BLOOD

william hill

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viernes, 16 de julio de 2010

CUENTOS CORTOS





CUENTOS TAN CORTOS
(Colección de microcuentos y cuentos cortos)
...tan cortos como suspiros,
como el inicio de un gesto,
como la insinuación de una sonrisa,
como el primer instante de un sueño.
Seré breve.
Breve como las palabras no pronunciadas,
como las miradas de entendimiento entre dos
cómplices,
como la caricia de ánimo
o el beso en la mejilla.
Breve como los cuentos que caben en una
mano
o los que desaparecen en la segunda hoja.
El Don Juan
La besó muchas veces esperando una respuesta que no
logró. Después usó cientos de palabras, ya hermosas, ya
desgarradas, invocando un amor sublime, mas nada consiguió
tampoco. Por fin, la miró con enorme ternura, pero ella continuó
ignorando todas sus artes. Derrotado, el conquistador se fue triste. Y
cuando ya había comenzado a olvidarla, pero aún la frustración le
dolía, descubrió que lo que de verdad había amado en ella era su
silencio, y eso lo había obtenido. Dio así por bien empleada la
aventura y la olvidó del todo.
Mirada
Levantó su copa hasta la altura de los ojos, y miró a través de
la parte del vidrio que no contenía el vino rojo. Vio deformados,
grotescamente, al resto de los comensales, que también le
observaban serios y expectantes. Todos menos uno. Ella miraba en
otra dirección y sonreía.
Solo
Andrés despertó notando una ansiedad extrema que le
obligaba a un respirar entrecortado. Buscó a su lado en la cama, y el
hueco frío de lo que debería de haber sido Rosa, su compañera, le
llevó al desasosiego y el grito.
-¡Rosa!
Hacia abajo
La abrazó desde atrás por la cintura, y ella no opuso
resistencia, más a contrario, cogió las manos del hombre y empujó
de ellas hacia abajo.
Tiempo
Miró a su mujer como si fuese la primera vez que la veía. Tras
una duda momentánea, le pregunto: "¿Eres tú quien ha cambiado o
he sido yo?.
Cazador
Cogió con sus dos manos la pesada piedra; sostenerla
requería tal esfuerzo que no serviría para arrojarla muy lejos, aún así
la mantuvo en sus manos a la espera de la bestia. Cuando el animal
llegó, lo que supuso un mayor esfuerzo fue ignorar el dolor de sus
ojos.
Ilusión
Gritó su nombre, pero ella no se volvió; siguió su camino,
aunque otros viandantes sí giraron la cabeza sorprendidos por la
exclamación. Entonces él corrió hasta alcanzarla, y cuando llegó a
su altura, intentó asirla por un brazo, pero su mano no topó más que
con un aire cálido, no sujetó más que el vacío, atravesó limpiamente
la aparente figura que vagaba por la calle.
Indiferencia
Ella le dijo: "Mírame, por favor". El siguió acostado y fumando
con los párpados caídos. Cuando la puerta se cerró tras la mujer,
abrió los ojos y expulsó lentamente, con indiferente suavidad, el
humo de sus pulmones.
Mal día
El camarero le sirvió con desdén. El señor que estaba a su lado
le miró de reojo sin ocultar un gesto de malestar. Antes, al entrar, un
niño le había dado una débil patada. Este hombre triste tomaba su
amargo café en el mostrador de una cafetería rodeado por un mundo
hostil.
Soñando quizás
Se hallaba perdido, y preguntó al primero con el que se cruzó
dónde estaba. Resultó que se encontraba en una ciudad a la que no
recordaba haber llegado nunca, por lo que supuso que soñaba y no
le dio mayor importancia.
Caderas
Él la miró intensamente en silencio. Creyó que eso sería
suficiente. Cuando ella se fue, sola y con paso lento, el hombre
adivinó una insinuación en el movimiento de sus caderas.
El soldado
El soldado en la batalla cayó herido sobre la hierba ya húmeda
de tanta sangre. Caído, y sin poder levantarse, pensó por qué y por
quién perdía la vida, y en ello no halló justificación a su muerte. Por
eso, cuando le fueron a rematar, oyeron que gritaba: "¿Qué hago yo
aquí?"
LibrO
Leía un libro comprado al azar. Hacia la mitad de la lectura
descubrió su nombre y la descripción de un personaje exactamente
igual a él mismo.
Tiempo comprado
Ella se alisó la falda con las manos, a continuación ajustó la
blusa, metiendo la parte inferior por el interior de la otra prenda,
después se atusó el cabello y, aunque no encontró de su gusto el
resultado final tras los mínimos arreglos hechos, salió a la calle
apresuradamente. Dentro quedó él contando el dinero pactado.
Desamor
Le dijo que no podía imaginar cuánto le amaba. Se lo repitió
de nuevo, pero esta vez llorando. Por fin, guardó un dolorido
silencio. Él la miraba distante, con gesto de extrañeza. Después
contestó muy despacio que, en efecto, era incapaz de imaginarlo.
En el autobús
Se sentó junto a ella en el abarrotado autobús. Sus muslos se
tocaron sin premeditación alguna. Cada movimiento del cuerpo era
un roce que provocaba un cosquilleo grato. No le hizo falta mirarla
para notar que se movía inquieta, pero que no se apartaba.
Reposo
Los mil gestos producidos dentro de una larga convivencia
explican, en silencio, mudas palabras de amor. Y es que el cuerpo,
en su movimiento torpe, pesado y soso, continuamente dice lo que le
pasa y siente. Por eso, a veces, cuando acostados apoyo mi brazo
en tu cadera, en cansado gesto, no busco el inicio del juego de la
pasión, sino que procuro el reposo de mi derrota en tu cuerpo
tranquilo y ajeno de conflictos.
Parecido
Quitó de su dedo el anillo que le identificaba como hombre
casado. Buscó en la festiva reunión a alguna mujer de su agrado
que pareciese sola y dispuesta a compartir unas horas de engaño.
Finalmente, eligió a una que tenía un vago parecido con su esposa.
Recuerdo
La miró como si fuese una desconocida. Ella insistió en que
eran antiguos amigos, pero él, en cambio, persistía en no
reconocerla. Cuando la mujer se iba, un destello en el cerebro del
hombre le impulsó a llamarla por su nombre.
Psiquiátrico
Se había perdido en los interminables pasillos de un hospital
psiquiátrico. Tenía miedo de preguntar por la salida, no fuesen a
confundirlo con alguien que pretendía fugarse; por eso, cuando se
encontró frente a una enfermera, dijo: "¡Ya estoy curado, ahora sí es
cierto que estoy curado!".
Sentidos
Tengo para ti el tacto húmedo del recorrido que una lágrima
deja sobre la piel. Te he guardado el casi inaudible sonido que
provoca el roce de los labios. Mi regalo será el sabor indefinible del
sudor que emana de la piel en contacto con tu boca. Te daré
también la imagen de una sonrisa feliz que te engañe un poco.
Finalmente, el olor humano de mi cuerpo te indicará que existo.
Ventana
La mujer se detuvo frente al portal número 6, alzó su mirada
hacia el ventanal del primer piso y comenzó a llamarlo por su
nombre. Se asomaron varios vecinos y, por fin, esa ventana del
primer piso se abrió y asomó por ella una joven. La mujer que
voceaba en la calle siguió llamándole impertérrita.
Dinero
Le habían echado del trabajo y caminaba despacio hacia su
casa. No tenía ganas de llegar y se detuvo en el banco de un
parque. Vio a mujeres que metían o sacaban dinero de los bolsos
que llevaban colgados, vio a hombres que cogían su dinero de
carteras que tenían en los bolsillos, incluso vio a niños con dinero en
las manos buscando una tienda de caramelos. Pensó que estaba
rodeado de dinero por todas partes.
Reencuentro
Creyó reconocer a una antigua amante al otro lado de la
transitada calle. Mientras esperaba el permiso verde del semáforo,
ella se perdió entre el gentío. Él corrió hacía el lugar donde la había
visto y desde allí volvió a reconocer su figura unos metros más lejos.
Cuando quiso llamarla, se percató de que había olvidado su nombre.
Entonces pensó que era inútil el reencuentro.
La risa
Había decidido morirse, pero una risa lo había salvado.
Estaba intentando, con verdaderos esfuerzos, encaramarse a lo alto
de la verja del viaducto de los suicidas, cuando oyó tras de sí la voz
infantil, que decía: "¡Mira el hombre ese en postura tan tonta!". Y
después las risas. También la suya.
Sonidos
Los suspiros y gemidos sonaban acompasados, rítmicos, a
través de la pared; eran como un canto contenido a duras penas,
que sorteaba con limpieza la barrera de ladrillos, cemento y pintura
con la que se construyen los tabiques. Juan deseó que aquel sonido,
que ganaba poco a poco en intensidad, no se detuviera nunca.
Víctimas
El día había llegado a su fin, y el grupo de armados
cazadores, en torno a un improvisado fuego, contaba las piezas
abatidas. Eran múltiples codornices. Cientos de esas aves estaban
muertas y alineadas en filas sobre el suelo a la luz de la hoguera.
Uno de los cazadores, alzando su rifle, ahora descargado, dijo: "¡Es
tan fácil como, en otras partes, matar hombres!".
Sorprendido.
Perdí mis pocas monedas en el trayecto de casa a la parada
del autobús. Lo descubrí cuando las busqué en el bolsillo del
pantalón y noté que no lo llevaba puesto. Asustado, quise cubrirme
con la chaqueta, pero esta tampoco la tenía encima. Entonces
pretendí quitarme la corbata, pues nada me desagrada más que
llevar esa prenda sin chaqueta, pero resulta que tampoco tenía
corbata. Inmediatamente, sospechando lo peor, miré hacia mi pecho,
y descubrí la ausencia de la camisa. Así me hallé, en medio de la
calle, a la altura de la parada del autobús, sorprendidamente
desnudo.
Poemas de amor
El tonto del pueblo gritaba poemas de amor a inventadas
damas que se imaginaba en los balcones de algunas casas.
Un día.
