La Torre del Elefante - Robert E. Howard
Las antorchas resplandecían lóbregamente en las fiestas del Maul, donde los ladrones del
este celebraban el carnaval por la noche. En el Maul podían estar de juerga y hacer todo el
ruido que quisieran, puesto que las personas decentes evitaban esos barrios y los guardianes,
bien pagados con monedas de todas clases, no interferían en sus diversiones. A lo largo de
las callejuelas tortuosas y sin empedrar, llenas de basura y de charcos fangosos, los
juerguistas borrachos caminaban tambaleándose y gritando estrepitosamente. El acero
relucía en las sombras de donde provenían las risas estridentes de las mujeres y los ruidos de
escaramuzas y peleas. La pálida luz de las antorchas se reflejaba a través de las ventanas
rotas y de las puertas abiertas de par en par, y en el exterior, el olor a rancio del vino y de los
cuerpos sudorosos, el clamor de los bebedores que golpeaban las duras mesas con los puños
y cantaban canciones obscenas, sorprendían como una bofetada en pleno rostro.
Las risotadas resonaban estrepitosamente en el techo bajo y manchado por el humo de
uno de aquellos antros donde se reunían pícaros de todo tipo luciendo toda clase de andrajos
y harapos; había rateros furtivos, raptores lascivos, ladrones de dedos ágiles, bravucones
jactanciosos con sus mozas, mujeres de voces estridentes vestidas con ropas no menos
chillonas. Los bribones del lugar eran mayoría: zamorios de piel oscura y ojos negros, con
dagas en sus cintos y astucia en los corazones. Pero también había allí lobos de varios
pueblos extranjeros. Llamaba la atención un gigante hiperbóreo renegado, taciturno,
peligroso, con un sable colgando de su lúgubre y feroz corpachón, puesto que los hombres
llevaban el acero sin disimulo en el Maul. Había también un falsificador shemita, de nariz
ganchuda y rizada barba de color negro azulado. Un poco más allá, una moza brithunia de
mirada descarada sentada sobre las rodillas de un hombre de Gunderland de cabello leonado;
se trataba de un mercenario errante, un desertor de algún ejército derrotado. Y el obeso y
grosero bribón, cuyas bromas procaces eran motivo de regocijo general, era un secuestrador
profesional que había venido de la lejana tierra de Koth para enseñar a los zamorios a raptar
mujeres, si bien estos conocían mucho mejor este arte de lo que aquel hombre pudiera saber
jamás. El kothio hizo una pausa en la descripción de los encantos de una de sus posibles
víctimas y se llevó a la boca una enorme jarra de espumosa cerveza. Luego se lamió los
gruesos labios y dijo:
—Por Bel, dios de los ladrones, que voy a enseñarles cómo se roba una mujer; estará
del otro lado de la frontera de Zamora antes del amanecer, y allí habrá una caravana
esperándola. Un conde de Ofir me prometió trescientas piezas de plata por una esbelta joven
brithunia de buena familia. Estuve vagando varias semanas por las ciudades fronterizas,
donde me hacía pasar por mendigo, hasta que encontré una que valiera la pena. ¡Ah, qué
guapa es esta golfa!
Cuando terminó de decir esto echó al aire un beso lascivo.
—Conozco señores de Shem que darían por ella el secreto de la Torre del Elefante —
dijo volviendo a su cerveza.
Alguien tiró de la manga de su túnica y el hombre volvió la cabeza, frunciendo el
entrecejo por la interrupción. Vio entonces a un joven alto y corpulento que se encontraba de
pie a su lado. El desconocido estaba tan fuera de lugar en ese antro como un lobo gris entre
las ratas de las cloacas. Su pobre y raída túnica dejaba ver las fornidas líneas de su fuerte
cuerpo, sus anchos y recios hombros, el pecho macizo, la fina cintura y los brazos fuertes y
musculosos. Su piel estaba bronceada por soles remotos, sus ojos eran azules y fogosos, y
una desgreñada melena negra coronaba su amplia frente. De su cinto colgaba una espada
dentro de una vieja vaina de cuero.
El hombre de Koth retrocedió involuntariamente, porque el hombre no pertenecía a
ninguna de las razas civilizadas que conocía.
—Has mencionado la Torre del Elefante —dijo el forastero hablando en lengua
zamoria con acento extranjero—. He oído muchas cosas acerca de esa torre. ¿Cuál es su
secreto?
La actitud del muchacho no parecía amenazadora, y el valor del kothio había
aumentado por efectos de la cerveza y la manifiesta aprobación del público. El hombre lo
miró henchido de vanidad y dijo:
—¿El secreto de la Torre del Elefante? —exclamó—. Bueno, cualquier imbécil sabe
que el sacerdote Yara vive allí con la enorme joya llamada Corazón de Elefante; ése es el
secreto de su magia.
El bárbaro estuvo callado un momento asimilando estas palabras.
—Yo he visto esa torre —dijo—. Está en un enorme jardín situado en lo alto de la
ciudad y rodeado de elevadas murallas. No he visto guardianes. Las murallas parecían fáciles
de escalar. ¿Por qué nadie ha robado esa misteriosa piedra preciosa?
El hombre de Koth se quedó boquiabierto ante la ingenuidad del muchacho y se echó
a reír con carcajadas burlonas, a las que se sumaron todos los presentes.
—¡Escuchad a este pagano salvaje! —vociferó—. ¡Pretende robar la joya de Yara!
¡Escucha, muchacho! —dijo dirigiéndole una mirada siniestra al joven—. Vaya, supongo
que eres una especie de bárbaro del norte.
—Soy cimmerio —respondió el forastero con tono poco amistoso.
La respuesta y el modo en que lo dijo no significaban casi nada para el hombre de
Koth; se trataba de un remoto reino del sur, en las fronteras de Shem, y él sólo conocía
vagamente a las razas del norte.
—Entonces presta atención y aprende, muchacho —dijo apuntando con su jarra de
cerveza al desconcertado joven—. Debes saber que en Zamora, y especialmente en esta
ciudad, hay más intrépidos ladrones que en cualquier otro lugar del mundo, incluido Koth. Si
algún mortal hubiera sido capaz de robar la piedra preciosa, puedes estar seguro que habría
desaparecido hace mucho tiempo. Tú hablas de escalar las murallas, pero una vez que lo
hubieras hecho, desearías irte inmediatamente. Por la noche no hay guardianes, es decir,
guardianes humanos, en los jardines por una buena razón. Pero en el cuarto de guardia, en la
parte inferior de la torre, hay hombres armados, y aun si lograras escabullirte entre los que
rondan por los jardines de noche, tendrías que eludir a los soldados, porque la gema está
guardada en algún lugar de la parte superior de la torre.
—Pero si alguien consiguiera atravesar los jardines —arguyó el cimmerio—, ¿por
qué no iba a poder llegar hasta la gema por la parte superior de la torre, eludiendo de ese
modo a los soldados?
El hombre de Koth lo miró atónito una vez más.
—¡Oíd lo que dice! —gritó en tono burlón—. ¡Este bárbaro debe de ser un águila
capaz de volar hasta el borde enjoyado de la torre, que se halla a tan sólo cincuenta metros de
altura, y que tiene las paredes más lisas y resbaladizas que el cristal pulido!
El cimmerio miró furioso a su alrededor, molesto por las carcajadas burlonas con que
los presentes acogieron estas palabras. Él no veía nada gracioso en ello y era demasiado
ajeno a la civilización para comprender la falta de cortesía. Los hombres civilizados son
menos amables que los salvajes porque saben que pueden ser más descorteses sin correr el
riesgo que les partan la cabeza. Estaba desconcertado y contrariado y habría salido corriendo
de allí, avergonzado, pero el kothio decidió seguir mortificándole.
—¡Anda, anda! —gritó—. ¡Cuéntales a estos pobres hombres, que han sido ladrones
desde antes que a ti te engendraran, diles cómo robarías tú la piedra!
—Siempre hay alguna manera de hacerlo, si el deseo está unido al valor —contestó el
cimmerio en tono tajante y lleno de rabia.
El hombre de Koth lo tomó como un insulto personal y se puso rojo de ira.
