
Llegó después Thamuz, por cuya herida,
Hecha por una fiera enfurecida.
Que cada año se abría, derramaban
Las hijas de Sidón amargo llanto,
Bajo el sombrío manto
Que los Cedros del Líbano formaban,
Del escondido prado en la verdura,
Donde estaba su triste sepultura.
Un día aquellas vírgenes lloraban
Su infausta muerte, mientras silencioso
El río Adonis, que se suponía
El herido Thamuz, con las sangrientas
Aguas bañaba el campo delicioso,
Y en dos brazos partido, se metía
En el mar, que de púrpura teñía,
Mezclado con sus ondas turbulentas.
Pronto corrió esta fábula amorosa
Por todas partes; y cual contagiosa
Peste, aun a Sión misma emponzoñaba,
Cuando Ezequiel, por el hendido muro,
De orden de Dios, miró lo que pasaba
En lo interior del templo, y espantado.
Los llantos vid con que se celebraba,
Delante del Señor, el culto impuro,
En su recinto sacro profanado,
Y de Judá las hijas seducidas,
Con sus infames ritos pervertidas,
A esta falsa Deidad sigue el monstruoso
Idolo que, de veras afligido,
Con llanto doloroso
Regó su altar, cuando precipitado
Cayó a los pies del Arca hecho pedazos:
Del Arca, que él contaba haber traído
A su profano templo prisionera,
Y que de su alto trono, separado
De la cabeza el tronco y de los brazos,
Le hizo rodar al suelo. Su nombre era
Dagón: su simulacro presentaba,
De medio cuerpo arriba, la figura
De un hombre; lo demás, de la cintura
Abajo, en pez disforme remataba.
Los campos de Ascalón y los hermosos
Valles de Ger el culto profesaron
De esta Deidad marina;
Temblando la adoró la Palestina;
De Gaza y Accarón los belicosos
Pueblos, a él sus inciensos tributaron,
Y el rico templo que en Azat tenía
Insultar a los cielos parecía.
Y tú, Rimmón, también allí acudiste;
Tú que el país de Damasco poseíste,
Regado por las aguas cristalinas
Del Abana y Farfar, cuyas riberas
Amenas, y de frutas peregrinas
Colmadas, fueron causa que atrajeras
Al fin la Siria toda a tu obediencia.
No contento con esto, la insolencia
También tuviste de ir con tu profano
Culto a insultar al Dios omnipotente,
En medio de su pueblo, astutamente
Al Rey Achaz venciendo,
Que fue tu vencedor, y que allí, ufano
De su triunfo, te había conducido;
A fuerza de artificios consiguiendo
Que él mismo te erigiese
Un templo en sus dominios, y un vencido
Dios al Dios verdadero antepusiese.
Llegó tras de Rimmón la numerosa
Caterva de ridículas Deidades
Que, en las varías magníficas ciudades
Sembradas en la margen deleitosa
Del Nilo, los inciensos dividieron,
Por los crédulos pueblos adoradas,
Que el nombre del Señor prostituyeron
A Isis, Osiris, Horo, y otras brutas
Esencias, en los cuerpos alojadas
De bestias, de reptiles, plantas, frutas,
Y a cuanto objeto material encierra
El ámbito del mar y de la tierra.
Israel mismo en este abominable
Error cayó, cuando al becerro de oro,
Formando alrededor alegre coro,
Al pie del fuego y humo que espantable
El Sinaí cubría, en la presencia
De Dios, que hacía allí su residencia,
Sin temer su ira, le adoró postrado.
Poco después en Dan un Rey malvado,
Y en Bethel, introdujo aquel funesto
Veneno, hasta que el Dios omnipotente,
Irritado de ver que era pospuesto
Su nombre al de los viles animales,
De improviso se armó de sus mortales
Enojos, y tomó del insolente
Exceso la más áspera venganza,
En un solo momento exterminando,
De la funesta noche en los horrores,
Todos los primogénitos nacidos
En la extensión de Egipto, la esperanza
De sus infieles padres; y asolando,
Con las aras y Dioses bramadores,
Templos y sacerdotes confundidos.
Belial después al jefe se presenta.
Entra cuantos rebeldes malhechores.
El infierno contiene, no se cuenta
Otro más acreedor a aquel castigo:
Es de todos los vicios el amigo.
Por todas partes los propaga ardiente,
Los ama, meramente
Porque lo son. De su odio es el objeto
La virtud sola, a que jamás perdona.
Nunca de los humanos el respeto,
El culto, los inciensos lisonjeros
Apreció, cual los otros compañeros:
Este impuro demonio no blasona
Sino de que en la furia y la malicia
Le ceda toda la infernal milicia.
Su mayor complacencia
Es la de penetrar lo más interno
De e1 templo santo, y en el escogido
Gremio de sus ministros, la licencia
Introducir del vicio, y el olvido:
Fomentar, y el desprecio del Eterno.
Cuando de Helí los hijos ultrajaron
El templo augusto, con su atroz violencia.
Sus artificios solos lo causaron.
Este espíritu infame se complace
En los palacios, y en las cortes hace
Su mansión más frecuente; se recrea
En correr las ciudades más viciosas
Sobre sus torres plácido volando,
Se cierne, cuanto pasa examinando:
Desde allí con delicia saborea
Las risas, las canciones lujuriosas,
Las riñas, las venganzas, los gemidos
De la inocencia, y la desenfrenada
Disolución, contra ella encarnizada,
Único incienso grato a sus sentidos.
¡Sodoma impura, tu memoria ofrece
De esta verdad el testimonio claro!
¡Tú, teatro de horrores, que aborrece
El vicio mismo, mientras su torpeza
No huella audaz a la naturaleza!
¡Y tú, de la pureza vano amparo,
Santa hospitalidad, atropellada
En la ciudad de Gaba, que obligada
Te viste a tolerar que pereciera
Víctima de la fuerza una inocente
Mujer, por evitar que el insolente
Pueblo mayor delito cometiera!
Sería no acabar, si se añadiera
A esta turba de jefes distinguidos
La serie innumerable
De los Dioses Ionios, descendidos
Del antiguo Jayán, que supusieron,
Que al cielo y a la tierra precedieron,
Los Titanes, la prole abominable
De Saturno y de Rea procedente,
Que la Grecia en la cumbre formidable
Del Olimpo adoró, ya en la eminente
Cima del Ida, ya en la selva umbrosa
De Dodona; familia prodigiosa
De biznietos, de nietos y de abuelos,
Que recíprocamente
Se fueron arrojando de los cielos,
Que el oráculo Délfico fundaron,
O que el furioso Adriático pasaron,
Al Dios que Jove proscribió siguiendo,
Y su trono en la Hesperia estableciendo,
Desde donde a los Celtas trasladaron,
Y aun hasta la lejana
Thule, en el vasto mar, su ara profana
A estos guerreros Dioses, en la cumbre
Del cielo anteriormente colocados,
Se siguió la confusa muchedumbre
De los vulgares Dioses no nombrados.
Ninguno queda de la turba inmunda
En el lago. Ya están en la extendida
Ribera, pero todos, abatida
La vista del espanto y la profunda
Tristeza en sus semblantes dan señales,
En medio de las cuales,
Cual la luna entre nubes, relucía
Con todo una vislumbre de alegría,
Viendo de su caudillo en los intentos,
Que de su suerte aún no desespera.
Al notar que a pesar de su caída
Tan horrible conservan aún la vida,
Viene a esforzar de nuevo sus alientos
Un resto de esperanza lisonjera;
Satanás lo repara; sus miradas
Dudosas atestiguan los temores
Que ocupan sus potencias agitadas;
Pero al fin, recobrando su primera
Audacia, trata de animar su gente,
Y despertar de nuevo sus ardores
Guerreros: su temor disimulando,
Y una falsa confianza aparentando,
Manda que prontamente,
Con el son de clarines y timbales,
Las bóvedas retumben infernales,
Y se despliegue al viento
La bandera imperial. En el instante
El fiero Azaziel, que disfrutaba
¡Ay triste! de este honor, cuando pisaba
Las bóvedas del alto firmamento,
De tan funesto trueque bien distante,
La desenvuelve al aire, tremolando
La inmensa tela, que del más brillante
Meteoro las luces eclipsando,
La vista ofusca. En ella está expresada,
De piedras preciosísimas bordada,
Por mano de la Diosa de memoria,
De aquellas huestes la pasada gloria.
A la señal de la imperial bandera,
Y del herido bronce al ronco estruendo,
Respondo aquella muchedumbre fiera,
Con guerrero clamor, que estremeciendo
La bóveda infernal, entre la densa
Oscuridad, por toda aquella inmensa
Triste región circula repetido.
Millares de estandartes al momento.
En su recinto ondeando por el viento
Dan a la sombra un vivo colorido
purpúreo, tal que en donde el claro día
Nace, el bello matiz se envidiaría.
Una selva de dardos, y morriones,
De acicaladas picas, de millones
De escudos de oro, arroja al circunstante
Campo por todas partes luz brillante.
La vista admira la magnificencia,
El número de aquellos batallones,
Y su profundidad inconcebible
A pesar de sus filas apretadas.
Mas ya a un tiempo con presta diligencia
Se ven las escuadras ordenadas,
Al compás, fiero a un tiempo y apacible,
De los célebres dóricos acentos,
De mil oboes y flautas; armonía
Majestuosa y patética, que unía
La varonil firmeza a la dulzura;
Que en el antiguo tiempo, los alientos
Se ocupó en excitar del heroísmo;
Que del cielo y la tierra es el encanto,
Como lo fue en aquella coyuntura
Del infernal abismo,
Que la cólera excita, o la modera;
El desmayo destierra, y el espanto;
Que las ideas del peligro ahuyenta,
Y da un aire tranquilo en la tormenta;
Que la furia guerrera
Transforma en un esfuerzo inexpugnable,
Para cualquier fortuna inalterable.
De esta especie el valor de aquellos fieros
Ángeles era. De él asegurados,
Marchan todos unidos y callados,
Espesa miés formando los aceros
De las picas y dardos, al sonido
De aquella orquesta, que los dolorosos
Pasos templaba sobre el encendido
Suelo, con orden tal que se diría
Que un espíritu sólo los movía.
Avanzan, y a los ojos codiciosos
Despliegan, ya su frente formidable,
Sin fin por aquel campo dilatada,
Terrores y amenazas respirando,
Revestidos de acero impenetrable
A la manera usada
Por los antiguos héroes, adornando
Sus armas mil empresas y colores
Que burlaban del arte los primores.
Hacen alto llegados a su puesto,
Aguardando las órdenes ansiosos.
El infernal Monarca su dispuesto
Ejército registra de una ojeada,
Más penetrante aún, que los fogosos
Resplandores del rayo: una mirada
De aquellas que deciden las batallas
Hasta el fin atraviesa sus murallas
Vivientes. La presencia belicosa
De su gatillo, el ardor que resplandece
En sus ojos, su próspera estatura,
Su porte, que en un todo se parece
Al de los Dioses que la fabulosa
Poesía fingió, su orden severo,
Su vivo celo, su lealtad sonora,
Más que su muchedumbre prodigiosa,
Si no lo vuelven su valor primero,
Disipando por fin su desconfianza,
Le llenan de soberbia y de esperanza.
Los ejércitos todos que la tierra
llorar vio sus campiñas devastadas,
Si reunidos a aquél se compararan,
A la risible hueste asemejaran
Con que el débil Pigmeo hace la guerra
A las grullas, contra él encarnizadas.
Júntense los Titanes, cuya audacia
Amontonó las sierras de la Tracia
Unas sobre otras, con el fiero intento
De asaltar el remoto firmamento;
Los intrépidos héroes Tebanos,
Los Capitanes Griegos y Troyanos,
Que por una mujer tal guerra hicieron;
Los Dioses que con ellos combatieron;
Cuanto los libros de caballería,
La fábula y la historia relataron
De la espantosa fuerza y valentía
De aquellos caballeros que a la gloria
Del famoso rey Artus asociaron
De sus hazañas propias la memoria;
Cuantos en los torneos Vencedores,
Del premio disfrutaron los honores;
Los famosos guerreros, ya cristianos,
Ya también musulmanes o paganos,
Que al pie de las murallas de Aspramonto
Y Alontalván hicieran sus hazañas,
O en diverso horizonte
Llenaron de su ironía las campanas
De Trebisonda, la abrasada arona
De Biserta, o tal vez la veja amena
De Damasco, las tropas que a millares
El Africa lanzó contra el valiente
Carlomagno, en el tiempo en que sus
Pares Roncesvalles fueron destrozados,
Con el más escogido de su gente;
¿Qué serían al cabo estos mortales
Poderes, comparados
Con aquellos intrépidos rivales
Del ciclo, en destruirlo conjurador,
Con paso grave Satanás recorre
Sus dóciles escuadras, y descuella
Sobre ellas todas, cual excelsa torre.
Una serenidad, aunque aparente,
Se deja ver sobre su noble frente:
Aun se notan en ella
Algunos rastros de su primitiva
Hermosura. La luz resplandeciente,
Que antes en sus facciones deslumbraba,
Mezclada con la sombra no era vivaz
Como antes; mas con todo, no dejaba
Duda, a los que sus tristes ruinas vieran.
De que las ruinas de un Arcángel eran.
Así el sol, al nacer en una oscura
Atmósfera cubierta de vapores,
Sólo despide tristes resplandores,
O alguna claridad poco segura;
Y tal también se ve descolorido
Cuando su hermana eclipsa su encendido
Inmenso disco, que penado arroja
Algún rayo de luz funesta y roja,
Anuncio de sucesos desgraciados,
Terror de los más altos potentados,
Mas con todo, a pasar de las fatales
Tinieblas con que espanta a los mortales,
Los demás astros nunca lo disputan
El Reino, y vasallaje lo tributan.
Tal el terrible Arcángel se presenta:
Su resplandor celeste, aunque eclipsado
Eclipsa a los demás. Su rostro, arado
Por el vengador rayo, está cubierto
De negros surcos, y en la macilenta
Frente se aloja el roedor cuidado;
En su ceño se muestra al descubierto
La estudiada soberbia, el indomable
Furor, que sólo anhela una implacable
Venganza; mas con todo, en sus miradas
Crueles, al lado del remordimiento
Se ve el dolor y el arrepentimiento,
Al fijarse, en aquellas desgraciadas
Víctimas de su culpa, que caídas
Con él en el abismo, hubieran sido
Felices en no haberle conocido,
Tristes, para una eternidad, perdidas,
Desterradas de aquella venturosa
Patria: su multitud, que en el instante
Vuelve a admirar; la suerte dolorosa
En que se hallan, poco antes tan brillante
Y ahora eclipsada, sin que la mudanza
De millones de siglos y millones
Pueda dar a sus tristes corazones
El más pequeño rayo de esperanza;
Todo junto, su pecho aflige tanto,
Que apenas puede reprimir el llanto.
Aun más su dolor crece, cuando piensa
Que toda aquella muchedumbre inmensa,
Que sólo por seguirle está penando,
Fiel a su causa, y siempre generosa,
Desafiando intrépida la saña
Del cielo, en su desgracia lo acompaña,
Su honor, aunque oprimida, conservando.
Tal la encina en el monte, alta y frondosa,
O en la colina algún robusto pino
Con que tropezó el rayo en su camino,
De sus hojas y ramas despojados,
En medio de las ruinas encendidas,
Que cubren sus contornos esparcidas,
A los cielos insultan aún osados.
El Monarca infernal se para al frente
De sus tropas, que en circulo formadas,
Le cercan con las alas encorvadas:
Los Jefes, revestidos de eminente
Dignidad, en el centro le rodean;
Sus órdenes aguardan silenciosos,
Con, ansía tal, que apenas pestañean.
Él por tres veces a sus valerosos
Batallones romper a hablar intenta,
Y otras tantas lo impiden con violenta
Avenida las lágrimas, corriendo,
Sin querer, de sus ojos tenebrosos,
Su aparente firmeza desmintiendo
No lágrimas comunes, sino cuales
Derramar pueden entes celestiales:
Al fin reprimo su dolor, y a todo
Su ejército se explica de este modo:
«¡Oh vosotros, gloriosos Querubines,
»Potestades, Virtudes, Serafines,
»Ángeles todos, cuya audacia fiera
»Sólo el poder de Dios vencido hubiera,
»Que si no conseguisteis la victoria,
»Tuvisteis a lo menos la alta gloria
»De disputarla con tan gran denuedo!
»La resulta cruel negar no puedo
»Que aquel combate horrendo ha producido.
»Este abismo la muestra, en que penamos;
»Mas siquiera el honor no hemos perdido.
»Y al mirar este ejército sin cuento
»De altas Deidades que con tal aliento
»Contra el fiero enemigo disputamos
»Nuestros derechos, ¿quien pensado habría
»Por más que la experiencia el velo oscuro
»Le enseñase a correr de lo futuro.
»Por más penetración que disfrutara,
»Que aquella lucha en esto pararía?
»Mas ¿qué digo? Ahora mismo en este triste
»Estado que la suerte nos depara,
»Por más que del pasado tanto diste,
»¿Quién es el que tendrá por imposible
»Que el número, la unión y la terrible
»Fuerza de tantos seres inmortales,
»Quebrante estas prisiones infernales,
»Y vuelva a conquistar la patria amada
»Del cielo, con su ausencia despoblada?
»En cuanto a mí, lo espero, y por testigo
»Cito a todo ese ejército celeste,
»De que en los riesgos del combate fiero
»Fui, como en los consejos, el primero;
»Y que si nos venció el cruel enemigo,
»No consistió en nosotros, sino en que esto
»Que ahora allá arriba está con tal sosiego,
»Ese Dios a quien un respeto ciego,
»Fundado sobre el uso envejecido,
»La majestad, la pompa y la apariencia
»Sobro el caduco trono han sostenido,
»Sus fuerzas ocultando cauteloso,
»Para probar mejor nuestra obediencia,
»El camino allanó a la rebeldía,
»Esta es, pues, la razón porque ha caído
»Un diluvio de penas doloroso
»Sobre nosotros; pero ya en el día,
»Gracias a la lección de la experiencia,
»Hemos podido ver la diferencia
»De su fuerza a la nuestra, y por lo tanto
»Burlarnos de sus rayos no debemos.
»Mas tampoco mirarlos con espanto:
»Y ya que aunque en las fuerzas inferiores,
»En la astucia le somos superiores,
»Con una sorda guerra procuremos
»Destruir su poder. Que él mismo vea
»Que por más que abatido
»Un enemigo por la fuerza sea,
»A medias solamente está vencido.
»¿Y quién sabe también las novedades
»Que puede producir en nuestro estad
»La larga sucesión de las edades?
»Nuevos mundos quizá existir veremos,
»Y en ellos nuestro agravio vengaremos;
»Pues que en el cielo es cierto que se ha hablado
»De que, en un apartado y delicioso
»Orbe, el tirano que nos ha proscrito
»Se ha empeñado en formar nuevos vivientes
»Que compondrán su pueblo favorito,
»Y que serán, mediante el poderoso
»Decreto, de uno sólo descendientes,
»Gozando privilegios casi iguales
»A los hijos del cielo naturales,
»Como ellos de sus dotes adornados,
»Y a usurpar nuestros tronos destinados.
»Rompamos pues, rompamos las cadenas
»De esta prisión horrible, tan ajenas
»De nuestro noble ser. De este paraje
»Salgamos. Que esta hazaña la primera
»Sea; no nos hagamos el ultraje
»De pensar que, del cielo descendidos,
»Para estar siempre aquí somos nacidos.
»Volemos, pues, hacía esa nueva esfera;
»Lo que ha hecho allí el Criador examinemos.
»Y así en nuestra conducta acertaremos;
»Pero antes es preciso con gran tiento
»Tratarlo en general ayuntamiento.
»Sobre todo, jamás entre nosotros,
»Hablar se oiga de paz, de tregua, o de otros
»Medios de transigir con el tirano
»Que de nuestros sollozos se apacienta,
»Guerra, guerra sin fin la más sangrienta:
»Todo otro plan es un delirio vano.
»Tal es mi voto, a que confiado espero
»Responda el de mi ejército guerrero.
Acaba apenas, cuando mil millones
De desnudos aceros por el viento
Brillan, en los broqueles, y morriones
Sus vivos resplandores reflejando,
Y aun del Infierno en el profundo asiento,
Entre las densas sombras centelleando;
Armas con armas chocan, y el crujido
Horrible, por los ecos repetido,
La general alarma prontamente
Lleva, a todos sus senos tenebrosos.
La aumentan del ejército insolente
Las blasfemias y gritos sediciosos
Con que el delirio de su audacia impía
Al Eterno en su trono desafía.
Cerca de allí se alzaba una inflamada
Cumbre, que continuados torbellinos
De llamas y humo espeso despedía.
Toda la falda, de que está cercada,
De una costra brillante está cubierta,
Que da a entender que algunos peregrinos
Minerales oculta su terreno,
Que el azufre labró, de que está lleno.
Vuelan al punto a hacer la descubierta
De aquellos preciosísimos metales
Algunos escuadrones infernales.
Como se ve una turba numerosa.
De fuertes Zapadores, dividida
En tropas, y en los campos extendida,
Que de picos armados y azadones,
Escavan, con una ansía presurosa
Fosos, o alzan trincheras, o espaldones;
Así se esparcen todos, presididos
Por Mammón, de los Angeles caídos
Reputado el más vil, por su avaricia
Vergonzosa. Aun estando en el dichoso
Celeste Alcázar, con mayor codicia
Parecía atender al suntuoso
Adorno, a la riqueza que brillaba
En su soberbio pavimento de oro,
Que a los encantos del celeste coro:
Cuando éste al ver a Dios, en los ardores
De su divino amor se enajenaba.
Y concorde entonaba sus loores,
A él, por efecto de su villanía
Siempre al suelo mirar se lo vela.
Este espíritu inmundo
Fue el que la sed del oro en nuestro mundo
Introdujo después. El hombre ingrato,
De su madre la tierra penetrando
Los senos, sus entrañas destrozando,
En ellas fue a buscarlo. ¡Qué Insensato!
É1 mismo se privó, con mano avara,
Del sólido tesoro que lo diera,
Si en lugar de seguir la lisonjera
Vana ilusión, juicioso la labrara.
Mas ya la infernal tropa ha hecho en la dura
Falda del alto monte una abertura
Ancha, a fin de extraer el escondido
Oro, en sus negras venas esparcido.
Ni es de extrañar se hallase en aquel puesto,
En el infierno, aquel metal funesto:
¿Dónde mejor hallarse debería?
¡Venid ahora vosotros que a porfía
En las antiguas hojas de la historia
Los extraños prodigios ponderasteis
De Memfis y de Thebas, y su gloria
Hasta el cielo ensalzasteis,
La veréis eclipsada en el momento
,Al lado del magnífico portento
Que en una ojeada sola fabricaron
Aquellos poderosos e inmortales
Espíritus! ¡Veréis cómo humillaron
La soberbia del hombre y de sus reales
Obras más afamadas;
Lo que a él le costó siglos de un constante
Empeño, a que sus artes agotadas
Llegaron, superando en un instante!
Todos trabajan, todos se apresuran:
Varios conductos, desde el lago ardiente
Practicados al pie de la eminente
Montaña, un fuego liquido conducen,
El metal bruto en él funden y apuran,
Separada la escoria, lo introducen.
Formando mil arroyos espumosos
De vivo fuego, en otros tantos fosos,
En donde hirviendo, cual requiere el arte,
Líquido y puro, toma ya la forma
Para cebarlo en los moldes, excavados
En el sólido suelo, en donde aparte
Cada porción se enfría, y mitigados
Los fuegos lentamente, se transforma
En sólidas fisuras, delicadas
Y varias, a la fábrica arregladas.
En el órgano así, tan sólo un viento,
Por todos los cañones repartido,
Por cada cual con diferente acento,
Melodioso, varía su sonido.
De un magnífico templo a la manera,
El inmenso edificio se levanta
Por grados todo, con presteza tanta,
Cual de la tierra exhalación ligera,
Al son de una agradable sinfonía;
Así como a la dulce melodía,
Y al compás de la lira, se elevaron
Las murallas que a Thebas circundaron.
La magnífica mole levantada
Deja ver una serie dilatada
De soberbias columnas, en que el oro
Con la plata compite, y en que ostentan
Los sabios arquitectos el decoro,
Con el gusto y primor; los arquitrabes
Cual los zócalos todos que sustentan
Las dóricas pilastras, y aun las naves
De relieves y adornos revestidas,
Todos, con alusiones conocidas
A los pasados hechos, tan precioso
Portento de las artes, de la ciencia,
Y la riqueza ostentan reunidas,
Que supera la humana inteligencia.
