Imperio de sueños
Ian McDonald
El autor de este relato dice que la acción de Imperio de sueños sólo puede situarse en su país natal, Irlanda del Norte. Pero el conseguir superar —o no superar— los efectos de la violencia desatada es una tragedia que actualmente, por desgracia, todos podemos comprender.
Puede oler la enfermedad en todas partes. Su olfato no está embotado por el desesperado olor a antisépticos; la enfermedad posee un hedor particular que nada puede ocultar, un hedor compuesto por la gruesa y lustrosa pintura barata que, a lo largo de los años de repintar y repintar, ha ido formando capa tras capa de arraigada desesperación. La enfermedad lanza su hedor al aire a partir de esos impotentes estratos. El olor de un hospital no lo disimula; rezuma de las baldosas del suelo cada vez que una camilla rueda por encima de ellas, y bajo la ligera presión del simple paso de una enfermera.
Mientras permanece sentada en la silla junto a la cama respira la enfermedad, y se sorprende al descubrir lo fría que es. No es el frío de la nieve cayendo al otro lado de la ventana, la nieve que ablanda y oculta la silueta del Royal Victoria Hospital como blanco antiséptico. Es el frío que rodea la muerte, el frío del muchacho en la cama, el que extrae de ella el calor de la vida; el frío y la enfermedad.
No sabe para qué sirven las máquinas. Los doctores se lo han explicado, más de una vez, pero tiene que haber más para la vida de su hijo que las blancas líneas de los osciloscopios. La vida de una persona no se mide en líneas, porque si eso es todo lo que constituye la vida, ¿dónde están las líneas para el amor y las líneas para la devoción, dónde está el pulso de la felicidad o el rítmico resonar del dolor? No desea ver esas líneas. Catherine Semple es una mujer temerosa de Dios que ha oído el rítmico retumbar del dolor más que cualquier otra persona en toda una vida, pero no oirá el susurro de ningún rumor blasfemo. Acepta alegría y dolor de los dedos del mismo Dios, puede hacerse preguntas, pero nunca se revolverá. Su hijo yace allí en coma, con la cabeza afeitada, los cables enviando corrientes a su cerebro, los tubos penetrando en su nariz, en su garganta, en sus brazos, en sus piernas. No se ha movido en dieciséis horas, ningún signo de vida excepto las blancas mediciones de las máquinas. Pero Catherine Semple seguirá sentada allí junto a esa cama hasta que vea. A medianoche una enfermera le traerá café y algunas nuevas revistas femeninas antiguas; la enfermera Hannon, la amable y asustada enfermera del condado de Monaghan. Por aquel entonces puede haber ocurrido cualquier cosa.
—Mayor Tom, mayor Tom —retumba la fuerte voz del capitán Zarkon—. Mayor Tom a hangar de cazas, mayor Tom a hangar de cazas. Flota de guerra zigón en los sensores de largo alcance, repito, flota de guerra zigón en los sensores de largo alcance. Atrápalos, Tom, eres la última esperanza del Imperio. —Y abajo, en el hangar, bajo el domo bajo el domo bajo el domo (el alto y curvado techo de la torreta, la ampolla de plasmoglás de la nave, la burbuja de tu casco), te aplastas en el asiento de atrás del astrogador del astrocaza X15 y murmuras las fabulosas palabras: «Eres la última esperanza del Imperio.» Por supuesto, tú no eres el mayor Tom cuyo nombre resuena por toda la inmensa torreta del artillero, tú eres Thomas Junior, el Chico, menos del cincuenta por ciento del más famoso (y temido de un confín a otro, desde Centralis hasta Alphazar 3) dúo de combate de la galaxia, pero es agradable estar sentado aquí y cierras los ojos y crees que están hablando de ti.
Ahí viene el mayor Tom; el último Gran Luchador Estelar, el As del Espacio, el Astrodestructor, el Valiente Defensor, tres veces condecorado por el emperador Geoffrey en persona con la Medalla Galáctica, cruzando la cubierta del hangar, magnífico en su ajustado e
iridiscente traje de combate y, sujeto bajo su brazo, el casco con el famoso logotipo del Relámpago de Luz y el nombre, «Mayor Tom», grabado en gruesas letras negras. La cubierta corredera de la carlinga se abre para admitirle, y el héroe se desliza al asiento delantero de mando.
—Hola, Pequeño Tom.
—Hola, Gran Tom.
Los técnicos con sus armaduras espaciales corren rápidamente a ponerse a cubierto mientras es evacuado el puente. Sellas la carlinga, la presurización interna alcanza su nivel y hace que resuenen tus oídos, pese al chicle que no has dejado de masticar con tus molares posteriores; el iris de la compuerta espacial se abre, y tu caza se desliza hasta la catapulta de lanzamiento. ¿Qué hay más allá de la compuerta que se abre al espacio? El vacío, las estrellas, los zigón. No necesariamente en ese orden. Las luces del display táctico parpadean verdes, pequeños y veloces astrocazas destellan en media docena de pantallas de ordenador. Colocas tu chicle en la esquina del display de estado del armamento.
—¿Secuencia de ignición primaria?
—Verde.
—¿Bancos de energía a toda carga?
—Comprobado.
—¿Todos los sistemas de maniobra y empuje, astrogación y canales de comunicación?
—De acuerdo, Pequeño Tom. Adelante. Somos la Última Esperanza del Imperio.
El empuje de la aceleración clava tus dientes al fondo de tu garganta, aplasta tus globos oculares hasta convertirlos en monedas de cincuenta peniques y aferra tu nuca con una irresistible mano de hierro cuando la catapulta agarra al Caza Líder Naranja y lo envía hacia la compuerta del espacio. El aire escapa de tus pulmones; todo se vuelve rojo cuando la compuerta del espacio se lanza hacia ti. Luego la cruzas y, antes de que la rojez haya desaparecido de tus ojos y el aire haya vuelto a llenar tus pulmones, el mayor Tom ha hecho girar vuestro X15 hacia arriba y por encima de los kilómetros y kilómetros y kilómetros de largo de la semieclipsada masa de la «Excalibur», la nave insignia de Geoffrey I, Emperador del Espacio, Señor de las Marchas de Shogon, Defensor de Altair, Señor Feudal del Brazo de Orión, Dueño de la Nebulosa Oscura.
—Chequeo de astrogación.
—Fuerza enemiga localizada en Sector Verde 14 Delta J. Acelerando a velocidad de ataque.
—Buen trabajo, Pequeño Tom. Líder Naranja a Fuerza Naranja: dirigíos a…
Uno a uno aparecen por encima de la «Excalibur» , alejándose de ella, los valientes pilotos de la Fuerza Naranja: El Gran Ian, El Príncipe, John-Paul (J. P. sólo para sus camaradas), el capitán «Kit» Carson, Negro Morrisey: apodos conocidos y respetados (y en algunos lugares temidos) en toda la resplandeciente espiral de la galaxia. Tal es la fama de esos hombres que forma un nudo en tu garganta ver la luz de las estrellas reflejarse en sus pulidos fuselajes y transformar sus cazas llenos con las cicatrices de mil batallas en carros de fuego.
—Fuerza Naranja informando, Naranja Uno a Naranja Cinco, Líder Naranja —dices.
