BLOOD

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sábado, 11 de septiembre de 2010

CIENCIA - FICCION



Alexander Beliaev - LA GRAVEDAD HA DESAPARECIDO



I - Una misteriosa quinta de verano


Durante mis paseos por las afueras de Simeiz, en Crimea, la solitaria quinta de verano que se erguía en la falda de una montaña llamó mi atención. Ningún camino conducía hasta ella y estaba muy bien vallada por todos los lados, con su única verja siempre cerrada. Por encima de la valla no asomaba ningún arbusto ni la copa de un solo árbol, y en torno a ella todo eran rocas amarillentas, con algún ocasional enebro de aspecto enfermizo o un retorcido pino aquí y allá.

¿A quién podía habérsele ocurrido vivir en aquel desierto? Suponiendo que viviera alguien allí... Solía preguntármelo mientras merodeaba alrededor de la misteriosa quinta de verano.

Nunca vi salir a nadie del lugar. Mi curiosidad fue en aumento, y debo confesar que traté de echar una mirada al interior de la valla trepando a las rocas más altas del contorno. Pero la quinta estaba situada de modo que, cualquiera que fuese mi observatorio, sólo podía divisar un rincón del patio.

Sin embargo, al cabo de unos cuantos días de observación, conseguí ver a una anciana vestida de negro que cruzaba el patio.

Aquello fue un nuevo estímulo para mi curiosidad.

Las personas que vivían allí debían tener alguna conexión con el mundo exterior. ¿Dónde efectuaban sus compras?

Realicé indagaciones entre la gente que conocía, y finalmente capté el rumor de que la quinta estaba habitada por el profesor Wagner.

¡El profesor Wagner!

Aquel nombre acrecentó todavía más la atención que dedicaba a la quinta de verano. Hubiese dado cualquier cosa por conocer al hombre cuyos inventos habían causado tanta sensación. A partir de entonces asedié el lugar. En mi fuero íntimo sabía que estaba haciendo algo que no debía, pero continué espiando el lugar durante horas enteras, de día y de noche, desde mi puesto de observación detrás de unas matas de enebros.

Dicen que quien la sigue la consigue.

Bien, una mañana, poco después del amanecer, oí chirriar la verja. Todo mi cuerpo se puso en tensión y, con el corazón palpitante, aguardé el desarrollo de los acontecimientos.

La verja se abrió. Un hombre alto, de mejillas sonrosadas, con una barba rubia y un bigote caído, cruzó la verja y dirigió una cautelosa mirada a su alrededor. ¡No cabía duda: era el profesor Wagner!

Tras asegurarse de que no había nadie a la vista, el profesor trepó lentamente por la colina hasta un espacio llano donde empezó a realizar lo que me pareció un ejercicio muy raro. En el suelo había varios pedruscos de diversos tamaños. Wagner trató de levantarlos uno por uno, pero eran tan grandes y pesados que ni siquiera un campeón de levantamiento de pesos hubiera podido moverlos.

«¡Qué extraño pasatiempo!», pensé. Pero inmediatamente quedé tan asombrado que no pude contener una exclamación de sorpresa. Era algo completamente irreal: el profesor Wagner se acercó a una enorme roca, más alta que un hombre, la agarró por un borde saliente y la levantó con el mismo esfuerzo aparente que habría empleado si la roca hubiese sido de cartón. Luego, extendiendo el brazo, empezó a balancear la roca de un lado a otro.

Yo estaba desconcertado, sin saber qué pensar. Una de dos, o el profesor Wagner poseía una fuerza sobrehumana - en cuyo caso, ¿por qué no había podido levantar otras rocas de menor tamaño? -, o...

No había completado mi pensamiento cuando un nuevo truco del profesor me privó incluso de la facultad de pensar: hasta tal punto me impresionó.

Wagner lanzó la roca hacia arriba como si fuera un guijarro, proyectándola a una altura de casi veinte metros. Muy nervioso, cerré los ojos esperando oír el estrépito que habría de producirse cuando la roca se estrellara contra el suelo. Pero, transcurridos unos segundos sin oír nada, volví a abrir los ojos. La roca descendía lentamente. Y, antes de que llegara al suelo, Wagner extendió su mano y la recogió, sin que su brazo acusara en lo más mínimo los efectos del impacto.

- ¡Ja, ja! - rió Wagner con una voz profunda, al tiempo que volvía a lanzar la roca, esta vez paralelamente al suelo.

La roca recorrió medio centenar de metros y de pronto pareció perder impulso y cayó, haciéndose añicos.

- ¡Ja, ja! - rió de nuevo, y dio un salto extraordinario.

Habiendo alcanzado una altura de unos cuatro metros, empezó a volar paralelamente al suelo en dirección a donde yo estaba; luego, posiblemente debido a un error de cálculo, inició una rápida caída. Se estrelló contra el suelo cerca de mí, al otro lado del enebro, gruñó, profirió una maldición y se frotó la rodilla. Luego trató de levantarse y volvió a gruñir.

Tras alguna vacilación decidí revelar mi presencia y prestar los primeros auxilios al profesor.

- ¿Está usted herido? ¿Puedo ayudarle? - inquirí, saliendo de detrás del arbusto.

Mi aparición no pareció sorprender lo más mínimo al profesor. En cualquier caso, si le sorprendió no lo dio a entender.

- No, gracias - dijo con voz tranquila -. Puedo valerme por mí mismo.

Efectuó otra tentativa para levantarse, pero tuvo que renunciar, con el rostro contraído por el dolor. Su rodilla se estaba hinchando a ojos vista. Era evidente que no podría arreglárselas sin ayuda.

La situación requería una acción inmediata.

- Permítame que le ayude a salir de aquí antes de que el dolor le deje sin fuerzas - dije, y le ayudé a levantarse.

No formuló ninguna objeción, a pesar de que cada movimiento tenía que representar una tortura para él. Echamos a andar lentamente hacia la casa. Yo cargaba casi con todo su peso, y al final el que se estaba quedando sin fuerzas era yo. Pero me sentía feliz, ya que no sólo había visto al profesor Wagner, sino que incluso había trabado conocimiento con él. ¿Me permitiría entrar en su casa? ¿O me despediría al llegar a la verja, después de darme las gracias? Esto era lo que me preocupaba mientras nos acercábamos a la quinta. Sin embargo, el profesor no dijo nada y cruzamos la línea mágica. De hecho, no creo que el profesor pudiera decir nada. Sus sufrimientos parecían ser muy intensos. Yo también estaba mortalmente cansado, pero antes de entrar en la quinta conseguí echar una inquisitiva mirada en torno al patio.

Era muy espacioso, y en el centro había una especie de máquina parecida a un aparato de Maurain. En uno de los rincones había un agujero circular en el suelo, cubierto con un grueso cristal. Alrededor del agujero, unos arcos metálicos se extendían a intervalos hacia la casa y en otras varias direcciones.

No tuve tiempo de ver nada más, ya que la mujer vestida de negro - el ama de llaves del profesor, según supe más tarde -, salió alarmada de la casa y corrió a nuestro encuentro.


II - El círculo mágico


Wagner se encontraba en muy mal estado. Su respiración era dificultosa y deliraba.

Deseé con todas mis fuerzas que el cerebro del profesor Wagner, aquel maravilloso mecanismo, no resultara lastimado a consecuencia del golpe.

En su delirio, recitaba fórmulas matemáticas y gemía de cuando en cuando. El ama de llaves estaba completamente aturdida y no sabía qué hacer. Repetía sin cesar:

- ¿Qué va a pasar? ¡Dios mío! ¿Qué va a pasar?

Tuve que prestarle al profesor los primeros auxilios y me quedé a cuidarle.

A la mañana siguiente Wagner recobró el conocimiento. Abrió los ojos y me miró.

- Gracias - murmuró débilmente.

Le di unos sorbos de agua y él hizo un gesto de reconocimiento y me pidió que le dejara solo. Fatigado por la ansiedad del día anterior y por una noche de insomnio, decidí dejar solo al paciente unos instantes y salir a tomar un poco el aire. El aparato instalado en el centro del patio volvió a atraer mi atención. Me acerqué a él y alargué la mano.

- ¡No se acerque más! ¡Cuidado! - gritó la voz asustada del ama de llaves detrás de mí.

Y mientras oía aquella voz, noté que mi mano se hacía de pronto extraordinariamente pesada, como si soportara una enorme carga, hasta el punto de que tiró de mí hacia abajo con tal violencia que caí al suelo. Mi mano quedó pegada al suelo por aquel invisible peso. Con un supremo esfuerzo conseguí liberarla. Estaba amoratada y me dolía mucho.

El ama de llaves permanecía a mi lado, sacudiendo la cabeza con desaliento.

- ¡Oh, querido, querido! Ha sido una torpeza por su parte. Será mejor que se mantenga alejado del patio, si no quiere que le suceda una desgracia, Dios me perdone.

Sin comprender nada, entré en la casa y me apliqué una compresa de agua fría a la mano.

Al despertar por segunda vez, el profesor parecía estar completamente despejado. Por lo visto, su organismo era excepcionalmente vigoroso.

- ¿Qué es eso? - inquirió, señalando mi mano.

Se lo expliqué.

- Se ha librado usted por muy poco - dijo.

Ardía en deseos de obtener una explicación de Wagner, pero me abstuve de formularle preguntas para no fatigarle.

Aquella noche, después de que su lecho fue adosado a la ventana, de acuerdo con sus instrucciones, el propio Wagner sacó a relucir el tema que tanto me interesaba.

- La ciencia estudia las fuerzas elementales - empezó - y establece toda clase de leyes, pero en realidad sabe muy poco acerca de la naturaleza de esas fuerzas. Tomemos la electricidad o la gravedad. Estudiamos sus propiedades y las utilizamos. Pero no nos revelan el íntimo misterio de su naturaleza. Por lo tanto, no podemos utilizarlas plenamente. La electricidad resulta más asequible, desde luego. La hemos domesticado, por así decirlo. La almacenamos, la transmitimos de un lugar a otro, la utilizamos cuando y cómo la necesitamos. Pero la gravedad es más intratable. Tenemos que transigir con ella, adaptarnos a sus caprichos, en vez de adaptarla a nuestras necesidades. Si pudiéramos regular su poder a nuestra voluntad, acumularlo como la electricidad, dispondríamos de una fuerza maravillosa. Siempre he soñado en domesticar a la gravedad.

- ¡Y lo ha conseguido usted! - exclamé, con repentina comprensión.

- Sí, lo he conseguido. He descubierto una técnica por medio de la cual podemos regular la fuerza de gravedad. Ha sido usted testigo de mis primeros éxitos. Y de lo que me han costado - añadió Wagner, frotándose la rodilla lastimada -. Como experimento, he reducido la fuerza de gravedad en una pequeña zona alrededor de esta quinta. Ya vio usted con qué facilidad levanté aquella roca. Lo conseguí a cambio de un aumento de la fuerza de gravedad en una zona de dimensiones equivalentes en el interior de mi patio. Su curiosidad ha estado a punto de costarle la vida cuando se acercó a mi «círculo mágico».

» - Mire - continuó, señalando a través de la ventana -. ¿Ve aquellos pájaros que vuelan por allí? Tal vez uno de ellos penetrará en la zona de gravedad incrementada...

Se quedó silencioso contemplando con aire excitado los pájaros que se acercaban a la quinta. Ahora estaban encima del patio...

De repente, uno de ellos cayó como una piedra. No se limitó a estrellarse contra el suelo, de un modo normal, sino que quedó aplastado y reducido al grosor de un papel de fumar, como si lo hubiese chafado una apisonadora.

- ¿Ha visto?

Me estremecí al pensar que podía haberme ocurrido lo mismo a mí.

- Sí - Wagner adivinó mi pensamiento -, hubiera usted quedado reducido a papilla por el peso de su propia cabeza - Y con una sonrisa continuó: - Fima, mi ama de llaves, dice que mi invento es una maravilla para mantener a los gatos alejados de la despensa. Pero hay otras bestias mucho más peligrosas, que no están armadas con garras y colmillos, sino con cañones y bombas.

» - ¡Imagine lo que podría hacer un arma defensiva que controlara la gravedad! Una barrera a lo largo de las fronteras del país impediría que el enemigo pudiera cruzarlas. Los aviones caerían como ha caído ese pájaro. Ni siquiera los proyectiles de artillería pasarían más allá. O podría aplicarse en sentido contrario: reducir la fuerza de gravedad en la zona enemiga, de modo que los soldados flotaran indefensos en el aire... Pero todo eso es un juego de niños comparado con lo que he conseguido. He descubierto un sistema para reducir la atracción de la gravedad en toda la superficie de la Tierra, a excepción de los polos.

- ¿Cómo es posible eso?

- Haciendo que el globo gire con más rapidez, sencillamente.

- ¿Cómo? ¿Hacer que el globo gire más aprisa?

- Sí. A medida que aumente su velocidad, la fuerza centrífuga será mayor y todos los objetos situados sobre la superficie de la Tierra se harán más ligeros. Si no le importa quedarse conmigo unos cuantos días...

- ¡Me encantará!

- Entonces, iniciaré el experimento en cuanto pueda levantarme. Creo que le interesará.

III - «Está rodando»


Al cabo de unos días el profesor Wagner abandonó el lecho, aunque cojeaba ligeramente. Se pasaba muchas horas en su laboratorio subterráneo, situado en un rincón del patio. Me abrió las puertas de su biblioteca pero nunca me invitó a bajar al laboratorio.

Un día, me encontraba sentado en la biblioteca cuando se presentó Wagner, muy excitado, gritando desde el umbral:

- ¡Está rodando! He puesto el aparato en movimiento. Ahora veremos qué pasa.

Yo esperaba algo extraordinario. Pero transcurrieron las horas sin que sucediera nada.

- Paciencia - dijo el profesor, sonriendo -. La fuerza centrífuga es directamente proporcional al cuadro de la velocidad angular, ¿sabe? Y la Tierra tiene un tamaño descomunal: no resulta fácil acelerarla.

A la mañana siguiente, al levantarme, experimenté la sensación de que era más ligero que de costumbre. Hice una prueba, levantando una silla: me pareció también mucho más ligera. De modo que la fuerza centrífuga estaba funcionando... Salí a la veranda y me senté a leer a la sombra. Pero no tardé en darme cuenta de que la sombra se movía con desusada rapidez. ¿Acaso se movía el sol más aprisa que antes?

- Se ha dado cuenta, ¿eh? - oí que decía Wagner, desde el lugar donde había estado observándome -. La Tierra gira más aprisa, y el día y la noche se están acortando.

- Pero, ¿a dónde nos llevará todo esto? - inquirí.

- Vivir para ver - se limitó a decir el profesor.

Aquel día, el sol se ocultó dos horas antes que de costumbre.

- Imagino la conmoción que el acontecimiento habrá producido en todo el mundo - le dije al profesor -. Pero, me gustaría saber...

- Vaya a mi estudio y lo sabrá - dijo Wagner -. Allí hay un aparato de radio.

Me dirigí apresuradamente al estudio y me enteré de que la población mundial se encontraba efectivamente bajo los efectos de una gran conmoción.

Pero aquello era sólo el comienzo. La Tierra continuó acelerando su movimiento, y los días se hacían cada vez más cortos.

- Todos los objetos que están sobre el ecuador han perdido ahora una cuadragésima parte de su peso - me dijo Wagner cuando el día y la noche duraban solamente cuatro horas.

- ¿Por qué sobre el ecuador?

- Porque la atracción de la Tierra es más débil allí, en tanto que el radio de rotación es más largo: en consecuencia, la fuerza centrífuga es mayor.

Los científicos se habían dado cuenta ya del peligro que esto implicaba. Se había iniciado un éxodo desde las regiones ecuatoriales a latitudes más altas, donde la fuerza centrífuga era menor. La reducción estaba resultando beneficiosa: las locomotoras podían arrastrar enormes trenes, el motor de una motocicleta proporcionaba suficiente energía para un avión... y a una mayor velocidad. La gente era cada vez más ligera y más fuerte. Por mi parte, cada día que pasaba me encontraba más liviano. ¡Una sensación sumamente agradable!

Sin embargo, la radio no tardó en informar de los primeros desastres. Los descarrilamientos eran cada vez más frecuentes, aunque con escasas víctimas, ya que los vagones quedaban intactos aunque cayeran desde alturas considerables. Los vientos adquirían la fuerza de huracanes, levantando nubes de polvo que ya no volvían a posarse nunca más en el suelo.

Cuando la velocidad angular hubo aumentado setenta veces, los objetos y las personas del ecuador perdieron todo su peso.

Aquella noche, la radio difundió la terrible noticia: en el África ecuatorial y en América aumentaban los casos de personas que andaban cabeza abajo debido a la atracción de la fuerza centrífuga, siempre en aumento. Y no tardó en llegar otra noticia más aterradora del ecuador: la amenaza de asfixia.

- La fuerza centrífuga está desgarrando la envoltura de aire del globo terráqueo - explicó el profesor tranquilamente -. La atracción de la Tierra no puede seguir manteniéndola en su lugar.

- Pero... ¿significa eso que también nosotros nos asfixiaremos? - pregunté, en tono preocupado.

Wagner se encogió de hombros.

- Nosotros estamos preparados contra cualquier eventualidad - dijo.

- ¿Por qué empezó todo esto? - inquirí -. Representará una verdadera catástrofe mundial, la destrucción de la civilización...

Wagner se quedó impasible.

- Más tarde sabrá por qué lo he empezado.

- No habrá sido por el simple placer de experimentar...

- No comprendo su excitación - dijo Wagner -. ¿Y qué, si se tratara de un simple experimento? No razonemos en un círculo vicioso. Cuando un huracán o un volcán en erupción mata a las personas por millares, a nadie se le ocurre formular reproches al huracán o al volcán. Considere esto como otro desastre natural.

No quedé satisfecho por la respuesta. Además, una sensación de mala voluntad hacia el hombre despertó en mi ánimo por primera vez.

Había que ser un monstruo, desprovisto de todo sentimiento, para sacrificar las vidas de millones de personas por un experimento científico, pensé.

Mi mala voluntad hacia Wagner se hizo más intensa a medida que yo mismo me sentía peor, y no era de extrañar: aquellos terribles informes acerca de la destrucción paulatina del mundo, la rápida sucesión de los días y las noches, bastaban para enloquecer a cualquiera. Apenas dormía, y era un manojo de nervios. Para moverme, tenía que adoptar infinitas precauciones. La más leve contracción muscular me haría salir despedido contra el techo. Las cosas perdían rápidamente peso y no había modo de manejarlas. Los muebles más pesados se desplazaban al menor contacto.

Fima, el ama de llaves, estaba tan exasperada como yo. El cocinar se había convertido en un espectáculo circense: las ollas y las cacerolas volaban por el aire, y la propia cocinera flotaba cómicamente tratando de alcanzarlas.

Wagner era el único que conservaba el buen humor, e incluso se burlaba de nosotros.

No me aventuraba a salir al exterior sin haber llenado previamente mis bolsillos de piedras, para no «caer en el cielo». El nivel del mar era cada vez más bajo, ya que el agua era arrastrada hacia el oeste, donde al parecer inundaba la costa... Además, padecía frecuentes ataques de vértigo y de asfixia. El aire era cada vez más enrarecido. El viento huracanado que había estado soplando del este parecía amainar. Pero al mismo tiempo descendía la temperatura del aire.

Intuía que se acercaba el final... Me sentía tan angustiado que empecé a pensar qué clase de muerte escogería: caer en el cielo, o esperar a quedar asfixiado. La asfixia era lo peor, pero me permitiría ver lo que ocurría en la Tierra hasta el último momento.

No, era preferible terminar de una vez, pensé, y empecé a descargar mis bolsillos.

- Un momento - oí que decía la voz de Wagner, apenas audible en aquella atmósfera enrarecida -. Vamos a bajar al laboratorio subterráneo.

Deslizó su brazo debajo del mío, hizo una seña al ama de llaves, que estaba en la veranda, jadeando, y los tres nos encaminamos a la gran «ventana» redonda practicada en el suelo del patio. Yo andaba como en un trance, perdida toda voluntad. Wagner abrió la pesada puerta que conducía al laboratorio subterráneo y me empujó a través de ella. Perdí el sentido y caí sobre el suelo de piedra.

IV - Cabeza abajo


No sé cuanto tiempo permanecí inconsciente. Mi primera sensación fue la de que estaba respirando aire fresco. Abrí los ojos y quedé sorprendido al ver una bombilla enroscada al suelo, no lejos del lugar donde yo estaba tendido.

- No le extrañe - oí que decía el profesor Wagner -. El suelo no tardará en convertirse en techo. ¿Cómo se encuentra?

- Mucho mejor, gracias.

- Arriba, entonces - dijo, cogiéndome de la mano.

Volé hasta la claraboya y luego descendí, muy lentamente.

- Vamos, le enseñaré mi cuartel general subterráneo - dijo Wagner.

Había tres habitaciones juntas: dos de ellas con luz artificial, y una tercera, de mayor tamaño, con un encristalado techo o suelo: no estoy seguro. Lo malo era que estábamos sometidos al estado de ingravidez.

Esto convertía nuestro recorrido en un paseo agotador. Girábamos y remolineábamos, agarrando y desplazando los muebles, saltando por encima de las mesas o chocando contra ellas, suspendidos a veces en el aire y extendiendo nuestras manos para cogernos. Sólo nos separaban unos centímetros, pero éramos completamente incapaces de franquearlos hasta que algún ingenioso truco rompía el equilibrio. Los objetos que tocábamos flotaban alrededor de nosotros. Una silla estaba colgada en el aire en el centro de la habitación. Unos vasos llenos de agua aparecían volcados sin que se derramara el líquido...

Luego vi una puerta que conducía a la cuarta habitación, de la cual surgía un sonido chirriante. Pero Wagner no me permitió entrar en ella. Al parecer, albergaba el mecanismo que aceleraba la rotación de la Tierra.

Sin embargo, nuestro «vuelo espacial» no tardó en acabar, y descendimos al techo encristalado, que a partir de entonces sería nuestro suelo. No tuvimos que mover las cosas porque ya se habían movido por sí mismas, y la bombilla eléctrica estaba ahora sobre nuestras cabezas, iluminando la habitación durante las brevísimas noches.

Wagner lo había previsto todo, desde luego. Disponíamos de una abundante provisión de botellas de oxígeno, de alimentos en conserva y de agua. Esto explica que el ama de llaves no salga a comprar, pensé.

Ahora que estábamos en el techo, descubrí que el andar resultaba bastante fácil, a pesar de que, en términos relativos, andábamos cabeza abajo. Pero el hombre se acostumbra a todo. Yo me estaba adaptando rápidamente a la nueva situación. Cuando incliné la mirada hacia mis pies y vi el cielo debajo de mí a través del grueso cristal transparente, tuve la impresión de que estaba de pie sobre un espejo redondo que reflejaba el cielo.

Pero a veces reflejaba cosas anormales o espantosas.

El ama de llaves dijo que tenia que ir a la casa a buscar la mantequilla, que había olvidado allí.

- No podrá llegar - le dije -. Se caerá usted hacia abajo... quiero decir hacia arriba.

- Me agarraré a las anillas del suelo: el profesor me enseñó a hacerlo. Cuando todo era normal, aprendí a andar sobre mis manos en una habitación en la que había anillas en el techo.

Desde luego, el profesor Wagner había pensado en todo.

Me sorprendió que una mujer se mostrara tan valiente. ¡Arriesgar su vida, «andando sobre las manos» encima del espacio infinito, para que no nos faltara la mantequilla!

- De todos modos, es muy arriesgado - dije.

- Mucho menos de lo que imagina - declaró el profesor Wagner -. Nuestro peso es insignificante y se requiere muy poca fuerza muscular para esa maniobra. Además, voy a acompañarla: me he dejado arriba mi cuaderno de notas.

- Pero, en el exterior no hay aire...

- Tenemos cascos con aire comprimido.

Y así, vestidos como buzos, se alejaron. La doble puerta se cerró detrás de ellos. Luego oí el golpazo de la puerta exterior.

Tendido en el suelo, con el rostro pegado al grueso cristal, contemplé a la pareja con inquietud: dos figuras con la cabeza embutida en un globo que andaban rápidamente sobre sus manos, agarrándose a las anillas del suelo, con las piernas agitándose en el aire. ¡Resultaba difícil imaginar un espectáculo más fantástico!

Wagner y el ama de llaves desaparecieron en el interior de la casa.

No tardaron en salir de nuevo.

Se encontraban ya a medio camino del laboratorio cuando ocurrió algo que me dejó helado de espanto: el ama de llaves había dejado caer la jarra de la mantequilla y, en su esfuerzo por alcanzarla, se soltó de la anilla y empezó a caer al abismo...

Wagner intentó salvarla: desenrolló una cuerda que llevaba a la cintura, la ató a una de las anillas y descendió por ella detrás del ama de llaves. La desdichada mujer caía lentamente, y como Wagner había conseguido acelerar su caída por medio de un vigoroso impulso, no tardó en llegar a su altura. Extendió su brazo hacia ella, pero la fuerza centrífuga había hecho que la mujer se desviara un poco. Wagner no consiguió alcanzarla. Y la cuerda estaba ahora completamente desenrollada... Lentamente, el profesor trepó por la cuerda, iniciando el regreso a la tierra desde los abismos del cielo...

Vi que la desgraciada mujer agitaba sus brazos. Luego, la noche cayó como un telón sobre aquella escena de muerte.

Me estremecí al imaginar lo que ella sentía. ¿Qué sería de ella? Su cadáver, sin descomponerse en la frialdad del espacio, caería eternamente a menos de que un planeta lo atrajera al pasar junto a él.

Estaba tan absorto en mis pensamientos que no me di cuenta de que Wagner había entrado y estaba a mi lado.

- Una hermosa muerte - dijo tranquilamente.

El odio me cegó.

- ¡Usted la ha matado! - escupí -. ¡Es usted un asesino! ¡Y tendrá que responder de esa muerte, y de la vida que ha destruido en la Tierra! Reduzca inmediatamente la velocidad de la Tierra, o...

Pero el profesor se limitó a sacudir la cabeza.

- ¡Hable! - grité, apretando los puños.

- No puedo hacer nada. Probablemente, existe un error en mis cálculos.

- ¡Entonces, pagará usted por ese error!

Me lancé contra él, enrosqué mis manos alrededor de su garganta y empecé a apretar... Y en aquel preciso instante noté que el suelo cedía bajo mis pies. Luego se rompió el cristal y me hundí en el abismo, con las manos cerradas sobre la garganta de Wagner...


V - Un nuevo auxiliar docente


Delante de mí, el rostro sonriente del profesor Wagner. Aturdido, le miré. Luego miré a mi alrededor.

El sol, bajo aún en el dosel azulado del cielo. A lo lejos, el mar. Dos mariposas blancas revoloteando cerca de la veranda. El ama de llaves, con un plato que contenía un gran trozo de mantequilla en las manos...

- ¿Dónde estoy? ¿Qué significa todo esto? - le pregunté al profesor.

Wagner sonrió por debajo de sus largos bigotes.

- Debo disculparme - dijo - por haberle utilizado para un experimento, sin su permiso y sin haber tenido el placer de conocerle hasta ahora. Si sabe quién soy, estará enterado de que por espacio de muchos años he estado trabajando en la solución del problema que le plantea al hombre la necesidad de asimilar la inmensidad de los conocimientos modernos. Personalmente, por ejemplo, he logrado que cada una de las dos mitades de mi cerebro trabaje independientemente.

- Leí algo acerca de eso - dije.

- Entonces, ya sabe de qué va. Pero no todo el mundo puede hacer eso. De modo que decidí utilizar la hipnosis como auxiliar docente. Después de todo, la enseñanza convencional comporta también cierta cantidad de hipnosis. Esta mañana, cuando salí a dar mi acostumbrado paseo, le vi a usted oculto detrás del enebro. No era la primera vez que se apostaba usted allí, ¿verdad? - inquirió, con un brillo humorístico en los ojos.

Quedé confundido.

- Bueno, decidí castigarle un poco por su curiosidad, sometiéndole a la hipnosis.

- ¿Qué? ¿Todo lo que he visto...?

- Pura hipnosis. Sin embargo, para usted fue muy real, ¿no es cierto? Y seguramente no olvidará la experiencia. Nada menos que una lección práctica sobre las leyes de la gravedad y de la fuerza centrifuga. Se comportó usted como un estudiante aprovechado, aunque al final de la sesión se excitó un poco...

- ¿Cuanto tiempo ha durado?

El profesor Wagner consultó su reloj.

- Un par de minutos, aproximadamente. Una técnica muy productiva, ¿no le parece?

- ¡Un momento! - exclamé -. ¿Y la ventana encristalada? ¿Y las anillas en el suelo? - Miré hacia el patio que se extendía delante de nosotros, completamente vacío -. ¿Fueron también producto de la hipnosis?

- Exactamente. Pero, con sinceridad, ¿encontró usted aburrida mi lección de física? No, ¿verdad? Fima - llamó -. ¿Está preparado el café? Vamos a desayunar...



Robert A. Lowndes - EL ABISMO


Sacamos el cuerpo de Graf Norden envueltos por la noche de noviembre, bajo las estrellas que resplandecían con un brillo tan terrible que resultaba insoportable, y condujimos el auto enloquecidos, frenéticamente, por la carretera que subía hacia lo alto de la montaña. El cadáver debía ser destruido a causa de los ojos que no querían cerrarse, sino que parecían mirar fijamente algún objeto situado detrás del observador; el cadáver que había perdido toda la sangre sin que presentara la más ligera traza de una herida; el cadáver cuya carne estaba cubierta de marcas luminosas, de arabescos que se desplazaban y cambiaban de forma ante nuestros ojos. Encajamos el rígido cuerpo que había sido Graf Norden tras el volante, pusimos una mecha en el tanque de gasolina, la encendimos y luego empujamos el vehículo hasta el borde del camino, desde donde se precipitó envuelto en llamas hacia la ruta principal: un meteorito flamígero

No fue hasta el día siguiente que nos dimos cuenta de que todos habíamos estado bajo el poder hipnótico de Dureen... hasta yo lo había olvidado. De no ser así, ¿cómo hubiéramos podido actuar tan alocadamente? A partir del instante en que se encendieron las luces de nuevo, y vimos lo que, un momento antes, había sido Graf Norden, fuimos como vagas, irreales figuras deambulando por un sueño. Lo olvidamos todo salvo las mudas órdenes que nos fueron impartidas mientras contemplábamos cómo el auto llameante se estrellaba contra el asfalto inferior, mientras observábamos su destrucción, y luego nos dirigíamos con paso incierto cada cual a su casa. Cuando, al día siguiente, recobramos parcialmente la memoria y buscamos a Dureen, éste había desaparecido. Y, como sea que apreciábamos nuestra libertad, no contamos a nadie lo que había sucedido, ni tratamos de averiguar hacia qué ignotos dominios se había esfumado Dureen. Sólo deseábamos olvidar.

Pienso que yo probablemente hubiera olvidado si no hubiese vuelto a echar una ojeada a la Canción de Ysté. Los demás, con interés creciente, han tendido a considerarlo como una ilusión, pero yo no puedo. Una cosa es leer libros como el Necronomicón, el Libro de Eibón o la Canción de Ysté, y otra muy distinta cuando la propia experiencia nos confirma algunas de las cosas que en ellos se relatan. Encontré uno de tales párrafos en la Canción de Ysté y no seguí leyendo. El volumen, junto con los demás libros de Norden, aún está en mi biblioteca; no lo he quemado. Pero no creo que lo vuelva a leer jamás...


Conocí a Graf Norden en 193..., en la universidad Darwich, en la clase de historia medieval y del Renacimiento temprano del doctor Held, que era más bien un estudio del pensamiento metafísico y el ocultismo.

Norden demostraba un gran interés; había realizado más de una incursión en las ciencias ocultas; en especial, le fascinaban los escritos y documentos de una familia de adeptos llamada Dirka, cuyo linaje se remonta a los días de la era preglacial. Ellos, los Dirka, vertieron la Canción de Ysté de su forma legendaria a las tres grandes lenguas de las culturas primigenias, y luego al griego, latín, árabe e inglés medio.

Le dije a Norden que deploraba el ciego desdén con que el mundo consideraba a las ciencias ocultas, pero que nunca había investigado el tema en profundidad. Me contentaba con ser un espectador, dejando que mi imaginación vagara a voluntad por las principales corrientes de ese oscuro río; deslizarme por la superficie era suficiente para mí... raras veces realizaba una inmersión ocasional hacia las profundidades. Como poeta y soñador, ponía buen cuidado en no perderme entre las tinieblas de las pozas donde retozaba... uno siempre podía emerger para encontrar un cielo azul y calmo y un mundo que no creía en esas realidades.

En el caso de Norden, era diferente. El ya comenzaba a tener dudas, según me comentó. Se trataba de un camino difícil de recorrer; había peligros espantosos, ocultos a lo largo de todo el recorrido; a menudo eso era tan cierto que el caminante no los descubría hasta que ya era demasiado tarde. Los terráqueos no habían avanzado mucho por la vía de la evolución; muy inexpertos aún, su falta de conocimiento, como raza, constituía una poderosa valla contra los pocos de sus congéneres que buscaban adentrarse por desconocidos caminos. Norden hablaba de mensajeros del más allá y citaba oscuros pasajes del Necronomicón y la Canción de Ysté. Se refería a seres extraños, entidades terriblemente inhumanas, imposibles de comprender de acuerdo con los cánones humanos o de ser combatidos de manera efectiva por la humanidad.


Dureen hizo su aparición en esa época. Un día entró en el aula durante el curso de una conferencia; más tarde, el doctor Held nos lo presentó como un nuevo miembro de la clase, procedente del extranjero. Había algo en Dureen que despertó inmediatamente mi interés. No logré determinar a qué raza o nacionalidad podía pertenecer... era lo que podría decirse bello, cada uno de sus movimientos poseía gracia y ritmo. Sin embargo, bajo ningún aspecto podía considerarse afeminado.

El hecho de que la mayoría de nosotros le eludiera, no le perturbaba en absoluto. Por mi parte, ello se debía a que no me parecía real, pero, en el caso de los demás, probablemente se debiera a su carencia total de sentimiento. Hubo una vez, por ejemplo, en que, estando en el laboratorio, le estalló una probeta ante la cara, y varios fragmentos se le clavaron en la piel. Él no dio la más leve muestra de dolor, rehusó todas las expresiones de atención de parte de algunas jóvenes y procedió a continuar con su experimento en cuanto el médico terminó de atenderle.

El acto final comenzó una tarde, cuando conversábamos acerca de la sugestión y el hipnotismo, y discutíamos las posibilidades prácticas de la materia. Colby presentó un argumento extraordinariamente ingenioso en contra, consideró ridículo asociar los experimentos en transmisión de pensamiento o telepatía con la sugestión y llegó a la conclusión final de que el hipnotismo (al margen de los medios mecánicos de inducción) era imposible.

Fue al llegar a este punto cuando Dureen intervino. Lo que él dijo, no puedo recordarlo, pero todo concluyó con un desafío directo a Dureen para que demostrara sus asertos. Norden permaneció callado durante el curso de este debate; estaba más bien pálido y trataba, según pude notar, de hacerle una señal de advertencia a Colby.


Esa noche fuimos cinco los que nos reunimos en casa de Norden: Granville, Chalmers, Colby, Norden y yo. Norden fumaba un cigarrillo tras otro, se mordía las uñas y hablaba solo en voz baja. Sospeché que algo anormal estaba sucediendo, pero de qué se trataba, no tenía la menor idea. Luego llegó Dureen, y la conversación, si así puede llamarse, cesó.

Colby repitió su desafío, diciendo que había convocado a los demás para asegurarse de que no se utilizarían trucos de escenario. No se podían utilizar espejos, luces ni cualquier otro tedio mecánico para provocar la hipnosis. Debía basarse por completo en la fuerza de voluntad. Dureen asintió, corrió la cortina, y luego, volviéndose, dirigió su mirada a Colby.

Nosotros le observábamos, esperando que hiciera algunos movimientos o pases con sus manos y pronunciase alguna orden: él no hizo ni lo uno ni lo otro. Fijó su mirada en Colby, y éste se puso rígido como si hubiese sido fulminado por un rayo; acto seguido, con la mirada perdida en el vacío ante él, se puso lentamente en pie, permaneciendo en la angosta franja negra que corría en diagonal a través del centro de la alfombra.

Mi memoria regresó al día en que había sorprendido a Norden en el acto de destruir unos papeles y aparatos, éstos construidos, con toda la ayuda que pude brindarle, en un lapso de varios meses. Sus ojos poseían una terrible expresión, y no pude vislumbrar la sombra de una duda en ellos. Poco tiempo después de este evento, Dureen había hecho su aparición: me pregunté si ambos hechos podían tener alguna relación.

Salí bruscamente de mi ensimismamiento al oír el sonido de la voz de Dureen, al ordenarle a Colby que hablara, que nos dijese dónde se hallaba y qué veía a su alrededor. Cuando Colby obedeció, fue como si su voz nos llegase de una gran distancia.


Se encontraba, dijo, en un estrecho puente tendido sobre un pavoroso abismo, tan vasto y profundo que él no podía distinguir el fondo ni sus límites. Detrás de él este puente se extendía hasta perderse en una neblina azulada; al frente, continuaba hasta lo que parecía una meseta. Colby no se atrevía a moverse debido a la angostura de la senda, pero comprendía que debía tratar de llegar a la planicie antes que el vértigo que le causaban las profundidades que se abrían debajo de él le hiciera perder el equilibrio. Experimentaba una extraña pesadez, y hablar le demandaba un gran esfuerzo.

Al enmudecer la voz de Colby, todos mirábamos fascinados la estrecha franja negra en la alfombra azul. Aquello, pues, era el puente sobre el abismo... pero ¿qué podía causar la ilusión de profundidad? ¿Por qué su voz parecía venir de tan lejos? ¿Por qué sentía aquella pesadez? La planicie debía de ser la mesa de trabajo situada en el otro extremo de la habitación: la alfombra llegaba hasta una especie de tarima sobre la cual estaba colocada la mesa de Norden, cuya superficie se levantaba a unos dos metros del suelo. Colby ahora comenzó a caminar con lentitud por la franja negra, moviéndose con extremo cuidado, al igual que una figura proyectada con cámara lenta. Sus miembros parecían pesados; respiraba agitadamente.

Entonces Dureen le ordenó que se detuviera y mirase al fondo del abismo con precaución, y que nos contara lo que allí viese. En aquel momento, nosotros examinábamos de nuevo la alfombra, como si jamás la hubiésemos visto y no supiéramos que no presentaba motivo decorativo alguno, salvo aquella única franja negra en la que ahora Colby se encontraba de pie.


Escuchamos de nuevo su voz. Dijo, al principio, que nada veía en el abismo bajo sus pies. Luego se le cortó la respiración, se tambaleó y casi perdió el equilibrio. Vimos que el sudor le cubría la frente y el cuello, empapando su camisa azul. Había cosas en el abismo, nos contó con roncos acentos en la voz, grandes formas que eran como burbujas de absoluta negrura, pero que estaba seguro de que tenían vida. De la masa central de su ser, Colby veía surgir tentáculos fibrosos, increíblemente largos. Se movían hacia delante y hacia atrás... en sentido horizontal, pero, aparentemente, no podían desplazarse en dirección vertical.

Pero las cosas no estaban todas en el mismo plano. Cierto era que sus movimientos se producían sólo horizontalmente en relación con su posición, pero algunas se encontraban en sentido paralelo a él y algunas en diagonal. A lo lejos podía distinguir cosas en posición perpendicular. Ahora parecía haber muchas más que las que él suponía. Las primeras que había visto estaban muy lejos, en el fondo, ajenas a su presencia. Pero éstas le percibían y estaban tratando de alcanzarle. Ahora se movía más rápidamente, nos dijo, pero para nosotros aún caminaba con lentitud.

Miré de soslayo a Norden; él también sudaba profusamente. Entonces se levantó y, acercándose a Dureen, le habló en voz baja para que ninguno de nosotros pudiera oírle. Comprendí que se refería a Colby y que Dureen no quería acceder a lo que Norden le pedía. Luego me olvidé momentáneamente de Dureen al escuchar de nuevo la voz de Colby, que temblaba de espanto. Las cosas extendían sus tentáculos hacia él. Se elevaban y caían por todas partes; algunas muy alejadas; otras horriblemente cercanas. Ninguna había encontrado el plano exacto en que él pudiera ser capturado; los ávidos tentáculos no le habían tocado, pero aquellos seres ahora sentían su presencia, estaba seguro de ello.

Y temía que tal vez pudiesen alterar sus planos a voluntad, aunque parecía que actuaban a ciegas, pues aparentemente eran seres bidimensionales. Los tentáculos que se proyectaban hacia él eran fibras totalmente negras.

Una terrible sospecha se despertó en mí, al recordar algunas de las primeras conversaciones con Norden, y rememoré ciertos pasajes de la Canción de Ysté. Intenté levantarme, pero mis miembros carecían de fuerza: sólo podía permanecer irremediablemente sentado y mirar. Norden todavía seguía hablando con Dureen, y vi que estaba muy pálido. Pareció retirarse... luego se volvió y se dirigió a un armario, extrajo un objeto y se acercó a la franja de la alfombra sobre la que Colby estaba de pie. Norden hizo un movimiento de asentimiento a Dureen, y entonces vi lo que tenía en la mano: era un poliedro de aspecto cristalino. Poseía, sin embargo, un resplandor que me causó un sobresalto.

Desesperadamente traté de recordar la significación del objeto... pues yo sabía... pero mis pensamientos eran interrumpidos, según parecía, por alguna fuerza y, cuando Dureen posó su mirada en mí; hasta la misma habitación pareció oscilar.

Una vez más se hizo audible la voz de Colby, esta vez preñada de desesperación. Temía no poder llegar nunca a la planicie. (En rigor, se encontraba a un metro y medio escaso del final de la franja negra y de la tarima sobre la cual descansaba la mesa de trabajo de Norden.) Las cosas, decía Colby, estaban más cerca ahora: una masa de tentáculos entretejidos acababa de rozarle el cuerpo.

Entonces nos llegó la voz de Norden; también parecía provenir de muy lejos. Llamó mi nombre. Aquello era algo más, dijo, que mero hipnotismo. Se trataba... pero entonces su voz se debilitó y percibí el poder de Dureen ahogando el sonido de sus palabras. De cuando en cuando, lograba distinguir una frase o unas pocas palabras inconexas. Pero, de todo ello, pude colegir lo que estaba sucediendo. Se trataba en realidad de un viaje transdimensional. Nosotros sólo nos imaginábamos que veíamos a Norden y a Colby de pie en la alfombra..., o quizás era mediante la influencia de Dureen.

La dimensión sin nombre era el hábitat de aquellos seres de sombra. El abismo, y el puente sobre el cual se encontraban los dos, eran ilusiones creadas por Dureen. Cuando lo que Dureen había planeado hubiera concluido, nuestras mentes serían exploradas, y nuestros recuerdos condicionados de tal manera que sólo rememoraríamos lo que Dureen quisiera que recordáramos. Norden había conseguido llegar a un acuerdo con Dureen, acuerdo que él debería respetar; como consecuencia, si ambos llegaban a la planicie antes que les tocaran aquellos seres, todo estaría en orden. Si no... Norden no especificó qué sucedería, pero dio a entender que les perseguirían al igual que el cazador persigue a su presa. El poliedro contenía un elemento que repelía los extraños seres de sombra.

Norden estaba a corta distancia detrás de Colby; nosotros podíamos verle apuntando con el poliedro. Colby habló de nuevo, diciéndonos que Norden se había materializado a sus espaldas, y que había traído consigo una especie de arma con la cual podía mantener a distancia a los extraños seres.

Entonces Norden me llamó por mi nombre, pidiéndome que me hiciese cargo de sus pertenencias si no regresaba y que buscara lo que decía sobre los adumbrali la Canción de Ysté. Con lentitud, él y Colby avanzaron hacia la tarima y la mesa. Colby iba a pocos pasos delante de Norden; luego se trepó a la tarima y, con la ayuda de su compañero, logró ganar la mesa. Después trató de dar una mano a Norden, pero, cuando éste subía a la tarima, súbitamente se puso rígido, y el poliedro se desprendió de sus manos. Frenéticamente intentó arrastrarse hacia la mesa, pero una fuerza extraña le atrajo hacia atrás, y yo supe que estaba perdido...

Oímos un solo grito de angustia, y luego las luces de la habitación palidecieron y se apagaron. Sea cual fuere el poder que nos tenía dominados, en aquel instante perdió su fuerza; dimos vueltas por la estancia como enloquecidos, tratando de encontrar a Norden, a Colby y el interruptor de la luz. Luego, de pronto, las luces se encendieron de nuevo, y vimos a Colby sentado en la mesa, como mareado, mientras que Norden yacía en el suelo. Chalmers se inclinó sobre su cuerpo, en un intento de resucitarle, pero al constatar el estado de los restos de Norden, se puso tan histérico que tuvimos que dejarle desvanecido de un golpe para que se callara.


Colby nos siguió como un autómata, aparentemente sin saber lo que había sucedido. Sacamos el cuerpo de Graf Norden envueltos por la noche de noviembre y lo destruimos con el fuego; más tarde le explicamos a Colby que había sufrido un ataque cardíaco mientras conducía por la ruta de la montaña; el auto se precipitó al vacío, y el cadáver de Norden se incineró en el holocausto.

Posteriormente, Chalmers, Granville y yo nos reunimos con el fin de buscar una explicación racional a cuanto habíamos visto y oído. Después de recobrar el conocimiento, Chalmers permaneció sereno y nos ayudó a llevar a cabo la espeluznante misión en lo alto de la montaña. Ninguno de los dos, según pude averiguar, había oído la voz de Norden después que se unió a Colby en el supuesto estado hipnótico. Tampoco recordaban haber visto objeto alguno en la mano de Norden.

Pero, en menos de una semana, aun esos recuerdos se habían desvanecido de sus mentes. Creían a pies juntillas que Norden había muerto en un accidente luego de un intento frustrado de parte de Dureen de hipnotizar a Colby. Con anterioridad, su explicación había sido que Dureen mató a Norden, por razones que no conocían, y que nosotros fuimos, inconscientemente, sus cómplices. El experimento hipnótico había servido de pretexto para reunirnos a todos y contar con un medio para deshacerse del cadáver. Que Dureen había logrado hipnotizarnos, ellos no lo dudaban entonces.

Hubiera sido inútil contarles lo que descubrí unos pocos días más tarde, lo que llegué a extraer de las notas de Norden, en las que explicaba la llegada de Dureen. Tampoco hubiera servido de mucho leerles fragmentos de la Canción de Ysté, traducidos a un inglés comprensible para ellos.


«...Y éstos no eran sino los adumbrali, las sombras vivientes, seres de increíble poder y malignidad, que moran fuera de los velos del espacio y el tiempo tal como nosotros los conocemos. Su diversión consiste en atraer a sus dominios a los habitantes de otras dimensiones, con quienes practican horribles juegos y múltiples engaños...»

«...Pero más horrendos que ellos son los inquisidores que envían a otros mundos y dimensiones, seres que ellos mismos han creado, otorgándoles la apariencia de aquellos que residen en cualquier dimensión o en cualquiera de los mundos a donde se les manda...»

«...Estos inquiridores pueden ser identificados tan sólo por los adeptos, para cuyos avezados ojos la extraordinaria perfección de su forma y movimientos, su rareza y el aura de extranjería y de poder que les envuelve constituyen un sello infalible...»

«...El sabio Jhalkanaan nos habla de uno de esos inquiridores que engañó a siete sacerdotes de Nyaghoggua, al desafiarles a un duelo en las artes del hipnotismo. Más adelante nos cuenta cómo dos de ellos cayeron en la trampa y fueron entregados a los adumbrali; sus cuerpos fueron devueltos una vez que los seres de sombra hubieron terminado con ellos...»

«...Lo más curioso de todo fue el estado en que se encontraban los cadáveres: a pesar de haberles sido extraído todo fluido, no presentaban trazas de herida alguna, ni siquiera la más leve. Pero lo más horroroso eran los ojos, que no podían cerrarse, y parecían mirar fijamente, con desasosegada expresión, más allá del observador, y las extrañamente luminosas marcas en la carne muerta, los curiosos arabescos que parecían moverse y cambiar de forma ante los ojos del testigo...»



Francisco Lezcano Lezcano - LA GRANJA EXPERIMENTAL




El taxi se elevó para evitar el gran edificio de Laser-Comunicación.

Thork y Sthark miraron hacia abajo. Comprobaron que se habían desviado un poco de la ruta. Thork indicó en alta voz la dirección exacta que deseaba tomar.

El auto-antigravedad recogió la orden. En el centro de la ciudad el cerebro electrónico encargado del control cibernético recibió el deseo de los clientes. Al instante corrigió la anomalía y transmitió la rectificación al taxi que, acelerando su carrera, partió hacia su destino exacto.

Thork y Sthark admiraron esta precisión. Reconocían que la línea de transportes era perfecta.

El taxi descendió suavemente hasta menos de treinta centímetros sobre el suelo. Automáticamente se abrieron las portezuelas y los dos pasajeros salieron.

- Se puede retirar. Vuelva dentro de una hora, si puede hacernos ese favor - dijo Thork al auto.

- Como guste, señor - respondió el vehículo a través de un altavoz disimulado. Y casi instantáneamente saltó hacia lo alto, perdiéndose entre las nubes.


- Y bien, amigo Sthark, hemos llegado. He aquí la explotación. Los animales son pacíficos. Difíciles de criar. Pero puedo asegurarle que el esfuerzo compensa. Ahora es el momento. Luego, cuando la competencia aumente, los precios. bajarán. El alimento que segregan es abundante y suculento. Se lo arrebatarán de las manos...

Sthark se quedó admirado ante la extrema limpieza de las instalaciones. En la llanura, cinco gigantescas esferas de metal pulido brillaban como lunas.

- ¿Y bien, señor Thork?

- Mire: en la esfera del lado derecho se encuentran las hembras solteras prestas para el apareamiento. La comida llega hasta ellas automáticamente. Es necesario mezclarle vitaminas, hormonas sexuales y tranquilizantes. Es importante para mantenerlas en forma. Todos estos animales son muy propensos a la claustrofobia. Hay que tener un extremo cuidado, si no, se mueren o se matan. Por tanto, las drogas son vitales.

»Estamos seguros de que, después de dos generaciones, se habrán adaptado perfectamente a la cautividad...

»Esta esfera, a la izquierda, es el recinto de los machos, con los que ocurre lo mismo... Machos y hembras ponen en las mismas celdas que ocupan. El delicado manjar que producen desciende por un conducto hasta la pequeña esfera central. Allá abajo, las centrifugadoras separan el elemento sólido del líquido... ¡Inspire con fuerza!... El olor que llega hasta aquí es muy agradable. Al fondo los acoplamos cada siete meses, haciendo combinaciones para que los nacimientos no se interrumpan. Son muy prolíficos. Las crías son colocadas en incubadoras desde su nacimiento, en aquella bola verde.

Thork y Sthark se aproximaron a una mirilla. Sthark miró.

No pudo evitar un gesto de temor y de aprensión.

- Tienen un aspecto muy desagradable. Son monstruosos... ¡Sobre qué horrible y lejano planeta han podido nacer estas cosas!...

Thork rió divertido:

- ¡Vamos! Le voy a hacer probar el líquido y la pasta.

Los dos penetraron en una de las pequeñas esferas donde se embotellaba automáticamente el producto.

Thork pidió lo que deseaba a una pequeña máquina rodante apropiada para hacer de sirviente.

- Dos vasos con extracto líquido y sólido.

Sthark lo probó con cierta desconfianza. Pero se vio obligado a reconocer que tenía muy buen gusto. Y repitió varias veces el suculento bocado. Enseñando sus bellos dientes, preguntó:

- Dígame, por curiosidad, ha conseguido usted averiguar cómo se llaman estas bestias?

Thork movió dubitativamente sus patas de arácnido:

- No lo sabemos con exactitud. Escrutando en su espíritu nos ha parecido comprender que se llaman HOMBRES...


Carlos Gardini - FIAT MUNDUS



Crear un mundo es una tarea enojosa y agotadora que exige la paciencia de un relojero y la perseverancia de un elefante (no sé por qué un elefante, quizá porque la palabra se me ha pegado, con esa «ele» inicial que si se deja caer coincide exactamente con la trompa de ese animal imposible, por cierto una de las obras maestras de mi padre), pero no hay nada tan satisfactorio, ni siquiera un buen jardín, como ver el conjunto casi terminado, cuando sólo necesita un par de golpes de cincel para despertar de una somnolencia precaria a la perfección de una vida ficticia.

Ahora bastará ese detalle, ese último retoque, para infundir un movimiento propio al mundo populoso y fantástico del que tras tantos esfuerzos me distanciaré con desdén y soberbia. Pero es injusto que yo, sólo por tener esa ocurrencia - magistral, por cierto, e imprescindible, quién podría negarlo - que dará impulso definitivo a una idea vastísima que hasta ahora sólo gozó de una vida potencial, encerrada dentro de sí misma como un feto en la membrana (pero la analogía es más que imperfecta; aunque mi abuelo añadiría, citando a uno de sus propios personajes, que toda analogía es imperfecta), sería injusto, digo, que por contar con ese involuntario privilegio yo negara u olvidara a quienes realizaron el trabajo más arduo y meticuloso. Es verdad que sin mi ocurrencia tantas invenciones serían casi cuerpos sin vida, pero tal vez yo la tuve precisamente porque carezco de imaginación o porque mi imaginación es limitada. Mi mente no está poblada por retablos multitudinarios a los que hay que pintar con diez, cien, mil colores y matices con la exquisitez de un artesano, pero el ojo de mi mente descubre en el acto, en ese mundo que yo sería incapaz de concebir por mi cuenta, el color desleído, el matiz que inevitablemente echa a perder el resto, y da con el tono preciso para volver armónico el conjunto.

¿Qué sería de esos geniales chispazos aislados sin una vocación de síntesis? Todo habría terminado como empezó, en un mero pasatiempo familiar.

La palabra inicial; la que sin duda desencadenó esta manía hogareña y dio el sello distintivo a esta pasión inaudita, fue indudablemente «estepa». Y fue mi abuelo, caminando frente a la nieve arenosa al caer la tarde (cuando cada ventanal de la casa, reflejando el poniente, arrojaba sobre la estepa destellos rosados) quien concibió estepas enormes y desoladas, apropiándose a tal punto de la palabra con ese sentido desfigurado que en nuestra familia pronto dejó de significar un humilde jardín nevado para identificarse, como quería mi abuelo, con la extensión, la soledad y la aridez. Pronto la sola mención de una «estepa» en las cenas familiares terminó evocando un país desmesurado donde campesinos ebrios se revolcaban con princesas lujuriosas, donde seres apasionados por interrogar el universo con preguntas inconcebibles morían congelados en el pescante de un trineo o mataban usureras a hachazos, más un alud de revoluciones y batallas, trenes solitarios humeando en la planicie blanca y campos de confinamiento donde gentes demasiado valerosas o estúpidas purgaban sus disensiones con regímenes políticos sanguinarios. Estepa, como digo, fue la palabra inicial, según las notas de mi abuelo, la palabra clave que por puro magnetismo fue congregando otras alrededor - reales, inventadas o transfiguradas, yo ya no sé distinguirlas porque ese léxico fantástico ha pasado a formar parte de mi lenguaje y mi pensamiento -, que a su vez fueron aglutinando nuevos racimos de palabras y modelando formas inexploradas. Así, un sonido tan simple como «lobo», dos globos de aire separados por una brisa entre los labios, adquirió por asociación con «estepa» los rasgos de un animal cruento que encarnaba todos los horrores de la noche del caos y a la vez se recortaba con un perfil melancólico contra la «luna» que plasmó a fuerza de aullidos y que luego transformamos en un astro también melancólico y estepario.

