ANÓNIMO
LAS MIL Y UNA NOCHES
ÍNDICE DE VARIAS HISTORIAS
HISTORIA DE ZOBEIDA, LA MAYOR DE IAS JÓVENES
HISTORIA DE AMINA, LA SEGUNDA JOVEN
HISTORIA DEL JOROBADO, CON EL SASTRE, EL CORREDOR
NAZARENO, EL INTENDENTE Y EL MEDICO JUDÍO;
LO QUE DE ELLO RESULTE, Y SUS AVENTURAS
SUCESIVAMENTE REFERIDAS
RELATO DEL CORREDOR NAZARENO
RELATO DEL INTENDENTE DEL REY DE LA CHINA
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que la mayor de las jóvenes se puso entre las manos del Emir de
los Creyentes y contó su historia del siguiente modo:
HISTORIA DE ZOBEIDA, LA MAYOR DE IAS JÓVENES
¡Oh Príncipe de los Creyentes! Sabe que me llamo Zobeida; un hermana, la que abrió la puerta, se llama
Amina, y la más joven de todas, Fahima. Las tres somos hijas del mismo padre, pero no de la misma madre.
Estas dos perras son otras hermanas mías, de padre y madre.
Al morir nuestro padre nos dejó cinco mil dinares, que se repartieron por igual entre nosotras. Entonces
mis hermanas Amina y Fahima se separaran de mí para irse con su madre, y yo y las otras dos hermanas,
estas dos perras que aquí ves, nos quedamos juntas. Soy la más joven de las tres, pero mayor que Amina y
Fahima, que están entre tus manos.
Al poco tiempo de morir nuestro padre, mis dos hermanas mayores se casaron y estuvieron algún tiempo
conmigo en la misma casa. Pero sus maridos no tardaron en prepararse a un viaje comercial; cogieron los
mil dinares de sus mujeres para comprar mercaderías, y se marcharon todos juntos, dejándome completamente
sola.
Estuvieron ausentes cuatro años; durante las cuales se arruinaron mis cuñados, y después de perder sus
mercancías, desaparecieron, abandonando en país extranjero a sus mujeres.
Y mis hermanas pasaron toda clase de miserias y acabaron por llegar a mi casa como unas mendigas. Al
ver aquellas dos mendigas, no pude pensar que fuesen mis hermanas, y me alejé de ellas; pero entonces me
hablaron, y reconociéndolas, les dije: ,”¿Qué os ha ocurrido? ¿Cómo os veo en tal estado?” Y respondieron:
“¡Oh hermana! Las palabras ya nada remediarian, pues el cálamo corrió por lo que había mandado Alah.”
Oyéndolas se conmovió de lástima mi corazón, y las llevé al hammam, poniendo a cada una un traje nuevo,
y les dije: “Hermanas mías, sois mayores que yo, y creo justo que ocupéis el lugar de mis padres. Y como
la herencia que me tocó; igual que a vosotras, ha sido bendecida por Alah y se ha acrecentado considerablemente,
comeréis sus frutos conmigo, nuestra vida será respetable y honrosa, y ya no nos separaremos.”
Y las retuve en mi casa y en mi corazón.
Y he aquí que las colmé de beneficios, y estuvieron en mi casi durante un año completo, y mis bienes
eran sus bienes. Pero un día me dijeron: “Realmente, preferimos el matrimonio, y no podemos pasarnos sin
él, pues se ha agotado nuestra paciencia al vernos tan solas.” Yo les contesté: “¡Oh hermanas! Nada bueno
podréis encontrar en el matrimonio, pues escasean los hombres honrados. ¿No probasteis el matrimonio ya?
¿Olvidáis lo que os ha proporcionada?”
Pero no me hicieron caso, y se empeñaron en casarse sin mi consentimiento. Entonces les di el dinero para
las bodas y les regalé los equipos necesarios. Después se fueron con sus maridos a probar fortuna. Pero
no haría mucho que se habían ido, cuando sus esposos se burlaron de ellas, quitándolas cuanto yo les di y
abandonándolas. De nuevo regresaron ambas desnudas a mi casa, y me pidieron mil perdones, diciéndome:
“No nos regañes, hermana. Cierto que eres la de menos edad de las tres, pero nos aventajas a todas en razón.
Te prometemos no volver a pronunciar nunca la palabra casamiento.” Entonces les dije: “¡Oh hermanas
mías! Que la acogida en mi casa os sea hospitalaria. A nadie quiero como a vosotras.” Y les di muchos
besos, y las traté con mayor generosidad que la primera vez.
Así transcurrió otro año entero, y al terminar éste, pensé fletar una nave cargada de mercancías y marcharme
a comerciar a Bassra. Y efectivamente, dispuse un barco, y lo cargué de mercancías y géneros y de
cuanto pudiera necesitarse durante la travesía, y dije a mis hermanas: “¡Oh hermanas! ¿Preferís quedaros en
mi casa mientras dure el viaje hasta mi regreso, o viajar conmigo?” Y me contestaron: “Viajaremos contigo,
pues no podríamos, soportar tu ausencia.” Entonces las llevé conmigo y partimos todas juntas.
Pero antes de zarpar había cuidado yo de dividir mi dinero en dos partes; cogí la mitad, y la otra la escondí,
diciéndome: “Es posible que nos ocurra alguna desgracia en el barco, y si logramos salvar la vida, al
regresar, si es que regresamos, encontraremos aquí algo útil.”
Y viajamos día y noche; pero por desgracia, el capitán equivocó la ruta. La corriente nos llevó hasta un
mar distinto por completo al que nos dirigíamos. Y nos impulsó un viento muy fuerte, que duró diez días.
Entonces divisamos una ciudad en lontananza, y le preguntamos al capitán: “¿Cuál es el nombre de esa
ciudad adonde vamos?” Y contestó: “¡Por Alah que no lo sé! Nunca le he visto, pues en mi vida había entrado
en este mar. Pero, en fin, lo importante es que estamos por fortuna fuera de peligro: Ahora sólo os
queda bajar a la ciudad y exponer vuestra mercancías; Y si podéis vennderlas, os aconsejo que las vendáis.”
Una hora después volvió á acercársenos, y nos dijo: “¡Apresuraos a desembarcar, para ver en esa población
las maravillas del Altísimo!”
Entonces desembarcamos, pero apenas hubimos entrado en la ciudad, nos quedamos asombradas. Todos
los habitantes estaban convertidos en estatuas de piedra negra. Y sólo ellos habían sufrido esta petrificación,
pues en los zocos y en las tiendas aparecían las mercancías en su estado normal, lo mismo que las
cosas de oro y de plata. Al ver aquello llegamos al límite de la admiración, y nos dijimos: “En verdad que la
causa de todo esto debe de ser rarísima.”
Y nos separamos, para recorrer cada cual a su gusto las calles de la ciudad, y recoger por su cuenta cuanto
oro, plata y telas preciosas pudiese llevar consigo.
Yo subí a la ciudadela, y vi que allí estaba el palacio del rey. Entré en el palacio por una gran puerta de
oro macizo, levanté un gran cortinaje de terciopelo, y advertí que todos los muebles y objetos eran de plata
y oro. Y en el patio y en los aposentos, los guardias y chambelanes estaban de pie o sentados, pero petrificados
en vida. Y en la última sala, llena de chambelanes, tenientes y visires, vi al rey sentado en su trono,
con un traje tan suntuoso y tan rico, que desconcertaba, y aparecía rodeado de cincuenta mamalik con trajes
de seda y en la mano los alfanjes desnudos: El trono estaba incrustado de perlas y pedrería, y cada. perla
brillaba como una estrella. Os aseguro qué me faltó poco para volverme loca.
Seguí andando, no obstante, y llegué a la sala del harén, que hubo de parecerme más maravillosa todavía,
pues era toda de oro, hasta las celosías de las ventanas. Las paredes estaban forradas de tapices de seda: En
las puertas y en las, ventanas pendían cortinajes de raso y terciopelo. Y vi por fin, en medio de las esclavas
petrificadas, a la misma reina, con un vestido sembrado de perlas deslumbrantes, enriquecida su corona por
toda clase de piedras finas, ostentando collares y redecillas de oro admirablemente cincelados. Y se hallaba
también convertida en una estatua de piedra negra.
Seguí andando, y encontré abierta una puerta, cuyas hojas eran de plata virgen, y más allá una escalera de
pórfido de siete peldaños, y al subir esta escalera y llegar arriba, me hallé en un salón de mármol blanco,
cubierto de alfombras tejidas de oro, y en el centro, entre grandes candelabros de oro, una tarima también
de oro salpicada de esmeraldas y turquesas, y sobre la tarima un lecho incrustado de perlas y pedrería, cubierto
con telas preciosas. Y en el fondo de la sala advertí una gran luz, pero al acercarme me enteré de que
era un brillante enorme, como un huevo de avestruz, cuyas facetas despedían tanta claridad, que bastaba, su
luz para alumbrar todo el aposento.
Los candelabros ardían vergonzosamente ante el esplendor de aquella maravilla, y yo pensé. “Cuando
estos candelabros arden, alguien los ha encendido.”
Continué andando, y hube de penetrar asombrada en otros aposentos, sin hallar a ningún ser viviente. Y
tanto me absorbía esto, que me olvidé de de mi persona, de mi viaje, de mi nave y de mis hermanas. Y todavía
seguía maravillada, cuando la noche se echó encima. Entonces quise salir de palacio; pero no di con
la salida, y acabé por llegar a la sala donde estaba el magnifico lecho y el brillante y los candelabros encendidos.
Me senté en el lecho, cubriéndome con la colcha de razo azul bordada de plata y de perlas, y cogí el
Libro Noble, nuestro Corán, que estaba escrito en magníficos caracteres de oro y bermellón, e iluminado
con delicadas tintas, y me puse a leer algunos versículos para santificarme, y dar gracias a Alah, y reprenderme;
y cuando hube meditado en las palabras del Profeta (¡Alah le bendiga!) me tendí para conciliar el
sueño, pero no pude lograrlo. Y el insomnio me tuvo despierta hasta media noche.
En aquel momento oí una voz dulce y simpática que recitaba El Corán. Entonces me levanté y me dirigí
hacia el sitio de donde provenía aquella voz. Y acabé por llegar a un aposento cuya puerta aparecía abierta.
Entré con mucho cuidado, poniendo a la parte de afuera la antorcha que me había alumbrado en el camino,
y vi que aquello era un oratorio. Estaba iluminado por lámparas de cristal verde que colgaban del techo, y
en el centro había un tapiz de oraciones extendido hacia Oriente; y allí estaba sentado un hermoso joven
que leía el Corán en alta voz, acompasadamente. Me sorprendió mucho, y no acertaba a comprender cómo
había podido librarse de la suerte de todos los otros. Entonces avancé un paso y le dirigí mi saludo de paz, y
él volviéndose hacia mí y mirándome fijamente, correspondió a mi saludo. Luego le dije: “¡Por la santa
verdad de los versículos del Corán que recitas, te conjuro a que contestes a mi pregunta!”
Entonces, tranquilo y sonriendo con dulzura, me contestó: “Cuando expliques quién eres, responderé a
tus preguntas.” Le referí mi historia, que le interesó mucho, y luego le interrogué por las extraordinarias
circunstancias que atravesaba la ciudad. Y él me dijo: “Espera un momento.” Y cerró el Libro Noble, lo
guardó en una bolsa de seda y me hizo sentar a su lado. Entonces le miré atentamente, y vi que era hermoso
como la luna llena, sus mejillas parecían de cristal; su cara tenía el color de los dátiles frescos, y estaba
adornado de perfecciones, cual si fuese aquel de quien habla el poeta en sus estrofas:
¡El que lee en los astros contemplaba la noche! ¡Y de pronto surgió ante su mirada la esbeltez del
apuesto mancebo! Y pensó:
¡Es el mismo Zohal, que dio a este astro la negra cabellera destrenzada, semejante a un cometa!
¡En cuanto al carmesí de sus mejillas, Mirrikh fue el encargado de extenderlo! ¡Los rayos penetrantes de
sus ojos son las flechas mismas del Arquero de las siete estrellas!
¡Y Hutared le otorgó su maravillosa sagacidad y Abylssuha su valor de oro!
¡Y el astrólogo no supo qué pensar al verle, y se quedó perplejo! ¡Entonces, inclinándose hacia él sonrió
el astro!
Al mirarle, experimentaba una profunda turbación de mis sentidos, lamentando no haberle conocido antes,
y en mi corazón se encendían como ascuas. Y le dije: “¡Oh dueño y soberano mío, atiende a mi pregunta!”
Y él me contestó:. “Escucho y obedezco.” Y me contó lo siguiente:
“Sabe, ¡oh mi honorable señora! que esta ciudad era de mi padre. Y la habitaban todos sus parientes y
súbditos. Mi padre es el rey, que habrás visto en su trono, transformado en estatua de piedra. Y la reina, que
también habrás visto, es mi madre. Ambos profesaban la religión de los magos adoradores del terrible Nardún.
Juraban por el fuego y la luz, por la sombra y el calor, y por los astros que giran.
Mi padre estuvo mucho tiempo sin hijos. Yo nací a fines de su vida, cuando transpuso ya el umbral de la
vejez. Y fui criado por él con mucho esmero, y cuando fui creciendo se me eligió para la verdadera felicidad.
Había en nuestro palacio una anciana musulmana, que creía en Alah y en su Enviado; pero ocultaba sus
creencias y aparentaba estar conforme con las de mis padres. Mi padre tenía en ella gran confianza, y muy
generosa con ella, la colmaba de su generosidad, creyendo que compartía su fe y su religión. Me confió a
ella, y le dijo: “Encárgate de su cuidado; enséñale las leyes de nuestra religión del Fuego y dale una educación-
excelente, atendiéndole en todo.”
Y la vieja se encargó de mí; pero me enseñó la religión del Islam, desde los deberes de la purificación y
de las abluciones, hasta las santas fórmulas de la plegaria. Y me enseñó y explicó el Corán en la lengua del
Profeta. Y cuando, hubo terminado de instruirme, me dijo: “¡Oh hijo mío! Tienes que ocultar estas creencias
a tu padre, profesándolas en secreto, porque si no, te mataría.”
Callé, en efecto; y no hacía mucho que había terminado mi instrucción, cuando falleció la santa anciana,
repitiéndome su recomendación por última vez. Y seguí en secreto siendo un creyente de Alah y de su Profeta.
Pero los habitantes de esta ciudad, obcecados por su rebelión y su ceguera, persistían en la incredulidad.
Y un día la voz de un muecín, invisible retumbó como el trueno, llegando a los oídos más distantes:
¡Oh vosotros los que habitáis esta ciudad! ¡Renunciad a la adoración del fuego y de Nardún, y adorad al
Rey único y Poderoso!”
Al oír aquello se sobrecogieron todos y acudieron al palacio del rey, exclamando: “¿Qué voz aterradora
es esa que hemos oído? ¡Su amenaza nos asusta!” Pero el rey les dijo: “No os aterréis y seguid firmemente
vuestras antiguas creencias.”
Entonces sus corazones se inclinaron a las palabras de mi padre, y no dejaron de profesar la adoración del
fuego. Y siguieron en su error, hasta que llegó el aniversario del día en que habían oído la voz por primera
vez. Y la voz se hizo oír por segunda vez, y luego por tercera vez, durante tres años seguidos. Pero a pesar
de ello, no cesaron en su extravío. Y una mañana, cuando apuntaba el día, la desdicha y la maldición cayeron
del cielo y los convirtió en estatuas de piedra negra, corriendo la misma suerte sus caballos y sus mulos,
sus camellos y sus ganados. Y de todos los habitantes fuí el único que se salvó de esta desgracia. Porque
era el único creyente.
Desde aquel día me consagro a la oración, al ayuno y a la lectura del Corán.
