DELENDA EST...
Poul Anderson
1
La caza es buena en Europa hace veinte mil años, y los deportes de invierno, insuperables en ninguna otra edad. Por eso la Patrulla cuidadora del mejor adiestramiento de su personal mantiene una residencia en el Pirineo Pleistoceno.
Manse Everard, ante una ventana acristalada, contempla las perspectivas de hielo azul de las vertientes boreales en las que las montañas se convertían en bosques, pantanos y tundra. Su voluminoso cuerpo estaba envuelto en unos pantalones de color verde y túnica de insulsinta, del siglo XXIII; botas hechas a mano por un franco-canadiense del siglo XIX; fumaba una apestosa y vieja pipa de época indeterminada. Sentía una vaga inquietud e ignoraba el ruido del interior, donde media docena de agentes bebían, charlaban y tocaban el piano.
Un guía del período de Cro-Magnon se acercaba, cruzando el patio cubierto de nieve; era alto, hermoso, y vestía un poco a lo esquimal (¿por qué la novela nunca concedió al hombre paleolítico el suficiente sentido para vestir chaquetón, pantalón y calzado en el período glacial?), la cara pintada, al cinto uno de los cuchillos de acero que le habían prestado. La Patrulla podía actuar con entera libertad en aquel remotísimo tiempo; no había peligro en alterar el pasado, pues el metal se enmohecía y los extraños serian olvidados en pocos siglos. El mayor inconveniente era que los agentes femeninos, de períodos posteriores y más libertinos, siempre tenían jaleos con los cazadores primitivos.
Piet Van Sarawak (un flamenco-indonesio-venusiano del 24 d. de J.), joven esbelto y moreno, cuyo aspecto y técnica hacían ruda competencia a los guías, se reunió con él. Guardaron un momentáneo y amigable silencio. Era también un agente libre, cuyo auxilio podía reclamarse en cualquier época, y había trabajado ya antes con el americano. Ahora disfrutaban juntos sus vacaciones.
Habló primero en temporal:
- He oído decir que han localizado algunos mamuts cerca de Toulouse.
La ciudad no sería edificada hasta muchísimo después, pero la costumbre era más poderosa.
- Ya he cazado uno - contestó, impaciente, Everard -. He estado también esquiando, haciendo alpinismo y viendo las danzas de los nativos.
Van Sarawak asintió, sacó un cigarrillo y aspiró para encenderlo. Los huesos de su delgada faz resaltaban al tragar el humo.
- Un encanto de vida ociosa, pero, al cabo de cierto tiempo, la vida exterior comienza a tirar.
Les quedaban dos semanas de licencia. En teoría (puesto que podía tener que volver casi en el momento de partir), un agente podía disfrutar de permiso ilimitado; pero en realidad se daba por admitido que dedicaba a su tarea cierto porcentaje de su tiempo (nunca se le decía a uno cuándo iba a morir y se tenía el suficiente sentido para no preguntarlo uno mismo. Un aumento de longevidad era la recompensa de los danelianos a su agente).
- Lo que me gustaría - explicó Van Sarawak - sería estar entre luces brillantes, música y chicas que nunca hubiesen oído hablar de viajes por el tiempo.
- ¡Hecho! - concedió Everard.
- ¿Ser augustano en Roma? - inquirió, ansiosamente, el otro -. Nunca he estado allí. Puedo aprender desde aquí su lengua y costumbres por hipnosis.
Everard movió la cabeza.
- Se ha exagerado mucho. Si no queremos retroceder, la más gloriosa decadencia que tenemos disponible está en mi propio ambiente; es Nueva York... Si se conocen los números de teléfono apropiados... y yo los sé.
Van Sarawak rió en silencio.
- Conozco unos pocos sitios en mi sector; pero de todos modos, a una sociedad naciente le importan poco los refinamientos en la diversión. Bien; vamos a Nueva York, en el año... ¿en cuál?
- Pongamos 1960, que fue la última vez que estuve allí, en plan particular, antes de venir aquí.
Se sonrieron uno y otro y se separaron para prepararse. Everard, previsor, trajo alguna ropa del siglo XX a la medida de su amigo.
Mientras metía vestidos y efectos de afeitar en una pequeña valija, el americano se preguntaba si podía pasarlo bien con Van Sarawak.
El nunca había sido un juerguista de gran calibre ni había podido soportar a uno de ellos. Un buen libro, un rato de broma, una botella de cerveza, todo eso estaba en sus posibilidades. Pero hasta el más sobrio podía excederse ocasionalmente.
O algo más que eso, si el hombre era un agente libre de la Patrulla del Tiempo; si su empleo en los Estudios de Ingeniería era solo una tapadera para sus andanzas y hazañas a través de la Historia; si la había visto enmendada en sus detalles, no por Dios, lo que hubiera sido soportable, sino por hombres mortales y falibles (puesto que los danelianos eran menos que Dios); si siempre le atormentaba la posibilidad de un cambio mayor, por ejemplo, que él y un mundo no hubieran existido nunca... En la cara marchita y curtida de Everard apareció una mueca. Se pasó una mano por el crespo y negro cabello, como para ahuyentar la idea. Era inútil pensar en ello; el lenguaje y la lógica se estrellaban ante la paradoja. Mejor era desinteresarse mientras pudiera.
Cerró la valija y fue a reunirse con Piet Van Sarawak.
El pequeño vehículo antigravitatorio de dos plazas esperaba en el garaje, sobre rodillos. No se creería, al verlo, que sus mandos pudieran situarlo a voluntad en cualquier parte de la Tierra y en cualquier momento del tiempo. Pero también son maravillosos un avión, un buque o un incendio.
Auprès de ma bloonde
Qu'il fait bon, fait bon, fait bon,
Auprès de ma blonde,
Qe'il fait bon dormir!
Era Van Sarawak quien así cantaba en voz alta, cuajándosele el aliento en el helado aire, mientras ocupaba el asiento posterior del vehículo. Había aprendido la cancioncilla una vez que había tenido que acompañar a las tropas de Luis XIV. Everard rió.
¡Calla, muchacho!
- ¡Oh, vamos! - exclamó el joven -. Es un bello continuo, un espléndido cosmos. ¡Aprisa con la máquina!
Everard no estaba tan contento; había visto demasiada miseria humana en todas las épocas. Uno se endurece al cabo de cierto tiempo, pero, en su interior, cuando un campesino le contempla con ojos débiles y embrutecidos, o un soldado grita ensartado por una lanza, o una ciudad arde en llamas radiactivas... algo llora. El podía comprender a los fanáticos que habían intentado cambiar los hechos. Lo que sucedía era que su trabajo resultaba incapaz de mejorar nada.
- Confío en que se ha despedido de todas las damas amigas que tiene usted aquí - y puso los mandos para ir al almacén de los Estudios de Ingeniería, que era un buen sitio para partir.
- Sí; por cierto, y muy galantemente, se lo aseguro. ¡Vamos, adelante! Es usted tan pesado como las melazas de Plutón. Le aseguro que no estamos precisamente sobre una barca de remos.
Everard se encogió de hombros y accionó el mando principal. El almacén desapareció de su vista.
2
Por un momento la sorpresa los dejó inmóviles. La escena la veían por partes o trozos. Se habían materializado a pocos centímetros del suelo - el saltador no estaba planeado para posarse sobre objetos sólidos -, y como aquello era inesperado, rozaron el pavimento con un ruido que daba dentera.
Estaban en una especie de plaza. Cerca de ellos manaba una fuente cuyo receptáculo ostentaba esculpidos sarmientos entrelazados. En torno había calles formadas por edificios cuadrados de seis a diez pisos, construidos de ladrillo y cemento y extrañamente ornamentados y pintados. Había vehículos de tosco aspecto (cosas de tipo irreconocible) y mucha gente.
- ¡Dioses saltarines! - Everard miró a los cuadrantes. El aparato les había dejado en el bajo Manhattan, el 23 de octubre de 1960, a las 11,30 de la mañana, en las coordenadas espaciales del almacén.
Soplaba una ventolera que les lanzaba polvo y hollín a los ojos, el olor de las chimeneas y...
El arma sónica de Van Sarawak voló a sus manos. La multitud se alejaba velozmente de ellos, chillando algo incomprensible. Era una chusma abigarrada; altos, rubios, de cabezas redondas, muchos pelirrojos, algunos indios, mestizos de todas las combinaciones. Los hombres vestían blusas policromas, faldillas de tartán, una especie de gorra escocesa, medias basta la rodilla y zapatos; su cabello era largo y muchos individuos lucían lacios bigotes. Las mujeres vestían faldas hasta los tobillos y se peinaban con trenzas enrolladas bajo capuchas. Hombres y mujeres se adornaban con collares y macizos brazaletes.
- ¿Qué ha ocurrido? - murmuró el venusiano -. ¿Dónde estamos?
Everard se sentó con rigidez. Su cerebro funcionaba vertiginosamente, recordando todas las épocas que conocía directamente o por lecturas. ¿Cultura industrial? Aquello parecían automóviles de vapor (pero ¿y las agudas proas y los mascarones?) movidos por carbón. ¿Reconstrucción postnuclear? No; aquellos seres no habrían vestido entonces faldillas, y además hablarían inglés...
Aquello no concordaba; semejante ambiente no estaba registrado.
- ¡Vámonos de aquí! - dijo.
Sus manos estaban ya sobre los mandos en el momento que un hombre grande cayó sobre él. Rodaron fuera del vehículo, sobre el pavimento, con furia de puñetazos y de patadas. Van Sarawak disparó e hizo caer a alguno sin sentido, pero luego le agarraron por detrás; la muchedumbre se precipitó sobre ellos y las cosas se hicieron confusas.
Everard tuvo la fugaz impresión de hombres con brillantes corazas de cobre y cascos, que se abrían difícilmente paso entre el alboroto. Le sacaron, le sostuvieron en su desvanecimiento y le esposaron. Luego, él y Van Sarawak fueron recogidos e introducidos en un vehículo cerrado. El coche celular es igual en todos los tiempos.
No recobró el conocimiento hasta que estuvieron en una celda húmeda y fría, tras una puerta de barrotes de hierro.
- ¡Llamas del infierno!
Y el venusiano se dejó caer, con la cara entre las manos, en un catre de madera.
Everard quedó junto a la puerta, mirando al exterior. Todo lo que podía ver era un estrecho zaguán y, en torno, las celdas. El mapa de Irlanda, a través de las barras, le recordó algo incomprensible.
- ¿Qué está pasando ahora? - el esbelto cuerpo de Van Sarawak se estremeció.
- No lo sé - respondió Everard lentamente. Tiró de los barrotes con tanta fuerza que crujieron -. Exactamente no lo sé. Se suponía que la máquina estaba a prueba de tontos, pero, sin duda, somos más tontos de lo permitido.
- No hay un sitio como este - afirmó desesperado Van Sarawak -. ¿Será un sueño? - se mordió los labios y tuvo una triste sonrisa. Su labio cortado se hinchaba y dejaba salir un hilo de sangre -. Lógicamente, amigo mío, un mordisco no es una prueba concluyente de la realidad, pero sí bastante tranquilizadora.
- Desearía que no lo fuese - replicó Everard -. ¿Se habría desviado la dirección a pesar de todo? ¿Hubo alguna vez una ciudad en la Tierra (porque estoy absolutamente seguro de que esto es la Tierra), siquiera fuese oscura, que se pareciese a esta? No, en cuanto alcanzan mis noticias.
Everard, seguro de estar cuerdo, evocó todo el adiestramiento mental recibido en la Patrulla; fue un repaso completo, y había estudiado Historia, hasta la de siglos que no viera nunca, con una profundidad que le había hecho ganar varios títulos.