Jamás, aun cuando el Nilo caudaloso
Y el Eufrates porfiados compitieron
En fabricar con más magnificencia
Sus templos y palacios, consiguieron
Acercarse de esta obra a la grandeza,
Y menos del trabajo a la belleza.
Ya en fin aquel inmenso monumento
Completo está, sobre su firme asiento;
Soberbia, incomparable maravilla,
Digna de que establezca allí su silla
De los cielos el émulo insolente.
Mas las puertas de bronce, de repente
Sobre goznes enormes resonando,
Se abren a un lado y otro, presentando
A la vista curiosa el fondo interno,
Que se extiende sin fin, obra acabada,
Sin igual. De la bóveda elevada
Mil arañas preciosas encendidas,
Con torrentes de luces del Infierno,
Hacen un nuevo Cielo, suspendidas,
Y un resplandor esparcen indecible,
Mantenidas de asfalto inextinguible.
Entra la muchedumbre en él, ansiosa,
Admirando el magnífico edificio:
A éste sorprende el ver su portentosa
Capacidad; aquél, pasmado, alaba
Su preciosa materia; otro no acaba
De ensalzar la destreza y artificio
Del arquitecto, y todos convenían
En que la obra era digna del obrero
Celeste, cuya ciencia conocían,
Como que en el Empíreo, primero,
Los palacios había fabricado,
Los altos domos de los Serafines,
Desde los cuales, cada cual sentado
Como Rey, sobre un trono Majestuoso,
Con el cetro en la mano, gobernaba
La provincia del cielo, cuyos fines
El supremo Monarca lo confiaba.
También el arquitecto primoroso
Fue conocido del linaje humano
En la Grecia y la Ausonia; adoraciones
Recibió bajo el nombre de Vulcano,
Y si hemos de dar fe a las narraciones
De la fábula, el fue al que, el iracundo
Jove, desde el palacio cristalino
Que con arte divino
Para su uso en el ciclo, había, labrado,
De un puntapié, hasta el mundo
Que habitamos echó precipitado.
Desde la aurora hasta que el medio día
Declinó, y desde entonces hasta tanto
Que la noche extendió su oscuro manto,
El triste, sin parar volteado había
Por el éter inmenso, cual si fuera
Una estrella brillante, que cayera,
Hasta que en Lemnos, hija de los mares,
Paró, y se vio adorado en sus altares.
La fábula habla así; pero mucho antes,
Del cielo, con los Ángeles restantes
A una, cayó ¿Y qué saca el desgraciado,
De haber con tal primor edificado
Palacios, más allá del firmamento,
Pues que, en castigo de su atrevimiento.
Dios le ha arrojado a trabajar en tales
Obras en los abismos infernales?
Mas ya los reyes de armas, con pomposo
Fausto, y las trompas con sonoro acento,
De orden suprema, al pueblo belicoso
Llaman al general ayuntamiento
Que debe en aquel templo celebrarse.
Los Jefes principales a juntarse
Comienzan en el vasto Pandemonio,
Capital de su nuevo patrimonio.
Sigue después la turba, con afluencia
Tal el ancho vestíbulo llenando,
Y en lo interior cargando
De todo el templo, que aunque en competencia
Con el mayor cercado entrar podían
En que en la antigüedad lidiar solían
Con lanza en mano, o despedir ligeros
Dardos, los vigorosos caballeros,
O disputar en carros la primera
Corona de la rápida carrera,
Aun no eran ni con mucho suficientes
A contener las infernales gentes.
Su muchedumbre, que la tierra inunda
Los aires oscurece,
Y al ruido de sus alas estremece
El vasto espacio. Así en la primavera
Cuando el campo fecunda
Con su rocío la temprana aurora,
De las negras abejas la guerrera
Multitud, en enjambres dividida,
El aire y las llanuras va ocupando;
Y cuando el sol dora
Con su luz, a lo lejos extendida,
Las olorosas flores,
De sus Cálices bebe, susurrando,
Los preciosos licores,
O amontonada toda sobre un viejo
Tronco, en él colocarse solicita,
Y allí teniendo sabia su consejo,
Los intereses del estado agita.
Del mismo modo aquella innumerable
Multitud, allí dentro se apresura
Y no puede caber: mas ¡oh admirable
Prodigio! a una señal que de repente
Hace su Rey, la prócera estatura
De los soldados, que era semejante
A la de aquel gigante
Pueblo de los Titanes, prontamente
Se reduce, se encoge de tal forma,
Que cada uno en pigmeo se transforma,
Como aquellos que ocupan la ribera
Del Estrimón, que en un pequeño espacio
Cabe su multitud como pudiera
En el vasto recinto de un palacio.
Así el pastor al resplandor dudoso
De, la luna imagina, o más bien sueña,
Que ve volar en torno un numeroso
Pueblo de aéreos y pequeños entes,
Turba humilde que danza a sus lucientes
Rayos, y que el Planeta con risueña
Cara presencia aquella alegre fiesta;
Su alma al temor y a la ilusión dispuesta.
Sigue a su vista la gloriosa escena
Lejos, y se figura que a su oído
El dulce acuerdo de sus voces suena,
De placer y terror estremecido.
Como ellos, pues, se encuentran achicados
En un instante los agigantados
Ángeles infernales, y debajo
Del vasto techo caben sin trabajo;
Pero los Serafines elevados
Los Querubines, y otros principales
Jefes, conservan todos su estatura,
Su tallo y nobilísima figuras,
Sobre el Inmenso vulgo descollando;
Y en el remoto fondo, sus sitiales
Regios, de él separarlos, ocupando
Según el orden de sus divinidades,
Forman un gran senado de Deidades,
Hasta que el gran Monarca se endereza
Hacia su solio, y el consejo empieza.
LIBRO SEGUNDO.
SUMARIO.
Trata Satanás en el consejo infernal, sobre si conviene aventurar aún
otra batalla por recobrar el Cielo. Algunos son de este dictamen, y otros
se oponen. Determínase que es necesario, antes de todo, seguir la idea
de Satanás, inquiriendo el sentido de la profecía, o tradición del cielo,
acerca del nuevo mundo, destinado a una especie de criaturas poco inferiores
a los ángeles y que al parecer estaba ya en tiempo de verificarse.
Se refiere su embarazo para saber a quién han de enviar a descubrir
aquel nuevo mundo. Satanás se encarga solo de aquella empresa, colmado
de honores y de aplausos. Acabado el consejo, se separan los ángeles,
y para suspender sus males, entre tanto que su jefe vuelve de la
empresa, se ocupan en diferentes ejercicios. Satanás llega a las puertas
del Infierno que halla cerradas, y guardadas por dos monstruos espantosos.
Después de algunas explicaciones se las abren. Ya fuera de ellas ve
el abismo colocado entre el Infierno y el Cielo, y lo atraviesa, aunque
con mucha dificultad. El caos, que reina en él, le da señas del camino
que ha de seguir para llegar al mundo que busca.
En regio trono, más resplandeciente,
Con mucho, que las bárbaras, pomposas
Riquezas de oro y perlas que el Oriente
Derrama a plenas manos
Sobre los ponderados soberanos
De Ormuz y de las Indias fabulosas,
El fiero Satanás se ve sentado,
Por todas partes de magnificencia
E indecible aparato circundado.
¡Triste gloria! ¡Funesta preeminencia
Que al mérito de ser el más culpable
Debe, y su orgullo indómito alimenta!
¿Qué es, en efecto, aquella miserable
Elevación, sino un escollo horrendo
En que debe estrellarse su esperanza,
Con los embates de la más violenta
Cruel desesperación, que se abalanza
A empeños que, sus fuerzas excediendo,
Han de dejar su ardiente sed burlada
Y aumentar la tormenta
De desgracias sobre él acumulada?
Mas su soberbia nada reflexiona,
Y ciego a sus proyectos se abandona:
En vano lo ha mostrado la experiencia,
De su débil poder la insuficiencia
Contra su Criador, que audaz se cierra
En hacerle sangrienta eterna guerra;
Y con este discurso a aquella dura
Empresa a todos animar procura:
«¡Tronos, Dominaciones, Potentados,
»Monarcas de los Cielos respetados!
»De los Cielos, repito; pues no es dable,
»Por más que la injusticia nos oprima,
»Que un pueblo de inmortales seres gima
»Siempre en esta prisión insoportable;
»Y así no doy los Cielos por perdidos
»Para nosotros; de ellos descendidos,
»Nuestra caída misma darnos debe
»Un natural impulso, que nos lleve
»Con mayor fuerza a nuestra patria amada,
»Y cuanto más la odiosa tiranía
»Vemos en abatirnos empeñada,
»Más se debe aumentar nuestra osadía.
En cuanto a mí, que la naturaleza
»Destinó de este trono a la grandeza,
»Y que vosotros mismos libremente
»Por vuestro Rey habéis reconocido,
»A estos derechos, con justicia puedo
»Decir que Otros mayores he añadido,
»Sirviéndoos con el celo más prudente
»En los consejos, y con un denuedo
»Sin igual en la guerra batallando,
»El primero los riesgos arrostrando.
»A estos títulos debo este alto puesto,
»Que nadie envidia. ¿Y quién envidiaría
»Un trono sobre el cual no conseguía
»Sino estar a los males más expuesto?
»Que tenga pretendientes no es posible
»El triste cetro de este abismo horrible:
»Sola del Cielo la feliz morada
»Merece con empeño disputarse.
»¿Mas habrá acaso quien de mi abrasada
»Corona tenga aliento de encargarse?
»Cuanto más vasta, es más desventurada:
»El bien tan sólo la ambición excita,
»Y así donde no lo hay, la paz habita:
»El mismo exceso de la desventura
»Que nos oprime, nuestra unión conserva,
»La ambición desterrando,
»Y con lazos eternos la asegura:
»La envidia para el Cielo se reserva,
»Que allí halla cebo la ambición del mando,
»Y no entre estas cadenas,
»En que éste no produce más que penas.
»Esta ventaja, pues, que al Cielo hacemos
»En concordia y firmeza, aprovechemos;
»Hagamos a lo menos lo posible
»Por recobrar nuestra primera herencia:
»La honra y el interés a competencia
»Nos lo aconsejan, y por otra parte,
»Nuestra actual situación es tan horrible,
»Que aunque en la empresa no seamos felices,
»Jamás nos podrá hacer más infelices.
»Sólo pues, queda que juzguéis si al arte
»Hemos de recurrir, o si más cierta
»Será nuestra ventaja en guerra abierta.
Satanás acabó, y en pie elevado
El Jefe que inmediato se seguía
En aquella malvada compañía,
El más feroz, más fuerte y más osado
Entre los moradores del Infierno.
Moloch, que se decía al ser eterno
Igual, y en su delirio prefería
Perder enteramente la existencia
A concederle alguna precedencia,
Terrores y amenazas despreciando,
Y el Cielo y los Infiernos olvidando,
Cediendo del despecho a la violencia,
El furioso Moloch, su horrible encono
Con voz áspera exhala en este tono:
«Venganza, guerra abierta, interminable.
»Tal es mi único voto. No me precio
»De artes ni de ficciones,
»Arma sólo adaptable
»A unos seres cobardes que desprecio:
»Úsenlas ellos, en las ocasiones
»En que las necesiten; mas que ahora
»En proyectos inútiles gastemos
»El tiempo, cuando todo ese valiente
»Ejército, del ocio ya impaciente,
»A sí mismo en silencio se devora,
»Hasta que el freno a su furor soltemos;
»Y que a tantos millones de soldados,
»Por una causa tan gloriosa armados
»A tragar sus ultrajes precisemos,
»Tranquilos en los hierros vergonzosos
»De la más detestable servidumbre,
»Y a que se tengan casi por dichosos
»En ser esclavos, mientras de la cumbre
»Del Cielo, al vernos mano sobre mano,
»Se burla de nosotros el tirano
»En medio de su corte envanecida,
»Y su gobierno injusto consolida;
»Tolerar no es posible tal vileza.
»Partamos pues, volemos con presteza;
»Esta cárcel horrible destruyamos;
»Para nuestra venganza armas hagamos
»De esas mismas cadenas inflamadas,
»De esos nuevos y crueles instrumentos,
»Que su autor destinó a nuestros tormentos
»Volvámoslos contra él. Que esos torrentes
»De fuego, que esas olas azufradas,
»Al soplo de su cólera encendidas,
»Nuestra marcha precedan, en ardientes
»Rayos por nuestra rabia convertidas.
»Si ese enemigo, de piedad ajeno,
»Se lisonjea de infundir desmayo
»En nuestros pechos con su fiero trueno,
»Trueno a trueno opongamos, rayo a rayo.
»Que nuestros fuegos rápidos, rompiendo
»A manera de horrible torbellino
»El aire, tropezando en el camino
»Con los suyos, su trono estremeciendo,
»Vayan a herirle a él mismo, entre los vanos
»Obsequios de sus viles cortesanos.
»¿Mas quién podrá, dirán, su osado vuelo
»Elevar, del profundo infernal suelo
»En que yacemos, hasta aquella altura?
»¿Y su ventaja no será segura
»Desde ella, sobre gente ya vencida,
»Falta de fuerzas, y que no podemos
»Juzgar apta a tan áspera subida?
»¡Infundado terror! ¿Pues qué, no vemos
»Que si nuestro vigor se ha amortecido
«Un momento, al beber en ese hirviente
»Lago las torpes aguas del olvido,
»El Angel a subir naturalmente
»Por su propia energía destinado,
»Y para descender violentado,
»Es preciso recobre prontamente
»Su natural impulso? ¿Y no lo vimos
»Todos, cuando una fuerza irresistible
»Nos arrojó del cielo? ¿A qué debimos,
»Sino a este impulso sólo, la constante
»Resistencia que hicimos al pujante
»Brazo que al fondo de este abismo horribles
»Con su peso fatal nos impelía?
»A cada paso al Cielo nos volvía
»Nuestra naturaleza, batallando
»Con los rayos, y a palmos disputando
»El campo, que quizás jamás perdiera
»Nuestra guerrera, gente,
»Si conocido hubiera
»Su fuerza natural, como al presente.
»¿El éxito teméis? ¿Y por ventura,
»Acrecentar podrá ese Dios terrible
»De esta infausta morada los horrores?
»¿Podrá más, si la cólera le apura,
»Que acabar de una vez nuestros dolores,
»Privándonos del ser? ¿Y era posible,
»Si aquí hemos de existir que nos hiciese
»Una gracia que más nos conviniese?
»Sobre nosotros tiene ya perdido
»La desgracia su influjo. No podemos
»Vernos más infelices que nos vemos.
»¿Y qué podrá añadir, por irritado
»Que esté, al infierno en que nos ha metido?
»Privados de la dicha y la alegría,
»Desterrados de aquella venturosa
»Patria, de la luz misma, a este olvidado
»Asilo de la noche tenebrosa,
»Víctimas de una baja cobardía,
»A esos fuegos de pábulo sirviendo;
»Mientras que en otro abismo aun más horrendo
»Os sepulta ese bárbaro tirano,
»Cual vasallos rendidos; ¡id, prestadle
»Homenaje; aguardad que sus feroces
»Verdugos, sus tormentos más atroces
»Arrepentir os hagan, y aunque en vano,
»Que os perdone apiadado suplicadle!
»Sabéis que no lo hará, y aunque lo hiciera,
»Mil veces yo el infierno prefiriera.
»Y ¿qué recelo pueden ya causaros
»Sus amenazas? ¿En la horrible suerte
»En que os halláis, acaso puede daros
»Otro tormento nuevo, que la muerte?
»¿Qué fuerza, pues, os hace un enemigo
»Que daros ya no puede otro castigo,
»Por más que le irritéis, que el de quitaros
»La vida, pena menos espantosa
»Mil veces que la suerte dolorosa
»Que teméis para siempre en adelante?
»Si es, cual lo creo, nuestro ser divino,
»Y la inmortalidad nuestro destino,
»Tan larga duración será bastante
»Para causar su furia, por constante
»Que sea, y agotados
»Sus rayos, su poder desfallecido,
»Podrá ser con ventaja acometido.
»La experiencia nos dicta que podremos
»Al fin llevar la guerra a sus estados,
»Y por más que se precie de invencible,
»Sobre su odioso trono inaccesible
»Insultarle: testigos los extremos
»A que le vimos todos reducido
»En la batalla cruel que hemos perdido;
»Y en fin, aunque vencerlo no logremos,
»Aunque caídos mil veces nos veamos,
»Otras tantas con nuevo ardor volvamos
»A hacer guerra al tirano endurecido.
»Y sean siempre el odio y la venganza»
Nuestro consuelo y bienaventuranza.
Así acaba, los dientes rechinando,
Y el entrecejo lúgubre arrugando:
Se ve en su boca una sonrisa horrible;
Sus miradas, que arrojan un funesto
Resplandor; su aire audaz y fiero gesto,
El enemigo anuncian más temible,
Para todo otro que el Omnipotente.
Más humano, más suave y cariñoso
En su trato, Belial, el más hermoso
Entre todos los Angeles perdidos,
Repugnando el dictamen precedente,
Habla después: Belial, cuyos fingidos
Rasgos de dignidad y de nobleza,
Del más vil pecho ocultan la bajeza;
Pero que en sus palabras tal dulzura
Derrama, y con tan noble gracia toca
Cualquier materia, por ingrata y dura
Que sea, que no hay alma que a su influencia
Haga, por más que quiera, resistencia:
La miel destila siempre de su boca,
A pesar de la hiel de que está lleno
Su corazón: su ingenio cauteloso
Sabe envolver, entre las delicadas
Redes de sus palabras estudiadas,
A la razón; esparce su veneno
Con lenguaje doloso
Sobre toda virtud, y su artificio
Hace que en su lugar se aplauda el vicio:
Para toda acción noble negligente,
Sólo para ruindades es ardiente;
Mas no obstante, su voz encantadora
Cautiva la atención, y así perora:
«No menos que vosotros ¡oh señores!
»Odio la esclavitud y tiranía:
»No menos de la guerra los ardores
»Mi pecho encienden; pero yo querría
»Que no se decidiese de ligero,
»Y a impulsos del furor, mal consejero;
»Sino que, consultando a la prudencia.
»Viésemos si el hacerla convenía.
»Voy, pues, a examinarlo: y lo primero
»Hallo, que e1 mismo Jefe generoso
»Que nos gobierna, y que en inteligencia
»Y en valor sobresale, desconfía
»De que el éxito sea ventajoso.
»La desesperación es el cimiento
»Sólo en que funda todo su ardimiento,
»Y su última esperanza está cifrada
»En vernos reducidos a la nada:
»La aniquilación es la sola mira
»A que, con tal que esté vengado, aspira:
»¡Mas qué venganza! ¿Acaso ésta es posible?
»Hueste inmensa de espíritus leales
»Está velando sin cesar, armada,
»Sobre los altos muros celestiales,
»Y hace toda sorpresa inasequible;
»A veces parte de ella, hasta en las puertas
»Del Infierno la vemos acampada,
» Y una gran multitud de sus despiertas
»Avanzadas penetran con desvelo
»Nuestro mismo horizonte, registrando
»Con negras alas todo este hondo suelo.
»Siendo, pues, imposible una sorpresa,
»¿Se podrá a fuerza abierta nuestra empresa
»Conseguir? Las tinieblas agregando
»Unas a otras, en este abismo horrendo,
»Envuelto todo nuestro innumerable
»Ejército en su lóbrega espesura,
»¿Podrá acercarse al Cielo, oscureciendo
»Con sombra prolongada y espantable
»Del éter intermedio la luz pura?
»¡Vano intento! Del trono inaccesible,
»De resplandor eterno circundado,
»Ese enemigo nuestro arrojaría
«Raudales de su luz incorruptible
»Que volviesen la noche en claro día,
»Que penetrando hasta este abismo odiado,
»Nuestros débiles ojos deslumbrasen
»Y aun más al fondo nos precipitasen.
»Ultraje sobre ultraje acumulemos,
»Dicen; así su cólera agotando,
»Su venganza quizás engañaremos,
»Y que nos haga perecer logrando,
»En la muerte hallaremos el remedio
»Unico del dolor que nos oprime.
»¿En la muerte decís? ¡Qué triste medio!
»¿Y quién, no obstante sus horribles penas
»Querrá sufrir que su funesta mano,
»A cuyo aspecto consternado gime
»El universo, rompa sus cadenas;
»Saber cuál corta la guadaña
»De ese monstruo inhumano;
»Para siempre perder esa luz pura,
»Ese espíritu activo, cuyo vuelo
»La inmensidad recorre en un momento;
»Verlo apagar bajo del torpe hielo
»Del sepulcro, y caer desde la altura
»De la inmortalidad hasta la nada;
»Eterna lobreguez que el pensamiento,
»El sentido y el ser mismo anonada?
»Y aunque fuese el perder nuestra existencia
»Algún bien y ese Dios poder tuviera
»Para hacerlo, ¿os parece que él quisiera
»Con nosotros usar tanta indulgencia?
»Dudoso es que lo pueda; pero es cierto
»Que nunca incurrirá en tal desacierto.
»No puede un Dios tan sabio de manera
»Cegarse que de su ira no sea dueño.
»Creer que no sepa aquel ser elevado
»Y omnipotente, que domina al mundo,
»Dominarse a si mismo, fuera un sueño.
»¿Por más que con nosotros está airado,
»Querrá revocar nunca una sentencia
»Dictada por el odio más profundo,
» Y a la muerte voraz dando licencia
»De penetrar en esta sima ardiente,
»A un golpe, de sus víctimas privarse,
»Y de aquel placer dulce de vengarse
»Que puede disfrutar perpetuamente?
»Si es así, me dirán, ¿por qué dudamos
»Combatirle mil veces? ¿Por fatales
»Que sean las resultas que suframos,
»Podrán crecer acaso nuestros males?
»¡Pues qué! ¿Os parece tan cruel, señores,
»La situación en que ahora nos hallamos.
»En medio del Infierno y sus horrores?
»¿Poco se os hace que se nos conceda
»Conspirar quietos, libres, reunidos,
»En este vasto templo establecidos?
»¿Juzgáis que no pudieran ser mayores
»Nuestros trabajos? Si memoria os queda,
»Acordaos de aquel terrible día
»En que de la celeste monarquía,
»Por ese mismo Dios precipitados,
»De una lluvia de rayos aterrados,
»Este abismo invocábamos gimiendo,
»Donde en tropel nos iba sumergiendo,
»Con más miedo a sus golpes espantosos
»Que a los voraces fuegos tenebrosos
»En que su ira feroz nos sepultaba.
»¿Quién de vosotros no se reputaba,
»Decídmelo, por más desventurado
»Que en el presente estado?
»¿Pues qué fuera si aquellos vengadores
»Fuegos, al soplo rápido encendidos
»De su furor, doblasen sus ardores
»De nuevo, y nuestras penas duplicaran?
»¿Qué, si de vivos rayos, despedidos
»Por su irritada mano, nubes densas,
»Cortando del vacío las inmensas
»Regiones, otra vez nos inundaran
»De un diluvio de llamas insufribles
»¿Qué en fin, si su venganza completando,
»Sobre nuestras cabezas derribase
»Esa bóveda horrenda, derramase
»El vasto mar de fuego inextinguible
»Que sostenido en ella está bramando,
»Y envueltos en la ruina, en los raudales
»De aquellas cataratas infernales,
»Para siempre en su fondo nos metiera?
»¿Y quién sabe, si mientras con sosiego
»Aquí reunidos, nuestro encono ciego.
»Sus varios planes de venganza traza,
»Ese Dios, que de lo alto considera
»Nuestros vanos proyectos, que permito
»Para hacernos escarnio, ahora en desquito
»Con nueva tempestad nos amenaza,
»Que sobre alguna de esas duras rocas
»Vivos nos clave, expuestos al embate
»De las tormentas y los torbellinos,
»O que quizá de sumergirnos trato
»En ese ardiente mar, con nuestras locas
»Tramas, al fondo de esos remolinos
»De fuego abrasador encadenados,
»Funesta habitación del negro espanto,
»Donde no se oye sino eterno llanto;
»En el que para siempre sepultados
»Sin piedad, sin remedio y sin reposo,
»Pasemos siglos nunca rematados,
»Sin otra perspectiva que un lloroso
»Teatro de dolores inmortales,
»De opresión cruel e interminables males?
»¿Y a esta suerte queremos exponernos?
»Harto mejor, creedme, es abstenernos
»De combatir. Sabemos demasiado
»Lo que es el brazo de ese Dios terrible.