Me preguntas si es largo un día, y yo te digo que es
interminable, que no tiene fin predecible, que no hay medida que lo
abarque. Todas las mariposas de la noche lo saben.
Mecánico.
Extendió la mano y dudó una fracción de segundo; la
máquina, en cambio, cumplió su ciclo programado y se la cercenó
limpiamente.
Extravío
Perdió la memoria de repente, y se extravió en el camino
hacia su casa. Anduvo desorientado, asustado y confundido por
muchas calles, que ahora le resultaban ajenas y desconocidas.
Finalmente se encontró frente a la puerta de una casa. Dudó mucho,
pero al final llamó al timbre de la puerta con la esperanza de que
fuese la suya. Abrió una mujer que, tras un momento de silencio y
con expresión de asombro, dijo:
-¡Habías dicho que nunca regresarías!
Lo único cierto
Dios no existe, tampoco son ciertos los planetas. Nos ha
engañado la teología y nos miente la ciencia del universo.
Solo es cierto nuestro amor humano en medio de un mundo
de apariencias.
Asco
-¡Bésame! -ordenó él con fiereza.
Ella mantuvo sus fríos labios apretados, pero no apartó la
cara y dejó que él consumara el beso. A continuación, el hombre,
exigió que entreabriera la boca.
-¡Y ahora bésame de verdad!
Ella, con no disimulado esfuerzo y asco, hizo lo que él le
pedía, pero esta vez cerró lo ojos y pensó que estaba en otro lugar,
lejos, muy lejos de allí.
Memoria
Perdí la memoria en medio de una multitud que salía de un
gran edificio, para mí ahora desconocido. Me sentí indefenso, y el
miedo hizo que mi razón fuese confusa y alocada, quizás por eso lo
que primero se me ocurrió fue preguntar a los desconocidos
transeúntes si me conocían. El resultado de la encuesta fue
negativo, por supuesto, así que me encaminé al gran edificio,
suponiendo que provenía de él. En cuanto atravesé su puerta de
entrada la memoria volvió a mí. Sentí entonces verdadero pánico y
desconcierto. ¿Al salir padecería otra vez la amnesia? Y si era así,
¿sabría volver a entrar en el edificio para recuperar los recuerdos?
Música
Cambió una sola nota de la partitura. Nunca logró saber si fue
un fallo o un acto inconsciente. Cambió una nota musical y todo el
conjunto de la orquesta sonó distinto. Por ello fue vilipendiado,
regañado y finalmente expulsado, pero él estaba convencido de que
la composición musical había sonado mejor con su nota cambiada.
Tiempo
Una tarde calma y plácida de domingo soleado, pescaba
Pascual en un río manso y sosegado. No tenía suerte con los peces,
y la inmovilidad y el sopor le fueron adormeciendo sobre la piedra
llana en la que se hallaba sentado.
Abrió Plácido los ojos, asustado, cuando casi se cae de su
duro asiento de piedra, pero su sorpresa fue mayor al ver que, a su
alrededor, se había hecho de noche. Se incorporó con esfuerzo,
pues le dolían todas las articulaciones, y una vez en pie pudo
comprobar, a la luz sorprendentemente intensa de la luna, que el río
estaba seco, que al otro lado no había pueblo alguno y que a su
espalda ya no existía el bosque, sino un páramo desierto.
Pascual había dormido tanto como la vida en la tierra.
Huida
La vio en la distancia, pero no la reconoció; aún así se puso a
correr en dirección contraria sin saber por qué lo hacía. "Debo de
estar loco", pensó. Cuando, agotado, detuvo su huida, miró hacia
atrás con aprensión, y vio, aún más cerca que antes, a la pálida
figura enlutada que extendía su huesuda mano hacia él.
La casa a lo lejos
Miró hacía la lejanía, y en el horizonte vio, envuelta en bruma,
la forma dudosa de lo que podía ser una casa. Siguió el camino a
paso rápido hasta que el cansancio le hizo aminorar su ímpetu por
llegar. Tomó un leve respiro descansando al borde del sendero, y en
ese tiempo le alcanzó otro viandante, que preguntó:
-¿Sabe quien vive en aquella casa que se divisa en la lejanía?
-Vive quien espera a uno sólo de nosotros dos -contestó.
Y sacó su daga, sabiendo que el otro iba a hacer lo mismo.
El calendario
Miró hacia el calendario clavado en la pared, y los números
parecían bailar ante él. Extendió su mano y puso la palma sobre la
hoja del mes de Abril; así notó el movimiento, como de hormigas,
que hacían cosquillas en su piel. Cuando levantó la mano, los
números de los días le miraban sonrientes, pero seguían burlones y
saltarines. Él sólo deseaba saber cuánto tiempo faltaba para la
noche, pero los traviesos días no querían decírselo.
El accidente
Vio el accidente tan de cerca que casi notó en su cuerpo el
tremendo impacto. Los dos coches se convirtieron de pronto en un
amasijo de hierros tras un pavoroso estruendo. Él quedó como
estatua de piedra en la acera mirando, sin capacidad momentánea
de reacción. Poco después se dirigió corriendo hacia los vehículos,
pero en ellos no vio a persona alguna; los encontró enseguida a
unos metros, tendidos y destrozados sobre el asfalto: dos cuerpos
sorprendentemente juntos tras salir impelidos de los respectivos
coches. Y de pronto reconoció sus rostros a pesar de la sangre. Esa
misma mañana se había cruzado con ellos en un rellano de la
escalera de su edificio. Era un matrimonio vecino. Y los había
escuchado hablar, recordaba. El hombre había dicho:
-Hoy a las cuatro de la tarde.
Y ella había contestado:
-Yo usaré el coche rojo.
Llovía
Despertó y se levantó de la cama. Fue hasta el frío cristal de
la ventana y vio que afuera llovía y se resistía a amanecer.
Plácidamente volvió a acostarse.
La moneda perdida
Perdí una hermosa y pequeña moneda de oro, o quizás no
fue así. Lo cierto es que el colgante donde estaba prendida la pieza
dorada desapareció de la hebilla de mi pantalón. Su valor no era
escaso, pero me dolía más la pérdida, si es que fue eso, por el
significado familiar que poseía. Recuerdo vivamente cuando mi
difunto abuelo me la regaló, que dijo:
-Esta moneda estará contigo hasta el día que yo vuelva para
recogerla.
Si me dejas
-Moriré si me dejas -dijo ella.
El hombre sonrió y la besó, al tiempo que se apartaba un
poco, dando por concluido el acto que habían realizado hasta ese
preciso instante. Pero no había acabado él de separar del todo su
cuerpo del de ella, cuando la oyó decir:
-¡No! Te dije que me muero si me dejas.
A través de la ventana
Asomado a la ventana pensó con agrado en su futuro
inmediato, y decidió que todo estaba bien y que era previsible que
todo siguiese así. No había en el horizonte nada que fuese a alterar
el buen orden de las cosas. Todo lo tangible estaba medido, todo lo
volátil, atado. Y entonces, mientras distraído observaba la calle, vio a
través de la ventana a una mujer desconocida, que parada en la
acera y alzando el bello rostro, parecía dirigir sus ojos directamente
hacia él.
Higiene
A veces ella me lava el cabello. Pide que me doble con el
torso desnudo sobre el baño y que acerque la cabeza al agua que
cae de la ducha. Ella me moja el pelo, después lo enjabona y lo frota
entre risas. Yo cierro los ojos con placer, y cuando digo que me
duele la espalda a causa de la incómoda postura, ella me da leves
tirones de la melena mientras exclama que ya falta poco para
terminar. Finalmente, aclara el pelo jabonoso con agua tibia y
fricciones enérgicas con su mano, y enseguida se abraza a mí
mientras me incorporo y estiro mi dolorida espalda.
Entierro
Llovía sobre los asistentes al entierro, y la lluvia densa creaba
tal atmósfera de recogimiento y soledad absoluta, que parecía aislar
en un momento eterno a los allí reunidos.
Descendió el ataúd a la tierra, y pronto todos los deudos del
muerto comenzaron a dispersarse en silencio; pero en el suelo, justo
donde, en pie, habían estado los tristes familiares, quedó impresa su
huella en el blando suelo mojado.
Cuando llegó la noche, ya la reciente fosa cerrada y el
cementerio en soledad, la lluvia cesó y la luna dejó ver las huellas en
derredor de la tumba. Entonces, como espectros sobre el invertido
bajorrelieve de esas pisadas, se vio a los que allí habían penado esa
tarde, de pie, translúcidos y rodeando al sepultado, para espanto de
las habituales almas del lugar.
Otra vez
La mujer perdió la consciencia durante unos segundos, que a
él se le hicieron eternos. Cuando ella volvió en sí, él, aún asustado,
preguntó:
-Creí que te morías.
Ella contestó:
-Mátame de igual forma otra vez.
El libro
Recorrió con la mirada la estantería de libros. Detuvo sus ojos
en uno que creyó reconocer, pero no se atrevió a cogerlo. Aquel libro
parecía ser el mismo que, años atrás, tanto le había inquietado y
para el que necesitó mucho tiempo de tenaz lucha hasta olvidarlo.
Encerrado
Con frenética impaciencia empujó el picaporte, pero no logró
abrir la puerta de la habitación cerrada. Golpeó, ya fuera de sí, la
dura madera maciza, y por fin, del otro lado, alguien dijo:
-Nadie puede abrirte. Todos estamos atrapados. Tú ahí y nosotros
del otro lado.
Amanece
La noche se tornó rojiza en uno de sus extremos, avisando el
amanecer. Los ojos del insomne se concentraron con desesperación
en aquel anuncio de esplendor, y agradeció el fin del frío y la huida
de la oscuridad. Íntimamente se alegró del nuevo día, pues aunque
la soledad no tendría tan fácil solución como la luz, al menos se irían
todos los fantasmas que le hacían ilusoria compañía.
Enfermedad
Le anunciaron una enfermedad terrible y dolorosa. El remedio
científico estaba descartado y la muerte próxima era segura. El
paciente miró al médico, pero sólo halló un gesto de impotencia; aun