- No - concluyó, por fin -. Braquicéfalos blancos mezclados con indios y que usaran automóviles de vapor, no han existido.
- Sí - afirmó Sarawak desmayadamente -. El Coordinador Stantel V, en el siglo XXXVIII El Gran Experimentador... Colonias que reproducían sociedades antiguas...
- Nada parecido a esto - negó Everard.
La verdad se presentaba en su mente y habría dado su alma para que las cosas fueran de otro modo. Hubo de reunir todas sus energías para no llorar ni estrellarse los sesos contra la pared.
- Tenemos que ver.. - dijo desanimado.
Un policía (Everard supuso que estaban en manos de la ley) les trajo de comer e intentó hablarles. A Van Sarawak, aquel lenguaje le sonaba a céltico, pero no pudo entender sino pocas palabras. La comida no era mala.
Al atardecer se les llevó a un cuarto de baño, donde se lavaron, encañonados por armas oficiales. Everard las estudió: revólveres de ocho tiros y rifles de largo cañón. Había luces de gas, cuyos reverberos repetían, en su decoración, los motivos de coronas de pámpanos y serpientes, y las armas de fuego seguían una técnica ligeramente aproximada a la de principios del siglo XIX.
Al volver a su celda avistó un par de signos, al parecer semíticos, en las paredes; pero aunque Van Sarawak tenía nociones de hebreo, por su trato en las colonias israelitas de Venus, no pudo descifrarlos.
Vueltos a su celda, vieron sacar a otros presos para su aseo; una colección de vagos, rufianes y borrachos, sorprendentemente alegres.
- Parece que somos objeto de un trato especial - observó Sarawak.
- No me asombra - contestó Everard -. ¿Qué haría usted con unos hombres totalmente extranjeros que viniesen de otra época y con unas armas inauditas?
La faz de Sarawak se volvió hacia su compañero con una extraña mueca, y preguntó:
-¿Está usted pensando lo mismo que yo?
- Probablemente.
La boca del venusiano se torció y el espanto se reflejó en su voz.
- Otra línea del tiempo. Alguien se las ha arreglado para alterar la Historia.
Everard asintió. Pasaron mala noche. Habría sido una merced el poder dormir, pero las otras celdas eran demasiado ruidosas. La disciplina parecía laxa allí. Además, había chinches.
Tras un desayuno apresurado se les permitió lavarse de nuevo y afeitarse con maquinillas no diferentes a las usadas por ellos. Después, un piquete de diez hombres les llevó a una oficina.
Se sentaron ante un pupitre y esperaron. El mobiliario era inquietante: medio familiar, medio extraño, como todo lo demás. Pasó algún tiempo antes que las grandes puertas se abrieran, y entraron dos hombres: uno canoso y de rojas mejillas, que llevaba coraza y vestía túnica verde (debía de ser el jefe de policía); el otro, flaco, de duras facciones, mestizo, con los cabellos grises, pero de bigote negro, que vestía una túnica azul, y sobre ella, una dorada cabeza de toro que semejaba un distintivo de categoría. Habría tenido cierta dignidad aquilina a no ser por las delgadas y peludas piernas que asomaban bajo el faldellín.
Le seguían dos hombres más jóvenes, armados, vestidos análogamente, que ocuparon sitios tras de él cuando se hubo sentado.
Everard, inclinándose hacia adelante, murmuró:
- Militares; esto se va poniendo interesante.
Van Sarawak asintió con gesto doliente.
El jefe de policía se aclaró la garganta, consciente de su importancia, y dijo algo al... ¿general? Este último respondió impaciente y se dirigió por si mismo a los presos. Se expresó con una claridad que ayudó a Everard a captar los sonidos, pero con cierto aire no muy tranquilizador.
Al cabo de unos instantes se estableció la comunicación. Everard se presentó a sí mismo:
- Manse Everard - dijo.
Sarawak siguió su ejemplo y se presentó también.
El general cambió algunas palabras con el jefe de policía. Luego, volviéndose, inquirió:
- ¿Son ustedes cimbrios?
- No hablo inglés - repuso Everard.
- Gothland?... Swea?... Nairoin Teutonach?...
- Esas palabras parecen germánicas - musitó Sarawak.
- A él se lo han parecido nuestros nombres. Quizá nos crea alemanes.
Y dirigiéndose al general:
- Sprechen Sie Deutsch?
El silencio fue la respuesta.
- Taler ni Siwenks? Niederlands? Döns Tunga? Parlez vaus francais? ¿Habla usted español? - continuo.
El jefe de policía se aclaró otra vez la garganta y, señalándose a sí mismo, pronunció:
- Cadwallader Mac Barca. El general se llama Cynyth ap Ceorn.
O así, al menos, interpretó la mente sajona de Everard los ruidos que percibiera.
- Céltico; de acuerdo - concluyó. El sudor le bañaba las axilas -. Pero sólo para asegurarme...
Y señaló, interrogativo, a los otros hombres, recibiendo en respuesta denominaciones como Hamilcar ap Angus, Asshur yr Cathlann y Finn O'Carthia.
- No - se dijo -; se percibe aquí un claro elemento semítico también. Ello concuerda con su alfabeto.
Van Sarawak se mojó los labios.
- Pruebe las lenguas clásicas - indicó secamente -. Quizá así podamos descubrir dónde la Historia se ha vuelto loca.
Loquerisne, latine? No obtuvo respuesta.
Ellenixex?
El general Ap Ceorn dio un respingo, se atusó el bigote y entornó los ojos.
- Hellenach? - preguntó -. Irn Parthia?
Everard sacudió la cabeza y dijo lentamente:
- Por lo menos han oído hablar el griego.
Pronunció unas pocas palabras más, pero nadie conocía aquella lengua.
Ap Ceorn ordenó algo a uno de sus hombres, que hizo una reverencia y salió. Hubo un largo silencio.
Everard se dio cuenta de que no tenía miedo. Estaba en mal lugar, ciertamente, y podía no vivir mucho, pero lo que a él le sucediese era ridículamente insignificante comparado con lo que habían hecho al mundo entero.
¡Dios del cielo! ¡Al Universo!
No podía comprenderlo. En su mente surgía vivo el recuerdo de las tierras que él conocía: anchas llanuras, altas montañas y altivas ciudades. Recordó la seria imagen de su padre y rememoró cuando él era pequeño y aquel lo levantaba en alto y reía. Y su madre... Habían vivido bien, los dos unidos.
Había habido una muchacha, a quien conoció en el colegio; la coquetilla más dulce con quien un hombre podía pasear bajo la lluvia; y Bernie Aaronson; las noches de tertulia con cerveza, humo y charla; Phil Brackney, que le había recogido de entre el barro una noche, en Francia, cuando las ametralladoras barrían un campo desolado; Charlie y Mary Whitcomb, una noche en Londres; y Keith y Cvnthia Dennison, en su nido cromado en Nueva York; John Sandoval, muerto entre las quemadas rocas de Arizona; un perro que había tenido una vez; diaspar y la cuesta de Moyano, el puente de la Puerta del Oro; los austeros cantos del Dante; el retumbante trueno de Shakespeare... ¡Dios!, y las vidas de quién sabe cuántas miles de millones de criaturas humanas afanándose, sufriendo, riendo y pasando al polvo para dejar sitio a sus hijos... Todo aquello no había existido nunca.
Sacudió la cabeza, ofuscado por el dolor y privado de verdadera comprensión. El soldado volvió con un mapa y lo extendió sobre el pupitre. Ap Ceorn hizo un breve gesto, y Everard y Van Sarawak se inclinaron sobre él.
Sí; era la Tierra, en proyección Mercator, mostrada en una forma arbitraria que resultaba bastante inexacta. Los continentes y las islas estaban allí, en brillantes colores, pero las naciones serán distintas.
- ¿Puede usted leer esos nombres, Van?
- Puedo probar, sobre la base del alfabeto hebreo - admitió el venusiano.
Empezó a leer nombres en voz alta. Ap Ceorn le corregía la pronunciación. Norteamérica, hasta Colombia, era llamada Ynys yr Afallon, al parecer, una comarca dividida en Estados; Sudamérica era toda ella un gran reino, Huy Braseal; y algunas pequeñas comarcas, cuyos nombres parecían indios. Australasia, Indonesia, Borneo, Birmania, India Oriental y una buena parte del Pacifico formaban el Hinduraj. Afganistán y el resto de la India eran Punjab. Han incluido Corea, China, Japón y la Siberia Oriental; Littorn poseía ambas Rusias y se internaba profundamente en Europa; las Islas Británicas eran Brittys; Francia y Países Bajos, Gallis; la península Ibérica, Celtan. Europa Central y los Balcanes estaban divididos en pequeñas naciones, algunas de las cuales tenían nombres que parecían hunos. Suiza y Austria eran llamadas Helveti; Italia, Cimbrilandia; la península Escandinava estaba partida por medio: Svea, al Norte, y Gothland, al Sur. El norte de Africa parecía formar una confederación que abarcaba desde Senegal a Suez y llegaba casi al Ecuador, con el nombre de Carthalagann; la parte sur de este continente se subdividía en reinos menores, muchos de los cuales llevaban nombres puramente africanos. El Próximo Oriente contenía Parthia y Arabia.
Van Sarawak levantó los ojos. Había lágrimas en ellos.
Ap Ceorn hizo una pregunta. Quería saber de dónde eran. Everard se encogió de hombros y señaló al cielo. No podía confesar la verdad. El y Van Sarawak habían convenido en decir que eran de otro planeta, porque en este mundo apenas había viajes en el tiempo.
Ap Ceorn habló al jefe de policía, que asintió y dio una respuesta. Los presos fueron llevados de nuevo a su celda.
3
- Y ahora, ¿qué?
Van Sarawak se dejó caer en su catre y miró al suelo.
- Seguiremos el juego - respondió calmosamente Everard -. No, no es posible coger el saltador y escapar. Una vez que estemos libres, podremos tomar resoluciones.
- Pero... ¿qué sucedió?
- ¡Le digo que no lo sé! Al pronto parece como si algo hubiese enzarzado a grecorromanos y celtas y llevasen estos la mejor parte, pero no podría decir lo que fue.
Everard recorrió la estancia. Una amarga resolución se incubaba en él. Dijo:
- Recuerde usted su teoría básica. Los sucesos son el resultado de una combinación. No tienen causas únicas. Por eso es tan difícil cambiar la Historia. Si yo regreso, por ejemplo, a la Edad Media y mato a uno de los holandeses antecesores de F.D.R., este nacería, sin embargo, en el siglo XIX, porque él y sus genes eran resultado del mundo entero de sus antepasados y habría habido compensación. Pero, de tiempo en tiempo, ocurre un hecho clave. Cualquier suceso es un vínculo entre tantas líneas mundiales que sus consecuencias son decisivas para todo el futuro. En cierto modo, y por cierta razón, alguien ha escamoteado uno de los hechos en el pasado.
- Ya no habrá una ciudad Hesperia - murmuró Sarawak -. Ya no se sentará uno junto a los canales en el crepúsculo azul, no habrá más vendimias ni... ¿Sabia usted que tengo una hermana en Venus?
- ¡Cállese! - casi gritó Everard -. Ya lo sabía. ¡Al diablo con ello! Lo que importa es qué podemos hacer... Mire - prosiguió después -: la Patrulla y los danelianos han sido borrados. (No me pregunte por qué no lo fueron siempre ni por qué es esta la primera vez que volvemos de un remoto pasado para encontrar cambiado el futuro. No entiendo las paradojas del tiempo mudable. Lo hemos hecho: eso es todo.) Pero, aun así, algunas oficinas y recursos de la Patrulla anteriores a la crisis han debido de subsistir. Debe de haber aún unos cientos de agentes a los que reclutar.