»A la astucia y la fuerza inaccesible,
»Todo lo sabe y puede, y sosegado
»En su trono, al ver esta clandestina
»Junta, y cuanto se trata y determina,
»Nuestra flaqueza y nuestro orgullo necio,
»Aun más que su ira, excitan su desprecio.
»¿Pues qué, diréis, nosotros, que traemos
»Del Cielo nuestro origen, sufriremos
»Que se nos dé el Infierno por morada?
»¿La cabeza tendremos agobiada
»Bajo un vil yugo, y a los inhumanos
»Hierros presentaremos nuestras manos?
»Con razón os quejáis; y yo el más fuerte
»Impugnador de tal arbitrio fuera,
»Si una vislumbre de esperanza hubiera
»De no empeorar, peleando, nuestra suerte.
»Mas, por desgracia no nos engañemos,
»No existe, y nuestro mal agravaremos:
»Sometámonos, pues, como vencidos;
»Cual cautivos, suframos los estrechos
»Hierros, puesto que así quieren los hados
»Y de los vencedores los derechos.
»En todos los trabajos ser sufridos
»Es tan propio de pechos generosos,
»Cual lo es el ser osados
»En cualesquiera eventos peligrosos;
»Y pues para sufrir fuerza tenemos,
»Firmes los nuestros tolerar debemos.
»¿Y hay acaso razón para quejarnos?
»¿Quién en nuestras desgracias tuvo parte
»Sino nosotros mismos? ¿Por ventura,
»De otro éxito pudimos lisonjearnos,
»Cuando sin reflexión, y a la ventura,
»Desplegó nuestro orgullo el estandarte
»Contra Dios? Yo me río ciertamente,
»Al ver aquella furibunda gente,
»En los primeros lances tan osada,
»No poder sufrir ahora acobardada,
»La ignominia, el destierro y demás males
»Que eran las consecuencias naturales
»De un suceso funesto, y un castigo,
»Que era fuerza esperar del enemigo.
»¿Y quién sabe si acaso desarmado
»Ese Dios, al notar nuestra obediencia,
»Su furia aplacará, y desagraviado
»Por los tormentos que hemos padecido,
»Quietos nos dejará con negligencia
»En un rincón del Reino del olvido?
»Temamos, si insistimos, al contrario,
»En renovar el choque temerario,
»Despertar su ira y avivar el fuego.
»Si obramos con prudencia y con sosiego,
»Este al fin se enfriará, y nuestras esencias
»Puras sentirán menos las influencias
»De sus llamas mortíferas. Lo allana
»El tiempo todo, y la costumbre puede
»Esta sima pestífera hacer sana:
»Del hábito a la fuerza todo cede:
»Con ella, aunque ahora aquí nos abrasemos,
»Estas llamas quizá no sentiremos:
»Aun esta sombra que nos intimida
»Veremos en luz clara convertida;
»Ya con aspecto menos espantoso
»Brillará este desierto doloroso,
»Nuestro fatal estado suavizando
»Y todas nuestras penas aliviando.
»Así lo espero. ¿Y contaréis por nada
»Las grandes novedades
»Que acostumbra a traer la continuada
»Serie de las edades,
»Ese flujo y reflujo de los varios
»Sucesos, que no pueden ser contrarios
»A nosotros, de modo miserables,
» Que han de sernos por fuerza favorables?
»Ayer felices, hoy desventurados,
»Esperémoslo todo de los hados;
»Pero nuevos esfuerzos no tentemos,
»Con que este infierno más profundicemos.»
Así Belial, fingiendo una prudencia
Falaz, aconsejaba a sus oyentes,
Con titulo de paz, vil indolencia;
Mammón habló después en este tono
«¡Potentados y Jefes eminentes!
»Cuando nuestro caudillo se dispone
»A nueva guerra, en ella se propone
»Precipitar a Dios de su alto trono,
»O aquellos recobrar que hemos perdido:
»Este deseo viéramos cumplido,
»Si la casualidad, favoreciendo
»Nuestro vivo interés, con su dudoso
»Influjo los decretos no minara
»Del destino, o si el caos, sumergiendo
»Otra vez en su seno tenebroso
»El orbe, esta gran causa sentenciara;
»Pero contra el Altísimo, ¿qué puede
»Nuestro loco furor? Nada esperemos
»Contra el que a todos en grandeza excede:
»Tampoco de lograr nos lisonjeemos
»Mejor suerte. ¿Y qué puesto apetecible
»Habrá para vosotros en el Cielo?
»Mientras que allí domine ese tirano,
»¿Podríais disfrutarlo sin recelo?
»Pero un momento demos por posible
»Que nuestras tramas nos perdone humano,
»¿Iréis el abandono consagrando
»De los derechos vuestros, cual rendidos
»Vasallos, a postraros en presencia
»Suya, y darlo homenaje y obediencia?
»¿O humildes, de rodillas, disputando
»El incensario a los envilecidos
»Angeles, antes vuestros compañeros,
»Su deidad adorando,
»Vuestro encono interior disimulando,
»A adularlo con himnos lisonjeros,
»Y a celebrar forzados sus grandezas,
»A1 mismo tiempo que él vuestras cabezas
»Huelle orgulloso, desde su elevado
»Trono, en el polvo, sin honor postradas?
»Vuestros acatamientos vergonzosos
»Contará entre sus triunfos más gloriosos,
»Y de tales bajezas admirado,
»Sobre sus aras, de Angeles rodeadas
»Y de inmortales flores coronadas,
»Saboreará a su gusto la ambrosía.
»¡Id, pues; con despreciable cobardía,
»Sus despóticas leyes, obedientes
»Cumplid, y tributadle reverentes
»Los cultos en su corte regulares,
»Con eternos e insípidos cantares!
»Tal es el quehacer noble que os espera,
»¡Oh vil rebaño! en la celeste esfera.
»¡Y que siglos eternos tan penosos
»Gastaréis en dar cultos fastidiosos,
»Sin cesar, a un tirano aborrecido!
»Sea, pues, que él os llame a su celeste.
»Cárcel, sea que poco esfuerzo os cueste
»A ella volver, tened bien entendido.
»Que si habéis de vivir con tal afrenta,
»Ni aun habitar el Cielo os tiene cuenta.
»Antes que mendigar una pomposa
»Esclavitud, vivamos, cual prudentes,
»Para nosotros mismos. Poseemos
»En nuestros corazones la abundosa
»Fuente de nuestra dicha. Si sabemos
»Buscarla dentro de ellos diligentes,
»Burlar podremos, aun desde este suelo,
»La cólera del déspota del Cielo.
»Por más que esta prisión parezca horrible,
»Será para nosotros apacible,
»Si nuestra libertad, aunque penada,
»Anteponemos a una acomodada
»Esclavitud, y a la magnificencia
»De los grillos, la noble independencia
»Sacar de los sucesos más fatales
»La dicha; en bienes convertir los males;
»Formarnos una patria de este triste
»Destierro; sustituir a la pobreza
»La industria, manantial de la riqueza;
»Inventar, cultivar los ingeniosos
»Artes a lo que nada se resiste;
»Tales deben de ser en adelante
»Vuestras empresas, ¡oh hijos laboriosos
»De la activa miseria! ¿Y qué victoria
»Sería en nuestro estado más brillante?
»Cuanto menos los medios, mayor gloria.
»¿De esta región, acaso os intimida
»La oscuridad? Pues dad a la extendida
»Etérea llanura una mirada:
»Ved al Eterno con el negro manto
»De la noche cubrir su augusta frente:
»Notad esa tormenta, de repente
»De las espesas nubes fabricada:
»El mismo, precedido del espanto,
»Viene en sus seno, mientras que rugiendo
»Estremece la esfera amedrentada,
»Abrasadores rayos despidiendo,
»Al compás de horrorosos estallidos,
»Por los lejanos ecos repetidos,
»Y velado en sus sombras e invisible
»Aun es más majestuoso y más terrible.
»Supuesto, pues, que al Cielo adoptar vemos
»Del infierno los fúnebres colores,
»¿Por qué su resplandor no imitaremos,
»Y su adorno, como él nuestros horrores?
»Duerme enterrado aquí más de un tesoro;
»Nuestros pies negligentes huellan oro
»Y diamantes. ¿Y acaso la destreza
»Nos falta, para darles las labores
»Que exigen el valor y la belleza
»De estas nobles materias? ¡Qué consuelo
»Será lograr, a fuerza de desvelo,
»Que el blando lujo, que es de la riqueza
»Hijo, en este hondo Infierno se introduzca,
»Y mil comodidades nos produzca!
»Ese fuego, hasta aquí nuestro tormento
»Con el tiempo será nuestro elemento,
»Y aun hará la costumbre tolerables
»Sus llamas, que nos son insoportables,
»Sus dolorosas puntas embotando,
»Y a nuestro temple el suyo acomodando.
»Todo exige la paz. A las divinas
»Venganzas, arranquemos nuestras ruinas;
»Nuestras perdidas tristes reparemos;
»El bien aprovechemos suavizando
»Los males; nuestros votos arreglemos,
»Como nuestros proyectos, con prudente
»Juicio, al estado en que ahora nos hallamos;
»Y cautivos, de la suerte contingente
»De los combates sobre todo huyamos.
»Yo la paz voto.» Apenas ha acabado,
Cuando un sordo murmullo prolongado
De general aplauso, dulce suena
En el salón inmenso, semejante
A aquel ruido confuso de los vientos
Que en los peñascos cóncavos resuena
De la orilla del mar, cuando distante
La a tormenta, ya calma sus violentos
Impetus, entre tanto que, acogido
Al fondo de una cala más remoto,
De altas rocas rodeado, al fin rendido
De las fatigas del pasado apuro,
Anclado el barco, de temor seguro,
Duerme con sueño plácido el piloto,
Por las olas y ráfagas mecido.
Así, «¡la paz, la paz!» con alegría
Por todas partes resonar se oía:
¡Tal terror al concurso ocasionaba
El nuevo Infierno que se le anunciaba!
Aunque en suerte tan triste, todavía
Se acuerdan del acero pavoroso
De Miguel, y del Todopoderoso
Temen los rayos. Una lisonjera
Esperanza se añade de formarse
Quizás un vasto imperio en adelante,
En donde están, que pueda a su primera
Mansión, aunque no sea tan brillante,
Al pronto de algún modo compararse,
El cual, con sabias leyes floreciendo,
Con valor y prudencia gobernado,
Por grados nuevas fuerzas adquiriendo.
Del Infierno haga un Ciclo, y envidiado
Del Cielo mismo, lo haga competencia,
En menos en poder que en opulencia.
Al ver aquel delirio bullicioso,
El grande Belzebuth después del fiero
Satanás, entro todos el primero,
A quien con preferencia, acordemente
Respeta aquel concurso numeroso,
Se levanta, y dirán que aun tiempo mismo
Consigo eleva el reino del abismo en
Profundamente impresos en su frente,
Se, ven los vastos planes, los talentos
Sublimes, los más altos pensamientos.
Aunque cuido, su semblante augusto
Conserva el majestuoso continente,
Y en su aire autorizado, y su robusto
Y gigantesco talle, semejante
En consecución al del forzudo Atlante,
Se ve que sostendrá el mayor Estado
Sobre sus firmes hombros apoyado.
Comienza, y de la noche la carrera
Tranquila, o del ardiente mediodía
El inmóvil reposo,
No igualan al respeto silencioso
Que enmudece al momento a la guerrera
Junta, atendiendo a lo que así decía:
«Príncipes, Reyes de la etérea Corte,
»Hijos del Cielo, pues así algún día
»El Empíreo os nombró, ¿será posible
»Que hayáis de menester que so os exhorte
»A conservar dictados tan gloriosos
«¿Y querréis esos nombres inmortales
»Trocar por el de Reyes infernales?
»Así parece, por vuestros gozosos
»Aplausos a la idea de ese Imperio
»Nuevo, que se ha propuesto sin misterio.
»Con tal satisfacción, y que es la mira
»Única ya a que el vulgo todo aspira.
»¡Imprudentes! ¿Tan pronto se os olvida
»Ese Dios sin piedad, eso implacable
»Vencedor? ¿Desde cuándo esta espantable
»Sima veis en asilo convertida?
»¿Os lisonjeáis de hallar algún seguro
»Abrigo en este calabozo oscuro el
»Que oculto vuestras tramas un instante
»A su vista severa y penetrante?
»¿Pensáis que aquí podréis, conspiradores
»Tranquilos, otra vez contra él ligaros,
»Fuera de alcance de su brazo fiero,
»Y evitar de sus leyes los rigores?
»¿Qué daños no traería el lisonjearos
»Con este falso sueño pasajero!
»Ese Dios, no dudéis, es el primero
»Y el último, el más grande y eminente,
»Así como el más sabio y más prudente
»Todo lo puedo, todo lo contiene;
»Su excelso imperio límites no tiene:
»Aunque de estos abismos tan distante,
»Siempre cautivo s suyos, su venganza
»En su más hondo seno nos alcanza:
»Para nosotros, no es su cetro de oro
»Mas que un cetro de acero fulminante.
»¿Por qué pues, cuando aun suena a vuestro oído
»El fragor espantable de sus truenos,
»Y el hostil eco del clarín sonoro
»De su hueste, cercana a este escondido
»Abismo, cada instante nos aterra
»Expendemos el tiempo muy serenos,
»En disputar sobre la paz o guerra?
»La guerra nos perdió sin duda alguna;
»Nos perdió para siempre; y ya ninguna
»Abertura de paz juzgo posible.
»¿Qué condiciones conceder podría
»A esclavos, cual nosotros, su amo airado,
»Sino cárceles, hierros y tormentos,
»Y cuanto imponer puede más terrible,
»De vil vencedor, como él, la tiranía,
»A vencidos que así lo han agraviado?
»¿Y qué pacto, a los nobles sentimientos
»Que profesáis, conviene, o qué tratado?
»Sólo el de alimentar un implacable
»Odio, ofender sin fin la ese enemigo
»Que de todas maneras nos oprima:
»Insultar a su misma formidable
»Venganza: hacer escarnio del castigo,
»Y no abandonar nunca la esperanza,
»De que el tiempo los duros hierros limo
»Que nos sujetan, con feliz mudanza.
»Esta al fin llegará, no lo dudemos:
»Su furor, por más que haga, cansaremos.
»Con nuestra astucia su poder minando,
»Y hasta en los Ciclos su quietud turbando,
»Sus triunfos a lo menos aguaremos;
»Mas cerremos, creedme a mí, la puerta
»A todo lo que sea guerra abierta:
»¡Dejémonos de sitios y batallas;
»De asaltar no soñemos las murallas
»Del Cielo, a todo esfuerzo inaccesible,
»Y mucho más el trono luminoso
»No menos que del Todopoderoso,
»A la fuerza y al arte inasequible:
»Medios nos quedan menos arriesgados,
»Y eficaces. Si no son inventados
»Ciertos rumores que generalmente
»En el Cielo han corrido,
»En un mundo de nuevo construido,
»Muy remoto, la mano omnipotente
»Ya presto a dar el ser a unas criaturas
»Venturosas y puras,
»Que en un jardín habiten delicioso,
»Y aunque tal vez nos cedan en la ciencia
»El poder y nobleza de la esencia,
»Disfruten de los dones, y el precioso
»Afecto de su dueño poderoso:
»Añaden que del cielo en el senado
»Está ya este decreto publicado,
»Y que Dios mismo, desde el alto asiento
»Del trono eterno, con su juramento
»Sacro, esta voluntad ha confirmado,
»En presencia del Cielo estremecido.
»Siendo esto así, nuestra atención volvamos
»A ese nuevo lugar desconocido:
»Hacia él nuestra venganza dirijamos,
» Y nuestra actividad: averigüemos
»Que habitantes en ese nuevo mundo,
»Ha producido su poder fecundo:
»Cómo han salido de él investiguemos.
»Sepamos qué materia, qué elementos
»Forman sus cuerpos, cuál es su figura,
»Cuál es su duración y su estructura:
»Cuáles con sus costumbres, sus talentos:
»De su virtud la fuerza o la flaqueza:
»Si debemos armarnos de violencia
»Contra ellos, o valernos de destreza.
»En vano de altos muros circundados
»Los Cielos, invencible resistencia
»Nos opondrán: en vano los osados
»Esfuerzos nuestros burlará a su gusto,
»Seguro en ellos, su Monarca augusto:
»Si ese mundo reciente acometemos,
»Que de sus reinos forma la frontera,
»Sin resguardo quizás le encontraremos.
»Sin muros, sin soldados, y patente
»Sin más defensa que su débil gente,
»Y una empresa será la más ligera
»Meternos en su plácida morada.
»Perezca pues, perezca enteramente,
»Por el infernal fuego devorada,
»Y vea su Creador, que ha destruido a
»Nuestra justa venganza, en un momento,
»Lo que con tanto empeño ha construido;
»O mejor, conservando aquel portento,
»Gocemos de los bienes destinados
»A aquellos seres, y pues nos destierra
»Del Cielo, también ellos desterrados
»Salgan de aquella deliciosa tierra.
»Así de él a placer nos vengaremos:
»Seducir a lo menos procuremos,
»Con astucia, ese pueblo favorito;
»Rebelarlo contra él; que degradado
»Por nosotros, también sea proscrito;
»Que se vea forzado
»A aborrecer lo que antes ha querido
»Y a destruir su obra misma arrepentido.
»¿Y podéis concebir lo despechado
»Que estará? ¿Cuál será el furor sangriento
»Suyo, al ver que turbamos un momento
»El tirano placer que en nuestras penas
»Disfruta? ¿Y cuál será nuestra alegría
»En poder derramar a manos llenas,
»Sobre esos hijos suyos tan queridos,
»Los males que nos tienen afligidos,
»Y lograr que maldigan a porfía
»En este propio abismo sus bondades,
»Nuestras crueles desgracias dividiendo,
»Del mismo modo que nuestras maldades
»A ese bienhechor suyo aborreciendo;
»Y lloren con nosotros su pasada,
»Gloria, antes tan brillante, ya eclipsada
»Con befa de ese protector divina?
»Hablad, pues. ¿Elegís este destino
»Útil en todo evento, y decoroso,
»O el funesto proyecto ignominioso,
»De ese imperio soñado
»En esta infernal noche sepultado?»
Así el astuto Belzebuth procura
Persuadir que se adopte el plan maligno,
De la invención de su Monarca digno,
Que en su arenga lo había ya indicado.
¿Y quién sino él, abriéndonos la impura
Senda del mal, emponzoñar pudiera
Al humano linaje, en su primera
Fuente, asociar la tierra a los furores
Del Infierno, o intentar osadamente
Turbar la paz del Rey del universo?
¡Inútil arrogancia! los mayores
Esfuerzos de aquel ánimo perverso
No servirán sino es a hacer patente,
Más que nunca, su gloria y su potencia.
Pero los infernales moradores,
Apenas oyen esta audaz propuesta,
Cuando, de una común inteligencia,
La aprueban todos, con clamor gozoso,
Y el brillo do sus ojos manifiesta
Cuánto admiran el plan maravilloso.
Con tono entonces ya más arrogante,
Vuelve a hablar Belzebuth de esta manera:
«¡Cuánto consuelo, oh celestial senado,
»Ese concorde voto me ha causado,
»De vos tan digno! Llegará el instante
»Quizás y aun presto, en que a la envidia fiera
»De ese tirano, arranque esta gloriosa
»Revolución las víctimas, que añora
»En este abismo fúnebre devora,
»Y libres a su patria venturosa
»Las acerque. A su vista aun más valientes,
»Tal vez volando al Cielo, lograremos
»Recobrar nuestros tronos eminentes,
»O si nos rechazare del divino
»Lugar, sin duda nos dará el destino
»Otra zona más dulce, en que podremos
»Algún rayo gozar de la apacible
»Luz do los Cielos, y de la frescura
»Del Oriente, alejados de esta horrible
»Negra prisión. Allí con su aura pura,
»Alegro, calmará la primavera,
»Cual bálsamo suave, los dolores
»De estos cuerpos, que el fuego ha marchitado.
»¿Mas quién irá a buscar, por los horrores,
»De un ignorado espacio, esa ribera
»Feliz, en que termina este abrasado Abismo?
»Quién será tan animoso
»Entre nosotros, que el arrojo tenga
»De emprender ese viaje peligroso,
»Sin que terror alguno le detenga,
»De atravesar a solas por la inmensa
»Región del infinito; entre su densa
»Oscuridad volar, bajar, subirse;
»En su sima sin fondo sumergirse;
»Con alas incansables remontarse
»Cada vez más y más, hasta encontrarse
»Victorioso en esa isla deseada,
»De la extensión del éter circundada?
»¿Y qué fuerza o qué astucia son bastantes
»Para poder burlar las vigilantes
»Guardias, las numerosas centinelas,
»Que las eternas puertas noche y día
»Custodian, evitando sus cautelas,
»O abriendo paso a fuerza de osadía?
»Cuanto es más de temor la resistencia.
»Cuanto, más peligroso es el objeto,
»Tanto debemos con mayor prudencia
»Examinar las prendas del sujeto
»Que ha de intentar la hazaña señalada
»En que nuestra esperanza está cifrada.»
Se sienta a estas palabras, y girando
Los ojos, impaciente está esperando
Ver quién se ofrece, entre la fiera turba,
Al riesgo de efectuar la audaz empresa:
Pálido espanto a todos los perturba;
Cada cual triste y en silencio pesa
El arrojo temible, y de horror lleno
Su miedo mide por el miedo ajeno.
Cierto de lo que sabe y lo que puede,
Satanás solo, que en valor excede,
Como en todo, a los otros, se adelanta,
Y así en tono de un Rey la voz levanta:
»¡De los Cielos ilustre descendencia,
»Pueblo de Serafines! visto el giro,
»Que ha tomado este asunto, no me admire
»Que el valor ahora ceda a la prudencia.
»Más que de los peligros, sorprendidos
»De las dificultades que presentan
»Las circunstancias, vuestros valerosos
»Pechos se turban, no se desalientan.
»Obstáculos se oponen nunca oídos;
»Caminos los más largos y escabrosos,
»Desde el abismo lóbrego conducen
»De la noche a los campos, en que lucen
»Del Cielo los primeros resplandores;
»Cierra un recinto casi insuperable
»Esta cárcel; un muro formidable
»De negro fuego, nueve vueltas dando,
»De nuestros calabozos los horrores
»Cerca, y aumenta, sin cesar bramando.
»Sus puertas, aun más duras que el diamante,
»Para nosotros siempre están cerradas.
»Una ley de aquel Dios, cuyo constante
» Encono en el los cierra amontonadas
»Nuestras huestes, nos tiene prohibida,
»Severa, irrevocable, la salida.
»Y aun cuando estos obstáculos sea dable
»Vencer, triunfo a mis ojos muy dudoso,
»Queda que superar el inapeable
»Abismo del vacío; ese espantoso
»Desierto, por la nada limitado,
»Donde la negación de la existencia
»Asusta nuestra corta inteligencia;
»Reino que el ser jamás ha disfrutado,
»Que amenaza quitar al atrevido
»Que en él se engolfe, el ser que allí ha traído,
»Y triunfa, envuelto en noche, de la ausencia
»De cuanto existe. Y aunque se consiga
»De este, abismo salir, vasto y profundo,
»De todo aborto origen infecundo,
»Para que al fin propuesto el viaje siga,
»¡Cuánto nos falta aún! ¡Qué de extendidas
»Regiones, hasta aquí desconocidas,
»Tendré que transitar! ¡Cuántos penosos
»Trabajos que sufrir! ¡Cuán horrorosos,
»Peligros que arrostrar a cada paso!
»No es posible contarlos. ¿Pero acaso
»Satanás digno de este cetro fuera,
»Si cuando vuestra gloria un sacrificio
»Exige, o de evitaros un perjuicio
»Se trata, un temor bajo le impidiera
»Que a cualquier pena o riesgo se arrojara?
»¿Con qué derecho Satanás gozara
»Este supremo rango? ¿Qué serían
»Este augusto diadema, este glorioso
»Cetro, sino el ornato más ocioso,
»Si olvidando el deber que le imponían,
»A su poder su celo no igualase,
»Y el público interés abandonase?
»No se hizo el trono para que de un varo
»Homenaje disfrute el soberano;
»Y el valor debe ser al eminente
»Grado de cada cual correspondiente.
»¡Idos pues, camaradas generosos
»De mis desgracias, aún terror del Cielo!