—Okay —responde el mayor Tom con esa decidida tensión en su voz que tanto te gusta escuchar. Hace agitar las alas de su caza en la característica señal de ataque, y la Fuerza Naranja se reúne en una mortal flecha tras él.— Vamos a por ellos. Tenemos un trabajo que hacer.
CONFERENCIA DE PRENSA
11:35 A.M., 16 DE ENERO DE 1987
Sí, el diagnóstico oficial fue leucemia, pero, como fuese que la enfermedad no respondía a los tratamientos convencionales, el doctor Blair la clasificó como un caso psicológicamente dependiente de… No, no psicosomático, psicológicamente dependiente es la expresión del
doctor Montgomery, la que al doctor Blair le hubiera gustado usar. Dicho en palabras sencillas, la quimioterapia convencional era ineficaz en tanto persistiera el bloqueo psicológico a su efectividad. Sí, la leucemia ha remitido por completo. ¿Cuánto hace? Aproximadamente unos doce días.
El caballero del fondo…, señor. Éste es el trigésimo octavo día del coma, contando desde el momento en que el crecimiento del cáncer fue detenido, como opuesto a la completa remisión. El paciente ha permanecido en estado ortocurativo durante unos veintiséis días antes que eso, mientras se administraba la quimioterapia y se descubría que era efectiva. Sí, señor, la quimioterapia fue efectiva solamente mientras el paciente se hallaba en estado ortocurativo. Fue discontinuada después de treinta días.
El caballero de la Irish News… El muchacho está perfectamente sano…, ahora bien, no me cite en esto, se trata de algo estrictamente no oficial, no existe ninguna razón médica por la que Thomas Semple no pueda levantarse de su cama y salir por su propio pie de este hospital. Nuestra única conclusión es que existe algún desequilibrio psicológico que lo mantiene, o más probablemente que hace que se mantenga a sí mismo, en suspensión Montgomery/Blair.
Señor, ahí, al lado de la puerta… No, el proyecto no va a ser interrumpido, se ha demostrado que es muy efectivo médicamente, y las bases psicológicas del proceso se han revelado válidas. Los intereses médicos internacionales son altos. Puedo decir que más de una universidad de ultramar, junto con las de aquí mismo, de Irlanda, han enviado representantes para observar el desarrollo del caso, y que existe un interés comercial a gran escala en la tecnología asistida por ordenador de sistemas de simulación de sueño por carencia sensorial. De hecho, el doctor Montgomery está asistiendo a una conferencia internacional en La Haya, donde presentará su informe sobre los principios de la ortocuración. Sí, señor, puedo confirmar que el doctor Montgomery regresará pronto de la conferencia, y me gustaría saber de dónde ha obtenido usted su información, pero no se ha producido ningún deterioro en la condición de Thomas Semple. Es estable, aunque comatosa, dentro del estado de ortocuración. ¿De acuerdo? La siguiente pregunta.
Señor…, del Guardian, ¿no? Puede formular su pregunta. Sí, la señora Semple se halla a la cabecera de la cama, hemos dispuesto una habitación contigua para ella aquí en el hospital, puede ver a su hijo en cualquier momento y pasa la mayor parte de su tiempo en la habitación con él. Aceptará que le hagan fotografías, pero bajo ninguna circunstancia consentirá en ser entrevistada, así que no se molesten y pierdan su tiempo intentándolo. Sí, fue idea suya, pero estamos completamente de acuerdo con su decisión. Estoy seguro de que se darán cuenta, caballeros, de la tensión a la que está sometida, tras la trágica muerte de su esposo, con su único hijo afectado de leucemia, y ahora con la desconcertante naturaleza de su coma. La siguiente pregunta. ¿El representante de la I.R.N.?
No tenemos ninguna prueba que nos haga pensar que se ha desgajado del sueño ortocurativo programado. Eso es improbable, puesto que el sueño fue diseñado específicamente teniendo en cuenta sus fantasías ideales. Creemos que sigue viviendo mentalmente su fantasía de La guerra de las galaxias, lo que nosotros llamamos el programa de simulación Comandos del Espacio. Para explicárselo un poco, disponemos de más de una docena de programas arquetípicos diseñados especialmente para perfiles psicológicos típicos. Los deseos de realización de Thomas Semple Junior pasan por la consecución de los juegos de simulación electrónicos, con un número infinito de puntos, si me perdonan la analogía. Las células cancerígenas están representadas por invasores alienígenas que deben ser destruidos; él mismo ha asumido el papel de Luke Skywalker, el héroe. Creo que fue el caballero del Irish Times el que acuñó la expresión «El caso Luke Skywalker», ¿no es así?
De acuerdo… ¿Alguna otra pregunta? ¿No? Bien. Hay un montón de comunicados para la prensa junto a la puerta; si recogen uno cuando salgan les servirán para redactar sus artículos.
Lamento que no hallen en ellos nada que no hayan oído ya de mis labios. Gracias, caballeros, por ser tan pacientes y por haber venido con un tiempo tan horrible. Gracias, buenos días.
(VUELO DE LA LANZADERA BA4503 LONDRES-HEATHROW A BELFAST. DESPUÉS DEL CAFÉ, ANTES DE LAS BEBIDAS):
Señora MacNeill: No he podido evitar el ver su maletín. ¿Es usted médico, señor Montgomery?
Doctor Montgomery: Bueno, soy doctor, sí. Pero me temo que no doctor en medicina. Soy doctor en psicología.
Señora MacNeill: Oh. Entonces debo tener cuidado con lo que diga.
Doctor Montgomery: Bueno, todos dicen lo mismo. No se preocupe, no soy psiquiatra. Soy psicólogo investigador, psicología clínica. Estoy agregado al equipo del Royal Victoria Hospital que trabaja en la ortocuración, ya sabe, el caso Luke Skywalker.
Señora MacNeill: He oído hablar de él; apareció en las noticias de las diez, ¿no?, y estuvo en El Mundo del Mañana de hace un par de semanas. Es esa cosa acerca de hacer que las personas sueñen en ponerse mejor, ¿no es así?
Doctor Montgomery: En pocas palabras eso es, señora…
Señora MacNeill: Oh, lo siento; aquí estoy charlando por los codos, y ni siquiera le he dicho mi nombre. Soy la señora MacNeill, Violet MacNeill, del 32 de Beechmount Park, Finaghy.
Doctor Montgomery: Bueno, supongo que ya habrá adivinado quién soy yo, señora MacNeill. ¿Puedo preguntarle qué la trae a cruzar el agua?
Señora MacNeill: Oh, vengo de ver a mi hijo. Se llama Michael, enseña inglés en una universidad técnica en Dortmund, en Alemania, y siempre estaba invitándome a que fuera a verle, así que pensé, bueno, ahora que tengo dinero, creo que es la mejor ocasión de hacerlo, puesto que tal vez sea la última vez que lo haga.
Doctor Montgomery: ¿Oh? ¿Por qué? ¿Acaso él se traslada más lejos todavía?