Si podemos localizarlos...
- Después, quizá encontrase el hecho clave y anularemos cualquier interferencia que haya en él. ¡Ya lo hemos hecho otras veces!
- ¡Agradable pensamiento! Pero...
Se oyeron sonar pisadas fuera. Una llave chirrió en la cerradura. Los prisioneros se echaron atrás. Luego, inmediatamente, Van Sarawak se inclinó y, radiante, empezó a ensartar galanterías. El mismo Everard quedó boquiabierto. La chica que entró, al frente de tres soldados, era para ellos. Alta, con una mata de cabellos rojizos que le llegaba hasta la esbelta cintura; los ojos, verdes y luminosos; la cara, imagen de todas las hadas irlandesas que en el mundo han sido; la larga y blanca túnica envolvía un cuerpo digno de figurar en los muros de Troya. Everard notó que ya por entonces se usaban cosméticos, pero esta muchacha no los necesitaba. En cambio, no paró mientes en sus joyas de oro y ámbar ni en el piquete de soldados que la acompañaba. Ella sonrió, un poco tímidamente, y preguntó:
- ¿Me comprenden ustedes? - habían creído que hablaban griego.
Se expresaba en un griego más clásico que moderno. Everard, que desempeñó anteriormente una misión en la época alejandrina, podía seguirla, pese a su acento, si prestaba mucha atención; lo que, por otra parte, era inevitable.
- En efecto - repuso, y sus palabras se atropellaban unas a otras en su prisa por salir.
- ¿Qué están ustedes farfullando? - preguntó Van Sarawak.
- Griego clásico - respondió Everard.
- Tenía que serlo - lamentó el venusiano.
Su desesperación pareció haberse desvanecido y sus ojos parpadearon.
Everard se presentó a si mismo y a su compañero. La muchacha dijo llamarse Deirdre Mac Norn.
- ¡Oh, no! - protestó Sarawak -. Esto es demasiado. Enséñeme el griego, Manse. ¡Aprisa!
- ¡Calle! - replicó Everard -. Este asunto es demasiado serio.
- Bueno; pero ¿no puedo tomar parte en él? Everard no le hizo caso; invitó a la chica a sentarse y lo hizo él a su lado en el banquillo, mientras el otro patrullero rondaba junto a ellos, sintiéndose infeliz. Los guardias mantenían sus armas preparadas.
- ¿Es el griego una lengua viva aún? - preguntó Everard.
- Solo en Parthia, y muy corrompida - respondió Deirdre -. Yo soy una estudiante de lengua clásica, entre otras cosas. Saorann ap Ceorn es mi tío, y me pidió que hablara con ustedes. No hay muchos en Afallon que conozcan el griego.
- Bien - y Everard reprimió un gesto -. Le estoy muy agradecido a su tío.
Ella posó con seriedad sus ojos en él.
- ¿De dónde son ustedes? ¿Y cómo es que solo habla usted griego entre todas las lenguas conocidas?
- Hablo también latín.
- ¿Latín? - y frunció el ceño, pensativa -. ¡Ah, ya! La lengua de Roma, ¿no? Temo que no encuentre usted a nadie que sepa mucho de ella.
- El griego servirá - contestó Everard firmemente.
- Pero no me ha dicho aún de dónde vienen. Everard se encogió de hombros.
- No nos han tratado muy cortésmente - insinúo.
- Lo siento - aquello parecía auténtico -. Nuestras gentes son tan excitables. Especialmente ahora, dada la situación internacional. Y cuando ustedes han aparecido en el aire...
Everard asintió. ¿La situación internacional? Aquello tenía un sonido desagradablemente familiar.
- ¿Qué quiere usted decir? - inquirió.
- Usted lo sabe, de seguro. Huy Braseal e Hinduraj están abocados a la guerra. Y todos nos preguntamos qué va a suceder. No es fácil ser una nación pequeña.
- ¿Una nación pequeña? Pues yo he visto un mapa, y Afallon me pareció bastante grande.
- Nos agotamos ha doscientos años, en la gran guerra con Littorn. Ahora, ninguno de nuestros Estados confederados puede seguir una política propia - Deirdre le miró directamente a los ojos -. ¿Cómo ignoran eso ustedes?
- Venimos de otro mundo.
- ¿Quéee?
- Sí; de un planeta (pero no, porque planeta significa vagabundo), de un orbe que gira alrededor de Sirio. Damos este nombre a siete estrellas...
- Pero ¿qué dice usted? ¿Un planeta girando en torno a una estrella? No puedo comprenderlo.
- ¿No puede...? Una estrella es un sol, como... Deirdre se echó atrás e hizo un signo con los dedos.
- ¡El Gran Baal nos ayude! - murmuró -. O están ustedes locos o... las estrellas están fijas en una esfera de cristal. ¡Oh no!
- ¿Y qué dice de los astros movibles que usted ve? - preguntó lentamente Everard -. Marte, Venus y...
- No conozco esos nombres. Si usted se refiere a Moloch, Ashtoreth y los demás, son, desde luego, mundos, como el nuestro, que también dependen del Sol. Uno encierra los espíritus de los muertos, otro es la morada de las brujas, otro...
«Eso y los vehículos a vapor, también.» Everard sonrió débilmente.
- Si usted no me cree, ¿qué piensa que soy?
Deirdre le miró con los ojos muy abiertos.
- Creo que deben de ser brujos.
A eso no había réplica. Everard hizo unas pocas preguntas, pero no pudo averiguar sino que llamaban a la ciudad Catuvellaunan y que era un centro comercial y manufacturero. Deirdre le calculaba tina población de dos millones de habitantes y de cincuenta a todo Afallon, pero no estaba segura. Allí no se hacían censos.
El destino de los patrulleros tampoco estaba fijado. Su vehículo y demás propiedades habían sido confiscados por el ejército, pero nadie osaba manipular aquel y la misma suerte de los prisioneros estaba siendo calurosamente debatida.
Everard tuvo la impresión de que todo el Gobierno, incluso la jefatura de las fuerzas armadas, era una repugnante colección de camorristas individuales. La propia Afallon era la más laxa de las confederaciones, basada en soberanías que fueron, o antiguas colonias británicas, o naciones indias que habían adoptado la cultura europea; pero todas celosas de sus derechos. El viejo Imperio maya fue destruido y anexionado en una guerra con Tejas (Tehannach), pero no había olvidado sus días de gloria y enviaba sus más rimbombantes delegados al Consejo de los sufetas.
Los mayas querían pactar una alianza con Huy Braseal, quizá por no tener amigos entre sus camaradas indios. Los Estados de la Corte Occidental, temerosos del Hinduraj, adulaban senilmente al Imperio del Sudeste asiático. El Oeste Medio era aislacionista, desde luego. De los Estados Orientales, cada uno se trazaba su propio camino, pero se inclinaban a seguir a los británicos.
Cuando entendió que aquí existía la esclavitud, aunque no por motivos raciales, Everard se preguntó breve y desatinadamente si los que alteraron el tiempo no serian dixiécratas.
¡Basta! El tenía que pensar en su propia vida y en la de Van Sarawak.
- Somos de Sirio - declaró altivamente -. Las ideas de usted sobre los astros son erróneas. Venimos en son de paz, y, si se nos molesta, vendrán otros de nuestra especie a tomar venganza.
Deirdre se mostró tan conturbada, que él experimentó remordimientos.
- ¿Perdonarán a los niños? - rogó -. Los niños nada tienen que ver con esto.
Y Everard se la representó imaginando a unos pequeños y llorosos cautivos, expuestos en los mercados de esclavos de un país de brujas. Replicó:
- No hay necesidad de que ocurra nada si se nos libera y nos devuelven lo nuestro.
- Hablaré de ello a mi tío - prometió la muchacha -; pero, aun cuando le convenza, él no es sino un voto en el Consejo. El pensamiento de lo que les valdrían vuestras armas, si las tuvieran, ha vuelto locos a los hombres.
Se levantó. Everard estrechó sus dos manos, que por un instante quedaron suaves y cálidas entre las de él, que sonrió y dijo en inglés:
- ¡Pobrecilla!
Retirólas ella, estremeciéndose, e hizo un conjuro.
- Bien - preguntó Sarawak cuando estuvieron a solas -; ¿qué ha averiguado? - y al saberlo comentó, acariciándose la barbilla -: Era una gloriosa y pequeña colección de sinusoides. Podría haber mundos peores que este.
O mejores - dijo rudamente Everard -. No tienen bombas atómicas, pero tampoco poseen penicilina; lo apostaría. Nuestra tarea no es representar a Dios.
- No, supongo que no - y el venusiano exhaló un suspiro.
4
Pasaron el día intranquilos. Ya había cerrado la noche cuando resplandecieron linternas en el corredor y una guardia militar abrió la celda. Los prisioneros fueron conducidos silenciosamente hasta una puerta trasera, donde les esperaban dos automóviles; les hicieron subir a uno y toda la comitiva partió.
Catuvellaunan no tenía alumbrado en las calles y de noche no había mucho tráfico, lo que hacia que la extensa urbe pareciese fantástica en la oscuridad. Everard prestó atención al mecanismo del coche en que iba. Se movía a vapor, como él había supuesto; llevaba cámaras y cubiertas, consumía carbón en polvo y simulaba un delgado cuerpo con afilada nariz y terminando en una cabeza de serpiente; en conjunto, algo fácil de manejar y honradamente construido, pero no muy bien planeado. Al parecer, este mundo había desarrollado gradualmente conocimientos elementales de ingeniería, pero no una verdadera ciencia. Cruzaron un tosco puente de hierro hacia Long Island, que ahora también era una zona residencial para los ricos. A despecho de la escasa luz que despedían las lámparas de aceite, la velocidad era considerable. Por dos veces estuvieron a punto de sufrir un accidente; no había señales de tráfico y, al parecer, los conductores desdeñaban las precauciones.
Gobierno y tráfico... ¡Hum! Aquello recordaba, en cierto modo, a Francia, salvo en aquellos raros intervalos en que gobernaron Enrique IV o De Gaulle. Y, aun en el propio siglo XX de Everard, Francia era notablemente céltica.
No es que él fuese un adicto a vanas teorías sobre características raciales innatas, pero hay algo que decir sobre aquellas tradiciones, tan antiguas, que resultaban inconscientes e indesarraigables. Un mundo occidental en que los celtas habían llegado a ser dominadores, y los pueblos germánicos reducidos a la simple situación de pequeñas avanzadas.
Si; mírese a Irlanda, recuérdese la rebelión de Vercingétorix. Pero ¿qué pasó con Littorn?
En su temprana Edad Media, Lituania había sido un poderoso Estado, que contuvo a los germanos, polacos y rusos igualmente durante largo tiempo, no habiendo aceptado el cristianismo hasta el siglo XV. Sin la oposición germana, Lituania podía muy bien haber avanzado hacia el Este.
A pesar de la inestabilidad política de los celtas, este era un mundo de grandes Estados y menos naciones independientes que el de Everard. Aquello suponía una sociedad más antigua. Si su propia civilización se había desarrollado a partir de la decadencia del Imperio romano, allá por el año 600, los celtas, en este mundo, debían de haber figurado antes de dicha fecha.
Everard empezó a comprender lo sucedido a Roma, pero, por el momento, reservó sus conclusiones.
Los vehículos pararon ante una verja ornamental que completaba un muro de piedra.