Mi abuelo empezó sus largas anotaciones una primavera de hace cuarenta años (esta palabra breve y obscena la inventó él, con el descabellado propósito de encapsular el tiempo de ese mundo), juntando en una voluminosa carpeta datos, dibujos, bocetos y reflexiones, uniendo y desmembrando palabras para crear nuevos idiomas o la ilusión de nuevos idiomas. Nuestra casa, Los Jardines (la llamábamos así porque cada parcela en que estaba dividido el terreno era un jardín de una especie completamente distinta del contiguo: los había exuberantes, populosos, despojados, lúgubres, coloridos; de arena, de flores, de rocas, de arbustos, de nieve, de animales pequeños; un síntoma, tal vez, de la predilección de mi familia por los mundos contrastantes y paralelos), estaba en medio de una llanura floreciente que en verano se cubría de hermosa nieve amarilla. En los senderos que separaban un jardín de otro, mi abuelo, caminando de sol a sol, fue perfeccionando la idea de ese mundo seductor y delirante, y también la de consagrarle toda la vida. Mientras él hacía crujir la grava, la estepa inicial se multiplicó en cosmogonías, religiones, imperios, batallas, poemas, eras geológicas, estrellas y cataclismos. Esa pasión demiúrgica literalmente lo consumió, y sé que mi abuela no le perdonó jamás haber descuidado jardines concretos para crear jardines imaginarios, y mucho menos que inculcara en el hijo esas ideas extravagantes. El daño sin embargo estaba hecho, pero mi padre, hombre de más temperamento, resistiría mucho mejor esta tarea agobiante, y nunca descuidó los jardines. En el atardecer, sentado frente al ventanal, tomaba del escritorio las notas de mi abuelo y las iba uniendo y ordenando, tramando una novela gigantesca, un mundo con leyes que después, por caprichos de su fantasía, borraba o alteraba de un plumazo. Una mañana de invierno, por ejemplo, observando la hoja verde y curva del cuna-de-rocío que había plantado en el centro del mayor jardín de la casa, se le ocurrió acabar con los mundos humanos de mi abuelo y crear otro poblado exclusivamente por dragones gigantescos y estúpidos. Luego se arrepintió y decidió extinguirlos, pero se empeñó en que alguien, muchos capítulos después, encontrara los restos de los dragones y hablara deslumbrado de los lagartos de trueno. En noches de embriaguez creó Marco Polos, Napoleones, Quijotes y Cenicientas, y en sobrios crepúsculos concibió Budas, Sócrates y Graham Bells.

A menudo comentaba conmigo cambios, alteraciones y extrapolaciones, y discutíamos los detalles de cada átomo de cada molécula de cada cuerpo de ese mundo antojadizo y ridículo que también a mí terminó por cautivarme, tanto que a menudo nos sorprendíamos hablando sin quererlo en alguno de los idiomas que habíamos inventado y que tal vez terminarían por adueñarse definitivamente de nosotros. Pasábamos noches enteras hablando y escribiendo, y mi padre dio a sus criaturas una consistencia y una solidez que mi abuelo no hubiera logrado jamás con su manía por las fichas y las notas arrevesadas.

Pero la gran idea de mi padre, la que volvió más atractivas a nuestras criaturas y les empezó a dar un primer grado de independencia, fue que sus vidas estuvieran escindidas entre la vida tal como la concebíamos y un segundo estado parecido a la muerte, una especie de sopor como el que precede a la agonía. «Vigilia» y «sueño» - como convinimos en llamar a esa espléndida pareja - se oponían y complementaban. Así volvíamos más complejos y extraños a nuestros homúnculos, capacitándolos para segregar en secreto lo que nosotros producíamos abiertamente: un mundo plagado de admoniciones y señales, en el que quizá - y éste fue uno de mis aciertos - percibían oscuramente nuestra presencia y se esforzaban en vano por comprender nuestros propósitos. Por lo tanto, dedicaban largas «horas» de la «vigilia» a interpretar los «sueños». Era como si llevaran adentro un animal extraño. Ese detalle enriquecía notablemente la trama y le daba un matiz exquisitamente irónico.

Cuando mi padre murió, prácticamente habíamos concluido con nuestro mundo de seres irrisorios, desvalidos, soberbios, poéticos y payasescos, de modo que él agonizó enteramente feliz, seguro de que yo sabría terminar dignamente esa obra vastísima y de que apenas faltaban unas pinceladas para completar lo que habíamos fraguado entre ansiedades y sonrisas cómplices.

Después viví años dedicado exclusivamente a los jardines, con la certeza de que esas pinceladas finales eran mínimas. No había nada más que inventar, bastarían unas pocas palabras para estampar ese trazo definitivo. Por último, en efecto, lo concebí, y lo increíble es que un solo retoque superficial alcance para poner en movimiento una maquinaria tan inverosímil e intrincada, pero hasta ahora inerte. Complicados mecanismos empezarán a chirriar con el impulso de la vida en cuanto yo haya completado esta criatura anónima y necesaria, la que dará a esta ficción el vuelo inspirado, el Adán que despertará con los ojos legañosos a un mundo de solidez sólo aparente. Sin duda ya has sospechado de quién se trata, aunque por cierto lo verás con toda claridad al iniciarse el párrafo siguiente, cuando el último golpe de cincel despierte tus facultades entumecidas, hasta ahora torpes y balbuceantes.

Y ahora, Lector, ahora que ya estás creado, recién nacido a un mundo caótico donde todo está dispuesto para que crezcas y te multipliques, puedo alejarme con infinito alivio.

Ahora seré yo quien se transforme en la ficción agazapada detrás de estas palabras que acaban de despertarte a la vida, llenándote de recuerdos, sensaciones y percepciones ficticias de cosas ficticias. Y si alguna vez estás desesperado no pierdas el tiempo rezándome porque no me encontrarás, no te oiré siquiera. No tengo nada que ver con ese odioso monosílabo que tanto te entusiasma y es sólo la más torpe, la menos acabada de mis invenciones.


Philip K. Dick - SI NO EXISTIERA BENNY CEMOLI...



Los tres niños atravesaban a la carrera el campo descuidado; al ver la nave lanzaron un grito de alegría. ¡Por fin había aterrizado! Fueron los primeros en verla y justo en el lugar que habían anticipado.

- ¡Oye, es la más grande que he visto! - exclamó el primer niño, con la voz entrecortada -. Esa no viene de Marte, debe venir de más lejos, del otro lado. Te lo aseguro.

Viendo el enorme tamaño del aparato el temor lo volvió silencioso. Después, mirando hacia el cielo descubrió que había llegado una flota, como todos habían esperado.

- Será mejor que vayamos a avisar - dijo a sus compañeros.

Allá en la colina John LeConte estaba de pie junto a su limousine a vapor esperando, impaciente, que la caldera se calentara. Los chicos fueron los primeros en llegar - pensó, furioso - cuando tendría que haber sido yo. Para colmo, se trataba de unos chiquilines harapientos, simples hijos de granjeros.

- ¿Hoy funciona el teléfono? - preguntó a su secretario.

El señor Fall echó un vistazo al talonario sujeto con el pisapapeles.

- Sí, señor ¿Desea que transmita algún mensaje a la ciudad de Oklahoma? - preguntó.

De todos los empleados que habían sido asignados a la oficina de LeConte, Fall era el más esquelético. Evidentemente ese hombre ayunaba, no tenía ningún interés en comer, y era muy eficiente.

- La gente de inmigración tendrá que enterarse de este ultraje - murmuró LeConte.

Soltó un suspiro. Toda había salido mal. Después de diez años de colonización había llegado la flota de Próxima Centauro y ninguno de los artefactos de alarma había anunciado con anticipación el aterrizaje. La ciudad de Oklahoma se vería ahora obligada a tratar con los invasores en su propio terreno, con la consiguiente desventaja psicológica que LeConte no podía dejar de considerar.

Observó cómo las naves comerciales de la flota empezaban la tarea de descarga con una mezcla de admiración y de envidia. Era inevitable.

Miren el equipo de que disponen - pensó -. A su lado parecemos unos simples provincianos.

Deseó fervientemente que su coche oficial no hubiera requerido veinte minutos para calentarse. Deseó... ¡tantas cosas!

En primer lugar, deseaba que ORUC no existiera. La Oficina de Renovaciones Urbanas Centauro era un cuerpo constituido con muy buenas intenciones pero, por desgracia, contaba con un pesado aparato de organización interna... Allá en el 2170 se le había informado sobre la Desgracia y se lanzó al espacio como un organismo fototrópico, sensible a la luz física provocada por las explosiones de la bomba de hidrógeno. Pero LeConte estaba al tanto de algo más que eso; en realidad, las organizaciones que regían el sistema Centauro conocían muchos detalles de la tragedia porque habían mantenido constante contacto radial con otros planetas del sistema solar. Muy pocas formas de vida habían logrado conservarse en la Tierra. Oriundo de Marte, siete años atrás él había encabezado una misión de auxilio y, después de un tiempo, decidió quedarse en la Tierra debido a las muchas oportunidades que había, dadas las condiciones actuales.

Estamos en una difícil situación - se dijo mientras esperaba que el coche a vapor se calentara -. Fuimos los primeros en llegar, y sin embargo ORUC nos desplaza. Es un hecho ingrato que debemos enfrentar. Creo que hemos hecho un buen trabajo de reconstrucción. Naturalmente, el planeta no está como antes pero, después de todo, diez años no es mucho tiempo. Es posible que dentro de veinte años más los trenes vuelvan a correr. Además, los últimos bonos para la reconstrucción de caminos se han vendido muy bien, hasta hubo un exceso de suscripciones.

- Una llamada para usted, señor; de la ciudad de Oklahoma - dijo el señor Fall, pasándole el receptor del teléfono portátil de campaña.

- Habla el representante final de campaña, John LeConte - dijo LeConte en voz alta -. Adelante, repito, adelante.

- Oficina Central del Partido - anunció débilmente desde el otro extremo de la línea una seca voz oficial, entremezclada con interferencias estáticas -. Hemos recibido informes de docenas de ciudadanos alertas en Oklahoma Occidental y Texas, dicen que una inmensa...

- Se encuentra aquí - dijo LeConte -. Los estoy viendo. En este momento me disponía a ir a parlamentar con los miembros más destacados de la expedición; recibirán mi informe a la hora acostumbrada. No era preciso que me controlaran (el tono de su voz denotó irritación).

- ¿La flota trae armamentos pesados?

- No - dijo LeConte -, parece estar compuesta de burócratas, funcionarios de distintos gremios y transportistas oficiales. En otras palabras, cuervos.

El hombre del partido le ordenó desde su escritorio.

- Bien. Preséntese y deles a entender que la población nativa desconfía de su presencia en la zona y que el Consejo Administrativo de Alivio a Zonas destrozadas por la guerra tampoco los mira con beneplácito. Dígales que reuniremos la legislatura para que apruebe una ley protestando por esta intromisión de un cuerpo de otro sistema en nuestros asuntos internos.

- Ya sé, ya sé - dijo LeConte -; todo está decidido, lo sé.

En ese momento lo llamó el chofer.

- Señor, el coche está listo.

El funcionario del partido le dió las últimas instrucciones:

- Deje establecido que usted no puede negociar con ellos, que carece de autoridad para admitirlos en la Tierra; sólo el Consejo tiene poderes para hacerlo aunque, por supuesto, está absolutamente en contra.

LeConte colgó y corrió hacia el coche.

A pesar de la oposición de las autoridades locales, Peter Hood de ORUC, resolvió establecer su cuartel general en las ruinas de la antigua capital terráquea, la ciudad de Nueva York. Eso daría cierto prestigio a los miembros de ORUC, a medida que ampliaran el circulo de influencia de su organización. Al final, como era de esperar, el círculo abarcaría a todo el planeta, pero la tarea requeriría varias décadas.

Mientras se abría paso entre las ruinas de lo que fuera una vez un importante depósito ferroviario, Peter Hood pensó que cuando la obra estuviera terminada él ya se habría retirado. Poco quedaba de la cultura anterior a la Desgracia y las autoridades locales - los políticos mediocres que habían llegado en bandadas desde Marte y Venus, los planetas vecinos - habían hecho muy poco. A pesar de eso, aplaudía los esfuerzos realizados hasta entonces.

- ¿Saben una cosa? - dijo a los miembros de su personal que iban tras él -. Han hecho la parte más difícil, y deberíamos estarles agradecidos. No es fácil llegar a una zona totalmente destruida, como les tocó a ellos.

- Sacaron pingües ganancias - observó uno de los hombres, llamado Fletcher.

- No debemos fijarnos en los motivos - replicó Hood -, sino en los resultados que han obtenido.

Mientras hablaba así recordó al funcionario que fuera a recibirlos en su coche a vapor. Había dado ocasión a una ceremonia formal y solemne. Años atrás, cuando esos funcionarios llegaron al lugar, nadie había salido a recibirlos a no ser, quizá, por algunos sobrevivientes plagados de quemaduras producidas por las radiaciones que salieron a tientas de los sótanos y abrieron la boca sin pronunciar palabra. Un temblor lo sacudió.

Un miembro de ORUC de escaso rango se le acercó y después de saludarlo dijo:

- Creo que hemos localizado una estructura intacta donde su personal podrá alojarse temporalmente. Está en un subsuelo - agregó, con expresión turbada -. No es lo que hubiéramos deseado pero... para conseguir algo más adecuado habríamos tenido que desalojar a algunos nativos.

- Sí - contestó Hood -, han tenido bastante tiempo para explorar. No me opongo. Seguramente se trata de un sótano remodelado; me basta con que sea útil.

El miembro de ORUC siguió hablando.

- La estructura pertenecía a un gran diario homeostático, el New York Times. Se autoimprimía justo debajo de donde estamos; al menos eso es lo que indican los mapas. Aún no hemos podido encontrar el diario, aunque existía la costumbre de enterrar los periódicos homeostáticos a casi un kilómetro de profundidad. Aún no sabemos cuánto sobrevivió éste.

- Debe ser muy valioso - observó Hood.

- Sí - dijo el miembro de ORUC -, tiene salidas por todo el planeta; debe estar sacando miles de ediciones diarias. Cuántas salidas funcionan... - se interrumpió -; resulta difícil creer que los políticos locales no hayan hecho ningún esfuerzo para reparar alguno de los diez u once periódicos homeostáticos que había; pero parece que es así.

- Extraño - dijo Hood -, descuidar de esa manera algo que les hubiera facilitado la tarea. Después de la Desgracia, la misión de mantener el contacto con la gente de una misma cultura dependió en mucho de los periódicos ya que las partículas suspendidas en la atmósfera hacían difíciles, cuando no imposible, la recepción por radio y televisión. Esto me hace sospechar - concluyó, volviéndose hacia sus ayudantes -, que quizás no ponen el empeño suficiente. ¿No es posible que sólo aparenten trabajar?

Su mujer Joan fue la primera en hablar.

- Tal vez no posean la habilidad suficiente para volver a poner los diarios en funcionamiento.

Tienes razón - pensó Hood -. Debemos darles el beneficio de la duda.

- La última edición del Times - afirmó Fletcher -, fue puesta en las líneas el día de la gran Desgracia. Desde entonces la red de comunicaciones periodísticas no ha vuelto a funcionar, ni tampoco las fuentes de creación correspondientes - y agregó, en tono desdeñoso -. Eso demuestra lo ignorante que son esos políticos en cuanto a los elementos básicos de una cultura. No siento el menor respeto por ellos. Sólo volviendo a poner en actividad los periódicos homeostáticos haremos más por restablecer la cultura anterior a la tragedia de lo que ellos han logrado a través de miles de proyectos insignificantes.

- Tal vez su interpretación no sea correcta - dijo Hood -; pero bueno, esperemos que el cefalón del periódico esté intacto. Resultaría totalmente imposible reemplazarlo.

Se encontraban ante la entrada que los miembros de ORUC habían conseguido despejar. Se trataba, nada menos, que del primer paso que iban a dar en el planeta arruinado: restaurar a su antigua jerarquía una poderosa entidad autosuficiente. Después que el periódico homeostático saliera regularmente estaría libre para dedicarse a otras tareas; entretanto, el diario sería una gran ayuda.

- ¡Dios mío! - exclamó un trabajador que estaba despejando todavía los escombros -. Nunca había visto tanta basura amontonada en un solo lugar. Parece que lo hicieron a propósito.

Entretanto, el hornillo succionador que estaba manejando continuaba encendiéndose y avanzando lentamente, absorbiendo sin descanso material que transformaba en energía, lo que permitía aumentar poco a poco el tamaño de la entrada.

- Deseo un informe rápido sobre su estado actual - dijo Hood al equipo de ingenieros que esperaba para entrar -. Cuánto tiempo demoraríamos en reactivarlo, cuánto... - se interrumpió.

Habían llegado dos policías con uniforme negro, pertenecientes a la nave de seguridad. Reconoció enseguida al principal, Otto Dietrich, el investigador superior que viajaba con la flota desde Centauro y no pudo evitar ponerse tenso. No fue el único en reaccionar de esa manera; vio también que los ingenieros y trabajadores se detenían un momento y después, más lentamente, continuaban lo que estaban haciendo.

- Sí - dijo a Dietrich -, encantado de verlo. Vayamos a un lugar donde podamos hablar.

No le cabía la menor duda en cuanto a lo que deseaba el investigador; en realidad, lo había estado esperando.

- No le robaré mucho tiempo, Hood. Sé que está muy ocupado. ¿Qué es esto? - preguntó con una expresión alerta y ansiosa en la cara rubicunda y bien rasurada.


Hood atendió a los policías en un pequeño cuarto lateral convertido en oficina temporal.

- Me opongo a cualquier juicio - dijo, con calma -. Ha pasado mucho tiempo; es mejor dejar las cosas como están.

Dietrich se tironeaba, pensativo, el lóbulo de la oreja.

- Los crímenes de guerra no cambian - dijo -; continúan siendo lo mismo aunque transcurran tres, cuatro décadas. De todas maneras, no podemos basarnos en ningún razonamiento lógico. La ley requiere que hagamos un juicio. Alguien debe ser responsable de haber empezado la guerra y es posible que ocupe aún un puesto de autoridad; aunque eso no es lo importante.

- ¿Cuántas fuerzas policiales han aterrizado? - preguntó Hood.

- Unos doscientos hombres.

- ¿Y están listos para trabajar?

- Estamos dispuestos a iniciar las investigaciones, a secuestrar los documentos pertinentes y a iniciar juicio en los tribunales locales. Estamos decididos a exigir cooperación, si a eso se refiere. Ya hemos asignado personal especializado en ciertos puntos estratégicos - dijo Dietrich mirándolo detenidamente -. Todo ello es necesario; no veo dónde está el problema. ¿O tiene intención de proteger a los culpables, de emplear sus habilidades para que colaboren con su tarea?

- No - dijo Hood sin vacilar.

- Recuerde - continuó Dietrich - que casi ochenta millones de personas perecieron en la Desgracia. ¿Acaso uno puede olvidar ese hecho? O como se trata de gente nativa, desconocida para nosotros...

- No se trata de eso, en absoluto - protestó inútilmente Hood, sabiendo que no lograría comunicarse con una mentalidad policial -. Ya le dije mis objeciones. Creo que no sirve a ningún propósito hacer procesos y ejecuciones después de tanto tiempo. No esperen que mi personal colabore con esto, rehusaré ayudarles aduciendo que no puedo prescindir de nadie, ni siquiera de un ordenanza. ¿Me entiende?

- Idealista al fin; son todos iguales - suspiró Dietrich -. La nuestra es una noble tarea, ayudar a la reconstrucción y... prevenir. Lo que usted no entiende, o no quiere entender, es que un día de estos esa gente puede empezar todo el proceso otra vez, a menos que se lo impidamos desde ahora. Ese es nuestro deber hacia las generaciones futuras; ser terminantes y severos ahora, es a la larga, el método más humano. Dígame, Hood, ¿qué es este lugar? ¿Qué está tratando de reactivar con tanto vigor?

- El New York Times - contestó Hood.

- Imagino que cuenta con un archivo. ¿Podríamos consultar los antecedentes, para obtener información? Sería una valiosa ayuda para fundamentar nuestros casos.

- No puedo negarles acceso al material que podamos encontrar - dijo Hood.

- Resultaría muy interesante un resumen diario de los acontecimientos que precipitaron la guerra - dijo Dietrich, sonriendo -; por ejemplo, ¿quién ejercía el poder supremo en Estados Unidos en el momento de la Desgracia? Hasta ahora, ninguna de las personas con las que hemos hablado parece recordarlo - concluyó con una sonrisa aún más amplia.


A la mañana siguiente, muy temprano, Hood recibió el informe de los ingenieros en la oficina temporal. Parte de las maquinarias del periódico habían sido destruidas pero el cefalón, la estructura cerebral que dirigía el sistema homeostático, parecía intacta. Tal vez si acercaban una nave y pudieran pasar su producción de energía a las líneas del periódico, se podría determinar el estado del mismo.

- En otra palabras - dijo Fletcher, mientras desayunaban con Joan - es posible que funcione o que no funcione. No puede negar que usted es muy pragmático; hará la conexión y, si resulta, habrá cumplido con su cometido. ¿Pero qué sucederá si no resulta? ¿Los ingenieros dejarán caer los brazos y dirán que no están capacitados para la reparación?

Hood clavó la mirada en la taza de café.

- Tiene el mismo gusto del café auténtico - dijo, pensativo -. Dígales que traigan una nave y que hagan funcionar el periódico automático. Si consigue imprimir, tráigame enseguida la primera edición.

Continuó bebiendo el café a pequeños sorbos.

Una hora más tarde, una nave de la línea había aterrizado en la vecindad y su fuente de energía era conectada con el periódico homeostático mediante cinta para inserciones. Se colocaron algunos conductos y los circuitos fueron cuidadosamente cerrados.

Peter Hood podía escuchar, desde su oficina, un sordo retumbar subterráneo a mucha distancia, un chirrido entrecortado y rítmico. ¡Lo habían conseguido! El periódico volvía a la vida. Un miembro de ORUC dejó sobre su escritorio el primer ejemplar. Lo sorprendió la actualidad de la información. Aún en estado latente el periódico no había dejado de estar al día en los acontecimientos. Era indudable que sus receptores habían continuado en actividad.


«ORUC ATERRIZA DESDE CENTAURO.

VIAJE DURO UNA DÉCADA.

PROYECTA RECONSTRUIR ADMINISTRACIÓN CENTRAL.»


Diez años después de un holocausto atómico, ORUC, la organización intergaláctica de rehabilitación, había hecho su histórico aterrizaje al llegar con una verdadera flota de aeronaves-espectáculo que los testigos habían descrito como «irresistible, tanto por su boato como por su significado». Nombrado Coordinador Supremo por las autoridades de Centauro, el miembro de ORUC Peter Hood estableció de inmediato su cuartel general en las ruinas de la ciudad de Nueva York y dirigió unas palabras a sus ayudantes manifestando que «no había venido a castigar a los culpables, sino a restablecer la cultura planetaria por todos los medios disponibles y a reimplantar... »

Es aterrorizador - pensó Hood mientras leía el artículo de fondo. Los servicios de noticias del periódico homeostático se habían enterado de detalles de su vida y los habían digerido e insertado en el artículo, incluso su discusión con Dietrich. El diario no solo hacía - o había estado haciendo su trabajo - sino que nada que fuera de interés, como noticia, se le escapaba, ni siquiera una discreta conversación mantenida sin presencia de testigos. Debería tener mucho cuidado.

Había otro articulo, por supuesto, en tono más grave, que trataba la llegada de los chaquetas negras, la policía.

«Agencia de seguridad declara su objetivo: Criminales de Guerra».

«Capitán Otto Dietrich, investigador supremo de la policía que llegó con la flota de ORUC desde Próxima Centauro dijo que los responsables de la Desgracia de una década atrás «deberán pagar por sus crímenes» ante el tribunal de justicia de Centauro. Según fuentes del Times, unos doscientos policías uniformados de negro han empezado sus actividades exploratorias para...» Hood no pudo menos que sentir un placer morboso al ver que el diario prevenía a la Tierra con respecto a Dietrich. Eso demostraba que el Times no había sido restablecido para apoyar a las fuerzas de ocupación sino a todos, incluso aquellos a quienes Dietrich tenía intención de juzgar. Sin duda alguna todos los pasos de la actividad policial serían revelados en forma detallada. Dietrich, amigo de trabajar en secreto, no estaría muy de acuerdo con el procedimiento. Pero Hood estaba encargado de mantener el diario.

Y no tenía ni la más remota intención de amordazarlo.

Le llamó la atención otro artículo, también en primera página. Mientras lo leía una vaga inquietud le hizo fruncir el ceño:

«Partidarios de Cemoli alborotan al Norte del Estado. Se han producido algunos choques entre partidarios de Benny Cemoli, agrupados en los característicos campamentos asociados con la pintoresca figura política y algunos ciudadanos de la zona armados con palas, martillos y chapas. Después de un encontronazo de dos horas, ambas partes se declararon victoriosas. Hubo unos veinte heridos y doce hospitalizados en salas improvisadas de primeros auxilios. Vistiendo, como de costumbre, su clásica túnica roja, Cemoli visitó a los heridos, aparentemente de buen ánimo, dispuesto a bromear mientras afirmaba a sus partidarios que «ya no falta mucho», refiriéndose, evidentemente, a la amenaza de la organización de marchar sobre la ciudad de Nueva York en un futuro próximo, con el fin de establecer lo que Cemoli denomina «justicia social y verdadera igualdad, por primera vez en la historia del mundo». Como se recordará, antes de su encarcelación en San Quentin...»

Hood conectó el sistema de intercomunicaciones para dar una orden.

- Fletcher - dijo - haga un control general de actividades en el Norte del Estado. Averigüe todo lo que pueda con respecto a una insurrección política de carácter popular en la zona.

- Yo también tengo un ejemplar del Times, señor - dijo la voz de Fletcher -; he visto el artículo sobre ese agitador Cemoli. Ya hay una nave dirigiéndose a la zona en este momento. Dentro de diez minutos, más o menos, deberíamos recibir su informe - Fletcher hizo una pausa - ¿Cree que sería necesario pedirle refuerzos a Dietrich?

- Esperemos que no - dijo Hood secamente.

Media hora más tarde la nave de ORUC pasaba su informe a Fletcher. Confundido, Hood pidió que le repitieran el mensaje. Pero no había ninguna duda. El equipo de campaña de ORUC había hecho una exhaustiva investigación. No habían encontrado rastros de ningún campamento ni de formación de grupos. Los ciudadanos de la zona que fueron interrogados dijeron no haber oído hablar nunca de una persona llamada Cemoli. Tampoco encontraron señales de ninguna batalla campal, ni choques, como tampoco de estaciones de primeros auxilios, ni heridos. Había tranquilidad en toda la campiña semi-rural.

Desconcertado, Hood volvió a leer el artículo del Times. No había dudas, estaba ahí, en primera página, junto con la noticia del aterrizaje de la flota ORUC. ¿Qué podía significar?

Lo que estaba pasando no le gustaba en absoluto.

¿Habría cometido un error al reactivar el viejo y glorioso periódico homeostático?


Esa misma noche, una barahúnda infernal que venía desde gran profundidad despertó a Hood de un sueño pesado. Mientras se sentaba en la cama, pestañeando aturdido, el retintín aumentaba de volumen. Era, sin duda, el rugir de los motores. Escuchó un movimiento retumbante indicando la puesta en su lugar de los circuitos automáticos contestando instrucciones que emanaban del mismo sistema cerrado.

En la oscuridad escuchó la voz de Fletcher.

- Señor - le dijo, al tiempo que encendía una luz después de encontrar la llave del artefacto temporal -. Creí que debía despertarlo. Disculpe, señora.

- Estoy despierto - dijo Hood, poniéndose las pantuflas y la bata -. ¿Qué hace ahora?

- Está imprimiendo una edición extra.

Joan se incorporé en la cama.

- ¡Dios santo! ¿Sobre qué? - preguntó Joan alisándose el rubio cabello desordenado.

Sus ojos asombrados miraron a su marido, primero y después a Fletcher.

- Tendremos que llamar a las autoridades locales - dijo Hood - y hablar con ellos.

Tuvo un presentimiento sobre el motivo del trabajo extra de las prensas.

- Llama a ese LeConte, el político que nos recibió cuando llegamos. Que lo despierten y lo traigan en una nave. Lo necesitamos.

El ceremonioso y altivo funcionario local tardó casi una hora en aparecer junto con el único miembro de su personal. Vestidos con sus complicados uniformes aparecieron, al fin, en la oficina de Hood, los dos muy indignados. Permanecieron en silencio frente a Hood, esperando lo que éste tenía que decirles.

Todavía en bata y pantuflas, Hood se sentó ante el escritorio con un ejemplar del Times a la vista. Cuando entraron LeConte y su secretario, lo leía por décima vez.


«POLICÍA NUEVA YORK INFORMA.

HUESTES CEMOLI AVANZAN HACIA CIUDAD. SE LEVANTAN BARRICADAS.

ALERTAN GUARDIA NACIONAL.»


Volviendo el periódico, mostró los titulares a los dos terráqueos.

- ¿Quién es este hombre? - preguntó.

Después de algunas vacilaciones LeConte contestó.

- Yo... no... no sé - dijo.

- ¡Vamos, señor LeConte! - advirtió Hood.

- Permítame leer el artículo - dijo LeConte un poco nervioso.

Leyó apresuradamente las noticias, mientras la mano que sostenía el periódico le temblaba continuamente.

- Muy interesante - dijo por fin -, pero no tengo nada que comentar; para mí es noticia también. Usted debe comprender que... desde la Desgracia nuestras comunicaciones han sufrido enormes daños; es posible que haya surgido un movimiento político sin nuestro...

- Por favor - exclamó Hood - ¡No sea absurdo!

Ruborizándose LeConte logró tartamudear.

- Estoy ha... haciendo tod... do lo posible. Me despiertan en plena noche y...

Hubo un movimiento; por la puerta de la oficina apareció la silueta rápida de Otto Dietrich que traía una expresión sombría.

- Hood - dijo, sin más preámbulos -, cerca del cuartel hay un quiosco del Times, acaba de recibir esto - dijo, dándole un ejemplar de la edición extra del diario -. Esa maldita máquina está imprimiendo esto y lo distribuye por todo el mundo. No obstante, hemos enviado equipos de rastreo por la zona y dicen que no encuentran nada, no hay barricadas en los caminos, ni milicianos armados, ni ningún tipo de actividad.

- Lo sé - dijo Hood, sintiéndose repentinamente cansado.

Desde la profundidad llegaba el sordo rumor del periódico que continuaba imprimiendo su edición extra para informar al mundo acerca de la marcha de los partidarios de Cemoli sobre la ciudad de Nueva York. Debía ser una fantasía propia del cefalón del periódico. Eso era todo.

- Clausúrelo - ordenó Dietrich.

- No - dijo Hood sacudiendo la cabeza -. Yo... quiero saber más.

- No es razón suficiente - protestó Dietrich -. Es evidente que hay algún fallo. El equipo debe estar seriamente averiado, no funciona correctamente. Tendrá que buscar otro medio para establecer su gran cadena de propaganda.

Cuando terminó de hablar arrojó el periódico sobre el escritorio de Hood.

Hood se dirigió a LeConte.

- ¿Benny Cemoli estaba en actividad antes de la guerra? - le preguntó.

Hubo un silencio. Tanto LeConte como su ayudante estaban pálidos y muy tensos. Lo miraban sin osar abrir la boca, intercambiando entre ellos algunas miradas silenciosas.

- No soy experto en cuestiones policiales - dijo Hood a Dietrich - pero en este caso sería conveniente que usted se hiciera cargo.

Dietrich no dejó pasar semejante oportunidad.

- De acuerdo - dijo -. Ustedes dos quedan detenidos, a menos que se decidan a dar más información sobre ese agitador, esa aparición de la túnica roja.

Hizo con la cabeza una señal a dos policías que estaban en la puerta de la oficina y éstos dieron un paso adelante.

Cuando los policías se estaban acercando LeConte dijo:

- Ahora que recuerdo, creo que había alguien con esas características. Pero... era muy insignificante.

- ¿Antes de la guerra? - preguntó Hood.

- Sí... - respondió lentamente LeConte -. Era un payaso, el hazmerreír de la gente. Según recuerdo... era un tipo gordo e ignorante de algún pueblito perdido. Creo que tenía una pequeña estación de radio que empleaba para transmitir su mensaje. Había inventado una especie de caja anti-radiaciones y afirmaba que, instalándola en la casa, ésta estaba a salvo de las radiaciones producidas por las pruebas atómicas.

Fue el turno de su ayudante, el señor Fall, de recordar otro dato.

- Recuerdo que presentó su candidatura para senador de las Naciones Unidas, pero no ganó, por supuesto.

- ¿Esas son las últimas informaciones que hay de él? - preguntó Hood.

- Oh, sí - dijo LeConte -. Murió de gripe asiática poco después de la Desgracia. De esto hace unos quince años.


Hood sobrevolaba lentamente, en un helicóptero, por la región descrita en los artículos del Times para comprobar, por sí mismo, que no había ninguna actividad de tipo político. Hasta verlo con sus ojos no pudo convencerse que el periódico había perdido contacto con la realidad. Parecía evidente que la realidad no coincidía con los artículos del Times y, sin embargo, el sistema homeostático seguía operando.

Sentada junto a él, Joan había estado revisando la última edición.

- Hay un tercer artículo - dijo -, si quieres leerlo...

- No - respondió Hood.

- Dice que están en los alrededores de la ciudad - dijo ella -; rompieron las barreras policiales y el gobernador pidió asistencia a las Naciones Unidas.

- Se me ocurre una idea - dijo Fletcher, pensativo -. Uno de nosotros, de preferencia tú, Hood, debería escribir una carta al Times.

Hood lo miró rápidamente.

- Creo que sé cómo debería redactarse - dijo Fletcher - una simple averiguación. Diles que has seguido las crónicas del diario con respecto al movimiento de Cemoli. Escríbele al director - dijo Fletcher tras una pausa - que tienes simpatía por las ideas del líder y te gustaría unirte al movimiento. Pregúntale a ellos qué debes hacer.

En otras palabras, pedir al diario que me ponga en contacto con Cemoli - pensó Hood para sí -. Reconocía que la idea de Fletcher era brillante, aunque inclinada a la locura. Era como si Fletcher hubiera igualado el desequilibrio del periódico con cierta pérdida del sentido común de su parte; de ese modo podía participar de la fantasía del diario. Partiendo de la presunción de que existiera un Cemoli, y que estuviera organizando una marcha sobre Nueva York, la pregunta era razonable.

- Pensarán que es una pregunta estúpida - dijo Joan -; después de todo, ¿cómo se despacha una carta a un periódico homeostático?

- Ya lo averigüé - explicó Fletcher -. En todos los quioscos establecidos por el Times, junto a la ranura para depositar las monedas al pagar el ejemplar, hay otra ranura para introducir cartas. Fueron puestas por ley, hace varias décadas, cuando se establecieron originalmente los periódicos homeostáticos. Todo lo que necesito es la firma de su esposo - continuó Fletcher sacando un sobre del bolsillo de la chaqueta -. La carta está lista.

Hood tomó la carta y la leyó. De manera que deseamos formar parte de las míticas multitudes del payaso - pensó.

- ¿Y si publican un titular que diga: «Jefe de ORUC se une a la marcha sobre la Capital?» - preguntó a Fletcher, con un dejo de amarga ironía - ¿No crees que un hábil y emprendedor periódico homeostático podría emplear una carta así para una noticia sensacionalista?

La observación tomó a Fletcher por sorpresa; evidentemente no había pensado en esas probables consecuencias y se sintió desmoralizado.

- Tal vez sea conveniente que la firme otra persona - admitió -; algún funcionario de menor jerarquía. Puedo firmarla yo - dijo para concluir.

- Bien, hazlo - dijo Hood, devolviéndole la carta -. Me interesa saber cómo responden, si es que lo hacen.

Parece una carta al director, pensó; en este caso, carta a un vasto y complejo organismo electrónico enterrado a gran profundidad, que no responde ante nadie, guiado solamente por sus propios circuitos rectores. ¿Cómo reaccionaría un mecanismo tal a la ratificación exterior de una auto-ilusión? Tal vez lograrían que el periódico volviera a la realidad.

Era como si, durante los largos años de silencio forzoso el diario hubiera estado soñando - reflexionó Hood - y ahora, despierto ya de ese sueño, permitía que partes del mismo se materializaran en sus páginas junto a versiones realistas y exactas de la situación actual. Una mezcla de fantasía y reportajes vívidos y directos. ¿Cuál de las dos tendencias se impondría al final? Según las crónicas fraudulentas, no había duda que muy pronto Benny Cemoli, el mago de la túnica, llegaría a Nueva York; la marcha tenía probabilidades de éxito. ¿Qué sucedería entonces? ¿Cómo compatibilizar la llegada de ORUC y su enorme poderío y autoridad intergaláctica? Con toda seguridad, antes de dejar pasar mucho tiempo, el periódico debería encarar la incongruencia de su posición.

Una de las dos tendencias terminaría por imponerse pero... Hood tuvo la extraña intuición que después de soñar durante toda una década, el periódico homeostático no renunciaría fácilmente a sus fantasías.

Quizá - pensó - las noticias sobre nosotros, ORUC, y su tarea de reconstruir la Tierra recibirán cada día menos cobertura de parte del diario, las relegarán a las últimas páginas, les asignarán menos columnas y después desaparecerán por completo. Y por último sólo quedarán las hazañas de Benny Cemoli.

No era, en realidad, una perspectiva muy agradable y anticiparse de esta manera a los hechos lo perturbaba profundamente. Siguiendo la misma línea de pensamiento concluyó para sí: Es como si sólo fuéramos reales si el Times publica algo sobre nosotros; como si nuestra existencia dependiera de él.


Veinticuatro horas más tarde, en la edición regular, el Times publicó la carta de Fletcher. Al verla impresa Hood pensó que había adquirido una característica distinta; parecía endeble y artificial. No creyó que el diario se engañara con respecto a la carta. Sin embargo, ahí estaba impresa en claros caracteres; había pasado por todo el proceso de impresión del periódico.

«Estimado Director:

Su crónica sobre la heroica marcha contra el decadente bastión plutocrático de la ciudad de Nueva York, me ha llenado de entusiasmo. ¿Qué debe hacer un ciudadano común para participar en este proceso histórico? Le ruego me informe de inmediato; estoy ansioso de unirme a Cemoli y compartir los riesgos y los triunfos con los demás.

Atentamente

Rudolf Fletcher.»

Debajo de la carta el diario publicaba la respuesta. Hood la leyó rápidamente.

«Los leales de Cemoli tienen una oficina de reclutamiento en el centro de Nueva York. La dirección es el número cuatrocientos sesenta de la calle Bleekman, Nueva York, 23. Allí podrá presentar su solicitud si la policía aún no ha desbaratado esa organización semi ilegal, en vista de la actual crisis.»

Hood oprimió un botón de su escritorio que conectaba directamente con los cuarteles de policía. Cuando logró comunicarse con el jefe investigador le dijo:

- Dietrich, quisiera que me envíe un par de hombres; debo hacer un viaje y puedo tener dificultades.

Después de una pausa Dietrich contestó secamente.

- De manera que, después de todo, no se trata sólo de una noble tarea de restauración. Está bien, ya hemos enviado a un agente para que vigile la casa de la calle Bleekman. Ese ardid de la carta me gustó mucho; puede ser que consiga algo - concluyó, con un chasquido.

Poco después, Hood, acompañado por cuatro policías Centauro, uniformados de negro, volaba en helicóptero sobre las ruinas de Nueva York tratando de individualizar lo que fuera antes la calle Bleekman. Consultando un mapa, después de media hora lograron establecer su posición.

- Allí - dijo el oficial de policía a cargo del destacamento, mientras señalaba hacia abajo -. Ahí está; es ese edificio ocupado por el negocio de comestibles.

El helicóptero empezó a descender.

Era un negocio de comestibles, no había dudas. Hood no vió ningún indicio de actividad política, no había gente vagando por allí, ni banderas, ni cartelones. Sin embargo, la escena que estaban viendo parecía esconder algo tétrico.

Quizá fuera el efecto de los cajones de verdura apilados en la acera, o las mujeres harapientas inclinadas eligiendo patatas, o el anciano propietario con su delantal blanco que barría el local... todo parecía demasiado natural, demasiado fácil. Era demasiado ordinario.

- ¿Aterrizamos? - preguntó a Hood el capitán de policía.

- Sí - repuso Hood - y estén preparados para cualquier imprevisto.

Viéndolos aterrizar en la calle, frente al negocio, el dueño dejó tranquilamente la escoba y se dirigió hacia ellos. Hood se dio cuenta de que debía ser griego; tenía un espeso bigote y cabello gris ondeado. Los miró con cierta cautela inicial, intuyendo, quizá, que no le traían nada bueno. No obstante, los recibió cortésmente; el hombre nada tenía que temer.

- Señores - dijo el dueño del negocio con una leve inclinación - ¿En qué puedo servirles?

Dirigió una rápida mirada a los policías uniformados sin cambiar de expresión, sin demostrar ninguna reacción.

- Estamos buscando a un agitador político - explicó Hood -; tranquilícese, nada tiene que temer.

Entró en el negocio de comestibles, seguido por los policías con las armas listas.

- ¿Aquí, agitadores políticos? ¡Pero es imposible! - afirmó el griego corriendo tras ellos, ya un poco preocupado - ¿Se puede saber qué he hecho? Nada, en absoluto, pueden mirar todo lo que quieran. Entren - dijo, abriendo la puerta del negocio para que todos pudieran pasar -. Podrán ver por ustedes mismos.

- Es lo que pensamos hacer - dijo Hood.

Se movió con cierta celeridad y, sin perder tiempo en las partes más visibles del negocio, se dirigió de inmediato a la trastienda.

Allí había un cuarto que servía de depósito, colmado de cajas que contenían envases; había cajas de cartón apiladas en todos los rincones y un muchachito estaba haciendo una lista de inventario. Al verlos los miró con asombro.

Aquí no hay nada - pensó Hood - El hijo del dueño los está ayudando, eso es todo.

Hood levantó la tapa de una caja y examinó el contenido; eran latas de melocotones, al lado había un cajón lleno de lechugas, arrancó una hoja. Se sintió inútil y desilusionado.

- No hay nada, señor - le dijo en voz baja el capitán de policía.

- Ya veo - dijo Hood, irritado.

Hacia la derecha había una puerta, perteneciente a un armario; la abrió y encontró algunas escobas, cepillos, una pala de acero galvanizado, algunas cajas con detergente, y...

En el suelo vio algunas gotas de pintura; evidentemente el armario había sido pintado hacía poco. Hood se inclinó y raspó con la uña un poco de pintura aún fresca.

- Mire esto - dijo al policía indicándole que se acercara.

- ¿Qué sucede, caballeros? - preguntó ansioso el griego, acercándose -. Si encuentran que el local está sucio informan al Consejo de Salud, ¿no es cierto? ¿O tal vez se ha quejado algún cliente? Díganme la verdad, por favor. Sí, es pintura fresca; aquí nos gusta mantener todo limpio y en perfecto orden. Cumplimos con nuestro deber hacia el público.

El capitán de policía pasó la mano por la pared del armario para escobas.

- Señor Hood - dijo, en voz queda - Antes hubo una puerta aquí. La han clausurado muy recientemente.

Y miró a Hood esperando recibir instrucciones.

- Entremos ya - dijo Hood.

El capitán se volvió hacia sus hombres y les dio unas cuantas órdenes rápidas. Trajeron algunas herramientas de la nave, y cierto equipo más pesado arrastrándolo a través del negocio hasta donde estaba el armario. Cuando la policía empezaba a romper el revoque y cortar la madera se oyó una especie de aullido.

- Esto es un atropello - exclamó el griego, empalideciendo -; les haré un juicio.

- Está bien - dijo Hood -, puede llevarnos ante los tribunales.

Una sección de la pared empezó a ceder; cayó después hacia adentro haciendo mucho estruendo y trozos de material quedaron esparcidos por el suelo. Se levantó una nube blanca de polvo. Luego se asentó.

Iluminado por el resplandor de las linternas policiales Hood descubrió un cuarto más bien pequeño, polvoriento y sin ventanas, con olor a humedad. Evidentemente hacía mucho tiempo que no se había ocupado. Entró en él y vio que estaba completamente vacío; era un depósito abandonado, con las paredes escamadas y mugrientas. Posiblemente en la época anterior a la Desgracia el negocio había manejado mayor cantidad de mercadería, necesitaba un stock más importante y entonces habían utilizado ese cuarto. Hood dio algunos pasos en varias direcciones apuntando con la linterna ya hacia el cielorraso, ya hacia el suelo. Vio algunas moscas muertas y... algunas aún con vida, arrastrándose penosamente en el polvo.

- No olvide una cosa - dijo el capitán de policía -, han colocado los tablones hace poco, tal vez en los últimos tres días y habrán pintado también entonces.

- Esas moscas... - dijo Hood, pensativo -. No están muertas todavía.

Era improbable que hubieran pasado tres días; posiblemente habían clausurado esa puerta ayer. ¿Para qué habrá sido usada esta habitación? Se volvió hacia el griego que habla venido tras ellos, tenso y pálido miraba de uno a otro a todos sus visitantes, lleno de aprehensión.

Este hombre es muy astuto - admitió para sí Hood -. Poco conseguiremos averiguar a través de él.

Las linternas de los policías revelaron un armario en el extremo opuesto del cuartucho. Tenía varios estantes vacíos de madera tosca. Hood se acercó al mueble.

- Está bien - dijo el griego -; confieso que hemos tenido ginebra ilícita almacenada en este lugar. Tuvimos miedo; ustedes, los de Centauro, no son como nuestras autoridades locales - dijo, mirándolos de reojo -, a ellos los conocemos bien, nos entienden. Ustedes, en cambio, son demasiado rígidos. Pero de alguna manera hay que ganarse la vida - explicó, separando las manos en un gesto de apelación.

Detrás del armario asomaba algo apenas visible, podía haber pasado desapercibido. Era un trozo de papel que había caído allí, casi oculto y se deslizó hacia abajo. Hood lo tomó entre los dedos y lo retiró con cuidado, llevándolo primero hacia arriba, desde donde había caído.

El griego tembló.

Era una fotografía, por lo que Hood pudo ver. Se trataba de un hombre corpulento, de edad mediana, las mejillas fofas manchadas de negro por la sombra de una barba incipiente. Tenía el ceño adusto y la boca firme parecía desafiante. Un hombre robusto, vestido con cierto tipo de uniforme. Era posible que esta foto estuviera colgada en la pared y la gente había venido a mirarla, a presentarle sus respetos. Enseguida supo de quién podía tratarse. Ese era Benny Cemoli, en la cumbre de su carrera política. El líder clavaba su mirada desafiante en los partidarios que venían a reunirse en ese lugar. De manera que ése era el hombre...

No en vano el Times estaba tan alarmado.

Hood levantó la fotografía y mostrándosela al griego, dueño del negocio, le preguntó.

- Dígame. ¿Conoce a este hombre?

- No, no - respondió el griego secándose la transpiración de la frente con un enorme pañuelo -. Estoy seguro de que no.

Evidentemente mentía.

- ¿Usted es partidario de Cemoli, verdad? - preguntó Hood.

Hubo un silencio.

- Llévenselo - dijo al capitán de policía -. Ya podemos volver.

Salió del cuarto llevando consigo la fotografía.


Diversos pensamientos pasaron por la mente de Hood mientras desplegaba la foto sobre el escritorio.

No se trata de una simple fantasía del Times. Ahora sabemos la verdad. Este hombre existe, y hasta hace veinticuatro horas una foto de él estaba colgada para que todos pudieran verla. Si ORUC no hubiera llegado a tiempo, todavía estaría en el mismo lugar. Hemos conseguido asustarlos. La gente de la Tierra nos oculta muchas cosas conscientemente; están tomando ciertas medidas con rapidez y efectividad. Podremos considerarnos afortunados si...

Joan lo interrumpió.

- De manera que esa casa en la calle Bleekman era el punto de reunión. Entonces el diario estaba en lo cierto.

- Sí - admitió Hood.

- ¿Y ahora dónde está?

Me gustaría saberlo - pensó Hood.

- ¿Dietrich vio ya la fotografía?

- Todavía no - contestó Hood.

- Debe ser responsable de la guerra y Dietrich lo descubrirá - dijo Joan.

- Un hombre solo no pudo haber sido el responsable - dijo Hood.

- Pero debe haber sido uno de los principales - insistió Joan - por algo han hecho tantos esfuerzos por borrar toda traza de él.

Hood asintió con un movimiento de cabeza.

- Si no fuera por el Times - dijo ella - ¿habríamos sospechado siquiera de que había una figura política de la envergadura de Benny Cemoli? Piensa en todo lo que le debemos al periódico. Debe habérseles escapado a los jefes del movimiento, o no pudieron pensar en todos los detalles. Tal vez trabajaron con mucho apuro y aún en estos diez años no pudieron pensar en todo. Debe ser muy difícil anular todos los detalles de un movimiento político de alcance planetario, especialmente si en la fase final su líder había alcanzado el poder absoluto.

- Fue imposible anular todo - dijo Hood. - Un depósito clausurado en la trastienda de un negocio de comestibles... fue todo lo que necesitamos para encontrar una pista de lo que andábamos buscando. Los hombres de Dietrich ya se encargarán del resto. Si Cemoli está vivo, tarde o temprano lo encontrará y si está muerto, será difícil convencerlos. Conozco a Dietrich; pondrá todo su empeño en la búsqueda.

- Todo esto tiene algo de positivo - dijo Joan -; la gente inocente podrá respirar tranquila, Dietrich no perderá tiempo persiguiéndolos, ahora va a estar muy ocupado buscando a Cemoli.

Es cierto, pensó Hood. Eso era importante. La policía de Centauro estaría muy ocupada durante un largo tiempo, y eso convenía a todo el mundo, especialmente a ORUC y a su ambicioso proyecto de reconstrucción.

Si no hubiera existido Benny Cemoli - pensó Hood - casi habría sido necesario inventarlo. Extraña idea, en realidad. Se preguntó cómo pudo ocurrírsele.

Volvió a mirar la fotografía, tratando de inferir todo lo posible con respecto al hombre a través de su imagen impresa. ¿Cómo sería la voz de Cemoli? ¿Residía su poder en la facilidad de palabra, como sucediera con tantos demagogos anteriores a él? En cuanto a sus escritos... quizás aparecieran algunos, o tal vez cintas grabadas con sus discursos, la voz del hombre de carne y hueso. Era posible que hubiera algunas cintas de video también. Era solo cuestión de tiempo; a su debido tiempo, todo eso iría saliendo a la luz. Entonces podremos comprobar qué significaba vivir bajo un hombre como ése - concluyó.

La línea directa de Dietrich zumbó y Hood levantó el teléfono.

- Aquí tenemos al griego - dijo Dietrich -, bajo el efecto de las drogas ha admitido varias cosas. Quizá le interese saber.

- Sí, claro - afirmó Hood.

- Según él - explicó Dietrich - hace diecisiete años fue uno de los primeros partidarios del movimiento. En la primera época, cuando el movimiento era insignificante y carecía de poder real, se reunían dos veces por semana en la trastienda de su negocio. Esa foto que usted tiene - y que todavía no he visto - según Stavros, el señor griego, es una fotografía obsoleta puesto que hay varias más que han estado de moda entre los fieles. Stavros la conservaba por razones sentimentales. Le recordaba los viejos tiempos. Más adelante, cuando el Movimiento adquirió fuerza, Cemoli no apareció más por el negocio y el griego perdió todo contacto personal con él. A pesar de eso continuó siendo leal y pagaba las cuotas; pero para él Cemoli se transformó en un personaje abstracto.

- ¿Qué sucedió durante la guerra? - preguntó Hood.

- Poco antes de la guerra Cemoli conquistó el poder mediante un golpe en Norte América que comenzó con una marcha sobre la ciudad de Nueva York, realizado durante una seria depresión económica. Había millones de desempleados y entre ellos encontró muchos seguidores. Trató de solucionar los problemas económicos desarrollando una política exterior muy agresiva; atacó a varias repúblicas latino-americanas que se hallaban bajo la esfera de influencia china. Se trata de algo así, resumiendo todo, pero Stavros está algo confundido en cuanto al cuadro general. Tendremos que averiguar más detalles de otros partidarios, a medida que avancemos en nuestras investigaciones. Será mejor hablar con gente más joven, después de todo este hombre tiene más de setenta años.

- Espero que no le iniciará un proceso - dijo Hood.

- De ninguna manera, es sólo una buena fuente de información. Cuando nos diga todo lo que sabe le permitiremos volver a sus patatas y a sus latas de sopa. Es inofensivo.

- ¿Se sabe si Cemoli salió vivo de la guerra?

- Sí - contestó Dietrich -, pero eso fue hace diez años. Stavros no sabe si aún vive. Yo creo que sí, y basándonos en esa idea seguiremos adelante hasta descubrir si estamos en lo cierto o no. Es lo que debemos hacer.

Hood le agradeció y colgó.

Cuando dejó el auricular pudo escuchar el sordo rugido de la maquinaria. El diario estaba nuevamente en actividad.

- No es la edición ordinaria - dijo Joan, consultando su reloj -. Debe ser otra extra. ¡Qué interesante es todo el proceso! Estoy impaciente por leer la primera página.

¿Qué habrá hecho ahora Benny Cemoli? - pensó Hood -. De acuerdo a las crónicas atrasadas de la épica del héroe, qué acontecimientos, que en realidad sucedieron hace años están ocurriendo ahora. Debe ser algo espectacular para que el Times saque una edición extra. Sin duda alguna debe ser muy interesante; ese diario sabe distinguir una buena noticia.

El también esperó con intranquilidad.


John LeConte depositó una moneda en la ranura del quiosco que el Times había establecido hacía mucho tiempo en la ciudad de Oklahoma. La última edición extra del diario se deslizó hacia afuera. La levantó y leyó rápidamente el titular, sin perder tiempo en verificar los puntos esenciales. Cruzó la vereda y subió a su coche a vapor, guiado por chofer, y se instaló en el asiento posterior.

El señor Fall le dirigió la palabra, muy circunspecto.

- Señor, aquí tiene el material original, si desea comparar palabra por palabra.

Le presentó una carpeta que LeConte tomó en sus manos.

El coche arrancó. El chofer no necesitó instrucción alguna para dirigirse al cuartel general del partido. LeConte se recostó en el asiento, encendió un cigarro y se puso cómodo.

Grandes titulares atravesaban el ejemplar del periódico que tenia sobre las rodillas:


«CEMOLI COMPONE COALICIÓN GOBIERNO NACIONES UNIDAS.

CESACIÓN TEMPORARIA HOSTILIDADES.»


LeConte le habló a su secretario.

- El teléfono, por favor.

- Sí, señor - dijo Fall, entregándole el teléfono portátil de campaña -. Pero ya hemos llegado casi y, si usted no lo toma a mal, quiero señalarle que posiblemente nos han grabado ya.

- En Nueva York están muy ocupados - dijo LeConte - trabajando entre las ruinas, en una zona que carece de importancia desde que tengo uso de razón - pensó para sí.

Pero tal vez Fall tenía razón, y canceló la llamada.

- ¿Qué le parece este último artículo? - preguntó a su secretario mostrándole el diario.