Señora MacNeill: Oh, no. Pero podríamos decir que yo sí. (RISAS, TOSES.) Vea, doctor Montgomery, bueno, no me queda mucho tiempo. Soy una de esas personas que cree en llamar al pan pan y al vino vino. Me estoy muriendo. Es el cáncer, ¿sabe? Ni siquiera puedes mencionarlo hoy en día, a la gente no le gusta que pronuncies esa palabra cuando están por los alrededores, pero no me importa. Creo en llamar al pan pan y al vino vino, eso es lo que digo. Se lo menciono porque no seguiremos hablando del tema si usted no quiere, pero es estúpido intentar ocultarse de ello, ¿no cree? Usted está en la profesión médica, así que ya debe saberlo.
Doctor Montgomery: Todo es psicológico, señora MacNeill.
Señora MacNeill: ¿Lo ve? Usted es el tipo de hombre al que pueden contársele esas cosas. La mente entrenada. Lo descubrieron hará unos ocho meses: cáncer de estómago, bastante desarrollado, y dicen que solo me queda un año como máximo. Yo calculo algo más que eso, pero no me hago ilusiones de ponerme mejor. Mi hija, Christine, quería meterme en un asilo, ya sabe, uno de esos lugares para los enfermos terminales, pero yo le dije: quítatelo de la cabeza, todo lo que haces en uno de esos lugares es permanecer sentada todo el día y pensar sobre la muerte, y ellos le llaman a eso una actitud positiva. «Morir con dignidad», le dicen, pero si usted me lo pregunta, le diré que lo único que haces es vivir un poco menos y morir un poco más cada día, hasta que finalmente no puedes decir cuál es la diferencia. Tengo intención de mantenerme viva hasta el momento en que caiga. Siempre fuera de vuestros asilos, le dije a Christine; antes que malgastar dinero en esos mataderos dámelo en efectivo y lo gastaré haciendo todas las cosas que siempre he deseado hacer y nunca he tenido tiempo. Y, ¿sabe, doctor Montgomery?, ella me lo dio y yo cogí un poco de mis ahorros, y voy a disfrutar de todo lo que no he disfrutado en mi vida.
Doctor Montgomery: Eso es lo que yo llamo una actitud positiva, señora MacNeill.
Señora MacNeill: ¿Lo ve? Ésa es la diferencia entre los médicos; oh, ya sé que es usted psicólogo, pero para mí todo es lo mismo, y un hombre como los demás. Usted puede hablar acerca de esas cosas, puede ir y decir: «Eso es lo que yo llamo una actitud positiva, Violet MacNeill», mientras que todos los demás lo único que harán será pensar en ello y temer decirlo por si acaso me ofenden o algo así. Pero no me importa, no me importa en absoluto, lo que realmente me ofende es que la gente no diga lo que tiene en la cabeza. Pero le diré una cosa: sólo hay algo que me preocupa y no me deja dormir en paz.
Doctor Montgomery: ¿Qué es?
Señora MacNeill: No soy yo, no tiene nada que ver conmigo; me lo estoy pasando mejor que nunca. He estado en Mallorca, en uno de esos viajes de invierno, y en Londres a ver todos los espectáculos, ¿sabe?, eso de Tim Rice y lo de Andrew Lloyd-Webber, y tengo un primo en Toronto al que he de ir a ver y quiero ir a París; siempre he deseado ver París en primavera, como la canción. Me encanta en cualquier época del año. Tengo que aguantar hasta que haya visto París. Y luego están esas vacaciones en Alemania. Lo cual me lleva de vuelta a lo que le estaba diciendo. Divago demasiado, ¿verdad? Son los chicos los que me preocupan: Michael y Christine y el pequeño Richard; lo llamo pequeño, pero ya trabaja fijo en la R.U.C.; son ellos los que me preocupan. Mire, no me preocupa mucho morirme, tiene que ocurrir y no voy a permitir que eso arruine mi vida, pero me preocupan los que voy a dejar detrás. ¿Me perdonarán los chicos alguna vez?
Doctor Montgomery: Esa es una buena pregunta, señora MacNeill. ¿Se siente culpable acerca de morir?
Señora MacNeill: ¿Ve? Pregunta usted como un auténtico psicólogo. Tiene razón; no tienes que preocuparte nunca de nada. En un cierto sentido, es estúpido sentirse culpable acerca de morir. Quiero decir, no voy a preocuparme por ello, ¿verdad? Pero de algún modo tengo la impresión de que les estoy traicionando. Soy la capa de arriba entre ellos y sus propios finales, y cuando yo haya desaparecido ellos ascenderán un peldaño y se convertirán en la capa de arriba. ¿Entiende lo que quiero decir?
Doctor Montgomery: La entiendo. ¿Quiere algo de beber? El carrito de las bebidas viene por el pasillo.
Señora MacNeill: Oh, sí, por favor. Ginebra y un bitter de limón para mí. No debería tomarlo, pero calculo que poco daño puede hacerme ya. Bien, ¿qué estaba diciendo? Oh, sí: ¿usted cree que los chicos perdonan alguna vez a sus padres por morirse? Cuando eres pequeño, tus padres son como Dios; recuerdo los míos, Dios los tenga en su gloria: no podían hacer nada equivocado, eran tan sólidos como el Peñón de Gibraltar y siempre lo serían. Pero ambos murieron en el bombardeo del cuarenta y uno, ¿sabe, doctor? No sé si alguna vez llegué a perdonarles por ello. Ellos edificaron mi vida, me lo dieron todo, y luego fue como si me abandonaran. Y me pregunto si mi Michael y mi Christine y el pequeño Richard pensarán lo mismo de mí. ¿Pensarán que les he traicionado, o les daré ese empujón por la espalda que los llevará a la madurez? ¿Qué piensa usted, doctor Montgomery? ¿Perdonan alguna vez los chicos a sus padres por ser humanos?
Doctor Montgomery: Señora MacNeill, no lo sé. Sinceramente, no lo sé.
(EL CARRITO CON LAS BEBIDAS LLEGA A LOS ASIENTOS 28-C Y 28-D EN EL MISMO INSTANTE EN QUE EL BOEING 757 EFECTÚA EL SUTIL CAMBIO DE ALTITUD QUE SEÑALA EL COMIENZO DE SU DESCENSO A LA NEVADA IRLANDA DEL NORTE.)
Había formulado su deseo sobre una estrella, la estrella en torno a las órbitas de su hijo, una estrella errante, veloz, baja y muy brillante, hundiéndose tras las montañas Divis. Cuando formulas un deseo sobre una estrella no importa quién seas; todo lo que tu corazón desea se cumplirá, un grillo se lo había cantado en una ocasión en una lluviosa tarde de sábado en los
años sesenta, en alguna parte, pero si esa estrella es un satélite o un helicóptero del Ejército, ¿invalida eso el deseo, dobla sobre sí mismo ese deseo del corazón y lo deja contemplando su propio reflejo en la ventana llena de noche? La noche, fuera, llena de sombras, el reflejo de sus mejillas y, en el desesperado calor de la habitación del hospital, llena con el olor de la enfermedad, se aferra a sí misma y sabe que ella es el reflejo y ello el objeto. Cada noche, el hueco se llena de nuevo con sombras del oscuro paisaje exterior donde los sarracenos militares rugen en la noche y los Fords a toda la potencia de sus motores cruzan la madrugada en torno a los cuidados senderos de gravilla del cementerio de la ciudad o apuestan sus vidas atravesando los puntos de control de los cautelosos reservistas de la policía, vigilando desde la parte de atrás de los Land Rover gris acero con los rifles cargados.