Sus conductores hablaron con dos centinelas armados que llevaban la librea de una hacienda particular y los delgados collares de acero propios de los esclavos. La verja se abrió y los coches entraron por una avenida enarenada que se abría entre árboles y prados. Al final de ella, casi en una playa, estaba el edificio. Everard y Sarawak, obedeciendo a un gesto, se apearon y entraron. Se trataba de una extraña construcción de madera. En el porche, las lámparas de gas iluminaban un decorado con rayas de alegres colores y canecillos en las vigas. Se oía el cercano rumor del mar, y la luna, en creciente, daba bastante luz para que Everard distinguiera un barco allí anclado (seguramente una fragata) con alta chimenea y mascarón de proa.
Las ventanas resplandecían con destellos amarillos. Un esclavo mayordomo los hizo entrar. El interior tenía paneles de madera oscura, también esculpida, y los suelos cubiertos de espesas alfombras. Al final del vestíbulo se hallaba un cuarto de estar con recargado mobiliario, varios cuadros de un estilo rígido y convencional y una enorme chimenea de piedra en que brillaba un alegre fuego.
Saorann ap Ceorn ocupaba un asiento. Deirdre, otro. Al entrar ellos, la muchacha dejó un libro y se levantó sonriente. El chupó un cigarro cuya lumbre brilló. Dijeron algunas palabras y los guardias desaparecieron. El mayordomo trajo vino en una bandeja y los patrulleros fueron invitados a sentarse.
- Everard probó el vino, que era un excelente borgoña, y preguntó torpemente:
- ¿Por qué estamos aquí?
Deirdre le deslumbró con su sonrisa.
- Seguramente encontrarán esto más grato que la celda.
- Desde luego. Y también más ornamental. Pero aún necesito saber... ¿Se nos va a libertad?
- Son ustedes.. .- trató de mostrarse diplomática, pero parecía ser demasiado franca -, son bien venidos aquí, pero no podrán dejar el lugar. Espero que se les pueda persuadir de que nos ayuden. Serán recompensados espléndidamente.
- ¿Ayudarles? ¿Cómo?
- Enseñando a nuestros artesanos y druidas a construir, a fabricar más armas y carros mágicos como los de ustedes.
Everard suspiró. No serviría de nada querer explicárselo. No tenían los instrumentos necesarios para fabricar las herramientas con que construir lo que les pedían; pero ¿cómo obtenerlas de una multitud que creía en sortilegios?
- Esta casa, ¿es de su tío? - preguntó.
- No; mía propia. Soy hija única de opulentos nobles. Mis padres murieron el año pasado.
Ap Ceorn murmuró algunas palabras y Deirdre las tradujo con apenada expresión.
- El relato de vuestra llegada es ya conocido en todo Catuvellaunan, incluso por los espías extranjeros. Esperemos que podáis permanecer aquí ocultos para ellos.
Everard se estremeció recordando las presiones ejercidas por el Eje y por los aliados sobre pequeñas naciones como Portugal. Unos hombres desesperados por la proximidad de la guerra no serían, probablemente, tan corteses como los afalonios.
- ¿Y cuál es el conflicto y su razón de ser?
- El control del océano Icénico, naturalmente. En particular, ciertas ricas islas que llamamos Ynys yr Lyonach - Deirdre se levantó con un solo y grácil movimiento, señalando a Hawai en la esfera. Prosiguió ansiosamente -: Como les dije, Littorn y la alianza occidental, incluidos nosotros, detestamos la guerra. Los grandes poderes expansivos hoy en lucha son Huy Braseal e Hinduraj. Su pugna absorbe a los pequeños países, pues no es solo de ambiciones, sino de sistemas; la monarquía del Hinduraj contra la teocracia sabeísta del Huy Braseal.
- ¿Cuál es vuestra religión, si se puede saber? Deirdre pestañeó. La cuestión parecía casi carecer de sentido para ella.
- Los más cultos piensan que existe un Gran Baal, que hizo a los dioses menores - respondió al fin lentamente -. Pero, desde luego, mantenemos los antiguos cultos y reverenciamos a los más poderosos dioses extranjeros también, tales como el Perkunas de Littorn y Czernebog, Notam, Ammon de Cimberlandia, Brahma, el Sol... Es mejor no desafiar su cólera...
- Ya entiendo...
Ap Ceorn ofreció cigarrillos y cerillas. Van Sarawak fumó y dijo quejosamente:
- Maldición! Ha debido de existir una época en que no hablaran ninguna de las lenguas que yo conozco. Pero estoy completamente resuelto a aprenderlas aun sin hipnosis. Le pediré a Deirdre que me enseñe.
- A usted y a mí; a los dos - replicó Everard -.
Pero escuche, Van - y le informó de cuanto había sabido.
- ¡Hum! - y el joven se frotó la barbilla -. No es muy bueno, ¿eh? Solo con que nos dejen subir a bordo de nuestro vehículo podemos despedirnos a la francesa. ¿Por qué no seguirles el juego?
- No son tan tontos - respondió Everard -. Pueden creer en la magia y no en el puro altruismo.
- Es extraño que estando tan atrasados intelectualmente tengan motores de combustión.
- No. Es muy comprensible. Por eso les pregunté sobre su religión. Esta ha sido siempre puramente pagana; aun el judaísmo parece haber desaparecido y el budismo no ha influido mucho sobre ellos. Como hace resaltar Whitehead, la idea medieval de un Dios Todopoderoso era importante para el progreso de la ciencia, pues les inculcaba la noción de legalidad en la Naturaleza. Y Lewis Mumford añadió que en los primitivos monasterios se inventó el reloj mecánico por la necesidad que de él tenían para sus oraciones. Las campanas parecen haber venido a este mundo más tarde.
Y Everard sonrió amargamente para ocultar la tristeza que sentía.
- Es raro hablar así; Mumford y Whithehead no han vivido nunca.
- Sin embargo...
- Espere un minuto - volvióse hacia Deirdre -.
- ¿Cuándo fue descubierto Afallon?
- ¿Por los blancos? En 4827.
- ¡Hum! ¿Desde cuándo empieza usted a contar?
Deirdre parecía inmune a ulteriores alarmas.
- Desde la creación del mundo. Por lo menos, desde la fecha que algunos filósofos nos han dado.
Esto es, hace cinco mil novecientos sesenta y cuatro años.
Lo cual coincidía con el parecer del obispo Ussher, que la fijaba en 4004 antes de Jesucristo - quizá por simple coincidencia -; pero, en cualquier caso, era un elemento semítico en esta cultura. La historia de la Creación según el Génesis era también de origen babilónico.
- ¿Y cuándo se usó el vapor por vez primera para mover vehículos?
- Hace unos mil años. El Gran Druida Boroihme O'Fiona...
- No importa - Everard encendió su cigarro y meditó largo rato antes de volverse hacia Sarawak
- Voy comprendiendo el cuadro - le explicó -. Los galos eran algo más que un pueblo bárbaro, como la gente cree. Aprendieron mucho de los comerciantes fenicios y colonizadores griegos, así como de los etruscos de la Galia Cisalpina. Eran una raza muy enérgica y emprendedora. Por su parte, los romanos eran unos estólidos con pocas aficiones intelectuales. Hubo escaso progreso técnico en este mundo hasta la Edad Oscura, cuando el Imperio desapareció.
- En esta Historia, los romanos desaparecieron pronto, y lo mismo les ocurrió, casi de seguro, a los judíos. Mi sospecha es que, sin el equilibrio de poderes representado por Roma, los sirios suprimieron a los macabeos. Lo mismo, aproximadamente, que pasó en nuestra historia. El judaísmo desapareció y, por tanto, no existió el cristianismo. Pero, sea como fuere, hundida Roma, los galos obtuvieron la supremacía. Emprendieron exploraciones, construyeron mejores barcos, descubrieron América en el siglo IX. Pero no adelantaron tanto respecto a los indios que estos no pudieran alcanzarles e incluso, estimulados, constituir imperios propios, como el hoy existente Huy Braseal. En el siglo xi, los celtas empezaron a experimentar con aparatos de vapor. Parece que también obtuvieron pólvora..., quizá de China, y que inventaron otras vanas cosas. Pero todo esto son hipótesis mías, sin base real, científica.
Van Sarawak asintió.
- Creo que tiene usted razón. Pero... ¿qué sucedió en Roma?
- No lo sé aún. Pero nuestro punto clave está ahí, poco más o menos.
Everard volvió su atención a Deirdre.
- Esto puede sorprendería. Pero nuestro pueblo visitó este mundo hará unos dos mil quinientos años. Por eso sé yo el griego, aunque ignore lo ocurrido desde entonces. Me gustaría saberlo con su auxilio. Creo que es usted una buena estudiante.
Ella se ruborizó y bajó las pestañas largas y oscuras, como no suelen verse en las pelirrojas.
- Celebraré ayudarle en cuanto esté en mi mano - y, repentinamente, suplicó -: Pero, en cambio, ¿nos ayudará usted?
- No lo sé - repuso, vacilante, Everard -. Me satisfaría hacerlo, mas no sé si podremos. Porque, después de todo, mi tarea consiste en condenarte a muerte a ti y a todo tu mundo.
5
Cuando Everard entró en su habitación, advirtió que aquella hospitalidad era más que generosa. El estaba harto cansado para aprovecharse de ello, pero, al menos (pensó al borde del sueño), la esclava al servicio de Van no quedaría defraudada.
Se levantaban allí temprano. Desde sus ventanas, Everard vio guardias paseando por la playa; no les retraía el fresco matutino. Bajó con Van Sarawak a desayunar, y allí el tocino, los huevos, las tostadas y el café dieron el último toque a su ensueño. Ap Ceorn había bajado a la ciudad a conferenciar, según les dijo Deirdre, la cual, depuesta toda desconfianza, charló alegremente de trivialidades. Everard supo que ella pertenecía a un grupo de aficionados al teatro que, a veces, daba representaciones de clásicos griegos en su idioma propio; de ahí su soltura al hablarlo. Le gustaba cabalgar, cazar, navegar a vela, nadar...
- ¿Vamos a hacerlo? - propuso.
- ¿El qué?
- Eso; nadar.
Y Deirdre saltó de su asiento. Estaban en el prado, entre flores color de llama.
Se despojó inocentemente de sus ropas y echó a correr. Everard creyó oír un sordo crujido cuando Sarawak cerró las mandíbulas.
- ¡Vengan!. - rió ella -. ¡Paga el último! Ya estaba casi en el agua cuando los dos hombres echaron a correr. El venusiano gruñó:
- Yo procedo de un planeta cálido. Mis antepasados eran indonesios. Pájaros tropicales.
- Y también había algunos holandeses, ¿no? - preguntó Everard.
- ...que tuvieron el buen sentido de marchar a Indonesia.
- Muy bien; quédese en la playa.
- ¡Diablo! Si ella puede hacerlo, yo también.
Y Sarawak metió un pie en el agua y refunfuñó de nuevo.
Everard se dominó con gran esfuerzo y corrió tras él. Deirdre le echó agua; él buceó, y agarrando un delgado tobillo, la hizo chapuzar. Aún juguetearon unos minutos antes de volver a la casa en busca de una ducha caliente. Sarawak les siguió malhumorado.
- ¡Y hablan de Tántalo! - murmuraba - la muchacha más bonita de todo el continuo espacio-tiempo, y no puedo hablar con ella y es casi un oso polar.
Ya secos y vestidos por los esclavos, al uso de allí, Everard volvió a sentarse ante el fuego que ardía en el cuarto de estar.
- ¿Qué distintivo es este? - preguntó, señalando al tartán de su faldellín.
Deirdre alzó su rojiza cabeza y respondió
- El de mi propio clan. Un huésped a quien se honra es considerado siempre como un miembro del propio clan mientras dura su visita, aunque haya contra él una venganza de sangre - y al decirlo sonrió tímidamente -. Y no la hay entre nosotros.
Aquello produjo en Everard un efecto terrible. Recordó cuál era su propósito.