- Merece tener éxito - dijo el señor Fall inclinando la cabeza.

LeConte extrajo del portafolios un desgastado libro de texto, sin tapas. Lo habían fabricado hacía una hora y era el próximo artículo que colocarían de manera de ser «descubierto» por los invasores de Próxima Centauro. Era fruto de su ingenio y se sentía particularmente orgulloso del mismo. El manual describía en lenguaje accesible a escolares, los grandes lineamientos del programa de cambios sociales auspiciados por Cemoli. En una palabra, la revolución al alcance de todos.

- ¿Puedo hacerle una pregunta? - dijo el señor Fall - ¿Las autoridades del partido tienen intención de que se descubra algún cadáver?

- Ya llegaremos a eso - dijo LeConte -; será dentro de algunos meses.

Sacó un lápiz del bolsillo e hizo algunas anotaciones en el margen del libro, como si fuera un alumno:

«Abajo Cemoli.»

¿No se estaría apresurando? Pensó que no era así; tenía que haber cierta resistencia, especialmente del tipo espontáneo, de un chico de escuela, y agregó:

«¿Dónde están las naranjas?»

El señor Fall miró por sobre el hombro.

- ¿Y eso, qué significa? - preguntó.

- Cemoli promete naranjas a la juventud - explicó LeConte -; uno de los vanos alardes que la revolución no llega a cumplir. Fue una idea de Stavros; no puede negarse que es almacenero. Es un lindo toque. Esos son los detalles - pensó - que prestan verosimilitud a los hechos. Los pequeños detalles son los que cuentan.

- Ayer, en la sede central del partido - dijo el señor Fall - escuché una audio cinta mientras Cemoli hablaba ante las Naciones Unidas. Es como para dar miedo... si uno no supiera...

- ¿A quién se la hicieron grabar? - preguntó LeConte extrañado de que no le hubieran pedido participación.

- A un actor de café concert de Oklahoma City. Un personaje oscuro, por supuesto. Creo que se especializa en toda clase de imitaciones. Me parece que le dio un tono demasiado bombástico, amenazador, un énfasis que me parece exagerado. Pero no se puede negar que resulta efectivo. Mucho ruido de multitudes... Esa parte me gustó, lo confieso.

Entretanto - pensó LeConte - no hay juicios de guerra. Nosotros, que fuimos líderes durante la guerra, tanto en la Tierra como en Marte, los que tuvimos puestos de responsabilidad, estamos a salvo, al menos por ahora, y quizá podamos seguir así para siempre si nuestra estrategia continúa dando los resultados esperados. Siempre que no descubran el túnel que va hasta el cefalón, que nos llevó cinco años construir. Esperemos que no se derrumbe.

El coche a vapor se detuvo en el espacio reservado para estacionar los autos ante la sede del partido. El chofer dio la vuelta para abrir la puerta y LeConte salió tranquilamente a la luz del día, sin ningún temor ni ansiedad de ninguna especie. Arrojó el resto del cigarro a la alcantarilla y cruzó la acera con paso elástico para entrar en el familiar edificio.



Robert Silverberg - ENFRIAMIENTO RÁPIDO



De acuerdo con los detectores de la nave, la Estrella de Valdon se encontraba a muy poca distancia delante de ellos. En la cabina anterior del Calypso, el técnico en comunicaciones Diem Mariksboorg trató de cerrar sus oídos al furioso e insistente zumbido procedente de la hipernave Imperio que se encontraba, averiada, en el solitario planeta de la Estrella de Valdon.

El análisis espectral lo confirmó.

- Ya hemos llegado - dijo Diem. Se volvió hacia el capitán del Calypso, Vroi Werner, que estaba trazando posibles órbitas a través del calculador electrónico -. ¿Está preparado para la recogida, Vroi?

Werner asintió distraídamente.

- Supongo que efectuaremos un aterrizaje a chorro, utilizando el tipo de órbita habitual, y recogeremos a los supervivientes lo más rápidamente que podamos.

- Y a ningún salvaje.

- Sólo personas - dijo Werner. Cogió el montón de notas que Mariksboorg había captado, volvió a leerlas y las dejó de nuevo sobre la mesa -. Hay doce supervivientes. Apretándonos un poco, Diem, podemos meter a otra docena de personas a bordo del Calypso.

Mariksboorg contempló la brillante imagen que iba ampliándose en la pantalla y frunció el ceño, con aire preocupado.

- Ya estaríamos en Gorbrough, si no hubiéramos tomado esta condenada ruta. ¿Cuándo se ha oído hablar de una nave a reacción efectuando un rescate de emergencia?

- Dio la casualidad de que nos encontrábamos donde éramos necesarios en el momento preciso - dijo Werner bruscamente -. Este asunto lleva implícito un problema de tiempo, Diem. Resulta que es más eficaz utilizar para el rescate una anticuada nave a reacción que el más moderno de los remolcadores... por la sencilla razón de que nosotros estamos cerca.

- De acuerdo, señor - murmuró el técnico, encajando la reprimenda.

La Estrella de Valdon era en realidad un sistema triple, consistente en un pequeño sol central; un sol paralelo que le acompañaba como un fantasma gris, monstruoso y sin vida - carbón rarificado, simplemente -, y un planeta sin nombre, que orbitaba alrededor del compañero gris.

La hipernave Imperio Andrómeda - había sido enviada al sistema Deneb desde la Tierra, cuando algo - un ultrón del generador principal fundido, quizás, o un amortiguador de cadmio mal colocado - había fallado, trastornando el delicado equilibrio del hipermotor. Resultado: la nave fue devuelta al espacio normal y depositada bruscamente sobre la helada superficie del solitario mundo de la Estrella de Valdon.

Una hipernave averiada es un objeto completamente indefenso: el Hipermotor Bohling es demasiado complicado para que un mecánico corriente pueda repararlo, o entenderlo siquiera; con un motor fuera de servicio, una hipernave se convierte en un montón de chatarra.

Para compensar esto, la ley galáctica prescribe que sean construidos dos circuitos automáticos en los mandos cibernéticos de todas las hipernaves, para el caso de que se produzca el fallo de un motor. El primero de ellos es un desintegrador molecular instantáneo, capaz de volatilizar inmediatamente hasta el último miligramo de la nave en caso de emergencia en el hiperespacio, dentro de una determinada extensión de lo que se ha definido como Zona de Tensión. Es decir, el interior de un planeta, o peor aún, el interior de un sol, donde una materialización repentina puede precipitar una nave.

Una nave propulsada por motores Bohling puede, en caso de avería, materializarse en cualquier parte. Pero si es devuelta al espacio en algún punto ocupado ya por materia, el resultado sería espectacular; sólo treinta y siete pies salvaron a la Andrómeda de ser volatizada por el Circuito Uno: en el momento de la materialización se encuentra a treinta y siete pies de distancia de la superficie de la Estrella de Valdon.

Desde aquella altura, la nave cayó sobre la superficie, abriéndose como un coco. Doce de las cincuenta y ocho personas que iban a bordo sobrevivieron, colocándose los trajes térmicos antes de que la atmósfera artificial de la nave quedara sustituida por la del planeta muerto.

A continuación, el Circuito Dos entró en acción automáticamente, poniendo en marcha un transmisor que emitía una llamada de socorro audible dentro de un radio de veinte años-luz, en onda ancha de treinta megaciclos que podía ser captada por cualquier aeronave que se encontrara dentro de aquel radio.

El Calypso, una nave de carga con una tripulación de ocho hombres, estaba cruzando una órbita menos-C entre dos de las estrellas locales; dio la casualidad de que se encontraba solamente a media hora de viaje del Mundo de Valdon cuando la llamada de socorro estalló en todo aquel sector del espacio. Ninguna otra nave circulaba dentro del radio de un año-luz del lugar del accidente.

El Control Central estableció inmediato contacto con el Calypso; once segundos más tarde, el capitán Warner y su nave eran enviados al Mundo de Valdon con una urgente misión de rescate.

Así era como el Calypso, con los tubos de su cola ardiendo de furor atómico, llegó rugiendo a situarse encima del globo blanco-azulado de hielo y metano helado que era el Mundo de Valdon. La operación tenía que efectuarse con la mayor rapidez; el capitán Werner no había aterrizado nunca sobre un planeta de metano, pero la urgencia del caso no permitía timideces de solterona.

Los termoscopios señalaban una temperatura de ciento sesenta grados bajo cero, que quedó explicada cuando el análisis espectral reveló una superficie consistente en una atmósfera de metano-amoníaco helados, cubierta con una capa de dióxido de carbono. Una sonda sónica indicó la existencia de una dura corteza rocosa debajo de la atmósfera helada.

A bordo del Calypso, los ocho tripulantes preparaban el aterrizaje y arreglaban las cabinas para los doce náufragos que subirían a la nave. El capitán Werner examinó las reservas de combustible, efectuando apresurados cálculos para asegurarse de que la nave disponía de combustible suficiente para manejar la masa modificada.

Ocho minutos antes del aterrizaje, todo estaba a punto.

- ¡Allá vamos! - murmuró Mariksboorg mientras el Calypso iniciaba el descenso y la superficie del Mundo de Valdon, brillante como un espejo, subía al encuentro de la nave

- ¡Ahí vienen! - murmuró Hideki Yatagawa, comandante de la desaparecida hipernave terráquea Andrómeda. Plegó sus brazos alrededor de su estómago y golpeó el suelo con los pies en burlona reacción al entumecedor frío del planeta. En realidad, se trataba de algo más que de una burla: el traje térmico le mantenía a una temperatura de veinte grados, a pesar de los ciento sesenta grados bajo cero que le rodeaban. Pero los trajes térmicos señalarían sobrecarga pasadas ocho o nueve horas; segundos después de que eso ocurriera, el comandante Yatagawa estaría muerto, con la sangre helada convertida en finas varillas rojas en sus venas.

- ¿Esa es la nave de rescate? - preguntó Dorvain Helmot, de Kollium, ex primer oficial de la desaparecida Andrómeda y el único superviviente no terráqueo -. ¡Por Klesh, es un jet!

- Probablemente estaba más cerca de nosotros que cualquiera de las naves remolcadoras cuando emitimos la llamada de socorro - sugirió Colin Talbridge, que había sido nombrado embajador de la Corte de St. James en el Mundo Libre de Deneb VII -. Hay un problema de tiempo en esto, ¿no es cierto?

- Desde luego - dijo Yatagawa -. Estos trajes no pueden resistir indefinidamente esta temperatura.

- Entonces, debemos agradecer que nuestros rescatadores estén aquí.

- Sí - murmuró el comandante con voz ahogada -. Pero todavía no están aquí.

- ¡Miren esos jets! - exclamó Dorvain Helmot, con franca admiración.

Las naves propulsadas a chorro eran casi desconocidas en el sistema Kollimun; Helmot estaba acostumbrado a tratar con naves remolcadoras sin combustible, y el torrente de llamas que surgía de la cola del Calypso le dejó maravillado.

- Sí - asintió sarcásticamente el comandante Yatagawa -. ¡Miren esos jets! ¡Mírenlos!

Los tubos de escape de los motores a reacción, de momento estaban bañando con fuego la superficie del planeta. Las llamas lamían la espesa alfombra de hielo y de CO. helado que, junto con una pesada capa de metano y amoníaco, formaban la superficie del Mundo de Valdon.

Yatagawa contempló, con los brazos cruzados, el descenso del Calypso.

- Me pregunto si se habrán molestado en leer los datos del termoscopio - dijo suavemente, mientras la nave espacial se acercaba cada vez más.

- ¿Qué quiere usted decir? - preguntó Talbridge.

El resto de los supervivientes de la Andrómeda salían apresuradamente de la nave averiada, corriendo hacia la helada llanura donde se encontraban Yatagawa, Helmut y Talbridge. En voz baja, Yatagawa le dijo a Talbridge

- No creerá usted que van a poder rescatarnos, ¿verdad?

Hablaba en tono resignado.

Talbridge replicó acaloradamente

- ¿Por qué no? ¿Acaso nos oculta usted algo, comandante? Si trata de...

- Me limito a anticiparme a lo inevitable. La gente de esa nave cree que viene a rescatarnos..., pero temo que la cosa tendrá que ser a la inversa.

- ¿Qué quiere usted decir?

- Mire - dijo Yatagawa.

Los tubos de escape del Calypso continuaban despidiendo llamas hacia abajo. La nave aterrizaría en un banco cubierto de hielo situado a una milla de distancia, aproximadamente, de la hipernave averiada. Y el hielo había empezado ya a fundirse; una mancha oscura sobre la brillante superficie indicaba que la zona se estaba ablandando.

Talbridge parpadeó.

- ¿Quiere usted decir que no podrán aterrizar?

- Se trata de algo mucho peor - dijo Yatagawa, con una tranquilidad que sus palabras contradecían -. Efectuarán un aterrizaje perfecto. Pero me pregunto qué espesor tendrá allí la capa de hielo.

- ¿Lo fundirán los tubos de escape?

- Los tubos de escape vaporizarán el hielo en el choque directo, y licuarán toda la zona tangencial. Sólo...

No había necesidad de que Yatagawa continuara su explicación. Talbridge comprendió perfectamente lo que iba a suceder.

El Calypso quedó colgado unos instantes sobre la brillante columna de su estela de fuego, y luego se precipitó hacia el suelo. Talbridge vio moverse los alerones de cola, una pulgada por encima de la humeante nube de vapor.

Luego, el Calypso, parando sus motores, penetró en el hueco que sus tubos de escape habían abierto en el hielo. La esbelta nave reposó finalmente sobre el lecho de roca que se extendía debajo de la capa de hielo.

- ¡Mire! - aulló Talbridge.

Pero Yatagawa no necesitaba mirar. Había sabido lo que iba a suceder desde que el jet hizo su aparición... y había sabido también que no había modo de evitar que sucediera.

En una temperatura de ciento sesenta grados bajo cero, el hielo fundido vuelve a cuajarse inmediatamente. En cuanto el Calypso hubo penetrado en el hueco abierto por sus tubos de escape, quedó rodeado por una masa de hielo. El agua creada por los tubos había vuelto a helarse en el instante en que los motores quedaron parados.

Quizá la tripulación del Calypso creyó que el agua permanecería indefinidamente en estado líquido; quizás esperaban posarse sobre un pequeño lago. Quizá creyeron que sus tubos de escape no fundirían la capa de hielo. Quizás - y esto les pareció lo más probable a Yatagawa, Talbridge y los otros horrorizados supervivientes de la Andrómeda - no habían pensado en nada.

Pero, ahora, las conjeturas no tenían importancia. Lo que importaba eran los hechos. Y el hecho era que los cien pies de longitud del Calypso estaban sumergidos en el hielo, después de haberse hundido en el momentáneo lago con la misma facilidad que un cuchillo se hunde en la arcilla..., una arcilla que se había endurecido en el espacio de unos microsegundos.

Sólo el morro de la nave de rescate era visible por encima del hielo, como un periscopio surgiendo de un océano.

Talbridge se estremeció. Yatagawa se limitó a fruncir el ceño, con expresión desolada. Ninguno de los doce supervivientes podía valorar la situación inmediata con demasiada claridad, pero todos podían darse cuenta de una indiscutible verdad: la nave de rescate estaba cogida en una trampa.

Yatagawa, moviéndose rápidamente sobre sus cortas y nervudas piernas, fue el primero en acercarse, seguido a corta distancia por los demás. Se detuvo, tanteando el hielo, antes de aproximarse a la nave.

El hielo era sólido. Muy sólido. El momentáneo lago se había convertido de nuevo en una masa helada que aprisionaba a la nave. Y el hielo desplazado por la masa del Calypso se había esparcido a su alrededor en todas direcciones.

Yatagawa trepó por el hielo y miró hacia abajo. A unos cuantos pies debajo de la transparente superficie veíase una mirilla. Y, pegado a ella, el rostro desolado de uno de los ocupantes de la nave de rescate.

Yatagawa agitó una mano; el hombre le devolvió el saludo, y luego golpeó la mirilla con una expresión desesperada en su rostro. Un segundo hombre apareció detrás de él, y los dos miraron hacia arriba a través del hielo como animales en una jaula..., cosa que no se apartaba demasiado de la realidad.

Yatagawa hizo un gesto señalando la garganta de su traje térmico, donde se encontraba la radio portátil, y al cabo de unos instantes uno de los hombres captó la idea y se colocó unos auriculares.

- Bien venidos a nuestras costas - dijo el comandante secamente, cuando quedó establecido el contacto -. Ha sido un aterrizaje maravilloso.

- Gracias - respondió una voz lúgubre desde el interior del hielo -. De todos los estúpidos, imbéciles...

- No es éste el momento más adecuado para los reproches - le interrumpió Yatagawa -. Tenemos que sacarles de ahí lo antes posible. Soy Yatagawa, comandante de la Andrómeda.

- Werner, capitán del Calypso... y el mayor idiota que viste y calza.

- Por favor, capitán. No podía usted prever una circunstancia tan desdichada.

- Le agradezco su amabilidad, comandante. La culpa es mía. Hasta ahora, nunca me las había visto con uno de estos planetas helados. Supongo que debí prever que el hielo no permanecería fundido más que un instante, pero no imaginé que volviera a cuajarse con tanta rapidez.

En tono algo más imperioso, Yatagawa dijo:

- Disponemos de muy poco tiempo para conversar, capitán Werner.

- ¿Como cuánto tiempo, comandante?

Yatagawa sonrió tristemente.

- Calculo que nuestros trajes térmicos dejarán de funcionar dentro de ocho horas, con un posible margen de treinta minutos.

- Entonces, tenemos que actuar rápidamente - dijo Werner. Su rostro, claramente visible a pesar de los pies de transparente hielo que lo cubrían, estaba congestionado -. Pero... ¿qué podemos hacer?

Helmot dijo:

- He enviado a Sacher y a Foymill a la Andrómeda en busca de picos y palas. Tendremos que cavar aprisa.

- Dorvain - dijo Yatagawa, en tono indulgente -, ¿cuánto cree que tardarán doce hombres en cavar un agujero de un centenar de pies en hielo sólido?

Helmot permaneció unos instantes en silencio. Luego, con voz cavernosa, murmuró:

- Tardarán... días, tal vez.

- Exacto - dijo Yatagawa.

- ¿Está seguro de eso? - preguntó Werner.

- Podemos intentarlo - dijo Talbridge.

- De acuerdo - asintió el comandante.

Sacher y Foymill llegaron con las herramienta. Yatagawa señaló el lugar donde debían empezar su trabajo.

Los picos subieron y bajaron. Yatagawa permitió que la demostración continuara por espacio de dos minutos, exactamente.

Durante aquel tiempo, los dos tripulantes cavaron un agujero de cuatro pulgadas de profundidad y seis de anchura. Yatagawa se inclinó para medir la profundidad con una mano enguantada.

- A este paso - dijo -, tardaríamos siglos.

- Entonces, ¿qué es lo que vamos a hacer? - preguntó Helmot.

- Una pregunta muy interesante - respondió el comandante, encogiéndose de hombros.

Incluso desfigurado por el traje térmico, el gesto resultó muy elocuente.

A bordo del Calypso, el capitán Werner y el técnico en comunicaciones Diem Mariksboorg se miraron con expresión desolada. Un delgado rayo de luz penetró a través de la capa de hielo, a través de la mirilla, hasta la cabina. La luz procedía del amarillento sol que acompañaba a la estrella; desgraciadamente, irradiaba muy poco calor.

- Ciento sesenta grados bajo cero - murmuró Werner -. Y nosotros lo sabíamos.

- Tranquilícese, capitán - dijo Mariksboorg.

El técnico en comunicaciones estaba sinceramente preocupado por la sensación de culpabilidad que embargaba al capitán. Se preguntó cómo habría reaccionado Yatagawa de encontrarse en el caso de Werner. Desde luego, dos mil años antes Yatagawa se hubiera hundido una espada en el vientre. El harakiri era una costumbre de épocas muy pretéritas, pero Werner parecía estar pensando seriamente en la posibilidad de ponerla en práctica.

- ¿Cuándo se ha oído hablar de una nave espacial aprisionada por el hielo?

- Ya no tiene solución, Vroi. ¡Olvídelo!

- Una solución fácil, olvidar; pero continuamos enterrados aquí. ¿Cómo puedo olvidar, cuando ni siquiera me atrevo a salir de mi camarote y enfrentarme con mi propia tripulación?

- Los muchachos no están enojados - insistió Mariksboorg -. Todos ellos lamentan mucho lo que ha sucedido.

- ¡Lo lamentan! - exclamó Werner sarcásticamente -. ¿De qué sirve lamentarlo? Esto es muy serio, Diem; estamos atrapados.

- Ya saldremos - dijo Mariksboorg en tono apaciguador.

- ¿De veras? Escuche: si no salimos de aquí antes de ocho horas, esos doce hombres que están fuera morirán helados. Su nave está abierta y no pueden refugiarse en ella, ni en ningún lugar de este maldito planeta. De modo que morirán. Muy lamentable. Pero, ¿quién va a sacarnos de aquí?

- ¡Oh! - murmuró Mariksboorg, como si no se le hubiera ocurrido pensar en aquel aspecto de la situación.

- Según mis cálculos, tenemos comida para cuatro días. Cuando el Control Central nos encargó esta misión, nos informaron de que no podrían mandar otra nave aquí en menos de una semana. Eso, sin contar el tiempo que invertiría otra nave en encontrarnos y en sacarnos de aquí...

Mariksboorg se humedeció los labios.

- La situación es crítica - murmuró.

- No puede serlo más - dijo el capitán.

Desde el exterior llegó la ronca voz del comandante Yatagawa.

- Hemos intentado cavar un agujero, pero no dispondríamos de tiempo para hacerlo.

- Desde luego que no - dijo Werner. Y añadió, en voz baja -: No habrá tiempo para nada.

- ¿Cómo dice?

- No tiene importancia - dijo Werner.

Se produjo una pausa. Luego

- Habla Dorvain Helmot, primer oficial de la Andrómeda.

- Hola, Helmot.

- La mayoría de los aparatos de nuestra nave están intactos. ¿Cree que podríamos utilizar alguno de ellos para sacarles de ahí?

- ¿Tienen una perforadora hidráulica?

- No tenemos ninguna herramienta mecánica para cavar - respondió el comandante Yatagawa.

Werner suspiró. Encima de él, unos rostros ansiosos le contemplaban... separados por una delgada pero resistente mirilla de plástico, y una gruesa y resistente mirilla de hielo.

- ¿Y si pusieran sus motores en marcha? - sugirió Talbridge -. Podrían ponerlos a baja presión..., la suficiente para fundir el hielo que les rodea y salir de ahí.

Werner sonrió; resultaba agradable encontrar a alguien más tonto que él en el planeta.

- Si ponemos los motores en marcha, será como disparar una pistola que tiene el cañón atascado. ¿Sabe usted lo que ocurre?

- Que revienta el cañón, ¿no es eso?

- Sí - asintió Werner -. Sólo que, en este caso, el cañón seríamos nosotros. Lo siento, pero si pusiéramos los motores en marcha reventaríamos todos. Además - añadió, aprovechando la oportunidad que se le presentaba de demostrar que no era tonto del todo -, aunque consiguiéramos fundir el hielo, tendríamos que disponer de algún medio para expulsar el líquido a alguna distancia. ¿Tienen ustedes alguna bomba?

- Una, pequeña. Dudo que sirviera para el caso.

- No serviría.

Talbridge insistió, sin darse por vencido.

- ¿No podrían ustedes calentar el interior de la nave? Podrían colocarse los trajes térmicos y poner a toda marcha el sistema calefactor. El casco de la nave se calentaría, y...

- No - dijo Werner -. El casco de la nave no se calentaría.

- ¡Un momento! - exclamó repentinamente el comandante Yatagawa -. Supongamos que pudieran ustedes poner en marcha los motores... ¿No calentarían la cola de la nave, al menos?

- No. ¿Qué sabe usted acerca de los motores a reacción?

- Muy poca cosa - admitió Yatagawa -. Nunca he estado en una nave propulsada a chorro.

- El casco es una capa de plástico polimerizado - dijo Werner -. Constituye un aislante casi perfecto. Evita que nos asemos cuando viajamos a través de una atmósfera... y que nos helemos en lugares como éste.

Yatagawa asintió en el interior de su traje térmico. Tras un breve silencio, el comandante dijo:

- Regresaremos dentro de unos instantes, Werner; creo que acaba usted de darme una idea.

- ¡Ojalá! - murmuró Werner fervientemente.

El maltrecho cadáver de la hipernave Andrómeda yacía sobre el hielo, en una concavidad poco profunda. Su abierto casco atestiguaba el impacto que había recibido al chocar contra el suelo.

- Casco de plástico polimerizado - repitió Yatagawa en voz baja, como si hablara consigo mismo -. Eso significa... si el calor interior no pasa al exterior...

- ...el calor exterior no pasará al interior - dijo Helmot, completando la frase.

- Exactamente.

Yatagawa penetró en el interior de la Andrómeda, seguido por su primer oficial. Tuvieron que pasar por encima de los cadáveres de las víctimas de la catástrofe. El frío sin bacterias del Mundo de Valdon aseguraba una indefinida conservación de los cuerpos; siempre habría tiempo para enterrarlos. Ahora tenían tareas más urgentes.

Yatagawa señaló un tanque de helio que no se había roto.

- ¿Podríamos utilizar esto? El helio tiene que estar líquido a esta temperatura.

- ¿Como un superconductor, quiere usted decir? Que me aspen si lo sé.

Yatagawa se encogió de hombros.

- Era sólo una idea - dijo.

Continuaron avanzando hacia el cuarto de máquinas. Sorprendentemente, una lágrima tembló de pronto en un ojo de Yatagawa. El comandante refunfuñó en voz baja, enojado consigo mismo; los trajes térmicos no iban provistos de «secalágrimas». Además, aquella clase de expansión emotiva le parecía excesiva. Pero la vista del laberinto de mandos que otrora habían gobernado su nave le había emocionado.

- Aquí estamos - dijo, con voz ligeramente enronquecida -. Lástima que no dispongamos de tiempo para examinar a fondo todo esto y tratar de localizar la avería.

- Ya se encargarán de localizarla en el curso de la investigación - dijo Helmot.

- Desde luego.

Yatagawa cerró los ojos unos instantes pensando en la encuesta que le aguardaba, si llegaba a salir del Mundo de Valdon. Luego cogió un grueso rollo de alambre de cobre y se lo entregó a Helmot.

El primer oficial cargó con el rollo y lo transportó al exterior de la nave.

Al entregarle el tercer rollo, Yatagawa dijo

- Con éste, son tres mil pies. ¿Habrá suficiente?

- Será mejor que llevemos otro - sugirió Helmot -. No podemos instalar nuestro generador demasiado cerca del Calypso.

- De acuerdo.

Cuando hubieron sacado los cuatro rollos, Yatagawa consultó el cronómetro adaptado a la muñeca de su traje térmico.

- Quedan siete horas - dijo -. Espero que Werner no esté equivocado en lo que respecta al casco de su nave; si lo está, va a morir asado, desde luego.


- ¿Puede ver lo que están haciendo? - preguntó Werner.

Mariksboorg torció el cuello tratando de atisbar a través de la mirilla.

- Están forrando con alambre todo el hocico de la nave que sobresale del hielo.

Werner recorrió la cabina a grandes pasos, con aire sombrío. El tiempo transcurría ahora con una rapidez increíble. Los hombres de la Andrómeda disponían de muy pocas horas para abrir la trampa.

- ¡Es el colmo! - exclamó, amargamente -. ¡Somos los rescatadores, y ellos los rescatados... y se están rompiendo el cuello para salvarnos!

Desde el exterior llegó la voz de Yatagawa.

- ¿Werner?

- ¿Qué diablos están haciendo? - preguntó Werner.

- Hemos colocado una capa de alambre alrededor del hocico de su nave. Va conectado a un generador ultrónico que hemos sacado de la Andrómeda. ¿Puede usted verlo?

- No. No puedo ver nada.

- Estamos a unos millares de pies de distancia de la nave. El generador es de tamaño mediano, porque el de tamaño grande está averiado. Pero con éste habrá suficiente. Le sacaremos un millón de voltios. Más de lo que necesitamos, desde luego.

- ¡Un momento, Yatagawa! ¿Qué es lo que se propone?

- Voy a asar su casco. Supongo que si transmitimos el suficiente calor al alambre, el casco se calentará y el hielo que lo rodea se fundirá.

Werner tragó saliva.

- ¿Y qué pasa con nosotros? Estamos dentro...

- El calor no pasará de los mil grados centígrados. Su casco puede soportar esa temperatura... y ustedes no sentirán nada. Por lo menos, eso espero. ¿Tienen trajes térmicos?

- Sí - respondió Werner con voz ronca.

- Entonces, sugiero que se los pongan. Sólo por lo que pueda pasar, desde luego.

- Pero...

- Esperaré su señal antes de poner en marcha el generador. Entretanto...

Movido por una idea repentina, Werner preguntó

- ¿Qué van a hacer ustedes con el hielo derretido? Volverá a helarse en cuanto corten la corriente... Mi casco no conserva el calor.

- Ya hemos pensado en eso. Instalaremos nuestra pequeña bomba y una tubería. A medida que el hielo se derrita, enviaremos el líquido colina abajo.

- ¿Y qué sucederá entonces?

- Subiremos a bordo del Calypso y nos marcharemos - dijo Yatagawa.

- ¿Cómo van a subir? No pueden tender un puente a través del hielo..., y la escotilla de entrada se encuentra en la parte inferior del casco.

Se produjo un breve silencio. Luego, el comandante Yatagawa dijo:

- Tiene que haber algún medio...

Werner enarcó las cejas pensativamente.

- Nos encontramos sobre la capa de piedra, ¿no es cierto?

- Sí.

- Entonces, la solución es sencilla, por descabellada que parezca. Verá: ustedes limpian de hielo un espacio de unos treinta pies de diámetro, y nosotros nos colocamos en posición vertical sobre la roca. Despegamos del modo habitual, y luego retrocedemos, para girar en una órbita reducida a unos treinta pies del suelo. Desde la escotilla de entrada les lanzaremos unas cuerdas. Parece una solución descabellada, como ya le he dicho, pero vale la pena intentarlo.

El comandante Yatagawa estaba de pie junto al generador ultrónico, apoyado en él, contemplando los relucientes alambres de color pardo-rojizo que rodeaban el hocico de la nave enterrada en el hielo.

El sol amarillo estaba poniéndose; sus rayos moribundos iluminaban la masa del fantasma gris que era su vecino, colgando muy bajo del horizonte y borrando un gran pedazo de cielo.

- Estamos preparados - anunció la voz tensa del capitán Werner.

- De acuerdo - dijo Yatagawa.

Pulsó el interruptor. El generador empezó a disparar corriente a través del alambre de cobre. Fluyeron los electrones; la energía eléctrica fue transformándose en calor.

El calor se extendió a través de la corteza altamente conductora del Calypso. El casco del Calypso empezó a calentarse.

- ¿Qué tal se sienten ahí dentro? - preguntó Yatagawa.

- Por ahora, perfectamente - respondió el capitán Werner.

- Me alegro de oírlo. La temperatura de su casco será en este momento superior a los cero grados centígrados, y se calentará más.

Los alambres al rojo habían fundido ya delgadas líneas a través del hielo que cubría la nave. Empezaron a levantarse nubes de vapor.

- El hielo empieza a fundirse - gritó Helmot.

- Vamos a poner el sifón en marcha - dijo el comandante Yatagawa.

La pequeña bomba que habían encontrado a bordo de la Andrómeda y arrastrado con tanto esfuerzo sobre el hielo empezó a funcionar. Rechinando por el esfuerzo que se exigía de ella, pero empezó a funcionar, arrastrando el agua lejos de la caliente superficie de la nave espacial y vertiéndola por la ladera de la colina, donde se helaba inmediatamente en una espiral de forma fantástica.

- Está funcionando - murmuró Yatagawa, como si hablara consigo mismo -. Está funcionando.


Más tarde... después de haber desalojado todo el volumen de agua, después de que el Calypso se hubo erguido sobre el lecho de roca, extrañamente desnudo en el centro de un agujero de treinta pies de diámetro y cien de profundidad, empezó la operación de rescate.


Más tarde... después de que el Calypso hubo despegado ruidosamente, colocándose en su absurda órbita inmediatamente encima de la helada superficie del Mundo de Valdon; después de que los doce supervivientes de la Andrómeda hubieron trepado por las cuerdas lanzadas desde la escotilla de entrada del Calypso, los dos comandantes se encontraron frente a frente

El comandante Yatagawa, que había perdido su nave... y el capitán Werner, que había perdido el prestigio.

Juntos, contemplaron a través de la mirilla de observación el Mundo de Valdon, que quedaba rápidamente atrás.

- Me parece que lo estoy viendo - dijo Werner.

- ¿Se refiere a aquel puntito? - inquirió Yatagawa -. Sí, tal vez sea aquello...

Repentinamente, el capitán del Calypso se echó a reír.

- ¿Qué sucede? - preguntó Yatagawa.

- Tendremos que redactar un informe sobre todo esto - dijo Werner -. Y yo tendré que notificar al Control Central que la operación de rescate ha sido efectuada.

- ¿Y qué tiene eso de divertido?

Werner, con el rostro enrojecido, dijo

- Oficialmente, yo le he rescatado a usted. ¡Diablos! ¡Van a concederme una medalla por esto!


Damon Knight - EL ENEMIGO



La nave espacial estaba posada en una esfera de roca en medio del cielo. Había un resplandor en Draco; era el sol, a seis billones de kilómetros de distancia. En el silencio, las estrellas no parpadeaban ni fluctuaban: ardían, frías y distantes. La estrella polar resplandecía allá arriba. La Vía Láctea era un arco iris congelado sobre el horizonte.

En el círculo amarillo de la cámara neumática aparecieron dos figuras, ambas de mujer, de rostros pálidos y duros detrás de los visores de los cascos. Llevaron un disco plegable de metal a cien metros de distancia y lo montaron sobre tres altos aisladores. Volvieron a la nave, moviéndose ágilmente de puntillas, como bailarinas, y salieron otra vez con una abultada colección de objetos envueltos en una membrana transparente.

Sellaron la membrana al disco, y la inflaron a través de un tubo desde la nave. Los objetos que había dentro eran artículos domésticos: una hamaca con armazón de metal, una lámpara, un aparato transmisor y receptor de radio. Las dos mujeres entraron en la membrana por la válvula flexible y pusieron en orden los muebles. Luego, con cuidado, llevaron allí los últimos objetos: tres tanques con cosas exuberantes y verdes, dentro de burbujas protectoras.

Bajaron de la nave un vehículo con forma de araña, con seis enormes ruedas infladas, y lo dejaron montado sobre tres aisladores.

El trabajo había concluido. Las dos mujeres se detuvieron frente a frente junto a la casa-burbuja. La mayor dijo:

- Si descubres algo, quédate aquí hasta que yo vuelva dentro de diez meses. Si no, deja el equipo y regresa en la cápsula de emergencia.

Las dos miraron hacia arriba, donde se movía una tenue chispa contra el campo de estrellas. La nave madre la había dejado en órbita antes de aterrizar. Si fuese necesario, podía ser llamada por radio para que aterrizase automáticamente; de lo contrario, no había necesidad de gastar combustible.

- Comprendido - dijo la más joven. Se llamaba Zael; tenía quince años, y ésta era la primera vez que salía de la nave espacial para quedarse sola. Isar, la madre, caminó hasta la nave y entró sin mirar atrás. La compuerta se cerró; arriba, la chispa flotaba hacia el horizonte. Una breve explosión de llamas levantó a la nave madre, que empezó a girar y a subir. La antorcha se inflamó otra vez, y en unos pocos momentos la nave era sólo una estrella brillante.

Zael apagó la luz de su traje y se quedó allí en la oscuridad, bajo la enorme semiesfera del cielo. Era el único cielo que ella conocía; como su madre, y la madre de su madre, Zael había nacido en el espacio. Siglos atrás, expulsado de los mundos grandes y verdes, su pueblo se había vuelto austero, como los campos de estrellas entre los cuales vagaba. En las cinco grandes ciudades del espacio, y en Plutón, Titán, Mimas, Eros y mil mundos menores, ese pueblo luchaba por su existencia. Eran pocos habitantes; la vida era dura y breve; no era ninguna novedad para una niña de quince años quedarse sola en un planetoide para buscar minerales.

La nave era una chispa borrosa que ascendía describiendo una larga curva hacia la eclíptica. Allá arriba, Isar y sus hijas tenían que distribuir cosas y llevar cargamentos a Plutón. Gron, la ciudad de ellas, las había enviado a este largo viaje para que realizaran un estudio. El planetoide, en su excéntrica órbita cometaria, se acercaba al sol por primera vez en veinte mil años. Después de llegar a ese sitio sería una tontería no perforar minas en la superficie del planetoide y sacar lo que tuviese valor. Una niña podía hacer eso, y estudiar además el planetoide.

Sola, Zael se giró impasible hacia el artefacto de seis ruedas. Podría haber descansado un poco en la casa-burbuja, pero le quedaban unas horas de traje, y no había necesidad de desperdiciarlas. En la leve gravedad pudo saltar fácilmente a la cabina de conducción; encendió las luces, y puso en marcha el motor.

El vehículo arácnido se arrastró sobre sus seis ruedas de amortiguación individual. El terreno era asombrosamente quebrado; agujas y cráteres gigantes se alternaban con hondonadas y grietas, alguna de diez metros de ancho y cientos de profundidad. Según los astrónomos, la órbita del planetoide pasaba cerca del sol, quizá más cerca que la órbita de Venus. Ahora mismo la temperatura de las rocas era de apenas unos pocos grados sobre el cero absoluto. Ese era un frío más intenso que todos los que Zael había experimentado en su vida. Lo sentía en los pies a través de los largos clavos aislantes de las suelas de las botas. Las moléculas de cada piedra se habían inmovilizado; el mundo era un congelado bostezo de hambre.

Pero en otra época había sido un mundo cálido. Allí estaban las señales. Cada vez que pasaba por el perihelio, las rocas debían de resquebrajarse una y otra vez, produciendo esta pesadilla de rocas destrozadas.

En la superficie la gravedad era solamente un décimo de G, casi como la caída libre; el vehículo ligero, de ruedas hinchadas, trepaba fácilmente por cuestas que estaban a pocos grados de la vertical. Donde no podía trepar, daba un rodeo. Las hendiduras estrechas eran salvadas por las patas extensibles del vehículo; en otras más grandes, Zael disparaba un arpón que volaba sobre la abertura y se clavaba al otro lado. La máquina, al llegar al borde, caía al vacío y se columpiaba al extremo del cable; pero mientras la débil gravedad la llevaba hacia el otro lado de la hendedura, el motor del cabrestante enrollaba el cable. El vehículo tocaba el otro lado con una pequeña sacudida y, sin detenerse, trepaba sobre el borde y continuaba la marcha.

Sentada con el cuerpo erguido detrás de los instrumentos, Zael trazaba un mapa de los depósitos minerales sobre los cuales iba pasando. Fue para ella una satisfacción descubrir que esos depósitos eran suficientemente ricos como para justificar allí la explotación de minas. Las ciudades podían hacer casi cualquier cosa con cualquier cosa, pero necesitaban una fuente primaria: los minerales.

Metódicamente, Zael se fue alejando en espiral de la casa-burbuja, registrando una región de no más de cincuenta kilómetros de diámetro. La máquina trepadora era un vehículo no presurizado, y no podía abarcar una zona grande.

Trabajando sola bajo el cielo inmutable, hora tras hora, identificó las vetas más ricas, las señaló, y estableció rutas. Entre una y otra salida, comía y dormía en la casa-burbuja, cuidaba las platas, tan necesarias, y atendía los aparatos. Fuera del traje espacial era esbelta y delgada, de movimientos rápidos, con la gracia rigurosa y severa de su pueblo.

Completó el mapa y volvió a salir. En cada punto señalado colocó dos polos, muy separados. Esos polos se clavaban solos en el terreno, y cada par generaba una corriente que ionizaba los metales, o las sales metálicas, y depositaba lentamente metal puro alrededor de cada cátodo. Con el tiempo era tal la concentración que resultaba posible cortar el metal en bloques, para transportarlo con facilidad.

Zael prestó atención a los rastros de metal trabajado, adheridos acá y allá a las rocas. Eran casi todos ellos fragmentos, parecidos a los que se encontraban comúnmente en satélites fríos, como Mimas y Titán, y a veces en asteroides pétreos. No era un asunto importante; significaba simplemente que el planetoide había sido habitado o colonizado en otra época por la misma civilización prehumana que había dejado rastros en todo el sistema solar.

A Zael la habían enviado a ver todo lo que tuviese algún interés. Casi había concluido su trabajo; examinó concienzudamente los rastros metálicos, fotografió algunos, guardó otros como muestras. Enviaba regularmente informes por radio a Gron; a veces, cinco días más tarde, la esperaba en la casa-burbuja un breve acuse de recibo; a veces no. Visitaba regularmente los polos, midiendo la concentración de metal. Estaba preparada para cambiar los polos que no funcionasen adecuadamente, pero nunca tuvo ocasión; los aparatos de Gron pocas veces fallaban.

El planetoide flotaba describiendo su arco milenario. Alrededor, el cielo giraba imperceptiblemente. La chispa móvil de la cápsula de emergencia trazaba una y otra vez su sendero. Zael comenzó a impacientarse y llevó el vehículo a exploraciones más amplias. En el fondo de las frías grietas encontró algunas construcciones metálicas que no eran simples fragmentos, sino obras completas: viviendas o máquinas. Las viviendas (si eran eso) estaban hechas para criaturas más pequeñas que el hombre; las puertas eran óvalos de no más de treinta centímetros de diámetro. Obedientemente, Zael transmitió por radio esa información, y recibió el acostumbrado acuse de recibo.

Y de pronto, un día, antes de tiempo, el receptor cobró vida. El mensaje decía: ya llego. Isar.

La nave tardaría tres veces más que el mensaje. Zael continuó recorriendo los polos, sin mostrar ninguna emoción en su rostro iluminado por las estrellas. Por encima de su cabeza la cápsula de emergencia, ya innecesaria, seguía pasando monótonamente. Zael estaba rastreando los restos de un complejo de estructuras que habían sobrevivido milagrosamente, algunas enterradas a medias, otras desnudas bajo las estrellas. Encontró hacia donde llevaban esos restos, en un cráter, a sólo sesenta kilómetros de la base, una semana antes de la fecha de llegada de la nave.

En el cráter había un globo metálico muy reforzado, con abolladuras y marcas, pero no aplastado. Las luces de la máquina trepadora de Zael lo alumbraron un rato, y de pronto aquello exhaló un bocanada de vapor; durante un segundo el globo pareció oscurecerse. Zael miró, interesada: el leve calor del rayo de luz debía haber derretido alguna película de gas congelado.

El fenómeno se repitió, y ahora Zael vio claramente que el chorro salía de una grieta delgada y oscura que no había estado allí antes.

La grieta se ensanchó ante los ojos de la muchacha. El globo se estaba partiendo por la mitad. En la estrecha abertura entre las dos mitades, se movía algo. Asustada, Zael dio marcha atrás con el vehículo. Al retroceder cuesta arriba, las luces apuntaron hacia el suelo. En la oscuridad, fuera de los rayos de luz, vio que el globo se expandía más aún. Había un movimiento ambiguo entre las apenas visibles mitades del globo, y Zael deseó no haber apartado la luz.

El vehículo subía oblicuamente por una piedra grande. Zael se volvió hacia abajo, retrocediendo todavía en un ángulo agudo. La luz se apartó totalmente del globo, y luego, al estabilizar la máquina, apuntó de nuevo hacia aquel sitio.

Las dos mitades de globo se habían separado por completo. En el centro, al dar allí la luz, se agitó algo. Zael no vio más que una gruesa y fulgurante espiral metálica. Mientras vacilaba, hubo un nuevo movimiento entre las mitades del globo. Algo fulguró brevemente; la tierra tembló un instante, y de pronto algo golpeó sonora y rudamente el vehículo. Las luces, perplejas, giraron y se apagaron.

En la oscuridad, la máquina se inclinó. Zael apretó los controles, pero fue demasiado lenta. El vehículo volcó, quedando con las ruedas hacia arriba.

Zael sintió que era despedida de la máquina. Mientras rodaba y le zumbaban los oídos, su impresión primera y más aguda fue la del frío que le atravesaba el traje espacial por los guantes y las rodillas. Consiguió arrodillarse rápidamente, con la ayuda de las botas de suela claveteada.

Aun ese breve contacto con el frío hizo que le dolieran los dedos. Buscó automáticamente el vehículo, que significaba seguridad y calor. Lo vio aplastado en la ladera de la montaña. A pesar de eso, el instinto le hizo caminar hacia allí, pero apenas había dado el primer paso cuando la máquina volvió a saltar y a rodar otra docena de metros por la pendiente.

Zael dio media vuelta, y por primera vez comprendió claramente que algo estaba atacando a la trepadora. Entonces vio una figura centelleante que se retorcía arrastrándose hacia la máquina destrozada. Zael no tenía encendida la luz del casco; se acurrucó y se quedó inmóvil; sintió dos golpes metálicos, demoledores, transmitidos por la roca.

La cosa móvil reapareció al otro lado de la trepadora, desapareció dentro, y tras un rato salió otra vez. Zael vio fugazmente una cabeza estrecha alzada, y dos ojos rojos que brillaban. La cabeza bajó, y la forma sinuosa se deslizó por una grieta, avanzando hacia la muchacha. En lo único que pensaba Zael era en escapar. Gateó levantándose en la oscuridad, y caminó alrededor de una aguja de piedra. Vio la cabeza fulgurante, alzada más abajo, entre una maraña de cantos rodados, y echó a correr peligrosamente por la cuesta hacia la trepadora.

El tablero de controles estaba destruido, las palancas torcidas o aplastadas, los diales rotos. La muchacha se enderezó para mirar el motor y la palanca de velocidades, pero inmediatamente vio que no servían para nada; el pesado eje de transmisión estaba totalmente torcido. Si no la llevaban a un taller de reparaciones, la trepadora no andaría nunca más.

Notó que allá abajo la figura plateada se deslizaba por el borde de la hendedura. Sin perderla de vista, Zael se examinó el traje y los instrumentos. Aparentemente, el traje estaba bien cerrado, los tanques de oxígeno y el sistema de recirculación intactos.

Mientras miraba el globo abierto bajo las estrellas, la muchacha pensó fríamente. La cosa debía de haber estado allí enroscada durante miles de años. Quizás había en el globo algún dispositivo fotosensible, destinado a abrirlo cuando el planetoide volviera a acercarse al sol. Pero la luz de Zael había roto prematuramente el globo; la cosa que estaba dentro había despertado antes de tiempo. ¿Qué sería, y qué haría, ahora que volvía a estar viva?

Sucediese lo que sucediese, la primera obligación de Zael era advertir a la nave. Conectó el transmisor de radio del traje; no tenía mucho alcance, pero ahora que la nave estaba tan cerca quizá consiguiera enviar el mensaje.

Esperó largos minutos, pero no llegó ninguna respuesta. Desde donde estaba ella el sol no era visible; uno de los riscos altos debía de bloquear la transmisión.

La pérdida de la trepadora había sido un desastre. Zael estaba sola y a pie, a sesenta intransitables kilómetros de la casa-burbuja. Sus probabilidades de supervivencia, lo sabía, eran ahora muy pocas.

Sin embargo, salvarse ella sin averiguar más acerca de la cosa sería no cumplir con su deber. Zael miró dubitativamente hacia el globo vacío. La distancia que los separaba era quebrada y peligrosa. Tendría que acercarse lentamente para no atraer la atención de la cosa si usaba la luz.

Echó a andar hacia allí de todos modos, escogiendo cuidadosamente el camino entre las piedras caídas. Varias veces saltó por encima de hendiduras que eran demasiado largas para poder rodearlas. Cuando estaba a medio camino, cuesta abajo, vio un movimiento y se detuvo. La cosa apareció retorciéndose sobre el borde roto de un cerro - Zael vio otra vez la cabeza triangular y unos tentáculos ondulantes -, y luego desapareció dentro del globo abierto.

Zael se acercó con cautela, dando un rodeo para poder ver directamente la abertura. Luego de unos pocos movimientos la cosa reapareció, curiosamente gruesa y rígida. En un sitio llano fuera del globo, la cosa se separó en dos partes, y la muchacha vio ahora que una era la cosa en sí, y la otra una armazón metálica, estrecha y rígida, de unos tres metros de largo. La cosa volvió a meterse en el globo. Cuando salió llevaba un mecanismo bulboso que acopló de alguna manera a un extremo de la armazón. Siguió trabajando durante un rato usando los miembros tentaculares y articulados que le brotaban detrás de la cabeza. Luego regresó al globo, y esta vez salió con dos grandes objetos cúbicos, que fijó al otro extremo de la armazón, conectándolos por una serie de tubos al mecanismo bulboso.

Por primera vez entró en la mente de Zael la sospecha de que la cosa estaba construyendo un vehículo espacial. Seguramente no había nada que pudiese parecerse menos a una nave convencional: no había casco, sólo un hueco donde podría ir la cosa, el objeto bulboso que podría ser un motor, y los dos recipientes grandes para masa radiactiva. De pronto la muchacha ya no tuvo dudas. No llevaba contador Geiger - había quedado en la trepadora -, pero estaba segura de que tenía que haber elementos radiactivos en el mecanismo bulboso: ¡una micropila sin blindaje para una nave espacial sin casco! Mataría a cualquier criatura viviente que viajase en ella, ¿pero qué criatura de carne y hueso podría sobrevivir veinte mil años en este planetoide sin atmósfera, cerca del cero absoluto?

Zael estaba seria e inmóvil. Como todo su pueblo, había visto los rastros de una guerra entre los planetoides fríos que había tenido lugar hacía millones de años. Algunos pensaban que la guerra había terminado con la destrucción deliberada del cuarto planeta, el que antiguamente había ocupado el sitio de los asteroides. Debía haber sido una guerra amarga; y ahora Zael pensó que entendía por qué. Si uno de los contrincantes había tenido forma humana, y el otro la de esta cosa, entonces ninguno de los dos podría descansar hasta que hubiese exterminado al otro. Y si esta cosa escapaba ahora, y engendraba a más como ella...

Zael avanzó poco a poco, pasando de una piedra a otra cuando la cosa no estaba a la vista. El ser había terminado de acoplar varios objetos pequeños y ambiguos a la parte delantera de la armazón. Entró otra vez en el globo. A Zael le pareció que la estructura estaba casi completa. Si le ponían más cosas, no quedaría espacio para el piloto.

El corazón latía con fuerza en el pecho de Zael. La muchacha salió del escondite y avanzó desmañadamente, de puntillas, más rápido que si saltara. Cuando casi podía tocar la armazón con la mano, la cosa salió del globo abierto. Se deslizó hacia ella, enorme a la luz de las estrellas, con la cabeza metálica en alto.

Por puro instinto, Zael tocó el botón de la luz. Los locos del casco se encendieron, y tuvo una fugaz imagen de costillas metálicas y fauces fulgurantes. De pronto la cosa huyó precipitadamente hacia la oscuridad. La muchacha quedó aturdida un momento. Pensó: ¡No soporta la luz! Y se lanzó desesperadamente hacia el globo.

La cosa estaba allí enroscada, oculta. Cuando la luz la tocó saltó fuera del globo y se escondió. Zael la volvió a perseguir, y la encontró al otro lado de la pequeña colina. La cosa se zambulló en una hondonada, desapareciendo.

Zael volvió junto al artefacto. La armazón estaba posada en la roca donde había quedado. La muchacha la levantó tentativamente con la mano. Tenía más masa de lo que había esperado, pero pudo balancearla al extremo del brazo hasta que adquirió una velocidad respetable. La estrelló contra la piedra más cercana; el impacto le entumeció los dedos. La armazón se desprendió y resbaló sobre la piedra hasta detenerse. Los dos recipientes se desprendieron; el mecanismo bulboso se torció. Zael la levantó otra vez, y otra vez la arrojó con fuerza contra la roca. La armazón se torció, combándose, y saltaron unas pocas piezas. Volvió a hacerla oscilar con la mano, hasta que la parte bulbosa se soltó.

El ser no estaba a la vista. Zael llevó los pedazos de la armazón a la hendidura más cercana y los arrojó dentro. A la luz de su casco, flotaron descendiendo silenciosamente y desaparecieron.

La muchacha regresó junto al globo. La criatura no había aparecido todavía. Zael examinó el interior del globo: estaba repleto de tabiques de formas extrañas y de máquinas, la mayoría demasiado grandes para poder moverlas, algunas sueltas y portátiles. La muchacha no pudo saber con certeza si alguna de esas máquinas eran armas. Para estar segura, sacó todos los objetos movibles y los arrojó al mismo sitio que la armazón.

Había hecho todo lo que podía, y quizá más de lo prudente. Ahora su tarea era sobrevivir: volver a la casa-burbuja, llamar a la cápsula de emergencia y partir.

Retrocedió subiendo otra vez por la cuesta, pasando junto a la trepadora destrozada, desandando el camino hasta que llegó a la pared del cráter.

Las puntas de los riscos asomaban allá arriba, a cientos de metros sobre su cabeza, tan escarpadas que cuando intentó escalarlas ni siquiera el impulso la mantuvo en pie; comenzó a perder el equilibrio, y tuvo que danzar hacia atrás lentamente hasta que pisó un sitio más firme.

Dio toda la vuelta alrededor del cráter antes de convencerse: no había salida.

Transpiraba debajo del traje: un mal comienzo. Las cimas ásperas de las montañas parecían inclinarse hacia delante, mirándola burlonamente. Se detuvo un momento para tranquilizarse, y tomó una píldora y un sorbo de agua del recipiente que llevaba en el casco. Los indicadores mostraban que le quedaban menos de cinco horas de aire. Era muy poco. Tenía que salir de allí.

Escogió lo que parecía la cuesta más fácil a su alcance. Subió por ella cuidadosamente. Cuando empezó a perder impulso, usó las manos. El frío le picó a través de los guantes como agujas de fuego. El más leve contacto producía dolor; asirse firmemente se transformaba en una agonía. Estaba a pocos metros de la cima cuando se, le empezaron a entumecer los dedos. Arañó furiosamente, pero los dedos se negaban a cerrarse sobre las rocas; las manos le resbalaban, inútiles.

Cayó. Rodó lentamente por la cuesta que tanto dolor le había costado escalar; con un esfuerzo recuperó el equilibrio, y fue a detenerse en el fondo, agitada y temblorosa.

Sintió en el corazón una desesperación fría. Era joven; no le gustaba la idea de la muerte, ni siquiera una muerte limpia y rápida. Morir lentamente, jadeando dentro de un sucio traje o perdiendo el calor contra la piedra, sería horrible.

Vio un movimiento indistinto a la luz de las estrellas, al otro lado del suelo del cráter. Era la cosa; ¿qué estaría haciendo ahora que ella le había destruido los medios que tenía para huir? Lentamente, se le ocurrió que quizá tampoco la criatura podía salir del cráter. Esperó un momento y luego, vacilante, bajó por la cuesta hacia ella.

A mitad del camino se acordó de apagar las luces del traje para no ahuyentarla. Innumerables hendiduras surcaban el suelo del cráter. Al acercarse más, vio que la esfera partida estaba rodeada de esas hendiduras por todas partes. En un extremo de la larga e irregular isla rocosa, la criatura se lanzaba de un lado para otro.