Te acercas a ellos en punto muerto, le había dicho él en una ocasión, nosotros lo hacemos a veces. Te acercas a los Land Rover en punto muerto y avanzas durante un par de centenares de metros. Luego pones la segunda y sales pitando, y el petardeo del tubo de escape a tus espaldas suena como pistoletazos. Haces que telefoneen a la Central: oídos disparos, calle Tennant, a la 1:15 de la madrugada. Algunos hacen que suene como la última carga de Custer, le había dicho. En aquella ocasión la había hecho reír. La última carga en el País de las Sombras.
En alguna parte en la habitación está el alma de un chico de doce años, en alguna parte entre los montones de chatarra que el doctor Montgomery ha sugerido que podían desencadenar alguna respuesta en él. Algunas veces cree verla, el alma escondida, como un trasgo, o como uno de los duendecillos traviesos que su madre la había convencido de que vivían detrás del aparador en la cocina de la granja; un trasgo, saliendo de debajo de su casco de fútbol americano para esconderse detrás de su póster de U2, oculto como un último acorde de las cuerdas de su guitarra o girando interminablemente en las entrañas de su ordenador, como el fantasma de un programa abandonado. Aquí están sus álbumes favoritos del conjunto U2, y las cassettes grabadas especialmente para él por John Cleese para intentar suscitar una sonrisa en su rostro; aquí está la fotografía de Horace, medio collie, medio barzoi, mirándola con sus ojos glaucos; aquí está la fotografía de Tom Senior.
Tom Senior, que lo sabía todo acerca de petardear a los Land Rover de la policía, y la habitación en la comisaría con los altavoces a toda potencia, allí al lado, donde metían a los skin-heads, y las doce rutas distintas que elaboraban cada día. Tom, que había sido siempre papá para él. No, el alma de un chico de doce años, sea cual sea su color, sea cual sea su forma, no es algo que pueda ser capturado por una maquinaria asistida por ordenador o atraída hasta el suelo y atrapada como un pájaro en una red por una heterogeneidad de reliquias emocionales, no cuando está ahí fuera en la noche trazando círculos en torno a Andrómeda.
Tantas como estrellas en el cielo o copos de nieve en una tormenta o granos de arena en una playa, así es la flota zigón, oleada tras oleada de cazas y destructores y naves de reconocimiento y destructores y naves de guerra y acorazados y estaciones móviles, y allí en el corazón de todo, como la oscura semilla en el centro de una bola de anís: la nave insignia zigón. El enemigo es tan numeroso que hace que contengas el aliento, y hay un latir de miedo en tu corazón, pero la trono-nave imperial «Excalibur» es sólo una nave y el mayor Tom es sólo un hombre. El mayor Tom apunta directamente el morro de su caza hacia la parte más densa del enjambre y conduce a la Fuerza Naranja al ataque.
¿No tiene miedo en absoluto?, te preguntas a ti mismo, sudando bajo tu casco mientras la repentina aceleración te empuja profundamente contra tu asiento acolchado, se clava en tus costillas y empaña momentáneamente tus ojos.
—¿De dónde han salido tantos? —susurras, para darle a tu miedo un nombre que puedas retener. El mayor Tom te oye, porque la intimidad no es algo que un equipo de combate con una reputación a nivel galáctico pueda permitirse, y responde:
—Supervivientes de la destrucción por el Imperio de su mundo capital, Carcinoma. Debimos eliminar a la Inteligencia Primordial zigón antes de destruir Carcinoma, y ahora aquí están, reagrupándose para otro ataque asesino contra los pacíficos planetas del Imperio. Y tenemos que detenerles antes de que destruyan todo el universo. Una flota de guerra podría estar luchando durante un centenar de años sin conseguir acercarse a la nave insignia de la Inteligencia Primordial, pero una fuerza pequeña de cazas biplazas puede, sólo puede, deslizarse por entre sus defensas y atacar la nave insignia con torpedos pulsar. —Y, a través de los canales de comunicación que has abierto para él, dice:
—Líder Naranja a Naranja Uno a Cinco, aceleración a velocidad de combate. A por ellos, muchachos. El destino del Imperio está hoy en nuestras manos.
Cómo te gustaría poder pronunciar frases como ésa, palabras que inspiran a los hombres y los envían a la batalla, palabras que agitan la bandera estrellada del Imperio Galáctico, palabras que hacen que tu pelo hormiguee bajo el casco y lágrimas de orgullo broten de las comisuras de los ojos de los más endurecidos marines. Piensas que no tiene que ser tan terrible morir con palabras como ésas resonando en tus oídos.
Tu ordenador balístico ha localizado el enjambre de acorazados y cazas zigón que protegen la nave insignia de la Inteligencia Primordial. Los primeros rayos fotónicos de los atomizadores de largo alcance de las naves de guerra sacuden tu X15 cuando los cazas enemigos se sitúan en formación para interceptaros. Puntos opacos aparecen en tu visor para proteger tu vista de la cegadora luz de los rayos fotónicos.
—Líder Naranja a Fuerza Naranja —dice el mayor Tom—. Allá voy.
—Ordenador táctico preparado —dices.
—Olvídalo, hijo: el mayor Tom dirige sus propios tiros. —Tus pulgares hormiguean sobre imaginarios disparadores mientras el mayor Tom fija un caza zigón en su punto de mira y le da de lleno con su desintegrador láser. La negra nave alienígena estalla en una hermosa flor de blancas llamas. El mayor Tom tiene ya otra en su punto de mira. Pasando por encima de la bola de fuego nuclear, hace dar un brusco giro al X15 y derriba otra nave enemiga. Y otra, y otra, y otra…
En tu display táctico, un cuadrado de rejilla verde empieza a parpadear rojo.
—¡Gran Tom, uno a tu cola!
—Ya lo he visto. Líder Naranja a Naranja Dos: Gran Ian, tengo a un tipo en mi cola. Voy a por la grande, la nave insignia. —Lanza tu caza a una rápida serie de maniobras evasivas. Un repentino resplandor de fusión arroja tu sombra ante ti sobre el equipo astrogador cuando la nave perseguidora zigón estalla en un billón de fragmentos en expansión. Naranja Dos se sitúa en paralelo a tu rumbo. El osado piloto estelar intercambia señales de saludo, y Naranja Dos se aleja sin esfuerzo en un billón de años luz cúbicos de espacio. Allá al frente, la nave insignia zigón está arrojando cazas como semillas demoníacas, y ahora sus enormes torretas láser están girando hacia ti. Los estallidos fotónicos llenan el aire como vilanos en un día de verano.
—¡Sujétate a tu asiento, muchacho; eso requiere unas cuantas maniobras bruscas! —grita el mayor Tom en los auriculares de tu casco, y gira bruscamente, vuelve a girar, traza círculos, bucles, da saltos, lleva el X15 hasta más allá de los entrecruzantes cazas zigón y el fuego láser de la nave insignia. La inmensa masa metálica de la nave enemiga parece hincharse ahora ante ti, tan cerca que puedes ver a los servidores en sus baterías con sus trajes espaciales—. Arma sistemas de disparo de los torpedos pulsar.