Pero he de confesarte, ¡oh mi honorable dama llena de perfecciones! que ya estoy cansado de esta soledad
en que me encuentro, y quisiera tener junta a mí a alguien que me acompañase.” Entonces le dije:
“¡Oh joven dotado de cualidades! ¿Por qué no vienes conmigo a la ciudad de Bagdad? Allí encontrarás
sabios y venerables jeiques versados en las leyes y en la religión. En su compañía aumentarás tu ciencia y
tus conocimientos de derecho divino, y yo, a pesar de mi rango, será tú esclava y tu cosa. Poseo numerosa
servidumbre, y mía es la nave que hay ahora en el puerto abarrotada de mercancías. El Destino nos arrojó a
estas costas para que conociésemos la población y ocasionarnos la presente aventura. La suerte, pues, quiso
reunirnos.”
Y no dejé de instarle a marchar conmigo, hasta que aceptó mi ruego. En ese momento de su narración,
Schahrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
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Ella dijo:
He llegado a saber, ¡óh rey afortunado! que la joven Zobeida no dejó de instar al mancebo, y de inspirarle
el deseo de seguirla, hasta que éste consintió.
Y ambos no cesaron de conversar, hasta que el sueño cayó sobre ellos. Y la joven Zobéida se acostó entonces
y durmió a los pies del príncipe. ¡Y sentía una alegría y una felicidad inmensas!
Después Zobeida prosiguió de este modo su relato ante el califa Harún Al-Rachid, Gíafar y los tres saalik:
“Cuando brilló la mañana nos levantamos, y fuimos a revisar los tesoros, cogiendo los de menos peso,
que podían llevarse más fácilmente y tenían más valor. Salimos de la ciudadela y descendimos hacia la ciudad,
donde encontramos al capitán y a mis esclavos, que me buscaban desde el día antes. Y se regocijaron
mucho al verme, preguntándome el motivo de mi ausencia. Entonces les conté lo que había visto, la historia
del joven y la causa de la metamorfosis de los habitantes de la ciudad con todos sus detalles. Y su relato les
sorprendió mucho.
En cuanto a mis hermanas, apenas me vieron en compañía de aquel joven tan hermoso, envidiaron mi
suerte, y llenas de celos, maquinaran secretamente la perfidia contra mí. Regresamos al barco, y yo era muy
feliz, pues mi dicha la aumentaba el cariño del principe. Esperamos a que nos fuera propicio el viento, desplegamos
las velas y partimos. Y mis hermanas me dijeron un día: ¡Oh hermana! ¿qué te propones con tu
amor por ese joven tan hermoso?” Y les contesté: “Mi propósito es que nos casemos.” Y acercándome a él,
le declaré: “¡Oh dueño mío! mi deseo es convertirme en cosa tuya. Te ruego que no me rechaces.” Y entonces
me respondió: “Escucho y obedezco.” Al oírlo, me volví hacia mis hermanas y les dije; “No quiero más
bienes que a este hombre. Desde ahora todas mis riquezas pasan a ser de vuestra propiedad.” Y me contestaron:
“Tu voluntad es nuestro gusto.” Pero se reservaban la traición y el daño.
Continuamos bogando con viento favorable, y salimos del mar del Terror, entrando en el de la Seguridad.
Aun navegamos por él algunos días, hasta llegar cerca de la ciudad de Bassra, cuyos edificios se divisaban
a lo lejos. Pero nos sorprendió la noche, hubimos de parar la nave y no tardamos en dormirnos.
Durante nuestro sueño se levantaron mis hermanas, y cogiéndonos a mí y al joven, nos echaron al agua.
Y el mancebo, como no sabía nadar, se ahogó, pues estaba escrito por Alah que figuraría en el número de
los mártires. En cuanto a mí estaba escrito que me salvara, pues apenas caí al agua, Alah me benefició con
un madero, en el cual cabalgué, y con el cual me arrastró el oleaje hasta la playa de.una isla próxima. Puse a
secar mis vestiduras, pasé allí la noche, y no bien amaneció, eché a andar en busca de un camino. Y encontré
un camino en el cual había huellas de pasos de seres humanos, hijos de Adán. Este camino comenzaba
en la playa y se internaba en la isla. Entonces, después de ponerme los vestidos ya secos, lo seguí hasta llegar
a la orilla opuesta, desde la que se veía en lontananza la ciudad de Bassra. Y de pronto advertí una culebra
que corría hacia mí, y en pos de ella otra serpiente gorda y grande que quería matarla. Estaba la culebra
tan rendida, que la lengua le colgaba fuera de la boca. Compadecida de ella, tiré una piedra enorme a la
cabeza de la serpiente, y la dejé sin vida. Mas de improviso la culebra desplegó dos alas, y volando, desapareció
por los aires. Y yo llegué al límite del asombro.
Pero como estaba muy cansada, me tendí en aquel mismo sitio, y dormí próximamente una hora. Y he
aquí que al despertar vi sentada a mis plantas a una negra joven y hermosa, que me estaba acariciando los
pies. Entonces, llena de vergüenza, hube de apartarlos en seguida, pues ignoraba lo que la negra pretendía
de mí. Y le pregunté: “¿Quién eres y qué quieres?” Y me contestó: “Me he apresurado a venir a tu lado,
porque me has hecho un gran favor matando a mi enemigo. Soy la culebra a quien libraste de la serpiente.
Yo soy una efrita. Aquella serpiente era un efrit enemigo mío, que deseaba matarme. Y tú me has librado
de sus manos. Por eso, en cuanto estuve libre, volé con el viento y me dirigí hacia la nave de la cual te
arrojaron tus hermanas. Las he encantado en forma de perras negras, y te las he traído.” Entonces vi las dos
perras atadas a un árbol detrás de mí. Luego, la efrita prosiguió: “En seguida llevé a tu casa de Bagdad todas
las riquezas que había en la nave, y después que las hube dejado, eché la nave a pique. En cuanto al joven
que se ahogó, nada puedo hacer contra la muerte. ¡Porque Alah es el único Resucitador!”
Dicho esto, me cogió en brazos, desató a mis hermanas, las cogió también, y volando nos transportó a las
tres, sanas y salvas, a la azotea de mi casa de Bagdad, o sea aquí mismo.
Y encontré perfectamente instaladas todas las riquezas y todas las cosas que había en la nave. Y nada se
había perdido ni estropeado.
Después me dijo la efrita: “¡Por la inscripción santa del sello de Soleimán, te conjuro a que todos los días
pegues a cada perra trescientos latigazos! Y si un solo día se te olvida cumplir esta orden, te convertiré
también en perra.”
Y yo tuve que contestarle: “Escucho y obedezco.”
Y desde entonces, ¡oh Príncipe de los Creyentes! las empecé a azotar, para besarlas después llena de dolor
por tener que castigarlas,
Y tal es mi historia. Pero he aquí, ¡oh Príncipe de los Creyentes! Que mi hermana Amina te va a contar la
suya, que es aún más sorprendente que la mía.”
Ante este relato, el califa Harún Al-Rachid llegó hasta el límite más extremo del asombro. Pero quiso satisfacer
del todo su curiosidad, y por eso se volvió hacia Amina, que era quien le había abierto la puerta la
noche anterior, y le dijo: “Sepamos, ¡oh lindísima joven! cuál es la causa de esos, golpes con que lastimaron
tu cuerpo.”
HISTORIA DE AMINA, LA SEGUNDA JOVEN
Al oír estas palabras del califa, la joven Amina avanzó un paso, y llena de timidez ante las miradas impacientes,
dijo así:
“¡Oh Emir de los Creyentes! No, te repetiré las palabras de Zobeida acerca de nuestros padres. Sabe,
pues, que cuando nuestro padre murió, yo y Fahima, la hermana más pequeña de las cinco, nos fuimos a vivir
solas con nuestra madre, mientras mi hermana Zobeida y las otras dos marcharon con la suya.
- Poco después mi madre me casó con un anciano, que era el más rico de la ciudad y de su tiempo. Al año
siguiente murió en la paz de Alah mi viejo esposo, dejándome como parte legal de herencia, según ordena
nuestro código oficial, ochenta mil dinares en oro.
Me apresuré a comprarme con ellos diez magníficos vestidos, cada uno de mil dinares: Y no hube de carecer
absolutamente de nada.
Un día entre los días, hallándome cómodamente sentada, vino a visitarme una vieja. Nunca la había visto.
Esta vieja era horrible: su cara tenía la nariz aplastada, peladas las cejas, los dientes rotos, el pescuezo torcido,
Y le goteaba la nariz. Bien la describió el poeta:
¡Vieja de mal agüero! ¡Si la viese Eblis, le enseñaría todos los fraudes sin tener que hablar, pues bastaría
con el silencio únicamente! ¡Podría desenredar a mil mulos que se hubieran enredado en una telaraña,
y no rompería la tela!
La vieja me saludó y me dijo: “¡Oh señora llena de gracias y cualidades! Tengo en mi casa a una joven
huérfana que se casa esta noche. Y vengo a rogarte (¡Alah otorgará la recompensa a tu bondad!) que te dignes
honrarnos asistiendo a la boda de esta pobre doncella tan afligida y tan humilde, que no conoce a nadie
en esta ciudad y sólo cuenta con la protección, del Altísimo.” Y después la vieja se echó a llorar y comenzó
a besarme los pies. Yo que no conocía su perfidia, sentí lástima de ella, y le dije: “Escucho y obedezco.”
Entonces dijo: “Ahora me ausento, con tu venia, y entretanto vístete, pues al anochecer volveré a buscarte.”
Y besándome la mano, se marchó.
Fui entonces al hammam y me perfumé; después elegí el más hermoso de mis diez trajes nuevos, me
adorné con mi hermoso collar de perlas, mis brazaletes, mis ajorcas y todas mis joyas, y me puse un gran
veló azul de seda y oro, el cinturón de brocado y el velillo para la cara, luego de prolongarme los ojos con
kohl. Y he aquí que volvió la vieja y me dijo: “¡Oh señora mía! ya está la casa llena de damas, parientes del
esposo, que son las más linajudas de la ciudad. Les avisé de tu segura llegada, se alegraron mucho, y te esperan
con impaciencia.” Llevé conmigo algunas de mis esclavas, y salimos todas, andando hasta llegar a
una calle ancha y bien regada, en la que soplaba fresca brisa. Y vimos un gran pórtico de mármol con una
cúpula monumental de mármol y sostenida por arcadas. Y desde aquel pórtico vimos el interior de un palacio
tan alto, que parecía tocar las nubes. Penetramos, y llegadas a la puerta, la vieja llamó y nos abrieron. Y
a la entrada encontramos un corredor revestido de tapices y colgaduras. Colgaban dei artesonado lámparas
de colores encendidas, y en las paredes había candelabros encendidos también y objetos de oro y plata, joyas
y armas de metales preciosos. Atravesamos este corredor, y llegamos a una sala tan maravillosa, que
sería inútil describirla.
En medio de la sala, que estaba tapizada con sedas, aparecía un techa de mármol incrustado de perlas y
cubierto con un moscjuitero de raso.
Entonces vimos salir del lecho una joven tan bella como la luna. Y me dijo: “¡Marhaba!. ¡Ahlan! ¡Ua
sahlan! ¡Oh hermana mía, nos haces el mayor honor humano! ¡Anastina! ¡Eres nuestro dulce consuelo,
nuestro orgullo! Y para honrarme, recitó estos versos del poeta:
¡Si las piedras de la casa hubiesen sabido la visita de huésped tan encantador, se habrían alegrado en
extremo, inclinándose ante la huella de tus pasos para anunciarse la buena nueva!
¡Y exclamarían en su lengua: “¡Ahlan! ¡Ua sahlan! ¡Honor a las personas adornadas de grandza y de
generosidad!”
Luego se sentó, y me dijo: “¡Oh hermana mía! He de anunciarte que tengo un hermano que te vio cierto
día en una boda. Y este joven es muy gentil, y mucho más hermoso que yo. Y desde aquella noche, te ama
con todos los impulsos de un corazón enamorado y ardiente. Y él es quien ha dado dinero a la vieja para
que fuese a tu casa y te trajese aquí con el pretexto que ha inventado. Y ha hecho todo esto para encontrarte
en mi casa, pues mi hermano no tiene otro deseo que casarse contigo este año bendecido por Alah y por su
Enviado. Y no debe avergonzarse de estas cosas, porque son lícitas.”
Cuando oí tales palabras, y me vi conocida y estimada en aquella mansión, le dije a la joven: “Escucho y
obedezco.” Entonces, mostrando una gran alegría, dio varias palmadas. Y a esta señal, se abrió una puerta y
entró un joven como la luna, según dijo el poeta:
¡Ha llegado a tal grado de hermosura, que se ha convertido en obra verdaderamente digna del Creador!
¡Una joya que es realmente la gloria del orfebre que hubo de cincelarla!
¡Ha llegado a la misma perfección de la belleza! ¡No te asombres si enloquece de amor a todos los humanos!
¡Su hermosura resplandece a la vista, por estar inscrita en sus facciones! ¡Juro que no hay nadie más
bello que él!
Al verle, se predispuso mi corazón en favor suyo. Entonces el joven avanzó y fue a sentarse junto a su
hermana, y en seguida entro el kadi con cuatro testigos, que saludaron y se sentaron. Después el kadí escribió
mi contrato de matrimonio con aquel joven, los testigos estamparon sus sellos, y se fueron todos.
Entonces el joven se me acercó, y me dijo: “¡Sea nuestra noche una noche bendita!” Y luego añadió: ¡Oh
señora mía! quisiera imponerte un condición.” Yo le contesté “Habla, dueño mío. ¿Qué condición es esa?”
Entonces se incorporo, trajo el Libro Sagrado, y me dijo. “Vas a jurar por el Corán que nunca elegirás a
otro más que a mí, ni sentirás inclinación hacia otro.” Y yo juré observar la condición aquella. Al oirme
mostróse muy contento, me echó al cuello los brazos, y sentí que su amor penetraba hasta el fondo de mi
corazón.
En seguirla los esclavos pusieron la mesa, y comimos y bebimos hasta la saciedad. Y llegada la noche,
me cogió y se tendió conmigo en el lecho. Y pasamos la noche, uno en brazos de otro, hasta que fue de día.
Vivimos durante un mes en la alegría y en la felicidad. Y al concluir este mes, pedí permiso a mi marido
para ir al zoco y comprar algunas telas. Me concedió este permiso. Entonces me vestí y llevé conmigo a la
vieja, que se había quedado en la casa, y nos fuimos al zoco. Me paré a la puerta de un joven mercader de
sedas que la vieja me recomendó mucho por la buena calidad de sus géneros y a quien conocía muy de antiguo.
Y añadió: “Es un muchacho que heredó mucho dinero y riquezas al morir su padre.” Después, volviéndose
hacia el mercader, le dijo: “Saca lo mejor y más caro que tengas en tejidos, que son para esta
hermosa dama. “ Y dijo él: “Escucho y obedezco.” Y la vieja, mientras el mercader desplegaba las telas,
seguía elogiándolo y haciendome observar sus cualidades, y yo le dije: “No me importan sus cualidades ni
los elogios que le diriges, pues no hemos venido más que a comprar lo que necesitamos, para volvernos
luego a casa.”
Y cuando hubimos escogido la tela, ofrecimos al mercader el dinero de su importe. Pero él se negó a coger
el dinero, y nos dijo: Hoy no os cobraré dinero alguno; eso es un regalo por el placer y por el honor que
recibo al veros en mi tienda.” Entonces le dije a la vieja: “Si no quiere aceptar el dinero, devuélvele la tela.”
Y él exclamó: “¡Por Alah! No quiero tomar nada de vosotras. Todo eso os lo regalo. En cambio, ¡oh hermosa
joven, concédeme un beso, sólo un beso. Porque yo doy más valor a ese beso que a todas las mercancías
de mi tienda.” Y la vieja le dijo riéndose: “¡Oh guapo mozo!, Locura es considerar un beso como cosa
tan inestimable.” Y a mí me dijo: “¡Oh hija mía! ¿has oído lo que dice este joven mercader? No tengas cuidado,
que nada malo ha de pasar porque te dé un beso únicamente, y en cambio, podrás escoger y tomar lo
que más te plazca de todas esas telas preciosas.” Entonces contesté: “¿No sabes que estoy ligada por un juramento?”