—¡Cómo! —bramó—. ¿Te atreves a enseñarnos nuestro oficio, y a insinuar que
somos unos cobardes? ¡Vete! ¡Fuera de mi vista! —gritó empujando al cimmerio con
violencia.
—¿Primero te burlas de mí y ahora me pones las manos encima? —dijo el bárbaro
con tono crispado, sintiendo que le invadía la cólera y devolviendo el empujón con un
manotazo que hizo caer al hombre que lo molestaba de espaldas sobre la tosca mesa.
La cerveza se derramó sobre la cara del kothio y éste desenvainó la espada hecho una
furia.
—¡Perro pagano! —vociferó—. ¡Te voy a arrancar el corazón por esto!
El acero centelleó y los presentes se apartaron rápida y desordenadamente. En su
desbandada tiraron la única vela que había allí, y el antro quedó a oscuras; se oyó el ruido de
bancos rotos, los pasos rápidos de la gente que huía, gritos y blasfemias de individuos que
tropezaban y caían encima de otros, y un estruendoso grito de agonía que cortó el alboroto
como un cuchillo. Cuando volvieron a encender la vela, la mayor parte de los parroquianos
habían huido por las puertas y ventanas rotas, y los demás se apretujaban detrás de los
barriles de vino y debajo de las mesas. El bárbaro había desaparecido; el centro de la
habitación estaba desierto, con excepción del cuerpo apuñalado del hombre de Koth. El
cimmerio lo había matado en medio de la oscuridad y la confusión, con el infalible instinto
de los bárbaros.
Las pálidas luces y el jolgorio de los borrachos se desvanecían detrás del cimmerio.
El joven se quitó la desgarrada túnica y caminó desnudo por las callejuelas oscuras sin más
atuendo que el taparrabo y las sandalias atadas con correas a sus piernas. Se movía con la
suave agilidad natural de un tigre, y sus músculos acerados se marcaban como ondas bajo la
piel bronceada.
Llegó al sector de la ciudad reservado a los templos. Por todas partes brillaban a la luz
de las estrellas las níveas columnas de mármol, las cúpulas doradas y los arcos plateados, los
altares de los innumerables y extraños dioses de Zamora. El muchacho no pensó mucho en
esos dioses; sabía que la religión de los zamorios, como todo lo que se refería a un pueblo
civilizado y asentado desde hace mucho tiempo en el lugar, era intrincada y compleja y había
perdido en gran medida su prístina esencia original en medio de un laberinto de fórmulas y
rituales. Había estado muchas horas en cuclillas en los patios de los filósofos, escuchando los
razonamientos y discusiones de teólogos y maestros, y se había ido de allí confuso y perplejo
y con una sola idea clara: que estaban todos locos.
Sus dioses eran simples y comprensibles; Crom era su jefe y vivía en una gran
montaña, desde donde sentenciaba el destino y la muerte de los hombres. Era inútil invocar a
Crom, porque era un dios tenebroso y salvaje que odiaba a los débiles. Pero insuflaba valor a
los hombres en el momento de nacer, así como la voluntad y el poder de matar a los
enemigos, lo que, para la mentalidad del cimmerio, era lo único que cabría esperar de un dios.
Las sandalias del joven no hacían ruido al caminar por el reluciente empedrado. No
había guardianes, porque hasta los ladrones del Maul evitaban los templos, pues se sabía que
habían caído extrañas maldiciones sobre los violadores. Delante de él, recortada contra el
cielo, Conan vio la Torre del Elefante. Se preguntó asombrado por qué le habrían dado ese
nombre. Nadie parecía saberlo. Nunca había visto un elefante, pero tenía la vaga noción que
se trataba de un animal monstruoso, con una cola delante y otra detrás. Eso, al menos, es lo
que le había dicho un shemita errante, que le juró que había visto miles de animales como
ésos en la tierra de los hirkanios; pero era bien sabido lo mentirosos que son los hombres de
Shem. De todos modos, no había elefantes en Zamora.
La torre resplandecía con un fulgor frío bajo el cielo nocturno. A la luz del sol, en
cambio, su brillo era tan deslumbrante que pocas personas podían soportarlo. Se decía que
estaba hecha de plata. Era redondeada y tenía la forma de un cilindro fino y perfecto, de casi
cincuenta metros de altura, y su borde brillaba a la luz de las estrellas debido a las enormes
joyas que lo adornaban. La torre se alzaba entre los árboles exóticos y cimbreantes de un
jardín situado a gran altura. Había una gran muralla alrededor de este jardín y por fuera un
terreno intermedio rodeado asimismo por un muro. No se veía ninguna luz; parecía que la
torre no tuviera ventanas, al menos por encima del nivel de la muralla interior. Tan sólo las
gemas de la cúpula brillaban con un resplandor helado bajo el firmamento.
Los matorrales cubrían parte de la muralla exterior, de menor altura. El cimmerio se
acercó al paredón y lo midió con la mirada. Era alto, pero él podría saltar y alcanzar el borde
con los dedos. Luego sería un juego de niños tomar impulso y pasar al otro lado, y no tenía
ninguna duda que podría salvar la muralla interior de la misma manera. Pero vaciló al pensar
en los extraños peligros que, según se decía, le esperaban a quien entrase allí. Esa gente le
resultaba extraña y misteriosa; no eran de raza y ni siquiera tenían la misma sangre que los
brithunios más occidentales, los nemedios, los kothios y los aquilonios, de cuyas culturas y
misterios había oído hablar. Los zamorios, en cambio, eran un pueblo muy antiguo y, por lo
que pudo apreciar, muy maligno.
Pensó en Yara, el sumo sacerdote que condenaba a los hombres y lanzaba extrañas
maldiciones desde su enjoyada torre, y se le pusieron los pelos de punta al recordar la
leyenda que le contó un paje ebrio de la corte, según la cual Yara se había reído en la cara de
un príncipe hostil y alzó delante de él una gema que brillaba con un resplandor incandescente
y maligno de la que emergieron unos rayos cegadores que envolvieron al príncipe; éste cayó
al suelo dando un grito y quedó reducido a un marchito bulto oscuro que se convirtió en una
araña negra y, cuando ésta trató de huir frenéticamente, Yara la aplastó con el pie.
Yara no salía con frecuencia de su torre mágica, y cuando lo hacía era para lanzar una
maldición y hacer el mal a algún hombre o pueblo. El rey de Zamora le temía más que a la
muerte, y estaba siempre borracho porque era la única forma de soportar el miedo. Yara era
muy viejo; la gente decía que tenía cientos de años y agregaba que viviría eternamente
debido al poder mágico de su piedra preciosa, que los hombres llamaban Corazón de
Elefante. Ésta era la única razón por la que llamaban Torre del Elefante a su morada.
El cimmerio, enfrascado en estos pensamientos, corrió rápidamente hacia la muralla.
Oyó unos pasos quedos dentro del jardín y un sonido metálico de acero y se dijo que, a pesar
de lo que afirmaban, un guardián rondaba por aquellos jardines. Conan esperó para ver si lo
oía pasar nuevamente, pero el silencio era total en aquellos misteriosos jardines.
Finalmente la curiosidad pudo más que él. Dio un ligero salto, apoyó una mano en la
muralla y de un impulso saltó hacia arriba. Se tendió de bruces sobre el ancho borde y miró
hacia abajo para observar el amplio espacio que había entre las murallas. No había ningún
arbusto, pero vio unas matas cuidadosamente recortadas cerca de la muralla interior. La luz
de las estrellas alumbraba el cuidado césped y se oía el rumor de una fuente.
El cimmerio se dejó caer sigilosamente hacia el interior y desenvainó la espada
mirando en todas direcciones. Se estremeció de miedo como todos los salvajes cuando se ven
sin protección bajo la desnuda luz de las estrellas, y avanzó con paso ligero hacia la curva de
la muralla, pegado a su sombra, hasta que se encontró frente al matorral que había visto
antes. Entonces corrió velozmente hacia allí y casi tropezó contra un bulto que había en el
suelo entre los arbustos.