Accionas un interruptor, aprietas un botón; las luces verdes se reflejan en tu visor.
—Torpedos pulsar armados.
El infinitesimal astrocaza X15 blanco avanza a toda velocidad hacia un enloquecedor paisaje metálico que parece estallar con fuego láser. Ante ti se abren las compuertas de los hangares, enormes como cadenas montañosas, vulnerables como baterías de huevos. Tu boca está seca, tus manos empapadas, tus ojos tan resecos como dos guijarros redondos. Luces rojas...
—Escuadrón detrás de nosotros, acercándose rápido.
El paisaje metálico parece desenfocarse ante tus ojos; aquella nave alienígena es tan enorme...
—Maldita sea. Líder Naranja a Fuerza Naranja, ¿qué ha ocurrido con la protección? Mark, tres tipos en mi cola; ocúpate de ellos. Yo voy a por los conductos de los motores… Cinco… —las montañas de hierro se abren como fauces—, cuatro… —en tu pantalla de cola tres diabólicas naves zigón negras intentan alcanzarte—, tres… —de pronto te inclinas sobre un repentino valle en la monstruosa geografía de la sección de motores de la nave insignia—, dos… —delante se abre el infierno blanco del resplandor de los astromotores—, uno… ¡Fuego!
El Líder Naranja asciende bruscamente, alejándose de los motores enemigos. Las naves perseguidoras vienen tras de ti, sin ver el pequeño estallido de luz que se desprende de tu caza a la cuenta de cero y penetra en los tubos de los motores hasta las entrañas, a kilómetros de distancia, de la nave insignia enemiga. El mayor Tom ha trazado una curva de veinte mil kilómetros por encima de la condenada astronave y declara:
—¡Detonación!
Al principio no ocurre nada, como si la voz del mayor Tom necesitara su tiempo para viajar a través del espacio y el torpedo para oírla, pero luego, como a su orden expresa, la nave insignia zigón se expande silenciosamente en un arco iris de resplandecientes partículas. Las secuelas del estallido pintan el casco del caza de rosa, un hermoso color rosa de cuarto de baño. El resplandor tarda mucho tiempo en desvanecerse, un ocaso producido por la mano del hombre.
—¡Hurra! —gritas—. ¡Hurra! ¡Le dimos!
—Claro que le dimos —dice el mavor Tom—. Claro que le dimos, hijo.
—¿Y ahora qué? —preguntas—. ¿Nos encargamos de esas naves que nos persiguen y volvemos a la «Excalibur»?
—Todavía no —dice el mayor Tom, y hay una extraña nota en su voz que te recuerda algo que has olvidado a propósito—. Seguiremos adelante, prosiguiendo el ataque por nuestra cuenta, porque hay un planeta ahí delante, más allá de la línea de naves zigón, un planeta oculto por un millón de años de distancia del conocimiento galáctico, y nosotros, nosotros solos, debemos ir hasta allá para destruir el poder zigón para siempre.
NOTA DE PRENSA
22 DE DICIEMBRE DE 1986 (EXTRACTOS)
…el concepto de la «Caja Mental», el bagaje de creencias y valores que determina las reacciones individuales a los acontecimientos de su vida. Las investigaciones sobre la depresión han demostrado las relaciones entre los síntomas psicosomáticos y el estado de la «Caja Mental» individual. El doctor Montgomery trazó la hipótesis, en su tesis doctoral, de que este concepto de Caja Mental puede explicar muchos de los casos médicos más severos que nunca han sido diagnosticados como psicosomáticos pero que de otro modo no poseen razones médicas para su falta de respuesta al tratamiento convencional.
…desarrollado el «sueño profundo» sobre el trabajo de Luzerski y Baum sobre los sueños lúcidos, sueños en los cuales el que sueña ejerce un control consciente sobre el contenido de su sueño. Es una muy refinada versión de las técnicas del sueño de Luzerski y Baum en la que el individuo entra en un estado de sueño interactivo a través de un proceso inducido hipnótica y químicamente y efectúa las reparaciones necesarias en su Caja Mental dañada, aliviando así las presiones psicológicas que han conducido al deterioro de su condición médica. Puede decirse que sueña literalmente en sí mismo en un estado de autocuración. El doctor Blair ha relacionado este efecto con las teorías ganadoras de un premio Nobel de Stoppard/Lowe sobre las zonas isoinformativas de orden molecular generadas por las moléculas de proteína individuales que estabilizan el material genético contra la interferencia y las mutaciones de los campos electromagnético y gravitatorio. Razona la analogía del sueño profundo, «devolviendo» los
campos isoinformativos del cuerpo a un estado de metástasis biológica y psicológica, o «armonía», lo cual hace al paciente —al menos a nivel celular— sensible al tratamiento convencional.
Thomas Semple, Jr., es el caso piloto del proceso. El paciente, un muchacho de doce años, contrajo leucemia poco después de la muerte de su padre, un sargento de la policía. Fue ingresado en el hospital, pero no respondió a la quimioterapia convencional.
…los doctores Montgomery y Blair han creado un escenario de sueño profundo para el joven Thomas análogo a los juegos de ordenador a los que es tan aficionado. En su sueño-simulación representa el papel de héroe de un juego electrónico de guerra espacial que rechaza a los invasores que son las células cancerosas de su interior. Pasa quince horas al día en esa suspensión de sueño profundo, durante las cuales es administrada la quimioterapia normal. El estado de su sueño es monitorizado constantemente por la más moderna tecnología electrónica, la cual mantiene a la vez su ilusión de sueño profundo mediante la estimulación directa (en privación sensorial) de las neuronas, tanto química como eléctricamente…
…Durante sus períodos despierto habla constantemente acerca de lo excitante que es el sueño de la guerra espacial, y los doctores Montgomery y Blair confían en que este primer caso de utilización de su proceso de ortocuración sea un completo éxito.
(LOS ASIENTOS DELANTEROS DE UN VAUXHALL CAVALIER MATRÍCULA GXI 1293, EN ALGÚN LUGAR EN LA AUTOPISTA ENTRE EL AEROPUERTO DE BELFAST Y EL ROYAL VICTORIA HOSPITAL. PAISAJE: UN PANORAMA DE CAMPOS CUBIERTOS DE NIEVE PASANDO RÁPIDAMENTE A AMBOS LADOS, Y CARTELES DE LAS SALIDAS DE LA AUTOPISTA. DOS PERSONAJES.)
Doctor Montgomery: ¿Cómo fue la conferencia de prensa, pues?
MacKenzie: Mejor no pregunte.
Doctor Montgomery: ¿Tan malo fue? Oh, vamos, las cosas no pueden haber ido mal, el chico permanece estable, no hay ninguna causa para el pánico de los media, ¿no? Nunca la hubo.
MacKenzie: Si realmente quiere saberlo, están intentando obtener un ángulo informativo de interés a través de la madre…, ya sabe, la esposa de un policía enviudada trágicamente, su hijo golpeado por usted ya sabe qué, no se puede mencionar la palabra cáncer en los titulares, afecta la tirada; bien, ahora, para agravar sus sufrimientos, este experimento médico que aun no ha sido probado en ninguna otra parte cae sobre ella como un golpe más del destino. Eso fue lo que intentaron que yo dijera en la conferencia de prensa. Nunca más. La próxima vez la dará usted.