Y la vieja replicó: “Déjale que te bese, que con que tú no hables ni te muevas, nada tendrás que
echarte en cara. Y además, recogerás el dinero, que es tuyo, y la tela también.” Y tanto siguió encareciéndolo
la vieja, que hube de consentir. Y para ello, me tapé los ojos y extendí el velo,” a fin de que no vieran
nada los transeúntes. Entonces el joven mercader ocultó la cabeza debajo de mi velo, acercó sus labios a mi
mejilla y me besó. Pera a la vez me mordió tan bárbaramente, que me rasgó la carne. Y me desmayé de
dolor y de emocion.
“Cuando volví en mí, me encontré echada en las, rodillas de la vieja, que parecía muy afligida. En cuanto
a la tienda, estaba cerrada y el joven mercader había desaparecido. Entonces la vieja me dijo: “¡Alah sea
loado, por librarnos de mayor desdicha! Y luego añadió: “Ahora tenemos que volver a casa. Tú fingirás estar
indispuesta, y yo te traeré un remedio que te curará la mordedura inmediatamente.” Entonces me levanté,
y sin poder dominar mis pensamientos y mi terror por las consecuencias, eche a andar hacia mi casa, y
mi espanto iba creciendo según mas acercábamos. Al llegar, entré en mi aposento y me fingí enferma.
A poco entró mi marido y me preguntó muy preocupado: “¡Oh dueña mía! ¿qué desgracia te ocurrió
cuando saliste?” Yo le contesté: “Nada. Estoy .bien.” Entonces me miró con atención, y dijo: “Pero ¿qué
herida es esa que tienes en la mejilla, precisamente en el sitio más fino y suave?” Y yo le dije entonces:
“Cuando salí hoy con tu permiso a comprar esas telas, un camello cargado de leña ha tropezado conmigo en
una calle llena de gente, me ha roto el velo y me ha desgarrado la mejilla, según ves. ¡Oh, qué calles tan
estrechas las de Bagdad!” Entonces se llenó de ira, y dijo: “¡Mañana mismo iré a ver al gobernador para reclamar
contra los carnelleros y leñadores, y el gobernador los mandará ahorcar a todos!”-Al oírle, repliqué
compasiva: “¡Por Alah sobre ti! ¡No te cargues con pecados ajenos! Además, yo he tenido la culpa, por haber
montado en un borrico que empezó a galopar y cocear. Caí al suelo, y por desgracia había allí un pedazo
de madera que me ha desollado la cara, haciéndome esta herida en la mejilla.” Entonces exclamó él:
“¡Mañana iré a ver a. Giafar Al-Barmaki, y, le contaré esta historia, para que maten a todos los arrieros de
la ciudad.” Y yo le repuse: “Pero ¿vas a matar a todo el mundo por causa mía? Sabe que esto ha ocurrido
sencillamente por voluntad de Alah, y por el Destino, a quien gobierna.” Al oírme, mi esposo no pudo
contener su furia y gritó: “¡Oh pérfida! ¡Basta de mentiras! ¡Vas a sufrir el castigo de tu crimen!” Y me
trató con las palabras más duras, y a una llamada suya se abrió la puerta y entraron siete negros terribles,
que me sacaron de la cama y me tendieron en el centro del patio. Entonces mi esposa mandó a uno de estos
negros que me sujetara por los hombros y se sentara sobre mí y a otro negro que se apoyase en mis rodillas
para sujetarme las piernas. Y en seguida avanzó un tercer negro con una espada en la mano, y dijo., “¡Oh
mi señor! la asestaré un golpe que la partirá en dos mitades. Y otro negro añadió: “Y cada uno de nosotros
cortará un buen pedazo de carne y se lo echará a los peces del río de la Dejla, pues así debe castigarse a
quien hace traición al juramento y al cariño.” Y en apoyo de lo que decía, recitó estos versos:
¡Si supiese que otro participa del cariño de la que amo, mi alma se robelaría hasta arrancar de ella tal
amor de perdición! Y le diría a mi alma: ¡Mejor será que sucumbamos, nobles! ¡Porque no alcanzará la
dicha el que ponga su amor en un pecho enemigo!
Entonces rni esposo dijo al negro que empuñaba la espada: “¡Oh valiente Saad! ¡Hiere a esa pérfida!” Y
Saad levantó el acero. Y mi esposo me dijo: “Ahora di en alta voz tu acto de fe y recuerda las cosas y trajes
y efectos que te pertenecen para que hagas testamento, porque ha llegado el fin de tu vida.” Entonces le dije:
“¡Oh servidor, de Alah el Optimo! dame nada más el tiempo necesario para hacer mi acto de fe y mi
testamento.” Después, levanté al cielo la mirada, la volví a bajar y reflexioné acerca del estado mísero e ignominioso
en que me veía, arrasándoseme en lágrimas los ojos, y recité llorando estas estrofas:
¡Encendiste en mis entrañas la pasión, para enfriarte después! ¡Hiciste que mis ojos velarán largas noches,
para dormirte luego!
¡Pero yo te reservé un sitio entre mi corazón y mis ojos! ¿Cómo te ha de olvidar mi corazón, ni han de
cesar de llorarte mis ojos?
¡Me habías jurado una constancia sin límite, y apenas tuviste mi corazón, me dejaste!
¡Y ahora no quieres tener piedad de ese corazón ni compadecerte de mi tristeza! ¿Es que no naciste más
que para ser causa de mi desdicha y de la de toda mi juventud?
¡Oh amigos míos! os conjuro por Alah para que cuando yo muera escribáis en la losa de mi tumba:
“¡Aquí yace un gran culpablel ¡Uno que amó!”
¡Y el afligido caminante que conozca los sufrimientos del amor, dirigirá a mi tumba una mirada compasiva!
Terminados los versos, seguía llorando, y al oírme y ver mis lágrimas, mi esposo se excitó y enfureció
más todavía, y dijo-estas estancias:
¡Si así dejé a la que mi corazón amaba, no ha sido por hastío ni cansancio! ¡Ha cometido una falta que
merece el abandono!
¡Ha querido asociar a otro a nuestra ventura, cuando ni mi corazón, ni mi razón, ni mis sentidos pueden
tolerar sociedad semejante!
Y cuando acabó sus versos yo lloraba aún, con la intención de conmoverle, y dije para mí: “Me tornaré
sumisa y humilde. Y acaso me indulte de la muerte, aunque se apodere de todas mis riquezas.” Y le dirigí
mis súplicas, y recité con gentileza estas estrofas:
¡En verdad te juro que, si quisieses ser justo no mandarías que me matasen! ¡Pero es sabido que el que ha
juzgado inevitable la separación nunca supo ser justo!
¡Me cargaste con todo el peso de las consecuencias del amor, cuando mis hombros apenas podían soportar
el peso de la túnica más fina o algún otro todavía más ligero!
¡Y sin embargo, no es mi muerte lo que me asombra, sino que mi cuerpo, después de la ruptura, siga deseándote!
Terminados los versos, mis sollozos continuaban. Y entonces me miró, me rechazó con ademán violento,
me llenó de injurias, y me recitó estos otros:
¡Atendiste a un cariño que no era el mío, y me has hecho sentir todo tu abandono!
¡Pero yo te abandonaré, como tú me has abandonado; desdeñando mi deseo! ¡Y tendré contigo la misma
consideración que conmigo tuviste!
¡Y me apasionaré por otra, ya que a otro te inclinaste! ¡Y de la ruptura eterna entre nosotros no tendré
yo la culpa, sino tú solamente!
Y al concluir estos versos, dijo al negro: “¡Córtala en dos mitades! ¡Ya no es nada mío!”
Cuando el negro dio un paso hacia mí, desesperé de salvarme, y viendo ya segura mi muerte, me confié
en Alah Todopoderoso. Y en aquel momento vi entrar a la vieja, que se arrojó a los pies del joven, se puso a
besarlos, y le dijo: “¡Oh hijo mío! como nodriza tuya, te conjuro, por los cuidados que tuve contigo a que
perdones a esta criatura, pues no cometió falta que merezca tal castigo. Además, eres joven todavía, y temo
que sus maldiciones caigan sobre ti.” Y luego rompió a llorar, y continuó en sus súplicas para convencerle,
hasta que él dijo: “¡Basta! Gracias a ti no la mato; pero la he de señalar de tal modo, que conserve las huellas
todo el resto de su vida.”
Entonces ordenó algo a los negros, e inmediatamente me quitaron la ropa, dejándome toda desnuda. Y él
con una rama de membrillero me fustigó toda, con preferencia el pecho, la espalda y las caderas, tan recia y
furiosamente, que hube de desmayarme, perdida ya toda esperanza de sobrevivir a tales golpes. Entonces
cesó de pegarme, y se fue, dejándome tendida en el suelo, mandando a los esclavos que me abandonasen en
aquel estado hasta la noche, para transportarme después a mi antigua casa, a favor de la obscuridad. Y los
esclavos lo hicieron así, llevándome a mi antigua casa, como les había ordenado su amo.
Al volver en mí, estuve mucho tiempo sin poder moverme, a causa de la paliza; luego me aplicaron varios
medicamentos, y poco a poco acabé por curar; pero las cicatrices de los golpes no se borraron de mis
miembros ni de mis carnes, como azotadas por correas y látigos. ¡Todos habéis visto sus huellas!
Cuando hube curado, después de cuatro meses de tratamiento, quise ver el palacio en que fue víctima, de
tanta violencia; pero se hallaba completamente derruido, lo mismo que la calle donde estuvo, desde uno
hasta el otro extremo. Y en el lugar de todas aquéllas maravillas no había más que montones de basura
acumulados por las barreduras de la ciudad. Y a pesar de todas mis tentativas, no conseguí noticias de mi
esposo.
Entonces regresé al lado de Fahima que seguía soltera, y ambas fuimos a visitar a Zobeida, nuestra hermanastra,
que te ha contado su historia y la de sus hermanas convertidas en perras. Y ella me contó su historia
y yo le conté la mía, después de los acostumbrados saludos. Y mi hermana Zobeida me dijo: “¡Oh hermana
mía! nadie está libre de las desgracias de la suerte. ¡Pero gracias a Alah, ambas vivimos aún! ¡Per~
manezeamos juntas desde ahora! ¡Y sobre toda que no se pronuncie siquiera la palabra matrimonio!”
Y nuestra hermana Fahima vive con nosotras. Tiene el cargo de proveedora, y baja al zoco todos, los días
para comprar cuanto necesitamos; yo tengo la misión de abrir la puerta a los que llaman y de recibir a
nuestros convidados, y Zobeida, nuestra hermana mayor, corre con el peso de la casa.
Y así hemos vivido muy a gusto, sin hombres, hasta que Fahima nos trajo al mandadero cargado con una
gran cantidad de cosas, y le invitamos a descansar en casa un momento. Y entonces entraron los tres saalik,
que nos contaron sus historías, y en seguida vosotros, vestidos de mercaderes. Ya sabes, pues, lo que ocurrió
y cómo nos han traído a tu poder, ¡oh príncipe de los Creyentes!
¡Esta es mi historia!”
Entonces el califa quedó profundamente maravillado, y...
En este momento de su narración, Schabrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
**
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey aforttmado! que el califa Harún Al-Rachid quedó maravilladísimo al oír las
historias de las dos jóvenes Zobeida y Amina, que estaban ante él con su hermana Fahima, las dos perras
negras y los tres saalik, y dispuso que ambas historias, así como las de los tres saalik, fuesen escritas por los
escribas de palacio con buena y esmerada letra, para conservar los manuscritos en sus archivos.
En seguida dijo a la joven Zobeida: “Y después, ¡oh mi noble señora! ¿no has vuelto a saber nada de la
efrita que encantó a tus hermanas bajo la forma de estas dos perras?” Y Zobeida repuso: “Podría saberlo,
¡oh Emir de los Creyentes! pues me entregó un mechón de sus cabellos, y me dijo: “Cuando me necesites,
quema un cabello de estos y me presentaré, por muy lejos que me halle, aunque estuviese detrás del Cáucaso.”
Entonces el califa le dijo: “¡Dame uno de esos cabellos!” Y Zobeida le entregó el mechón, y el califa
cogió un cabello y lo quemó. Y apenas hubo de notarse el olor a pelo chamuscado, se estremeció todo el
palacio con una violenta sacudida, y la efrita surgió de pronto en forma de mujer ricamente vestida. Y como
era musulmana, no dejó de decir al califa: “La paz sea contigo, ¡oh Vicario de Alah!” Y el califa le
contestó: “¡Y desciendan sobre ti la paz, la misericordia de Alah, y sus bendiciones!” Entonces ella le dijo:
“Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esta joven, que me ha llamado por deseo tuyo, me hizo un gran
favor, y la semilla que en mí sembró siempre germinara, porque jamas he de agradecerla bastante los beneficios
que la debo. A sus hermanas las convertí en perras, y no las maté para no ocasionarla a ella mayor
sentimiento. Ahora, si tú, ¡oh Príncipe de los Creyentes! deseas que las desencante, lo haré por consíderación
a ambos, pues no has de olvidar que soy musulmana.” Entonces el califa dijo: “En verdad que
deseo las libertes, y, luego estudiaremas el caso de la joven azotada, y si compruebo la certeza de su narración,
tomaré su defensa y la vengaré de quien la ha castigado con tanta injusticia.” Entonces la efrita dijo:
¡Oh Emir de los Creyentes! dentro de un instante te indicaré quién trató así a la joven Amina, quedándose
con sus riquezas. Pero sabe que es el más cercano a ti entre los humanos.”
Y la efrita cogió una vasija de agua, e hizo sobre ella sus conjuros, rociando después a las dos perras, y
diciéndoles: “¡Recobrad inmediatamente vuestra primitiva forma humana!” Y al momento se transformaron
las dos perras en dos jóvenes tan hermosas; que honraban a quien las creo.
Luego, la efríta, volviéndose hacia el califa, le dijo: “El autor de los malos tratos contra la joven Amina
es tu propio hijo El-Amín.” Y le refirió la historia, en cuya veracidad creyó el califa por venir de labios de
una segunda persona, no humana, sino efrita.
Y el califa se quedó muy asombrado, pero dijo: “¡Loor a Alah porque intervine en el desencanto de las
dos perras!” Después mandó llamar a su hijo El-Amín; le pidió explicaciones, y El-Amín respondió con la
verdad. Y entonces el califa ordenó que se reuniesen los kadíes y testigos en la misma sala en donde estaban
los tres saalik, hijos de reyes, y las tres jóvenes, con sus dos hermanas desencantadas recientemente.
Y con auxilio de kadies y testigos, casó de nuevo a su hijo El-Amín con la joven Amina; a Zobeida con
el primer saalik, hijo de rey; a las otras dos jóvenes con los otros dos saalik, hijos de reyes; y por últirno
mandó extender su propio contrato de casamiento con la más joven de las cinco hermanas, la virgen Fahima,
.¡la proveedora agradable y dulce!
Y mandó edificar un palacio para cada pareja, enriqueciéndoles para que pudieran vivir felices.
“Pero -dijo Schaharazada dirigiéndose al rey Schahriar- no creas, ¡oh rey afortunado! que esta historia
sea más prodigiosa que la que ahora sigue.”
**
Y la discreta y sagaz Schahrazada, dirigiéndose al rey Schahriar, sultán de la India y de la China, prosiguió
de este modo: “Pero no creas, ¡oh rey afortunado! que esta historia sea tan admirable cómo la que ahora
te contaré sino estás cansado!” Y el rey Schahriar le preguntó: “¿Qué historia es esa?” Y Schahrazada
dijo: “Es mucho más admirable que todas las otras.” Y el rey Schahriar preguntó: “Pero ¿cómo se llama?”
Y ella dijo:
“Es la historia del sastre, el jorobado, el judío, el nazareno y el barbero de Bagdad.”
Entonces el rey exclamó: “¡Te lo concedo! ¡Puedes contarla!”
HISTORIA DEL JOROBADO, CON EL SASTRE, EL CORREDOR
NAZARENO, EL INTENDENTE Y EL MEDICO JUDÍO;
LO QUE DE ELLO RESULTE, Y SUS AVENTURAS
SUCESIVAMENTE REFERIDAS
Entonces Schahrazada dijo al rey Schahriar:
“He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de las edades y
de los siglos, hubo en una ciudad de la China un hombre que era sastre y estaba muy satisfecho de su condición.