Una rápida mirada en todas direcciones le aseguró que no había ningún enemigo a la
vista; entonces se agachó para investigar. Sus agudos ojos le permitieron descubrir, aun en la
semioscuridad, a un hombre corpulento que llevaba una armadura plateada y el casco con
penacho de la guardia real zamoria. Junto a él había un escudo y una lanza y se dio cuenta de
inmediato que el hombre había sido estrangulado. El bárbaro miró preocupado a su
alrededor. Supo en seguida que aquel hombre debía de ser el guardia que había oído pasar
desde su escondite. En ese breve intervalo de tiempo unas manos anónimas habían emergido
de la oscuridad para quitarle hasta el último hálito de vida al soldado.
Aguzando la vista en la penumbra, vio que alguien se movía entre los arbustos
próximos a la muralla. Se dirigió hacia allí empuñando la espada. No hizo más ruido que el
que hubiera hecho una pantera acechando furtivamente en la noche, pero a pesar de ello el
hombre al que seguía lo oyó. El cimmerio alcanzó a ver un enorme cuerpo cerca de la
muralla y se sintió aliviado al comprobar que al menos era una figura humana; entonces el
individuo giró rápidamente sobre sus talones y lanzó un grito de asombro que denotaba
pánico, hizo ademán de dar un salto hacia adelante, con las manos extendidas, pero
retrocedió al ver el brillo de la espada de Conan. Durante unos segundos llenos de tensión
ninguno dijo una palabra, sino que esperaron atentos a lo que pudiera ocurrir.
—Tú no eres soldado —dijo finalmente el extraño en voz muy baja—. Tú eres un
ladrón igual que yo.
—¿Y quién eres tú? —preguntó el cimmerio con un susurro receloso.
—Soy Taurus de Nemedia.
El joven bárbaro bajó su espada y dijo:
—He oído hablar de ti. Todos te llaman el príncipe de los ladrones.
El extraño le contestó con una risa contenida. Taurus era tan alto como el cimmerio,
pero más corpulento; aunque tenía un voluminoso vientre y era gordo, cada uno de sus
movimientos denotaba un magnetismo dinámico y sutil, que se reflejaba en sus penetrantes
ojos que brillaban como centellas, llenos de vida, aun a la luz de las estrellas. Iba descalzo y
llevaba algo que parecía una cuerda fuerte y delgada enrollada, con nudos distribuidos en
forma regular.
—¿Quién eres? —susurró.
—Soy Conan el cimmerio —contestó el joven—. He venido a ver si podía robar la
gema de Yara, que todos llaman Corazón de Elefante.
Conan notó que el enorme vientre se sacudía por las risas contenidas del nemedio,
pero se dio cuenta que no eran despectivas.
—¡Por Bel, dios de los ladrones! —dijo Taurus entre dientes—. Yo había pensado
que era el único con valor suficiente para intentar este robo. Estos zamorios se consideran
ladrones. ¡Bah! Conan, me gusta tu osadía. Nunca he compartido una aventura con nadie,
pero por Bel que vamos a intentar esto juntos, si estás de acuerdo.
—Entonces, ¿tú también estás en busca de la gema?
—¿Qué otra cosa podía buscar? He estado trazando mis planes durante meses, pero
me parece que tú, en cambio, has actuado en forma impulsiva, amigo.
—¿Eres tú quien ha matado al soldado?
—Por supuesto. Me arrastré por la muralla cuando él estaba en el otro extremo del
jardín. Cuando me escondí entre los matorrales me oyó, o creyó haber oído algo. En el
momento en que cometió el error de venir hacia mí, fue muy fácil ponerme detrás de él y
apretarle el cuello por sorpresa, asfixiándolo hasta que exhalara el último suspiro de su necia
vida. Era, como casi todos los hombres, medio ciego en la oscuridad.
—Pero has cometido un error —dijo Conan.
Los ojos de Taurus se encendieron de cólera cuando dijo:
—¿Un error, yo? ¡Imposible!
—Deberías haber ocultado el cadáver entre los arbustos.
—El novato pretende enseñar su arte al maestro. Debes saber que no cambian la
guardia hasta pasada la medianoche. Si alguien viene a buscarlo ahora y encuentra su cuerpo,
irá a comunicarle inmediatamente la noticia a Yara, lo que nos daría tiempo para escapar.
Pero si no lo hallaran, rastrearán los arbustos y nos atraparán como a ratas en una trampa.
—Tienes razón —admitió Conan.
—Así es. Ahora escucha. Estamos perdiendo tiempo con esta maldita discusión. No
hay guardianes en el jardín interior, quiero decir guardianes humanos, aunque hay centinelas
que son mucho más peligrosos aún. Es su presencia la que me ha detenido durante tanto
tiempo, pero finalmente he descubierto una forma de burlarlos.
—¿Y qué me dices de los soldados que vigilan en la parte inferior de la torre?
—El viejo Yara vive en las habitaciones superiores. Por ese camino entraremos... y
saldremos, espero. No me preguntes cómo. He planeado una forma de hacerlo. Nos
introduciremos furtivamente por la parte superior de la torre y estrangularemos al viejo Yara
antes que nos pueda hechizar con alguno de sus condenados maleficios. Al menos lo
intentaremos; corremos el riesgo que nos convierta en arañas o en sapos asquerosos, pero por
otro lado tenemos la posibilidad de obtener toda la riqueza y el poder del mundo. Un buen
ladrón debe saber correr riesgos.
—Iré hasta donde sea —dijo Conan, quitándose las sandalias.
—Entonces, sígueme.
Taurus terminó de decir esto y se volvió, tomó impulso, se aferró a la muralla y saltó.
La agilidad de aquel hombre era asombrosa, teniendo en cuenta su tamaño; parecía casi
deslizarse hacia el borde del muro. Conan lo siguió y cuando estaban de bruces sobre el
ancho paredón, hablaron en voz baja.
—No veo ninguna luz —dijo Conan entre dientes.
La parte inferior de la torre se parecía mucho a la parte que se veía desde fuera del
jardín: un cilindro perfecto y brillante, que no parecía tener ninguna abertura.
—Hay puertas y ventanas hábilmente construidas —respondió Taurus—. Pero están
cerradas. Los soldados respiran el aire que viene de arriba.
El jardín era un vago conjunto de sombras cubiertas de pequeños árboles donde se
balanceaban sobriamente en la oscuridad ligeros arbustos. El cauto espíritu de Conan sintió
el aura amenazadora que se cernía sobre aquel lugar. Percibió la mirada ardiente de unos ojos
invisibles y sintió un aroma sutil que le erizó instintivamente el pelo de la nuca como a los
sabuesos cuando huelen la presencia de su antiguo enemigo.
—Sígueme —susurró Taurus—. Ven detrás de mí, si aprecias en algo tu vida.
Extrayendo de su cinto lo que parecía ser un tubo de cobre, el nemedio se dejó caer
nuevamente encima del césped interior. Conan lo seguía de cerca con la espada preparada,
pero Taurus lo empujó hacia atrás, contra la pared, y se quedó inmóvil. Estaba en una actitud
de tensa expectación y su mirada, al igual que la de Conan, estaba fija en las sombras de los
arbustos que había cerca de allí. La mata se movía a pesar que la brisa había dejado de
soplar. En ese momento vieron dos enormes ojos resplandecientes entre las ondulantes
sombras y detrás de estos pudieron ver otros destellos de fuego que centelleaban en la
oscuridad.
—¡Leones! —musitó Conan.
—Sí. De día los encierran en unas cavernas subterráneas que hay debajo de la torre.
Por eso no hay guardianes en este jardín. Conan contó rápidamente los ojos y dijo:
—Yo veo cinco, pero quizá haya más en los matorrales. Nos atacarán de un momento
a otro.
—¡Silencio! —dijo Taurus en voz muy baja apartándose del muro con prudencia,
como si estuviera caminando sobre cuchillas, y alzando el delgado tubo.
