CARTA A UN FÉNIX
CARTA A UN FÉNIX
Fredric Brown
Hay mucho que contarles, tanto que es difícil saber por dónde empezar.
Afortunadamente, he olvidado la mayor parte de las cosas que me han sucedido.
Afortunadamente, la mente tiene una capacidad limitada para recordar. Sería horrible si
recordara los detalles de ciento ochenta mil años, los detalles de las cuatro mil vidas
enteras que he vivido desde la primera guerra atómica.
Sin embargo no he olvidado los momentos realmente importantes. Recuerdo que formé
parte de la primera expedición que aterrizó en Marte y de la tercera que aterrizó en
Venus. Recuerdo - creo que fue durante la tercera gran guerra - la explosión de Skora
en el cielo debida a una fuerza tan superior a la fisión nuclear como una nova a nuestro
sol moribundo. Yo era el segundo al mando en una astronave Clase Hiper-A durante la
guerra contra los segundos invasores extragalácticos, los que establecieron bases en
las lunas de Júpiter sin que nosotros advirtiéramos su presencia y casi nos expulsaron
del sistema solar antes de que descubriéramos la única arma eficaz en su contra.
Entonces huyeron adonde nosotros no pudiéramos seguirlos, fuera de la galaxia.
Cuando lo hicimos, unos quince mil años después, habían desaparecido. Hacía unos
tres mil años que estaban muertos.
Y precisamente sobre esto voy a hablarles - sobre esta poderosa raza y las demás -;
pero antes, a fin de que sepan cómo sé lo que sé, les hablaré de mí mismo.
Yo no soy inmortal. En el universo sólo hay un ser inmortal; ya les hablaré de él en otro
momento. En comparación con él, yo soy insignificante, pero no podrán comprender ni
creer lo que les diga a menos que comprendan quién soy.
Un nombre no quiere decir nada, y me alegro de ello, porque no recuerdo el mío. Estos
resulta menos extraño de lo que ustedes creen, pues ciento ochenta mil años es mucho
tiempo y, por una u otra razón, he cambiado de nombre unas mil veces o más. Y ¿qué
puede importar menos que el nombre que me impusieron mis padres hace cientos
ochenta mil años?
No soy mutante. Me sucedió cuando tenía veintitrés años, durante la primera guerra
atómica. Es decir, la primera guerra en la cual ambos bandos utilizaron armas atómicas
- armas inofensivas, naturalmente, comparadas con las que se inventaron después -.
Habían transcurrido menos de una docena de años tras el descubrimiento de la bomba
atómica. Las primeras bombas se lanzaron en una guerra secundaria cuando yo era
pequeño. La guerra terminó rápidamente, pues sólo uno de los bando las poseía.
La primera guerra atómica no fue demasiado espantosa - la primera nunca lo es -. Tuve
suerte, porque, si lo hubiera sido - si hubiera puesto fin a una civilización -, yo no habría
sobrevivido pese al accidente biológico que me ocurrió. Si hubiera puesto fin a una
civilización, yo no habría sido mantenido con vida durante el periodo letárgico de
dieciséis años que atravesé unos treinta años después. Pero otra vez me he adelantado
al relato.
Creo que tenía veinte o veintiún años cuando se inició la guerra. No me reclutaron en
seguida para el ejercito porque no estaba físicamente dotado. Sufría una enfermedad
bastante rara de la glándula pituitaria... El síndrome de no sé quién. He olvidado el
nombre. Entre otras cosas, producía obesidad. Pesaba unos veinte kilos en exceso
para mi estatura y no era muy vigoroso. Fui rechazado sin dudar.