»A pesar de ellas, idos sin recelo
»A concertar el modo de abreviaros
»Las largas horas de los dolorosos
»Días que en esta lóbrega morada
»Os quedan que pasar y recrearos
»Lo mejor que podáis, mas con cautela;
»No sea que la vista penetrante
»De ese Dios, que jamás esta apartada
»Región olvida, y en su daño vela,
»Astuta se aproveche del instante.
»De mi ausencia, y pretenda acometeros.
»A vosotros os toca defenderos
»En este caso, mientras de la muerte
»Atravesando el Reino tenebroso,
»Voy a buscaros otra mejor suerte.
»Sé que el empeño es arduo y trabajoso,
»Y pues solo a los riesgos me aventuro,
»Mía sólo ha de ser también la gloria;
»Mas con vosotros de otro interés puro,
»Los frutos partirá de la victoria.»
Dice, y sin permitir se ratifique
Su propuesta, o que alguno le replique,
La señal hace de que se ha acabado
El infernal consejo, receloso
De que alguno, movido de envidioso
Orgullo, sin peligro disputarlo
Quisiese aquella gloria, asegurada
De que su oferta no se admitiría,
Y que con tal ficción su cobardía,
Del honor consiguiera defraudarlo
De ser solo, y partir villanamente
Con él el premio y fama de valiente.
Su orden la puerta a toda astucia cierra.
Sólo una seña de su majestuoso
Semblante, aquella muchedumbre aterra
Más que todos los riesgos de que ha hablado,
Y se disuelve al punto el gran senado.
El ruido del concurso bullicioso
Al salir, al del trueno se parece
Cuando lejano por el Cielo rueda
Y sus bóvedas altas estremece.
Satanás sólo fijo en pie se queda,
Los respetos de todos recibiendo,
Que la frente, al pasar, a su presencia
Inclinan con humilde reverencia;
Aquel arrojo intrépido aplaudiendo,
Lo ensalzan, y lo igualan a Dios mismo;
Cómo se sacrifica ponderando,
Su bien por el del público olvidando.
Tal es la fuerza que hasta en el abismo
La virtud tiene, que aun a la enemiga
Perversa raza a respetarla obliga.
Resuelta de este modo la importante
Y dudosa cuestión, con alabanza
De Satanás, brilló por un instante
En el Infierno un rayo de esperanza.
Así cuando del austro el denso viento,
Vencido el aquilón, con su violento
Soplo, del horizonte
Barre las nubes, y en las elevadas
Cumbres las junta de uno y otro monte,
El día en noche oscura transformando,
Descolora los campos, con un velo
Formado de sus sombras dilatadas
Cubriendo el astro que domina el Cielo,
La tierra con tormentas inundando,
Y la piedra o la nieve derramando;
Si hacia la tarde, el sol a romper llega
Con sus rayos aquella noche ciega,
Viniendo a despedirse dulcemente
De la naturaleza, los colores
Recobran de repente
Los árboles, las plantas, y las flores.
Todo renace, vuelve la alegría
A los montes, los valles, y los prados;
Sus gozosos balidos los ganados
Repiten, y las aves a porfía
Renuevan su agradable melodía:
Tales también las tenebrosas frentes
De aquellos infernales habitantes
Se abren alegres a los refulgentes
Rayos de la esperanza, aunque distantes
Un plan, un mismo voto los reúne,
Y en liga inseparable a todos uno.
Así aun aquellas fieras infernales,
Concordes viven en su abismo horrendo,
Y los hombres ¡oh exceso vergonzoso!
Solos entre los seres racionales,
Feroces, uno al otro aborreciendo,
Cuando el Cielo piadoso
A la paz y concordia los convida
Y al dulce premio de otra feliz vida,
De odios, enemistades, discusiones
Alimentan sus negros corazones,
En incesantes guerras derramando
Su sangre, y todo el orbe devastando!
¡Infelices! ¡En tanto que engañados
Saciáis así estas bárbaras pasiones,
En lugar de estar todos hermanados,
Prestáis, necios, el flanco a las heridas
De aquellos infernales homicidas,
En vuestra perdición encarnizados!
Disuelto ya el consejo, se esparcieron
Todos, menos los Jefes principales,
Que a hacer corte a su Rey se detuvieron.
Sola, entre sus cabezas desleales,
Audaz domina su elevada frente.
Despótico, no tiene otros rivales
Que al ser omnipotente,
Al cual él solo espera hacer más guerra
Que cuantas tropas el Infierno encierra.
Su corte alrededor, con reverencia
Despliega de un real lujo la opulencia.
Un armado escuadrón de Serafines,
Cubierto de blasones inmortales,
Fiero lo guarda, y cuatro Querubines,
Desde los cuatro puntos cardinales
De la luz, de orden suya, con sonora
Trompa, publican a una misma hora
El decreto infernal. Los tenebrosos
Antros repiten el fatal sonido:
Lo oye el Cielo, y con gritos espantosos,
Por la precita turba es aplaudido.
La esperanza suspende la tristeza
De ésta, y crece su orgullo por momentos,
En valor convirtiendo su flaqueza.
Cada Angel por su parte, distraído
Con alegres o tristes pensamientos,
Va a buscar el paraje más del caso,
Según su idea o su secreto instinto,
Para que no lo canso el tardo paso
De horas tan dolorosas, y anda errante
Por la extensión del lóbrego recinto,
Esperando con ansia que, triunfante
Y feliz su Rey vuelva a consolarle,
Y de todas sus penas a librarle.
Algunos hacen justas y torneos,
Para pasar el tiempo entretenidos.
Varios de entre ellos, a la semejanza
De los Pythicos juegos, y Nemeos.
En atléticas luchas su pujanza
Despliegan; éstos por los extendidos
Campos la muestra dan de su presteza,
El espacio volando señalado.
Muchos en el vigor y la destreza
Disputan, disparando al apartado
Blanco dardos y flechas, o siguiendo
Las leyes de la Olímpica carrera,
Envueltos en nublado polvoroso,
En rápidos caballos se apresuran
A la meta, o los carros dirigiendo
A ella, raudos volando, con ligera
Vuelta evitan su encuentro peligroso.
Con más utilidad, otros apuran
Las reglas de la táctica, reuniendo
Las tropas de su mando a sus pendones
Y haciéndolas hacer evoluciones;
Como cuando en la atmósfera encendida,
Nos figuramos ver una reñida
Batalla entro diversos escuadrones
De aparentes guerreros celestiales,
Anuncio, triste de espantosos males:
Los caudillos aéreos, vestidos
De resplandor, con furia se abalanzan,
Con las picas se embisten, o se lanzan
Dardos; al fin combaten confundidos;
La tormenta prosigue, amontonando
Inmensas nubes, que entre si chocando,
El orbe atruenan, de donde la aurora
Nace, hasta el antro en que la noche mora.
Otros Demonios, aun más esforzados,
En negros torbellinos remontados,
Alborotan con juegos espantosos
De la noche los reinos silenciosos;
Con fuerza sin igual, de las entrañas
De aquel suelo, peñascos y montañas
Arrancan, y se arrojan mutuamente.
Lo mismo los Gigantes en Thesalia
Se nos cuenta que hicieron, e igualmente
Del vencedor se dice de la Oechalia,
De Hércules el membrudo,
Que delirante con la envenenada
Túnica, con su piel incorporada,
De una alta roca, de piedad desnudo,
Al triste Lycas con el brazo fiero
Lanzó en el mar, con vuelo más ligero
Que la piedra de la honda disparada,
Y que desarraigando el roble, el alto
Pino, les hizo dar el proprio salto.
Otros, que eran de un genio más tranquilo,
En valles silenciosos, separados
Del ruido, buscan agradable asilo:
Allí alivian sus penas, con los suaves
Acentos del laúd, acompañados
De los tonos, ya agudos y ya graves,
De un patético canto, en que, gimiendo,
Se quejan del destino, que a la odiosa
Fuerza de un yugo bárbaro ha rendido
Como esclava su gente valerosa
Todas sus esperanzas destruyendo:
Sus gloriosas hazañas luego cantan,
Y hasta el Cielo, aun el choque que han perdido,
Cual si vencieran, con ardor levantan.
La soberbia dictaba sus canciones,
Mas con todo, tal es de la armonía
Celestial el hechizo, adormecía
Esta en aquellos tristes corazones
Las penas crueles; y su influjo tierno
Calmaba aun los tormentos del Infierno.
Fuera de sí, la turba presurosa
Se aprieta en torno, y la maravillosa
Dulzura goza con atento oído,
Echando sus desgracias en olvido.
Otros de aquellos infelices seres,
Igualmente remotos del ruido,
El tiempo en doctos raciocinios gastan.
Más noble ocupación, cuyos placeres
Sus almas grandes, a las que no bastan
A aliviar los deleites del sentido,
Encantan de manera, que suavizan
De su funesto estado la amargura,
Y calman de las llamas los ardores
Que allí hasta los instantes eternizan.
De la sublime altura,
A que su vivo ingenio los eleva
Con vuelo audaz dominan los horrores
De aquella inapeable sima oscura:
De grado en grado su razón los lleva
A discurrir sobre la eterna esencia
De Dios, sobre sus leyes inmortales,
Sus nobles atributos, y decretos.
Y sobre conciliar de su presciencia
La infalibilidad, con la absoluta
Libertad de los entes racionales.
Pasan de allí a tratar de los secretos
Caminos de su augusta providencia;
Del orden inmutable se disputa,
Y del término cierto a que el destino,
Que es de su voluntad sólo un divino
Acto, conduce todos los eventos:
De unos en otros puntos, engolfados
Se pierden en un vasto, insuperable
Laberinto de vagos pensamientos.
Por mil varios objetos extraviados
Cada instante, en su larga conferencia
Ocurren el enigma inexplicable
Del bien y el mal, los ímpetus violentos
De las pasiones, y la resistencia
Para vencer su impulso necesaria;
La libertad, la dicha, los perjuicios
Del error, las virtudes y los vicios,
La eternidad, sus penas y placeres,
Con otra multitud extraordinaria
De cuestiones abstractas que, tocando
Al infinito, son incomprensibles,
Fuera de Dios, a los restantes seres.
Entre un millón de dudas delirando
Su loca ciencia, en cosas imposibles
E inútiles esfuerzos se perdía;
Mas con todo sus penas consolaba,
Su valor y esperanzas alentaba,
Y como un triple bronce endurecía
Sus voluntades de soberbia llenas,
Por que en secreto en ellas fomentaba
El desprecio del mal y de las penas.
Muchos en escuadrones numerosos,
De viajar adoptaron el partido,
Y buscar por aquellos tenebrosos
Vastos Reinos algún desconocido
Clima más tolerable, algún paraje
Donde poder vivir con más sosiego.
Cuatro puntos distintos desde luego,
En otras tantas tropas separados,
Registrar se proponen en su viaje.
Costean cuatro ríos señalados,
Que en aquel infernal lago de fuego
Desaguan sus corrientes encendidas.
El negro Estix, cuyas aborrecidas
Ondas el odio exhalan; el horrible
Coccito, en todos tiempos insensible
A los perpetuos míseros gemidos,
A los gritos que afligen los oídos
En toda su ribera; el Aqueronte
Profundo, manantial de la amargura,
Y el rápido abrasado Flegetonte,
Cuya corriente de rabiosa y pura
Activa llama, todo lo destruye.
Muy lejos de ellos, silencioso fluye,
Con lento curso, el río del olvido,
El plácido Letheo, y al reposo
Convida a los que huellan su ribera
Tranquila. En el instante que cualquiera
Sus cristalinas aguas ha bebido,
Queda en perpetuo olvido delicioso,
De todas cuantas penas ha pasado,
Como de los placeres que ha gozado:
Del licor el efecto prodigioso
Es tal, en aquel dulce parasismo,
Que llega aun a olvidarse de sí mismo.
Más allá de este río penetrando,
Se ve un mundo glacial, por todas partes
De témpanos cubierto endurecidos
De nieves, y de hielos esparcidos
Sin orden por el suelo, figurando
Viejas ruinas de antiguos baluartes,
De torres y edificios, por el blando
Favonio soplo nunca derretidos,
Teatro de huracanes agitado
De nubes y tormentas abrumado:
Un abismo sin fondo
De eterna, y densa nieve lo termina,
Harto más espantoso que aquel hondo
Golfo arenoso, entre la celebrada
Damieta y la pendiente prolongada
Que desde el alto Casio a ella declina,
Cuyas olas tragaron en sus fieros
Remolinos, ejércitos enteros.
Abrasa todo aquel funesto suelo,
Cual lo pudiera el fuego, el frío hielo.
Por turno en ciertos tiempos, trasladadas
Se ven a aquel desierto las impías
Víctimas al Infierno condenadas.
Allí, recién salidas del ardiente
Fuego, mil crueles Furias, mil Arpías,
A su encuentro acudiendo de repente,
Las zambullen a fuerza en las heladas
Nieves, que sus tormentos acrecientan
Hasta un grado de pena inconcebible,
Con el contraste horrible
Que del calor al frío experimentan.
Así, en lugar de hacerles beneficio
Mudar de clima, aumenta su suplicio,
De extremo a extremo pasan, ahora hirviendo
En vivas llamas, ahora entorpecidos,
En inmóviles masas convertidos
De duro hielo, sin morir, muriendo:
En vano imploran, con crujir de dientes
Del éter puro el tibio y dulce aliento.
Luego que en lo posible aquel tormento,
Su fuerza con el hábito ha perdido,
Los transfieren de nuevo a las ardientes
Llamas, y de éstas al empedernido
Hielo otra vez. La variación imploran,
Mas en la variación siempre empeoran.
Para añadirles nuevas aflicciones
En estas continuadas traslaciones,
Las benéficas ondas de Letheo
Vadear les hacen, sin que les permitan
Beber de ellas. En vano su deseo
Con una sola gota se contenta,
Para echar sus angustias en olvido.
¡Sin fruto aun esta gracia solicitan!
Si al fin desesperados la sedienta
Boca bajan hacia ellas, al instante
En que las va a tocar el encendido
Labio, un destino bárbaro lo impide;
Una Furia espantosa, que despide
Centellas de la vista fulminante,
Una Gorgona horrible se adelanta,
Sus serpientes eriza, y los espanta;
Al paso que las aguas engañosas,
Al trueno de su voz obedeciendo,
De su boca se apartan presurosas,
De Tántalo el suplicio repitiendo.
Todo esto los precitos caminantes,
De una a otra playa transitando errantes,
En aquellas regiones tenebrosas,
Unica herencia suya, repararon.
Aterrados de aquellas temerosas
Perspectivas, perdidos los colores
De sus semblantes, por la vez primera
A conocer con claridad llegaron
De su infeliz morada los horrores.
No han hallado el descanso en su carrera
Pero sí en todas partes los dolores
En vano aquel desierto interminable
Penetrando, mil climas espantosos
Han registrado, con imponderable
Pena, trepando a veces encumbrados
Alpes de hielo, a veces prodigiosos
Alpes de fuego: nada han advertido
Sino antros, rocas, lagos congelados,
Breñas y precipicios escarpados,
Simas de fuego, sombras, y visiones
Horribles, precursoras de la muerte,
Por las que, prevenida de su suerte,
La desesperación la vista gira
Y no ve mas que un mundo de aflicciones,
Y de dolor, en que la vida espira,
En que la muerte vive, y su crudeza
Ejerce libremente;
Y sus mismas informes producciones
Ve con espanto la naturaleza
Seres desfigurados, embriones,
Monstruosas criaturas que la mente
No puede concebir horrorizada,
Fantasmas más terribles que lo han sido
Todas las que la fábula ha creído
O la imaginación más exaltada
Ha podido inventar: Gorgonas fieras,
Furias, Larvas, Dragones y Quimeras.
Tales son, pues, aquellas afligidas
Y malditas regiones,
Al gozo y a la paz desconocidas,
Del eterno dolor vastas prisiones,
En que ya justamente padeciendo,
Ya su rigor los cielos ejerciendo,
Todo es delitos, penas y furores,
Lamentables gemidos y terrores.
Allí el déspota mismo del Infierno,
El mal, ejecutando del eterno
Las leyes, es el que obra únicamente
Bien, castigando al mal severamente.
Mas ya de sus rebeldes planes lleno,
Satanás, en sus alas sostenido,
Rápido parte, de temor ajeno,
Cortando el aire denso y tenebroso,
A dos distintos puntos dirigido,
Por solitarias sendas silencioso,
Las puertas del Infierno va buscando,
Tan pronto al negro lago paralelo,
Bajo, hacia el horizonte lleva el vuelo,
La dirección variando,
Ya adonde mora el apartado Oriente.
Ya adonde acaba el lóbrego Poniente;
Tan pronto el fiero vuelo remontando,
A la elevada bóveda camina,
Y el vasto abismo intrépido domina.
Así cuando ha tomado el peligroso
Rumbo una nave, desde la apartada
Ribera de Bengala, o de los mares
De Tidor, conduciendo su oloroso
Y rico fruto hacia sus patrios lares,
Sigue errante su, marcha aventurada;
Al cabo que termina el africano
Suelo, en la inmensidad del Océano,
Sus espumosos surcos endereza,
Unas veces con rápida presteza
Volando por la líquida llanura,
Otras en los abismos sumergida
Que forma de sus olas la pendiente,
O en la mayor altura
De sus rizadas cumbres eminente,
Con las oscuras nubes confundida.
Día y noche su viaje continuando,
De dirección al parecer variando,
Sus extravíos mismos, con acierto
Combinados, la surgen en el puerto.
Tal Satanás su viaje dirigía,
Así con vuelo rápido surcaba,
Recto, o si era a propósito, bordeaba
Por el vacío inmenso, o se cernía
Sobre sus vastas alas, extendiendo
Su vista a todas partes, hasta tanto
Que divisó, con indecible encanto,
La extremidad de aquel abismo horrendo
Y llegó a tropezar con las fatales
Puertas de las regiones infernales.
Nueve en número son, que la salida
Una tras de otra cierran. Tres de acero,
Tres de bronce brillante,
Y tres de dura roca de diamante.
Además otro estorbo hace la huida
Más difícil a todo prisionero:
De inextinguible fuego un muro ardiente,
Y elevado, las cerca enteramente.
Dios sólo, con sus manos inmortales,
Fabricó aquellas puertas eternales,
Y a esto añadió las incesantes velas
De las más horrorosas centinelas,
Dos espantables monstruos, que sentados
De la primera puerta a entrambos lados,
El paso impiden siempre vigilantes.
De medio cuerpo arriba, la figura
De mujer tiene el uno, y los brillantes
Atractivos de gracia y de hermosura;
La otra mitad, a modo de Serpiente,
Masa informe, en mil vueltas prolongada,
Arrastra por el suelo torpemente:
De un látigo la mano tiene armada:
Saliendo de su vientre, y en cadena,
De perros infernales una muta,
En fiereza disputa
Al trifauce Cerbero, y con ladridos
Horribles, sin cesar el aire atruena;
O de un súbito espanto poseídos
Los crueles perros, su feroz nidada
Redoblando medrosa sus aullidos,
El seno maternal de nuevo llena,
Entrando dentro de él atropellada
A refugiarse, y con rabiosos dientes,
Ingrata despedaza las calientes
Entrañas que la dieron a la vida.
Aun menos espantosa era la corte
De perros de que Scila era seguida,
Y la que bajo del helado norte
Pueden los aires en la noche oscura,
Escuchando a la bárbara hechicera,
Que al Infierno con pacto fiel unida,
De una inocente víctima la pura
Sangre al oler, de lejos saboreando
El horrible festín, vuela ligera
Del Lapón a las hijas, que gozosas
Sus maldades ayudan, convidando
A celebrarlo con sus bulliciosas
Danzas, al mismo tiempo que parada
La luna, en fuerza del terrible encanto,
Entre nubes oculta con espanto
Su macilenta luz amortiguada.
Con aspecto más fiero y pavoroso,
El otro monstruo al que le mira aterra,
Si acaso en dar tal nombre no se yerra
A un espectro engañoso,
Semejante a las sombras fabulosas
De que en tiempos pobló la fantasía
Poética las simas tenebrosas
Que el duro cetro de Plutón regía,
O a los vanos vapores aparentes,
Sin forma, sin materia, y existentes
Tan sólo de algún sueño en el reposo;
Mas con todo su rostro es más horrendo
Que lo es el del demonio más odioso,
Más triste que la noche que cubriendo
Está el Infierno. Al ver al extranjero,
Con un gesto feroz se alza, esgrimiendo
Un largo dardo en la derecha mano,
De ensangrentado acero.
De una corona el simulacro vano
Ciñe su altiva frente.
Al Angel va a encontrar rápidamente,
O por mejor decir a él se abalanza,
Inmensos saltos dando. Al movimiento,
Tiembla del negro Infierno el hondo asiento.
Satanás a su vista sorprendido,
Mas no turbado, hacia él también se avanza.
El fiero Satanás, cuya osadía
Dios solamente intimidar podría,
Le observa de alto a bajo, y detenido
El paso, así le dice desdeñoso:
«¿Quién eres? ¿Qué me quieres, espantoso
»Monstruo? Responde presto. ¿Por ventura
»En cerrarme te empeñas esas puertas?
»Mi brazo hará que pronto estén abiertas
»A pesar tuyo, y rota la clausura.
»¡Desaparece, pues, sombra horrorosa!
»¡Huye! Lejos de mi lleva esa odiosa
»Figura, o te haré ver con esta lanza
»Lo que de una Deidad la fuerza alcanza,
»Y que una infernal sombra ceder debe
»Al que de hijo del Cielo el nombre lleve. »
«Y tú mismo ¿quién eres?» lo responde.
Con voz horrenda la fantasma airada,
Blandiendo el dardo con la diestra armada.
«¿Acaso a mi sufrir me corresponde
»La audacia de aquel Angel temerario
»Que tuvo la ridícula osadía
»De declararse público adversario
»Del mismo Dios a quien su ser debía,
»Ingrato a su bondad, desconociendo
»Su omnipotencia, astuto seduciendo
»A tantos celestiales moradores
»A quienes su señor tierno quería,
»Y que ahora tristes lloran, dividiendo
»Con él de ese hondo abismo los horrores?
»Desde que Dios, con justa providencia,
»Airado os arrojó de su presencia,
»¿Qué sois ellos y tú, seres malvados?
»¿Qué sois, sino unos viles desertores,
»Unos cobardes, míseros proscritos,
»Para siempre al Infierno condenados,
»En que debéis pagar vuestros delitos?,
»¿Cómo te atreves, pues, a intitularte
»Hijo del Cielo, en vez de avergonzarte
»De verte con justicia en tal afrenta?
»Y para hacer tu rabia más violenta
»Contra mí, que desprecio tu odio insano,
»¿Cómo has tenido, dime, atrevimiento
»Para insultarme a mí, tu soberano,
»Y en mi corte, debiendo humildemente
»Rendirme vasallaje? Huye al momento:
»Vuelve a pagar tus culpas: diligente
»Tira con esas alas a ausentarte,
»Que bien las necesitas, pues si un punto
»¡Bajo y vil desterrado! en escaparte
»Tardas, con vivo azote de escorpiones
»Haré que eches de menos tus prisiones,
»Y veas que el Infierno todo junto,
»Con sus tormentos, es menos temible
»Que un golpe sólo de este brazo horrible.»
Así con voz tonante,
De un volcán al estruendo semejante,
Le amenaza el espectro furibundo.
Feroz, a nadie en el valor segundo,
Satanás no se inmuta, mas rabioso.
Tales injurias no oye con reposo.
Se adelanta los dientes rechinando,
Vivos rayos los ojos arrojando.
Jamás se presentó tan ominoso
El astro errante que, con su abrasada
Cabellera, de Ophicuo la apartada
Constelación enciende, y coloreando,
Del Norte helado el cerco tenebroso,
De su noche los velos despedaza,
Y cuya luz funesta y macilenta
A los pueblos pasmados amenaza
Con la peste homicida, la sangrienta
Guerra, o con otras plagas lastimosas,
Que al sacudir su horrible cabellera
Deja caer en la terrestre esfera.
Así aquellas dos furias espantosas
A combatir se aprestan; frente a frente,
Uno al otro se observan cautamente;
Blandiendo el arma, cada cual la mira
Dirige del contrario a la cabeza,
Pues segundar no quieren. Con destreza
Espían la ocasión, y nadie aun tira.
Tales dos negras nubes, impelidas
De dos opuestos puntos, a embestirse
Furiosas vuelan, con los densos senos
Preñados de tormentas y de truenos;
Tal vez con todo, un rato suspendidas,
Próximas ya, pero sin combatirse,
Aguardan el instante en que los vientos,
Con su soplo invisible,
Den la señal de la descarga horrible
Con que han de estremecer los elementos
Así ambos monstruos, con ceñudas frentes,
Añadir al Infierno parecían
Tinieblas. Como en fuerzas competían,
Eran también iguales en alientos;
Pero por más que sean tan valientes
¿Llegará al fin un día en que la suerte
Les haga conocer otro más fuerte
Vencedor que aniquile su potencia?