Volvió la cabeza hacia la muchacha cuando ella saltó la última abertura. Zael vio aquellos ojos que fulguraban en la oscuridad, y el círculo de brazos articulados y finos que formaban un collar detrás de la cabeza de la criatura. Al acercarse ella la cabeza se alzó más, y las fauces se separaron.

Al ver a la cosa tan de cerca, la muchacha sintió una repugnancia que nunca había conocido. No se trataba solamente de que la criatura fuera metálica y estuviera viva; era una sensación de maldad que parecía llegar directamente desde la cosa, y que sugería algo así como: «Soy la muerte de todo lo que amas.»

Los ojos rojos y ciegos miraban con un odio implacable. ¿Cómo podría conseguir que aquella cosa comprendiese?

El cuerpo de la criatura era sinuoso y fuerte; los brazos articulados podían asir y sostener. Estaba hecha para trepar, pero no para saltar.

De pronto, la muchacha no pudo dominar su repugnancia hacia la cosa. Dio media vuelta y saltó otra vez por encima de la grieta. Desde el otro lado, se volvió para mirar. La cosa se mecía erguida, levantando más de la mitad del cuerpo sobre la roca. Zael vio ahora que había otro grupo de miembros prensiles en la cola. La criatura se deslizó hasta el mismo borde de la grieta y volvió a erguirse, las fauces abiertas, los ojos brillantes.

No tenían en común otra cosa que el odio y el miedo. Mirando a la criatura, Zael comprendió que debía de tener tanto miedo como ella misma. Aunque era metálica, no podía vivir para siempre sin calor. Zael le había roto las máquinas, y ahora estaba atrapada igual que ella. Pero, ¿cómo se lo podía hacer entender?

La muchacha caminó unos pocos metros por el borde de la grieta, y luego volvió a saltar del lado de la criatura. La cosa la miró alerta. Era inteligente; sin duda tenía que serlo. Debía de saber que Zael no era nativa de ese planetoide, y que por lo tanto debía de tener una nave o algún otro medio para huir.

La muchacha extendió los brazos. El círculo de miembros de la cosa se ensanchó en respuesta; pero, ¿era esto un gesto de invitación o una amenaza? Conteniendo el miedo y la repugnancia, Zael se acercó más. La alta figura oscilaba por encima de su cabeza. La muchacha vio que los segmentos del cuerpo de la criatura eran anillos metálicos que ajustaban suavemente, unos sobre otros. Cada anillo estaba un poco abierto en la parte de abajo, y por allí se veía el mecanismo que había dentro.

Una cosa como esa no podía haber evolucionado en ningún mundo; tenía que haber sido construida para alguna oscura finalidad. El cuerpo largo y flexible estaba hecho para perseguir y capturar; las fauces eran para matar. Sólo un odio de una intensidad que escapaba a su comprensión podía haber concebido y soltado ese horror en el mundo de los vivos.

Zael se obligó a acercarse otro paso. Se señaló a sí misma con el dedo, y luego señaló la pared del cráter. Dio media vuelta y saltó sobre la grieta; recuperó el equilibrio, Y volvió a saltar en la otra dirección

Tuvo la impresión de que la actitud de la cosa, mientras la miraba, era casi una parodia humana de la cautela y la duda. La muchacha se señaló y señaló a la criatura; dio media vuelta, y saltó otra vez por encima de la hendedura, ida y vuelta. Se señaló a sí misma y a la cosa, y luego hizo un ademán con el brazo por encima! de la grieta, un movimiento lento y amplio. Esperó.

Después de un largo rato la criatura se movió, adelantándose lentamente. Zael retrocedió con la misma lentitud, hasta que estuvo al borde de la grieta. Temblando, tendió un brazo. La enorme cabeza se inclinó, y los miembros prensiles ondearon hacia su manga y la rodearon. Aquellos ojos rojos miraron fijamente los de la muchacha, a unos pocos centímetros de distancia.

Zael se giró y saltó con fuerza. Trató de tener en cuenta la masa de la cosa, pero la desacostumbrada resistencia en el brazo la hizo retorcerse hacia atrás en el aire. Aterrizaron juntas, golpeándose. Torpemente, Zael consiguió levantarse y alejarse del frío que le atravesaba el traje. La cosa, erguida, se balanceaba cerca... demasiado cerca.

Instintivamente otra vez, la muchacha tocó el botón de la luz. La cosa se alejó retorciéndose en espirales plateadas.

Zael temblaba. El corazón le latía en la garganta. Con un esfuerzo, volvió a apagar la luz. La cosa alzó la cabeza a una docena de metros de distancia, y esperó a la muchacha.

Cuando Zael se movía, la cosa se movía, manteniendo la distancia. Al llegar a la grieta siguiente, la muchacha volvió a detenerse hasta que la criatura se acercó y le rodeó el brazo con los miembros prensiles.

Al otro lado de la grieta, se separaron de nuevo. De esa manera atravesaron cuatro islas de roca antes de llegar a la pared del cráter.

La cosa se deslizó lentamente por la empinada cuesta. Con todo el cuerpo estirado, los brazos prensiles encontraron algo de donde asirse; la cola se balanceó en el aire. El largo cuerpo se dobló graciosamente hacia arriba; los miembros de la cola encontraron otro sitio de donde asirse, encima de la cabeza.

Allí la cosa hizo una pausa, y miró a la muchacha. Zael tendió los brazos; hizo pantomima de trepar, luego retrocedió, agitando la cabeza. Tendió otra vez los brazos.

La cosa vaciló. Tras un momento, los miembros de la cabeza volvieron a asirse de algo, y la cola colgó balanceándose. Al acercarse la criatura, Zael la abrazó. La cabeza lisa y brillante la miraba desde arriba. En ese momento glacial, Zael se encontró pensando que para la cosa, el universo era quizá como un negativo fotográfico: todas las cosas malas eran buenas, todas las cosas buenas eran malas.

La cabeza se deslizó junto al hombro; las potentes espirales le rodearon el cuerpo con un leve roce. La cosa estaba fría, pero no era ése el superfrío entumecedor de las rocas. Las espirales apretaron, y la muchacha sintió la fuerza helada y constrictiva de aquel enorme cuerpo. De pronto sus pies dejaron de tocar la roca. La empinada pared se inclinó y giró en un ángulo insensato.

Dentro de aquella espiral metálica, las fuerzas de Zael languidecieron. Las estrellas giraron sobre su cabeza, luego se aquietaron. La cosa la había depositado en la cima de la pared del cráter.

La fría espiral se deslizó, apartándose lentamente. Agitada y aturdida, Zael siguió a la criatura por la quebrada pendiente. Todavía le ardía en la carne el contacto de aquel cuerpo metálico. Era como un significado oculto, que sólo descubría con un esfuerzo. Era como un anillo que uno ha usado tanto tiempo que, después de quitárselo, aún parece seguir allí.

Más abajo, en la revuelta inmensidad del valle, al borde de una grieta, la esperaba la criatura, con la cabeza alzada.

Humildemente, Zael se le acercó. Esta vez, en lugar de asirse del brazo de la muchacha, la pesada masa se le enroscó alrededor del cuerpo.

Zael saltó. Al otro lado de la grieta, lentamente, aquella figura flexible se deslizó, bajando y apartándose. Al llegar a un sitio alto, la cosa la rodeó otra vez con su frío abrazo y la alzó sin ningún esfuerzo, como a una mujer en un sueño.

El sol estaba en el cielo, a poca altura sobre el horizonte. Zael estuvo a punto de tocar la llave de la radio, vaciló, y apartó la mano. ¿Qué podía decirles? ¿Cómo podría hacerles comprender?

El tiempo huía. Cuando pasaron por una de las zonas donde Zael había puesto minas, donde las rocas reflejaban la luz fría y purpúrea, la muchacha supo que iban por buen camino. Se orientó con eso y con el sol. En cada grieta, la cosa se le enroscaba alrededor de los hombros; en cada cuesta empinada, la cosa la sujetaba por la cintura y la alzaba, describiendo largos arcos, hasta la cima.

Cuando vio la casa-burbuja desde un cerro, comprendió con un sobresalto que había perdido la noción del tiempo. Miró los indicadores. Le quedaba media hora de aire.

Ese conocimiento le despertó una parte de la mente que había estado sumergida y dormida. Sabía que el otro había visto también la casa-burbuja; había en su comportamiento una nueva tensión, una nueva intensidad en su manera de mirar hacia adelante. Trató de recordar la topografía entre este punto y la casa. La había atravesado docenas de veces, pero siempre en el vehículo trepador. Ahora era muy diferente. Los cerros altos que antes habían sido solamente obstáculos momentáneos eran ahora insuperables. Todo el aspecto del terreno había cambiado; ni siquiera podía estar ya segura de las marcas.

Pasaban por la última zona de minas. La luz fría y purpúrea se deslizaba sobre las rocas. Un poco más allá de ese sitio, recordó Zael, tenía que haber una ancha grieta; la criatura, a unos pocos metros de distancia, no miraba hacia la muchacha. Inclinándose hacia adelante, Zael echó a correr de puntillas. La grieta estaba allí; llegó al borde, y saltó.

Al otro lado, se volvió para mirar. La cosa se retorcía al borde de la hendidura, furiosa, el collar de miembros abierto, los ojos rojos encendidos. Tras un instante, los movimientos se aquietaron y se detuvieron. Zael y la criatura se miraron por encima de la brecha de silencio; luego Zael dio media vuelta.

Los indicadores le señalaban otros quince minutos. Echó a andar apresuradamente, y pronto se encontró descendiendo a una profunda barranca que reconocía. A su alrededor estaban las marcas de la ruta que solía tomar en el vehículo. Delante y a la derecha, donde brillaban las estrellas por una abertura, debía de estar el sitio donde unas rocas caídas formaban una escalera natural hasta la parte superior de la barranca. Pero a medida que se acercaba al sitio empezó a inquietarse. La pared del otro lado de la barranca era demasiado escarpada y demasiado alta.

Llegó por fin al fondo, y no había ninguna escalera.

Debía de haberse equivocado de sitio. No le quedaba otro remedio que caminar por la hondonada hasta llegar al sitio indicado. Tras un momento de indecisión, echó a andar apresuradamente hacia la izquierda.

A cada paso la barranca prometía volverse conocida. ¡Seguramente no podía haberse equivocado tanto en tan poco tiempo! Los puntos de luz que dibujaban los rayos del casco danzaban allá delante, burlonamente esquivos. De repente comprendió que se había perdido.

Le quedaban siete minutos de aire.

Se le ocurrió que la criatura debía de estar todavía donde la había dejado, atrapada en una isla de roca. Si volvía allí directamente, ahora, sin vacilar ni un segundo, quizá tuviera aún tiempo.

Dio media vuelta, lanzando un involuntario quejido de protesta. Sus movimientos eran apresurados e inseguros; tropezó una vez, y apenas pudo evitar una caída peligrosa. Sin embargo, no se atrevió a ir más despacio ni a detenerse un momento. Respiraba con dificultad dentro del casco; el olor tan conocido del aire reciclado parecía más sofocante.

Miró los indicadores: cinco minutos.

Al llegar a una cima vio un líquido destello de metal que se movía entre los fuegos purpúreos. Saltó la última hendidura y se detuvo cautelosamente. La cosa se le acercaba con lentitud. En la enorme cabeza metálica no había ninguna expresión, las fauces estaban cerradas; la corona de miembros prensiles casi no se movía: sólo de cuando en cuando se retorcía alguno, repentinamente. Había en la cosa una quietud torva, expectante, que inquietó a la muchacha; pero no tenía tiempo para la cautela.

Apresuradamente, con gestos bruscos, trató de representar su necesidad. Tendió los brazos. La cosa se deslizó adelantándose lentamente, y lentamente se enroscó en ella.

Zael casi no sintió el salto ni el aterrizaje. La criatura se movía a su lado; cerca esta vez, casi tocándola. Allá descendieron, a la semioscuridad estrellada de la grieta; Zael caminaba inseguramente, porque no podía usar las luces del casco. Se detuvieron al pie del precipicio. La cosa se volvió para mirarla un momento.

A la muchacha le zumbaban los oídos. La cabeza se meció hacia ella y pasó a su lado. Los brazos metálicos asieron la roca; el enorme cuerpo se balanceó hacia arriba, por encima de la cabeza de Zael. La muchacha miró y vio que la criatura se retorcía diagonalmente sobre la faz de la roca, centelleaba brevemente contra las estrellas, y desaparecía.

Zael se quedó mirando hacia allí con incrédulo horror. Había sucedido con demasiada rapidez; no entendía cómo había podido ser tan estúpida. ¡Ni siquiera había intentado agarrar el cuerpo cuando pasaba!

Los indicadores eran borrosos; las agujas casi tocaban el cero. Tambaleándose un poco, Zael echó a andar por la hondonada hacia la derecha. Le quedaba quizás un minuto o dos de aire, y luego cinco o seis minutos de asfixia lenta. Tal vez encontrase todavía la escalera; aún no estaba muerta.

La pared de la hondonada no descendía a niveles más accesibles: subía en forma de agujas y pináculos. La muchacha se detuvo, helada y saturada de fatiga. Las silenciosas cumbres se alzaban contra las estrellas. No había salvación en ese sitio, ni en todo el mundo vampiresco y muerto que la rodeaba.

Algo saltó en la roca, a los pies de Zael. Asustada, la muchacha retrocedió. La cosa que había saltado se alejaba girando bajo las estrellas. Mientras miraba apareció, otro trozo de piedra, y otro. Esta vez vio cómo caía, golpeaba la roca y rebotaba.

Volvió la cabeza bruscamente. Por la mitad de la faz de la roca, balanceándose con facilidad de un punto de apoyo a otro, venía la criatura. Una nube de piedras, arrancadas al pasar, bajaban flotando lentamente y rebotaban alrededor de la cabeza de Zael. La criatura se deslizó los últimos metros y se detuvo junto a la muchacha.

La cabeza le daba vueltas a Zael. Sintió que aquel cuerpo fuerte se enroscaba a su alrededor; que la alzaba y se ponía en marcha. La apretaba demasiado; no le dejaba respirar. Cuando la soltó, la presión no cedió.

Haciendo eses, echó a andar hacia la casa-burbuja, que parpadeaba llamándola en el horizonte chato. Le ardía la garganta. A su lado, el extraño ser se movía como mercurio entre las rocas.

Zael cayó una vez - una caída lenta, aterradora, en aquel frío doloroso -, y las pesadas roscas de la criatura la ayudaron a levantarse.

Llegaron a la grieta. Zael vaciló en el borde, entendiendo oscuramente por qué la criatura había vuelto a buscarla. Era una retribución: y ahora ella estaba demasiado aturdida para volver a entretenerse con ese juego. Los miembros de la criatura tocaban la manga.

Allá arriba, hacia Draco, la nave de Isar estaba en camino. Zael buscó a tientas el interruptor de la radio. La voz le salió ronca y extraña:

- Mamá...

El pesado cuerpo se le estaba enroscando alrededor de los hombros. Le dolía el pecho al respirar, y veía oscuro. Juntando todas sus fuerzas, saltó.

Al otro lado de la hondonada, se movió con imprecisa lentitud. Vio la luz de la casa-burbuja que parpadeaba prismáticamente al final de una brumosa avenida, y supo que tenía que llegar a ella. No sabía muy bien por qué; quizá tenía algo que ver con el ser plateado que se deslizaba a su lado.

El zumbido de una onda de radio estalló en sus auriculares.

- ¿Eres tú, Zael?

La muchacha oyó las palabras, pero no entendió el significado. La casa-burbuja estaba cerca ahora; veía la válvula flexible de la puerta. Sabía de algún modo que la criatura no debía entrar allí; si entraba, quizá usara aquel sitio para tener crías, y luego extendería por todas partes una plaga de criaturas metálicas.

Se volvió torpemente para impedírselo, pero perdió el equilibrio y cayó contra la pared de la burbuja. La enorme cabeza plateada, allá arriba, abrió las fauces, y aparecieron dos brillantes colmillos. La cabeza se inclinó delicadamente, las fauces se cerraron sobre el muslo de Zael, y los colmillos se hundieron una vez. Sin prisa, la criatura se deslizó, desapareciendo del campo visual de la muchacha.

Zael sintió en el muslo un frío que se le empezó a extender por el cuerpo. Vio dos pequeños chorros de vapor que se escapaban del traje, donde había sido perforado. Giró la cabeza; la criatura estaba entrando en la burbuja por la válvula flexible. Adentro, se movió para un lado y para otro, evitando la diminuta luz. Olfateó la hamaca, la lámpara, y luego el transmisor-receptor de radio. Zael recordó algo, y dijo quejumbrosamente:

- ¿Mamá?

En respuesta, la onda de radio zumbó otra vez y la voz dijo:

- ¿Qué pasa, Zael?

La muchacha trató de responder, pero su gruesa lengua no encontró las palabras. Se sentía débil y helada, pero no tenía miedo. Buscó a tientas en el equipo, encontró la pasta adhesiva, y la extendió sobre las perforaciones. La pasta burbujeó un momento. Luego, se endureció. Una cosa lenta y lánguida, que nacía en el dolor helado, le corría por el muslo. Al girarse otra vez, vio que la criatura seguía inclinada sobre el aparato transmisor-receptor. Aun desde donde estaba, la muchacha veía la palanca rojo vivo que servía para llamar a la cápsula de emergencia. Mientras miraba, uno de los miembros de la criatura asió esa palanca y empujó hacia abajo.

Zael alzó la mirada. Tras un momento, la chispa anaranjada que se movía en el cielo se detuvo aparentemente, y poco a poco fue creciendo hasta transformarse en una estrella brillante, y después en un fulgor dorado.

La cápsula de emergencia se posó en un llano rocoso, a cien metros de distancia. La antorcha se apagó. Deslumbrada, Zael vio como la figura negra de la criatura se deslizaba saliendo de la casa-burbuja.

La criatura se detuvo, y por un instante la cabeza cruel osciló allá arriba, mirando a la muchacha. Luego continuó arrastrándose.

La puerta de la cámara neumática era un círculo de luz amarilla. Al llegar a ella la criatura pareció vacilar; luego siguió adelante y desapareció dentro. La puerta se cerró. Un instante más tarde la antorcha se encendió otra vez, y la cápsula se elevó sobre una columna de fuego.

Zael estaba acunada contra la curva flexible de la burbuja. Tuvo un borroso pensamiento: dentro de la burbuja, a muy poca distancia, había aire y calor. El veneno que la criatura había depositado en su carne, fuese lo que fuese, quizá tardaría mucho tiempo en matarla. La nave de su madre llegaría pronto. Tenía una posibilidad de vivir.

Pero la cápsula de emergencia continuaba elevándose sobre el largo penacho dorado; y Zael no podía apartar la mirada de aquella terrible belleza que ascendía hacia la noche.



Ursula K. Le Guin - EL DIA ANTES DE LA REVOLUCIÓN



Prefacio


Mi novela Los Desposeídos habla de un pequeño mundo de personas que se ha dado el nombre de «odonianos». Este nombre deriva de la fundadora de la comunidad, Odo, quien vivió varias generaciones antes de la época en que se desarrolla la novela y que, por lo tanto, no participa en los acontecimientos (sino implícitamente, en el sentido de que todo ha comenzado con ella).

El odonianismo es anarquismo. No el que roba llevando un bomba en el bolsillo, el que - cualquiera sea el nombre con que el quiera darse lustre - es terrorismo puro y simple; ni el libertarismo socio-darwinista de derecha; sino el anarquismo prefigurado en el primer pensamiento taoísta, y anticipado por Shelley y Kropotkin, por Goldman y Goodman. El principal enemigo del anarquismo es el Estado autoritario, sea capitalista o socialista; su principal componente práctico-moral es la cooperación (solidaridad, apoyo mutuo). De todas las teorías políticas es la más idealista y para mí la más interesante.

Introducirlo en una novela, cosa que en principio no era mi intención, fue para mí un trabajo duro y largo, y me absorbió completamente por varios meses. Cuando lo terminé me sentí perdida, exiliada: una persona sin patria. Porque fue muy gratificante cuando Odo salió de las sombras brumosas de la probabilidad y quiso que escribiese un relato no sobre el mundo de la ley realizada sino sobre su ley misma.

U.K. Le Guin


A la memoria de Paul Goodman (1911-1972)


La voz del altoparlante resonaba como un furgón de cerveza vacío sobre una calle empedrada, y los presentes estaban apretujados unos sobre otros como las piedras de un adoquinado mientras el estruendo de la voz los dominaba. Taviri se encontraba quién sabe dónde en otra parte de la sala. Ella debía conseguirlo. Se abrió fatigosamente paso serpenteando entre las personas apretujadas y vestidas de oscuro. No oía los sonidos de sus voces, no veía sus caras: existía solamente el sonido del altoparlante y aquellos cuerpos adosados los unos a los otros. No llegaba justamente a divisar A Taviri: era demasiado pequeña. La calle le fue bloqueada por un grueso vientre en un chaleco negro y de espaldas imponentes. Debía alcanzar a Taviri a cualquier precio. Toda sudada, dio un puñetazo violento. Fue como empujar una roca: el hombre no hizo ningún gesto, pero de sus grandes pulmones surgió un rumor prodigioso, como un mugido. Se hizo pequeña. Después comprendió que el mugido no era para ella. También los otros gritaban. El altoparlante decía algo, algunas confusas palabras a propósito de tasas o masas. Toda excitada también ella gritó: «¡Sí! ¡Sí!» y mientras avanzaba no encontró dificultad para huir de la Plaza de Armas de Parheo. El cielo sobre ella era profundo y descolorido y a su alrededor la hierba alta se doblaba bajo el peso de las florcitas secas y blancas. No había podido jamás llamarlas por su nombre, las florcitas ondulaban sobre ella, oscilando en el viento que soplaba siempre durante el crepúsculo. Se metió corriendo entre la hierba, que se plegó dócilmente y volvió a erguirse, ondulante y muda. Taviri estaba allí entre aquella hierba alta, vestido con su mejor ropa, aquella ropa oscura que le daba el aspecto de un profesor o de un actor, con una elegancia severa. No parecía alegre: sin embargo reía, y le hablaba. El sonido de su voz la hizo lagrimear: extendió el brazo para aferrarle la mano, pero no se detuvo. No podía detenerse.

- ¡Oh, Taviri - dijo -, el lugar está un poco más adelante! - El olor peculiar y dulce de aquella hierba blanca se hacía más intenso a cada paso. Sobre el suelo percibía zarza, espinos, sentía declives, agujeros. Temía caerse, caerse: se detuvo.


Sol sobre sus ojos, implacable fulgor de la mañana. La tarde anterior se había olvidado de bajar los postigos. Dio la espalda al sol. Suspiró dos veces, se irguió para sentarse, puso las piernas fuera de la cama y se quedó allí doblada en dos contemplándose los pies, sólo con la camisa puesta.

Los dedos, comprimidos desde la más tierna edad en zapatos baratos, tenían la superficie de contacto casi recta y estaban llenos de callos; las uñas estaban descoloridas e informes. De un tobillo al otro corrían arrugas secas y sutiles. En la base de los dedos, la pequeña área plana había conservado la delicadeza; pero la piel era del color del barro y el cuello del pie era recorrido por venitas anudadas. Desagradable. Triste, deprimente. Miserable. Lastimoso. Puso todas las palabras a prueba: todas iban bien, como pequeños cabellos repugnantes. Repugnante: sí, también. Verse y reconocerse repugnante, ¡qué alegría! ¿Pero cuándo no había sido repugnante, nunca se había observado de aquel modo? ¡No verdaderamente! Un cuerpo eficiente no es un objeto, no es un instrumento o una propiedad para admirar: es simplemente nosotros mismos. Sólo cuando no es más nosotros sino nuestro, un objeto poseído, entonces nos preocupamos. ¿Sus condiciones son buenas? ¿Estará a la altura? ¿Resistirá?

- ¿Qué importa? - dijo Laia con rabia, y se puso de pie.

Levantarse de improviso le dio vértigo. Tuvo que estirar la mano y apoyarse en la cómoda, porque tenía miedo de caerse. En aquel instante recordó el sueño y cómo se había tendido junto a Taviri.

¿Qué le había dicho? No lo recordaba. No recordaba ni siquiera si había llegado a tocarle la mano. Con la intención de violentar su memoria, la frente se le arrugó. ¡No soñaba con Taviri desde quién sabe cuanto tiempo, y ahora no recordaba ni siquiera sus palabras! Desaparecidas, todo desaparecido. Parecía una jorobada en su camisón, la frente arrugada, una mano sobre la cómoda. ¿Desde cuándo no pensaba en él (para no hablar de soñarlo) como «Taviri»? ¿Desde hace cuánto no pronunciaba su verdadero nombre?

Decía «Asieo». «Cuando Asieo y yo estábamos prisioneros en el norte». «Antes de encontrar a Asieo». «La teoría de la reciprocidad de Asieo». Oh, cierto: hablaba de él, hablaba seguramente demasiado de él, sin ton ni son, lo incorporaba continuamente en sus palabras. Pero como «Asieo», con el último nombre, aquel del personaje público. El ciudadano común había desaparecido del todo. Quedaban pocos de aquellos que lo habían conocido. Toda gente que había estado en prisión. Entonces se reía del hecho de que todos los amigos hubieran estado en todas las prisiones, pero ahora ya no estaban ni siquiera en prisión: estaban en los cementerios de las prisiones, o bien se encontraban en fosas comunes.

- Querido mío - dijo Laia, y se dejó caer sobre la cama porque no soportaba el peso de los recuerdos de aquellas primeras semanas en el Fuerte, en la celda, aquellas primeras semanas de los nueve años en el Fuerte de Drio, en la celda, aquellas primeras semanas después que le habían dicho que Asieo había sido asesinado en un choque en la Plaza del Capitolio y había sido sepultado con los Milcuatrocientos en los fosos de cal detrás de la Puerta de Oring. En la celda. Las manos se ubicaron en su antigua posición, la izquierda apretada y cerrada con fuerza en la derecha, el dedo pulgar derecho que ejercía una pequeña presión mientras iba y venía sobre el nudillo del índice izquierdo. Horas, días, noches. Había pensado en todos ellos, uno por uno, todos los Milcuatrocientos, en el hecho que yacían sepultados, que la cal actuaba sobre sus carnes, que los huesos se conmovían en aquella oscuridad ardiente. ¿Quién lo había conmovido a él? ¿Cómo eran ahora los delicados huesos de las manos? Horas, años.

- ¡Taviri, no te he olvidado jamás! - susurró, y la estupidez de la frase la hizo retornar a la luz de la mañana y a la cama deshecha. Naturalmente que no lo había olvidado. Entre marido y mujer, estas cosas no hace falta decirlas. Ahora sus viejos y feos pies estaban de nuevo sobre el piso, como antes. No se había ido a ningún lugar, sólo había girado sobre sí misma. Se puso de pie con un gemido de desaprobación y de esfuerzo; se acercó al armario y se puso la bata.

Los jóvenes circulaban por los ambientes de la casa con placentera inmodestia, pero ella era demasiado vieja para hacerlo. No quería arruinar el desayuno de ellos mostrando la propia vejez. Y después de todo, los jóvenes habían crecido con el principio de la libertad en el atuendo y en el sexo y en todo el resto, y ella no. Ella no había hecho otra cosa que inventar la libertad: no era exactamente lo mismo.

Como, por ejemplo, llamar a Asieo «mi marido». La palabra la hacía siempre sobresaltarse. Un buen odoniano, naturalmente, debía usar «compañero». ¿Pero quién había dicho alguna vez, que ella debía ser una buena odoniana?

Arrastró las chinelas a lo largo del corredor dirigiéndose a los baños. Mairo se estaba lavando el pelo en una pileta. Laia observó admirada aquella larga y lisa madeja empapada de agua. Ya tan raramente salía de la Casa que no recordaba cuándo había visto por última vez una cabeza respetablemente rapada; pero la vista de una gran corona de cabellos le daba placer, un placer intenso. ¿Cuántas veces había sido burlada (¡Melenuda, Melenuda!), cuántas veces los policías o los malhechores le habían tirado de los cabellos, cuántas veces, a cada cambio de prisión un soldado la había rapado con el ceño fruncido? Y después los cabellos volvían a crecer de pelusas a bucles, a mechones, a melena... Mucho tiempo antes. Por amor de Dios, ¿justamente aquel día tenía que pensar en el tiempo transcurrido?

Después que se vistió y rehizo la cama, bajó a la mesa. El desayuno era bueno, pero ella no había vuelto a recuperar el apetito después de aquel maldito golpe apoplejético. Bebió dos tazas de té de hierbas, pero no llegó a terminar la fruta que había tomado. De chica tenía tantos deseos de comer fruta que la robaba; y después, en el Fuerte... ¡Pero por amor de Dios, termínala! Sonrió y respondió a los saludos y a las corteses preguntas de los comensales y del gordo Aevi que aquella mañana prestaba servicio en el Banco.

Era él quien la había tentado con la pesca: «¡Pero mira que maravilla! La guardé para vos» Y cómo habría podido rechazarla? Había tenido siempre ganas de comer fruta, y no se saciaba jamás. Una vez, cuando tenía seis o siete años, había robado una fruta en un puesto callejero en el camino del río. Pero ahora, en medio de todas aquellas personas que conversaban animadamente, era difícil comer. Habían llegado noticias de Thu. importantes noticias. Desde el principio, siempre atenta a no entusiasmarse demasiado fácilmente, se había inclinado a no darles demasiada importancia; pero después de haber leído el artículo del diario, y después de haber leído también entre líneas, pensó, con una extraña seguridad profunda pero fría: «Bien, henos aquí, ha llegado el momento. Y en Thu, pues, no aquí. Thu nos aventajará. La revolución tendrá la delantera allí primero que en otro lugar. ¡Como si importara! No habrá más naciones». Y sin embargo, de algún modo importaba: se sentía un poco triste y fría... Envidiosa, esa es la palabra. ¡Tonterías! No participó mucho en la conversación, y después de algunos minutos se levantó y volvió a su habitación, con un sentido de autoconmiseración. No lograba compartir el entusiasmo de ellos. Ella permanecía fuera, fuera en verdad. «No es fácil», se dijo a sí misma para justificarse, mientras bajaba cansadamente las escaleras, «aceptar encontrarse fuera cuando se ha estado dentro, bien en el medio, por cincuenta años» Por amor de Dios. ¡Qué pena!

Dejó a sus espaldas escaleras y autoconmiseración cuando entró en la habitación. Era una buena habitación. Era una gran cosa estar allí sola. Qué alivio. Si bien, en verdad, no fuese correctísimo. Algunos de los jóvenes de los pisos superiores vivían de a cinco en una habitación no más grande que esa. Las personas que querían vivir en las Casas odonianas eran siempre más de las que ellas estaban en condiciones de contener. Ella tenía aquella gran habitación toda a sí sola porque era una vieja que había do un ataque de apoplejía. Y quizá por que era Odo. ¿Si no hubiera sido Odo sino solo una mujer que había tenido un ataque apoplejía la hubiera obtenido igual? Era probable. Después de todo, quién hubiera querido compartir la habitación con una vieja babosa? Pero no era fácil acertar. Favoritismo, exclusivismo, culto de la personalidad, volvían sutilmente y germinaban por todas partes. Pero ella no había jamás osado esperar que hubieran sido erradicados durante su generación, antes de su muerte. Es solamente el tiempo el que produce los grandes cambios. En tanto aquella habitación era bella, espaciosa, soleada: justo aquello que se necesitaba para una vieja babosa que había puesto en movimiento una revolución mundial.

Su secretario llegaría dentro de una hora para ayudarla a acelerar el trabajo cotidiano.

Arrastrando sus pies llegó al escritorio, un objeto bello y macizo que le había regalado cooperativa de los muebleros de Nio porque una vez uno le había oído decir que el único mueble que verdaderamente desearía tener era un escritorio con cajones de gran superficie... Diablos, en la práctica estaba todo cubierto de papeles con notas pinchadas, por lo demás con la grafía pequeña y clara de Noi: Urgente. Provincias septentrionales. ¿Consultar R.T.?

Su grafía no era la misma después de la muerte de Asieo. Y, al pensarlo, era extraño. después de todo, en los cinco años que siguieron a su muerte había escrito de arriba a abajo La Analogía. Y después estaban las cartas que el guardia, aquel tipo alto de los ojos acuosos (¿cómo se llamaba? ¡no importa!) había hecho salir del Fuerte por dos años. Ahora las llamaban Cartas de la Cárcel, y existían una decena de ediciones diversas. Todas aquellas cosas, aquellas cartas las que la gente continuaba diciendo que estaban llenas de «energía espiritual», lo que significaba quizás que las había escrito con la cara lívida, para tener alta la moral.

La Analogía, que ciertamente era su obra intelectualmente más consistente, todo esto había escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, después de la muerte de Asieo. Había que hacer algo, y en el Fuerte papel y pluma eran concedidos... Pero todo había sido escrito en la grafía friolenta y trémula que ella no había reconocido jamás como propia, Mientras sí había sido suya aquella redondeada y adornada del manuscrito de Sociedad sin gobierno, de hace cuarenta y cinco años. Taviri había llevado consigo en sus medias no sólo sus pasiones físicas y espirituales sino también su grafía clara.

Pero le había dejado la revolución.

«¡Qué coraje demuestras continuando con el trabajo, escribiendo, en prisión, después de una derrota semejante para el movimiento, después de la muerte de tu compañero!»: esto le decían. ¡Qué raza de estúpidos! ¿Qué otra cosa se podría haber hecho? Energía, coraje... ¿Pero qué era el coraje? No había logrado imaginarlo jamás. Los otros decían: jamás tienes miedo. Otros aún: tienes miedo pero sin embargo continúas. ¿Pero qué otra cosa se podría haber hecho sino continuar? ¿Existía una verdadera posibilidad de elección? Morir significaba solamente continuar en una dirección diferente.

Si se quería arribar a la meta era necesario continuar: esto entendía de las palabras «el verdadero viaje es el retomo»; pero no había sido otra cosa que una intuición, y en aquel momento ella se encontraba más que nunca imposibilitada de racionalizarla. Se encorvó con demasiado ímpetu, tanto que gimió un poco con los crujidos de los huesos, y se dispuso a revolver en uno de los cajones inferiores del escritorio. La mano se lo detuvo en una etiqueta deteriorada por el tiempo: la sacó, habiéndola reconocido primero con el tacto que con la vista. Era el manuscrito de «La organización sindical en el período revolucionario de transición». En la etiqueta Taviri había impreso el título y debajo su propio nombre: Taviri Odo Aseo, IX 741. Aquella sí que era una hermosa grafía, con letras bien modeladas, decididas, seguras. Pero él había preferido servirse de un impresor de voces. El original era enteramente impreso, y también de alta calidad: dudas anuladas e idiotismos personales normalizados. No se percibía aquel modo de pronunciar la «o» desde el fondo de la garganta según el hábito de la costa septentrional. No aparecía otra cosa de él que no fuera su inteligencia. De Asieo no le quedaba otra cosa que su nombre escrito sobre la etiqueta del libro. No había conservado sus cartas: habría sido sentimental. No le daba por pensar en nada que hubiera poseído por más de algún tiempo: haciendo excepción de su desvencijado cuerpo, naturalmente, pero ella lo llevaba pegado encima...

De nuevo la escisión. «Ella» y «su cuerpo». La vejez y la enfermedad te llevaban a escindir, a evadir; su cerebro insistía: «No soy yo, no soy yo». Sin embargo eras vos. Quizás a los místicos les era posible separar intelecto y cuerpo, ella había envidiado siempre esta posibilidad, sin esperar poder emularlos. La evasión era un juego al que jamás había jugado. Sin embargo había buscado la libertad, sin demora, para el cuerpo y el alma.

Primero autoconmiseración, después auto adulación; siempre allí con el nombre de Asieo entre las manos. Por amor de Dios, ¿pero porqué? ¿No conocía ya aquel nombre sin tener la necesidad de tenerlo bajo los ojos? ¿Acaso había algo en ella que no iba? Se llevó a los labios la etiqueta y besó con decisión y determinación aquel nombre escrito a mano, repuso la etiqueta en el cajón, lo cerró y se apoyó erecta en el respaldo. La mano derecha le hormigueaba. Se la rascó, después la agitó en el aire con rabia. Jamás se había repuesto del todo del golpe. Así también la pierna derecha y el ojo derecho y el ángulo derecho de la boca. Estaban insensibles en parte, inertes, llenos de hormigueos. La hacían sentir como un robot con un cortocircuito.

Mientras el tiempo pasaba, Noi habría llegado, ¿y ella qué había hecho después del desayuno?

Se levantó tan de improviso que tambaleó y tuvo que aferrarse a la silla para cerciorarse de que no se caería. Atravesó el corredor dirigiéndose al baño y se observó en el gran espejo. El moño gris le caía mal: no se había peinado bien antes de desayunar. Puso empeño tratando de rehacerlo. Qué arduo era tener los brazos levantados. Amai, entrando a la carrera para ir al baño, se detuvo y le dijo:

- ¡Lo hago yo! -; y se lo anudó con cuidado y pericia en un instante, con aquellos dedos suyos tan redondos y fuertes, sonriendo en silencio. Amai tenía veinte años, menos de un tercio de los años de Laia. Sus padres habían sido ambos miembros del Movimiento: uno había sido asesinado en la insurrección del '60, el otro estaba todavía a la búsqueda de nuevas adhesiones al partido en las provincias meridionales. Amai había crecido en las Casas odonianas: nacida para la revolución, verdadera hija de la anarquía. Una niña tan tranquila, libre y bella que el sólo pensar conmocionaba: es por esto que hemos trabajado, era esto lo que quisimos construir, esto, aquí la tienes, viva, nuestro futuro feliz y radiante.

El ojo derecho de Laia Asieo Odo dejó caer algunas minúsculas lágrimas, mientas ella estaba allí de pie entre los lavabos y las letrinas y mientras la hija que ella no había engendrado le arreglaba el pelo; pero el ojo Izquierdo, aquel fuerte, no lloraba e ignoraba qué hacía el derecho.

Laia agradeció a Amai y volvió rápidamente a su habitación. En el espejo había notado una mancha sobre el cuello del vestido. Probablemente jugo de durazno. Vieja babosa. No quería que Noi entrase y la encontrase con aquella haba sobre el cuello.

Mientras la camisa limpia pasaba a través de la cabeza pensó: ¿pero qué tiene Noi de especial?

Unió lentamente los alamares del cuello con la mano izquierda.

Noi tenía alrededor de treinta años, delgado, musculoso, con una voz cálida y vivos ojos oscuros. Esto era todo lo que lo caracterizaba. Simplísimo. El buen sexo de antes. Los hombres rubios o gordos no habían ejercido jamás sobre ella la mínima fascinación, y tampoco se había sentido atraída por los tipos altos y dotados de grandes bíceps, no, ni siquiera cuando tenía catorce años y caía como una pera madura al paso de un galán cualquiera. Bruno, espigado y fogoso: ésta era su receta. Taviri, naturalmente. Aquel muchachito no se podía por cierto parangonar con Taviri por inteligencia, ni aún físicamente, pero el punto era éste: ella no quería que la viese con aquella mancha de haba sobre el cuello del vestido y con los cabellos todos desordenados.

Aquellos cabellos suyos sutiles, grises.

Entró Noi, que se había entretenido apenas un instante en el umbral. ¡Santo Dios, ella no había ni siquiera cerrado la puerta mientras se cambiaba la camisa! Lo vio y se vio a sí misma. Una vieja.

Que se cepille los cabellos y se cambie la camisa, o en cambio se ponga la camisa de la semana anterior y luzca las trenzas de la noche anterior o todavía se ponga un vestido entretejido de oro y se esparza con polvo de diamantes la cabeza rasurada, no hace la mínima diferencia. Una vieja parece solamente más o menos grotesca.

Se arregla por puro sentido de la decencia, por pura y simple higiene mental, para consentimiento del prójimo.

Y después de todo, esto tampoco tiene valor, y se babea encima sin recato.

- ¡Buen día - dijo el muchacho, con aquella voz gentil.

- Hola, Noi.

No, por Dios, no era solamente por un sentido de decencia. Al diablo la decencia. ¿Si el hombre que ella había amado, y para el cual su edad no había sido importante, porque estaba muerto, solamente por aquel motivo ella debía fingir ser ahora asexuada? ¿Por esto debía reprimir la verdad, como cualquier estúpida puritana autoritaria? Sólo seis meses antes, previo al golpe apoplejético, era tan hermosa que los hombres se daban vuelta, y con placer, para verla; y ahora, no siendo capaz de dar placer a los otros, por Dios podía al menos complacerse.

Cuando ella tenía seis años y un amigo de papá - Gadeo - venía a hablar con él de política después de la cena, ella se ponía el collar dorado que la madre había encontrado en un montón de cosas viejas y había llevado a casa escondido en el cuello donde ninguno lo podía ver. Pero ella sabía que esto a Gadeo le gustaba. Era morocho, tenía dientes blancos que brillaban. A veces la llamaba «su bella Laia». «Aquí llega mi bella Laia». Sesenta y seis años antes.

- ¿Qué? Siento la cabeza vacía. He pasado una noche terrible -. Era verdad. Había dormido menos de lo habitual.

- Te pregunté si leíste los diarios de hoy.

Ella hace un signo afirmativo con la cabeza.

- ¿Satisfecha del Soinehe?

Soinehe era la provincia de Thu que la noche anterior había declarado la secesión del Estado de Thu.

Él estaba satisfecho de esto. Los dientes blancos le brillaban sobre el rostro oscuro y lleno de vida. La bella Laia.

- Sí. Y preocupada.

- Lo sé. Pero esta vez es la hora de la verdad. Es el inicio del fin para el gobierno de Thu. ¿No han tratado ni siquiera de hacer llegar tropas a Soinehe, comprendes? No harían otra cosa que llevar los soldados a la rebelión antes de lo inevitable, y lo saben.

Ella estaba de acuerdo. Había probado su misma certeza. Pero no llegaba a complacer su satisfacción. Después de una vida gastada en la esperanza porque nada se le había dado, se perdía el gusto de la victoria. Un verdadero sentido de triunfo debe estar precedido por una verdadera desesperación. Y ella había olvidado desesperar mucho tiempo antes. El triunfo ya no era posible. Se seguía viviendo.

- ¿Hoy escribimos aquellas cartas?

- Está bien. ¿Cuáles cartas?

- Para esos del norte - dijo con paciencia Noi.

- ¿Esos del norte? - Parheo, Oaidun. Ella había nacido en Parheo, ciudad sucia situada sobre un río sucio. Había venido a la capital con veintidós años, cuando se había sentido lista para traer la revolución, si bien entonces, antes que ella y los otros lo replantearan, su revolución fuera muy inmadura y pueril. Huelgas para mejorar los salarios, para hacer entrar en el parlamento una representación femenina. Votos y salarios: poder y dinero, ¡por amor de Dios! ¡Bien, después de todo, en cincuenta años algo se aprende! Y después se vuelve a olvidar todo.

- Comienza con Oaidun - dijo, sentándose en el sillón. Noi estaba en el escritorio, listo para trabajar. Tontos fragmentos de las cartas que esperaban la respuesta de Laia. Ella buscó ser atenta, y logró bastante bien dictar una carta entera y comenzar otra. - Recuerda que en ese momento su sentimiento de fraternidad pudo ser forzado a... no, en peligro... de... - Anduvo a tientas con las palabras hasta que Noi le sugirió: - ¿El peligro del culto de la personalidad?

- Bien. Es que nada se deja corromper por el deseo del poder cuando el altruismo... No. Es que nada corrompe el altruismo... No. Por amor de Dios, tu sabes lo que quiero decir: escríbelo. También ellos lo saben. Son siempre las mismas cosas. ¡Pero porqué no lo leen en mis libros!

- Quedar en contacto - dijo Noi con gentileza, citando uno de los temas centrales de la filosofía odoniana.

- De acuerdo, pero yo estoy cansada de estar en contacto. Si tu escribes la carta, yo la firmo, pero esta mañana no tengo ganas de ocuparme de eso. - Noi la observaba con una expresión ligeramente interrogativa o preocupada. Laia dijo, con enojo: - ¡Tengo otras cosas que hacer!

Cuando Noi se fue, Laia se sentó en el escritorio y colocó las cartas como para trabajar, porque se había sorprendido - aterrorizado - por las palabras que había pronunciado. No sabía hacer otra cosa. No había hecho jamás otra cosa. Era aquel su trabajo: el trabajo de su vida. Los viajes de propaganda y las reuniones y la plaza estaban ya fuera de su alcance; pero siempre podía escribir, y éste era su trabajo. Y de todos modos, si ella hubiera tenido otra cosa que hacer, Noi lo habría sabido: tenía en orden su agenda y le recordaba con tacto ciertas cosas, como por ejemplo la visita de los estudiantes extranjeros, justamente aquel mediodía.

¡Diablos! Los jóvenes le gustaban, y de un extranjero siempre se aprendía algo, pero ahora estaba cansada de caras nuevas y de mostrarse. Ella aprendía de los extranjeros, pero los extranjeros no aprendían de ella: todo lo que tenía para enseñar lo habían aprendido mucho tiempo antes, de sus libros y del Movimiento. Venían solamente a verla, como si ella fuese la gran torre de Rodarred o el cañón de Tulaevea. Un fenómeno, un monumento. Observaban con temor místico, adorador. Les hablaba con violencia: «Sean ustedes los que piensen sin que nadie les diga lo que deben hacer». «Esto no es anarquismo, es puro y simple oscurantismo». «¡No pensarán que la libertad y la disciplina son incompatibles, verdad?». Y aquellos aceptaban los azotes dóciles como corderitos. conscientes, como si ella hubiera sido una diosa madre, el ídolo del universo. ¡Justamente ella! ¡Ella que había minado las canteras navales de Seissero y que había insultado al presidente del concejo Inoilte ante siete mil personas, cuando le había dicho si jamás había pensado en traer aquí una herramienta para cortarse a sí mismo los testículos, los habría hecho laminar en bronce y después los habría vendido como souvenir; ella que había gritado, insultado, agarrado a patadas a los policías y escupido a los curas, y que había orinado en público en la Plaza del Capitolio, sobre la gran placa de latón que decía «¡Aquí fue fundado el Soberano Estado de la Nación de A-IO», (etc, etc)! ¡Ppppuuuhhh a todo esto! Y ahora era la abuelita de todos, la cara viejita, el buen monumento antiguo, vengan a adorar su regazo. El fuego se ha apagado, muchachos: háganlo después, no hay más peligro.

- No - dijo en voz alta. - No lo habrá. - No se horroriza de hablar sola, porque siempre lo bahía hecho. «El público invisible de Laia», lo llamaba Taviri, mientras ella daba vueltas en la pieza murmurando. - No hay necesidad que vengan, yo no estaré - dijo a su público invisible. Había apenas decidido qué hacer. Hubiera huido de allí. Por las calles.

Era irresponsable desilusionar a estudiantes extranjeros. Era una extravagancia típica de la senilidad. Era muy poco odoniano. ¡Pppuuulthh a todo esto! ¿Qué sentido había en luchar toda la vida por la libertad y después terminar por no tener ni siquiera un poco? Se hubiera escapado de allí para hacer un paseo. «¿Qué es un anarquista? Aquel que por elección acepta la responsabilidad de la elección». Estaba bajando por las escaleras cuando decidió, reticentemente, quedarse y recibir a los estudiantes extranjeros. Hubiera huido después.

Eran jovencísimos, muy serios, con ojos de cervatillos, hirsutos, fascinados: venían del hemisferio occidental, de Benhili y del reino de Mand. Las chicas llevaban pantalones blancos, los muchachos faldones largos, marciales y arcaicos. Hablaban de sus expectativas.

- En Mand estamos tan lejos de la revolución que quizás estemos cerca - dijo una de las chicas, con melancolía, sonriendo: - ¡El círculo de la existencia! - Y mostró el encontrarse de los extremos en el círculo de los dedos sutiles y morenos. Amai y Aevi les sirvieron vino blanco y pan negro, la hospitalidad de la casa. Pero los visitantes con mucha modestia se levantaron para despedirse después de media hora.

- No, no, no - dijo Laia - quédense, hablen con Aevi y Amai. Es sólo que si estoy sentada me entumezco toda, entienden, y debo moverme un poco. Me ha hecho mucho bien conocerlos. ¿Hermanitos y hermanitas, volverán pronto a verme? - Su corazón estaba con ellos y el de ellos con ella; y antes de retirarse los saludó a todos con un beso, riendo, llena de alegría por aquellos jóvenes, tez morena, ojos afectuosos y cabellos perfumados. Estaba en verdad un poco cansada, pero irse a su habitación a descansar hubiera sido reconocerse vencida. Antes había tenido la intención de escapar. Y habría escapado. No huía sola desde... ¿desde cuándo? Desde fines del invierno, antes del golpe.

No tenía por qué admirarse por sentirse un poco extraña. Justamente como haber estado en prisión. Afuera, en la calle: su mundo era aquel.

Salió tranquila por la puerta lateral, superó el cantero verde, y llegó a la calle. Aquella sutil franja de áspera tierra ciudadana había sido cultivada magníficamente y mostraba una buena cosecha de porotos y cecá, pero Laia no se interesaba por los cultivos. Cierto, aparecía claro que las comunidades anárquicas, aunque durante los períodos de transición, deberían operar en dirección de una autosuficiencia ideal, pero en qué modo dicha autosuficiencia se debía obtener en términos reales de terreno o de plantas, no era cosa suya. Había campesinos y técnicos agrónomos para esto. Asunto suyo eran sin embargo las calles, las calles ruidosas y sucias, los adoquines donde ella había crecido y donde había visto enteramente la vida, con excepción de aquellos quince años de cárcel.

Examinó con afecto la fachada de la casa. El hecho de que haya sido construida para ser un banco proporcionaba a los actuales habitantes un placer totalmente particular. Conservaban los sacos de harina integral en la caja fuerte, y obtenían el estacionamiento de la sidra en barrilitos colocados en las cajas de seguridad. En la parte superior de las impecables columnas sobre el frente de la calle se leían todavía las siguientes palabras: Asociación Bancaria Nacional para la Agricultura. El Movimiento no era particularmente versado para poner nombres. No tenía una bandera. Los slogans iban y venían de acuerdo a la necesidad. Estaba siempre el «círculo de la existencia» para ser trazado sobre los muros y en las calles donde la autoridad lo habría visto. Pero cuando se trataba de denominar algo, se mostraban nuevamente indiferentes, y aceptaban o ignoraban los nombres con los cuales se tropezaban, por temor a ser vinculados y obligados, y sin temor de mostrarse contradictorios. Y así aquella casa cooperativa, antes por notoriedad y luego por vejez, no tenía otro nombre que «el Banco».

Estaba frente a una calle espaciosa y tranquila; pero a una manzana de distancia estaba la Temeba, un mercado al aire libre, en un tiempo famoso como mercado negro de sustancias psicotrópicas y alucinógenas, y ahora reducido a mercado de frutas y verduras y de ropa de segunda mano, y a un miserable lugar de actividades menores. Su vitalidad embriagadora había desaparecido, dejando tras de sí solamente alcohólicos semiparalíticos, drogadictos, lisiados, mendigos, bultos de bajo precio, casas de empeño, garitos volantes, adivinas, escultores del cuerpo y hoteluchos infames. Laia retornaba a Temeba como el agua a su condición de equilibrio.

No había temido ni despreciado nunca la ciudad. Era su patria. No existirían más los bajos fondos como aquellos una vez que la revolución hubiese vencido. Pero permanecería la miseria. Existiría miseria, despilfarro, crueldad. Ella no había pretendido jamás cambiar la condición humana, de ser la mamita que aparta o que carga todas las durezas de la vida de sus pequeños para que no se lastimen. Todo menos esto. Con tal que la gente fuese libre de elegir, ya no era asunto suyo si después vivía en cloacas y bebía insecticidas. Con tal que esto no sea asunto de Affari, fuente de provecho y medio de poder para otros. Cosas, éstas. que había intuido quizás antes de saber algo preciso. Antes de escribir su primer panfleto, antes de dejar Parheo, antes de conocer el significado de «capital», antes de traspasar los confines de Vía de la Abundancia donde jugaba con otros chicos de seis años apoyando en la tierra las rodillas lastimadas, ya sabía todo esto: que ella y los otros chicos y sus padres y los padres de sus padres y los borrachines y las prostitutas y toda la gente de Vía de la Abundancia estaban en el fondo de algo, eran el fundamento, la realidad, lo surgente. Pero ninguno de aquellos que se pensaba hecho de un material más noble que el barro estaba dispuesto a comprender. Ahora Laia, agua en busca de la condición de equilibrio, barro en el barro, avanzaba pesadamente por la calle sucia y rumorosa, y se sentía a sus anchas en toda la obscena debilidad de su vejez. Las somnolientas prostitutas con el peinado laqueado que estaba todo torcido y a punto deshacerse, la vieja bizca que gritaba cansadamente los nombres de sus ver duras, el mendigo idiota que intentó cazar las moscas a manotazos: eran éstos sus conciudadanos. Se le asemejaban, en su tristeza, en su repugnancia, pequeñez, desprecio, obscenidad. Eran sus hermanos, su gente.

No se sentía muy bien. Hacía tiempo que no se aventuraba tan lejos - cuatro o cinco manzanas - sola, en el rumor y en la muchedumbre y bajo el ardiente sol del verano. Había tenido la intención de ir al parque Koly, aquel triángulo de hierba miserable al fondo de Temcha, y sentarse por un momento con los otros hombres y las otras mujeres que iban allí cada día, para comprender qué significaba estar sentados allí y ser viejos: pero era demasiado lejos. Si no hubiese vuelto atrás ahora, quizás la habría alcanzado un golpe de vértigo; y tenía miedo de caerse, caer y observar a la gente que se acercaba a mirar a una vieja en pleno estado convulsivo. Dio una media vuelta y se dirigió a su casa, con los signos de la fatiga y del disgusto de sí misma visibles en su cara que sentía arder. Advirtió en sus oídos un zumbido que cesó súbitamente. Había sido sin embargo intenso, y ella temió en verdad caminar en el aire. En las sombras se saltó un escalón: se diría, se dejó caer poco a poco, se sentó y lanzó un suspiro.

Un vendedor de fruta se sentaba en silencio detrás de su mercadería sucia y marchita. La gente pasaba. Nadie compraba. Ninguno la observaba. Odo: ¿quién era? La famosa revolucionaria, la autora de Comunidad, La Analogía, etc. ¿Y quién era? Una vieja de cabellos grises y de rostro enrojecido, sentada sobre el sucio umbral de un tugurio, que mascullaba palabras entre dientes.

¿Era verdad? ¿Era esto lo que ella era? Sin ir más lejos, era esto lo que cualquier persona que pasaba veía. Pero ella, justamente ella, ¿era más de aquello que la famosa revolucionaria, etc. había sido? No. No era algo más. ¿Pero entonces quién era?

La mujer que había amado a Taviri.

Sí. Suficiente en verdad. Pero no lo suficiente. Aquello había terminado. ¡Taviri estaba muerto desde hacía tanto tiempo!

- ¿Quién soy? - masculló Laia a su público invisible, que sabía responder a sus preguntas y le respondió al unísono. Ella era la chica con las rodillas lastimadas, sentada sobre el umbral mirando en la niebla sucia y dorada de Vía de la Abundancia, bajo el sol de una tarde de verano; la nena de seis años, la chica de dieciséis, feroz, irascible, con la cabeza llena de sueños, indiferente, inalcanzable. Ella era ella misma. Sí, había sido la indefensa trabajadora y pensadora, pero un coágulo de sangre en una vena le había robado aquella mujer. Sí, había sido la amante aquella que se abría un camino en la vida, pero Taviri muriendo le había quitado aquella mujer. Nada había quedado, en realidad, sino lo fundamental. Había vuelto: no se había ido jamás. «El verdadero viaje es el regreso». Polvo y barro y el umbral de un tugurio. Y además, en el fondo del camino, aquel campo lleno de hierbas altas y secas, bajo el soplido del viento en el crepúsculo.