Al cabo de unos dos años mi enfermedad había progresado ligeramente, pero otras
cosas habían progresado más que ligeramente. En aquella época el ejército reclutaba a
todo el mundo; habrían reclutado a un ciego con un solo brazo y una sola pierna si el
hombre hubiera estado dispuesto a luchar. Y yo estaba dispuesto a luchar. Había
perdido a mi familia en una escaramuza, odiaba mi trabajo en una fábrica de armas, y
los médicos me habían dicho que mi enfermedad era incurable y, de todos modos, sólo
me quedaban uno o dos años de vida. De modo que acudí a lo que restaba del ejército,
y lo que restaba del ejército me aceptó sin dudar y me envió al frente más próximo, que
estaba a quince kilómetros de distancia. Estaba luchando al día siguiente de
incorporarme.
Recuerdo lo suficiente para saber que yo no tuve nada que ver con ello, pero dio la
casualidad de que fuera precisamente entonces cuando cambió la suerte. El otro bando
carecía de bombas y pólvora y empezaba a sufrir escasez de granadas y balas.
Nosotros también carecíamos de bombas y pólvora pero ellos no habían conseguido
paralizar todos nuestros medios de transporte y nosotros, sí. Todavía disponíamos de
aviones para transportar las bombas recién fabricadas, y también disponíamos de una
cierta organización que enviaba los aviones a los lugares debidos. Cerca de los lugares
debidos, habría que decir; a veces las dejábamos caer por equivocación demasiado
cerca de nuestros propias tropas. Una semana después de entrar en combate me vi
nuevamente alejado de él al ser alcanzado por una de nuestras bombas de menor
potencia que había caído a unos dos kilómetros de distancia.
Recobré el conocimiento, unas dos semanas después, en un hospital de la retaguardia,
con quemaduras de primer grado. La guerra ya había terminado, a excepción de los
últimos brotes de resistencia, y sólo quedaba restaurar el orden y poner el mundo
nuevamente en marcha. Como verán, no fue lo que yo llamaría una guerra
exterminadora. Aniquiló - la cifra no es exacta; no recuerdo la fracción - una cuarta o
una quinta parte de la población mundial. Quedaba la suficiente capacidad productiva y
la gente suficiente, para seguir adelante; los siglos venideros fueron difíciles, pero no se
produjo una vuelta al salvajismo, ni fue necesario empezar desde cero. En tales épocas,
la gente vuelve a usar velas para iluminarse y a quemar madera en calidad de
combustible, pero no porque no sepa usar la electricidad o una mina de carbón; sólo
porque la confusión y las revoluciones ocasionan un desequilibrio temporal. Los
conocimientos están ahí, en reserva hasta la reaparición del orden.
No es el mismo caso de una guerra de exterminio, en la que nueve décimas partes de
la población de la Tierra - o de la Tierra y los demás planetas - son aniquiladas.
Entonces es cuando el mundo retrocede hasta el salvajismo y la centésima generación
redescubre los metales para guarnecer sus lanzas.
Pero vuelvo a divagar. Después de recobrar el conocimiento en el hospital, sufrí
muchísimo. Se habían terminado los anestésicos. Yo tenía profundas quemaduras,
ocasionadas por la radiación, que me hicieron sufrir casi intolerablemente durante los
primeros meses hasta que, gradualmente, se curaron. No dormía - eso es lo extraño -.
Y era algo aterrador, pues no comprendía lo que me había sucedió, y lo desconocido
siempre es aterrador. Los médicos no me hacían demasiado caso, pues yo era uno de
los millones de quemados o heridos, y me parece que no creyeron mis reiteradas
declaraciones de que no podía dormir. Pensaron que había dormido un poco y que
exageraba o que estaba realmente equivocado. Pero yo no había dormido nada. No
puede dormir hasta mucho después de abandonar el hospital, curado. Curado,
incidentalmente, de la enfermedad producida por la glándula pituitaria, y con el peso
normal, y la salud perfecta.
Estuve treinta años sin dormir. Después si que dormí, durante dieciséis años. Y al
término de ese periodo de cuarenta y seis años, yo aparentaba, físicamente, la edad de
veintitrés.