- Me gustaría preguntarle sobre Historia - insinúo -. Es un interés especial mío.
Ella se ajustó a los cabellos una redecilla de oro y tomó un libro de un repleto estante.
- Creo que es este el mejor libro de Historia. En él puedo buscar cualquier detalle que a usted le interese.
«¡Y decir que he de destruirte!»
Se sentó a su lado en un lecho. El mayordomo trajo merienda.
Everard comió poco y a disgusto.
Siguiendo en su propósito, inquirió:
- ¿Estuvieron siempre en guerra Roma y Cartago?
- Si. Dos veces, en realidad. Al principio fueron aliadas contra el Epiro, mas luego riñeron. Roma ganó la primera guerra y trató de restringir la iniciativa de los cartagineses - e inclinó su neto perfil sobre las páginas, como una niña estudiosa -. La segunda guerra estalló veintitrés años después y duró... once en total, aunque los tres últimos fueron solo un juego desde que Aníbal tomó a Roma y la incendió.
- ¡Ah! - Everard no se sentía feliz por este éxito. La segunda guerra púnica (aquí la llamaban la guerra romana), o más bien algún incidente decisivo de ella, era el punto critico. Pero, parte por curiosidad, parte porque temía sugestionarse, Everard no intentó identificar en seguida la desviación. Primero tenía que grabar en su mente lo que había sucedido. (No...; lo que no había ocurrido. La realidad estaba allí, cálida y viva, a su lado; el fantasma era él.)
- ¿Y qué pasó luego? - preguntó inexpresivamente.
- El Imperio cartaginés llegó a incluir a España, Galia meridional y el pie de la bota italiana - respondió ella -. El resto de Italia era impotente y caótico, después de rota la confederación romana. Pero el gobierno cartaginés era demasiado venal para conservarse fuerte. Aníbal fue asesinado por hombres a quienes estorbaba su honradez. Entre tanto, Siria y Parthia luchaban por el Mediterráneo oriental, venciendo Parthia y quedando así bajo mayor influencia helénica que antes. Unos cien años después de las guerras romanas, algunas tribus germánicas recorrieron Italia - serían los cimbros, con sus aliados los teutones y ambrones, a quienes Mario había detenido en el mundo de Everard -. Su paso destructor, a través de la Galia, había puesto también en movimiento a los celtas, eventualmente en España y norte de Africa, cuando Cartago declinaba. Y los galos aprendieron mucho de Cartago. Siguió un largo período de guerras, durante el cual se desvaneció Parthia y los Estados célticos crecieron. Los hunos destrozaron a los germanos en la Europa central, pero, a su vez, fueron vencidos por Parthia, con lo que los galos se desplazaron, y los únicos germanos que quedaban residían en Italia y en Hiperborea - debía de referirse a la península escandinava -. Como los buques mejoraban, creció el comercio con el Lejano Oriente, desde Arabia y alrededor de Africa - en la Historia sabida por Everard, Julio Cesar había quedado atónito viendo a los venetos construir mejores barcos que nadie en el Mediterráneo.
Los celtas descubrieron Afallon del Sur, al que creyeron una isla (de ahí el nombre de Ynys), pero fueron expulsados por los mayas. Las colonias británicas de más al Norte sobrevivieron y lograron ganar su independencia.
Entre tanto, Líttorn estaba creciendo aprisa. En un instante se tragó la mitad de Europa. El extremo occidental del continente solo recuperó su libertad como parte de un tratado de paz, y se modernizó mientras, a su vez, declinaban los países occidentales.
Deirdre levantó la vista del libro que hojeaba y aclaró:
- Pero esta es sola una brevísima exposición. ¿Quiere que continúe?
Everard movió la cabeza.
- No, gracias - y tras un momento, añadió -: Es usted muy sincera respecto a la situación de su propio país.
Deirdre repuso ásperamente:
- Muchos no quieren confesarlo, pero yo creo que es mejor mirar la verdad de frente - y, con cierta ansiedad, pidió -: Hábleme de su propio mundo. Debe de ser algo maravilloso.
Everard suspiró, apartó la preocupación y se puso a reposar.
***
La sorpresa se produjo aquella tarde.
Van Sarawak había recobrado su tranquilidad y estaba aprendiendo afanosamente la lengua afallonia, que le enseñaba Deirdre. Paseaban ambos por el jardín, cogidos de la mano, parándose a nombrar objetos o poner verbos en acción. Everard les seguía, dedicando la mayor parte de sus pensamientos al problema de la recuperación de su vehículo.
Un cielo sin nubes extendía su brillante luminosidad. Un arce era como un grito de escarlata, un montón de hojas amarillas que el viento arrastraba sobre la hierba. Un esclavo viejo rastrillaba la hierba cachazudamente, y un joven guardia indio, de buen aspecto, vagaba con el rifle sobre el hombro, mientras dos perros lobos escarbaban junto a un seto. Era una escena de paz y resultaba difícil creer que los hombres preparaban el asesinato más allá de estos muros.
Pero, en cualquier historia, el hombre es el hombre. Esta civilización podía no tener la despiadada voluntad y la crueldad artificiosa de las occidentales; de hecho, en ciertos aspectos, parecía de rara inocencia. Aunque no por falta de intentos.
Y en tal mundo no podía surgir nunca una verdadera ciencia; el hombre repetiría indefinidamente el ciclo: guerra, imperio, hundimiento y guerra.
En el futuro de Everard, la raza rompería finalmente tal circulo vicioso.
¿Para qué? Honradamente no podía afirmar que uno u otro continuo fuera mejor o peor. Simplemente, era distinto. ¿Y no tenía este pueblo tanto derecho a la vida como el suyo, condenado a la nulidad si él fracasaba?
Se retorció las manos. Ningún hombre había tenido que decidir cosa igual. En último análisis, él sabía que no era ningún sentido abstracto del deber el que le obligaba a hacer aquello, sino el recuerdo de pequeñas cosas y pequeñas gentes.
Rodearon la casa, y Deirdre, señalando al mar, pronunció:
- Awarlann.
Su cabello suelto ardía al aire.
Van Sarawak rió.
- Esa palabra, ¿significa océano, atlántico o agua? Veamos.
Y la llevó hacia la playa.
Everard los siguió. Una especie de lancha a vapor, larga y rápida, flotaba en las aguas, a una o dos millas de la playa. Unas gaviotas volaban en torno a ella, en una nevada tormenta de alas. Pensó que si él estuviese a cargo de aquello, un buque de la Armada estaría anclado allí.
- ¿Tendría por fin que decidir algo? Había otros agentes patrulleros en el pasado prerromano. Volverían a sus respectivas eras y...
Everard se puso tenso. Un escalofrío le recorrió la espalda y le llegó al corazón.
Volverían y, viendo lo sucedido, intentarían corregir el trastorno. Si alguno de ellos lo lograba, este mundo desaparecería del espacio-tiempo llevándole a él consigo.
Deirdre se detuvo. Everard, en pie y sudoroso, apenas percibió lo que ella contemplaba hasta verla gritar y señalar.
Entonces se le unió y miró de soslayo al mar.
La lancha estaba parada cerca, atada a una alta estaca, vomitando humo y centellas, que iluminaban la serpiente dorada de su mascarón. Pudo ver a bordo siluetas de hombres y algo blanco con alas. Aquello surgía de la toldilla e iba atado en la punta de una cuerda, subiendo. ¡Un planeador! La aeronáutica celta había llegado por lo menos a eso.
- No está mal - comentó Sarawak -. A lo mejor tienen globos también.
El planeador soltó su cuerda de remolque y se dirigió a la playa. Uno de los guardas que allí había, gritó. Los demás salieron apresurados de detrás de la casa, y sus fusiles relumbraron al sol. El planeador aterrizó, abriendo un surco en la playa.
Un oficial dio una orden e hizo a los patrulleros señal de retroceder. Everard vislumbró a Deirdre, pálida y desconcertada. Luego, una torreta del planeador giró - Everard sospechó que movida a mano -, y tronó un cañón ligero. Everard se tiró al suelo. Sarawak le imitó, arrastrando consigo a la muchacha. La metralla llovía horriblemente sobre los hombres de Afallon. Se oyó un espantoso crepitar de fusiles. Del planeador saltaron hombres de rostros oscuros con turbantes y sarongs («¡Hinduraj!», pensó Everard), que cambiaron tiros con los guardias sobrevivientes, reunidos ahora en torno a su capitán.
Este gritó, mandando dar una carga. Everard alzó la cabeza para verlo casi encima de la tripulación del planeador. Van Sarawak se levantó de un salto. Everard se le echó encima, le cogió por un tobillo y le derribó antes que pudiera incorporarse a la lucha.
- ¡Déjeme ir! - se retorció el venusiano, sollozando.
Los heridos y muertos por el cañón vacían despatarrados, como una roja pesadilla.
- ¡No, loco rematado! Es a nosotros a quienes buscan, y el viejo escocés hizo lo peor que podía haber hecho.
Un nuevo estallido atrajo la atención de Everard hacia otro lado.
La lancha, impulsada por su hélice, había irrumpido en la playa y estaba vomitando hombres armados. Demasiado tarde comprendieron la afallonios que iban a ser atacados por retaguardia.
-¡Vengan acá! - y Everard tiró de sus camaradas haciéndoles levantarse -. Tenemos que salir de aquí. Hemos de prevenir a los vecinos.
Un destacamento procedente de la lancha le vio y disparó. Everard sintió, más que oyó, el sordo impacto de una bala al hundirse en el suelo. Los esclavos chillaron histéricamente dentro de la casa. Los dos perros lobos atacaron a los invasores y fueron muertos a tiros. Agacharse y andar en zigzag, eso era lo que procedía; trepar por el muro y a la carrera! Everard podía haberlo hecho, pero Deirdre tropezó y cayó. Van Sarawak se detuvo para protegerla. Everard también; y luego fue demasiado tarde. Estaban copados. El jefe de los hombres morenos gritó algo a Deirdre. Esta se incorporó, dando una respuesta desafiadora. El rió brevemente y señaló a la barca con el pulgar.
- ¿Qué quieren? - preguntó Everard en griego.
- A ustedes...- y le miró, horrorizada -. A ustedes dos. Y a mí, como intérprete.. - ¡No!
Ella se revolvió entre las manos que la habían aprisionado; se libertó en parte y arañó una cara. El puño de Everard describió un corto arco y terminó aplastando una nariz. Aquello iba demasiado bien para durar. Un fusil, empleado como maza, cayó sobre Everard, que apenas se dio cuenta vagamente de su traslado a la lancha.
6
La tripulación dejó atrás el planeador, llevó la lancha a más profundas aguas y montó en ella. Dejaron allá, en tierra, a los defensores muertos o heridos, pero se llevaron sus propias bajas.
Everard se sentó sobre un banco en la mojada cubierta, y miró con ojos cada vez más despejados la playa, que se iba esfumando. Deirdre lloraba sobre un hombro de Van Sarawak y el venusiano trataba de consolarla. Un frío y ruidoso viento les daba directamente en los rostros.
Cuando dos hombres blancos surgieron de la cámara del puente, el cerebro de Everard se puso en acción. Después de todo, no eran asiáticos.
- ¡Europeos! Y al mirarlos de cerca vio que el resto de la tripulación tenía también rasgos caucásicos. Las caras negras estaban pintadas con grasa, sencillamente.
Se irguió y miró cautamente a sus nuevos captores. El uno era un hombre rollizo, de edad y peso medios, que vestía una blusa roja de seda, pantalón bombacho blanco y una especie de gorro de astracán; estaba pulcramente afeitado y llevaba el negro cabello trenzado en coleta. El otro era algo más joven, un peludo gigante rubio, que llevaba una túnica sujeta con aros de cobre, pantalón corto y ceñido con polainas, una capa de cuero y un yelmo con cuernos puramente ornamentales. Ambos llevaban revólveres en el cinto y eran tratados cortésmente por los marineros.