- ¡Laia! ¿Pero qué estás haciendo acá? ¿Estás bien?

Uno de los habitantes de la casa, naturalmente: una bella mujer, un poco fanática y un poco charlatana. Laia no se acordaba de su nombre si bien la conocía de años. Dejó que la llevase a su casa, y dejó que hablase durante todo el camino. En el gran salón (en un tiempo ocupado por cajeros intentando contar el dinero detrás de ventanillas brillosas bajo la mirada de guardias armados) Laia se sentó en una silla. No estaba como para, por el momento, subir las escaleras, aunque prefiriese estar sola. La mujer continuaba hablando y otra gente ingresaba excitada a la sala. Parecía que estuviesen programando una demostración. Los eventos, en Thu, se sucedían tan rápidamente que también allí los ánimos estaban caldeados, y era preciso hacer algo. Pasado mañana - no, mañana - habría una marcha, una gran marcha, de la ciudad vieja, en la Plaza del Capitolio, recorriendo el viejo itinerario.

- Otra Revuelta en el noveno mes - dijo un joven, inflamado y sonriente, observando a Laia. En el tiempo de la Revuelta del noveno mes no había ni siquiera nacido, para él era solamente historia. Ahora quería hacer también él su pequeña contribución a la historia. La sala se había llenado. Se tendría mañana una asamblea general a las ocho de la mañana. Laia debería hablar.

- ¿Mañana? Mañana yo no estaré - dijo bruscamente. Aquel que había hablado esbozó una sonrisa y algún otro se rió; Amai la miró con aire interrogativo. Hablaron de nuevo y alzaron la voz. La revolución. ¿Pero qué la llevó a hablar así? ¿Pero era necesario decir semejante cosa en la vigilia de la revolución, aunque hubiese sido cierta?

Esperó sentirse bien, logró ponerse en pie, y a pesar de la torpeza se escapó sin ser vista entre la gente excitada y pronta a subir los escalones uno a uno. En la pieza de abajo, a sus espaldas, una, dos, diez voces estaban diciendo «huelga general». Huelga General, murmuró Laia tomando aliento en el descanso de la escalera. Arriba, delante de ella, en su habitación, ¿qué la esperaba? Su golpe apoplejético privado. Sin embargo, cómico. Inició el ascenso por la segunda rampa, un escalón a la vez, una pierna a la vez, como una nena de dos años. Estaba mareada, pero no temía caerse. Delante de ella, allá abajo, las florcitas blancas y secas hacían oscilar sus corolas y susurraban en los vastos campos del atardecer. Setenta y dos años y no había tenido jamás el tiempo de llamarlas por su nombre.

Ray Bradbury - EL DESIERTO, JUNIO DE 2003



Oh, el día feliz al fin ha llegado...

Era la hora del crepúsculo y Janice y Leonora preparaban infatigablemente el equipaje, entonando canciones, comiendo algún bocado, y animándose mutuamente. Pero no miraban la ventana, donde se apretaba la noche, y las estrellas eran brillantes y frías.

- ¡Escucha! - dijo Janice.

Parecía un buque de vapor río abajo, pero era un cohete en el cielo. Y más allá... ¿el sonido de unos banjos? No, sólo los grillos de una noche de estío en este año 2003. Diez mil sonidos en la ciudad y la atmósfera. Janice, cabizbaja, escuchaba. Hacía mucho, mucho tiempo, en 1849, esta misma calle había hablado con voces de ventrílocuos, predicadores, adivinos, doctores, jugadores, reunidos todos en esta misma ciudad de Independence, Missouri, esperando a que se tostase la tierra húmeda y la alta marea de la hierba creciese hasta sostener el peso de carros y carretas, los indiscriminados destinos, y los sueños.


Oh, el día feliz al fin ha llegado,

y a Marte nos vamos, Señor,

cinco mil mujeres en el cielo,

una siembra abrileña, Señor.


- Es una vieja canción de Wyoming - dijo Leonora -. Le cambias las palabras y sirve muy bien para 2003.

Janice alzó la cajita de píldoras alimenticias, imaginando las cargas que habían llevado aquellas carretas, de anchos ejes y elevados asientos. Por cada hombre; cada mujer, ¡increíbles tonelajes! Jamones, tocino, azúcar, sal, harina, fruta, galleta, ácido cítrico, agua, jengibre, pimienta... ¡una lista tan grande como el país!

Y ahora, aquí, unas píldoras que cabían en un reloj pulsera la alimentaban a una no desde Fort Laramie a Hangtown sino a lo largo de todo un desierto de estrellas.

Abrió de par en par las puertas del armario y casi lanzó un grito.

La oscuridad y la noche y el espacio que separaba los astros la miraban desde dentro.

Años atrás su hermana la había encerrado en un armario, y en una fiesta, jugando al escondite, había corrido por una cocina, hacia un vestíbulo largo y sombrío. Pero no era un vestíbulo. Era una escalera a oscuras, una boca de sombra. Había corrido en el aire, agitando los pies, gritando y cayendo. Cayendo en una negrura de medianoche. Un sótano. Tardó mucho, un latido, en caer. Y había estado ahogándose mucho, mucho tiempo, en aquel armario, sin luz, sin amigos, sin nadie que oyera sus voces. Apartada, encerrada en la oscuridad. Cayendo en la oscuridad. Chillando.

Los dos recuerdos.

Ahora, abiertas de par en par las puertas del armario (la oscuridad como una colgada mortaja de terciopelo que espera el roce de una mano temblorosa; la oscuridad como una pantera negra que respiraba allí dentro, que la miraba con ojos opacos) los dos recuerdos la asaltaron otra vez. El espacio y una caída. El espacio y el encierro. Los chillidos.

Habían trabajado sin descanso, empaquetando, apartando los ojos de la ventana y la terrible Vía Láctea y la inmensidad vacía. Pero el armario tan familiar, con su noche privada, les recordaba al fin su destino.

Así sería, allá fuera, entre los astros, en la noche, en el espantoso armario cerrado, chillando, sin que nadie oyera. Cayendo para siempre entre nubes de meteoros y cometas impíos. Cayendo por la abertura del ascensor. Cayendo por la boca de pesadilla de la carbonera, hacia la nada...

Janice gritó, y el grito se volvió sobre sí mismo, en su cabeza y su pecho. Gritó. Cerró de un golpe la puerta del armario. Se apoyó contra ella. Sintió que la oscuridad respiraba y se agolpaba detrás de la puerta, y la sostuvo firmemente, con los ojos húmedos. Se quedó así mucho tiempo, mirando trabajar a Leonora, hasta que terminaron los temblores. Y la histeria, así ignorada, fue escurriéndose poco a poco. En la habitación se oyó el tictac de un reloj pulsera, con un claro sonido de normalidad.

- Noventa millones de kilómetros. - Janice se acercó al fin a la ventana como si fuese un pozo profundo. - No puedo creer que unos hombres, en Marte, esta noche, levanten ciudades, esperándonos.

- Embarcaremos mañana, no hay más que creer. Janice extendió un camisón blanco como un fantasma.

- Raro. Raro... casarse... en otro mundo.

- Acostémonos.

- ¡No! La llamada es a medianoche. No dormiría pensando cómo decirle a Will que iré a Marte. Oh, Leonora, piénsalo, mi voz viajando noventa millones de kilómetros por el teléfono luz. Cambio de parecer tan rápidamente... Tengo miedo.

- Nuestra última noche en la Tierra.

Ahora que lo sabían y lo aceptaban, el conocimiento las encontraba afuera. Se iban, y no volverían jamás. Dejaban la ciudad de Independence, en el Estado de Missouri, en el continente americano, rodeado por un océano, el Atlántico, y por otro, el Pacifico. Y ningún océano aparecería en los marbetes del equipaje. Habían escapado a este último conocimiento. Ahora se enfrentaban con él. Y se sentían aturdidas..

- Nuestros hijos no serán americanos, ni siquiera terrestres. Seremos todos marcianos, hasta el fin de nuestros días.

- ¡No quiero ir! - gritó Janice de pronto.

El pánico la invadió con hielo y fuego.

- ¡Tengo miedo! ¡El espacio; la oscuridad, el cohete, los meteoros! ¡Nada alrededor! ¿Por qué he de ir?

Leonora la tomó, por los hombros y la apretó contra su cuerpo, acunándola.

- Es un nuevo mundo. Como en los viejos días. Los hombres primero, y luego las mujeres.

- ¡Por qué, por qué he de ir, dime!

- Porque - dijo al fin Leonora, serenamente, sentándola en la cama - Will está allá arriba.

Era bueno oír ese nombre. Janice se tranquilizó.

- Los hombres lo hacen todo tan difícil - dijo Leonora -. Antes cuando una mujer corría trescientos kilómetros detrás de un hombre llamaba la atención. Luego fueron mil kilómetros. Y ahora todo un universo. Pero eso no podrá detenernos, ¿no es verdad?

- Temo parecer una tonta en el cohete.

- Seré una tonta contigo. - Leonora se incorporó. - Bueno, recorramos la ciudad. Veamos todo una última vez.

Janice miró la ciudad.

- Mañana de noche, todo seguirá aquí menos nosotras. La gente despertará, comerá, trabajará, dormirá, despertará otra vez, y nosotras no lo sabremos.

Leonora y Janice se movieron por el cuarto como si no pudiesen encontrar la puerta.

- Vamos.

Abrieron la puerta, apagaron las luces, salieron, y cerraron.


En el cielo había muchas idas y venidas. Vastos movimientos florales, grandes silbidos y chirridos, descendentes tormentas de nieve. Helicópteros, copos blancos, que bajaban en silencio. Del este y el oeste y el norte y el sur llegaban las mujeres con los corazones guardados en las valijas, envueltos cuidadosamente en papel de seda. Chubascos de helicópteros cubrían el cielo nocturno. Los hoteles estaban llenos; se armaban camas en las casas privadas; ciudades de lona se alzaban en jardines y prados como flores raras y feas, y en la ciudad y el campo había una tibieza mayor que la del verano. La tibieza de los rostros rosados de las mujeres y las caras tostadas de los hombres que miraban el cielo. Más allá de las colinas los cohetes probaban sus fuegos, y el sonido de un órgano gigantesco estremecía los cristales y los huesos escondidos. En las mandíbulas, en los dedos de los pies y las manos se sentía el mismo temblor.

Leonora y Janice se sentaron en la cafetería entre mujeres extrañas.

- Están muy lindas esta noche, pero parecen tristes - dijo el hombre detrás del mostrador.

- Dos chocolates malteados.

Leonora sonrió por las dos. Janice parecía muda.

Miraron la bebida de chocolate como si fuese la rara pintura de un museo. La malta escasearía durante años, en Marte.

Janice buscó en su cartera, sacó lentamente un sobre, y lo puso en el mostrador de mármol.

- Es una carta de Will. Vino en el cohete correo hace dos días. Esto me decidió. No te lo dije. Quiero, que la veas ahora. Vámos, lee.

Leonora. sacudió el sobre, sacó la nota, y la leyó en voz alta.

« Querida Janice. Esta es nuestra casa si, decides venir a Marte. Will.»

Leonora golpeó otra vez el sobre y una, imagen en colores surgió en el dorso. Era la fotografía de una casa oscura, musgosa, antigua, de color castaño; una casa cómoda, con flores rojas y un cerco verde y fresco, y una enredadera velluda en el porche.

- ¡Pero Janice!

- ¿Qué?

- ¡Es una fotografía de tu casa, aquí en la Tierra, aquí en la calle Elm!

- No. Mira.

Y miraron otra vez, juntas, y a ambos lados de la oscura y cómoda casa, y detrás de ella, había un escenario qué no era terrestre. El suelo era de un raro color violeta, y la hierba de un rojizo pálido, y el cielo brillaba como un diamante gris, y un extraño árbol torcido crecía a un costado, como una vieja con cristales en la cabeza canosa.

- Es la casa que Will construyó para mí - dijo Janice - en Marte. Ayuda mirarla. Todo el día de ayer, antes de decidirme, y cuando sentía más miedo, sacaba la fotografía y la miraba.

Las dos mujeres contemplaron la casa cómoda y oscura a noventa millones de kilómetros; familiar, pero extraña, vieja, pero nueva, con una, luz amarilla en la ventana del vestíbulo.

- Ese hombre, Will - dijo Leonora moviendo, la cabeza -, sabe lo que hace.

Terminaron las bebidas. Afuera una multitud desconocida iba de un lado a otro, y la «nieve» caía persistentemente en el cielo de verano.


Compraron muchas cosas tontas para llevar: paquetes de caramelos de limón, lustrosas revistas femeninas; perfumes frágiles (que los oficiales del puerto decidieran, luego lo que era «carga esencial»), y caminaron por la ciudad, y, sin preocuparse por el dinero; alquilaron dos chaquetas ceñidas, dos máquinas que vencían la gravedad e imitaban el vuelo de las mariposas, y tocaron los delicados dispositivos y sintieron que flotaban como los blancos pétalos de un capullo.

- A cualquier parte - dijo Leonora -. A cualquier parte.

Dejaron que el viento las arrastrara, dejaron que el viento las llevara a través de la noche perfumada de manzanos, y la noche de cálidos preparativos, sobre la ciudad encantadora, sobre las casas de la infancia y otros días, sobre escuelas y calles, sobre los arroyos y granjas y prados tan familiares, donde los granos de trigo parecían monedas de oro. Flotaron como deben de flotar las hojas ante la amenaza de un viento incendiado, con murmullos de advertencia, y relámpagos de estío que estallan entre recogidas colinas. Vieron el polvo lechoso de los caminos por donde habían paseado en helicópteros a la luz de la luna, en grandes espirales de sonido que descendían a las grillas de frescas corrientes nocturnas, con jóvenes que ahora no estaban allí.

Flotaron en un inmenso suspiro sobre una ciudad ya remota, una ciudad que se hundía, detrás de ellas, en un río negro, y subía, ante ellas, en una marea de luces y color, intocable. Un sueño, ahora, ya manchado por la nostalgia, con temibles recuerdos que se alzaban demasiado pronto.

Flotando serenamente, remolineando, miraron en secreto un centenar de queridos amigos que dejaban atrás, gente a la luz de las lámparas y encuadrada por ventanas que parecían moverse con el viento. No hubo árbol en que no buscaran viejas confesiones de amor, grabadas allí y marchitas; no hubo acera que no recorrieran deslizándose como sobre campos de mica. Por primera vez advirtieron que la ciudad era hermosa, y que las luces solitarias y los antiguos ladrillos eran hermosos, y sintieron que los ojos se les agrandaban, ante aquella fiesta. Todo flotaba en un tiovivo nocturno, con entrecortadas ráfagas de música, y voces que llamaban y murmuraban desde casas hechizadas blancamente por la televisión.

Las dos mujeres pasaron como agujas, tejiendo con su perfume un árbol y el próximo. Tenían los ojos ya colmados, y sin embargo siguieron recogiendo todos los detalles, todas las sombras, todos los robles y álamos, todos los coches que pasaban, y los corazones.

Siento como si estuviese muerta; pensó Janice, en el cementerio, en una noche primaveral, y todo viviese, menos yo, y todos se movieran, dispuestos a continuar la vida sin mí. En otras primaveras, cuando era muy joven, pasaba por el cementerio y lloraba. Había muertos, y eso me parecía injusto. En noches tan suaves como ésta me sentía viva, y culpable. Y ahora, aquí, esta noche, siento que me han sacado del cementerio y me dejan pasear para que vea una vez más cómo es la vida. Cómo es una ciudad, y la gente, antes, que me cierren la puerta en la cara.

Dulcemente, dulcemente, como dos linternas de papel en el viento de la noche, las mujeres pasaron sobre sus vidas y los prados donde brillaban las ciudades de lona, y los camiones que correrían hasta el alba. Bajaron y subieron sobre todo durante mucho tiempo.


El reloj de los Tribunales daba sonoramente las doce menos cuarto cuando las dos mujeres descendieron de las estrellas, como telas de araña, frente a la casa de Janice. La ciudad dormía, y la casa las esperaba para que buscaran allí su sueño, que no estaba allí.

- ¿Somos realmente nosotras? - preguntó Janice. - Janice Smith y Leonora Holmes en el año 2008?

- Sí.

Janice se humedeció los labios, enderezándose.

- Me gustaría que fuese otro año.

- ¿1492? ¿1612? - Leonora suspiró y el viento en los árboles suspiró con ella, alejándose. - Siempre es el día de Colón, o el día de la roca de Plymouth, y maldita sea si sé qué deben hacer las mujeres.

- Quedarse solteras.

- O hacer lo que hacemos.

Abrieron la puerta de la casa tibia, mientras los sonidos de la ciudad morían para ellas. Cerraban la puerta, cuando sonó el teléfono.

- ¡La llamada! - gritó Janice, corriendo.

Leonora entró en la alcoba detrás de ella, y ya Janice había levantado el receptor y decía:

- ¡Hola! ¡Hola!

Y el operador de una lejana ciudad preparó el inmenso aparato que uniría dos mundos, y las dos mujeres esperaron, una sentada y pálida, la otra de pie, pero igualmente pálida, inclinada hacia ella.

Hubo una larga pausa, llena de astros y tiempo, una pausa de espera no muy distinta de los tres últimos años. Y ahora había llegado el momento, y le tocaba a Janice llamar a través de millones y millones de meteoros y cometas, alejándose del sol amarillo que podía disolver o quemar sus palabras, o chamuscar su sentido. La voz de Janice sería como una aguja de plata, a través de todo, en la noche enorme, con puntadas de conversación, reverberando sobre las lunas de Marte, y más allá. Y la voz alcanzaría al hombre en un cuarto de una ciudad de otro mundo, luego de cinco minutos. Y éste era su mensaje:

- Hola, Will. Janice te habla.

La muchacha tragó saliva.

- Dicen que no tengo mucho tiempo. Un minuto.

Cerró los ojos.

- Quisiera hablarte despacio, pero me indicaron que hablara de prisa, y lo dijese todo de una vez. Así que..., esto quiero decirte: Lo he decidido, iré allá arriba. Saldré en el cohete de mañana. Iré allá arriba contigo al fin y al cabo. Y te quiero, espero que me oigas. Te quiero. Ha pasado tanto tiempo...

¿Qué me dirá Will? ¿Qué me dirá en su minuto de tiempo?, se preguntó. Jugueteó con su reloj pulsera y el receptor del teléfono luz crujió en su oído y el espacio le habló con danzas y bailes eléctricos y audibles auroras.

- ¿Contestó Will? - susurró Leonora.

- Calla - dijo Janice doblándose sobre sí misma, como si sé sintiera enferma.

Y en seguida la voz de Will llegó del espacio..

- ¡Lo oigo! - gritó Janice.

- ¿Qué dice?

La voz llamó desde Marte y pasó por lugares donde no había amaneceres ni tardes, sino siempre la noche con un sol ardiente en la oscuridad. Y en alguna parte, entre Marte y la Tierra todo el mensaje se perdió, barrido quizá por la gravedad eléctrica de algún meteoro, o interferido por la lluvia de meteoritos de plata. De cualquier modo, desaparecieron las palabras pequeñas, las palabras poca importantes, y la voz de Will llegó diciendo solamente:.

-...amor...

Luego otra vez la inmensa noche, y el sonido de las estrellas que giraban en el cielo, y los soles que se susurraban a sí mismos, y el sonido del corazón de Janice, como otro mundo en el espacio.

- ¿Lo oíste? - preguntó Leonora.

Janice sólo pudo mover afirmativamente la cabeza.

- ¿Qué dijo, qué dijo? - gritó Leonora.

Pero Janice no podía decírselo a nadie; era demasiado hermoso para decirlo. Allí se quedó, escuchando una y otra vez esa única palabra, tal como la devolvía su memoria. Se quedó escuchando mientras Leonora le sacaba el teléfono y lo ponía otra, vez en la horquilla.

Luego se fueron a la cama y apagaron las luces y el viento nocturno sopló a través de los cuartos trayendo el aroma de largos viajes por la oscuridad y las estrellas. Y hablaron del día siguiente, y de los días que vendrían, que no serían días, sino días-noches de un tiempo intemporal. Las voces se apagaron al fin, hundiéndose en el sueño o el pensamiento, y Janice quedó sola.

¿Así fue hace un siglo, se preguntó, cuando las mujeres, la noche antes, se preparaban a dormir, o no se preparaban, en los pueblos del Este, y escuchaban el ruido de los caballos en la noche, y el crujido de las carretas, y el rumiar de los bueyes bajo los árboles, y el llanto de los niños acostados antes de hora? ¿Y los ruidos de llegadas y partidas en los bosques profundos y los campos, y los herreros que trabajaban en sus rojos infiernos. en la medianoche? ¿Y el aroma de los jamones y tocinos preparados para el viaje, y la pesadez de las carretas como barcos repletos de víveres, con agua en los barriles para volcar y derramar en las praderas, y las histéricas gallinas en los canastos, y los perros que corrían adelantándose por el desierto y que volvían asustados con la imagen del espacio vacío en los ojos? ¿Es ahora como antes? A orillas del precipicio, en los bordes del acantilado de estrellas. Antes el olor del búfalo, y ahora el olor del cohete. ¿Es ahora como antes?

Y Janice decidió, mientras el sueño la invadía con sus propias visiones, que sí, de veras, sí irrevocablemente, así había sido siempre y así seguiría siendo.


Ray Bradbury - LA COSTA


Marte era una costa distante y los hombres cayeron en olas sobre ella. Cada ola era distinta y cada ola más fuerte. La primera ola trajo consigo a hombres acostumbrados a los espacios, el frío y la soledad; cazadores de lobos y pastores de ganado, flacos, con rostros descarnados por los años, ojos como cabezas de clavos y manos codiciosas y ásperas como guantes viejos. Marte no pudo contra ellos, pues venían de llanuras y praderas tan inmensas como los campos marcianos. Llegaron, poblaron el desierto y animaron a los que querían seguirlos. Pusieron cristales en los marcos vacíos de las ventanas, y luces detrás de los cristales.

Esos fueron los primeros hombres.

Nadie ignoraba quiénes serian las primeras mujeres.

Los segundos hombres debieran de haber salido de otros países, con oros idiomas y otras ideas. Pero los cohetes eran norteamericanos y los hombres eran norteamericanos y siguieron siéndolo, mientras Europa, Asia, Sudamérica, Australia contemplaban aquellos fuegos de artificio que los dejaban atrás. Casi todos los países estaban hundidos en la guerra o en la idea de la guerra.

Los segundos hombres fueron, pues, también norteamericanos. Salieron de las viviendas colectivas y de los trenes subterráneos, y después de toda una vida de hacinamiento en los tubos, latas y cajas de Nueva York, hallaron paz y tranquilidad junto a los hombres de las regiones áridas, acostumbrados al silencio.

Y entre estos segundos hombres había algunos que tenían un brillo raro en los ojos y parecían encaminarse hacia Dios...


James Gunn - LA CAVERNA DE LA NOCHE



El primero en emplear la frase fue un poeta disfrazado bajo el cínico pellejo de un reportero periodístico. Apareció el primer día y después se repitió ampliamente. Aquel periodista escribió:


A las ocho de la noche, después de que el sol se haya puesto y el cielo se obscurezca, vuelvan la vista hacia arriba.

¡Hay un hombre en donde ningún ser humano ha estado Jamás!

Ese hombre está perdido en la caverna de la noche...


Los encabezados de los diarios requerían algo breve, vigoroso y descriptivo. Y la frase lo era. No muy precisa, pero llegó al público.

Si acaso alguien estaba en una caverna, era el resto de la humanidad. Penosa, pero triunfalmente, un hombre escaló las alturas y salió de las tinieblas. Mas no podía retornar para contarlo.

No todo lo que sube ha de bajar necesariamente.

Eso fue el primer día. Después, veintinueve días más de suspenso y agonía.

La caverna de la noche. Me gustaría haber creado la frase.

Era rotunda la etiqueta, el símbolo. Lo primero que se veía al abrir el diario. El modo como la gente se refería a ello:

-¿Qué hay de nuevo en lo de la caverna?.

Lo resumía todo, el drama, la ansiedad, la esperanza.

Quizá fue la influencia del periodismo de suspenso. Los diaristas revisaron sus archivos para resucitar aquella vieja tragedia, recordando, comparando; hablando nuevamente de la niñita Kathy Fiscus que permaneció atrapada durante varios días en un tubo de drenaje abandonado, de California; y algunas otras.

Ocurre periódicamente una secuencia de acontecimientos, tan accidentalmente dramáticos, que hacen a los hombres olvidar sus odios, sus terrores, sus timideces y sus incapacidades, para unir momentáneamente a toda la raza humana en un reconocimiento angustioso de su hermandad.

Los ingredientes esenciales son los siguientes: una persona debe estar en peligro desesperado y poco común. La situación habrá de prolongarse. Debe haber pruebas de que tal persona aún está con vida. Se intentará el rescate. La publicidad se extenderá ampliamente.

Se puede construir artificialmente una situación semejante, pero si el mundo llega a descubrir el fraude, jamás lo perdonará.

Al igual que muchos otros, he tratado de analizar qué hace que una raza de seres encallecidos, egoístas, repentinamente compartan las emociones más humanas de simpatía, y, como ellos, no he tenido éxito. De pronto, un peligro distante, amenazando a alguien a quien no conocen, significa para ellos más que sus propias comodidades. Y en todo momento imploran de todo corazón: ¡Vive, Kathy! ¡Vive, Rev!

Y preguntamos en la calle a gentes que no conocemos y en quienes nunca repararíamos:

-¿Llegarán a tiempo?

Tanto los pesimistas como los optimistas, lo deseamos. Todos tenemos la misma esperanza.

En cierto modo, esta situación era diferente. Tenía in propósito. Sabiendo el riesgo, aceptándolo, porque no existía otro medio de hacer lo que tenía que hacerse. Rev fue a la caverna de la noche. Lo accidental fue que no pudo regresar.

Las noticias surgieron de la nada -literalmente- para extenderse en un mundo que no las esperaba. La primera mención que los historiadores han sido capaces de localizar, es la referente a un radiooperador aficionado, en Davenport, Iowa. Recibió una llamada de auxilio en una cálida noche de junio.

El mensaje, según dijo posteriormente, parecía aumentar en claridad, alcanzar un ápice, para desvanecerse después:

...y los tanques de combustible, vacíos... tor descompuesto... transmitiendo para que alguien pueda informar, y... no hay manera de regresar...

Un comienzo bastante breve.

El siguiente mensaje fue recibido por una base de vigilancia militar cerca de Fairbanks, Alaska. Ocurría en la madrugada. Media hora después un trabajador del turno de la noche, de Boston, escuchó algo en su radio de onda corta que lo hizo salir disparado hacia el teléfono más cercano.

Aquella mañana todo el mundo supo lo ocurrido. Una ola de excitación y asombro barrió el orbe. A 1075 Millas sobre sus cabezas, recorría una órbita un hombre, un oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, tripulando una nave espacial sin combustible.

Esa nave espacial, de por sí, hubiera acaparado la atención mundial. Era tan monumental como la mayor que el hombre raya logrado, y mucho más espectacular. Era la liberación la tiranía de la tierra, aquella celosa madre que severamente ha atado a su lado a sus hijos, con las cuerdas de la gravedad.

El hombre era libre. Simbolizaba que nada es total ni definitivamente imposible, sí el hombre persevera con el suficiente empeño y durante el tiempo necesario.

Hay regiones que la humanidad encuentra peculiarmente simpáticas. Como todas las criaturas terrestres, el hombre es un producto y una víctima del medio ambiente. Su triunfo descansa en que, de esclavo, se ha convertido en amo.

A diferencia de animales mucho más especializados, se ha distribuido sobre la superficie terrestre, desde el helado continente Antártico hasta el casquete Ártico.

El hombre se ha convertido en animal ecuatorial, en animal de la zona templada, en animal ártico. Habita los valles, las planicies, las montañas. Tanto el pantano como el desierto, han sido su morada.

El hombre hace su propio medio ambiente.

Con su inventiva y sus manos diestras, lo construye, conquista el frío y el calor, la humedad, la aridez, la tierra, el mar, el aire. Ahora, con su ciencia, lo conquistaba todo. Se hacía independiente del mundo que lo llevó en su seno.

Era una fiesta para toda la humanidad, celebrando la mayoría de edad.

Y, brutalmente, el desastre interrumpía la fiesta.

Pero había algo más. Cuando consideramos todos los aspectos, encontramos que, durante unos cuantos, breves días, la humanidad se unió e hizo posible que se lograra.

Era un símbolo: el hombre nunca es completamente independiente de la Tierra; lleva consigo su medio ambiente; siempre es y será parte de la humanidad. Fue una conquista sazonada por la confesión de las flaquezas.

Se hizo credo: el hombre lleva en sí las cualidades de la grandeza que nunca aceptará restricciones de las circunstancias y, sin embargo, lleva también la semilla de la falibilidad que todos reconocemos en nosotros mismos.

Rev era uno de los nuestros. Su triunfo fue nuestro triunfo; y, más que nada, su peligro también fue el nuestro.

Reverdy L. McMillen III, teniente de la Fuerza Aérea. Piloto. Jinete de cohetes. Hombre. Rev. Estaba solo a un millar de millas de distancia pidiendo ayuda, pero esas millas eran hacia arriba. Lo llegamos a conocer como fuera un miembro de nuestra familia.

La noticia fue un choque para mí. Conocía a Rev. Fuimos buenos amigos en el colegio, y la fortuna nos unió nuevamente en la fuerza aérea. Un escritor y un piloto. Yo me salí tan pronto como pude, pero Rev se quedó. Supe, vagamente, que fue piloto de pruebas de aviones cohete experimentales con Chuck Yeager. Pero no imaginaba que el programa de experimentación de los cohetes estuviera tan cerca del espacio.

Nadie lo sabía. Era un secreto mejor guardado que el de la bomba atómica.

Recuerdo haber mirado la fotografía de Rev en los diarios matutinos -los cabellos negros, el bigote fino, las orejas semejantes a las de Clark Cable, la sonrisa traviesa- y sentí nuevamente, como algo físico, su gran alegría de vivir. La expresaba de cien modos diversos. Amaba ampliamente, pero con discriminación. Comía bien, bebía alegremente, disfrutaba el jazz y tenía incentivo artístico. Hablaba constantemente.

Ahora estaba solo y todo se extinguiría pronto. Me dije que lo ayudaría.

Todos parecían movidos por un salvaje entusiasmo. Muchos tomaban por asalto los campos de prueba de la fuerza aérea, en Cocoa, Florida, para ofrecer sus servicios voluntarios. Pero yo no era ingeniero. Ni siquiera mecánico o soldador. Cuando mucho, podía ser considerado cómo un pobre mecánico de las palabras.

Así que decidí contribuir con mis palabras.

Llegué a un acuerdo verbal con un diario local y tomé el primer avión para Washington D. C. Durante un tiempo me agradó pensar que, lo que escribí durante los siguientes días, tuvo algo que ver con los acontecimientos subsecuentes, ya que muchos de mis artículos fueron reproducidos por muchos otros periódicos.

El fracaso de Washington cayó en la órbita del Comité de Investigación del Senado. Este citó a comparecer a todo el mundo, retirándolos del vital trabajo que desempeñaban. Pero, en poco tiempo, el Comité se dio cuenta de que el bocado era demasiado grande para escupirlo o para tragarlo.

El general Beauregard Finch, jefe del programa de investigación y desarrollo de cohetes, fue el hueso más duro que tuvieron que roer. Fría y precisamente, describió el desarrollo del proyecto, las investigaciones científicas y técnicas, las pruebas, la construcción de la nave, el entrenamiento de los futuros tripulantes, y la eliminación selectiva de los voluntarios hasta llegar a un hombre.

Con palabras que eran más elocuentes aún debido a su cortante precisión, describió el despegue del gigantesco cohete de tres etapas, lanzado hacia arriba mediante una combinación de hidracina y ácido nítrico. Al cabo de cincuenta y seis minutos, la tercera etapa alcanzó su altura orbital de 1075 millas.

Aquí debía actuar la gravedad. Para mantener esa órbita, los motores debían estar encendidos durante segundos.

En ese momento, el desastre se burló de los cuidadosos cálculos humanos.

Antes de que Rev pudiera controlar los autómaticos, los motores habían ardido durante casi medio minuto. El combustible del que dependía para frenar la nave, de tal modo que cayera, reentrara en la atmósfera y fuera reclamada nuevamente por la tierra, casi se agotó. Sus esfuerzos para contrarrestar el exceso de velocidad dieron como resultado sólo una aproximación de la órbita original.

El hecho era que Rev estaba arriba. Y ahí estaría hasta que alguien fuera por él.

Y no había modo de llegar allá.

El Comité aceptó el informe como una confesión de culpa e incapacidad; trataron de lavarse las manos pero no fue fácil intimidar al general Finch. Una nave tripulada tendría que ser enviada al rescate porque ninguna computadora electrónica o mecánica podría contener las vastas posibilidades para decidir y actuar, que caracterizan al ser humano.

La viviente computadora original aún era el mejor mecanismo para cualquier propósito.

Sólo se construyó una nave, ciertamente. Y hubo una buena razón para ello, una razón completamente práctica: dinero.

Los precursores, los guías, por definición, van adelante de los demás. Pero no era este un campo en el que se pudiera señalar el camino y esperara que los demás siguieran. No era una expedición de antiguos barcos ni una vanguardia exploradora. Como ocurre con un salto en paracaídas, tendría que ser un éxito desde la primera vez.

La empresa atacaba un campo nuevo, costoso. Demandaba dinero (billones de dólares), cerebros (los mejores de que se pudiera disponer) y la ardua, dedicada labor de los hombres (miles de ellos).

Esa tarde el general Finch se convirtió en héroe nacional. Dijo en crudas palabras:

-Con los fondos limitados que se nos dieron hemos hecho lo que se nos encomendó. Demostrado que los viajes espaciales son posibles, que una plataforma espacial es factible.

»Si hay ineficacia, si hay que culpar a alguien por lo que ha ocurrido, deberá reclamarse a las puertas de quienes no tuvieron la suficiente confianza en la habilidad y el valor de sus compatriotas para pelear, liberados de la Tierra, por la mayor gloria. ¿Cuál sería su voto en este caso, señores senadores?

Pero no estoy escribiendo una historia. Los estantes están llenos de ellas. Sólo mencionaré las repercusiones internacionales lo suficiente para mostrar que, lo ocurrido, no caía dentro de los limites nacionales más de lo que la órbita de la nave de Rev.

La órbita era casi perpendicular al ecuador. La nave viajaba tan lejos, hacia el Norte, como Nome, Alaska y tan distantes hacia el Sur como Little América en el Continente Antártico. Completaba un gigantesco círculo cada dos horas. Mientras tanto, la tierra giraba por debajo. Si la nave hubiera estado equipada con instrumentos ópticos adecuados, Rev podría haber observado todos los sitios de la Tierra, cada veinticuatro horas. Vería las flotas y sus movimientos, maniobras de tropas, bases aéreas.

En la Asamblea General de las Naciones Unidas, el embajador ruso protestó por la atentatoria violación de sus, fronteras nacionales. Dejó entrever que no se permitiría que aquello continuara. La U.R.S.S. no estaba desprevenida, declaró. Si la violación continuaba -aunque fuera pocas horas- se tomarían medidas drásticas.

La opinión mundial se levantó con indignación. La U.R.S.S. retrocedió de inmediato, y pretendió que su beligerancia había sido sólo una interpretación errónea de las palabras de su embajador.

No se trataba de un observador militar sobre nuestras cabezas. Era un hombre que moriría pronto a menos que se le pudiera alcanzar.

El mundo ofreció todo lo que tenía. Aun la U.R.S.S. anunció que ya procedía a montar una nave de rescate, puesto que su programa espacial estaba a punto de alcanzar el éxito esperado. Y el público norteamericano respondió con más de un billón de dólares en una semana. El Congreso aprobó otro billón. Millares de hombres y mujeres se ofrecieron como voluntarios.

Se inició la carrera.

¿Llegaría a tiempo a la nave, la expedición de rescate?

El mundo oraba.

Y escuchaba diariamente la voz de un hombre al que esperaban rescatar de la muerte. El problema se presentaba de la siguiente manera:

Se planeó el viaje para que durará unos cuantos días.

Mediante un racionamiento cuidadoso, los alimentos y el agua podían hacerse durar más de un mes, pero el oxígeno, aún reduciendo la actividad para poder conservarlo, no duraría más de treinta días. Ese era el limite absoluto.

Recuerdo haber leído los cálculos, cuidadosamente detallados en el diario, una y otra vez con la esperanza de encontrar un error que favoreciera a Rev. Pero no lo encontré. Al cabo de algunas horas fue localizada la primera etapa de la nave, flotando en el Océano Atlántico, donde cayera al desprenderse. Se le envió de inmediato a Cocoa, Florida.

Se necesitó casi una semana para transportar a los campos de prueba la segunda etapa encontrada a un millar de millas de distancia de la primera.

Ambas etapas se hallaron en condiciones casi perfectas, ya que su caída fue amortiguada por medio de paracaídas de cinta. No habría problemas al limpiarlas, repararlas y condicionarlas nuevamente para su uso. El problema era la vital tercera etapa, la sección de la punta. Se tendría que diseñar y construir antes de un mes.

La locura espacial se convirtió en una nueva forma de histeria. Leíamos las estadísticas, memorizábamos los detalles más insignificantes, se estudiaban diagramas conocimos los riesgos y los peligros, y el modo como serían vencidos. Todo se hizo parte de nosotros. Acechábamos el lento progreso en la construcción de la segunda nave, silenciosamente, acompañábamos la obra con la urgencia de nuestros deseos.

El horario orbital de la nave se convirtió parte de la vida cotidiana. El trabajo y las actividades se detenían mientras la gente se apresuraba hacia las ventanas o sus receptores de televisión, esperando tener una imagen, un destello del frágil vehículo, tan cercano al corazón de todos, y a la vez tan intocablemente lejos.

Y escuchábamos la voz que venía de la caverna de la noche.

-He estado mirando por las ventanillas. Nunca me canso de ello. A través de la que está a mi derecha, veo lo que parece una cortina de terciopelo negro, tras de la que estuviera una potente luz. Hay diminutos agujeros en la cortina y la luz brilla a través de ellos, no titilando, como las estrellas, sino con firme intensidad. Aquí no hay aire. Esa es la razón. La mente lo entiende y aún así se puede errar.

»Mi aire resiste más de lo que esperaba. De acuerdo a mis cálculos alcanzará para veintisiete días más. No debo usar tanto hablando, pero es difícil dejar de hacerlo. Cuando hablo, siento que aún estoy en contacto con la Tierra, que soy uno de ustedes, aunque esté arriba.

»Por la ventanilla de mi izquierda está la bahía de San Francisco, parece un brazo oscuro e inquisitivo del gigantesco pulpo que es el océano. La ciudad se ve como diadema de brillantes cruzada por franjas de luz. Parpadea alegremente, como una vieja amiga: Me echa de menos, dice «Regresa a casa». Se va, queda atrás. ¡Adiós, Frisco! ¿Me escuchan allá abajo? No lo sé. Ahora no pueden verme. Estoy en la parte obscura de la Tierra. Ustedes esperarán horas para el alba.

»Ustedes estarán ocupados. Lo sé. Sí, los conozco y están preocupados por mí. Trabajan para rescatarme olvidando todo lo demás. No saben lo que es sentir eso, pido al cielo que nunca lo sepan, a pesar de lo maravilloso que es.

»Es una lástima que no sirva el receptor, pero si hubiera podido elegir, lo hubiera preferido tal y como es ahora, con el transmisor funcionando. Aquí sólo estoy yo; en cambio, tengo a millones de ustedes a quienes dirigirme.

»Me gustaría que hubiera manera de saber que me escuchan. Eso podría evitar que me vuelva loco.


Rev, tú eras uno entre millones. Hemos leído cómo fuiste seleccionado, cómo se te entrenó. Eres nuestro representante, elegido con el mayor esmero.

Entre un millar que pasaron los rígidos requisitos iniciales en cuanto a educación, edad, y condición física y emocional, sólo cinco calificaron para el espacio. No podían ser demasiado altos, robustos, ni demasiado viejos o jóvenes. Las pruebas médicas y siquiátricas rechazaron a los ineptos.

Una de las máquinas para entrenamiento reproduce las tensiones de aceleración, en un cohete que despega. Otra entrena a los hombres para maniobrar en la falta de peso del espacio. Una tercera duplica las condiciones críticas y estrechas de una cabina de la nave espacial. De los cinco últimos, sólo tú calificaste.

No, Rev, si alguien puede conservar la cordura, ése eres tú.

Hubo millares de sugestiones, casi todas ellas inútiles.

Los sicólogos sugerían autohipnosis; los cultistas aconsejaban el yoga. Cierto individuo envió un detallado diseño de un gigantesco electromagneto que atraería la nave de Rev a la tierra.

El general Finch tuvo la única idea práctica. Esbozó un plan para hacer saber a Rev que lo escuchábamos. Escogió a Kansas City y señaló la hora.

-Medianoche -dijo-. En punto. Ni un minuto antes, ni después. En ese instante él estará justo encima.

Y a medianoche, todas las luces de la ciudad se apagaron, se encendieron nuevamente, volvieron a apagarse y a encenderse una vez más.

Durante unos terribles momentos nos preguntamos si el hombre que se hallaba en la caverna de la noche las había visto. Entonces se dejó oír la voz que ahora conocíamos tan bien, que parecía haber estado siempre con nosotros como, parte de nosotros mismos, de nuestros sueños y de nuestro despertar.

La voz temblaba de emoción.

»Gracias... gracias por escucharme. Gracias, Kansas City. Vi sus luces. No estoy solo. Ahora lo sé. Nunca lo olvidaré. Gracias.

Después el silencio, mientras la nave caía bajo el horizonte. Lo imaginábamos, a veces, circulando continuamente en derredor de la Tierra, con su trayectoria paralela a la curvatura del globo que estaba a sus plantas. Nos preguntábamos si se detendría alguna vez.

¿Sería, como la luna, un eterno satélite de la Tierra?

Seguíamos nuestra vida diaria como autómatas, mientras contemplábamos cómo tomaba forma la tercera etapa del. cohete. Jugábamos una carrera contra una provisión de aire que se extinguía; y la muerte corría para alcanzar a una astronave que se movía a 15.800 millas por hora.

Mirábamos crecer la nave. En las pantallas de televisión vimos la construcción de los tanques celulares, de combustible; los motores cohete, y una fantástica cantidad de bombas, válvulas, manómetros, interruptores, circuitos, transistores y tubos.

La nave se construía para llevar a cinco hombres en vez de uno. Y al contemplar su desarrollo, de espartana simplicidad dentro de un gran complejo, era como si viviéramos allí, vigiláramos las señales e instrumentos, y tomáramos en nuestras manos los controles que nos llevarían a la caverna de la noche.

Se revistió el cono superior con la coraza protectora y se fijaron las alas; éstas harían que la nave operara como un enorme planeador de metal, en su descenso a la Tierra, después de llevada a cabo su misión.

Vimos a los hombres elegidos para operar la nave. Los conocimos a fondo al mirarlos entrenar, luchar contra gravedades artificiales, probar trajes espaciales en vacíos simulados, practicar maniobras en las condiciones ingrávidas de la caída libre.

Vivíamos para eso.

Y escuchábamos la voz que venía a nosotros desde la noche:

»Veintiún días. Tres semanas. Parece más. Me siento un poco envarado, pero no se puede hacer ejercicio en un ataúd. Los alimentos concentrados que estoy consumiendo son buenos pero no para una dieta permanente. ¡Oh, lo que daría por un trozo de pastel de manzana casero!

»Al principio me afectó la ingravidez. Sentía que estaba sentado en una bola que giraba en todas direcciones a la vez.

»Perdí el desayuno un par de veces, antes de aprender a estar de una pieza.

»¡Ahí está el lago Michigan! ¡Por Dios, qué azul está hoy! ¡Casi lastima los ojos! Ahí está Milwaukee, ¿cómo les irá a los Bravos? Debe ser de un día cálido en Chicago. Aquí está un poco húmedo. Los absorsores de agua estarán sobrecargados.

»El aire huele raro pero no me sorprende. Yo también debo oler raro después de veintiún días sin bañarme. Me gustaría una buena ducha. Hay una terrible cantidad de cosas que me pasaban inadvertidas y que ahora deseo más que nada...

»Olvídenlo. No se preocupen por mí. Estoy bien. Sé que están tratando de rescatarme. Si no lograran hacerlo, igual sería. Mi vida no fue en vano. Hice lo que siempre deseé. Y lo haría otra vez.

»Lástima que sólo hubiéramos tenido dinero para una nave.

Y nuevamente.

»Hace una hora, vi el sol levantarse sobre Rusia. Desde aquí se ve como cualquier otro país, verde, pardo más al Norte y, finalmente, blanco en las zonas de las nieves eternas.

»Desde aquí arriba se pregunta uno por qué somos tan diferentes cuando las tierras son las mismas. Si todos somos hijos del mismo planeta madre, ¿Quién dice que somos diferentes?

»¿Creen qué estoy loco? Quizá tengan razón. No importa mucho lo que diga mientras diga algo. No me podrán interrumpir. ¿Ha tenido algún otro hombre un auditorio igual?

No, Rev, nunca.

Hemos conservado hasta la última palabra de esa histórica voz que venia de lo alto:

»Creo que todos los aparatos funcionan bien. ¡Mecánicos de regla de cálculo! ¡Artistas del tubo de ensayo! ¿Han encontrado lo que buscaban? ¿Han recibido los datos de los rayos cósmicos, polvo meteórico, formaciones de nubes, movimientos del viento, información metereológica? Espero que los aparatos telemétricos envíen su información. Eso es más importante que mi voz.

No lo creo así, Rev. Pero de todos modos tenemos la información. La hemos utilizado para la construcción de nuevas naves. Naves, no nave, ya que no haremos sólo una. Antes de terminar, ya tenemos dos cohetes de tres etapas, completos y una docena de secciones terminales.

La voz continuaba:

»El aire está enrarecido. No puedo respirar profundamente. Se pega en los pulmones. No importa. Me gustaría que todos vieran lo que he visto, el vasto universo extendido alrededor de la Tierra, como un tenue velo que cubre a una novia. Sabrían entonces que pertenecemos a las alturas.

Lo sabemos, Rev. Tú mostraste el camino. Fuiste el guía.

Escuchábamos y contemplábamos ansiosamente el trabajo. Me parece ahora que contuvimos el aliento treinta días.

Por fin vimos cómo se bombeaba el combustible en el cohete, ácido nítrico e hidracina. Un mes atrás, no sabíamos los nombres; ahora los identificamos como las sustancias básicas de la vida. Fluía a lo largo de las mangueras especiales más de medio millón de dólares en combustible para cohete.

Los estadígrafos estiman que más de un millón de americanos contemplaban la escena, ese día, en los receptores de televisión. Contemplaban y rezaban.

La imagen cambió hacia la nave que cruzaba el Sur, sobre nuestras cabezas. Los expertos la enfocaron instantáneamente, y fue el centro de todas nuestras esperanzas y angustias hasta que desapareció en el horizonte. No parecía diferente de cuando la vimos por primera vez a través de los telescopios.

Pero la voz que salía de los aparatos de radio era distinta.

Débil. Tosía frecuentemente y hacía pausas para tomar aliento.

»El aire está muy mal. Más vale que se apresuren. No puede durar mucho... ¡Qué tontería...! Por supuesto que se apuran.

»No me gustaría que se apenaran por mí... he vivido rápido... ¿Treinta días? He visto 360 alboradas y 360 ocasos... He visto lo que ningún hombre vio antes... Fui el primero. Ya es algo... por lo que vale la pena morir...

»He visto las estrellas, claras y sin obstáculos. Parecen frías pero hay en ellas calor y vida. Algunas tienen familias de planetas como nuestro propio Sol... Dios no las pondría sin un propósito... podrán albergar a nuestras futuras generaciones. Y si tienen habitantes, se intercambiarán con ellos conocimientos; el amor a la creación...

»Pero -aún más- he visto la Tierra. La he visto -como nadie- dando vueltas a mis plantas como una bola fantástica, sus mares, como cristal azul, brillando al sol... las verdes tierras llenas de vida... las ciudades brillando en las noches como joyas increíbles...

»He visto la Tierra allá, donde he vivido y amado...

»La he conocido mejor que cualquier hombre y la he amado más, y he conocido mejor a sus hijos... Ha sido bueno...

»Adiós... Tengo una tumba mejor que la del mayor conquistador que haya dado la Tierra... Quiero descansar...


Lloramos. ¿Cómo podíamos evitarlo?

Estaba muy cerca el rescate y no podíamos apresurarlo más. Mirábamos con impotencia. La tripulación fue depositada en la sección de la punta del cohete de tres etapas, que se levantaba a la altura de un edificio de veinticuatro pisos. ¡Aprisa! los urgíamos. Pero no podían. La interceptación de un blanco que se desplaza tan rápidamente es un asunto de precisión absoluta. El despegue estaba calculado e impreso en la memoria de vidrio y metal de un computador electrónico.

La grúa se retiró. Los espectadores y asistentes se alejaron de la base de la nave. Esperamos. Alguien contó los segundos mientras el mundo contenía el aliento: diez-nueve-ocho... cinco, cuatro, tres... uno ¡fuego!

Al principio no se vio la llama. Después la vimos salir por la boca del túnel de escape, algunos cientos de pies más lejos. La nave osciló, sin moverse, sobre una gruesa columna incandescente; la columna se alargó, creció y adquirió velocidad, que aumentó hasta que el cohete únicamente fue un punto brillante.

Los telescópicos lo ubicaron, lo perdieron y lo encontraron nuevamente. Al cabo de ochenta y cuatro segundos los motores traseros parpadearon, y nuestros corazones con ellos. Vimos entonces que se había desprendido la primera etapa. El resto de la nave se movía a lo largo de una nueva ruta. Un paracaídas de cinta, de forma anular, brotó de la tercera etapa frenando su caída.

La segunda etapa se desprendió ciento veinticuatro segundos después. La última sección, con su carga humana y su equipo de rescate, siguió sola. A sesenta y tres millas de altura se extinguió el llameante escape. La tercera etapa continuaría ascendiendo la cuesta de la gravedad, por más de un millar de millas.

Nuestros estómagos estaban helados de temor, al desaparecer la nave más allá del horizonte de la cámara de televisión de más alcance. En esos momentos estaría al otro lado del mundo, marchando a toda velocidad hacia el encuentro, cuidadosamente planeado, de su hermana.

¡Aguanta, Rev! ¡No te rindas!

Cincuenta y seis minutos. Eso teníamos que esperar. Cincuenta y seis minutos desde el despegue hasta que la nave estuviera en órbita. Después, la tripulación necesitaría tiempo para igualar las velocidades; para enviar un hombre, dentro de su traje espacial, cruzando el vacío entre los dos vehículos, sobre la vasta esfera terrestre.

Los seguíamos con la imaginación.

Se perderían algunos minutos más mientras se hacía contacto con la nave de Rev, se abría cautelosamente la escotilla para que no se perdiera nada de los preciosos residuos de aire, y se pasaba al interior para el histórico encuentro con el hombre que conociera la mayor soledad posible.

Esperábamos. Confiábamos.

Pasaron cincuenta y seis minutos. Una hora. Otros treinta minutos. Lo más importante era Rev. Quizá pasarían horas antes de que tuviéramos noticias.

La tensión aumentaba, insoportable. La nación, el mundo entero esperaba alivio a la angustia.

Dieciocho minutos antes de que se cumplieran dos horas -excesivamente pronto, pensamos con miedo de esperar demasiado- escuchamos la voz del capitán Frank Pickrell, quien sería más tarde el primer comandante de la Dona:

-He entrado a la nave -dijo lentamente-. La escotilla estaba abierta. -Hizo una pausa. Las deducciones paralizaron nuestras emociones; escuchamos en silencio. -El teniente McMillen está muerto. Murió heroicamente, esperando, hasta perder toda esperanza; hasta que todos los manómetros de oxígeno marcaban cero. Entonces, bueno, la escotilla estaba abierta cuando llegamos.

»De acuerdo con sus propios deseos, su cuerpo se dejará aquí, en su órbita eterna. Esta nave será su tumba, para que la vean todos aquellos que levanten la vista en dirección a las estrellas. Mientras exista el Hombre sobre la Tierra, esta nave habrá de girar como un recordatorio eterno de lo que han hecho los hombres y de lo que pueden hacer.

»Esta fue la esperanza del teniente McMillen. Y no lo hizo como americano únicamente, sino como hombre, muriendo por toda la humanidad; y toda la humanidad podrá glorificarse con ello.

»A partir de este momento, hagamos de esta nave un santuario sagrado, inviolable para todas las generaciones de astronautas. Que sea el símbolo de que los sueños del Hombre son realizables, aunque, en ocasiones, el precio es excesivo.

»Voy a abandonar la nave. Mis pies serán los últimos en usar su cubierta. El oxígeno que solté ya casi se ha terminado. El teniente McMillen está en la silla de controles, mirando las estrellas. Dejaré las puertas de la escotilla abiertas, para que los frígidos brazos del espacio sin aire protejan y preserven por toda la eternidad al hombre que no dejaron regresar.

»¡Adiós, Rey! ¡Descansa en paz!


Rev no estuvo solo mucho tiempo. Fue el primero, pero no el último en ser objeto de un funeral en el espacio y de una despedida de héroe.

Ésta, ya lo he dicho, no es la historia de la conquista del espacio. Hasta los chicos saben la historia tan bien como yo, y pueden identificar las hechuras de las naves espaciales más rápidamente.

La historia de los esfuerzos combinados que construyeron la plataforma orbital, irreverentemente llamada La Dona, ya ha sido relatada por otros. Todos conocemos el triunfo político que la puso balo el control de las Naciones Unidas.

Su contribución al progreso ha sido múltiple. Es un observatorio, un laboratorio y un guardián. En aquel sitio sin gravedad, sin aire y sin calor, han surgido descubrimientos maravillosos. Se ha aprendido a predecir el tiempo con notable certeza. Se han observado las estrellas libres del velo de la atmósfera. Y se ha asegurado la paz...

Se ha pagado a sí misma. Nadie podrá decir lo contrario. Ella y sus estaciones retrasmisoras más pequeñas, hoy hacen posible la televisión mundial y la red de radio. No hay lugar sobre la Tierra donde no pueda escucharse una voz libre o verse el rostro de la libertad.

Y también hemos compartido las aventuras. Viajarnos a los muertos mares de la Luna con el primer grupo de exploradores. Este año revelaremos los misterios de Marte. Desde nuestros sillones tendremos las emociones de los descubrimientos de nuestros pioneros. Nos han dado una herencia común, un objetivo mancomunado y, por primera vez, estamos unidos...

Esto lo menciono únicamente como antecedente; nadie podrá negar que la conquista del espacio no haya sido de beneficios incalculables para toda la humanidad.


Todo aquello me vino, recientemente, como una oleada incontenible de vívidas memorias. Cruzaba yo por Times Square, donde cada rostro es el de un extraño; repentinamente me detuve, incrédulo.

-¡Rev! -exclamé.

El hombre continuó caminando. Siguió de largo sin dirigirme una mirada. Yo me volví y corrí tras de él. Lo tomé por el brazo.

-¡Rev! -le dije vivamente, deteniéndolo-. ¿Eres tú realmente?