¿Empiezan a comprender ustedes lo que sucedió, tal como yo empecé a comprenderlo
entonces? La radiación - o la combinación de varios tipos de radiación - que yo había
sufrido cambió radicalmente las funciones de mi glándula pituitaria. Pero también hubo
otros factores implicados. Una vez estudié endocrinología, hace unos ciento cincuenta
mil años, y creo que me fue muy útil. Si mis cálculos fueron correctos, lo que me
sucedió fue una posibilidad entre varios billones.
Los factores de degeneración y envejecimiento no fueron eliminados, naturalmente,
pero la proporción se vio reducida en unas quince mil veces. De modo que no soy
inmortal. He envejecido once años en los pasados ciento ochenta milenios. Mi edad
física es ahora de treinta y cuatro años.
Y, para mi, cuarenta y cinco años equivalen a un día. No duermo durante treinta años -
y después duermo unos quince -. Es una suerte que mis primeros «días» no
coincidieran con un periodo de completa desorganización social o salvajismo, o no
habría sobrevivido a mis primeros años de sueño. Pero sobreviví, y entonces ya había
aprendido un sistema y podía cuidar de mi propia supervivencia. Desde entonces he
dormido unas cuatro mil veces y he sobrevivido. Quizá algún día no tenga tanta suerte.
Quizá algún día, a pesar de ciertos dispositivos de seguridad, alguien descubra e
interrumpa en la cueva o bóveda donde me instalo, secretamente, para un período de
sueño. Pero no es probable. Dispongo de muchos años para preparar cada uno de
estos lugares, más la experiencia de cuatro mil sueños a mis espaldas. Uno podría
pasar mil veces por delante de ese sitio y no saber que estaba allí, ni poder entrar
aunque sospechara su existencia.
No, mis posibilidades de supervivencia entre dos períodos de vida consciente son
mucho mayores que mis posibilidades de supervivencia durante mis períodos de vida
activa. Quizá sea un milagro que haya sobrevivido a tantas, pese a las técnicas de
supervivencia que he llegado a desarrollar.
Y esas técnicas son buenas. He sobrevivido a siete guerras atómicas - y superatómicas
- que han reducido la población de la Tierra a unos cuantos salvajes reunidos en torno a
unas cuantas fogatas en unas cuantas zonas todavía habitables. Y en otras épocas, en
otras eras, he estado en cinco galaxias aparte de la nuestra.
He tenido varios miles de esposas, pero sólo una cada vez, pues nací en una época de
monogamia y la costumbre ha persistido. Y he tenido varios miles de hijos.
Naturalmente, jamás he podido vivir más de treinta años con una esposa antes de
verme obligado a desaparecer, pero treinta años es tiempo más que suficiente para los
dos, especialmente cuando ella envejece a un ritmo normal y yo envejezco
imperceptiblemente. Oh, eso ocasiona problemas, desde luego, pero siempre he podido
solucionarlos. Siempre me caso, cuando me caso, con una muchacha mucho más joven
que yo, para que la disparidad no llegue a ser demasiado grande. Digamos que tengo
treinta años; me caso con una muchacha de dieciséis. Cuando llega el momento de
dejarla, ella tiene cuarenta y seis y yo sigo teniendo treinta. Y lo mejor para ambos, para
todo el mundo, es que yo no vuelva a ese lugar cuando me despierte. Si ella aún vive
habrá pasado de los sesenta y no estaría bien, ni siquiera para ella, que tuviese un
marido súbitamente resucitado todavía joven. Y yo la he dejado bien provista,
convertida en una viuda rica, rica en dinero o lo que en esa época particular se
considera riqueza. A veces fueron abalorios y puntas de flechas, a veces trigo en un
granero y una vez - ha habido civilizaciones muy peculiares - escamas de pescado.
Nunca tuve la menor dificultad en obtener mi parte, o más, de dinero o su equivalente.
Tras una práctica de varios miles de años, la dificultad estriba en lo contrario, saber
cuando detenerse a fin de no convertirse en una persona extremadamente rica y llamar
la atención.