- ¿Qué diablos ? - Everard miró una vez más en torno suyo. Habían ya perdido casi de vista la tierra y se dirigían al Norte. El casco de la lancha viraba a impulsos de la máquina y venían rociadas cuando su proa rompía las olas.
El más viejo habló, primero en afallonio, y Everard se encogió de hombres. Luego, el barbudo probó suerte; primero en un dialecto incomprensible; después dijo.
- Taelan tjízí Cimbric?
Everard, que hablaba varias lenguas germánicas, entrevió una posibilidad cuando Van Sarawak enderezó sus holandeses oídos. Deirdre se echó atrás, atónita, demasiado aturdida para moverse.
- Ja - respondió Everard -, ein wenig.
Y como «Rizos de oro» parecía desconcertada, enmendó:
- Un poco.
- Ah, aen lit Gode!
Y el hombretón se frotó las manos.
- 1k hait Boierik Wulfilesson ok main gefreod heer erran Boleslav Arkonsky.
Aquello no era un lenguaje que Everard hubiera oído - ni siquiera podía ser cimbrico primitivo, después de tantos siglos -, pero el patrullero pudo comprenderlo con cierta facilidad. La dificultad estaba en hablarlo, pues no podía predecir cómo habría evolucionado.
- ¿Qué diablos erran du maching? Ik bin aen man auf Sirius la stern Sirius mit Planeten ok all. Set uns gebacb or w'illen be der Teufel pagar.
Boierik Wulfilason pareció apenado y sugirió que la conversación prosiguiera dentro, con la damita por intérprete.
Abrió él mismo la marcha hacia la cámara del puente, que resultó contener un pequeño, pero cómodo salón, bien amueblado.
La puerta quedó abierta con guardias de vista armados y otros más al alcance de la voz.
Boleslav Arkonsky dijo algo en afallonio a Deirdre. Ella asintió y él le sintió un vaso de vino. Parecía vigilarla de cerca, pero ella habló a Everard en voz baja.
- Hemos sido capturados. Sus espías descubrieron dónde estabais escondidos. Otro grupo se encargó de robar tu máquina viajera. También saben dónde está.
- Así me lo figuraba. Pero, ¡por Baal!, ¿quiénes son?
Boierik rió a carcajadas, celebrando su propia agudeza. La idea era hacer creer a los sufetas de Afallon que el culpable era Hinduraj. En aquel período, la alianza secreta entre Littorn y Cinberlandia había montado un eficaz servicio de espionaje. Ahora se dirigían a la residencia veraniega de la Embajada littorniana en Ynys Llangollen (Nantucket), donde se obligaría a los brujos a explicar sus sortilegios y donde se prepararía una sorpresa para los grandes poderes.
- ¿Y si no lo hacemos?
Deirdre tradujo literalmente la respuesta de Arkonsky.
«Lo sentiré por ustedes. Somos gente civilizada y pagaremos bien en dinero y honores su libre cooperación. Si nos la rehusan, la obtendremos por la fuerza, pues la existencia de nuestros países está en peligro.»
Everard les miró fijamente. Boierik parecía molesto y desdichado; su jactancioso júbilo parecía haberse desvanecido. Boleslav Arkonsky tamborileaba en la mesa y apretaba los labios; pero había cierta súplica en sus ojos. «No nos obliguéis a hacerlo. Tenemos que vivir en paz con nosotros mismos.»
Eran, probablemente, esposos y padres; debía de gustarles un trago de cerveza o una amigable partida de dados tanto como a cualquiera; quizá Boierik criaba caballos en Italia y Arkonsky era un próspero vendedor de aves en las playas del Báltico; pero ni uno ni otro harían a sus prisioneros el menor bien cuando la omnipotente nación ponía cuernos en sus cascos.
Everard se detuvo a admirar lo artístico de su operación, y después se preguntó qué debía hacer. La lancha era rápida, pero necesitaría unas veinte horas para llegar a Nantucken, si recordaba bien. Por lo menos, tendría tiempo.
- Estamos cansados - dijo en inglés -. ¿No podríamos dormir un rato?
- Ja, deedly - dijo Boierik con ruda benevolencia -. Ok wir skallen gode geireond bin ni?
* * *
El sol llameaba por el Oeste. Deirdre y Van Sarawak, apoyados en la borda, miraban la gran extensión de agua gris. Tres tripulantes, ya sin afeites ni disfraz, holgaban y pescaban a popa; otro llevaba el timón mirando a la brújula. Boierik y Everard paseaban por el alcázar vistiendo gruesas ropas para protegerse contra el viento.
Everard estaba adquiriendo soltura en la lengua címbrica; aún vacilaba, pero ya podía hacerse entender. Sin embargo, procuraba dejar que Boierik llevara el peso de la charla.
- Así que eres de los astros. Esos asuntos no los entiendo; soy un hombre sencillo. Si fuese independiente, si pudiera administrar en paz mi hacienda de Toscana, dejaría al mundo enloquecer como quisiera. Pero nosotros, los nobles, tenemos nuestras obligaciones.
Los teutones habían reemplazado totalmente a los latinos en Italia, corno los ingleses a los bretones en el mundo de Everard.
- Ya sé lo que sientes - contestó el patrullero -.
Es raro que tengan que luchar tantos, cuando tan pocos lo desean.
- Pero es nuestra obligación. Carthalagan robó a Egipto nuestra legítima propiedad.
«Italia irredenta», murmuró Everard.
- ¿Eh?
- Nada. De modo que vosotros, los cimbrios, estáis aliados con Littorn y esperáis echar mano a Europa y a Africa, mientras los grandes poderes luchan en el Este.
Nada de eso - respondió indignado Boierik -. Estamos simplemente sosteniendo nuestras justas e históricas reivindicaciones territoriales.
Pues el rey mismo dice... - y desgranó las justificaciones de siempre.
Everard se asió a la barandilla para resistir el balanceo de la lancha.
- Estimo que nos tratáis a los brujos un tanto duramente. Tened cuidado, no sea que nos encolericemos de veras.
- Todos nosotros estamos protegidos contra encantos y hechizos.
- Bien...
- Deseo que nos ayudes espontáneamente. Me complacerá demostrarte la justicia de nuestra causa, como lo haré si puedes disponer de algunas horas.
Everard movió la cabeza, anduvo unos pasos y se detuvo ante Deirdre, cuya faz era solo un borrón en la oscuridad creciente; pero él captó una desesperada furia en su voz.
- Espero que les digas que no te importan sus planes.
- No - repuso lentamente Everard -. Vamos a ayudarles.
Ella pareció fulminada.
- ¿Qué está diciendo, Manse? - preguntó Van Sarawak.
Everard se lo dijo.
- ¡No! - exclamó Van.
- ¡Sí! - afirmó Everard.
- ¡Vive Dios, que no! Yo...
Everard le cogió del brazo y añadió fríamente:
- Estese quieto. Sé lo que me hago. No podemos tomar partido en este mundo; estamos contra todos y será mejor que lo comprenda. Lo único que podemos hacer es seguirles el juego una temporada. Y no se lo diga a Deirdre.
Van Sarawak agachó la cabeza y estuvo un momento pensando. Luego convino mansamente:
- Bueno.
7
El refugio de los líttornianos estaba en la playa meridional de Nantucket, cerca de un pueblo pesquero, pero vallado y separado de él. La Embajada lo había construido al estilo de su madre patria: casas largas, de troncos, con tejados curvos, cual el lomo de un gato; un vestíbulo principal y dependencias accesorias, que incluían un pequeño corral. Everard, tras una noche de sueño, tomó un desayuno que hicieron penoso los ojos de Deirdre, y permaneció sobre cubierta mientras llegaban a un muelle particular. Otra lancha mayor estaba allí ya; y los campos rebosaban de hombres de aspecto rudo. Los ojos de Arkonsky brillaron de entusiasmo al decir, en afallonio:
- Ya veo que han traído el aparato mágico. Ahora podemos ir derechos al trabajo.
Cuando Boierik se lo tradujo, el corazón de Everard latió con violencia.
Los huéspedes - como el cimbrio insistía en llamarles - fueron llevados a una amplísima estancia, en la que Arkonsky dobló la rodilla ante un ídolo con cuatro caras; aquel Svantevit que los daneses habían hecho astillas en la otra Historia. Un fuego ardía en el hogar, a causa del frío invernizo, y había guardias apostados junto a las paredes. Everard solo tuvo ojos para el saltador, que relucía sobre el suelo.
- Oí decir que la lucha fue ardua en Catuvellaunan en torno a este aparato - comentó Boierik -.
Murieron muchos, pero los nuestros escaparon con él sin ser seguidos.
Tocó uno de los mandos.
- Y este chisme, ¿puede verdaderamente aparecer en el aire donde desee?
- Sí - respondió Everard.
Deirdre le dirigió una mirada de reproche, tal como muy pocas veces hiciera. Se apartó altivamente de él y de Van Sarawak.
Arkonsky le dirigió unas palabras que deseaba le tradujera. Ella le escupió a los pies. Boierik suspiró y dirigió la palabra a Everard.
- Deseamos una demostración del aparato. Tú y yo daremos un paseo en él. Te advierto que tendrás un revólver a tu espalda. Antes me dirás dónde piensas ir, y si ocurre algo distinto, dispararé. Tus amigos quedarán aquí, en rehenes, y se les matará también a la primera sospecha. Pero estoy seguro - añadió - de que todos seremos buenos amigos.
Everard asintió. Se puso tenso, sintió las palmas de sus manos húmedas y frías.
- Primero debo recitar un conjuro - respondió. Sus ojos llamearon. Una mirada le permitió leer las coordenadas espacio-tiempo en los cuadrantes del saltador; otra le mostró a Van Sarawak sentado en un banco, guardado por la pistola de Arkonsky y los fusiles de los guardias. Deirdre estaba, también rígidamente sentada, todo lo lejos de él que podía.
Everard hizo un cálculo de la posición del banco respecto al vehículo, levantó los brazos y empezó a decir en temporal:
- Van; voy a intentar sacarlos a ustedes de aquí. Permanezcan exactamente donde están; repito: exactamente. Les recogeré en vuelo si todo va bien; ello sucederá, aproximadamente, un minuto después que yo haya desaparecido con nuestro peludo camarada.
El venusiano permaneció impasible, pero un ligero sudor apareció en su frente.
- Muy bien - continuó Everard en su jerga címbrica -. Monta en el asiento de atrás, Boierik, y pondremos en marcha este caballo mágico.
El rubio asintió y obedeció. Como Everard ocupaba el asiento delantero, sintió en la espalda la débil presión de una pistola.
- Di a Arkonsky que estaremos de vuelta dentro de media hora.
Los dos mundos tenían las mismas medidas de tiempo aproximadamente, puesto que ambos las tomaron de los babilonios. Después de esta precaución, Everard le indicó:
- Lo primero que haremos será aparecer en pleno aire, sobre el océano, y revolotear.
- E... es... tupendo - replicó Boierik, sin parecer muy convencido.
Everard fijó los mandos espaciales para quince kilómetros al Este y trescientos metros de altura, y accionó el conmutador principal.
Iban sentados, como brujas en su escoba, mirando hacia abajo, a la inmensidad verde-gris que era el mar y a la distante mancha que la Tierra parecía. El viento era fuerte y Everard se afirmó sobre sus rodillas al sentirlo. Oyó una exclamación de Boierik y sonrió con disimulo.
- Bien - preguntó - ¿qué te parece?