Se oían ruidos sordos provenientes de las sombras y se veía avanzar los ojos
resplandecientes. Conan percibió las inmensas mandíbulas babeantes y las colas que
azotaban el aire en todas direcciones. La tensión era insoportable. El cimmerio empuñó la
espada, a la espera del inevitable ataque de los gigantescos cuerpos. Entonces Taurus se
llevó el extremo del tubo a los labios y sopló con fuerza. Un gran chorro de polvo dorado
salió por el otro extremo y se extendió instantáneamente formando una densa nube de color
verde amarillento que cubrió los arbustos, ocultando los resplandecientes ojos.
Taurus corrió apresuradamente hacia el muro. Conan lo miró sin comprender. La
densa nube ocultaba los matorrales y no se oía nada.
—¿Qué es ese polvo? —preguntó el joven, preocupado.
—¡Es la muerte! —dijo el nemedio con tono sibilante—. Si se levantara viento y
soplara en nuestra dirección, tendríamos que huir saltando la muralla. Pero no, no se ha
levantado viento y la nube se está disipando. Espera hasta que desaparezca del todo. Respirar
ese polvo supone la muerte.
Finalmente quedaron flotando sólo unas tenues nubecillas amarillentas en el aire;
cuando desaparecieron, Taurus indicó a su compañero con la mano que avanzara. Se
dirigieron sigilosamente hacia los arbustos y Conan se quedó boquiabierto. Tendidos en el
suelo entre las sombras yacían cinco cuerpos de color pardo cuya mirada feroz se había
extinguido para siempre. Un olor dulzón y empalagoso persistía en el aire.
—¡Murieron sin lanzar un solo rugido! —murmuró el cimmerio—. Taurus, ¿qué era
ese polvo?
—Estaba hecho con flores de loto negro, que crecen en las selvas remotas de Khitai,
en la que sólo habitan los monjes de cráneo amarillo de Yun. Esas flores causan la muerte al
que las huele.
Conan se arrodilló al lado de los enormes animales muertos, asegurándose que no
podían hacerle daño. Movió la cabeza pensando que la magia de las tierras exóticas era
terrible y misteriosa a los ojos de los bárbaros del norte.
—¿Por qué no matamos a los soldados de la torre de la misma manera? —preguntó el
muchacho.
—Porque ése era todo el polvo que tenía. Su obtención fue una hazaña que por sí sola
hubiera bastado para hacerme famoso entre todos los ladrones del mundo. Lo robé de una
caravana que se dirigía a Estigia, y me apoderé de él, con su bolsa tejida con hilos de oro,
tomándola entre los anillos de la inmensa serpiente que lo cuidaba, sin siquiera despertarla.
¡Pero, vamos ya, por Bel! ¿Vamos a pasar toda la noche hablando?
Entonces se arrastraron entre los arbustos hasta llegar a la fulgurante base de la torre,
y allí, imponiendo silencio con un gesto, Taurus desenrolló la cuerda de nudos, en uno de
cuyos extremos había un fuerte gancho de acero. Conan intuyó cuál era su plan y no hizo
ninguna pregunta. Entre tanto, el nemedio tomó la soga a corta distancia del gancho y
comenzó a hacerlo girar sobre su cabeza. Conan apoyó su oreja sobre la lisa superficie del
muro para ver si escuchaba algo, pero no oyó nada. Evidentemente, los soldados que estaban
dentro no sospechaban la presencia de los intrusos, que habían hecho menos ruido que el
viento de la noche soplando entre los árboles. Sin embargo, el bárbaro sentía un extraño
nerviosismo. Tal vez fuera por el olor de los leones, que se percibía en todas partes.
Taurus lanzó la cuerda con un movimiento uniforme y ondulante de su fuerte brazo.
El gancho trazó una extraña curva, difícil de describir, y desapareció por encima del
enjoyado borde. Aparentemente quedó bien sujeto, pues los cuidadosos tirones del hombre
no consiguieron aflojarlo.
—Suerte al primer intento —murmuró Taurus—. Ahora...
El salvaje instinto de Conan hizo que se volviera súbitamente, porque la muerte que
estaba encima de ellos era silenciosa. Un vistazo bastó para que el cimmerio viera la
gigantesca sombra parda, erguida bajo el firmamento, preparándose para el ataque mortal.
Ningún hombre civilizado se habría movido con la rapidez del bárbaro. Su espada centelleó
helada bajo la luz de las estrellas, impulsada por la fuerza y el valor desesperado del joven, y
en ese momento el hombre y la bestia rodaron juntos por el suelo.
Maldiciendo de modo incoherente para sus adentros, Taurus se agachó para observar
los cuerpos y vio que las extremidades de su compañero se movían tratando de quitarse de
encima el enorme peso fláccido que tenía sobre su cuerpo. El nemedio miró y vio asombrado
que el león estaba muerto, con el cráneo partido en dos. Taurus sujetó el cuerpo del animal
muerto y; con su ayuda, Conan lo empujó a un lado y se levantó aferrando aún su espada
manchada de sangre.
—¿Estás herido, amigo? —preguntó boquiabierto Taurus, todavía perplejo por la
pasmosa rapidez con la que había ocurrido todo.
—¡Por Crom, no! —respondió el bárbaro—. Pero me he librado por poco. ¿Por qué
esa maldita bestia no rugió en el momento de atacar?
—Todo es extraño en este jardín —dijo Taurus—. Los leones atacan en silencio, al
igual que las otras muertes. Pero sigamos; aunque hemos hecho poco ruido en la pelea, los
soldados pueden haber oído algo, a menos que estén dormidos o borrachos. Esa fiera estaba
en alguna otra parte del jardín y escapó a la muerte de las flores, pero seguramente ya no hay
más animales. Ahora debemos trepar por esta cuerda; imagino que no es necesario preguntar
a un cimmerio si puede hacerlo.
—Si resiste mi peso —dijo Conan con un gruñido, mientras limpiaba su espada en la
hierba.
—Puede aguantar tres veces mi propio peso —repuso Taurus—. Está hecha con
trenzas de mujeres muertas, que yo mismo tomé de sus tumbas a medianoche, y que luego
sumergí en la mortífera savia del árbol de upas, para hacerlas resistentes. Yo subiré primero,
y luego me seguirás tú de cerca.
El nemedio aferró la soga enganchando una rodilla en ella, y comenzó el ascenso;
subió como un gato, a pesar de la aparente torpeza de su pesado cuerpo. El cimmerio fue tras
él. La cuerda oscilaba y giraba sobre sí misma, pero los hombres siguieron escalando.
Ambos habían trepado por lugares más difíciles en otras ocasiones. Veían el resplandor del
borde enjoyado de la torre por encima de ellos, que sobresalía un poco de la pared
perpendicular, de modo que la cuerda colgaba unos cincuenta centímetros a los lados de la
torre, lo que facilitaba el ascenso.
Continuaron trepando en silencio, viendo cómo las luces de la ciudad se hacían más
pequeñas a medida que subían, y el brillo de las estrellas se atenuaba por el resplandor de las
joyas que adornaban el borde del edificio. Por fin Taurus tendió una mano y se aferró al
borde y con un impulso saltó al otro lado. Conan se detuvo un momento en el borde mismo,
fascinado por las enormes y frías joyas cuyo fulgor lo deslumbraba. Había diamantes, rubíes,
esmeraldas, zafiros, turquesas y piedras de la luna incrustadas como rutilantes estrellas en un
cielo de plata luciente. Desde lejos su brillo se fundía en un solo resplandor blanco, pero
ahora, de cerca, centelleaban con un millón de matices que cubrían todo el arco iris,
hipnotizando al muchacho con sus reverberaciones.
—Aquí hay una fabulosa fortuna, Taurus —susurró el joven.
—¡Apresúrate! Si conseguimos el Corazón, esto y todo lo demás será nuestro —le
contestó el nemedio con un gesto de impaciencia.
Conan trepó por el fulgurante borde. El techo de la torre estaba unos metros por
debajo del saliente enjoyado. Era plano y estaba hecho de una sustancia de color azul oscuro,
amalgamado en oro, de modo que el conjunto parecía un enorme zafiro salpicado de
brillantes polvos de oro. Del otro lado parecía haber una especie de habitación construida
sobre el techo, del mismo material que las paredes de la torre, adornada con figuras hechas
con gemas más pequeñas; la única puerta que se veía era de oro macizo con paneles labrados
e incrustaciones de piedras preciosas que resplandecían con un fulgor helado.