así tuvo fuerzas para preguntar:
-¿Puedo escoger una muerte indolora?
El doctor no comprometió una respuesta, y mantuvo un triste
y fracasado silencio. Entonces insistió el enfermo:
-¿Usted, en mi caso, qué haría?
-Yo -respondió el doctor- jamás habría intentado averiguar.
Caída
Caí de bruces y al incorporarme estaba en otro lugar, otra
ciudad, otro paisaje.
¿Desconocida?
Al verla, incluso sin conocerla de antes, supe de inmediato
que aquella joven sentía pasión por la pintura en la que predominase
el amarillo, asimismo adiviné o intuí que amaba los girasoles, que
tenía predilección por los atardeceres sombríos de cielo encapotado
y que su día preferido de la semana era el lunes en verano y el
viernes en invierno. Igualmente presentí, con notable claridad, que
cenaba sopa todas las noches, sorbiéndola cuando estaba sola, y
que se despertaba invariablemente hecha un ovillo, también si lo
hacía sin compañía. Fue así de sencillo y de sorprendente, quizás
milagroso. Fue verla por primera vez y saber de ella tanto como si
llevásemos una vida juntos.
La página en blanco
La pantalla en blanco del ordenador, imitando una página
igualmente vacía, esperaba el contacto de mis dedos sobre el
teclado, lo mismo que antaño rayaba o pintaba cuartillas sobre la
mesa. Así fue que escribí o tecleé:
"Este cuento lo han escrito otros, casi todos. Es siempre el mismo
aunque cambien las formas. No tiene fin."
El grito
No vio nada al frente. A sus espaldas se extendía, igualmente,
el vacío, así como a los costados. Ya que la soledad era absoluta, el
grito fue sordo, ahogado, completamente inútil.
El amigo
Cogí con rapidez los billetes que estaban sobre la mesa de
juego y me fui. El ambiente tan cargado de la habitación me había
obligado a respirar con dificultad toda la noche y me causaba un
picor continuo en la garganta, por eso en la calle nocturna y fresca
noté el alivio balsámico inmediato del aire gélido. Antes de correr
hasta el vehículo me entretuve disfrutando con el soplo limpio que
entraba en mis pulmones. Ese fue el error. Dos sombras que
salieron de ninguna parte cayeron sobre mí con la rapidez de lo
inesperado, me golpearon, y desde el suelo, inmóvil, noté cómo
hurgaban en mis bolsillos y se quedaban con mi cartera. Entonces
cometí el segundo error. Intenté incorporarme y quedé frente al
rostro de uno de los asaltantes. Sus rasgos, de sobra conocidos, me
hicieron pronunciar con rabia su nombre.
-¡Te ha reconocido! -dijo el otro atracador.
-Será lo último que recuerde -comentó fríamente mi amigo.
Casa segura
Construyó una casa segura. La hizo de piedra y hierro. En las
ventanas puso gruesos barrotes y en la puerta cerraduras dobles y
cadenas. Alrededor de la casa levantó un muro de piedra rematado
con puntiagudas lanzas y alambre de púas. La puerta que abría el
muro era de enormes barras de hierros entrelazados. Desde fuera
parecía inexpugnable aquella fortaleza. Dentro de ella el hombre se
sintió completamente seguro en su soledad.
Años después, cuentan que el habitante de aquel lugar dejaba
las puertas abiertas, que había roto las rejas de las ventanas,
doblado las lanzas del muro y desprendido el alambre de púas.
Dicen que a menudo se le oía gritar, llamando a los que por allí
pasaban, invitándoles a entrar.
Algún día
"Algún día serás más hermosa que yo", mintió la madre mientras,
con la mano que no acariciaba el cabello de la niña, sostenía aquel
cuerpo que jamás atinó a enderezarse.
Luz de luna
Sería a causa de la luz lunar, que todo lo distancia y vuelve
irreal, pero al ver la figura alada posada aquella noche en la cornisa
de la ventana, lo primero que pensé era que un ángel venía a mí. Un
poco más tarde, ya calmado y procurando mirar con atención, me di
cuenta de que el difuso brillo lunar sólo iluminaba mi alma que huía.
Dormir y soñar
El día amaneció dubitativo. La luz incipiente y escasa no se
animaba a despuntar y la atmósfera estaba densa y apagada. El
mundo no terminaba de despertar. Las nubes embadurnaban un
cielo que no se adivinaba, por lo que la noche estiró más sus horas
de incertidumbre. Fue por todas estas causas que, cuando me
asomé al balcón, no consideré que el universo me fuese propicio
para iniciar la jornada. Regresé al lecho lentamente, acomodé mi
cuerpo en la postura más pacífica y cerré los ojos a la espera de
amaneceres más halagüeños.
El otro o yo
Fue todo muy rápido. Ocurrió en un vértigo, como cuando nos
giramos y de pronto vemos fugazmente a alguien que se abalanza
contra nosotros. Ahora tal parece un sueño o la luz que queda
grabada en el ojo del rayo que nos deslumbró. Sucedió en plena
calle, cuando caminaba con otros amigos. Paseábamos y
conversábamos distendidamente, entonces uno dijo que allí estaba
ocurriendo algo extraño. Se refería a unos metros más adelante,
donde un hombre y una mujer parecían abrazarse, pero él le clavaba
a ella un puñal en el costado al tiempo que la mujer se sujetaba con
fuerza a su cuello. Mientras mis compañeros quedaban parados y
atónitos, yo corrí movido por un impulso que todavía ahora no puedo
explicar, y al llegar a la altura de la pareja e intentar separarlos, me
encuentro yo mismo empuñando la daga con una mano y con la otra
apretando contra mí el cuerpo de la mujer, que a su vez me rodea el
cuello con sus brazos. Solos ella y yo, nadie más; el otro no estaba,
como si nunca hubiese existido.
Perdido
No tardó en desorientarse durante el recorrido inseguro por la
ciudad de insospechadas e inverosímiles calles. La dirección que
llevaba apuntada en un papel no era útil en medio de un idioma que
no comprendía. Cuando acabó por detenerse a descansar en el
banco de un florido parque, se percató de que a su lado, en el suelo
sentado, estaba mirándole un mendigo. Probó, sin esperanza, a
preguntarle, y para su sorpresa, el otro le contestó, en un idioma
reconocible, que las calles son las que le encuentran a uno, que tan
sólo tenía que permanecer allí sentado el tiempo suficiente.
Un metro cuadrado
Lo quería mullido, dos metros de largo por medio de ancho, en
madera noble. Nadie temió mi ira. No cumplieron. Ahora me ven en
sus delirios aullando mi descontento por este mísero ataúd.
Altar
Sobre el altar de roca primigenio que alzo por tu amor,
deposito la ofrenda de carne, piel y sueños.
En lo alto, una estrella fugaz detiene su tránsito durante un
breve destello y escucha mi canto nocturno.
En mi derredor cunde la vegetación más espesa, se prolonga
de manera interminable el bosque denso y, en el claro que enmarca
este altar de piedra, mis plegarias se expanden por el contorno y a lo
alto.
Ya el camino que he seguido hasta ti se ha borrado, cubierto
de nuevo por esas zarzas y otros extraños vegetales que todo lo
circundan y que parecen moverse en un ritmo temporal ajeno al por
mí conocido.
Limpio el altar con ahínco, pues la nueva ofrenda espera.
Froto, me esmero en la limpieza como signo de devoción.
La luz lunar provoca el frío que la brisa nocturna transporta, y
mi cuerpo desnudo tiembla cuando se tiende sobre la piedra plana
del ara.
Me ofrezco.
Soy cuerpo a la espera de quien invoco.
Amor rudo
Me dijo que se iba, que me abandonaba. Lo di por bueno,
aceptándolo con tristeza, y no contesté. Oculté un intimo dolor,
aunque ella debió de notarlo, pues desvié un momento mis ojos de
los suyos, yo, que siempre la miraba de frente; pero como persistí en
un completo mutismo, ella se sintió obligada a explicarme su huida.
Así dijo que se había cansado de mis escasas palabras carentes de
expresiones bellas, de mis silencios cuando sus oídos necesitaban
declaraciones de amor, y también de mis gestos bruscos y un tanto
rudos al hacerle el amor, que se había acabado por sentir dañada
por la fuerza de mis arrebatos al amar; en fin, que no obtenía de mí
la delicadeza de un sentimiento sensible y suave, que no era
suficiente con el éxtasis violento, si no que anhelaba la ternura
quieta aun a costa de disminuir el placer. Pues bien, así sea, pensé,
pero seguí guardando silencio. Y ella, que deseaba oír de mí alguna
queja, alguna palabra de daño, algún ruego, una frase de dolido
amor despechado, seguía allí sin irse, explicándomelo todo una y
otra vez. Que si la abrazaba con gestos bruscos, que si la acariciaba
oprimiendo sus pechos y sus muslos con rudeza, que si mis besos
en su cuerpo dejaban marcas rojas y duraderas, que si movía y
giraba su cuerpo rodándolo por sobre el mío en un frenético baile de
acoplamientos violentos. En fin, que pedía una delicadeza, una
lentitud y suavidad de la que yo carecía, y que necesitaba de bellas
palabras que le contasen mi amor a su belleza. Yo seguía callado.
Por fin, tras decirme que no era suficiente con que mis ojos me
traicionasen durante unos segundos para mostrar mi dolor y que
necesitaba escapar de mi rudo amor y buscar otro de bellos gestos y
hermosas palabras, se fue casi a la carrera. Se fue, en efecto, y la
puerta, al cerrarse tras su marcha, sonó como un disparo directo a
mi pecho, pero no me moví, no salí corriendo tras ella, aunque la
adiviné esperando al otro lado de la puerta cerrada, pues no
escuché, sino hasta algo después, sus pasos descendiendo por la
escalera.
Ha pasado el tiempo. No mucho, sólo unas semanas. Yo la
sigo queriendo, y sigo sin saber decírselo: la voz se me niega. Me
duele su lejanía, pero no sé ir a buscarla con abrazos o flores y