Amaba las distracciones apacibles y tranquilas y de cuando en cuando acostumbraba a salir con su
mujer, para pasearse y recrear la vista con el espectáculo de las calles y los jardines. Pero cierto día que
ambos habían pasado fuera de casa, al regresar a ella, al anochecer, encontraron en el camino a un jorobado
de tan grotesca facha, que era antídoto de toda melancolía y haría, reír al hombre más triste, disipando toda
pesar y toda aflicción. Inmediatamente se le acercaron el sastre y su mujer, divirtiéndose tanto con sus
chanzas, que le convidaron a pasar la noche en su compañía. El jorobado hubo de responder a esta oferta
como era debido, uniendose a ellos, y llegaron juntos a la casa. Entonces el sastre se apartó un momento
para ir al zoco antes de que los comerciantes cerrasen sus tiendas, pues quería comprar provisiones con qué
obsequiar al huésped. Compró pescado frito, pan fresco, limones, y un gran pedazo de halaua para postre.
Después volvió, puso todas estas cosas delante del jorobado, y todos se sentaron a comer.
Mientras comían alegremente, la mujer del sastre tomó con los dedos un gran trozo de pescado y lo metió
por broma todo entero en la boca del jorobado, tapándosela con la mano para que no escupiera el pedazo, y
dijo: “¡Por Alah! Tienes que tragarte ese bocado de una vez sin remedio, o si no, no te suelto.”
Entonces, el jorobado, tras de muchos esfuerzos, acabó por tragarse el pedazo entero. Pero desgraciadamente
para él, había decretado el Destino que en aquel bocado hubiese una enorme espina. Y esta espina se
le atravesó en la garganta ocasionándole en el acto la muerte.
Al llegar a este punto de su relato, vio Scháhrazada, hija del visir, que se acercaba la mañana, y con su
habitual discreción no quiso proseguir la historia, para no abusar del permiso concedido por el rey Schahriar.
Entonces, su hermana la joven Doniazada, le dijo: “¡Oh hermana mía! ¡Cuán gentiles, cuán dulces y cuán
sabrosas son tus palabras!” Y Schahrazada respondió: “¿Pues qué dirás la noche próxima, cuando oigas la
continuacion, si es que vivo aún, porque así lo disponga la voluntad de este rey lleno de buenas maneras y
de cortesía?”
Y el rey Schahriar dijo para sí: “¡Por Alah! No la mataré hasta no oír lo que falta de esta historia, que es
muy sorprendente.”
Después el rey Schahriar acogió a Schahrazada entré sus brazos hasta que llegó la mañana. Entonces el
rey se levantó y se fue a la sala de justicia. Y en seguida entró el visir, y entraron asimismo los emires, los
chambelanes y los guardias, y el diván se llenó de gente. Y el rey empezó a juzgar y a despachar asuntos,
dando un cargo a éste, destituyendo a aquel, sentenciando en los pleitos pendientes, y ocupando su tiempo
de este modo hasta acabar el día. Terminadó el diván, el rey volvió a sus aposentos y fue en busca de
Schahrazada.
**
Doniazada dijo a Schabrazada: “¡Oh hermana mía! Te ruego que nos cuentes la continuación de esa historia
del jorobado, con el sastre y su mujer.” Y Sehahrazada repuso: “¡De todo corazón y como debido homenaje!
Pero no sé si lo consentirá el rey.” Entonces el rey se apresuró a decir: “Puedes contarla.” Y
Schahrazada dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el sastre vio morir de aquella manera al jorobado, exclamó:
“¡Sólo Alah él Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder! ¡Qué desdicha que este pobre
hombre haya venido a morir precisamente entre nuestras manos!” Pero la mujer replicó: “¿Y qué piensas
hacer ahora? ¿No conoces estos versos del poeta?
¡Oh alma mía! ¿por qué te sumerges en lo absurdo hasta enfermar? ¿Por qué te preocupas con aquello
que te acareará la pena y la zozobra?
¿No temes al fuego, puesto que vas a sentarte en él? ¿No sabes que quien se acerca al fuego se expone a
abrasarse.
Entonces su marido le dijo: “No sé, en verdad, qué hacer.” Y la mujer respondió: “Levántate, que entre
los dos lo llevaremos, tapándole con una colcha de seda, y lo sacaremos ahora mismo de, aquí, yendo tú
detrás y yo delante. Y por todo el camino irás diciendo en alta voz: “¡Es mi hijo, y ésta es su madre! Vamos
buscando a un médico que lo cure. ¿En dónde hay un médico?”
Al oír el sastre estas palabras se levantó, cogió al jorobado en brazos, y salió de la casa en seguimiento de
su esposa. Y la mujer empezó a clamar: “¡Oh mi pobre hijo! ¿Podremos verte sano y salvo? ¡Dime! ¿Sufres
mucho? ¡Oh maldita viruela! ¿En qué parte del cuerpo te ha brotado la erupción?” Y al oírlos, decían los
transeúntes: “Son un padre y una madre que llevan a un niño enfermo de viruelas.” Y se apresuraban a alejarse.
Y así siguieron andando el sastre y su mujer, preguntando por la casa de un médico, hasta que los llevaron
a la de un médico judío. Llamaron entonces, y en seguida bajó una negra, abrió la puerta, y vio a aquel
hombre que llevaba un niño en brazos, y a la madre que lo acompañaba. Y ésta le dijo: “Traemos un niño
para que lo vea el médico. Toma este dinero, un cuarto de dinar, y dáselo adelantado a tu amo, rogándole
que baje a ver al niño, porque está muy enfermo.”
Volvió a subir entonces la criada, y en seguida la mujer del sastre traspuso el umbral de la casa, hizo entrar
a su marido, y le dijo: “Deja en seguida ahí el cadáver del jorobado. Y vámonos a escape.” Y el sastre
soltó el cadáver del jorobado, dejándolo arrimado al muro, sobre un peldaño de la escalera, y se apresuró a
marcharse, seguido por su mujer.
En cuanto a la negra, entró en casa de su amo el médico judío, y le dijo: “Ahí abajo queda un enfermo,
acompañado de un hombre y una mujer, que me han dado para ti este cuarto de dinar para que recetes algo
que le alivie. Y cuando el médico judío vio el cuarto de dinar, se alegró mucho y se apresuró a levantarse;
pero con la prisa no se acordó de coger una luz para bajar. Y por esto tropezó con el jorobado, derribándole.
Y muy asustado, al ver rodar a un hombre, le examinó en seguida,. y al comprobar que estaba muerto, se
creyó causante de su muerte. Y gritó entonces: “¡Oh Señor! ¡Oh Alah justiciero! Por las diez palabras santas!”
Y siguió invocando a Harún, a Yuschah, hijo de Nun, y a los demás. Y dijo: “He aquí que acabo de
tropezar con este enfermo, y le he tirado rodando por la escalera. Pero ¿cómo salgo yo ahora de casa con un
cadáver?” De todos modos, acabó por cogerlo y llevarlo desde el patio a su habitación, donde lo mostró a
su mujer, contando todo lo ocurrido. Y ella exclamó aterrorizada: “¡No, aquí no lo podemos tener! ¡Sácalo
de casa cuanto antes! Como continúe con nosotros hasta la salida del sol, estamos perdidos sin remedio.
Vamos a llevarlo entre los dos a la azotea y desde allí lo echaremos a la casa de nuestro vecino el musulmán.
Ya sabes que nuestro vecino es el intendente proveedor de la cocina del rey, y su casa está infestada
de ratas, perros y gatos, que bajan por la azotea para comerse las provisiones de aceite, manteca y harina.
Por tanto, esos bichos no dejarán de comerse este cadáver, y lo harán desaparecer.”
Entonces el médico judío y su mujer cogieron al jorobado y lo llevaron a la azotea, y desde allí lo hicieron
descender pausadamente hasta la casa del mayordomo, dejandolo de pie contra la pared de la cocina.
Después se, alejaron, descendiendo a su casa tranquilamente.
Pero haría pocos momentos que el jorobado se hallaba arrimado contra la pared, cuando el intendente,
que estaba ausente, regresó a su casa, abrió la puerta, encendió una vela, y entró. Y encontró a un hijo de
Adán de pie en un rincón: junto a la pared de la cocina. Y el intendente, sorprendidísimo, exclamó: “¿Qué
es eso? ¡Por Alah! He aquí, que el ladrón que acostumbraba a robar mis provisiones no era un bicho, sino
un ser humano. Este es el que me roba la carne y la manteca, a pesar de que las guardo cuidadosamente por
temor a los gatos y a los perros. Bien inútil habría sido matar a todos los perros y gatos del barrio, como
pensé hacer puesto que este individuo es el que bajaba por la azotea.” Y en seguida agarró el intendente una
enorme estaca,, yéndose para el hombre, y le dio de garrotazos, y aunque le vio caer, le siguió apaleando.
Pero como el, hombre no se movía, el intendente advirtió que estaba muerto, y entonces dijo desolado:
“¡Sólo Alah el Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder!” Y después añadió: “¡Malditas sean la
manteca y la carne, y maldita esta noche! Se necesita tener toda la mala suerte que yo tengo para haber
matado así a este hombre. Y no sé qué hacer con él.” Después lo miró con mayor atención, comprobando
que era jorobado. Y le dijo: “¿No te basta con ser jorobeta? ¿Querías también ser ladrón y robarme la carne
y la manteca de mis provisiones? ¡Oh Dios protector, ampárame con el velo de tu poder!” Y como la noche
se acababa, el intendente se echó a cuestas al jorobado, salió de su casa anduvo cargado con él, hasta que
llegó a la entrada del zoco. Paróse entonces, colocó de pie al jorobado junto a una tienda, en la esquina de
una bocacalle, y se fue.
Y al poco tiempo de estar allí el cadáver del jorobado, acertó a pasar un nazareno. Era el corredor de comerció
del sultán. Y aquella noche estaba beodo. Y en tal estado iba al hammam a bañarse. Su borrachera
le incitaba a las cosas más curiosas, y se decía: “¡Vamos, que eres casi como el Mesías!” Y marchaba haciendo
eses y tambaleándose, y acabó por llegar adonde estaba el jorobado. Pero de pronto vio al jorobado
delante de él, apoyado contra la pared. Y al encontrarse con aquel hombre, que seguía inmóvil, se le figuró
que era un ladrón y que acaso fuese, quien le había robado el turbante, pues el corredor nazareno iba sin
nada a la cabeza. Entonces se abalanzó contra aquel hombre, y le dio un golpe tan violento en la nuca que
lo hizo caer al suelo. Y en seguida empezó a dar gritos llamando al guarda del zoco. Y con la excitación de
su embriaguez, siguió golpeando al jorobado y quiso estrangularlo, apretóndole la garganta con ambas manos.
En este momento llegó el guarda del zoco y vio al nazareno encima del musulmán, dándole golpes y a
punto de ahogarlo. Y el guarda dijo:
¡Deja a ese hombre y levántate!”, Y el cristiano se levantó. Entonces el guarda del zoco se acercó al jorobado,
que se hallaba tendido en el suelo, lo examinó, y vio que estaba muerto. Y gritó entonces: “¿Cuándo
se ha visto que un nazareno tenga la audacia de golpear a un musulmán y matarlo? Y el guarda se apoderó
del nazareno, le ató las manos a la espalda y le llevó a casa del walí. Y el nazareno, se lamentaba y decía:
“¡Oh Mesías, oh Virgen! ¿Cómo habré podido matar a ese hombre? ¡Y qué pronta ha muerto, sólo de un
puñetazo! Se me pasó la borrachera, y ahora viene la reflexión.”
Llegados a casa del walí, el nazareno y el cadáver del jorobado quedaron encerrados toda la noche, hasta
que él walí se despertó por la mañana. Entonces el walí interrogó al nazareno, que no pudo negar los hechos
referirlos por el guarda, del zoco. Y el walí no pudo hacer otra cosa que condenar a muerte a aquel,
nazareno que había matado a un musulmán. Y ordenó que el portaalfanje pregonara por toda la ciudad la
sentencia de muerte del corredor nazareno. Luego mandó que levantasen la horca y se llevasen a ella al
sentenciado.
Entonces se acercó el portaalfanje y preparó, la cuerda, hizo el nudo corredizo, se lo pasó al nazareno por
el cuello, y ya iba a tirar de él, cuando de pronto el proveedor del sultán hendió la muchedumbre y abriéndose
camino hasta el nazareno, que estaba de pie junto a la horca, dijo al portaalfanje: “¡Detente! ¡Yo soy
quien ha matado a ese hombre!” Entonces el walí le preguntó: “¿Y por qué le mataste?” Y el intendente
dijo: “Vas a saberlo. Esta noche, al entrar en mi casa, advertí que se había metido en ella descolgándose por
la terraza, para robarme las provisiones. Y le di un golpe en el pecho con un palo, y en seguida le vi caer
muerto. Entonces le cogí a cuestas y le traje al zoco, dejándole de pie arrimado contra una tienda en tal sitio
y en tal esquina. Y he aquí que ahora, con mi silencio iba a ser causa de que matasen a este nazareno, después
de haber sido yo quien mató a un musulmán. ¡A mí, pues, hay que ahorcarme!”
Cuando el walí hubo oído las palabras del proveedor, dispuso que soltasen al nazareno, y dijo al portaalfanje:
“Ahora mismo ahorcarás a este hombre, que acaba de confesar su delito.”
Entonces el portaalfanje cogió la cuerda que había pasado por el cuello del cristiano y rodeó con ella el
cuello del proveedor, lo llevó juntó al patíbulo, y lo iba a levantar en el aire, cuando de pronta el médico
judío atravesó la muchedumbre, y dijo a voces al portaalfanje: “¡Aguarda! ¡El única culpable soy yo!” Y
después contó así la cosa: “Sabed todos que este hombre me vino a buscar para consultarme, a fin de que lo
curara. Y cuando yo bajaba la escalera para verle, como era de noche, tropecé, con él y rodó hasta lo último
de la escalera, convirtiéndose en un cuerpo sin alma. De modo que no deben matar al proveedor, sino a mí
solamente. Entonces el walí dispuso la muerte del médico judío. Y el portaalfanje quitó la cuerda del cuello
del proveedor y la echó al cuello del médico judío, cuando se vio llegar al sastre, que, atropellando a todo el
mundo, dijo: “¡Detente! Yo soy quien lo maté. Y he aquí lo que ocurrió. Salí ayer de paseo y regresaba a
mi casa al anochecer. En el camino encontré a este jorobado, que estaba borracho y muy divertido, pues
llevaba en la mano una pandereta y se acompañaba con ella cantando de una manera chistosísma. Me detuve
para contemplarle y divertirme, y tanto me regocijó, que lo convidé a comer en mi casa. Y compré pescado
entre otras cosas„ y, cuando estábamos comiendo, tomó mi mujer un trozo de pescado, que colocó en
otro de pan, y se lo metió todo en la boca a este hombre y el bocado le ahogó, muriendo en el acto. Entonces
lo cogimos entre mi mujer y yo y lo llevamos a casa del médico judío. Bajó a abrimos un negra, y yo le
dije lo que le dije. Después le di un cuarto de dinar para su amo. Y mientras ella subía, agarré en seguida al
jorobado y lo puse de pie contra el muro de la escalera, y yo y mi mujer nos fuimos a escape. Entretanto,
bajó el médico judío para ver al enfermo; pero tropezó con el jorobado, que cayó en tierra, y el judío creyó
que lo había matado él.”
Y en este momento, el sastre se volvió hacia el médico judío y le dijo: ¿No fue así?” El médico repuso:
“¡Esa es la verdad!” Entonces, el sastre, dirigiéndose al walí, exclamó: ¡Hay, pues, que soltar al judío y
ahorcarme a mí!”
El walí, prodigiosamente asombrado, dijo entonces: “En verdad que esta historia merece escribirse en los
anales y en los libros.” Después mandó al portaalfanje que soltase al judío y ahorcase al sastre, que se había
declarado culpable. Entonces el portaalfanje llevó al sastre junto a la horca, le echó la soga al cuello, y dijo:
“¡Esta vez va de veras! ¡Ya no habrá ningún otro cambio!” Y agarró la cuerda.