Doctor Montgomery: Bastardos. Supongo que usted… no dijo nada.
MacKenzie: Ni una palabra.
Doctor Montgomery: Buena chica. ¿Qué periódicos?
MacKenzie: Como he dicho, los sensacionalistas: Mirror, Sun, Star, Mail, Express.
Doctor Montgomery: Bastardos.
MacKenzie: La señora Semple está manteniéndolos a raya por el momento, pero es sólo cuestión de tiempo antes de que alguno consiga atravesar la barrera de enfermeras y agite un cheque bajo su nariz.
Doctor Montgomery: Maldita sea. ¿Por qué todo este repentino interés?
MacKenzie: No lo sé. Algún periódico local debe haber levantado la liebre, y ahora los cruzados están aguardando para acorralarle cuando vuelva usted ahí, Saladino. Me dieron unos momentos difíciles.
Doctor Montgomery: Y arrastrar el nombre del hospital por el fango. Supongo que usted no…
MacKenzie: ¿Dejarles saber que yo estaba a cargo del software de simulación y los sistemas de ordenadores? ¿Piensa que soy estúpida? Ni un soplo.
Doctor Montgomery: Gracias a Dios. (Mira la nieve y guarda silenció durante unos instantes.) Roz, dígame: ¿cree que los chicos les perdonan alguna vez a sus padres el que se mueran?
MacKenzie: Me gustaría saberlo. Los míos están asquerosamente sanos. En mejor forma que yo.
Doctor Montgomery: Entonces dígame qué piensa de esto. Revisaré algunos hechos acerca del caso y usted dígame qué piensa. Uno: la leucemia de Thomas Semple Junior esta curada, pero él sigue todavía en el coma ortocurativo que lo curó. Suponemos que sigue en sueño profundo porque no ha habido cambios en sus signos vitales entre las dos situaciones.
MacKenzie: Una suposición bastante correcta. Dos.
Doctor Montgomery: Dos: en tal estado de sueño lúcido, puede ser cualquier cosa que desee ser, en cualquier momento, en cualquier lugar, subjetivamente hablando…, existe en su propio universo privado, donde todo es exactamente como desea que sea.
MacKenzie: Dentro de los parámetros del programa.
Doctor Montgomery: Bueno, ése es su campo de competencia, no el mío. Tres: su padre, un sargento de la Real Policía del Ulster, fue muerto ante sus ojos por una bomba colocada bajo su coche.
MacKenzie: Usted mismo dedujo que ésa había sido la base neuropsicológica de la leucemia.
Doctor Montgomery: Y su falta de respuesta a la terapia convencional, sí. Infiernos, a los doce años no deben sentirse deseos de morir, ¿verdad?
MacKenzie: Fue usted quien pensó que se trataba de un comportamiento de castigo desplazado.
Doctor Montgomery: Cualquier otro martes pensaré que la luna está hecha de queso y que al fin y al cabo vale la pena vivir la vida. Escuche esto: creo que le hemos dado a Thomas Semple Junior el entorno perfecto para recrear a su padre. Ahora no tiene que morir para unirse a él: lo tiene todo el tiempo, todo él, completo, en ese mundo de ensueño suyo. El chico no puede enfrentarse a un mundo donde su padre fue hecho pedazos por una bomba terrorista, no puede enfrentarse a la realidad de la muerte de su padre, y ahora no tiene que hacerlo puesto que puede estar con su padre, su perfecto e idealizado padre, para siempre, en el estado de sueño profundo.
MacKenzie: Es espantoso.
Doctor Montgomery: Lo es, realmente. ¿Qué piensa usted de ello?
MacKenzie: ¿Pensó en todo eso en el avión de venida?
Doctor Montgomery: Tuve una conversación con la mujer del asiento de al lado; hablando de extraños compañeros de cama, los ordenadores de las aerolíneas se llevan la palma… Tenía cáncer, uno de esos casos que dan seis meses de vida, y era una charlatana; ya sabe como son algunas, les hace sentirse mejor si pueden hablar un poco de ello; bien, sea como sea, en medio de su conversación mencionó que lo que más temía era que sus hijos nunca le perdonaran el morirse y dejarlos solos en el mundo. Paranoico quizá, pero me hizo pensar.
MacKenzie: Encaja. Encaja perfectamente.
Doctor Montgomery: ¿Usted también lo cree? Apostaría a que si revisamos los registros impresos de los monitores del sueño encontraremos a Thomas Semple Senior en ellos, completamente vivo y dos veces más apuesto, porque su hijo huérfano está castigándole una y otra y otra vez.
MacKenzie: ¿Y qué entonces? ¿Va a exorcizar ese fantasma?
Doctor Montgomery: Sí, lo haré.
(LAS SEÑALES INDICANDO: M1, CENTRO CIUDAD, M5, CARRICKFERGUS, NEWTOWNABBEY, BANGOR, LISBURN, APARECEN SOBRE EL COCHE. MACKENZIE DESVÍA EL VAUXHALL CAVALIER HACIA EL CARRIL SEÑALADO CENTRO CIUDAD.)
Desea que se vayan. Odia sus ruidosos pies, su ajetreado rumor, sus conversaciones murmuradas sobre el ruido de sierra de la impresora del ordenador, su terriblemente educado «Señora Semple, discúlpeme pero…» y «Señora Semple, ¿sabe usted si…?» y «Señora Semple, ¿puede decirnos si…?» ¿Qué están haciendo que es tan importante que les obliga a ir de un lado para otro con sus ruidosos zapatos y recordarle el mundo que hay más allá de las puertas basculantes? No le gusta que estén tan cerca, aunque el hombre es el doctor que inventó el proceso y la mujer es la que desarrolló los ordenadores a los que está conectado su hijo por el cráneo y los ojos y los oídos y la garganta. Le preocupa ver sus manos cerca de las máquinas, teme que puedan apretar botones y accionar interruptores y ella nunca saber por qué lo han hecho. Odia no comprender, y hay tanto allí que no comprende...
Ahora están hablando, excitados acerca de algo en una de las pantallas del ordenador. Puede ver qué es lo que les ha excitado, aunque no puede comprender por qué. ¿Quién es este «mayor Tom»? La vacía coincidencia de nombres no la engaña. Mayor Tom, mayor Tom…, recuerda una canción que oyó una vez acerca del mayor Tom, el hombre del espacio que nunca bajaba a la Tierra. ¿No era ése, el mayor Tom, el hombre del espacio, siempre orbitando alrededor y alrededor y alrededor del mundo en su destructor? Nunca había conocido al mayor Tom. Pero había conocido al sargento Tom, el sargento Tom alto y apuesto en su uniforme verde botella, el sargento Tom fotografiado con su bañador en una playa de España, moreno y sonriente, con aquel pequeño bigote a lo Tom Selleck, el sargento Tom sentado a la mesa del desayuno en mangas de camisa, pistolera al hombro y botas de policía, aguardando la llamada telefónica que le diría la ruta segura para hoy, el sargento Tom poniéndose la chaqueta, dándole un beso en los labios y diciéndole al Pequeño Tom que tuviera un buen día en la escuela y que cuidara sus sumas mentales. El sargento Tom subiendo al Ford Sierra, el sargento Tom dando la vuelta a la llave de contacto…
—Señora Semple, señora Semple.