Conan lanzó una mirada hacia el rutilante océano de luces que se desplegaban a lo
lejos, y miró a Taurus. El nemedio estaba recogiendo y enrollando la soga. Enseñó a Conan
el lugar en el que se había enganchado el acero y pudieron ver que la punta había quedado
sujeta debajo de una resplandeciente joya en el lado interior del borde.
—Tuvimos suerte una vez más —musitó el hombre—. Era de imaginar que el peso de
ambos podría haber destrozado la piedra. Ahora sígueme, que los verdaderos peligros de
nuestra aventura acaban de empezar. Estamos en la guarida de la serpiente, y no sabemos
dónde está escondida.
Atravesaron a rastras la misteriosa y brillante terraza como tigres detrás de su presa y
se detuvieron delante de la puerta de oro. Con mano cautelosa y hábil, Taurus la empujó un
poco y ésta se abrió sin ofrecer resistencia; ambos miraron hacia el interior, en guardia
contra lo que pudiera suceder. Por encima del hombro del nemedio, Conan vio una
resplandeciente habitación, cuyas paredes, cielo raso y suelo estaban cubiertos de enormes
joyas blanquecinas que la iluminaban con un brillo deslumbrante. No había señales de vida.
—Antes de cortar nuestra retirada —dijo Taurus en voz baja—, vuelve al borde de la
torre y mira en todas direcciones. Si ves algún movimiento de soldados en los jardines o
cualquier otra señal sospechosa, vuelve a decírmelo. Yo te espero aquí.
Conan no veía razones para ello, por lo que tuvo una leve sospecha en su cauto ánimo
respecto a su compañero, pero a pesar de ello hizo lo que Taurus le pedía. En cuanto Conan
se dio la vuelta, el nemedio se deslizó hacia el interior de la habitación y la cerró por dentro.
Conan se arrastró hacia el borde de la torre y después de comprobar que no había ningún
movimiento sospechoso en los ondulantes matorrales de abajo, regresó a la puerta de la torre,
y de repente oyó un grito ahogado desde el interior.
El cimmerio, electrizado, dio un salto y la puerta se abrió de par en par, dejando ver la
silueta de Taurus recortada contra el frío fulgor del fondo. El hombre se tambaleó y sus
labios se entreabrieron, pero sólo se oyó un estertor seco. Aferrándose a la puerta dorada en
busca de apoyo, dio unos pasos vacilantes por la terraza y luego se desplomó de bruces,
apretándose la garganta. La puerta se cerró a sus espaldas.
Conan, encogido como una pantera acorralada, no vio nada detrás del nemedio herido
en el breve instante en que la puerta estuvo abierta, salvo una engañosa sombra que cruzó
como una flecha por el reluciente suelo. Nadie vino detrás de Taurus a la terraza, y Conan se
inclinó sobre el hombre caído.
El nemedio miró hacia arriba con los ojos dilatados y vidriosos, con un desconcierto
aterrador. Sus manos se clavaron en la garganta, sus labios babearon y emitieron un
murmullo, y de pronto se puso rígido; el atónito cimmerio se dio cuenta que estaba muerto.
Tuvo la sensación que Taurus había lanzado su último suspiro sin saber qué clase de muerte
se había abatido sobre él. Conan miró perplejo hacia la enigmática puerta de oro. En aquel
recinto vacío, de paredes llenas de deslumbrantes joyas, la muerte había sorprendido al
príncipe de los ladrones tan rápida y misteriosamente como la que él había ocasionado a los
leones del jardín.
El bárbaro pasó su mano con cuidado por el cuerpo semidesnudo del hombre tratando
de ver si había una herida, pero las únicas señales de violencia que tenían estaban entre los
hombros, en la base de su cuello de toro; eran tres heridas pequeñas como si tres uñas
afiladas se hubieran hundido profundamente en su carne. Los bordes de las heridas eran
negros y emanaban un leve hedor putrefacto. ¿Serían dardos envenenados? —se preguntó
Conan—. Pero en ese caso, deberían estar clavados todavía en las heridas.
El cimmerio se acercó cautelosamente a la puerta dorada, la empujó y vio ante sus
ojos una habitación vacía, bañada por el resplandor helado y rutilante de miríadas de piedras
preciosas.
En el mismo centro del cielo raso observó distraídamente un dibujo extraño; se
trataba de un diseño octogonal de color negro en cuyo centro brillaban cuatro piedras
preciosas con un fulgor rojo distinto al resplandor blanco de las demás joyas. En el extremo
opuesto de la habitación había otra puerta, igual a aquella en la que él se hallaba, aunque no
tenía paneles tallados. ¿La muerte habría venido de allí y, una vez logrado su designio, se
habría alejado por el mismo sitio?
Después de cerrar la puerta, el cimmerio dio unos pasos por la habitación. Sus pies
desnudos no hacían ruido sobre el suelo cristalino. No había sillas ni mesas; se veían tan sólo
tres o cuatro lechos cubiertos de seda, con extraños bordados en oro, y varios cofres de caoba
con refuerzos de plata. Algunos de estos estaban cerrados con pesados candados dorados;
otros, tenían las tapas talladas abiertas, y en ellos se veían montañas de joyas en un
exuberante y desordenado derroche de color para asombro del cimmerio. Conan lanzó un
juramento entre dientes. Aquella noche había visto más riquezas que las que jamás hubiera
imaginado que existieran en todo el mundo y sintió vértigo de sólo pensar en el valor de la
joya que estaba buscando.
Se encontraba en el centro de la habitación y avanzó cautelosamente con la cabeza
alta y empuñando la espada, cuando la muerte lo atacó de nuevo silenciosamente. Una
sombra pasó volando por el resplandeciente suelo como única advertencia, y lo que le salvó
la vida fue el instintivo salto que dio hacia un lado. Vislumbró por un instante una cosa negra
y peluda que pasó por encima de él con un chasquido de colmillos, y algo que le salpicó el
hombro desnudo; eran como gotas de fuego líquido. Al dar un salto hacia atrás, con la
espada en alto, vio que esa cosa horrible cayó al suelo, giró y corrió hacia él con asombrosa
velocidad; se trataba de una araña negra, imposible de imaginar, salvo en las pesadillas más
horrendas.
Era grande como un cerdo, y sus ocho patas gruesas y peludas transportaban su
monstruoso cuerpo a gran velocidad; sus cuatro ojos de brillo maligno centellearon con una
expresión de una inteligencia terrible, y sus colmillos destilaban un veneno que Conan ya
conocía por las quemaduras que unas pocas gotas le habían producido en el hombro;
entonces comprendió que el veneno estaba cargado de muerte, de una muerte rápida y
segura. Éste era el asesino que se había dejado caer desde el centro del cielo raso y había
atacado al nemedio en el cuello. ¡Qué necios habían sido, por no sospechar que las
habitaciones superiores estarían tan bien cuidadas como las inferiores!
Estos pensamientos pasaron rápidamente por la cabeza de Conan mientras el
monstruo se abalanzaba sobre él. Dio un gran salto y la araña pasó por debajo, giró y volvió
al ataque. Esta vez el joven la eludió dando un salto hacia el costado y le asestó un golpe con
la espada. Su afilada hoja le cercenó una de las patas peludas y volvió a salvarse cuando el
monstruo se revolvió contra él, con los colmillos chasqueando endiabladamente. Pero la
araña abandonó la persecución; se volvió, salió corriendo por el suelo cristalino y subió por
la pared hasta el cielo raso, donde se encogió por un instante, mirándolo fijamente con sus
demoníacos ojos rojos. Entonces, sin mediar señal alguna, se lanzó hacia el espacio, dejando
tras de sí una hebra de una sustancia gris y pegajosa.
Conan retrocedió para eludir el cuerpo que caía violentamente sobre él, y luego se
agachó frenéticamente justo a tiempo para no quedar atrapado en la gruesa hebra de la tela de
araña. El joven vio la intención del monstruo y saltó hacia la puerta, pero la araña fue más
rápida y lanzó una hebra pegajosa hacia allí, aprisionándolo. No se atrevió a cortarla, porque
sabía que aquella sustancia se quedaría pegada a la hoja y, antes que pudiera limpiarla, el
monstruo endemoniado le habría clavado sus colmillos en la espalda.