¡He aquí todo, por el momento! En cuanto al jorobado, no era otro que el bufón del sultán, que ni una hora
podía separarse de él. Y el jorobado, después de emborracharse aquella noche, se escapó de palacio,
permaneciendo ausente toda la noche. Y al otro día, cuando el sultán preguntó por él, le dijeron: ¡Oh señor,
el walí te dirá que el jorobado ha muerto, y que su matador iba a ser ahorcado!, Por eso el walí había mandado
ahorcar al matador, y el verdugo se preparaba a ejecutarle; pero entonces se presentó un segundo individuo,
y luego un tercero, diciendo todos: “¡Yo soy el único que ha matado al jorobado!” “Y cada cual
contó al walí la causa de la muerte.”
Y el sultán, sin querer escuchar más, llamó a un chambelán y le dijo: “Baja en seguida en busca, del walí
y ordénale que, traiga a toda esa gente que está junto a la horca.”
Y el chambelán bajó, y llegó junto al patíbulo, precisamente cuando el verdugo iba a éjecutar al sastre.”
Y el chambelán gritó: “¡Detente!” Y en seguida le contó al walí que ésta historia del jorobado había llegado
a oídos del rey. Y se lo llevó, y se llevó también al sastre, al médico judío, al corredor nazareno y al proveedor,
mandando transportar también el cuerpo del jorobado, y con todos ellos marchó en busca del sultán.
Cuando el walí se presentó entre las manos del rey; se inclinó, y besó la tierra, y refirió toda la historia
del jorobado, con todos sus pormenores, desde el principio hasta el fin. Pero es inútil repetirla.
El sultán,, al oir tal historia, se maravilló mucho y llegó al límite más extremo de la hilaridad. Después
mandó a los escribas de palacio que escribieran esta historia con aguja de oro. Y luego preguntó a todos los
presentes: “¿Habéis oído alguna vez historia semejante a la del jorobado?” Entonces el corredor nazareno
avanzó un paso, besó la tierra entre las manos del rey, y dijo: “¡Oh rey de los siglos y del tiempo! Se una
historia mucho más asombrosa que nuestra aventura con el jorobado. La referiré, si me das tu venia, por
que es mucho más sorprendente, más extraña y más deliciosa que la del jorobado.”
Y dijo el rey: “¡Ciertamente! Desembucha lo que hayas de decir para que lo oigamos.”
Entonces, el corredor nazareno dijo:
RELATO DEL CORREDOR NAZARENO
“Sabe, ¡oh rey del tiempo! que vine a este país para un asunto comercial. Soy un extranjero a quien el
Destino encaminó a tu reino. Porque yo nací en al ciudad de El Cairo y soy copto entre los coptos. Y es
igualmente cierto que me crié en El Cairo, y en aquella ciudad fue corredor mi padre antes que yo.
Cuando murió mi padre ya había llegado yo a la edad de hombre. Y por eso fui corredor como él, pues
contaba con toda clase de cualidades para este oficio, que es la especialidad entre nosotros los coptos.
Pero un día entré los días estaba yo sentado a la puerta del khan de los mercaderes de granos, y el pasar a
un joven, hermoso como la luna llena, vestido con el más suntuoso traje y montado en un borrico blanco
ensillado con una silla roja. Cuando me vio este joven me saludó, y yo me levanté por consideración hacia
él. Sacó entonces un pañuelo que contenía una muestra de sésamo, y me preguntó: “¿Cuánto vale el ardeb
de esta clase de sésamo?' Y yo le dije: “Vale cien dracmas.” Entonces me contestó: “Avisa a los medidores
de granos y ven con ellos al khan Al-Gaonalí, en el barrio de Bab Al-Nassr; allí me encontrarás.” Y se alejó,
después de darme el pañuelo que contenía la muestra de sésamo.
Entonces me dirigí a todos los mercaderes de granos y les enseñé la muestra que yo había justipreciado
en cien dracmas. Y los mercaderes la tasaron en ciento veinte dracmas por ardeb. Entonces me alegré sobremanera,
y haciéndome acompañar de cuatro medidores, fui en busca del joven, que, efectivamente, me
aguardaba en el khan. Y al verme, corrió a mi encuentro y me condujo a un almacén donde estaba el grano,
y los medidores llenaron sus sacos, y lo pesaron todo, que ascendió en total a cincuenta medidas en ardebs.
Y el joven me dijo: “Te corresponden por comisión diez dracmas por cada ardeb que se venda a cien dracmas.
Pero has de cobrar en mi nombre todo el dinero, y lo guardarás cuidadosamente en tu casa, hasta que
lo reclame. Como su precio total es cinco mil dracmas, te quedarás con quinientos, guardando para mí cuatro
mil quinientos: En cuanto despache mis negocios, iré a buscarte para recoger esa cantidad.” Entonces yo
le contesté: “Escucho y obedezco.” Después le besé las manos y me fui.
Y efectivamente, aquel día gané mil dracmas de corretaje, quinientos del vendedor y quinientos de los
compradores, de modo que me correspondió el veinte por ciento, según la costumbre de los corredores
egipciós.
En cuanto al joven, después de un mes de ausencia, vino a verme y me dijo: “¿Dónde están los dracmas?”
Y le contesté en seguida: “A tu disposición; helos aquí metidos en este saco.” Pero él me dijo: “Sigue
guardándolos algún tiempo hasta que yo venga a buscarlos.” Y se fue y estuvo ausente otro mes, y regresó
y me dijo: “¿Dónde están los dracmas?” Entonces yo me levanté, le saludé y le dije: “Aquí están a tu
disposición. Helos aquí.” Después añadí: “¿Y ahora quieres honrar mi casa viniendo a comer conmigo un
plato o dos, o tres o cuatro?” Pero se negó y me dijo: “Sigue guardando el dinero, hasta que venga a reclamártelo,
después de haber despachado algunos asuntos urgentes.” Y se marchó. Y yo guardé cuidadosamente
el dinero que le pertenecía, y esperé su regreso.
Volvió al cabo de un mes, y me dijo: “Esta noche pasaré por aquí y recogeré el dinero.” Y le preparé los
fondos; pero aunque le estuve aguardando toda la noche y varios días consecutivos, no volvió hasta pasado
un mes; mientras yo decía para mí: “¡Qué. confiado es ese joven! En toda mi vida, desde que soy corredor
en los khanes y los zocos, he visto confianza como esta.” Se me acercó y le vi, como siempre, en su borrico,
con suntuoso traje; y era tan hermoso como la luna llena, y tenía el rostro brillante y fresco como si saliese
del hammam, y sonrosadas las mejillas y la frente como una flor lozana, y en un extremo del labio un
lunar, como gota de ámbar negro, según dice el poeta:
¡La luna llena se encontró con el sol en lo alto de la torre, ambos en todo el esplendor de su belleza!
¡Tales eran los dos amantes! ¡Y cuantos los veían, tenían que admirarlos y desearles completa felicidad!
¡Y ahora son tan hermosos, que cautivan el alma!
¡Gloria, pues, a Alah, que realiza tales prodigios y forma sus criaturas a su deseo!
Y al verle, le besé las manos e invoqué para él todas las bendiciones de Alah, y le dije: “¡Oh mi señor!
Supongo que ahora recogerás tu dinero.” Yme contestó: “Ten todavía un poco de paciencia; pues en cuanto
acabe de despachar mis asuntos vendré a recogerlo.” Y me volvió la espalda y se fue. Y yo supuse que tardaría
en volver, y saqué el dinero y lo coloqué con un interés de veinte por ciento, obteniendo de él cuantiosa
ganancia. Y dije para mí:- “¡Por Alah! Cuando vuelva, le rogaré que acepte mi invitación, y le trataré
con toda largueza, pues me aprovecho de sus fondos y me estoy haciendo muy rico.”
Y transcurrió un año, al cabo del cual regresó, y le vi vestido con ropas más lujosas que antes, y siempre
montado en su borrico blanco, de buena raza.
Entonces le supliqué fervorosamente que aceptase mi invitación y comiera en mi casa, a lo cual me contestó::
“No tengo inconveniente, pero con la condición de que el dinero para los gastos no los saques de los
fondos que me pertenecen y están en tu casa.” Y se echó a reír. Y yo hice lo mismo. Y le dije: “Así sea, y
de muy buena gana.” Y le lleve a casa, y le rogué que se sentase, y corrí al zoco a comprar toda clase de víveres,
bebidas y cosas semejantes, y lo puse todo sobre el mantel entre sus manos, y le invité a empezar, diciendo:
“¡Bismnah!” Entonces se acercó a los manjares, pero alargó la mano izquierda, y se puso a comer
con esta mano izquierda. Y yo me quedé sorprendidísimo, y no supe qué pensar. Terminada la comida, se
lavó la mano izquierda sin auxilio de la derecha, y yo le alargué la toalla para que se secase, y después nos
sentamos a conversar.
Entonces le dije: “¡Oh mi generoso señor! Líbrame de un peso que me abruma y de una tristeza que me
aflige. ¿Por qué has comido con la manó izquierda? ¿Sufres alguna enfermedad en tu mano derecha?” Y al
oirlo el mancebo, me miró y recitó estas estrofas:
¡No preguntes por los sufrimientos y dolores de mi alma! ¡Conocerías mi mal!
¡Y sobre todo, no preguntes si soy feliz! ¡Lo fuíl ¡Pero hace tanto tiempo! ¡Desde entonces, todo ha
cambiado! ¡Y contra lo inevitable no hay más que invocar la cordura!
Después sacó el brazo derecho de la manga del ropón, y vi que la mano estaba cortada, pues, aquel brazo
terminaba en un muñón. Y me quedé asombrado profundamente. Pero él me dijo: “¡No te asombres tanto!
Y sobre todo, no creas que he comido con la mano izquierda por falta de consideración a tu persona, pues
ya ves que ha sido por tener cortada la derecha. Y el motivo de ello no puede ser más sorprendente.” Entonces
le pregunté: “¿Y cuál fue la causa?” Y el joven suspiró, se le llenaron de lágrimas los ojos, y dijo:
“Sabe que yo, soy de Bagdad. Mi padre era uno de los principales personajes entre los personajes. Y yo,
hasta llegar a la edad de hombre, pude oír los relatos de los viajeros, peregrinos y mercaderes que en casa
de mi padre nos contaban las maravillas de los países egipcios. Y retuve en la memoria todos estos relatos,
admirándolos en secreto, hasta que falleció mi padre. Entonces cogí cuantas riquezas pude reunir, y mucho
dinero, y compré gran cantidad de mercancías en telas de Bagdad y de Mossul, y otras muchas de alto precio
y excelente clase; lo empaqueté todo y salí de Bagdad. Y como estaba escrito por Alah que había de
llegar sano y salvo al término de mi viaje, no tardé en hallarme en esta ciudad de El Cairo, que es tu ciudad.”
Pero en este momento el joven se echó a llorar y recitó estas estrofas:
¡A veces, el ciego, el ciego de nacimiento, sabe sortear la zanja donde cae el que tiene buenos ojos!
¡A veces, el insensato sabe callar las palabras que, pronnnciádas por el sabio, son la perdición del sabio!
¡A veces, el hombre piadoso y creyente sufre desventuras, mientras que el loco, el impío, alcanza la felicidad!
¡Así, pues, conozca el hombre su impotencia! ¡La fatalidad es la única reina del mundo!
Terminados los versos, siguió en esta forma su relación:
“Entré, pues, en El Cairo, y fui, al khan Serur, deshice mis paquetes, descargué mis camellos y puse las
mercancías en un local que alquilé para almacenarlas. Después di dinero a un criado para que comprase
comida, y dormí en seguida un rato, y al despertarme, salí a dar una vuelta por Bain Al-Kasrein, regresando
después al khan Serur, en dónde pasé la noche.
Cuando me desperté por la mañana, dije para mí, desliando un paquete de telas: “Voy a llevar esta tela al
zoco y a enterarme de cómo van las compras.” Cargué las telas en los hombros de un criado, y me dirigí al
zoco, para llegar al centro de los negocios, un gran edificio rodeado de pórticos y de tiendas de todas clases
y de fuentes. Ya sabes que allí suelen estar los corredores, y que aquel sitio se llama el kaisariat Guergués.
Cuando llegué, todos los corredores, avisados de mi viaje, me rodearon, y yo les di las telas, y salieron en
todas direcciones a ofrecer mis géneros a los principales compradores de los zocos. Pero al volver me dijeron
que el precio ofrecido por mis mercaderías no alcanzaba al que yo había pagado por ellas ni a los gastos
desde Bagdad hasta El Cairo. Y como no sabía qué hacer, el jeique principal de los corredores me dijo: “Yo
sé el medio de que debes valerte para que ganes algo. Es sencillamente que hagas lo que hacen todos los
mercaderes. Vender al por menor tus mercaderías a los comerciantes con tienda abierta, por tiempo determinado,
ante testigos y por escrito, que firmaréis ambos, con intervención de un cambiantes Y así, todos los
lunes y todos los jueves cobrarás el dinero que te corresponda. Y de este modo, cada dracma te producirá
dos dracmas y a veces más. Y durante este tiempo tendrás ocasión de visitar El Cairo y de admirar el Nilo.”
Al oír estas palabras, dije: “Es en verdad una idea excelente.” Y en seguida reuní a los pregoneros y corredores
y marché con ellos al khan Serur y les di todas las mercaderías, que llevaron a la kaisariat. Y lo
vendí todo al por menor a los mercaderes, después que se escribieron las cláusulas de una y otra parte, ante
testigos, con intervención de un cambista de la kaisariat.
Despachado este asunto, volví al khan, permaneciendo allí tranquilo; sin privarme de ningún placer ni escatimar
ningún gasto. Todos los días comía magníficamente, siempre con la copa de vino encima del mantel.
Y nunca faltaba en mi mesa buena carne de carnero, dulces y confituras de todas clases. Y así seguí,
hasta que llegó el mes en que debía cobrar con regularidad mis ganancias. En efecto, desde la primera semana
de aquel mes, cobré como es debido mi dinero. Y los jueves y los lunes me iba a sentar en la tienda
de alguno de los deudores míos, y el cambista. y el escribano público recorrían cada una de las tiendas, recogían
el dinero y me lo entregaban.
Y fue en mí una costumbre el ir a sentarme, ya en una tienda, ya en otra. Pero un día, después de salir del
hammam, descansé un rato; almorcé un pollo, bebí algunas copas de vino, me lavé en seguida las manos,
me perfumé con esencias aromáticas y me fui al barrio de la kaisariat Guergués, para sentarme en la tienda
de un vendedor de telas llamado.Badreddin Al-Bostani. Cuando me hubo visto me recibió con gran consideración
y cordialidad, y estuvimos hablando una hora. Pero mientras conversábamos vimos llegar una
mujer con un largo veló de seda azul. Y entró en la tienda para comprar géneros, y se sentó a mi lado en un
taburete. Y el velo que le cubría la cabeza, y le tapaba ligeramente el rostro, estaba echado a un lado, y
exhalaba delicados aromas y perfumes. Y la negrura de sus pupilas, bajo el velo, asesinaba las almas y
arrebataba la razón. Se sentó y saludó a Badreddín, que después, de corresponder a su salutación de paz, se
quedó de pie ante ella, y empezó a hablar, mostrándole telas de varias clases. Y yo, al oír la voz de la dama,
tan llena de encanto y tan dulce, sentí que el amor apuñalaba mi hígado.