Rostros inclinados ante ella, cambiando de tamaño y de distancia cuando sus ojos se enfocan.
—¿Sí, doctor Montgomery?
—Desearíamos su permiso para intentar algo que creemos hará que su hijo salga de su coma.
—¿Qué es lo que quieren hacer? —La debilidad de su propia voz la sorprende.
—Adaptar ligeramente los parámetros del programa. La señora MacKenzie desea introducir nuevo material en la simulación del sueño…
—Ya han probado eso antes. Incluso probaron desconectar completamente las máquinas.
—Lo sé, señora Semple. No dio resultado. —El joven doctor (¿cómo puede alguien tan joven como él tener experiencia en moldear las vidas de la gente?) completa el pensamiento por ella. Es listo pero ingenuo. Le envidia eso—. Thomas se limitó a mantener el coma-sueño ejercitando su propia imaginación. No, lo que deseamos hacer es introducir algo tan inaceptable en el sueño que su única escapatoria sea salir del coma del sueño profundo.
—¿Y qué es ese algo?
—Preferiría no decirlo por el momento, señora Semple, en caso de que no dé resultado.
—¿Y si no da resultado?
—Entonces usted y él no estarán peor de lo que están ahora.
—¿Y si da resultado?
—¿Tengo que responder realmente a esa pregunta, señora Semple?
—Por supuesto que no. De acuerdo. Tienen mi permiso, y mi bendición.
—Gracias, señora Semple. Adelante, Roz.
¡Qué dedos más largos tiene la muchacha! No puede ver por encima de esos largos y estilizados dedos mientras teclea algo en el teclado del ordenador. Parecen más tentáculos que
dedos. Su atención se ve dividida entre esos danzantes dedos y las blancas palabras que flotan en la pantalla verde:
PROGRAMA «LUKE SKYWALKER».
MODO INTERRUPTIVO
CHANGE: IRRAY 70432 GOTO 70863
READ: MATA MAYOR TOM
MATA MAYOR TOM
En la cúspide de la entrada, cuando el X15 ha saltado y se ha sacudido como un mal sueño del que no consigues despertar y cada salto y cada sacudida te ha estremecido de pies a cabeza y ha hecho que tus dientes bailaran sueltos en tu cabeza, los escudos deflectores han brillado con un azul violento y la ionización de la estela dejada por el caza ha resplandecido tras de ti como el paso de una estrella fugaz en una noche de otoño. Ha habido un momento (sólo un momento) en el que ha vencido el miedo, en el que tu confianza en la habilidad del mayor Tom no ha sido tan firme como siempre y has visto tu nave abrirse como un huevo al que le dan una patada y has gritado y aullado ardiendo a lo largo de quinientos kilómetros de espacio. El aullido ha crecido en tu pecho y ha golpeado contra la barrera de tus dientes y tu cerebro ha resonado resonado resonado contra el domo de tu casco. Luego te has recuperado y el aire estaba tranquilo dentro de la cabina y los deflectores resplandecían con el apagado rojo cereza habitual y tu fiel caza seguía atravesando los kilómetros de airespacio hacia la alfombra de nubes amontonadas como lana.
Ahora hay miedo de nuevo, no el miedo de la desintegración en la ionosfera, porque eso significa sólo la muerte y morir es abandonar el yo y unirse a los demás, sino el miedo de lo que te aguarda bajo la sábana de nubes, porque eso es más terrible que la muerte, porque niega todo lo demás y te deja solo contigo mismo.
—¡Gran Tom, tenemos que retroceder! ¡La «Excalibur» ha estado llamando y llamando, el capitán Zarkon, incluso el propio emperador Geoffrey, nos han ordenado que volvamos! ¡Es demasiado peligroso, te prohiben ir más lejos solo!
El mayor Tom no dice nada pero hace descender más y más tu astrocaza X15. Las nubes se desgarran como papel tisú en la punta de tus alas, la niebla torbellinea y se hace más tenue en algunos lugares; luego has salido de la base de la capa de nubes y debajo tienes la superficie. Los motores Montgomery/Blair resuenan cuando el mayor Tom inicia el frenado; está preparándose para aterrizar y tu estómago, ahora firmemente aferrado por seis trillones de toneladas de gravedad, se agita convulso, un mareante movimiento que te abruma cuando hace inclinar el X15 sobre su ala izquierda hacia una orilla.
El suelo está ahí delante al otro lado de la carlinga, un planeta prohibido extendiéndose ante tus ojos al lado del mar: bungalows neogeorgianos de ladrillo rojo en medio de ciento cincuenta metros cuadrados de jardines encadenados en blanco, remolques en el camino, botes y lanchas y segundos coches aparcados fuera, macizos de rojas flores, niños deteniéndose, señalando, abriendo la boca.
—Inicia secuencia de aterrizaje.
Tú no quieres hacerlo. No puedes bajar allí. Bajar allí significa morir y peor aún. A un trillón de kilómetros de distancia, la «Excalibur», el Trono Imperial, cuelga inmóvil al borde del hiperespacio, pero su abrumadora masa es tan insustancial como una nube comparada con la dolorosa verdad de este lugar, tan nítido que incluso puedes leer el nombre de la calle: Clifden Road. De pronto ya no eres el Pequeño mayor Tom, la mitad del más grande equipo de combate que la galaxia haya conocido nunca. De pronto eres un chico pequeño que tiene doce años y está más asustado de lo que nunca antes había estado.
—Inicia secuencia de aterrizaje —ordena el mayor Tom.
—¡No!— gimes, deseando más allá de toda esperanza oír las palabras que volverán a poner las cosas en su sitio, las palabras que pueden hacer que los hombres mueran felices en el vacío del espacio—. ¡Quiero volver! ¡Llévame de vuelta!
—Inicia secuencia de aterrizaje —dice de nuevo el mayor Tom, y en su voz sólo hay determinación y mando.
—Secuencia de aterrizaje iniciada —sollozas, tocando con dedos pesados los fríos paneles de control. El tren de aterrizaje surge de sus alojamientos y se encaja con un ruido sordo. El sonido del motor asciende hasta un aullido. El mayor Tom hace descender más y más el astrocaza X15 sobre los techos, como Santa Claus en su trineo, y termina deteniéndolo en el aire sobre la plazoleta al final de la calle, allá donde giran los coches. Los cafés matutinos de las amas de casa se enfrían mientras éstas permanecen junto a sus ventanas, con sus bebés en brazos, para contemplar el espectáculo del aterrizaje del astrocaza. Azotado por pequeños tornados, el polvo se remolinea en la calle bajo el aparato. Hay un blando contacto, tan suave como el dedo de una madre sobre la mejilla agitada por una pesadilla: has aterrizado.
—Energía fuera —dice el mayor Tom, pero antes de que el ruido de los motores haya muerto con un suspiro ya ha abierto la carlinga, soltado los cinturones de seguridad, y está corriendo calle abajo, a una casa que tiene el número 32 junto a la entrada y en cuyo peldaño inferior está tendido un encantador perro blanco y marrón. Tras la ventana de aquella casa también hay una mujer, con una taza de café en una mano y la cabeza de un chico de unos doce años bajo la otra.