- Pues... es admirable. Los globos no son nada junto a esto. Con máquinas como esta podemos elevarnos por encima de las ciudades enemigas y llover fuego sobre ellos.
En cierto modo, aquellas palabras hicieron a Everard sentirse menos culpable por lo que iba a hacer.
- Ahora - anunció - volaremos hacia delante - y lanzó el vehículo deslizándose en el aire. Boierik gritaba entusiasmado -. Y ahora - añadió - daremos el salto instantáneo hacia tu tierra natal.
Everard accionó el control de maniobra. El vehículo rizó el rizo y descendió a triple aceleración. Aun prevenido, el patrullero apenas se sostuvo.
Nunca supo si fue la curva que describió el aparato o la zambullida lo que precipitó al espacio a Boierik. Solo un momento tuvo el atisbo del hombre precipitándose en el mar a través del espacio, y deseó no haber hecho aquello.
Durante algunos instantes, Everard estuvo suspendido sobre las olas. Su primera reacción fue un estremecimiento. («Supongamos - se dijo - que Boierik hubiese tenido tiempo de disparar.») La segunda, de una gran culpabilidad. Pero se impuso a ambas, concentrando su pensamiento en el problema de rescatar a Van Sarawak. Puso los micrómetros espaciales a medio metro de distancia del banco de los prisioneros, y los que medían el tiempo, a un minuto después de su partida. Mantuvo su mano derecha cerca de los controles y la izquierda libre.
-Sujétense los gorros, camaradas. Allá vamos otra vez.
La máquina surgió casi enfrente de Van Sarawak. Everard agarró al venusiano por la túnica y lo izó hacia sí, introduciéndolo en el campo de acción del artefacto, mientras su mano derecha impulsó hacia atrás el indicador del cuadrante del tiempo e hizo descender el conmutador.
Una bala abolió el metal. Everard vio por un instante a Arkonsky disparando. Luego todo desapareció y los dos patrulleros se encontraron sobre una herbácea colina que descendía a una playa. Habían pasado dos mil años.
Se desvaneció temblando sobre los controles. Un grito le trajo de nuevo a la conciencia. Se volvió a mirar hacia Van Sarawak, y vio al venusiano despatarrado sobre la ladera. Uno de sus brazos rodeaba aún la cintura de Deirdre.
El viento arrullaba, el mar se mecía en la blanca y extensa playa y altas nubes cubrían el cielo.
- No puedo decir que le censure, Van - Everard paseaba ante el vehículo y miraba el suelo -. Pero esto complica las cosas.
- ¿Y qué iba yo a hacer? - preguntó el otro con tono áspero -. ¿Dejarla allí para que la mataran aquellos canallas o para ser aniquilada con todos los suyos?
- Recuerde que estamos juramentados. Sin autorización, no podemos decirle la verdad, aunque queramos. Y yo, por mi parte, no lo deseo.
Everard miró a la muchacha. Ella se puso en pie, respirando lentamente, pero con una luminosa mirada. El viento jugaba con sus cabellos y con las largas y finas vestiduras.
Sacudió la cabeza, como para desechar una pesadilla, y corrió hacia ellos batiendo palmas.
- Perdóname - murmuró -. Yo debía haber sabido que no nos traicionarías.
Los besó a los dos. Sarawak respondió al beso con la impetuosidad que era de esperar, mas Everard no pudo obligarse a ello. Le habría recordado a Judas.
- ¿Dónde estamos? - continuó ella -. ¿Nos has traído a las Islas Afortunadas? Se parece a Líangollen, pero sin habitantes - se sostuvo sobre un pie y bailó entre las flores -. ¿Podemos descansar un poco antes de volver a casa?
Everard suspiró largamente.
- Tengo malas noticias para ti, Deirdre - le dijo. Ella permaneció silenciosa y él pudo observar cómo se recogía en si misma.
- No podemos volver.
Ella aguardó en silencio.
- Los..., los encantamientos que tuve que usar para la salvación de nuestras vidas (no tenía otros) nos impiden volver a la patria.
- ¿Y no hay esperanza? - apenas podía oír su voz quebrada, pero sus miradas le atormentaban.
- No - rechazó.
Ella se volvió y echó a andar. Van Sarawak se disponía a seguirla, pero lo pensó mejor y se sentó junto a Everard, preguntándole.
- ¿Qué le ha dicho usted?
Everard repitió sus palabras y terminó:
- Me parece la mejor solución. No puedo devolverla allá, con lo que le espera en su mundo.
- No - Van Sarawak permaneció un rato quieto, mirando al mar; luego preguntó -: ¿En qué año estamos? ¿Cerca de la época de Cristo? Entonces estamos aún antes de la crisis.
- Si. Y tenemos que descubrir cómo fue.
- Vamos a buscar alguna oficina de la Patrulla en el lejano pasado. Podemos reclutar ayudantes allí.
- Quizá - y Everard se recostó en la hierba, mirando al cielo. La reacción le abrumaba. Terminó -: Creo que podré localizar el hecho clave sin movernos de aquí si Deirdre nos ayuda. Despiérteme cuando ella vuelva.
* * *
Ella volvió con los ojos secos, pero con claras señales de haber llorado. Cuando Everard le preguntó si quería ayudarle en su tarea, comentó:
- Desde luego. Mi vida es tuya, puesto que la has salvado.
«Después de haberte metido en el lío»
Everard dijo con cautela:
- Todo lo que necesito de ti es alguna información. ¿Has oído hablar de... de hacer dormir a la gente en un sueño en que pueden hacer lo que se les dice?
Ella asintió, dudosa:
- He visto a médicos druidas que lo hacían.
- No quiero hacerte daño. Solo deseo dormirte para que puedas recordar todo cuanto sabes, incluso cosas que crees olvidadas. No será por mucho tiempo.
Era duro para él soportar su confianza. Usando los procedimientos de la Patrulla, la puso en total trance hipnótico para que recordase cuanto hubiera oído o leído sobre la segunda guerra púnica, lo que, agregado a cuanto él sabía, bastaba a su propósito.
La interferencia romana en las conquistas cartaginesas al sur del Ebro, violando inexcusablemente el tratado, fue el golpe final. El año 219 antes de Jesucristo, Aníbal Barca, gobernador de la España cartaginesa, sitió a Sagunto. A los ocho meses la tomó, provocando su ya planeada guerra con Roma.
A principios de mayo de 218 cruzó los Pirineos con noventa mil hombres de infantería, doce mil jinetes y treinta y siete elefantes; atravesó la Galia y alcanzó los montes Alpinos. Sus pérdidas, en el camino, fueron horribles; solo veinte mil infantes y seis mil caballos llegaron a Italia, ya al fin del año. No obstante, cerca del río Tesino encontró y derrotó a fuerzas romanas superiores en número. Durante el siguiente año riñó varias sangrientas batallas victoriosas y avanzó por Apulia y Campania.
Los apulios, lucanios, brutios y samnitas se pasaron a su bando. Quinto Fabio Máximo hizo una formidable guerra de guerrillas que asoló a Italia y no resolvió nada. Pero, entre tanto, Asdrúbal Barca estaba organizando España, y en el 211 llegó con refuerzos. En 210 tomó a Roma y la quemó. Y hacia el 207 se le rindieron las últimas ciudades de la confederación.
-¡Eso es -.exclamó Everard, y acariciando la dorada cabellera de la muchacha, que yacía ante él añadió -: Ve a dormir ahora. Duerme bien y despiértate con el corazón alegre.
- ¿Qué le dijo? - preguntó Van Sarawak.
- Un montón de detalles. La historia entera habría requerido más de una hora. Lo importante es esto: conoce bien aquellos tiempos, pero nunca mencionó a los escipiones.
- ¿Los qué?
- Publio Cornelio Escipión mandaba el ejército romano en el Tesino, y allí, en efecto, fue derrotado, según nuestra Historia. Pero más tarde tuvo el talento de volverse hacia el Oeste y atacar la base cartaginesa en España, lo que determinó que Aníbal fuese copado en Italia; y el poco refuerzo ibérico que se le pudo enviar quedó destruido. El hijo de Escipión, que llevaba su mismo apellido, ostentaba también un alto mando, y fue el que definitivamente acabó con Aníbal en Zama; es decir, Escipión el Africano. Padre e hijo fueron, con mucho, los mejores jefes militares que tuvo Roma. Pero Deirdre jamás oyó hablar de ellos.
- Así que.. - Van Sarawak miró hacia el Este a través del mar, donde galos, cimbros y partos trepaban sobre las ruinas del mundo clásico destruido -. ¿Y qué les sucedió en aquella línea de tiempo?
- Mi propio recuerdo total me dice que ambos Escipiones estuvieron muy cerca de la muerte en el Tesino. El hijo salvó al padre durante la retirada, la cual, a mi juicio, fue más bien una desbandada. Apuesto diez contra uno a que, según esta historia, los Escipiones murieron allí.
Alguien debe de haberlos suprimido - apuntó Van Sarawak con voz tensa -. Algún viajero del tiempo. Solo puede haber sido eso.
- Sí; de todos modos, parece probable. Veremos - dijo Everard mirando la soñolienta cara de Deirdre -. Veremos.
8
En el refugio Pleistoceno, media hora después de haber salido para ir a Nueva York, depositaban los patrulleros a la muchacha en manos de una simpática matrona que hablaba el griego, y requerían la presencia de sus colegas. Luego comenzaron a expedir mensajes espacio-temporales.
Todas las oficinas anteriores al año 218 antes de Jesucristo - la más próxima era Alejandría (250 a 230)- estaban «aún» allí con unos doscientos agentes en total. Se confirmó la imposibilidad de un contacto escrito con el futuro, y unas pocas gestiones corroboraron la prueba. Una apurada reunión tuvo lugar en la Academia, sita, como se sabe, en el periodo Oligoceno, y a ella concurrieron agentes libres ya experimentados. Everard se vio a si mismo presidiendo una reunión de oficiales superiores. En ella todos convinieron que habría que reparar el daño. Pero se temía por aquellos agentes que se habían internado en el tiempo, como lo había hecho el mismo Everard, y que no estuvieron de vuelta al reconstituir la Historia. Everard envió partidas para recogerlos, pero sin gran confianza en el éxito. Les advirtió a todos que estuviesen de vuelta en un día del tiempo local o se atuvieran a las consecuencias.
Un hombre del Renacimiento científico expuso otra cuestión. Concedido; los sobrevivientes tenían el claro y pleno deber de restaurar la Historia, pero también de conocerla a fondo, por lo que habrían de hacerse varios años de trabajo antropológico. Everard rechazó con dificultad la sugerencia. Habían quedado pocos agentes para correr el riesgo. Grupos de estudio debían determinar el momento exacto y las circunstancias del cambio. La disputa sobre los métodos se hizo interminable. Everard escrutó la noche prehumana y acabó preguntándose si los megaterios no estaban haciendo su papel mejor que aquellos antropomórficos sucesores suyos.
Cuando, por fin, recogió todas las partidas despachadas, vació una botella con Van Sarawak, y ambos se emborracharon.
En la reunión del día siguiente, el comité directivo oyó a sus comisionados, que habían recorrido una gran cantidad de años en el futuro. Una docena de patrulleros habían sido rescatados de situaciones más o menos ignominiosas; a otra veintena de ellos había, simplemente, que darles de baja. El informe del grupo espía era más interesante. Parecía ser que dos mercenarios helvéticos se habían incorporado a las fuerzas de Aníbal, en los Alpes, y ganado su confianza. Después de la guerra alcanzaron elevadas posiciones en Cartago. Con los nombres de Phrontes e Himilco, planearon el asesinato de Aníbal y establecieron nuevas marcas de vida lujosa. Uno de los patrulleros había visto sus casas y a ellos mismos.