Pero la dama, después de examinar algunas telas, que no le parecieron bastante lujosas, dijo a Badreddin:
“¿No tendrías por casualidad una pieza de seda blanca tejida con hilos de oro puro?” Y Badreddin fue al
fondo de la tienda, abrió un armario pequeño, y de un montón de varias piezas de tela sacó una de seda
blanca, tejida con hilos de oro puro, y luego la desdobló delante de la joven. Y ella la encontró muy a su
gusto y a su conveniencia, y le dijo al mercader: “Como no llevó dinero encima, creo que me la podré llevar,
como otras veces, y en cuanto llegue a casa te enviaré el importe,” Pero el mercader le dijo: “¡0h mi
señora! No es posible por esta vez, porque esa tela no es mía, sino del comerciante que está ahí sentado, y
me he compromentido a pagarle hoy mismo;” Entonces sus ojos lanzaron miradas de indignación, y dijo:
“Pero desgraciado, ¿no sabes que tengo la costumbre de comprarte las telas más caras y pagarte más de lo
que me pides. ¿No sabes que nunca he dejado de enviarte su importe inmediatamente?” Y el mercader
contestó: “Ciertamente, ¡oh mi señora! Pero hoy tengo que pagar ese dinero en seguida.” Y entonces la dama
cogió la pieza de tela, se la tiró a. la cara al mercader, y le dijo: “¡Todos sois lo mismo en tu maldita
corporación!” Y levantándose airada, volvió la espalda para salir.
Pero yo comprendí que mi alma se iba con ella, me levanté apresuradamente y le dije: “¡Oh mi señora!
Concédeme la gracia de volverte un poco hacia mí y desandar generosamente tus pasos.” Entonces ella volvió
su rostro hacia donde yo estaba, sonrió discretamente, y me dijo: “Consiento en pisar otra vez esta tienda,
pero es sólo en obsequio tuyo.” Y se sentó en la tienda frente a mí. Entonces, volviéndome hacia Badreddin,
le dije: “¿Cuál es el precio de esta tela?” Badreddn contestó: “Míl cien dracmas.” Y yo repuse:
“Está bien, Te pagaré además cien dracmas de ganancia. Trae un papel para que te de el precio por escrito.”
Y cogí la pieza de seda tejida con oro, y a cambio le di el precio por escrito, luego entregué la tela a la dama,
diciéndole: “Tómala, y puedes irte sin que te preocupe el precio, pues ya me lo pagaras cuando gustes.
Y para esto te bastará venir un día entre los días a buscarme en el zoco, donde siempre estoy sentado en una
o en otra tienda. Y si quieres honrarme aceptándola como homenaje mío, te pertenece desde ahora.” Entónces
me contestó: “¡Alah te lo premie con toda clase de favores! ¡Ojalá alcances todas las riquezas que
me pertenecen, convirtiéndote en mi dueño y en corona de mi cabeza! ¡Así oiga Alah mi ruego!” Y yo le
repliqué: “¡Oh señora mía, acepta, pues, esta pieza de seda! ¡Y que no sea esta sola! Pero te ruego que me
otorgues el favor de que admire un instante el rostro que me ocultas.” Entonces se levantó el finísimo velo
que le cubría la parte inferior de la cara y no dejaba ver más que los ojos.
Y vi aquel rostro de bendición, y esta sola mirada bastó para aturdirme, avivar el amor en mi alma y
arrebatarme la razón. Pero ella se apresuró a bajar el velo, cogió la tela, y me dijo: “¡Oh dueño mío, que no
dure mucho tu ausencia, o moriré desolada!” Y después se marchó. Y yo me quedé solo con el mercader
hasta la puesta del sol.
Y me hallaba como si hubiese perdido la razón y el sentido, dominado en absoluto por la locura de aquella
pasión tan repentina. Y la violencia de este sentimiento hizo que me arriesgase a preguntar al mercader
respecto a aquella dama. Y antes de levantarme para irme, le dije: “¿Sabes quién es esa dama?” Y me contestó:
“Claro que sí. Es una dama muy rica. Su padre fue un emir ilustre, que. murió, dejándole muchos bienes
y riquezas.”
Entonces me despedí del mercader y me marché, para volver al khan Serur, donde me alojaba. Y mis
criados me sirvieran de comer; pero yo pensaba en ella, y no pude probar bocado. Me eché a dormir; pero
el sueño huía de mi persona, y pasé toda la noche en vela, hasta por la mañana.
Entonces me levanté, me puse un traje más lujoso todavía que el de la víspera, bebí una copa de vino, me
desayuné con un buen plato, y volví a la tienda del mercader, a quien hube de saludar, sentándome en el sitio
de costumbre. Y apenas había tomado asiento, vi llegar a la joven, acompañada de una esclava. Entró, se
sentó y me saludó, sin dirigir el menor saludo de paz a Badreddin. Y con su voz tan dulce y su incomparable
modo de hablar, me dijo: “Esperaba que hubieses enviado a alguien a mi casa para cobrar los mil doscientos
dracmas que importa la pieza de seda.” A lo cual contesté: “¿Por qué tanta prisa, si a mí no me corre
ninguna?” Y ella me dijo: “Eres muy generoso, pero yo no quiero que por mí pierdas nada.” Y acabó
por dejar en mi mano el importe de la tela, no obstante mi oposición. Y empezamos a hablar. Y de pronto
me decidí a expresarle por señas la intensidad de mi sentimiento. Pero inmediatamente se levantó y se alejó
a buen paso, despidiéndose por pura cortesía. Y sin poder contenerme, abandoné la tienda, y la fui siguiendo
hasta que salimos del zoco. Y la perdí de vista, pero se me acercó una muchacha, cuyo velo no me permitía
adivinar quién fuese, y me dijo: “¡Oh mi señor! Ven a ver a mi señora, que quiere hablarte.” Entonces,
muy sorprendido, le dije: “¡Pero si aquí nadie me conoce!” Y la muchacha replicó: “¡Oh cuán escasa es
tu memoria! ¿No recuerdas a la sierva que has visto ahora mismo en el zoco, con su señora, en la tienda de
Badreddin?” Entonces eché a andar detrás de ella, hasta que vi a su señora en una esquina de la calle de los
Cambios.
Cuando ella me vio, se acercó a mí rápidamente, y llevándome. a un rincón de la calle, me dijo: “¡Ojo de
mi vida! Sabe que con tu amor llenas todo mi pensamiento y mi alma. Y desde la hora que te vi, ni disfruto
del sueño reparador, ni como, ni bebo.” Y yo le contesté: “A mí me pasa igual; pero la dicha que ahora gozo
me impide quejarme.” Y ella dijo: “¡Ojo de mi vida!: ¿Vas a venir a mi casa, o iré yo a la tuya?” Yo repuse:
“Soy forastero y no dispongo de otro lugar que el khan, en donde hay demasiada gente.. Por tanto, si
tienes bastante confianza en mi cariño para recibirme en tu casa, colmarás mi felicidad.” Y ella respondió:
“Cierto que sí pero esta noche es la noche del viernes y no puedo recibirte. Pero mañana después de la oración
del mediodía, monta en tu borrico, y pregunta por el barrio de Habbania, y cuando llegues a él, averigua
la casa de Barakat, el que fue gobernador, conocido por Aby-Schama. Allí vivo yo. Y no dejes de ir,
que te estaré esperando.”
Yo estaba loco de alegría; después nos separamos. Volví al khan Serur, en donde habitaba, y no pude
dormir en toda la noche. Pero al amanecer me apresuré a levantarme, y me puse un traje nuevo, perfumándome
con los más suaves aromas, y me proveí de cincuenta dinares de oro, que guardé en un pañuelo. Salí
del khan Serur, y me dirigí hacia el lugar llamado Bab-Zauilat, alquilando allí un borrico, y le dije al burrero:
“Vamos al barrio de Habbania:” Y me llevó en muy escaso tiempo, llegando a una calle llamada Darb
Al-Monkari, y dije al burrero: “Pregunta en esta calle por la casa del nakib Aby-Schama.” El burrero se fue,
y volvió a los pocos momentos con las señas pedidas, y me dijo: “Puedes apearte.” Entonces eché pie a tierra,
y le dije: “Ve adelante para enseñarme el camino.” Y me llevó a la casa, y entonces le ordené: “Mañana
por la mañana volverás aquí para llevarme de nuevo al khan.” Y el hombre me contestó que así lo haría.
Entonces le di un cuarto de dinar de oro, y cogiéndolo, se lo llevó a los labios y después a la frente, para
darme las gracias, marchándose en seguida.
Llamé entonces a la puerta de la casa. Me abrieron dos jovencitas, y me dijeron: “Entra, ¡oh señor! nuestra
ama te aguarda impaciente. No duerme par las noches a causa de la pasión que le inspiras.”
Entré en un patio, y vi un soberbio edificio con siete puertas; y aparecía toda la fachada llena de ventanas,
que daban a un inmenso jardín. Este jardín encerraba todas las maravillas de árboles frutales y de flores;
lo regaban arroyos y lo encantaba el gorjeo de las aves. La casa era toda de mármol blanco, tan diáfano
y pulimentado, que reflejaba la imagen de quien lo miraba, y los artesonados interiores estaban cubiertos de
oro y rodeados de inscripciones y dibujos de distintas formas. Todo su pavimento era de mármol muy rico
y de fresco mosaico. En medio de la sala hallábase una fuente incrustada, de perlas y pedrería. Alfombras
de seda cubrían los suelos; tapices admirables colgaban de los muros, y en cuanto a los muebles, el lenguaje
y la escritura más elocuentes no podrían describirlos.
A los pocos momentos de entrar sentarme...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y sé calló discretamente.
**
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el mercader prosiguió así su historia al corredor copto del
Cairo, el cuál se la contaba al sultán de aquella ciudad de la China:
“Vi que se me acercaba la joven, adornada con perlas y pedrería, luminosa la cara y asesinos los negros
ojos. Me sonrió, me cogió entre sus brazos, y me estrechó contra ella. En seguida juntó sus labios con los
míos. Y yo hice lo propio. Y ella me dijo: “¿Es cierto que te tengo aquí, o es un sueño? Yo respondí: “¡Soy
tu esclavo!” Y ella dijo: “¡Hoy es un día de bendición! ¡Por Alah! ¡Ya no vivía, ni podía disfrutar comiendo
y bebiendo!” Yo contesté: “Y yo igualmente.” Luego nos sentamos, y yo, confundido por aquel modo de
recibirme, no levantaba la cabeza.
Pero pusieron el mantel y nos presentaron platos exquisitos: carnes asadas, pollos rellenos y pasteles de
todas clases. Y ambos comimos hasta saciarnos, y ella me ponía lose monjares en la boca, invitándome cada
vez con dulces palabras y miradas insinuantes, Después me presentaron el jarro y la palangana de cobre,
y me lavé las manos, y ella también, y nos perfumamos con agua de rosas y almizcle, y nos sentamos para
departir.
Entonces ella empezó a contarme sus penas, y yo hice lo mismo. Y con esto me enamoré todavía más. Y
en seguida empezamos con mimos y juegos. Pero no sería de ninguna utilidad detallarlos. Y lo demás, con
sus pormenores, pertenece al misterio.
A la mañana siguiente me levanté, puse disimuladamente debajo de la almohada el bolsillo con los cincuenta
dinares de oro, me despedí de la joven y me dispuse a salir. Pero ella se echó a llorar, y me dijo:
“¡Oh dueño mío! ¿cuándo volveré a ver tu hermoso rostro?” Y yo le dije: “Volveré esta misma noche.”
Y al salir encontré a la puerta el borrico que me condujo la víspera; y allí estaba también el burrero esperándome.
Monté en el burro, y llegué al khan Serur, donde hube de apearme, y dando media dinar de oro al
burrero, le dije: “Vuelve aquí al anochecer.” Y me contestó: “Tus órdenes están sobre mi cabeza.” Entré
entonces en él khan y almorcé. Después salí para recoger de casa de los mercaderes el importe de mis géneros.,
Cobré las cantidades, regresé a casa, dispuse que preparasen un carnero asado, compré dulces, y llamé
a un mandadero, al cual di las señas de la casa de la joven, pagándole por adelantado y ordenándole que
llevara todas aquellas cosas. Y yo seguí ocupado en mis negocios hasta la noche, y cuando, vino a buscarme
el burrero, cogí cincuenta dinares de oro, que guardé en un pañuelo, y salí.
Al entrar en la casa pude ver que todo lo habían limpiado, lavado el suelo, brillante la batería de cocina,
preparados los candelabros, encendidos los faroles, prontos los manjares y escanciados los vinos y demás
bebidas. Y ella, al verme, se echó en mis brazos, y acariciándome me dijo: “¡Por Alah! ¡Cuanto te deseo!”
Y después nos pusimos a comer avellanas y nueces hasta media noche, En la mañana me levanté, puse los
cincuenta dinares de oro en el sitio de costumbre, y me fui.
Monté en el borrico, me dirigí al khan, y allí estuve durmiendo. Al anochecer me levanté y dispuse que el
cocinero del khan preparase la comida: un plato de arroz salteado con manteca y aderezado con nueces y
almendras, y otro plato de cotufas fritas, con varias cosas más. Luego compré flores, frutas y varias clases
de almendras, y las envié á casa de mi amada. Y cogiendo cincuenta dinares; de oro, los puse en un pañuelo
y salí. Y aquella noche me sucedió con la joven lo que estaba escrito que sucediese.
Y siguiendo de este modo, acabé par arruinarme en absoluto, y ya no poseía un dinar, ni siquiera un
dracma. Entonces dije para mí que todo ello había sido obra del Cheitán. Y recité las siguientes estrofas:
¡Si la fortuna abandonase al rico, lo veréis empobrecerse y extinguirse sin gloria, como el sol que amarillea
al ponerse!
Y al desaparecer, su recuerdo se borra para siempre de todas las memorias ¡Y si vuelve algún día, la
suerte no le sonreiría nunca!
¡Ha de darle vergüenza presentarse en las calles! ¡Y a solas consigo mismo, derramará todas las lágrimas
de sus ojos!
¡Oh, Alah! ¡El hombre nada puede esperar de sus amigos, porque si cae en la miseria, hasta sus parientes
renegarán de él!
Y no sabiendo qué hacer, dominado por tristes pensamientos, salí del khan para pasear un poco, y llegué
a la plaza de Bain Al-Kasrain, cerca de la puerta de Zauilat. Allí vi un gentío enorme que llenaba toda la
plaza, por ser día de fiesta y de feria. Me confundí entre la muchedumbre, y por decreto del Destino hallé a
mi lado un jinete muy bien vestido. Y como la gente aumentaba, me apretujaron contra él, y precisamente
mi mano sé encontró pegada a su bolsillo; y noté que el bolsillo contenía un paquetito redondo. Entonces
metí rápidamente la mano y saqué el paquetito; pero no tuve bastante destreza para que él no lo notase.
Porque el jinete comprobó por la disminución de peso que le habían vaciado el bolsillo. Volvióse iracundo,
blandiendo la maza de armas, y me asestó un golpazo en la cabeza. Caí al suelo, y me rodeó un corro de
personas, algunas de las cuales impidieron que se repitiera, la agresión cogiendo al caballo de la brida y diciendo
al jinete: “¿No te da vergüenza aprovecharte de las apreturas para pegar a un hombre indefenso?”
Pero él dijo: “¡Sabed todos que ese individuo es un ladrón!”
En aquel momento volví en mí del desmayo en que me encontraba, y oí que la gente decía: “¡No puede
ser! Esté joven tiene sobrada distinción para dedicarse al robo:” Y todos discutían sí yo habría o no robado,
y cada vez era mayor la disputa. Hube de verme al fin arrastrado, por la muchedumbre, y quizá habría podido
escapar de aquel jinete, que no quería soltarme, cuando por decreto del Destido, acertaron a pasar por
allí el walí y su guardia, que atravesando la puerta de Zauilat, se aproximaron al grupo en que nos encontrábamos:
Y el walí preguntó: “¿Qué es lo. que pasa?” Y contestó el jinete: ¡Por Alah! ¡Oh Emir! He aquí a
un ladrón. Llevaba yo un bolsillo azul con veinte dinares de oro, y entre las apreturas ha encontrado manera
de quitármelo.” Y el walí preguntó al jinete: “¿Tienes algún testigo?” Y el jinete contestó: “No tengo ninguno.”
Entonces el walí llamó al mokadem, jefe de policía, y le dijo: “Apodérate de ese hombre y regístralo,”-
Y el mokaden me echó mano, porque ya no me protegía Alah, y me despojó de toda la ropa, acabando
por encontrar el bolsillo, que era efectivamente de seda azul. El walí lo cogió y contó el dinero, resultando
que contenía exactamente los veinte dinares de oro, según el jinete había afirmado.