Por razones obvias, siempre lo he conseguido. Por razones que pronto conocerán, yo
nunca he aspirado al poder, y tampoco - tras los primeros centenares de años - he
dejado sospechar a la gente que yo era distinto. Incluso me echaba varias horas cada
noche, simulando que dormía.
Pero nada de esto es importante, del mismo modo que yo tampoco lo soy. Sólo se lo he
contado para que entiendan cómo sé lo que ahora voy a decirles.
Y cuando se lo haya dicho, no crean que he intentado venderles algo. Es algo que
ustedes no podrían cambiar aunque quisieran, y - cuando lo comprendan - no querrán
hacerlo.
No trato de influenciarles ni guiarles. En cuatro mil vidas he sido casi todo, excepto un
caudillo. Lo he eludido. Oh, con bastante frecuencia he sido un dios entre los salvajes,
pero la razón es que debía serlo para sobrevivir. Utilizaba los poderes que ellos creían
mágicos para mantener un cierto orden, pero nunca para acaudillarles, ni para
sujetarles. Si les enseñé a usar el arco y la flecha, fue porque la caza era escasa, nos
moríamos de hambre, y mi supervivencia dependía de la suya. Tras comprender que el
sistema era necesario, jamás lo he alterado.
Lo que ahora les diré no alterará el sistema.
Es esto: La raza humana es el único organismo inmortal del universo.
Ha habido otras razas, y hay otras razas en el universo, pero se han extinguido o se
extinguirán. Una vez, hace cien mil años, las catalogamos con la ayuda de un
instrumento que detectaba la presencia de pensamiento y de inteligencia, por muy
extraños que fueran y por muy lejos que estuvieran, y esto nos dio una medida de esta
mente y sus características. Y, cincuenta mil años después, se descubrió nuevamente
ese instrumento. Había tantas razas como antes, pero sólo ocho de ellas eran las
mismas que hacía cincuenta mil años antes, y cada una de esas ocho estaba
muriéndose, de vejez. Habían sobrepasado la cumbre de sus poderes y estaban
muriéndose.
Habían llegado al límite de su capacidad - siempre hay un límite - y no les quedaba otra
alternativa que morir. La vida es dinámica; nunca puede ser estática - tanto si el nivel es
alto como bajo - y sobrevivir.
Esto es lo que trato de decirles, a fin de que no vuelvan a asustarse. Sólo una raza que
se destruye a sí misma y su progreso con cierta periodicidad, una raza que retrocede
hasta sus inicios, es capaz e sobrevivir más de, digamos, sesenta mil años de vida
inteligente.
En todo el universo sólo la raza humana ha alcanzado un alto nivel de inteligencia sin
alcanzar un alto nivel de cordura. Somos únicos. Ya somos por lo menos cinco veces
más viejos que cualquier otra raza que haya existido jamás, y esto se debe a que no
somos sensatos. Y el hombre, a veces, ha vislumbrado el hecho de que la insensatez
es divina. Pero sólo en altos niveles de cultura se da cuenta de que está colectivamente
loco, de que siempre acabará destruyéndose, para surgir con más fuerza de sus
propias cenizas.
El fénix, el ave que se inmola periódicamente a sí misma en una hoguera para volver a
nacer y vivir otro milenio, y así sucesivamente, sólo es un mito metafóricamente
hablando; existe y sólo hay una de ellas.
Ustedes son el fénix.
Nada podrá destruirles jamás, ahora que - durante muchas civilizaciones notables - su
semilla ha sido esparcida en los planetas de un millar de soles, en un centenar de
galaxias, para repetir eternamente el ciclo. El ciclo que comenzó hace ciento ochenta
mil años, si no me equivoco.