- Estas presentaban una cantidad de mejoras inauditas en los tiempos clásicos - informó el espía -; ellos me parecieron neldorianos del milenio 205.
Everard asintió. Aquel período era una Edad de bandidos que «ya» había dado a la Patrulla muchísimo trabajo.
- Creo que hemos dado en el clavo - dijo -. No importa que estuvieran o no en Tesino con Aníbal. Tenemos el tiempo justo para detenerlos en los Alpes sin armar una confusión tal que seamos nosotros los que alteremos la Historia. Lo que interesa es que parecen haber suprimido a los Escipiones, y eso es lo que tenemos que evitar.
Un inglés del siglo XIX, competente, pero con el genio del coronel Blimp, extendió un mapa y explicó sus observaciones sobre la batalla, usando un telescopio de rayos infrarrojos para mirar a través de las nubes bajas.
- Y aquí estaban los romanos...
- Ya lo sé - contestó Everard -. Es una delgada línea roja. El momento en que huyeron los que perseguimos es el instante crítico; pero la confusión reinante nos da una probabilidad. Necesitaremos rodear discretamente el campo de batalla, pero no creo que lo podamos conseguir solo con dos agentes en escena. Los malvados van a estar alerta, ya se sabe, vigilando una posible intervención. La oficina de Alejandría puede proporcionarnos los trajes a Van y a mi.
- ¡Oiga! protestó el inglés -, yo creí tener el privilegio...
- No; lo siento - Everard sonrió levemente -. No caben privilegios. Arriesgamos el cuello, precisamente, para anular a un pueblo lleno de gente como usted.
- Pero ¡caramba!
- Tengo que ir yo - afirmó sencillamente -. No sé por qué, pero tengo que ir yo.
Van Sarawak fue detrás de él.
***
Dejaron su vehículo tras un grupo de árboles y atravesaron el campo.
Rodeándolo, y arriba, en el espacio, había cien patrulleros armados, pero aquel era un triste consuelo para los que se hallaban entre lanzas y flechas. Bajas nubes eran barridas por un viento frío y ululante. Llovía. La soleada Italia estaba disfrutando su caída definitiva.
La coraza le pesaba sobre los hombros a Everard al andar sobre un barro resbaladizo y sangriento. Llevaba yelmo, grebas, un escudo romano en el brazo izquierdo y una espada al costado; pero en la mano derecha sostenía un tronador. A su lado trotaba Van Sarawak, análogamente vestido y armado, entornando los ojos bajo el penacho de oficial, agitado por el viento
Atronaban el espacio trompetas y tambores, lo que era trabajo perdido entre los gritos de los hombres y el ruido de los pasos, los relinchos de los caballos sin jinete y las silbantes flechas. Solo algunos capitanes y exploradores estaban aún montados. ¡Cuán a menudo, antes de inventarse los estribos, lo que comenzara siendo una carga de caballería se terminó en batalla a pie, cuando los lanceros habían caído de sus monturas! Los cartagineses atacaban, martilleaban con un afilado metal entre los escudos de las filas romanas. Aquí y allá, la lucha se iba resolviendo en pequeños núcleos, en que los hombres maldecían y acuchillaban al extranjero.
El combate había sobrepasado ya su área inicial. La muerte rondaba a Everard. Corría este tras las fuerzas romanas, hacia el distante resplandor de las águilas. Pisando yelmos y cadáveres, descubrió un pendón rojo y púrpura que ondeaba triunfal. Resaltando monstruosos contra el cielo gris, levantando sus trompas y barritando, venía un escuadrón de elefantes.
La guerra fue siempre igual; no un asunto limpio, cuestión de líneas sobre un mapa, sino hombres que sudaban, sangraban y boqueaban aturdidos.
Un joven esbelto, moreno, yacía herido, retorciéndose y tratando débilmente de arrancarse una jabalina clavada en su estómago. Era un hondero cartaginés, pero el robusto campesino que estaba a su lado, mirándose sin creer el muñón de un brazo, no le prestaba atención.
Una bandada de cuervos los sobrevolaba, meciéndose en el viento y esperando.
- ¡Por aquí! - murmuraba Everard -. ¡Aprisa, por amor de Dios! La línea va a ceder de un momento a otro.
Alentaba roncamente, mientras trotaba tras los estandartes de la República. Pensó que siempre había preferido que venciese Aníbal. Encontraba algo repelente la fría y prosaica codicia de Roma. Y ahora estaba allí, tratando de salvar la ciudad. ¡Ah!, la vida es a veces una cosa rara.
Era algo consolador el que Escipión fuese uno de los pocos hombres decentes que quedaran después de la guerra.
Los gritos y clamores crecían, y los italianos retrocedían. Everard vio algo así como una ola que avanzaba a estrellarse contra una roca; pero era al revés: la roca se adelantaba gritando y apuñalando.
Echó a correr. Un legionario pasó, aullando de pánico. Un canoso veterano escupió en el suelo, se ató las sandalias y permaneció en su puesto hasta que acabaron con él. Los elefantes de Aníbal barritaban y atacaban por doquier. Las filas de cartagineses se mantenían firmes, avanzando al salvaje compás de sus tambores.
Everard vio hombres a caballo que sostenían las águilas en alto y gritaban, pero nadie les hacía caso.
Un grupo de legionarios pasó corriendo. Su jefe llamó a los dos patrulleros.
- ¡Eh, vosotros; aquí! ¡Vamos, a la lucha, por Venus!
Everard sacudió la cabeza y siguió su camino. El romano saltó hacia él y gritó:
- ¡Ven acá, cobarde! - un rayo atontador cortó sus palabras y lo hizo caer en el barro. Sus hombres se estremecieron, alguien sollozó, y todo el grupo le siguió en su huida.
Los cartagineses estaban ya muy cerca; escudo contra escudo, y las espadas tintas en sangre.
Everard pudo ver una lívida cicatriz en la mejilla de un hombre y la grande y ganchuda nariz de otro. Una lanza arrojada hizo resonar su yelmo. Bajó la cabeza y corrió. Se trababa combate ante él. Quiso dar un rodeo y tropezó en un acuchillado cadáver. Un romano cavó sobre él, a su vez. Sarawak maldijo y lo quitó de en medio. Una espada atravesó el brazo del venusiano. Más allá, los hombres de Escipión estaban cercados y se batían sin esperanza. Everard se detuvo, aspiró el aire y miró a través de la lluvia. Su armadura relucía, mojada. Una tropa de jinetes romanos galopaba, cubierta de barro hasta los ollares de sus monturas. Debía de ser Escipión, hijo, que acudía a salvar a su padre. El ruido de los cascos atronaba la tierra.
-¡Por allí!
Van Sarawak gritó y señaló. Everard se agazapó en su sitio, mientras la lluvia chorreaba de su casco y corría por su cara. Desde otro punto venía una tropa cartaginesa al encuentro de las águilas, y a su frente destacaban dos hombres cuya estatura y extrañas facciones los identificaban como neldorianos. Vestían igual que los legionarios, pero cada uno llevaba un arma de fino cañón.
-¡Por este lado! - Everard se irguió sobre sus talones y se lanzó al encuentro. El cuero de su coraza crujió. Antes de ser vistos, estaban los patrulleros casi encima de los cartagineses. Entonces, un jinete dio la alarma. ¡Dos locos romanos! Everard le vio refunfuñar entre sus barbas. Uno de los neldorianos levantó su aniquilador. Everard sintió qué se le contraía el estómago. El cruel rayo azul y blanco zigzagueó donde él había estado. Hizo un disparo, y uno de los caballos africanos se abatió con estrépito metálico. Van Sarawak se afirmó y disparó rápido. Uno, dos, tres, cuatro..., y uno de los neldorianos cayó en el barro.
Los soldados formaban el cuadro en torno a los Escipiones. La escolta neldoriana gemía de terror. Debían de conocer ya los efectos del barreno, pero aquellos golpes invisibles eran otra cosa: fulminaban. El segundo de los bandidos dominó su caballo y se volvió para huir.
-¡Cuidado con el que usted derribó, Van! - avisó Everard -. Sáquelo del campo de batalla; quiero hacerle una pregunta.
Se arrastró hasta hallar un caballo sin jinete y se montó rápidamente, persiguiendo al neldoriano, antes que este se diera cuenta de ello.
Tras él, Publio Cornelio Escipión y su hijo luchaban por incorporarse a sus tropas, que se batían en retirada. Everard volaba a través de aquel caos. Exigía velocidad a su montura, satisfecho de perseguir al neldoriano. Si este alcanzaba el vehículo, se escaparía la presa.
El mismo pensamiento pareció habérsele ocurrido al que huía, que refrenó el caballo y apuntó. Everard vio el cegador relámpago y sintió en la mejilla la picadura de un proyectil que falló por poco. Puso su aniquilador a toda fuerza y avanzó disparando.
Otro rayo enemigo alcanzó a su caballo en pleno pecho. El animal se vino abajo y Everard cayó de la silla. Sus adiestrados reflejos suavizaron la caída; saltó sobre sus pies y atacó a su enemigo.
Había perdido su arma, caída en el barro, y no tenía tiempo de buscarla. No importaba; podría recuperarla después, si vivía. El rayo aniquilador, a tal amplitud, no era bastante fuerte para derribar a un hombre dejándole sin sentido, pero el neldoriano arrojó su arma, y su caballo, debilitado, cerraba los ojos.
La lluvia azotaba el rostro de Everard. El neldoriano saltó del caballo y desnudó la espada. Everard lo hizo también.
- Como desee.. - dijo en latín -. Uno de nosotros quedará sobre el terreno.
9
La luna apareció sobre las montañas y arrancó a la nieve un pálido resplandor. A lo lejos, en el Norte, un glaciar reflejó su luz y un lobo aulló.
Los Cro-Magnon cantaban en su cueva, y el sonido de sus voces se esparcía, penetrando débilmente por el pórtico.
Deirdre permanecía en la oscuridad, mirando al exterior. La luz de la luna, al dar en su cara, descubrió un brillo de lágrimas. Empezaba a llorar cuando Sarawak y Everard se le aproximaron por la espalda.
- ¡Qué pronto volvéis! - se alivió ella -. Me dejasteis aquí esta mañana.
- No ha sido una tarea larga - le contestó Van Sarawak, que había aprendido el griego ático por hipnosis.
- Espero.. .- y trató de sonreír - que hayáis acabado vuestro cometido y podáis descansar del trabajo.
- Sí - respondió Everard -; lo acabamos.
Estuvieron juntos un rato, contemplando un paisaje invernal.
-¿Es cierto que, como decís, no puedo volver a mi tierra?
- Me temo que no. Los encantamientos...
Everard cambió una mirada con Van Sarawak. Habían obtenido el permiso oficial para decir a la muchacha la verdad de cuanto quisiera saber y llevarla a donde quisiera.
Van Sarawak insistía en llevársela a Venus y al mismo siglo en que vivían, y Everard estaba demasiado cansado para discutir.
Deirdre respiró largamente.
- Que así sea - concedió -. No voy a desperdiciar mi vida lamentándome. Pero ¡quiera el Gran Baal que los míos vivan felices en mi país!
- Estoy seguro de ello - afirmó Everard.
De pronto, no pudo hacer nada más. Solo quería dormir. Dejó a Van Sarawak decir lo que había de decirse y obtener las recompensas que hubiera. Saludó con el gesto a sus compañeros y dijo:
- Me voy a acostar. ¡Buena suerte, Van! El venusiano cogió a la chica por el brazo, mientras Everard se retiraba lentamente a su habitación.
FIN DE
«GUARDIANES DEL TIEMPO»