Entonces el walí llamó a sus guardias, y les dijo: -Traed acá a ese hombre.” Y me pusieron en sus manos,
y me dijo: “Es necesario declarar la verdad. Dime si confiesas haber robado este bolsillo.” Y yo, avergonzado,
bajé la cabeza y reflexioné un momento, diciendo entr mí: “Si digo que no he sido yo, o me creerán,
pues acaban de encontrarme el bolsillo encima, y si digo que lo he robado me pierdo.” Pero acabé por decidirme,
y contesté: “Sí, lo he robado.”
Al vermé quedó sorprendido el walí, y llamó a los testigos, para que oyesen mis palabras, mandandome
que las repitiese ante ellos. Y ocurría todo aquello en la Bab-Zauilat.
`El walí mandó entonces al portaalfanje que me cortase la mano, según la ley contra los ladrones. Y el
portaalfanje me cortó inmediatamente la mano derecha. Y el jinete se compadeció de mí e intercedió con el
walí para que no me cortasen la otra mano. Y el walí le concedió esa gracia y se alejó. Y la gente me tuvo
lástima, y me dieron un vaso de vino para infundirme alientos, pues había perdido mucha sangre, y me hallaba
muy débil. En cuanto al jinete, se acercó a mí, me alargó el bolsillo y me lo puso en la mano, diciendo:
“Eres un joven bien educado y no se hizo para ti el oficio de ladrón:” Y dicho esto se alejó, después de
haberme obligado a aceptar el bolsillo. Y yo me marché también, envolviéndome el brazo con un pañuelo y
tapándolo con la manga del ropón. Y me había quedado muy pálido y muy triste a consecuencia de lo ocurrido.
Sin darme cuenta, me fui hacia la casa de mi amiga. Y al llegar, me tendí extenuado en el lecho Pero ella,
al ver mi palidez y mi decaimiento, me dijo: “¿Qué te pasa? ¿Cómo estás tan pálido?” Y yo contesté: “Me
duele mucho la cabeza; no me encuentro bien.” Entonces, muy entristecida, me dijo; “¡Oh dueño mío, no
me abrases el corazón! Levanta un poco la cabeza hacia mí, te lo ruego, ¡ojo de mi vida! y dime lo que te
ha ocurrido. 'Porque adivino en tu rostro muchas cosas.” Pero yo le dije: “¡Por favor! Ahórrame la pena de
contestarte.” Y ella, echándose a llorar, replicó: “¡Ya veo que te cansaste de mí, pues no estás conmigo,
como de costumbre!” Y derramó abundantes lágrimas mezcladas con suspiros, y de cuando en cuando interrumpía
sus lamentos para dirigirme preguntas, que quedaban sin respuesta; y así estuvimos hasta la noche.
Entonces nos trajeron de comer y nos presentaron los manjares, como solían. Pero yo me guardé bien de
aceptar, pues me habría avergonzado coger los alimentos con la mano izquierda, y temía que me preguntase
el motivo de ello. Y por tanto, exclamé: “No tengo ningún apetito ahora.” Y ella dijo: “Ya ves como tenía
razón. Entérame de lo que te ha pasado, y por qué estás tan afligido y con luto en el alma y en el corazón.”
Entonces acabé por decirle: “Te lo contaré todo, pero poco a poco, por partes.” Y ella, alargándome una
copa de vino, repuso: “¡Vamos, hijo mío! Déjate de pensamientos tristes. Con esto se cura la melancolía.
Bebe este vino, y confíame la causa de tus penas.” Y yo le dije: “Si te empeñas, dame tú misma de beber
con tu mano.” Y ella acercó la copa a mis labios, inclinándola con suavidad, y me dio de beber. Despues la
llenó de nuevo, y me la acercó otra vez. Hice un esfuerzo, tendí la mano izquierda y cogí la copa. Pero no
pude contener las lágrimas y rompí a llorar.
Y cuando ella me vio llorar, tampoco pudo contenerse, me cogió la cabeza con ambas manos, y dijo.,
¡Oh, por favor! ¡Dime el motivo de tu llanto! ¡Me estás abrasando el corazón! ¡Dime también por qué tomaste
la copa con la mano izquierda.” Y yo le contesté: “Tengo un tumor en la derecha.” Y ella replicó:
“Enséñamelo; lo sajaremos, y te aliviarás.” Y yo respondí: “No es el momento oportuno para tal operación.
No insistas, porque estoy resuelto a no sacar la mano.” Vacié por completo la copa, y seguí bebiendo cada
vez que ella me la ofrecía, hasta que me poseyó la embriaguez, madre del olvido. Y tendiéndome en el
misma sitio en que me hallaba, me dormí.
Al día siguiente, cuando me desperté, vi que me había preparado el almuerzo: cuatro pollos cocidos, caldo
de gallina y vino abundante. De todo me ofreció, y comí y bebí, y después quise despedirme y marcharme.
Pero ella me dijo: “¡Adónde piensas ir?” Y yo contesté: “A cualquier sitio en que pueda distraerme
y olvidar las penas que me oprimen el corazón.” Y ella me dijo: “¡Oh, no te vayas! ¡Quédate un poco más!”
Y yo me senté, y ella me dirigió una intensa mirada, y me dijo: “Ojo de mi vida, ¿qué locura te aqueja? Por
mi amor te has arruinado. Además, adivino que tengo también la_ culpa de que hayas perdido la mano derecha.
Tu sueño me ha hecho descubrir tu desgracia. Pero ¡por Alah! jamás me separaré de ti. Y quiero casarme
contigo legalmente.”
Y mandó llamar a los testigos, y les dijo: “Sed testigos de mi casamiento con este joven. Vais a redactar
el contrato de matrimonio, haciendo constar que me ha entregado la dote.”
Y los testigos redactaron nuestro contrato de matrimonio. Y ella les dijo: “Sed testigos asimismo de que
todas las riquezas que me pertenecen, y que están en esa arca que veis, así como cuanto poseo, es desde
ahora propiedad de este joven. Y los testigos lo hicieron constar, y levantaron acta de su declaración, así
como de que yo aceptaba, y se fueron después de haber cobrado sus honorarios.
Entonces la joven me cogió de la mano, y me llevó frente a un armario, lo abrió y me enseñó un gran
cajón, que abrió también y me dijo: “Mira lo que hay en esa caja.” Y al examinarla, vi que estaba llena de
pañuelos, cada uno de los cuales formaba un paquetito. Y me dijo: “Todo esto son los bienes que durante el
transcurso del tiempo fui aceptando de ti. Cada vez que me dabas un pañuelo con cincuenta dinares de oro,
tenía yo buen cuidado de guardarlo muy oculto en esa caja. Ahora recobra lo tuyo. Alah te lo tenía reservado
y lo había escrito en tu Destino. Hoy te protege Alah, y me eligió para realizar lo que él había escrito.
Pero por causa mía perdiste la mano derecha, y no puedo corresponder como es debido a tu amor ni a tu
adhesión a mi persona, pues no bastaría aunque para ello sacrificase mi alma.” Y añadió: “Toma posesión
de tus bienes.” Y yo mandé fabricar una nueva caja, en la cual metí uno por uno los paquetes que iba sacando
del armario de la joven.
Me levanté entonces y la estreché en mis brazos. Y siguió diciéndome las palabras más gratas y lamentando
lo poco que podía hacer por mí en comparación de lo que yo había hecho por ella. Después, queriendo
colmar cuanto había hecho, se levantó e inscribió a mi nombre todas las alhajas y ropas de lujo que poseía,
así como sus valores, terrenos y fincas, certificándolo con su sello y ante testigos.
Y aquella noche, se durmió muy entristecida por la desgracia que me había ocurrido por su causa.
Y desde aquel momento no dejó de lamentame y afligirse de tal modo, que al cabo de un mes se apoderó
de ella un decaimiento, que se fue acentuando y se agravó, hasta el punto de que murió a los cincuenta días.
Entonces dispuse todos los preparativos de los funerales, y yo mismo la deposité en la sepultura y mandé
verificar cuantas ceremonias preceden al entierro. Al regresar del cementerio entré en la casa y examiné todos
sus legados y donaciones, y vi que entre otras cosas me había dejado grandes almacenes llenos de sésamo.
Precisamente de este sésamo cuya venta te encargué, ¡oh mi señor! por lo cual te aviniste a aceptar
un escaso corretaje, muy inferior a tus méritos.
Y esos viajes que he realizado y que te asombraban eran indispensables para liquidar cuanto ella me ha
dejado, y ahora mismo acabo de cobrar todo el dinero y arreglar otras cosas.
Te ruego, pues, que no rechaces la gratificación que quiero ofrecerte, ¡oh tú que me das hospitalidad en
tu casa y me invitas a compartir tus manjares! Me harás un favor aceptando todo el dinero que has guardado
y que cobraste por la venta del sésamo.
Y tales mi historia y la causa de que coma siempre con la mano izquierda.”
Entonces, yo, ¡oh poderoso rey! dije, al joven: “En verdad que me colmas de favores y beneficios” Y me
contestó: “Eso no vale nada. ¿Quieres ahora, ¡oh excelente corredor! acompañarme a mi tierra, que, como
sabes, es Bagdad? Acabo de hacer importantes compras de géneros en El Cairo, y pienso venderlos con
mucha ganancia en Bagdad: ¿Quieres ser mi compañero de viaje y mi socio en las ganancias?” Y contesté:
“Pongo tus deseos sobre mis ojos.” Y determinamos partir a fin del mes.
Mientras tanto, me ocupé en vender sin pérdida ninguna todo lo que poseía, y con el dinero que aquello
me produjo compré también muchos géneros. Y partí con el joven hacia Bagdad; y desde allí después de
obtener ganancias cuantiosas y comprar otras mercancías, nos encaminamos a este país que gobiernas, ¡oh
rey de los siglos!
Y el joven vendió aquí todos sus géneros y ha marchado de nuevo a Egipto, y me disponía a reunirme
con él, cuando me ha ocurrido esta aventura con el jorobado, debida a mi desconocimiento del país, pues
soy un extranjero , que viaja para realizar sus negocios.
Tal es, ¡oh rey de los siglos! la historia, que juzgo más extraordinaria que la del jorobado.”
Pero el rey, contestó: “Pues a mi no me lo parece. Y voy a mandar que os ahorquen a todos, para que paguéis
el crimen cometido en la persona de mi bufón, este pobre jorobado a quien matasteis.”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana; y se calló discretamente.
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortimado! que cuando el rey de la China dijo: “Voy a mandar que os ahorquen
a todos”, el intendente dio un paso, prosternándose ante el rey, y dijo: “Si me lo perinítes, te contaré
una historia que ha ocurrido hace pocos días, y, que es más sorprendente y maravillosa que la del jorobado.
Si así lo crees después de haberla oído, nos indultarás a todos.” El rey de la China dijo: “¡Así sea!” Y el
intendente contó lo que sigue:
RELATO DEL INTENDENTE DEL REY DE LA CHINA
“Sabe, ¡oh rey de los siglos y del tiempo! que la noche última me convidáron, a una comida de boda, a la
cual asistían los sabios versados en el libro de la Nobleza. Terminada la lectura del Corán, se tendió el
mantel, se colocaron los manjares y se trajo todo lo necesario para el festín. Pero entre otros comestibles,
había un plato de arroz preparado con ajos que se llama rozbaja, y que es delicioso si está en su punto el
arroz y se han dosificado bien los ajos y especias que lo sazonan. Todos empezamos a comerlo con gran
apetito excepto uno de los convidados, que se negó rotundamente a tocar este plato de rozbaja. Y como le
instábamos a que lo probase, juró que no haría tal cosa. Entonces repetimos nuestro ruego, pero él nos dijo:
“Por favor, no me apremiéis de ese modo. Bastante lo pagué una vez que tuve la desgracia de probarlo.” Y
recitó esta, estrofa:
¡Si no quieres tratarte con el que fue tu amigo y deseas evitar su saludo, no pierdas el tiempo en inventar
estratagemas: huye de él!
Entonces no quisimos insistir más. Pero le preguntamos: “¡Por Alah! ¿Cual es la causa que te impide probar
este delicioso plato de rozbaja?” Y contestó: “He jurado no comer rozbaja sin haberme lavado las manos
cuarenta veces seguidas con sosa, otras cuarenta con potasa y otras cuarenta con jabón, o sean ciento
veinte veces.”
Y el dueño de la casa mandó a los criados que trajesen inmediatamente agua y las demás cosas que había
pedido el convidado. Y después de lavarse se sentó de nuevo el convidado, y aunque no muy a gusto, tendió
la mano hacia el plato en que todas comíamos, y trémulo y vacilante empezó a comer. Mucho nos sorprendió
aquello, pero más nos sorprendió cuando al mirar su mano vimos que sólo tenía cuatro dedos, pues
carecía del pulgar. Y el convidado no comía más que con cuatro dedos. Entonces le dijimos: “¡Por Alah sobre
ti! Dinos por qué no tienes pulgar. ¿Es una deformidad de nacimiento, obra de Alah, o has sido víctima
de algún accidente?”
Y entonces contestó: “Hermanos, aún no lo habéis visto todo. No me falta un pulgar, sino los dos, pues
tampoco le tengo en la mano izquierda. Y además, en cada pie me falta otro dedo. Ahora lo vais a ver.” Y
nos enseñó la otra mano, y descubrió ambos pies, y vimos que efectivamente, no tenía más que cuatro dedos
en cada uno. Entonces aumentó, nuestro asombro, y le dijimos: “Hemos llegado al límite de la impaciencia,
y deseamos averiguar la causa de que perdieras los dos pulgares y esos otros dos dedos de los pies,
así como el motivo de que te hayas lavado las manos ciento veinte veces seguidas.” Entonces nos refirió lo
siguiente:
“Sabed, ¡oh todos vosotros! que mi padre era un mercader entre los grandes mercaderes, el principal de
los mercaderes de la ciudad de Bagdad en tiempo del califa Harún Al-Ráchid, Y eran sus delicias el vino en
las copas, los perfumes de las flores, las flores en su tallo, cantoras y danzarinas, los ojos negros y las propietarias
de estos ojos. Así es que cuando murió no me dejó dinero, porque todo lo había gastado. Pero como,
era mi padre, le hice un entierro según su rango, di festines fúnebres en honor suyo, y le llevé luto días
y noches. Después fui a la tienda que había sido suya, la abrí, y no hallé nada que tuviese valor; al contrario,
supe que dejaba muchas deudas. Entonces fui a buscar a los acreedores de mi padre, rogándoles que
tuviesen paciencia, y los tranquilicé lo mejor que pude. Después me puse a vender y comprar, y a pagar las
deudas, semana por semana, conforme a mis ganancias. Y no dejé de proceder del mismo modo hasta que
pagué todas las deudas y acrecenté mi capital primitivo con mis legítimas ganancias.
Pero un día que estaba yo sentado en mi tienda, vi avanzar montada en una mula torda, un milagro entre
los milagros, una joven deslumbrante de hermosura. Delante de ella iba un eunuco y otro detrás. Paró la
mula, y a la entrada del zoco se apeó, y penetró en el mercado, seguida de uno de los dos eunucos. Y éste le
dijo: “¡Oh mi señora! Por favor, no te dejes ver de los- transeúntes. Vas a atraer contra nootros alguna calamidad.
Vámonos de aquí.” Y el eunuco quiso llevársela. Pero ella no hizo caso de sus palabras, y estuvo
examinando todas las tiendas del zoco, una tras otra, sin que viera ninguna más lujosa ni mejor presentada
que la mía. Entonces se dirigió hacia mí, siempre seguida por el eunuco, se sentó en mi tienda y me deseo
la paz. Y en mi vida había oído voz más suave ni palabras mas deliciosas. Y la miré, y sólo con verla me
sentí turbadísimo, con el corazón arrebatado. Y no pude apartar mis miradas de su semblante, y recité estas
dos estrofas:
¡Di a la hermosa del velo suave, tan suave como el ala de un palomo!
¡Dile que al pensar en lo que padezco, creo que la muerte me aliviaría!
¡Dile que sea buena un poco nada mas! ¡Por ella, para acercarme a sus alas, he renunciado a mi tranquilidad!