El individuo sonrió con cortesía.

-Debe tomarme por otra persona. -Se desprendió con facilidad de mis dedos y se alejó. Me di cuenta entonces de que había dos hombres con él, uno a cada lado. Sentí sus ojos escudriñar mi rostro, memorizándolo.

Probablemente no tenga importancia. Todos tenemos algún doble. Pude haberme equivocado.

Pero me impulsó a memorizar y pensar.

Lo primero que han de considerar los expertos en cohetes es el gasto. No tenían el dinero. Lo segundo fue el peso hasta un hombre de complexión mediana resulta pesado cuando el peso útil del cohete está calculado, y las raciones y equipo esencial para su supervivencia son varias veces más pesados.

Si Rev hubiera salido con bien, ¿por qué se anunció su muerte? Pero sabía que la pregunta estaba mal planteada.

Si mis especulaciones son correctas, Rev nunca estuvo allá arriba. La carga esencial era para una grabación durante treinta días y un transmisor. Aun si la tarea mayor de enviar un cohete tripulado estuvo más allá de sus posibilidades económicas y sus técnicas, seguramente si pudieron hacer lo otro.

Después consiguieron el dinero; los voluntarios y la técnica adecuados.

Me imagino que ayudó la serie de reportes telemétricos del cohete. Pero lo que consiguieron en treinta días es un verdadero milagro.

Debe haber tomado bastante tiempo la sincronización de la grabación; meses. Pero la parte principal del esquema fue el secreto. Tenían que saberlo el general Finch, él fue uno de los iniciados en el secreto, y el capitán -ahora coronel- Pickrell. Unos cuantos más -trabajadores, administradores- y Rev...

¿Qué podían hacer con él? ¿Disfrazarlo? Sí. Y entonces esconderlo en la ciudad más grande del mundo. Así lo hubieran hecho.

Me produjo una sensación extraña, enfermiza, pensar en ello. Como ocurre con cualquiera, no me gusta ser tomado por tonto. Y esto era un fraude que afectaba a toda la humanidad.

Sin embargo nos llevó a los planetas. Quizá nos llevaría más allá, hasta las estrellas. Y me pregunté: ¿existía otro modo de hacerlo?

Me gustaría pensar que me equivoqué. El mito ya formaba parte de nosotros mismos. Lo vivimos, ayudamos a hacerlo

Algún día, me digo, algún astronauta cuya reverencia sea mayor que su obediencia, hará una peregrinación hasta al santuario orbital para encontrar sólo una cascarón vacío.

Me estremecí.

Eso logró unirnos. En cierto sentido nos mantiene unidos.

No hay nada más importante.

Trato de convencerme de que me equivoqué. Los cabellos negros ya se mostraban grises en las sienes, y el corte era diferente. No usaba bigote. Las orejas a la Clark Gable habían sido alteradas por alguna operación.

Pero es difícil cambiar una sonrisa. Y, cualquiera que haya vivido aquellos treinta días, no podrá olvidar jamás aquella voz.

Pienso en Rev y la vida que tiene que llevar; las cosas que amaba y que no puede disfrutar nunca más, y me doy cuenta de que quizá él hizo el mayor sacrificio.

A veces creo que él desearía estar realmente allá arriba, en la caverna de la noche, sentado en los controles de la nave, a 1075 millas de altura, mirando eternamente a las estrellas.


Carlos Buiza - LA CAIDA


DEL COMANDANTE AL CONSEJO SUPREMO DEL SISTEMA REYGAL. - Hemos detectado otro Sistema Planetario y a él nos dirigimos. Parece ser el más propicio según nuestros instrumentos, aunque no el más cercano. Está situado en oposición periférica de su galaxia, en cuyo centro existe gran asociación estelar de la que también nos ocuparemos. El Sistema forma parte de otro sistema de soles que cuenta con más de 200.000 millones de estrellas y más de un billón de planetas. Se halla a unos 26.000 años luz del centro de su galaxia y los planetas que lo componen han sido seleccionados por los Cerebros Biotáxicos en primer lugar.

A LA COMANDANCIA. - Nada de particular desde el último mensaje. Hombres, animados y en perfectas condiciones. Moral y comunicados médicos, inmejorables. Ningún accidente ni enfermedad.

PARTICULAR. - Querida M.: Pronto estaré de vuelta, lo estoy deseando. Es una lata tener que hablar así, pero no hay otra forma. Tampoco puedo decirte muchas cosas, misión ultrasecreta, ya sabes. ¿Qué tal Pol? Besos de mi parte. Para ti también. Te traeré una estrella. Hasta pronto. Pol.

DEL CSSR al Cte. - Continúen según plan establecido. Obvio recomendar ahora mayor prudencia. Siga comunicando horas fijadas.

AL Cte. (PARTICULAR). - Querido Pol. No sabes cuánto te echo de menos. Pol muy contento en el colegio. Dicen que se te parece. Tráeme algo más romántico. La pregunta obligada de la mujer de un Comandante Espacial sería ¿De qué magnitud? ¿Roja enana quizá? Desaparece todo el misterio. Besos y vuelve en seguida. M. Te quiero. M.


DEL Cte. AL CSSR. - Hemos penetrado en SP archivado como 2-314-Bv 19. Cerebros biotáxicos saltan como locos. ¡En uno de los planetas, al menos, hay vida!. Las especies animales aparecen poco evolucionadas, antropoides. Reúne inmejorables condiciones. Pocos desiertos o lugares inhóspitos. Esperando definitiva orden exploración, laboratorio investiga activamente.

A LA COMANDANCIA. - Todos en perfecto estado.

PARTICULAR. - Querida M. Mejor que sobre ruedas. Ya queda menos, no te impacientes. Cambiaré el regalo por una lágrima de estrella. Besos P.


DEL CSSR AL Cte. - Ordenes brevemente discutidas en Consejo y que transmitimos: «Exploración inmediata. Utilicen botes salvavidas. R.208 a 100 km. superficie. Fotografías por T-espacio de flora y fauna, costas y mares, nubes y montañas».

DEL Cte. AL CSSR. - Ordenes en cumplimiento. Envío material.

AL Cte. (PARTICULAR). - Contenta por tus noticias. Mamá vino esta mañana. Me hace compañía después del trabajo y me ayuda mucho. Espero impaciente ver sollozo de estrella. M.

Más tarde.

DEL Cte. AL CSSR. - Cerebros cartográficos trabajando a pleno rendimiento. Grandes vergeles después de un desierto. En aquellos, antropoides muy evolucionados. No se han observado, en todo el planeta, señales de vida inteligente: cultivos, edificios, etc. Cerebros antrópicos no facilitan datos precisos. Técnicos revisan posible avería.

A LA COMANDANCIA. - Sin novedad.


DEL Cte. AL CSSR. - Cerebros antrópicos inútiles. Técnicos asombrados y confundidos. Inexplicable para ellos. Posible afectación de instrumentos sería producido, únicamente, por tipo de vida inteligente, en estado superior. No existe tal posibilidad en el planeta.

Más tarde. - Con diez botes en superficie rodeamos extenso vergel. Cerebros Biotáxicos fluctúan anormalmente, señalando dicho lugar. Posible solución pueda encontrarse aquí. Desde los botes, poco más puede averiguarse. Solicito permiso exploración directa.

DEL CSSR AL Cte. - Vistas extrañas circunstancias, Consejo opina existencia probable peligro desconocido. Concede permiso exploración directa pero aconseja sustitución Comandante por persona delegada. Rodéense, en cualquier caso, de las máximas medidas de seguridad. Comuniquen urgentemente cualquier novedad, apartándose del plan comunicación establecido.

A LA COMANDANCIA. - Ánimos algo excitados por avería en Cerebros. Se observa cierta tensión, mas Comunicados Médicos absolutamente normales.


DEL Cte. AL CSSR. - Exploración superficie comenzada con diez hombres. Utilizamos Equipo de Emergencia. Contacto con botes y nave. Lugar particularmente bello y de configuración hermosísima, no apreciable por fotografías enviadas. Animales pacíficos y confiados, especialmente herbívoros; mustélidos de pequeño tamaño. Dirijo operación personalmente, pues entreveo algo fuera de lo corriente.

Más tarde. A LA COMANDANCIA. - Informes médicos contradictorios respecto a hombres que me acompañaron reconocimiento. Yo mismo, nervioso y excitable. Informes no pueden precisar causa. Para estudio más completo en esa Comandancia, remito gráficos obtenidos en pruebas individuales.


AL Cte. (PARTICULAR) Querido P.: Dos días sin tus noticias. Ya sé que no pasa nada grave, pero tengo miedo. Soy una tonta. A pesar de todo el trabajo, no está bien que me abandones de esta forma. Sólo pienso en tenerte junto a mí. Pol y mamá, bien. Besos. M.

DEL Cte. AL CSSR. - Después de amanecer, descendimos nuevamente. Equipo de veinte hombres. Entramos en el vergel, recorriéndole, en contacto por radio y separados 1.000 m. unos de otros. A medida que avanzábamos la belleza aumentaba. Noté una subyugación impropia. Todo lo que nos rodeaba nos atraía fuertemente. Es el más hermoso lugar que jamás vi. A las 176 R.A. hice trascendental descubrimiento: a 200 m. de donde me encontraba, al lado de una loma cubierta por árboles multicolores, junto a un río, vi a una mujer bebiendo agua. Estaba desnuda y agachada. A pesar del poco tiempo que pude observarla, no descubrí en ella ningún rasgo que la hiciese diferente de nuestras propias mujeres. Dejó de beber, y cuando montaba aproximadores para observarla mejor, desapareció tras la loma. Se trata, sin duda, de homo sapiens y es de suponer que encontremos más individuos.

Mas tarde. Id. - Espacial Rol también la vio. No pudo utilizar aproximadores ni fotografiarla, pues como yo, la perdió rápidamente. Espero inmediatas órdenes.

DEL Cte. (PARTICULAR). - Querida M. Acertaste en lo del trabajo. Todo transcurre normalmente. Te veré pronto y te amaré más. Besos a mamá y a Pol. Para ti, todos. P.

DEL CSSR AL Cte. - Necesario hallar pareja y aplicar a uno de ellos Céfalo-psi, si bien, creemos, con procedimiento EMP-14 bastaría. Pueden elegir esta segunda vía como más rápida y menos complicada. Remitan pruebas en cuanto las consigan. Inútil recomendar celo y no causar el menor daño.

A LA COMANDANCIA. - Envío nuevos gráficos. Algo nos afecta a todos en mayor o menor grado. Espacial Rol sufrió alucinaciones. Árboles y piedras le llamaban. Instrumentos de a bordo, no suministran soluciones.

AL Cte. DE LA COMANDANCIA. - Después del estudio de gráficos recibidos, Supercerebros de esta Comandancia suministran alarmantes datos. Tan imprecisos como considerables, contradictoriamente. Proseguimos estudio. Envíen Mensajes directos al CSSR.

AL Cte. (PARTICULAR). - Querido P. Tu corto mensaje me pareció muy largo. Te sentía junto a mí, diciéndomelo al oído. Te quiero. Te quiero. M.


DEL Cte. AL CSSR. - Cincuenta hombres vimos a la misma mujer. Inútiles intentos fotografiarla y utilización aproximadores. Desaparecía. Desde superficie, di situación exacta a bote salvavidas estabilizado a 1000 m. Desde allí, ni se la detectó ni se la divisó. No existe refracción o fenómeno parecido.

DEL CSSR AL Cte. - Técnicos declaran estado emergencia. Últimos gráficos recibidos demuestran, efectivamente, se trata homo tipo sapiens, pero computadoras suministran inexplicables interrogantes.

Id. Más tarde. - Lleven a superficie telesicógrafo y aplíquenlo a mujer.

Del Cte. AL CSSR. - Sólo posible obtención sicografías fragmentarias. Creemos que mujer percibe ondas, inconscientemente, y bloquea explotación.


DEL CSSR AL Cte. - Importantes soluciones obtenidas en Supercerebros, imposible transmitir en su totalidad. CSSR reunido con carácter Extraordinario y General. Transcribimos términos en los que se ha definido:

A TODO EL SISTEMA REYGAL. - Sabemos qué importante misión desarrolla R. 208 y con qué problemas insospechados puede encontrarse. Este es uno de ellos.

Para bien del Universo, nos impusimos mantener la paz entre todas las razas conocidas en tantas y tantas galaxias, no en vano somos los reygalinianos la raza más poderosa y desarrollada. Antes de la Era Reygal, algunos creyeron que por medio de la guerra directa, esta paz podría conseguirse. Trágicamente supimos hasta qué punto estaban equivocados. Pero después de la Paz, nuestra Era marcó el comienzo de nuestro supremo destino: mantenerla y encauzarla en el Universo, a cualquier precio. Para ello tratamos de evitar, por todos los medios, cualquier florecimiento de cualquier embrionaria civilización que, de no evitarlo, llegara a convertirse en supercivilización pareja a la nuestra. Suprimiendo al enemigo poderoso que pueda vencernos o solamente intentarlo, el mantenimiento de esta Paz es tarea fácil, exacta, medida. Por eso hemos cortado siempre, radicalmente, cualquier futuro peligro.

El caso registrado por R. 208 es el primero - y único - en su género. Los Supercerebros del CSSR nos dieron la solución, pero su carácter permanecerá en secreto, perpetuamente. Los términos del mismo, por otra parte, no serían comprendidos en su enorme grandeza.

El Comandante Pol será encargado de dar el paso definitivo, y tampoco comprenderá el alcance de su acto, cuando cumpla la orden. Sólo sabrá que es factor imprescindible para que la Paz Universal continúe. Cambiará el sentido de un mundo en aras de la felicidad de los pueblos.

DEL CSSR AL Cte. - Enviamos molde microencefálico con soluciones activantes programadas. Busque animal semejante a prueba gráfica que adjuntamos. Emplee traje de seguridad, pues posee colmillo con glándula segregadora de líquido letal. Introduzca molde en su medula, por la segunda vértebra cervical. Abandónelo en árbol frutal según gráfico que también adjuntamos. Regrese después.

DEL Cte. AL CSSR. - Cuando abandoné árbol oí un sonido y me oculté. Mujer se acercaba. Animal enroscado la miraba y ella miraba a él. Usé aproximadores. Esta vez la mujer no desapareció. Me pareció que ambos hablaban. Estúpido parecer, por lo que seguí hacia la nave. Misión cumplida. Regresamos.



Damon Knight - EL AUGE DE LA BOSTA DE VACA


El coche largo y reluciente frenó con un zumbido de turbinas, levantando una nube de polvo. El cartel sobre el puesto, en el borde de la carretera, decía: Cestos. Curiosidades. Un poco más adelante, otro cartel, sobre un rústico edificio con fachada de vidrio, anunciaba. Cafetería de Crawford. Pruebe Nuestros Churros. Detrás de ese edificio había un pastizal, con un granero y un silo a cierta distancia de la carretera.

Los dos extraterrestres miraron tranquilamente los carteles. Ambos tenían piel lisa y púrpura, y pequeños ojos amarillos. Llevaban trajes grises de tweed. Sus cuerpos tenían forma casi humana, pero no se les podía ver la barbilla, que cubrían con bufandas anaranjadas.

Martha Crawford se apresuró a salir de la casa para atender el puesto de cestos, secándose las manos en el delantal. Detrás apareció Llewellyn Crawford, su marido, masticando palomitas de maíz.

- ¿Señor, señora? - preguntó nerviosamente Martha. Con una mirada le pidió ayuda a Llewellyn, que le palmeó el hombro. Ninguno de ellos había visto jamás a un extraterrestre a tan poca distancia.

Uno de los extraterrestres, al ver a los Crawford detrás del mostrador, bajó despacio del coche. El hombre, o lo que fuera, fumaba un cigarro a través de un agujero en la bufanda.

- Buenos días - saludó la señora Crawford, nerviosa -. ¿Cestos? ¿Curiosidades?

El extraterrestre pestañeó con solemnidad. El resto de su cara no cambió. La bufanda le ocultaba la barbilla y la boca, si las tenía. Algunos decían que los extraterrestres no tenían barbilla, otros que tenían en su sitio algo tan repelente y atroz que ningún ser humano podría soportar el espectáculo. La gente los llamaba «hercus», porque venían de un sitio llamado Zera Herculis.

El hercu miró un rato los cestos y las baratijas que pendían sobre el mostrador, sin dejar de fumar su cigarro. Luego, con voz confusa pero comprensible, dijo:

- ¿Qué es eso?

Señalaba hacia abajo con una mano callosa, de tres dedos.

- ¿El indiecito? - preguntó Martha Crawford, con una voz que terminó en un chillido -. ¿O el calendario de cáscara de abedul?

- No, eso - dijo el hercu, volviendo a señalar hacia abajo. Esta vez los Crawford se asomaron por encima del mostrador y vieron que lo que indicaba era una forma grisácea, chata y redonda que había en el suelo.

- ¿Eso? - preguntó dubitativamente Llewellyn.

- Eso.

Llewellyn Crawford se sonrojó.

- Bueno... eso es una bosta de vaca. Una de las vacas se apartó ayer del rebaño, y debe haber hecho eso ahí sin que yo me diera cuenta.

- ¿Cuánto vale?

Los Crawford miraron al hombre, o lo que fuera, sin comprender.

- ¿Cuánto vale qué? - preguntó al fin Llewellyn.

- ¿Cuánto vale - gruñó el extraterrestre - la bosta de vaca?

Los Crawford se miraron entre sí.

- Yo nunca oí... - comenzó a decir Martha en voz baja, pero su marido la hizo callar.

Llewellyn carraspeó.

- ¿Qué le parece unos diez cen...? Bueno, no quiero engañarlos... ¿Qué le parece veinticinco centavos?

El extraterrestre sacó una enorme bolsa repleta de monedas y dejó veinticinco centavos sobre el mostrador, y le murmuró algo a su compañera.

Esta salió del coche con una caja de porcelana y una pala con mango de oro. Con la pala, la mujer - o lo que fuera - recogió cuidadosamente la bosta y la depositó en la caja.

Ambos extraterrestres entraron luego en su coche y arrancaron con un zumbido de turbinas y una nube de polvo.

Los Crawford vieron cómo se alejaban, luego miraron el brillante cuarto de dólar que había sobre el mostrador. Llewellyn lo recogió y lo hizo saltar en la palma de la mano.

- Bueno... ¿qué te parece? - sonrió.


Toda esa semana las carreteras estuvieron colmadas de extraterrestres con sus largos y relucientes automóviles. Iban a todas partes, lo veían todo, todo lo pagaban con monedas recién acuñadas y con billetes flamantes.

Había gente que hablaba mal del gobierno por haberles permitido entrar, pero beneficiaban el comercio y no causaban ningún problema. Algunos se proclamaban turistas, otros estudiantes de sociología en viaje de estudios.

Llewellyn Crawford fue hasta el pastizal vecino y recogió cuatro bostas para depositarlas cerca del mostrador. Cuando vino el próximo hercu Llewellyn pidió, y obtuvo, un dólar por cada una.

- ¿Pero para qué las quieren? - gemía Martha.

- ¿Qué nos importa? - decía su marido -. ¡Ellos las quieren y nosotros las tenernos! Si vuelve a llamar Ed Lacey, por ese asunto de la hipoteca, dile que no se preocupe.

Despejó el mostrador y exhibió en él la nueva mercadería. Subió el precio a dos dólares, luego a cinco.

Al día siguiente hizo preparar un nuevo cartel: BOSTAS.


Una tarde de otoño, dos años más tarde, Llewellyn Crawford entró en la sala, tiró el sombrero en un rincón y se dejó caer en una silla. Por encima de los anteojos miró el enorme objeto circular - exquisitamente pintado con anillos concéntricos de azul, naranja y amarillo - que había sobre la repisa. Un observador casual podía haberlo considerado una pieza de museo, una genuina bosta de concurso pintada en el planeta Herculis; pero en realidad la había pintado y armado la señora Crawford, siguiendo el ejemplo de muchas damas contemporáneas con pretensiones artísticas.

- ¿Qué te pasa, Lew? - preguntó la señora Crawford con aprensión. Llevaba un nuevo peinado, y lucía un vestido hecho en Nueva York, pero parecía alterada y ansiosa.

- ¡Qué pasa, qué pasa! - gruñó Llewellyn -. Ese viejo Thomas está loco, eso es lo que pasa. ¡Cuatrocientos dólares la cabeza! Ya no puedo comprar vacas a un precio decente.

- Pero Lew, ya tenemos siete rebaños, ¿no es así? Además...

- Necesitamos más para afrontar la demanda, Martha - dijo Llewellyn, incorporándose -. Dios mío, pensé que te darías cuenta. La bosta tipo reina se va a quince dólares, y no tenemos cantidades suficientes, y la emperador a mil quinientos. Si tenemos la suerte...

- Es raro, pero nunca se nos había ocurrido pensar que hubiese tantas clases de bostas - dijo Martha, nostálgicamente -. La emperador... ¿es ésa que tiene la doble espiral?

Llewellyn recogió una revista, con un gruñido.

- Quizá las podamos cambiar un poco v...

Los ojos de Llewellyn se iluminaron.

- ¿Cambiarlas? - exclamó -. No... ya lo intentaron. Lo leí aquí mismo, ayer.

Le mostró un ejemplar de El bostero norteamericano, y comenzó a pasar las satinadas páginas.

- Bostagramas - leyó en voz alta -. Cómo conservar las bostas. La lechería: un provechoso negocio lateral. No. Ah, aquí está. El fracaso de las bostas falsas. Mira, aquí dice que un tipo de Amarillo consiguió una emperador y fabricó un molde de yeso. Después metió en el molde un par de bostas comunes... aquí dice que eran tan perfectas que nadie veía la diferencia. Pero los hercus no las compraron. Ellos se daban cuenta.

Tiró la revista, y se volvió para mirar los establos por la ventana trasera.

- ¡Ahí está otra vez ese idiota en el patio! ¿Por qué no trabaja?

Llewellyn se incorporó, abrió la persiana y gritó:

- ¡Hey, Delbert! ¡Delbert! - y aguardó -. Además es sordo - refunfuñó.

- Le iré a avisar que quieres... - comenzó a decir Martha, quitándose el delantal.

- No, deja... voy yo. Hay que estarles encima todo el tiempo.

Llewellyn salió por la puerta de la cocina y cruzó el patio hasta donde estaba un joven delgaducho, sentado en una carretilla, comiendo lentamente una manzana.

- ¡Delbert! - dijo Llewellyn, exasperado.

- Ah... hola, señor Crawford - dijo el joven, sonriendo y mostrando el hueco de la dentadura. Dio un último mordisco y tiró el hueso de la manzana. Llewellyn lo siguió con la vista. Como le faltaban los dientes de delante, los huesos de manzana que arrojaba Delbert no se parecían a nada de este mundo.

- ¿Por qué no llevas bostas al mostrador? - preguntó Llewellyn -. No te pago para que te sientes en una carretilla, Delbert.

- Llevé algunas esta mañana - dijo el muchacho -. Pero Frank me dijo que las trajera de vuelta.

- ¿Frank qué?

Delbert hizo una seña afirmativa.

- Me dijo que sólo había vendido dos. Pregúntele si miento.

- Ahora mismo - gruñó Llewellyn. Giró sobre los talones, y volvió a cruzar el patio.

En la carretera se había detenido un coche largo, cerca del mostrador, detrás de una destartalada camioneta. Arrancó cuando Llewellyn se acercaba, y en ese momento llegó otro. Cuando Llewellyn estaba llegando al puesto, el extraterrestre regresó a su automóvil, que se alejó en seguida.

Sólo quedaba un cliente, un granjero de largas patillas con camisa a cuadros. Frank, que atendía el mostrador, se apoyaba cómodamente en un codo. A sus espaldas, los exhibidores estaban colmados de bostas.

- Buenos días, Roger - dijo Llewellyn con fingido placer -. ¿Cómo anda tu familia? ¿Qué te vendemos, una linda bosta?

- Bueno, no sé - dijo el hombre de las patillas, frotándose el mentón -. A mi mujer le gustaba ésa - señaló una enorme y simétrica que había en el estante del centro -. Pero a estos precios...

- Más barato no se puede, Roger. Es toda una inversión - dijo enfáticamente Llewellyn - Frank, ¿qué compró ese último hercu?

- Nada - dijo Frank. De la radio que tenía en el bolsillo salía un persistente zumbido musical -. Sacó una foto del puesto y se fue...

- Bueno, ¿y el anterior?

Se oyó un zumbido de turbinas, y un automóvil largo y reluciente frenó a sus espaldas. Llewellyn se volvió. Los tres extraterrestres del coche usaban sombreros rojos de fieltro, cubiertos de cómicos botones, y llevaban insignias de Yale. Tenían los trajes grises de tweed cubiertos de confetti.

Uno de los hercus salió y se acercó al puesto, fumando un cigarro por el agujero de la bufanda anaranjada.

- ¿Sí, señor? - dijo enseguida Llewellyn, uniendo las manos e inclinándose levemente hacia adelante -. ¿Una linda bosta?

El extraterrestre miró los objetos grisáceos que había detrás del mostrador; guiñó los ojos amarillos, e hizo un curioso ruido con la garganta. Tras un instante, Llewellyn decidió que eso era risa.

- ¿Qué hay de gracioso? - preguntó, mientras su propia sonrisa se desvanecía.

- Nada - respondió el extraterrestre -. Me río porque soy feliz. Mañana me voy a casa... nuestro viaje de estudios terminó. ¿Puedo sacarle una foto?

Alzó una pequeña cámara en una garra purpúrea.

- Bueno, creo que... - dijo Llewellyn con voz vacilante -. En fin, ¿dice usted que regresa? ¿Quiere decir que se van todos? ¿Y cuándo volverán por aquí?

- Nunca - respondió el extraterrestre; apretó la cámara, sacó la fotografía, la miró, murmuró algo y la guardó -. Les agradecemos esta interesante experiencia. Adiós.

Dio media vuelta y regresó al coche. El coche se alejó envuelto en una nube de polvo.

- Toda la mañana fue así - dijo Frank -. No compran nada... lo único que hacen es sacar fotos.

Llewellyn comenzaba a ponerse nervioso.

- ¿Crees que lo dijo en serio? ¿Que se van todos?

- Así lo anunció la radio - respondió Frank -. Y Ed Coon volvió de Hortonville, y anduvo por aquí esta mañana. Dijo que no había vendido ni una bosta desde anteayer.

- Bueno, no entiendo - dijo Llewellyn -. No pueden irse así como así... - Le temblaban las manos. Las metió en los bolsillos -. Oye, Roger - le dijo al hombre de las patillas -. ¿Cuánto pagarías por esa bosta?

- Bueno...

- Vale diez dólares, ¿sabes? - dijo Llewellyn, acercándosele. En su voz había ahora solemnidad -. Es una bosta de primera, Roger.

- Lo sé, pero...

- ¿Qué te parece siete y medio?

- En fin, no sé. Podría pagarte... digamos cinco dólares.

- Vendida. Envuélvesela, Frank.

Miró cómo el hombre de las patillas se llevaba su trofeo a la camioneta.

- Rebájalas, Frank - dijo con voz débil -. Saca lo que puedas.


El trajín del largo día casi había terminado. Abrazados, Llewellyn y Martha Crawford miraban cómo los últimos clientes se alejaban del puesto de bostas. Frank limpiaba los estantes. Delbert, reclinado contra el mostrador, comía una manzana.

- Es el fin del mundo, Martha - dijo Llewellyn, agobiado, con lágrimas en los ojos -. ¡Bostas de la mejor calidad vendidas por miserables centavos!

Las luces de un automóvil largo y chato perforaron la penumbra. Se detuvo junto al puesto: dentro se veían dos criaturas verdes con impermeables; por los agujeros de los sombreros chatos y azules les sobresalían unas plumíferas antenas. Una de ellas descendió y se acercó al puesto, con movimientos extraños y acelerados. Delbert, boquiabierto, dejó caer el hueso de la manzana.

- ¡Serpos! - susurró Frank, inclinándose hacia Llewellyn -. Escuché en la radio que. habían llegado. La radio dijo que eran de Gamma Serpentis.

La criatura verde examinaba los estantes a medio vaciar. Unos párpados callosos se movían sobre pequeños ojos brillantes.

- ¿Bostas, señor... señora? - preguntó nerviosamente Llewellyn -. Ya no nos quedan muchas, pero...

- ¿Qué es eso? - preguntó el serpo en un susurro señalando hacia el suelo con una garra.

Los Crawford miraron. EL serpo señalaba una cosa amorfa y nudosa tirada junto a la bota de Delbert.

- ¿Eso? - preguntó Delbert, empezando a revivir -. Eso es un hueso de manzana. - Miró a Llewellyn, y una luz de inteligencia pareció avivarle los ojos -. Renuncio, señor Crawford - dijo, pronunciando las palabras con claridad, y luego se volvió hacia el extraterrestre -. Es un hueso de manzana Delbert Smith - aclaró.

Llewellyn, estupefacto, vio como el serpo sacaba una billetera y daba un paso adelante. El dinero cambió de manos. Delbert tomó otra manzana y empezó, con todo entusiasmo, a trabajarla.

- Oye, Delbert - dijo Llewellyn, apartándose de Martha; le temblaba la voz, se aclaró la garganta -. Me parece que tenemos aquí un buen negocio. Si fueras listo alquilarías este puesto...

- No, señor Crawford - dijo Delbert con indiferencia, con la boca llena de manzana -. Imagínese: me voy a lo de mi tío, que tiene un huerto...

El serpo miraba y daba vueltas al hueso de manzana y emitía pequeños chillidos de admiración.

- Usted sabe, hay que estar cerca de la fuente de abastecimiento - dijo Delbert, meneando sabiamente la cabeza.

Llewellyn sintió que le tiraban de la manga. Se giró: era Ed Lacey, el banquero.

- ¿Qué pasa, Lew? Estuve tratando de hablar contigo toda la tarde, pero tu teléfono no contestaba. Es por ese asunto de tu garantía sobre los préstamos...

Isaac Asimov - ANOCHECER


Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista.

Theremon 762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado por especializarse en entrevistas «imposibles». Le había costado magulladuras, ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas reservas de frialdad y discreción.

De modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo, entonces se trataba del bicho más raro del montón.

Aton 77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca abandonaba.

- Señor - dijo -, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica proposición.

El fornido telefotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos e intervino.

- Ahora, señor, después de todo...

El director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja.

- No interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus buenas intenciones pero no toleraré la menor insubordinación.

Theremon decidió que había llegado la hora de abrir la boca.

- Director Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que...

- Pues yo no creo, joven - replicó Aton -, que nada de cuanto pueda decir servirá para mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo.

Cogió de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente ante Theremon.

- Hasta una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en una columna de periódico.

Aton arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las manos unidas en la espalda.

- Puede retirarse - dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta. Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos.

Entonces se volvió.

- No, aguarde, venga aquí. - gesticuló perentoriamente -. Le proporcionaré lo que desea.

El periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior.

- De los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo?

La pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma. Beta estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de Lagash.

Alfa, el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita, estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y enano Beta - compañero inmediato de Alfa - estaba solo, cruelmente solo...

La alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares.

- Dentro de cuatro horas - dijo -, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. - Sonrió con dureza -. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo.

- ¿Y si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? - preguntó Theremon en voz baja.

- No se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será.

- ¡Garantícelo! Y, repito: ¿si nada ocurriera?

En una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25.

- Señor, creo que debe usted escucharle.

- Sométalo a votación, director Aton - dijo Theremon.

Hubo una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral.

- Eso - dijo Aton engreído - no será necesario. - Sacó su reloj de bolsillo -. Desde que su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía escucharle a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga.

- ¡Perfecto! ¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no esperará sino el ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara previamente el ridículo a cargo de los amigos.

- Cuando dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? - preguntó Aton.

- Por supuesto - replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas -. Mi columna acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo de los apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón.

- Se equivoca usted, joven - se lanzó Aton -. Aunque los grandes planes que todavía subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos son los hechos y la llamémosle mitología del Culto está respaldada por unos cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio. Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos.

- No siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público está hasta las narices. Irritado, ¿entiende?

- Pues que siga irritado - dijo Aton, ladeando la boca con burla.

- Como quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana?

- ¡No habrá ningún mañana!

- En caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos... hasta estar segura.

»De manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de ningún modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente, les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor.

- Muy bien - dijo Aton mirando al columnista -, ¿y qué propone usted para remediar esas consecuencias?

- Algo muy sencillo - contestó el otro -: hacerme cargo de la publicidad del asunto. Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente tan sólo se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me concederá la historia en exclusiva.

- Señor, nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto - intervino Beenay -. Estos dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea entre un millón, señor.

Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y no puede escupirlo.

- Permanezca aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo estoy al cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre todo mayor respeto...

Sus manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado por más tiempo de no ser porque resonó entonces una nueva voz.

- ¡Hola, hola, hola! - Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas del sonriente recién llegado -. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que los ánimos no hayan decaído del todo.

- ¿Qué diantres está haciendo aquí, Sheerin? - preguntó displicente el sorprendido Aton -. Debería estar en el Refugio.

Sheerin sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla.

- ¡Que reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad? Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. - Se frotó las manos y añadió en tono más sereno -: Hace frío fuera. El viento le congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el menor calor.

- ¿Por qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? - exclamó Aton con exasperación -. Aquí no tiene nada útil que hacer.

- Y allá tampoco tengo nada útil que hacer - replicó Sheerin mostrando las palmas de las manos con cómica resignación -. Un psicólogo gasta más que gana en el Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por qué, pues, voy a molestarles con una boca más que alimentar? Me siento mejor aquí.

- ¿Qué es eso del Refugio, señor? - preguntó Theremon.

Sheerin pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al tiempo que los distendía.

- Y usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas?

Aton apretó los labios y luego murmuró hoscamente:

- Es Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él.

Se estrecharon la mano.

- Y, naturalmente - dijo Theremon -, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro. He oído hablar de usted.

Entonces repitió:

- ¿Qué es eso del Refugio, señor?

- Verá - explicó Sheerin -, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de que teníamos razón en nuestra... nuestra profecía, de manera que tomaron las medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto, suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños.

- Entiendo. Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las... las Estrellas no puedan alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos.

- Es una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua, protección y armas en el Refugio...

- Y algo más - intervino Aton -. También nuestros Informes, excepto los que recogen estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.

Theremon suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en torno a la mesa habían sacado un tablero de multiajedrez y contemplaban una partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio. Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin.

- Escuchen - dijo -, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer algunas preguntas.

El anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:

- Cómo no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista.

- Por favor, Sheerin - gruñó Aton.

- ¿Eh? Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más cómodas.

Las sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno.

- Vaya - se quejó Theremon -, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca, aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran en el cielo.

- ¿Qué es lo que quería preguntar? - inquirió Aton -. Recuerde, por favor, que nuestro tiempo es limitado. En poco más de hora y cuarto comenzarán a ocurrir anomalías; después... ya no habrá tiempo para hablar.

- Bien, empecemos. - Theremon se acomodó en un sillón y cruzó sus manos sobre el pecho -. Su gente se lo toma tan en serio que estoy comenzando a creerle a usted. ¿Podría usted explicarme con claridad en qué consiste el fenómeno?

Aton estalló.

- ¿Pretende decir que ha estado todo este tiempo cubriéndonos de ridículo sin saber lo que hemos estado diciendo?

- No se ponga furioso - dijo Theremon -. No es tan malo como usted dice. Sí he captado una idea general sobre lo que ustedes han intentado explicar al ciudadano medio: que el mundo se verá cubierto de Tinieblas dentro de escasas horas y que la humanidad se volverá loca. Lo que yo quiero saber es la parte científica del asunto.

- No lo haga, no lo haga - estalló Sheerin -. Si se lo pregunta a Aton, empezará a remitirle a libros y más libros, le traerá enciclopedias y monografías, tratados, diagramas y toda la pesca. Se lo explicará de cabo a rabo. Por el contrario, si me lo pregunta a mí se lo expondré en el más profano de los lenguajes.

- De acuerdo; se lo pregunto a usted.

- Entonces, tomaré antes un trago. - Sheerin se quedó mirando a Aton.

- ¿Agua? - gruñó Aton.

- ¡No sea bobo!

- No sea bobo usted. Nada de alcohol ahora. Sería demasiado cómodo emborrachar a mis hombres en estos momentos. No puedo permitirles caer en la tentación.

El psicólogo gruñó para sus adentros. Se volvió hacia Theremon, lo atravesó con la mirada y comenzó.

- Usted sabrá, supongo, que la historia de la civilización de Lagash presenta un carácter cíclico, ¿comprende?, cíclico.

- Lo sé - comentó Theremon con, cautela -; sé, al menos, que ésa es la teoría arqueológica. Pero, ¿ha sido demostrada?

- Más o menos. En este último siglo se ha visto confirmada. El carácter cíclico es (mejor dicho: era) uno de los grandes misterios. Ha habido otras civilizaciones antes de la nuestra, nueve en conjunto, y hay rastros de otras tantas. Alcanzaron un nivel comparable al nuestro y todas, sin excepción, fueron destruidas por el fuego al alcanzar la cúspide de su cultura.

»Y nadie podría decir por qué. Todos los imperios fueron arrasados por el fuego sin dejar tras sí la menor indicación de las causas.

- ¿Tuvieron también una Edad de Piedra?

- Probablemente, aunque nada conocemos de ese período, excepto que el hombre de esa edad era un poco más inteligente que los monos. De modo que podemos olvidarlo.

- Entiendo. Prosiga.

- Hubo muchas explicaciones sobre las catástrofes reiteradas, a cada cual más fantástica. Algunos dijeron que se debía a periódicas lluvias de fuego; otros, que Lagash atravesaba un sol cada equis tiempo; y también los hubo que propusieron hipótesis más descabelladas. Pero hay una completamente diferente que ha sido transmitida y conservada a través de los siglos.

- Lo sé. Se refiere usted a ese mito de las «Estrellas» que se encuentra en el Libro de las Revelaciones de los Cultistas.

- ¡Exactamente! - exclamó Sheerin con satisfacción -. Los Cultistas dijeron que cada dos mil cincuenta años Lagash penetra en una inmensa zona en la que todos los soles desaparecen, sobreviniendo una total oscuridad en todo el mundo. Entonces, las cosas llamadas Estrellas aparecen, despojan a los hombres de su razón y los convierten en semejantes a brutos, de tal manera que los hombres destruyen la civilización que ellos mismos construyeron. Naturalmente, los Cultistas mezclaron todo esto con un montón de nociones místico-religiosas, pero la idea central puede extraerse.

Hubo una corta pausa en la que Sheerin lanzó, un profundo suspiro.

- Ahora, pasaremos a la Teoría de la Gravitación Universal. - Lo dijo de tal manera que incluso las mayúsculas tuvieron su sonido particular. Y, en aquel momento, Aton se apartó de la ventana, bufó con ostentación y salió airadamente de la sala.

Los otros dos se quedaron mirando su partida.

- ¿Qué pasa? - preguntó Theremon.

- Nada de Particular - repuso Sheerin -. Dos hombres tenían que haberse presentado hace varias horas y aún no han aparecido. Es un caso que raya la restricción de personal porque todos, excepto los realmente esenciales, están en el Refugio.

- ¿Cree usted que han desertado?

- ¿Quiénes? ¿Faro y Yimot? Claro que no. Aunque no les convendría no aparecer cuando todo esto empiece. - Se puso en pie de repente y parpadeó -. Por cierto, mientras Aton se encuentra fuera...

Trotó hacia la ventana más cercana, se agachó y de la caja inferior del enmarcado sacó una botella de líquido rojo que brilló sugestivamente cuando la agitó.

- Espero que Aton no sabrá nada de esto - puntualizó mientras volvía a su silla -. No hay más que un vaso. Como invitado de la casa, tiene usted preferencia. Yo tomaré de la botella. - Y escanció un leve y escaso chorrito con sumo cuidado.

Theremon se irguió para protestar, pero Sheerin adoptó una actitud digna.

- Respete a sus mayores, joven.

El periodista se sentó con expresión de angustia en el rostro.

- Sigamos, pues, viejo pícaro.

La nuez de Adán del psicólogo se movió repetidas veces mientras mantenía la botella levantada; luego, con un eructo de satisfacción, comenzó de nuevo.

- Bien, ¿qué sabe usted sobre la ley de la gravitación?

- Nada, excepto que su desarrollo es muy reciente, todavía no lo bastante como para decirse que esté totalmente fundamentada, y que su fórmula es tan difícil que sólo una docena de hombres en Lagash pueden presumir de entenderla.

- ¡Venga, hombre! ¡Absurdo, ridículo! ¡Mentira infame! Puedo resumirle la fórmula en una frase. La Ley de Gravitación Universal estipula que existe una fuerza de atracción entre todos los cuerpos del universo, fuerza que, entre dos cuerpos dados, es proporcional al producto de sus masas partido por el cuadrado de sus distancias.

- ¿Eso es todo?

- ¡Es suficiente! Llevó cuatrocientos años desarrollarla.

- ¿Cómo tanto? Tal y como usted lo ha dicho parece bastante simple.

- Porque las grandes leyes no surgen por inspiración divina, sino que hay que pensar e investigar duramente para encontrarlas. Ordinariamente se obtienen tras el trabajo colectivo de muchos siglos de actividad científica. Después que Genovi 41 descubrió que Lagash tenía un movimiento de traslación alrededor del sol Alfa y no al contrario (y esto ocurrió hace cuatrocientos años), los astrónomos se pusieron a trabajar sobre esta base. Los complejos movimientos de los seis soles fueron registrados, analizados y confrontados. Hipótesis tras hipótesis, las conclusiones primarias eran confrontadas con las secundarias, rectificadas, comprobadas las rectificaciones y nuevamente arriesgadas las hipótesis. Fue un trabajo infernal.

Theremon agitó la cabeza y extendió su vaso para que fuera llenado de nuevo. Sheerin se mantuvo incólume, pero luego sirvió unas cuantas gotas a regañadientes.

- Hace veinte años - continuó - se descubrió que la Ley de Gravitación Universal daba cuenta exacta de los movimientos orbitales de los seis soles. Y fue un gran triunfo.

Sheerin se puso en pie y se dirigió a la ventana, siempre con la botella en la mano.

- Y aquí llegamos al quid de la cuestión. En la última década la eclíptica de Lagash respecto de Alfa fue medida de acuerdo con la ley de gravitación y no coincidió con la órbita que se observaba; ni siquiera cuando se me incluyeron todas las perturbaciones debidas a los otros soles. O la ley no servía o allí había algún otro factor desconocido.

Theremon se levantó y se reunió con Sheerin en la ventana, contemplando, más allá de las vertientes cubiertas de bosque, las cúpulas de Saro City que reverberaban sanguinolentamente recortadas contra el horizonte. El periodista sintió que la tensión de lo incierto corroía sus entrañas mientras lanzaba una rápida ojeada a Beta. Brillaba rojizo en su cenit, pero su tono era apagado y malévolo.

- Continúe, señor - dijo suavemente.

- Con los años, los astrónomos especularon con hipótesis cada vez más absurdas... hasta que Aton tuvo la inspiración de buscar alguna fuente en el Culto. El jefe del Culto, Sor 5, le dio acceso a ciertos datos que simplificaron considerablemente el problema. Aton se puso a trabajar en esta nueva dirección.

»¿Podía haber otro cuerpo planetario opaco como el de Lagash? Si así fuera brillaría tan sólo reflejando la luz solar, y si estuviera formado por rocas azulencas, como gran parte de Lagash, entonces, en medio del abismo rojo del cielo, la constante luminosidad de los otros soles lo haría invisible... borrado por completo.

- ¡Pero eso es una idea desquiciada! - exclamó Theremon.

- ¿Lo cree así? Escuche esto: suponga que ese cuerpo orbita en torno a Lagash y que cuenta con tal masa, órbita y distancia que su atracción coincida con la desviación de la órbita de Lagash según la teoría. ¿Sabe lo que ocurriría?

El periodista negó con la cabeza.

- Pues que alguna que otra vez ese cuerpo se interpondría en el camino de algún sol - dijo Sheerin y apuró lo que quedaba en la botella.

- Sí, supongo que sí - convino Theremon.

- ¡Naturalmente que sí! Pero sólo un sol se encuentra en su plano de revolución. - Señaló con el pulgar al diminuto sol que brillaba en lo alto -. ¡Beta! Y se sabe que el eclipse ocurre sólo cuando la disposición de los soles es tal que Beta debe encontrarse solo en su hemisferio y a la máxima distancia. El eclipse, contando la luna siete veces el diámetro aparente de Beta, cubrirá todo Lagash durante algo más de medio día, de manera que ninguna parte del planeta escapará a los efectos. Ese eclipse tiene lugar una vez cada dos mil cincuenta y nueve años.

La cara de Theremon se había convertido en una máscara inexpresivo.

- Ésa es la historia?

- Ni más ni menos - respondió el psicólogo -. El principio del eclipse comenzará dentro de tres cuartos de hora. Primero el eclipse, luego la Tiniebla universal y, quizás, esas misteriosas Estrellas... después la locura y el final del ciclo.

»Hemos tenido - añadió tras un rato de meditación - dos meses para convencer a Lagash del peligro, pero al parecer no ha sido tiempo suficiente. Ni dos siglos hubieran bastado. Nuestros informes y archivos han sido escondidos en el Refugio y dentro de poco fotografiaremos el eclipse. El próximo ciclo conocerá así la verdad y la humanidad estará preparada para el eclipse siguiente. Conseguir eso es también parte de la historia que usted deseaba.

Theremon abrió la ventana y un ligero soplo de brisa agitó las cortinas. Se asomó al exterior y el viento desordenó sus cabellos mientras permanecía absorto contemplando el resplandor carmesí del sol. Entonces, como en un arrebato, se volvió.

- ¿Está seguro de que las Tinieblas nos volverán locos? ¿A mí también?

Sheerin se sonrió en tanto acariciaba la vacía botella con movimiento inconsciente.

- ¿Acaso sabe usted lo que ocurrirá cuando sobrevengan las Tinieblas, jovencito?

El periodista se quedó apoyado en la pared y reflexionó.

- No. Realmente no puedo ni imaginármelo. Pero ya tengo noticia previa de su existencia. Algo como... como... - gesticuló con las manos - como sin luz. Como una caverna.

- ¿Ha estado usted alguna vez en una caverna?

- ¿En una caverna? ¡Claro que no!

- Lo suponía. Yo lo intenté la semana pasada, solamente para ver qué tal se estaba en la oscuridad. Pero tuve que salir de estampida. Tuve que detenerme cuando ya perdía de vista la entrada y la iluminación se reducía a poder ver apenas la silueta de las paredes. Pero lo que veía en el interior, más al fondo, era la oscuridad completa, la nada. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tanto. Ni jamás pensé que se apoderara de mi ser el vacío que aquel lugar me produjo.

- Bueno, si sólo se tratara de eso, imagino que no habría para tanto. Yo no hubiera corrido de haber estado allí.

El psicólogo se le quedó mirando con los ojos contraídos.

- Corre usted mucho, joven. Le desafío a que haga la prueba corriendo las cortinas.

- ¿Para qué? - exclamó Theremon con sorpresa -. Si tuviéramos cuatro o cinco soles brillando en este momento, no dudo que deseáramos amortiguar un poco la luz. Está bien así.

- He ahí la cuestión. Corra la cortina, sólo eso; luego venga aquí y siéntese.

- Como quiera. - Theremon cerró la ventana y tiró de la roja cortina, que se deslizó hasta acaparar toda entrada de luz, dejando la sala en una penumbra teñida de rojo crepuscular.

Los pasos de Theremon resonaron huecamente en el silencio mientras caminaba hacia la mesa. De pronto, se detuvo.

- No puedo verlo, señor - murmuró.

- Siga andando - ordenó Sheerin con voz extraña.

- Pero es que no puedo verlo, señor - El periodista comenzó a respirar agitadamente -. No puedo ver nada.

- ¿Y qué otra cosa esperaba? - dijo la voz sin visible procedencia - ¡Siga y siéntese!

Los pasos volvieron a sonar, vacilantes, aproximándose lentamente. Luego, se escuchó el ruido de un cuerpo que caía sobre un sillón. La voz de Theremon se deslizó débilmente:

- Ya estoy aquí. Me siento... muy... perfectamente.

- ¿Le gusta?

- No... nada. Es más bien horrible. Las paredes parecen... - Se detuvo -. Parece como si se estuvieran acercando. Espero de un momento a otro que se ciernan sobre mí y yo tenga que verme obligado a empujarías. Pero... ¡no me he vuelto loco! De hecho, creo que no es tanto como esperaba.

- Perfecto. Vuelva a correr las cortinas.

Hubo un ruido de pasos precipitados, la silueta del cuerpo de Theremon destacándose contra la cortina. Luego, el alivio de las cortinas deslizándose, provocando un leve pero feliz chirrido de anillas resbalando sobre rieles. La roja luz inundó la sala y Theremon miró fijamente al sol mientras lanzaba un gemido de alegría.

Sheerin se inclinó hacia adelante, esgrimió su índice y dijo:

- Fíjese que ha sido sólo una habitación a oscuras.

- Pero pudimos aguantar - dijo Theremon satisfecho.

- Sí, con una habitación a oscuras sí podríamos. Dígame, ¿estuvo por casualidad en la Exposición Centenaria de Jonglor?

- No, estaba demasiado lejos de donde me encontraba por entonces. Seis mil millas son demasiadas incluso para una exposición.

- Pues yo sí estuve. ¿Recuerda haber oído algo sobre el Túnel del Misterio, que, según decían, superaba todas las marcas en el terreno de la diversión y el entretenimiento?

- Sí, durante los dos primeros meses. ¿Acaso no era tan divertido como dijeron?

- No demasiado. El Túnel del Misterio era, efectivamente, un túnel de una milla de longitud... sin luz. Uno se metía en un pequeño vehículo abierto y se recorría el túnel entero, ¿me entiende?, la oscuridad plena en unos quince minutos. Fue muy celebrado mientras duró.

- ¿Celebrado?

- No le quepa duda. El miedo suele fascinar. De ahí que se considere tan gracioso que uno coja a otro por sorpresa gritando ¡Uh!, y sandeces por el estilo. De ahí también que el Túnel del Misterio fuera tan popular. La gente salía asustada, medio muerta de miedo, jadeando, pero alegre porque había pagado por ello.

- Espere un momento, creo que ahora recuerdo... Hubo muertos de verdad, literalmente muertos por miedo. Y corrieron rumores de que iban a cerrar el Túnel a causa de ello.

- ¡Quite, quite! - exclamó el Psicólogo -. Sí, hubo dos o tres muertos. Pero eso no fue nada. Se indemnizó a los familiares y el Consejo de Jonglor City se las arregló para que se olvidara el asunto. Después de todo, argumentaron, si los débiles cardíacos quieren meterse en el túnel, es asunto suyo... por otra parte, no volvió a suceder. Se tornaron medidas oportunas y en la entrada fueron instalados servicios médicos a fin de someter a revisión física a todos los parroquianos. Lo que son las cosas, eso hizo que el precio aumentara.

- ¿Qué pasó luego?

- Nada de particular pero también algo muy particular. La gente salía del túnel sin ningún cambio aparente, con la única excepción de que se negaba a entrar en los otros edificios; ni palacios, casas, bloques de apartamentos, pensiones, cabañas, chozas, o lo que fuere, ni en ningún otro edificio de la Exposición...

- ¿Quiere usted decir - preguntó Theremon, asombrado - que se negaban a abandonar el espacio abierto?

¿Dónde dormían, entonces?

- En los espacios abiertos.

- Debieron haberles forzado a entrar.

- Debieron, debieron, usted lo ve muy fácil. Lo que no sabe es que a la menor alusión prorrumpían en ataques de histeria que, en el mejor de los casos, acababa llevándoles a romperse la cabeza contra una pared. Si uno era introducido en cualquier lugar cerrado no podía ser abandonado a menos que le fuera suministrada alguna dosis de tranquilizantes o una eficiente camisa de fuerza.

- Sin duda debieron enloquecer.

- Fue exactamente lo que ocurrió. Uno de cada diez que entraron en el túnel se volvió majareta. Los psicólogos fueron llamados y nosotros hicimos lo único que podíamos hacer: cerrar el túnel.

- ¿Qué pudo sentir esa gente? - preguntó Theremon.

- Ni más ni menos que lo que usted sintió cuando creyó que las paredes lo estaban ahogando en la oscuridad. Hay un término psicológico que describe el miedo a la ausencia de luz. Nosotros lo llamamos claustrofobia por que la carencia de luz siempre tiene lugar en espacios cerrados. ¿Comprende la similitud?

- Y aquella gente del túnel?

- Se trataba de personas cuya estructura mental no podía soportar el miedo a la sensación de ahogo que produce la oscuridad. Quince minutos sin luz es tiempo suficiente. Usted mismo acaba de experimentar algo que se parece al miedo en los escasos dos minutos que ha mantenido la habitación a oscuras.

»Los que enloquecieron en el túnel poseían lo que llamamos «fijación claustrofóbica». Su miedo latente a la oscuridad y a los lugares cerrados se encontraba, digamos, en período de gestación, incubado, y la experiencia que pasaron lo sacó a relucir. Este miedo entró en actividad y casi podemos asegurar que de una manera permanente. He ahí lo que quince minutos de oscuridad pueden conseguir.

Hubo una larga pausa y la frente de Theremon se fue contrayendo lentamente hasta formar un frunce.

- No creo que sea así, no lo creo.

- Querrá decir que no quiere usted creerlo - replicó Sheerin -. Usted tiene miedo de creer. ¡Mire la ventana!

Theremon obedeció y el psicólogo continuó sin interrumpirse.

- Imagínese ahora las Tinieblas... por todas partes. Ninguna luz, nada de luz, ni el menor punto luminoso. Las casas, los árboles, los campos, la tierra, el cielo... todo se ha convertido en una mancha negra, vacía. Excepto las Estrellas que estarán en lo alto, que ni siquiera sabemos cómo son. ¿Puede concebirlo?

- Sí, creo que sí - murmuró Theremon sombríamente.

- ¡Miente usted! - golpeó la mesa con él puño violentamente. - ¡No puede concebirlo, no es capaz de hacerlo! su cerebro no puede forjar semejante panorama, como tampoco puede forjar lo infinito ni lo eterno. Por eso se limita a intentarlo según las especulaciones. Una fracción del pensamiento vive esa realidad mentalmente, sufre sus consecuencias. Pero cuando lo objetivo tiene lugar, el cerebro humano no puede abarcar lo que escapa a su comprensión. ¡Enloquecerá completa y permanentemente! ¡Y no hay la menor opción!

»Y un par de milenios - añadió tristemente - llenos esfuerzo se convertirán en ceniza. Mañana no quedará a sola ciudad indemne en todo Lagash.

- No tiene por qué ser así - replicó Theremon, recuperando parte de su equilibrio mental -. Todavía no entiendo cómo voy a volverme loco por el simple hecho de no ver un sol en el cielo... pero si ocurriera, si todos nos volviéramos locos perdidos, ¿por qué vamos a destruir las ciudades? ¿Cómo podríamos hacerlo?

- Si usted estuviera rodeado de oscuridad - dijo Sheerin con irritación -, ¿qué desearía por, encima de todas las cosas? ¿Qué es lo que cada hombre desearía instintivamente? La luz, maldita sea, ¡la luz!

- ¿Y...?

- ¿De dónde obtendría entonces la luz?

- Lo ignoro - dijo Theremon con ambigüedad.

- ¿Qué es lo único que proporciona luz, aparte del sol?

- ¿Cómo quiere que lo sepa?

Se mantenían frente a frente con las caras a pocos centímetros de distancia.