Entonces el mundo se dobla sobre sí mismo como uno de esos papeles con adivinanzas que acostumbrabas a hacer en la escuela. El ajustado y brillante uniforme del mayor Tom se rasga y se hace jirones mientras corre y el viento azota y arrastra esos jirones revelando un nuevo uniforme debajo, verde oscuro con botones plateados. Un astrocaza X15 se eleva en el aire por encima de Clifden Road sobre una columna de luz, con la carlinga abierta, y desaparece para siempre en el cielo. Tu uniforme ha desaparecido, y la suave presión sobre tu cabeza no es la presión de un casco sino la de una mano pequeña y esbelta, y te das cuenta de que tú eres el chico en la ventana mientras el X15 se empequeñece, se convierte en un diminuto punto y desaparece en un parpadeo. Estás sujeto, estás atrapado bajo la suave mano, naufragado en el Planeta de las Pesadillas.
Ahora el mayor Tom está junto al coche y saluda con la mano y todo lo que tú puedes hacer es devolverle el saludo porque las palabras que deseas gritar, las advertencias que quieres aullar, resuenan una y otra y otra vez en tu cabeza como guijarros en las olas y no consiguen salir. Ahora ha abierto la puerta. Ahora está en el coche. Cierra la puerta, se coloca el cinturón, acciona el contacto…
Esta vez reconoces el estallido por lo que es. Esta vez estás preparado y puedes apreciar este momento vital en su terrible repetición.
La bola de luz llena el interior del Ford Sierra. Un instante más tarde, aún iluminado por la mortífera luz, el techo se hincha como un globo y la puerta se comba sobre sus bisagras. Otro instante y las ventanillas revientan en azúcar blanco y luego la ventana de la casa ante tus ojos se hace añicos, un soplo de ardiente viento te arroja al otro lado de la habitación en medio de un confuso agitar de vidrios y te aplasta contra el sofá. La piel del coche se desgarra y los trozos vuelan en todas direcciones. La capota sigue a través de la ventana y se une contigo en el sofá. El techo ha sido arrancado de cuajo y vuela hacia el cielo, para unirse con Dios. El coche ruge en llamas, y dentro del coche, dentro de las llamas, un muñeco ennegrecido se agita y baila por unos interminables momentos antes de desmoronarse en chisporroteantes cenizas negras.
Una lluvia roja ha salpicado el papel de la pared. No hay una ventana intacta en Clifden Road. Tu madre está tendida en una postura absurda contra la pared, con la bata enrollada en torno a su pecho. Allá en el camino la pira ruge y derrama gasolina ardiendo sobre el asfalto. El humo asciende en volutas hacia el cielo, un humo negro y aceitoso, y allá en el lugar hacia el que
se dirigen tus ojos, el lugar donde ya no puede verse el humo, hay un punto blanco brillante, como un pájaro: un astrocaza Imperial X15 que desciende del espacio, y tú sabes que ahora todo va a empezar de nuevo, el aterrizaje, la carrera del mayor Tom, las extrañas transformaciones, el hombre con el uniforme verde dirigiéndose a su coche, la explosión, el arder, el astrocaza regresando para el aterrizaje, los cambios, el estallido, el arder, aterrizaje estallido arder, estallido arder estallido arder estallido arder una y otra y otra y otra vez.
—¡Mayor Tom! —gritas—. ¡Mayor Tom, no me abandones! ¡Papá! ¡Papá!
Cuando las alarmas han sonado, cuando las luces destellantes han arrojado las sombras de su débil parpadeo rojo al suelo, se ha dicho a sí misma: Está muerto, lo han perdido y, aunque el mundo ha terminado para ella, ha descubierto que no podía sentir ningún odio en su corazón hacia aquellos que han matado a su hijo. Han actuado de buena fe. Ella lo ha consentido. Toda la responsabilidad ha sido suya. Podrá perdonarles a ellos, pero nunca a sí misma. Dios podrá perdonar a Catherine Semple, pero ella nunca. Se ha ido, ha pensado, y se ha levantado de su silla para marcharse. Tazas de café vacías y revistas femeninas cubren la mesa. Se deslizará silenciosa mientras las alarmas aún siguen sonando y las luces destellan. Los pasos apresurados de las enfermeras resuenan por el pasillo, pero en la puerta la repentina y aterradora quietud la ha detenido como hielo en su corazón. Y luego, después de la tormenta, le llega la débil voz, pequeña, frágil y doliente.
—¡Mayor Tom! ¡Mayor Tom, no me abandones! ¡Papá! ¡Papá!
—No lo haré —ha susurrado. No te abandonaré. —Y todo se ha detenido entonces. Es como si la ciudad entera hubiera callado para oír los gritos de la nueva natividad, y luego, con un estremecimiento, el mundo ha vuelto a ponerse en marcha. Las líneas han danzado y se han perseguido en los osciloscopios, las vejigas de caucho han iniciado de nuevo su artificial respiración, las válvulas han siseado y el bip electrónico de los latidos del corazón han vuelto a contar el tiempo. Pero incluso ella ha captado la diferencia. Las luces rojas que han permanecido rojas durante tanto tiempo que ya no puede recordar que hayan sido nunca de otro color brillan ahora desafiantemente verdes, y aunque no puede leer los indicadores sabe que aquellos son los signos normales de un chico de doce años que se despierta suavemente de un turbado pero saludable sueño. Puede sentir el calor de encima de la cama sobre su piel y oler el aroma que no es el hedor de la enfermedad sino el olor de la enfermedad purgada, de la dolencia curada.
Recuerda todo esto, recuerda las enfermeras, recuerda los apretones de manos y los abrazos y las exclamaciones, recuerda los labios del doctor Montgomery moviéndose pero las palabras se le escapan, porque el tiempo está embrollado y las enfermeras, los periodistas, los doctores, los fotógrafos, todos se apilan unos junto a otros sin ningún orden significativo, como una caja de antiguas fotografías halladas en un desván. Recuerda destellos de flashes y periodistas, cámaras de vídeo arrastrando cables e ingenieros de sonido, locutores de televisión; recuerda sus preguntas, pero ninguna de sus respuestas.
Ahora está sentada a la cabecera de la cama. Hay una taza de café frío en el brazo de su sillón, que la amable enfermera del condado de Monaghan le ha traído. El doctor Montgomery y la mujer, MacKenzie, aquella con el brillo de los ordenadores tras sus ojos, responden a las preguntas. No pretende comprender lo que han hecho, pero sabe lo que puede haber sido. Ignorada por un tiempo, puede permanecer sentada y observar a su hijo y ser observada por él. Sin ser vistos por ninguna cámara, los ojos se encuentran y sonríen. Ha habido dolor, habrá dolor de nuevo, pero ahora, aquí, hay felicidad.
Fuera parece que ha parado de nevar, pero por el aspecto del cielo, cada vez más oscuro, sabe que no va a durar mucho. Las luces de un helicóptero Lynx del Ejército pasan altas sobre la parte oeste de Belfast, y frunce los ojos, medio cerrándolos, para hacerse creer a sí misma que no se trata de las luces de un helicóptero, sino la estela del cohete del mayor Tom, volviendo a casa desde Andrómeda.