Ahora todo el abismo a la violencia
De sus iras se hubiera confundido
Si al instante, con gritos espantables,
El otro monstruo, que las formidables
Puertas guardaba, no hubiera acudido.
Aquel vestigio, a cuya dura mano
Sus llaves fió el eterno soberano,
Llega, entre ellos se arroja, los separa,
Y hablando así con Satanás se encara:
«¿Por qué ese furor ciego, oh padre amado,
»Contra tu único hijo? ¿Y tú, hijo mío,
»Intentarás bañar tu acero impío
»De tu padre en la sangre? ¡Oh deslumbrado!
»Ese temido Dios, cuya justicia,
»Mejor diré, cuyo furor maquina
»De los tres que aquí estamos la ruina
»Desde el cielo se está de tu impericia
»Riendo, al ver que tú mismo fomentas
»Sus proyectos. ¿Ignoras que algún día
»Hemos de ser las víctimas sangrientas
»Que ha de sacrificar?» Este discurso
De Satanás la cólera resfría,
Que así respondo al ser desconocido:
«Tus clamores y súplicas el curso
»De mis justos furores han parado
»Y mis mortales golpes suspendido;
»Pero quiero saber en el instante
»Quién eres, el origen de tu informe
»Cuerpo en tan rara forma duplicado,
»Cómo tu padre soy, y ese disforme
»Espectro cómo es mi hijo; él, que, delante
»De mis ojos jamás se ha presentado;
ȃl, cuya fealdad, cuya fiereza
»Sonroja, espanta a la naturaleza»
-«¡Cómo! responde la infernal portera;
»¿Desconoces también al caro objeto
»De tu más fino amor, a tu querida
»Hija , que ha sido de tu ser perfecto
»La producción primera,
»Que en el Cielo nacida
»En tiempos más felices fue tu encanto?
»¿Tu infeliz suerte te ha mudado tanto
»Que la época dichosa se te olvida
»En que los Serafines conjurados,
»Contigo y otros seres inmortales
»Contra Dios en el cielo se reunieron?
»¿No te acuerdas que estando congregados,
»Mientras todos urdíais los fatales
»Planes de rebelión, te sorprendieron
»Los más crueles dolores, se turbaron
»Tus ojos, tu razón oscurecida
»Te abandonó, tus fuerzas desmayaron,
»Se abrió tu frente en llamas encendida,
»Y dio a luz de repente esta criatura
»Que a tu vista parece ahora espantosa,
»Y que llena de gracias y hermosura.
»Celeste, joven, refulgente, armada,
»Semejante a una Diosa,
»Fue como tal entonces admirada
»Por toda aquella augusta concurrencia?
»La Culpa el nombre fue que me dio el Cielo.
»Todo el mundo, a pesar del dulce encanto
»De mi hermosura y gracia, a mi presencia
»Retrocedió de espanto;
»Pero pronto olvidaron su recelo:
»Ganaron mis facciones hechiceras,
»Imágenes en todo verdaderas
»De las tuyas, los ojos seduciendo,
»Gran número de aquellos corazones.
»Los mismos que con odio me miraron.
»Al hábito de verme al fin cediendo,
»Fueron después, en todas ocasiones,
»Aquellos que con más ardor me amaron;
»Y sobre todo tú, a quien inflamaron
»Mis bellos ojos, tú, que en mi figura
»Retratada adoraste tu hermosura.
»Por el placer unidos prontamente,
»A sentir comencé que palpitaba
»En mi interior de nuestro amor ardiente
»La prenda que yo ansiosa deseaba.
»La guerra que ya entonces se encendía
»En el Cielo ocupó tu valentía;
»Venció Dios. ¿Mas acaso ser pudiera
»Que el Todopoderoso no venciera?
»Arrojados del Cielo los guerreros
»Tuyos, aquí bajá entre los primeros.
»Nuestro enemigo en el instante, ufano
»De la victoria, confió a mi mano
»Los llaves de esta puerta formidable,
»Que desde entonces pende solamente,
»De mi arbitrio y que nadie, por osado
»Que haya sido, jamás ha transitado.
»En este lugar, pues, desagradable,
» Por fuerza a sus, decretos obediente,
»Solitaria viví, siempre sufriendo,
»Hasta que al fin di a luz el fruto horrendo
»De nuestro torpe amor. Yo la primera
»Me atemoricé al ver peste tan fiera,
» Y de ese hijo del Cielo la presencia
»Al mismo Infierno estremeció de espanto
»Los dolores que yo sentí entretanto
»Mis pasados deleites excedieron,
»Apurando del todo mi paciencia,
»Y esta triste mudanza
»En mi cuerpo ya débil produjeron.
»El fruto mismo de nuestros amores
»Sólo nació para tormento mío.
»Salió blandiendo la sangrienta lanza,
»Esa lanza que causa los terrores
»De todo el universo, Me desvío
»Del mortal golpe. Corro apresurada,
»Sin volver la cabeza, y con voz fuerte,
»Toda fuera de mí, grito: ¡la Muerte!
»Esas cavernas a este nombre horrible
»Temblaron. Retumbó esa dilatada
»Bóveda. Los abismos repitieron:
»¡La Muerte! y aquel nombre aborrecible
»A su más hondas simas extendieron.
»En vano quise huir; alegué en vano
»El título de madre; el monstruo horrendo,
»Aun más que de ira de lujuria ardiendo,
»Me alcanzó, me oprimió con su profano
»Abrazo a mí, su madre desdichada.
»Este exceso inaudito, abominable,
»Dio a luz esa mortífera manada
»De monstruos, que con ansia imponderable.
»Sin cesar concebidos
»Y sin pesar de nuevo producidos,
»En mí ejercen rabiosos su venganza.
»Mi seno apenas fuera de él los lanza
»Cuando en él nuevamente recogidos
»Aullando con furor roen, devoran
»A su madre. Este seno desgraciado
»Es su cuna, y a un tiempo acomodado
»Antro, en que todos moran;
»Son de su hambre insaciable el alimento,
»Perpetuo estas entrañas destrozadas
»Por sus feroces dientes. Renovadas
»Con prodigio cruel cada momento,
»Eternizan su pasto y mi tormento
»Esa fantasma misma que me tiene
»Por víctima y por madre, a darlas viene
»Nueva rabia, y a gritos las anima
»A comerme. Por más que ansiosa gima
» Y la implore, ella propia saciaría
»Su apetito voraz en esta triste
»Madre suya si pasto la faltara,
»A no ser porque sabe que consiste
»Su existencia en la mía,
»Y que, si yo mi vida terminara
»La suya al mismo instante acabarla;
»Que conmigo triunfante, juntamente
»Perecerá conmigo. Decretado
»Lo tiene así el Monarca omnipotente.
»Pero tú, ¡oh caro padre! ten cuidado;
»No provoques su enojo formidable.
»De nada servirá tu impenetrable
»Celestial armadura. Nada puede
»Al brazo resistir de ese inhumano.
»Verdugo: a sus furores todo cede,
»Fuera del Rey del Cielo soberano.»
Con más dulzura, Satanás prudente
Responde entonces: «Pues que tú, hija mía.
»Reclamas en mí un padre, y de mi fino
»Afecto me haces acordar confiada;
» Pues que esa prenda del amor ardiente
»Que allá en el Cielo nos unió algún día
»Vuelves a mi cariño, y que el destino
»De aquel amor tan dulce en que cifrada
» Tuve toda mi gloria
»Tan sola me ha dejado la memoria,
»Desde que, de los Cielos desterrados
»Fuimos en e1 Infierno sepultados.
»No temas que yo venga conducido,
»Por el odio. El amor sólo me guía;
»¿Y qué odio nuestro amor no apagarla?
»A tu hijo, a ti y a cuantos desgraciados
»En las mismas desdichas han caído
»Que nosotros, que un mismo golpe ha envuelto
»En nuestra ruina, porque generosos
»Nuestros justos derechos reclamaron,
»De este abismo fatal vengo resuelto
»A sacaros. En él con fausto agüero
»Nuestros nobles guerreros encargaron
»A mi solo este empeño peligroso;
»Víctima voluntaria, yo no quiero
»Que nadie me acompañe en ese inmenso
»Desierto en que concluye la existencia
»Y el vacío comienza silencioso;
»Sólo en sus sombras engolfarme pienso;
»Transitaré sus vastas soledades,
»En busca de ese mundo, por la ciencia
»Profética anunciado en las edades
»Futuras tantas veces como un hecho.
»No sólo por mil cálculos sospecho,
»Sino creo que ha sido ya criado;
»Mundo de nuevos seres habitado,
»Que en él disfrutan una paz profunda,
»Hollando con placer una fecunda
»Y deliciosa tierra, en la frontera
»Del Cielo colocada,
»O bien un nuevo Cielo en que dichosos
»No envidiarán quizá nuestra primera
»Suerte feliz, ni aquellos venturosos
»Campos de nuestra patria suspirada.
»¿Y quién sabe también si la divina
»Providencia a esos seres les destina
»A ocupar con el tiempo los brillantes
»Tronos, ¡ay tristes! que llenamos antes?
»Si el dárselos por ahora ha suspendido,
»Procederá tal vez de algún recelo
»De que la redundancia de habitantes
»Mueva nuevos disturbios en el Cielo,
»Que precaver primero haya querido,
»Con algunas medidas. Mas cualquiera,
»Que sea su proyecto, yo esa esfera
»Voy a reconocer sin más tardanza:
»Adiós pues, mientras vuelvo allá a llevaros.
»En ella trocaréis libres, gozosos,
»En placeres, con súbita mudanza,
ȃstos vuestros afanes dolorosos;
»De delicias sin término saciaros
»Podréis completamente.
»Tú, hijo mío, también como tu amada
»Madre, a todos los ojos invisibles,
»De la atmósfera pura embalsamada
»Gozaréis, de las flores de un viviente
»Universo, de todos los sensibles
»Deleites, y de víctimas lucidas
»Vuestras aras veréis abastecidas;
»De aquel orbe despóticos señores,
»Y de una inmensa presa poseedores.»
A estas palabras saltan de alegría
Sus corazones. Con sonrisa fiera
La Muerte las celebra; aguarda el día
En que su hambre voraz saciar espera,
Y ya devora con el pensamiento
Sus Víctimas futuras; mientras tanto
Que su madre se ocupa con encanto,
En ver de los delitos el aumento,
Y a Satanás responde: «El poderoso
»Rey del Cielo, a mí sola ha confiado
»Las llaves del Infierno: a él sólo debo
»De ellas dar cuenta: este amo riguroso,
»De su venganza cruel me ha amenazado,
»Si tan sacro depósito me pruebo
»A otro a fiar: la puerta formidable
»Es para los demás inexpugnable:
»Si abrirla pretendiese otro cualquiera,
»Más que esa triple valla, poderoso,
»De la invencible Muerte, el espantoso
»Dardo a su loca empresa se opusiera.
»¿Y cuál es el viviente tan osado,
»Que pueda resistir su brazo airado?
»Mas ¿qué derecho tiene a mi obediencia
»Un Dios cuya inclemencia,
»Siendo yo hija del Cielo,
»Por morada me dio este horrendo suelo,
»Y me precisó a hacer esta penosa
»Faena, tan funesta y vergonzosa:
»Metida sin cesar en los horrores
»De largas agonías y dolores,
»No oigo continuamente mas que aullidos
»De esos monstruosos hijos, que metidos
»En mis entrañas, de ellas se alimentan,
»Y a esta su madre mísera atormentan;
»Pero por más que a mí, como a enemiga,
»De estos hijos ingratos me persiga
»La rabia, yo a mi padre debo amarle,
»Y cuanto esté en mi árbitro consagrarle.
»Tú en efecto serás el que a esta hollada
»Hija, de esta prisión abominable,
»Conduzcas pronto a la feliz morada
»En que una gloria, un gozo interminable
»La aguardan, donde en paz no interrumpida,
»La dicha de sus horas sea medida;
»Donde a tu diestra en dulce ocio, sentada,
»Vuelva a ver renacer los deleitosos
»Placeres de mis días venturosos,
»Próspera un vasto imperio dominando,
»Digno de tu hija amada,
»Digno del padre que me dio su mando.»
De la negra cintura, al decir estas
Palabras, arrancando las funestas
Llaves, los instrumentos de los males
Que nos afligen, ¡míseros mortales!
Se dirige a la puerta, y con ligera
Mano, cual si una débil paja fuera,
Del rastrillo de hierro el peso horrendo
Alza, y la enorme llave introduciendo
Por la vasta abertura,
La vuelve en la acerada cerradura:
Barras, cerrojos, bronces, hierros, ceden
Al fácil juego de su diestra mano;
Para ella sola todo estorbo, es vano:
A impulso de su fuerza temerosa,
Temblando ambos batientes retroceden;
Batientes que el Infierno todo, unido,
En vano abrir hubiera pretendido.
Con presteza espantosa,
Sobre los goznes rápidos tronando
A un lado y otro vuelan, y patente
Dejan la puerta al Ángel impaciente:
Responde con bramidos el profundo
Infierno, y la ancha boca dilatando,
Se prepara a tragar del nuevo mundo
Las ruinas, sin que ya una vez abiertas,
Aun la que las ha abierto, en adelante
Volver pueda a cerrar las duras puertas.
Por su vasta extensión, cuanto se encierra
En el Infierno, de él en un instante
Puede en orden de guerra
Junto salir ejércitos enteros,
Armas, caballos, carros, con los fieros
Estandartes al aire desplegados,
Y toda su tonante artillería
De rayos y centellas, anchamente
Pueden caber en formación de frente.
Por mucho que se extiendan sus costados.
A manera de un horno, despedía
Voraces llamas, con que se abrasara
Un mundo entero, la abertura
Revueltas de humo en una nube densa.
A su funesta luz, que se extendía
Entre las negras sombras, ya se aclara
El horizonte nuevo, y el camino
Que ha de seguir el pérfido viajero,
Para poder llegar a su destino.
A su vista aparece de repente
Del espacio el desierto interminable,
Océano infinito, en que es un cero
Cualquier grandeza: abismo inapeable,
En que desaparecen totalmente
La longitud, profundidad y anchura,
El número y el tiempo. Allí la oscura,
Antigua noche, como el caos profundo,
De la naturaleza antecesores,
Tienen, como antes que naciese el mundo,
Su tirana anarquía establecida.
De la discordia eterna en los horrores,
En el ruido, en la sombra, en la reñida
Confusión, su poder está fundado.
Sin orden, sin objeto y sin reposo,
Los embriones del aire y de la tierra.
Con los del agua, en incesante guerra,
Se agitan en su Imperio alborotado.
Con estruendo no menos espantoso,
Y aun con mayor desvío,
La sequedad con la humedad, el frío
Con el calor, rivales implacables,
Dirigen al combate innumerables
Átomos vagos, bajo sus banderas
En densos batallones reunidos,
Por diferentes jefes dirigidos,
Y todos ellos, de sus armas vanos
Están sean pesadas o ligeras,
Ásperas, lisas, finas o groseras:
Unos apresurados y otros lentos,
Pero de su poder todos ufanos,
Tan numerosos como las movibles
Arenas arrancadas por los vientos
De la árida Cirene en la llanura.
Cuyo lastre de arena, colocado
Encima de sus alas invisibles
Y demasiado leves, asegura
Su vuelo, sin tal peso aventurado.
Así, el que mayor número ha juntado
De aquellos polvorosos batallones.
Es de aquellas regiones,
Que a cada paso mudan inconstantes,
Rey algunos instantes.
El caos sólo, obtiene el duradero
Cetro de aquel Imperio pasajero:
Él, de aquellos inquietos torbellinos
Dispone a gusto, rige los destinos,
Aumenta su discordia y turbulencia;
Y sobre ella asegura su potencia,
Al paso que el azar ciego reputa
Justas sus leyes, y las ejecuta.
Tales la vasta sima, el tenebroso
Hueco, que fue de la naturaleza
Cuna, y tal vez allá en la edad futura.
Será su sepultura;
Lugar donde jamás reina el reposo,
Lóbrega habitación de la tristeza,
Sin luz, sin mar, sin aire, sin orillas,
Donde continuarán siempre en pandillas,
Los diversos principios batallando,
A no ser que el Eterno sacar quiera,
Sus estériles senos fecundando,
De ellos a luz alguna nueva esfera.
Satanás pensativo y solitario,
A sus riberas en silencio para.
A tal empresa peligrosa y rara
Ningún valor vulgar fuera bastante;
Es preciso un arrojo temerario.
Ya de los huracanes el tonante
Furor, y de elementos divididos,
Los duros choques hieren sus oídos.
Tal (si a las grandes las pequeñas cosas
Se cotejaren), tal cuando invencible
Marte, soltando el freno a sus furiosas
Iras, a los asaltos se prepara,
Es de sus truenos el fragor horrible
Y de la cruel refriega la algazara;
Retumban, por los ecos repetidos,
De las bombas los fuertes estampidos,
Los crujidos y estruendos prolongados
De edificios y muros que arruinados,
Después de horrendos estremecimientos,
Al suelo vienen. Pero ¿qué sería
Todo esto al lado de lo que tenía
Detenido a la orilla al Angel fiero?
El orbe todo de sus fundamentos
Arrancado; la bóveda elevada
Del Cielo que cayese destrozada;
De cuanto existe el hálito postrero,
No hubieran suspendido su osadía
Como la suspendió lo que vela;
Pero pronto en sí vuelve: cual la nave
Sus anchas velas desenvuelve al viento,
Satanás, que impaciente ya no cabe
En sí, despliega sus agigantadas
Alas al aire, y sobre el pie estribando,
Rápido como el rayo, en un momento
Parte y desaparece, señaladas
Con surcos de luz pálida dejando
Las sendas prolongadas
Por donde corta el éter tenebroso;
Sobre los torbellinos animoso
Se remonta, al través de las tormentas,
Y subiéndose a tientas
Sobre un oscuro grupo de nublados,
Como en carro triunfal rápidamente
A la mayor altura lleva el vuelo,
Hasta que, de las nubes disipados
Los débiles vapores, de repente
Falta debajo de sus pies el suelo.
Sobre el vacío solicita en vano
Apoyarse: de nuevo hacia el lejano
Abismo, por su peso descendiendo,
Cada momento más se precipita,
Por más que sus esfuerzos repitiendo
Sus vastas alas enojado agita
En el espacio, en que estribar no pueden.
Ya éstas cansadas ceden,
Y sin duda sin fin rodado hubiera,
Si de nuevo otra nube condensada,
Con ímpetu hacia lo alto arrebatada,
Sobre su negra cumbre no lo diera
Cómodo asiento en que se colocase
Y aun más que anteriormente se elevase.
Un suelo encuentra al fin sin consistencia,
Que ni es tierra ni mar, de la influencia
De un clima sin calor producto informe,
Y cede bajo de sus pies conforme
Sobre él estriba. Para sostenerse,
De sus alas también ha de valerse,
Y cual se surca el mar a remo y vela,
Los pies rápido mueve, forcejeando
A proporción del riesgo; y aleteando,
Al mismo tiempo que anda, también vuela.
Como el Grifo que avaro guarda el oro,
Cuando el diestro Arimaspio su tesoro
Le ha robado, los montes y los llanos
Con las alas y pies rápido corre
Hasta arrancarlo a sus rapaces manos;
Así el infernal Príncipe recorre
Mil caminos, mil sendas diligente;
Adopta cuantos medios a su ardiente
Ansia ocurren; la fuerza y la destreza,
Los pies, las manos, cuantas facultades
Tiene, ocupa en romper las tempestades,
Las nieblas, las tormentas y huracanes
Que se amontonan sobre su cabeza.
Soberbia la alza al fin y los domina,
Nada le para ni le descamina;
Logra también vencer con sus afanes
Los hondos valles, los erguidos montes,
Los precipicios, los desfiladeros;
La espesura del aire, los ligeros
Vapores, los torrentes, las dormidas
Aguas; y cuanto aquellos horizontes
Horrorosos le oponen, lo supera
A nado, a vuelo, a rastras o a carrera.
Sin dar jamás sus fuerzas por rendidas.
Mas presto su atención llama el estruendo
De variedad de gritos espantosos,
De sordos ruidos y ayes lastimosos,
Confusos, de mil gritos diferentes,
Que aquel vacío enorme ensordeciendo
Temblar hicieran a los más valientes.
Hacia donde se escucha el turbulento
Sonido se encamina, con intento
De averiguar a quién el raro estado
Pertenece, qué espíritu dirige,
O qué ser, aquel reino alborotado;
Que se informe también su empeño exige
Del camino que al nuevo mundo gula
Desde aquella asombrada monarquía.
Llega cerca, y divisa de repente
Al viejo Caos, que sobre eminente
Trono domina la región extraña.
De prolongados lutos revestida
Y en sí misma sumida,
La antigua y triste Noche le acompaña.
El Caos con ella su poder divide,
Y ella también, cuando éste se las pide,
Sus tinieblas lo presta. El horroroso
Orco está cerca de ellos, y el odioso
Demogorgón, cuyo temido nombre
Es suficiente para que se asombre
Aun el Infierno mismo. Están al lado
La Casualidad ciega, los errantes
Rumores y las Voces disonantes,
Por las cien fieras bocas exhaladas
De la Discordia. Tal del malhadado,
Insensato Monarca es la escogida
Corte, digna de su alma entorpecida.
«¡Príncipes, Potestades respetadas»
-Les dice Satanás con tono osado –
«De este vasto dominio; Caos oscuro;
»Y tú, Noche, que amáis con preferencia
»El desorden confuso y la anarquía,
»Ningún recelo os cause mi presencia!
»No vengo a investigar, os lo aseguro,
»Los secretos augustos que venero,
»De vuestra respetable Monarquía:
»No soy más que un viajero
»Que, perdido el camino y extraviado,
»Por casualidad pura aquí he llegado;
»Camino solo y a pediros vengo,
»El favor de indicarme la más corta
»Dirección que conduce a aquel dudoso
»Punto de vuestro Imperio tenebroso
»Más cercano a los Cielos, y os prevengo
»Que aun más que a mí el hacérmele os importa;
»Y no es de desdeñar la recompensa
»Que os prometo por él, pues el glorioso,
»Único objeto de este osado viaje,
»Es el de ver llegando a aquel paraje,
»Lo que ese Rey del Cielo a vuestra extensa
»Antigua Monarquía inicuamente
»Ha usurpado. Yo haré que prontamente
»Todo os devuelva ese vecino injusto,
»Y otra vez quede vuestro Imperio augusto
»Integro, que el sol pierda su luciente
»Resplandor cuando llegue a su frontera,
» Y que todo recobre la severa
»Antigua majestad que oscurecía
»Sus confines y tanto os complacía.
»Poned, pues, nuestros premios en balanza;
»Veréis que es el Imperio el que os espera
»Sin riesgo alguno, y yo, en mi empresa fuera,
»Otro no aguardo más que la venganza.»
Satanás acabó, y tartamudeando,
El anárquico anciano de este modo
Le contestó: «Extranjero, sé ya todo
»Cuanto puedes decirme; se tu historia
»Tu nombre, y que al Eterno disputando
»En abierta batalla la victoria,
»Os cubristeis de gloria tú y tu bando.
»Dios triunfó a la verdad, y tú perdiste
»Tu resplandor, pero en tu misma ruina
»Tu celestial grandeza descubriste
»Oí, vi la derrota temerosa
»En que os puso la cólera divina.
»¿Y cómo tal ejército pudiera
»Rodar desde la altura prodigiosa,
»Sin ser sentido, hasta esta negra esfera
»Vi con efecto, sí, y desde aquel día
»Mi temblor no ha cesado todavía,
»Vi caer unas sobre otras de la cumbre
»De los Cielos tus huestes apiñadas,
»Las ruinas de su horrible muchedumbre
»Confusas hasta aquí precipitadas:
»Desorden espantoso aun a mis ojos
»Encarnizadas con vuestros despojos
»En mucho mayor número os seguían
»Las huestes del Eterno vencedoras;
»Rápidas por los aires descendían
»Con furor, dando alcance a los vencidos
»Hasta las mismas puertas del Infierno.
»Yo desde entonces, viendo que por horas
»Mis antiguos dominios disminuían,
»Me ocupé en conservar estos ceñidos
»Estados. Lo que siento es que un interno,
»Principio de discordia contribuye
»Más que todo a su ruina y nos destruye.