- Condenado papanatas, me deslumbra usted con su brillante inteligencia. ¿Nunca ha visto un incendio forestal? ¿Nunca ha ido al campo y ha encendido fuego para cocinar? Ese fuego sirve para algo más que quemar el combustible culinario o los árboles del bosque. También proporciona luz, y eso lo sabe todo quisque. Y cuando venga la oscuridad todos pedirán luz a gritos, y harán todo lo posible por conseguirla.

- ¿Quemarán bosques, entonces?

- Quemarán todo lo que encuentren delante. Sólo desearán luz y sentirán la necesidad de quemar cualquier cosa. Los bosques no están al lado de uno, de modo que echarán mano de lo más cercano. Obtendrán luz... ¡porque todos los núcleos habitados estallarán en ingentes llamas!

Se habían sostenido mutuamente la mirada como si lo que estuvieran discutiendo fuera un asunto personal en el que mostrar fuerza y argumentos. Entonces Theremon se quedó sin habla. Su respiración estaba todavía agitada cuando advirtió el repentino griterío que venía de la sala contigua.

Cuando Sheerin habló, dio la sensación de que se esforzaba por trascender lo que sus palabras decían.

- Creo que estoy oyendo la voz de Yimot. Sin duda él y Faro han regresado. Vayamos a ver lo que ocurre con ellos.

- ¡Debemos saberlo! - Murmuró Theremon con esfuerzo. Se levantó lanzando un hondo suspiro de alivio. La tensión se había roto.


La sala estaba alborotada por los miembros de la plantilla del Observatorio, que rodeaban a dos jóvenes con las ropas desordenadas. Aton, abriéndose paso a través del gentío, se encaró agriamente con los recién llegados.

- ¿Os dais cuenta que falta menos de media hora para el comienzo del fin? ¿Dónde habéis estado?

Faro 24 se sentó y se restregó las manos. Sus mejillas aparecían enrojecidas por el cambio de temperatura.

- Yimot y yo acabamos de terminar un experimento ideado por nosotros mismos, consistente en provocar una oscuridad artificial y una fingida aparición de las Estrellas, a fin de proporcionar un anticipo sobre el cual la gente pudiera juzgar lo que vendrá.

Hubo un confuso murmullo entre el auditorio y una repentina expresión de curiosidad apareció en la mirada de Aton.

- No se nos había ocurrido esto antes - dijo -. ¿Cómo caísteis en ello?

- Bien - repuso Faro -, la idea se nos ocurrió hace tiempo a Faro y a mí, y hemos estado trabajándola en los ratos libres. Yimot sabía de una casa en la ciudad que una vez fue un museo o algo parecido. El caso es que la compramos y...

- ¿De dónde sacasteis el dinero? - interrumpió Aton con precipitación.

- De la cuenta bancaria - saltó Yimot 70 - Nos costó sólo dos mil créditos. - Y añadió defensivamente -: Bueno, ¿qué pasa? Mañana, dos mil créditos serán sólo dos mil pedazos de papel. Nada más.

- Claro - asintió Faro -. La compramos y empezamos a pintarla de negro desde el techo hasta el sótano, de manera que se pareciera a la oscuridad todo lo posible. Luego hicimos en el techo diminutos agujeros, que luego teníamos que cubrir con delgadas láminas metálicas por la parte del tejado de la casa. Las láminas debían desplazarse simultáneamente por mediación de un interruptor. Esta parte del trabajo no pudimos llevarla a cabo por nosotros mismos, así que tuvimos que llamar a un carpintero, un electricista y algunos más... el dinero no tenía importancia. La cuestión era que pudiéramos obtener un poco de luz a través de aquellos agujeros en el techo, de modo que dieran el aspecto de un firmamento estrellado.

Durante la pausa que siguió ninguna respiración se atrevió a interrumpir el silencio. Finalmente, dijo Aton:

- No teníais derecho a hacerlo en privado.

- Lo sé, señor - dijo Faro, contrito -, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento podía resultar peligroso. De tener éxito, esperábamos más o menos volvernos medio locos... desde que Sheerin se ha dedicado a insistir sobre esa cuestión. Así que deseábamos correr el riesgo nosotros solos. Naturalmente, si al acabar seguíamos conservando la cordura lo hubiéramos desarrollado en gran escala a fin de propiciar la inmunidad colectiva a sus efectos. Pero las cosas no ocurrieron como esperábamos.

- ¿Por qué? ¿Qué pasó?

- Al principio nos entrenamos permaneciendo con los ojos cerrados. La Oscuridad es algo asfixiante que le hace sentir a uno que las paredes y el techo se le vienen encima para aplastarlo. El caso es que nos metimos en la habitación y activamos el conmutador. Las láminas metálicas se desplazaron y los agujeros mostraron sus leves manchitas de luz...

- ¿Y?

- Pues eso... nada. Eso es lo triste del asunto. Que nada ocurrió. Se trataba solamente de un techo agujereado que no parecía sino un techo agujereado. Lo intentamos una y otra vez (de ahí que hayamos regresado tan tarde), pero sin obtener el menor resultado.

Siguió un profundo silencio de consternación, y todos los ojos se posaron en Sheerin, que, sentado en la mayor inmovilidad, iba a abrir la boca.

Pero Theremon fue el primero en hablar.

- Por supuesto, Sheerin, usted sabía lo que resultaría de esa teoría de los agujeros ideada por usted, ¿no es cierto? - Al hablar resaltaba las palabras.

Sheerin alzó una mano.

- Un momento, un momento. Déjenme pensar un poco. - Cruzó los dedos y luego, cuando la expresión de su mirada reveló que ya nada había que le produjera sorpresa o desconcierto, levantó la cabeza -. Evidentemente...

Pero no pudo acabar. De algún lugar situado por encima de ellos vino un considerable estrépito. Beenay, poniéndose en pie, se lanzó escaleras arriba.

- ¡Qué diantre! - exclamó mientras corría.

El resto vino después.

Las cosas ocurrieron con precipitación. Una vez en la cúpula, Beenay se quedó mirando horrorizado las destrozadas placas fotográficas y al hombre que había junto a ellas; entonces, se lanzó furiosamente contra el intruso, echándole las manos al cuello. Hubo un violento forcejeo; entretanto, el resto de los hombres del Observatorio fueron llegando. Antes de darse cuenta, el extraño tenía sobre sí el peso de media docena de hombres terriblemente airados.

Entonces apareció Aton, jadeando pesadamente.

- ¡Ponedlo en pie!

Hubo un leve movimiento de resistencia, pero, finalmente, el extraño, con las ropas desordenadas y la cabeza cubierta de magulladuras, fue levantado. Llevaba una corta barba amarilla, según el afectado estilo de los Cultistas.

Beenay no cedió la presa con que sujetaba al intruso.

- ¿Por qué lo has hecho? - le gritó salvajemente -. Esas placas...

- No era lo que me interesaba - respondió el Cultista fríamente. Fue una casualidad.

- Entiendo - dijo Beenay, que no dejaba de mirarlo con fiereza -. Ibas tras las cámaras. El tropiezo con las placas ha sido entonces una coincidencia afortunada para ti, pues. Si has hecho algo a mi cámara o a cualquier otra... te juro que morirás lentamente. Como hay Dios que así ha de ocurrir...

Aton lo sujetó de una manga.

- ¡Basta ya! ¡Déjelo!

El joven técnico vaciló y su brazo se resistió todavía unos segundos. Aton lo apartó con un gesto y se encaró con el Cultista.

- Usted es Latimer, ¿no?

El Cultista se inclinó y señaló el símbolo que había sobre su cadera.

- Soy Latimer 25, adjunto de tercera clase a Su Serenidad Sor 5.

- Y usted - añadió Aton enarcando las blancas cejas - vino con Su Serenidad cuando él me visitó la semana pasada, ¿me equivoco?

Latimer se inclinó por segunda vez.

- Y bien, ¿qué es lo que quiere?

- Nada que usted vaya a darme voluntariamente - dijo Latimer.

- Lo envía Sor 5, supongo... ¿o es algo suyo en particular?

- No responderé a esa pregunta.

- ¿Han venido con usted otros visitantes?

- Tampoco responderé a ésta.

Aton se le quedó mirando largamente.

- Muy bien, señor. Dígame ahora qué es lo que su maestro desea de mí. Basta ya de coqueteos. Hace tiempo que pagué el favor.

Latimer sonrió levemente, pero nada dijo.

- Le solicité - continuó Aton agriamente - unos datos que sólo el Culto podía suministrarme, y me fueron proporcionados. Gracias nuevamente, señor. A cambio, prometí probar la verdad esencial del credo del Culto.

- No hay necesidad de probarla - replicó orgullosamente el otro -. Está suficientemente probada en el Libro de las Revelaciones.

- Sí para cierta canalla. Pero no pretenda confundir mis conocimientos. Me ofrecí a formular bases científicas de sus creencias. ¡Y lo hice!

Los ojos del Cultista se encogieron con amargura.

- Sí, usted lo hizo. Pero con la sutileza del zorro, pues al mismo tiempo que obtenía una explicación de nuestras creencias, trastornó todo lo que se le puso por delante. Usted convirtió la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural y alteró su verdadero significado. Eso fue una blasfemia.

- Si es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo?

- Su «hecho» no es más que un fraude y un engaño.

- Cómo lo sabe usted? - exclamó Aton irritado.

- ¡Lo sé! - dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad.

El director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo una señal para que callara.

- ¿Qué quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera.

- El atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando intentaba desarticular sus infernales ingenios.

- No le habría reportado ningún bien - replicó Aton -. Todos nuestros datos, excepto aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y situados más allá del alcance de cualquier destrucción. - Sonrió con los labios apretados -. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un criminal.

Se volvió entonces a los hombres situados tras él.

- Que alguien llame a la policía de Saro City - dijo.

- Condenación, Aton - exclamó Sheerin con disgusto -, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso. Déjeme que yo me ocupe de él.

- No hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin - dijo Aton con fastidio -. Haga el favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un completo extraño, y no debe olvidarlo.

- Explíqueme entonces - dijo Sheerin - por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía. El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas.

- No voy a hacer tal cosa - saltó prontamente el Cultista -. Ustedes son libres de hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la policía.

- Eres un tunante decidido, ¿eh? - dijo Sheerin con una Sonrisa -. Pero voy a explicarte unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo fuerte, violento, muy hábil con los puños... Y no pertenece al Observatorio, además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya.

- ¿Y qué quiere decirme con eso? - preguntó el Cultista inquieto.

- Escucha y te lo diré - fue la respuesta -. Tan pronto comience el eclipse, el señor Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí mientras dure.

- Y después - exclamó agitadamente Latimer - no habrá nadie para dejarme salir. Sé tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas... lo sé incluso mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber esperado de un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el asunto.

Aton parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación.

- Pero, Sheerin, encerrándolo...

- ¡Por favor, señor! - exclamó Sheerin con impaciencia -. No he pensado ni por un momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. - Hizo un guiño al Cultista -. Vamos, hombre, no - habrás pensado que iba a exponerte a morir de hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer. Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela..

Una agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer.

- ¡Está bien, tienen ustedes mi palabra de honor! - dijo, y añadió seguidamente con saña -: Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto. Giró sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que había junto a la puerta.

- Tome asiento junto a él - dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista -. Sólo como simple formulismo. ¡Eh, Theremon!

Pero el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello.

- ¡Miren! su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural.

Como obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y contemplaron el espectáculo sin respirar.

¡Beta estaba menguando por un lado!

El escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de la maldición.

La observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado.

- El primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos - dijo Sheerin -. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las dificultades que han acompañado los cálculos. - Miró a su alrededor y se acercó a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana.

- Aton está furioso - murmuró -. Se perdió el momento inicial de la superposición con todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de ser arrojado por la ventana.

Theremon asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa.

- Por el diablo, oiga - exclamó -. Está usted temblando.

- ¿Qué? - Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír -. No me siento muy bien, ¿qué quiere que haga?

- No irá a perder el control, ¿verdad?

- ¡No! - gritó Theremon, indignado -. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo este galimatías... hasta este momento. Déme una opción, dígame qué puedo hacer. Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento.

- Tiene razón, claro - comentó Sheerin pensativo -. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia... padres, esposa, hijos?

Theremon negó con la cabeza.

- Va usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección.

- Bueno, entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario.

- Vaya - dijo Theremon mirando al otro con cansancio -. Usted cree que estoy asustado. Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir un reportaje. Es lo que intento hacer.

Una amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo.

- Entiendo, honor profesional y todo eso.

- Puede llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo.

Entonces saltó. Sheerin estaba dándole codazos.

- ¿No oye eso? Escuche.

Theremon siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia.

- ¿Qué dice? - susurró el columnista.

- Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto - replicó Sheerin. Luego, con urgencia -: Aguarde un momento y escuche.

La voz del Cultista habíase alzado en una repentina plegaria de fervor.

- «Y ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la mansión celeste por el más largo de los períodos conocidos, mientras cumplía su revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario, encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.

»Y los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas. Su mente se turbó y su lengua tornóse confusa, pues las almas de los hombres aguardaban la venida de las Estrellas.

»Y en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: «¡Helo ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar Lagash; y con Lagash, todos sus moradores.»

»Y mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de los hombres mientras contemplaban la desaparición, y grande también el estremecimiento que desconsoló sus almas.

»Y ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro.

»Y en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración.

»Y en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos, reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se hubiera convertido en una selva; así, por las entizonadas calles de Lagash los hombres prorrumpieron en salvajes gritos.

»Entonces, se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las ciudades de Lagash convertíanse en caos de llamas y destrucción; tanto que, de los hombres y las obras de los hombres, nada quedó.

»Desde entonces...»

Hubo una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron más líquidas.

Theremon, cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la caída de las vocales; pero nada más... quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo que había ocurrido.

- Seguramente cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro dé las Revelaciones.

- No importa. Ya he oído bastante. - Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el cabello -. Me siento mucho mejor ahora.

- ¿De veras? - Sheerin pareció sorprenderse.

- Se lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de un ataque de nervios. Pero eso - y señaló con el pulgar al gualdibarbado Cultista -, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora.

Suspiró profundamente y continuó con cierta alegría:

- Si voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de la ventana.

- Sí, pero debería usted hablar mas bajo - comentó Sheerin - Aton acaba de asomar la cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarle.

- Había olvidado al viejo - dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por encima del hombro -. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas.

El psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol.

El mordisco del eclipse habíase agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta. Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una excusa, apartó también su silla.

- En estos momentos, poco más de dos millones personas en Saro City habrán convertido el Culto en religión mayoritaria. - Luego, con ironía -: Por una hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me estaba diciendo?

- Iba a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro?

Sheerin se quedó mirando con tristeza al periodista.

- Pues mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son realmente testigos.

»Luego están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así?

- Imagino que sí - replicó el otro con cierto gesto de duda.

- Por último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente, quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones.

»Claro que, por otra parte, el libro se baso, primeramente, en el testimonio de aquellos que por lo menos tenían alguna cosa que contar, es decir, los niños y los retrasados. Luego, seguramente fue editado y reeditado en el curso de los ciclos.

- ¿Supone usted - interrumpió Theremon - que el libro fue transmitido a través de los ciclos de la misma manera que nosotros nos hemos transmitido las bases para teoría de la gravitación universal?

Sheerin hizo una mueca.

- Tal vez, pero el método exacto poco importa ahora, el caso es que lo hicieron. El punto al que quiero llegar es que el libro sólo puede contribuir a confundir más las cosas, por muy basado que esté en hechos auténticos. Por ejemplo, ¿recuerda el experimento con los agujeros en el techo llevado a cabo por Faro y Yimot, el que no funcionó?

- Sí.

- ¿Y sabe usted por qué no func...? - Se detuvo y se puso en pie alarmado. Aton se acercaba con el rostro completamente consternado -. ¿Qué ha ocurrido?

Aton se detuvo a su lado y Sheerin pudo sentir la presión de sus dedos sobre su codo.

- ¡No tan alto! - La voz de Aton manaba henchida de contenida tortura -. Acabo de hablar con el Refugio por la línea privada.

- ¿Están en apuros? - preguntó Sheerin con angustia.

- Ellos, no. - Aton remarcó significativamente el pronombre -. Hace un rato que precintaron la puerta y permanecerán enterrados hasta pasado mañana. Están a salvo. Pero la ciudad, Sheerin... es la ruina. No puede hacerse ni idea... - Comenzó a sufrir dificultades en la vocalización.

- ¿Y? - soltó Sheerin con impaciencia -. ¿Qué ocurre con la ciudad? - Luego, con una sospecha -: ¿Cómo se encuentra?

Los ojos de Aton relampaguearon irritados ante la insinuación, pero pronto volvieron al anterior brillo de ansiedad.

- No lo entiendo. Los Cultistas se han puesto en acción. Están convenciendo a la masa para que tome por asalto el Observatorio, prometiendo a cambio la absolución de sus pecados, la salvación, cualquier cosa. ¿Qué haremos, Sheerin?

La cabeza de Sheerin se inclinó y sus ojos se perdieron en una completa y prolongada abstracción. Luego, alzó la mirada y dijo con crispación:

- ¿Hacer? ¿Acaso hay algo por hacer? Nada hay que pueda hacerse. ¿Saben esto los hombres?

- ¡Claro que no!

- ¡Perfecto! Siga sin decirles nada. ¿Cuánto falta?

- Apenas una hora.

- Lo único que podemos hacer es arriesgarnos. Llevará algún tiempo organizar una fuerza considerable y aún más traerlos hasta aquí. Estamos a más de cinco millas de la ciudad...

Se quedó mirando la ventana, por la que se divisaban las cúpulas de los edificios de las afueras; más allá, la borrosa sombra de la ciudad misma, como envuelta por una niebla que inundara el horizonte.

- Llevará tiempo - repitió -. Sigan trabajando y recen por que el eclipse acabe antes.

Beta estaba seccionado por la mitad, mostrando una leve curva que se adentraba en la parte todavía brillante del sol. Era como un gigantesco párpado que fuera adormeciendo el ojo del mundo.

El débil murmullo de la sala se fue convirtiendo en pasto del olvido y su atención vagó por los campos que se divisaban desde la ventana. Los insectos parecían sufrir el terror calladamente. Los objetos iban desvaneciéndose.

Una voz zumbó en su oído y se sobresaltó.

- ¿Algo va mal? - preguntó Theremon.

- ¿Eh?... No, no. Vuelva a su silla. Aquí estorbamos. - Se retiraron a su esquina aunque el psicólogo permaneció mudo por un tiempo. Con un dedo se palpaba el cuello. Luego, alzó la mirada repentinamente.

- ¿Tiene usted dificultades en la respiración?

El periodista abrió los ojos y aspiró repetidas veces.

- No, ¿por qué?

- He estado en la ventana demasiado tiempo. La disminución de la luz ha debido afectarme. Las dificultades respiratorias son el primer síntoma de un ataque de claustrofobia.

Theremon volvió a aspirar nuevamente.

- Bueno, parece que a mí no me ha afectado. Mire, otro compañero.

Beenay había interpuesto su cuerpo entre la luz y la pareja sita en la esquina y Sheerin se dirigió a él con premura.

- Eh, Beenay.

El astrónomo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y sonrió débilmente.

- ¿Qué pensarías si me sentara un rato y habláramos? Mis cámaras están preparadas y no hay nada que hacer hasta el eclipse total. - Hizo una pausa y miró al Cultista, que quince minutos antes había abierto un pequeño libro enfrascándose en su lectura -. ¿Ha dado problemas esa rata?

Sheerin sacudió la cabeza. Sus hombros se contrajeron mientras parecía concentrarse en sus conductos respiratorios.

- ¿Tienes dificultades al respirar, Beenay?

Beenay olfateó el aire.

- Creo que no soy yo el que huele mal, Sheerin.

- Creo que es claustrofobia - se excusó Sheerin.

- ¡Ah, vamos! A mí me afecta de manera distinta. Me da la sensación de que mis ojos me persiguen. Las cosas comienzan a zumbar... bueno, todo se vuelve confuso. Y frío también.

- Oh, frío, claro que sí. Pero eso no es ninguna ilusión - observó Theremon -. Yo tengo los juanetes como dentro de una nevera.

- Lo que necesitamos es mantener nuestras mentes ocupadas en algo distinto - apuntó Sheerin -. Estaba diciéndole hace un momento, Theremon, por qué el experimento de Faro se convirtió en humo.

- Aún no había comenzado - replicó Theremon. Alzó una rodilla y la sujetó en el aire con las manos cruzadas en torno a ella.

- Bueno, pues comenzaba a decirle que fallaron por tomar el Libro de las Revelaciones al pie de la letra. No hay probablemente ninguna razón para tomar las Estrellas en sentido físico. Debe tratarse, indudablemente, de la necesidad de luz que la mente experimenta al encontrarse en la Oscuridad total. Creo que las Estrellas consisten justamente en esta desesperada ilusión de luz.

- En otras palabras - intervino Theremon -, usted supone que las Estrellas son fruto de la locura y que no tienen ninguna otra causa. Entonces, ¿qué van a fotografiar los hombres de Beenay? ¿Por qué están preparados para fotografiar algo?

- Tal vez para probar que es una ilusión; o para probar lo contrario. Luego...

Pero Beenay había aproximado su silla y vieron en su rostro la expresión de un repentino y exaltado entusiasmo.

- Oiga, me alegra infinito que se ocupen de ese asunto. - guiñó los ojos y alzó un dedo - He estado cavilando sobre esas Estrellas y he llegado a una idea ingeniosa. Claro que no son sino migajas del pensamiento y no me he ocupado del todo en ello, pero pienso que es interesante. ¿No quieren oírlo?

Fingió no estar del todo decidido, pero Sheerin se acomodó en la silla y dijo:

- Adelante, yo te escucho.

- Allá va. Supongamos que hay otros soles en el universo. - Hizo un leve aspaviento -. Quiero decir soles que se encuentran muy alejados y son demasiado pequeños para verlos. Suena como si hubiera estado leyéndolo en algún relato fantástico, ¿eh?

- No necesariamente. Aunque, ¿no queda eliminada esa posibilidad por el hecho de que, según la ley de Gravitación, debieran hacerse evidentes por su fuerza de atracción?

- No, si están muy lejos - replicó Beenay -, verdaderamente lejos, algo así como cuatro años-luz o más. Nunca podríamos detectar sus perturbaciones porque son demasiado pequeñas. Pongamos entonces que hay un montón de soles muy lejanos, una docena o dos.

- Buena idea para un artículo en el suplemento dominical. ¡Dos docenas de soles a ocho años-luz de distancia en el universo! ¡Nada menos! Eso reduciría la relevancia de nuestro mundo - dijo Theremon.

- Es sólo una idea - dijo Beenay con un guiño -, pero usted la ha captado a fondo. Durante un eclipse, esas docenas de soles se volverían visibles porque ya no habría ningún sol real que las ocultara con su más poderosa luz. A la distancia a que se encontrarían aparecerían como muy pequeños, como pequeñas cuentas de marfil. Claro que los Cultistas hablan de millones de Estrellas, pero sin duda es una exageración. No hay lugar en el universo capaz de contener un millón de soles sin tocarse los unos con los otros.

Sheerin había estado escuchando con creciente interés.

- Creo que has acertado en algo, Beenay. Una exageración es exactamente lo que ocurrió en otros tiempos. Como sabes, nuestra mente no puede concebir un número mayor que el cinco; más allá sólo contamos con el concepto «mucho». Una docena podría convertirse perfectamente en un millón. ¡Ha sido una gran idea!

- Aún tengo otra idea también ingeniosa - añadió Beenay -. ¿Has pensado alguna vez lo que sería una gravitación de problema simple si tuvieras un sistema suficientemente simple? Supón que tienes un universo en el que hay sólo un planeta y un único sol. El planeta rotaría en un perfecto eclipse y la naturaleza exacta de la fuerza gravitacional sería tan evidente que sería aceptada como un axioma. Los astrónomos de un mundo tal darían con la gravedad probablemente antes de que inventaran el telescopio. La observación a simple vista sería suficiente.

- Pero, ¿sería un sistema dinámicamente estable? - preguntó Sheerin dudoso.

- ¡Claro! Se trataría del caso modelo. Comprobado matemáticamente, aunque son las aplicaciones filosóficas lo que me interesa.

- Es agradable pensar sobre eso - admitió Sheerin - como una abstracción... algo así como el gas perfecto, o el cero absoluto.

- Claro - continuó Beenay -, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No habría comida ni luz suficiente, y en su rotación sobre su eje habría media parte de Luz y media de Oscuridad. No puedes esperar que haya vida (que depende fundamentalmente de la luz) ni que se desarrolle en tales condiciones. Aparte...

La silla de Sheerin fue despedida hacia atrás y él se puso repentinamente en pie.

- Aton va a encender luces.

Beenay soltó una exclamación, se volvió para mirar y se quedó con la boca abierta.

Aton permanecía con los brazos llenos de estacas de un pie de longitud y una pulgada de anchura. Miró al trío y se dirigió a Sheerin y Beenay.

- Venga, a trabajar. Usted, Sheerin, venga aquí y ayúdeme.

Sheerin correteó hasta el anciano y una por una fueron colocando las estacas en candeleros metálicos adosados a las paredes.

Adoptando los movimientos del que ejecuta el más sagrado ritual, Sheerin encendió una ancha y tosca cerilla y se la pasó a Aton, que aplicó la llama a la punta de las estacas.

Las llamas vacilaron un rato como si temieran consumir la madera, pero luego, casi repentinamente, se hincharon iluminando la cara de Aton con resplandor amarillo. Retiró la cerilla y un espontáneo y flamígero jolgorio oscureció la ventana.

¡Las estacas estaban coronadas por una ondeante llama de seis pulgadas! La sala se había llenado de resplandor amarillo.

La luz no era poderosa, incluso podía decirse que era más débil que la ya atenuada luz solar. Las cabezas de las estacas ardían con llama temblorosa, provocando sombras bailoteantes. Humeaban como un desafortunado día en la cocina. Pero emitían luz amarilla.

No era de despreciar esta luz después de cuatro horas de un progresivamente mortecino Beta. El mismo Latimer había apartado los ojos de su libro y la contempló admirado.

Sheerin, extendiendo los brazos a la antorcha que tenía más cerca, exclamó para sí mismo extasiado:

- ¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había percatado de cuán maravilloso es el amarillo.

Pero Theremon miró las antorchas con desconfianza. Olisqueó el tufo que producían y comentó:

- ¿Qué bichos son ésos?

- Simplemente madera - dijo Sheerin.

- No, no es posible. Si no se está quemando. La llama se limita a arder en la punta, pero no quema la parte restante.

- He ahí lo más bello de todo. Es un mecanismo eficiente de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos centenares, pero la mayor parte fue llevada al Refugio, obviamente. Tome el núcleo de una caña, séquelo y úntelo con grasa animal. Luego, acérquele fuego y la grasa arderá poco a poco. Esas antorchas arderán casi media hora sin parar. Ingenioso, ¿no cree? Fue un trabajo desarrollado por uno de nuestros muchachos en la Universidad de Saro.

Tras la momentánea sensación, la quietud había regresado a la cúpula del Observatorio. Latimer había acercado su silla a una antorcha y continuaba leyendo bajo su luz, moviendo los labios en la monótona invocación de las Estrellas. Beenay había vuelto nuevamente a sus cámaras y Theremon vio la oportunidad de añadir ciertos comentarios a las notas que había escrito para el Chronicle de Saro City.

Pero, al advertir la divertida luz de los ojos de Sheerin, otra cosa vino a desplazar de su mente el propósito de escribir aquellos comentarios. Otra cosa que no era sino que el cielo se había convertido en un horrible vacío púrpura y violeta, como si fuera una gigantesca berenjena.

El aire se había vuelto más denso. El crepúsculo, como un cuerpo palpable, inundaba la sala y el agitado círculo amarillo que coronaba las antorchas dificultaba la contemplación de los colores situados más allá. Luego, pudo apreciarse el crecimiento del humo y del intenso olor que las materias combustionadas producían entre secos chisporroteos; más tarde, los objetos iban adentrándose en las sombras inescrutables, como el blando almohadón de la silla de uno de los hombres que trabajaban en torno a la mesa central o el gesto espontáneo de algún otro que intentaba mantener la compostura en la creciente noche que inundaba la sala.

Fue Theremon el primero en escuchar el extraño ruido. Era más bien una vaga e incoherente impresión de sonido que hubiera resultado imperceptible de no extenderse sobre la cúpula un silencio de muerte.

El periodista se enderezó al tiempo que apartaba su libro de notas. Contuvo la respiración y permaneció alerta; luego, no sin resistencia, caminó entre el solaroscopio y una de las cámaras de Beenay, deteniéndose ante la ventana.

El silencio saltó hecho pedazos nada más articular una palabra:

- ¡Sheerin!

Todas las ocupaciones cesaron en ese instante. El psicólogo estuvo prontamente a su lado. Aton se les unió. Incluso Yimot 70, sentado en lo alto frente al ocular del gigantesco solaroscopio, detuvo su trabajo y miró hacia abajo.

Fuera, Beta era apenas un rescoldo que lanzaba una última y desesperada mirada sobre Lagash. El horizonte que se delineaba más allá de Saro se había perdido en la Oscuridad, y la carretera que unía la ciudad con el Observatorio era una línea de roja tiniebla bordeada por apenas dibujados árboles que, en la parte boscosa, se habían convertido en incongruente masa negra.

Pero era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe.

- ¡Son los lunáticos organizados por los Cultistas!

- ¿Cuánto falta para el eclipse total? - preguntó Sheerin a Aton.

- Quince minutos, pero... estarán aquí en menos de cinco.

- Calma, usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro joven Cultista. Theremon, venga conmigo.

Sheerin se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona poblada de luz incierta.

El primer impulso les había llevado quince pies más abajo, de manera que los débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara desde la ventana.

Sheerin se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho.

- No puedo... respirar. - Su voz sonaba como una seca tos -. Baje... usted solo... cierre todas las puertas.

Theremon bajó unos cuantos peldaños, luego se giro.

- ¡Espere! ¿Puede aguantar un minuto? - Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro.

¡Al fin Theremon tenía miedo de la oscuridad!

- Aguarde, volveré en un segundo. - Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía querer besarla.

Sheerin abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un leve codazo.

- Vamos, ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz.

Sujetó la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas, cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.

Las oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de horror a los dos hombres.

- Aquí - dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin -. Puedo oírlos fuera.

Del exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras.

Pero Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza. Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que belleza y más consistencia que elegancia.

Las ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales resonaron con prolongado chirrido.

Al otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada completamente inútil.

- Por aquí debió entrar Latimer - dijo.

- Bueno, no nos quedemos aquí - dijo Theremon con impaciencia -. Arreglemos como sea esa cerradura... y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y belleza.

De algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad.

La gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo enloquecedor que les obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Tan sólo pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas.

Y ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al universo.

- ¡Volvamos a la cúpula! - exclamó Theremon.


En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando instrucciones con extraña voz.

- No me falléis ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego cambiar la placa rápidamente. Tomaréis una cámara cada uno... Ya sabéis cuánto tiempo... de exposición se necesita...

Hubo un susurro de asentimiento.

Beenay se pasó una mano por los ojos.

- ¿Arden todas las antorchas? Ya veo que sí. - con cierta dificultad en su postura, parecía apoyarse en el respaldo de la silla -. Ahora, recordad... no intentéis obtener buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo disparo. Con una hay de sobra. Y... si os sentís mal, apartaos de la cámara.

En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:

- Señáleme a Aton. No puedo verlo.

El periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas habíanse convertido en meros borrones amarillos.

- Está oscuro - murmuró.

Sheerin soltó su mano.

- Aton. - Dio unos pasos -. ¡Aton!

Theremon se movió tras él y lo cogió por el brazo.

- Espere, yo lo conduciré.

Caminó como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en el caos que había en ellas.

Nadie parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared.

- ¡Aton! - llamó.

El psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz:

- ¿Es usted, Sheerin?

- ¡Aton! - Pareció recuperar el aliento -. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos.

Latimer, el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí inmóvil... y no obstante había dado su palabra.

La cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada vez más tenso.

Trastabilló al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta.

Dobló la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante.

- Déjeme levantarme, le mataré.

Theremon apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer:

- ¡Rata traidora!

El periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por completo.

Simultáneamente, escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin, histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño, mortecino silencio exterior.

Y Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó que de su garganta surgía un gemido animal.

Dominado por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia la oscuridad de la ventana.

¡Más allá brillaban las estrellas!

No las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el mundo.

Theremon se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello... saber que en apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la Oscuridad... la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del universo parecían haber estallado y esparcido sus bloques macizos de luz, dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío.

Tropezó contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión.

- ¡Luz! - aulló.

Aton, en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño asustado.

- Las Estrellas... todas las Estrellas... nada sabíamos... nunca supimos nada. Pensábamos en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada...

Sobre el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer, estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de ningún sol.

Nuevamente, la noche estaba allí.


Philip K. Dick - ACTO DE NOVEDADES


Las luces brillaban tarde en el gran edificio comunal de departamentos Abraham Lincoln, porque esta era la noche. Todas las Almas, los residentes, todos los seiscientos residentes, estaban obligados por su estatuto a asistir abajo, al salón comunal subterráneo. Entraban apresuradamente, hombres, mujeres y niños. En la puerta Bruce Corley, operando su lector de identificaciones nuevo y bastante caro, verificaba cada una de ellas por turno para asegurarse de que nadie de afuera, de otro edificio de departamentos comunal, se colara. Los residentes se sometían de buen modo, y todo avanzaba muy rápido.

—¿Hey Bruce, cuánto nos retrasará? —preguntó el viejo Joe Purd, el residente más antiguo del edificio; se había pasado con su esposa y dos niños el día en que el edificio había sido inaugurado, en mayo de 1980. Su esposa estaba ya muerta y los niños habían crecido, se habían casado y marchado, pero Joe permanecía.

—Mucho —dijo Bruce Corley—, pero es a prueba de error, quiero decir, no es sólo subjetivo—. Hasta ahora, en su trabajo permanente como sargento de armas, había admitido a la gente sólo con su habilidad para reconocerla. Pero de ese modo había dejado entrar al menos a un par de agitadores de la Mansión de la Colina Petirrojo y habían desbaratado la reunión entera con sus preguntas y comentarios. No ocurriría de nuevo.

Haciendo circular copias de la agenda, el Sr. Wells sonrió fijamente y cantó:

—Item 3A, Partida para Reparaciones del Techo, ha sido movido a 4A. Por favor tomen nota de ello—. Los residentes aceptaron sus agendas y luego se dividieron en dos corrientes fluyendo a lados opuestos del salón; la facción liberal del edificio se sentó a la derecha y los conservadores a la izquierda, cada una ignorando inconspicuamente la existencia de la otra. Unas pocas personas no comprometidas (residentes nuevos o excéntricos) ocuparon asientos atrás, autoconscientes y silenciosos mientras el salón zumbaba con muchas conversaciones pequeñas. El tono, el estado de ánimo de la habitación, era tolerante, pero los residentes sabían que esta noche habría un enfrentamiento. Presumiblemente, ambos bandos estaban preparados. Aquí y allí documentos, peticiones, recortes de períodos sonaban conforme eran leídos e intecambiados, pasando de manos atrás y adelante.

En el escenario, sentado tras la mesa junto con los cuatro fiduciarios gobernadores del edificio, el consejero Donal Klugman se sentía mal del estómago. Un hombre pacífico, se encogía ante estas violentas riñas. Incluso antes, cuando se sentaba entre la audiencia, encontraba que eran demasiado para él, y esta noche tendría que tomar parte activa; el tiempo y la marea habían hecho rotar el puesto hasta llegar a él, como ocurría con cada residente por turno, y por supuesto tenía que ser la noche en que el asunto de la escuela alcanzaría su clímax.

El salón casi se había llenado y ahora Patrick Doyle, el actual piloto celeste del edificio, luciendo nada contento en su larga túnica blanca, levantó sus manos pidiendo silencio.

—La oración de apertura —llamó roncamente, se aclaró la garganta y sacó una pequeña tarjeta—. Cada uno por favor cierre sus ojos e incline la cabeza. —Miró a Klugman y los fiduciarios, y Klugman asintió para que continuara—. Padre Celestial—, dijo Doyle—, nosotros, los residentes del edificio de departamentos comunal Abraham Lincoln Te pedimos que bendigas nuestra asamblea esta noche. Hum, pedimos que en Tu misericordia nos permitas reunir los fondos para las reparaciones del techo que parecen imperativas. Pedimos que nuestros enfermos sean curados y nuestros desempleados encuentren trabajos, y que al procesar las solicitudes de aquellos que desean vivir entre nosotros mostremos sabiduría con quienes admitamos y con quienes rechacemos. Además pedimos que nadie del exterior se nos cuele y desbarate nuestras vidas ordenadas y respetuosas de la ley, y finalmente pedimos en particular que, si es Tu voluntad, Nicole Thibodeaux sea liberada de sus dolores de cabeza por sinusitis que han hecho que no aparezca ante nosotros en la televisión últimamente, y que esos dolores de cabeza no tengan nada que ver con esa vez, hace dos años, que podemos recordar, cuando ese tremoyista permitió que un fardo cayera y le golpeara en la cabeza, mandándola al hospital por varios días. En todo caso, amén.

La audiencia concordó:

—Amén.

Levantándose de su silla, Klugman dijo:

—Ahora, antes de iniciar los asuntos de la reunión, tendremos unos pocos minutos de nuestro propio talento presentado para nuestro disfrute. Primero, las tres chicas Fettersmoller del departamento número 205. Ejecutarán un baile de zapatilla suave al son de la melodía de «Construiré una escalera hasta las estrellas».

Volvió a tomar asiento, y al escenario salieron tres niñas de pelo rubio, familiares para la audiencia por los muchos shows de talentos anteriores.

Mientras las chicas Fettersmoller en sus pantalones de rayas y chaquetas plateadas brillantes se deslizaban sonrientes en su danza, la puerta que daba al salón exterior se abrió y un participante retrasado, Edgar Stone, apareció.

Había llegado tarde, esta noche, porque había estado calificando las pruebas de grado de su vecino de al lado, el Sr. Ian Duncan, y mientras estaba parado en la entrada su mente seguía en la prueba y la pobre demostración que Duncan, quien apenas lo sabía, había hecho. Le había parecido ver, aun antes de terminar la prueba, que Duncan había reprobado.

En el escenario, las chicas Fettersmoller cantaban con sus voces chillonas, y Stone se preguntaba por qué había venido. Quizás por no otra razón que para evitar la multa, siendo obligatorio para los residentes estar aquí, esta noche. Estos espectáculos de talentos aficionados, presentados tan a menudo, no significaban nada para él; recordaba los viejos tiempos cuando la televisión brindaba entretenimiento, buenos espectáculos presentados por profesionales. Ahora por supuesto todos los profesionales que servían para algo estaban contratados por la Casa Blanca, y la televisión se había vuelto educativa, no de entretenimiento. El Sr. Stone pensó en las viejas grandes películas de madrugada con cómicos como Jack Lemmon y Shirley MacLaine, y entonces miró una vez más a las chicas Fettersmoller y gruñó.

Corley, oyéndolo, lo miró severamente.

Al menos se había perdido la oración. Presentó su identificación a la nueva máquina de Corley y ella lo dejó pasar al pasillo descendente hacia un asiento vacante. ¿Estaría Nicole viendo esto, esta noche?¿Estaría un buscador de talentos de la Casa Blanca presente en alguna parte entre la audiencia? No vio caras desconocidas. Las chicas Fettersmoller estaban perdiendo su tiempo. Tomando asiento, cerró los ojos y escuchó, incapaz de soportar mirar. Nunca lo lograrán, pensó. Tendrán que encararlo, y también sus ambiciosos padres; no tienen talento, como el resto de nosotros... Los Departamentos Abraham Lincoln han aportado poco a la reserva cultural de la nación, a pesar de su sudorosa y tenaz determinación, y ustedes no van a ser capaces de cambiar eso.

La desesperanza de la posición de las chicas Fettersmoller le hizo recordar una vez más las pruebas que Ian Duncan, temblando y con una cara como de cera, había colocado en sus manos temprano esa mañana. Si Duncan fallaba estaría aun peor que las chicas Fettersmoller porque ni siquiera estaría viviendo en Abraham Lincoln; caería hasta perderse de vista —su vista, en todo caso— y revertiría a una antigua y despreciada condición: se encontraría una vez más viviendo en un cuarto, trabajando en una tarea manual como todos ellos lo habían hecho en su adolescencia.

Por supuesto también le sería reintegrado el dinero que había pagado por su departamento y su plusvalía, una gran suma que representaba la única inversión importante en la vida de ese hombre. Desde cierto punto de vista, Stone le envidiaba. ¿Qué haría yo, se preguntó mientras yacía sentado con los ojos cerrados, si recuperara mi plusvalía justo ahora, en un gran montón de dinero? Quizás, pensó, emigraría. Compraría una de esas carcachas baratas e ilegales que regatean en esos lotes que...

Los aplausos lo despertaron. Las chicas habían terminado, y él, también, se unión en el aplauso. Sobre la plataforma, Klugman movió los brazos pidiendo silencio.

—Muy bien, gentes, sé que disfrutando eso, pero hay un montón más en reserva, esta noche. Y también está la parte de negocios de la reunión, no debemos olvidarlo. —Sonrió hacia ellos.

Sí, pensó Stone. Los negocios. Y se sintió tenso, porque él era uno de los radicales en Abraham Lincoln que quería abolir la escuela de gramática del edificio y mandar a los niños a la escuela pública de gramática donde estarían completamente expuestos a niños de otros edificios. Era la clase de idea que encontraba oposición. Y aun así, en las últimas semanas, había ganado apoyo. Qué experiencia tan ensanchadora sería, sus niños descubrirían que la gente en los otros edificios de departamentos no era diferente de ellos. La barreras existentes entre la gente de todos los departamentos de derribarían y surgiría un nuevo entendimiento.

En fin, así le parecía a Stone, pero los conservadores no lo veían de ese modo. Demasiado pronto, dijeron, para revolverse así. Surgirían pleitos cuando los niños chocaran acerca de cuál edificio era superior. Con el tiempo ocurriría... pero no ahora, no tan pronto.


Arriesgando una severa multa, Ian Duncan se perdió la asamblea y permaneció en su departamento esa tarde, estudiando textos oficiales del Gobierno sobre la historia político-religiosa de los Estados Unidos, polrel, como eran llamados. Estaba flojo en esto, lo sabía; apenas podía comprender los factores económicos, y menos aun todas las ideologías políticas y religiosas que habían ido y venido durante el siglo veinte, contribuyendo directamente con la presente situación. Por ejemplo, el surgimiento del Partido Democrático-Republicano. Una vez había habido dos partidos, ocupados en altercados antieconómicas, en luchas por el poder, del mismo modo que los edificios luchaban ahora. Los dos partidos se habían fusionado, como en 1985. Ahora había sólo el único partido, que gobernaba a una sociedad estable y pacífica, y todo el mundo pertenecía a él. Todo el mundo pagaba sus tributos y asistía a las reuniones y votaba, cada cuatro años, por un nuevo Presidente, por el hombre que creían le gustaba más a Nicole.

Era agradable saber que ellos, la gente, tenía el poder de decidir quién se volvería el esposo de Nicole, cada cuatro años; en cierto sentido le daba al electorado un poder supremo, incluso por sobre la misma Nicole. Por ejemplo, este último hombre, Taufic Negal. Las relaciones entre él y la Primera Dama eran bastante frías, indicando que a ella no le gustaba mucho esta última elección. Pero por supuesto, siendo una primera dama, ella nunca lo dejaría entrever.

«¿Cuándo fue que empezó la posición de Primera Dama a asumir un estatura mayor que la de Presidente?» inquiría el texto polrel. En otras palabras, cuándo se volvió matriarcal nuestra sociedad, se dijo Ian Duncan. Sé la respuesta a esa, como en 1990. Hubo indicios antes de ello; el cambio llegó gradualmente. Cada año el Presidente se volvía más oscuro, y la Primera Dama mejor conocida, más gustada, por el público. Fue el público quien lo provocó. ¿Fue una necesidad de madre, de esposa, señora, o quizás los tres juntos? De cualquier modo tuvieron lo que querían; recibieron a Nicole y ciertamente ella es las tres cosas y mucho más.

En la esquina de su sala el aparato de televisión dijo taaaaang, indicando que estaba a punto de encenderse. Con un suspiro, Ian Duncan cerró su libro de texto oficial del Gobierno de los Estados Unidos y volcó su atención hacia la pantalla. «Un especial, sobre de las actividades en la Casa Blanca» especuló. «Un tour más, tal vez, o un escrutinio completo (de profundidad masivamente detallada) de una nueva afición o interés de Nicole. ¿Ha empezado a coleccionar tazas de loza china? Si es así, tendremos que ver todos y cada uno de los azules Royal Albert.»

Como era seguro, las facciones redondas y con papada de Maxwell Jamison, el secretario de prensa de la Casa Blanca, aparecieron en la pantalla. Levantando su mano, Jamison hizo su gesto familiar de saludo.

—Buenas, gente de esta tierra nuestra, —comenzó solemnemente—. ¿Se han preguntado alguna vez cómo sería descender al fondo del Océano Pacífico? Nicole lo ha hecho, y para responder a esa pregunta ha reunido en el Salón Tulipanes de la Casa Blanca a tres de los más destacados oceanógrafos del mundo. Esta noche ella les pedirá que relaten sus historias, y ustedes las oirán, también, porque fueron grabadas en vivo, apenas hace un rato con las facilidades de la Oficina de Asuntos Públicos de la Cadena Triádica Unificada.

Y ahora a la Casa Blanca, se dijo Ian Duncan. Al menos vicariamente. Nosotros, quienes no podemos encontrar nuestro camino hasta allí, quienes no tenemos talentos que pudieran interesar a la Primera Dama incluso por una tarde: nosotros tenemos que ver de todos modos, a través de la ventada cuidadosamente regulada de nuestro aparato de televisión.

Esta noche realmente no quería verla, pero parecía prudente hacerlo; podría haber un examen rápido sorpresivo en el programa, al final. Y una buena calificación en un examen rápido bien podría neutralizar la mala calificación que seguramente había obtenido en la prueba de política, que ahora estaba siendo corregida por su vecino el Sr. Stone.

En la pantalla florecieron ahora unas facciones adorables, tranquilas, la piel clara y los ojos negros, inteligentes, la cara sabia y aun así alegre de la mujer que había llegado a monopolizar su atención, de quien una entera nación, casi un planeta entero, vivía pendiente obsesivamente. Al verla, Ian Duncan se sintió envuelto por el miedo. Le había fallado, los podridos resultados de sus pruebas eran de alguna forma conocidos por ella y aunque no diría nada, la desilusión estaba allí.

—Buenas tardes —dijo Nicole con su voz suave, sedosamente grave.

—Es así —Ian Duncan se encontró mascullando—. No tengo cabeza para las abstracciones; quiero decir, toda esta filosofía político-religiosa; no tiene sentido para mí. ¿No podría concentrarme en la realidad concreta? Debería estar horneando ladrillos o haciendo zapatos. —Debería estar en Marte, pensó, en la frontera. Estoy fracasando allí afuera; a los treinta y dos años estoy fuera, y ella lo sabe. Déjame ir, Nicole, pensó con desesperación. No me hagas más exámenes, porque no tengo oportunidad de pasarlos. Incluso este programa sobre el fondo del océano; para cuando haya terminado habré olvidado todos los datos. No le sirvo de nada al Partido Democrático-Republicano.

Pensó en su hermano. Al podría ayudarme. Al trabajaba para Loony Luke, en una de sus junglas de carcachas, vendiendo los pequeños barcos de estaño y plástico que incluso la gente derrotada podía costearse, naves que podían, si la suerte las acompañaba, hacer un viaje exitoso de ida a Marte. Al, se dijo, tú podrías conseguirme una carcacha, en buen estado.

En la pantalla de televisión Nicole estaba diciendo:

—...y realmente, es un mundo con mucho encanto, con entidades luminosas que sobrepasan en variedad y pura maravilla deliciosa cualquier otra cosa encontrada en otros planetas. Los científicos calculan que hay más formas de vida el océano...

Su cara se desvaneció, y una secuencia mostrando extraños, grotescos peces surgió en lugar suyo. Esto es parte de la línea deliberada de propaganda, se dio cuenta Ian Duncan. Un esfuerzo por apartar nuestras mentes de Marte y de la idea de alejarse del Partido... y de ella. En la pantalla un pez de ojos bulbosos lo miró, y su atención, a pesar suyo, fue capturada. Caramba, pensó, es un mundo extraño, el de allá abajo. Nicole, pensó, me tienes atrapado. Si tan sólo Al y yo hubiésemos tenido éxito; podríamos estar actuando ahora mismo para ti, y seríamos felices. Mientras tú entrevistas a oceanógrafos mundialmente famosos, Al y yo estaríamos tocando discretamente en el trasfondo, quizás una de las «Invenciones en dos partes» de Bach.

Yendo hasta el armario de su departamento, Ian Duncan se agachó y cuidadosamente levantó un objeto envuelto en tela y lo puso bajo la luz. Teníamos tanta fe juvenil en esto, recordó tiernamente, desenvolvió la garrafa; entonces, haciendo una inspiración profunda, sopló un par de notas huecas en ella. Los Hermanos Duncan y su Banda de Garrafas de Dos Hombres, habían sido él y Al, tocando sus propios arreglos para dos garrafas de Bach y Mozart y Stravinsky. Pero el cazador de talentos de la Casa Blanca, el canalla. Nunca les dio una audición honesta. Había sido hecha, les dijo. Jesse Pigg, el fabuloso artista de la garrafa de Alabama, había llegado a la Casa Blanca primero, entreteniendo y encantando a la docena más o menos de miembros de la familia Thibodeaux reunida allí con su versión de «Derby Ram» y «John Henry» y otras por el estilo.

—Pero —había protestado Ian Duncan—, esta es garrafa clásica. Nosotros tocamos sonatas del fallecido Beethoven.

—Nosotros les llamaremos —dijo apresuradamente el buscador de talentos—. Si Nicky muestra interés en algún momento en el futuro.

¡Nicky! Había palidecido. Imaginen ser tan íntimo de la Primera Dama. El y Al, farfullando sin objeto, se habían retirado del escenario con sus garrafas, haciendo campo para el próximo acto, un grupo de perros vestidos con disfraces Isabelinos representando personajes de Hamlet. Los perros tampoco lo habían logrado, pero poco servía de consuelo.

—Me han dicho —estaba diciendo Nicole—, que hay tan poca luz en las profundidades del océano que... bien, observen a este extraño prójimo. —Un pez, portando una linterna luminosa delante suyo, nadó cruzando la pantalla de TV.

Sobresaltándole, hubo un golpetear en la puerta del departamento. Con ansiedad Duncan fue a abrir; encontró a su vecino el Sr. Stone allí parado, luciendo nervioso.

—¿No estaba en lo de Todas las Almas? —dijo el Sr. Stone—. ¿No revisarán y se darán cuenta? —Tenía en sus manos la prueba corregida de Duncan.

—Dígame cómo me fue —dijo Duncan. Se preparó.

Entrando en el departamento, Stone cerró la puerta tras sí. Miró el aparato de televisión, vio a Nicole sentada con los oceanógrafos, la escuchó por un momento, y entonces dijo abruptamente con una voz ronca:

—Le fue bien —levantó la prueba que traía en la mano.

—¿La pasé? —se asombró Duncan.

No podía creerlo. Aceptó los papeles, los examinó con incredulidad. Y entonces comprendió lo que había ocurrido. Stone había conspirado para que él pasara; había falsificado la calificación, probablemente por motivos humanitarios. Duncan levantó su cabeza y se miraron el uno al otro, sin hablar. Esto es terrible, pensó Duncan. ¿Que haré ahora? Su reacción lo sorprendió, pero allí estaba.

Yo quería fallar, se dio cuenta. ¿Por qué? Para así poder salir de aquí, y así tener una excusa para dejar todo esto, mi departamento y mi trabajo, e irme. Emigrar con nada más que mi camisa a mi espalda, en un carcacha que se cae a pedazos en el momento que se posa en la selva marciana.

—Gracias —murmuró sombríamente.

—Podrá hacer lo mismo por mí alguna vez —dijo Stone con una voz rápida.

—Oh sí, estaré feliz de hacerlo —respondió Duncan.

Escurriéndose de vuelta fuera del departamento, Stone lo dejó a solas con el aparato de televisión, su garrafa, los papeles falsamente corregidos, y sus pensamientos.

Al, tienes que ayudarme, se dijo. Tienes de sacarme de esto; no puedo ni salir por mí mismo.


En la pequeña estructura en la parte de atrás de Jungla de Carcachas Nº 3, Al Duncan estaba sentado con sus pies sobre el escritorio, fumando un cigarrillo y viendo la gente pasar, la acera y la gente y las tiendas del centro de Reno, Nevada. Más allá del brillo de las carcachas nuevas estacionadas con banderas ondeantes y cintas cayendo en cascada desde ellos, vio una figura esperando, escondiéndose detrás del anuncio con las letras «LOONY LUKE».

Y él no fue la única persona que vio la figura; por la acera venían un hombre y una mujer con un pequeño niño trotando delante de ellos, y el chico, exclamando, brincaba arriba y abajo, gesticulando excitado:

—¡Hey, papi, mira! ¿Sabes que es eso? Mira, es la papuula.

—Oh, vaya —dijo el hombre con una sonrisa—, sí que lo es. Mira, Marion, allí hay una de esas criaturas marcianas, escondiéndose debajo de ese letrero. ¿Qué te parece si vamos a conversar con ella? —Empezó a ir en esa dirección, junto con el chico. La mujer, sin embargo, continuó por la acera.

—¡Ven, mami! —urgió el chico.

En su oficina, Al tocó ligeramente los controles del mecanismo dentro de su camisa. La papuula salió de debajo del letrero de LOONY LUKE, y Al hizo que se deslizara con sus seis patas cortas y macizas hacia la acera, su sombrero redondo y tonto resbalando sobre una antena, sus ojos cruzándose y descruzándose conforme distinguía a la mujer. Habiéndose establecido el tropismo, la papuula caminó con esfuerzo tras ella, para delicia del chico y su padre.

—¡Mira, papi, está siguiendo a mami! ¡Hey mami, date la vuelta y mira!

La mujer miró para atrás, vio al organismo de forma de plato con su cuerpo anaranjado con forma de insecto, y se rió. Todo el mundo ama a las papuulas, pensó Al. Mira la divertida papuula marciana. Habla, papuula; di hola a la agradable dama que está riéndose de ti.

Los pensamientos de la papuula, dirigidos a la mujer, alcanzaron a Al. La estaba saludando, diciéndole lo agradable que era conocerla, calmándola y coaccionándola hasta que se devolvió por la acera hacia ella, reuniéndose con su niño y su marido, así que ahora los tres estaban juntos de pie, recibiendo los impulsos mentales que emanaban de la criatura marciana que había venido a la Tierra sin planes hostiles, sin capacidad para provocar problemas. La papuula los amaba, también, así como ellos la amaban, les decía justo ahora, les trasmitía la gentileza, la cálida hospitalidad que se acostumbraba en su propio planeta.