No puedo estar seguro de ello, pues he visto que los veinte o treinta mil años que
transcurren entre la caída de una civilización y el inicio de otra destruyen todos los
rastros. En veinte o treinta mil años, los recuerdos se convierten en leyendas, las
leyendas se convierten en supersticiones, e incluso las supersticiones se pierden. Los
metales se oxidan y corroen en las profundidades de la tierra mientras el viento, la lluvia
y la jungla erosionan y cubren las piedras. Los contornos de los continentes cambian,
los glaciares aparecen y desaparecen, y una ciudad de veinte mil años de antigüedad
está sepultada bajo muchos kilómetros de tierra o de mar.
De modo que no puedo estar seguro. Es posible que el primer estallido que yo conocí
no fuera el primero; muchas civilizaciones pueden haberse levantado y caído antes de
mi época. En este caso dicha posibilidad no hace más que reforzar mi afirmación de
que la humanidad puede haber sobrevivido más de los ciento ochenta mil años que yo
sé y puede haber sobrevivido a los seis estallidos que han tenido lugar desde lo que yo
creo que fue el primer descubrimiento de la pira del fénix.
Pero - aparte de que hayamos esparcido tan bien nuestra semilla por las estrellas que
ni la desaparición del sol ni su posible conversión un una nova podrían destruirnos - el
pasado no importa. Lur, Candra, Tragan, Kah, Mu, Atlantis, éstas son las seis
civilizaciones que he conocido, y han desparecido tan completamente como ésta
desaparecerá dentro de veinte o treinta mil años, pero la raza humana, aquí o en otras
galaxias, sobrevivirá y vivirá eternamente.
El hecho de saber todo esto, en este año de su era actual, contribuirá a mantener su
paz de espíritu, pues su espíritu está inquieto. Quizá, yo estoy seguro, les ayude saber
que la próxima guerra atómica, la que probablemente tenga lugar en su generación, no
será una guerra de exterminio, llegará demasiado pronto para que lo sea, antes de que
ustedes hayan inventado las armas realmente destructivas que el hombre ha inventado
con tanta frecuencia en el pasado. Les hará retroceder, es verdad. Durante uno o más
siglos sólo habrá oscuridad. Después, con el recuero de lo que ustedes llamarán la
Tercera Guerra Mundial como advertencia, el hombre pensará - como siempre lo ha
hecho después de una benigna guerra atómica. que ha conquistado su propia locura.
Durante cierto tiempo - si el ciclo se repite -, la tendrá a raya. llegará nuevamente a las
estrellas, y ya las encontrará colonizadas. Sí, ustedes volverán a Marte dentro de
quinientos años, y yo también iré, para ver nuevamente los canales que en otra ocasión
ayudé a construir. Hace ochenta mil años que no he estado allí y me gustaría ver lo que
el tiempo les ha hecho, a los canales y a aquellos de nosotros que se quedaron
incomunicados la última vez que la humanidad perdió el vuelo espacial. Naturalmente,
ellos también han seguido un ciclo, pero la proporción no tiene por que ser constante.
Podemos encontrarles en cualquier etapa del ciclo que no sea la superior. Si estuvieran
en el punto cumbre del ciclo, no tendríamos que ir a ellos; ellos vendrían a nosotros.
Pensando, naturalmente, como piensan ahora, que son marcianos.
Me pregunto que grado de desarrollo alcanzarán ustedes esta vez. Confío en que no
sea tan elevado como el de los trhagán. Confío en que jamás vuelva a descubrirse el
arma que los trhagán utilizaron contra su colonia de Skora, que entonces era el quinto
planeta hasta que los trhagán lo convirtieron en multitud de asteroides. Claro que esa
arma sólo se inventará muchos años después de que los viajes intergalácticos vuelvan
a convertirse en algo común. Si lo veo venir saldré de la galaxia, pero no me gustaría
tener que hacerlo. Me gusta la Tierra y me gustaría pasar aquí el resto de mi vida
mortal, si es que ella dura tanto.
Posiblemente no sea así, pero la raza humana sí que durará. En todas parte, y para
siempre, porque nunca será cuerda y sólo la locura es divina. Sólo los locos se
destruyen a sí mismos y todo lo que han forjado.
Y sólo el fénix vive eternamente.
FIN