»Aun ese abismo a donde el Cielo airado
»Vuestros guerreros ha precipitado,
»La más bella mitad formó algún día
»De mi vasta y antigua Monarquía,
»Hasta que de mi mano fue arrancado
»Para formar en él vuestras prisiones.
»El cetro de la Noche, enflaquecida
»Por la vejez, igualmente que el mío,
»Han perdido otras grandes posesiones.
»De una cadena de oro suspendida
»A nuestro trono estaba aun una esfera
»Brillante, que algún tanto este sombrío
»Espacio desde lejos aclaraba,
»Cuando ese Dios, que despojar quisiera
»A todos y que al hombre deseaba
»En ella colocar, la ha conquistado;
»Y así, en caso que el término deseado
»De tu camino sea ese orbe hermoso
»De la tierra, bien puedes animoso
»Esperar encontrarlo, pues confina
»Con ese mismo punto de los Cielos
»Por donde aquí os echó la ira divina.
»Ve así si son fundados mis recelos
»Con ese peligroso vecindario:
»Sigue, pues, ese empeño, necesario
»A todos: parte, siembra con destreza
»Por todas partes la discordia, el llanto,
»El confuso desorden, el espanto;
»Confunde Cielos, tierra, vencedores,
»Vencidos, toda la naturaleza,
»De una misma ruina en los horrores
»Que en la turbación fundo mi grandeza,
»Y en los males mi triunfo y mis honores.»
Sin contestarle, Satanás extiende
Las raudas alas, y el camino emprende:
Con la nueva esperanza,
Alegre al alto Cielo se abalanza
Cual columna de fuego luminosa,
La atmósfera cortando tenebrosa:
Del caos pasa el turbulento imperio:
Al paso mismo que el peligro aumenta,
Su intrépido valor más se acrecienta.
Con harto más terror otro hemisferio,
Si hemos de creer historias fabulosas,
Y con menos esfuerzo vio arrojarse
La nave de Argos, entre las furiosas
Ondas del mar de Tracia, y asustarse
Al oír bramar las amenazadoras
Rocas de Scyla, y a sus ladradoras
Mutas, o ver venir el flujo horrendo
De tumultuosas olas, que rugiendo,
Caribdis por la boca recogía,
O con vómito fiero despedía
De Ithaca el celebrado peregrino,
Cuando le embarazaron el camino.
De todo triunfa a fuerza de trabajo,
Pues aun no existe aquel funesto atajo
Que la culpa y la muerte coligadas
Con audacia infernal después abrieron:
Un ancho inmenso puente construyeron,
Que sobre el vasto abismo suspendido
De sus negras moradas,
Firme hasta el nuevo mundo conducía
Así el Señor en su sabiduría
Justamente lo había permitido.
La tierra y el Infierno comunican
Por aquel puente mismo hasta el presente.
Por él, de los demonios que se aplican
A seducir los hombres, el perverso
Trato prosigue con nuestro universo,
Y el precito dragón, con rabia ardiente,
Seguido de ministros infernales,
Va, vuelve, engaña, y pierde a los mortales.
Ninguno de su furia se librara
Si la gracia de Dios no le esforzara,
O los Angeles buenos no velasen
Y aquellos enemigos ahuyentasen.
Mas el viajero intrépido, siguiendo
Su vuelo, al fin divisa algún dudoso
Crepúsculo, que se iba introduciendo
Por medio de las sombras dilatadas.
Así como asomando un numeroso
Ejército, se ahuyentan consternadas
Las guardias de otro menos poderoso,
Así, con las banderas ya plegadas,
Retrocede temblando silencioso
El caos, y con él huyen ligeras
De la naturaleza en las fronteras
Las tinieblas, que a toda prisa lanza
A sus cuevas oscuras
El resplandor del mundo, que se avanza.
A sus luces, aún poco seguras
Satanás, más tranquilo, va surcando
Un mar Plácido ya, que dulcemente
Le sostiene por él rápidamente,
Sus esfuerzos, más fáciles, doblando,
Como nave que llega destrozada
De las tormentas de una prolongada
Navegación, a vista ya del puerto,
Se anima, y dirigida con acierto,
Al fin consigue verse en él anclada,
Satanás, alentándose a sí mismo
Vencedor del Oscuro inmenso abismo
Llega al cabo gozoso a la ribera,
Al término deseado
De su arriesgada y rápida carrera
De allí, un rato parado,
La atmósfera cargada de vapores,
Parecidos al aire en sutileza,
Sobre sus vastas alas balanceado,
Registra; admira sobre su cabeza
Los vivos y agradables resplandores
De la alta inmensa bóveda del Cielo;
A sus ojos la forma, en su grandeza
Se pierde; sus murallas, de preciosos
Zafiros y topacios fabricadas,
Contempla ansioso, y de su desconsuelo
Renueva los recuerdos lastimosos,
Los brillantes palacios, las moradas
Felices de su patria divisando,
Por los Angeles fieles habitadas,
Se abandona al despecho sollozando.
Al fin distingue, junto a la lumbrera
Plateada que reemplaza el sol ardiente,
De una cadena de oro sostenida,
Colgada al Cielo la terrestre esfera,
Igual en el tamaño a una luciente
Estrella, de las que hay en la extendida
Región del firmamento colocadas,
Y entre las más pequeñas numeradas;
El fiero Arcángel, ya su ardid profundo
Prepara, parte. ¡Ay de él! ¡Ay de este mundo!
LIBRO TERCERO
SUMARIO.
Desde lo alto de su trono ve el Eterno a Satanás, volando hacia el
mundo nuevamente criado: se lo enseña a su hijo sentado a su diestra: le
anuncia que el hombre caerá en la culpa; y hace ver que no puede acusar
de ella a su justicia ni a su sabiduría, pues que le ha criado libre y capaz
de resistir a la tentación: sigue declarando a su hijo que la justicia divina
exige una satisfacción, y que debe morir el hombre con toda su posteridad,
a no ser que algún ser capaz de expiar su ofensa sufra por él el
castigo. El hijo de Dios se ofrece voluntariamente a ello: el padre lo
admite: consiente en su encarnación, y pronuncia que será exaltado sobre
todo cuanto existe en el Cielo y en la Tierra. Manda después a los
Angeles santos que le adoren: le obedecen y todos sus coros, uniendo
sus voces a los ecos de sus aras, celebran la gloria del padre y del hijo.
Satanás llega la superficie exterior de este universo, pasando por un
paraje llamado el Limbo de la vanidad, cuyo destino se describe: desde
allí se traslada a la órbita del Sol, con ánimo de hablar con Uriel, conductor
de aquella esfera luminosa; pero antes de acercarse a él, se transforma
en Angel de luz y pretextando que el celo le ha hecho emprender
aquel viaje, para contemplar el nuevo mundo y el hombre colocado por
Dios en él, se informa por este medio del paraje en que está situado.
Después de haberlo sabido, parte y para su vuelo sobre la cumbre del
Niphates.
¡Salve, oh tu, hija del Cielo, luz del día,
Fuente de la belleza y la alegría,
Del resplandor eterno procedente,
Emanación del mismo Omnipotente,
Fulgor inseparable de su esencia,
Que en torno de su solio derramada,
Cual pabellón augusto, su presencia
Ocultas! ¡Esplendor de su sagrada
Inteligencia! ¡De su excelsa gloria
Fecunda producción! ¡Inagotable
Manantial, fuente pura, inalterable
De la felicidad, que a la memoria
De la eternidad misma precediste.
Y escondiendo tu origen, esparciste,
Como esparces en todas las edades.
Tus benéficas dulces claridades;
Salve! Antes que una voz tan sola diera
El nacimiento al mundo,
Y la tierra arrancara del profundo
Abismo de los mares; que el luciente
Sol su trono en los aires erigiera,
Y la naturaleza diligente,
El vacío a sus leyes redujera;
Antes que el Cielo mismo recibiese
Por ella el ser, y de astros guarneciese
Brillantes, su soberbia vestidura,
Existías tú, ¡oh luz divina y pura!
Y a la voz del Eterno, en el instante
En que el orbe nació de los horrores
Del negro abismo, con tus resplandores
Formaste su envoltura rutilante.
Del tenebroso Infierno al fin salido,
En que he estado harto tiempo detenido,
Después de haber despacio registrado
Sus cavernas oscuras y profundas, sus
Volcanes, sus ríos espantables,
Sus sombrías llanuras infecundas,
Su turbulento océano abrasado,
Centro de aquellas simas inapeables,
La eterna Noche, el caos he cantado
Por otros tonos que los de la lira
De Orfeo, que no pueden en grandeza
Igualar los acentos con que inspira
La musa que me asiste, mi flaqueza.
Esta celeste musa me dio aliento
Para bajar con tanto atrevimiento
Al abismo, y subir con tal presteza.
Ahora ya fuera de él, a visitarte
Vuelvo, ¡oh luz pura! desde su espantosa
Oscuridad, y alegre a saludarte.
El Cielo vuelvo a hallar, la deliciosa
Tierra, que de magníficos colores
Vistes, y que fomentan tus ardores.
Ya poderosa y agradable, inflama
Mi pecho helado tu divina llama.
Mal ¡ay triste! Que en vano nueva vida
Me das, pues para siempre estoy privado
De ver tus resplandores, y perdida
Mi vista, en noche eterna sepultado,
No puedo ya gozar de su hermosura.
Los orbes de mis ojos extinguidos,
En vano ruedan en la sombra oscura,
Y ansiosos en la bóveda del Cielo
Buscan tu claridad, o dirigidos
A la tierra, de pena consumidos,
Procuran distinguirla. Un negro velo,
Para siempre la esconde a su porfía.
Tu resplandor, que de mis ojos huye,
Una oscura tristeza sustituye
A mi antigua alegría:
Con todo, atenta a mi incesante ruego
Aun la celeste musa la voz mía
Inspira, alienta con su sacro fuego:
Aun, con dulce delirio, sus pisadas
Sigo, bajo las bóvedas alzadas
De los antiguos bosques, por los prados
De balsámicas flores matizados,
Por el torcido o rápido camino
Que se abre el arroyuelo cristalino,
Y por los frescos valles cultivados,
Que para otros los rayos luminosos
Doran del sol, ¡ay Dios! para mí ociosos.
Mas sobre todo tú, santa montaña
De Sión, y tú, Fuente sacra y pura,
Cuya corriente baña
Su verde falda, y a sus pies murmura,
El camino entre flores ocultando,
Y sus tiernas raíces refrescando:
Vosotras, cuándo acudo en el reposo
A visitaros de la noche oscura,
Me inspiráis vuestro acento melodioso.
También, pues somos en desgracia iguales
Invoco a aquellos célebres mortales
Que entre tinieblas, como yo, cantaron,
Y cantando su nombre eternizaron.
¡Ojalá que de penas compañero,
Logre serlo también de vuestra gloria!
¡Oh Tamiris! ¡Tiresias! ¡y tú, Homero!
¡Pueda yo dividir vuestra memoria!
Como ellos; en silencio fecundando.
Mil objetos diversos, la armonía
De mis fáciles versos, emulando
La suya, fluye, y mi corazón vierte
Sus amarguras de la misma suerte
Que el triste ruiseñor, en la sombría
Copa de un árbol, su nocturno canto,
Mezclado entona con su tierno llanto.
El tiempo vuela, y en la sombra ciega
De la noche se apaga el claro día;
Pero vuelve, conforme lo ha dispuesto
Por ley la celestial sabiduría;
Mas nunca para mí su vuelta llega,
Aunque está a todo el orbe manifiesto;
Vanamente mis ojos los colores
Disfrutar quieren de las nuevas flores:
El plateado cristal del arroyuelo,
Los matutinos rayos del Oriente,
La púrpura soberbia del Poniente,
Del pajarillo el agradable vuelo,
Del ganado los juegos divertidos,
Y el hermoso semblante,
En que, al criar al hombre, su brillante
Imagen grabó Dios, ya son perdidos
Para mí. Las desgracias me han quedado
Del ser humano; pero estoy privado
De sus placeres. Ya de aquel fecundo
Teatro de deleites y belleza,
Que presentaba la naturaleza,
De aquellas deliciosas perspectivas,
Que en mis ojos cabiendo con un mundo,
Producían imágenes tan vivas,
Nada me resta. En vano se reviste
De su vario matiz la flor o el fruto;
Para mi vista fúnebre, no existe
Mas que un sólo color, y es el del luto.
Como mi vista oscurecida niega
Todo paso a la luz, nunca a ella llega
De los objetos la menor pintura;
Todo es vago, confuso, de una oscura
Niebla siempre cubierto,
Y para mí, de la naturaleza
Jamás está el hermoso libro abierto.
¡Adiós, pues, de las artes la belleza!
¡Adiós, oh producciones primorosas,
Tesoros de la ciencia y la riqueza!
Os tragaron las sombras espantosas.
¡Ven, dulce hija del Cielo, luz divina!
A falta de mis ojos, ilumina
Mi razón: con tu fuego purifica
Mi alma, y su ardor ya muerto vivifica
¡Haz que el Cielo, que oculta celestiales
Objetos, que no han visto los mortales,
En mis versos heroicos levante.
Y dignamente su grandeza cante!
Desde el trono invisible y elevado
De donde en paz profunda la divina
Incomprensible majestad domina
Las alturas de todo lo criado,
Al través del cristal azul y puro
De los Cielos, el Ser eterno había
Dirigido la vista a lo profundo
Del ser. Nada a sus ojos se escondía:
Patente estaba, así el Infierno oscuro
Como la clara esfera de este mundo,
Cual lo que amaba lo que aborrecía,
Y en todo cuanto alrededor miraba
su propia gloria impresa contemplaba
En número mil veces más crecido
Que los astros sin cuento
Que alumbran por la noche el extendido
Campo del azulado firmamento,
Los celestiales coros le rodeaban
Con la divina luz resplandecientes
Que en ellos reflejaba el encendido
Fulgor de su semblante, y en torrentes
De inexplicable gozo se anegaban:
Su hijo, su viva imagen, su traslado
Único, a su derecha está sentado.
El Padre celestial da una mirada
Hacia la tierra, y ve en un delicioso
Recinto nuestros dos progenitores
Inocentes coger de su poblada
Arboleda los frutos y las flores
Con placer, y sin mezcla de penoso
Afán: por otra parte, en lo profundo
Ve el Infierno y el tránsito espantoso
Que lo separa del viviente inundo,
Y a Satanás divisa, que callando,
Sigue su vuelo, al orbe caminando
Por él, y que aunque ya sus fuerzas cedan
Al cansancio, y no puedan
Sostenerle, ya la árida ribera
Toca, de donde la terrestre esfera
Descubre toda con la vista ansiosa,
Mientras que en su carrera presurosa
Ignora si aquel líquido elemento
En que nada, es un mar o denso viento;
Y como está rodeado de la oscura
Noche, sólo un vislumbre le asegura
De que pronto ha de ver el firmamento.
Dios, con aquella ojeada penetrante
Que junta a lo presente y lo pasado
Lo futuro, por más que está distante,
Viendo su infausto viaje terminado,
Vuelto a su hijo divino, así se explica:
«Ve con qué nueva rabia se dedica.
»A hacernos guerra ese enemigo osado.
»Contra nosotros sin cesar conjura.
»Esos tormentos, esa sima oscura
»Del Infierno, sus barras y sus puertas,
»Sus cadenas pesadas y encendidas,
»Esas regiones vastas y desiertas
»Del caos, sus tormentas repetidas,
»No han bastado a impedir de su venganza
»El ímpetu. Furioso, allá se avanza,
»Desafiando al Cielo. Su demente
»Proyecto recaerá sobre su frente;
»Pero entre tanto, rotas mis cadenas,
»De ambos abismos vencedor, buscando
»Viene ese nuevo mundo, en que mis manos
»Esos seres humanos,
»Esas criaturas de inocencia aun llenas
»Han colocado, hacerlas proyectando
»Víctimas de sus iras, empleando
»Contra ellas, ya la fuerza,
»Ya la astucia, resuelto
»A no parar un punto hasta que tuerza
»Su recta voluntad de la acertada
»Senda que yo les tengo señalada.
»En sus pérfidos lazos caerá envuelto
»El hombre; yo lo sé; y en su extraviado
»Corazón, triunfará ese temerario
»Enemigo del Dios que lo ha criado.
»He impuesto al hombre un solo mandamiento
»Suave al mismo tiempo y necesario,
»Para que pueda su agradecimiento
»Hacerme ver y humilde tributarme
»Una leve señal de dependencia,
»No tardará, con su desobediencia,
»Quebrantado el precepto, en precisarme
»A que sobre él ejerza mi justicia,
»Castigando severo aquel ultrajo.
»De tan enorme culpa la malicia,
»Cual contagiosa plaga, su linaje
»Corromperá, corriendo por las venas
»Aun de sus más remotos descendientes,
»Y les acarreará las mismas penas:
»A nadie culpen de su desgraciada
»Suerte, sino a ellos mismos. Inocentes
»De mi poder salieron, adornados
»De dones celestiales, destinados
»A darme culto. Así ha sido criada
»Toda esa muchedumbre de diversos
»Espíritus, ya buenos, ya perversos:
»Hijos de un mismo Dios, un mismo aliento.
»Los anima. Cada uno de absoluta.
»Libertad de obrar bien o mal, disfruta.
»Su suerte, de su propio movimiento,
»De su elección depende únicamente:
»Así entre ellos, aquellos que pecaron
»Lo hicieron libre y voluntariamente,
»Y los que en la virtud perseveraron
»Con libertad obraron igualmente:
»Y sin ella, ¿qué mérito tuvieran
»Ni su fidelidad, ni su obediencia
»A mis ojos? ¿Qué aprecio merecieran
»Los obsequios forzados
»Que el temor tributase a la potencia;
»Los servicios de seres gobernados
»Por la necesidad, que nada hiciesen
»Por mi, aun cuando servirme pareciesen?
»Si su razón y voluntad no eligen
»El bien, ni libremente me dirigen
»Sus cultos, yo de esclavos nada quiero;
»Ni a ellos placer alguno les resulta
»De su obsequio, ni a mi la menor gloria.
»¡Los ingratos!, dirán de mí severo
»Castigo, que es injusto; pues la oculta
»Fuerza de mi decreto insuperable,
»Con precisión los liga perentoria
»Al mal; que obrar no pueden de otro modo,
»Que lo que yo preví no es evitable.
»¡Vanas excusas! Libremente en todo
»Obran, y el bien y el mal únicamente
»De su arbitrio dependen, no de ajenas
»Influencias. Cuando yo los he criado,
»Atendiendo a su clase diferente,
»Leyes equitativas les he dado,
»No grillos y cadenas.
»Aunque lo porvenir yo no previera,
»¿Dejaría por esto su futuro
»Crimen de ser igualmente seguro
»Mientras su voluntad la misma fuera?
»¿Mi previsión acaso la ha forzado?
»No, no; mi previsión, ni mi infalible
»Conocimiento de lo venidero,
»Ni la fuerza inflexible
»De mis decretos, que al poder de un hado,
»Fingido achacan, ni del orbe entero
»El influjo reunido,
»Son de oprimir la libertad capaces
»Que yo a su voluntad he concedido.
»De esta los movimientos eficaces
»Son los que determinan sus acciones.
»Ella, aunque siempre consultar debía
»A la razón, en muchas ocasiones
»Espontáneamente se desvía
»De sus consejos, y lo malo elige.
»¿Y qué otra libertad mayor exige?
»La equidad, para darlos por culpados?
»¿Acaso, en sus caprichos obstinados,
»Pretenderán que yo a estos condescienda,
»Mude a su gusto mis irrevocables
»Leyes, los seres todos trastornando,
»Los hombres y los Angeles variando,
»Que de ser yo quien soy me desentienda,
»Cual los entes mudables,
»De mi querer perdiendo la firmeza
»Y turbe toda la naturaleza?
»Tal es de sus deseos la injusticia;
»De ellos que libremente, y por malicia
»Pura, se hicieron contra mi culpables.
»Los Angeles los menos excusables
»En su desorden fueron,
»Pues que solos por sí se pervirtieron,
»Y su crimen, del todo voluntario,
»Con razón debe ser irremisible,
»Cuando al hombre al contrario,
»Con perfidia increíble,
»Por las astucias de ellos seducido,
»Y en si menos perfecto, si en olvido
»Mi bondad echa, y me desobedece,
»Aunque castigo a proporción merece,
»Perdonar quiero. Así mi generosa
»Clemencia y mi justicia en la dichosa
»Tierra, como del Cielo en las moradas,
»Juntamente serán glorificadas:
»Con todo, la clemencia la primera
»Lo será, y la justicia la postrera.
»Tal es mi voluntad irrevocable.»
Así el Eterno habló, y llenó del Cielo
Los ciudadanos de un gozo inefable,
Y nuevo, al paso que por su azul velo,
Delicioso, a lo lejos se esparcía
Un perfume divino de ambrosía.
Sobra la multitud innumerable
De los más altos inmortales seres,
Sobre los tronos todos y poderes,
Domina a una distancia imponderable
Su hijo celeste, Dios de Dios, traslado
De su gloria perfecto, y engendrado
De su misma sustancia. En sus miradas
La dulce claridad brilla adorable,
La gracia, la piedad, las inflamadas
Llamas del puro amor, y la infinita
Bondad que únicamente en Dios habita,
Y así con voz divina se dirige
A su celestial padre: «La clemencia,
»¡Oh padre mío! Con que al delincuente
»Hombre infeliz ofreces tu indulgencia,
»La admiración del Universo exige.
»Por ella, todo ser inteligente
»Te deberá alabanzas inmortales;
»Por ella, los espíritus leales
»Que habitan en tu corte, al dulce acento
»De sus liras, Virtudes, Serafines,
»Redoblando sus himnos celestiales,
»Encantarán del Cielo los confines;
»Bendiciones sin cuento
»Ensalzarán tu nombre soberano,
»Por tal piedad con el linaje humano.
»¿Y tu bondad podría, por ventura,
»Abandonar al hombre, a esa criatura
»Predilecta, y destruir tu imagen bella,
»Que en todo lo visible que has formado
»Sola dotada de razón descuella,
»Aunque a tu sacra ley desobediente,
»El infeliz delinca alucinado
»Por la perfidia cruel de ese insolente
»Angel astuto, contra ti obstinado,
»Que se sepa valer de su flaqueza?
»¿Correspondiera acaso a tu grandeza
»Castigarle por ello eternamente?
»¡Lejos de ti justicia tan severa!
»¿Cómo es dable que tu ira destruyera
»A tus hijos, y diese a ese adversario
»Suyo y nuestro la bárbara alegría
»De haber de ti triunfado, cual quería?
»Para este triunfo, indispensable fuera
»Que el Dios del bien cediese al temerario
»Y vil Angel del mal, y éste, orgulloso,
»Escarneciendo al Todopoderoso,
»De sus manos al hombre arrebatara
»Vencedor, y al abismo lo arrastrara.
»El humano linaje,
»Como víctima así sacrificado,
»Sería entre sus llamas abrasado,
»Eterno pregonero del ultraje
»Hecho a tu omnipotencia,
»Y tendría la triste complacencia
»De vengarse, con verte desairado.
»Y tu mismo, olvidado de tu gloria,
»Tranquilo en abolir consentirías
»De tus dignos favores la memoria,
»Y el hombre objeto de ellos entregando
»A su perseguidor, permitirías,
»De su empeño el suceso tolerando,
»Ya que de tus derechos se dudase,
»Y no sólo quedara sin castigo
»El crimen de ese pérfido enemigo,
»Sino que impune su intención lograse,
»Ya que, con alta cara, de su impía
»Blasfemia se jactase, y su osadía? »
-«¡Hijo mío! El Eterno responde;
»Hijo querido, amor del Cielo y mío,
»Tu, en quien yo me complazco y me glorío,
»En quien me amo y me admiro; poderoso
»Verbo mío, a quien sólo corresponde
»Ser en persona mi sabiduría;
»Lo que tu quieres, hijo generoso,
»Desde la eternidad, ya yo lo había,
»Con voluntad suprema, detectado.
»No; no está sentenciado
»El hombre ni proscrito sin recurso:
»Mi gracia tiene pronta, y en su fuente
»Perenne la hallará perpetuamente,
»Si a ella quiere acudir; pero no obstante,
»Sin mi libre concurso,
»Su fuerza, por la culpa enflaquecida,
»Para sacarla no será bastante.
»No se la negaré. Cuando lo pida,
»Mi auxilio le daré. Su paso incierto
»Por las sendas guiaré de la justicia,
»Y si me sigue fiel, podrá estar cierto
»De vencer toda la infernal milicia
»Y reparar su suerte desdichada;
»De mi suma bondad en la grandeza,
»Olvidaré su débil y malvada
»Conducta, y haré que él, desencajado
»Por la experiencia, vea sin flaqueza
»Para el bien, mientras no sea animado
»Por mi auxilio, y que nadie por si mismo
»Puede sin él libarse del abismo.
»En todo su linaje numeroso
»Tendré mis escogidos, que celoso
»Conservaré. Mis gracias especiales
»Los librarán de todos los fatales
»Esfuerzos del Infierno, de manera
»Que antes el orbe todo pereciera
»Que ellos. Tal es mi voluntad augusta.
»A los que pequen, con remordimientos
»Moveré. Los preceptos de mi justa
»Ley darán luz a sus entendimientos.
»Si se van a arrojar al precipicio,
»Los detendré a la orilla. Con mi gracia
»Los llamaré, para salir del vicio.
»Cuando tengan, siguiendo sus pasiones
»De atollarse en su cieno la desgracia,
»Mi inspiración divina, a un dolor santo
»Los atraerá, y a humildes oraciones
»De los ojos más áridos el llanto
»Hará correr, y si se arrepintieren
»De sus pasadas culpas, y volvieren
»Sinceramente a mi, hallarán abiertas
»A su favor de mi piedad las puertas.
»Sus lágrimas, sus ruegos repetidos,
»Con ternura por mí serán oídos.
»Yo Mismo los guiaré por la segura
»Senda de mis preceptos, si con pura
»Conciencia velan siempre, hasta el tranquilo
»Puerto su eterno y venturoso asilo;
»Pero si a sus pasiones se abandonan,
»Si sordos a mis tiernos llamamientos,
»De la conciencia los remordimientos
»Desprecian, si frenéticos blasonan
»De su dureza y su desobediencia,
»Y obstinados apuran mi paciencia,
»Me vengaré de sus empedernidos
»Corazones, cerrando sus oídos
»A la Verdad, corriendo un denso velo
»Sobre sus ojos, que a la luz del Cielo
»Impida penetrar. Abandonados
»Por mi gracia, en la noche tenebrosa
»De sus vicios, errantes, extraviados
»De delito en delito, en su espantosa
»Ceguedad morirán impenitentes,
»Y del profundo Infierno en las ardientes
»Simas caerán al fin precipitados.
»De estos pérfidos solos la insolencia
»No podrá hallar abrigo en mi clemencia:
»Mas no es aún el castigo suficiente
»Para satisfacer a mi ofendida
»Majestad: ya que el hombre, osadamente
»Mis leyes quebrantando, ha provocado
»Mi justicia, ha de ser sacrificado,
»Ha de sufrir la pena merecida,
»O ha de quedar mi gloria oscurecida:
»Pues que orgulloso pretendió elevarse
»A la clase de un Dios, y eternizarse
»Como tal, este arrojo temerario
»Debo pagar. Que muera es necesario
»El, y que muera todo su linaje;
»Heredero por él de su delito,
»Para siempre, como él, queda proscrito,
»Si, para compensar tamaño ultraje,
»Una víctima tal, tan inocente
»Y augusta cual requiere mi grandeza,
»A mi justo furor proporcionada,
»No se presenta voluntariamente
»A rescatar su muerte, prodigando
»Por él su vida. ¿Y quién de la nobleza
»De esta acción de piedad tan extremada.
»Sus propios intereses olvidando,
»Será capaz, aun entre las más puras,
»Más sublimes y dignas criaturas?
»¿Qué ser se atreverá con su inocente
»Sangre a salvar al hombre delincuente?
»¿Habrá quien quiera, entre los inmortales,
»Morir por redimir a los mortales?»
Esto dijo el Señor, y todo el mundo,
En el sonado augusto y numeroso,
De aquel terrible empeño receloso,
Se mantuvo en silencio el más profundo.
Ninguno se atrevió a ser medianero
Del hombre, ni a mostrar el más ligero
Intento de excusar su rebeldía,
Y mucho menos aún a aventurase
Por delitos ajenos, a entregarse
Al castigo. La Muerte ya tenía
Su presa asegurada, y así hubiera
El humano linaje perecido
Sin duda alguna, por su mano fiera,
En el infernal seno sumergido,
Si un Salvador magnánimo, el glorioso
Hijo único del Todopoderoso,
En cuyo pecho están depositadas
Todas las gracias, todas las sagradas
Y puras llamas del amor divino,
Al ver del hombre el mísero destino,
No hubiera, de su eterno padre airado,
La venganza justísima aplacado.
«¡Padre mío! le dijo, tu clemencia
»Ha dictado del hombre la sentencia,
»Ya perdonado está. ¿Acaso la santa
»Gracia, precioso y dulce don del Cielo,
»Que con alas de fuego se adelanta
»A prevenir el ruego, y el rendido
»Deseo mismo, apenas ha nacido,
»Que aun al que no lo pido, da consuelo,
»Podrá encontrar estorbo que la impida
»Darle con su asistencia nueva vida?
»¡Dichoso aquel que sin esfuerzo hallarla
»Puede! ¿Mas cómo el hombre miserable,
»Que tu ley conociendo, la culpable
»Locura cometió de abandonarla,
»Muerto a la gracia, volverá a buscarla?
»¿Cuál será el rico don, o cuál la pura
»Víctima que su crimen satisfaga
»Y compre su perdón? Una criatura
»Que no puede, por más esfuerzos que haga,
»Pagar por sí la deuda inconcebible
»Que tiene a su Hacedor, ¿cómo es posible
»Que las ajenas pague? ¿Y qué sería
»El precio que a este fin ofrecería,
»Aun cuando sin reserva presentara
»Cuanto tiene, y su ser sacrificara?
»El hombre, pues, jamás podrá pagarte;
»Pero veme aquí pronto; yo he de darte
»Satisfacción por él. Tomo con gusto
»Sobre mí su delito, y su sentencia
»Yo mismo sufriré. Daré mi vida
»Porque quede la suya redimida:
»Sus ofensas son mías, y así es justo
»Que yo padezca solo la violencia
»De su infeliz y merecida suerte.
»Me separaré, pues, de tu presencia,
»Dejaré el Cielo, y salvaré muriendo
»Esa obra de mi Padre. Que la muerte,
»Toda su rabia contra mí volviendo,
»En mí la sacie. Presto de ella dueño,
»Sus fúnebres sepulcros victorioso
»Hollaré, y libre de su torpe sueño,
»Sus helados despojos arrancando
»Y sus tristes cenizas avivando,
»Acabaré con su dominio odioso.
»De ti recibo siempre eterna vida;
»La humanidad a mi persona unida.
»Es lo único que en mí podrá encontrarse
»De que pueda la muerte apoderarse:
»Dispondrá de ella; pero satisfecha
»Esta deuda, hacia ti vuelvo glorioso:
»No dejarás penar mi carne pura
»Por largo tiempo en la prisión estrecha
»Y corrompida de la sepultura.
»Después que intacto esté en su tenebroso
»Seno un momento, cual si su cautivo
»Fuese, volaré de él, brillante y vivo,
»Arrebatando de aquel antro horrible
»De una deidad el cuerpo incorruptible.
»Tú misma ¡oh Muerte! al carro encadenada
»De mi triunfo mi marcha victoriosa
»Has de seguir, tu muerte lamentando,
»Hasta que te haga caer precipitada
»Otra vez en la noche tenebrosa,
»De que lograste un tiempo libertarte
»En el mundo habitando.
»Tus banderas caerán a la gloriosa
»Vista de mi benéfico estandarte,
»Y romperé tu dardo envenenado
»En tu corazón mismo atravesado.
»Dividirá tus merecidas penas,
»Cautivo, como tú, y entre cadenas
»Arrastrado en mi triunfo, el orgulloso
»Angel rebelde, con el numeroso
»Séquito de los seres miserables
»Que con su seducción ha hecho culpables,
»Al paso que los Cielos elevado
»Penetrare, de gloria coronado,
»Tú mismo ¡oh padre mío! con amables
»Miradas de tu trono dirigidas
»Completarás mi gloria, acompañando
»Con ellas por los aires mi triunfante
»Marcha, mientras tu Imperio dilatando
»Con mi victoria, adorarán rendidas
»Tu poder y bondad las redimidas
»Almas, y ensalzarán con incesante
»Himno gozoso el mundo reparado;
»Cantarán el horrible luto eterno
»Sobre tus enemigos derramado;
»Cuál su presa infeliz soltó el Infierno,
»Y cómo, hasta la Muerte desarmada,
»Fue en su propio sepulcro sepultada.
»Los cautivos que de él habré sacado
»Mi triunfo seguirán, y con gozosos
»Ojos, en esos tuyos tan piadosos
»El benigno perdón de su delito
»Verán con letra celestial escrito.
»Huirá el terror de tu divina frente,
»Sólo de dulce amor resplandeciente,
»De clemencia inefable
»Y de una paz eterna, inalterable.»
Acabó; pero el celo que le inspira
En su silencio mismo es elocuente.
Su rostro un inmortal amor respira
Para el hombre que sólo al amor tierno
Puede igualarse de su Padre Eterno.
Que exprese, pues, su voluntad espera
Para la obra benéfica a que aspira;
Víctima voluntaria, considera
Su sacrificio, y apresura ansioso
La época, en tanto que pasmada admira
La circunstante corte el misterioso
Empeño. Vuelve el Padre la amorosa
Vista al hijo, y anuncia en sus divinos
Ojos, en que la dulce paz reposa,
De su hijo eterno el triunfo venturoso
Y del mundo los prósperos destinos.
«¡Oh tú, le dice, mi única delicia,
»Sacrificio el más grande, el más augusto
»De todos cuantos puedan ofrecerme,
»Capaz él sólo de satisfacerme
»Aun más allá de lo que mi justicia
»Exige del exceso más injusto!
»Tú sabes que yo aprecio a los humanos,
»Como que son una obra de mis manos;
»Juzga cuánto los amo, pues consiento,
»No obstante que mi ley han quebrantado.
»En que desciendas de tu eterno asiento
»Y que a padecer vayas, ¡oh hijo amado!
»La pena que sobre ellos ha caído.
»Parte, pues: da a tu voto cumplimiento,
»Y de la forma humana revestido,
»Vuelvo al inundo la paz que antes tenía.
»Ve a ser un hombre -Dios. Llegará el día,
»Para todo viviente el más plausible,
»En que por un misterio inconcebible,
»Propio de mi bondad, el venturoso
»Seno de una mujer, que juntamente
»Será virgen y madre, a mi glorioso
»Hijo ha de dar a luz. Ve del humano
»Linaje a ser a un tiempo el Soberano
»Y el nuevo Adán. Todo él seguramente,
»A no haber tú mediado, pereciera;
»En ti renacerá. Ya que el delito
»De los primeros padres ha proscrito
»Sus descendientes hasta la postrera
»Rama, quiero que su árbol corroído.
»Ingertándose en ti, restablecido
»Se vea en su verdor y en su primera
»Robustez, con ventaja conocida:
»Que el río de la vida,
»Desde su origen mismo emponzoñado,
»En fuerza de tu mérito inefable
»Quede en lo porvenir purificado.
»El hombre, por ti vuelto a su nobleza,
»Vencedor da si mismo, la bajeza
»De todo amor mundano y despreciable
»Desterrará prudente. Tú adorado,
»En el Cielo serás; pero en la tierra
»Proscrito, haz al Infierno cruda guerra
»Con tu sangrienta muerte. Que interceda
»Por los reos mortales el más digno
»De su linaje, el redentor benigno
»De ellos todos, el único que pueda
»Mediar en su favor, víctima pura,
»Cuyos tormentos voluntarios sean
»Por el Cielo admirados. Asegura
»De tu piedad a todos los humanos:
»Hombre, rescata al hombre; que te vean
»Llenos de espanto todos los vivientes
»La muerte padecer por tus hermanos.
»Dios, perdona cual Dios los delincuentes;
»Será tu muerte causa de su vida,
»Tu sangre precio de su justa pena;
»Así reparador de la perdida
»Naturaleza humana, en justo duelo
»El infierno por ti vencerá el Cielo
»Y al odio el dulce amor que te enajena.
»El hombre, de la envidia triste objeto,
»Como de compasión, ¿habrá pensado
»Jamás a tan gran precio ser comprado? ;
»Él, a quien yo doté de un sano juicio,
»Que con todo dio oídos al proyecto
»De la infernal malicia, y antepuesta
»A mi ley sacra su ilusión funesta.
»Me obliga a ese tan grande sacrificio?
»Y tú, que por bajar al mortal suelo
»El trono celestial tan generoso
»Abandonas, jamás tengas recelo
»De envilecer con esto tu divino
»Origen: cuanto más esté eclipsado
»De tu naturaleza el majestuoso
»Resplandor, tanto más será adorado.
»Lejos de mí, en la tierra peregrino
»Vivirás algún tiempo desterrado;
»Como hombre sufrirás, serás sensible;
»Como Dios, vencerás siempre impasible.
»Tu humillación magnánima bendita
»Será por todo el mundo en adelante,
»Pues que de mi hijo sólo la infinita
»Inefable bondad fuera bastante
»Para olvidar, por una criatura
»Humilde y desgraciada, su eminente
»Majestad y mostrarla tal ternura:
»Sólo de mi hijo la alma compasiva
»Puede abrigar bondad tan excesiva:
»Será prueba evidente
»Tu misma oscuridad de tu nobleza.
»Cuanto sea mayor tu abatimiento,
»Añadirá más brillo a tu grandeza,
»Y presto vuelto a tu celeste asiento,
»Tu humanidad, a tu deidad unida,
»De tus humildes Angeles rodeada,
»Con himnos inmortales aplaudida
»Se verá y a mi diestra sublimada:
»Dios y hombre, hijo de Dios y juntamente
»Del hombre, reinarás eternamente.
»Quiero que todo, hincada la rodilla.
»Te adore humilde y tiemble en tu presencia;
»Que lo que más en el Empíreo brilla,
» Y en cuanto existe, Tronos, Serafines,
»Arcángeles, Virtudes, Querubines,
»Reyes y Potestades, obediencia
» Y homenaje te presten humillados.
»Todos los pueblos han de ser juzgados
»Por ti, su juez supremo establecido:
»Para esto, el universo estremeciendo,
»Bajarás a la tierra cuando el día
»Temido llegue, al espantoso estruendo
»De truenos incesantes, precedido
»De tus Ángeles todos, que la fría
»Ceniza de los hombres reuniendo
»Con sus almas, al fúnebre sonido
»De la trompeta, harán que al formidable
»Juicio acuda su turba innumerable.
»Tú, por tus Querubines conducido
»En triunfo sobre el trono majestuoso,
»Terrible, espantarás con tus miradas
»A las naciones a tus pies postradas.
»A tu señal, con vuelo presuroso,
»Los Angeles, la atmósfera cortando,
»Hacia los cuatro términos del mundo,
»Los buenos de los malos separando,
»Colocarán los buenos a tu diestra,
»Y los malos a un tiempo a tu siniestra
»Todos, en el silencio más profundo,
»Penderán de tu vista. Congregadas
»Ante tu tribunal todas las gentes,
»Vivos y muertos, jóvenes y ancianos,
»De toda clase y sexo, soberanos
»Como vasallos, todas las pasadas
»Generaciones estarán presentes,
»Trémulas aguardando tu sentencia.
»Ninguno habrá exceptuado de la dura
»Convocación: a la señal temida,
»La Muerte soltará sin resistencia
»Su presa, y tu voz fuerte será oída
»De los sepulcros en la noche oscura.
»Decidida la causa, los malvados,
»Recobrará el Infierno, y con candados
»Sus cien puertas de bronce reforzadas
»Quedarán para siempre condenadas.
»Las llamas, todo el mundo devorando.
»Lo purificarán de las inmundas
»Heces que en él la culpa ha producido:
»Mas pronto nacerán de sus fecundas
»Cenizas otros orbes, que brillando
»Más puros que los que hayan perecido,
»Sirvan de habitación al escogido
»Pueblo que con tus penas has salvado
»Allí, bajo de un Cielo no nublado,
»Llenos de gozo, en el tranquilo puerto,
»Olvidarán las fieras tempestades,
»Los trabajos horribles del desierto
»Arido por donde han peregrinado.
»Allí, colmados de felicidades
»Eternas, cogerán los deliciosos
»Frutos de los jardines venturosos
»Del Cielo; un día de oro cada día
»Será, de dulce paz y de alegría:
»Dios será todo en todos el desmayo,
»La inquietud, ni el temor, allí morada
»No hallarán, y tu cólera aplacada,
»Hará que caiga de tu diestra el rayo.
»Vosotros pues, espíritus leales,
»Postraos a los pies de un Dios que muere
»Benigno por salvar a los mortales,
» Y cada cual se esmero
»En igualar en todas ocasiones
»El hijo al Padre en las adoraciones.»
Dijo, y retumbó el Cielo, enajenado
De gozo, con aplausos tan ruidosos
Como los movimientos tumultuosos
De las olas del mar alborotado,
Y a un tiempo dulces cual la melodía
De un concierto de voces arreglado
Con el mayor esmero a la armonía.
Las voces, los acentos, los hosannas
Resuenan por las bóvedas lejanas
De los vastos palacios celestiales:
Todos de amor deliran y alegría;
En el respeto y en el pasmo iguales,
Todos se postran con humilde frente
Ante aquel doble trono en que eminente
Reside el Padre, con el hijo al canto,
A sus pies deponiendo sus coronas,
En que el oro, con arte primoroso,
Brilla inmortal, reunido el amaranto.
¡Bello amaranto, tú, planta escogida,
Que ahora nos abandonas,
Delicia del Edén! en su frondoso
Jardín, cerca del árbol de la vida
Crecías. Eva, tus hermosas flores,
En su rostro imitando sus colores,
En el tiempo cogió de su inocencia.
La inocencia ofendida
Huyó, y con ella desapareciste.
El Cielo en que naciste
Su alto don recobró con diligencia.
Vuelto a tu cuna, con tu fresca sombra
La fuente de la vida te complaces
En ocultar, creciendo en sus riberas
Con placer también haces
Brotar tus flores en la verde alfombra
De las orillas, que con sus ligeras
Y cristalinas aguas, caudaloso
El río de delicias atraviesa;
De correr por los Cielos nunca cesa,
Con su puro cristal espirituoso,
Las elíseas flores renovando,
Y todos los contornos perfumando.
Con ellas los celestes habitantes
Tejen guirnaldas nunca marchitadas,
Con las cuales sus frentes rutilantes
Se ven de nuevos brillos hermoseadas.
También el amaranto corre el suelo
Que ocupa el vasto giro
De las soberbias bóvedas del Cielo,
Y de aquel vasto mar de oro y zafiro
Varía los colores inmortales,
Ostentando sus rosas virginales.
Mas ya, aquellos obsequios concluidos,
Vuelven los Serafines, encendidos
En vivo amor, a coronar sus frentes:
Ya las liras y cítaras, pendientes
Cual carcaj de sus hombros, descolgando,
Por las trémulas cuerdas resbalando,
Sus sabios dedos prueban, con sonoro
Dulce preludio, aquella melodía
Que enajena los Cielos de alegría.
Todos cantan; las voces e instrumentos;
Nada discorda en el celeste coro,
Las más pequeñas notas, los acentos:
Donde hay paz, allí habita la armonía.
¡A ti primero, oh Padre omnipotente.
Inmutable, infinito, inconcebible!
A ti en tus mismas luces invisible
Y eterno, de quien todo está pendiente,
Ensalza de sus himnos a la excelencia;
A ti cantan: «¡Oh autor de la existencia;
»Rey terrible, de nubes circundado!
»Los rayos de tu luz activa y pura
»Penetran, cuando quieres, su espesura,
»Y el trono de oro muestran elevado,
»En que resides, cuyos resplandores
»Nos ocultan tu rostro y nos deslumbran,
»Al paso que en las sombras nos alumbran,
»El Angel mismo con sus perspicaces
»Ojos se ciega, y lleno de terrores
»Los párpados cerrando a sus vivaces
»Rayos, no puede estar, en tal apuro,
»Sobre sus alas trémulas seguro.
»¡Hosanna al Dios inmenso, eterno y santo!»
Así concluye aquel celeste canto,
Que a ti después dirigen: «¡Oh divino
»Hijo del Padre Todopoderoso,
»Que en tu semblante brilla, hecho visible!
»A ti, por quien el orbe fue criado,
»Que terrible abatiste el ferino
»Orgullo del Infierno tenebroso,
»Con audacia increíble
»Contra tu eterno Padre conjurado.
»No ahorraste en aquel sangriento día
»Sus formidables rayos, ni su espada,
»Divina, por su cólera afilada,
»Ni sus flechas de fuego. Estremecía
»Las llanuras del Ciclo el movimiento
»Rápido de su carro fulminante,
»Que tú, sereno, desde su alto asiento
»Gobernabas al paso, que aun distante,
»El enemigo huía consternado,
»Cual niebla a impulso del furioso viento.
»¡Oh Verbo, de tu padre amor y gloria!
»¡Con qué triunfo, a tu vuelta, tu victoria
»Se celebró en el Cielo! Con tu airado
»Brazo, en el Angel fiero rebelado,
»Sus injurias vengaste,
»Y al hombre del perdón aseguraste.
»¡Tú mismo, oh Dios, oh Padre omnipotente!
»A tu amor lo volviste indulgente.
»Tu hijo, tu hijo piadoso, tu justicia
»Satisfizo, burlando la codicia
»De sangre, que al inmundo,
»Ejército infernal atrajo al mundo
»Al delito del hombre vergonzoso,
»Tu poder ofendido
»Dudó entro la piedad y la venganza;
»Hizo caer bien pronto la balanza
»A favor del culpado tu piadoso
»Hijo, hablando por él compadecido.
»Tu grandeza una víctima pedía,
»¿Y habrá otra igual a la que te ofrecía?
»¡Un Dios rescata al hombre! Con sublime
»Bondad por él ensangrentado gime,
»La tierra consolando,
»La ira del Cielo en dulce amor trocando.
»¡Oh piedad sin ejemplo, a que se inclina
»Pasmado, con respeto el más profundo,
»El universo! Sola la divina
»Naturaleza puede poseerte.
»Jamás podrá explicar el más facundo
»Espíritu celebre tu grandeza,
»Ni llegar claramente a conocerte.
»¡Salve, oh verbo de Dios, cuya terneza
»Salvó a los hombres! De las arpas de oro
»Y de las liras al compás sonoro,
»Un himno interminable cantaremos:
»En los eternos siglos que habitemos
»Este divino templo venturoso,
»Al Hijo, como al Padre, ensalzaremos.
»El Cielo todo aplaudirá gozoso,
»Y jamás vuestros nombres adorados
»Serán en nuestros cantos separados.»
Así de la luz pura en las moradas
Se pasaban las horas encantadas.
Lejos de allí, sobre la esfera inmensa
Que de bóveda sirve a nuestro mundo,
Y sus brillantes astros de la densa
Noche del caos sólida separa,
Satanás fatigado el vuelo para.
Dando de allí una ojeada a lo profundo,
Como si fuera un globo reducido,
Divisa nuestro mundo oscurecido.
Él, de una espesa atmósfera rodeado,
Se halla en un continente dilatado
Sin fin, sombrío, inculto y silencioso,
Que amenazan de cerca, así la oscura
Noche como el estruendo proceloso
Del caos. A lo lejos la ribera
Del orbe remotísimo, una pura
Luz despide, mas sólo una ligera
Vislumbre llega a aquellas apartadas
Regiones, por las sombras ocupadas.
De aquel vasto desierto, que es frontera
Del caos, en que riñen furibundos
Los vientos, y abrasados torbellinos
De negras llamas, con los remolinos
De aguas inmensas por allí esparcidas,
Registra Satanás los infecundos
Espacios. Así el buitre que ha nacido
En las rocas erguidas
De Imaüs, sierra que una impenetrable
Barrera opone al tártaro bandido
Con sus puntas de hielo endurecido,
Huyendo su aridez intolerable,
Parte voraz, buscando los ganados
Que del Hidaspes los floridos prados
Pingües habitan, o el supersticioso
Cristal beben del Ganges caudaloso;
Desfallecido de su largo vuelo,
Descansa sobre algún árido suelo,
De Sericana en la desierta arena,
En la llanura inmensa en que sin pena
El habitante diestro, el soplo fiero
Del viento aprovechando, con tendidas
Velas hace que vuele su ligero
Carro, y se dude si en el mar undoso
Va bogando, o si rueda presuroso
En movibles arenas extendidas.
Tal Satanás descansa, y al instante,
Por aquel yermo se encamina errante.
Va, viene, corre, vuela, ya bajando,
Ya subiendo, buscando
Su Presa con ojeada penetrante.
Un Inmenso vacío se despliega
Por todas partes a su vista ansiosa;
Mi un ser viviente, ni la menor cosa
Inanimada, en él a encontrar llega.
No obstante, un nuevo mundo se ha formado
En esa extensión, después de que extraviado
El hombre por su loco orgullo ha sido.
Allá, entre el aire vano despedido
De nuestra esfera, suben los deseos,
Quiméricos, los sueños engañosos,
Cual ligeros vapores, con los feos
Y raros monstruos que la fantasía
Se entretiene en formar en los ociosos
Ratos, y cuanto la naturaleza
A luz produce, cuando se extravía,
Toda obra insubsistente, todo objeto
Caprichoso, ridículo, incompleto,
Allá cual niebla leve se endereza;
Los que en la vida actual, o en la futura.
Han soñado en alguna imaginaria
Felicidad a la razón contraria;
Aquellos que, cediendo a la locura
De un falso celo, por algún famoso
Nombre engañados, ciegos abrazaron
Sus sistemas, sin ver si verdaderos
Eran, y a ejemplo suyo deliraron;
Los que, por un error menos dañoso,
De los aplausos vanos pasajeros
Se alimentaron, que el azar dispensa;
Vanos, allí su vana recompensa
Vuelven a hallar, sus necias diversiones,
Sus proyectos y locas invenciones.
También tenéis allá vuestra morada,
Vosotros orgullosos, que elevasteis
En Senaar la torre celebrada
Con que espantar al Cielo imaginasteis,
De impotente soberbia empresa osada.
Si algún ser real allí posible fuera
Yaciese, su ridícula manía
Fabricar otras mil intentaría:
También están allí los insensatos
Que, aun a falsa esperanza lisonjera
Cediendo, y agotando sus conatos
De una frívola ciencia en la quimera,
La vida consumieron,
O de un vano saber mártires fueron,
El loco entre ellos, que del Mongibelo
Se sumergió en el cráter espantoso,
De saber sus secretos deseoso,
Y murió en su abrasado y hondo suelo;
Y tú igualmente, que a Platón oyendo,
Sus Cielos a buscar fuiste corriendo,
Y la vida perdiste por curioso.
No lejos moran los que en su fecundo
Cerebro cada día un nuevo mundo
En idea construyen, más perfecto;
Llegan apenas a llevar a efecto
Las líneas primeras de aquella obra,
Cuando a un soplo del viento, es destruido
El frágil edificio, y convertido
En polvo, que la atmósfera recobra;
Pero pronto, empeñándose obstinados
En seguir el proyecto imaginario,
Su Infatigable orgullo temerario,
Sobre los planes mismos arruinados,
Otros levanta igualmente infundados.
Así el insecto, que sus redes tiende,
Para buscar su subsistencia,
De aquella frágil descompuesta trama,
Los hilos rotos, nuevamente extiende
Envanecidos con su hinchada ciencia
Los eruditos locos, por su parte,
Cuando más su saber grita la fama,
A mil esfuerzos vanos todo su arte
Ven reducido, y que de ruina en ruina,
Su corto ingenio sin cesar camina;
Mas con todo, jamás se desengañan,
Y que no los adore el mundo extrañan.
Este humo vano es digna recompensa
Del que de sí con tal orgullo piensa.
Otro, llevado de esperanza avara,
De los bienes que el Cielo le depara,
No haciendo cuenta, triste y consumido,
Al lado de un crisol, sin cesar vela,
Y de sus privaciones se consuela,
Hallar creyendo aquel desconocido
Secreto de volver el plomo en oro
Y hacerse dueño del mayor tesoro:
Mas, mientras su esperanza alegre crece,
Ve gimiendo que en humo convertido
El pérfido metal desaparece.
Hay también otros locos que allí ostentan
Un ambicioso lujo: trasladados
Con ellos sus jardines deliciosos,
Sus palacios de jaspe primorosos,
Vivir felices cuentan,
Mas les sucede que por todos lados,
Porque lo quiero así la Providencia,
De un fúnebre desierto están cercados
En que el silencio más profundo habita.
Bajo sus techos de oro la alegría,
Acompañada de la complacencia,
En vano introducirse solicita;
El desprecio y olvido, noche y día,
Hacen en el umbral guardia severa,
La Deidad de cien bocas habladora,
Para ellos solos tiene su sonora
Trompeta ociosa, y al pasar ligera
Sus ojos cierra, para no ver cosa
Que excitar pueda su atención curiosa
Bien pronto en sus magníficas moradas
Los persigue el fastidio y la tristeza;
Sin testigos, les cansa su grandeza,
Y lloran sus delicias ignoradas.
A lo menos aspiran a la gloria
De eternizar sus nombres; mas grabados
En la arena, al momento están borrados,
Y los vientos se llevan su memoria.
En registrarlo todo se embebece
El Angel infernal, cuando aparece
A su vista en las sombras el dudoso
Tímido resplandor que en la lejana
Esfera da principio a la mañana;
Hacia su claro origen vuela ansioso:
Presto a la luz de la rosada aurora,
Las infinitas y brillantes gradas
Nota de la magnífica escalera
Que sube a los palacios celestiales.
Un pórtico soberbio la decora
En lo alto, por el cual las más nombradas
Obras del regio lujo, si se hiciera
Su cotejo, a pesar que con parciales
Ojos se viesen, fueran eclipsadas.
Todo él despide llamas, con brillantes
Preciosísimas piedras adornado;
Sobresalen el oro y los diamantes;
Ningún pincel dar puede un adecuado
Bosquejo de su augusta arquitectura.
Menos luciente aún, hasta la altura
Del Cielo, a vista de Jacob subía
La escala misteriosa, que lo unía
Con nuestra tierra, en su admirable sueño,
Cuando del trono de su eterno dueño
Ir y venir las Angeles veía,
Y vuelto del letargo milagroso,
Profetizó, exclamando con gozoso
Rostro: «Al través de los mortales velos,
»Veo abiertas las puertas de los Cielos.»
Mas la escalera que el Arcángel mira,
A la bóveda eterna se retira,
Y de su alcance al fin desaparece.
Un mar de claridad de nácar puro
Y de líquida plata se le ofrece
A la vista, en vez de ella, que movible,
Ondas rueda de luz incorruptible.
Aquel mar refulgente es el seguro
Feliz asilo adonde, desde luego
Que mueren los felices escogidos,
En angélicos brazos conducidos
Son, o en un carro rápido de fuego,
A esto, con toda su magnificencia,
La escalera bajó resplandeciente
De nuevo, o por burlar al enemigo
Que asomaba, o por dar a su insolencia
Más severo castigo,
Haciéndole sentir más vivamente
De su perdida dicha la amargura.
Del pórtico soberbio en derechura
Al risueño jardín en que vivía
En dulce paz el hombre venturoso,
Al Edén, un camino conducía,
Y desde allí del mundo a lo restante.
Excedía el camino, en lo espacioso,
A la vía sagrada
Por Dios a sus ministros preparada
Para que de su trono al fulminante
Santo monte de Sinay descendieran,
Por la que al pueblo de Israel, ligeros,
Enviaba sus alados mensajeros
A fin de que, sus órdenes le dieran:
Por ella desde el Cielo Dios miraba
Con placer, y hasta el Nilo contemplaba
Cuál por la fértil tierra se extendía
Aquel pueblo querido
Del Septentrión al Sur establecido.
Hacia otra parte no menos se abría
Aquel camino largo y luminoso,
En donde puso el Todopoderoso
Con propia mano los intransitables
Términos a las sombras tenebrosas,
Cual las costas, del mar incontrastables,
Por cotos a sus ondas procelosas.
Al pie de la escalera
Más que nunca admirado se detiene
Satanás, y subido en la primera
Grada, recorre ansioso la extendida
Soberbia escena que a la vista tiene,
Y ve en la in inmensidad la inesperada
Pompa del Universo, reunida
En sola una mirada.
Así el escucha diestro que en la oscura
Noche su oficio cumple peligroso,
Acechando camina receloso;
Llegado, al huir las sombras, a la altura
De algún monte encumbrado
Que alumbra ya el fulgor de la mañana,
Para contempla, abarca una lejana
Inmensidad de tierras admirado.
Para él desconocidas, en las cuales,
Entre varias ciudades derramadas
Cerca y lejos, dominan levantadas
De una Corte las torres imperiales.
Tal Satanás el mundo contemplaba,
Y aunque el Cielo había visto, lo envidiaba.
Devora su interior un vil despecho
Al pensar en las manos que lo han hecho.
Aun mucho más allá del alto asiento,
Por las nocturnas sombras dominado,
Descubre un firmamento
Extendido sin término, poblado
De mundos estrellados, y curioso
Los recorre uno a uno, desde el punto
Del Zodiaco remoto y luminoso
En que la justa Astrea con su libra
Los días con las noches equilibra,
Hasta aquellas esferas que el conjunto
Forman del refulgente vellocino
De Aries, que al lado opuesto la hace frente,
Y mucho más allá del peregrino
Cielo en que el mar Atlántico termina,
Cargado con Andrómeda camina.
En fin, entrambos polos totalmente
Con la vista abrazando,
Registra todo el orbe, y de repente
Se precipita rápido, volando,
Dentro de su recinto majestuoso,
Cuya belleza, al paso que lo hechiza,
Para su envidia es un objeto odioso.
Sobre las alas plácido nadando,
Por sus azules ondas se desliza
Entre esferas sin número pasando,
Que desde donde él viene, en los profundos
Aires, parecen astros y son mundos
O tal vez islas, como el deleitable
Jardín de las Hespérides, que lleno
De flores y de frutas, en el seno
Se alzaba del Océano espantable.
Quizá también aquellas aisladas
Esferas contendrán sus verdes prados,
Sus floridas llanuras cultivadas,
Sus frescos valles, sus enmarañadas
Sombrías selvas y sus cristalinas
Fuentes, que las recorran peregrinas.
Las ve, las examina; mas no excita
En él ninguna de ellas el curioso
Deseo de saber qué pueblo habita
Feliz en su recinto venturoso.
Entre tantos objetos al Sol mira,
Que en resplandor a la celeste esfera
La igualdad casi disputar pudiera.
Y su belleza, que encantado admira,
Exceder la del mundo le parece.
Hacia él vuela, de cerca deseando
Contemplar su esplendor: su pasmo crece
Cuando además de su magnificencia
Nota que varios mundos de su influencia
Penden, y en su contorno circulando
A distancias diversas, como Reyes
Vasallos de otro Rey más poderoso,
Cada uno observa sus severas leyes
Y su órbita completa respetuoso,
Años, meses y días, reduciendo
A su marcha, que exacto va siguiendo.
Al paso que aquel astro majestuoso
Desde su trono a todos los atrae
Con magnético influjo o los despide
De sí, según la utilidad lo pide,
En torrentes su luz sobre ellos cae,
Y a cada cual con un calor fecunda
¡Proporcionado a su naturaleza.
Su movimiento mismo es procedente
De su espíritu etéreo, que inunda
¡Sin cesar cada esfera dependiente
De su sistema, y cuya sutileza
Y fuerza no hallan cuerpo impenetrable
A su influjo vital y saludable.
Mas Satanás ya huella aquel brillante
Astro, y nunca una mancha semejante
Los ojos en su disco descubrieron:
Con gran placer los del Demonio vieron
Aquel inmenso globo fulminante.
La materia preciosa que formaba
Aquel cuerpo, en la tierra no se hallaba:
Si el hombre la compara a los metales
Más finos, dirá que es un mar de plata,
Un océano de oro el más luciente;
Si con las piedras más preciosas trata
De cotejarla, bien que desiguales
En la belleza, de carbunclo ardiente,
De rubí y de topacio se diría
Que el encendido mar se componía,
O de las piedras todas con que tanto
De Jehová el eterno nombre santo,
Cuando encima del pecho lo llevaba
El sumo sacerdote Aarón, brillaba.
No la iguala con mucho en la hermosura,
Cuando en nuestra codicia deliramos,
La rica piedra que se nos figura
Encontrar, con la cual en oro puro
El metal se convierta más impuro;
Piedra que ansiosos sin cesar buscamos
Sin hallarla; secreto que por parte
De algún azar quizá será encontrado
En lo futuro, y en que hasta ahora el arte
En vano sus esfuerzos ha agotado;
El arte que, fijando la sustancia
Movible del mercurio, ha sujetado
A sus leyes su indócil inconstancia,
Que ha buscado del mar en las arenas
A este nuevo Proteo,
Lo ha encontrado, y conforme a su deseo,
Diestro, le ha puesto al fin en sus cadenas.
Así el hombre en las artes industrioso
Hace aún al mundo más maravilloso.
¿Admiraremos, pues, que en la carrera
Con que fecunda, el sol la vasta esfera,
Vertiendo de sus fuegos el tesoro,
Ondas de plata ruede y ríos de oro,
Cuando, aunque de él estemos tan distantes,
Su influjo en nuestro globo, del impuro
Y blando material del cieno oscuro
Sabe formar rubíes y diamantes;
En el crisol oculto de la tierra,
En que penetra y su calor encierra,
Metales producir, y de las flores
Componer los balsámicos olores?
¡Vanos tesoros, si se compararen
Con el que los produce, aun reunidos
A los que otras esferas presentaren
De las que anima con sus encendidos
Fuegos! No obstante toda la belleza
Que el arte añade a la naturaleza,
Un rayo sólo de su lumbre pura
A eclipsar bastaría su hermosura.
Satanás ve la escena prodigiosa
Sin deslumbrarse, y toda la espaciosa
Y nueva inmensidad, desde la altura
En que se halla, registra con atento
Cuidado, envuelto entre los resplandores
Del sol, entre las ondas transparentes,
Matizadas de mil vivos colores
Que va esparciendo, mientras por el viento,
Rodando diligentes
Los demás orbes, cada uno camina
Con rápida presteza
En torno de él. Así en aquel instante
El Angel de la noche, con brillante
Ajena luz, parece que domina
De una mirada la naturaleza.
Divisa en esto al Angel luminoso
Que San Juan vio después sobre el fogoso
Astro, al que entonces cerca de él parado,
Vuelto de espaldas, mira embelesado,
En él su viva imagen conociendo.
Satanás ver su rostro no podía,
Mas toda la belleza distinguiendo
De su celeste porte, conocía
Que era un ser importante. Alas hermosas,
En que compito el nácar con las rosas,
Le están sobre los aires sosteniendo.
Un diadema brillante, entretejido
De los rayos más puros que ha elegido
Del sol uno a uno, ciñe su cabeza:
Su cuerpo, al alabastro en la blancura
Excede, y acrecientan la belleza
De su celeste y plácida figura
Los cabellos en bucles descendiendo
Sobra él, y como el oro reluciendo.
Pensativo medita y silencioso
Sobre el orden del mundo milagroso,
Lleno de astucia Satanás espera
Conseguir engañarle
Con falsas apariencias, de manera
Que le dé las noticias que a guiarle
Son necesarias hasta el encantado
Jardín en que termina su arriesgado
Viaje y en que nacieron nuestros males.
Oculta cuidadoso las señales
Que pueden descubrirle, y disfrazado
Con todo el arte, a fuerza de impostura,
Toma de un Angel bueno la figura;
Pero de un Angel de segunda clase,
Para que su ocio menos extrañase.
De una celeste juventud la aurora
Brilla en sus ojos, y su cuerpo airoso
Reviste de una gracia encantadora:
Corona el oro su agradable frente:
Al arbitrio del viento, su rizado
Cabello ondea sobre el cuello hermoso:
Los colores del Iris suavemente,
De oro, de azul, de verde y encarnado
Relumbran en sus alas: el agrado
De su gesto, su porte, su belleza,
De un Angel manifiestan la pureza;
Y anuncia un caminante su vestido,
A su cuerpo con púrpura ceñido.
Lleva de plata una flexible vara,
Su andar es noble, como lo es su cara:
Llega: sin verle el Querubín le siente,
Y hacia él se vuelve majestuosamente.
Satanás reconoce en el semblante
A Uriel, al mismo que el Señor honraba
En sus tiempos, con más de un importante
Encargo, y que glorioso se contaba
Como uno de los siete Serafines
Que están siempre delante
De su alto trono, de su pensamiento
Observando el más leve movimiento,
Para volar a los remotos fines
Del Universo, cuando lo requiere
Su voluntad sagrada.
La menor seña, la menor ojeada
Basta para que sepan lo que quiere,
Y rápidos del alto firmamento,
Dejando atrás del aire las ligeras
Corrientes, o del mar las ondas fieras,
Se arrojan a este mundo en un momento,
A intimar sus decretos soberanos,
Su sacra voluntad a los humanos.
«¡Oh Querubín! le dice reverente
»Satanás; te conozco; Uriel te llamas;
»Sé que uno de los siete mensajeros
»Eres de nuestro Dios; que justamente
»Su favor logras entre los primeros
»Cortesanos celestes; que proclamas
»Sus leyes y prodigios de orden suya,
»Y aun quizá, fiado en la prudencia tuya,
»A este globo remoto y encendido,
»Como su embajador, te ha dirigido.
»Yo, por mi parte, soy sólo un curioso
»Viajero, de instruirme deseoso,
»Y saciar mis sencillas
»Ansias de ver las grandes maravillas
»De Dios, y entre ellas, la que más excita
»Mi anhelo, esto es, el hombre, esa apreciable
»Producción, su criatura favorita,
»Para quien ha formado esa admirable
»Bóveda de los Cielos azulada.
»Por esto sólo dejo la morada
»Del Empíreo, y me ves por aquí errante.
»Gula mis pasos, pues, ¡oh tú, glorioso
»Querubín! porque ignoro la carrera
»Que deberé seguir de aquí adelante
»Para acertar, entre ese numeroso
»Ejército de mundos, con la esfera
»En que habita ese ser tan venturoso.
»Para evitar cualquiera contratiempo,
»Dígnate detallármela, y a un tiempo
»Decirme si es perpetua la morada
»Del hombre en aquel orbe, o destinado
»Está a vivir alguna temporada
»En él, y a otros después ser trasladado
»Por su turno. ¡Que yo de su glorioso
»Criador los beneficios contemplando,
»Los cante, o los admire silencioso!
»¡Que su amor, en mi pecho rebosando,
»Haga que corresponda agradecido
»A tantos como yo mismo he debido
»A su bondad! ¡Que su poder eterno
»Admire yo en el hombro, como hasta ahora
»Lo he admirado en el Cielo, que le adora,
»Y aun en el hondo Infierno,
»Donde perpetuas llamas implacables
»Castigan a los Angeles culpables!
»Es de creer que esta raza delincuente,
»Del Cielo para siempre desterrada,
»Por el hombre inocente
»Y su linaje sea reemplazada.
»Para nosotros, ¡que gozo sería
»Ver que el culto de Dios así crecía!
»Lo mejor dispondrá su Providencia,
»Que uno con la justicia la clemencia.»
Del Angel falso tal es el doloso
Lenguaje. Con aquel sutil engaño,
A Uriel deslumbrar logra, y no es extraño.
Pues a excepción del Todopoderoso
Nadie puede sabor lo que en la mente
De un espíritu pasa interiormente,
Y muchas veces la sabiduría
De Dios permite que la hipocresía,
A la verdad hurtando sus colores.
Astuta, enrede al mundo en sus errores
Y aun que se meta, bajo el sacro manto
De la virtud, en el lugar más santo.
¡Ah! ¡En vano La prudencia se desvela
Para impedir la entrada a sus horrores!
La sospecha, su cauta, centinela,
A veces a su puerta adormecida,
Confiada, el incesante riesgo olvida,
A la inocente sencillez entrega
Su guardia, y ésta, a quien su bondad ciega,
Juzgando lo interior por la apariencia,
En el oculto mal ve la inocencia.
Tal es su suerte, y tal fue la del bueno
Uriel, aunque de juicio y ciencia lleno;
Siendo más perspicaz que otro cualquiera,
Entro los inmortales de su esfera,
Con todo a Satanás, por su alma pura,
Midió: víctima fue de su impostura,
Y afable contestó de esta manera:
«Puesto que el noble ardor aquí te guía
»De ver y de adorar las admirables
»Obras de Dios, jamás a tus laudables
»Deseos, ¡oh Angel bello! Negaría
»Mi aprobación, ni menos las noticias desear pareces,
»Necesarias al logro de tu intento.
»¡Y cuántas alabanzas no mereces
»Tú, que tan generoso, a las delicias
»Te has arrancado del celeste asiento,
»Sólo para venir a estos lejanos
»Parajes, a admirar los soberanos
»Atributos de Dios, en la grandeza
»Que ha prodigado a la naturaleza,
»Y por tus ojos ver las maravillas
»Que otros quizá, por no dejar sus sillas,
»Sólo sabrán por relación ajena!
»¡Y cuán grande y magnifica, cuán buena
»Es la suma deidad, que ha derramado,
»En un desierto inmenso, esos distantes
»Y nuevos mundos, esos rutilantes
»Soberbios astros! ¿Quién ha vulnerado
»Hasta ahora estos testigos de su gloria?
»¡Cuán dulce es verlos y saber su historia!
»¡Cómo resalta su sabiduría
»Incomprensible, en todos los objetos!
»La causa oculta y muestra los efectos.
»De esto fui buen testigo en aquel día
»En que la masa informe, inmensa y bruta
»Del universo todo, en su presencia
»Apareció a su voz. El caos temblando
»La oye: el abismo cumple, aunque bramando,
»Su orden: sola la noche, que aun enluta
»La masa, hace dudar de su existencia:
»¡Haya luz! dice Dios, y en el instante
»Todo queda nadando en luz flamante.
»De la confusión misma el orden sale:
»Cada elemento el puesto a él destinado
»Aguarda apenas que se lo señale,
»Y al punto va a ocuparlo apresurado:
»Según su peso, el aire, fuego, tierra
»Y agua, en el que les toca, establecidos,
»Fijos, suspenden su implacable guerra.
»Su imperio cada cual tiene y su oficio;
»Pero obedecer deben unidos
»A la constante ley, que en beneficio
»Común por el Criador se les ha Impuesto.
»Partes de ellos, ya Cerca ya distantes,
»El universo forman: las restantes
»A establecerse fueron a otro puesto,
»Remoto, y con un muro, que elevaron,
»Las bóvedas del mundo aseguraron.
»¿Ves aquellas llanuras azuladas,
»De los Suaves rayos alumbradas
»De una pálida luz, que no muy lejos
»De nosotros están? pues ve allí
»Que alrededor del Sol viene rodando,
»Y que de propia luz no disfrutando,
»Pues de su redondez nunca destierra
»Brilla a medias de este astro a los reflejos;
»Totalmente la noche, y cada día
»Mientras su media esfera está mirando
»Al Sol, la otra mitad está sombría.
»Aquel punto que ves allí luciente
»Cerca de ella, es la Luna (que este nombre
»Dan a esa esfera, tan propicia al hombre):
»La que aunque también brilla con prestada
»Luz, la parte con ella diligente,
»Y con su fulgor suave la consuela,
»Cuando de la del Sol la ve privada.
»Ella igualmente es la que se desvela
»En darla de sus meses la medida,
»Variando por tres veces inconstante
»Su cara, ya creciente, ya menguante,
»Ya llena, y ciertos días escondida
»En cada uno, hasta tanto que cobrada
»Toda su luz, de nuevo, con plateada
»Claridad, en las sombras resplandece
»Y al dormido hemisferio dulce crece.
»¿Mas ves aquel terreno reducido,
»Aunque fértil? Allí está establecido
»El hombre en un jardín, que cada día,
»Con su cultivo está más deleitoso:
»Allí la dicha goza y el reposo.
»Un camino inerrable allá te guía
»Parte: no necesitas mi asistencia,
»Otro deber exige mi presencia.»
Dice, y se va. En silencio, respetuoso,
Se inclina Satanás, guardando el fuero
Que se debe a su clase. Con esmero
Se hace en los Cielos esta diferencia
De rango; a cada cual exactamente
Se tributa el honor correspondiente;
Distinción justa y útil, que conserva
En el público el orden, y preserva
De insubordinación a todo estado
Que entre sus Sacras leyes la ha adoptado.
Mas ya Satanás rápido se aleja
Volando, y en el aire un surco deja
De opaca luz, cual fiero torbellino,
A la tierra siguiendo su camino,
Y no para con la ansia que le anima,
Hasta hollar del Nifates la alta cima.