Entonces comenzó un juego desesperado, en el que el ingenio y la agilidad del
hombre se enfrentaban a la astucia demoníaca y a la rapidez de la gigantesca araña. Ésta no
volvió a correr por el suelo atacando directamente, ni lanzó su cuerpo por el aire contra él,
sino que corrió por el cielo raso y por las paredes, tratando de enredar al muchacho con los
lazos que formaba la sustancia gris y pegajosa, que arrojaba con diabólico acierto. Aquellas
hebras eran gruesas como sogas, y Conan se dio cuenta que si quedaba envuelto en ellas, ni
siquiera su fuerza desesperada podría librarlo del ataque del monstruo.
Aquella danza diabólica continuó por todo el recinto en medio de un silencio
absoluto, sólo interrumpido por la respiración agitada del hombre y el ruido sordo de sus pies
desnudos arrastrándose por el brillante suelo, y por el terrible castañeteo de los colmillos del
monstruo. Las hebras grises yacían enrolladas sobre el suelo; estaban adheridas a las paredes,
cubrían los cofres llenos de joyas y los lechos de seda y pendían como oscuros festones del
cielo raso enjoyado. La increíble agilidad de los ojos y de los músculos de Conan lograron
mantenerlo a salvo, aunque las pegajosas hebras le habían pasado tan de cerca que llegaron a
lastimar su piel desnuda. El muchacho sabía que no podía eludirlas por mucho tiempo; no
sólo tenía que prestar atención a las hebras que colgaban oscilantes del techo, sino también a
las que estaban en el suelo. Tarde o temprano las hebras pegajosas lo envolverían como una
serpiente, y entonces, envuelto como un gusano en el capullo de seda, estaría a merced del
monstruo.
La araña atravesó la habitación corriendo, con la hebra gris ondulando detrás. Conan
dio un gran salto y se subió a uno de los lechos; con un rápido giro el monstruo se subió por
la pared y la hebra saltó del suelo como si estuviera viva, apresando el tobillo del cimmerio.
Éste cayó al suelo tironeando frenéticamente para librarse de la tela de araña que lo tenía
cogido como un tornillo blando o el anillado cuerpo de una serpiente. El peludo monstruo
bajó corriendo por la pared para consumar su captura. En el frenesí de la batalla, Conan
cogió uno de los cofres de joyas y lo arrojó con todas sus fuerzas. El imponente proyectil fue
a dar en medio de las negras patas y aplastó al monstruo contra la pared con un crujido sordo
y repugnante. La sangre y la baba verdosa salpicaron en todas direcciones y el destrozado
cuerpo cayó al suelo junto con el cofre. La araña negra quedó aplastada entre una cantidad
enorme de rutilantes joyas; las patas peludas se movieron caóticamente, los ojos moribundos
de la araña lanzaron una última mirada que brilló como un rubí entre las centelleantes
piedras preciosas.
Conan miró a su alrededor y al ver que no aparecía otro monstruo se aplicó a quitarse
la telaraña que lo apresaba. La sustancia gris se adhería tenazmente a su tobillo y a sus
manos, pero por fin consiguió liberarse. Cogió su espada y se abrió camino eludiendo los
grises anillos y las hebras y se dirigió hacia la puerta interior. No podía imaginar los horrores
que le esperaban allí. El cimmerio estaba enardecido y, puesto que había venido de tan lejos
y superado tantos peligros, estaba resuelto a ir hasta el final de la aventura, ocurriera lo que
ocurriese. Tuvo la sensación que la joya que buscaba no se encontraba entre las que estaban
desparramadas desordenadamente por la resplandeciente habitación.
Cuando hubo pasado por entre las hebras que obstruían la puerta interior, advirtió que
ésta no estaba cerrada. Se preguntó si los soldados habrían descubierto su presencia. Lo
cierto es que él se encontraba encima de ellos y, si era cierto lo que se decía, estaban
habituados a oír ruidos extraños en la torre, sonidos siniestros y gritos de agonía y horror.
El cimmerio no dejaba de pensar en Yara, y no se sentía del todo confiado cuando
abrió la puerta. Pero sólo alcanzó a ver un tramo de escalones plateados que descendían,
apenas iluminados por una luz que no podía adivinar de dónde venía. Bajó silenciosamente,
empuñando la espada. No oyó ningún ruido, y poco después llegó hasta una puerta de marfil
con hematites incrustados. Se detuvo a escuchar, pero no oyó nada desde el interior; sólo se
veían salir lentas volutas de humo por debajo de la puerta, que despedían un olor extraño y
desconocido para el cimmerio. Más abajo, la escalera plateada seguía descendiendo hasta
perderse en las sombras, y del tenebroso agujero no provenía sonido alguno. Tenía la extraña
sensación que estaba solo en una torre habitada por espectros y fantasmas.
Conan empujó sigilosamente la puerta de marfil, que se abrió en silencio hacia
adentro, y permaneció en el reluciente umbral mirando fijamente a su alrededor como un
lobo en un lugar extraño, dispuesto a luchar o a huir en un santiamén. Se hallaba ante una
amplia habitación con una enorme cúpula dorada; las paredes eran de jade verde y el suelo
de marfil estaba parcialmente cubierto por gruesas alfombras. El humo y el olor exótico del
incienso provenían de un brasero apoyado sobre un trípode dorado, detrás del cual había un
ídolo sentado sobre una especie de altar de mármol. Conan miró horrorizado; la imagen,
desnuda, tenía cuerpo de hombre y era de color verde, pero la cabeza semejaba una loca
pesadilla. Era demasiado grande para el cuerpo y no tenía atributos humanos. Conan
contempló las enormes orejas resplandecientes, la rizada trompa y los blancos colmillos de
elefante que nacían a ambos lados de la trompa y terminaban en unas esferas de oro. Tenía
los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo.
He aquí, entonces, el motivo del nombre —la Torre del Elefante—, ya que la cabeza
de la cosa se parecía mucho a la de los animales descritos por el shemita errante. Aquél era el
dios de Yara. Pero, ¿dónde podía estar la gema sino escondida en el interior del ídolo, puesto
que la piedra se llamaba Corazón de Elefante?
A medida que Conan avanzaba, con los ojos fijos en el inmóvil ídolo, ¡éste abrió
súbitamente los ojos! El cimmerio se quedó paralizado por la sorpresa. ¡No era una imagen,
sino una cosa viva, y él estaba atrapado en su habitación!
Un indicio del terror que lo paralizaba es el hecho que no reaccionara al instante en
un arrebato de frenesí, dejando libres sus instintos homicidas. Un hombre civilizado en su
situación sin duda habría buscado refugio creyendo que estaba loco, pero a Conan no se le
ocurrió dudar de sus sentidos. Sabía que se encontraba cara a cara con un demonio del
antiguo mundo, y esa seguridad lo privó de todas sus facultades, salvo la de la vista. La
trompa de esa cosa horrorosa se alzó como buscando algo, y los ojos de topacio miraban sin
ver. Entonces Conan se dio cuenta que el monstruo era ciego. Este pensamiento calmó sus
tensos nervios, y comenzó a retroceder en silencio en dirección a la puerta. Pero el engendro
oía. La trompa sensible se estiró hacia él y el muchacho quedó nuevamente helado de
espanto cuando el extraño ser habló con una voz extraña y entrecortada, siempre en el mismo
tono. El cimmerio comprendió que aquella boca no fue creada para hablar un lenguaje
humano.
—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¿Has venido a torturarme de nuevo, Yara? ¿No te
vas a cansar nunca? ¡Oh, Yag-kosha! ¿No tendrá fin esta agonía?
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y Conan observó las extremidades extendidas
sobre el lecho de mármol. Sabía que el monstruo no podría levantarse para atacarlo. Conocía
las marcas del tormento y las quemaduras del fuego, y por más duro que fuera, no podía
evitar estar impresionado por las deformidades de lo que parecía haber sido un cuerpo tan
bien constituido como el suyo. Y súbitamente todo el miedo y el asco se convirtieron en una
profunda compasión. Conan no sabía quién era ese monstruo, pero era tan evidente su
terrible y patético sufrimiento que, sin saber por qué, le embargó una abrumadora tristeza.
Sintió que estaba presenciando una tragedia cósmica y sintió vergüenza, como si la culpa de
toda una raza hubiera caído sobre él.
—No soy Yara —dijo—. Soy solamente un ladrón. No te haré daño.
—Acércate para que pueda tocarte —dijo la criatura con un titubeo, y Conan se
aproximó sin miedo, con la espada olvidada en su mano.
La trompa sensible se alzó y palpó su rostro y sus hombros, como hacen los ciegos. El
contacto era tan suave como el de la mano de una muchacha.
—Tú no perteneces a la raza maligna de Yara —suspiró la criatura—. Llevas la marca
de la fiereza pura y esbelta de las tierras desérticas. Conozco a tu gente desde antiguo. Los
conocí con otro nombre hace mucho, mucho tiempo, cuando un mundo distinto alzaba sus
brillantes torres hacia las estrellas. Pero... hay sangre en tus manos.
—Es de la araña que había en la habitación de arriba y de uno de los leones del jardín
—musitó Conan.
—También has matado a un hombre esta noche —respondió el otro—. Y hay muerte
arriba en la torre. Lo siento; lo sé.
—Sí —admitió el cimmerio—. El príncipe de los ladrones yace allí sin vida, víctima
de la picadura de un bicho.
—¡Así es! —dijo con una extraña voz inhumana en una especie de canto monótono
—. Un muerto en la taberna y un muerto en la terraza; lo sé; lo siento. Y el tercero producirá
un efecto mágico que ni el mismo Yara imagina. ¡Oh, hechizo de la liberación, dioses verdes
de Yag!
Las lágrimas rodaron nuevamente por sus mejillas mientras el torturado ser se
estremecía presa de las más variadas emociones. Conan seguía mirándolo perplejo.
Entonces cesaron las convulsiones, los suaves ojos ciegos se volvieron hacia el
cimmerio y le hizo una seña con la trompa.
—Escucha, hombre —dijo el extraño ser—. Te parezco repugnante y monstruoso,
¿no es cierto? No, no contestes; lo sé. Pero tú me parecerías igual de extraño si pudiera verte.
Existen muchos mundos además de esta tierra, y la vida adopta diferentes formas. No soy ni
un dios ni un demonio, sino que soy de carne y hueso como tú, aunque la sustancia sea en
parte distinta y la forma esté creada con modelos diferentes. Soy muy viejo, hombre de la
selva; he venido a este planeta hace mucho, mucho tiempo, con otros seres de mi mundo, el
planeta verde Yag, que da vueltas eternamente en el límite de este universo.
»Viajamos por el espacio con poderosas alas que nos transportaron por el cosmos a
mayor velocidad que la luz, porque habíamos luchado contra los reyes de Yag y fuimos
derrotados y desterrados. Y jamás pudimos regresar, porque en la tierra nuestras alas se
marchitaron. Aquí vivimos alejados de la vida terrenal, luchamos contra los extraños y
terribles seres que en ese entonces poblaban la tierra, y por ello fuimos temidos y nadie nos
molestó en las sombrías selvas del este, donde teníamos nuestra morada.
»Hemos visto cómo los monos se transformaban en hombres y los vimos construir las
rutilantes ciudades de Valusia, Kamelia, Commoria y otras. Los hemos visto tambalearse
ante los ataques de los paganos atlantes, pictos y lemurios. Hemos visto cómo los océanos se
levantaban y sumergían a la Atlántida y Lemuria, las islas de los pictos y las brillantes
ciudades de la civilización. También vimos cómo los sobrevivientes de los reinos pictos y los
atlantes construían su imperio de la Edad de Piedra y luego cayeron en la ruina, enzarzados
en sangrientas batallas. Hemos visto cómo los pictos se hundían en los abismos del
salvajismo y cómo los atlantes volvían a descender al nivel del mono. Hemos visto cómo los
nuevos salvajes se dirigían hacia el sur desde el Círculo Ártico, en oleadas conquistadoras,
para construir una nueva civilización con los nuevos reinos llamados Nemedia, Koth,
Aquilonia y otros.
»Vimos cómo tu pueblo surgía con un nuevo nombre de las selvas de los monos que
habían sido los atlantes. Hemos visto a los descendientes de los lemurios que habían
sobrevivido al Cataclismo levantarse una vez más superando el salvajismo y dirigirse hacia
el oeste convertidos en hirkanios. Y hemos visto cómo esta raza de seres malignos,
sobrevivientes de la antigua civilización que existía antes del hundimiento de la Atlántida,
volvía a tener cultura y poder: se trata de este maldito reino de Zamora. Hemos visto todo
esto, sin ayudar ni entorpecer las inmutables leyes del cosmos, y nos fuimos muriendo uno
tras otro; porque nosotros, los hombres de Yag, no somos inmortales, si bien nuestras vidas
son como las vidas de los planetas y de las constelaciones. Finalmente quedo yo solo,
soñando con los tiempos pasados entre los ruinosos templos perdidos en la selva de Khitai,
venerado como un dios por una antigua raza de piel amarilla. Después llegó Yara, versado en
oscuros conocimientos transmitidos a través de los años de barbarie, antes del hundimiento
de la Atlántida. Al principio Yara se sentó a mis pies para que yo le transmitiera mi
sabiduría. Pero no estaba satisfecho con lo que yo le enseñaba, porque se trataba de magia
blanca y él deseaba conocer la ciencia del mal, a fin de esclavizar a los reyes y saciar su
ambición demoníaca. Yo no estaba dispuesto a enseñarle ninguno de los secretos de la magia
negra que había adquirido, a pesar mío, a través de los siglos. Pero su inteligencia era mayor
de lo que yo había creído; con argucias aprendidas entre las polvorientas tumbas de Estigia,
me engañó y me obligó a revelarle un secreto que yo nunca quise contar a nadie, y volviendo
mi propio poder en contra mío, me convirtió en su esclavo. ¡Oh, dioses de Yag, qué amarga
ha sido mi vida desde aquel día! Me trajo desde las remotas selvas de Khitai, donde los
monos bailan al compás de la flautas de los sacerdotes amarillos y donde las ofrendas de
frutos y vinos atestaban mis rotos altares. Nunca volví a ser el dios de las buenas gentes de la
selva, sino que me convertí en el esclavo de un demonio con forma humana.
Sus ojos ciegos se volvieron a inundar de lágrimas.
—Me recluyó en esta torre, que construí para él por orden suya en una sola noche. Me
dominó por medio del fuego y de la tortura, así como por medio de extraños tormentos
sobrenaturales que tú no podrías comprender. Si pudiera, hace mucho tiempo hubiera puesto
fin a esta larga agonía, quitándome la vida. Pero él me mantuvo vivo (deforme, ciego y
destrozado), para que realizara sus asquerosos deseos. Y durante trescientos años he hecho
su voluntad, desde este lecho de mármol, ensuciando mi alma con pecados cósmicos y
mancillando mi sabiduría con crímenes, porque no podía hacer otra cosa. Pero no he
revelado todos mis antiguos secretos y mi último don será el hechizo de la Sangre y la Joya
porque presiento que se acerca el fin. Tú eres la mano del Destino. Te ruego que tomes la
piedra preciosa que hallarás en aquel altar.
Conan se volvió hacia el altar de oro y marfil que le había señalado el extraño ser y
tomó una enorme joya redonda, clara como un cristal carmesí, y en ese momento descubrió
que era el Corazón del Elefante.
—Y ahora la gran magia, la poderosa magia, que nadie ha visto ni verá jamás en
millones de milenios. Por mi alma y mi sangre lanzo el conjuro; por la sangre del pecho
verde de Yag, que sueña a lo lejos en el inmenso y vasto Espacio Azul. Toma tu espada,
hombre, y corta mi corazón, luego estrújalo de modo que la sangre fluya sobre la piedra roja.
Después baja por esa escalera y entra en la habitación de ébano en la que está sentado Yara
envuelto en sueños malignos. Pronuncia su nombre y despertará. En ese momento has de
colocar esta gema delante de él y repetir estas palabras: «Yag-kosha te ofrece su último don
y su último encantamiento». Después márchate de la torre rápidamente. No temas, que no
habrá obstáculos en tu camino. La vida del hombre no es la vida de Yag, ni la muerte
humana es la muerte de Yag. Libérame de esta prisión de carne ciega y volveré a ser Yogah
de Yag, coronado y rutilante, con alas para volar, pies para danzar, ojos para ver y manos
para tocar.
Conan se acercó con gesto vacilante y Yag-kosha, o Yogah, como si notara su
indecisión, le indicó dónde debía clavar la hoja afilada. El joven apretó los dientes y hundió
profundamente la espada. La sangre fluyó abundante empapando la hoja de la espada y su
mano, y la extraña criatura se agitó convulsivamente y luego quedó completamente inmóvil.
Cuando estuvo seguro que ya no estaba vivo, al menos en el sentido que él entendía la vida,
Conan se aplicó a la espantosa tarea y en seguida extrajo algo que él supuso que sería el
corazón de aquel ser extraño, aunque curiosamente era distinto de cualquier corazón que él
había visto. Sosteniendo la víscera, que aún latía, sobre la deslumbrante joya, la apretó con
ambas manos y un río de sangre cayó sobre la piedra. Para su sorpresa, la sangre no se
derramó, sino que fue absorbida por la gema, como si fuera una esponja.
Sosteniendo la joya con todo cuidado, el muchacho salió del fantástico recinto y se
dirigió hacia la escalera de plata. No miró hacia atrás, pero supo instintivamente que el
cuerpo que reposaba sobre el lecho de mármol estaba sufriendo algún tipo de transmutación,
y también tuvo la sensación que era algo que no debía ser presenciado por ningún ser
humano.
Cerró tras de sí la puerta de marfil y bajó la escalera de plata sin vacilar. No se le
ocurrió desobedecer las instrucciones que había recibido. Se detuvo ante la puerta de ébano,
en cuyo centro había una sonriente calavera de plata, y la abrió. Su mirada recorrió la
habitación de ébano y azabache y vio, reclinada sobre un lecho de seda negra, una figura alta
y delgada. Delante de él estaba Yara, el sacerdote y brujo, con los ojos abiertos y dilatados
por los vapores del loto amarillo, mirando a lo lejos, como sumido en abismos nocturnos que
están más allá de la percepción humana.
—¡Yara! —exclamó Conan, como un juez que pronuncia una condena—. ¡Despierta!
Los ojos se abrieron al instante y se volvieron fríos y crueles como los de un buitre.
La negra figura vestida de seda se irguió lúgubre sobre el cimmerio.
—¡Perro! —dijo con voz sibilante como la de una cobra—. ¿Qué haces aquí?
Conan depositó la joya sobre la enorme mesa de ébano.
—El que envía esta gema me mandó decir: «Yag-kosha te ofrece su último don y su
último encantamiento».
Yara retrocedió; su rostro era oscuro y ceniciento. La joya ya no era cristalina y pura;
su turbio centro palpitaba y vibraba, y en su superficie flotaban curiosas volutas de humo de
colores cambiantes. Como atraído hipnóticamente, Yara se inclinó sobre la mesa y tomó
entre sus manos la gema, mirando fijamente su sombrío interior, como si se tratara de un
imán que le fuera a extraer su convulsiva alma del cuerpo. Cuando Conan miró, pensó que
sus ojos lo engañaban porque cuando Yara se había levantado del lecho, el sacerdote le había
parecido gigantesco, y ahora vio que la cabeza de Yara apenas le llegaba al hombro. El joven
parpadeó desconcertado y por primera vez en toda la noche dudó de sus sentidos. Luego,
conmocionado, se dio cuenta que el sacerdote se hacía cada vez más pequeño delante de sus
propios ojos.
Conan observó con indiferencia, como quien ve una representación. Abrumado por la
sensación de irrealidad, el cimmerio ya no estaba seguro de su propia identidad; sólo sabía
que estaba contemplando las manifestaciones externas de un juego invisible de colosales
fuerzas exteriores que estaban más allá de su comprensión.
Ahora Yara tenía el tamaño de un niño, y luego se tumbó sobre la mesa como un
bebé, pero todavía aferraba la joya. De pronto el hechicero se dio cuenta de cuál era su
destino y dando un brinco soltó la gema. Pero se hizo más pequeño aún, y Conan lo vio
convertido en un cuerpo minúsculo que corría frenéticamente sobre la mesa de ébano,
agitando los diminutos brazos y chillando como una rata.
Ya era tan insignificante que la gran joya parecía una montaña a su lado; Conan vio
que se cubría los ojos con las manos como si quisiera protegerse del fulgor, mientras se
tambaleaba como un poseído. El muchacho sintió que una fuerza magnética invisible atraía a
Yara hacia la gema. Dio tres vueltas como un loco alrededor de la piedra, e intentó volverse
tres veces y escapar a través de la mesa. Entonces el sacerdote lanzó un grito que sonó
apagado, alzó los brazos y corrió directamente hacia la resplandeciente bola.
Inclinándose más aún, Conan vio cómo Yara trepaba por la superficie lisa y
redondeada con grandes esfuerzos, como un hombre que asciende por una montaña de hielo.
Por fin el sacerdote llegó a la parte superior agitando los brazos, e invocó los nombres de
seres terribles que sólo los dioses conocen. Y de repente se hundió en el centro mismo de la
joya, como un hombre que se hunde en el mar, y Conan vio cómo las volutas de humo se
cerraban sobre su cabeza. Luego la divisó en el centro carmesí de la gema, que se volvió
transparente y cristalino, como quien contempla una imagen lejana en el tiempo y en el
espacio. Entonces apareció en el mismo centro otra figura de color verde, brillante y halada,
con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, que ya no era ciego ni deforme. Yara extendió
sus brazos y corrió como un loco, pero el vengador fue tras él. En ese momento la enorme
joya desapareció, estallando como si fuera una pompa de jabón en medio de fulgores
iridiscentes, y la mesa de ébano quedó vacía al igual —intuyó Conan— que el lecho de
mármol de la habitación de arriba en el que había estado el cuerpo del extraño ser
transcósmico llamado Yag-kosha o Yogan.
El cimmerio se volvió y huyó de la habitación descendiendo por la escalera de plata.
Estaba tan perplejo que no se le ocurrió escapar de la torre por donde había entrado. Bajó
corriendo por el sinuoso y sombrío agujero plateado hasta llegar a una habitación más grande
al pie de la resplandeciente escalera. Allí se detuvo un instante; había llegado al cuarto de los
soldados. Vio el brillo de sus plateadas corazas y de las enjoyadas empuñaduras de sus
espadas. Se habían desplomado sobre la mesa de banquetes, con las plumas oscuras
ondeando sobriamente sobre los cascos de las cabezas caídas; yacían entre los dados y entre
las copas caídas, cuyo vino manchaba el suelo de color lapislázuli. Conan no sabía si se
trataba de brujería o de magia o de la oculta influencia de las enormes alas verdes, pero su
camino estaba libre de obstáculos. Había una puerta de plata abierta, recortada contra la
claridad del alba.
El cimmerio salió a los verdes jardines y cuando la brisa del alba sopló inundándolo
de la fresca fragancia de exuberantes plantas, se estremeció como si se despertara de un
sueño. Se volvió con un gesto vacilante para mirar fijamente la enigmática torre en la que
había estado hace un momento. ¿Estaba embrujado y preso de un encantamiento? ¿Había
soñado todo lo que creía haber vivido? Mientras se hacía estas preguntas, vio de repente que
la rutilante torre, recortada contra el cielo escarlata del alba, y la cúpula incrustada de
relucientes joyas que brillaban cada vez con más intensidad por los primeros rayos del sol, se
tambaleó y cayó estrepitosamente desintegrándose en minúsculas partículas resplandecientes.
F I N