Cuando oyó mis versos, me correspondió con los siguientes:
¡He gastado mi corazón amándote! ¡Y este corazón rechaza otros amores!
¡Y si mis ojos viesen alguna vez otra beldad, ya no podrían alegrarse!
¡Juré no arrancar nunca tu amor de mi corazón! ¡Y sin embargo, mi corazón está triste y sediento de tu
amor!
¡He bebido en una capa en la cual encontré el amor puro! ¿Por qué no han humedecido tus labios esa
copa en que encontré el amor?...
Después me dijo: “¡Oh joven mercader! ¿tienes telas buenas que enseñarme?” A lo cual contesté: “¡Oh
mi señora!' Tu esclavo es un pobre mercader, y no posee nada digno de ti. Ten, pues, paciencia, porque
como todavía es muy temprano, aún no han abierto las tiendas los demás mercaderes. Y en cuanto abran,
iré a comprarles yo mismo los géneros que buscas.” Luego estuve conversando con ella, sintiéndome cada
vez más enamorado.
Pero cuando los mercaderes abrieron sus establecimientos, me levanté y salí a comprar lo que me había
encargado, y el total de las compras, que tomé por mi cuenta, ascendía a cinco mil dracmas. Y todo se lo
entregué al eunuco. Y enseguida la joven partió con él, dirigiéndose al sitió donde la esperaba el otro esclavo
con la mula. Y yo entré en mi casa embriagado de amor. Me trajeron la comida y no pude comer, pensando
siempre en la hermosa joven. Y cuando quise dormir huyó de mí el sueño.
De este modo transcurrió una semana, y los mercaderes me reclamaron el dinero; pero como no volví a
saber de la joven, les rogué que tuviesen un poco de paciencia, pidiéndoles otra semana de plazo. Y ellos se
avinieron. Y efectivamente, al cabo de la semana vi llegar a la joven montada en su mula y acompañada por
un servidor y los dos eunucos. Y la joven me saludó y me dijo: “¡Oh mi señor! Perdóname que hayamos
tardado tanto en pagarte. Pero ahí tienes el dinero. Manda venir a un cambista, para que vea estas monedas
de oro.” Mandé llamar al cambista, y en seguida uno de los eunucos le entregó el dinero, lo examinó y lo
encontró de ley. Entonces tomé el dinero, y estuve hablando con la joven hasta que se abrió el zoco y llegaron
los mercaderes a sus tiendas. Y ella me dijo: “Ahora necesito estas y aquellas cosas. Ve a comprármelas.”
Y compré por mi cuenta cuanto me había encargado, entregándoselo todo. Y ella lo tomó, como la
primera vez, y se fue en seguida. Y cuando la vi alejarse, dije para mí: “No entiendo esta amistad que me
tiene. Me trae cuatrocientos dinares y se lleva géneros que valen mil. Y se marcha sin decirme siquiera
dónde vive. ¡Pero solamente Alah sabe lo que se oculta en un corazón!”
Y así transcurrió todo un mes, cada día más atormentado mi espíritu por esas , reflexiones. Y los mercaderes
vinieron a reclamarme su dinero en forma tan apremiante, que para tranquilizarlos hube de decirles
que iba a vender mi tienda con todos los géneros, y mi casa y todos mis bienes. Me hallé, pues, próximo a
la ruina, y estaba muy afligido, cuando vi a la joven que entraba en el zoco y se dirigía a mi tienda. Y al
verla se desvanecieron todas mis zozobras, y hasta olvidé la triste situación en que me encontraba durante
su ausencia. Y ella se me acercó, y con su voz llena de dulzura me dijo: “Saca la balanza, para pesar el dinero
que te traigo.” Y me dio, en efecto, cuanto me debía y algo más, en pago de las compras que para ella
había hecho.
En seguida se sentó a mi lado y me habló con gran afabilidad, y yo desfallecía de ventura. Y acabó por
decirme: “¿Eres soltero o tienes esposa?” Y yo dije: “¡Por Alah! No tengo ni mujer legítima ni concubina.”
Y al decirlo, me eché a llorar. Entonces ella me preguntó: “¿Por qué lloras?” Y yo respondí: “Por nada; es
que me ha pasado una cosa por la mente.” Luego me acerqué a su criado, le di algunos dinares de oro y le
rogué que sirviese de mediador entre ella y mi persona para lo que yo deseaba. Y él se echó a reír, y me
dijo: “Sabe que mi señora está enamorada de ti. Pues ninguna necesidad tenía de comprar telas, y sólo las
ha comprado para poder hablar contigo y darte a conocer su pasión. Puedes, por tanto, dirigirte a ella, seguro
de que no te reñirá ni ha de contrariarte.”
Y cuando ella iba a despedirse, me vio entregar el dinero al servidor que la acompañaba. Y entonces volvio
a sentarse y me sonrió. Y yo le dije: “Otorga a tu esclavo la merced que desea solicitar de ti y perdónale
anticipadamente lo que va a decirte.” Después le hablé de lo que tenía en mi corazón. Y vi que. le agradaba,
pues me dijo: “Este esclavo te traerá mi respuesta y te señalará mi voluntad. Haz cuanto te diga que hagas.”
Después se levantó y se fue.
Entonces fui a entregar a los mercaderes su dinero con los intereses que les correspondían. En cuanto a
mí, desde el instante que dejé de verla perdí todo mi sueño durante todas mis noches. Pero en fin, pasados
algunos días, vi llegar al esclavo y lo recibí con solicitud y generosidad, rogándole que me diese noticias. Y
él me dijo: “Ha estado enferma estos días;” Y yo insistí: “Dame algunos pormenores acerca de ella.” Y él
respondió: “Esta joven ha sido educada por nuestra ama Zobeida, esposa favorita de Harun Al-Rachid, y ha
entrado en su servidumbre. Y nuestra ama Zobeida la quiere como si fuese hija suya, y no la niega nada.
Pero el otro día le pidió permiso para salir, diciéndole: “Mi alma desea pasearse un poco y volver en seguida
a palacio.” Y se le concedió el permiso. Y desde aquel día no dejó de salir y de volver a palacio, con tal
frecuencia, que acabó por ser peritísima en compras, y se convirtió en la proveedora de nuestra ama Zobeida.
Entonces te vio, y le habló de ti a nuestra ama, rogándole que la casase contigo. Y nuestra ama le contestó:
“Nada puedo decirte sin conocer a ese joven. Si me convenzo de que te iguala en cualidades, te uniré
con él.” Pero ahora vengo a decirte que nuestro propósito es que entres en palacio. Y si logramos hacerte
entrar sin que nadie se entere puedes estar seguro de casarte, pero si se descubre te cortarán la cabeza. ¿Qué
dices a esto?” Yo respondí: “Que iré contigo.” Entonces me dijo: “Apenas llegue la noche, dirígete a la
mezquita que Sett-Zobeida ha mandado edificar junto al Tigris. Entra, haz tu oración, y aguárdame.” Y yo
respondí: “Obedezco, amo, y honro.”
Y cuando vino la noche fui a la mezquita, entré, me puse a rezar, y pasé allí toda la noche. Pero al amanecer
vi, por una de las ventanas que dan al río, que llegaban en una barca unos esclavos llevando dos cajas
vacías. Las metieron en la mezquita y se volvieron a su barca. Pero una de ellos, que se había quedado detrás
de los otros, era el que me había servido de mediador. Y a los pocos momentos vi llegar a la mezquita a
mi amada, la dama de Sett-Zobeida. Y corrí a su encuentro, queriendo estrecharla entre mis brazos. Pero
ella huyó hacia donde estaban las cajas vacías e hizo una seña al eunuco, que me cogió, y antes de que pudiese
defenderme me encerró en una de aquellas cajas. Y en el tiempo que se tarda en abrir un ojo y cerrar
el otro, me llevaron al palacio del califa. Y me sacaron de la caja. Y me entregaron trajes y efectos que valdrían
lo menos cincuenta mil dracmas. Después vi a otras veinte esclavas blancas. Y en medio de ellas estaba
Sett-Zobeida, que no podía moverse de tantos esplendores como llevaba.
Y las damas formaban dos filas frente a la sultana. Yo di un paso y besé la tierra entre sus manos. Entonces
me hizo seña de que me sentase, y me senté entre sus manos. En seguida me interrogó acerca de mis
negocios, mi parentela y mi linaje, contestándole yo a cuanto me preguntaba. Y pareció muy satisfecha, y
dijo: “¡Alah! ¡Ya veo que no he perdido el tiempo criando a esta joven, pues le encuentro un esposo cual
éste!” Y añadió: “¡Sabe que la considero como si fuese mi propia hija, y será para ti una esposa sumisa y
dulce ante Alah y ante ti!” Y entonces me incliné, besé la tierra y consentí en casarme.
Y Sett-Zobeida me invitó a pasar en el palacio diez días. Y allí permanecí estos diez días, pero sin saber
nada de la joven. Y eran otras jóvenes las que me traían el almuerzo y la comida y servían a la mesa.
Transcurrido el plazo indispensable para los preparativos de la boda, Sett-Zobeida rogó al Emir de los
Creyentes el permiso para la boda. Y el califa, después de dar su venia, regaló a la joven diez mil dinares de
oro. Y Sett-Zobeida mandó a buscar al kadí y a los testigos, que escribieron el contrato de matrímonio.
Después empezó la fiesta Se prepararon dulces de todas clases y los manjares de costumbre. Comimos, bebimos
y se repartieron platos de comida por toda la ciudad, durando el festín diez días completos. Después
llevaron a la joven al hammam para prepararla, según es uso.
Y durante este tiempo se puso la mesa para mí y mis convidados, se trajeron platos exquisitos, y entre
otras cosas, en medio de pollos asados, pasteles de todas clases, rellenos deliciosos y dulces perfumados
con almizcle y agua de rosas, había un plato de rozbaja capaz de volver loco al espíritu más equilibrado. Y
yo, ¡por Alah! en cuanto me senté a la mesa, no pude menos de precipitarme sobre este plato, de rozbaja y
hartarme de él. Después me seque las manos.
Y así estuve, tranquilo hasta la noche. Pero se encendieron las antorchas y llegaron las cantoras y tañedoras
de instrumentos. Después se procedió a vestir a la desposada. Y la vistieron siete veces con trajes diferentes,
en medio de los cantos y del sonar de los instrumentos. En cuanto al palacio, estaba lleno completamente
por una muchedumbre de convidados. Y yo, cuando hubo terminado la ceremonia, entré en el
aposento reservado, y me trajeron a la novia, procediendo su servidumbre a despojarla de todos los vestídos,
retirándose después.
La cogí entre mis brazos; y tal era mi ventura, que me parecía mentira el poseerla. Pero en este momento
notó el olor de mi mano con la cual había comido la rozbaja; y apenas lo notó lanzó un agudo chíllido.
Inmediatamente acudieron por todas partes las damas de palacio, mientras que yo, trémulo de emoción,
no me daba cuenta de la causa de todo aquello. Y le dijeron: “¡Oh hermana nuestra! ¿qué te ocurre?” Y ella
contestó: “¡Por Alah sobre vosotras! ¡Libradme al instante de este estúpido, al cual creí hombre de buenas.
maneras!” Y yo le, pregunté; “¿por qué me juzgas estúpido o loco?” Y ella dijo: “¡Insensato! ¡Ya no te
quiero, por tu poco juicio y tu mala acción!” Y cogió un látigo que estaba cerca de ella, y me azotó con tan
fuertes golpes; que perdí el conocimiento. Entonos ella se detuvo, y dijo a las doncellas:- “Cogedlo y llevádselo
al gobernador de la ciudad, para que le corten la mano con que comió los ajos.” Pero ya había yo recobrado
el conocimiento; y al oír aquellas palabras, exclamé: ¡No hay poder y fuerza más que en Alah Todopoderoso!
¿Pero por haber comido ajos me han de cortar una mano? ¿Quién ha visto nunca semejante
cosa?” Entonces las donsellas empezaron a interceder en mi favor, y le dijeron: “¡Oh hermana, no le castigues
esta vez! ¡Concédenos la gracia de perdonarle!” Enronces ella dijo: “Os concedo lo que pedís; no le
cortarán la mano; pero de todos modos algo he de cortarle de sus extremidades.” Después se fue y me dejó
solo.
En cuanto a mí, estuve diez días completamente solo y sin verla. Pero pasados los diez días, vino a buscarme
y me dijo: “¡Oh tú, el de la cara ennegrecida! ¿Tan poca cosa soy para ti, que comiste ajo la noche de
la boda?” Después llamó a sus siervas y les dijo: “¡Atadle los brazos y las piernas!” Y entonces me ataron
los brazos y las piernas, y ella cogió una cuchilla de afeitar bien afilada y me cortó los dos pulgares de las
manos y los dedos gordos de ambos pies. Y por eso, ¡oh todos vosotros! me veis sin pulgares en las manos
y en los pies.
En cuanto a mí, caí desmayado. Entonces ella echó en mis heridas polvos de una raíz aromática, y así
restañó la sangre. Y yo dije, primero entre mí y luego en alta voz: “¡No volveré a comer rozbaja sin lavarme
después las manos cuarenta veces con potasa, cuarenta con sosa y cuarenta con jabón!”' Y al oírme, me
hizo jurar que cumpliría esta promesa, y que no comería rozbaja sin cumplir con exactitud lo que acababa
de decir.
Por eso, cuando me apremiabais todos los aquí reunidos a comer de ese plato de rozbaja que hay, en la
mesa, he palidecido y me he dicho: “He aquí la rozbaja que me costó perder los pulgares.” Y al empeñaros
en que la comiera, me vi obligado por mi juramento a hacer lo que visteis.”
Entonces, ¡oh rey de los siglos! -dijo el intendente continuando la historia, mientras los demás circunstantes
estaban escuchando- pregunté al joven mercader de Bagdad: “¿Y qué te ocurrió luego con tu esposa?”
Y él me contestó:
“Cuando hice aquel, juramento ante ella, se tranquilizó su corazón, y acabó por perdonarme. Y ¡por
Alah! recuperé bien el tiempo perdido y olvidé mis pesares. Y permanecimos unidos largo tiempo de aquel
modo. Después ella me dijo: “Has de saber que nadie de la corte del califa sabe lo que ha pasado entre nosotros.
Eres el único que logró introducirse en este palacio. Y has entrado gracias al apoyo de El-Sayedat
Zobeida.” Después me entregó diez mil dinares de oro, diciéndome; `Toma éste dinero y ve a comprar una
buena casa en que podamos vivir los dos.”
Entonces salí, y compré una casa magnífica. Y allí transporté las riquezas de mi esposa y cuantos regalos
le habían hecho, los objetos preciosos, telas, muebles y demás cosas bellas. Y todo lo puse en aquella casa
que había comprado. Y vivimos juntos hasta el límite de los placeres y de la expansión.
Pero al cabo de un año, por voluntad de Alah, murió mi mujer. Y no busqué otra esposa, pues quise viajar.
Salí entonces de Bagdad, después de haber vendido todos mis bienes, y cogí todo mi dinero y emprendí
el viaje, hasta que llegué a esta ciudad.” Y tal es, ¡oh rey del tiempo! -prosiguió el intendente- la historia
qué une refirió el joven mercader de Bagdad. Entonces todos los invitados seguimos comiendo, y después
nos fuimos.
Pero al salir me ocurrió la aventura con el jorobado. Y entonces sucedió lo que sucedió.
Esta es la historia. Estoy convencido de que es mas sorprendente que nuestra aventura con el jorobado.
¡Uasalám!”,
Entonces dijo el rey de la China: “Pues te equivocas. No es más maravillosa que la aventura del jorobado.
Porqué la aventura del jorobado es mucho más sorprendente. Y por eso van a crucificaros a todos, desde
el primero hasta el último.”
Pero en esté momento avanzó el médico judío, besó la tierra entre las manos del sultán, y dijo: “¡Oh rey
del tiempo! Te voy a contar una historia que es seguramente más extraordinaria que todo cuanto oíste, y
que la misma aventura del jorobado.”
Entonces dijo el rey de la China: “Cuéntala pronto, porque no puedo aguardar más.”
Y el médico judío dijo: