VI
REGRESO A JAHILIA
Cuando Baal, el poeta, vio una lágrima color de sangre brotar del ángulo del ojo izquierdo de la imagen de Al-Lat en la Casa de la Piedra Negra, comprendió que Mahound, el profeta, regresaba a Jahilia después de un cuarto de siglo de exilio. Eructó violentamente —mal de la vejez éste, cuya ordinariez parecía casar con el abotargamiento general producido por los años, tanto de la lengua como del cuerpo, lenta congelación de la sangre que había hecho de Baal, a los cincuenta años, una figura muy distinta de aquel muchacho espigado y vivaz de su juventud—. A veces le parecía que hasta el aire era más denso y se le resistía, y un corto paseo podía dejarlo jadeante, con un dolor en el brazo y una irregularidad en el pecho... y también Mahound tenía que haber cambiado, porque ahora volvía con esplendor y omnipotencia al lugar del que escapó con las manos vacías, sin una esposa siquiera. Mahound, a sus sesenta y cinco años. Nuestros nombres se encuentran, se separan y vuelven a encontrarse, pensó Baal, pero la persona que va con el nombre no es la misma. Dejó a Al-Lat, se volvió hacia la luz del sol, y a su espalda oyó una risa burlona. Se volvió pesadamente; no se veía a nadie. La orla de un manto que desaparecía por una esquina. Ahora, el desastrado Baal hacía reír a los forasteros por la calle. «¡Bastardo!», gritó, escandalizando a los fieles de la Casa. Baal, el poeta decrépito, volvía a comportarse mal. Él se encogió de hombros y se dirigió a su casa.
La ciudad de Jahilia ya no estaba hecha de arena. Es decir, el paso de los años, la hechicería de los vientos del desierto, la luna petrificadora, el olvido de la gente y la inevitabilidad del progreso habían endurecido la ciudad haciéndole perder su antigua cualidad mutable y provisional de espejismo en el que podían vivir los hombres, y convertirse en un lugar prosaico, cotidiano y (al igual que sus poetas) pobre. El brazo de Mahound se había hecho largo; su poder había rodeado Jahilia cortando su savia vital, sus peregrinos y sus caravanas. Las ferias de Jahilia, en estos días, daba pena verlas. Hasta el Grande estaba un poco raído, su cabello blanco tenía tantos huecos como su dentadura. Sus concubinas se morían de viejas, y a él le faltaba la energía —o, según se rumoreaba en los tortuosos callejones de la ciudad, el deseo— de sustituirlas. Algunos días olvidaba afeitarse, lo cual acentuaba su aspecto de ruina y derrota. Sólo Hind era la misma de siempre.
Ella siempre tuvo cierta reputación de bruja, una bruja que podía hacerte enfermar si no te inclinabas al paso de su litera, una ocultista que poseía el poder de convertir a los hombres en serpientes del desierto cuando se cansaba de ellos y luego los agarraba por la cola y se los hacía guisar con piel para la cena. Ahora que había llegado a los sesenta años, la leyenda de su nigromancia era reavivada por su extraordinaria y antinatural facultad de no envejecer. Mientras a su alrededor todo decaía y se marchitaba, mientras los miembros de las antiguas bandas de sharks se convertían en hombres maduros que se dedicaban a jugar a cartas y a dados por las esquinas, mientras las viejas brujas de los nudos y las contorsionistas se morían de hambre por los barrancos, mientras crecía una generación cuyo conservadurismo y ciega adoración del mundo material nacía de su conocimiento de la probabilidad del desempleo y la penuria, mientras la gran ciudad perdía su sentido de identidad y hasta el culto a los muertos se abandonaba, con gran alivio de los camellos de Jahilia, cuya aversión a ser desjarretados sobre las tumbas humanas es comprensible..., en suma, mientras Jahilia decaía, Hind permanecía tersa, con un cuerpo tan firme como el de una muchacha, el pelo tan negro como las plumas del cuervo, unos ojos brillantes como cuchillos, un porte altivo y una voz que no admitía oposición. Hind, no Simbel, era quien ahora gobernaba la ciudad; o así lo creía ella, indiscutiblemente.
Mientras el Grande se convertía en un anciano fofo y asmático, Hind se dedicó a escribir una serie de admonitorias y edificantes epístolas o bulas dirigidas a los habitantes de la ciudad. Estos escritos eran pegados en todas las calles de la ciudad. Por ello, los jahilianos llegaron a ver en Hind y no en Abu Simbel la representación de su ciudad, su avatar viviente, porque en su inmutabilidad física y en la inquebrantable energía de sus proclamas percibían un reflejo de sí mismos mucho más grato que la imagen de la cara macerada de Simbel que veían en el espejo. Los carteles de Hind eran más efectivos que los versos de los poetas. Sexualmente todavía era voraz y había dormido con todos los escritores de la ciudad (aunque hacía mucho tiempo que Baal no tenía acceso a su cama); ahora los escritores estaban gastados, descartados, y ella seguía exuberante. Tanto con la espada como con la pluma. Ella era Hind, la que, disfrazada de hombre, se unió al ejército jahiliano y, sirviéndose de su hechicería, desvió todas las lanzas y espadas mientras buscaba al asesino de sus hermanos en la tempestad de la guerra. Hind, que había degollado al tío del Profeta y que se había comido el hígado y el corazón del viejo Hamza.
¿Quién podría resistírsele? Por su eterna juventud, que era también la de ellos; por su ferocidad, que les daba la ilusión de ser invencibles, y por sus bulas, que eran la negación del tiempo, de la historia, de la edad, que cantaban la magnificencia esplendorosa de la ciudad y desmentían la inmundicia y la decrepitud de las calles, que insistían en la grandeza, en la autoridad, en la inmortalidad, en la condición de guardianes de lo divino de todos los jahilianos..., por estos escritos el pueblo le perdonaba su promiscuidad, hacía oídos sordos a los rumores de que Hind era pesada en esmeraldas el día de su cumpleaños, cerraba los ojos a las orgías, se reían cuando les hablaban de las proporciones de su vestuario, de los quinientos ochenta y un camisones hechos de hoja de oro y los cuatrocientos veinte pares de zapatillas de rubíes. Los ciudadanos de Jahilia se arrastraban por sus calles cada día más peligrosas, en las que era más y más frecuente ser asesinado por unas monedas, en las que las ancianas eran violadas y sacrificadas ritualmente, en las que las protestas de los hambrientos eran brutalmente sofocadas por la guardia personal de Hind, los «Manticorps»; y, a pesar de lo que les gritaban los ojos, el estómago y la bolsa, ellos creían lo que Hind les susurraba al oído: Arriba, Jahilia, gloria del mundo.
Todos, no, desde luego. Por ejemplo, Baal, no. Que se desentendía de los asuntos públicos y escribía poesías de amor no correspondido.
Masticando un rábano blanco, llegó a su casa y cruzó bajo un arco mugriento abierto en una pared agrietada. Entró en un patio pequeño que olía a orina, con plumas, restos de verdura y sangre en el suelo. No había ni rastro de vida humana: sólo moscas, sombras, miedo. En aquellos días había que estar en guardia. Una secta de criminales hashashin rondaba por la ciudad. Se recomendaba a los ricos que se aproximaran a su casa andando por el lado opuesto de la calle, para comprobar si había alguien espiando; si no se advertía nada sospechoso, el dueño de la casa cruzaba la calle corriendo y cerraba la puerta tras sí antes de que el criminal que estuviera al acecho pudiera introducirse. Pero Baal no se molestaba en tomar tales precauciones. Hubo un tiempo en que era rico, pero de aquello hacía un cuarto de siglo. Ahora no había demanda de sátiras: el miedo de todos a Mahound había destruido el mercado de los insultos y el ingenio. Y con el declive del culto a los muertos habían disminuido brutalmente los encargos de epitafios y triunfales odas de venganza. Eran malos tiempos para todos.
Soñando con los banquetes de antaño, Baal subió a su habitación por una insegura escalera de madera. ¿Qué podían robarle a él? Lo que él tenía no valía ni el puñal del ladrón. Al abrir la puerta y empezar a entrar, un empujón lo envió dando traspiés a la pared del fondo, en la que se golpeó la nariz, que empezó a sangrarle. «¡No me mates! —chilló a ciegas—. Ay, Dios, no me mates, ten compasión, oh.»
La mano cerró la puerta. Baal sabía que, por mucho que gritara, permanecerían solos, aislados del mundo en aquella habitación indiferente. Nadie acudiría; él mismo, de haber oído gritar a un vecino, habría arrimado el catre contra la puerta. El intruso llevaba capa con una capucha que le cubría la cara por completo. Baal, de rodillas y temblando incontroladamente, se enjugó la sangre de la nariz. «No tengo dinero —imploró—. No tengo nada.» Entonces habló el desconocido: «El perro hambriento que busca comida no va a la casa del perro. —Y, tras una pausa, agregó—: Baal, no queda mucho de ti. Esperaba algo más.»
Entonces Baal se sintió extrañamente ofendido, además de aterrado. ¿Sería una especie de admirador demente que le mataría por no estar a la altura de su fama? Sin dejar de temblar, dijo con modestia: «El escritor, cara a cara, siempre decepciona.» El otro hizo caso omiso de la observación. «Viene Mahound», dijo.
Este sencillo anuncio llenó de consternación a Baal. «¿Y eso a mí, qué? —gritó — . ¿Qué quiere? De aquello hace mucho tiempo, una vida, más de una vida. ¿Qué quiere? ¿Eres de los suyos? ¿Te envía él?
«Su memoria es tan larga como su cara —dijo el intruso, quitándose la capucha—. No; no soy mensajero suyo. Tú y yo tenemos algo en común: los dos le tememos.» «Yo te conozco», dijo Baal. «Sí.»
«Tu manera de hablar. Tú eres extranjero.» «"Una revolución de aguadores, inmigrantes y esclavos" —citó el desconocido—. Éstas fueron tus palabras.»
«Tú eres el inmigrante —recordó Baal — . Sulaiman, el persa.» El persa sonrió con la boca torcida. «Salman —rectificó—. No sabio, sino pacífico.»
«Tú eras uno de sus más allegados», dijo Baal, perplejo.
«Cuanto más cerca estás de un conspirador —dijo Salman con amargura—, más fácil es descubrir el truco.»
Y Gibreel soñó:
En el oasis de Yathrib, los seguidores de la nueva doctrina de la Sumisión se encontraron sin tierras y, por lo tanto, pobres. Durante muchos años se mantuvieron con actos de bandidaje, atacando las ricas caravanas de camellos que iban o venían de Jahilia. Mahound no tenía tiempo para escrúpulos, dijo Salman a Baal, ni inquietudes acerca de fines y medios. Los fieles vivían de la delincuencia, pero durante aquellos años, Mahound —¿o tendríamos que decir el arcángel Gibreel?, ¿o tendríamos que decir Al-Lah?— se obsesionó por la ley. Gibreel se aparecía al Profeta entre las palmeras del oasis y dictaba preceptos, preceptos y más preceptos, hasta que los fieles llegaron a no poder soportar la idea de más revelación, dijo Salman; preceptos para cada puñetera cosa; si un hombre se pee, debe volver la cara al viento; un precepto sobre la mano que había que usar para limpiarse el trasero. Era como si no pudiera dejarse sin reglamentar ningún aspecto de la existencia humana. La revelación —la recitación— decía a los fieles cuánto debían comer, cuán profundamente debían dormir y qué posturas sexuales tenían la divina sanción, y así aprendieron que la sodomía y la postura misionera tenían la aprobación del arcángel, mientras que entre las posturas prohibidas estaban todas en las que la mujer quedaba encima. Gibreel especificó también los temas de conversación permitidos y prohibidos y marcó las partes del cuerpo que no podían rascarse, por mucho que picaran. Vetó el consumo de langostinos, esas extrañas criaturas de otro mundo, nunca vistas por un fiel, y mandaba que los animales se sacrificaran lentamente, desangrándolos, de manera que, viviendo plenamente su muerte, pudieran adquirir un conocimiento del significado de la vida, porque sólo en el momento de la muerte comprenden las criaturas que la vida ha sido real y no una especie de sueño. Y Gibreel, el arcángel, especificaba la manera en que debía ser enterrado un hombre y dividida su propiedad, por lo que Salman, el persa, empezó a pensar qué clase de Dios era aquel que hablaba como un comerciante. Fue entonces cuando tuvo la idea que destruyó su fe, al recordar, claro que sí, que el propio Mahound había sido comerciante, y muy próspero por cierto, una persona con dotes de organización y reglamentación, y, qué casualidad, disponer de un arcángel tan metódico que transmitía las decisiones administrativas de este Dios eminentemente corporativo aunque incorpóreo.
Salman empezó a advertir lo útiles y oportunas que solían ser las revelaciones del ángel, de manera que cuando los fieles discutían cualquier opinión de Mahound, ya fuera la viabilidad de los viajes espaciales o la eternidad del infierno, aparecía el ángel con una respuesta que siempre daba la razón a Mahound, y manifestaba categóricamente que era imposible que un hombre pudiera caminar por la luna, o se mostraba no menos rotundo en afirmar la naturaleza transitoria de la condenación: hasta los más grandes pecadores acabarían purificados por el fuego del infierno y tendrían acceso a los jardines perfumados de Gulistan y Bostan. Otra cosa habría sido, se lamentaba Salman a Baal, que Mahound hubiera expuesto su criterio después de recibir la revelación de Gibreel; pero no, él dictaba la ley y luego venía el ángel y la confirmaba; de manera que aquello empezó a olerme mal, y yo pensé: éste debe de ser el olor de esas criaturas fabulosas y legendarias, cómo se llaman, langostinos.
El olor sospechoso empezó a obsesionar a Salman, que era el más instruido de los allegados de Mahound, debido al óptimo sistema educativo que en aquel entonces ofrecía Persia. A causa de su superior instrucción, Salman pasó a ser el escriba oficial de Mahound, encargado de redactar la inacabable retahila de preceptos. Revelaciones de conveniencia, dijo a Baal, y, con el tiempo, el trabajo se me hacía más odioso. Ahora bien, por el momento, tuvo que guardar para sí sus sospechas, porque los ejércitos de Jahilia marchaban sobre Yathrib, decididos a espantar aquellas moscas que incordiaban a sus caravanas de camellos y entorpecían el comercio. Lo que pasó después es sabido, no necesito repetirlo, dijo Salman, pero su vanidad pudo más y le hizo relatar a Baal cómo él personalmente había salvado a Yathrib de una destrucción segura y preservado el cuello de Mahound con su idea de la zanja. Salman dijo al Profeta que mandara cavar una gran trinchera alrededor del caserío del oasis, que no tenía murallas, lo bastante ancha como para que los legendarios caballos de la famosa caballería jahiliana no pudieran saltarla. Una zanja con puntiagudas estacas en el fondo. Cuando los jahilianos vieron esta vil obra de antideportiva zapa, su sentido del honor y la caballería les hizo comportarse como si la zanja no existiera y cargar con sus caballos a galope tendido. La flor y nata del ejército de Jahilia, tanto humana como equina, acabó empalada en las agudas estacas de la perfidia persa de Salman. Y es que ya se sabe que nadie como el emigrante para saltarse las normas. ¿Y después de la derrota de Jahilia?, se lamentó Salman a Baal: lo lógico era esperar que se me considerara un héroe, no es que yo sea vanidoso, pero ¿dónde quedaron los honores públicos, dónde la gratitud de Mahound, por qué el arcángel no me mencionó a mí en la orden del día? Nada, ni una sílaba, fue como si los fieles vieran en mi zanja un truco barato, una añagaza deshonrosa, desleal; un insulto para su hombría; como si, al salvarles la piel, hubiera herido su orgullo. Yo no dije nada, pero perdí muchos amigos después de aquello; puedes estar seguro de que a la gente le molesta que les hagas un favor.
A pesar de la zanja de Yathrib, los fieles tuvieron muchas bajas en su guerra contra Jahilia. En sus incursiones, eran tantas las vidas que perdían como las que cobraban. Y, al final de la guerra, no se hizo esperar la recomendación del arcángel Gibreel a los supervivientes de casarse con las viudas, no fueran a casarse con infieles y sustraerse a la Sumisión. Oh, qué ángel tan previsor, dijo Salman sarcásticamente. Ahora había sacado de los pliegues de la capa una botella de toddy de la que los dos hombres bebían pausadamente y con perseverancia, a la luz del crepúsculo. Cuanto más bajaba el líquido amarillo de la botella, más locuaz estaba Salman; que Baal recordara, nunca había oído a un hombre despotricar de aquella manera. Ay, aquellas revelaciones tan oportunas, exclamó Salman; si llegó a decírsenos que no importaba que estuviéramos casados, que podíamos tener hasta cuatro esposas si podíamos mantenerlas, lo cual los chicos no se hicieron repetir como comprenderás.
Las causas de la ruptura entre Salman y Mahound: la cuestión de las mujeres; y la de los versos satánicos. Mira, yo no soy un chismoso, confió Salman con lengua de beodo, pero, después de la muerte de su esposa, Mahound no era precisamente un ángel, tú ya me entiendes. Ahora bien, en Yathrib no lo tenía fácil. Aquellas mujeres: en un año le volvieron la barba medio blanca. Lo peculiar de nuestro Profeta, mi querido Baal, es que no le gustan las mujeres con genio; a él le van las madres y las hijas; no tienes más que pensar en su primera esposa y en Ayesha, sus dos amores: una muy vieja y la otra muy joven. No las buscaba de su talla. Pero en Yathrib las mujeres son diferentes, no lo sabéis bien; aquí, en Jahilia, estáis acostumbrados a mandar a las mujeres, pero las de allí no lo consentirían. ¡Allí el marido va a vivir con la familia de su esposa! ¡Imagina! ¡Qué escándalo!, ¿no? Y la esposa tiene su propia tienda. Si quiere librarse del marido, gira la tienda hacia el otro lado, de manera que cuando él llega en vez de puerta encuentra tela, y se acabó, está divorciado, nada que hacer. Bueno, a nuestras chicas les gustó esto y empezaron a soliviantarse, y entonces, de pronto, bang, sale el libro de los preceptos, el ángel empieza a especificar lo que deben hacer las mujeres y les obliga a volver a las actitudes que prefiere el Profeta, a ser sumisas o maternales, a andar tres pasos más atrás, o a quedarse encerradas en casa, dóciles y calladas. Cómo se reían de los fieles las mujeres de Yathrib, por mi vida; pero ese hombre es un mago, nada puede resistirse a su influjo: las fieles hicieron lo que él les ordenaba. Y se Sometieron: al fin y al cabo, él les ofrecía el Paraíso.
«De todos modos —dijo Salman llegando ya al fondo de la botella—, finalmente, decidí ponerlo a prueba.»
Una noche, el escriba persa tuvo un sueño en el que él planeaba sobre la figura de Mahound, en la cueva del Profeta en el monte Cone. Al principio, Salman lo tomó simplemente como un ensueño nostálgico de los viejos tiempos de Jahilia, pero luego reparó en que, en el sueño, su punto de vista era el del arcángel y en aquel momento volvió a él el recuerdo del incidente de los versos satánicos, tan vividamente como si hubiera ocurrido la víspera. «Quizá yo no soñé que era Gibreel —dijo Salman—. Quizá yo era Shaitan.» Al vislumbrar esta posibilidad, tuvo una idea diabólica. A partir de entonces, cuando se sentaba a los pies del Profeta a escribir preceptos preceptos preceptos, subrepticiamente, cambiaba algunas cosas.
«Al principio, cosas pequeñas. Si Mahound recitaba un verso en el que se decía de Dios que todo lo oye y todo lo sabe, yo escribía todo lo sabe y todo lo ve. Pero, y esto es lo importante, Mahound no notaba los cambios. De manera que era yo el que escribía realmente el Libro, o volvía a escribirlo, profanando la palabra de Dios con mi propio lenguaje terreno. Pero, por el cielo, si mis pobres palabras no podían ser distinguidas de la Revelación por el propio Mensajero de Dios, ¿qué quería ello decir? ¿Qué quería decir acerca de la esencia de la divina poesía? Mira, te juro que yo estaba angustiado. Una cosa es ser un tipo despierto que sospecha de ciertas cuestiones poco claras y otra, muy distinta, averiguar que tenías razón. Escucha: por ese hombre yo cambié mi vida. Dejé mi país, crucé el mundo, me instalé entre gentes que me consideraban un asqueroso cobarde extranjero porque les salvé la vida y que nunca me agradecieron lo que yo..., pero dejemos eso. La verdad es que lo que yo esperaba cuando hice aquel primer cambio insignificante todo lo ve en lugar de todo lo oye, lo que yo quería era que cuando el Profeta leyera lo escrito me dijera: ¿Qué te pasa, Salman, estás sordo? Y yo respondería: Ay, Dios mío, qué torpeza, no sé cómo he podido, y rectificar. Pero no fue así; y ahora la Revelación la escribía yo y nadie lo advertía, y a mí me faltaba valor para reconocerlo. Estaba muerto de miedo, puedes estar seguro. Y también estaba más triste que nunca en la vida. Pero no podía dejarlo. Quizás esta vez se le haya escapado, pensaba; todos podemos equivocarnos. Y al otro día cambié algo más importante. Él dijo cristiano y yo escribí judío. Él se daría cuenta, sin duda; ¿cómo no iba a dársela? Pero cuando le leí el capítulo él asintió y me dio las gracias cortésmente, y yo salí de su tienda con lágrimas en los ojos. Después de aquello, comprendí que mis días en Yathrib estaban contados; pero tenía que continuar. Tenía que continuar. No hay amargura como la del hombre que descubre que ha estado creyendo en una sombra. Yo caería, lo sabía, pero él caería conmigo. E insistí en mi infidelidad, cambiando versos, hasta que un día, al leerle lo escrito, vi que fruncía el entrecejo y sacudía la cabeza, como para aclarar las ideas, y luego asentía lentamente, pero con cierta duda. Yo comprendí que había llegado al límite y que la próxima vez que yo cambiara algo del Libro, él lo descubriría todo. Aquella noche permanecí despierto, con su suerte y la mía en mis manos. Si me resignaba a ser destruido podría destruirlo también a él. Aquella noche terrible tuve que elegir entre la muerte con venganza y la vida sin nada. Como puedes ver, elegí la vida. Antes del amanecer, salí de Yathrib en mi camello y regresé a Jahilia, sufriendo numerosas desventuras que prefiero no relatar. Y ahora Mahound viene en triunfo; de manera que, a la postre, también perderé la vida. Y ahora su poder ha aumentado tanto que ya no me es posible desacreditarlo.»
Baal preguntó: «¿Por qué estás seguro de que te matará?» Salman, el persa, respondió: «Es su Palabra contra la mía.»
* * *
Cuando Salman se quedó dormido en el suelo, Baal, tendido en su áspero jergón de paja, sentía un aro de acero que le ceñía dolorosamente la frente y un aleteo de mal agüero en el corazón. Muchas veces se había sentido cansado de su vida y deseado no llegar a viejo, pero, como decía Salman, una cosa es soñar y otra muy distinta tener que afrontar el sueño hecho realidad. Hacía ya tiempo que sentía que su mundo se empequeñecía. Ya no podía pretender que sus ojos eran lo que deberían ser, y su miopía hacía su vida aún más sombría, más difícil de comprender. Aquellas imágenes borrosas, aquella pérdida de detalle: no era de extrañar que su poesía se hubiera deteriorado. También sus oídos habían dejado de ser fiables. A este paso, pronto estaría aislado de todo por la pérdida de los sentidos..., pero tal vez ni a eso llegara. Venía Mahound. Quizá nunca besara a otra mujer. Mahound, Mahound. ¿Por qué ha venido este borracho charlatán?, pensó irritado. ¿Qué me importa a mí su traición? Todo el mundo sabe por qué escribí aquellas sátiras hace años; él tiene que saberlo también. Cómo me amenazó y maltrató el Grande. No puede hacerme responsable. Y, de todos modos, ¿dónde está ese joven prodigio de Baal, presumido y jactancioso, de lengua afilada? No lo conozco. Mírame: pesado, abúlico, miope y, pronto, sordo. ¿A quién amenazo? Ni a un alma. Empezó a sacudir a Salman: despierta, no quiero que me relacionen contigo, vas a traerme disgustos.
El persa seguía roncando, esparrancado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza colgando de lado, como un muñeco; Baal, martirizado por la jaqueca, se dejó caer en el catre. Aquellos versos suyos, pensaba, ¿cómo eran? Qué clase de idea, maldita sea, ni se acordaba ya, parece hoy la Sumisión, sí, algo así, al cabo de tanto tiempo, no era de extrañar, una idea que escapa, así era el final, desde luego. Mahound, a toda nueva idea se le hacen dos preguntas. Guando es débil: ¿aceptará el compromiso? Esta respuesta ya la conoces. Y ahora, Mahound, a tu regreso a Jahilia, llega la hora de la segunda pregunta: ¿Cómo te portas cuando ganas? Cuando tus enemigos están a tu merced y tu poder se ha hecho absoluto, ¿qué sucede? Todos hemos cambiado; todos, excepto Hind. Y, a juzgar por lo que dice este borracho, más parece una mujer de Yathrib que de Jahilia. No es de extrañar que lo vuestro no prosperara: ella no quiso ser ni tu madre ni tu hija. Mientras se deslizaba hacia el sueño, Baal repasaba su propia inutilidad, su arte fallido. Ahora que se había retirado de todos los escenarios públicos, sus versos estaban llenos de nostalgia: de la juventud, la belleza, el amor, la salud, la inocencia, la ilusión, la energía, la seguridad, la esperanza, de todo lo perdido. Pérdida de conocimientos. Pérdida de dinero. La pérdida de Hind. En sus odas, las figuras se alejaban de él, y cuanto más apasionadamente las llamaba, más apresuraban su huida. El paisaje de su poesía seguía siendo el desierto, las dunas viajeras con penachos de arena blanca levantados por el viento. Montañas blandas, efímeras, con la impermanencia de las tiendas. ¿Cómo trazar el mapa de un país que cada día cambia de forma por obra del viento? Estas preguntas hacían que su lenguaje pecase de abstracto, sus imágenes, de fluidas, y su metro, de inconstante. Le hacían crear quimeras de la forma, absurdos con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente cuyas formas sentían el imperativo de cambiar apenas se fijaban, de manera que lo demótico irrumpía por la fuerza en líneas de pureza clásica, y las imágenes del amor eran degradadas constantemente por la intrusión de elementos de la farsa. Estas cosas no interesan a nadie, pensó por milésima y una vez, y, cuando llegaba la inconsciencia del sueño, concluyó, reconfortado: nadie se acuerda de mí. El olvido es seguridad. Entonces le dio un vuelco el corazón y se despabiló, asustado, frío. Mahound, quizás yo pueda escamotearte tu venganza. Pasó la noche despierto, escuchando los ronquidos atronadores y oceánicos de Salman.
Gibreel soñó con fuegos de campamento.
Una figura famosa e inesperada camina una noche entre las hogueras del campamento del ejército de Mahound. Quizás a causa de la oscuridad —o acaso por lo improbable de su presencia aquí—, parece que el Grande de Jahilia ha recuperado, en este momento final de su poder, una parte de su vigor de antaño. Ha venido solo; y es conducido por Khalid, el otrora aguador, y Bilal, que fuera esclavo, a la tienda de Mahound.
Después, Gibreel soñó la vuelta a casa del Grande.
La ciudad bulle de rumores y hay una multitud delante de la casa. Al cabo de un tiempo, se oye la voz de Hind que grita de furor. Después, la propia Hind sale a un alto balcón y exige a la multitud que despedace a su marido. El Grande aparece a su lado; y recibe de su amante esposa sonoras y humillantes bofetadas en sendas mejillas. Hind ha descubierto que, pese a sus esfuerzos, no ha podido impedir que el Grande rinda la ciudad a Mahound.
Además: Abu Simbel ha abrazado la fe.
Simbel, en su derrota, ha perdido buena parte de su fragilidad de los últimos tiempos. Deja que Hind le abofetee y después habla con calma a la multitud. Les dice: «Mahound ha prometido que a todos los que se encuentren bajo el techo del Grande les será perdonada la vida. Venid, pues, todos vosotros y traed a vuestras familias.»
Hind responde por la enfurecida multitud. «Viejo idiota. ¿Cuántos ciudadanos caben dentro de una sola casa, aunque sea ésta? Has hecho un trato para salvar tu cabeza. Que te abran en canal para que seas pasto de las hormigas.»
El Grande sigue mostrándose manso. «Mahound promete también que todos los que se queden en su casa, con la puerta cerrada, estarán a salvo. Si no queréis venir a mi casa, id a la vuestra; y esperad.»
Por tercera vez, su esposa trata de volver al pueblo contra él; esta escena del balcón es de odio en lugar de amor. No se puede pactar con Mahound, grita, no es de fiar, el pueblo debe repudiar a Abu Simbel y prepararse para la lucha, hasta el último hombre, hasta la última mujer. Ella está dispuesta a pelear a su lado y morir por la libertad de Jahilia. «¿Queréis rendiros a este falso profeta, este Dajjal? ¿Se puede esperar honor de un hombre que se dispone a atacar la ciudad que lo vio nacer? ¿Se puede pactar con el intransigente, se puede pedir piedad al implacable? Nosotros somos los fuertes de Jahilia, y nuestras diosas invictas en la lucha vencerán.» Ella les ordenó pelear en el nombre de Al-Lat. Pero la gente ya se marcha.
Marido y mujer están en su balcón, y el pueblo los ve claramente. Hacía mucho tiempo que la ciudad se miraba en esta pareja; y dado que, últimamente, los jahilianos preferían las imágenes de Hind a las del canoso Grande, ahora sufren un violento trauma. Un pueblo que se ha mantenido convencido de su grandeza y su invulnerabilidad, que ha optado por creer en tal mito, a despecho de la evidencia, es un pueblo que está sumido en el sueño, o en la locura. Ahora el Grande los ha despertado y están desorientados, frotándose los ojos, incrédulos al principio —si tan poderosos somos, ¿cómo hemos caído tan pronto y tan estrepitosamente?—, y entonces llega la comprensión, y ven que su confianza estaba edificada sobre las nubes, sobre la pasión de las proclamas de Hind y poco más. Ahora la abandonan y, con ella, abandonan también la esperanza. Presa de la desesperación, los habitantes de Jahilia se van a sus casas, a cerrar las puertas.
Ella grita, suplica, se suelta el cabello. «¡Venid a la Casa de la Piedra Negra! ¡Venid a hacer sacrificios a Lat!» Pero ya se han ido, y Hind y el Grande se quedan solos en su balcón, mientras en toda Jahilia se hace un gran silencio, empieza una gran calma, y Hind se apoya en la pared de su palacio y cierra los ojos.
Es el fin. El Grande murmura suavemente: «No somos muchos los que tenemos tantos motivos para temer a Mahound como tú. Si tú te comes crudas, sin aderezarlas siquiera con sal ni ajo, las vísceras del tío favorito de un hombre, no te sorprendas si él, a su vez, te trata como a una res.» Y la deja sola y baja a las calles, de las que hasta los perros han desaparecido, para ir a abrir las puertas de la ciudad.
Gibreel soñó con un templo:
Junto a las puertas abiertas de Jahilia estaba el templo de Uzza. Y Mahound dijo a Khalid, que antes fuera aguador y que ahora llevaba mayores pesos: «Ve a limpiar el lugar.» Y Khalid tomó a sus hombres y se lanzó sobre el templo, porque Mahound no deseaba entrar en la ciudad mientras en sus puertas existieran tales abominaciones.
Cuando el guardián del templo, que era de la tribu de los sharks, vio acercarse a Khalid a la cabeza de una tropa de guerreros, tomó la espada y fue a la diosa. Después de rezar sus últimas oraciones, colgó su espada del cuello de la imagen diciendo: «Si de verdad eres diosa, Uzza, defiéndete a ti y a tu siervo del ataque de Mahound.» Entonces Khalid entró en el templo y, al ver que la diosa no se movía, el guardián dijo: «Ahora veo que el Dios de Mahound es el verdadero Dios, y esta piedra, sólo piedra.» Y Khalid destruyó el templo y el ídolo, y volvió a la tienda de Mahound. Y el Profeta preguntó: «¿Qué has visto?» Khalid extendió los brazos. «Nada», dijo. «Entonces no la has destruido —exclamó el Profeta—. Vuelve y termina el trabajo.» Y Khalid volvió al templo destruido, y allí una mujer enorme, toda negra salvo su larga lengua escarlata, corrió hacia él, desnuda de la cabeza a los pies, con una cabellera negra que le rozaba los tobillos. Al acercarse a él, se detuvo y recitó con su voz terrible de azufre y fuego infernal: «¿Has oído hablar de Lat, y de Manat, y de Uzza, la Tercera, la Otra? Ellas son las Aves Ensalzadas...» Pero Khalid la interrumpió diciendo: «Uzza, ésos son los versos del diablo, y tú eres la hija del diablo, una criatura a la que no se debe adorar, sino denostar.» Y desenvainó la espada y de un tajo la mató.
Y volvió a la tienda de Mahound y le dijo lo que había visto. Y el Profeta dijo: «Ahora podemos entrar en Jahilia», y se levantaron, y entraron en la ciudad, y tomaron posesión de ella en el Nombre del Altísimo, Destructor de Hombres.
* * *
¿Cuántos ídolos, en la Casa de la Piedra Negra? No lo olviden: trescientos sesenta. Dios-sol, águila, arco iris. El coloso de Hubal. Trescientos sesenta que esperan a Mahound y saben que no se salvarán. Y no se salvan. Pero no perdamos el tiempo aquí. Las imágenes caen; la piedra se rompe; lo que se ha de hacer, se hace. Mahound, después de limpiar la Casa, planta la tienda en los antiguos campos de la feria. La gente se agolpa alrededor de la tienda, abrazando la fe victoriosa. La Sumisión de Jahilia: también esto es inevitable y huelga detenerse en ello.
Mientras los jahilianos se inclinan ante él, murmurando las frases salvavidas, no hay más Dios que Al-Lah, Mahound susurra unas palabras a Khalid. Cierta persona no ha venido a arrodillarse ante él; cierta persona esperada desde hace tiempo. «Salman —dijo el Profeta—, ¿ha sido hallado?»
«Todavía no. Se esconde, pero ya no puede tardar.» Hay un incidente. Una mujer cubierta con el velo se arrodilla delante de él y le besa los pies. «Déjalo —le exhorta él—. Sólo a Dios hay que adorar.» ¡Pero qué besapiés! Dedo a dedo, falange a falange, la mujer lame, besa, chupa. Y Mahound, exasperado, repite: «Basta. Es indecente.» Pero ahora la mujer ha empezado con la planta de los pies, sosteniendo el talón con las dos manos... Él, violento, le da un puntapié que la alcanza en la garganta. Ella cae, tose y luego se postra ante él y dice con firmeza: «No hay más Dios que Al-Lah y Mahound es su Profeta.» Mahound se calma, pide disculpas y extiende la mano. «No se te hará ningún daño —le dice—. Todo el que se Somete se salva.» Pero hay en él una extraña confusión y ahora comprende por qué, advierte la cólera, la amarga ironía de aquella adoración de sus pies, avasalladora, excesiva y sensual. La mujer se arranca el velo: Hind.
«La esposa de Abu Simbel», proclama claramente, y se hace el silencio. «Hind —dice Mahound—, no te había olvidado.» Y, tras un largo instante, mueve afirmativamente la cabeza. «Tú te has Sometido. Sé bienvenida a mis tiendas.»
Al día siguiente, entre las conversiones que no cesan, Salman el persa es conducido ante el Profeta. Khalid lleva hasta el takht al inmigrante, que llora y gimotea, agarrado de una oreja y arrimándole un cuchillo a la garganta. «Lo encontré, cómo no, con una prostituta que le chillaba porque no tenía dinero para pagarle. Apesta a alcohol.»
«Salman Farsi», el Profeta empieza a pronunciar la sentencia de muerte, pero el prisionero se pone a gritar el qalmah: «¡La ilaha ilallah! ¡La ilaha!»
Mahound mueve la cabeza. «Tu blasfemia, Salman, no tiene perdón. ¿Pensabas que no lo descubriría? Sustituir con tus palabras las Palabras de Dios.»
Escriba, zapador, condenado: sin ápice de dignidad, babea gime suplica se golpea el pecho se humilla se arrepiente. Khalid dice: «Este ruido es insoportable, Mensajero. ¿No podría cortarle la cabeza?» A lo que el ruido aumenta considerablemente. Salman jura renovada lealtad, suplica un poco más y entonces, con una chispa de desesperada esperanza, propone: «Yo puedo mostrarte dónde están tus verdaderos enemigos.» Esto le vale unos segundos. El Profeta se inclina. Khalid levanta la cabeza del arrodillado Salman tirándole del pelo. «¿Qué enemigos?» Y Salman da un nombre. Mahound se hunde en sus almohadones, mientras retorna la memoria.
«Baal —dice, y repite dos veces—: Baal, Baal.»
Con disgusto de Khalid, Salman el persa no es condenado a muerte. Bilal intercede por él, y el Profeta, distraído con otros pensamientos, le concede la gracia: sí, sí, que viva el desgraciado. ¡Oh, generosidad de la Sumisión! Hind ha sido perdonada; y Salman; y en toda Jahilia no se ha derribado ni una sola puerta, ni un solo viejo enemigo ha sido sacado a la calle para cortarle el cuello en el polvo, como a un pollo. Ésta es la respuesta de Mahound a la segunda pregunta: ¿Qué pasa cuando has ganado? Pero un nombre obsesiona a Mahound, salta alrededor de él, joven, agudo, señalando con un dedo largo, cantando versos cuya crueldad y brillantez siempre hiere. Aquella noche, cuando los suplicantes se han ido, Khalid pregunta a Mahound: «¿Aún piensas en él?» El Mensajero asiente, pero no quiere hablar. Khalid dice: «Hice que Salman me llevara a la habitación en la que vive, un agujero, pero no está, se esconde.» Otra vez el movimiento de cabeza, pero sin palabras. Khalid insiste: «¿Quieres que lo saque de su escondite? No costaría mucho. ¿Qué quieres que le haga? ¿Esto? ¿Esto?» Khalid, con elocuente ademán, se rebana el cuello y luego finge pincharse el ombligo. Mahound se impacienta. «Eres un necio —grita al antiguo aguador, que ahora es su jefe de estado mayor—. ¿Es que no eres capaz de disponer las cosas sin mi ayuda?»
* * *
Khalid se inclina y se va. Mahound se queda dormido: su antiguo don, su manera de luchar contra el mal humor.
Pero Khalid, el general de Mahound, no pudo encontrar a Baal. A pesar de los registros casa por casa, los bandos y las piedras removidas, no se pudo atrapar al poeta. Y los labios de Mahound seguían cerrados, no se abrían para dejar salir sus deseos. Finalmente, no sin irritación, Khalid abandonó la búsqueda. «Que asome la cabeza ese cerdo, una sola vez, en cualquier momento —juró en la tienda del Profeta, toda suavidad y penumbra—, y lo cortaré a rodajas tan finas que podrás ver a través de cada una.»
A Khalid le pareció que Mahound estaba decepcionado; pero en la penumbra de la tienda, imposible estar seguro.
* * *
Jahilia se acomodó a su nueva vida: llamada a la oración cinco veces al día, nada de alcohol y las esposas encerradas en casa. Hasta la propia Hind se retiró a sus aposentos..., pero ¿dónde estaba Baal?
Gibreel soñó con una cortina.
La Cortina, Hijab, se llamaba el burdel más famoso de Jahilia, un enorme palacio con patios en los que crecían las datileras y cantaba el agua, rodeados de habitaciones que se entrelazaban en desconcertantes dibujos de mosaico, traspasadas por laberínticos corredores decorados idénticamente, todos con las mismas invocaciones caligráficas al Amor, todos cubiertos con alfombras de igual dibujo, todos con una gran urna de piedra colocada delante de la pared. Los clientes de La Cortina no podían encontrar el camino de la habitación de su cortesana predilecta ni el de la calle sin ayuda. De este modo se protegía de indeseables a las mujeres y se impedía que los clientes se marcharan sin pagar. Corpulentos eunucos circasianos, con la pintoresca indumentaria del genio de la lámpara, acompañaban a los clientes hasta su destino y, después, hasta la puerta de la calle, sirviéndose, en algunos casos, de ovillos de cordel. Era un universo blando, con muchos cortinajes y ninguna ventana, gobernado por una anciana sin nombre, la Madam de La Cortina, cuyas guturales expresiones, emitidas desde el ámbito recóndito de un sillón envuelto en velos negros, habían adquirido, con los años, un aire oracular. Ni el personal de la casa ni los clientes podían desobedecer aquella voz sibilina que, en cierto modo, era la antítesis profana de las manifestaciones sagradas de Mahound proferidas en una tienda más grande y accesible, situada no muy lejos de allí. Por consiguiente, cuando Baal, el poeta, se postró ante ella, atribulado, para suplicarle ayuda y ella decidió esconderlo y salvarle la vida, por nostalgia de aquel mozo apuesto, alegre y perverso que había sido en tiempos, su decisión fue acatada sin protestas; y cuando los guardias de Khalid fueron a registrar el establecimiento, los eunucos los condujeron en un viaje desconcertante por aquella supraterránea catacumba de contradicciones y dudas irreconciliables, hasta que a los soldados les dio vueltas la cabeza y, después de mirar al interior de treinta y nueve urnas de piedra sin encontrar nada más que ungüentos y conservas en vinagre, se marcharon jurando airadamente, sin sospechar que existía un cuadragésimo corredor al que no habían sido conducidos, con una cuadragésima urna, dentro de la cual, como un ladrón, se escondía, temblando y mojando el pijama, el poeta que buscaban.
Después de aquello, la Madam ordenó a los eunucos qué tiñeran la piel del poeta hasta dejarla de un negro azulado, y el pelo también, y lo vistieran con los calzones bombachos y el turbante de djinn, y le aconsejó que empezara un curso de cultura física, ya que su falta de agilidad podría despertar sospechas, y se imponía ponerse en forma sin tardar.
* * *
Durante su estancia «tras La Cortina» Baal no carecía de noticias acerca de los acontecimientos del exterior, sino todo lo contrario, ya que, en el desempeño de sus funciones de eunuco, montaba guardia en la puerta de las cámaras del placer y oía los comentarios de los clientes. La natural indiscreción de sus lenguas, estimulada por el alegre abandono inducido por las caricias de las prostitutas y por el convencimiento de que allí se les guardaría el secreto, hacía que el poeta, aunque miope y duro de oído, recogiera más información sobre los acontecimientos del momento de la que hubiera podido obtener recorriendo libremente las ahora puritanas calles de la ciudad. A veces la sordera era un inconveniente que dejaba lagunas en sus conocimientos, cuando los clientes bajaban la voz y cuchicheaban; pero también eliminaba de sus audiciones el elemento salaz, ya que no podía oír los murmullos que acompañaban la fornicación, salvo, naturalmente, en los momentos en los que el extasiado cliente o la simuladora obrera alzaban la voz en gritos de gozo auténtico o sintético.
Lo que Baal escuchó en La Cortina:
Por el malhumorado Ibrahim, el carnicero, supo que, a pesar de la reciente prohibición de comer carne de cerdo, los aparentes conversos de Jahilia se agolpaban en su puerta trasera para comprar bajo mano la carne prohibida; «las ventas aumentan —murmuró, montando a su dama favorita—; los precios del cerdo negro suben; pero, maldita sea, los nuevos preceptos me han complicado la vida. No es fácil sacrificar un cerdo en secreto, sin hacer ruido», y entonces empezó a chillar él, pero es de suponer que chillaba de gusto más que de dolor. Y Musa, el mantequero, confesó a otro de los miembros del personal horizontal de La Cortina que era difícil romper los viejos hábitos y, cuando estaba seguro de que nadie le oía, aún decía alguna que otra oración a «mi favorita de toda la vida, Manat, y, a veces, qué quieres, también a Al-Lat; y es que no hay como una diosa, porque ellas tienen atributos que los chicos no te ofrecen ni por asomo», dicho lo cual también él se precipitó con ahínco sobre las réplicas terrenales de tales atributos. Así se enteró el emboscado Baal, con gran amargura, de que no hay imperio que sea absoluto ni victoria que sea completa. Y, poco a poco, empezaron a oírse críticas contra Mahound.
Baal había empezado a cambiar. La noticia de la destrucción del gran templo de Al-Lat en Taif, que llegó a sus oídos entre los gruñidos de Ibrahim, el matacerdos clandestino, le había sumido en profunda tristeza, porque, incluso en sus días claros de joven cínico, su amor por la diosa era auténtico, quizá su única emoción verdadera, y su destrucción le reveló la futilidad de una vida cuyo único amor sincero estuvo inspirado por un trozo de piedra indefensa. Cuando se mitigó aquella pena lacerante, Baal se convenció de que la caída de Al-Lat anunciaba que su propio fin no estaba lejos. Entonces perdió aquella sensación de seguridad que la vida en La Cortina le había proporcionado fugazmente; pero ahora el sentimiento de su transitoriedad, de su seguro descubrimiento, seguido de su no menos segura muerte, ya no le asustaba, lo cual le parecía muy interesante. Después de una vida de sincera cobardía, ahora advertía con gran sorpresa que la proximidad de la muerte le permitía saborear mejor la dulzura de la vida, y se maravillaba de la paradoja de que se le hubieran abierto los ojos a esta verdad en aquella casa de caras mentiras. ¿Y cuál era la verdad? La verdad era que Al-Lat había muerto —que nunca vivió—, pero esto no hacía de Mahound un profeta. En suma, Baal había alcanzado el ateísmo. Empezó a moverse, torpemente, por un ámbito situado más allá de la idea de diosas y gobernantes y preceptos, y descubrió que su vida estaba tan ligada a la de Mahound que se imponía cierta clase de gran resolución. Que esta resolución probablemente significaría su muerte no le impresionaba ni preocupaba en exceso; y cuando Musa, el mantequero, murmuró un día de las doce esposas del Profeta, un precepto para él y otro para nosotros, Baal comprendió la forma que tendría que tomar su enfrentamiento final con la Sumisión. Las chicas de La Cortina —llamadas «chicas» con eufemismo, ya que la más vieja pasaba del medio siglo y la más joven, a los quince años, tenía más experiencia que muchas mujeres de cincuenta— se habían encariñado con el desgarbado Baal, y en realidad les gustaba disponer de un eunuco de mentirijillas, por lo que en horas inhábiles le gastaban bromas deliciosas, exhibiéndose provocativamente ante él, colocándole los pechos delante de los labios, rodeándole el cuerpo con las piernas o besándose apasionadamente a dos dedos de su cara, hasta que el triste escritor se excitaba sin esperanza y entonces ellas se reían de su turgencia provocándole una abochornada y temblorosa flaccidez y, muy de tarde en tarde, inopinadamente, delegaban a una de ellas para satisfacer gratuitamente la concupiscencia que habían despertado. De esta forma, cual un toro domesticado, miope y parpadeante, el poeta pasaba los días con la cabeza apoyada en regazos femeninos, cavilando acerca de la muerte y la venganza, incapaz de decidir si era el más satisfecho o el más desdichado de los mortales.
Durante una de aquellas alegres sesiones celebradas al término de la jornada de trabajo, en las que las chicas se quedaban a solas con sus eunucos y sus jarras de vino, Baal oyó a la más joven hablar de su cliente, Musa, el mantequero. «¡Ése! —exclamó—. La tiene tomada con las esposas del Profeta. Se indigna de tal manera, que sólo con pronunciar sus nombres se excita. Dice que yo soy idéntica a la misma Ayesha, que, como todo el mundo sabe, es la favorita. Ya veis.»
La cortesana cincuentona intervino: «Escuchad, esas mujeres del harén, los hombres no saben hablar de otra cosa. Es natural que Mahound las encerrara, pero con eso sólo ha hecho empeorar las cosas. La gente fantasea más de lo que no ve.»
Especialmente en esta ciudad, pensó Baal; sobre todo en nuestra Jahilia de costumbres licenciosas, donde hasta que llegó Mahound las mujeres vestían de colores vivos y no se hablaba más que de follar y de dinero, dinero y sexo, y se hacía algo más que hablar.
Baal dijo a la más joven de las prostitutas: «¿Por qué no finges con él?»
«¿Con quién?»
«Con Musa. Si tanto le excita Ayesha, ¿por qué no te conviertes en su Ayesha particular?»
«Dios —dijo la muchacha—. Si te oyeran, te freirían los huevos en manteca.»
¿Cuántas esposas? Doce, más una anciana, muerta hace tiempo. ¿Cuántas prostitutas, detrás de La Cortina? Doce también; y, escondida en su trono dentro de la tienda negra, la vieja Madam seguía desafiando a la muerte. Donde no hay fe no hay blasfemia. Baal expuso su idea a la Madam; ella manifestó su decisión con su voz de rana con laringitis. «Es muy peligroso —dictaminó—, pero podría ser excelente para el negocio. Iremos con cuidado. Pero iremos.»
La quinceañera cuchicheó unas palabras al oído del mantequero, y en los ojos de él brilló una luz. «Cuéntamelo todo — suplicó—. Háblame de tu infancia, de tus juguetes favoritos, tus juegos y demás, cuéntame cómo el Profeta se paró a mirarte cuando tocabas la pandereta.» Ella se lo contó y entonces él le preguntó cómo había sido desflorada, a los doce años, y ella se lo contó, y después él pagó el doble de la tarifa normal, porque «nunca lo había pasado tan bien». «Habrá que tener cuidado con los corazones débiles», dijo la Madam a Baal.
* * *
Cuando por Jahilia corrió la noticia de que cada una de las prostitutas de La Cortina había asumido la identidad de una de las esposas de Mahound, la excitación clandestina de los hombres fue intensa; pero era tan grande el miedo a ser descubiertos, tanto porque si Mahound o sus lugartenientes se enteraban de que habían intervenido en tamañas irreverencias perderían la vida, como por el deseo de que el nuevo servicio de La Cortina se mantuviera, que el secreto no llegó a oídos de las autoridades. Por aquel entonces, Mahound había regresado a Yathrib con sus esposas, por preferir el clima fresco del oasis del Norte al calor de Jahilia, dejando la ciudad bajo el mando del general Khalid, de quien era muy fácil esconder las cosas. En un principio, Mahound pensó en ordenar a Khalid que clausurara todos los burdeles de Jahilia, pero Abu Simbel le disuadió de acto tan precipitado. «Los jahilianos son conversos recientes —señaló—. Ve despacio.» Mahound, el más pragmático de los Profetas, se avino a otorgar un período de transición. Y, en ausencia del Profeta, los hombres de Jahilia iban en tropel a La Cortina, que triplicó sus ingresos. Por razones evidentes, no era prudente hacer cola en la calle, y muchos días, en el patio interior del burdel, había una fila de hombres que daba la vuelta a la Fuente del Amor, situada en el centro, del mismo modo que los peregrinos, por otras razones, daban la vuelta a la antigua Piedra Negra. Todos los clientes de La Cortina eran provistos de una máscara, y Baal, al observar desde un balcón cómo los enmascarados daban vueltas, se sentía íntimamente satisfecho. Había más de una forma de no Someterse.
Durante los meses siguientes, el personal de La Cortina se entregó a su nueva tarea con creciente fervor. «Ayesha», la prostituta de quince años, era la favorita del público de pago, como su homónima lo era de Mahound, y, al igual que la Ayesha que vivía recatadamente recluida en el harén de la gran mezquita de Yathrib, esta Ayesha jahiliana empezó a envanecerse de su condición de Preferida. Le molestaba que alguna de sus «hermanas» tuviera más clientes o recibieran propinas generosas. La más vieja y más gorda de las prostitutas, que había adoptado el nombre de «Sawdah», relataba a sus visitantes —y los tenía en abundancia, porque muchos de los hombres de Jahilia la elegían por su aire maternal y agradecido— cómo Mahound se había casado con ella y con Ayesha el mismo día, cuando Ayesha era todavía una niña. «En nosotras dos encontró las dos mitades de su primera esposa difunta: la niña y también la madre», les decía. La prostituta «Hafsah» se volvió tan irascible como su tocaya, y cuando las doce se impusieron de sus papeles, las alianzas que se formaban dentro del burdel reflejaban las banderías políticas de la mezquita de Yathrib: «Ayesha» y «Hafsah», por ejemplo, mantenían pequeñas y constantes rivalidades con las dos prostitutas más presumidas, a las que sus compañeras siempre consideraron un poco relamidas, y que eligieron para sí las identidades más aristocráticas, convirtiéndose en «Umm Salamah la makhzumita» y, la más repelente de todas, «Ramlah», cuya homónima, la undécima esposa de Mahound, era hija de Abu Simbel y Hind. Y había también una «Zainab bint Jahsh», y una «Juwairiyah», que llevaba el nombre de la esposa capturada en una expedición militar, y una «Rehana la Judía», una «Safia» y una «Maimunah», y la más erótica de todas las prostitutas, que sabía trucos que no quería enseñar a la rival «Ayesha»: la hechicera egipcia «Mary la Copta». La más extraña de todas era la prostituta que adoptó el nombre de «Zainab bint Khuzaimah» sabiendo que esta esposa de Mahound había muerto recientemente. La necrofilia de sus amantes, que le prohibían hacer cualquier movimiento, era uno de los más malsanos aspectos del nuevo régimen de La Cortina. Pero el negocio es el negocio, y éste era también un poderoso imperativo para las cortesanas.
Al final del primer año, las doce se habían hecho tan diestras en sus funciones que sus personalidades anteriores empezaron a desvanecerse. Baal, más miope y más sordo a cada mes que pasaba, veía las sombras de las chicas moverse por su lado, con los contornos borrosos, las imágenes duplicadas, como sombras sobre sombras. Las chicas, a su vez, empezaron a mirar a Baal de otra manera. En aquel tiempo era costumbre que, al entrar en la profesión, la prostituta tomara un esposo que no le causara problemas —por ejemplo, una montaña, una fuente, un arbusto— a fin de que, para salvar las apariencias, pudiera adoptar nombre de casada. En La Cortina, la norma era que todas las chicas se casaran con el Surtidor del Amor del patio central, pero empezaron a soplar vientos de rebeldía, y un día todas las prostitutas se presentaron ante la Madam para comunicarle que, ahora que habían empezado a considerarse esposas del Profeta, necesitaban un marido de más categoría que el surtidor de piedra, lo cual, al fin y al cabo, rayaba en la idolatría, y decirle que habían decidido que todas serían esposas del zángano de Baal. La Madam trató de disuadirlas, pero, al verlas tan decididas, cedió y les dijo que le trajeran al poeta. Entre risitas y codazos, las doce cortesanas escoltaron al desmañado poeta al salón del trono. Cuando Baal oyó el plan, el corazón se le alborotó de tal manera que le dio un vahído y cayó al suelo, y «Ayesha» exclamó con espanto: «Ay, Dios, a ver si antes que sus esposas vamos a ser sus viudas.»
Pero él se recuperó: su corazón recobró la compostura. Y, como no había más remedio, aceptó las doce proposiciones. La Madam los casó personalmente, y en aquel antro de degeneración, antimezquita, laberinto de profanidad, Baal se convirtió en el marido de las esposas de Mahound, el antiguo comerciante.
Sus esposas le dijeron claramente que esperaban que cumpliera con sus deberes matrimoniales en todos los aspectos, y establecieron un sistema de rotación según el cual él pasaba un día con cada una de las chicas por turno (en La Cortina, el día y la noche habían trocado papeles: la noche para el trabajo y el día para el descanso). Apenas iniciado tan arduo programa para él, sus mujeres convocaron una reunión en la que se le hizo saber que debía portarse como el marido «verdadero», es decir, Mahound. «¿Por qué no te cambias el nombre como nosotras?», preguntó la irritable «Hafsah», pero por aquí Baal no pasó. «Tal vez no sea un nombre para sentirse orgulloso —insistió—, pero es el mío. Lo que es más, yo no trabajo para clientes. No hay motivos comerciales para el cambio.» «Bueno; de todos modos —dijo la voluptuosa "Mary la Copta", encogiéndose de hombros—, te llames como te llames, queremos que empieces a actuar como él.»
«Yo no sé mucho de...», protestó Baal, pero «Ayesha», que era la más atractiva de todas, o así empezaba a parecérselo últimamente, hizo una mueca deliciosa. «Vamos, esposo —le dijo con zalamería—. No es tan difícil. Nosotras sólo queremos, en fin... Que seas el jefe.»
Las prostitutas de La Cortina resultaron ser las mujeres más anticuadas y convencionales de Jahilia. Su trabajo, lejos de convertirlas en unas cínicas desengañadas (aunque, eso sí, eran capaces de formar conceptos feroces de sus clientes), había hecho de ellas unas soñadoras. Apartadas del mundo exterior, se habían forjado una fantasía de «vida corriente» en la que no deseaban sino ser las compañeras obedientes y, sí, sumisas de un hombre que fuera sabio, cariñoso y fuerte. Es decir: el hábito de encarnar las fantasías de los hombres había llegado a corromper sus sueños de tal manera que, incluso en lo más íntimo de su ser, deseaban convertirse en la más vieja de todas las ilusiones del hombre. El aliciente añadido de representar la vida doméstica del Profeta las excitaba, y el perplejo Baal descubrió lo que era tener compitiendo por sus favores, por la gracia de una sonrisa, a doce mujeres que le lavaban los pies y se los secaban con sus cabellos y le perfumaban el cuerpo y danzaban para él representando de mil maneras el matrimonio soñado que nunca creyeron conocer.
Era irresistible. Él empezó a tener el valor de darles órdenes, de arbitrar entre ellas, de castigarlas cuando se enfadaba. Cierta vez que le irritaron con sus peleas, las repudió a todas durante un mes. Cuando, transcurridas veintinueve noches, fue a ver a «Ayesha», ella se burló porque él no había podido esperar más. «Era un mes de veintinueve días», respondió él. Una vez fue sorprendido por «Mary la Copta» en la habitación de «Hafsah» el día de «Ayesha». Suplicó a «Mary” que no se lo dijera a «Ayesha», de la que estaba enamorado; pero ella se lo dijo y, después de aquello, Baal tuvo que mantenerse durante mucho tiempo alejado de «Mary», la de piel blanca y pelo rizado. En suma, él se había dejado seducir por la ilusión de convertirse en espejo secreto y profano de Mahound, y otra vez empezó a escribir.
La poesía que ahora hacía era la más dulce que nunca escribiera. A veces, estando con Ayesha, sentía que una dejadez le embargaba, el cuerpo le pesaba, y tenía que echarse. «Es extraño —le dijo—. Me parece verme a mí mismo de pie a mi lado. Y puedo hacer hablar a ese que está de pie; luego, me levanto y escribo sus versos.» Estos trances artísticos de Baal eran muy celebrados por sus esposas. Una vez, cansado, se quedó adormilado en un sillón en los aposentos de «Umm Salamah la makhzumita». Cuando despertó horas después, tenía todo el cuerpo dolorido y el cuello y los hombros agarrotados, y dijo a Umm Salamah en tono de reproche: «¿Por qué no me despertaste?» Ella respondió: «No me atreví; pensé que quizá te venían los versos.» Él movió la cabeza. «No te apures. La única mujer en cuya compañía me vienen los versos es "Ayesha", no tú.»
* * *
Dos años y un día después de que Baal empezara su vida en La Cortina, uno de los clientes de «Ayesha» lo reconoció, a pesar de la piel teñida, los bombachos y la cultura física. Baal estaba apostado en la puerta de la habitación de «Ayesha» cuando salió el cliente que, señalándole con el dedo, gritó: «¡Conque aquí te habías metido!» Acudió corriendo «Ayesha», con los ojos encendidos de miedo. Pero Baal dijo: «No temas; él no nos causará problemas.» Invitó a Salman el persa a su propia habitación y destapó una botella del vino dulce hecho de uva no prensada que los jahilianos elaboraban desde que descubrieron que no estaba prohibido por lo que, con evidente falta de respeto, empezaban a llamar el Reglamento.
«He venido porque por fin me marcho de esta ciudad infernal —dijo Salman— y quería pasar un momento de placer después de tantos años de mierda.» Después de que Bilal intercediera por él ante Mahound en el nombre de su vieja amistad, el inmigrante se había dedicado al trabajo de amanuense, y pasaba el día sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, junto a la calzada de la calle principal del distrito financiero, en espera de clientes. Su cinismo y su desesperación habían sido exacerbados por el sol. «La gente escribe muchas mentiras —dijo, bebiendo con rapidez—. Por lo tanto, un embustero profesional se gana la vida espléndidamente. Mis cartas de amor y mis misivas comerciales eran famosas y estaban consideradas las mejores de la ciudad, por mi don para inventar hermosas falsedades con una mínima deformación de los hechos. De manera que en apenas dos años he podido ahorrar lo suficiente para regresar a casa. ¡A casa! ¡A mi tierra! Me marcho mañana, y estoy deseándolo.”
A medida que se vaciaba la botella, Salman empezó a hablar otra vez, como esperaba Baal, de la causa de todos sus males, el Mensajero y su mensaje. Habló a Baal de una pelea entre Mahound y Ayesha, repitiendo el rumor como si de un hecho incontrovertible se tratara. «Esa muchacha no ha podido digerir que su marido necesite tantas esposas —dijo—. Él hablaba de conveniencias, alianzas políticas, etcétera, pero no la engañaba. ¿Y quién había de reprochárselo? Al fin, él entró en uno de sus trances —¿y cómo no?— y salió de él con un mensaje del arcángel. Gibreel le había recitado unos versos que le aseguraban pleno apoyo divino. Permiso del propio Dios para follar con tantas mujeres como le apeteciera. Y ¿qué podía decir la pobre Ayesha contra los versos de Dios? ¿Sabes lo que dijo? Dijo esto: "Tu Dios no se hace de rogar cuando tú necesitas que te arregle las cosas." ¡Bueno! De no ser Ayesha, quién sabe lo que él habría hecho, pero es que ninguna de las otras se hubiera atrevido, desde luego.» Baal le dejaba desahogarse sin interrumpir. Los aspectos sexuales de la Sumisión preocupaban mucho al persa: «Es insano —dictaminó—. Toda esta segregación. No traerá nada bueno.»
Al fin Baal empezó a discutir, y Salman se asombró al oír que el poeta defendía a Mahound: «Hay que contemplar las cosas desde su punto de vista —argumentó Baal—. Si las familias le ofrecen esposas y él las rechaza, se crea enemigos. Además, él es un hombre especial y existen motivos para dispensas especiales. Y por lo que se refiere a encerrarlas, ¡qué deshonra si algo malo le ocurriera a alguna de ellas! Mira, si vivieras aquí dentro, no te parecería que un poco menos de libertad sexual era tan mala cosa, para la gente del pueblo, quiero decir.»
«Has perdido el seso —dijo Salman categóricamente—. Llevas demasiado tiempo sin ver el sol. O puede que sea ese traje lo que te hace hablar como un payaso.»
Baal estaba bastante achispado y empezó una réplica acalorada, pero Salman levantó una mano no muy firme. «No quiero pelear —dijo—. Pero me gustaría contarte algo. Lo más sabroso que corre por la ciudad. Jooo-jooo. Y tiene relación con, con lo que tú dices.»
La historia de Salman: Ayesha y el Profeta hicieron una visita a una aldea apartada y, a su regreso a Yathrib, la expedición acampó en las dunas para pernoctar. Levantaron el campo antes del amanecer, todavía en la oscuridad. En el último momento, Ayesha, por una necesidad de la naturaleza, tuvo que escabullirse fuera de la vista, a una hondonada. Mientras ella estaba ausente, los mozos de litera tomaron el palanquín y emprendieron la marcha. Ayesha era mujer muy ligera y ellos, al no notar gran diferencia en el peso del macizo palanquín, supusieron que ella estaba dentro. Cuando Ayesha volvió, después de haber hecho sus necesidades, se encontró sola, y quién sabe lo que hubiera podido sucederle de no haber pasado por allí un joven, un tal Safwan, montado en su camello. Safwan llevó a Ayesha sana y salva a Yathrib; pero entonces empezaron a moverse las malas lenguas, especialmente en el harén, en el que sus contrincantes no desperdiciaban ocasión de reducir el poder de Ayesha. Los dos jóvenes habían estado solos en el desierto durante muchas horas, y se recalcaba, con más y más malicia que Safwan era un joven realmente apuesto y que, al fin y al cabo, el Profeta era mucho mayor que ella, por lo que ¿no sería natural que Ayesha se hubiera sentido atraída por alguien de edad más similar? «Todo un escándalo», comentó Salman con fruición.
«¿Y qué hará ahora Mahound?», preguntó Baal.
«Oh, ya lo ha hecho —respondió Salman—. Lo de siempre. Vio a su amigo, el arcángel, y luego comunicó a todo el mundo que Gibreel había exonerado a Ayesha. —Salman abrió los brazos en ademán de mundana resignación —. Pero esta vez, camarada, la dama no hizo comentarios acerca de lo oportuno de los versos.»
* * *
Salman el persa se marchó a la mañana siguiente con una caravana de camellos que iba hacia el Norte. Al despedirse de Baal en La Cortina, abrazó al poeta, le besó en ambas mejillas y dijo: «Quizá tengas razón. Quizá sea mejor huir de la luz del día. Espero que tu refugio dure.» Y Baal respondió: «Y yo espero que tú encuentres tu casa y que allí haya algo que puedas amar.» La cara de Salman quedó sin expresión. Él abrió la boca, la cerró y se marchó.
«Ayesha» fue a la habitación de Baal en busca de tranquilidad. «¿No irá por ahí contando nuestro secreto cuando esté borracho? —preguntó, acariciando el pelo de Baal—. Ese hombre bebe mucho.»
Baal dijo: «Ya nada será como antes.» La visita de Salman le había hecho despertar del sueño en el que, poco a poco, se había sumido durante los años pasados en La Cortina, y no podía volver a dormirse.
«Claro que sí —dijo "Ayesha" con énfasis—. Lo será, ya lo verás.»
Baal movió la cabeza e hizo la única profecía de su vida. «Va a ocurrir algo muy grande —predijo—. Un hombre no puede vivir siempre escondido detrás de las faldas.»
Al día siguiente, Mahound volvió a Jahilia, y unos soldados fueron a comunicar a la Madam de La Cortina que el período de transición había terminado. Los burdeles iban a ser cerrados inmediatamente. Todo tenía un límite. Desde detrás de sus cortinajes, la Madam pidió a los soldados que se retiraran durante una hora, en nombre de la decencia, a fin de permitir que salieran los huéspedes, y el oficial al mando del destacamento era tan ingenuo que accedió. La Madam envió a sus eunucos a avisar a las chicas y acompañar a los clientes a la puerta trasera. «Haced el favor de pedirles perdón por la interrupción —dijo a los eunucos— y decidles que, dadas las circunstancias, no se les cobrará nada.»
Fueron sus últimas palabras. Cuando las chicas, alarmadas, hablando todas a la vez, se precipitaron a la habitación del trono, para cerciorarse de si lo peor era verdad, ella no dio respuesta a sus aterrorizadas preguntas, es que estamos sin trabajo, y ahora de qué comemos, iremos a la cárcel, qué será de nosotras, hasta que «Ayesha», con todo el valor de que era capaz, hizo lo que ninguna de ellas se había atrevido a intentar. Cuando ella apartó las negras colgaduras, vieron a una mujer muerta que podía tener cincuenta o ciento veinticinco años, de no más de un metro de estatura, que parecía una muñeca grande enroscada en un sillón de mimbre con muchos almohadones, apretando en la mano un frasco de veneno.
«Ya que habéis empezado —dijo Baal que entraba en la habitación—, quitad todas las cortinas. Ya no tiene objeto impedir que entre el sol.»
* * *
Umar, el joven oficial que mandaba el destacamento, se permitió exteriorizar petulante mal humor cuando descubrió el suicidio del ama del burdel. «Bien, si no podemos colgar a la jefa, tendremos que contentarnos con las obreras», gritó, y ordenó a sus hombres que arrestaran a las «pécoras», misión que los hombres realizaron con presteza. Las mujeres chillaban y pataleaban, y los eunucos observaban la escena sin mover ni un músculo, porque Umar les había dicho: «Quieren juzgar a las pájaras, pero no tengo instrucciones acerca de vosotros. Conque, si no queréis perder la cabeza además de los huevos, no os metáis en esto.» Los eunucos no defendieron a las mujeres de La Cortina, que luchaban con los soldados que las reducían; y entre los eunucos estaba Baal, el poeta de la cara pintada. Antes de que la amordazaran, la más joven de las «pájaras» o «zorras» gritó: «Esposo, por Dios ayúdanos si eres hombre.» El oficial se rió, divertido. «¿Cuál de vosotros es el esposo? —preguntó mirando atentamente debajo de cada turbante—. Venga, que salga. ¿Cómo se ve el mundo al lado de una esposa?»
Baal se quedó mirando al vacío, para rehuir tanto la mirada de «Ayesha» como los ojos entornados de Umar. El oficial se paró delante de él. «¿Eres tú?»
«Señor, comprended, es sólo una manera de hablar —mintió Baal—. A las chicas les gusta bromear. Nos llaman esposos porque nosotros, nosotros...»
De pronto, Umar lo agarró por los genitales, apretando. «Porque vosotros no podéis serlo —dijo—. Maridos, ¿eh? No está mal.»
Cuando se le calmó el dolor, Baal vio que las mujeres ya no estaban. Umar dio un consejo a los eunucos antes de salir. «Perdeos —sugirió—. Mañana quizá tenga órdenes acerca de vosotros. No son muchos los que tienen suerte dos días seguidos.»
Cuando se llevaron a las chicas de La Cortina, los eunucos se sentaron a llorar con desconsuelo junto a la Fuente del Amor. Pero Baal, avergonzado, no lloró.
* * *
Gibreel soñó la muerte de Baal:
Poco después de su arresto, las doce prostitutas descubrieron que se habían acostumbrado de tal manera a sus nuevos nombres que no podían recordar los viejos. Tenían miedo de dar a sus carceleros sus nombres adoptados y, en consecuencia, no pudieron dar nombre alguno. Después de mucho gritar y amenazar, los carceleros se rindieron y las registraron por números: Cortina 1, Cortina 2, etcétera. Sus antiguos clientes, temerosos de las consecuencias que pudiera tener revelar el secreto de lo que hacían las prostitutas, también guardaron silencio, de modo que es posible que no hubiera llegado a saberse, de no haber empezado Baal, el poeta, a pegar versos en las paredes de la cárcel de la ciudad.
Dos días después de los arrestos, la cárcel estaba llena a rebosar de prostitutas y proxenetas, cuyo número había aumentado considerablemente durante los dos años en los que la Sumisión había introducido en Jahilia la segregación sexual. Se observó que muchos jahilianos, arrostrando las burlas de la chusma y no digamos la persecución bajo las nuevas leyes contra la inmoralidad, se acercaban a las ventanas de la cárcel para dar una serenata a aquellas damas pintadas a las que habían llegado a querer. Las mujeres de dentro se quedaban completamente frías ante esta devoción y no alentaban en absoluto a los admiradores que se acercaban a las rejas. Pero al tercer día, entre aquellos idiotas heridos de amor apareció un individuo estrafalario y afligido con turbante y bombachos, con la piel oscura y descolorida por zonas. Muchos transeúntes se reían de su aspecto, pero cuando él empezó a cantar sus versos inmediatamente cesaron las risas. Los jahilianos fueron siempre entendidos del arte de la poesía, y la belleza de las odas que recitaba el estrafalario individuo los dejó pasmados. Baal cantaba sus poemas de amor, y el dolor que había en ellos silenciaba a los otros versificadores, que dejaban que Baal hablara por todos ellos. En las ventanas de la cárcel se veían ahora por primera vez las caras de las prostitutas, atraídas por la magia de su verso. Terminado el recital, Baal se adelantó y clavó sus versos en la pared. Los guardianes de las puertas, con los ojos llenos de lágrimas, no hicieron nada para impedírselo.
A partir de entonces, todas las tardes reaparecía el extraño individuo y recitaba una nueva poesía, y cada una de ellas parecía más bella que la anterior. Fue quizás aquella plétora de belleza lo que impidió que alguien advirtiera antes de la duodécima noche, cuando él terminó la duodécima y última de sus odas, cada una de las cuales estaba dedicada a una mujer diferente, que los nombres de sus doce «esposas” eran los mismos que los de otras doce.
Pero al duodécimo día se advirtió, y, de inmediato, la gran multitud que solía congregarse para escuchar la lectura de Baal cambió de actitud. La sublime elevación cedió paso al escándalo, y Baal se vio rodeado por furiosos hombres que exigían que les explicara la razón de este insidioso y refinado insulto. Entonces Baal se quitó el absurdo turbante y dijo: «Yo soy Baal. No reconozco más autoridad que la de mi Musa; o, para ser exactos, mi docena de Musas.» Los guardias lo arrestaron.
Khalid, el general, quería ejecutar a Baal inmediatamente, pero Mahound ordenó que fuera juzgado a continuación de las prostitutas. Una vez las doce esposas de Baal, que se habían divorciado de la piedra para casarse con él, fueron sentenciadas a ser lapidadas, en castigo por la inmoralidad de su vida, Baal quedó cara a cara con el Profeta, espejo e imagen, luz y sombras. Khalid, sentado a la derecha de Mahound, dio a Baal una última oportunidad de explicar sus malas acciones. El poeta contó la historia de su estancia en La Cortina, utilizando el lenguaje más simple, sin ocultar nada, ni siquiera su cobardía final, que después había intentado reparar con todos sus actos. Pero entonces ocurrió algo extraordinario. La multitud que se apretujaba en la tienda del juicio, sabedora de que aquél era, al fin y al cabo, el famoso satirista Baal, en tiempos poseedor de la lengua más afilada y del ingenio más vivo de Jahilia, empezó (por más que intentaba contenerse) a soltar la risa. Cuanto más se esforzaba Baal por describir su matrimonio con las doce «esposas del Profeta» con la mayor sencillez y naturalidad, más incontrolable se hacía la horrorizada hilaridad del auditorio. Al término de la declaración, las buenas gentes de Jahilia literalmente lloraban de risa, sin poder contenerse, a pesar de que soldados armados de látigos y cimitarras los amenazaban con la muerte instantánea.
«¡Yo hablo en serio! —chilló Baal a la multitud que se retorcía y golpeaba los muslos con grandes risotadas — . ¡No es un chiste!» Ja ja ja. Hasta que, por fin, se acallaron las risas: el Profeta se había puesto en pie.
«En otros tiempos te burlabas de la Recitación —dijo Mahound en el silencio—. También entonces estas gentes gozaban con tus burlas. Ahora has vuelto para deshonrar mi casa y, al parecer, una vez más, consigues extraer de la gente lo peor que hay en ellos.»
Baal dijo: «Ya he terminado. Haz lo que quieras.»
Fue sentenciado a morir decapitado antes de una hora, y cuando los soldados se lo llevaban de la tienda hacia el lugar de la ejecución, él gritó por encima de su hombro: «Las prostitutas y los escritores, Mahound, somos la gente a la que no perdonas.»
Mahound respondió: «Escritores y prostitutas. No veo la diferencia.»
* * *
Había una vez una mujer que no cambiaba.
Después de que la traición de Abu Simbel entregara Jahilia a Mahound en bandeja y sustituyera la idea de la grandeza de la ciudad por la realidad de la grandeza de Mahound, Hind besó y chupó pies, recitó la Lailaha y luego se retiró a una alta torre de su palacio, a donde le llevaron la noticia de la destrucción del templo de Al-Lat en Taif y de todas las imágenes de la diosa de las que se tenía noticia. Ella se encerró en su aposento de la torre con una colección de libros antiguos escritos en lenguas que ningún otro ser humano de Jahilia podía descifrar; y durante dos años y dos meses permaneció allí, estudiando en secreto sus textos ocultos, después de ordenar que una vez al día se le dejara en la puerta una bandeja de comida sencilla y que, al mismo tiempo, se le vaciara el orinal. Durante dos años y dos meses, ella no vio a otro ser humano. Y un día, al amanecer, entró en la habitación de su esposo, con sus mejores galas y alhajas en las muñecas, los tobillos, los dedos de los pies, las orejas y la garganta. «Despierta —ordenó abriendo las cortinas—. Hoy tenemos cosas que celebrar.» Él observó que su esposa no había envejecido ni un solo día desde la última vez que la viera; si acaso, estaba más joven que nunca, lo cual confirmaba los rumores que sugerían que con su hechicería había convencido al tiempo para que, dentro del aposento de la torre, corriera hacia atrás. «¿Qué tenemos que celebrar?», preguntó el Grande de Jahilia, tosiendo y escupiendo su sangre matutina. Hind respondió: «Tal vez yo no pueda invertir la marcha de la historia, pero la venganza, al fin, es dulce.»
Antes de una hora, llegó la noticia de que el Profeta, Mahound, estaba mortalmente enfermo, que yacía en la cama de Ayesha con fuertes dolores de cabeza, como si la tuviera llena de demonios. Hind siguió preparando serenamente un banquete, enviando a los criados por toda la ciudad a llamar a los invitados. Por la noche, Hind, sola en el gran salón de su casa, entre los platos de oro y las copas de cristal de su venganza, comía un sencillo plato de cuscús rodeada de manjares brillantes, humeantes y aromáticos de todas clases. Abu Simbel no quiso sentarse a la mesa con ella y calificó aquella cena de obscenidad. «Tú comiste el corazón de su tío —gritó Simbel— y ahora te comerías el suyo.» Ella se rió en su cara. Cuando los criados empezaron a llorar, los despidió también y se quedó sola con su alegría mientras las velas proyectaban extrañas sombras en su cara absoluta e implacable.
Gibreel soñó la muerte de Mahound.
Porque cuando la cabeza del Mensajero empezó a dolerle como nunca, él comprendió que había llegado la hora en la que le sería ofrecida la Elección: puesto que un Profeta no puede morir sin haber visto el Paraíso, y sin que después se le pida que escoja entre este mundo y el siguiente.
O sea que, mientras tenía la cabeza apoyada en el regazo de su amada Ayesha, cerró los ojos, y pareció que la vida lo abandonaba, pero al cabo de un tiempo volvió.
Y dijo a Ayesha: «Me han dado a elegir y he hecho mi Elección, y he elegido el reino de Dios.»
Entonces ella lloró, al comprender que él hablaba de la muerte; y él desvió la mirada como si contemplara a otra persona, aunque, cuando ella, Ayesha, se volvió, sólo vio una lámpara que ardía sobre un pie.
«¿Quién está ahí? —gritó él—. ¿Eres Tú, Azraeel?» Pero Ayesha oyó responder a una voz terrible y dulce de mujer: «No, Mensajero de Al-Lah, no soy Azraeel.»
Y la lámpara se apagó; y en la oscuridad Mahound preguntó: «¿Esta enfermedad es obra tuya, oh Al-Lat?»
Y ella dijo: «Es mi venganza, y estoy contenta. Que desjarreten un camello y lo pongan en tu tumba.»
Ella se fue, y la lámpara que se había apagado volvió a arder con una luz suave y brillante, y el Mensajero murmuró: «A pesar de todo, te doy las gracias, Al-Lat, por este regalo.»
Al poco, murió. Ayesha salió a la habitación contigua, en la que las otras esposas y los discípulos esperaban con angustia, y empezaron a lamentarse con vehemencia.
Pero Ayesha se enjugó las lágrimas y dijo: «Si hay aquí personas que adoraban al Mensajero, que lloren, porque Mahound ha muerto; pero si hay aquí personas que adoren a Dios, que se regocijen, porque Él vive sin duda.»
Fue el fin del sueño.
VII
EL ÁNGEL AZRAEEL
1
Todo se reducía al amor, se decía Saladin Chamcha en su guarida: amor, el pájaro refractario del libreto de Meilhac y Halévy para Carmen —uno de los ejemplares campeones, éste, del Aviario Alegórico que él había coleccionado en días más felices, y que comprendía, entre sus aladas metáforas, el Dulce (de juventud), el Amarillo (más afortunado que yo), el Pájaro del Tiempo de Khayyáam-Fitzgerald sin adjetivo (al que poco le queda que volar y, ¡ay!, está en el aire), y el Obsceno; este último, de una carta escrita por Henry James padre a sus hijos... «Todo hombre que haya alcanzado aunque no sea más que su adolescencia intelectual, empieza a sospechar que la vida no es una farsa; ni siquiera comedia; que, por el contrario, florece y fructifica a partir de las más sombrías profundidades de la penuria esencial en la que se hunden las raíces de su sujeto. La herencia natural de toda persona que sea capaz de vida espiritual es una selva indómita en la que aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche.» Ahí va eso, hijitos—. Y, en vitrina aparte, pero próxima, de la fantasía del Chamcha joven y feliz, aleteaba el cautivo de una pieza de música burbujeante campeona de la lista de éxitos, la Alegre Mariposa Huidiza que compartía l'amour con el oiseau rebelle.
El amor, una zona en la que nadie que desee poseer un cuerpo humano (lo contrario del androide robótico skinneriano) con experiencia puede permitirse suspender operaciones, el amor, decía, te estafa, no cabe duda, y, probablemente, te chafa. Incluso te avisa de antemano. «El amor es un pequeño bohemio —canta Carmen, que es Paradigma de la Amada, su modelo, eterno y divino—, y, si me amas, ten cuidado.» No se puede pedir más sinceridad. El propio Saladin, en sus tiempos, había amado a muchas, y ahora (así había llegado a creerlo) sufría en su carne de amante incauto la venganza del Amor. De las cosas de la mente, lo que él más había amado era la cultura proteica e inagotable de los pueblos de habla inglesa; dijo, cuando cortejaba a Pamela, que Otelo, «esa obra por sí sola», valía tanto como toda la producción de cualquier otro dramaturgo de cualquier otra lengua, y aunque no se le escapaba que la definición tenía su hipérbole, no creía exagerar mucho. (Pamela, desde luego, hacía esfuerzos constantes para traicionar a su clase y a su raza y, como era de esperar, se mostró horrorizada, comparó a Otelo con Shylock y luego la emprendió con el racista de Shakespeare, creador de semejante pareja.) Él había luchado, al igual que el escritor bengalí Nirad Chaudhuri antes que él —aunque sin aquel pícaro afán de dárselas de enfant terrible— para poder aceptar el desafío representado por la frase Civis Britannicus sum. El Imperio ya no existía, pero él sabía que «todo lo bueno y vivo que tenía dentro» había sido «creado, modelado y estimulado» por su encuentro con este islote de sensibilidad, rodeado por la fría sensatez del mar. En cuanto a lo material, él había dado su amor a esta ciudad, Londres, prefiriéndola a su ciudad natal y a cualquier otra; se había deslizado sigilosamente sobre ella, con creciente emoción, quedándose quieto como una estatua cuando ella miraba hacia él, soñando con ser el que llegara a poseerla y, de este modo, convertirse en ella, como en ese juego de los niños ingleses que se llama «los pasos de la abuela», en el que el niño que toca al que «se queda» asume la deseada identidad; o como en el mito de la Rama de Oro. Londres, su naturaleza de conglomerado refleja la suya propia, y su reticencia, también; sus gárgolas, las fantasmales huellas en sus calles de pisadas romanas, los graznidos de los gansos que emigran. Su hospitalidad — ¡sí! — a pesar de las leyes de inmigración, y de su propia reciente experiencia, él aún creía que existía: una bienvenida imperfecta, cierto, capaz de la intolerancia, pero real, como quedaba demostrado por la existencia, en un barrio de Londres Sur, de una taberna en la que no se oía más que ucraniano, y por la reunión anual, celebrada en Wembley, a tiro de piedra del gran estadio rodeado de ecos imperiales — Empire Way, Empire Pool— de más de un centenar de delegados, todos descendientes de una única aldea de Goa. «Nosotros, los londinenses, podemos enorgullecemos de nuestra hospitalidad», dijo a Pamela, y ella, sin poder contener la risa, lo llevó a ver la película de Buster Keaton que lleva este mismo título, en la que el cómico, al llegar al final de una absurda línea de ferrocarril, es objeto de un recibimiento brutal. En aquel entonces, ellos gozaban con aquellas discrepancias y, tras acaloradas disputas, acababan en la cama... Él volvió a concentrar su errabundo pensamiento en el tema de la metrópoli.
Su —se repetía con terquedad— larga tradición de refugio, condición que mantenía a pesar de la recalcitrante ingratitud de los hijos de los refugiados; y todo ello sin recurrir a la retórica virtuosa y autosuficiente alusiva a «los afligidos y perseguidos» que utilizaba la «nación de inmigrantes» del otro lado del océano, a la que tampoco se le daba muy bien eso de abrir los brazos. ¿Acaso los Estados Unidos, con todos sus es-en-la-actualidad-o-ha-sido-alguna-vez hubieran permitido a Ho Chi Minh cocinar en sus hoteles? ¿Qué diría su ley McCarran-Walter acerca de un Karl Marx de hoy, de barba florida, que pretendiera cruzar la línea amarilla de sus fronteras? ¡Oh Londres Londres! Hay que tener el alma embotada para no preferir tus esplendores marchitos, tus nuevas vacilaciones, a las furibundas certidumbres de la Nueva Roma transatlántica con su gigantismo arquitectónico nazificado que esgrime la opresión del tamaño para hacer que sus ocupantes humanos se sientan como gusanos... Londres, a pesar de un aumento de protuberancias tales como la NatWest Tower —un logotipo corporativo extruido en la tercera dimensión—, conservaba su escala humana. ¡Viva! ¡Zindabad!
Pamela siempre reaccionaba con causticidad a tales transportes. «Son valores de museo —solía decirle—. Canonizados, colgados en marco dorado de paredes honoríficas.» ¡Todo lo que pervivía la impacientaba! ¡Cambiarlo todo! ¡Rajarlo! El dijo: «Si lo consigues, harás imposible que, dentro de una o dos generaciones, aparezca alguien como tú.» Ella celebraba esta visión de su propia caducidad. Si acababa como el dodó —convertida en una reliquia disecada, Traidora a su Clase, 1980—, ello indicaría sin duda una mejora en el mundo. Él se permitía disentir, pero para entonces ya estaban abrazados: lo cual, evidentemente, era una mejora, reconocía él.
(Un año, el Gobierno implantó el cobro a la entrada en los museos, y grupos de indignados amantes del arte se manifestaban delante de los templos de la cultura. Chamcha quiso levantar su propia pancarta y lanzar una contraprotesta de un hombre solo. ¿Sabía aquella gente lo que valían las cosas que había allí dentro? Ahí estaban, destrozándose los pulmones con unos cigarrillos que costaban, el paquete, más que las entradas por las que protestaban; lo que esa gente manifestaba al mundo era el poco valor que daba a su patrimonio cultural... Pamela golpeó el suelo con el pie. «No te atrevas a decir eso», le atajó. Ella sustentaba la opinión que privaba en el momento: la de que los museos valían tanto que no se podía cobrar por visitarlos. Es decir: «No te atreverás», y él, con sorpresa, descubrió que no se atrevía. Él no quería decir lo que podía parecer que había querido decir. Él quería decir que, quizás, en determinadas circunstancias, hubiera dado la vida por lo que había en aquellos museos. Por lo tanto, él no podía tomar en serio las objeciones al pago de unos peniques. Ahora bien, advertía que la suya era una posición oscura y vulnerable.)
Y entre todos los seres humanos, Pamela, yo te quería a ti.
Cultura, ciudad, esposa, y un cuarto y último amor del que no había hablado a nadie: el amor a un sueño. En los viejos tiempos, el sueño se repetía aproximadamente una vez al mes; era un sueño sencillo, que tenía lugar en un parque de la ciudad, por una avenida de altos olmos cuyas ramas se unían formando un túnel verde en el que el cielo y el sol penetraban aquí y allá por las perfectas imperfecciones del dosel de hojas. En aquel reducto silvestre, Saladin se veía acompañado de un niño de unos cinco años al que enseñaba a ir en bicicleta. El niño, que al principio hacía unas eses alarmantes, se esforzaba heroicamente por alcanzar y mantener el equilibrio, con la ferocidad del que quiere que su padre esté orgulloso de él. El Chamcha del sueño corría detrás de su hijo imaginario sujetando la bicicleta por el portapaquetes situado encima de la rueda trasera. Luego la soltaba y el niño (sin saber que ya no lo sostenía nadie) seguía avanzando: el equilibrio se adquiría como el don del vuelo, y los dos se deslizaban por la avenida, Chamcha corriendo y el niño pedaleando cada vez con más fuerza. «¡Lo conseguiste!», gritaba Saladin con alegría, y el niño, no menos jubiloso, gritaba a su vez: «¡Mira, papá! ¡Mira qué pronto he aprendido! ¿No estás contento de mí? ¿No estás contento?» Era un sueño que hacía llorar, porque, al despertar, no había bicicleta ni había niño.
«¿Qué harás ahora?», le preguntó Mishal entre los destrozos de la discoteca Cera Caliente, y él contestó, con excesiva ligereza: «¿Yo? Me parece que volveré a la vida.» Se dice pronto; al fin y al cabo, era la vida la que había recompensado su amor a un niño soñado con la falta de hijos: su amor a una mujer, con el distanciamiento de ella y su inseminación por el viejo compañero de estudios del marido; su amor a una ciudad, despeñándolo desde la cumbre de un Himalaya, y su amor a una cultura, haciendo que esa cultura lo acusara, lo humillara, lo destruyera en el potro. Pero no del todo, se dijo; estaba otra vez entero y podía inspirarse en el ejemplo de Niccolò Machiavelli (un hombre tratado injustamente, cuyo nombre, al igual que el de Muhammad-Mahoma-Mahound, se había convertido en sinónimo del mal; cuando, en realidad, su firme republicanismo lo envió al potro, en el que sobrevivió, ¿fueron tres vueltas de la rueda?, lo suficiente, en cualquier caso, para que otro en su lugar confesara haber violado a su abuela, o lo que fuera, con tal de poner fin al dolor; pero él no confesó nada, ya que no cometió crimen alguno mientras sirvió a la república florentina, aquella breve interrupción en la dominación de la familia Medici); si Niccolò había podido sobrevivir a semejante tortura y escribir esa acaso rencorosa o acaso sardónica parodia de la literatura sicofántica estilo espejo-de-príncipes tan en boga en aquel entonces, titulada // Principe, seguida de los magistrales Discorsi, entonces él, Chamcha, no podía permitirse el lujo de darse por vencido. Por lo tanto, a la resurrección: a retirar la piedra de la oscura boca del sepulcro y a hacer puñetas los problemas jurídicos.
Mishal, Hanif Johnson y Pinkwalla —a cuyos ojos las metamorfosis de Chamcha habían convertido al actor en un héroe a través del cual la magia de las películas fantásticas con efectos especiales (Laberinto, Leyenda, Roger Rabbit) llegaba al Mundo Real— llevaron a Saladin a casa de Pamela en la furgoneta del disc-jockey; pero esta vez él se comprimió en la cabina, con los otros tres. Era primera hora de la tarde; Jumpy estaría aún en el centro deportivo. «Buena suerte», dijo Mishal dándole un beso, y Pinkwalla preguntó si quería que le esperasen. «No, gracias —respondió Saladin—. Cuando has caído del cielo, has sido abandonado por tu amigo, sufrido la brutalidad de la policía, te has convertido en macho cabrío, has perdido el trabajo además de la esposa, descubierto el poder del odio y recobrado la apariencia humana, ¿qué te queda sino, como diríais vosotros sin duda, hacer valer tus derechos?» Él los despidió agitando la mano. «Bien dicho», respondió Mishal, y arrancaron. En la esquina, los consabidos niños del barrio, con los que nunca estuvo en buenas relaciones, chutaban una pelota contra un farol. Uno de ellos, un canallita con ojos de cerdo de unos nueve o diez años, apuntó a Chamcha con un imaginario control remoto de vídeo gritando: «¡Avance rápido!» La suya era una generación que trataba de saltarse los trozos aburridos, molestos y desagradables, pulsando la tecla de «avance rápido» para pasar de un momento de gran acción y emoción al siguiente. Bienvenido al hogar, pensó Saladin, y tocó el timbre.
Pamela, al verlo, se echó realmente la mano a la garganta. «Creí que eso ya no lo hacía nadie —dijo él — . Por lo menos, desde Dr. Strangelove.» Todavía no se le notaba el embarazo; él preguntó y ella se sonrojó, pero confirmó que iba bien. «Hasta ahora, bien.» Naturalmente, estaba violenta; el ofrecimiento de una taza de café en la cocina llegó con varios segundos de retraso (ella «siguió» con el whisky, bebiendo de prisa, a pesar del niño); pero en realidad Chamcha se sintió en desventaja durante toda la entrevista. Era evidente que Pamela comprendía que tenía que ser ella la contrita. Ella era la que quería deshacer el matrimonio, la que le había negado por lo menos tres veces; pero él estaba tan torpe y tan tímido como ella, de manera que los dos parecían disputarse el papel de villano. La causa de la confusión de Chamcha —recordemos que no llegó con esta actitud pusilánime, sino con el ánimo firme y agresivo— fue que, al ver a Pamela, con aquella vivacidad exagerada, aquella cara que era como una máscara de santidad detrás de la que a saber qué gusanos se regalaban con carne putrefacta (le alarmó la hostilidad de las imágenes que le enviaba el subconsciente), la cabeza afeitada bajo el absurdo turbante, el aliento de whisky y el gesto duro que se había imprimido en los pequeños pliegues de sus labios, fue que, sencillamente, se había desenamorado y comprendido que no quería volver a vivir con ella ni en el caso (improbable pero no inconcebible) de que ella lo deseara. En el momento en que él se dio cuenta de ello, sin saber por qué, empezó a sentirse culpable y, por lo tanto, en desventaja. El perro de pelo blanco también le gruñía. Entonces él recordó que en realidad no le gustaban los animales.
«Supongo que lo que hice es imperdonable, ¿euh?», dijo ella como si hablara con el vaso, sentada a la vieja mesa de pino de la espaciosa cocina.
Aquel ¿euh? americanizante era nuevo. ¿Otro de los muchos atentados contra su casta? ¿O se le había contagiado de Jumpy o de cualquier hippy amigo suyo, como una enfermedad? (Otra vez aquel ensañamiento: basta ya. Ahora que había dejado de quererla, quedaba fuera de lugar.) «No creo poder decir que soy capaz de perdonar —respondió él—. Al parecer, es una reacción que no depende de mi voluntad; es algo que se da o no se da, y yo no me entero hasta que ocurre. Digamos, por el momento, que el jurado está deliberando.» A ella no le gustó aquello; ella quería que él resolviera la situación para que pudieran tomar el maldito café en paz. Pamela siempre hizo un café detestable; no obstante, no era esto lo que preocupaba a Chamcha en aquel momento. «Pienso instalarme aquí —dijo—. La casa es grande y hay espacio de sobra. Me reservaré el estudio y las habitaciones del piso de abajo, con el baño de los invitados, para estar completamente independiente. Pienso usar muy poco la cocina. Supongo que, puesto que no se encontró mi cadáver, oficialmente todavía estoy desaparecido-presumiblemente-muerto, y que tú no habrás ido al juzgado a borrarme del mapa. Por lo tanto, no creo que se tarde mucho en resucitarme, una vez avise a Bentine, Milligan y Sellers.» (Respectivamente, abogado, gestor y agente de Chamcha.) Pamela escuchaba en silencio, dando a entender con la postura que no pensaba discutir sus decisiones, que no había inconveniente: hacía reparación por medio del lenguaje corporal. «Después, venderemos esto y podrás conseguir tu divorcio.» Él salió de la cocina rápidamente, haciendo mutis antes de que le diera el temblor, que le acometió nada más llegar a la guarida. Abajo, Pamela estaría llorando; él no lloraba con facilidad, pero a temblar nadie le ganaba. Y ahora empezaba también el corazón: bum, badum, dududum.
Para volver a nacer, antes tienes que morir.
* * *
Cuando se quedó solo, Saladin recordó de pronto que, en cierta ocasión, él y Pamela habían discutido, como discutían de todo, sobre un cuento que habían leído que trataba precisamente de la naturaleza de lo imperdonable. El título y el autor se le habían olvidado, pero el tema lo recordaba bien. Un hombre y una mujer habían sido amigos íntimos (nunca amantes) durante toda la vida. El día en que él cumplía veintiún años (entonces los dos eran pobres) ella le regaló, para bromear, el jarrón de cristal más horrible y ordinario que encontró, con unos colores que eran una parodia chillona de la alegría del cristal de Venecia. Veinte años después, cuando los dos habían triunfado y empezaban a peinar canas, ella fue a verle a su casa y se peleó con él por algo que él había hecho a un amigo de ambos. Durante la disputa, ella vio el viejo jarrón, que él conservaba en lugar de honor en la repisa de su estudio, y ella, sin interrumpir sus reproches, lo barrió con un ademán y el jarrón se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. Y él no volvió a dirigirle la palabra; cuando ella se moría, medio siglo después, él se negó a visitarla en su lecho de muerte y no asistió al entierro, a pesar de que fueron a verle emisarios para decirle que éstos eran los mayores deseos de ella. «Decidle que ella nunca supo lo mucho que yo valoraba lo que ella rompió.» Los emisarios argumentaban, suplicaban, reprochaban. Si ella no sabía todo el significado que él daba a la baratija, ¿cómo podía reprochársele nada? ¿Y durante aquellos años, no había hecho ella infinidad de tentativas pidiendo perdón y ofreciendo reparación? Y ahora se moría, por Dios; ¿no podía olvidar al fin aquella pelea infantil? Habían perdido una vida de amistad, ¿no iban ni a poder decirse adiós? «No», respondió el implacable. «¿Es por el jarrón, o existe algún motivo más grave y tenebroso?» «Es por el jarrón —declaró él—. El jarrón y nada más.» Pamela decía que el hombre era mezquino y cruel, pero Chamcha ya entonces advirtió la extraña intimidad, la inexplicable interioridad del caso. «No se puede juzgar una herida interna — dijo— por el tamaño de la herida, del agujero que se ve.» Sunt lacrimae rerum, como habría dicho el ex maestro Sufyan, y durante muchos días no faltó a Saladin ocasión de descubrir las lágrimas en las cosas. Al principio, apenas salía de su guarida, para aclimatarse sin prisa, esperando que la habitación recobrara algo de aquella solidez reconfortante de antaño, de antes de la alteración del universo. Veía mucha televisión con mirada distraída, cambiando de canal compulsivamente, porque también él era miembro de la cultura del mando a distancia del presente, como el crío de la esquina, el de los ojitos de cerdo; también él podía comprender, o, por lo menos, hacerse la ilusión de que comprendía, el complejo videomonstruo que se crea pulsando el botón... Qué gran igualador era este chisme del control remoto, una cama de Procrustes siglo veinte; trivializaba lo trascendente y daba trascendencia a lo trivial hasta que todas las emisiones, anuncios, asesinatos, concursos, las mil y una alegrías y horrores de lo real y lo imaginario adquirían un peso igual; y si el Procrustes original, ciudadano de una cultura que podríamos llamar «artesana», había tenido que ejercitar tanto el cerebro como el músculo, él, Chamcha, podía permanecer recostado en su butaca Parker-Knoll y dejar que sus dedos hicieran los cortes. Mientras recorría canales, le parecía que la caja estaba llena de monstruos: había mutantes —«Mutts»— en Dr. Who, criaturas extrañas que parecían cruces de diferentes tipos de maquinaria pesada: cosechadoras de heno, cucharas mecánicas, carretillas, prensas y sierras, mandadas por unos crueles cabecillas-sacerdotes llamados Mutilasians; la televisión infantil parecía estar poblada únicamente de robots humanoides y criaturas de cuerpo metamórfico, mientras que los programas para adultos ofrecían un desfile interminable de deformes subproductos humanos de las más avanzadas ideas de la medicina moderna, y de sus cómplices, las enfermedades modernas y la guerra. Al parecer un hospital de la Guayana conservaba el cuerpo de un tritón perfectamente formado, con sus aletas y sus escamas. En los Highlands de Escocia estaba en auge la licantropía. Se discutía seriamente la viabilidad genética del centauro. Se mostraba una operación de cambio de sexo. Aquello le recordó una detestable poesía que Jumpy Joshi le había enseñado tímidamente en el Shaandaar D y D. Se llamaba «Canto al Cuerpo Ecléctico» y era representativa del conjunto. Pero, de todos modos, él tiene un cuerpo completo, pensó Saladin con amargura. Le ha hecho un niño a Pamela sin el menor esfuerzo; en sus malditos cromosomas no debe de haber palitos rotos... Hasta se vio a sí mismo en la reposición de un viejo «clásico» de La hora de los Aliens (en la cultura de «avance rápido», la categoría de clásico se consigue en no más de seis meses, a veces, de un día para otro). El efecto de toda aquella contemplación de la caja fue una buena abolladura en lo que aún le quedaba de su concepto de la calidad media normal de lo real; pero también había en funcionamiento fuerzas de signo contrario.
En El mundo del jardinero le enseñaron a hacer el injerto llamado «de quimera» (casualmente, el mismo que era el orgullo del jardín de Otto Cone); y aunque su falta de atención le hizo perderse el nombre de los dos árboles que se habían fundido en uno —¿Morera? ¿Laurel? ¿Retama?—, el árbol en sí le produjo un sobresalto que le hizo erguirse en su asiento. Allí la tenía, una quimera palpable, con raíces, firmemente plantada y desarrollándose vigorosamente en suelo inglés: un árbol, pensó, que podía ocupar el lugar metafórico de aquel otro árbol que el padre de uno había talado en un lejano jardín en otro mundo, distante e incompatible. Si este árbol era viable, él también podía serlo; también él podía ser coherente, echar raíces, sobrevivir. Entre todas las imágenes televisuales de las tragedias híbridas —la inutilidad de los tritones, los fracasos de la cirugía plástica, la vaciedad de buena parte del arte moderno, tan insípido como el esperanto, la Coca-Colonización del planeta— se le ofrecía este regalo. Suficiente. Apagó el televisor.
Gradualmente, su rencor hacia Gibreel fue disminuyendo. Tampoco los cuernos, pezuñas, etcétera volvían a aparecer. Evidentemente, se había iniciado un proceso de curación. En realidad, a medida que pasaban los días, no ya Gibreel, sino todas las experiencias vividas últimamente por Saladin, llegaron a parecerle incoherentes, como ocurre incluso con la más pertinaz de las pesadillas una vez te has lavado la cara, cepillado los dientes y tomado una taza de algo fuerte y caliente. Empezó a hacer expediciones al mundo exterior, a los asesores profesionales, abogado gestor agente, a los que Pamela solía llamar «los gorilas», y cuando estaba sentado entre los contraplacados, libros y carpetas de aquellos despachos serios, en los que, evidentemente, nunca podrían ocurrir milagros, él solía aludir a su «enfermedad», «el trauma del accidente», etcétera, explicando su desaparición como si nunca hubiera caído del cielo, cantando «Rule Britannia» mientras Gibreel aullaba una canción de la película Shree 420. Hizo un esfuerzo para reanudar su antigua actividad cultural yendo a conciertos, salas de exposiciones y teatros, y, si su reacción era un tanto abúlica, si estas visitas no conseguían hacerle volver a casa en el estado de exaltación que era el efecto que él esperaba de todo el arte puro, entonces él se repetía que la emoción no tardaría en volver; él había tenido «una mala experiencia» y necesitaba un poco de tiempo.
En su guarida, sentado en la butaca Parker-Knoll, rodeado de sus cosas —los pierrots de porcelana, el espejo en forma de corazón de caricatura, Eros sosteniendo en alto el globo de una lámpara antigua—, Saladin se felicitaba de ser la clase de persona incapaz de alimentar el odio durante mucho tiempo. Quizás, al fin y al cabo, el amor fuera más duradero que el odio; aunque el amor cambiara, siempre quedaba una sombra, una forma perdurable. Por ejemplo, hacia Pamela estaba seguro de no sentir sino el afecto más altruista. Quizás el odio era como una huella dactilar en el cristal del alma sensible; una simple marca de grasa, que se borraba sola. ¿Gibreel? Bah, ya estaba olvidado; ya no existía. Así, renunciar al rencor era alcanzar la libertad.
El optimismo de Saladin iba en aumento, pero el papeleo de su vuelta a la vida estaba resultando más lento de lo que él esperaba. Los bancos no se daban ninguna prisa en desbloquear sus cuentas y él tenía que pedir préstamos a Pamela. Tampoco le era fácil encontrar trabajo. Charlie Sellers, su agente, le explicó por teléfono: «Los clientes sienten escrúpulos. Empiezan a hablar de zombies, y todo esto les parece poco limpio, como robar una tumba.» Charlie, que a sus cincuenta y tantos años conservaba la voz de niña pava de la aristocracia rural, daba la impresión de que compartía el punto de vista de los clientes. «Ten paciencia —le aconsejó—. Ya se les pasará. Al fin y al cabo, tú no eres un Drácula, por Dios.» Gracias, Charlie.
Sí: su odio obsesivo hacia Gibreel, su sueño de exigir una venganza cruel y equitativa, todo esto eran cosas del pasado, aspectos de una realidad incompatible con su apasionado deseo de restablecer la vida normal. Ni siquiera la imaginería sediciosa y disolvente de la televisión podía desviarle de su propósito. Lo que él rechazaba era la imagen de sí mismo y de Gibreel como monstruos. Monstruos, pues vaya: la idea no podía ser más absurda. En el mundo había verdaderos monstruos: dictadores genocidas, violadores de niños, el Destripador de Abuelas. (Aquí no tenía más remedio que reconocer que, a pesar del excelente concepto que antaño le merecía la Policía Metropolitana, la detención de Uhuru Simba era excesivamente oportuna y conveniente.) No tenías más que abrir un periódico amarillo cualquier día de la semana para encontrar a homosexuales irlandeses locos que llenaban la boca de tierra a los niños. Pamela, naturalmente, opinaba que el término de «monstruo» era excesivamente —¿cómo diría?— sentencioso hacia estas personas; la caridad, decía, nos exigía considerarlas como víctimas de la época. La caridad, respondía él, exigía consideración hacia las víctimas que hacían ellos. «Eres un caso perdido —dijo ella con su voz más aristocrática—. Y es que piensas en términos de mediocres puntos de debate.»
Y había otros monstruos, no menos reales que los demonios de la prensa amarilla: el dinero, el poder, el sexo, la muerte, el amor. Ángeles y demonios, ¿qué falta hacían? «¿Por qué los demonios, si el hombre es ya un demonio?», preguntaba desde su buhardilla de Tishevitz el «último demonio» de Singer, el Nobel. A lo que Chamcha, con su ecuanimidad y su reflejo de todos-tenemos-nuestras-virtudes-y-nuestros-defectos, deseaba agregar: «¿Y por qué ángeles, si también el hombre es angélico?» (¿Cómo explicar, si no, la pintura de Leonardo? ¿Y era Mozart en realidad un Belcebú con peluca empolvada?) Pero había que reconocer, y éste era su punto original, que las circunstancias de la época no requerían explicaciones diabólicas.
* * *
Yo no digo nada. No me pidan que aclare las cosas en un sentido o en otro; la época de las revelaciones ya pasó. Las reglas de la Creación están bastante claras: tú haces unos planes, creas las cosas así o asá y luego las dejas a su aire. ¿Dónde estaría la gracia, si siempre hubieras de estar interviniendo, apuntando, cambiando las reglas, arbitrando en las peleas? Bien, hasta ahora me he mantenido bastante quieto y no tengo intención de cambiar de táctica. No crean que no he sentido el deseo de meter baza; sí que lo he sentido, muchas veces. Y, en una ocasión, hasta entré en escena, es verdad. Aparecí en la cama de Alleluia Cone y hablé con Gibreel superstar. Ooparvala o Neechayvala, preguntaba él, pero yo no le saqué de dudas; y tampoco pienso contarle nada al desconcertado Chamcha.
Ahora me marcho. Él va a acostarse.
* * *
Por la noche era cuando más le costaba mantener su nuevo, tímido y todavía frágil optimismo, porque por la noche no era tan fácil negar ese otro mundo de cuernos y pezuñas. Y estaba también el asunto de las dos mujeres que habían empezado a frecuentar sus sueños. La primera —costaba trabajo reconocerlo, incluso a uno mismo— no era otra que la mujer-niña del Shaandaar, su fiel aliada de sus tiempos de pesadilla que él tanto se empeñaba ahora en ocultar tras trivialidades y brumas, la aficionada a las artes marciales, la amante de Hanif Johnson: Mishal Sufyan.
La otra mujer —a la que dejara en Bombay con el puñal de su marcha clavado en el corazón, y que aún debía de creerle muerto— era Zeeny Vakil.
* * *
El nerviosismo de Jumpy Joshi cuando se enteró de que Saladin Chamcha había vuelto bajo su forma humana y ocupaba los últimos pisos de la casa de Notting Hill, era un espectáculo penoso que indignó a Pamela más de lo que ella hubiera estado dispuesta a reconocer. La primera noche —había decidido no decírselo hasta que lo tuviera seguro entre sábanas—, al oír la noticia, él dio un salto que le hizo ir a parar a un metro de la cama, y se quedó de pie en la alfombra azul celeste, en cueros, temblando y con el pulgar en la boca.
«Vuelve a la cama y no hagas el imbécil», ordenó ella, pero él movió furiosamente la cabeza y se sacó el dedo de la boca el tiempo justo para tartamudear: «¡Pero si él está aquí! ¡En esta casal ¿Cómo quieres que jo...?» Hizo un lío con la ropa y huyó de la habitación. Ella oyó unos golpes que indicaban que los zapatos, y quizá también su persona, habían rodado por la escalera. «Me alegro —le gritó—. Ojalá te desnuques, gallina.»
Pero, momentos después, Saladin recibió la visita de su separada esposa, que venía con la cara colorada y la cabeza desnuda y hablaba con voz sorda, apretando los dientes. «J. J. está ahí fuera, en la calle. El muy idiota dice que no entra si tú no le das permiso.» Como de costumbre, había bebido. Chamcha, vivamente asombrado, preguntó impulsivamente: «¿Y tú? ¿Tú quieres que entre?» Lo cual fue interpretado por Pamela como afán de ahondar en la herida. Poniéndose aún más colorada, asintió con feroz humillación. Sí.
Por lo tanto, en su primera noche en casa, Saladin Chamcha salió a la calle —«¡Eh, hombre! ¡No pasa nada!» Jumpy, aterrorizado, le saludó juntando las manos para disimular el miedo— y convenció al amante de su esposa de que se acostara con ella. Luego volvió al piso de arriba, porque Jumpy, confuso, no quería entrar en la casa mientras Chamcha estuviera a la vista.
«¡Qué hombre! —sollozó Jumpy a Pamela—. ¡Es un príncipe, un santo!»
«Si no te callas, te echo al perro», advirtió Pamela Chamcha, al borde de la apoplejía.
* * *
Jumpy siguió considerando perturbadora la presencia de Chamcha, que le parecía (a juzgar por su conducta) una sombra amenazadora a la que había que apaciguar constantemente. Cuando preparaba algún guiso para Pamela (con gran sorpresa y alivio de ella, Jumpy había resultado todo un chef de la cocina mughlai) él insistía en invitar a Chamcha a comer con ellos y, cuando Saladin se excusaba, le subía una bandeja, explicando a Pamela que lo contrario sería una grosería y hasta una provocación. «¡Fíjate lo que consiente bajo su propio techo! Este hombre es un gigante; lo menos que podemos hacer es ser corteses.» Pamela, con creciente indignación, tenía que soportar una serie de actos de este tenor con las homilías correspondientes. «Nunca hubiera creído que fueras tan convencional», rezongaba, y Jumpy respondía: «Es, simplemente, cuestión de respeto.» En nombre del respeto, Jumpy llevaba a Chamcha tazas de té, periódicos y correo: cada vez que llegaba a la enorme casa, no dejaba de subir a hacerle una visita de veinte minutos por lo menos, el tiempo mínimo que su sentido de la cortesía consideraba adecuado, mientras Pamela paseaba y se servía bourbon tres pisos más abajo. Llevaba a Saladin pequeños obsequios: ofrendas propiciatorias de libros, viejos programas de teatro y máscaras. Cuando Pamela protestaba, él argumentaba con un apasionamiento inocente y testarudo: «No podemos hacer como si él fuera invisible. Está aquí, ¿no? Pues tenemos que darle entrada en nuestra vida.» Pamela respondió agriamente: «¿Por qué no le invitas a que se acueste con nosotros?» A lo que Jumpy respondió completamente en serio: «No creí que tú consintieras.»
A pesar de su incapacidad para relajarse y aceptar con naturalidad la presencia de Chamcha en el piso alto, en el interior de Jumpy Joshi algo se había apaciguado al recibir de aquel modo tan poco usual la bendición de su antecesor. Ahora que podía reconciliar los imperativos del amor y de la amistad, estaba mucho más alegre y sentía que en su interior arraigaba la idea de la paternidad. Una noche tuvo un sueño que por la mañana le hizo llorar de ilusionada esperanza: un simple sueño, en el que él corría por una avenida arbolada, ayudando a un niño a montar en bicicleta. «¿No estás contento de mí? —gritaba el niño, jubiloso—. Mira, ¿no estás contento?»
* * *
Pamela y Jumpy intervenían en la campaña organizada para protestar por la detención del doctor Uhuru Simba por los asesinatos del Destripador de Abuelas. También esto lo discutió Jumpy con Saladin en el último piso. «Todo está amañado, a base de pruebas circunstanciales e insinuaciones. Hanif dice que por las brechas que hay en la acusación podría pasar un camión. Es, sencillamente una encerrona; lo que está por ver es hasta dónde piensan llegar. Que lo procesan, es seguro. Incluso quizá tengan testigos que declaren que le vieron despedazar a las ancianas. Depende de las ganas que tengan de cazarlo. Yo diría que bastantes. Hace tiempo que se le oye mucho en esta ciudad.» Chamcha aconsejó prudencia. Recordando el odio de Mishal Sufyan hacia Simba, dijo: «Ese hombre tiene antecedentes de violencia contra las mujeres, ¿no?» Jumpy volvió las palmas de las manos hacia fuera. «En su vida personal —reconoció—, ese hombre es mierda. Pero eso no quiere decir que vaya por ahí destripando a ciudadanas de la tercera edad; no hay que ser un ángel para ser inocente. A menos que seas negro, naturalmente. —Chamcha dejó pasar la observación sin hacer comentarios—. Aquí la cuestión no es personal, sino política —recalcó Jumpy, y agregó al levantarse para salir—: Hum, mañana hay una reunión para tratar de eso. Pamela y yo tenemos que ir; por favor, quiero decir si quieres, si te interesa, claro, podrías ir con nosotros.» «¿Le has pedido que vaya con nosotros? —Pamela no podía creerlo. Ahora tenía náuseas casi constantemente, lo cual no contribuía a ponerla de buen humor—. ¿Le has invitado sin consultarme? —Jumpy estaba contrito—. De todos modos, no importa —le absolvió—. No es fácil que a él le pillen en un acto de ésos.»
Pero por la mañana Saladin se presentó en el vestíbulo con un elegante traje marrón, abrigo de piel de camello, bufanda de seda y sombrero marrón de copa hendida tirando a lechuguino. «¿Adónde vas? —preguntó Pamela con turbante, chaqueta de cuero excedente militar y pantalones de chándal que revelaban el incipiente ensanchamiento de su cintura—. ¿Al condenado Ascot?» «Tenía entendido que se me había invitado a una reunión», respondió Saladin con su acento menos combativo, y Pamela hizo una mueca. «Ten mucho cuidado —le advirtió—. Con esa pinta, lo más probable es que te atraquen.»
* * *
¿Qué le atraía al otro mundo, a la subciudad cuya existencia había negado tan insistentemente? ¿Qué o, mejor dicho, quién le obligaba, por el mero hecho de su existencia, a salir del capullo-guarida en el que, poco a poco —por lo menos eso creía él—, iba recuperando su antigua personalidad, y zambullirse en las peligrosas (por ignotas) aguas del mundo y de sí mismo? «Yo tengo el tiempo justo de ir a la reunión antes de la clase de karate», dijo Jumpy Joshi a Saladin. La clase de karate donde esperaba su alumna estrella: alta, con el arco iris en el pelo y, agregó Jumpy, dieciocho años recién cumplidos. Saladin, ignorando que también Jumpy sufría las mismas inconfesables ansias, cruzó la ciudad para aproximarse a Mishal Sufyan.
* * *
Él pensaba que sería una reunión pequeña, y había imaginado una trastienda llena de tipos sospechosos con el aspecto y la oratoria de Malcolm X (Chamcha recordaba que le había divertido cierto chiste de un cómico de la televisión —«Está aquel del negro que se cambió el nombre adoptando el de Mr. X y luego demandó a News of the World por libelo»—, con lo que provocó una de las peores peleas de su matrimonio), y alguna que otra mujer indignada; él esperaba mucho puño cerrado y mucha rectitud moral. Lo que encontró fue una sala grande, la Casa de los Amigos de Brickhall, atestada de todos los tipos imaginables: mujeres viejas y anchas y colegiales uniformados, Rastas y trabajadores de hostelería, el personal del pequeño supermercado chino de Plassey Street, caballeros sobriamente vestidos y chicos turbulentos, blancos y negros. El ánimo de la multitud distaba mucho de ser la especie de histerismo evangélico que él había imaginado; era tranquilo, preocupado, deseoso de saber lo que podía hacerse. Había cerca de él una joven negra que miró su atuendo con expresión de regocijo; él la miró a su vez y ella rió: «Oh, perdón, no quería molestar.» Ella llevaba una insignia lenticular de las que cambian el mensaje cuando te mueves. Según el ángulo, se leía: Uhuru por el Simba o Libertad para el León. «Es por el significado del nombre que ha elegido —explicó ella innecesariamente—. En africano.» ¿Qué lengua?, preguntó Saladin. Ella se encogió de hombros y se volvió hacia los oradores. Africano: nacido, según ella, en Lewisham, o Depford, New Cross, era todo lo que ella necesitaba saber... Pamela le siseó al oído. «Veo que por fin has encontrado a alguien que te hace sentirte superior.» Todavía podía leer en él como en un libro abierto.
Una mujer pequeñita de unos setenta y cinco años fue conducida al estrado que se levantaba a un extremo de la sala por un hombre huesudo que, según observó Chamcha casi con alivio, parecía realmente un dirigente del Poder Negro americano, concretamente el joven Stokely Carmichael —las mismas vehementes gafas—, y que hacía las veces de una especie de presentador. Resultó ser Walcott Roberts, hermano menor del doctor Simba, y la ancianita, Antoinette, su madre. «Sabe Dios cómo saldría de esa mujer algo tan grande como Simba», susurró Jumpy, y Pamela frunció el entrecejo con severidad por un sentimiento nuevo de solidaridad con todas las embarazadas, del pasado tanto como del presente. Pero cuando Antoinette Roberts empezó a hablar, su voz era lo bastante potente para llenar la sala sólo por capacidad pulmonar. Ella quería hablar del comportamiento de su hijo en la vista preliminar, y la señora tenía elocuencia. La suya era la que Chamcha consideraba una voz educada; hablaba con el acento de la BBC del que ha aprendido la pronunciación inglesa por la radio, pero también había evangelio en sus palabras, y sermón del fuego infernal. «Mi hijo llenó esa sala —dijo al silencioso auditorio—. Señor, y cómo la llenó. Sylvester (ya me perdonaréis si uso el nombre que yo le puse, sin menospreciar el nombre de guerrero que él eligió para sí; es sólo por la costumbre), Sylvester, se alzó en aquella sala como Leviatán de las olas. Quiero que sepáis cómo habló: habló alto y habló claro. Habló mirando al adversario a los ojos, y ¿creéis que el fiscal le hizo bajar la mirada? Ni en un mes de domingos. Y quiero que sepáis lo que dijo: "Yo comparezco aquí", declaró mi hijo, "porque he optado por desempeñar el viejo y honorable papel del negro arrogante. Estoy aquí porque no estuve dispuesto a parecer razonable. Estoy aquí por mi ingratitud." Era un coloso entre enanos. "Que nadie se equivoque", dijo en ese tribunal, "estamos aquí, hemos venido a cambiar las cosas. Yo reconozco, desde luego, que nosotros también seremos cambiados; africanos, caribeños, indios, pakistaníes, bangladeshíes, chipriotas, chinos, somos diferentes de como seríamos si no hubiéramos cruzado el océano, si nuestras madres y nuestros padres no hubieran cruzado los cielos en busca de trabajo y dignidad y de una vida mejor para sus hijos. Hemos sido hechos de nuevo; pero digo que también nosotros reharemos esta sociedad, la reformaremos de arriba abajo. Nosotros seremos los leñadores que cortarán la madera muerta y los jardineros de la madera nueva. Ahora nos toca a nosotros". Quiero que penséis en lo que mi hijo, Sylvester Roberts, el doctor Uhuru Simba, ha dicho en la sala de justicia. Pensad en ello mientras decidimos lo que hay que hacer.»
Su hijo Walcott la ayudó a bajar del estrado entre los vítores y cantos; ella inclinó la cabeza sobriamente en dirección al ruido. Siguieron discursos menos carismáticos. Hanif Johnson, abogado de Simba, hizo una serie de sugerencias: la galería de visitantes debía estar llena a rebosar; los jueces debían darse cuenta de que eran observados; habría piquetes en la puerta de la audiencia, y se organizarían turnos; se necesitaba recaudar fondos. Chamcha murmuró a Jumpy: «Nadie habla de sus antecedentes de agresión sexual.» Jumpy se encogió de hombros. «Algunas de las mujeres a las que atacó están en esta sala. Mishal, por ejemplo, está ahí, fíjate, en el rincón, al lado del estrado. Pero no es el momento ni el lugar para hablar de eso. La conducta sexual de Simba es, digamos, un problema familiar. Mientras que aquí se trata de los problemas del Hombre.» En otras circunstancias, Saladin habría tenido mucho que decir en respuesta a esta afirmación. Por ejemplo, habría argumentado que los antecedentes de violencia de un hombre no podían descartarse tan fácilmente ante una acusación de asesinato. También, que no le gustaba el empleo de términos americanos tales como «el Hombre» en el peculiar contexto británico, porque aquí no había un pasado de esclavitud; parecía un intento de robar atributos a otras luchas más peligrosas, como tampoco podía aplaudir la decisión de los organizadores de alternar los discursos con canciones tan significativas como We Shall Overcome e, incluso, Por todos los santos del cielo Nkosi Sikelel' iAfrika. Como si todas las causas fueran una, y todas las historias, intercambiables. Pero no dijo ninguna de estas cosas, porque empezaba a darle vueltas la cabeza y a perder el sentido, ya que, por primera vez en su vida, había tenido una portentosa premonición de su muerte.
Hanif Johnson terminaba su discurso. Como ha escrito el doctor Simba, lo nuevo entrará en esta sociedad por los actos colectivos, no por los individuales. Citaba, según observó Chamcha, uno de los más populares slogans de Camus. El paso de la palabra a la acción moral, decía Hanif, tiene un nombre: humanización. Y ahora una bonita joven angloasiática, con una nariz un poquito bulbosa y una voz de blues grave y ligeramente cascada, se entregó a la canción de Bob Dylan / Pity the Poor Immigrant. Otra nota falsa e importada, porque aquella canción parecía un poco hostil hacia los inmigrantes, aunque había frases que te hacían vibrar, como la de las visiones del inmigrante que se rompen como el cristal, y de que está obligado a «construir su ciudad con sangre». A Jumpy, empeñado en resucitar con su poesía la vieja imagen racista de los ríos de sangre, debía de gustarle aquello. Estas cosas las experimentaba y pensaba Saladin como desde una considerable distancia. ¿Qué había sucedido? Esto: cuando Jumpy Joshi le hizo notar la presencia de Mishal en la sala, Saladin Chamcha, al mirarla, vio arder un fuego en el centro de la frente de la muchacha; y sintió, en el mismo instante, el batir y la sombra fría de un par de alas gigantescas. Se le nubló la vista, fenómeno que suele acompañar a la visión doble, porque le parecía que miraba a dos mundos a la vez; uno, la sala de actos, brillantemente iluminada, prohibido fumar, y el otro, un mundo de fantasmas en el que Azraeel, el ángel exterminador, bajaba en picado hacia él, y en el que la frente de una muchacha podía desprender llamas amenazadoras. Para mí ella es la muerte, eso es lo que significa, pensó Chamcha en uno de los dos mundos, mientras en el otro se decía que no fuera idiota; muchos de los que estaban en la sala llevaban esos estúpidos adornos tribales que últimamente se habían puesto de moda: aureolas de neón verde o cuernos de diablo pintados con fósforo; Mishal, probablemente, llevaría alguna pieza de bisutería de la Era espacial. Pero su otro yo volvió a la carga: esa chica te está vedada, le decía, no se nos ofrecen todas las posibilidades. El mundo es finito; nuestras ilusiones lo desbordan. Y en aquel momento entró en escena su corazón patapum, pumba, badabam.
Estaba fuera, Jumpy le atendía solícito y hasta la propia Pamela parecía preocupada. «La que está embarazada soy yo», le dijo con cierto rudo afecto. «¿Y quién te mandaba desmayarte? —insistía Jumpy—. Vale más que vengas conmigo a mi clase; descansas un rato y después te acompaño a casa.» Pero Pamela quería llamar a un médico. No, no, iré con Jumpy. No pasa nada. Es que ahí dentro hacía calor. Faltaba el aire. La ropa era de mucho abrigo. Una tontería. Nada.
Había un cine de arte y ensayo al lado de la sala de actos, y Saladin estaba apoyado en el cartel de una película. La película era Mefisto, la historia de un actor que es seducido por el nazismo. En el cartel, el actor —el alemán Klaus Maria Brandauer— estaba vestido de Mefistófeles, con la cara blanca, una capa negra y los brazos levantados. Sobre su cabeza había unas líneas de Fausto:
¿Quién eres pues?
Parte de ese Poder, no comprendido,
Que siempre quiere el Mal, y siempre hace el Bien.
* * *
En el centro deportivo casi no se atrevía a mirar a Mishal (que también había salido de la reunión de Simba con tiempo para ir a clase). Aunque ella le saludó efusivamente, has vuelto, apuesto que porque querías verme, qué bien, él apenas consiguió decirle dos palabras con un mínimo de cortesía y mucho menos, preguntar llevabas un no sé qué luminoso en medio de la, porque ahora no lo llevaba, mientras levantaba las piernas y flexionaba su cuerpo largo, esplendoroso con sus leotardos negros. Hasta que, al advertir su frialdad, ella se retrajo, confusa y dolida.
«Nuestra otra estrella no ha venido hoy —dijo Jumpy a Saladin durante un descanso—. Miss Alleluia Cone, la mujer que subió al Everest. Me hubiera gustado presentártela. Ella conoce, bueno, al parecer, vive con Gibreel. Gibreel Farishta, el actor, el otro superviviente de la catástrofe.»
El cerco se está cerrando. Gibreel derivaba hacia él, al igual que la India cuando, después de desgajarse del protocontinente de Gondwanaland, flotó hacia Laurasia. (Distraídamente, advirtió que sus procesos mentales sacaban extraños símiles.) Cuando colisionaran, la fuerza del choque levantaría Himalayas. ¿Qué es una montaña? Un obstáculo; una trascendencia; sobre todo, un efecto.
«¿Adónde vas? —le gritaba Jumpy—. Habíamos quedado en que yo te llevaría. ¿Te encuentras bien?
Perfectamente. Necesito andar un poco, y basta.
«De acuerdo, pero sólo si estás seguro.»
Seguro. Salir de prisa, sin mirar hacia la resentida Mishal... La calle. De prisa, hay que marcharse cuanto antes de este sitio funesto, de este submundo. Dios: no hay escape. Unos escaparates, una tienda de instrumentos musicales, trompetas saxofones oboes, ¿cómo se llama?, «Buen Viento», y aquí, en el escaparate, un cartel barato. Que anuncia la vuelta inminente de, justo, el arcángel Gibreel. Su vuelta y la salvación del mundo. Camina. Vete pronto.
... Para ese taxi. (Sus ropas inspiran deferencia al taxista.) Suba, caballero; ¿le molesta la radio? Un científico que estaba en aquel secuestro aéreo y perdió media lengua. Americano. Se la reconstruyeron, dice, con carne que le sacaron del trasero, con perdón. A mí no me haría ninguna gracia que me metieran un cacho de posadera en la boca, pero el pobre tío no tenía elección. Un tipo raro. Y con unas ideas curiosas.
En la radio, Eugene Dumsday, con su nalguda lengua, hablaba de las lagunas de los restos fósiles. El diablo quería silenciarme, pero el buen Dios y la técnica quirúrgica americana se lo impidieron. Estas faltas eran el caballo de batalla del creacionista: si lo de la selección natural era verdad, ¿dónde estaban las mutaciones casuales descartadas? ¿Dónde estaban los niños monstruos, las crías deformes de la evolución? Los fósiles no soltaban prenda. Ni un solo caballo de tres patas. Es inútil discutir con esa gente, dijo el taxista. Yo personalmente no paso por eso de Dios. Inútil, una pequeña parte de la razón de Chamcha estaba de acuerdo. Inútil sugerir que «los restos fósiles» fueran una especie de archivo. Además, desde Darwin la teoría de la evolución había recorrido un largo camino. Ahora se argumentaba que en las especies se producían cambios importantes, no del modo ciego y casual que se creía al principio, sino a grandes saltos. La historia de la vida no era un avance desordenado —al estilo tan inglés de la clase media— que la filosofía victoriana quiso que fuera, sino algo violento, una cosa de transformaciones dramáticas y acumulativas: según la vieja fórmula, más revolución que evolución. Ya tengo bastante, dijo el taxista. Eugene Dumsday se desvaneció del éter siendo sustituido por música disco. Ave arque vale.
Aquel día Saladin Chamcha comprendió que había estado viviendo en un estado de paz falsa, que el cambio en él era irreversible. Un mundo nuevo y sombrío se había abierto ante él (o dentro de él) cuando cayó del cielo; por más que él se aplicara a tratar de recrear su vieja existencia, aquello, ahora lo veía, era un hecho que no podía deshacerse. Creía ver ante él una carretera que se bifurcaba hacia derecha e izquierda. Cerró los ojos, se arrellanó en el asiento del taxi y escogió el camino de la izquierda.
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La temperatura siguió subiendo; la ola de calor llegó a su punto culminante y se mantuvo en él durante tanto tiempo que toda la ciudad, sus edificios, sus ríos y canales y sus habitantes se aproximaron peligrosamente al punto de ebullición; entonces Mr. Billy Battuta y su compañera, Mimi Mamoulian, recién llegados a la metrópoli después de ser huéspedes de la autoridad penal de Nueva York, anunciaron una gran fiesta para celebrar su «salida». Los socios de Billy consiguieron que su causa fuera vista por un juez bien dispuesto; la simpatía personal del acusado hizo que todas y cada una de las ricas «primas» a las que había extraído generosas sumas para la recompra de su alma al diablo (incluida Mrs. Struwelpeter) firmaran una petición de clemencia, en la que las señoras expresaban su convicción de que Mr. Battuta se había arrepentido sinceramente de su error, y solicitaban, considerando su promesa de concentrarse en lo sucesivo en su brillante carrera empresarial (cuya utilidad social en términos de creación de riqueza y de puestos de trabajo, apuntaban, debía ser tomada en consideración por el tribunal como atenuante de sus delitos), y su propósito de someterse a tratamiento psiquiátrico para vencer su debilidad por las travesuras ilegales, solicitaban, decía, de Su Señoría le impusiera una pena más leve que la cárcel, «la finalidad disuasoria que comporta tal encarcelamiento quedaría mejor servida, en este caso —en opinión de las señoras — , por una condena de naturaleza más cristiana». A Mimi, considerada simple instrumento de Billy cegada por el amor, se le dejó la sentencia en suspenso; para Billy, la pena fue deportación y una fuerte multa, pena considerablemente aligerada al otorgar el juez la petición del abogado de Billy de que se concediera a su cliente la oportunidad de salir del país voluntariamente, sin tener el estigma de la orden de deportación estampado en el pasaporte, lo cual causaría grave daño a sus múltiples intereses comerciales. Veinticuatro horas después del juicio, Billy y Mimi estaban otra vez en Londres, carcajeándose de todo ello en el Crockford's y enviando artísticas invitaciones para la que prometía ser la fiesta de las fiestas de aquella temporada excepcionalmente calurosa. Una de las invitaciones, con ayuda de Mr. S. S. Sisodia, llegó a la residencia de Alleluia Cone y Gibreel Farishta; otra fue a parar, con cierto retraso, a la guarida de Saladin Chamcha, deslizada por debajo de la puerta por el solícito Jumpy. (Mimi llamó a Pamela para invitarla, agregando, con su rudeza habitual: «¿Tienes idea de dónde puede estar tu marido?» A lo que Pamela respondió con un balbuceo muy inglés, sí, este... pero. Mimi le sacó toda la historia en menos de media hora, lo cual no está mal, y concluyó en tono triunfal: «Parece que se te arreglan las cosas, Pam. Tráetelos a los dos; trae a todo el mundo. Será un circo.»)
El escenario de la fiesta fue otro de los inexplicables triunfos de Sisodia: consiguió, al parecer gratuitamente, el gigantesco escenario de los estudios cinematográficos Shepperton, por lo que los invitados tendrían a su disposición la enorme reproducción del Londres dickensiano que se había construido en él. Una adaptación musical de la última novela del gran escritor, rebautizada ¡Amigo!, con libreto y música del célebre genio de la revista Mr. Jeremy Bentham, había tenido un éxito colosal en el West End y en Londres, a pesar de lo macabro de algunas de sus escenas; ahora, por consiguiente, Los cantaradas, como era conocida en el medio, recibía los honores de una producción cinematográfica de gran presupuesto. «Los de re-re-relaciones pu-públicas —dijo Sisodia a Gibreel por teléfono— piensan que una fi-fi-fiesta con tanto fa-fa-famoso será un buen co-co-comienzo de ca-ca-campafia.»
Llegó la noche señalada; una noche de calor espantoso.
* * *
¡Shepperton! Pamela y Jumpy ya han llegado, transportados en alas del MG de Pamela, cuando Chamcha, que ha rehusado su compañía, se apea de uno de los coches de la flota que los anfitriones han puesto a disposición de los invitados que prefieren que conduzca otro. Y también ha venido otra persona; aquel con el que nuestro Saladin cayó a la tierra, ha venido; está paseando por el interior. Chamcha entra en la arena, y se asombra. Aquí Londres ha sido alterado, no, condensado, según los imperativos de la película. Caramba, si la Stucconia de los Veneering, esa gente nueva y tan remilgada, está tocando a Portman Square, con el tétrico rincón en el que habitan varios Podsnap. Y peor aún: fíjate, los montones de basuras de Boffin Bower que se supone tienen que estar en las inmediaciones de Holloway, en esta metrópoli reducida quedan al lado de las habitaciones de Fascination Fledgeby, en el Albany, el corazón del West End. Pero los invitados no parecen inclinados a refunfuñar; aquella ciudad renacida, incluso revuelta, te corta la respiración; especialmente la zona del inmenso estudio por la que serpentea el río, el río con sus nieblas y la barca de Gaffer Hexam, el Támesis en marea baja pasa por debajo de dos puentes, uno de hierro y otro de piedra. En sus muelles adoquinados suenan las alegres pisadas de los invitados, y también sordas pisadas siniestras. Un puré de guisantes artificial vaga sobre el escenario.
Personajes del gran mundo, maniquíes de alta costura, estrellas de cine, magnates de la industria, miembros menores de la familia real, políticos útiles y gentecilla similar sudan y se codean, en estas calles de imitación, con hombres y mujeres tan sudorosos como los invitados «auténticos» y tan artificiales como las calles: son los extras vestidos con trajes de época y una selección de los principales intérpretes de la película. Chamcha, que en el mismo instante de avistarlo se da cuenta de que este encuentro ha sido la verdadera finalidad de su viaje —hecho del que ha conseguido permanecer ignorante hasta este momento—, descubre a Gibreel entre la cada vez más bullanguera muchedumbre.
Sí: allí, en el Puente de Londres Hecho De Piedra, sin lugar a duda, ¡Gibreel! Y ésa debe de ser su Alleluia, su Reina de las Nieves ¡Cone! ¡Qué aire de displicencia parece haber asumido, cómo escora hacia la izquierda varios grados, y qué encandilada está ella! Cómo le quiere todo el mundo: porque, en la fiesta, él está entre los principales, con Battuta a su izquierda, Sisodia a la derecha de Allie, y alrededor una serie de caras que, de París a Tomboctú, reconocería cualquiera. Chamcha se abre paso trabajosamente entre la multitud, que se hace más densa a medida que se acerca al puente; pero está decidido —¡Gibreel, llegará hasta Gibreel! — , cuando, con estrépito de platillos, empieza una música potente, una de las piezas inmortales de Mr. Bentham de las que paran la representación, y la multitud se divide como el mar Rojo ante los hijos de Israel. Chamcha casi pierde el equilibrio, retrocede dando un traspié y la multitud lo aplasta contra un falso edificio con armazón de madera que figura —¿y qué si no?— un anticuario; y él se resguarda en su interior, mientras una muchedumbre de señoras de pecho generoso, gorros de encaje y blusitas vaporosas, acompañadas por una superabundancia de caballeros con chistera, bajan por la margen del río, bailando y cantando a voz en cuello.
¿Qué clase de persona es Nuestro Común Amigo?
¿Qué se propone?
¿Es la clase de persona de la que puedes fiarte?
etcétera, etcétera, etcétera.
«Tiene gracia —dice una voz de mujer a su espalda—, pero cuando hacíamos la obra en el teatro C... la compañía iba caliente a más no poder; lo nunca visto. Los que estaban en escena se quedaban cortados, con la mente en blanco, por todo lo que pasaba entre bastidores.»
La que habla, observa Saladin, es joven, pequeña, bien formada y bastante atractiva, tiene la piel reluciente de sudor, está sofocada por el vino y, evidentemente, se encuentra aquejada de la misma fiebre libidinosa a la que se refiere. En la «tienda» hay poca luz, pero él distingue el brillo de sus ojos. «Tenemos tiempo —prosigue ella con naturalidad—. Cuando termine toda esa gente viene el solo de Mr. Podsnap.» Y, adoptando una postura que es una experta imitación del gesto grandilocuente del agente de los Seguros Marítimos, se lanza a una versión personal del número de Podsnap:
Es la nuestra una Lengua muy Rica,
Una Lengua Difícil para Extranjeros:
Es la nuestra la Nación Afortunada,
Bendita y a Salvo de Peligros...
A continuación, en un recitado a lo Rex Harrison, dice a un Extranjero invisible: «¿Le Gusta Londres? ¿Eynormemung rico? Enormemente Rico, decimos aquí. Nuestros adverbios No terminan en Mung. ¿Y Encuentra Usted, Caballero, Muchas Muestras de nuestra Constitución Británica en las Calles de la Metrópoli Mundial, Londres, London, Londres? Yo diría —agrega, sin abandonar el tono de Podsnap— que hay en el inglés una combinación de cualidades, una modestia, una independencia, una responsabilidad, un sosiego que en vano buscaríamos entre las Naciones de la Tierra.»
La criatura ha ido acercándose a Chamcha mientras recitaba, al tiempo que se desabrochaba la blusa, y él, como una mangosta ante una cobra, se ha quedado pasmado; ella descubre su bien formado seno derecho y se lo ofrece, señalando el dibujo que ha trazado en él —como acto de orgullo cívico— del plano de Londres nada menos, con rotulador rojo, y el río en azul. La metrópoli le llama; pero él, profiriendo un grito absolutamente dickensiano, sale del anticuario y, a empujones, se zambulle en el barullo de la calle.
Gibreel le mira fijamente desde el Puente de Londres; sus miradas se encuentran, o así lo cree Chamcha. Sí: Gibreel levanta, y agita, un brazo desencantado.
* * *
Lo que sigue es tragedia. O, por lo menos, eco de tragedia, ya que la tragedia auténtica con todas las de la ley no está al alcance de los hombres y mujeres modernos, o eso dicen. Una imitación burlesca para nuestra época degradada y mimética, en la que los payasos repiten lo que antes hicieron héroes y reyes. Bien, pues, sea. Pero la pregunta que aquí se plantea sigue siendo tan grande como ha sido siempre, y es ésta: la naturaleza del mal, cómo nace, por qué se desarrolla, cómo toma posesión, unilateralmente, de la multilátera alma humana. O, por así decirlo: el enigma de Yago.
No es insólito que los exégetas literario-teatrales, derrotados por el personaje, atribuyan los actos de éste a la «maldad gratuita». El mal es mal y tiene que hacer mal, y punto; el veneno de la serpiente es su misma definición. Pues bien, aquí no valen estos fatalismos. Mi Chamcha puede no ser un Anciano de Venecia, ni mi Allie una Desdémona estrangulada, ni Farishta una réplica del Moro, pero, por lo menos, estarán caracterizados con las explicaciones que mi entendimiento permita. Decíamos que Gibreel saluda agitando una mano; Chamcha se acerca; el telón se levanta ante un escenario que se oscurece.
* * *
Observemos, ante todo, cuán solo está este Saladin; su única compañía voluntaria, una desconocida achispada, de pecho cartográfico. Él avanza solo, pues, entre aquella muchedumbre en fiesta en la que todos parecen (pero no son) amigos de todos; mientras que, en el Puente de Londres está Farishta, rodeado de admiradores, en el mismo centro de la multitud; y, después, apreciemos el efecto que ejerce en Chamcha, que amaba a Inglaterra en la imagen de su perdida esposa inglesa, la presencia rubia, pálida y glacial de Alleluia Cone al lado de Farishta; arrebata una copa de la bandeja de un camarero que pasa por su lado, bebe de prisa, toma otra copa; y cree ver, en la distante Allie, la magnitud de su pérdida; y también en otros aspectos Gibreel está convirtiéndose rápidamente en la suma de las derrotas de Saladin; porque allí, con él, ahora, en este momento, está otra traidora; una oveja con piel de corderita, más de cincuenta y parpadeando como una niña de dieciocho, la agente de Chamcha, la temible Charlie Sellers; a él no lo compararías con un chupasangres de Transylvania, ¿eh, Charlie?, grita interiormente el airado observador; y agarra otra copa; y, en el fondo de la copa, ve su propio anonimato, la celebridad del otro y la gran injusticia de la diferencia; especialmente —cavila amargamente— porque Gibreel, el conquistador de Londres, no concede ningún valor al mundo que ahora tiene a sus pies —pero si el muy cerdo siempre se burlaba, el Mismo Londres, Vilayet, los ingleses, compa, son fríos como peces, palabra—; Chamcha, a medida que avanza inexorablemente hacia él a través de la muchedumbre, cree ver, ahora mismo, aquella misma mueca burlona en la cara de Farishta, el desdén de un Podsnap a la inversa, para el que todo lo inglés merece burla en lugar de elogio — ¡Ay, Dios, qué crueldad que él, Saladin, cuyo objetivo y cruzada fue hacer de ésta su ciudad, tenga que verla de rodillas ante su desdeñoso rival! — ; o sea que, además, hay esto: que a Chamcha le gustaría calzarse los zapatos de Farishta, mientras que su propio calzado no tiene el menor interés para Gibreel. ¿Qué es imperdonable?
Chamcha, al mirar a la cara de Farishta por primera vez desde su accidentada separación en el recibidor de Rosa Diamond, al ver la extraña inexpresividad en los ojos del otro, recuerda con una intensidad abrumadora aquella otra inexpresividad, Gibreel en la escalera, sin hacer nada, mientras él, Chamcha, astado y cautivo, era arrastrado hacia la noche; y siente renacer el odio, siente que su bilis verde fresca le llena de pies a cabeza; nada de excusas, exclama, a hacer puñetas los atenuantes y los qué-podía-hacer-él; lo que no tiene perdón no tiene. No se puede juzgar una herida interna por el tamaño del agujero.
O sea: Gibreel Farishta, juzgado por Chamcha, recibe un veredicto más severo que el de Mimi y Billy en Nueva York, y es declarado culpable, a perpetuidad, de Lo Imperdonable. De lo cual se deriva lo que se deriva. Pero vamos a permitirnos especular un poco acerca de la verdadera naturaleza de esta Ofensa Inexpiable, de este Colmo. ¿Es realmente, puede ser realmente, sólo su silencio en la escalera de Rosa? ¿O hay resentimientos más profundos, quejas de las que esta llamada Causa Primaria no es, en realidad, sino un símbolo, una tapadera? Porque ¿no son estos dos hombres, cada uno, antítesis, la sombra del otro? El uno que pretende ser transformado en lo extranjero que admira, y el otro que prefiere, desdeñosamente, transformar. Uno, un infeliz que continuamente parece ser castigado por delitos no cometidos; el otro, calificado de angélico por todos, el tipo de hombre al que todo le es perdonado. De Chamcha podríamos decir que no da la talla normal; pero el turbulento y ordinario Gibreel indudablemente la excede de mucho, disparidad que fácilmente podría inspirar a Chamcha el deseo de emular a Procrustes: crecer cortando a Farishta lo que le sobra. ¿Qué es imperdonable?
¿Qué, sino la indefensión de saber que una persona en la que no confías conoce hasta lo más íntimo de tu ser? ¿Y no ha visto Gibreel a Saladin Chamcha en circunstancias — secuestro, caída, arresto— en las que los secretos de su ser fueron plenamente expuestos?
Bien, entonces. ¿Nos acercamos a la clave? ¿Debemos decir siquiera que éstos son dos tipos de personalidad fundamentalmente diferentes? ¿No podríamos convenir en que Gibreel, a pesar de su nombre artístico y sus interpretaciones, y a pesar de sus slogans sobre el renacimiento, el nuevo comienzo, la metamorfosis, ha deseado permanecer, en gran medida, coherente, es decir, unido a su pasado y derivado de él; que él no eligió ni su casi fatal enfermedad ni la caída de efecto transmutador; que, en realidad, lo que él más teme son los estados de alteración en los que sus sueños se filtran y enseñorean de su vigilia, convirtiéndolo en aquel Gibreel angélico que él no quiere ser, de manera que la suya es todavía una personalidad que, para nuestros actuales fines, podemos calificar de «verdadera»..., mientras que Saladin Chamcha es una criatura de incoherencias seleccionadas, una reinvención deliberada; siendo su opción por la rebeldía contra la historia lo que le hace, en nuestro lenguaje convencional, «falso»? ¿Y no podríamos decir también que es esta falsedad de la personalidad lo que hace posible en Chamcha una falsedad peor y más profunda —llamémosla «maldad»—, y que ésta es, en verdad, la puerta que nosotros abrimos en él por su caída? Mientras que Gibreel, siguiendo la lógica de nuestra terminología establecida, debe ser considerado «bueno» en virtud de desear seguir siendo, a pesar de todas sus vicisitudes, en el fondo, un hombre consecuente consigo mismo.
Pero, y otra vez pero: esto suena, ¿verdad que sí?, peligrosamente a sofisma. Puesto que tales distinciones se basan, como es de rigor, en la idea del yo como un ente (idealmente) homogéneo, sin hibridación, puro —¡idea francamente fantástica!—, no pueden, no deben bastar. ¡No! Al contrario, permítasenos decir algo aún más duro: ese mal puede no estar tan profundamente sepultado bajo nuestra superficie como nos gusta creer. Que, en realidad, nosotros propendemos hacia él naturalmente, es decir, no contra nuestra naturaleza. Y que Saladin Chamcha se propuso destruir a Gibreel Farishta porque, finalmente, ello resultaba tan fácil; el verdadero atractivo del mal es la seductora facilidad con la que uno puede aventurarse por ese camino. (Y, digamos en conclusión, la ulterior imposibilidad del regreso.)
Pero Saladin Chamcha insiste en atribuirle una causa más simple. «Fue su traición en casa de Rosa Diamond; su silencio, nada más.»
Pone el pie en el falso Puente de Londres desde un teatro de títeres cercano, instalado en una caseta a rayas rojas y blancas, Mr. Punch —zurrando a Judy— le grita: ¡Éste es el sistema! Después de lo cual Gibreel saluda, desmintiendo, con la incongruente languidez de la voz, la vehemencia de las palabras: «Compa, ¿pero eres tú? Condenado diablo. Hay que ver, en persona. Ven aquí, Salad baba, viejo Chumch.»
* * *
Sucedió esto:
En el momento en que Saladin Chamcha se acercó a Allie Cone lo suficiente para quedar petrificado y helado por sus ojos, sintió que su renovada hostilidad hacia Gibreel se hacía extensiva a aquella mujer de mirada de cero-grados y vete-a-paseo, su aire de conocer un grande y misterioso secreto del universo, y también una expresión que luego él llamaría feroz, un no sé qué ausente, insensible, antisocial, independiente, una esencia. ¿Por qué le irritó tanto? ¿Por qué, cuando ella aún ni había abierto la boca él ya la consideraba parte del enemigo?
Quizá porque la deseaba; y deseaba, todavía más, lo que él consideraba aquella íntima seguridad; por carecer de ella, la envidiaba, y trataba de dañar lo que envidiaba. Si amor es el anhelo de parecerse (incluso de ser) a la persona amada, el odio, podemos decir que puede ser engendrado por la misma ambición cuando no puede ser satisfecha.
Sucedió esto: Chamcha inventó una Allie y se convirtió en antagonista de su invención..., pero no lo dejó traslucir. Sonrió, le estrechó la mano, estuvo encantado de conocerla; y abrazó a Gibreel. Me uno a él para desquitarme. Allie, sin sospechar nada, se excusó. Los dos debían tener tantas cosas de qué hablar, dijo; y, prometiendo volver en seguida, se alejó; a explorar, como dijo ella. Él observó que cojeaba ligeramente durante los dos o tres primeros pasos, luego se detenía y se alejaba con paso firme. Una de las cosas que él desconocía de ella era su dolor.
Sin saber que el Gibreel que ahora tenía delante, de mirada distante y saludo superficial, estaba bajo estrecha vigilancia médica; ni que tenía que tomar a diario ciertas drogas que le embotaban los sentidos, a causa de la muy real posibilidad de una recaída en su enfermedad que ya tenía nombre, a saber: esquizofrenia paranoica; ni que durante mucho tiempo, a instancias de Allie, había permanecido apartado de la gente del cine, de la que ella había llegado a desconfiar enérgicamente desde su último ataque; ni que su asistencia a la fiesta Battuta-Mamoulian era algo a lo que ella se había opuesto rotundamente, y no había accedido sino después de una escena terrible en la que Gibreel le había gritado que no quería permanecer prisionero y que estaba decidido a hacer otro esfuerzo para volver a su «vida real»; ni que el esfuerzo de cuidar a un amante desequilibrado que veía duendecitos pequeños como murciélagos colgados cabeza abajo del frigorífico había dejado a Allie más gastada que una camisa vieja, imponiéndole los papeles de enfermera, chivo expiatorio y muleta —exigiéndole, en suma, actuar en contra de su propia naturaleza compleja y atormentada—; sin saber nada de esto, sin comprender que el Gibreel al que ahora miraba y al que creía ver, Gibreel encarnación de toda la buena fortuna, que el desventurado Chamcha, perseguido por las furias, desconocía, era tan invención suya como la Allie de sus antipatías, la clásica rubia ahí-te-pudras o mujer fatal ideada por su imaginación envidiosa, atormentada y orestiana; no obstante, Saladin, en su ignorancia, descubrió por casualidad la rendija en la armadura (un tanto quijotesca, reconozcámoslo) de Gibreel y comprendió cómo podía destruir con la mayor rapidez a su aborrecido oponente.
Una pregunta trivial de Gibreel le dio pie. Limitado por los sedantes a la cháchara inane, preguntó vagamente: «Y, cuenta, ¿cómo está tu buena esposa?» A lo que Chamcha, con la lengua suelta por el alcohol, espetó: «¿Cómo? Preñada. Enceinte. Jodidamente embarazada.» El soporífico Gibreel no advirtió la violencia de la respuesta, sonrió distraídamente, rodeó con el brazo los hombros de Saladin. «Shabash mubarak —le felicitó—. ¡Compa! ¡Qué rapidez!»
«Felicita a su amigo —gruñó roncamente Saladin—. Mi viejo camarada Jumpy Joshi. Ése sí que es un hombre, lo reconozco. Parece ser que las mujeres se vuelven locas. Sabe Dios por qué. Todas quieren un hijo suyo y ni siquiera se paran a pedirle permiso.»
«¿Y se puede saber quiénes son todas? —gritó Gibreel, haciendo volver cabezas y a Chamcha retroceder sorprendido—. ¿Quiénes son quiénes quiénes?», vociferó, provocando risitas achispadas. Saladin Chamcha también rió, pero sin alegría. «Se puede saber. Mi mujer, por ejemplo, ahí tienes quién. No es una señora, mister Farishta, Gibreel. Pamela, mi nada señora esposa.»
En aquel preciso instante quiso la suerte que —mientras Saladin, bastante bebido, estaba completamente ajeno al efecto que sus palabras causaban en Gibreel, en cuya mente se habían combinado dos imágenes con explosivo efecto, la primera de las cuales el súbito recuerdo de Rekha Merchant en una alfombra voladora advirtiéndole del secreto deseo de Allie de tener un hijo sin informar al padre, quién pide permiso a la semilla para plantarla, y la segunda, el cuerpo del instructor de artes marciales en carnal revolcón con la susodicha Miss Alleluia Cone—, decía que quiso la suerte que la figura de Jumpy Joshi apareciera cruzando el «Puente de Southwark» presa de cierta agitación, buscando a Pamela, por cierto, de la que había sido separado por la misma avalancha de coros dickensianos que había empujado a Saladin hacia el metropolitano busto de la señorita en el Anticuario. «Hablando del diablo —señaló Saladin—, ahí va ese canalla.» Se volvió hacia Gibreel, pero Gibreel había desaparecido.
Llegó Allie Cone, fuera de sí. «¿Dónde está? ¡Hostia! ¿Es que no puedo dejarlo solo ni un jodido segundo? ¿No podía usted vigilarlo mejor?»
«¿Qué? ¿Se puede saber qué ocurre...?» Pero Allie había vuelto a perderse entre la gente, de manera que cuando Chamcha vio a Gibreel cruzar el «Puente de Southwark» ya no podía oírle. Y aquí estaba ahora Pamela preguntando: «¿Has visto a Jumpy?» Y él señaló: «Por ahí», y también ella se marchó sin una palabra de cortesía; y entonces se vio a Jumpy que cruzaba el «Puente de Southwark» en sentido opuesto, con los rizos más revueltos que nunca y los estrechos hombros encogidos debajo del abrigo que no había querido quitarse, mirando en derredor, con el pulgar camino de la boca; y, poco después, Gibreel cruzaba el simulacro de puente en la misma dirección que Jumpy.
En suma, los hechos empezaban a tener aire de farsa; pero cuando, minutos después, el actor que interpretaba el papel de «Gaffer Hexam» que vigilaba aquel tramo del Támesis dickensiano en busca de cadáveres flotantes a los que aligeraba de sus objetos de valor antes de entregarlos a la policía, se acercó remando rápidamente por el río cinematográfico, con el revuelto pelo gris de su personaje de punta, la farsa acabó bruscamente; porque en su siniestra barca, yacía el cuerpo exánime de Jumpy Joshi envuelto en empapado abrigo. «Le han dejado tieso de un palo —dijo el barquero, señalando el enorme chichón que se levantaba en la coronilla de Jumpy—, y estando inconsciente en el agua, es un milagro que no se ahogara.»
* * *
Una semana después, con motivo de una vehemente llamada telefónica de Allie Cone, que le había localizado a través de Sisodia, Battuta y, finalmente Mimi, y que parecía haberse descongelado bastante, Saladin Chamcha viajaba en un Citroën tipo rubia de tres años gris metalizado que la futura Alicja Boniek había regalado a su hija antes de marcharse para una larga visita a California. Allie había ido a esperarle a la estación de Carlisle y repetido sus anteriores disculpas telefónicas: «Yo no debí hablarle de aquel modo, usted no sabía nada, me refiero a su, en fin, gracias a Dios que nadie vio la agresión, y parece que han echado tierra al caso, pero ese pobre hombre, un golpe de remo en la cabeza, qué horror; en fin, hemos venido al Norte, a casa de unos amigos míos que están de viaje, porque parecía preferible marcharse lejos de la gente, y ahora pregunta por usted; creo que su compañía puede serle beneficiosa y, sinceramente, a mí tampoco me vendrá mal una ayuda», lo cual dejó a Saladin un poco mejor informado pero consumido por la curiosidad. Y ahora Escocia desfilaba ante las ventanillas del Citroën a una velocidad alarmante: un borde de la Muralla de Adriano, Gretna Green, el antiguo refugio de las parejas que se fugaban y, luego, hacia el interior, camino de las Uplands meridionales; Ecclefechan, Lockerbie, Beattock, Elvanfoot. Para Chamcha, todas las poblaciones fuera del área metropolitana eran profundidades del espacio interestelar y los viajes por esas regiones estaban sembrados de peligros: porque una avería en semejante desierto equivalía a morir solo e ignorado. Observó con alarma que uno de los faros del Citroën estaba roto, que el indicador de combustible señalaba rojo (resultó que también estaba roto), que anochecía, y que Allie conducía como si la A74 fuera el circuito de Silverstone en una mañana de sol. «No puede llegar muy lejos sin transporte, pero nunca se sabe —explicó ella sombríamente—. Hace tres días robó las llaves del coche y lo encontraron circulando en dirección contraria por un carril de salida de la M6 gritando de la Condenación. Preparaos para la venganza del Señor, dijo a los policías de la autopista, porque pronto llamaré a mi ayudante Azraeel. Lo escribieron todo en sus cuadernos.» Chamcha, con el corazón lleno todavía de sus propias ansias de venganza, simuló pena y comprensión. «¿Y Jumpy?”, preguntó. Allie soltó el volante y extendió las manos con las palmas hacia arriba en actitud de yo-me-rindo, mientras el coche se desviaba de modo espeluznante en la sinuosa carretera. «Los médicos dicen que esos celos posesivos pueden formar parte del cuadro; o, por lo menos, pueden hacer de disparador de la locura.»
Ella se alegraba de poder hablar con alguien; y Chamcha se prestaba a escuchar de buen grado. Si ella se fiaba, era señal de que Gibreel se fiaba también: él no tenía intención de defraudar su confianza. Un día él traicionó mi confianza; dejemos ahora que él confíe en mí, durante una temporada. Él era un titiritero novicio; había que estudiar los hilos para averiguar qué accionaba cada uno de ellos... «No puedo evitarlo — decía Allie—. No sé por qué, me siento culpable. Lo nuestro no va, y la culpa es mía. Mi madre se enfada cuando digo estas cosas.» Alicja, a punto de subir al avión del Oeste, aconsejó a su hija en la Terminal Tres. «No sé de dónde sacas esas ideas —exclamó entre viajeros con mochila, carteras y llorosas mamás asiáticas—. Podríamos decir que tampoco la vida de tu padre se desarrolló según el plan. ¿Y hay que echarle la culpa a él por los campos de concentración? Estudia la Historia, Alleluia. En este siglo, la Historia ha dejado de tomar en consideración la vieja orientación psicológica de la realidad. Quiero decir que en nuestros días el carácter ya no determina el destino. El destino lo determina la economía. Lo determina la ideología. Lo determinan las bombas. ¿Qué le importa al hambre, a la cámara de gas, a la granada, cómo has vivido? Llega la crisis, llega la muerte y tu patético yo individual nada puede hacer sino sufrir los efectos. Este Gibreel tuyo... puede ser la manera en que tú debas experimentar los efectos de la Historia.» Alicja, sin avisar, había vuelto al estilo de vestir fastuoso que prefería Otto Cone y, al parecer, a una oratoria acorde con los grandes sombreros negros y los perifollos. «Que te diviertas en California, mamá», dijo Allie secamente. «Una de nosotras es feliz —dijo Alicja—. ¿Por qué no había de ser yo?» Y, antes de que su hija pudiera responder, cruzó garbosamente la barrera de sólo-viajeros mostrando pasaporte, tarjeta de embarque y pasaje, y se dirigió en línea recta hacia los frascos de Opium y las botellas de Gordon's Gin libres de impuestos que se vendían debajo de un letrero luminoso en el que se leía: Compre con ventaja.
A la última luz del día, la carretera rodeaba un espolón de monte desarbolado y cubierto de brezo. Hacía mucho tiempo, en otra tierra y otro crepúsculo, Chamcha había rodeado otro espolón como aquél y avistado los restos de Persépolis. Pero ahora iba a ver una ruina humana; no a admirarla y tal vez, incluso (porque la decisión de hacer el mal nunca se toma definitivamente hasta el instante de la acción; siempre hay una última oportunidad de volverse atrás), a profanarla. A grabar su nombre en la carne de Gibreel: Saladin woz ear. «¿Por qué seguir a su lado? —preguntó a Allie y, sorprendido, vio que ella se ruborizaba—. ¿Por qué no ahorrarse tantos sinsabores?»
«En realidad, yo a usted no le conozco, no le conozco de nada —empezó, hizo una pausa y tomó una decisión—. No me enorgullezco de la respuesta, pero es la verdad —dijo—. Es por la sexualidad. Él y yo juntos somos algo increíble, perfecto, como nada que yo haya conocido. Unos amantes de ensueño. Él parece saber. Parece conocerme.» No dijo más; la noche le ocultaba la cara. Se recrudeció la amargura de Chamcha. Por todas partes, amantes de ensueño: y él, a mirar. Apretó los dientes y, sin querer, se mordió la lengua.
Gibreel y Allie se habían escondido en Durisdeer, un pueblo tan pequeño que ni taberna tenía, y vivían en una vieja iglesia retirada del culto, una freekirk convertida en vivienda —las connotaciones religiosas de la frase resultaban extrañas a Chamcha— por un arquitecto amigo de Allie que había hecho fortuna con estas metamorfosis de lo sagrado en profano. A Saladin le pareció un lugar bastante sombrío, a pesar de sus paredes blancas, luces indirectas y mullidas alfombras de pared a pared. Había lápidas funerarias en el jardín. Chamcha se dijo que él no habría elegido semejante lugar para retiro de un hombre que sufría ilusiones paranoicas de ser el primer arcángel de Dios. La freekirk estaba un poco apartada de la aproximadamente docena de casas de piedra y teja que constituían la comunidad: aislada, incluso en aquel aislamiento. Gibreel estaba en la puerta, una sombra sobre el recibidor iluminado, cuando el coche se detuvo. «Ya estás aquí —gritó—. Yaar, me alegro. Bienvenido a la recondenada cárcel.»
Los medicamentos hacían torpe a Gibreel. Mientras estaban los tres sentados a la mesa de pino de tea de la cocina, bajo la lámpara de sube y baja modelo sofisticado con interruptor de graduación de la luz, tiró dos veces la taza de café (estaba ostentosamente abstemio; pero Allie sirvió dos buenas dosis de whisky para hacer compañía a Chamcha) y, maldiciendo, revolvió la cocina en busca de servilletas de papel para enjugar el líquido. «Cuando me harto de estar así, lo dejo sin decir nada —confesó—. Y entonces empiezan los desastres. Te lo juro, compa, no me resigno a que esto no vaya a terminar nunca, que siempre haya de estar o con las píldoras o con bichos en la sesera. No lo aguanto. Te lo juro, yaar, si supiera que era esto, entonces, bas, no sé, yo haría, no sé lo que haría.»
«Cierra la boca», dijo Allie en voz baja. Pero él empezó a gritar: «Compa, si hasta la pegué, ¿no lo sabías? ¡La mierda! Un día la tomé por un demonio especie de rakshasa y la zurré. ¿Tú sabes lo que es el poder de la locura?»
«Pero, por fortuna para mí, yo había ido a... oooop, yiee... clases de defensa personal —sonrió Allie—. Él exagera para quedar bien. En realidad, él fue el que acabó de bruces en el suelo.» «Fue aquí mismo», corroboró Gibreel mansamente. El suelo de la cocina era de grandes losas. «Pues ya tuvo que dolerte», aventuró Chamcha. «Y que lo digas —rugió Gibreel, con extraña alegría—. Me quedé tieso.»
El interior de la freekirk había sido dividido en una gran sala cuya altura abarcaba los dos pisos (en lenguaje de los agentes de la propiedad, «doble volumen») de la antigua capilla y otra mitad más convencional, con cocina y comedor abajo y dormitorios y baño arriba. Chamcha, que, sin saber por qué, no podía dormir aquella noche, salió a la sala grande (y helada: la ola de calor persistía en el sur de Inglaterra, pero hasta aquí arriba no llegaba ni una salpicadura, y el tiempo era otoñal y frío) y se puso a pasear entre las voces fantasmales de los predicadores pretéritos mientras Gibreel y Allie follaban a todo volumen. Lo mismo que Pamela. Trató de pensar en Mishal, en Zeeny Vakil, pero no sirvió de nada. Se tapó los oídos con los dedos, luchando contra los efectos sonoros de la cópula entre Farishta y Alleluia Cone.
Aquéllas fueron desde el principio unas relaciones peligrosas, reflexionó Saladin: primero, el espectacular abandono de carrera y precipitado viaje de Gibreel a través de medio mundo, y, ahora, la inflexible determinación de Allie de acabar con ello, derrotar al ángel loco que él llevaba dentro y ayudarle a recuperar la condición humana que ella amaba. Ellos no estaban para pactos; ellos iban a todo o nada. En tanto que él, Saladin, no había tenido reparo en vivir bajo el mismo techo que su esposa y el amante. ¿Cuál era la mejor actitud? El capitán Akab se ahogó, pensó, y fue Ishmael, el carpintero, quien vivió para contarlo.
* * *
Por la mañana, Gibreel dispuso la ascensión al «Pico» local. Allie se excusó, aunque era evidente para Chamcha que la vida campestre la hacía resplandecer. «Recondenada Piesplanos —apostrofó Gibreel cariñosamente—. Vámonos, Salad. Nosotros, ratas de ciudad, enseñaremos a la conquistadora del Everest cómo se sube una montaña. Esto es el mundo al revés, yaar. Nosotros nos vamos a escalar montañas y ella se queda en casa haciendo llamadas de negocios.» Saladin pensaba de prisa: ahora comprendía por qué ella cojeaba en Shepperton, y comprendía también que este retiro tendría que ser temporal, que Allie, al venir aquí, sacrificaba su propia vida, y no podría seguir sacrificándola indefinidamente. ¿Qué tenía que hacer él? ¿Alguna cosa? ¿Nada? Si había que tomar venganza, ¿cuándo y cómo? «Ponte estas botas —ordenó Gibreel—. ¿Dirías que aguantará sin llover todo el condenado día?»
No fue así. Cuando llegaron a lo alto de la cima elegida por Gibreel para la excursión, la llovizna los envolvía. «Bonita vista —jadeó Gibreel—. Mírala, ahí está, ahí abajo, bien retrepada, como el Gran Panjandrum.» Señalaba la freekirk. Chamcha, con el corazón alborotado, se sentía ridículo. Tendría que empezar a comportarse como el hombre que tiene problemas cardíacos. ¿Qué gracia tenía morirse de un ataque al corazón en lo alto de esta montaña raquítica, bajo la lluvia? Gibreel sacó los prismáticos y empezó a registrar el valle. Apenas se veía alguien: dos o tres hombres con perros, unos cuantos corderos, nada más. Gibreel siguió a los hombres con la mirada. «Ahora que estamos solos —dijo de pronto—, puedo decirte la verdad de por qué hemos venido a este agujero desierto. Es por ella. Sí, sí; no te dejes engañar por mi actuación. Es por su recondenada belleza. Los hombres, compa, la persiguen como las moscas. ¡Te lo juro! Yo los veo cómo se la comen con la mirada y cómo tratan de parchearla. No hay derecho. Ella es una persona muy reservada, la persona más reservada del mundo. Tenemos que protegerla de esos guarros.»
Esta revelación pilló desprevenido a Saladin. Pobre desgraciado, pensó; desde luego, estás perdiendo el seso a marchas forzadas. Y, pisándole los talones a este pensamiento, otra frase apareció en su cabeza como por arte de magia: Pero no creas que vaya a perdonarte por eso.
* * *
Durante el trayecto de vuelta a la estación de Carlisle, Chamcha hizo un comentario sobre la despoblación del campo. «No hay trabajo —dijo Allie—. Por eso está vacío. Gibreel dice que no le entra que todo este espacio vacío sea señal de pobreza; que, después de las aglomeraciones de la India, esto es un lujo.» «¿Y su propio trabajo? — preguntó Chamcha—. ¿Qué piensa usted hacer?» Ella le sonrió: la fachada de mujer de hielo había desaparecido hacía tiempo. «Es muy amable al interesarse. Yo pienso que un día mi vida estará en el centro y será lo primero. O, bueno, aunque me resulta difícil usar la primera persona del plural: nuestra vida. Así suena mejor, ¿verdad?»
«No se deje acaparar —aconsejó Saladin—. No le permita que la aparte de los demás, de Jumpy, de su propio mundo, de lo que sea.» Éste es el momento en el que puede decirse que empezó realmente su campaña, en el que puso el pie en aquel camino placentero por el que sólo se podía ir en un sentido. «Tiene razón —decía Allie—. Ay, Dios mío, si él supiera. Su precioso Sisodia, por ejemplo: ése no persigue sólo a las principiantes de metro noventa, que también le gustan, desde luego.» Se le ha insinuado, supuso Chamcha; y automáticamente archivó la información para futura utilización. «No sabe lo que es la vergüenza —rió Allie—. En las mismas narices de Gibreel. Pero las negativas no le ofenden: baja la cabeza, murmura no impo-po-porta y aquí no ha pasado nada. ¿Se imagina si se lo contara a Gibreel?»
En la estación, Chamcha deseó suerte a Allie. «Tendremos que volver a Londres para un par de semanas —dijo ella por la ventanilla del coche—. Tengo reuniones. Usted y Gibreel podrían salir; su compañía le ha hecho bien.»
* * *
Que Allie Cone, el tercer punto de un triángulo de ficciones —porque ¿no se habían unido Gibreel y Allie en gran medida porque habían imaginado a una «Allie» y un «Gibreel» ideales de los que cada cual podía enamorarse; y no les imponía ahora Chamcha las ansias de su propio confuso y defraudado corazón?—, que Allie Cone, decía, hubiera de ser el inconsciente e inocente agente de la venganza de Chamcha se manifestó más claramente aún al que la tramaba, Saladin, cuando descubrió que Gibreel, con el que había salido a pasear una ecuatoriana tarde londinense, nada deseaba tanto como describir con embarazosos detalles el éxtasis carnal que le deparaba el lecho de Allie. ¿Qué clase de persona, se decía Saladin con desagrado, es la que disfruta exponiendo sus intimidades a los demás? Gibreel (con fruición) describía posturas, mordiscos amorosos y el vocabulario secreto del deseo mientras paseaban por Brickhall Fields entre colegialas y crios con patines y papás que lanzaban torpemente boomerangs y platillos volantes a niños desdeñosos, y sorteaban la carne horizontal de secretarias que se asaban lentamente; y Gibreel interrumpió sus transportes eróticos para comentar, agriamente, que «A veces, cuando miro a esta gente color de rosa, en vez de piel, compa, lo que veo es carne putrefacta; la huelo aquí —se golpeó las fosas nasales con énfasis, como si revelara un misterio—, en la nariz.» Y volvió a la entrepierna de Allie, a sus ojos empañados, al perfecto valle de la parte baja de su espalda, a sus grititos. Aquel hombre estaba en inminente peligro de estallar. La frenética energía, la exaltada minuciosidad de sus descripciones indujeron a Chamcha a pensar que había vuelto a reducir las dosis, que estaba encaramándose hacia la cresta de un delirio, aquella febril excitación que se parecía a una borrachera en una cosa (según Allie), en que Gibreel, cuando, inevitablemente, volvía a bajar a la tierra, no podía recordar nada de lo que había dicho o hecho. Las descripciones seguían y seguían: la extraordinaria longitud de sus pezones, su aversión a que se metieran con su ombligo, la sensibilidad de los dedos de los pies. Chamcha se dijo que, con locura o sin locura, lo que revelaba esta charla sobre el sexo (porque también recordaba lo que Allie le dijera en el Citroen) era la debilidad de aquella llamada «gran pasión» —término que ella había utilizado sólo medio en broma— porque, en definitiva, no tenía nada más de bueno; sencillamente, sus relaciones no tenían ningún otro aspecto que ponderar. No obstante, al mismo tiempo, empezaba a sentirse excitado. Se veía a sí mismo mirándola por la ventana, desnuda como una actriz en la pantalla, y unas manos de hombre la acariciaban de mil maneras llevándola hasta el éxtasis; llegó a pensar que él era aquellas manos, casi sentía su piel fresca, su estremecimiento, casi oía sus gritos. Se contuvo. Su deseo le asqueó. Ella era inalcanzable; esto era la perversión del mirón, y él no estaba dispuesto a sucumbir. Pero el deseo que habían despertado las revelaciones de Gibreel no se desvanecía.
En realidad, según se recordó Chamcha, la obsesión sexual de Gibreel tenía que facilitarle las cosas. «Desde luego, es una mujer muy atractiva», aventuró, y recibió con satisfacción una larga y furibunda mirada. Después de lo cual Gibreel, haciendo un ostensible esfuerzo por dominarse, rodeó a Saladin con un brazo y tronó: «Perdona, compa, pero por lo que se refiere a ella, soy muy susceptible. ¡Pero tú y yo! ¡Nosotros somos bhai-bhai! Dos buenos camaradas que han pasado las peores pruebas y salido de ellas con una sonrisa; ven, ya estoy cansado de este parque insulso. Vámonos a la ciudad.»
Está el momento de antes del mal; luego está el momento del, y está el momento de después, cuando ya se ha dado el paso y cada nuevo movimiento resulta progresivamente más fácil.
«Encantado —dijo Chamcha—. Me alegro de verte con tan buen aspecto.»
Por su lado pasó un niño de seis o siete años en una bicicleta BMX. Chamcha volvió la cabeza para seguirlo con la mirada y vio que el niño se alejaba suavemente por una avenida de árboles que formaban un túnel de hojas por entre las cuales se filtraba aquí y allí una gota de la candente luz del sol. La impresión de descubrir el escenario de su sueño desorientó momentáneamente a Chamcha y le dejó mal sabor de boca: el sabor agrio de lo que pudo haber sido y no fue. Gibreel paró un taxi e indicó Trafalgar Square.
Oh, sí, aquel día estaba eufórico, despotricando contra Londres y los ingleses con mucho de su antiguo brío. Allí donde Chamcha veía una grandeza atractivamente desvaída, Gibreel veía un naufragio, un Crusoe de ciudad, arrojado a la isla de su pasado, que, con la ayuda de su Viernes, es decir, las clases bajas, trataba de guardar las apariencias. Bajo la mirada de leones de piedra, Gibreel perseguía palomas gritando: «Compa, en nuestra tierra estas gorditas no durarían ni un día; vamos a llevarnos una para la cena.» El alma inglesa de Chamcha se encogía de vergüenza. Después, en Covent Garden, describió a Gibreel el día en que el viejo mercado de frutas y verduras fue trasladado a Nine Elms. Las autoridades, para combatir las ratas, habían tapado las alcantarillas y matado a decenas de miles; pero unos cientos sobrevivieron. «Aquel día, las ratas hambrientas infestaban las aceras —recordó—. Iban por todo el Strand y el puente de Waterloo, entrando y saliendo de las tiendas, buscando comida desesperadamente. Gibreel resopló. «Ahora sí que veo que esto es un barco que se hunde —exclamó, y Chamcha se sintió furioso consigo mismo por haberle dado pie—. Hasta las jodidas ratas se van. —Y, después de una pausa—: Lo que necesitaban era un flautista, ¿no? Que las llevara a la perdición con música.»
Cuando no insultaba a los ingleses o describía el cuerpo de Allie desde la raíz del pelo hasta el suave triángulo de «el lugar del amor, el condenado yoni», parecía querer hacer listas: ¿cuáles eran sus diez libros favoritos, y sus diez películas, y actrices de cine, y platos. Chamcha daba respuestas cosmopolitas y convencionales. Su lista de películas incluía Potemkin, Kane, Otto e Mezzo, Los siete samurais, Alphaville, El ángel exterminador. «Bien te han lavado el cerebro —rió burlonamente Gibreel—. Todo, pedante bazofia occidental.» Sus diez favoritos de todo eran «de nuestra tierra» y agresivamente populares. Madre India, Mr. India, Shree Charsawbees: ni Ray, ni Mrinal Sen, ni Aravindan, ni Ghatak. «Tienes la cabeza tan llena de porquería, que has olvidado todo lo que merece la pena conocer.»
Su excitación creciente, su gárrula determinación de convertir el mundo en una serie de listas de éxitos, su brioso caminar —al final del paseo debían de haber recorrido, por lo menos, treinta kilómetros—, indicaban a Chamcha que ya no se necesitaría mucho para hacerle caer. Parece ser que yo también me he convertido en un hombre de confianza, Mimi. El arte del asesino consiste en atraerse a la víctima; así es más fácil acuchillarla. «Empiezo a tener hambre —anunció Gibreel imperiosamente—. Llévame a uno de tus diez restaurantes favoritos.»
En el taxi, Gibreel pinchaba a Chamcha, que no le había informado de su destino. «Algún rincón francés, ¿eh? O japonés, seguro, con peces crudos o pulpos. Ay, Dios, ¿por qué me fío de tus gustos?»
Llegaron al Shaandaar Café.
* * *
Jumpy no estaba.
Por lo visto, Mishal Sufyan no se había reconciliado con su madre; Mishal y Hanif estaban ausentes, y ni Anahita ni su madre dedicaron a Chamcha un saludo que pudiera considerarse cálido. Sólo Haji Sufyan se mostró afable: «Pase, pase, siéntese, tiene muy buen aspecto.» El café estaba extrañamente vacío, y ni la presencia de Gibreel causó gran revuelo. Chamcha tardó unos segundos en darse cuenta de lo que ocurría; lo advirtió al reparar en el cuarteto de jóvenes blancos que ocupaban una mesa del rincón y que buscaban camorra.
El camarero bengalí (al que Hind había tenido que contratar después de la marcha de su hija mayor) que se acercó a tomar nota —berenjenas, sikh kababs, arroz— lanzaba torvas miradas al problemático cuarteto que, al parecer, estaban muy bebidos. Amin, el camarero, estaba tan furioso con Sufyan como con los borrachos. «No debió dejarles entrar —murmuró dirigiéndose a Chamcha y Gibreel—. Ahora yo tengo que servirles. Claro, como que él no está en primera línea.»
Los borrachos fueron servidos al mismo tiempo que Chamcha y Gibreel. Cuando empezaron a quejarse de la comida, el ambiente se cargó más aún. Finalmente, se levantaron. «Nosotros no comemos esta mierda, guarras —gritó el cabecilla, un tipo escuchimizado de pelo pajizo y cara blanca, chupada y con granos—. Esto es mierda. Os jodéis, guarras.» Sus tres compañeros salieron del café riendo y soltando palabrotas. El jefe no se decidía a marchar. «¿Disfrutáis de la comida? —gritó a Chamcha y Gibreel—. Es una puta mierda. ¿Eso es lo que coméis en vuestra tierra? Guarras.» Gibreel tenía una expresión que decía, alto y claro: de manera que en esto se han convertido los ingleses, esa gran nación de conquistadores. No contestó. El enano cara de rata se acercó: «Os he hecho una pregunta. O sea: ¿disfrutáis de vuestra puta mierda de cena?» Y Saladin Chamcha, quizá porque le molestaba que Gibreel no hubiera tenido que verse cara a cara con el hombre al que por muy poco no había matado —y, además, por la espalda, a lo cobarde—, respondió, casi maquinalmente: «Disfrutaríamos de no ser por usted.» Cara de rata, tambaleándose, asimiló la información, y entonces hizo algo sorprendente. Aspiró profundamente e irguió su metro sesenta de estatura; después se inclinó y escupió, violenta y copiosamente, sobre la comida.
«Baba, si eso está entre tus diez mejores —dijo Gibreel en el taxi de regreso—, no me lleves a los sitios que te gustan menos.»
«Minnamin, Gut mag alkan, Pern dirstan —respondió Chamcha—. Quiere decir: "Mi vida, Dios te da el hambre y el diablo la sed", Nabokov.»
«Ya está otra vez —se lamentó Gibreel—. ¿Y qué condenada lengua es ésa?»
«Una lengua inventada por el autor. Eso se lo dice al pequeño Kinbote su niñera, que es de Zembla. En Fuego pálido.'»
«Perndirstan —repitió Farishta—. Suena a nombre de país, o, quizá, de infierno. En fin, me rindo. ¿Cómo se puede leer a un hombre que escribe en una lengua inventada por él?»
Estaban llegando al piso de Allie en Brickhall Fields. «El comediógrafo Strindberg —dijo Chamcha abstraído, como sumido en profundos pensamientos—, después de dos matrimonios desgraciados, se casó con una famosa y encantadora actriz de veinte años llamada Harriet Bosse. Estaba deliciosa en el papel de "Puck" en El sueño. Además, él le escribió una obra: el papel de "Eleanora" en Pascua. Un "ángel de paz". Los jóvenes se volvían locos por ella, y Strindberg, bueno, se puso tan celoso que estuvo a punto de perder la razón. Quería tenerla encerrada en casa, donde los hombres no pudieran verla. Ella quería viajar y él le llevaba libros de viajes. Era como la vieja canción de Cliff Richard: Gonna lock her up in a trunk / so no big hunk / can steal her away from me (La encerraré en un baúl / para que no me la robe un pedazo de bruto).»
Farishta movió afirmativamente su espesa cabeza. Había caído en una especie de ensueño. «¿Y qué pasó?», preguntó cuando llegaban a su destino. «Ella lo dejó —respondió Chamcha inocentemente—. Dijo que no podía identificarlo con la raza humana.»
* * *
Alleluia Cone, al salir del Metro, camino de su casa, iba leyendo la carta que su madre le había enviado desde Stanford, Calif., y que rezumaba una felicidad delirante. «Si alguien te dice que la felicidad es inalcanzable —escribía Alicja con una caligrafía grande, retorcida, inclinada hacia atrás y zurda—, envíamelo y yo le explicaré. Yo la encontré dos veces, una con tu padre, como tú sabes, y otra con este hombre bueno y ancho que tiene la cara del color de las naranjas que aquí crecen por todas partes. Paz y sosiego, Allie. Es mucho mejor que la pasión. Pruébalo, te gustará.» Al levantar la mirada, Allie vio el fantasma de Maurice Wilson sentado en la copa de una gran haya con su habitual indumentaria de lana —boina escocesa, jersey de rombos y pantalón de golf—, demasiado abrigado para aquel calor. «Ahora no tengo tiempo para ti», le dijo ella, y él se encogió de hombros. Puedo esperar. Volvían a dolerle los pies. Ella apretó los dientes y siguió andando.
Saladin Chamcha, escondido bajo la misma haya desde la que el fantasma de Maurice Wilson seguía el doloroso caminar de Allie, vio a Gibreel Farishta salir violentamente del edificio de pisos en el que esperaba con impaciencia el regreso de Allie; vio que tenía los ojos enrojecidos y estaba furioso. Los demonios de los celos estaban posados en sus hombros y él gritaba la vieja canción, dóndediablos sepuedesaber nocreasquemeladas quétehascreído perraperraperra. Al parecer, a falta de Jumpy, Strindberg había surtido efecto.
El observador de la copa del árbol se esfumó; el otro, moviendo la cabeza con satisfacción, se alejó por una avenida sombreada por frondosos árboles.
* * *
Las llamadas telefónicas que entonces empezaron a recibir, tanto Allie como Gibreel, primeramente en el piso de Londres y, después, en una remota dirección de Dumfries and Galloway, no eran muy frecuentes; pero tampoco puede decirse que fueran infrecuentes. No eran tantas voces como para no resultar plausibles; pero sí las suficientes. No eran llamadas breves, como las que hacen los del jadeo y otros parásitos de la red telefónica, pero, por otra parte, nunca duraban lo suficiente para que la policía, que estaba a la escucha, pudiera localizar la llamada. Tampoco duró mucho todo el desagradable episodio: un total de tres semanas y media, al cabo de las cuales los comunciantes abandonaron definitivamente; pero hay que señalar que duró exactamente el tiempo necesario, es decir, hasta que Gibreel Farishta hizo a Allie Cone lo mismo que anteriormente hiciera a Saladin; a saber: Lo Imperdonable. Hay que señalar que nadie, ni Allie, ni Gibreel, ni siquiera los escuchas profesionales que ellos introdujeron, sospecharon ni un momento que las llamadas fueran obra de un solo hombre; pero para Saladin Chamcha, en tiempos conocido (aunque sólo en los medios especializados) como el Hombre de las Mil Voces, esta simulación fue cosa fácil, sin esfuerzo y sin riesgo. En total, tuvo que seleccionar (de sus mil y una voces) no más de treinta y nueve.
Cuando contestaba Allie, oía voces de hombre que le murmuraban al oído secretos íntimos, voces de desconocidos que parecían conocer los más recónditos detalles de su cuerpo, seres sin rostro que demostraban conocer por experiencia sus preferencias entre la miríada de formas del amor; y, una vez empezaron los intentos de localizar las llamadas, se agravó la humillación, porque ahora Allie ya no podía colgar simplemente, sino que tenía que seguir escuchando, con la cara ardiendo y la espalda helada, procurando (sin conseguirlo) prolongar las llamadas.
También Gibreel recibía su ración de voces: soberbios aristócratas byronianos que se jactaban de haber «conquistado el Everest», guasones barriobajeros, voces empalagosas de «buen amigo» que mezclaban la advertencia y la irónica conmiseración, a buen entendedor, no se puede ser tan confiado es que aún no te has enterado, cualquier cosa con pantalones, pobre imbécil, te lo dice un amigo. Pero una voz se destacaba entre todas, la voz aterciopelada y vibrante de un poeta, una de las primeras que oyó Gibreel y la que le llegó más adentro; una voz que hablaba exclusivamente en verso, y recitaba unos refranes de aparente ingenuidad que contrastaban violentamente con la obscenidad de la mayoría de comunicantes, una voz que, para Gibreel, era la más insidiosa y amenazadora de todas.
Me gusta el pan, me gusta el vino,
Me gusta todo lo que haces conmigo.
Díselo a ella, musitó la voz, antes de colgar. Otro día, otro verso:
Me gusta la manteca, me gusta la tostada,
Pero más me gusta mi enamorada.
Dale el recado, haz el favor. Había algo diabólico, decidió Gibreel, algo profundamente inmoral en la idea de poner en la lascivia esta envoltura de copla inocente.
Manzanita roja, tarta de limón,
Cómo te quiere mi corazón.
A... Yo... Yo... Gibreel, indignado y atemorizado, colgó violentamente el aparato y empezó a temblar. Después de aquello, el de los versos dejó de llamar durante un tiempo; pero ésta era la voz que más esperaba y temía Gibreel, quizá porque ya presentía que esta maldad infernal e infantil sería lo que le destruiría definitivamente.
* * *
¡Y qué fácil resultó! ¡Qué cómodamente se instaló la maldad en esas cuerdas vocales de ductilidad infinita, esos hilos de titiritero! ¡Con qué seguridad se aventuraba por el hilo telefónico, serena y ágil como un volatinero; con qué confianza entraba en presencia de la víctima, tan segura de su efecto como un hombre apuesto con un traje bien cortado! ¡Y con qué cuidado aguardaba su momento, enviando todas las voces menos la voz que daría el tiro de gracia —porque también Saladin había comprendido el especial poder de las coplas—: voces graves y voces chillonas, lentas y rápidas, tristes y alegres, agresivas y tímidas. Una a una goteaban en los oídos de Gibreel, debilitando su noción del mundo real, atrayéndolo poco a poco a su red de engaños, de manera que, poco a poco, sus obscenas mujeres imaginarias empezaron a envolver a la mujer real como una película viscosa y verde y, a pesar de las protestas de ella, él empezó a alejarse; y llegó el momento del regreso de los versos satánicos que le enloquecían.
Violetas azules, rosas rojas,
Tú eres la más dulce de todas.
Pásalo. Había vuelto, tan inocente como siempre, a poner un torbellino de mariposas en el agarrotado estómago de Gibreel. A partir de entonces, los versos se hicieron más groseros y frecuentes. Algunos tenían malicia de patio de escuela:
Cuando pasa por el puente
No mira a la gente,
Cuando pasa por el callejón
No lleva ropa interior
y otros, con ritmo de animación deportiva:
Calzas de fuego, que me muero,
¡Halarí! ¡Halará!
¡Aleluya! ¡Aleluya!
¡Ra! ¡Ra! ¡Ra!
Y, finalmente, cuando habían regresado a Londres, un día en que Allie salió para asistir a la ceremonia de inauguración de un supermercado de congelados en Hounslow, la última copla:
Azul es la violeta y amarilla la retama,
Ya la tengo en la cama.
Adiós, capullo. Línea.
* * *
Cuando Alleluia Cone regresó a casa, Gibreel ya no estaba y, en el silencio del devastado apartamento, ella juró que esta vez habían terminado para siempre, que no volvería a darle asilo, por roto y arrepentido que volviera suplicando perdón y amor; porque, antes de marcharse, Gibreel se había vengado cruelmente destruyendo su colección de Himalayas, reunida a lo largo de los años, derritiendo el Everest de hielo que guardaba en el congelador, descolgando y rasgando la seda de paracaídas que tenía sobre la cama simulando montañas y triturando (había usado el hacha que ella guardaba con el extintor en el armario de las escobas) el precioso e insustituible recuerdo de su conquista del Chomolungma tallado por Pemba, el sherpa, advertencia y conmemoración. A Ali Bibi. Nosotros tener suerte. No probar otra vez.
Allie abrió las ventanas de guillotina y gritó a los inocentes Brickhall Fields. «¡Muérete despacio! ¡Al infierno!»
Luego, llorando, llamó por teléfono a Saladin Chamcha para darle la mala noticia.
* * *
Mr. John Maslama, propietario del club nocturno Cera Caliente, la marca discográfica del mismo nombre y de «El Buen Viento», la legendaria tienda en la que podías conseguir las mejores trompas —clarinetes, saxofones, trombones— que se soplaban en todo Londres, era hombre ocupado, por lo que siempre atribuiría a la intervención de la Divina Providencia la feliz casualidad que le hizo estar presente en la tienda de las trompetas cuando el Arcángel de Dios entró en ella con el trueno y el rayo ciñendo su noble frente como laureles. Mr. Maslama, comerciante práctico, hasta aquel momento había ocultado a sus empleados su trabajo extraordinario de heraldo principal del Ser Celestial y Semidivino, y sólo ponía carteles en los escaparates cuando estaba seguro de que nadie le observaba, omitiendo firmar los anuncios que insertaba en periódicos y revistas con considerable dispendio personal, para proclamar la Gloria inminente del Advenimiento del Señor. Redactaba comunicados de prensa a través de una empresa de relaciones públicas subsidiaria de la agencia Valance, solicitando que se protegiera escrupulosamente su anonimato. «Nuestro cliente está en disposición de afirmar —anunciaban crípticamente estos sueltos que, durante algún tiempo hicieron las delicias de los profesionales de Fleet Street, que nos encontraban hilarantes— que sus ojos han visto la Gloria antes mencionada. Gibreel está entre nosotros en este momento, en algún lugar del centro de Londres, probablemente en Camden, Brickhall, Tower Hamlets o Hackney, y pronto se manifestará, quizá dentro de unos días o unas semanas.» Todo esto lo ignoraban los tres dependientes altos y lánguidos de «El Buen Viento» (Maslama no quería dependientas: «Yo estoy convencido —decía— de que, en materia de cuerno, nadie se fía de una mujer»); por lo cual ninguno de ellos daba crédito a sus ojos cuando su jefe, siempre tan serio, experimentó bruscamente un completo cambio de personalidad y salió al encuentro de aquel desconocido de gesto feroz y mejillas sin afeitar como si fuera Dios Omnipotente. Con sus zapatos de charol de dos tonos, traje Armani y pelo planchado a lo Robert de Niro sobre pobladas cejas, Maslama no era de los que se arrastran, pero ahora se arrastraba como una condenada serpiente, haciendo a un lado al personal, yo atenderé al señor, con reverencias y andando para atrás, ¿habráse visto? De todos modos, el hombre llevaba debajo de la camisa un cinturón lleno de dinero del que empezó a sacar billetes de los grandes; señaló una trompeta que estaba en un estante alto, ésa, así, ni más ni menos, casi sin mirarla, y Mr. Maslama que, zas, se sube a la escalera. Yo la bajo, yo la bajo, y ahora viene lo mejor, y es que no quería cobrar, ¡Maslama! no, señor, le decía, no vale nada, señor, pero el tipo pagó de todos modos, le metió los billetes en el bolsillo del pecho como a un botones, si no lo veo, y luego el cliente va y se vuelve hacia la tienda y grita: Yo soy la mano derecha de Dios. Así, sin más, como si hubiera llegado el puñetero Día del Juicio. Y, después de esto, Maslama, que estaba histérico, hasta se puso de rodillas. Entonces, el tipo levantó la trompeta sobre su cabeza y gritó: ¡Yo impongo a esta trompeta el nombre de Azraeel, la Trompeta Final, el Exterminador de Hombres!, y nosotros allí, te lo juro, petrificados, porque ahora alrededor de la cabeza de aquel fulano, que estaba lo que se dice de atar, apareció una luz, ¿sabes?, que parecía salir de un punto situado detrás de la coronilla.»
Una aureola.
Ustedes dirán lo que quieran, repetían los tres dependientes a todo el que quería escucharles, ustedes dirán lo que quieran, pero nosotros vimos lo que vimos.
3
La muerte del doctor Uhuru Simba, anteriormente Sylvester Roberts, mientras estaba bajo custodia esperando juicio, fue descrita por el oficial de enlace de la prefectura de la comunidad de Brickhall, un tal inspector Stephen Kinch, como «un caso entre un millón». Al parecer, el doctor Simba sufría una pesadilla tan espantosa que le hizo gritar en sueños de modo penetrante, atrayendo la inmediata atención de los dos oficiales de guardia. Estos caballeros corrieron hacia la celda y llegaron a tiempo de ver la figura gigantesca del durmiente salir literalmente despedida del catre, bajo la maligna influencia del sueño, y caer al suelo. Ambos oficiales oyeron un fuerte chasquido; era el sonido que hizo el cuello del doctor Uhuru Simba al romperse. La muerte fue instantánea.
La diminuta madre del muerto, Antoinette Roberts, de pie en la parte trasera del camión de su hijo menor, con un vestido y sombrero negros, baratos, el velo de luto echado hacia atrás en señal de desafío, no tardó en recoger las palabras del inspector Kinch y arrojárselas a su cara ancha, fláccida e impotente, cuya expresión azorada revelaba la humillación de oírse llamar por sus compañeros de cuerpo el negrata o, peor aún, el champiñón, porque se le tenía siempre a oscuras y, de vez en cuando —por ejemplo, en las actuales lamentables circunstancias—, la gente le echaba toda la mierda encima. «Quiero que comprendáis —declamaba Mrs. Roberts a la considerable multitud que se había congregado airadamente a la puerta de la comisaría de High Street— que esta gente juega con nuestra vida. Se cruzan apuestas sobre nuestras posibilidades de supervivencia. Quiero que todos penséis en lo que esto significa en cuanto a respeto hacia nosotros como seres humanos.» Y Hanif Johnson, en su calidad de abogado de Uhuru Simba, agregó su propia explicación desde el camión de Walcott Roberts, señalando que la supuesta caída fatal de su cliente se había producido desde la litera de abajo de las dos que había en su celda; que, en una época de gran aglomeración en las prisiones del país, era, cuando menos, insólito que la otra litera estuviera libre, con lo cual se eliminaban los testigos de la muerte que no fueran guardianes; y que una pesadilla no era ni mucho menos la única explicación posible de los gritos de un negro en manos de las autoridades penitenciarias. En sus comentarios finales, que el inspector Kinch calificaría después de «inflamatorios y antiprofesionales», Hanif comparó las palabras del oficial de enlace a las del lamentable racista John Kingsley Read, que en cierta ocasión, a la noticia de la muerte de un negro, respondió con el slogan «Uno menos; quedan un millón». La multitud murmuraba y rebullía; era un día de calor y exaltación. «Mantened el fuego —gritó Walcott, el hermano de Simba, a los congregados—. Que nadie se enfríe. Mantened el furor.»
Puesto que Simba ya había sido juzgado y condenado en la que él mismo llamara «prensa arco iris: roja de rabia, amarilla de cobarde, azul de pena y verde de limo», a muchos blancos les pareció que con su muerte se había hecho justicia, que un monstruo asesino había tenido su merecido. Pero en otro tribunal, silencioso y negro, recibió un veredicto mucho más favorable, y estas diversas estimaciones del difunto en la reacción provocada por su muerte, salieron a las calles de la ciudad y fermentaron en el persistente calor tropical. La «prensa arco iris» pregonaba el apoyo de Simba a Qazhafi, Khomeini y Louis Farrakhan; entretanto, en las calles de Brickhall, hombres y mujeres jóvenes mantenían y soplaban la llama lenta de su cólera, una llama fantasma, pero capaz de tapar la luz.
Dos noches después, detrás de la fábrica de cerveza Charrington, de Tower Hamlets, el «Destripador de Abuelas» volvió a actuar. Y, a la noche siguiente, una anciana fue asesinada cerca de las atracciones de Victoria Park, en Hackney; una vez más, el Destripador había estampado en el crimen su «firma» espeluznante, colocando, como en un ritual, los órganos internos de la víctima alrededor del cadáver en una disposición que nunca se había hecho pública con detalle. Cuando el inspector Kinch, con aspecto un tanto ajado, apareció por televisión sustentando la extraordinaria teoría de que un «asesino imitador» había descubierto la marca de identificación, que se había mantenido oculta durante tanto tiempo, y recogido el testigo que el difunto doctor Uhuru Simba dejara caer, el comisario de Policía consideró prudente, como medida de precaución, cuadruplicar los efectivos en las calles de Brickhall y mantener acuartelados contingentes tan nutridos que resultó necesario suspender los partidos de fútbol en la capital aquel fin de semana. Porque, efectivamente, en el que fuera territorio de Uhuru Simba ardían los ánimos; Hanif Johnson manifestó que la incrementada presencia policial era «provocativa e incendiaria», y grupos de jóvenes negros y asiáticos empezaron a congregarse en el Shaandaar y en el Pagal Khana, decididos a hacer frente a los coches-patrulla. En el Cera Caliente, la efigie elegida para derretir no era otra que la figura sudorosa y ya delicuescente del inspector comisionado para las comunidades. Y la temperatura, inexorablemente, seguía subiendo.
Menudeaban los incidentes violentos: ataques a familias negras en propiedades municipales, acoso a los colegiales negros camino de sus casas, peleas en tabernas. En el Pagal Khana, un chico con cara de rata y tres compinches escupieron en la comida de muchos clientes; a consecuencia de los subsiguientes altercados, tres camareros bengalíes fueron acusados de agresión y daños personales; el cuarteto expectorante, sin embargo, no fue detenido. Por todas las comunidades circulaban relatos de brutalidad policial, de jóvenes negros que eran subidos a coches sin identificación pertenecientes a las brigadas especiales y luego eran arrojados, no menos discretamente, con cortes y magulladuras en todo el cuerpo. Se organizaron patrullas de autodefensa, formadas por sikhs, bengalíes y afrocaribeños —calificadas por sus oponentes políticos de grupos de vigilantes—, que, a pie y en viejos Ford Zodiacs y Cortinas, recorrían los barrios, decididos a no «soportar los atropellos mansamente». Hanif Johnson dijo a su compañera Mishal Sufyan que, en su opinión, un nuevo asesinato del Destripador encendería la mecha. «Ese criminal no sólo se ufana de estar libre sino que, además, se ríe de la muerte de Simba. Y eso es lo que revienta a la gente.»
Por estas calles alborotadas, una noche de un bochorno impropio de la estación, Gibreel Farishta iba tocando su trompeta dorada.
* * *
A las ocho de aquella noche, sábado, Pamela Chamcha estaba con Jumpy Joshi —que no había consentido en dejarla ir sola— al lado de la máquina fotográfica automática, en un rincón del vestíbulo de la estación de Euston, con la ridícula sensación de formar parte de una conspiración. A las ocho y cuarto se le acercó un joven delgado que le pareció más alto de lo que ella recordaba; Pamela y Joshi le siguieron sin decir palabra y subieron a su vieja camioneta azul, que los llevó a una minúscula vivienda situada encima de una tienda de bebidas de Railton Road, Brixton, en la que Walcott Roberts les presentó a Antoinette, su madre. Los tres hombres, a los que después Pamela llamaba mentalmente haitianos por razones puramente convencionales, y así lo reconocía ella, no fueron presentados. «Tome un vaso de vino de jengibre —ordenó Antoinette Roberts—. También al niño le hará bien.»
Cuando Walcott hubo hecho los honores, Mrs. Roberts, que parecía perdida en una voluminosa y raída butaca (sus piernas, sorprendentemente pálidas y delgadas como cerillas, que emergían por el borde de su vestido negro y se introducían en unos insolentes calcetines rosa y zapatos cómodos abrochados con cordones, no llegaban al suelo ni mucho menos), fue directamente al grano. «Estos caballeros eran colegas de mi hijo —dijo—. Parece ser que la razón por la que fue asesinado era el trabajo que realizaba en un asunto que, según me dicen, también le interesa a usted. Creemos que ha llegado el momento de trabajar más formalmente a través de los canales que usted representa.» Entonces uno de los tres silenciosos «haitianos» entregó a Pamela una cartera de plástico rojo. «Contiene numerosas pruebas de la existencia de cofradías de hechiceros en toda la Policía Metropolitana.»
* * *
Walcott se puso en pie. «Tenemos que marcharnos —dijo con firmeza—. Tengan la bondad.» Pamela y Jumpy se levantaron. Mrs. Roberts movió la cabeza vagamente, con la mirada ausente, haciendo crujir los nudillos de sus manos arrugadas. «Adiós», dijo Pamela, y fue a agregar unas palabras de condolencia. «No malgaste saliva, mujer —la atajó Mrs. Roberts—. Usted descubra a esos brujos. Y trínquelos.».
Walcott Roberts los dejó en Notting Hill a las diez. Jumpy tosía y se resentía otra vez de aquel dolor de cabeza que le aquejaba con frecuencia desde que fue atacado en Shepperton; pero cuando Pamela reconoció que la ponía nerviosa poseer el único ejemplar de los explosivos documentos que había en la cartera de plástico, Jumpy, una vez más, se empeñó en acompañarla a las oficinas del consejo de relaciones con las comunidades de Brickhall, donde ella pensaba sacar fotocopias que distribuiría a varios amigos y colaboradores de confianza. Por ello, a las diez y cuarto iban en el adorado MG de Pamela, cruzando la ciudad hacia el Este, rumbo a la tormenta que se fraguaba. Una vieja furgoneta Mercedes azul los seguía, como había seguido al camión de Walcott; es decir, sin ser observada.
Quince minutos antes, una patrulla de siete sikhs corpulentos, comprimidos en un Vauxhall Cavalier, circulaba por el puente del canal de Malaya Crescent, al sur de Brickhall. Al oír un grito en el muelle que discurría por debajo del puente acudieron corriendo y vieron a un hombre pálido de mediana estatura y complexión, flequillo rubio y ojos castaños, que se levantaba rápidamente con un escalpelo en la mano y se apartaba corriendo del cuerpo de una anciana cuya peluca azulada flotaba como una medusa en el canal. Los jóvenes sikhs salieron en persecución del que huía y lo alcanzaron y redujeron.
A las once de la noche, la noticia de la captura del asesino de ancianas había llegado a todos los rincones del barrio, acompañada de cantidad de rumores: la policía se había mostrado reacia a acusar al maníaco, el grupo de sikhs había sido detenido para ser interrogado, se estaba tramando ocultar los hechos. En las esquinas empezaron a formarse grupos, se vaciaban las tabernas y estallaban peleas. Hubo destrozos; se rompieron los cristales de tres coches, una tienda de televisores fue saqueada, se arrojaron varios ladrillos. Fue en aquel momento, a las once de la noche de un sábado, la hora en que los clubs nocturnos y los bailes empezaban a soltar a un público excitado y bastante intoxicado, cuando el superintendente de Policía, tras consultar con sus superiores, declaró que en la zona centro de Brickhall había disturbios y desató toda la fuerza de la Policía Metropolitana contra los «revoltosos». Fue también entonces cuando Saladin Chamcha, después de cenar en casa de Allie Cone, en Brickhall Fields, manteniendo las apariencias, doliéndose de su desgracia y murmurando falsas frases de ánimo, salió a la noche; vio un pelotón de hombres con casco, provistos de escudos de plástico, que se dirigían hacia él por el parque a un trote regular e inexorable; presenció la llegada de una plaga de helicópteros como langostas gigantes, de los que caía luz como una lluvia copiosa; vio el avance de cañones de agua y, obedeciendo a un irresistible reflejo primario, dio media vuelta y echó a correr, sin saber que había tomado la dirección equivocada, que corría a toda velocidad hacia el Shaandaar.
* * *
Las cámaras de televisión llegan en el momento justo de la redada del club Cera Caliente.
Esto es lo que ve una cámara de televisión: menos sensible que el ojo humano, su visión nocturna se limita a lo que le muestran los focos. Un helicóptero gravita sobre el club nocturno, orinando luz en largos chorros dorados; la cámara comprende esta imagen. La máquina del Estado se cierne sobre sus enemigos. Y ahora hay una cámara en el cielo; en algún lugar, un director de telediario ha autorizado el gasto de la toma aérea, y un equipo de reporteros está grabando desde otro helicóptero. No se hace ningún intento de ahuyentar a este helicóptero. El zumbido de las alas del rotor ahoga el ruido de la gente. El equipo de grabación en vídeo también es menos sensible que el oído humano.
«Corte.» Un hombre iluminado por un cañón de luz habla rápidamente a un micrófono. Detrás de él hay un amasijo de sombras. Pero entre el reportero y la tierra de las sombras revueltas hay una muralla: hombres con casco y escudo. El reportero habla con gravedad: cóctelesmolotov balasdeplástico policíasheridos cañóndeagua saqueos, limitándose, desde luego, estrictamente a los hechos. Pero la cámara ve lo que él no dice. Una cámara es algo que se rompe o se roba fácilmente; su fragilidad la hace prudente. Una cámara requiere ley, orden y cordón policial. Por su instinto de conservación, se mantiene detrás de la muralla de escudos, observando las tierras de las sombras desde lejos y, naturalmente, desde arriba: o sea, que la cámara toma partido.
«Corte.» Los cañones de luz iluminan una cara nueva, sofocada, de mejillas colgantes. Esta cara tiene nombre: sobre la guerrera aparecen letras, en subtítulo. Inspector Stephen Kinch. La cámara lo ve tal como es: un hombre bueno con un trabajo imposible. Un padre de familia, un hombre al que le gusta sentarse con los amigos a tomar una cerveza. Habla: no-pueden-tolerarse-zonas-prohibidas los-policías-necesitan-más-protección escudos-antidisturbios-se-incendian. Se refiere al crimen organizado, a los agitadores políticos, a las fábricas de bombas, a las drogas. «Comprendemos que algunos de esos chicos crean tener reivindicaciones justas, pero nosotros no podemos ni queremos ser cabeza de turco de la sociedad.» Animado por las luces y el paciente silencio del objetivo de la cámara, sigue hablando. Estos chicos no saben la suerte que tienen, apunta. Que pregunten a sus parientes y amigos. África, Asia, el Caribe: ahí sí que hay problemas de verdad. Ahí sí que la gente tiene reivindicaciones justas y respetables. Aquí las cosas no están tan mal ni con mucho; aquí no hay matanzas, ni torturas, ni golpes militares. La gente debería valorar lo que tiene antes de exponerse a perderlo.
Éste siempre fue un país pacífico, dice Industriosa raza insular. Detrás de él, la cámara ve camillas, ambulancias, dolor. Ve extrañas formas humanoides que son extraídas de las entrañas del club Cera Caliente, y reconoce efigies de poderosos. El inspector Kinch da la explicación. Ahí abajo los meten en un horno, ellos lo llaman diversión, yo no lo llamaría así. La cámara observa las figuras de cera con repugnancia. ¿No hay en ello un algo de brujería, de canibalismo, de cosa tenebrosa? ¿Se practicaba aquí la magia negral La cámara ve ventanas rotas. Ve arder algo a media distancia: un coche, una tienda. No puede comprender, ni demostrar, lo que se consigue con esto. Esta gente está incendiando sus propias calles. «Corte.» Una tienda de vídeo y televisión muy iluminada. En el escaparate hay siete televisores; la cámara, en su narcisismo delirante, mira la televisión, multiplicando hasta el infinito, durante un instante, las imágenes, que van disminuyendo de tamaño hasta reducirse a un punto. «Corte.» Aquí hay una cara seria, bien iluminada: entrevista en el estudio. La cara habla de delincuentes. Billy el Niño, Ned Kelly: eran hombres que tenían facetas positivas. Los asesinos modernos carecen de esta dimensión heroica, no son más que unos enfermos, unos tarados desprovistos de personalidad, sus crímenes se distinguen por la atención al procedimiento, por la metodología —digamos, el ritual—, y están motivados, quizá, por el afán de notoriedad del insignificante, el deseo de salir del anonimato y convertirse, durante un momento, en estrella. O por una especie de transposición del deseo de muerte: destruirse a sí mismo dando muerte al ser amado. ¿ Y cuál de estos tipos es el Destripador de Abuelas?, le preguntan. ¿Y cuál era Jack? El verdadero criminal, insiste la cara, es la imagen del héroe en negativo. ¿Y estos revoltosos?, le desafían. ¿No estará usted arriesgándose a idealizar, a «legitimizar»? La cara se mueve negativamente y lamenta el materialismo de la juventud moderna. La cara no hablaba del saqueo de las tiendas de aparatos de televisión. ¿Y los viejos criminales, entonces? Butch Cassidy, los hermanos James, el Capitán Moonlight, la banda de los Kelly. Todos robaban, ¿no? Bancos. «Corte.» Más adelante, la cámara volverá al escaparate. Los televisores ya no estarán.
Desde el aire, la cámara observa la entrada del club Cera Caliente. Ahora la policía ha terminado con las figuras de cera y está sacando a personas de carne y hueso. La cámara se aproxima a los arrestados: un albino alto; un hombre con traje de Armani que parece el negativo de De Niro; una muchacha de... —¿cuántos años?, ¿catorce, quince?—, un chico hosco de unos veinte. No se dan nombres; la cámara no conoce estas caras. Poco a poco, no obstante, salen a la luz los hechos. El disc-jockey del club, Sewsunker Ram, alias «Pinkwalla», y el propietario, Mr. John Maslama, serán acusados de narcotráfico en gran escala —crack, azúcar moreno, hachís y cocaína—. El hombre arrestado con ellos, dependiente de la tienda de música «El Buen Viento», propiedad de Maslama, próxima al lugar de los hechos, es dueño de una furgoneta en la que se ha descubierto una cantidad no especificada de «droga dura», así como cintas de vídeo porno. La jovencita se llama Anahita Sufyan, es menor de edad y, al parecer, había bebido copiosamente y, según se insinúa, copulaba con uno por lo menos de los tres arrestados. Tiene antecedentes de absentismo escolar y de asociación con conocidos criminales; evidentemente, se trata de una delincuente. Un periodista iluminado ofrecerá estos bocaditos muchas horas después de los hechos, pero la noticia ya corre por las calles: ¡Pinkwalla!, y el Cera: han destrozado el local, arrasado. Es la guerra.
No obstante, esto —como tantas otras cosas— ocurre en sitios que la cámara no puede ver.
* * *
Gibreel:
avanza como en sueños, porque después de recorrer la ciudad durante días sin comer ni dormir, con la trompeta llamada Azraeel bien guardada en un bolsillo del abrigo, ya no reconoce la diferencia entre los estados de vigilia y de sueño; ahora tiene un atisbo de lo que debe de ser la omnipresencia, porque él avanza por varias historias a la vez; hay un Gibreel que sufre por la traición de Alleluia Cone, y un Gibreel que gravita sobre el lecho de muerte de un Profeta, y un Gibreel que observa en secreto el avance de una peregrinación al mar, esperando el momento de manifestarse, y un Gibreel que siente, cada día con más fuerza, la voluntad del adversario, que le atrae hacia sí, llevándolo hacia el lugar del abrazo final: el adversario astuto e hipócrita que ha adoptado la cara de su amigo, de Saladin, su mejor amigo, para hacer que se confíe y baje la guardia. Y hay un Gibreel que recorre las calles de Londres tratando de comprender la voluntad de Dios.
¿Tiene él que ser agente de la ira de Dios?
¿O de su amor?
¿Él es venganza o es perdón? ¿Debe conservar la trompeta fatal en el bolsillo, o sacarla y tocar?
(Yo no le doy instrucciones. También yo estoy intrigado por su elección, por el resultado de su combate. Personaje contra destino: lucha libre. Si caen lo dos, combate nulo, o el fuera de combate decidirá.)
Gibreel, luchando en sus muchas historias, sigue adelante.
Hay momentos en los que suspira por ella, Alleluia, su solo nombre, una palpitación; pero luego recuerda los diabólicos versos, y ahuyenta su recuerdo. La trompeta que lleva en el bolsillo está pidiendo que la toquen; pero él se contiene. No es el momento. Buscando una clave —¿qué se debe hacer?—, va por las calles de la ciudad.
Por una ventana abierta a la noche ve un televisor. En la pantalla hay una cabeza de mujer, una célebre «presentadora», entrevistada por un no menos célebre y risueño «anfitrión» irlandés. «¿Qué es lo peor que puedes imaginar?» «Oh, yo creo, estoy segura, sería, oh, sí: encontrarme sola en Nochebuena. Tendrías que enfrentarte a ti misma, ¿verdad?, mirarte en un espejo inmisericorde y preguntarte: ¿Esto es todo lo que hay?» Gibreel, solo, sin saber qué día es, sigue andando. En el espejo, a su mismo paso, se acerca el adversario que viene llamándole, abriéndole los brazos.
La ciudad le envía mensajes. Aquí, le dice, es donde el rey holandés decidió residir cuando llegó a esta ciudad hace tres siglos. En aquel entonces esto era el campo, un pueblo situado en la verde campiña inglesa. Pero cuando el rey vino a instalarse, en los campos surgieron plazas de Londres, edificios de ladrillo rojo con almenas holandesas recortándose en el cielo, para que sus cortesanos tuvieran donde vivir. No todos los inmigrantes son gente sin poder, susurran los edificios que aún se mantienen en pie. Ellos imponen sus necesidades en la tierra nueva, traen su propia coherencia al país adoptado, lo imaginan de nuevo. Pero, cuidado, advierte la ciudad. También la incoherencia tiene su momento. Cabalgando por los parques que había elegido para residencia —que él había civilizado—, Guillermo III fue derribado por su caballo, cayó pesadamente en el duro y recalcitrante suelo y se partió la real nuca.
A veces se encuentra entre cadáveres que andan, grandes muchedumbres de muertos que se niegan a reconocer que están acabados, cadáveres rebeldes que siguen comportándose como personas vivientes, que hacen la compra, toman el autobús, flirtean, van a casa a acostarse con su pareja y fuman cigarrillos. Pero si estáis muertos, les grita. Zombies, a la tumba. Ellos hacen caso omiso, o se ríen, o se quedan cortados, o le amenazan con el puño. Él no dice más y se aleja rápidamente.
La ciudad se hace difusa, amorfa. Empieza a ser imposible describir el mundo. Peregrinación, profeta y adversario se funden, se diluyen en la niebla, reaparecen. Lo mismo que ella: Allie, Al-Lat. Ella es el ave enaltecida. La deseada. Ahora lo recuerda: hace tiempo, ella le habló de los poemas de Jumpy. Quiere reunidos en un libro. El artista que se chupa el dedo, con sus ideas infernales. Un libro es producto de un pacto con el diablo, un contrato de Fausto a la inversa, dijo a Allie. El doctor Fausto sacrificó la eternidad a cambio de dos docenas de años de poder; el escritor se resigna a arruinar su vida y obtiene a cambio (eso si tiene suerte), si no la eternidad, por lo menos la posteridad. De uno u otro modo (era la idea de Jumpy) es el diablo el que sale ganando.
¿Qué escribe un poeta? Versos. ¿Qué sonsonete resuena en el cerebro de Gibreel? Versos. ¿Qué le ha partido el corazón? Versos y más versos.
La trompeta, Azraeel, llama desde el bolsillo del abrigo. ¡Sácame de aquí! Sisisí: la Trompeta. Al infierno con todo este lastimoso zafarrancho; hincha los carrillos y tararí-tatí. Venga ya, es la hora del baile.
Qué calor: bochornoso, asfixiante, intolerable. Esto no es el mismo Londres: esta ciudad repugnante. Pista Uno, Mahagonny, Alphaville. Avanza por entre una confusión de lenguas. Babel: contracción del asirio «babilu», «La puerta de Dios». Babilondres.
¿Dónde está?
Sí. Una noche deambula detrás de las catedrales de la Revolución Industrial, las terminales de ferrocarril de Londres Norte. King's Cross, Cruce del Rey, pero rey sin nombre, la torre de St. Pancras, que se cierne sobre uno como murciélago amenazador. Los depósitos de gas rojos y negros, hinchados como gigantescos pulmones de hierro. En el lugar en el que la reina Boadicea cayó en la batalla, ahora Gibreel Farishta pelea consigo mismo.
The Goodsway, pasaje de mercancías; y qué suculentas mercancías las que se ofrecen en los portales y al pie de las farolas de tungsteno, qué exquisiteces las que se ofrecen en el pasaje. Haciendo molinete con el bolso, llamando, con falditas plateadas y medias de malla: mercancía no sólo tierna (edad promedio trece a quince), sino barata. Sus historias son cortas e idénticas: todas tienen niños colocados en algún sitio, todas han sido echadas de casa por unos padres iracundos y puritanos, ninguna es blanca. Chulos con navaja se quedan con el noventa por ciento de lo que ellas ganan. Al fin y al cabo, la mercancía no es más que mercancía, sobre todo si es de baratillo.
Gibreel Farishta, en Goodsway, es llamado desde las sombras y desde las luces, y, al principio, aprieta el paso. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Malditas titis. Pero luego aminora la marcha y se para, al oír que desde las farolas y las sombras llama algo más, una necesidad, una súplica muda, que se esconde bajo las voces chillonas de unas busconas de diez libras. Sus pisadas se hacen más lentas y al fin se detienen. Está prendido en sus deseos. ¿De qué? Ahora se acercan, como peces arrastrados por anzuelos invisibles. Al acercarse, sus andares cambian, sus caderas pierden el contoneo, sus caras empiezan a revelar su verdadera edad a pesar del maquillaje. Cuando llegan donde está él se arrodillan. ¿Quién decís que soy?, pregunta, y quiere agregar: Yo sé cómo os llamáis. Os conocí en otro tiempo y en otro sitio, detrás de una cortina. Erais doce, igual que ahora. Ayesha, Hafsah, Ramlah, Sawdah, Zainab, Zainab, Maimunah, Safia, Juwairiyah, Umm Salamah la Makhzumita, Rehana la Judía, y la hermosa María la Copta. Ellas callan, arrodilladas. Sus deseos le son formulados sin palabras. ¿Qué es un arcángel más que un muñeco? Kathputli, marioneta. Los fieles nos doblegan a su antojo. Nosotros somos fuerzas de la naturaleza y ellos, nuestros amos. O nuestras amas. Le pesan las extremidades, tiene calor y en los oídos un zumbido como de abejas en las tardes de verano. No le costaría nada desmayarse.
No se desmaya.
Se queda quieto entre las niñas arrodilladas, esperando a los chulos.
Y, cuando por fin ellos vienen, él saca y se lleva a los labios su inquieta trompeta: Azraeel, el exterminador.
* * *
Cuando el chorro de fuego ha salido de la boca de su trompeta dorada y consumido a los hombres que se acercaban, envolviéndolos en un capullo de fuego, sin dejar ni los zapatos chisporroteando en la acera, Gibreel comprende.
Echa a andar, dejando atrás la gratitud de las prostitutas, en dirección al barrio de Brickhall, con Azraeel otra vez en su amplio bolsillo. Las cosas empiezan a verse claras.
Él es el arcángel Gibreel, el ángel de la Recitación, que posee el poder de la revelación. Él puede llegar al corazón de los hombres y las mujeres, extraer sus más íntimos deseos y hacerlos realidad. Él es el que otorga deseos, el que sofoca concupiscencias, el que realiza sueños. Él es el genio de la lámpara y su amo es el Roc.
¿Qué deseos, qué imperativos hay en el aire de la noche? Él los aspira. Y asiente, sí, sea. Que haya fuego. Ésta es una ciudad que se ha purificado en las llamas, que ha expiado sus culpas ardiendo hasta los cimientos.
Fuego, lluvia de fuego. «Éste es el juicio de Dios en su cólera —proclama Gibreel Farishta a la noche de tumultos—; que a los hombres se les concedan los deseos de su corazón y que sean consumidos por ellos.»
Casas altas y baratas le rodean. Negro come mierda del blanco, sugieren las paredes con escasa originalidad. Los edificios tienen nombre: «Isandhlwana», «Rorke's Drift». Pero se observa el efecto de una tendencia revisionista, porque dos de los cuatro rascacielos han sido rebautizados y ahora se llaman «Mandela» y «Toussaint l'Ouverture». Las casas están edificadas sobre pilares, y en los espacios muertos que deja el hormigón debajo y entre las casas el viento no para de aullar y los desperdicios se amontonan: cocinas abandonadas, neumáticos de bicicleta deshinchados, puertas astilladas, piernas de muñeca, restos de verduras extraídos de bolsas de plástico por gatos y perros hambrientos, paquetes de comidas preparadas, latas que ruedan, perspectivas de empleo rotas, esperanzas abandonadas, ilusiones perdidas, cóleras desahogadas, rencores acumulados, miedo vomitado y una bañera oxidada. Él permanece inmóvil mientras pequeños grupos de residentes pasan por su lado en distintas direcciones. Algunos (no todos) llevan armas. Palos, botellas, navajas. En todos los grupos hay jóvenes blancos además de negros. Él se lleva la trompeta a los labios y empieza a tocar. Pequeños capullos de fuego saltan sobre el asfalto, y prenden en los enseres y sueños desechados. Hay un montoncito putrefacto de envidia que arde en la oscuridad con llama verde. Los fuegos tienen los colores del arco iris y no todos necesitan combustible. Él sopla con su trompeta las florecitas de fuego que bailan en el asfalto, sin necesidad de materiales combustibles ni de raíces. ¡Ahí va una color de rosa! ¿Qué quedaría bien ahora? Ya sé, una rosa de plata. Y ahora los capullos se agrupan en macizos y estallan, y trepan como enredaderas por los costados de los rascacielos y se extienden hacia los edificios vecinos, formando setos de llamas multicolores. Es como contemplar un jardín luminoso que crece a una velocidad miles de veces superior, un jardín que florece y que se hace selva impenetrable, un jardín de espesas quimeras entrelazadas que, en su versión incandescente, rivalizan con el espino que, en otro cuento, hace mucho tiempo, envolvió el palacio de la Bella Durmiente.
Pero aquí no hay bella que duerma en su interior. Aquí está Gibreel Farishta, que camina por un mundo de fuego. En la High Street, ve casas construidas de llamas, con paredes de fuego, y cortinas de llamas colgando de sus ventanas. Y hay hombres y mujeres de cara encendida que pasean, corren y dan vueltas alrededor de él, vestidos con trajes de fuego. La calle está al rojo vivo, se licua, es un río color de sangre. Todo, todo está ardiendo mientras él sopla su alegre trompeta, dando a la gente lo que quiere: el pelo y los dientes de la ciudadanía están humeantes y rojos, el cristal arde y los pájaros pasan volando con alas llameantes.
El adversario está muy cerca. El adversario es un imán, es el ojo de un tornado, el centro irresistible de un agujero negro; su fuerza de gravedad crea un horizonte de evento del que ni Gibreel ni la luz pueden escapar. Por aquí, dice el adversario. Estoy aquí.
No es un palacio, sino sólo un café. Y, en las habitaciones de encima, una pensión para dormir y desayuno. No una princesa dormida, sino una mujer amargada, asfixiada por el humo, yace inconsciente, y a su lado, junto a la cama, en el suelo, también inconsciente, su marido, Sufyan, que ha estado en La Meca y fue maestro de escuela. Mientras, en otros puntos del incendiado Shaandaar, gentes sin rostro están en las ventanas, agitando los brazos para pedir auxilio, ya que no pueden gritar (no tienen boca).
El adversario: ¡por ahí resopla!
Silueteado sobre las llamas del Shaandaar Café, ahí está el hombre.
Azraeel salta espontáneamente a la mano de Farishta.
Hasta un arcángel puede tener una revelación, y cuando, durante un fugacísimo instante, Gibreel mira a los ojos a Saladin Chamcha, entonces, en aquel momento breve e infinito, el velo se rasga ante sus ojos: se ve a sí mismo caminando con Chamcha por Brickhall Fields, revelando, en su exaltación, los más íntimos secretos de sus noches con Alleluia Cone, los mismos secretos que, después, cuchichearían por teléfono multitud de voces aviesas bajo las que Gibreel descubre ahora el talento único del adversario, grave y agudo, insultante y lisonjero, impertinente y reservado, prosaico, ¡sí!, y poético. Y ahora, por fin, Gibreel Farishta advierte por vez . primera que el adversario no simplemente ha adoptado las facciones de Chamcha como un disfraz; no se trata de un caso de posesión paranormal, de robo de un cuerpo por un invasor infernal; en suma, que la maldad no es ajena a Saladin, sino que brota de algún rincón de su propia y verdadera naturaleza, que ha estado extendiéndose por su cuerpo como un cáncer, borrando lo que tenía de bueno, asfixiando su espíritu, y haciendo estas cosas con fintas y regates, simulando retroceder a veces; mientras en realidad, bajo la ilusión de la remisión, escudándose en ella, por así decir, seguía extendiéndose perniciosamente; y ahora, sin duda, lo ha llenado; ahora no queda de Saladin nada más que esto: el tenebroso fuego de la maldad en su alma, que le consume tan totalmente como el otro fuego, multicolor e imparable, devora la ciudad tumultuosa. Verdaderamente, éstas son «llamas horrendas, perversas, repugnantes, no las buenas llamas de un fuego corriente».
El fuego es un arco que cruza el cielo. Saladin Chamcha, que también es el compa, mi viejo Chumch, ha desaparecido por la puerta del Shaandaar Café. Éste es el núcleo del agujero negro; el horizonte se cierra en torno a él, todas las demás posibilidades se desvanecen, el universo se reduce a este punto solitario e irresistible. Con un fuerte trompetazo, Gibreel se precipita por la puerta abierta.
* * *
El edificio que ocupaba el Consejo para las Relaciones con las Comunidades en Brickhall era un monstruo de ladrillo púrpura de una sola planta, con ventanas a prueba de balas, una especie de búnker, engendro de los años sesenta, época en la que estas líneas se consideraban elegantes. No era fácil entrar en este edificio; la puerta estaba provista de teléfono y se abría a un estrecho corredor que recorría todo un costado del edificio y acababa en otra puerta, también con cerradura de seguridad. Había, además, alarma antirrobo.
La alarma, según se supo después, había sido desconectada, probablemente, por las dos personas, un hombre y una mujer, que habían entrado utilizando una llave. Oficialmente se insinuó que estas dos personas iban a realizar un acto de sabotaje, una operación «desde dentro», ya que una de ellas, la mujer muerta, trabajaba para la organización que tenía aquí su sede. Los móviles del crimen eran oscuros y, puesto que los malhechores habían muerto en el incendio, era difícil que llegaran a saberse. Un «fin en sí mismo» era, no obstante, la explicación más probable.
Un caso trágico; la mujer estaba en avanzado estado de gestación.
El inspector Stephen Kinch, al hacer estas declaraciones, hizo una «asociación» entre el incendio del CRC de Brickhall y el del Shaandaar Café, donde la otra víctima, el hombre, se hospedaba con carácter semipermanente. Era posible que el hombre fuera el verdadero incendiario y la mujer, que era su amante, aunque todavía casada y cohabitando con otro hombre, fuera engañada. No se descartaban los móviles políticos, ya que ambos eran conocidos por sus opiniones radicales, si bien eran tan turbias las aguas de los grupúsculos de extrema izquierda que frecuentaban, que sería difícil sacar una idea clara de cuáles pudieran ser tales móviles. También era posible que los dos crímenes, aunque cometidos por el mismo hombre, tuvieran diferente motivación. Probablememte, el hombre era el ejecutor contratado que incendió el Shaandaar para cobrar el seguro, a instancias de los difuntos propietarios y pegando fuego al CRC a instancias de su amante, quizá por alguna venganza de orden interno.
Que el incendio del CRC había sido provocado era evidente. Se había vertido gasolina sobre las mesas, papeles y cortinas. «Muchas personas no tienen idea de la rapidez con que se propaga un incendio con gasolina —dijo el inspector Kinch a los periodistas que tomaban nota. Los cuerpos, que estaban tan calcinados que fue preciso recurrir a las radiografías dentales para su identificación, se hallaban en el cuarto de la fotocopiadora—. Es todo lo que tenemos.» Fin.
Yo tengo algo más.
En cualquier caso, tengo preguntas. Por ejemplo, sobre una furgoneta Mercedes azul sin identificación que siguió al camión de Walcott Roberts y, después, al MG de Pamela Chamcha. Sobre los hombres que bajaron de esta furgoneta con la cara cubierta por caretas de calavera e irrumpieron en las oficinas de la CRC en el momento en que Pamela abría la puerta exterior. Sobre lo que ocurrió realmente dentro de las oficinas, porque el ladrillo púrpura y el cristal a prueba de balas no pueden ser atravesados fácilmente por el ojo humano. Y, finalmente, sobre el paradero de una carpeta de plástico rojo y los documentos que contenía.
¿Inspector Kinch? ¿Está usted ahí?
No. Se marchó. No tiene respuestas para mí.
* * *
Aquí está Mr. Saladin Chamcha, con su abrigo de piel de camello con cuello de seda, corriendo por la High Street como un pequeño maleante. El mismo terrible Mr. Chamcha que acaba de pasar la velada en compañía de una desesperada Alleluia Cone, sin un ápice de remordimiento. «Yo bajo la mirada a sus pies —dijo Otelo refiriéndose a Yago—, pero eso es una fábula.» Tampoco Chamcha es ya fabuloso; su humanidad es explicación suficiente de su acto. Él ha destruido aquello que no es ni puede ser; se ha vengado, pagando traición con traición; y lo ha hecho explotando la debilidad de su enemigo, lastimando su talón desprotegido. Hay en esto cierta satisfacción. No obstante, aquí tenemos a Mr. Chamcha corriendo. El mundo está lleno de cólera y de acción. Las cosas están en el fiel. Un edificio arde.
Pumba, hace el corazón. Pumba, pumba, patoom.
Ahora ve el Shaandaar ardiendo; y se para patinando un poco. Tiene una opresión en el pecho —¡patoomba!— y le duele el brazo izquierdo. No se da cuenta; está mirando el edificio en llamas.
Y ve a Gibreel Farishta.
Y da media vuelta; y entra corriendo.
«¡Mishal! ¡Sufyan! ¡Hind!», grita el malvado Mr. Chamcha. La planta baja no arde todavía. Abre la puerta de la escalera y un aire candente y fétido le hace retroceder. El aliento del dragón, piensa. El rellano está ardiendo; las láminas de fuego llegan hasta el techo. Imposible avanzar.
«¿Hay alguien? —grita Saladin Chamcha—. ¿Hay alguien ahí?» Pero el dragón ruge más de lo que él puede gritar.
Algo invisible le da un puntapié en el pecho y le tira de espaldas, al suelo del café, entre las mesas vacías. Boom, retumba el corazón. Toma esto. Y esto.
Encima de su cabeza suena un ruido como una carrera de un billón de ratas, roedores espectrales tras de un flautista fantasmal. Levanta la mirada. El techo está ardiendo. Entonces se da cuenta de que no puede levantarse. Ve que una parte del techo se desprende y ve el trozo de viga que cae hacia él. Cruza los brazos en débil autodefensa.
La viga lo aprisiona contra el suelo rompiéndole los dos brazos. El pecho es un dolor. El mundo se aleja. Le cuesta respirar. No puede hablar. Es el Hombre de las Mil Voces y no le queda ni una sola.
Gibreel Farishta, con Azraeel en la mano, entra en el Shaandaar Café.
* * *
¿Qué pasa cuando ganas?
Cuando tus enemigos están a tu merced, ¿qué harás entonces? El pacto es la tentación de los débiles; ésta es la prueba de los fuertes. «Compa —Gibreel mira al caído moviendo la cabeza—. Bien me engañaste, míster; en serio, eres un tipo de cuidado.» Y Chamcha, al ver lo que hay en los ojos de Gibreel, no puede negar el conocimiento que observa en ellos. «¿Qu..?» empieza, pero desiste. ¿Qué piensas hacer ahora? Empieza a caer fuego alrededor de ellos: una lluvia dorada que sisea. «¿Qué harías tú? —pregunta Gibreel, y luego descarta la pregunta con un ademán—. Una pregunta idiota. También podrías preguntar ¿qué te hizo entrar aquí? Es una idiotez. La gente, ¿eh, compa? Unos chalados, eso.»
Hay charcos de fuego alrededor de ellos. Muy pronto estarán rodeados, encallados en una isla provisional entre este mar mortífero. Chamcha siente otra coz en el pecho y se convulsiona violentamente. Amenazado por tres muertes —el fuego, «causas naturales» y Gibreel—, hace desesperados esfuerzos para hablar, pero sólo puede gruñir. «Pr.Na.Mm.» Perdóname. «Tn. Pda.» Ten piedad. Las mesas están ardiendo. Caen más vigas. Gibreel parece haber caído en trance. Vagamente, repite: «Malditas estupideces.»
¿Es posible que la maldad nunca sea total, que su triunfo, por arrollador que parezca, nunca sea absoluto?
Consideremos el caso del caído. Este hombre se propuso fríamente hacer perder la razón a un semejante; y, para conseguirlo, explotó a una mujer intachable, impulsado, por lo menos en parte, por un deseo imposible de mirón degenerado. Sin embargo, este mismo hombre, sin vacilar apenas, se ha jugado la vida en una temeraria tentativa de salvamento.
¿Qué significa esto?
El fuego ha cerrado el cerco en torno a los dos hombres, y todo está lleno de humo. En cuestión de segundos habrán perdido el conocimiento. Hay preguntas más urgentes que las que hacen referencia a las estupideces.
¿Qué elección hará Farishta?
¿Tiene elección?
Gibreel deja caer la trompeta: se inclina; libera a Saladin de la viga que lo aprisionaba, y lo levanta en brazos. Chamcha, con varias costillas rotas, además de los brazos, gime débilmente, emitiendo el mismo sonido que el creacionista Dumsday antes de que le arreglaran la lengua con la mejor tajada del cuarto trasero. «Yi. Ta.» Ya es tarde. Una lengua de fuego le lame el dobladillo del abrigo. Un humo negro y acre llena todo el espacio, penetrando hasta detrás de sus ojos, dejándole los oídos sordos, taponándole la nariz y los pulmones. Pero ahora Gibreel Farishta empieza a soplar suavemente: es una exhalación continua de extraordinaria duración, y su aliento, dirigido hacia la puerta, corta el fuego y el humo como un cuchillo; y Saladin Chamcha, que jadea y desfallece, con una mula dentro del pecho, cree ver —pero después nunca podrá estar seguro de que lo vio realmente—, cree ver cómo el fuego se retira delante de ellos como el mar rojo en el que se ha convertido, y el humo se retira también, como una cortina o como un velo; hasta que ante ellos se abre un camino despejado hasta la puerta; y entonces Gibreel Farishta empieza a andar rápidamente, portando a Saladin por el camino del perdón hacia el aire cálido de la noche; de manera que, en una noche en la que la ciudad está en guerra, una noche cargada de hostilidad y de rabia, se produce esta pequeña victoria redentora del amor.
* * *
Conclusiones.
Cuando ellos salen, Mishal Sufyan está delante del Shaandaar llorando por sus padres, consolada por Hanif. Ahora el que se desmaya es Gibreel; y, con Saladin todavía en brazos, pierde el conocimiento y cae a los pies de Mishal.
Ahora Mishal y Hanif están en una ambulancia con los dos hombres desmayados. A Chamcha le han puesto una mascarilla de oxígeno. Gibreel, que no tiene nada más que agotamiento, habla dormido: es una cháchara delirante acerca de una trompeta mágica y del fuego que él extraía como si fuese música. Y Mishal, que recuerda a Chamcha de demonio y ahora acepta la posibilidad de muchas cosas, pregunta: «¿Tú crees...?» Pero Hanif es tajante, categórico. «Ni hablar. Es Gibreel Farishta, el actor. ¿Es que no lo has reconocido? El pobre estará soñando con alguna escena de película.” Mishal insiste. «Pero, Hanif...», y él responde, recalcando las sílabas con énfasis, pero cariñosamente, porque, al fin y al cabo, ella acaba de quedar huérfana: «Lo que esta noche ha ocurrido en Brickhall es un fenómeno sociopolítico. No debemos dejarnos arrastrar por un misticismo trasnochado. Estamos hablando de Historia: un hecho de la Historia de Inglaterra. Del proceso de cambio.»
De repente, la voz de Gibreel cambia, y el tema también. Habla de peregrinos, y de un niño muerto, y dice: igual que en Los Diez Mandamientos, y de una mansión que se desmorona, y de un árbol; porque ahora, después del fuego purificador, tiene el último de sus sueños seriados; y Hanif dice: «Escucha eso, Mishu, cariño. Todo es fantasía, nada más.» La rodea con el brazo y le da un beso en la mejilla, sujetándola con fuerza. Quédate a mi lado. El mundo es real. Tenemos que vivir en él; tenemos que vivir aquí, tenemos que vivir.
Y entonces Gibreel Farishta, dormido todavía, grita con todas sus fuerzas:
«¡Mishal! ¡Vuelve! ¡No ocurre nada! Mishal, por Dios; da media vuelta, vuelve, vuelve.»
VIII
LA RETIRADA
DEL MAR DE ARABIA
Srinivas, el comerciante en juguetes, de vez en cuando amenazaba a su esposa e hijos diciendo que un día, cuando se cansara del mundo material, lo abandonaría todo, incluido su nombre, y se haría sanyasi y que iría de pueblo en pueblo pidiendo limosna con una escudilla y un cayado. La señora Srinivas no se impresionaba por estas amenazas, porque sabía que su orondo y jovial marido gustaba de ser considerado un hombre devoto y también un poquito aventurero (¿no se había empeñado en hacer aquel absurdo y espeluznante vuelo por el Gran Cañón cuando estuvieron en Amrika años atrás?), y la idea de convertirse en un santón mendicante satisfacía ambas aspiraciones. Y cuando ella veía el vasto trasero de su esposo bien encajado en un sillón en el porche delantero, contemplando el mundo a través de una robusta tela metálica; o cuando le veía jugar con Minoo, la menor de sus hijas, que tenía cinco años; o cuando observaba que su apetito, lejos de disminuir a proporciones de escudilla, aumentaba apaciblemente a medida que pasaban los años, la señora Srinivas fruncía los labios, adoptaba el aire despreocupado de una belleza cinematográfica (aunque poseía unas carnes tan abundantes y temblonas como las de su marido) y entraba en casa silbando. Por ello, cuando encontró el sillón vacío y el vaso de zumo de lima sin terminar en uno de sus brazos, se quedó atónita. A decir verdad, ni el propio Srinivas llegó a explicarse qué le hizo abandonar su cómodo porche aquella mañana y acercarse a ver la llegada de los vecinos de Titlipur. Los chiquillos de la calle, que lo sabían todo una hora antes de que ocurriera, anunciaban la llegada de una extraña procesión que venía con bultos y carretas por el camino de las patatas en dirección a la carretera principal, conducida por una muchacha de pelo plateado y con grandes nubes de mariposas volando sobre sus cabezas, y seguida de Mirza Saeed Akhtar en un «combi» Mercedes-Benz verde aceituna, con una cara como si se le hubiera atragantado un hueso de mango.
Chatnapatna, a pesar de sus silos de patatas y sus famosas fábricas de juguetes, no era tan grande como para que la llegada de ciento cincuenta personas pudiera pasar inadvertida. Poco antes de que llegara la procesión, Srinivas había recibido a una delegación de trabajadores que pedían permiso para detener la fabricación durante un par de horas, a fin de ir a ver el acontecimiento. Él, pensando que de todos modos se marcharían, accedió. Pero personalmente permaneció algún tiempo tercamente plantado en su porche, tratando de fingir que las mariposas de la excitación no habían empezado a revolotear en su amplio abdomen. Después, confesaría a Mishal Akhtar: «Fue un presentimiento. ¿Qué puedo decir? Yo sabía que todos vosotros no veníais sólo a merendar. Ella venía a buscarme.»
Titlipur llegó a Chatnapatna entre una algarabía de llantos y gritos de niños, quejidos de ancianos y chistes amargos de Osman, el del toro bum-bum, por el que Srinivas no sentía la menor simpatía. Luego, los chiquillos de la calle informaron al rey de los juguetes que entre los viajeros estaban la esposa y la suegra de Mirza Saeed, zamindar de Titlipur, y que venían andando, como los campesinos, vestida con pijama de algodón, sin alhajas. Fue entonces cuando Srinivas, caminando pesadamente, se acercó al parador del camino en torno al que se apiñaban los peregrinos de Titlipur, entre los que se repartía parathas y bhurta de patata. Srinivas llegó al mismo tiempo que el jeep de la policía de Chatnapatna. El inspector estaba de pie sobre el asiento al lado del conductor y gritaba por un megáfono que pensaba tomar medidas severas contra esta marcha «comunal» si no se dispersaba inmediatamente. Cuestión de hindúes y musulmanes, pensó Srinivas; malo, malo.
La policía trataba la peregrinación como una especie de demostración sectaria, pero cuando Mirza Saeed Akhtar se adelantó y expuso el caso al inspector, éste se sintió desconcertado. A Sri Srinivas, un brahmán, evidentemente, no se le habría pasado por la imaginación hacer una peregrinación a La Meca, pero quedó impresionado. Se abrió paso entre la multitud para oír lo que decía el zamindar: «Y es propósito de esta buena gente llegar hasta el mar de Arabia, convencidos de que las aguas se retirarán para que ellos puedan cruzar.» La voz de Mirza Saeed era débil y el inspector, jefe del puesto de Chatnapatna, no quedó convencido. «¿Lo cree realmente, ji?» Mirza Saeed dijo: «Yo no. Pero ellos lo creen ciegamente. Yo trataré de disuadirles antes de que ocurra algo grave.» El jefe de Policía, todo correajes, bigotes y autosuficiencia, movió la cabeza. «Pero ¿cómo quiere que yo permita que se congreguen en la calle tantos individuos? Pueden inflamarse los ánimos y producirse incidentes.» En aquel momento, la muchedumbre se retiró hacia los lados y Srinivas vio por primera vez la figura fantástica de la muchacha vestida enteramente de mariposas con una melena como la nieve que le llegaba hasta los tobillos. «Arré deo —exclamó—. ¿Eres tú, Ayesha? —Y agregó, estúpidamente—: ¿Dónde están mis muñecos de Planificación Familiar?»
Sus palabras cayeron en el vacío; todos miraban a Ayesha, que se acercaba al arrogante jefe de Policía. Ella no dijo nada, sólo sonrió moviendo afirmativamente la cabeza, y él pareció quedarse con veinte años menos y, con el acento de un niño de diez u once años, dijo: «Está bien, está bien, mausi. Perdona, ma. No quise ofender. Discúlpame, te lo ruego.» Y aquí terminaron los problemas con la policía. Después, por la tarde, a la hora de más calor, un grupo de jóvenes hindúes de la ciudad empezaron a arrojar piedras desde los tejados de edificios próximos, y el jefe de Policía los mandó al calabozo antes de dos minutos.
«Ayesha, hija —dijo Srinivas, hablando al vacío—, ¿qué demonios te ha pasado?»
Durante las horas de calor, los peregrinos descansaban aprovechando las sombras que buenamente encontraban. Srinivas deambulaba entre ellos como en sueños, profundamente conmovido, seguro de que, inexplicamente, su vida había llegado a una encrucijada. Constantemente buscaba con la mirada la figura transformada de Ayesha, la vidente, que descansaba a la sombra de un pipal en compañía de Mishal Akhtar, de su madre, Mrs. Qureishi y del enamorado Osman con su toro. Al fin, Srinivas se tropezó con el zamindar Mirza Saeed, que estaba tendido en el asiento trasero de su Mercedes-Benz, despierto y atormentado. Srinivas se dirigió a él hablándole con humilde perplejidad. «Sethji, ¿tú no crees en la muchacha?»
«Srinivas —respondió Mira Saeed incorporándose—, nosotros somos hombres modernos. Nosotros sabemos, por ejemplo, que los viejos se mueren en los viajes largos, que Dios no cura el cáncer y que los mares no se abren. Nosotros tenemos que poner fin a esta estupidez. Ven conmigo, en el coche hay sitio de sobra. Quizá puedas ayudarme a disuadir a esta gente; Ayesha te está agradecida, quizás a ti te escuche.»
«¿Ir en el coche? —Srinivas se sentía indefenso, como si unas fuertes manos le agarraran de las extremidades—. Pero yo tengo mi negocio.»
«Para muchos de los nuestros, ésta es una misión suicida —insistió Mirza Saeed—. Necesito ayuda. Naturalmente, podría pagarte.»
«El dinero no importa. —Srinivas retrocedió, ofendido—. Perdona, Sethji, pero tengo que pensarlo.»
«¿Pero no te das cuenta? —gritó Mirza Saeed mientras Srinivas se alejaba—. Tú y yo no somos gente corriente. ¡El bhai-bhai hindú-musulman! Nosotros podemos abrir un frente secular contra esta farsa.»
Srinivas volvió. «Es que yo soy creyente —protestó—. Tengo en la pared el cuadro de la diosa Lakshmi.»
«La riqueza es una diosa excelente para un comerciante», dijo Mirza Saeed.
«Y también la tengo en el corazón», agregó Srinivas. Mirza Saeed se impacientó. «Las diosas, por mi vida. Hasta vuestros filósofos reconocen que no son más que conceptos abstractos. Encarnaciones del shakti que, en sí, es una idea abstracta: la fuerza dinámica de los dioses.»
El comerciante en juguetes miraba a Ayesha dormida bajo su colcha de mariposas. «Yo no soy filósofo, Sethji», dijo. Ni dijo que que el corazón le había dado un vuelco al darse cuenta de que la muchacha dormida y la diosa del calendario de la pared de su fábrica tenían idéntica cara.
* * *
Cuando la peregrinación salió de la ciudad, Srinivas se fue con ella, haciendo oídos sordos a las súplicas de su esposa que, con el pelo revuelto, blandía a la pequeña Minoo en la cara de su marido. Srinivas dijo a Ayesha que, si bien él no deseaba ir a La Meca, sentía el deseo de acompañarla un trecho, quizás hasta la orilla del mar.
Cuando Srinivas se unió a los vecinos de Titlipur y acomodó el paso al del hombre que iba a su lado, observó, perplejo e intimidado, la inmensa nube de mariposas que, como una sombrilla gigantesca, protegía del sol a los peregrinos. Era como si las mariposas de Titlipur hubieran asumido las funciones del gran árbol. Después profirió un grito de temor, asombro y placer, porque unas cuantas docenas de aquellas criaturas con alas de camaleón se habían posado en sus hombros y, al instante, habían adquirido el exacto tono escarlata de su camisa. Entonces reconoció al hombre que iba a su lado: era el sarpanch Muhammad Din, que había preferido no caminar en cabeza. Él y Khadija, su esposa, caminaban con alegría, a pesar de su avanzada edad, y cuando Muhammad Din vio la bendición lepidóptera que se posaba sobre el comerciante de juguetes, le tomó de la mano.
* * *
Era evidente que las lluvias no llegarían. Hileras de reses flacas emigraban por los campos, en busca de agua. El amor es agua, habían escrito con cal en la pared de ladrillo de una fábrica de motocicletas. Por el camino se encontraron con otras familias que se dirigían al Sur con la vida en un hato cargado sobre el lomo de un asno moribundo, y también ellas iban en busca del agua. «Pero no maldita agua salada —gritó Mirza Saeed a los peregrinos de Titlipur—. ¡Ellos no buscan un mar que se divida en dos! Ellos quieren vivir, y vosotros, locos, queréis morir.» Los buitres se agrupaban junto a la carretera para ver desfilar a los peregrinos.
Mirza Saeed pasó las primeras semanas de la peregrinación al mar de Arabia en un estado de permanente agitación histérica. Se viajaba por la mañana y al atardecer, y entonces Saeed saltaba de su coche para suplicar a su esposa moribunda. «Sé sensata, Mishu. Eres una enferma. Por lo menos, échate en el coche, deja que te friccione los pies.» Pero ella se negaba, y su madre le ahuyentaba. «Mira, Saeed, con tu actitud negativa deprimes a cualquiera. Vete a beber tu batido de coke en tu vehículo refrigerado y déjanos en paz a los yatris.» Después de la primera semana, el vehículo refrigerado se quedó sin chófer. El mecánico de Mirza Saeed presentó la dimisión y se unió a los caminantes, por lo que el zamindar se vio obligado a sentarse al volante. Después de aquello, cada vez que le acometía la ansiedad, tenía que parar el coche, aparcar y correr alocadamente adelante y atrás entre los peregrinos, amenazando, suplicando y ofreciendo sobornos. Por lo menos una vez al día maldecía a Ayesha en su propia cara por haber destrozado su vida, pero nunca podía seguir apostrofándola mucho rato, porque cada vez que la miraba la deseaba tanto que se sentía avergonzado. El cáncer había empezado a volver gris la piel de Mishal, y también Mrs. Qureishi empezaba a estropearse; sus aires mundanos se habían desintegrado y tenía grandes ampollas en los pies. Pero rechazaba rotundamente los ofrecimientos de Saeed de llevarla en el coche. El hechizo que Ayesha había lanzado sobre los peregrinos conservaba toda su fuerza. Y al final de aquellas incursiones al centro de la peregrinación, Mirza Saeed, sudoroso y mareado por el calor y la creciente desesperación, advertía que los caminantes habían dejado atrás el coche, y él tenía que trotar hasta él solo y contrariado. Un día, al volver al coche, vio que la cáscara de un coco arrojada desde un autobús le había roto el parabrisas dejándolo como una telaraña cuajada de moscas plateadas. Tuvo que sacar a golpes los fragmentos del parabrisas, que parecían reírse de él al caer en la carretera y en el interior del coche, como si le hablaran de la fugacidad y futilidad de las posesiones materiales; pero el hombre secular vive en el mundo material, y Mirza Saeed no estaba dispuesto a romperse tan fácilmente como un parabrisas. Por la noche se acostaba en una esterilla al lado de su esposa, bajo las estrellas, al borde de la carretera. Cuando le refirió lo de la rotura del coche, ella le ofreció flaco consuelo. «Es una señal —le dijo—. Abandona el coche y únete a nosotros.»
«¿Abandonar un Mercedes-Benz?», aulló Saeed con verdadero horror.
«¿Por qué no? —repuso Mishal con su voz gris y cansada—. No haces más que hablar de la ruina total. Entonces, ¿qué importa un Mercedes más o menos?»
«No lo entiendes —sollozó Saeed—. Nadie me entiende.»
Gibreel soñó con una sequía:
La tierra se amarronaba bajo los cielos sin lluvia. Cadáveres de autobuses y antiguos monumentos se pudrían en los campos con las cosechas. Mirza, desde el coche, por el hueco del parabrisas destrozado, veía llegar la calamidad: asnos silvestres que copulaban cansinamente y se desplomaban, unidos, en medio de la carretera; árboles que, por efecto de la erosión, mostraban unas raíces que parecían garras de madera que escarbaran la tierra en busca de agua; los campesinos, obligados a trabajar para el Estado en calidad de peones, construían un aljibe al lado de la carretera, un depósito vacío para un agua que no caía. Míseras vidas que se agotaban al borde del camino: una mujer con un hato que se dirigía hacia una tienda de palo y andrajos, una muchacha condenada a restregar, día tras día, este puchero, esta sartén, en un parcela de polvo inmundo. «¿Estas vidas valen tanto como las nuestras? —se preguntaba Mirza Saeed Akhtar—. ¿Tanto como la mía? ¿Como la de Mishal? Qué poco han experimentado, qué poco tienen para alimentar el alma.» Un hombre con dhoti y un pugri amarillo suelto estaba encaramado a un mojón, como un pájaro, con un pie en una rodilla y una mano bajo un codo, fumando un biri. Cuando Mirza Saeed Akhtar pasaba por delante de él, el hombre escupió y alcanzó en la cara al zamindar.
La peregrinación avanzaba despacio, tres horas de camino por la mañana, tres más después del calor, caminando al paso del más lento de los peregrinos, sujeta a infinitos retrasos, enfermedades de los niños, acoso de las autoridades, una rueda que se desprendía de una de las carretas; tres kilómetros al día, cuando más, doscientos veinte kilómetros hasta el mar, aproximadamente once semanas de viaje. La primera muerte se produjo al decimoctavo día. Khadija, la vieja atolondrada que durante medio siglo fuera la esposa satisfecha del satisfecho sarpanch Muhammad Din, vio en sueños a un arcángel. «Gibreel —susurró—, ¿eres tú?»
«No —respondió la aparición—. Yo soy Azraeel, el del trabajo antipático. Perdón por la desilusión.»
A la mañana siguiente, ella siguió con la peregrinación, sin decir nada a su marido de la visión. Al cabo de dos horas llegaron a las ruinas de uno de los paradores para viajeros que los mogoles, en tiempos remotos, habían levantado a intervalos de cinco millas junto a la carretera. Cuando Khadija vio la ruina no sabía nada de su pasado, de los viajeros a los que se había robado mientras dormían, etcétera, pero comprendió su presente utilidad. «Tengo que entrar a descansar», dijo al sarpanch, que protestaba: «¡Pero la marcha...!» «No te aflijas —dijo ella suavemente—. Ya los alcanzarás.»
Se tumbó entre las ruinas, con la cabeza apoyada en una piedra lisa que le había encontrado el sarpanch. El anciano lloraba, pero no sirvió de nada, porque antes de un minuto ella había muerto. Él fue corriendo hacia los caminantes y se encaró con Ayesha, furioso: «Nunca debí escucharte —le dijo—. Y ahora has matado a mi mujer.»
La marcha se detuvo. Mirza Saeed Akhtar, creyendo advertir una oportunidad, insistió con vehemencia en que había que llevar a Khadija a un cementerio musulmán. Pero Ayesha se opuso. «El arcángel nos ordenó que fuéramos directamente al mar, sin desviaciones ni rodeos.» Mirza Saeed apeló a los peregrinos. «Es la amada esposa de vuestro sarpanch —gritó—. ¿Vais a meterla en un agujero junto al camino?»
Cuando los vecinos de Titlipur acordaron que Khadija fuera enterrada inmediatamente, Saeed no podía dar crédito a sus oídos. Entonces comprendió que la fuerza que los movía era más grande de lo que él sospechara: incluso el afligido sarpanch accedió. Khadija fue enterrada en el ángulo de un campo yermo, bajo las ruinas del viejo parador.
Sin embargo, al día siguiente, Mirza Saeed advirtió que el sarpanch se había separado de la peregrinación y marchaba rezagado, desconsolado e hiposo. Saeed saltó del Mercedes y corrió hacia Ayesha a hacer otra escena. «¡Monstruo! —le gritó—. ¡Monstruo sin corazón! ¿Por qué trajiste a la anciana a morir aquí?» Ella hizo como si no le oyera, pero cuando Saeed volvía al coche, el sarpanch se le acercó y le dijo: «Nosotros éramos pobres. Sabíamos que nunca podríamos ir a Mecca Sharif hasta que ella nos convenció. Ella nos convenció, y ahora mira el resultado de su acción.»
Ayesha, la kahin, llamó al sarpanch, pero no le ofreció ni una palabra de consuelo. «Fortalece tu fe —le reconvino—. Quien muere durante la gran peregrinación tiene segura la entrada en el Paraíso. Tu esposa se encuentra entre los ángeles y las flores. ¿Qué motivos tienes para llorar?»
Aquella noche, el sarpanch Muhammad Din se acercó a Mirza Saeed, que estaba sentado junto a una pequeña hoguera. «Perdona, Sethji —dijo—. ¿Podría ir en tu coche, tal como me ofreciste un día?»
Reacio a abandonar del todo el proyecto por el que su esposa había muerto, incapaz de mantener la fe absoluta que el proyecto requería, Muhammad Din se subió al vehículo combinable del escepticismo. «Mi primer converso», se felicitó Mirza Saeed.
* * *
A la cuarta semana, la deserción del sarpanch Muhammad Din empezó a surtir efecto. Viajaba en la parte trasera del Mercedes como si él fuera el zamindar y Mirza Saeed el chófer, y poco a poco la tapicería de piel y el acondicionador de aire y el mueble-bar y los cristales de espejo accionados eléctricamente empezaron a infundirle un gesto altivo; su nariz se elevaba y su rostro adquiría la expresión arrogante del que puede ver sin ser visto. Mirza Saeed, al volante, sentía cómo los ojos y la nariz se le llenaban del polvo que entraba por el hueco del parabrisas, pero, a pesar de la incomodidad, se sentía más animado que antes. Ahora, al término de cada jornada, un grupo de peregrinos se congregaban alrededor del Mercedes-Benz, con su estrella rutilante, y Mirza Saeed trataba de infundirles sentido común mientras ellos observaban cómo el sarpanch Muhammad Din subía y bajaba los cristales de espejo de manera que veían, alternativamente, la cara de él y las suyas propias. La presencia del sarpanch en el Mercedes daba nueva fuerza a las palabras de Mirza Saeed. Ayesha no hacía nada por apartar de allí a los peregrinos, y hasta el momento su confianza parecía justificada, porque no había nuevas deserciones. Pero Saeed vio que miraba repetidamente en dirección a él, y, tanto si era una visionaria como si no, Mirza Saeed hubiera apostado un buen dinero a que aquellas eran las miradas impacientes de una muchacha que no estaba segura de conseguir lo que se proponía.
Y entonces Ayesha desapareció.
Se fue durante la hora de la siesta y no reapareció hasta un día y medio después, cuando entre los peregrinos ya reinaba el caos —ella supo siempre atraer la atención del público, reconoció Saeed—, caminando por los campos cubiertos de polvo, y esta vez en su pelo plateado había vetas de oro, y sus cejas también eran doradas. Llamó a los peregrinos y les dijo que el arcángel estaba descontento porque los vecinos de Titlipur habían caído en la duda precisamente por la subida de una mártir al Paraíso. Les advirtió que el arcángel estaba pensando seriamente en retirar su ofrecimiento de dividir las aguas, «de manera que al llegar al mar de Arabia sólo conseguiréis un baño de agua salada, antes de regresar a los campos de patatas abandonados en los que no volverá a caer la lluvia». Los peregrinos estaban consternados. «No; no puede ser —suplicaban—. Bibiji, perdónanos.» Era la primera vez que utilizaban el nombre de la santa para dirigirse a la muchacha que los guiaba con un absolutismo que empezaba a asustarles tanto como les impresionaba. Después de la reprimenda, el sarpanch y Mirza Saeed se quedaron solos en el Mercedes. «Segundo asalto para el arcángel», pensó Mirza Saeed.
* * *
A la quinta semana, la salud de la mayoría de los peregrinos más viejos se había deteriorado considerablemente, las provisiones escaseaban, se hacía difícil encontrar agua y a los niños se les habían secado los lagrimales. Las bandadas de buitres no dejaban de rondar.
A medida que los peregrinos dejaban atrás las zonas rurales y entraban en territorio más poblado, el acoso iba en aumento. Eran muchos los autobuses y camiones que no se desviaban, y los peregrinos tenían que apartarse de su camino, gritando y atrepellándose. Los ciclistas, las familias de seis personas que viajaban en motos Rajdoot y los pequeños tenderos los insultaban. «¡Locos! ¡Palurdos! ¡Musulmanes!» En varias ocasiones tuvieron que viajar durante toda la noche porque las autoridades de tal o cual pueblo no querían que semejante chusma durmiera en sus calles. Se hicieron inevitables más muertes.
Y un día el toro de Osman, el converso, se arrodilló entre las bicicletas y el estiércol de camello de un pueblo sin nombre. «¡Levántate, idiota! —le gritaba Osman, impotente—. ¿Qué te has creído? ¿Es que vas a morirte delante de esos puestos de fruta de unos desconocidos?» El toro movió afirmativamente la cabeza para decir que sí y expiró.
Las mariposas cubrieron su cuerpo, adoptando el color gris de su piel, sus cucuruchos y sus cascabeles. El inconsolable Osman corrió hacia Ayesha (que se había puesto un sucio sari como concesión a la pudibundez urbana, a pesar de que las mariposas aún la envolvían en una nube de gloria). «¿Los toros van al cielo?», preguntó él con voz quejumbrosa; ella se encogió de hombros. «Los toros no tienen alma —dijo fríamente—. Y lo que nosotros queremos salvar con nuestra marcha son las almas.” Osman la miró fijamente y comprendió que ya no la amaba. «Te has convertido en un demonio», le dijo con repugnancia.
«Yo no soy nada —dijo Ayesha—. Soy una mensajera.»
«Entonces dime por qué tu Dios está tan deseoso de destruir a los inocentes —dijo Osman furioso—. ¿De qué tiene miedo? ¿Tan poco confía, que ha de obligarnos a morir para demostrar nuestro amor?»
Como en respuesta a esta blasfemia, Ayesha impuso medidas disciplinarias más rigurosas, insistiendo en que todos los peregrinos rezaran las cinco oraciones y decretando que el viernes sería día de ayuno. Al término de la sexta semana había hecho que los caminantes abandonaran otros cuatro cadáveres en el lugar en el que habían caído: dos ancianos, una anciana y una niña de seis años. Los peregrinos seguían andando, volviendo la espalda a los muertos; pero Mirza Saeed Akhtar recogía los cadáveres y se aseguraba de que recibieran un entierro decente. En esto le ayudaban el sarpanch Muhammad Din y Osman, el ex intocable. En estas ocasiones se quedaban bastante rezagados, pero un Mercedes «combi» no tarda mucho en dar alcance a más de ciento cuarenta hombres, mujeres y niños que caminan cansinamente hacia el mar.
* * *
El número de los muertos aumentaba, y los grupos de peregrinos desorientados que acudían al Mercedes se hacía mayor cada noche. Mirza Saeed empezó a contarles cuentos. Les habló de los lemmings y de la hechicera Circe, que convertía a los hombres en cerdos; también les contó el cuento del flautista que se llevó a todos los niños de una ciudad a una cueva de las montañas. Después de contarles el cuento en su propia lengua, les recitó versos en inglés, para que escucharan la música de la poesía aunque no entendieran las palabras. «La ciudad de Hamelin está en Brunsvick —empezó—. Próxima a la célebre Hannover. El río Weser, profundo y ancho, lame sus muros por el Sur...»
Entonces le cupo la satisfacción de ver a la joven Ayesha avanzar hacia él con expresión de furor, mientras las mariposas relucían como la hoguera que tenía a su espalda, haciendo que pareciera que las llamas partían de su cuerpo.
«Los que presten oído a los versos del diablo, recitados en la lengua del diablo, se irán con el diablo», exclamó.
«Entonces —respondió Mirza Saeed—, la elección está entre el diablo y el fondo del mar azul.»
* * *
Habían transcurrido ocho semanas, y las relaciones entre Mirza Saeed y Mishal, su esposa, se habían deteriorado hasta el extremo de que ya no se hablaban. Ahora, y a pesar del cáncer que la había vuelto gris como la ceniza funeraria, Mishal se había convertido en el brazo derecho y la más devota discípula de Ayesha. Las dudas de otros caminantes sólo habían servido para robustecer su propia fe, y de todas las dudas ella categóricamente echaba la culpa a su marido.
«Además —le había reprochado en su última conversación—, no hay en ti calor humano. Me da miedo acercarme a ti.
«¿No hay calor humano? —gritó él—. ¿Cómo puedes decir tal cosa? ¿Que no hay calor? ¿Por quién ando yo en esta estúpida peregrinación? ¿Para cuidar de quién? ¿Porque quiero a quién? ¿Quién me preocupa, quién me angustia, quién me llena de tristeza? ¿Es que no me conoces? ¿Cómo puedes decir eso?
«No hay más que oírte —dijo ella con una voz que empezaba a sonar turbia y sorda—. Siempre, la cólera. Una cólera fría, helada, como una fortaleza.»
«No es cólera —vociferó él—. Es angustia, es pena, es dolor, es aflicción. ¿Dónde está la cólera?»
«La oigo —dijo ella—. Cualquiera puede oírla, en kilómetros a la redonda.»
«Ven conmigo —suplicó él—. Te llevaré a las mejores clínicas de Europa, Canadá, Estados Unidos. Confía en la tecnología de Occidente. Hacen maravillas. A ti siempre te gustaron las cosas técnicas.”
«Yo voy en peregrinación a La Meca», dijo ella, dando media vuelta.
«Maldita zorra estúpida —rugió él—. Porque tú tengas que morir no has de arrastrar contigo a toda esta gente.» Pero ella se alejó por el campamento instalado al lado de la carretera, sin mirar atrás; y ahora que él le había dado la razón perdiendo el control y diciéndole lo indecible, cayó de rodillas, sollozando. Después de aquella pelea, Mishal se negó a dormir a su lado. Ella y su madre extendían las esterillas al lado de la profetisa cubierta de mariposas que los llevaba a La Meca.
Durante el día, Mishal trabajaba incansablemente para dar confianza y tranquilidad a los peregrinos, extendiendo sobre todos ellos el ala de su dulzura. Ayesha se encerraba más y más en el silencio, y Mishal Akhtar se convirtió en la consejera de los peregrinos. Pero una peregrina se sustraía a su influencia: Mrs. Qureishi, su madre, esposa del director del Banco del Estado.
La llegada de Mr. Qureishi, padre de Mishal, fue un acontecimiento. Los peregrinos se habían detenido a la sombra de una hilera de plátanos, y estaban atareados recogiendo leña y limpiando las ollas cuando apareció el cortejo motorizado. Inmediatamente, Mrs. Qureishi, que pesaba doce kilos menos que al comienzo de la caminata, se puso en pie de un salto, sacudiéndose el polvo de la ropa y arreglándose el pelo con movimientos frenéticos. Mishal, al ver a su madre manejar con dedos torpes un barra de labios semiderretida, dijo: «¿Qué te pasa, ma? Tranquila, va.»
Su madre, con débil movimiento de la mano, señaló los coches que se acercaban. Momentos después, la figura alta y severa del gran banquero estaba delante de ellas. «Si no lo veo, no lo creo —dijo—. Cuando vinieron a contármelo, dije bah, bah, no puede ser. Por eso he tardado tanto en enterarme. Marcharse de Peristan sin una palabra... Dime, ¿qué canastos significa esto?»
Mrs. Qureishi temblaba, indefensa, ante la mirada de su marido y empezó a llorar, sintiendo los callos de los pies y la fatiga en cada poro de su cuerpo. «Ay, Dios mío, no lo sé, perdona —dijo—. Sólo Dios sabe lo que pasó.»
«¿Es que no te das cuenta de que yo ocupo un puesto muy vulnerable? —exclamó Mr. Qureishi—. La confianza del público es esencial. ¿Qué pensará la gente si mi esposa anda vagando por ahí con unos bhangis?»
Mishal abrazó a su madre y dijo a su padre que dejara de regañarla. Mr. Qureishi advirtió por vez primera que su hija tenía la marca de la muerte en la frente y se desinfló bruscamente, como la cámara de un neumático. Mishal le habló del cáncer y de la promesa de la vidente Ayesha de que en La Meca se obraría un milagro y ella quedaría curada.
«Entonces deja que yo te lleve en avión a La Meca hoy mismo —suplicó el padre—. ¿Por qué caminar pudiendo ir en Airbus?»
Pero Mishal permaneció inflexible. «Tú debes marcharte —dijo a su padre—. Sólo los creyentes pueden hacer que ello ocurra. Mamá me cuidará.»
Mr. Qureishi, en su limousine, se unió a Mirza Saeed a la cola de la procesión, enviando constantemente a uno de los dos criados que le escoltaban en scooters, para preguntar a Mishal si quería comida, medicina, refresco, lo que fuera. Mishal rehusaba todas las ofertas, y al cabo de tres días —porque la banca es la banca— Mr. Qureishi partió hacia la ciudad, dejando a uno de los chaprassis de la scooter para que sirviera a las mujeres. «Está a vuestro servicio —les dijo—. No seais tontas. Haced el viaje lo más cómodo posible.» Al día siguiente de la marcha de Mr. Qureishi, el chaprassi Gul Muhammad dejó la scooter y se unió a los caminantes, anudándose un pañuelo a la cabeza para demostrar su devoción. Ayesha no dijo nada, pero al ver al scooter-wallah unirse a la peregrinación, sonrió con un aire de travesura que recordó a Mirza Saeed que, al fin y al cabo, ella no era sólo personaje de un sueño, sino también una muchacha de carne y hueso.
Mrs. Qureishi empezó a quejarse. El breve contacto con su antigua vida había minado su decisión y ahora, cuando ya era tarde, no hacía más que pensar en fiestas, y almohadones, y vasos de lima con soda helada. De pronto, le parecía un disparate que a una persona de su categoría se la obligara a ir descalza como un vulgar barrendero. Se presentó ante Mirza Saeed con una expresión de timidez en la cara.
«Saeed, hijo, ¿me odias?», preguntó con zalamería mientras en su cara carnosa se pintaba una parodia de coquetería.
Saeed quedó horrorizado por el mohín. «De ninguna manera», logró decir.
«Sí, sí, tú me odias, la mía es una causa perdida», insistió ella, empalagosa.
«Ammaji —Saeed tragó saliva—, pero ¿qué dices?» «Es que yo a veces te he hablado con dureza.» «Olvídalo, te lo ruego», dijo Saeed, intrigado por aquella actitud; pero ella no estaba dispuesta a olvidar: «Quiero que sepas que sólo me movía el amor —dijo—. El amor es algo maravilloso.»
«El amor mueve al mundo», convino Mirza Saeed, tratando de ponerse a su altura.
«El amor todo lo vence —confirmo Mrs. Qureishi—. Ha vencido mi enojo. Y quiero demostrártelo viajando contigo en tu coche.»
Mirza Saeed se inclinó. «Es tuyo, ammaji.»
«Entonces di a esos dos hombres del pueblo que se sienten delante contigo. Hay que proteger a las señoras, ¿no te parece?
«Me parece», respondió él.
* * *
El caso del pueblo que caminaba hacia el mar era comentado en todo el país y, a la novena semana, los peregrinos eran acosados por periodistas, políticos locales a la caza de votos, comerciantes que se ofrecían a patrocinar la marcha si los yatris se avenían a portar carteles sándwich anunciando diversos artículos y servicios, turistas extranjeros en busca de los misterios de Oriente, nostálgicos de Gandhi y la clase de buitres humanos que va a las carreras de coches para ver los accidentes. Pero, cuando veían la nube de mariposas-camaleón que vestían a la joven Ayesha y le proporcionaban su único sustento sólido, los visitantes quedaban atónitos y se retiraban confusos, llevando consigo una experiencia que nunca podrían hacer encajar en su concepto del mundo. En todos los periódicos aparecían fotos de Ayesha, y a veces los peregrinos hasta tenían que pasar por delante de carteles publicitarios en los que la beldad de los lepidópteros había sido pintada a tamaño triple del natural junto a slogans que proclamaban: También nuestros tejidos son tan suaves como alas de mariposa y cosas por el estilo. Pero un día llegó una noticia alarmante. Ciertos grupos religiosos extremistas habían facilitado comunicados en los que se denunciaba la «Ayesha Haj» como un intento de «secuestrar» la atención pública y una incitación al comunalismo, o sea, la mezcla de hindúes y musulmanes. Se distribuían folletos — Mishal recogió varios en la carretera— en los que se declaraba que «Padyatra o peregrinación a pie es una tradición antigua de la cultura nacional preislámica, no una importación de los inmigrantes mogoles.» Y también: «La apropiación de esta tradición por la llamada Ayesha Bibiji es una flagrante y deliberada tentativa de agravar una situación ya de por sí delicada.»
«No habrá problemas», anunció la kahin rompiendo su silencio.
* * *
Gibreel soñó con un suburbio:
Cuando la «Ayesha Haj» se acercaba a Sarang, localidad situada en el extrarradio de la gran metrópoli de orillas del mar de Arabia hacia la que la visionaria los conducía, periodistas, políticos y policías redoblaron sus visitas. En un principio, los policías amenazaron con dispersar la comitiva por la fuerza; los políticos, sin embargo, advirtieron que ello sería considerado como un acto de sectarismo y podía provocar brotes de violencia religiosa en todo el país. Al fin, la autoridad policial accedió a permitir la marcha, pero agregando, en tono entre quejumbroso y amenazador, que «no podían garantizar la integridad» de los peregrinos. Mishal Akhtar dijo: «Seguiremos adelante.»
La población de Sarang debía su relativa riqueza a la presencia de grandes yacimientos de carbón en sus proximidades. Y resultó que los mineros de Sarang, hombres que pasaban la vida horadando las entrañas de la tierra —«abriéndola» como si dijéramos—, no podían aceptar la idea de que una muchachita pudiera hacer otro tanto con el mar sólo moviendo una mano. Los jefes de ciertos grupos comunales habían incitado a los mineros a la violencia y, a consecuencia de las actividades de estos agents provocateurs, estaba congregándose una muchedumbre que portaba pancartas en las que se exigía: ¡FUERA LA PADYATRA ISLÁMICA! BRUJA DE LAS MARIPOSAS, VUELVE A TU PUEBLO.
La víspera de la entrada en Sarang por la noche, Mirza Saeed hizo otro inútil llamamiento a los peregrinos. «Abandonad —les imploraba inútilmente—. Mañana nos matarán a todos.» Ayesha dijo unas palabras al oído de Mishal y ésta respondió por ella: «Es mejor ser mártir que cobarde. ¿Hay aquí algún cobarde?»
Uno había. Sri Srinivas, explorador del Gran Cañón, propietario de Juguetes Univas, cuyo lema era creatividad y sinceridad, se alineó con Mirza Saeed. Por su condición de devoto de la diosa Lakshmi, cuyo rostro se parecía al de Ayesha de modo asombroso, era incapaz de participar en las inminentes hostilidades en cualquiera de los bandos. «Yo soy débil —confesó a Saeed—. Yo he amado a Miss Ayesha, y un hombre debe luchar por aquello que ama; pero, sintiéndolo mucho, he de pedir status neutral.» Srinivas era el quinto miembro del grupo disidente que viajaba en el Mercedes-Benz. Mrs. Qureishi no tuvo más remedio que compartir el asiento de atrás con aquel plebeyo. Srinivas la saludó tristemente y, al observar que ella se apartaba malhumorada, rebotando en el asiento, trató de apaciguarla. «Le ruego que acepte esta pequeña muestra de mi consideración.» Y de un bolsillo interior sacó un muñeco de Planificación Familiar.
Aquella noche, los desertores permanecieron en el «combi» mientras los creyentes rezaban al aire libre. Se les había autorizado a acampar en un viejo patio de expedición de mercancías en desuso, bajo la protección de la policía militar. Mirza Saeed no podía dormir. Pensaba lo que le había dicho Srinivas de que, interiormente, él se sentía adepto de Gandhi, «pero soy muy débil para poner en práctica tales ideas. Perdón, es la verdad, yo no soporto el sufrimiento, Sethji. Yo hubiera tenido que quedarme con mi mujer y mis hijos y olvidarme de esta enfermedad de la sed de aventuras que me ha traído a esta situación.»
También en mi familia hemos sufrido una especie de enfermedad, respondió Mirza Saeed, en su insomnio, al fabricante de juguetes dormido. Nuestra enfermedad ha sido la inhibición, la incapacidad de conectar con las cosas, los hechos, los sentimientos. La mayoría de las personas se definen por su trabajo, o por su procedencia, o cosa por el estilo; nosotros hemos vivido encerrados en nosotros mismos. Ello hace que la actualidad nos resulte tremendamente difícil de manejar.
Lo cual equivalía decir que se le hacía difícil creer que todo esto estuviera ocurriendo realmente; pero ocurría.
* * *
A la mañana siguiente, cuando los Peregrinos de Ayesha se disponían a partir, las grandes nubes de mariposas que habían viajado con ellos desde Titlipur se disiparon bruscamente y desaparecieron de su vista, dejando al descubierto un cielo en el que se acumulaban rápidamente otras nubes más prosaicas. Hasta las criaturas que vestían a Ayesha —el cuerpo de élite, como si dijéramos— se dispersaron y ella tuvo que presidir el cortejo vestida con un mundano y viejo sari de algodón con orla de hojas estampada. La desaparición del milagro que parecía sancionar la peregrinación entristeció a los caminantes de tal manera que, a pesar de las exhortaciones de Mishal Akhtar, al verse privados de la bendición de las mariposas, eran incapaces de cantar mientras avanzaban al encuentro de su destino.
* * *
La muchedumbre de Fuera la Padyatra Islámica había preparado un recibimiento a Ayesha en una calle bordeada a uno y otro lado de chamizos de reparación de bicicletas. Habían cortado la ruta de los peregrinos con bicicletas muertas, y se hallaban apostados detrás de esta barricada de ruedas rotas, manillares torcidos y timbres mudos cuando la Ayesha Haj entró en el sector norte de la ciudad. Ayesha avanzaba hacia la multitud como si no existiera, y cuando llegó al último cruce, después del cual le aguardaban los palos y los cuchillos del enemigo, retumbó un trueno como la trompeta del Juicio Final y del cielo cayó un océano. La sequía había terminado muy tarde para que se salvaran las cosechas; después, muchos de los peregrinos creerían que Dios había estado guardando el agua para este fin, acumulándola en el cielo, hasta que fue tan grande como el mar, sacrificando las cosechas del año, a fin de salvar a su profetisa y a su pueblo. La fuerza del diluvio acobardó tanto a los peregrinos como a sus adversarios. En medio de la confusión creada por las aguas se oyó otra trompeta. En realidad, era el claxon del Mercedes-Benz «combi» de Mirza Saeed, que él había conducido a toda velocidad por las inundadas calles laterales del suburbio, derribando tendederos con hileras de camisas, carretillas cargadas de calabazas y tenderetes de baratijas de plástico, hasta llegar a la calle de los cesteros, que salía a la calle de los reparadores de bicicletas, un poco al norte de la barricada. Allí pisó a fondo el acelerador y embistió hacia el cruce, diseminando en todas direcciones a viandantes y taburetes de mimbre. Llegó al cruce inmediatamente después de que el mar cayera del cielo y frenó bruscamente. Sri Srinivas y Osman saltaron a tierra, agarraron a Mishal y a la profetisa y las metieron en el Mercedes, entre mucho pataleo, griterío e insultos. Saeed salió disparado del lugar antes de que alguien tuviera tiempo de enjugarse de los ojos el agua que los cegaba.
Dentro del coche, cuerpos amontonados en feroz revoltijo. Mishal Akhtar, desde el fondo del montón, lanzaba insultos a su marido: «¡Saboteador! ¡Traidor! ¡Escoria de ya sabes dónde! ¡Mula!» A lo que Saeed repuso sarcásticamente: «El martirio es muy fácil, Mishal. ¿Es que no quieres ver cómo se abre el océano cual una flor?»
Y Mrs. Qureishi, asomando la cabeza por entre las piernas invertidas de Osman, agregó, jadeando y colorada: «Basta, Mishu. Lo hicimos con la mejor intención.»
* * *
Gibreel soñó con una inundación.
Cuando llegaron las lluvias, los mineros de Sarang esperaban a los peregrinos con el pico en la mano; pero cuando la barricada de bicicletas fue arrastrada por las aguas, no pudieron pensar sino que Dios había tomado partido por Ayesha. El sistema de desagües de la ciudad se rindió instantáneamente al diluvio arrollador, y muy pronto los mineros estaban hundidos hasta el pecho en un agua terrosa. Algunos trataron de avanzar hacia los peregrinos, que también se esforzaban en caminar. Pero la lluvia redobló su fuerza, y luego volvió a redoblarla, cayendo del cielo en unas masas gruesas que dificultaban la respiración, como si la tierra fuera a sumergirse y el firmamento superior fuera a unirse con el firmamento inferior.
Gibreel, mientras soñaba, notó que el agua le nublaba la visión.
* * *
Cesó la lluvia y un sol acuoso iluminó una escena de devastación veneciana. Las calles de Sarang eran canales por los que viajaban toda clase de restos. Por donde hasta hacía poco sólo circulaban scooter-rickshaws, carros de camellos y bicicletas reparadas, ahora flotaban periódicos, flores, ajorcas, sandías, paraguas, babuchas, gafas de sol, cestos, excrementos, frascos de medicina, naipes, dupattas, buñuelos, lámparas. El agua tenía un extraño tinte rojizo que hacía imaginar al empapado populacho que lo que corría por las calles era sangre. No había rastro de los pendencieros mineros ni de los Peregrinos de Ayesha. Un perro cruzó nadando la intersección junto a la derrumbada barricada de bicicletas, y en todas partes reinaba el húmedo silencio de la inundación cuyas aguas lamían autobuses atascados, mientras los niños miraban desde los tejados que bordeaban delicuescentes torrenteras, muy sobrecogidos para salir a jugar.
Entonces volvieron las mariposas.
No se supo de dónde, como si hubieran estado escondidas detrás del sol; y, para celebrar el fin de la lluvia, todas habían tomado el color del sol. La aparición en el cielo de esta inmensa alfombra de luz desconcertó vivamente a los habitantes de Sarang, impresionados por la tormenta; temiendo la llegada del apocalipsis, se escondieron en sus casas y cerraron los postigos. En una colina cercana, empero, Mirza Saeed Akhtar y sus pasajeros observaban el regreso del milagro y todos, incluido el zamindar, sentían gran respeto.
Mirza Saeed Akhtar había conducido a la desesperada, a pesar de que le cegaba la lluvia que entraba por el boquete del parabrisas, hasta una carretera que subía por una montaña y se detuvo a las puertas del Yacimiento de Carbón N.° 1 de Sarang. A través de la lluvia se distinguían débilmente las entradas de los pozos. «Estúpido —le insultó débilmente Mishal—. Nos has traído a ver a los camaradas de los que nos esperaban ahí abajo. Una idea brillante, Saeed. Superior.» Pero los mineros ya no les causaron más problemas. Aquel día ocurrió la catástrofe que dejó a mil quinientos mineros enterrados vivos bajo el monte Sarangi. Saeed, Mishal, el sarpanch, Osman, Mrs. Qureishi, Srinivas y Ayesha, exhaustos y empapados, miraban desde el borde de la carretera a las ambulancias, los coches de bomberos, los equipos de salvamento y los jefes de la mina, que llegaban en gran cantidad y, mucho después, se marchaban moviendo la cabeza. El sarpanch se cogió los lóbulos de las orejas entre el índice y el pulgar. «La vida es dolor —dijo—. La vida es dolor y es pérdida; es una moneda que no vale nada, menos que un kauri o un dam.»
Osman, el del toro muerto, que, al igual que el sarpanch, había perdido a un ser querido durante la peregrinación, también lloraba. Mrs. Qureishi trató de ver el lado bueno: «Lo que importa es que a nosotros no nos ha pasado nada.» Pero no obtuvo respuesta. Entonces, Ayesha cerró los ojos y declamó con la cantilena de la profecía: «Es un castigo por el mal que querían hacer.»
Mirza Saeed se indignó. «Esa gente no estaba en la maldita barricada —gritó—. Éstos estaban trabajando bajo la maldita tierra.»
«Cavaron sus propias tumbas», respondió Ayesha.
* * *
Entonces avistaron las mariposas que regresaban. Saeed contemplaba la nube dorada con incredulidad, viendo cómo se congregaba y luego enviaba alada luz dorada en todas las direcciones. Ayesha quería volver al cruce de caminos. Saeed argumentaba: «Aquello está inundado. No tenemos más remedio que bajar por el otro lado de esta montaña sin pasar por la ciudad.» Pero Ayesha y Mishal ya volvían atrás; la profetisa sostenía por la cintura a la mujer de la cara cenicienta.
«Mishal, por Dios —gritó Mirza Saeed a su mujer—. Por el amor de Dios. ¿Qué hago con el coche?»
Pero ella siguió bajando la cuesta, hacia la inundación, apoyándose pesadamente en Ayesha, la vidente, sin mirar atrás.
Así fue cómo Mirza Saeed Akhtar abandonó su adorado Mercedes-Benz combinable cerca de la entrada de las inundadas minas de Sarang, y se unió a los caminantes que se dirigían al mar de Arabia.
Los siete viajeros estaban con el agua hasta los muslos, en el cruce de la calle de los reparadores de bicicletas y el callejón de los cesteros. Despacio, despacio, el agua había empezado a bajar. «Admítelo —argumentó Mirza Saeed—. La peregrinación ha terminado. Los vecinos del pueblo están Dios sabe dónde, quizás ahogados, quizás asesinados y, desde luego, extraviados. No queda nadie más que nosotros. —Se encaró con Ayesha—. De manera que olvídalo, hermana; estás acabada.»
«Mira», dijo Mishal.
De todos los pequeños talleres de los alrededores salían los vecinos de Titlipur, volviendo al punto en el que se habían dispersado. Desde el cuello hasta los pies estaban cubiertos de mariposas doradas, y largas hileras de las pequeñas criaturas los precedían, como cuerdas que los sacaran de un pozo para dejarlos en lugar seguro. Los habitantes de Sarang miraban desde sus ventanas atemorizados, y mientras las aguas del castigo se retiraban, en medio de la calle volvía a formarse la Ayesha Haj.
«No puedo creerlo», dijo Mirza Saeed.
Pero era verdad. Hasta el último peregrino había sido localizado por las mariposas y conducido a la calle principal. Y después se hacían afirmaciones aún más extrañas: que cuando las criaturas se posaron en un tobillo roto, la lesión había curado, o que una herida se había cerrado como por arte de magia. Muchos caminantes dijeron que cuando volvieron en sí del desmayo sintieron que las mariposas aleteaban en sus labios. Algunos incluso creían que habían muerto, ahogados, y que las mariposas los habían resucitado.
«No seáis necios —exclamó Mirza Saeed — . Os ha salvado la tormenta; arrastró a vuestros enemigos, por lo que no es de extrañar que pocos de vosotros estéis heridos. Un poco de sensatez, por favor.»
«Usa los ojos, Saeed —le dijo Mishal, señalando al centenar de hombres, mujeres y niños envueltos en resplandecientes mariposas—. ¿Qué dice a esto tu sensatez?»
* * *
Durante los últimos días de la peregrinación, la ciudad se extendía alrededor de ellos, envolviéndolos. Funcionarios de la Corporación Municipal se reunieron con Mishal y Ayesha para trazar el itinerario a través de la metrópoli. En el recorrido había mezquitas en las que los peregrinos podrían dormir sin cortar las calles. En la ciudad reinaba gran excitación: todos los días, cuando los peregrinos emprendían la marcha hacia el siguiente punto de reposo, enormes multitudes los contemplaban. Algunos se mostraban desdeñosos y hostiles, pero muchos les llevaban obsequios de dulces, medicinas y comida.
Mirza Saeed, agotado y sucio, se sentía profundamente decaído a causa de su incapacidad para convencer más que a un puñado de peregrinos de que era preferible confiar en la razón que en los milagros. Los milagros no les habían ido mal, le replicaban los vecinos de Titlipur de forma bastante razonable. «Las malditas mariposas —murmuró Saeed al sarpanch— De no ser por ellas, habríamos tenido una posibilidad.»
«Pero han venido con nosotros desde el principio», respondió el sarpanch encogiéndose de hombros.
Mishal Akhtar estaba próxima a la muerte; empezaba a oler a eso, y se había vuelto de un blanco de yeso que asustaba a Saeed. Pero ella no le dejaba acercarse. También se había apartado de su madre, y cuando, la primera noche que los peregrinos durmieron en una mezquita de la ciudad, su padre se tomó un respiro en sus tareas bancarias para hacerle una visita, ella le dijo que se fuera. «Las cosas han llegado a un punto en el que sólo los puros pueden estar con los puros», anunció. Cuando Mirza Saeed oyó la entonación de la profetisa Ayesha en boca de su mujer, perdió casi el último vestigio de esperanza.
Llegó el viernes, y Ayesha accedió a que la peregrinación se detuviera durante un día para participar en las oraciones del viernes. Mirza Saeed había olvidado casi todos los versos árabes que un día le hicieran aprender de rutina, y apenas recordaba cuándo tenía que estar de pie con las manos extendidas como un libro, o arrodillarse, o tocar el suelo con la frente, y durante toda la ceremonia estuvo equivocándose, cada vez más irritado consigo mismo. Pero al final de las oraciones ocurrió algo que paralizó a la Ayesha Haj.
Mientras los peregrinos observaban cómo la congregación salía del patio de la mezquita, delante de la puerta principal se alzó un revuelo. Mirza Saeed se acercó a investigar. «¿A qué viene este griterío?», preguntó, mientras luchaba por abrirse paso entre la multitud que se apiñaba en las escaleras de la mezquita; y entonces vio el capazo que estaba en el último peldaño. Y oyó el llanto de un recién nacido, que salía del capazo.
El niño tendría unas dos semanas y, evidentemente, era ilegítimo. No menos evidentemente, sus opciones en la vida eran limitadas. La gente estaba confusa y vacilante. Entonces, en lo alto de las escaleras apareció el imán de la mezquita y, a su lado, estaba Ayesha, la vidente, cuya fama se había extendido por la ciudad.
La multitud se dividió como el mar, y Ayesha y el imán bajaron hasta el capazo. El imán examinó al niño brevemente, se puso en pie y se volvió hacia la gente.
«Esta criatura nació del pecado —dijo—. Es hijo del diablo.» Era un hombre joven.
Los ánimos de la multitud se encendieron de indignación. Mirza Saeed Akhtar gritó: «Tú, Ayesha, kahin. ¿Qué dices tú?»
«Todo se nos pedirá», respondió ella.
La multitud no precisó más clara invitación para lapidar al niño.
* * *
Después de esto, los Peregrinos de Ayesha se negaron a seguir adelante. La muerte del niño abandonado creó un ambiente de rebeldía entre los cansados caminantes, ninguno de los cuales había cogido ni arrojado una sola piedra. Mishal, ahora ya más blanca que la nieve, estaba muy debilitada por su enfermedad para animarlos a continuar; Ayesha, como siempre, se negaba a parlamentar. «Si volvéis la espalda a Dios —previno a los antiguos vecinos de Titlipur—, no os sorprenda que Él haga otro tanto con vosotros.»
Los peregrinos se hallaban reunidos, en cuclillas, en un rincón de la gran mezquita, que estaba pintada verde limo por fuera y azul eléctrico por dentro, e iluminada, cuando era necesario, por tubos de neón multicolores. Después de la advertencia de Ayesha, se volvieron de espaldas a ella y se acurrucaron más juntos todavía, aunque el tiempo era bastante caluroso y húmedo. Mirza Saeed no desperdició la ocasión de volver a desafiar abiertamente a Ayesha. «Dime —empezó con suavidad — , con exactitud, ¿cómo te da el ángel toda esa información? Tú nunca nos transmites literalmente sus palabras sino sólo tu interpretación. ¿Por qué esa mediatez? ¿Por qué no te limitas a citarle?»
«Él me habla en forma clara y memorable», respondió Ayesha.
Mirza Saeed, con la agria energía del deseo carnal, el dolor de la ruptura con su esposa moribunda y el recuerdo de las penalidades de la marcha, adivinó en la reticencia de Ayesha la debilidad que él andaba buscando. «Te agradeceré que concretes un poco más —insistió—. Si no, ¿cómo va nadie a creer? ¿Qué forma es esa?
«El arcángel me canta —reconoció ella—, con músicas de canciones célebres.»
Mirza Saeed Akhtar dio una palmada de júbilo y soltó la fuerte carcajada de la venganza, y Osman, el chico del toro, se sumó a su regocijo, batiendo el dholki y bailando alrededor de los peregrinos, mientras cantaba las últimas filmi ganas guiñando los ojos con picardía «¡Ho ji! —cantaba—. ¡Así habla Gibreel, ho ji! ¡Ho ji!»
Y, uno a uno, peregrino tras peregrino, todos fueron levantándose y entrando en el baile del tamborilero, expresando así su desilusión y su amargura en el patio de la mezquita, hasta que el imán salió corriendo y les increpó a gritos por lo profano de su conducta.
* * *
Anocheció. Los antiguos vecinos de Titlipur estaban agrupados alrededor de Muhammad Din, su sarpanch, hablando seriamente de regresar a Titlipur. Quizás aún pudiera salvarse algo de cosecha. Mishal Akhtar agonizaba con la cabeza en el regazo de su madre, atormentada por el dolor y con una única lágrima en su ojo izquierdo. Y, sentados en un rincón apartado del patio de la mezquita verdiazul iluminada con tubos en tecnicolor, la visionaria y el zamindar hablaban a solas. Una hoz de luna fría brillaba en lo alto.
«Eres listo —decía Ayesha—. Sabes aprovechar tu oportunidad.»
Entonces fue cuando Mirza Saeed ofreció un pacto. «Mi esposa se muere —dijo—. Y ella desea fervientemente ir a Mecca Sharif. De manera que tú y yo tenemos intereses en común.»
Ayesha escuchaba. Saeed prosiguió: «Ayesha, yo no soy un malvado. Quiero que sepas que muchas de las cosas que han ocurrido durante esta marcha me han causado una condenada impresión; una condenada impresión —repitió—. Tú has dado a esta gente una profunda experiencia espiritual, eso es innegable. No creas que nosotros, los modernos, no tenemos dimensión espiritual.»
«La gente me ha abandonado», dijo Ayesha.
«La gente está confusa —respondió Saeed—. Lo cierto es que si tú realmente los llevas hasta el mar y allí no ocurre nada, Dios mío, entonces sí que podrían volverse contra ti. De manera que éste es el trato. Ya he hablado con el padre de Mishal y él está dispuesto a correr con la mitad de los gastos. Proponemos llevaros personalmente a ti, a Mishal y, digamos, a diez, ¡doce!, peregrinos a La Meca antes de cuarenta y ocho horas. Hay pasajes disponibles. Tú elegirás a las personas más indicadas para hacer el viaje. Entonces realmente habrás hecho un milagro para algunos, en lugar de no hacerlo para nadie. Y, a mi modo de ver, la peregrinación en sí, en cierto modo, ha sido un milagro. De manera que habrás conseguido mucho.»
La miraba conteniendo el aliento.
«Tengo que pensarlo», dijo Ayesha.
«Piénsalo, piénsalo —la alentó Saeed, satisfecho—. Consulta a tu arcángel. Si él accede, señal de que es correcto.»
* * *
Mirza Saeed Akhtar sabía que cuando Ayesha anunciara que el arcángel Gibreel había aceptado su oferta, su influencia quedaría destruida para siempre, porque los peregrinos advertirían su falsedad y también su desesperación. Pero, ¿cómo iba ella a rechazar su ofrecimiento? ¿Qué alternativa tenía en realidad? «La venganza es dulce», se decía. Una vez aquella mujer estuviera desacreditada, él llevaría a su mujer a La Meca, si ella aún lo deseaba.
Las mariposas de Titlipur no habían entrado en la mezquita. Cubrían sus muros exteriores y su cúpula de cebolla, brillando en la oscuridad con una incandescencia verde.
Ayesha, aquella noche, paseaba en las sombras, se echaba en el suelo, se levantaba y volvía a deambular. Había en ella un aire de vacilación; luego se quedó quieta y pareció disolverse en las sombras de la mezquita. Regresó al amanecer.
Después de la oración de la mañana, Ayesha preguntó a los peregrinos si podía hablarles; ellos, dudando, accedieron.
«Anoche el ángel no cantó —empezó—. Me habló, eso sí, de la duda y de cómo el diablo se sirve de ella. Yo le dije: es que ellos dudan de mí, ¿qué puedo hacer? Él respondió: sólo la evidencia puede acallar la duda.»
Ellos la escuchaban con toda atención. Después les dijo lo que Mirza Saeed le había propuesto la noche antes. «Él me dijo que preguntara a mi ángel, pero yo no necesito preguntar —exclamó—. ¿Cómo podría yo elegir entre vosotros? O vamos todos, o ninguno.»
«¿Por qué habíamos de seguirte? —preguntó el sarpanch—. Después de tantos muertos, y el recién nacido, y todo.»
«Porque cuando las aguas se retiren, estaréis salvados. Entraréis en la Gloria del Altísimo.»
«¿Qué aguas? —gritó Mirza Saeed—. ¿Cómo van a retirarse?»
«Seguidme —dijo Ayesha, terminante—, y, cuando se retiren, juzgadme.»
En su ofrecimiento estaba implícita una vieja pregunta: ¿Qué clase de idea eres tú? Y ella, a su vez, le había dado una vieja respuesta: Yo fui tentada, pero he sido renovada: soy inflexible; absoluta; pura.
* * *
La marea estaba alta cuando la Peregrinación Ayesha bajó por una avenida contigua al Holiday Inn, cuyas ventanas estaban llenas de admiradores de estrellas de cine que manejaban sus nuevas cámaras Polaroid, cuando los peregrinos sintieron que el asfalto de la ciudad rechinaba y se convertía en arena; cuando empezaron a pisar una gruesa alfombra de cocos podridos paquetes de cigarrillos caca de caballo botellas no degradables pieles de fruta medusas y papeles, sobre una arena color tostado que se extendía al pie de altos cocoteros inclinados y de las terrazas de lujosos apartamentos con vistas al mar; por entre grupos de jóvenes de músculos tan bien cultivados que parecían deformidades, que realizaban contorsiones gimnásticas de todas clases, al unísono, como un feroz cuerpo de ballet, y descuideros de playa, casinistas y familias, venidos a tomar el fresco, a hacer negocio o a buscarse la vida en la arena; entonces, por primera vez en su vida, contemplaron el mar de Arabia.
Mirza Saeed vio a Mishal, que se apoyaba en dos de los hombres del pueblo porque ya no tenía fuerzas para sostenerse sola. Ayesha estaba a su lado, y Saeed tuvo la idea de que, en cierta manera, la profetisa había emergido de la moribunda, que toda la vivacidad de Mishal había abandonado su cuerpo y adquirido esta forma mitológica, dejando atrás una carcasa moribunda. Luego se enfadó consigo mismo por dejarse contagiar de la metafísica de Ayesha.
Los vecinos de Titlipur, tras una larga discusión en la que le pidieron que no interviniera, acordaron seguir a Ayesha. Su sentido común les decía que era una tontería volverse atrás después de llegar tan lejos, cuando ya tenían a la vista su primer objetivo; pero las dudas adquiridas recientemente les minaban las fuerzas. Era como si hubieran emergido de una especie de Shangri-La construido por Ayesha, porque ahora que, en lugar de seguirla, sólo caminaban detrás de ella, parecían envejecer y debilitarse a cada paso que daban. Cuando avistaron el mar eran un puñado de individuos renqueantes, reumáticos y febriles, de ojos enrojecidos, y Mirza Saeed se preguntaba cuántos conseguirían recorrer los pocos metros que los separaban de la orilla.
Las mariposas estaban con ellos, a gran altura sobre sus cabezas.
«¿Y ahora qué, Ayesha? —le gritó Saeed, consternado por la idea de que su adorada esposa pudiera morir aquí, bajo los cascos de caballos de alquiler y ante la mirada de los vendedores de zumo de caña de azúcar—. Nos has puesto a todos al borde del agotamiento, pero aquí tenemos una realidad indiscutible: el mar. ¿Dónde está ahora tu ángel?»
Con ayuda de los peregrinos, ella se encaramó a un thela abandonado que estaba al lado de un puesto de refrescos, y no contestó a Saeed hasta que pudo mirarlo desde lo alto de su atalaya. «Gibreel dice que el mar es como nuestras almas. Cuando las abrimos podemos penetrar en la sabiduría. Si podemos abrir el corazón, podemos abrir el mar.»
«Aquí, en tierra, la partición fue un desastre —dijo él irónicamente—. Murieron bastantes, como recordarás. ¿Crees que en el agua será diferente?»
«Shh —hizo Ayesha de pronto—. Ahí llega el ángel.»
Desde luego, no dejaba de ser sorprendente que, después de toda la atención que había recibido la marcha, la multitud congregada en la playa no pasara de discreta; pero las autoridades habían tomado muchas precauciones, cerrado calles y desviado el tráfico; de manera que los curiosos reunidos en la playa no pasarían de los doscientos. Nada preocupante. Lo curioso, realmente, era que los espectadores no veían las mariposas ni lo que ahora hacían. Pero Mirza Saeed observó claramente cómo la gran nube luminosa volaba mar adentro, se detenía, suspendida en el aire, y formaba una figura colosal, un gigante resplandeciente construido enteramente de alitas temblorosas que se extendía por todo el horizonte, llenando el firmamento.
«¡El ángel! —gritó Ayesha a los peregrinos—. ¡Ahí lo tenéis! Estuvo con nosotros durante todo el viaje. ¿Me creéis ahora?» Mirza Saeed vio que la fe ciega volvía a los peregrinos. «Sí —sollozaban, pidiendo perdón—. ¡Gibreel! ¡Gibreel!
Ya Allah.»
Mirza Saeed hizo la última tentativa. «Las nubes adoptan cualquier forma —gritó—. Elefantes, estrellas de cine, cualquier cosa. Mirad, ya está cambiando.» Pero nadie le escuchaba; todos miraban, asombrados, cómo las mariposas se zambullían en el mar.
Los peregrinos gritaban y bailaban de alegría. «¡La división de las aguas! ¡La división de las aguas!», cantaban. Los espectadores preguntaban a Mirza Saeed: «¡Eh, oiga, ¿qué le pasa a esa gente? Nosotros no vemos nada de particular.» Ayesha había empezado a andar hacia el agua, y Mishal era arrastrada por sus dos compañeros. Saeed corrió hacia ella y empezó a forcejear con los dos hombres. «Soltad a mi esposa. ¡Ahora mismo! ¡Malditos! Yo soy vuestro zamindar. Soltadla. ¡Apartad vuestras sucias manos!» Pero Mishal susurró: «No me soltarán. Vete, Saeed. Tú estás cerrado. El mar sólo se abre para los que se abren.»
«¡Mishal!», gritó él, pero ella ya se mojaba los pies. Cuando Ayesha entró en el agua, los peregrinos empezaron a correr. Los que no podían correr saltaban sobre la espalda de los más fuertes. Las madres de Titlipur entraban rápidamente en el agua, con sus hijos en brazos; los nietos llevaban en hombros a sus abuelas y se precipitaban hacia las olas. En pocos minutos, todo el pueblo estuvo en el agua, chapoteando, cayendo, levantándose, avanzando hacia el horizonte, sin parar ni volver la cabeza hacia la playa. Mirza Saeed también estaba en el agua. «Vuelve —suplicaba a su esposa—. No hay milagro, vuelve.»
En la orilla estaban Mrs. Qureishi, Osman, el sarpanch y Sri Srinivas. La madre de Mishal sollozaba teatralmente: «Ay, mi niña, mi niña. ¿Qué será de ti?» Osman dijo: «Cuando vean que no hay milagro, volverán.» «¿Y las mariposas? —le preguntó Srinivas en tono quejumbroso—. ¿Qué eran las mariposas? ¿Una ilusión?»
Entonces comprendieron que los peregrinos no volverían.
«Deben de estar a punto de perder pie», dijo el sarpanch. «¿Cuántos saben nadar?», preguntó la llorosa Mrs. Qureishi. «¿Nadar? —gritó Srinivas—. ¿Desde cuándo sabe nadar la gente del campo?» Se gritaban como si estuvieran a kilómetros de distancia, saltando de un pie al otro, porque el cuerpo les instaba a entrar en el agua, a hacer algo. Parecían estar bailando sobre fuego. La unidad de policía enviada al lugar para prevenir disturbios llegaba en el momento en que Saeed salía corriendo del agua.
«¿Qué sucede? —preguntó el oficial—. ¿A qué se debe la agitación?»
«Deténganlos», jadeó Mirza Saeed señalando al mar.
«¿Son malhechores?», preguntó el policía.
«Van a morir», respondió Saeed.
Ya era tarde. Los peregrinos, cuyas cabezas oscilaban a lo lejos, habían llegado al borde del escalón litoral. Casi todos a la vez, sin hacer esfuerzos visibles para salvarse, se hundieron bajo la superficie del agua. En pocos momentos, todos los Peregrinos de Ayesha habían desaparecido.
Ninguno reapareció. No se vio ni una cabeza que subiera a respirar, ni un brazo que se agitara.
Saeed, Osman, Srinivas, el sarpanch y hasta la gorda Mrs. Qureishi se metieron en el agua gritando: «Dios, ten piedad; vengan todos, socorro.»
Las personas que están en peligro de ahogarse se debaten en el agua. Va contra la naturaleza humana caminar hasta que el mar se te traga. Pero Ayesha, Mishal Akhtar y los vecinos de Titlipur se hundieron bajo las aguas, y no volvieron a ser vistos.
Mrs. Qureishi fue sacada del agua por los policías, con la cara morada y los pulmones anegados, y hubo que hacerle el boca a boca. Osman, Srinivas y el sarpanch fueron extraídos poco después. Sólo Mirza Saeed Akhtar siguió buceando, más y más lejos de la costa y durante más y más tiempo, hasta que también él fue rescatado del mar de Arabia, exhausto y desfallecido. La peregrinación había terminado.
Mirza Saeed despertó en una sala de hospital con un funcionario del departamento del Interior al lado de la cama. Las autoridades consideraban la posibilidad de acusar a los supervivientes de la expedición Ayesha de intento de emigración ilegal, y se habían dado órdenes a los detectives de que se les tomara declaración antes de que tuvieran ocasión de ponerse de acuerdo.
Ésta fue la declaración de Muhammad Din, sarpanch de Titlipur: «En el momento en que me abandonaban las fuerzas, cuando creí que iba a morir en el agua, lo vi con mis propios ojos: vi que el mar se dividía como el pelo bajo el peine, y todos estaban allí, un buen trecho por delante de mí, y se alejaban. Con ellos estaba Khadija, mi esposa, a la que tanto quise.»
Esto es lo que Osman, el chico del toro, dijo a los detectives, que estaban muy impresionados por la declaración del sarpanch: «Al principio, yo tenía mucho miedo de ahogarme. Pero buscaba y buscaba, la buscaba sobre todo a ella, Ayesha, a la que conocía antes de que cambiara. Y en el último momento lo vi, vi la maravilla. Las aguas se abrieron y los vi avanzar por el fondo del océano, entre los peces agonizantes.»
Sri Srinivas juró por la diosa Lakshmi que él había visto retirarse las aguas del mar de Arabia; y cuando los detectives fueron a hablar con Mrs. Qureishi estaban atónitos, porque sabían que era imposible que los hombres se hubiesen puesto de acuerdo. La madre de Mishal, esposa del gran banquero, contó la misma historia a su manera. «Créanlo o no —terminó con énfasis—, pero lo que dice mi lengua es lo que vieron mis ojos.»
Los funcionarios del departamento del Interior, con la piel , de gallina, trataron de aplicar el tercer grado: «Mira, sarpanch, déjate de cuentos. Con tanta gente como había allí, nadie vio esas cosas. Los cadáveres de los ahogados, hinchados y con un olor a diablos, están volviendo a la playa. Como sigas mintiendo, te restregaremos la nariz en la verdad.»
«Podéis enseñarme todo lo que queráis —dijo el sarpanch Muhammad Din a sus interrogadores—. Pero yo sé lo que vi.»
«¿Y usted? —los funcionarios se reunieron para interrogar a Mirza Saeed Akhtar en cuanto despertó—. ¿Qué vio en la playa?»
«¿Cómo pueden preguntar eso? —protestó él—. Mi mujer se ha ahogado. No vengan a importunar con sus preguntas.»
Cuando descubrió que él era el único superviviente de la Ayesha Haj que no había visto abrirse las aguas —Sri Srinivas le dijo lo que habían visto los otros, agregando lúgubremente: «Es una vergüenza para nosotros que no se nos considerara dignos de acompañarles. Sobre nosotros, Sethji, las aguas se cerraron, nos golpearon la cara como las puertas del Paraíso»—, Mirza Saeed se derrumbó y lloró durante una semana y un día, y los sollozos secos siguieron sacudiendo su cuerpo mucho después de que sus lagrimales se quedaran sin sal. Y entonces regresó a casa.
* * *
Las polillas habían devorado las punkahs de Peristan y la biblioteca había sido consumida por un billón de hambrientos gusanos. Cuando abría un grifo, en lugar de agua salían serpientes, y la hiedra se había enredado en la cama de columnas en la que antaño habían dormido virreyes. Era como si, en su ausencia, el tiempo se hubiera acelerado y, en lugar de meses, hubieran transcurrido siglos, de manera que, cuando tocó la gigantesca alfombra persa enrollada en el salón de baile se desintegró bajo su mano, y los baños estaban llenos de ranas de ojos escarlata. Por la noche, los chacales aullaban al viento. El gran árbol estaba muerto, o casi, y los campos, áridos como el desierto; los jardines de Peristan, en los que un día, hacía mucho tiempo, él viera por primera vez a una hermosa muchacha, estaban secos y amarillos. Los buitres eran las únicas aves del cielo.
Saeed sacó una mecedora al porche, se sentó y estuvo meciéndose hasta dormirse.
Una vez, sólo una vez, visitó el árbol. El pueblo estaba pulverizado; campesinos sin tierra y saqueadores habían tratado de apoderarse de la tierra abandonada, pero la sequía los había ahuyentado. Aquí no había llovido. Mirza Saeed regresó a Peristan y cerró con candado las oxidadas verjas. No estaba interesado en la suerte de los que habían sobrevivido con él. Fue al teléfono y lo arrancó de la pared.
Transcurridos días que no contó, Mirza Saeed comprendió que estaba muriéndose de hambre, porque notaba que el cuerpo le olía a quitaesmalte de las uñas; pero como no tenía hambre ni sed, se dijo que no merecía la pena molestarse en buscar comida. ¿Para qué? Era preferible seguir sentado en la mecedora, sin pensar, sin pensar, sin pensar.
La última noche de su vida, Mirza Saeed oyó un ruido que sonaba como si un gigante aplastara una selva bajo sus pies, y olió un hedor como el pedo del gigante, y comprendió que el árbol estaba ardiendo. Se levantó de la mecedora y, tambaleándose, cruzó el jardín para ir a ver el fuego cuyas llamas consumían historias, recuerdos y genealogías, purificando la tierra y viniendo hacia él para liberarle; porque el viento llevaba el fuego hacia las tierras de la mansión, de manera que pronto, pronto llegaría su hora. Vio cómo el árbol estallaba en mil fragmentos y el tronco se reventaba como un corazón; luego dio media vuelta y renqueó hasta el lugar del jardín en el que viera a Ayesha por primera vez; y entonces le invadió una dejadez, el cuerpo le pesaba y se tendió en el polvo. Antes de cerrar los ojos, sintió un roce en los labios y vio que un puñado de mariposas trataba de metérsele en la boca. Luego, el mar se abatió sobre él y se vio en el agua, al lado de Ayesha, que, milagrosamente, había salido del cuerpo de su esposa... «Ábrete —le gritaba—. ¡Ábrete bien!» Unos tentáculos de luz le brotaban del vientre y él trataba de cortarlos con el canto de la mano. «Ábrete —gritaba ella—. Si has venido tan lejos, termina.» ¿Cómo era posible que él oyera su voz? Estaban bajo el agua, perdidos en el rugido del mar, pero él la oía claramente, todos podían oírla, oír aquella voz que era como una campana. «Ábrete», decía. Él se cerraba.
Él era una fortaleza cuyas puertas empezaban a ceder. Ahora se ahogaba. Ella se ahogaba también. Él vio que el agua le entraba en la boca y le gorgoteaba en los pulmones. Entonces, dentro de él algo se resistió, él hizo otra elección y, en el instante en que se rompió su corazón, él se abrió.
Su cuerpo se rajó desde la nuez hasta la ingle, de manera que ella pudiera llegar muy adentro, y ahora ella también estaba abierta, todos lo estaban y, cuando ellos se abrieron, las aguas se dividieron y todos caminaron hacia La Meca por el fondo del mar de Arabia.
IX
UNA LÁMPARA MARAVILLOSA
1
Dieciocho meses después de haber sufrido el ataque al corazón, Saladin Chamcha volvió a levantar el vuelo, esta vez a causa de la noticia telegráfica de que su padre se encontraba en fase terminal de mieloma múltiple, cáncer de médula generalizado que era «cien por ciento» fatal, como dijo crudamente su doctora, a la que Chamcha consultó por teléfono. Entre padre e hijo no había habido contacto alguno desde que Changez Chamchawala enviara a Saladin el producto del nogal hacía eternidades. Saladin envió una nota breve para informar de que había sobrevivido a la catástrofe del Bostan, y recibió en respuesta una misiva más lacónica todavía: «Rec. tu comunicación. Ya estaba informado.» Pero cuando llegó el telegrama de la mala noticia —lo firmaba la desconocida segunda esposa, Nasreen II, y el redactado era bastante brusco: TU PADRE GRAVÍSIMO + SI QUIERES VERLO DATE PRISA + N CHAMCHAWALA (MRS)—, Saladin descubrió con sorpresa que, después de una vida de difíciles relaciones con su padre, después de largos años de enojos y «separaciones definitivas», su reacción era simple y espontánea. Sencillamente, irresistiblemente, era indispensable que él llegara a Bombay antes de que Changez lo abandonara para siempre.
Pasó la mayor parte de un día haciendo cola en la sección consular de India House para solicitar el visado y tratando de convencer a un encallecido funcionario de la urgencia de su caso. Como un estúpido, había olvidado el telegrama en casa y el funcionario le dijo: «Eso hay que demostrarlo. Comprenda que cualquiera puede venir diciendo que su padre se está muriendo, ¿no? Para colarse.» Chamcha hizo un esfuerzo para dominar la indignación, pero finalmente estalló: «¿Es que tengo cara de estar ansioso de volver a Khalistan?» El funcionario se encogió de hombros. «Yo le diré quién soy —gritó Chamcha a quien aquel gesto hizo perder los estribos—. Yo soy el desgraciado que fue bombardeado por los terroristas, cayó desde una altura de diez mil metros por culpa de los terroristas, y ahora, por los mismos terroristas, tiene que dejarse insultar por un chupatintas como usted.» Su solicitud de visado, colocada con mano firme por su adversario al fondo de un gran montón, no fue atendida hasta tres días después. El primer avión disponible no despegó hasta al cabo de otras treinta y seis horas: era un 747 de Air India y se llamaba Gulistan.
Gulistan y Bostan, los jardines gemelos del Paraíso: uno estalló en el aire y sólo quedó uno... Chamcha avanzaba por una de las tuberías por las que la Terminal Tres introducía pasajeros en aviones, cuando vio el nombre pintado junto a la puerta abierta del 747 y se puso dos tonos más pálido. Luego oyó a la azafata vestida con sari que le saludaba con un inconfundible acento canadiense y perdió la serenidad. Con un reflejo de auténtico terror, dio media vuelta y se quedó de espaldas al avión. Comprendía que debía de estar ridículo allí plantado, con la bolsa de cuero marrón en una mano y los dos sacos con cremallera para trajes en la otra, y los ojos desorbitados, de cara a la cola de irascibles pasajeros que esperaban para embarcar; pero no podía moverse. La gente se impacientaba: si esto es una arteria, pensó, yo soy el maldito coágulo. «Yo también me aco-co-acobardaba —dijo una voz jovial—. Pero ahora tengo el tru-truco. Durante el despe-pe-pegue, agito las manos y el avión siempre su-su-sube al cie-cie-cielo.»
* * *
«Hoy en día, la diosa pri-pri-principal es Lakshmi, sin duda», confió Sisodia mientras tomaban el whisky después del despegue. (Efectivamente, mientras Gulistan corría por la pista, el hombre agitó los brazos frenéticamente y luego se arrellanó en su butaca, satisfecho, con una sonrisa de modestia. «Siempre fu-fu-funciona.» Los dos iban en la cubierta superior del 747, reservada para la clase Business no fumadores, y Sisodia se había instalado en el asiento situado al lado de Chamcha sin pensarlo dos veces. «Llámeme Whisky —insistía—. ¿A qué se de-de-dedica? ¿Cua-cuánto gana? ¿Hace mu-mu-mucho que se fue? ¿Conoce a mujeres o necesita ayu-yu-da?») Chamcha cerró los ojos y concentró sus pensamientos en su padre. Advertía que lo más triste era no poder recordar ni un solo día de felicidad vivido al lado de Changez desde que era hombre. Y, lo más esperanzador, el descubrimiento de que, a pesar de todo, al fin podía perdonar incluso el crimen imperdonable, el de que fuera su padre. Resiste, rogaba en silencio. Voy lo más de prisa que puedo. «En estos ti-tiempos tan materialistas —proseguía Sisodia—, ¿quién pri-priva sino la diosa de la ri-riqueza? En Bombay, los jóvenes empresarios celebran fiestas de poo-poo-pooja durante toda la noche, presididas por la estatua de Lakshmi, con las pa-palmas de las manos hacia arriba, y bombillas en los de-de-dedos que se encienden sucesivamente, ¿comprende?, como si la riqueza co-co-corriera por sus manos.» En la pantalla de la cabina de pasaje, una azafata hacía una demostración de los distintos sistemas de seguridad. En un ángulo de la pantalla, una figura masculina traducía al lenguaje de los sordomudos. Esto era un adelanto, reconoció Chamcha. Película en lugar de personas de carne y hueso: un pequeño aumento de sofisticación (las señas) y un gran aumento de coste; cuando, en realidad, el viaje aéreo se hacía de día en día más peligroso, las flotas de todas las Compañías del mundo envejecían y nadie podía permitirse renovarlas. Todos los días se caía algo de algún avión, o ésta era la impresión, y las colisiones y los riesgos también aumentaban. De manera que la película era una especie de mentira, porque implícitamente decía: Observen hasta dónde llegamos en nuestro afán de aumentar su seguridad. Incluso les hacemos una película. Estilo en lugar de sustancia, una imagen en lugar de la realidad... «Tengo en proyecto una superpro-producción sobre ella. Quizá con la Sri-devi, oja-jalá. Ahora que Gibreel está en de-de-decadencia, ella es la número uno indiscutible.»
Chamcha había oído decir que Gibreel Farishta había pinchado en su vuelta a la pantalla. Su primera película, La retirada del mar de Arabia, fue un fracaso; los efectos especiales parecían hechos en casa; la muchacha que hacía el papel de «Ayesha», la protagonista, una tal Pimple Billimoria, estaba lamentablemente desafortunada, y la interpretación que el propio Gibreel hacía del arcángel había merecido de los críticos los calificativos de narcisista y megalomaníaca. Los días en los que todo se le perdonaba habían pasado; su segunda película, Mahound, había naufragado sin dejar rastro, después de chocar con todos los escollos religiosos. «Eso le pa-pa-pasa por andar con otros productores —se lamentó Sisodia—. La co-codicia de la estre-tre-trella. En mis películas, los ef-ef-efectos siempre resultan y el buen gu-gusto también puedes darlo por desco-co-descontado.» Saladin Chamcha cerró los ojos y se reclinó en su butaca. El miedo le había hecho beber el whisky demasiado de prisa, y empezaba a darle vueltas la cabeza. Sisodia parecía no recordar su relación con Farishta, lo cual era una suerte. Aquello pertenecía al pasado. «Shhh-shh-Sridevi, en el papel de Lakshmi —enunció Sisodia, sin gran convicción—. Eso es una mina. Usted es ac-actor. Usted debería trabajar en su ti-tierra. Llámeme. Tal vez hagamos algo. Esta película: una mina de pla-pla-platino.»
Chamcha sentía vértigo. Qué extraño significado adquirían las palabras. Sólo unos días atrás, lo de su tierra le hubiera sonado a falso. Pero ahora su padre estaba muriéndose y viejas emociones alargaban tentáculos hacia él. Quizá su lengua había vuelto a rebelarse y enviaba su pronunciación al Este con el resto de su persona. Apenas se atrevía a abrir la boca.
Hacía casi veinte años, cuando el joven y recién rebautizado Saladin se ganaba la vida con apuros haciendo papelitos en el teatro londinense, con el propósito de mantenerse a distancia de su padre, y cuando Changez se retiraba a su vez, de otra manera, haciéndose a un tiempo retraído y religioso; en aquel entonces, un día, inopinadamente, el padre escribió al hijo para ofrecerle una casa. La propiedad era una mansión un tanto laberíntica situada en las montañas de Solan. «La primera propiedad que yo poseí —escribía Changez—, y la primera que te doy.» La inmediata reacción de Saladin fue ver en el ofrecimiento una trampa para hacerle volver a casa, a las redes de su padre; y cuando se enteró de que la propiedad de Solan había sido requisada hacía tiempo por el Gobierno indio a cambio de un alquiler nominal y que en ella se había instalado un colegio para niños, el regalo resultó, además, una ilusión. ¿Qué importaba a Chamcha que, si alguna vez le daba por visitar la escuela, se le tributaran honores de jefe de Estado, con desfiles y exhibiciones de gimnasia? Estas cosas halagaban la enorme vanidad de Changez, pero a Chamcha le dejaban indiferente. La realidad era que la escuela no se movería de allí y que el regalo carecía de valor y únicamente podría reportarle quebraderos de cabeza. Saladin escribió a su padre rehusando el ofrecimiento. Fue la última vez que Changez Chamchawala trató de darle algo. El hogar se distanciaba del hijo pródigo.
«Yo nunca olvido una ca-cara —decía Sisodia—. Usted es el amigo de Mi-Mi-Mimi. El superviviente del Bostan. Lo reconocí en cuanto le vi pa-pa-paralizado de miedo en la pu-pu-puerta de embarque. Espero que no se sienta muy m-mal.» Saladin, contrariado, movió la cabeza. No, estoy bien, de verdad. Sisodia, con su cabeza reluciente, hizo un guiño repulsivo a una azafata y pidió más whisky. «Qué la-lástima lo de Gibreel y su amiga —prosiguió Sisodia—. Y con un nombre tan bonito, Alie-Alie-Alleluia. ¡Qué mal carácter ese chico, y qué celos! Es muy duro para una mu-mu-muchacha mo-mo-moderna. Co-co-cortaron.» Saladin, una vez más, se refugió en la simulación del sueño. Acabo de reponerme del pasado. Déjeme en paz.
Se había declarado formalmente curado hacía sólo cinco semanas, en la boda de Mishal Sufyan y Hanif Johnson. Después de la muerte de sus padres en el incendio del Shaandaar, Mishal fue asaltada por un remordimiento terrible e infundado que hacía que su madre se le apareciera en sueños y le reprochara: «Si me hubieras dado el extintor cuando te lo pedí. Si hubieras soplado con más fuerza. Pero tú nunca escuchas lo que yo digo, y tienes los pulmones tan estropeados por los cigarrillos que no podrías apagar ni una vela, y no digamos una casa en llamas.» Bajo la severa mirada del fantasma de su madre, Mishal se mudó del apartamento de Hanif a una habitación con otras tres mujeres, solicitó y obtuvo el puesto de Jumpy Joshi en el centro deportivo y peleó con las Compañías de Seguros hasta que le pagaron. Al fin, cuando el Shaandaar estaba a punto de volver a abrir sus puertas bajo la dirección de Mishal, el fantasma de Hind Sufyan comprendió que ya era hora de irse al otro mundo, y entonces Mishal llamó por teléfono a Hanif y le pidió que se casara con ella. Él, de la sorpresa, se quedó sin habla y tuvo que pasar el teléfono a un colega que explicó que a Mr. Johnson se le había comido la lengua el gato y aceptó la oferta de Mishal en nombre del abogado mudo. Así pues, todo el mundo iba reponiéndose de la tragedia; hasta la misma Anahita, que había sido obligada a ir a vivir con una tía muy pesada y anticuada, parecía contenta el día de la boda, quizá porque Mishal le había prometido que tendría sus propias habitaciones en el renovado Shaandaar Hotel. Mishal pidió a Saladin que fuera su padrino de boda, en agradecimiento por su intento de salvar la vida de sus padres, y, cuando iban camino de la oficina del Registro en la furgoneta de Pinkwalla (todos los cargos contra el disc-jockey y su jefe, John Maslama, habían sido retirados por falta de pruebas), Chamcha dijo a la novia: «Me parece que hoy también para mí empieza una nueva vida; quizá para todos nosotros.» Él había tenido que sufrir una operación a corazón abierto: el disgusto de tantas muertes, y pesadillas en las que volvía a convertirse en una especie de demonio sulfuroso de pata hendida. Durante una temporada quedó también incapacitado profesionalmente por efecto de una profunda vergüenza, ya que, cuando los clientes empezaron por fin a llamarle otra vez para pedirle alguna de sus voces, por ejemplo, la de un guisante congelado o la de un paquete de salchichas en forma de muñeco de polichinela, el recuerdo de sus crímenes telefónicos le atenazaba la garganta estrangulando la imitación en el momento de nacer. Pero, de pronto, en la boda de Mishal se sintió liberado. Fue una ceremonia extraordinaria, debido, sobre todo, a que la joven pareja no dejaba de besarse, y la secretaria del Registro Civil (una mujer joven y agradable que también exhortó a los invitados a no beber mucho aquel día si tenían que conducir) tuvo que instarles a darse prisa en contestar a las preguntas antes de que llegara la boda siguiente. Después, en el Shaandaar, los besos continuaron, haciéndose cada vez más largos y elocuentes, hasta que los invitados empezaron a tener la impresión de que estaban de más y se marcharon sosegadamente, dejando a Hanif y Mishal tan absortos en su arrolladora pasión, que ni siquiera se dieron cuenta de la marcha de sus amigos, ni de la presencia del puñado de niños que se había congregado delante de las ventanas del Shaandaar Café para observarlos. Chamcha, el último invitado en salir, hizo el favor de bajarles las persianas a los recién casados, con disgusto de la chiquillería, y se alejó por la reconstruida High Street sintiéndose tan eufórico que hasta dio un tímido brinco.
Nada dura siempre, pensó con los ojos cerrados, sobre algún lugar de Asia Menor. Tal vez la desdicha sea el continuum a través del cual discurre la vida humana, y la alegría sólo una serie de destellos, unas islas en la corriente. O, si no la desdicha, por lo menos, la melancolía... Estas cavilaciones fueron interrumpidas por un sonoro ronquido que se oyó a su lado. Mr. Sisodia, con su vaso de whisky en la mano, se había quedado dormido.
Evidentemente, el productor era el niño mimado de las azafatas, que se multiplicaban para atender al durmiente, quitándole el vaso de la mano y poniéndolo en lugar seguro, extendiendo una manta sobre la parte inferior de su cuerpo, y lanzando exclamaciones de ternura ante aquella cara que roncaba: «¿No es una monada? ¡Qué ricura!» Inesperadamente, Chamcha recordó a las señoras de Bombay que le acariciaban el pelo en las fiestas de su madre, y reprimió unas lágrimas de sorpresa. En realidad, Sisodia estaba un poco obsceno; antes de quedarse dormido se había quitado las gafas y su cara aparecía extrañamente desnuda. A Chamcha le recordaba un enorme Shiva lingam. Quizás ello explicara su popularidad entre las damas.
Hojeando las revistas y periódicos que le habían dado las azafatas, Saladin encontró a un viejo conocido que estaba en apuros. La depurada Hora de los Aliens de Hal Valance había sido un fracaso en los Estados Unidos y dejaba de emitirse. Peor aún, su agencia de publicidad y sus subsidiarias habían sido engullidas por un leviatán americano, y era probable que Hal tuviera que marcharse, conquistado por el dragón transatlántico que él quiso domesticar. Costaba trabajo sentir compasión por Valance, sin empleo y con apenas unos millones, abandonado por su adorada Mrs. Torture y compañeros, relegado al limbo reservado a los favoritos caídos en desgracia, empresarios fraudulentos, financieros especuladores y ex ministros renegados; pero Chamcha, mientras volaba hacia el lecho de muerte de su padre, se encontraba en un estado de ánimo tan exaltado que hasta dedicó una enternecida despedida al malvado Hal. ¿En el billar de quién jugará Baby ahora?, se preguntó distraídamente.
En la India, la guerra entre hombres y mujeres no daba señales de remitir. En el Indian Express leyó la crónica de la última «novia suicida». El marido, Prajapati, se encuentra en paradero desconocido. En la página siguiente, en la sección semanal de anuncios matrimoniales por palabras, los padres del novio todavía exigían, y los padres de la novia ofrecían con orgullo, muchachas de piel «trigueña». Chamcha recordó el apasionamiento y la amargura con que Bhupen Gandhi, el poeta amigo de Zeeny, hablaba de estas cosas. «¿Cómo acusar a otros de tener prejuicios cuando nuestras propias manos están tan sucias? —preguntó—. Muchos de vosotros, en Inglaterra, os consideráis víctimas. Bien. Yo no he estado allí, no conozco vuestra situación, pero en mi experiencia personal nunca he podido sentirme cómodo cuando se me ha calificado de víctima. En términos de clase, desde luego, no lo soy. Incluso desde el punto de vista cultural, aquí encontrarás toda la intolerancia y el fanatismo asociado con la opresión. De manera que mientras, indudablemente, muchos indios están oprimidos, no creo que ninguno de nosotros pueda reivindicar condición tan atractiva.»
«Lo malo de las críticas radicales de Bhupen es que los reaccionarios como aquí Salad baba las recogen de mil amores», observó Zeeny.
Había estallado un escándalo de tráfico de armas. ¿El Gobierno indio había pagado comisiones a intermediarios y luego ayudado a echar tierra sobre el asunto? Grandes sumas de dinero estaban involucradas, y la credibilidad del Primer Ministro había sido dañada; pero estas cosas no interesaban a Chamcha. Estaba mirando una fotografía borrosa de una página interior, en la que aparecían numerosos bultos flotando en un río. En una población del Norte de la India había habido una matanza de musulmanes, y sus cadáveres habían sido arrojados al agua, donde recibirían las atenciones de un «Gaffer Hexam» del siglo xx. Había centenares de cadáveres hinchados y putrefactos; el hedor parecía desprenderse de la página del periódico. Y en Cachemira, durante las oraciones del Eid, un grupo de airados fundamentalistas islámicos habían arrojado zapatos contra un relevante ministro, antes muy popular, que había hecho una «componenda» con el partido del Congreso de la India. El comunalismo y las tensiones sectarias eran omnipresentes: como si los dioses fueran a la guerra. En la eterna lucha entre la belleza y la crueldad, la crueldad ganaba terreno día a día en todo el mundo. La voz de Sisodia irrumpió en estas tristes reflexiones. El productor, al despertarse, había visto la foto de Meerut en la mesita plegable de Chamcha. «Lo cierto es —dijo sin asomo de su jovialidad habitual— que la fe religiosa, que es compendio de las más altas as-as-aspiraciones de la raza humana, ahora, en nuestro pa-país, es instrumento de los más bajos instintos y Di-Di-Dios, la criatura del mal.»
CONOCIDOS FALSEADORES DE LA HISTORIA, RESPONSABLES DE MATANZAS, alegaba un portavoz del Gobierno, pero los «elementos progresistas» rechazaban este análisis. La policía DE LA CIUDAD, CONTAMINADA POR AGITADORES COMUNALES, apuntaba la réplica. Los NACIONALISTAS HINDÚES SE ENTREGAN A LA MATANZA. Una revista política quincenal publicaba fotografías de unos carteles instalados delante de la Juma Masjid de la Vieja Delhi. El imán, un hombre de abultado abdomen y ojos cínicos, al que la mayoría de las mañanas podía verse en su «jardín» —un trozo de tierra baldía roja y cascotes contiguo a la mezquita— contando las rupias donadas por los fieles y enrollando cada billete de manera que parecía sostener en la mano un puñado de cigarrillos delgados como beedis, y que no era ajeno a la política comunalista, al parecer estaba decidido a sacar partido del horror de Meerut. Sofoquemos el fuego en nuestro Pecho, gritaba el cartel. Saludemos con Reverencia a los que hallaron el Martirio en las Balas de los Polis. Y también: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Awak el Primer Ministro! Y, por último, un llamamiento a la acción: Se observará bandh, y la fecha de la huelga.
«Malos tiempos —prosiguió Sisodia—. Para las pe-pe-películas, la televisión y la economía, efectos per-per-perniciosos. — Entonces, al ver acercarse a las azafatas, se animó—. Confieso que soy mi-mi-miembro de uno de los más selectos clu-clu-clubs —dijo alegremente, asegurándose de que ellas lo oían—. ¿Quiere una reco-comendación?»
Ah, los saltos que es capaz de dar el pensamiento humano, se admiró sombríamente Saladin. Ah, cuántas personalidades diferentes y contradictorias se entremezclaban y revolvían dentro de estos sacos de piel. No es de extrañar que seamos incapaces de mantenernos concentrados en una cosa durante mucho tiempo; no es de extrañar que inventemos dispositivos de mando a distancia para saltar de canal en canal. Si volviéramos estos instrumentos hacia nosotros mismos, descubriríamos más canales de los que soñara un magnate de la televisión por cable o por satélite... Su propio pensamiento, que él trataba de concentrar en su padre, se le escapaba una y otra vez hacia Miss Zeenat Vakil. El le había puesto un cable informándole de su llegada. ¿Estaría esperándole? ¿Qué pasaría o dejaría de pasar entre ellos? ¿Al dejarla, al no volver, al perder el contacto durante un tiempo, habría hecho él Lo Imperdonable? ¿Estaría —pensó, sobrecogido por la idea de que no se le hubiera ocurrido hasta entonces— casada? ¿Enamorada? ¿En relaciones con otro? Y él mismo, ¿qué quería en realidad? Lo sabré cuando la vea, pensó. El futuro, a pesar de que no era más que un tenue resplandor envuelto en un interrogante, no se dejaba eclipsar por el pasado; incluso cuando la muerte avanzaba hacia el centro del escenario, la vida seguía exigiendo iguales derechos.
El vuelo terminó sin incidentes.
Zeenat Vakil no le esperaba en el aeropuerto.
«Venga conmigo —dijo Sisodia agitando una mano—. El coche ha venido a reco-cogerme, así que yo lo lle-llevo.
* * *
Treinta y cinco minutos después, Saladin Chamcha estaba en Scandal Point, delante de las puertas de su infancia, con la bolsa en una mano y los sacos de los trajes en la otra, mirando el portero electrónico de importación controlado por vídeo. Había slogans antidroga pintados en la tapia: Los paraísos ARTIFICIALES ACABAN EN INFIERNOS NATURALES y EL POLVO BLANCO CONDUCE A UN FUTURO NEGRO. Valor, viejo, se animó; y, siguiendo las instrucciones, pulsó a fondo, una vez.
* * *
En el frondoso jardín, su inquieta mirada tropezó con la cepa del nogal talado. Probablemente ahora lo usan de mesa para picnics, caviló amargamente. Su padre siempre fue dado al gesto melodramático y autocompasivo, y almorzar sobre una superficie impregnada de esta carga emocional —con grandes suspiros, sin duda, entre bocado y bocado— era muy propio de él. ¿Haría también un drama de su muerte?, se preguntaba Saladin. ¡Qué fantástico melodrama podría escenificar ahora el viejo granuja para conquistar las simpatías del público! Todo el que está cerca de un moribundo se halla totalmente a su merced. Los golpes que se dan desde un lecho de muerte te dejan cardenales para siempre.
Su madrastra salió de la mansión de mármol del moribundo y recibió a Chamcha sin asomo de rencor. «Salahuddin, me alegra que hayas venido. Le levantará el espíritu, y ahora es con el espíritu con lo que tiene que luchar, porque su cuerpo está más o menos acabado.» Tendría unos seis o siete años menos de los que hubiera tenido ahora la madre de Saladin, y la misma complexión de pajarito. Por lo menos en esta cuestión, su padre, hombre corpulento y expansivo, se había mostrado consecuente. «¿Cuánto tiempo le queda?», preguntó Saladin. Nasreen, tal como indicaba el telegrama, no se hacía ilusiones. «Podría ocurrir en cualquier momento.» El mieloma estaba presente en todos los «huesos largos» de Changez —el cáncer había traído a la casa su propio vocabulario; aquí ya no se decía brazos y piernas— y en el cráneo. Las células cancerosas se habían detectado incluso en la sangre contigua a los huesos. «Debimos sospecharlo —dijo Nasreen, y Saladin empezó a percibir la fortaleza de la anciana, la fuerza de voluntad con la que reprimía sus sentimientos—. Su acusada pérdida de peso durante los dos últimos años. También se quejaba de dolor, por ejemplo, en las rodillas. Pero ya sabes lo que ocurre. Cuando se trata de una persona anciana, echas la culpa a la edad, no sospechas que una enfermedad maligna y asquerosa...» Se interrumpió, por la necesidad de controlarse la voz. Kasturba, la ex ayah, se reunió con ellos en el jardín. Resultó que Vallabh, su marido, había muerto de vejez hacía casi un año, mientras dormía: una muerte más clemente que la que ahora devoraba el cuerpo de su señor, el seductor de su esposa. Kasturba todavía usaba los viejos saris chillones de Nasreen I: hoy había elegido uno blanco y negro, con un mareante dibujo Op-Art. También ella saludó cariñosamente a Saladin: abrazos besos lágrimas. «Yo no dejaré de pedir un milagro mientras haya un soplo de vida en sus pobres pulmones.»
Nasreen II abrazó a Kasturba; cada una apoyaba la cabeza en el hombro de la otra. La intimidad entre las dos mujeres era espontánea y estaba exenta de resentimiento; como si la proximidad de la muerte hubiera arrastrado las riñas y los celos de la vida. Las dos ancianas se consolaban mutuamente en el jardín de la pérdida inminente de lo más precioso del mundo: el amor. O, mejor dicho: el amado. «Entra —dijo finalmente Nasreen a Saladin—. Debe verte cuanto antes.»
«¿Lo sabe él?», preguntó Saladin. Nasreen respondió evasivamente: «Es un nombre inteligente. No hace más que preguntar: ¿adónde ha ido toda la sangre? Él dice que sólo hay dos enfermedades que se coman la sangre de este modo. Una es la tuberculosis.» Pero Saladin insistió: ¿nunca ha pronunciado la palabra? Nasreen bajó la cabeza. La palabra no había sido pronunciada ni por Changez ni por nadie en su presencia. «¿Y no debería saberlo? —preguntó Chamcha—. ¿No tiene derecho un hombre a prepararse para su muerte?» Vio que los ojos de Nasreen llameaban un instante. ¿Qué te has creído, venir a decirnos lo que tenemos que hacer? Tú abdicaste de todos tus derechos. Luego se apagaron y cuando habló su voz era neutra, serena, grave. «Quizá tengas razón.» Pero Kasturba gimió: «¡No! ¿Y cómo vamos a decírselo, pobre hombre? Le destrozará el corazón.»
El cáncer había espesado la sangre de Changez de tal manera que el corazón la bombeaba con gran dificultad. También el sistema circulatorio estaba contaminado de cuerpos extraños, plaquetas que atacaban toda la sangre que se le transfundía, aunque fuera de su propio tipo. De manera que ni siquiera con esto podría ayudarle, comprendió Saladin. Changez podía morir de estas complicaciones antes de que el cáncer lo matara. Si moría de cáncer, el fin llegaría en forma de pulmonía o de fallo del riñón; los médicos, sabiendo que nada podían hacer por él, lo habían enviado a casa, a esperar el fin. «El mieloma afecta a todo el organismo, por lo que ni la quimioterapia ni la radioterapia están indicadas —explicó Nasreen—. El único medicamento es el Melphalan, que, en algunos casos, puede prolongar la vida, incluso durante años. Pero nos han dicho que su caso es de los que no responden al Melphalan.» Pero no se lo habéis dicho, insistían las voces interiores de Saladin. Y eso está mal, muy mal. «De todos modos, un milagro ya ha ocurrido —exclamó Kasturba—. Los médicos dijeron que normalmente éste es uno de los tipos de cáncer más dolorosos; y tu padre no tiene dolor. Si rezas, a veces se te concede un favor.» Fue por esta extraña ausencia de dolor por lo que resultó tan difícil diagnosticar el cáncer; llevaba por lo menos dos años extendiéndose por el cuerpo de Changez. «Deseo verle ya», pidió suavemente Saladin. Un criado había entrado su equipaje mientras hablaban; ahora, por fin, él siguió a sus trajes al interior.
Por dentro, la casa estaba igual —la generosidad de la segunda Nasreen para con la memoria de la primera parecía infinita, por lo menos durante estos días, los últimos que su común esposo pasaba en la tierra—, salvo por la colección de pájaros disecados (abubillas y raras cotorras cubiertas por campanas de cristal, un pingüino rey de gran tamaño, con el pico infestado de diminutas hormigas rojas en el vestíbulo de mármol y mosaico) y las vitrinas de mariposas atravesadas por alfileres, que Nasreen había traído a la casa. Saladin avanzó por aquella variopinta galería de alas muertas hacia el estudio de su padre — Changez había mandado que lo sacaran de su dormitorio y le instalaran una cama en la planta baja, en aquel refugio que tenía las paredes cubiertas de libros apolillados, para que la gente no tuviera que estar todo el día subiendo y bajando escaleras para cuidarlo— y llegó, finalmente, a la puerta de la muerte.
De joven, Changez Chamchawala había adquirido la desconcertante habilidad de dormir con los ojos abiertos para «mantenerse alerta», como solía decir. Ahora, cuando Saladin entró suavemente en la habitación, el efecto de aquellos ojos grises que miraban ciegamente al techo resultó francamente sobrecogedor. Durante un momento, Saladin pensó que había llegado tarde, que Changez había muerto mientras él charlaba en el jardín. Entonces, el hombre de la cama tosió débilmente, volvió la cara y alargó un brazo vacilante. Saladin Chamcha fue hacia su padre e inclinó la cabeza bajo la palma de la mano del anciano.
* * *
Enamorarte de tu padre al cabo de largas décadas de discordia es un sentimiento hermoso y sereno; una renovación, una infusión de vida nueva, quería decir Saladin, pero no lo dijo, porque le parecía que tenía algo de vampirismo; como si, al extraer de su padre esta vida nueva, dejara espacio a la muerte en el cuerpo de Changez. Pero hora tras hora, aunque no lo decía, Saladin se sentía más próximo a muchos viejos y descartados yos, muchos Saladins —o, mejor dicho, Salahuddins— que se habían desgajado cada vez que él hacía una elección en su vida, pero que, al parecer, habían seguido existiendo, quizás en los universos paralelos de la teoría de los quanta. El cáncer había dejado a Changez Chamchawala literalmente con la piel y los huesos; las mejillas se le habían hundido en los huecos del cráneo y tenía que colocar una almohada de gomaespuma debajo de sus posaderas a causa de la atrofia de sus carnes. Pero también le había despojado de sus defectos, de todo lo que tenía de dominante, tiránico y cruel, de manera que el hombre irónico, cariñoso y brillante que había debajo estaba otra vez de manifiesto, a la vista de todos. Si hubiera sido así toda su vida, pensó Saladin (que, por primera vez en veinte años, empezaba a encontrar atractivo el sonido de su nombre completo, no abreviado a la inglesa). Qué triste es encontrar a tu padre cuando ya no puedes decirle nada más que adiós.
La mañana de su regreso, el padre pidió a Salahuddin Chamchawala que le afeitase. «Estas mujeres mías no saben ni por dónde hay que agarrar la Philishave.» La piel de la cara de Changez colgaba en pliegues suaves y correosos y su barba (cuando Salahuddin vació la máquina) parecía ceniza. Salahuddin no recordaba desde cuándo no tocaba la cara de su padre de aquel modo, alisando la piel antes de pasar la máquina de pilas y luego acariciándola para cerciorarse de que estaba bien rasurada. Cuando terminó, durante un momento siguió deslizando los dedos por las mejillas de Changez. «Mira al viejo —dijo Nasreen a Kasturba al entrar en la habitación—; no puede apartar los ojos de su hijo.» Changez Chamchawala sonrió ampliamente con fatiga, enseñando una boca llena de dientes deteriorados, manchados y con restos de alimentos.
Cuando su padre volvió a dormirse después de beber, obligado por Kasturba y Nasreen, una pequeña cantidad de agua y se quedó mirando —¿el qué?— con sus ojos abiertos y soñadores que podían ver tres mundos a la vez: el real de su estudio, el mundo fantástico de los sueños y la otra vida que se acercaba (o así lo pensó Salahuddin, en un momento en que dejó vagar la imaginación); entonces el hijo subió al antiguo dormitorio de Changez a descansar. Grotescas figuras de terracota le miraban amenazadoramente desde las paredes: un demonio con cuernos; un árabe de sonrisa soez que llevaba un halcón en el hombro, y un hombre calvo que ponía los ojos en blanco y sacaba la lengua con gesto de pánico cuando una enorme mosca negra se le posaba en la ceja. Incapaz de dormir debajo de aquellas figuras que había visto, y también odiado, toda su vida, porque veía en ellas el retrato de Changez, acabó por irse a otra habitación más neutra.
Despertó a última hora de la tarde, y al bajar encontró a las dos mujeres delante de la habitación de Changez, tratando de ordenar el horario de la medicación. Aparte de la diaria tableta de Melphalan, se le habían recetado una serie de específicos, a fin de tratar de combatir las perniciosas complicaciones del cáncer: anemia, insuficiencia cardíaca, etcétera. Isosorbide, dinitrato, dos tabletas, cuatro veces al día; Furosemida, una tableta, tres veces; Prednisolona, seis tabletas, dos veces... «Yo me encargo de eso —dijo a las mujeres, que le miraron con alivio—. Es lo menos que puedo hacer.» Agarol para el estreñimiento, Spironolactona para Dios sabe qué y Allopurinol, un zilórico; de pronto recordó, disparatadamente, una vieja reseña teatral en la que Kenneth Tynan, el crítico inglés, imaginó a los personajes de Tamerlán el Grande, de Marlowe, de nombres largos y altisonantes, como una «horda de píldoras y drogas mágicas empeñadas en aniquilarse mutuamente»:
¿Me desafías, insolente Barbitúrico?
Señor mío, tu abuelo ha muerto, el viejo Nembutal.
Las estrellas del firmamento llorarán por Nembutal...
¿No es timbre de valor ser rey
Aureomicina y Formaldehído,
No es timbre de valor ser rey
Y cabalgar triunfante por Anfetamina?
¡Las cosas que nos trae la memoria! Pero quizás este Tamerlán farmacéutico no estuviera fuera de lugar en este estudio lleno de libros apolillados, en el que otro monarca caído esperaba el final con los ojos abiertos a tres mundos. «Vamos, vamos, abba —dijo entrando alegremente a presencia del rey—. Es hora de salvarte la vida.»
En el mismo sitio todavía, en una repisa del estudio de Changez: cierta lámpara de cobre y latón con fama de maravillosa aunque (nunca la habían frotado) no demostrada aún. Un poco mate, parecía contemplar a su dueño moribundo; y era contemplada, a su vez, por su único hijo. El cual durante un instante sintió la tentación de cogerla, frotarla tres veces y pedir una fórmula mágica al djinni del turbante..., pero Salahuddin la dejó donde estaba. Aquél no era lugar para djinns, afreets ni diablos; aquí no se admitía a trasgos ni fantasías. Ni fórmulas mágicas; sólo la inoperancia de las píldoras. «Aquí está el hombre de la medicina», canturreó Salahuddin, haciendo tintinear los frasquitos para despertar a su padre. «Medicinas —dijo Changez con una mueca infantil—. Eek, buaak, tch.»
* * *
Aquella noche, Salahuddin obligó a Nasreen y Kasturba a acostarse cómodamente en sus propias camas mientras él se instalaba junto a Changez en un colchón en el suelo, para vigilarlo. Después de su dosis de medianoche de Isosorbide, el moribundo durmió tres horas y luego tuvo necesidad de ir al baño. Salahuddin prácticamente lo levantó en vilo y quedó impresionado por lo poco que pesaba. Changez siempre fue un peso fuerte, pero ahora no era más que un almuerzo viviente para las células cancerosas... En el baño, Changez rehusó su ayuda. «No consiente que nadie le haga nada —se lamentaba Kasturba cariñosamente—. Es un hombre muy pudoroso.» Al volver a la cama, Changez se apoyaba ligeramente en el brazo de Salahuddin y andaba arrastrando sus pies planos en unas viejas chanclas. Los pocos pelos que le quedaban se erguían en ángulos grotescos, la cabeza se proyectaba hacia delante sobre un cuello frágil y arrugado. Salahuddin sintió de pronto el deseo de levantar al anciano en brazos y acunarlo con canciones dulces de consuelo. Pero lo que hizo fue soltar, en aquél, el menos indicado de los momentos, una petición de reconciliación: «Abba, he venido porque no quería que entre nosotros siguiera habiendo desavenencias...» Idiota de mierda. Que el diablo te lleve, estúpido. ¡Y en plena puta noche! Es decir, que si no sospechaba que se muere, esa frasecita de despedida se lo dirá claramente. Changez siguió arrastrando los pies; oprimió ligeramente el brazo de su hijo. «Eso ya no importa —dijo—. Lo que fuera, ya está olvidado.»
Por la mañana, Nasreen y Kasturba llegaron con saris limpios, la cara descansada y protestando: «Fue tan terrible dormir lejos de él, que no pegamos ojo.» Cayeron sobre Changez con unas caricias tan tiernas que Salahuddin volvió a experimentar la sensación de espiar en la intimidad ajena que tuvo en la boda de Mishal Sufyan. Salió discretamente de la habitación mientras los tres amantes se abrazaban, se besaban y lloraban.
La muerte, el hecho trascendental, envolvía con su hechizo la casa de Scandal Point. Salahuddin se rindió a él como todos los demás, incluso Changez, que aquel segundo día hasta empezó a esbozar su sonrisa torcida de antaño, la que quería decir: sé muy bien lo que pasa; disimulo, pero no creas que me engañas. Kasturba y Nasreen se desvivían por atenderle, cepillándole el pelo, convenciéndole para que comiera o bebiera. Se le había hinchado la lengua, por lo que tenía dificultad para articular las palabras y tragar los alimentos; no quería nada fibroso, ni siquiera las pechugas de pollo, que tanto le habían gustado toda su vida. Una cucharada de sopa o de puré de patata, un bocado de flan. Comida infantil.
Cuando se incorporaba en la cama, Salahuddin se sentaba detrás de él para que Changez pudiera apoyarse en el cuerpo de su hijo mientras comía.
«Abrid la casa —ordenó Changez aquella mañana—. Quiero ver caras alegres y no sólo las vuestras, tan largas.» Conque, al cabo de tanto tiempo, vino la gente: jóvenes y viejos; tíos, tías y primos casi olvidados; unos cuantos camaradas de los viejos tiempos del movimiento nacionalista, caballeros de espalda erguida, pelo cano, chaqueta achkan y monóculo; empleados de las distintas fundaciones y sociedades filantrópicas constituidas por Changez años atrás; fabricantes competidores de productos agroquímicos. Gentes de la más diversa especie, pensó Salahuddin; pero se admiraba de lo bien que todos se comportaban en presencia del moribundo: los jóvenes le hablaban con toda confianza de su vida, como para darle a entender que la vida en sí era invencible, ofreciéndole el rico consuelo de sentirse miembro de la gran procesión de la raza humana, mientras que los viejos evocaban el pasado, de manera que él advertía que nada estaba olvidado, nada perdido; que, a pesar de los años de aislamiento voluntario, él seguía unido al mundo. La muerte hace aflorar lo mejor de las personas; era bueno poder comprobar —advirtió Salahuddin— que los seres humanos también podían ser así: considerados, cariñosos, incluso nobles. Todavía podemos ser elevados, pensó con satisfacción; a pesar de todo, aún podemos ser trascendentes. Una joven muy bonita —Salahuddin pensó que probablemente era su sobrina, y se sintió avergonzado de no saber su nombre— con una Polaroid retrataba a Changez con sus visitas, y el anciano se divertía enormemente, haciendo muecas y luego besando las muchas mejillas que se le ofrecían, con una luz en los ojos que Salahuddin identificó como nostalgia. Es como una fiesta de cumpleaños, pensó. O también: como el despertar de Finnegan, en que el muerto se niega a tumbarse y dejar que los vivos se diviertan solos.
«Hay que decírselo», insistió Salahuddin cuando las visitas se fueron. Nasreen bajó la cabeza y asintió. Kasturba prorrumpió en llanto.
Se lo dijeron a la mañana siguiente. Llamaron al especialista para que estuviera a mano, por si Changez quería preguntarle algo. El especialista, Panikkar (un nombre que los ingleses pronunciarían mal y con guasa, pensó Salahuddin, como el musulmán «Fakhar»), llegó a las diez, irradiando autosuficiencia. «Debería decírselo yo —manifestó, tomando la voz cantante—. La mayoría de los enfermos se avergüenzan de que sus seres queridos sean testigos de su miedo.» «De ninguna manera», respondió Salahuddin con una vehemencia que le asombró a sí mismo. «Bien, pues en tal caso...», dijo Panikkar encogiéndose de hombros, como disponiéndose a marchar; lo cual le hizo ganar la discusión, porque ahora Nasreen y Kasturba suplicaron a Salahuddin: «Por favor, no peleemos.» Salahuddin, derrotado, introdujo al médico a presencia de su padre y cerró la puerta del estudio.
«Tengo cáncer —dijo Changez Chamchawala a Nasreen, Kasturba y Salahuddin después de la marcha de Panikkar. Hablaba despacio, pronunciando la palabra con un esmero exagerado y desafiante—. Está muy avanzado. No me sorprende. A Panikkar le he dicho: "Se lo dije el primer día. ¿Adónde podía haber ido si no toda la sangre?"» Cuando salieron del estudio, Kasturba dijo a Salahuddin: «Desde que tú viniste había una luz en sus ojos. Ayer, con toda la gente, ¡qué contento estaba! Pero ahora sus ojos están apagados. Ahora ya no luchará.»
Aquella tarde, Salahuddin se encontró a solas con su padre mientras las dos mujeres descansaban. Entonces advirtió que él, que tanto deseaba claridad y franqueza, ahora estaba violento, con un nudo en la lengua. Pero Changez tenía algo que decir.
«Quiero que sepas que no tengo ningún problema en aceptar esto —dijo a su hijo—. De algo hay que morir. Y tampoco muero joven. No me hago ilusiones; yo sé que después de esto no voy a ninguna parte. Es el fin. Y está bien. A lo único que temo es al dolor, porque con el dolor la persona pierde la dignidad. Y no quiero que me ocurra eso.» Salahuddin estaba impresionado. Primero te encariñas con tu padre y después aprendes a respetarlo. «Dicen los médicos que el tuyo es un caso entre un millón —respondió verazmente—. Al parecer, a ti se te ha ahorrado el dolor.» Al oír esto, Changez pareció relajarse, y Salahuddin comprendió entonces lo asustado que estaba el anciano y lo mucho que deseaba saber la verdad... «Bas —dijo Changez Chamchawala con voz ronca—. Entonces estoy dispuesto. Y, a propósito, al fin vas a conseguir la lámpara.»
Una hora después empezó la diarrea: un chorro fino y negro. Las angustiadas llamadas de Nasreen al Breach Candy Hospital sirvieron para averiguar que Panikkar estaba ocupado. «Retiren el Agarol inmediatamente», ordenó el médico de guardia, que recetó Imodium en su lugar. No le hizo efecto. A las siete de la tarde, el peligro de deshidratación crecía, y Changez estaba tan débil que no podía incorporarse para tomar el alimento. No tenía apetito, pero Kasturba consiguió darle unas cucharadas de semolina con pulpa de albaricoque. «Ñam, ñam», ironizó él con su sonrisa torcida.
Se quedó dormido, pero a la una había tenido que levantarse tres veces. «Por el amor de Dios —gritaba Salahuddin por teléfono—, déme el teléfono particular de Panikkar.» Pero esto lo prohibían las normas del hospital. «Juzgue usted mismo si ha llegado el momento de ingresarlo», dijo la doctora de guardia. Asquerosa, murmuró para sus adentros Salahuddin Chamchawala. «Muchas gracias.»
A las tres, Changez estaba tan débil que Salahuddin lo llevó al baño casi en vilo. «Sacad el coche —gritó a Nasreen y Kasturba—. Nos vamos al hospital. Ahora mismo.» La prueba de que Changez estaba peor era que esta última vez consintió que su hijo le ayudara. «La mierda negra es mala», dijo, respirando con fatiga. Los pulmones se le habían congestionado de un modo espantoso; su respiración era como burbujas de aire que se abrieran camino en un engrudo. «Hay cánceres lentos, pero me parece que éste es muy rápido. Terminará pronto.» Y Salahuddin, el apóstol de la verdad, decía mentiras consoladoras: Abba, no te apures. Ya verás como te pones bien. Changez Chamchawala movió negativamente la cabeza. «Me voy, hijo», dijo. Tuvo una convulsión, y Salahuddin le sostuvo debajo de la boca un recipiente de plástico. El moribundo vomitó más de medio litro de mucosidades sanguinolentas; después, quedó tan exhausto que no podía hablar. Salahuddin lo llevó en brazos al asiento trasero del Mercedes, y Nasreen y Kasturba se sentaron una a cada lado. Salahuddin conducía a toda velocidad hacia el Breah Candy Hospital, que estaba a menos de un kilómetro calle abajo. «¿Abro la ventana, abba?», preguntó, y Changez movió la cabeza y murmuró roncamente: «No.» Mucho después, Salahuddin cayó en la cuenta de que ésta había sido la última palabra de su padre.
Urgencias. Pies que corren, enfermeros, una silla de ruedas, Changez en una cama, unas cortinas. Un médico joven haciendo lo que había que hacer, muy de prisa, pero sin dar sensación de apresuramiento. Me gusta, pensó Salahuddin. Entonces el médico le miró a los ojos y dijo: «Me parece que no saldrá de ésta.» Fue como recibir un puñetazo en el estómago. Salahuddin comprendió que aún se aferraba a una vana esperanza: le ayudarán a vencer la crisis y después nos lo llevaremos a casa; aún no ha llegado «el momento», y su primera reacción a las palabras del médico fue de rabia. Usted es el mecánico. No me diga que el coche no arranca, arréglelo. Changez estaba echado de espaldas, ahogándose. «La kurta nos impide llegar al pecho. ¿Se puede...?» Córtenla. Hagan lo que tengan que hacer. Gota a gota, la señal en una pantalla del latido que se debilita, impotencia. El joven médico que murmura: «Ya no puede durar, así que...» Entonces Salahuddin Chamchawala hizo algo brutal. Se volvió hacia Nasreen y Kasturba y dijo: «Venid, de prisa. Venid a decir adiós.» «¡Por el amor de Dios!», estalló el médico... Las mujeres, sin llorar, se acercaron a Changez y le tomaron una mano cada una. Salahuddin enrojeció de vergüenza. Nunca sabría si su padre había oído la sentencia de muerte en boca de su hijo.
Pero entonces Salahuddin encontró mejores palabras, ahora, tras largos años de ausencia, volvía a él el urdu. Todos estamos contigo, abba. Todos te queremos mucho. Changez no podía hablar, pero hizo —¿verdad que sí?—, sí, desde luego, lo hizo, un movimiento afirmativo con la cabeza. Me oyó. Entonces, bruscamente, Changez Chamchawala abandonó su cara; aún vivía, pero se había ido a otro sitio, se había vuelto hacia dentro, a mirar lo que hubiera que ver allí. Está enseñándome a morir, pensó Salahuddin. No desvía la mirada, sino que mira a la muerte cara a cara. En ningún momento de su agonía pronunció Changez Chamchawala el nombre de Dios.
«Por favor —dijo el médico—, vayan al otro lado de la cortina y déjennos que hagamos todo lo que se pueda.» Salahuddin llevó a las dos mujeres a unos pasos de distancia; y ahora, cuando una cortina les ocultaba a Changez, lloraban. «Juró que nunca me dejaría —sollozaba Nasreen, que al fin había perdido su férreo control—, y ahora se ha marchado.» Salahuddin se acercó a mirar por una rendija de la cortina, y vio cómo aplicaban la corriente al cuerpo de su padre; vio el brusco zigzag verde del pulso en la pantalla del monitor; vio al médico y a las enfermeras golpear el pecho de su padre; vio la derrota.
Lo último que había visto en la cara de su padre, antes del último e inútil esfuerzo del personal médico, fue la aparición de un terror tan profundo que le heló hasta la médula. ¿Qué había visto? ¿Qué era lo que le aguardaba, lo que nos aguarda a todos, que puso aquel miedo en los ojos de un hombre valiente? Ahora, cuando todo había terminado, volvió junto al lechó de Changez, y vio que su padre tenía los labios doblados hacia arriba en una sonrisa.
Acarició aquellas queridas mejillas. Hoy no le afeité. Ha muerto con barba. Qué fría tenía ya la cara; pero el cerebro, el cerebro conservaba un poco de calor. Le habían metido algodón en la nariz. ¿Y si ha habido un error? ¿Y si quiere respirar? Nasreen Chamchawala estaba a su lado. «Llevémosle a casa», dijo.
* * *
Changez Chamchawala volvió a casa en ambulancia, en una camilla de aluminio colocada en el suelo entre las dos mujeres que le habían amado. Salahuddin seguía a la ambulancia en el coche. Los camilleros lo colocaron en el estudio; Nasreen puso el aire acondicionado al máximo. Al fin y al cabo, era un clima tropical y no tardaría en salir el sol.
¿Qué vería?, se preguntaba Salahuddin una y otra vez. ¿Por qué aquel horror? ¿Y por qué aquella sonrisa final?
Otra vez fue la gente. Tíos, primos, amigos que ayudaban y se hacían cargo de las cosas. Nasreen y Kasturba estaban sentadas en lienzos blancos en el suelo de la habitación en la que, allá en tiempos, Saladin y Zeeny visitaron al ogro Changez; con ellas se sentaron otras mujeres acompañándolas en el duelo; algunas recitaban la qalmah una y otra vez, pasando las cuentas. Esto irritó a Salahuddin, pero no tuvo ánimos para oponerse. Luego llegó el mullah, que cosió el sudario de Changez. Ya era el momento de lavar el cadáver; aunque había muchos hombres y no era necesaria su ayuda, Salahuddin insistió. Si él fue capaz de mirar a la cara a su muerte, yo también lo soy. Y, mientras lavaban a su padre, volviendo el cuerpo hacia uno y otro lado según las órdenes del mullah, aquella carne magullada y flácida, la cicatriz del apéndice larga y oscura, Salahuddin recordó la única vez en su vida que había visto desnudo a su padre, que siempre fue muy recatado: él tenía nueve años y entró en tromba en un cuarto de baño en el que Changez estaba duchándose, y la visión del pene de su padre le causó una impresión imborrable. Un órgano grueso y macizo como una porra. Oh, qué fuerza demostraba, y qué insignificante el suyo... «No se le cierran los ojos —se lamentó el mullah—. Tendrían que habérselos cerrado antes.» Era un hombre fornido y práctico aquel mullah, con su barba y sin bigote. Trataba el cadáver como un objeto cualquiera que necesitara un lavado, como un coche, una ventana o un plato. «¿Es usted del mismo Londres? Yo estuve allí muchos años. Era portero del Claridge's Hotel.» ¿Ah, sí? ¡Qué interesante! ¡Pues no quería hacer conversación el hombre! Salahuddin estaba estupefacto. Ése es mi padre, ¿no se da cuenta? «Esas ropas —dijo el mullah señalando el último pijama kurta de Changez, el que había cortado el personal del hospital para descubrirle el pecho—, ¿las necesitan?» No, no. Puede llevárselas. Por favor. «Es usted muy amable. —En la boca y bajo los párpados de Changez pusieron trozos de tela negra—. Esta tela ha estado en La Meca», dijo el mullah. ¡Sáquelas! «No entiendo. Es tela bendita.» Ya me ha oído: Fuera, fuera. «Que Dios se apiade de su alma.»
Y:
El féretro sembrado de flores, como un moisés grande.
El cadáver amortajado de blanco, con virutas de sándalo para perfumarlo esparcidas por encima.
Más flores y un paño de seda verde con versos coránicos bordados en oro.
La ambulancia con el féretro, esperando el permiso de la viuda para arrancar.
Los últimos adioses de las mujeres.
El cementerio. Los hombres que se adelantan para portar el féretro dan un pisotón a Salahuddin, arrancándole un trozo de uña del dedo gordo.
Entre los asistentes, un viejo amigo de Changez al que hacía tiempo que no veía, y que ha venido a pesar de sufrir una bronconeumonía; y otro anciano que llora copiosamente y que morirá al día siguiente; y toda clase de gente, archivo viviente de la vida de un difunto.
La tumba. Salahuddin baja y se sitúa a la cabecera, y el enterrador a los pies. Changez Chamchawala es descendido. El peso de la cabeza de mi padre, en mi mano. Yo la deposité en tierra para que descansara.
El mundo, escribió alguien, es un lugar cuya realidad demostramos muriendo en él.
* * *
Esperándole a su regreso del cementerio, una lámpara de cobre y latón, su legado recobrado. Entró en el estudio de Changez y cerró la puerta. Allí estaban las viejas zapatillas, al lado de la cama; tal como él mismo predijera, se había convertido en «un par de zapatos vacíos». Las sábanas aún tenían la impronta del cuerpo de su padre; la habitación olía a sándalo, alcanfor, clavo. Tomó la lámpara del estante y se sentó al escritorio de Changez. Sacó un pañuelo del bolsillo y frotó enérgicamente: una, dos, tres veces.
Se encendieron todas las luces al mismo tiempo.
Zeenat Vakil entró en la habitación.
«Oh, Dios mío, a lo mejor las querías apagadas, pero con las persianas cerradas esto estaba tan lúgubre... —Agitando los brazos, hablando con su voz hermosa, fuerte y áspera, el pelo recogido por una vez en una cola de caballo trenzada que le llega hasta la cintura, allí estaba su djinn personal—. Siento mucho no haber venido antes, pero quería hacerte sufrir, y qué momento fui a elegir, qué revanchismo, yaar, me alegro verte, pobre ganso huérfano.»
Era la misma de siempre, inmersa en la vida hasta el cuello, combinando las conferencias de arte en la universidad con la práctica de la Medicina y las actividades políticas, «Yo estaba en el hospital cuando vosotros vinisteis, ¿sabes? Allí estaba, pero no supe lo de tu padre hasta que todo había terminado, y ni siquiera entonces fui a darte un abrazo. Qué mala pécora; si me echas de tu casa no te lo reprocharé.» Una mujer generosa, la más generosa que había conocido. Cuando la veas lo sabrás, se había prometido a sí mismo, y resultaba verdad. «Te quiero», se oyó decir, dejándola cortada. “Bueno, no pienso aprovecharme de la situación —dijo al fin, enormemente complacida—. Es evidente que estás trastornado. Tienes suerte de que no estemos en uno de nuestros grandes hospitales públicos, porque allí ponen a los majaras al lado de los drogadictos, y en las salas hay tanto tráfico que los pobres esquizos adquieren malos hábitos. De todos modos, si vuelves a decírmelo dentro de cuarenta días, mucho cuidado, porque quizás entonces lo tome en serio. Esto de ahora podría ser una enfermedad.»
Zeeny, tan avasalladora como siempre (y, al parecer, sin compromiso), volvió a entrar en su vida completando el proceso de renovación, de regeneración, que había sido el producto más sorprendente y paradójico de la fatal enfermedad de su padre. Su vieja vida inglesa, sus extravagancias, sus perversiones, ahora parecían muy lejanos, incluso incongruentes, como su abreviado nombre artístico. «Ya era hora —aprobó Zeeny cuando le dijo que había recuperado el Salahuddin—. Ahora por fin podrás dejar de fingir.» Sí, esto parecía el comienzo de una nueva fase en la cual el mundo sería sólido y real y en la que ya no existiría la figura ancha de un padre que se interpusiera entre él y la inevitabilidad de la tumba. Una vida huérfana, como la de Mahoma, como la de todo el mundo. Una vida iluminada por una muerte extrañamente radiante, que seguía brillando, en su pensamiento, como una especie de lámpara maravillosa.
De ahora en adelante, debo pensar como el que vive perpetuamente en el primer instante del futuro, se propuso, días después, en la cama del apartamento de Zeeny en Sophia College Lane, mientras se reponía de las entusiastas caricias dentales recibidas. (Ella le había invitado a su casa con timidez, como apartando un velo después de un largo retiro.) Pero no es tan fácil desprenderse de una vida; al fin y al cabo, él vivía también el momento presente del pasado; su vieja vida iba a envolverle una vez más para terminar su último acto.
* * *
Descubrió que era rico. Según las condiciones del testamento de Changez, la gran fortuna del fallecido magnate y su miríada de participaciones en empresas sería supervisada por un grupo de distinguidos fideicomisarios y las rentas serían divididas en tres partes iguales entre: Nasreen, la segunda esposa de Changez, Kasturba, a la que él llamaba en el documento «mi tercera, en el verdadero sentido», y Salahuddin, su hijo. Ahora bien, a la muerte de las dos mujeres, el fideicomiso podría disolverse cuando Salahuddin quisiera: es decir, que él lo heredaba todo. «Con la condición —estipulaba maliciosamente Changez Chamchawala— de que el granuja acepte el regalo que antes despreció, es decir, el edificio de la escuela de Solan, Himachal Pradesh.» Changez podía haber talado un nogal, pero nunca trató de desheredar a Salahuddin. No obstante, las casas de Pali Hill y Scandal Point quedaban excluidas de estas estipulaciones. La primera pasaba directamente a ser propiedad de Nasreen Chamchawala; la segunda, con efectos inmediatos, sería de la exclusiva propiedad de Kasturbabai, quien no tardó en anunciar su intención de vender la vieja casa a una inmobiliaria. El terreno valía mucho, y Kasturba, en cuestión de bienes inmuebles, no mostraba el menor sentimentalismo. Salahuddin protestó con vehemencia y fue atajado con firmeza. «Yo he pasado aquí toda mi vida —manifestó ella—. Por lo tanto, sólo yo puedo decidir.» Nasreen Chamchawala se mostró totalmente indiferente al destino de la vieja casa. «Un rascacielos más, un trozo del viejo Bombay menos —dijo, encogiéndose de hombros—, ¿qué puede importar? Las ciudades cambian.» Ella ya estaba haciendo sus preparativos para mudarse a Pali Hill, descolgando de las paredes las vitrinas de mariposas y reuniendo a los pájaros disecados en el vestíbulo. «Deja que la venda —dijo Zeenat Vakil—. De todos modos, tú no ibas a poder vivir en ese museo.»
Tenía razón, desde luego; apenas él habita decidido volver la cara hacia el futuro, ya empezaba a suspirar y lamentar el fin de la niñez. «Voy a ver a George y Bhupen, ¿te acuerdas? —dijo ella—. ¿Por qué no vienes? Necesitas empezar a conectar.» George Miranda acababa de rodar un documental sobre el comunalismo, entrevistando a hindúes y musulmanes de todas las tendencias. Los fundamentalistas de una y otra religión trataron inmediatamente de conseguir órdenes para que se prohibiera la proyección de la película, y si bien los tribunales de Bombay rechazaron las peticiones, el caso había pasado al Tribunal Supremo. George, con la cara aún más sombreada por la barba, el pelo más lacio y el estómago más ancho de lo que Salahuddin recordaba, bebía ron en una taberna de Dhobi Talao y golpeaba la mesa con puños pesimistas. «Es el Tribunal Supremo que falló el caso de Shah Bano», exclamó, aludiendo al tristemente célebre caso en el que, presionado por extremistas islámicos, el tribunal dictaminó que el pago de pensión alimenticia era contrario a la voluntad de Alá, con lo que hizo las leyes de la India más reaccionarias que las de Pakistán, por ejemplo. «No tengo grandes esperanzas.» Se retorcía desconsoladamente las enceradas guías de su bigote. Su nueva compañera, una bengalí alta y delgada de pelo corto que a Salahuddin le recordaba un poco a Mishal Sufyan, eligió aquel momento para atacar a Bhupen Gandhi por haber publicado un tomo de poesía acerca de su visita a la «pequeña ciudad templo» de Gagari, en los Ghats Occidentales. Los poemas habían sido criticados por la derecha hindú; un eminente profesor del Sur de la India anunció que Bhupen había «perdido el derecho a ser llamado poeta indio», pero, en opinión de la joven Swatilekha, Bhupen se había dejado seducir por la religión hacia una ambigüedad peligrosa. Bhupen, agitando su reluciente cara de luna y su melena gris, se defendía con firmeza. «Yo digo que la única cosecha de Gagari es la de los dioses de piedra que se extraen de sus canteras. Yo hablo de rebaños de leyendas que hacen sonar sagrados cencerros mientras pacen en las verdes laderas. No son imágenes ambiguas.» Swatilekha no se dejaba convencer. «En estos tiempos —insistió—, tenemos que manifestar nuestras opiniones con claridad meridiana. Todas las metáforas pueden ser mal interpretadas.» Expuso su teoría. La sociedad estaba orquestada por lo que ella llamaba las grandes narrativas: la Historia, la economía, la ética. En la India el desarrollo de un aparato estatal cerrado y corrupto había «excluido del proyecto ético a las masas del pueblo.» En consecuencia, el pueblo buscaba satisfacer su necesidad de ética en la más vieja de todas las grandes narrativas, a saber: la fe religiosa. «Pero estas narrativas son manipuladas por la teocracia y por varios elementos políticos de una manera totalmente retrogresiva.» Bhupen dijo: «No podemos negar la ubicuidad de la fe. Si escribimos de tal manera que se prejuzgue esta creencia como una ilusión o una falsedad, ¿no incurrimos en el pecado de elitismo, al tratar de imponer a las masas nuestra visión del mundo?» Swatilekha dijo con desdén: «Hoy mismo, en la India se están estableciendo líneas de combate —exclamó—. Secularismo contra racionalismo, la luz contra la oscuridad. Vale más que decidas de qué lado estás.»
Bhupen se levantó airadamente para marcharse. Zeeny le apaciguó: «No podemos permitirnos las escisiones. Hay planes que trazar.» Él volvió a sentarse y Swatilekha le dio un beso en la mejilla. «Perdona —dijo—. Demasiada universidad, como dice George. En realidad, las poesías me gustaron. Sólo quería plantear una teoría.» Bhupen, satisfecho, simuló que le daba un puñetazo en la nariz; crisis superada.
Se habían reunido, según dedujo ahora Salahuddin, para hablar de su participación en una curiosa manifestación política: la formación de una cadena humana que se extendería desde la Gateway of India hasta el extrarradio norte de la ciudad, en apoyo de la «integración nacional». El Partido Comunista de la India (Marxista) había organizado recientemente una cadena en Kerala, con gran éxito. «Pero —argumentó George Miranda— aquí, en Bombay, será diferente. En Kerala, el PCI(M) está en el poder. Aquí, con esos bastardos del Shiv Sena en el control, podemos esperar todo tipo de hostigamiento, desde obstrucción de la policía hasta ataques de las masas en algunos segmentos de la cadena, especialmente cuando pase, como tendrá que pasar, por las fortalezas del Sena en Mazagaon, etcétera.» A pesar de estos peligros, explicó Zeeny a Salahuddin, estas manifestaciones públicas eran esenciales. A medida que aumentaba la violencia entre las comunidades —de la que Meerut no era sino el último de una larga serie de criminales incidentes— se hacía más necesario que las fuerzas de la desintegración se salieran con la suya. «Tenemos que demostrar que existen fuerzas de signo contrario.» Salahuddin estaba aturdido por la rapidez con que, una vez más, su vida empezaba a cambiar. Yo, tomando parte en un acto del PCI(M). Los prodigios no acaban; desde luego, tengo que estar enamorado.
Una vez tomadas las decisiones pertinentes —cuántos amigos podría traer cada uno, dónde se reunirían y qué había que llevar de comida, bebida y equipo de primeros auxilios— el ambiente se distendió y ellos apuraron sus copas de ron barato y charlaron de cosas intrascendentes, y entonces fue cuando Salahuddin oyó por vez primera los rumores acerca del extraño comportamiento del astro cinematográfico Gibreel Farishta que empezaban a circular por la ciudad, y sintió que su vieja vida le pinchaba como una espina oculta; oyó el pasado, como una trompeta lejana, resonar en sus oídos.
* * *
El Gibreel Farishta que regresó de Londres a Bombay a retomar los hilos de su carrera cinematográfica no era, según la opinión general, el irresistible Gibreel de antaño. «El tío parece totalmente abocado a una carrera suicida —declaró George Miranda, que estaba al corriente de todos los chismes del mundo del cine—. ¿Quién sabe por qué? Dicen que tuvo un desengaño amoroso que le dejó desequilibrado.» Salahuddin mantuvo la boca cerrada, pero notó que se le encendía la cara. Allie Cone no quiso reconciliarse con Gibreel después de los incendios de Brickhall. En la cuestión del perdón, reflexionó Salahuddin, nadie pensó en consultar a Alleluia, totalmente inocente y muy perjudicada; una vez más, relegamos su vida a la periferia de la nuestra. No es de extrañar que siga indignada. Gibreel dijo a Salahuddin, en una conversación telefónica final y bastante violenta, que regresaba a Bombay «con la esperanza de no volver a verla, ni a ella, ni a ti, ni a esta maldita ciudad tan fría, en toda mi vida.» Pero, al parecer, volvía a hundirse, y ahora en su tierra natal. «Hace unas películas rarísimas —prosiguió George—. La última, con su dinero. Después de dos fracasos los productores le dan de lado. De manera que, si ésta también fracasa, estará arruinado, aviado, funtoosh.» Gibreel se había lanzado a rodar una nueva versión de la Ramayana trasladada a la época actual, en la cual los héroes y heroínas, en lugar de puros e inocentes, eran degenerados y malvados. Había un «Rama» lujurioso y borracho y una «Sita» ligera de cascos; «Ravana», el rey-demonio, por el contrario, era presentado como un hombre honrado y virtuoso. «Gibreel interpreta a "Ravana" —explicó George con expresión de fascinado horror—. Da la impresión de que busca deliberadamente la confrontación definitiva con los sectarios religiosos, a sabiendas de que no puede ganar, de que será despedazado.» Varios miembros del reparto ya habían abandonado la producción y concedido sabrosas entrevistas a la prensa en las que acusaban a Gibreel de «blasfemia», «satanismo» y otros delitos. Su última amante, Pimple Billimoria, aparecía en la cubierta de Cine-Blitz con esta afirmación: «Era como besar al diablo.» Evidentemente, la halitosis sulfurosa, aquel viejo problema de Gibreel, volvía a aquejarle, y con más fuerza que nunca.
Sus incoherencias habían dado que hablar más aún que la elección de los temas de sus películas. «Unos días es todo simpatía y bondad —dijo George—. Pero otros, llega al trabajo como dios todopoderoso y hasta se empeña en que la gente se arrodille. Personalmente, yo no creo que esa película llegue a terminarse, a menos que él recupere la salud mental, que tiene muy quebrantada. Primero, la enfermedad; después, la catástofe del avión, y, por último, los disgustos sentimentales: es fácil comprender los problemas de ese hombre.» Y había rumores de cosas peores: sus asuntos fiscales estaban siendo investigados; los funcionarios de policía le habían hecho una visita para interrogarle sobre la muerte de Rekha Merchant, y el marido de ésta, el rey de los cojinetes, había amenazado con «romperle todos los huesos del cuerpo al sinvergüenza», por lo que, durante varios días, Gibreel tuvo que hacerse acompañar por guardaespaldas cada vez que usaba los ascensores de Everest Vilas; y lo peor de todo eran las visitas nocturnas al barrio de los prostíbulos, en el que, al parecer, frecuentó ciertos establecimientos de Foras Road hasta que los dadas lo echaron porque hacía daño a las mujeres. «Dicen que algunas quedaron gravemente lesionadas —dijo George—. Y que tuvo que soltar mucho dinero para tapar bocas. No sé. La gente habla mucho. La tal Pimple, desde luego, cuando de atacar se trata no se queda atrás. El Hombre que odia a las Mujeres. Gracias a todo esto, ella está convirtiéndose en una estrella con fama de mujer fatal. Pero Farishta está francamente perturbado. Tengo entendido que tú lo conoces», terminó George mirando a Salahuddin, y éste se puso colorado.
«No mucho. Sólo por la catástrofe del avión y demás.» Estaba impresionado. Al parecer, Gibreel no había conseguido escapar de sus demonios interiores. Él, Salahuddin, creyó —ingenuamente, según se demostraba ahora— que los sucesos del fuego de Brickhall, cuando Gibreel le salvó la vida, en cierta manera los habrían purificado a ambos; que habrían expulsado los demonios lanzándolos a las llamas voraces; que, realmente, el amor podía desarrollar una fuerza humanizadora tan grande como la del odio; que la virtud podía transformar a los hombres tanto como el vicio. Pero nada era para siempre; ni, por lo visto, había cura que fuera completa.
«El mundo del cine está lleno de chiflados —decía Swatilekha a George afectuosamente—. No hay más que verle a usted, mister.» Pero Bhupen se había puesto serio: «Yo siempre consideré a Gibreel una fuerza positiva —dijo—. Un actor de una minoría que interpretaba personajes de muchas religiones y que era aceptado. Si ha perdido el favor, mala señal.»
Dos días después, Salahuddin Chamchawala leía en sus periódicos dominicales que un equipo internacional de montañeros había llegado a Bombay con intención de intentar la subida al Pico Escondido; y cuando vio que con la expedición venía Miss Alleluia Cone, la célebre «Reina del Everest», tuvo la extraña sensación de estar perseguido por un hechizo, de que una parte de su imaginación se proyectaba hacia el mundo real, de que el destino adquiría la lógica implacable de un sueño. «Ahora ya sé lo que es un fantasma —pensó—. Un asunto no concluido, eso es.»
* * *
Durante los dos días siguientes, la presencia de Allie en Bombay llegó a obsesionarle. Su pensamiento insistía en establecer extrañas asociaciones entre, por ejemplo, la evidente curación de los pies de la mujer y el fin de sus relaciones con Gibreel: como si él la hubiera lisiado con sus celos. Él sabía que, en realidad, ella ya sufría aquella afección de los pies antes de conocer a Gibreel, pero se encontraba en un extraño estado de ánimo, disociado de la lógica. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Por qué había venido? Llegó a convencerse de que se avecinaba un terrible desenlace.
Zeeny, que entre las operaciones en el hospital, las conferencias en la universidad y los preparativos para la cadena humana apenas tenía tiempo para Salahuddin y sus estados de ánimo, erróneamente vio en su reserva y sus silencios la expresión de dudas sobre su regreso a Bombay, sobre la forzada intervención en actividades políticas de una naturaleza que siempre aborreció, sobre ella misma. Para disimular sus temores, le hizo una especie de conferencia: «Si estás decidido a desprenderte de tus tendencias extranjerizantes, Salad baba, no te dejes caer ahora en una especie de limbo desligado de todo. ¿De acuerdo? Aquí estamos nosotros. Estamos delante de ti. Esta vez deberías tratar de establecer con esta tierra vínculos de persona mayor. Trata de abrazar a esta ciudad como es, no como un recuerdo de la infancia que te causa nostalgia y dolor. Acércatela. Tal como es. Haz tuyos sus defectos. Conviértete en criatura suya. Asúmela.» Él asintió distraídamente, y ella, pensando que se preparaba para marcharse otra vez, salió de la habitación con una indignación que lo dejó completamente desconcertado.
¿Debía llamar por teléfono a Allie? ¿Le habría contado Gibreel lo de las voces?
¿Debía tratar de ver a Gibreel?
Va a ocurrir algo, le advertía su voz interior. Va a ocurrir y tú no sabes qué es, y nada puedes hacer para evitarlo. Oh, sí, es algo malo.
* * *
Ocurrió el día de la manifestación, que por cierto, contra todos los pronósticos, tuvo un éxito bastante satisfactorio. Se registraron, sí, algunas escaramuzas en el distrito de Mazagaon, pero, en conjunto, el acto fue pacífico. Los observadores del PCI(M) informaron que se había tendido una cadena de hombres y mujeres cogidos de la mano que discurría ininterrumpidamente de arriba abajo de la ciudad, y Salahuddin, que estaba en Muhammad Ali Road, entre Zeeny y Bhupen, tuvo que reconocer que la imagen poseía fuerza. Muchos de los que estaban en la cadena lloraban. La orden de juntar las manos fue dada por los organizadores —entre los que Swatilekha ocupaba lugar preeminente, circulando en la parte trasera de un jeep, megáfono en mano— a las ocho en punto de la mañana; una hora después, cuando el tráfico de la ciudad alcanzaba su punto culminante, la multitud empezó a dispersarse. No obstante, a pesar de los miles de personas que intervinieron en el acto, a pesar de su carácter pacífico y de su mensaje positivo, la formación de la cadena humana no fue recogida por los servicios informativos de la televisión de Doordarshan. Tampoco All-India Radio se refirió a ella. La mayoría de los periódicos proclives al Gobierno omitieron también toda mención. Sólo un diario en lengua inglesa y un dominical dieron la noticia; nada más. Zeeny, recordando el tratamiento que se había dado a la cadena de Kerala, había vaticinado este silencio ensordecedor cuando ella y Salahuddin volvían a casa. «Es un acto comunista —explicó—. Por lo tanto, inexistente.»
¿Qué acaparaba los titulares de los periódicos de la tarde?
¿Qué chillaban a los lectores en caracteres de tres centímetros mientras no se dedicaba a la cadena humana ni un susurro de tipografía pequeña?
LA REINA DEL EVEREST Y PRODUCTOR CINEMATOGRÁFICO,
MUERTOS
DOBLE TRAGEDIA EN MALABAR HILL
GLBREEL FARISHTA, EN PARADERO DESCONOCIDO
LA MALDICIÓN DE EVEREST VILAS SE COBRA NUEVAS
VÍCTIMAS
El cadáver del prestigioso productor cinematográfico S. S. Sisodia había sido descubierto por el personal doméstico en el centro de la alfombra del salón del apartamento del célebre actor Mr. Gibreel Farishta, con una herida de bala en el corazón. Miss Alleluia Cone, en un accidente que se creía «relacionado con el hecho», había perdido la vida al caer desde la azotea del rascacielos, la misma desde la cual, unos dos años atrás, Mrs. Rekha Merchant había arrojado a sus hijos y a sí misma al asfalto de la calle.
Los periódicos de la mañana mostraban menos ambigüedad al referirse a la última actuación de Farishta. Farishta, SOSPECHOSO, SE ESCONDE.
«Vuelvo a Scandal Point», dijo Salahuddin a Zeeny, que, interpretando erróneamente esta retirada a una esfera más íntima del espíritu, se disparó: «Mister, vale más que te decidas de una vez.» Él, al marcharse, no supo qué decir para tranquilizarla; ¿cómo explicarle su agobiante sensación de culpabilidad, de responsabilidad; cómo decirle que aquellas muertes eran las Oscuras flores de unas semillas que él plantara hacía tiempo? «Necesito pensar —dijo en voz baja, con lo que confirmó las sospechas de ella—: Sólo un día o dos.» «Salad baba —dijo Zeeny secamente—, tengo que reconocer que tu sentido de la oportunidad es realmente fabuloso.»
* * *
La noche después de su participación en la cadena humana, Salahuddin Chamchawala contemplaba por la ventana del dormitorio de su infancia las formas nocturnas del mar de Arabia cuando Kasturba dio unos rápidos golpes en la puerta con los nudillos. «Un hombre pregunta por ti», dijo casi en un siseo, evidentemente asustada. Salahuddin no había visto a nadie entrar por la puerta. «Ha llamado a la puerta de servicio —dijo Kasturba en respuesta a su pregunta—. Y, escucha, baba, es ese Gibreel. Gibreel Farishta, del que los periódicos dicen...» Su voz se apagó y ella se mordió nerviosamente las uñas de la mano izquierda. «¿Dónde está?»
«¿Qué podía hacer? Tuve miedo —dijo Kasturba—. Lo hice pasar al estudio de tu padre. Te espera allí. Pero será mejor que no vayas. ¿Llamo a la policía? Baapu ré, qué cosas.»
No. No llames. Iré a ver qué quiere.
Gibreel estaba sentado en la cama de Changez, con la vieja lámpara en las manos. Llevaba un pijama kurta blanco sucio y ofrecía el aspecto del hombre que ha dormido en malas condiciones. Tenía los ojos extraviados, mates, muertos. «Compa —dijo con cansancio, señalando una butaca con un movimiento de la lámpara—. Como si estuvieras en tu casa.»
«Tienes un aspecto horrible», aventuró Salahuddin, recibiendo del otro una sonrisa distante, cínica, desconocida. «Siéntate y calla, compa —dijo Gibreel Farishta—. He venido a contarte un cuento.»
Entonces fuiste tú, comprendió Salahuddin. Tú lo hiciste: tú asesinaste a los dos. Pero Gibreel había cerrado los ojos, unido las yemas de los dedos y empezado a contar su historia, que era también el final de muchas historias, de esta manera:
Kan ma kan
Fi qadim azzaman...
* * *
Tal vez sí tal vez no hace mucho mucho tiempo
Bueno algo por el estilo
No estoy seguro porque cuando vinieron a verme yo no era yo no yaar no era yo en absoluto hay días muy duros cómo decirle lo que es la enfermedad algo así pero no puedo estar seguro
Siempre hay una parte de mí que está fuera gritando no por favor no lo hagas pero no sirve de nada sabes cuando llega el mal
Yo soy el ángel el maldito ángel de dios y estos días es el ángel vengador Gibreel el vengador siempre la venganza por qué
No puedo estar seguro algo así por el delito de ser humano
y sobre todo mujer pero no exclusivamente la gente debe pagar
Algo así
Él me la trajo con buena intención ahora lo sé él sólo quería que hiciéramos las paces es que-que-que no ves
me dijo que ella no te ooo-olvida ni mucho menos y tú dijo estás lo-lo-loco por ella todos lo saben él sólo quería que hiciéramos que hiciéramos que hiciéramos
Pero yo oí versos
Tú me entiendes, compa
V e r s o s
Manzana colorada tarta de limón sin sin son
Me gusta el café me gusta el té
Azul la violeta perfumado el huerto acuérdate de mí cuando haya muerto muerto muerto
Cosas por el estilo
No podía sacármelos de la cabeza y ella se transformó delante de mis ojos yo la insulté puta y cosas así y a él yo lo conocía bien
Sisodia degenerado de ya sabes dónde yo sabía lo que ellos pretendían
reírse de mí en mi propia casa algo así
Me gusta la manteca me gusta la tostada
Versos compa quién se inventará esas cosas
Y entonces invoqué la ira de Dios le señalé con el dedo le disparé al corazón pero ella pécora pensaba yo pécora fría como el hielo
allí quieta esperando esperando sin más y entonces no sé no estoy seguro no estábamos solos
Algo así
Allí estaba Rekha flotando en su alfombra tú la recordarás compa
tienes que acordarte de Rekha en su alfombra cuando caíamos y alguien más un tipo raro vestido de escocés a lo gora
no entendí el nombre
Ella no sé si los veía o no los veía no estoy seguro estaba quieta
Fue idea de Rekha llévala arriba la cumbre del Everest cuando llegas a lo alto ya sólo puedes ir hacia abajo
la señalé con el dedo subimos
yo no la empujé
Rekha la empujó
Yo no la habría empujado
compa
Compréndeme compa
Maldita sea
yo quería a esa mujer
* * *
Salahuddin pensaba cómo Sisodia, con su extraño don para el encuentro casual (con Gibreel al casi atrepellarlo en Londres, con el propio Salahuddin al volverse éste, despavorido, delante de la puerta de un avión y ahora, al parecer, con Alleluia Cone en el vestíbulo del hotel), finalmente había ido a tropezarse con la muerte; y pensaba también en Allie, menos afortunada que él en su caída, que (en vez de su ansiada ascensión al Everest en solitario) había hecho este fatal e ignominioso descenso, y en que ahora él iba a morir por sus versos, y no podía decir que la sentencia de muerte fuera injusta.
Sonaron golpes en la puerta. Abran, por favor. Policía. Vaya, después de todo, Kasturba los había llamado.
Gibreel levantó la tapa de la lámpara maravillosa de Changez Chamchawala, que cayó al suelo tintineando.
Ha escondido una pistola dentro de la lámpara, advirtió Salahuddin. «Cuidado —gritó—. Aquí dentro hay un hombre armado.» Los golpes cesaron, y entonces Gibreel pasó la mano por el costado de la lámpara maravillosa: una, dos, tres veces.
La pistola saltó a su otra mano.
Apareció un temible jinnee de monstruosa estatura, recordó Salahuddin. «¿Cuáles son tus deseos? Yo soy el esclavo del que posee la lámpara.» Cómo te limita un arma, pensaba Salahuddin, sintiéndose extrañamente distante de los hechos. Lo mismo que Gibreel, cuando le dominaba la enfermedad. Sí, realmente, te condiciona. Porque qué pocas eran las opciones, ahora que Gibreel era el armado y él, Salahuddin, el desarmado; ¡cómo se había reducido el universo! Los verdaderos djinns de antaño tenían el poder de abrir las puertas del Infinito, de hacer posibles todas las cosas, de hacer que pudieran obrarse todos los prodigios; qué banal, en comparación, era este trasgo moderno, este descendiente degenerado de antepasados poderosos, este débil esclavo de una lámpara del siglo veinte.
«Hace mucho tiempo —dijo Gibreel Farishta suavemente—, te dije que si un día me convencía de que la enfermedad nunca iba a dejarme, que seguiría acometiéndome, no podría soportarlo.» Entonces, muy de prisa, antes de que Salahuddin pudiera mover un solo dedo, Gibreel se puso el cañón de la pistola en la boca; y apretó el gatillo; y quedó liberado.
Salahuddin estaba en la ventana de su niñez, contemplando el mar de Arabia. La luna era casi llena; su reflejo, que se extendía desde las rocas de Scandal Point hasta el horizonte, creaba la ilusión de un camino plateado, como una división en el pelo brillante del agua, como una senda hacia tierras milagrosas. Él sacudió la cabeza; ya no podía creer en cuentos de hadas. La niñez había terminado, y la vista desde esta ventana no era más que un viejo eco sentimental. ¡Al diablo con todo ello! Que vinieran los bulldozers. Si lo viejo se resistía a morir, lo nuevo no podría nacer.
«Ven», dijo a su lado la voz de Zeeny Vakil. Al parecer, a pesar de sus tropiezos, su debilidad, sus culpas —a pesar de su humanidad—, iba a tener otra oportunidad. A veces la suerte de uno era increíble, desde luego. Aquí estaba, agarrándole por el codo. «A mi casa —propuso Zeeny—. Larguémonos de aquí.»
«Vamos», respondió él, y volvió la espalda al panorama.