Que lugar maravilloso debía ser Marte, sin duda estaban pensando el hombre y la mujer, conforme la papuula vertía sus recuerdos, su actitud. Dios, no es frío ni esquizoide, como la sociedad terrícola; nadie espía a nadie, ni califica sus innumerables exámenes políticos, ni los reporta a los comités de Seguridad del edificio semana de por medio. Piensen en ello, les decía la papuula mientras se quedaban como clavados en la acera, incapaces de seguir adelante. Ustedes son su único jefe, allí, libres para trabajar su tierra, creer en sus propias creencias, volverse ustedes mismos. Mírense, temerosos incluso de estar aquí escuchando. Temerosos de...

Con una voz nerviosa el hombre le dijo a su esposa:

—Mejor nos vamos.

—Oh, no —imploró el niño—. Quiero decir, vaya, ¿qué tan seguido puedes hablar con una papuula? Debe pertenecer a esa jungla de carcachas, allí...

El chico señaló, y Al se encontró bajo el agudo, observador escrutinio del hombre.

—Por supuesto —dijo el hombre—. Aterrizaron aquí para vender carcachas. Nos está trabajando justo ahora, suavizándonos—. El encantamiento se desvaneció visiblemente de su cara—. Allí está el hombre sentado, operándola.

Pero, la papuula pensó, aun así lo que les digo es cierto. Incluso si es un gancho de venta. Usted puede ir allí, a Marte, por sí mismo. Usted y su familia pueden ver con sus propios ojos, si tienen el coraje para liberarse. ¿Puede hacerlo? ¿Es un hombre de verdad? Compre una carcacha Loony Luke... cómprela mientras todavía tiene la oportunidad, porque usted sabe que algún día, tal vez dentro de no mucho, la ley va a ser traída abajo. Y ya no habrá más junglas de carcachas. No más fisura en la pared de la sociedad autoritaria por la cual unos pocos —una poca gente afortunada— puede escapar.

Tocando con los controles en su abdomen, Al aumentó la potencia. La fuerza de la psique de la papuula aumentó, atrayendo al hombre, tomando control de él. Usted debe comprar un carcacha, urgió la papuula. Plan de pagos fáciles, garantía de servicio, muchos modelos para escoger. El hombre dio un paso hacia el lote. Apresúrese, le dijo la papuula. En cualquier momento las autoridades pueden cerrar el lote y su oportunidad se habrá ido para siempre.

—Así es como lo arreglaron —dijo el hombre con dificultad—. El animal seduce a la gente. Hipnosis. Tenemos que irnos. —Pero no se fue; era demasiado tarde: iba a comprar un carcacha, y Al, en la oficina con su caja de controles, estaba conduciendo al hombre hacia adentro.

Sin apresurarse, Al se puso de pie. Hora de salir y cerrar el trato. Apagó la papuula, abrió la puerta de la oficina, salió al lote, y vio una figura que una vez le fuera familiar caminando entre las carcachas, hacia él. Era su hermano Ian y no lo había visto en años. Por Dios, pensó Al. ¿Qué querrá? Y en un momento como este...

—Al —llamó su hermano, saludando—. ¿Puedo hablar contigo un segundo? ¿No estás demasiado ocupado, verdad? —Sudando y pálido, se acercó, viendo a los lados en forma temerosa. Se había deteriorado desde la última vez que Al lo había visto.

—Escucha —dijo Al enojado. Pero ya era demasiado tarde; la pareja y su niño se había soltado y se movían rápidamente calle abajo.

—No pretendía molestarte —murmuró Ian.

—No me estás molestando —dijo Al mientras miraba apesadumbrado a las tres gentes que se iban—. ¿Cual es el problema Ian? No te ves bien; ¿estás enfermo? Ven, entra en la oficina—. Condujo a su hermano adentro y cerró la puerta.

Encontré mi garrafa —comenzó Ian—. ¿Recuerdas cuando tratábamos de llegar a la Casa Blanca? Al, tenemos que tratar una vez más. Para ser honesto, no puedo seguir así; no puedo soportar ser un fracasado con lo que estuvimos de acuerdo era lo más importante en nuestras vidas—. Jadeando, se secó la frente con su pañuelo, sus manos temblando.

—Yo ya ni siquiera tengo mi garrafa —dijo Al.

—Debes. Bueno, podríamos grabar cada uno nuestras partes por separado con mi garrafa y luego sintetizarlas en una cinta, y presentarlo a la Casa Blanca. Esta sensación de estar atrapado; no sé si puedo seguir viviendo con ella. Tengo que volver a tocar. Si empezáramos a practicar ahora mismo las «Variaciones Goldberg», en dos meses podríamos...

Al lo interrumpió:

—¿Todavía vives en ese sitio? ¿Ese Abraham Lincoln?

Ian asintió.

—¿Y todavía tienes ese puesto allá en Palo Alto, todavía eres inspector de equipo? —No podía entender por qué su hermano estaba tan alterado—. Diablos, si pasara lo peor puedes emigrar. Tocar la garrafa está fuera de discusión; no he tocado en años, desde la última vez que te vi, de hecho. Espera un minuto—. Movió las perillas del mecanismo que controlaba la papuula; cerca de la acera la criatura respondió y empezó a regresar lentamente a su lugar bajo el letrero.

—Creí que estaban todas muertas —dijo Ian viéndola.

—Lo están.

—Pero esa de allí se mueve y...

—Es falsa —dijo Al—. Un títere. Yo lo controlo. —Mostró a su hermano la caja de controles—. Hace que la gente salga de la acera. De hecho, se supone que Luke tiene una de verdad con base en la cual modela éstas. Nadie lo sabe con seguridad y la ley no puede tocar a Luke porque técnicamente ahora es un ciudadano de Marte. No pueden hacer que muestre la verdadera, si es que la tiene—. Al se sentó y encendió un cigarrillo —Falla en tu examen polrel—, le dijo a Ian —pierde tu departamento y recupera tu depósito original; tráeme el dinero y veré que recibas una carcacha condenadamente buena que te llevará a Marte. ¿Bien?

—Traté de fallar en mi examen —dijo Ian—, pero no me dejaron. Arreglaron el resultado. No quieren que me vaya.

—¿Quiénes son «ellos»?

—El hombre del departamento de al lado. Ed Stone es su nombre. Lo hizo deliberadamente; vi la expresión en su cara. Tal vez creyó que me hacía un favor... No lo sé —Miró a su alrededor—. Es una pequeña y agradable oficina la que tienes aquí. ¿Duermes en ella, no? Y cuando se traslada, te trasladas con ella.

—Sí —dijo Al—. Siempre estamos listos para despegar. —La policía casi lo había pescado varias veces, a pesar incluso de que el lote podía alcanzar velocidad orbital en seis minutos. La papuula había detectado que se aproximaban, pero no con el adelanto suficiente para un escape confortable; generalmente era apurado y desorganizado, con una parte de su inventario de carcachas dejado atrás.

—Estás un salto delante de ellos —se divirtió Ian—. Y aun así no te preocupa. Supongo que todo está en la actitud.

—Si me agarran —dijo Al—, Luke pagará mi fianza —La imponente, poderosa figura de su jefe estaba siempre allí, respaldándole, así que ¿de qué tenía que preocuparse? El magnate de las carcachas conocía un millón de trucos. El clan Thibodeaux limitaba sus ataques contra él a artículos para intelectuales en las revistas populares y en la TV, hablando como arpías de la vulgaridad de Luke y el mal estado de sus vehículos; le tenían un poco de miedo, sin duda.

—Te envidio —dijo Ian—. Tu prestancia. Tu calma.

—¿No tiene tu apartamento un piloto celeste? Habla con él.

—De nada sirve —la voz de Ian era amarga—. Ahora es Patrick Doyle y está tan mal como yo. Y Don Klugman, nuestro gerente, está todavía peor; es un saco de nervios. De hecho todo nuestro edificio está cargado de ansiedad. Quizás tenga que ver con los dolores de sinusitis de Nicole.

Mirando a su hermano, Al vio que de veras hablaba en serio. La Casa Blanca y todo lo que representaba significaban tanto para él; todavía dominaban su vida, como lo habían hecho cuando eran niños.

—Por tu bien —dijo Al quedamente—, conseguiré mi garrafa y practicaré. Haremos un intento más.

Sin habla, Ian lo miró con la boca abierta de gratitud.


Sentados juntos en la oficina de negocios del Abraham Lincoln, Don Klugman y Patrick Doyle estudiaban la solicitud que el Sr. Ian Duncan, del Nº 304, les había presentado. Ian deseaba aparecer en el show de talentos bisemanal, y en un momento en que un buscador de talentos de la Casa Blanca estuviera presente. La solicitud, vio Klugman, era rutinaria, excepto porque Ian proponía hacer su presentación en conjunto con otro individuo que no vivía en el Abraham Lincoln.

Doyle dijo:

—Es su hermano. Una vez me lo contó; ellos dos solían hacer este acto, hace años. Música barroca con dos garrafas. Una novedad.

—¿En cual casa de departamentos vive su hermano? —Preguntó Klugman. La aprobación de la solicitud dependería de cómo estaban las relaciones entre el Abraham Lincoln y el otro edificio.

—En ninguna. Vende carcachas para ese Loony Luke, ustedes saben. Esas naves pequeñas y baratas que apenas llegan a Marte. Vive en uno de los lotes, hasta donde entiendo. Los lotes se cambian de lugar; es un existencia nómada. Estoy seguro que han oído de ellos.

—Sí —concordó Klugman—, y está completamente fuera de discusión. No podemos presentar ese acto en nuestro escenario, no con un hombre como ése involucrado. No hay razón para que Ian Duncan no toque su garrafa; es un derecho político básico y no me sorprendería si es una actuación satisfactoria. Pero va contra nuestra tradición tener a alguien de afuera participando; nuestro escenario es para nuestra propia gente exclusivamente, siempre lo ha sido y siempre lo será. Así que no hay necesidad de discutir esto. —Miró al piloto celeste con expresión crítica.

—Es verdad —dijo Doyle—, pero es un pariente de sangre de uno de los nuestros, ¿cierto? Es legal que uno de nosotros invite a un pariente a mirar los shows de talentos... así que ¿por qué no dejarlo participar? Esto significa mucho para Ian; creo que sabes que ha estado fallando, últimamente. El no es una persona muy inteligente. De hecho, debería estar haciendo un trabajo manual, supongo. Pero si tiene habilidad artística, por ejemplo este concepto de la garrafa...

Examinando sus documentos, Klugman vio que un cazador de talentos de la Casa Blanca debería estar asistiendo a un show en el Abraham Lincoln en dos semanas. Los mejores actos del edificio serían, por supuesto, programados para esa noche... los Hermanos Duncan y su Banda de Garrafas Barroca tendrían que competir exitosamente para poder obtener ese privilegio, y había una cantidad de actos que —pensó Klugman— eran probablemente superiores. Después de todo, garrafas... y ni siquiera garrafas electrónicas, además.

—Está bien —dijo en voz alta a Doyle—. Estoy de acuerdo.

—Estás mostrando tu lado humano —dijo el piloto celeste, con una sonrisa de sentimentalismo que disgustó a Klugman—. Y creo que todos disfrutaremos a Bach y Vivaldi como lo tocan los Hermanos Duncan en sus garrafas inimitables.

Klugman, encogiéndose, asintió.


La gran noche, cuando empezaron a entrar en el auditorio en el primer piso de los Departamentos Abraham Lincoln, Ian Duncan vio, deslizándose detrás de su hermano, la figura chata y de paso apresurado de la criatura marciana, la papuula. Se detuvo en seco.

—¿Traerás eso contigo?

—No entiendes. ¿Acaso no tenemos que ganar?

Tras una pausa, Ian respondió:

—No de ese modo —Bueno, él entendía; la papuula atraparía a la audiencia como había atrapado al tráfico de la acera. Ejercería su influencia extrasensorial en ellos, coaccionándoles para que tomaran una decisión favorable. Vaya con la ética de un vendedor de carcachas, comprendió Ian. Para su hermano, esto parecía perfectamente normal; si no podían ganar con su ejecución de las garrafas, ganarían por medio de la papuula.

—Oh —dijo Al, haciendo un gesto—, no seas tu propio peor enemigo. En lo único que estamos metidos es en una pequeña técnica subliminal de ventas, como la que han estado usando por un siglo, es un método antiguo y de buena reputación para inclinar la opinión de la gente a tu favor. Quiero decir, enfrentémoslo, no hemos tocado la garrafa profesionalmente en años. Tocó los controles en su cintura y la papuula se apresuró a alcanzarles. De nuevo tocó Al los controles...

Y en la mente de Ian surgió un pensamiento persuasivo, ¿por qué no? Todos los demás lo hacen.

Con dificultad dijo:

—Quítame esa cosa, Al.

Al se encogió de hombros. Y el pensamiento, que había invadido la mente de Ian desde afuera, gradualmente se retiró. Y aun así, quedó un pequeño residuo. Ya no estaba seguro de su posición.

—No es nada comparado con lo que la maquinaria de Nicole puede lograr —señaló Al, viendo la expresión de su cara—. Una papuula por acá y allá, contra ese instrumento de cobertura planetaria en que Nicole ha convertido a la televisión, allí tienes el verdadero peligro, Ian. La papuula es tosca; tú sabes que estás siendo trabajado. No es así cuando escuchas a Nicole. La presión es tan sutil y tan completa...

—No sé nada de eso —dijo Ian—, sólo sé que a menos que tengamos éxito, a menos que lleguemos a tocar en la Casa Blanca, la vida hasta donde me importa, no vale la pena vivirla. Y nadie puso esa idea en mi cabeza. Es como me siento; es mi propia idea, maldita sea. —Mantuvo la puerta abierta, y Al entró en el auditorio, cargando su garrafa por el mango. Ian lo siguió, y un momento después los dos estaban en el escenario, frente al salón parcialmente lleno.

—¿Alguna vez la has visto? —preguntó Al.

—La veo todo el tiempo.

—Quiero decir, en realidad. En persona. Es decir, de carne y hueso.

—Por supuesto que no —dijo Ian. Ese era el punto de tener éxito, de llegar a la Casa Blanca. La verían realmente, no sólo la imagen de tele, no sería ya más una fantasía, sería verdadero.

—Yo la vi una vez —dijo Al—. Acababa de colocar el lote, la Jungla de Carcachas No 3, en la avenida comercial principal de Shreveport, Louisianna. Era temprano en la mañana, como las ocho. Vi autos oficiales que venían; naturalmente pensé que era la policía; empecé a despegar. Pero no era. Era un desfile de autos, con Nicole en él, que iba a dedicar un nuevo edificio de departamentos, el más grande que se ha construido.

—Sí —dijo Ian—. El Paul Bunyan —El equipo de fútbol de Abraham Lincoln jugaba cada año contra su equipo, y siempre perdía. El Paul Bunyan tenía cerca de diez mil residentes, y todos ellos provenían de la clase administrativa; era un edificio de departamentos exclusivo de miembros activos del Partido, con pagos mensuales únicos enormes.

—Deberías haberla visto —dijo Al pensativo mientras se sentaba frente a la audiencia, su garrafa sobre el regazo. Tanteó a la papuula con su pie; se había colocado bajo su asiento, fuera de la vista—. Sí —murmuró—, de veras deberías haberla visto. No es lo mismo que en tele, Ian. De veras que no.

Ian asintió. Había comenzado a sentirse aprehensivo, ahora; en pocos minutos serían presentados. Había llegado su prueba.

Viéndole agarrar su garrafa fuertemente, Al dijo:

—¿Uso la papuula o no? Tú decides —Levantó una ceja.

—Úsala —dijo Ian.

—Bien —dijo Al, poniendo la mano dentro de su saco. Lentamente movió los controles. Y, saliendo de debajo de su asiento, la papuula rodó hacia adelante, sus antenas moviéndose en forma rara, sus ojos cruzándose y descruzándose.

Al momento la audiencia se puso alerta, la gente se inclinó hacia adelante para ver, algunos de ellos riendo con deleite.

—Miren —dijo un hombre excitado. Era el viejo Joe Purd, tan ansioso como un niño—. ¡Es la papuula!

Una mujer se puso de pie para ver con más claridad, y Ian pensó para sí, Todos quieren a la papuula. Nosotros ganaremos, toquemos la garrafa o no. ¿Y entonces qué? ¿Conocer a Nicole nos hará aun más infelices de lo que somos? ¿Es eso lo que sacaremos de este descontento masivo, sin esperanza? ¿Un dolor, una carestía que no puede ser nunca satisfecha en este mundo?

Era demasiado tarde para echarse atrás, ahora. La puertas de auditorio se habían cerrado y Don Klugman se estaba levantando de su asiento, golpeando la mesa para poner orden.

—Bien, gentes —dijo en su micrófono de solapa—. Vamos a tener una pequeña exhibición de talento, ahora mismo, los Hermanos Duncan y sus Garrafas Clásicas con un mosaico de melodías de Bach y Handel que deberían poner sus pies a bailar. —Sonrió de lado a Ian y Al, como diciendo, ¿Qué les parece esa introducción?

Al no le prestó atención; manipuló sus controles y miró pensativamente a la audiencia, luego al fin levantó su garrafa, miró a Ian y comenzó a golpetear con el pie. «La pequeña fuga en sol menor» abrió su mosaico, y Al comenzó a soplar la garrafa, emitiendo el vivaz tema.

Bum, bum, bum. Bum-bum bum-bum bum bum de dum. De bum, De bum, de de-de bum... Sus mejillas se pusieron rojas e hinchadas conforme soplaba.

La papuula vagó por el escenario, y luego bajó, con una serie de movimientos tontos e incómodos, hasta la primera fila de la audiencia. Había empezado a trabajar.


Las noticias colocadas en el tablero del boletín comunal afuera de la cafetería del Abraham Lincoln de que los Hermanos Duncan habían sido escogidos por el cazador de talentos para actuar en la Casa Blanca sorprendió a Edgar Stone. Leyó el anuncio una y otra vez, preguntándose cómo el pequeño, nervioso y encogido hombre se las había arreglado para hacerlo.

Ha habido trampa, se dijo Stone. Así como lo pasé en sus pruebas de política... ha conseguido a alguien más que le falsifique unos cuantos resultados en la línea de talento: él mismo había oído las garrafas; había estado presente en ese programa, y los Hermanos Duncan, Garrafas Clásicas, simplemente no eran así de buenos. Eran buenos, había que admitirlo... pero intuitivamente sabía que había algo más involucrado.

Muy dentro de sí sintió enojo, un resentimiento por haber falsificado la calificación de la prueba de Duncan. Yo lo puse en el camino del éxito, se dio cuenta Stone; yo lo salvé. Y ahora está camino a la Casa Blanca.

No era de extrañar que Duncan hubiera sacado una calificación tan pobre en el examen de política, se dijo Stone. Estaba ocupado practicando con su garrafa; no tiene tiempo para las realidades comunes y corrientes que los demás tenemos que enfrentar. Debe ser grandioso ser un artista, pensó Stone con amargura. Estás exento de todas las reglas, puedes hacer lo que quieras.

Seguro que me ha hecho quedar como un tonto.

Caminando a zancadas hacia el salón del segundo piso, Stone llegó a la oficina del piloto celeste del edificio; tocó el timbre y la puerta se abrió, mostrándole una vista del piloto celeste inmerso en su trabajo de escritorio, su cara arrugada de cansancio.

—Um, padre —dijo Stone—, me gustaría confesarme. ¿Tiene usted unos minutos? Es muy urgente para mi mente, mis pecados, quiero decir.

Rozando su frente, Patrick Doule asintió:

—Sssi —murmuró—. O llueve o diluvia; me han llegado diez residentes hoy hasta ahora, pidiendo usar el confesionario. Adelante. —Apuntó hacia la cámara que abría a su oficina—. Siéntese y enchúfese. Estaré escuchando mientras lleno estas formas 4-10 de Boise.

Lleno de furiosa indignación, sus manos temblando, Edgar Stone pegó los electrodos del confesionador en los puntos correctos de su cráneo, y entonces, tomando el micrófono, empezó a confesarse. Los tambores de cinta de la máquina giraban mientras hablaba.

—Movido por una falsa piedad —dijo—, violé una regla del edificio. Pero estoy preocupado principalmente no con el acto en sí sino con los motivos tras él; el acto es meramente el resultado de una falsa actitud hacia mis compañeros residentes. Esta persona, mi vecino el Sr. Duncan, salió muy mal en su reciente prueba polrel y yo lo vi expulsado de Abraham Lincoln. Me identifiqué con él porque inconscientemente me considero un fracasado, tanto como residente de este edificio como hombre, así que falsifiqué su calificación para indicar que había pasado. Obviamente, habrá que aplicar una nueva prueba polrel al Sr. Duncan y la que yo califiqué tendrá que ser anulada. —Miró al piloto celeste, pero no hubo reacción.

Eso se hará cargo de Ian Duncan y su Garrafa Clásica, se dijo Stone.

Para entonces el confesionador había analizado su confesión; escupió una tarjeta, y Doyle se puso de pie cansadamente para recibirla. Luego de un cuidadoso estudio levantó la vista.

—Sr. Stone —dijo—, el punto de vista expresado aquí es que su confesión no es una confesión. ¿Qué es lo que realmente tiene en su mente? Regrese y comience de nuevo; usted no ha hurgado lo bastante hondo como para sacar el material genuino. Y le sugiero que empiece por confesar que confesó incorrectamente consciente y deliberadamente.

—No hay tal cosa —dijo Stone, pero su voz (incluso para él) sonaba endeble—. Tal vez pueda discutir esto con usted informalmente. Yo falsifiqué la calificación de la prueba de Ian Duncan. Ahora bien, mis motivos para hacerlo...

Doyle le interrumpió.

—¿No estará celoso de Duncan? Con lo de su éxito con la garrafa. ¿El premio Casa Blanca?

Se produjo un silencio.

—Podría ser —admitió Stone al fin—. Pero no cambia el hecho de que de a por derecho Ian Duncan no debería estar viviendo aquí, debería ser expulsado, independientemente de mis motivos. Mire en el Código de edificios de departamentos comunales. Sé que hay una sección que cubre una situación como ésta.

—Pero usted no puede salir de aquí —dijo el piloto celeste—, sin confesar; tendrá que satisfacer a la máquina. Usted está intentando forzar la expulsión de un vecino para satisfacer sus propias necesidades emocionales. Confiese eso, y entonces tal vez podamos discutir la regulación del código en lo que concierte a Duncan.

Stone gruñó y una vez más fijó los electrodos a su cráneo.

—Está bien —rechinó los dientes—. Odio a Ian Duncan porque es artísticamente dotado y yo no. Estoy dispuesto a ser examinado por un jurado de doce residentes de entre mis vecinos para ver cuál es la pena por mi pecado; ¡pero insisto que a Duncan se le haga otra prueba polrel! No cederé con esto; él no tiene derecho a vivir aquí entre nosotros. ¡Es moral y legalmente incorrecto!

—Al menos está siendo honesto, ahora —dijo Doyle.

—De hecho —dijo Stone—, yo disfruto la música de las bandas de garrafa; me gustó su música, la otra noche. Pero debo actuar del modo que creo conviene a los intereses comunales.

El confesionador, le pareció, hizo un bufido de escarnio cuando escupió una segunda tarjeta. Pero quizás era tan sólo su imaginación.

—Está usted profundizando —dijo Doyle, leyendo la tarjeta—. Mire esto —Le pasó la tarjeta a Stone—. Su mente es un motín de motivos confusos, ambivalentes. ¿Cuándo fue la última vez que se confesó?

Sonrojándose, Stone musitó:

—Creo que en agosto pasado. Pepe Jones era el piloto celeste entonces.

—Habrá que hacer un montón de trabajo con usted —dijo Doyle, encendiendo un cigarrillo y reclinándose en su sillón.


El número de apertura en su presentación en la Casa Blanca, habían decidido después de mucha discusión, sería la «Chaconna en re». A Al siempre le había gustado, a pesar de las dificultades involucradas, los silencios dobles y todo. Incluso pensar en la chaconna ponía nervioso a Ian. Deseó, ahora que había sido decidido, haberse sostenido en la más sencilla «Quinta suite para chelo sin acompañamiento». Pera era demasiado tarde. Al había mandado la información al Secretario de A y R (Artistas y repertorio) de la Casa Blanca, Harold Slezak.

—No te preocupes, te toca la segunda garrafa en esto. ¿Te importa ser segunda garrafa conmigo? —dijo Al.

—No —dijo Ian. Era un alivio, de hecho, Al tenían una parte mucho más difícil.

Afuera del perímetro de la Jungla de Carcachas Nº 3 la papuula se movió, zigzagueando por la acera mientras de deslizaba, persiguiendo quedamente a un prospecto de venta. Sólo eran las diez de la mañana y todavía no había llegado nadie digno de atrapar. Hoy el lote se había posado en la sección montañosa de Oakland, California, entre las curvadas calles bordeadas de árboles de la mejor zona residencial. Al otro lado de la calle, frente al lote, Ian podía ver al Joe Louis, un edificio de departamentos de forma peculiar pero llamativo de un millar de unidades, en su mayoría ocupadas por Negros acomodados. El edificio, bajo sol de la mañana, lucía especialmente limpio y cuidado. Un guardia, con placa y pistola, patrullaba la entrada, deteniendo a cualquiera que tratara de entrar sin vivir allí.

—Slezak tiene que aprobar el programa —le recordó Al—. Tal vez Nicole no quiera oír la «chaconna»; ella tiene gustos muy especializados y cambian todo el tiempo.

En su mente Ian vio a Nicole, sentada en su enorme cama, con su camisón rosado y lleno de encajes, su desayuno en una bandeja a su lado mientras revisaba los programas que le presentaban para su aprobación. Ya ha oído de nosotros, pensó. Ella conoce nuestra existencia. En ese caso, en realidad existimos. Como un niño que tiene que tener a su madre vigilando lo que hace; estamos siendo traídos a la existencia, validados consensualmente, por la mirada de Nicole.

¿Y cuando aparte su mirada de nosotros, entonces qué? ¿Qué pasa con nosotros después? ¿Nos desintegramos, nos hundimos de nuevo en el olvido?

De vuelta, pensó, a átomos amorfos y aleatorios. Al lugar de donde vinimos... el mundo del no ser. El mundo en el que hemos estado todas nuestras vidas, hasta ahora.

—Y —dijo Al—, podría pedirnos un encore. Podría incluso solicitar una favorita en particular. Lo he investigado, y parece que algunas veces pide oír «El granjero feliz», de Schumann. ¿Tienes eso presente? Mejor trabajamos «El granjero feliz», por si acaso. —Sopló unos cuantos tut tuts en su garrafa, pensativo.

—No puedo hacerlo —dijo Ian abruptamente—. No puedo continuar. Significa demasiado para mí. Algo irá mal; no la complaceremos y nos echarán a patadas. Y no seremos capaces de olvidarlo nunca.

—Mira —empezó Al—. Tenemos la papuula. Y eso nos da... —se detuvo. Un hombre mayor, alto y de hombros anchos vestido con un costoso traje azul de fibra natural con rayas finas venía por la acera—. Mi Dios, si es Luke en persona —dijo Al. Se veía asustado—. Sólo lo he visto dos veces antes en mi vida. Algo debe andar mal.

—Mejor retraes la papuula —dijo Ian. La papuula había empezado a moverse hacia Loony Luke.

Con una expresión perpleja en su cara, Al dijo:

—No puedo —Tocaba desesperado los controles de la papuula en su cintura—. No responde.

La papuula alcanzó a Luke, y Luke se agachó, la recogió y continuó hacia el lote, la papuula bajo el brazo.

—Ha tomado precedencia sobre mí —dijo Al. Miró a su hermano aturdido.

La puerta de la pequeña estructura se abrió y entró Luke.

—Recibimos un reporte de que has estado usando esto en tu tiempo libre, para propósitos personales —le dijo a Al, con voz grave y queda—. Se te dijo que no lo hicieras, las papuulas pertenecen a los lotes, no a los operadores.

—Oh, vamos, Luke —dijo Al.

—Deberías despedirte —dijo Luke—, pero eres un buen vendedor, así que te retendré por un tiempo. Mientras tanto, tendrás que llenar tu cuota sin ayuda —Agarrando más fuerte la papuula, empezó a retirarse—. Mi tiempo es valioso, tengo que irme. —Vio la garrafa de Al—. Ese no es un instrumento musical, es algo para echar whisky dentro.

—Escucha, Luke, —dijo Al— esto es publicidad. Tocar para Nicole significa que la red de Junglas de Carcachas aumentará de prestigio, ¿captaste?

—Yo no quiero prestigio —dijo Luke, deteniéndose en la puerta—. No le organizo fiestas a Nicole Thibodeaux. Que ella dirija la sociedad en la forma que quiera y yo dirigiré las junglas del modo que yo quiera. Ella me deja en paz y no la dijo en paz y así está bien para mí. No lo revuelvas. Dile a Slezak que no puedes presentarte y olvida el asunto, ningún hombre adulto en sus cinco sentidos soplaría en una botella vacía, de todos modos.

—Pero allí es donde estás equivocado —dijo Al—. Puede hallarse arte en las formas más mundanas y cotidianas de la vida, como estas garrafa, por ejemplo.

—Ahora no tienes una papuula para ablandar a la Primera Familia para ti. Mejor piensa en ello... ¿de veras esperas lograrlo sin la papuula? —dijo Luke, escarbándose los dientes con un palillo de plata.

Luego de una pausa Al le dijo a Ian:

—Él tiene razón. La papuula lo hizo por nosotros. Pero, diablos, vayamos de todos modos.

—Tienes agallas —dijo Luke—. Pero no sentido común. Aun así, no me queda más remedio que admirarte. Puedo ver por qué has sido un vendedor de primera para la organización, no te rindes. Toma la papuula la noche que toques en la Casa Blanca y devuélvela la mañana siguiente —Le lanzó la criatura redonda y de ojos saltones a Al. Atrapándola, Al la apretó contra su pecho como una gran almohada. No le gustamos a Nicole. Demasiada gente se le ha escapado de entre los dedos por nuestra culpa; somos una gotera en la estructura de mamá y mamá lo sabe—. Sonrió, mostrando dientes de oro.

—Gracias, Luke —dijo Al.

—Pero yo operaré la papuula —advirtió Luke—. Por control remoto. Soy un poco más diestro que tú, después de todo, yo las construí.

—Seguro —respondió Al—. Tendré las manos ocupadas tocando, de todos modos.

—Sí —dijo Luke—, necesitarás ambas manos para esa botella.

Algo en el tono de Luke puso a Ian Duncan incómodo. ¿Qué estará tramando? se preguntó. Pero en cualquier caso él y su hermano no tenían opción; tenían que tener a la papuula trabajando para ellos. Y sin duda Luke podía hacer un buen trabajo operándola, ya había demostrado su superioridad sobre Al, justo ahora, y como dijo Luke, Al estaría ocupado soplando su garrafa. Pero aun así...

—Loony Luke —preguntó Ian— ¿algunas vez te has reunido con Nicole? —Fue un pensamiento repentino de su parte, una intuición repentina.

—Seguro —dijo Luke sin perturbarse—. Hace años. Tenía algunos títeres de mano, mi papá y yo viajábamos por ahí presentando espectáculos de títeres. Finalmente nos presentamos en la Casa Blanca.

—¿Qué pasó allí? —preguntó Ian.

Luke, luego de una pausa, respondió:

—No le interesamos. Dijo algo acerca de que los títeres eran indecentes.

Y tú la odias, se dio cuenta Ian. Nunca la perdonaste.

—¿Lo eran? —le preguntó a Luke.

—No —respondió Luke—. Es cierto, uno de los actos era de desnudo, teníamos títeres coristas. Pero nadie nunca lo objetó. Fue muy duro para mi papá pero a mí no me importó. —Su cara estaba imperturbable.

—¿Era Nicole la Primera Dama hace tanto tiempo? —preguntó Al.

—Oh, sí —dijo contestó—. Ella ha ocupado el cargo durante setenta y tres años, ¿no lo sabían?

—Eso es imposible —dijeron Al e Ian, casi al unísono.

—Seguro que lo es—, dijo Luke—. Ella es realmente vieja, ahora. Una abuela. Pero todavía luce bien, supongo. Lo sabrán cuando la vean.

Anonadado, Ian dijo:

—En la televisión...

—Oh, sí —concordó Luke—. En la tele luce como de veinte. Pero busquen en los libros de historia por sí mismos, dénse cuenta. Los hechos están todos allí.

Los hechos, se dio cuenta Ian, no significan nada cuando tú puedes ver con tus propios ojos que ella luce más joven que nunca. Y nosotros lo vemos cada día.

Luke, estás mintiendo, pensó. Lo sabemos, todos lo sabemos. Mi hermano la vio, Al lo habría dicho, si de veras fuera así. La odias, ese es tu motivo. Sacudido, le volvió la espalda a Luke, no queriendo tener que ver nada con el hombre, ahora. Setenta y tres años en el cargo; eso significaría que Nicole tenía casi noventa, ahora. Se estremeció con la idea, la bloqueó fuera de su mente. O al menos trató de hacerlo.

—Buena suerte chicos —se despidió Luke, masticando su palillo de dientes.


Mientras dormía, Ian Duncan tuvo un terrible sueño. Una odiosa mujer vieja con garras verduscas y retorcidas lo rasguñaba, gimoteándole que hiciera algo; no sabía qué era porque su voz, sus palabras, eran borrosas hasta ser indistinguibles, tragadas por su boca de dientes quebrados, perdidas en el hilo de saliva retorcido que le bajaba hasta la barbilla. Luchaba por liberarse.

—Por Cristo —le llegó la voz de Al—. Despierta, tenemos que poner el lote el movimiento, se supone que estemos en la Casa Blanca en tres horas.

Nicole, se dio cuenta Ian mientras se sentaba adormilado. Era ella en la que había soñado, anciana y gastada, pero todavía ella.

—Está bien —murmuró mientras se levantaba inseguro del camastro—. Escucha, Al —dijo—, ¿supón que ella es vieja, como dijo Luke? ¿Y entonces qué? ¿Qué haremos?

—Tocaremos —dijo Al—. Tocaremos nuestras garrafas.

—Pero no podría pasar por eso —dijo Ian—. Mi habilidad para ajustarse es demasiado frágil. Esto se está convirtiendo en una pesadilla; Luke controla la papuula y Nicole es vieja, ¿qué sentido tiene continuar? ¿No podríamos volver a verla solamente en la tele y tal vez por una vez en nuestra vida a gran distancia, como hiciste tú en Shreveport? Eso es suficiente para mí, ahora. Eso quiero, la imagen, ¿bien?

—No —dijo Al obstinadamente—. Tenemos que terminar esto. Recuerda, siempre puedes emigrar a Marte.

El lote se había elevado ya, se estaba moviendo hacia la costa este y Washington, D.C.

Cuando aterrizaron, Slezak, un individuo rotundo, pequeño y activo, los recibió calurosamente; estrechó sus manos mientras caminaban hacia la entrada de servicio de la Casa Blanca.

—Su programa es ambicioso —les dijo, rebosante—, pero si pueden cumplirlo, está bien conmigo, con nosotros acá, la Primera Dama quiero decir, y en particular la Primera Dama que es activamente entusiasta de todas las formas de arte original. De acuerdo con sus datos biográficos ustedes hacen un estudio comprensivo de las grabaciones discográficas primitivas de los tempranos mil novecientos, tan temprano como 1920, de las bandas de garrafas que sobrevivieron a la guerra civil, así que son auténticos garrafistas, excepto por supuesto porque tocan música clásica, no folklórica.

—Si señor —aseguró Al.

—¿Podrían ustedes, sin embargo, meter algún número folklórico? —preguntó Slezak mientras pasaban los guardas en la entrada de servicio y entraban en la Casa Blanca, por el largo y alfombrado corredor con sus candelas artificiales colocadas a intervalos—. Por ejemplo, les sugerimos «Rockabye My Sarah Jane». ¿Tienen esa en sus repertorio? Si no...

—La tenemos —dijo Al cortante—. La añadiremos cerca del final.

—Bien —dijo Slezak, empujándoles amablemente delante suyo—. Ahora, ¿podría preguntarles qué es esta criatura que van cargando? —Miró a la papuula con algo menos que entusiasmo—. ¿Está viva?

—Es nuestro animal tótem —dijo Al.

—¿Quieren decir un hechizo supersticioso? ¿Una mascota?

—Exacto —afirmó Al—. Con ella calmamos la ansiedad. —Dio unos golpecitos en la cabeza de la papuula—. Y es parte de nuestro acto, baila mientras tocamos. Ya sabe, como un mono.

—Bueno, pues que me condenen —dijo Slezak, recuperando su entusiasmo—. Ya veo. Nicole estará encantada, ella adora las cosas suaves y peludas. —Sostuvo una puerta abierta delante de ellos.

Y allí estaba ella sentada.

¿Como podía estar Luke tan equivocado? Pensó Ian. Era incluso más adorable que en la tele, y muy distinta; esa era la diferencia principal, la fabulosa autenticidad de su apariencia, su realidad para los sentidos. Los sentidos sabían la diferencia. Allí estaba sentada, con pantalones de algodón azul desteñido, mocasines en sus pies, una camisa blanca abotonada descuidadamente a través de la cual podía ver —o imaginaba que podía ver— su piel bronceada, suave... qué informal era, pensó Ian. Careciendo de toda pretensión o exhibicionismo. Su pelo corto, exponiendo su nuca y orejas bellamente formadas. Y, pensó, tan condenadamente joven. Parecía no tener ni veinte. Y la vitalidad. La tele no podía captarlo, el delicado brillo de color todo a su alrededor.

—Nicky —dijo Slezak—, estos son los garrafistas clásicos.

Ella volvió a ver para arriba, de lado; había estado leyendo un periódico. Entonces sonrió:

—Buenos días —dijo—. ¿Ya desayunaron? Podríamos servirles algo de tocino canadiense y panecillos horneados y café, si quieren. —Su voz, extrañamente, no parecía provenir de ella; se materializaba desde la parte superior de la habitación, casi en el cielo raso. Viendo hacia allí, Ian vio un grupo de altavoces y se dio cuenta de que una barrera de vidrio los separaba de Nicole, una medida de seguridad para protegerla. Se sintió decepcionado y aun así comprendió por qué era una necesidad. Si algo le ocurriera...

—Ya comimos, Sra. Thibodeaux —dijo Al—. Gracias —El, también, miraba hacia los altavoces.

Ya comimos, Sra. Thibodeaux, pensó Ian locamente. ¿No es más bien totalmente al revés? ¿No está ella, sentada allí con sus pantalones azules y su camisa de algodón, no está ella devorándonos?

Ahora el Presidente, Taufic Negal, un hombre oscuro, delgado, pulcro, entró y se colocó detrás de Nicole, y ella levantó su cara hacia él y dijo:

—Mira, Taffy, tienen una de esas papuulas, ¿no te parece divertido?

—Sí —dijo el Presidente, de pie junto a su esposa.

—¿Podría verla? —le pidió Nicole a Al—. Déjenla venir acá. —Hizo una señal, y la pared de vidrio comenzó a levantarse.

Al dejó caer la papuula y ella se deslizó hacia Nicole, por debajo de la barrera de seguridad levantada, brincó, y de pronto Nicole la sostuvo con sus fuertes manos, mirándola intensamente.

—Diantre —dijo—, no está viva, es sólo un juguete.

—Ninguna sobrevivió —dijo Al—. Hasta donde sabemos. Pero este es un modelo auténtico, basado en remanentes encontrados en Marte. —Dio un paso hacia ella...

La barrera de vidrio volvió a colocarse en su lugar. Al quedó separado de la papuula y allí se quedó, boquiabierto como un tonto, aparentemente muy contrariado. Entonces, como por instinto, tocó los controles en su cintura. No ocurrió nada por un rato, y entonces, al fin, la papuula se estremeció. Se deslizó de las manos de Nicole y saltó de nuevo al suelo. Nicole exclamó sorprendida, sus ojos brillantes.

—¿La quieres, querida? —preguntó su esposo—. Podemos indudablemente conseguirte una, incluso varias.

—¿Que hace? —le preguntó Nicole a Al.

Slezak barbotó:

—Baila, madam, cuando ellos tocan, tiene ritmo en sus huesos ¿correcto, Sr. Duncan? Tal vez podrían ustedes tocar algo ahora, una pieza cortita, para mostrarlo a la Sra. Thibodeaux. —Se restregó las manos. Al e Ian se volvieron a ver.

—S-seguro —afirmó Al—. Ah, podríamos tocar alguito de Schubert, ese arreglo de «La trucha». Bueno, Ian, prepárate. —Desabotonó la cubierta protectora de su garrafa, le levantó y la sostuvo incómodamente. Ian hizo lo mismo—. Este es Al Duncan, en la primera garrafa —dijo Al—. Y a mi lado está mi hermano en la segunda garrafa, trayéndoles un concierto de favoritos clásicos, comenzando con un poquito de Schubert —Y entonces, a una señal de Al, ambos comenzaron a tocar.

Bump bump-bump BUMP-BUMP buuump, bump, ba-bumpo bumpo bup-bup-bup-bup-bupppp. Nicole se rió.

Hemos fracasado, pensó Ian. Dios, ha ocurrido lo peor: somos ridículos. Dejó de tocar; Al continuó, sus mejillas rojas e infladas con el esfuerzo de tocar. Parecía no darse cuenta de que Nicole sostenía su mano delante de su boca para tapar la risa, lo que le divertían ellos y sus esfuerzos. Al siguió tocando, solo, hasta terminar la pieza, y entonces él, también, bajó su garrafa.

—La papuula —dijo Nicole, tan inalteradamente como le fue posible—. No bailó. Ni un pequeño paso; ¿por qué no? —Y de nuevo rió, incapaz de detenerse.

Al dijo tiesamente:

—Yo... no tengo control sobre ella, está bajo control remoto, justo ahora—. Dirigiéndose a la papuula, dijo— Mejor bailas.

—Oh, de veras, esto es maravilloso —dijo Nicole—. Mira —se dirigió su esposo—, tiene que rogarle que baile. Baila, cualquiera que sea tu nombre, cosa-papuula de Marte, o más bien imitación de cosa-papuula de Marte —Punzó a la papuula con la punta de su mocasín, tratando de animarla—. Vamos, pequeña y antigua criatura sintética y linda, hecha toda de alambres. Por favor —La papuula saltó hacia ella. La mordió.

Nicole chilló. Sonó un agudo pop detrás de ella, y la papuula se desvaneció hecha partículas que giraban. Una guardia de seguridad de la Casa Blanca apareció, su rifle en las manos, mirándola intensamente y a las partículas flotantes; su cara estaba calmada pero sus manos y el rifle temblaban. Al comenzó a maldecirse, repitiendo las palabras una y otra vez, las mismas tres o cuatro, sin parar.

—Luke —dijo entonces, a su hermano—. Lo hizo. Venganza. Es nuestro fin —Se veía gris, agotado. Reflexivamente comenzó a empacar su garrafa una vez más, pasando por los movimiento paso a paso.

—Están bajo arresto —vociferó un segundo guardia de la Casa Blanca, apareciendo detrás de ellos y apuntando su rifle hacia ambos.

—Seguro —lo tranquilizó Al como de piedra, su cabeza asintiendo, oscilando vacuamente—. No tuvimos nada que ver con ello, así que arréstenos.

Poniéndose de pie con la ayuda de su esposo, Nicole caminó hacia Al e Ian.

—¿Me mordió porque me reí? —preguntó con voz queda.

Slezak estaba parado allí secándose la frente. No dijo nada; sólo los miraba sin verlos.

—Lo siento —dijo Nicole—. ¿Le hice enojar, no? Es una lástima, habíamos disfrutado su acto.

—Luke lo hizo —dijo Al.

—«Luke» —Nicole le estudió—. Loony Luke, quieres decir. Es el dueño de esas terribles junglas de carcachas que van y vienen a sólo un paso de la ilegalidad. Sí, sé a quién te refieres, lo recuerdo —y mirando a su marido— Supongo que mejor lo hacemos arrestar.

—Lo que digas —convino su esposo, escribiendo en un talón de papel.

—Todo este asunto de las garrafas... ¿era sólo una cubierta para un acto hostil hacia nosotros, no? Un crimen contra el estado. Vamos a tener que revisar la filosofía completa de invitar ejecutantes aquí... quizás ha sido un error. Le da demasiado acceso a cualquiera que tenga intenciones hostiles hacia nosotros. Lo siento —Se veía triste y pálida, ahora, cruzó los brazos y se quedó balanceándose hacia atrás y adelante, perdida en sus pensamientos.

—Créeme, Nicole... —empezó Al.

Introspectivamente, ella comenzó a hablar:

—Yo no soy Nicole; no me llames así. Nicole Thibodeaux murió hace años. Yo soy Kate Rupert, la cuarta que toma su lugar. Soy sólo una actriz que luce lo bastante como la Nicole Original como para poder mantener su puesto, y a veces deseo, cuando pasa algo como esto, no tenerlo. Hay un Consejo en alguna parte que gobierna... ni siquiera los he visto nunca —A su esposo le preguntó—, ¿Ellos saben acerca de esto, no?

—Sí —afirmó—, ya fueron informados.

—Ya ven —le dijo a Al—, él, incluso el Presidente, tiene de hecho más poder que yo—. sonrió apagadamente.

—¿Cuántos atentados ha habido contra tu vida? —inquiró Al.

—Seis o siete —murmuró ella—. Todos por razones sicológicas. Complejos de Edipo sin resolver o algo por el estilo. En realidad no me importa. —Se volvió hacia su marido, entonces—. La verdad creo que esos dos hombres, allí... —Señaló hacia Al e Ian—. No parecen saber qué ocurre, tal vez son inocentes. —A su esposo y a Slezak y al guardia de seguridad les dijo— ¿Tienen que ser destruidos? No veo porqué no pueden sólo erradicar una parte de sus células de memoria y dejarlos ir. ¿Por qué no hacen eso?

Su esposo se encogió de hombros.

—Si quieres que sea de ese modo.

—Sí —aseguró ella—. Preferiría eso. Haría mi trabajo mas fácil. Llévenlos al centro médico en Bethesda y luego déjenlos ir; démosle una audiencia a los próximos ejecutantes.

Un guardia de seguridad empujó a Ian en la espalda con su pistola.

—Bajando por el corredor, por favor.

—Está bien —murmuró Ian, agarrando su garrafa—. ¿Pero qué pasó? se preguntó. No lo entiendo del todo. Esta mujer no es Nicole y lo que es peor, ya no hay más Nicole en ninguna parte; es sólo la imagen de televisión, la ilusión, y tras ella, detrás de ella, manda otro grupo por completo. Un Consejo de alguna clase. ¿Pero quiénes son ellos y cómo llegan al poder? ¿Alguna vez les conoceremos? Llegamos tan lejos; casi parecemos saber lo que ocurre. La realidad tras la ilusión... ¿No pueden contarnos el resto? ¿Que diferencia haría ahora? ¿Cómo...?

—Adiós —le estaba diciendo Al.

—¿Qué? —lo miró, horrorizado—. ¿Por qué dices eso? ¿Nos van a dejar ir, no?

—No recordaremos quién es el otro. Tienes mi palabra; no se nos permitirá mantener ningún lazo como ese. Así que... —Le tendió la mano—. Así que adiós, Ian. Logramos llegar a la Casa Blanca. Tampoco recordarás eso, pero es cierto, lo logramos. —Sonrió torcidamente.

—Muévanse —les conminó el guardia de seguridad.

Sosteniendo sus garrafas, los dos caminaron bajando por el corredor, hacia la puerta y la ambulancia médica negra que estaba al final.


Era de noche, e Ian Duncan se encontró en la esquina desierta de una calle, frío y temblando, parpadeando bajo la luz blanca de la plataforma de carga de un monorriel urbano. ¿Que estoy haciendo aquí?, se preguntó, confundido. Miró su reloj de pulsera; eran las ocho en punto. ¿Se supone que esté en la Reunión de Todas las Almas, no? pensó confundido.

No puedo perderme otra, se dio cuenta. Dos seguidas; es una multa terrible, es la ruina económica. Empezó a caminar.

El edificio familiar, el Abraham Lincoln con toda su red de torres y ventanas, yacía extendido adelante; no estaba lejos y se apresuró, respirando profundamente, tratando de mantener un buen paso uniforme. Debe haber terminado, pensó. Las luces del gran auditorio subterráneo central no estaban prendidas. Maldita sea, resopló con desesperación.

—¿Todas las Almas acabó? —preguntó al portero mientras entraba en el lobby, sosteniendo su identificación en alto.

—Está un poco confundido, Sr. Duncan —dijo el portero, guardando su pistola—. Todas las Almas fue anoche, hoy es viernes.

Algo anda mal, se dio cuenta Ian. Pero no dijo nada; sólo asintió y corrí hacia el elevador.

Cuando salía del elevador en su propio piso, se abrió una puerta y una figura furtiva lo llamó:

—Hey, Duncan.

Era Corley. Cuidadoso, porque un encuentro así podía ser desastroso, Ian se le acercó.

—¿Qué ocurre?

—Un rumor —le informó Corley rápido, con una voz llena de temor—. Sobre tu última prueba polrel; alguna irregularidad. Van a levantarte a las cinco o a las seis mañana y aplicarte un quiz sorpresa. —Miró arriba y abajo del corredor— Estudia los tardíos ochentas y los movimientos religio-colectivistas en particular. ¿Lo tienes?

—Seguro —dijo Ian, con gratitud—. Y muchísimas gracias. Tal vez pueda hacer lo mismo... —Se interrumpió, porque Corley había corrido a meterse de vuelta en su propio departamento y cerrado la puerta; Ian estaba solo.

Ciertamente muy gentil de su parte, pensó mientras seguía caminando. Probablemente me salvó el pellejo, de ser expulsado a la fuerza de aquí para siempre.

Cuando llegó a su departamento se puso confortable, con todos sus libros de referencia sobre la historia política de los Estados Unidos abiertos a su alrededor. Estudiaré toda la noche, decidió. Porque tengo que ganar ese quiz, no tengo opción.

Para mantenerse despierto, encendió la tele. En ese momento el cálido y familiar ser, la presencia de la Primera Dama, fluyó en movimiento y empezó a llenar la habitación.

—...y en nuestro espectáculo musical de esta noche, —estaba diciendo—, tendremos un cuarteto de saxofón que interpretará temas de las óperas de Wagner, en particular de mi favorita, «Die Maistersinger». Creo que verdaderamente encontraremos es una profundamente gratificante y ciertamente enriquecedora experiencia digna de atesorar. Y, después de todo, mi esposo el Presidente y yo hemos dispuesto traerles de nuevo un viejo favorita suyo, el chelista de renombre mundial, Henri LeClercq, con un programa de Jerome Kern y Cole Poter. —Sonrió, y en su pila de libros de referencia, Ian Duncan sonrió de vuelta.

Me pregunto cómo sería tocar en la Casa Blanca, se dijo. Actuar ante la Primera Dama. Lástima que nunca aprendí a tocar ningún tipo de instrumento musical. No puedo actuar, ni escribir poemas, bailar o cantar; nada. Así que, ¿qué esperanza hay para mí? Ahora, que si viniera de una familia musical, si hubiera tenido un padre o hermanos que me enseñaran cómo...

Sombrío, garabateó unas pocas notas sobre el levantamiento del Partido Fascista Cristiano Francés de 1975. Y luego, atraído como siempre por el aparato de televisión, dejó su pluma y se volvió a ver el aparato. Nicole estaba ahora exhibiendo una pieza de mosaico de Delft que había recogido, explicó, en una pequeña tienda en Vermont. Qué colores pálidos tan deliciosos tenía... miró, fascinado, cómo sus fuertes, delgados dedos acariciaban la lustrosa superficie de lustre negro del mosaico.

—Vean el mosaico —murmuraba Nicole con su voz profunda—. ¿No desearían tener un mosaico como este? ¿No es adorable?

—Sí.

—¿A cuántos de ustedes les gustaría ver algún día un mosaico de estos? —preguntó Nicole—. Levanten sus manos.

Ian levantó su mano esperanzado.

—Oh, un verdadero montó de ustedes —dijo Nicole, con su sonrisa radiante, íntima—. Bueno, tal vez más tarde tendremos otro tour de la Casa Blanca. ¿Les gustaría?

Ian brincabaarriba y abajo en su sillón.

—Sí, me gustaría.

En la pantalla de la TV ella sonreía directamente hacia él, parecía. Y así él devolvió la sonrisa. Y luego, reluctante, sintiendo que un gran peso descendía sobre él, por fin regresó a sus libros de referencia. De vuelta a las duras realidades de su diaria, interminable vida.

En la ventana de su apartamento algo golpeteó y una voz lo llamó quedamente.

—Ian Duncan, no tengo mucho tiempo.

Volviéndose, miró hacia afuera, en la oscuridad de la noche, una figura flotando, una construcción con forma como de huevo cerniéndose. Dentro de ella un hombre le hacía señas enérgicamente, llamando todavía. El huevo produjo un sonido sordo de putt-putt, sus cohetes apagándose mientras el hombre abría de una patada la esclusa del vehículo y se levantaba para salir.

—¿Vienen ya por mí para este quiz? —se preguntó Ian Duncan. Se puso de pie, sintiéndose desvalido. Tan pronto... no estoy listo, todavía.

Enojado, el hombre del vehículo volvió los jets hasta que el fuego blanco y constante de su escape se encontró con la superficie del edificio; el cuarto tembló y cayeron trozos de recubrimiento. La ventana colapsó cuando el calor de las turbinas pasó por ella. Por el boquete expuesto el hombre gritó una vez más, tratando de atraer las facultades de Ian Duncan.

—¡Hey, Duncan! ¡Apresúrate! ¡Ya tengo a tu hermano; va de camino en otra nave! —El hombre, mayor, vistiendo un costoso traje azul de fibra natural con líneas delgadas, se bajó con destreza del vehículo con forma de huevo que flotaba y cayó de pie en la habitación—. Tenemos que ir yéndonos si queremos lograrlo. ¿No me recuerdas? Tampoco Al. Chico, me quito el sombrero ante ellos.

Ian Duncan lo miró, preguntándose quién era y quién era Al y qué estaba ocurriendo.

—Los sicólogos de Mamá hicieron un buen, buen trabajo con ustedes—, jadeó el hombre mayor —Esa Bethesda; debe ser todo un lugar. Espero que nunca me lleven allí—. Vino hacia Ian, lo atrapó por el hombro. —La policía está cerrando todas mis junglas de carcachas; tengo que largarme a Marte y los llevo conmigo. Trata de componerte; yo soy Loony Luke; tú no me recuerdas pero lo harás cuando estemos todos en Marte y veas de nuevo a tu hermano. Vamos—. Luke lo empujó hacia el boquete en la pared de la habitación, donde una vez estuvo la ventana, y hacia el vehículo; era llamado carcacha, cayó en cuenta Ian, lo que flotaba más allá.

—Está bien —dijo Ian, preguntándose qué podría llevar consigo. ¿Qué necesitaría en Marte? ¿Cepillo de dientes, pijamas, un abrigo grueso? Miró apresuradamente a su alrededor en el departamento, una última mirada. A lo largo sonaban las sirenas de la policía.

Luke se encaramó de vuelta en la carcacha, e Ian lo siguió, asiéndose de la mano extendida del hombre mayor. El piso de la carcacha estaba lleno de criaturas anaranjadas de ojos saltones que se arrastraban, cuyas antenas se agitaban hacia él. Papuulas, recordó, o algo parecido.

Ahora estarás bien, estaban pensando las papuulas. No te preocupes, Loony Luke te sacó a tiempo, apenas a tiempo. Ahora sólo relájate.

—Sí —dijo Ian. Se recostó contra el costado de la carcacha y se relajó; por primera vez en muchos años se sintió en paz.

La nave salió disparada hacia arriba, dentro del vacío de la noche y hacia el nuevo planeta que estaba más allá.

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