decirle palabras de esas que le gustan. Sólo sé quedarme quieto,
esperando que se canse de sus afeminados cantores y poetas, que
añore las cálidas noches de esfuerzos sudorosos y gratos donde la
cama nos quedaba pequeña. Pero decírselo de esta manera sería
empeorar las cosas, supongo.
Los años del amor
Ha pasado el tiempo y mis ojos ya no son los mismos, pero tú
sí. He visto cómo la ciudad crecía y algunas costumbres cambiaban
y en torno a mí surgían novedades que poco a poco me apartaban y
me ignoraban. El entorno amable y natural que siempre acogió mi
oculta inseguridad fue desprotegiéndome, y quedé en el desamparo
ante paisajes y modas que ya no son las mismas, pero tú sí, tú
permaneces igual que entonces, como cuando antes, tal que ayer.
He visto cómo amigos y antiguas amantes perdían la sonrisa
lozana, la inocencia del gesto desmedido y alegre, el sueño lejano
de la mirada ida en el último confín. Mis amigos y mis novias de
antes son ahora serios viandantes que me saludan desde la otra
acera con gesto rápido y sin detenerse, pero tú no, tú aún caminas a
mi paso y en tu gesto todavía surge la sonrisa y el ademán
despreocupado del feliz inocente.
También he visto cómo mi cuerpo se resiente por el frío o el
calor, por el esfuerzo o la torsión, cuando antes, hace poco, tal vez
ayer, corría desnudo entre la escarcha helada del amanecer o
frotaba mis músculos sudorosos contra otros cuerpos ardientes,
retorciendo las articulaciones en busca de placeres cada vez más
lejanos. Todo ya parece perdido y reducido a movimientos apagados
y leves, menos tú, que aún juegas con tu cuerpo junto al mío y giras,
te contorsionas y te enalteces en la desnudez de cualquier
amanecer.
Veo, día a día, las ansias de mi ardor dilatarse en una espera
sin prisas, sin la urgencia que antes rompía las normas y la ropa, y
ahora se sienta y espera con la paciencia de quien ya no busca, de
quien ya conoce y ha perdido el asombro y el desespero y la rabia y
la angustia y el placer del arrebato; pero tú no, tú todavía gimes y
gritas, me desgarras y me empujas, me buscas con la necesidad de
la urgencia y la impaciencia de quien descubre cada vez un sueño y
un placer.
No te veo envejecer, amada, más al contrario, tiras de mí con
fuerza para retenerme junto con tu tiempo detenido en la alegre
inconsciencia del asombro, en la fuerza inmensa de la pasión, en el
descubrimiento continuo del cuerpo, de los sueños, del frío o del
calor, de la ciudad, de todo lo que nos rodea y que por ti es nuevo y
siempre acogedor.
Beso frío
He besado la rosa oscura de tu boca, que tenía el rictus
amargo del desengaño. He sentido tu frío atravesarme los dientes y
la lengua, y llegar hasta la garganta y penetrar hasta más adentro,
donde los órganos internos, las tripas y los conductos del misterioso
maquinar del ser vivo. Tu aliento gélido pasó en el beso a mi interior,
y lo sentí como el filo de una fina daga, que me desgarró por dentro,
y sentí perder la vida. Por eso cuando nos separamos, enfrentados
aún tras el abrazo, no pude hablar. Y después tampoco, cuando el
silencio acompañó tu despedida. Quizás creíste que yo también
había dejado de amar.
Cuerpo
Solo el cuerpo humano es cierto, porque es tangible,
mensurable, desprende olor, crece, se deteriora, se reconstruye,
sufre y se puede amar.
Tu cuerpo es real porque cede al ser presionado por la fuerza
de mi ansia, y gira o se contonea, según los designios de la lujuria
compartida.
Tu cuerpo es el calor que tengo en mis manos durante el
abrazo, y en ese instante comprendo que es la materia de la que
están hechas todas las cosas que son verdaderas.
Tu cuerpo es la única verdad que reconozco, y no me importa
su debilidad ante el tiempo, los golpes y los virus; no me desalienta
su falta de eternidad, pues lo efímero de la verdad hace de ella, de
tu cuerpo, el bien más escaso y más preciado. El tránsito breve de tu
cuerpo por mi vida la hace intensa y la justifica.
El espíritu no se toca, ni se mide, no varia su forma y no sufre
ni se ama, porque el espíritu es el sueño del cuerpo amado cuando
este se ausenta. Cuando tu cuerpo se aleja de mí, entonces el
deseo lo sueña y lo inventa, miente su presencia, y así el espíritu es
la mentira y el engaño necesario.
Tu cuerpo es lo único real en un universo de apariencias.
Amor de loco
Te amo y te seguiré amando por encima del tiempo y de tu
propio amor. Serás mi obsesión cotidiana aún más allá de lo que
puedas soportar.
Te querré tanto como a mí mismo y mucho más de lo que tú
te puedas querer. Serás mi sueño continuamente idealizado hasta el
punto de no distinguir realidad y fantasía.
Te veré como la culminación de todos mis tabúes
quebrantados, y en tu cuerpo realizaré el sacrificio de mi inteligencia,
supeditada siempre a la ilusión grandiosa que de tu imagen he
formado. No te podrás reconocer en esa imagen que de ti tengo, por
que tu fantasía jamás alcanzó cimas tan elevadas.
Serás mi dueña mientras aceptes cumplir todos mis más
asombrosos deseos. Serás mi esclava para no provocar mi
furibunda ira si no obedeces el más caprichoso de mis designios. Yo
para ti seré el animal en perpetuo celo, que te lame con mimo hasta
el extremo del asco y la repugnancia, y aún así no detendré las
caricias con que te he de cubrir.
Seré por ti el perpetuo sexo encendido que buscará cada
gemido tuyo hasta conseguir el último, y todavía seguiré porfiando
por más. Te obligaré a los actos más ruines y salvajes por deseo de
mi placer y querré que tu grites con el mismo frenesí. Querré oír tu
grito prolongado cuando el orgasmo nos alcance y entonces sentiré
el deseo irreprimible de morder tu cuello y tu hombro y tu mejilla y tu
pecho. Y con premura, aún la respiración entrecortada y el cuerpo
dolorido, querré comenzar de nuevo.
Finalmente, exigiré tu muerte de placer cuando no soporte
más tanta dicha.
Donde la noche acaba
Donde la noche acaba se inicia tu mirada de cielo abierto y
surge el reencuentro, siempre sorprendente, de sol y de vida.
Ensenada de aguas tranquilas, ajena de tormentas y plena de
luz, tu camino corto, sendero a la nada, es tránsito de fe en vacío
que no daña.
Ausencia de sabiduría y también de lucha y ambición,
carencia de destino concreto, ofreces el universo, que ni sabe, ni
lucha, ni ambiciona, ni conoce su fin, pero es reposo y vida de todo
lo que en él permanece.
Donde la noche acaba se inicia el descanso de mi amor en tu
mirada.
Edad
¿Qué edad tengo?, preguntas. Te sacaré de dudas. Tengo la
edad de cuando era virgen y buscaba la forma de ahorrar dinero
para ir con una puta que me enseñase algo de lo mucho que
imaginaba. Tengo la edad del asombro ante el hecho de que los
pezones de una mujer se tornen duros de repente. Tengo la edad de
cuando se está seguro de que en todas las partes del mundo viven,
piensan y sufren o ríen como yo. Tengo la edad del egocentrismo
altruista. Tengo la edad de mentir y que se me note, y de la risa
cómplice entonces. Tengo esa edad buena en la que todo está a
punto de suceder: el hoy es un segundo que tiembla inseguro, el
pasado no ha existido y el mañana no es sólo todo lo que queda,
sino que también es lo único que llena el pensamiento. Mi edad es la
de quien sonríe sin saber por qué, pero que se sabe feliz: sí, la del
tonto, si quieres verlo así. Y es que tengo la edad que tenía cuando
me enamoraba en cada esquina. En serio, tengo la edad de los
veranos que no se acaban y de las fiestas que están a punto de
empezar, de las palabras vacías pero llenas de promesas, de las
miradas de miedo inseguro y gesto altanero. Tengo esa edad que
nunca termina y que siempre está amando.
El Padre
Miré de soslayo a mi padre, reposando en el ataúd, y vi su
gesto adusto incluso en la muerte. Cuando niño, yo tenía en el
entrecejo de mi padre la referencia del castigo, más o menos grande
cuanto mayor su fruncimiento. Una tarde de mi infantil miedo, él
dormido, me acerqué a su cara para poder verla sin el gesto serio de
siempre. Despertó de pronto y vi en sus ojos el susto e incluso el
miedo. Yo sentí terror. Pero esa vez no me castigó. Creo que desde
entonces no volvió a hacerlo. Y ahora, cuando me arrimo a su
mortaja, veo en su rostro el mismo rictus de aquel atardecer
mientras dormía. No sé porqué, pero si ahora despertase ya no me
asustaría.
El encuentro
No he visto cómo mueren los hombres al ser desgarrados por
las violencias. Jamás me he acercado al borde de la realidad
tranquila que configura mi entendimiento. No he conocido el dolor
por el túnel profundo que en la piel y la carne provoca el cuchillo ni
sé cómo quema el hueco que la bala deja. No he asistido al acto
animal en el que un ser aniquila a otro. Por supuesto, ese otro nunca
he sido yo. Tampoco el de agresor ha sido mi papel jamás.
Nunca he padecido infortunio de violencia salvaje sobre mí.
Ninguna parte de mi cuerpo ha sido rota ni dañada por golpes
brutales y reiterados. No sé lo que es la locura del dolor
ininterrumpido.
Soy el ser feliz que ve y lee lejanas noticias de dolientes
humanos, tan distantes, que parecen sacados de una película con
final triste.
Soy el que un día, al amanecer, vio ante sí el cuerpo tendido
de un hombre sobre la acera. Nadie transitaba. El día iniciaba su luz.
Soy el que se apartó del bulto arrugado e inmóvil, en postura
confusa y extremada en sus giros, como si sus articulaciones
estuviesen dislocadas provocando dobleces inverosímiles en brazos
y piernas.
Soy el que pensó en su prisa y su tiempo, en su cómoda
rutina, en su segura distancia y lejanía. Soy el que, huyendo, se dijo
que aquel encuentro debería de ocurrirle, un poco más tarde, a otro.
¿Es amor?
De alguna manera creo que te quiero. Bueno, me parece
quererte. No sé, es difícil entenderlo, porque yo no lo entiendo al
menos. Vamos a ver, sé que estoy bien contigo, que te conozco lo
suficiente como para justificar tus tonterías, tus errores e incluso tus
maldades. También sé que me aprecias lo suficiente como para
disculpar mis debilidades y mis mentiras. ¿Y todo eso junto es el
amor?. ¿Y si eso no es amor, qué coño es? Tengo que quererte, es
necesario que te ame, de otra manera no podría explicar un montón
de cosas. Sí, ya sé que me expreso con vulgaridad, que mi
vocabulario es el de la calle, pero mi dolor es tan grande como mi
amor y este es tan sublime como el de cualquier poeta, use las putas
palabras que use. Pero no quiero desviarme de lo que estaba
razonando. Decía que debería de quererte, que es necesario que te
quiera, que tengo que quererte porque hemos pasados muchas
cosas juntos y nos conocemos muy bien. Tú sabes cuándo finjo y
sabes cuándo oculto mis debilidades y cómo pienso en mi infancia al
decir aquello de que "ningún verdadero hombre imita a su padre". Sí,
intimidades, secretos, complicidades entre tú y yo que van más allá
de lo que dos amantes podrían confesarse. Eso debe de ser amor,
¡maldita sea!
Gestos
Gírate, mueve tu cuerpo hacia mí con la inocencia fingida del
acto casual. Y después ladea la cabeza y, con la mano, aparta hacia
atrás el cabello en gesto que descubra tu cuello, como si el pelo te
estorbase para hablarme, como si el giro de la cabeza y el vuelo de
la melena fuese el movimiento de una danza espontánea. Después
mírame como si yo ocupase toda la capacidad que de ver tienes,
llenándome de tus pupilas que se agradan y se fijan en mi con
interés exclusivo. En un momento dado te pintarás la boca con lenta
parsimonia y frotarás un labio contra otro, procurando que yo siga
todo el proceso sin perder un detalle. A continuación, tendrás la
necesidad de arreglarte el pliegue de tu falda mientras hablas
distraídamente de cualquier cosa que ninguno de los dos va a
recordar más tarde. Por fin, tropezará tu cuerpo con el mío en el
movimiento impreciso de una leve torpeza.
¡Qué cantidad de palabras de amor puedes decirme en el
idioma universal que todos conocemos!.
Gritar amor
Quisiera imponerme la disciplina de amarte en silencio, pero
no puedo. Tengo que gritar mi amor a cada tercer paso que doy, y
así, claro, todos se enteran de nuestro secreto. Y es que la risa de la
felicidad se me escapa entre las comisuras de los labios, que se
estiran y se tensan hacia arriba, hasta que por fin estallo en una
carcajada y grito que te quiero. Y como esto sucede en cualquier
momento y lugar, es frecuente que desconocidos a mi alrededor se
me queden mirando con asombro, aunque a algunos se les contagia
la risa y me acompañan en la felicidad de reír abiertamente. Incluso
los hay que me preguntan por ti, pues quieren saber cómo es la
mujer que provoca esas locuras. Como yo les contesto que mi amor
es un secreto, entonces reímos todos aún más.
Misa negra
Ven y mira, tengo para ti el pan oscuro, el ritual de la misa
negra salvadora de los páramos de la vida. Acércate, no sólo te haré
poco daño, sino que te ensañaré a aplicarlo en la justa medida para
alcanzar el placer tanto tú como tu víctima. No tengas miedo, que
conmigo alcanzarás el conocimiento de la mentira y comprenderás
así todo lo oculto.
Ven, toma lugar a mis pies, todavía hay sitio libre entre los
fieles; con ellos me adorarás y compartirás el placer que anula la
razón y sublima el cuerpo. Retoza en derredor mío junto con los
míos, y recibirás, de cuando en cuando, el golpe de mi mano o mi
pie, y agradecerás esa deferencia que te habrá de causar placer y
dolor a partes iguales. Aprenderás que el placer y el dolor surgen del
mismo sitio, se complementan y superponen, al final llegan a ser
como uno solo, y el límite que puedes alcanzar en ambos será el
mismo.
Ven y mírame a los ojos, que te cegarán y me amarás.
Animal
Tengo en la punta del deseo la necesidad de la querencia que
ansío. Quiero poseer el dulce manjar que tras el velo se oculta, y no
reprime mi necesidad animal el apetecer primario que mi cuerpo
pide.
No quiero ocultar mi apetecer por ti, mi tendencia hacia tu
cuerpo, hacia la parte de tu cuerpo que más ocultas y más tienta mi
natural instinto primario y animal, fuerte y sano, siempre obligado por
nuestra común historia a su acercamiento a ti.
Oración de muerte
Lo dijo el Rey de las Moscas y, antes aún, el Dios Oscuro y,
todavía antes, el Innominado Señor. Y tras todos ellos lo repiten
hordas de fieles de mirada negra y puñal escondido. Lo repiten en
éxtasis los ocultos seres del saber maldito. Lo gritan también todos
los habitantes de la ciudad olvidada con sus voces roncas como
alaridos de animales. Son muchos más de los que creemos los que
oran con esas palabras de fuego negro sin brillo, y son muchos los
que aspiran a oler el azufre pestilente cuando invocan, con la
oración, todo cuanto de ocaso tiene.
Fue el Rey de las Moscas y antes el Dios Oscuro y aún antes
el Innominado, quienes, con la ira del que odia, gritaron al mundo:
-”¡Toda muerte es necesaria!”.
Pliegues
He dedicado mi tiempo al estudio de los pliegues íntimos de tu
piel, y apenas ahora comienzo a conocerte. Recorro con el tacto las
sinuosas venas de apariencia azul que se insinúan en el dorso de tu
mano o en tu cuello, a veces, o en algunas partes de tus blancos
senos; las oprimo, las beso, las sigo hasta perderlas porque se
ocultan en las profundidades de tu carne. También palpo, acaricio,
aprieto la tersura de tu piel sobre las rodillas u otras articulaciones, y
percibo la contundencia del hueso sobre el que resbala tu piel y mi
mano. Y tanteo con la punta de la lengua y los dedos las pequeñas
prominencias que las vértebras dejan en tu espalda, como un
vaivén, como tropezones dulces en un pastel. Después rebusco
entre la melena que te nace en la nuca, tal que si contase cada pelo;
los toco desde su base hasta el extremo, los junto y separo en
mechones, juego con ellos hasta escuchar tu quejido oculto en una
risa. ¡Tantas y tantas partes distintas y maravillosas! Y es que me
gusta descubrirte y asombrarme, y me enamora cada vez más todo
lo que tu cuerpo de mujer es.
Rápido
Te dije "te quiero" y tu contestaste preguntándome si era así
de rápido para todo. Me hiciste reír por lo que entendí de segunda
mala intención en esa respuesta tuya. Por supuesto no me amilané y
persistí en el empeño de enamorarte. Afirmé que bien cierto era que
nos acabábamos de conocer, pero que no sabía que había unas
medidas temporales que indicasen cuándo uno podía enamorarse y
cuándo no. Entonces fuiste tú quien se rió, y tu risa era abierta y
explosiva, contagiosa y brutal. Caí rendido de amor, por supuesto; y
así te lo dije. Tú volviste al sempiterno argumento de "pero si
acabamos de conocernos". Yo sabía que toda tu reflexión se
resumía en un solo hecho cierto: no te ibas. Estabas a mi lado,
escuchando y rechazando, por prontas, mis apresuradas palabras
de amor, pero no te ibas. Así que no perdí el ansia y seguí con mis
arrumacos inocentes y con argumentos simples de amor urgente, el
cual a ti te parecía imposible y te hacia reír, me llamabas vano y
loco, me apartabas un poco de tu lado, pero sólo un poco, con leve
empujón, y decías que me callase, pero te quedabas allí sentada a
mi lado, y después de quejarte te callabas esperando mis palabras
que desmentían las tuyas en un juego pactado tácitamente entre
ambos.
Tras cientos de palabras, muchas risas, no sé cuantas
negaciones tuyas y mil acercamientos míos, por fin me miraste muy
seria, y me dijiste que "aunque me ría, no tomo a broma lo que
dices", y yo no pude de nuevo contener la risa, al decir: "siempre
supe que me querías".
Compartida y comprada
Antes me sentía avergonzado, pero ya no. Al principio lo
ocultaba, iba como uno más a verte, pero ahora ya todos lo saben,
pues yo lo proclamo. Ahora digo que te quiero en publico y digo que
mi amor por ti es infinitamente más grande que las monedas que me
pides a cambio. Ahora espero mi turno con la cabeza alta.
Las noches de fiesta, cuando más difícil es verte, ya me he
acostumbrado a esperar y compartirte con otros hombres. Esos días
no me importa estar en la barra del bar hablando con los camareros
hasta que quedas libre y yo accedo a ti. No; bien sabes que ya no
soy celoso.
Por las mañanas respeto tu descanso: nunca insisto en verte.
En las mañanas pienso en cómo descansas, en la postura de tu
cuerpo dormido y agotado por tantos ansiosos que te quisieron unos
minutos la noche anterior. Esa es la diferencia, tu lo sabes. Ellos te
aman, porque es imposible no quererte, pero el amor de esos
pasajeros dura los minutos de tu alquiler. Mi amor no termina con el
fin del tiempo que compré con los billetes que siempre pides. Mi
amor se queda a la espera de que pase la mañana en la que
duermes. Mi amor queda a la espera de que salgas a la calle de
nuevo o te arrimes a la barra del bar habitual. Mi amor es paciente y
duradero, y aguarda el turno que me corresponde tras el cliente que
me precede.
Mi amor te proclama como la más bella de todas, la más
maravillosa de entre ellas. Ninguna de las que se acercan a las
ventanillas de los coches o ponen sus pechos sobre los clientes de
un bar es tan tierna como tú.
Lo he dicho muchas veces en los últimos tiempos sin ninguna
vergüenza: te quiero. Te quiero aunque sea compartida. Te quiero
aunque tenga que robar para pagar el ínfimo precio que me pides.
Te quiero aunque te rías y me señales el reloj cuando mi tiempo se
termina. Te quiero aunque me pidas más dinero del que tengo. Te
quiero aunque note tu aburrimiento cuando te penetro. Te quiero
aunque me olvides con la siguiente conquista que haces en la calle o
en el bar. Te quiero por encima de tus gestos de asco cuando crees
que no te veo. También te quiero cuando te vas cansada y sola en la
madrugada.
Lo gritaré muy alto y muchas veces. Ya no me avergüenza
decirlo.
Tiempo
El tiempo no define la intensidad del amor. Yo te amé durante
un día, pero de manera tan intensa que jamás amé tanto a ninguna
otra. ¿Eso no te basta? Bueno, quieres que sea más explícito, más
preciso. Lo seré. No, no digas que también sea sincero, sabes de
sobra que siempre lo soy.
Comenzaré de nuevo. Decía que el tiempo y su medida en
horas, días, meses, no es quien impone la etiqueta a los grandes
amores. Nuestro amor, el mío, concretamente, duró muchas horas,
casi un día, si quieres esa precisión matemática que tan árida me
resulta y a ti tanto te gusta; y ahora que me voy te sigo queriendo,
porque mi amor no termina nunca, aunque cambie de intensidad. Ya,
ya sé que me reprochas tantas palabras y tanta retórica, toda esta
locuacidad que para ti no es más que un vacío y que para mí llena la
nada. Ya sé que vas a lo concreto y lo práctico, y que lo que te digo
lo oyes como una despedida y no como un canto al amor. Para ti
todo se resume en un "te quedas o te vas". En fin, me voy, sí, pero
después de haberte amado todo lo que soy capaz de amar, aunque
eso para ti no sea suficiente, por lo que veo.
Podría coger el infinito
Podría coger el infinito de los años que me quedan y, con la
fuerza de la ira, romperlo en partículas contra tu lápida. Y es que
tengo sensación de muerte en los ojos negros de la vida rota, y
quisiera que renacieses en la luz que inunda cualquier amanecer.
Quiero sentirte como ave lejana en un horizonte de sol iniciado, y
creer que el brillo del rocío sobre el musgo es el anuncio de la luz de
tu presencia. Quiero que huyas del paisaje vacío de la tumba y
moldear tu figura en el aire que me rodea; que estalles en sonrisas y
navegues en palabras que cantan alto a la vida. Quiero que donde
acaba el recuerdo de tu mirada comience la vida de nuevo. Quiero
que ese recuerdo salve tus claridades alejándolas del centro de la
tierra y que evadas tu olor vivo al espacio donde ahora está el vacío
de tu ausencia.
Mi amor sin sentido, irreal como la ausencia misma, se pierde
entre sueños y recuerdos, mentiras y soledades tras tu muerte.
Viernes
Porque hoy es viernes amanecerá diez minutos antes, y el sol
formará esa bruma alegre y luminosa en la mañana incipiente. Y es
que, porque hoy es viernes, sabré de ti y de tu horario preciso, podré
hallarte al conocer tu momento y el lugar exacto. Pero antes
amanecerá con mi despertar ansioso, esperanzado en el encuentro;
destellarán las primeras luces, descubridoras de las efímeras
brumas, anunciando el resurgir de todo lo que tiene la capacidad de
amanecer. Será así el inicio de un día, que es viernes, en el que
sabré encontrarte. Te hallaré ya entrada la mañana, con la luz
invasora de rincones inverosímiles, ya la bruma matutina aniquilada
incluso para el recuerdo. Te he de descubrir cuando el día brille en
su mayor esplendor y tú vistas el vestido blanco, ese que recoge
toda la luz y también todo el aire en el movimiento de los pliegues de
tu falda. Así te he de ver, luminosa y etérea, caminando hacia mí en
la hora precisa, en el lugar acordado, el día de hoy… viernes, por
más señas.
Aves de mal agüero
Como en un cuento infantil, sucedió que en el día de mi
nacimiento tres pájaros sobrevolaron mi cuna. El vuelo de las tres
aves sirvió para darme, entre graznidos, las previsiones que atarían
mi destino.
De las tres aves que volaban sobre mí, una, la de color
blanco, pero con un ala negra, me dijo que mi vida sería triste y
anodina, infeliz y sin amor: uno más entre los seres que recorren su
existencia de forma tan simple que su historia se escribe en una
página en blanco.
De las tres aves, la segunda, la roja con un ala azul, me dijo
que mi vida sería intensa y agradable, feliz y llena de sorpresas,
amores y maravillas: un ser extraordinario de vida sublime en cada
minuto que disfrutase de su paso por esta tierra de fantasías.
La tercer ave, azul toda ella y de ojos intensos y negros,
esperó al silencio de las otras dos para graznar y decirme que cada
palabra por mi dicha sería registrada en el Gran Libro, que cada
gesto que yo hiciese sería tenido en cuenta por alguien que sólo
aspiraba a ser mi Juez. Finalmente, ese tercer pájaro también me
dio un consejo:
-¡Nunca te fíes de las aves que, esperando pacientemente,
sobrevuelan tu cuerpo!.
Borrachos nocturnos
Coro de borrachos que entonáis al negro techo de la noche
callejera vuestros eructos derrotados...
Grupo de sucios perdidos en medio de la acera que a ninguna
parte va...
Gentes de mirada ida y gesto desmedido y violento,
inmotivado e inestable, siempre inoportuno y que evidencia el estado
desesperado en el que os halláis...
Seres variopintos que os agolpáis bajo mi ventana en las
noches vocingleras de prolongada fiesta...
Tened por buen seguro que reprimo el deseo de ceder a la
presión de mi vejiga, que contengo a duras penas el ansia de
vaciarla sobre vuestras encorvadas sombras ahí abajo.
Cierto día
Cierto día vi nubes rojas en el confín del cielo que el horizonte
brindaba a mi vista. Los montes de formas redondeadas, bajos y
verdes, enmarcaban la base del espectáculo de luz rojiza. Sobre
ellos, y tras las nubes, el cielo enorme se extendía azul y luminoso.
Entonces, de repente, al pronto, comencé a ver cada vez más... En
un primer momento tan sólo aprecié que las nubes aumentaron la
intensidad de su brillo, perdieron el rojo que las adornaba y se
fundieron en el azul del fondo, después, en seguida, fue como si los
verdes montes se retirasen hacia atrás y abajo, dejando un enorme
hueco abierto para el celeste espacio, el cual pronto lo fue
abarcando todo. Y cuando, asustado, miré en derredor mío, puede
comprobar que el aire azul del cielo llenaba el espacio hasta el límite
de mi vista. Poco después también noté la ausencia de la tierra bajo
mis pies.
Fue aquel un día en el que mis ojos me hicieron el regalo de
ver aquello para lo que no fueron creados.
Coincidencia para la muerte
Existen seres humanos que están dispuestos a matarme.
Realmente están dispuestos a matar a cualquiera. Ya antes lo han
hecho, pues he oído de sus sangrientas acciones. Ahora mismo,
alguno de ellos, puede actuar con violencia sobre cualquiera de los
que permanecemos vivos. Puede ser que tengamos algo que
quieren o quizá nos tropecemos con ellos en un día que estén de
mal humor. Lo cierto es que si llega el momento inoportuno, en el
lugar preciso, aunque casual, que me encuentre con el ser iracundo
que me enfrenta... se habrá desencadenando el acto legendario
entre el cazador y la víctima. Y es que yo no soy violento, ni siquiera
tengo reprimida la violencia en lo más oculto del cerebro. Yo nuca
puedo ser el que da caza. Seré siempre el que recibe el navajazo,
aquel que sufre el golpe en la nuca, al que le estallan junto a la cara
los fuegos de la locura.
Él está ahí, esperando en un lugar cualquiera al lado de la
carretera; se encuentra a la expectativa sin ni siquiera saberlo.
Puede que ahora mismo haga planes para otras muertes, pero el
momento que le enfrente a mí tan sólo está pendiente de la
coincidencia de nuestros dos cuerpos en un lugar todavía
indeterminado.
No es seguro que llegue ese instante. Tampoco tengo la
certeza de que no llegue.
¿Qué ocurre?
Iba yo de viaje con mi vehículo. Viajaba sólo, y entretenía el
lento circular, a causa de varios camiones grandes y lentos que me
precedían, mirando ahora el paisaje lateral a través de las
ventanillas, después la trasera del camión de delante (Frutas
Fulano) y más tarde, por el espejo retrovisor, los coches que llevaba
detrás. Me fijé en la cara del conductor que iba tras de mí. También
viajaba sólo, era delgado, más bien su rostro parecía demacrado, de
facciones angulosas y mofletes hundidos; sus ojos iban cubiertos por
unas grandes gafas oscuras a pesar de ser un día nublado, y su
boca mostraba un rictus amargo. Comencé a desviar la vista cada
poco tiempo hacia el retrovisor y mirar a aquel individuo. Me
imaginaba cosas terribles de él.
En un momento dado del viaje, la circulación se hizo más
lenta aún si cabe. Un control policial era el motivo. La policía,
apostada en un arcén de la carretera, había colocado señales para
reducir la velocidad, barras en el suelo para obligarte a esa
reducción, e iban mirando, o eso me parecía a mí, fijamente a todos
los coches que pasaban, aunque no vi que detuviesen a ninguno de
los tenía delante de mí. Enseguida deduje: "A éste que llevo detrás
seguro que lo paran". En eso pensaba cuando un policía se pone
delante de mi vehículo y me da el alto, después me indica la
dirección del arcén. Mientras aparco donde se me ordena, veo que
hacen señales al coche del sujeto mal encarado, que llevaba detrás,
para que siga su camino y no se detenga. "¿Pero qué cara tengo yo
para que resulte más sospechoso que aquel sujeto?", pienso
mientras bajo la ventanilla y, con mi peor sonrisa, pregunto al policía
que, arma en mano, se me acerca: "¿Qué ocurre?".
Ley dura, pero ley
Yo no pienso cometer ningún delito, por tanto la ley está de mi
parte. ¡Qué pensamiento tan sencillo! Es una forma de vida cómoda
y simple. Es una filosofía fácil de entender y de asumir. Puede ser el
principio de la felicidad. Lástima que para poder llevarla a cabo sea
necesario suprimir a todos los que no están de acuerdo con ella.
Para eso cuento con la ley misma.
He denunciado al que aparcó su coche en doble fila, al que
me devolvió dinero de menos en el cambio tras en una compra, al
que me vendió de menos en el peso de un kilogramo de carne, al
que me insultó por denunciarle por el mal aparcamiento de su coche,
al que pintó su puerta de color distinto del resto de vecinos, al que
arrojó basura ante mi puerta, al que mendigaba en la calle donde
vivo, al que fumaba jachís en el bar de la esquina, al que producía
un ruido insoportable con su motocicleta, al vecino que tenía el
sonido de la tele muy elevado, al que se sentó en el capó de mi
coche, al borracho que encontré tendido en la acera, al camarero
que vendió una mezcla de ginebra y refresco a un menor de 18
años, a dos niños que estaban fumando, a un señor que arrojó un
papel al suelo, a una mujer que hablaba en voz alta en la biblioteca,
a un joven que pintaba con un bote de espray en una pared, a un
policía que no detuvo a un coche que me adelantó excediendo el
límite de velocidad, al coche que me adelantó tan rápido (y del que
tomé la matrícula), a la compañía telefónica por cobrarme demás, a
la compañía de la luz por cobrarme de menos, otra vez a mi vecino
por persistir en su empeño de poner el volumen de la televisión muy
alto, a un vendedor ambulante al que pedí la licencia de venta y no
me la mostró, a cinco individuos que estaban cantando y gritando
como locos bajo mi ventana, a la taquillera de un cine por no tener
cambio de un billete grande y negarse a venderme el tíquet
correspondiente para ver la película, al mecánico del taller de coches
que no me dio la factura correspondiente tras la reparación de mi
vehículo, a la compañía de transporte publico por hacerme caer, en
el interior de un autobús, tras un frenazo brusco, a un señor que
estaba fumando en una zona para no fumadores…
En fin, creo que contribuyo a que la vida sea más fácil para
todos aquellos que seguimos los dictados de la ley, ¿no les parece?
No tengo muchos amigos, es cierto; pero debe de ser porque aún no
me conocen. Quien respeta la ley no puede ser una mala persona,
¿no creen?
¿Estoy vivo?
A veces sospecho que he perdido la vida, pero no puedo estar
seguro. Si me preguntan, no sé decir con seguridad si estoy vivo o
muerto. Ya sé que se me dirá que si hablo (o escribo, da igual) es
que no he muerto aún, pero es que tampoco puedo afirmar que yo
esté hablando o escribiendo. Si soy sincero, creo que sois vosotros
los que oís y leéis, y por eso hablo o parece que hablo (o escribo,
que es lo mismo). No quiero crearos dolor de cabeza, no deseo que
perdáis un minuto de vuestro valioso tiempo con mis dudas, pero ya
que me escucháis, o leéis, me creo con derecho a seguir hablando y
escribiendo. Lo que está claro es que cuando todos decidáis dejar
de escucharme y leerme sabré, por fin, si estoy muerto o no, pues mi
pervivencia no dependerá de vosotros, sólo de mí, y si yo no existo
sin vuestro pensamiento... pues será que estoy muerto. ¿Es todo
esto muy complicado para alguno de mis oyentes y lectores?.
Bueno, para mí sí es difícil de asimilar, al fin y a cabo me va la vida
en ello, así que no puedo tomarlo a la ligera y no me resulta fácil
pensar con frialdad en el tema. ¿Lo comprendéis, verdad?. Tampoco
quiero ofender a nadie, pues pudiera ser que gracias a cada uno de
vosotros yo siga con vida. Lo que tengo por cierto es que mientras
siga hablando (escribiendo, es lo mismo) y alguien me escuche (me
lea, es igual), yo seguiré con vida (al menos para quien me escuche
o lea). Pero a pesar de que de momento todo va bien, de que me
leéis y me oís y parece gustaros, no puedo evitar el que me corroa
interiormente la duda de mi existencia. Es que habréis de
comprender lo poco grato que es suponerse sólo vivo en vosotros y
para vosotros... ¡Cuidado!, alguno sé que no me está
comprendiendo, incluso me parece que se aburre y en cualquier
momento dejará de prestarme atención; eso es algo que temo y
deseo, pues puede ser morir un poco el que alguien abandone mi
lectura y deje de oírme y por tanto yo deje de vivir en su mente, pero
también lo deseo, pues será la única forma de saber si existo fuera
de vosotros cuando, no uno, si no todos me abandonéis. ¡Qué
profundo y angustioso dilema! Por un lado temo la comprensión de
mi muerte si todos ignoráis mi letra o mi voz, y por otro, deseo saber
si puedo dejar de depender de vosotros y seguir vivo a pesar de ello.
Ten en cuenta, y esto te lo digo sólo a ti, que cuando no me
leas (o escuches) y me olvides, para ti yo habré muerto y para mí
mismo quizás también, si eras el único... pero eso nunca lo sabrás.
Ojos de gato
Ojos de gato negro reflejan el misterio de la noche que la
magia trasmuta en luz. Ojos que en su brillo agudo definen el miedo
de corazones inseguros, que ven, más allá de las tinieblas, lo que al
otro lado de la oscuridad con celo se oculta y amenaza.
Ojos de gato negro que algunas personas poseen, antaño
alimento de la hoguera y que ahora aún inspiran desconfianza.
Seres silenciosos de mirada fría, que parecen reflejar en su pupila
algo distinto de lo que miran. Ojos a los que el día parece dañar y
que en la noche cobran vida con un brillo plateado y lunar. Con su
silencio y misterio, la belleza y una gota de maldad, asombran e
intimidan, atraen e inquietan al incauto que los admira.
Hospital
Velé a mi abuelo la larga noche antes de su muerte. Ninguno
de los dos habló en aquellas inmensas horas de dolor y miedo. De
aquel tiempo interminable, sólo me quedan estos pensamientos:
“Blancas paredes pulcras rodean el dolor de tu enfermedad y
te aíslan y encierran en claustro de limpia soledad.
La muerte que te acecha, tratada por expertas manos frías,
pierde su gran misterio, y es reducida al simple hecho de una cama
finalmente vacía.
Tu cuerpo, expresión máxima de milenios de inútil evolución,
es roto y es cosido y limpiado, vaciado y llenado como odre de
escaso valor. Tu cuerpo, expresión máxima del calor que alguna
vez tuve, es palpado, apretujado, puesto en duda con gestos de
disgusto. Y todas sus funciones, siempre naturales, desde el agua
que recibe el estómago hasta la que vacía tu vejiga, son controladas
y puestas en entredicho por gentes que dominan tu dolor.
Aislado de todo, incluso de tu propio ser, pues ya ni me
sientes a tu lado ni te recuerdas a ti mismo, te sometes a la conjura
de pequeños dioses que esta noche van ha decidir el límite de tu
cuerpo.”
Lecciones para ser infeliz
Ve y no mires la maravilla que te rodea durante el viaje.
Piensa tan sólo en el regreso. A quien te hable, mírale torvo sin
responder. Finalmente, a la mujer que se acerque con voz dulce, dile
que su contacto es frío.
Cuando regreses no recuerdes nada. A quienes te pregunten
por tu ida dales la espalda, pero antes haz un gesto despectivo. A la
mujer que aguardó tu vuelta dile que has olvidado su nombre, que
en la distancia sólo pesabas en ti mismo.
Una vez en tu casa, solo y en la penumbra de la sala más
pequeña, cierra bien la puerta y las ventanas, apaga todas las luces
menos una pequeña vela. Siéntate en el suelo y niégate a soñar
mientras pierdes la mirada en las tinieblas de una esquina.
Entonces llegará la noche y, desde la calle, los amigos te
llamarán asustados. Ignóralos. Y cuando sea la dulce amante, que
superando el dolor y el daño, te llame, concentra tu atención toda en
la vela y sus sombras raras sobre las paredes y sigue guardando
silencio.
Tras el paso del tiempo, y una vez que todos te han
abandonado, sal a hurtadillas y siéntate al amanecer en medio de la
calle. Comprobarás, durante el transcurso del día y hasta que la
noche llegue, que todos te ignoran, y en sus ojos notarás la mirada
oblicua de quien te desprecia.
Por fin, el silencio será tu única compañía y la soledad tu fiel
amante.
Así alcanzarás el más infeliz de los egoísmos.
Leía el niño
El pequeño niño quedó maravillado. Era la primera vez que le
ocurría, o al menos la primera que él recordase. Era como cosa de
magia, pero magia que a él le sucedía y que él mismo parecía
provocar. ¡Y todo era tan simple! Primero leía un poco de aquel libro,
después cerraba los ojos… ¡y veía en su cabeza lo mismo! Fuese lo
que fuese, ya castillos, caballos, soldados antiguos de armaduras
muy brillantes, todo lo que leía, después, al cerrar los ojos, lo tenía él
dentro, lo veía como si fuera real. Era cosa de magia, sin duda, pero
tan fácil y maravilloso que el niño no podía dejar de leer y, al poco,
cerrar los ojos para imaginar.


F I N

La Metamorfosis de Frank Kafka

La Metamorfosis
de Franz Kafka


I
Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto". Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo.
Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas.
Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados – Samsa era viajante de comercio –, estaba colgado aquel cuadro, que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa” de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar de la ventana – le ponía muy melancólico.
«¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?» Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.
Aunque se lanzase con mu cha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a ba lancear sobre la espalda.
Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó.
«iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial.
¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto», pensó, «le hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno.
Eso podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho.
Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él – puedo tardar todavía entre cinco y seis años – lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento, ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tictac sobre el armario. «¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... Cera posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente. ¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregor no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregor, a excepción de una modorra realmente superflua des pués del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre. ¡Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama – en este mismo instante el.despertador daba las siete menos cuarto –, llamaron caute losamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama. Gregor – dijeron (era la madre) –, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje? ¡Qué dulce voz! Gregor se asustó, al contestar, escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como des de lo profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con clari dad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregor querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir: – Sí, sí, gracias madre, ya me levanto. Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregor, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregor, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemen te, pero con el puño, a una de las puertas laterales. – iGregor, Gregor! – gritó –. ¿Qué ocurre? – tras unos instantes insistió de nuevo con voz más grave –.¡Gregor, Gregor! Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana. – Gregor, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo? Gregor contestó hacia ambos lados: – Ya estoy preparado – y, con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró: Gregor, abre, te lo suplico – pero Gregor no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de ce rrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa. Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y des pués pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, do lor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imagi nación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes. Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto sería difícil, especial mente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas pati tas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería do blar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, enton ces todas las demás se movían, como liberadas, con una agita ción grande y dolorosa. «No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregor. Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia adelante con toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisa mente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.
Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama.
Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza.
Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella.

Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas.
En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.
«Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el despertador, «las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama.
Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra.
Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación.
Pero había que intentarlo. Cuando Gregor ya sobresalía a medias de la cama – el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones – se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes – pensaba en su padre y en la criada – hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser.

Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos se rían las siete y cuarto, en ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa.

Du rante un momento todo permaneció en silencio. «No abren», se dijo Gregor, confundido por alguna absurda .esperanza. Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió.
Gregor sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido con denado Gregor a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprove chado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo co miesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz – si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pen samientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza.
Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortigua da un poco por la alfombra y además la espalda era más elásti ca de lo que Gregor había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso.

Solamente no había mantenido la ca beza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor. – Ahí dentro se ha caído algo – dijo el apoderado en la ha bitación contigua de la izquierda.
Gregor intentó imaginarse si quizá alguna vez no podría ocurrirle al apoderado algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad.
Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol.
Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregor, susurró: Gregor, el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijo Gregor para sus adentras, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.
– Gregor Dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha –, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren.

No sabemos qué debe mos decirle, además desea también hablar personalmente con tigo, así es que, por favor, abre la puerta.

El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación. – Buenos días, señor Samsa – interrumpió el apoderado amablemente. – No se encuentra bien – dijo la madre al apoderado mien tras el padre hablaba ante la puerta –, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado.
¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes.
Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra Gregor lo verá usted enseguida. Por cier to, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, no sotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana. – Voy enseguida – dijo Gregor, lentamente y con precau ción, y no se movió para no perderse una palabra de la con versación. – De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo dijo el apoderado –, espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comer ciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios. – Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? – preguntó impaciente el padre. – No – dijo Gregor. En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y de jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y porque entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Estas eran, de momento, preocu paciones innecesarias.
Gregor todavía estaba aquí y no pensa ba de ningún modo abandonar a su familia.
De momento ya cía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado.

Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido inmediatamente. Y a Gregor le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión.
Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros y ha cía perdonar su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó entonces el apoderado levantan do la voz –.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habita ción, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita.
Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una ex plicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombra do. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato y aho ra de repente parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo.
Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cier ta.
Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo del todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura.
En prin cipio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón de que no se enteren también sus señores padres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfacto rio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir. – Pero señor apoderado – gritó Gregor fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás –, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme.
Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado.
¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cier to es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado.
Por cierto, que en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted, señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregor farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había acercado un poco al arma rio, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practica do en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él.
Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación.
Al prin cipio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos.
Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y en mudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los padres –.¿O es que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos –, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor –. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando.
Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregor, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien.
De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados.
Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.
Gregor se acercó lentamente hacia la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella – las callosidades de sus patitas estaban provistas de una substancia pegajosa – y descansó allí, durante un momento, del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura.
Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos ¿con qué iba a agarrar la llave? –, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas, con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
– Escuchen ustedes – dijo el apoderado en la habitación contigua –, está dando la vuelta a la llave. Esto significó un gran estímulo para Gregor; pero todos de bían haberle animado, incluso el padre y la madre. «iVamos Gregor! – debían haber aclamado –. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expecta ción sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregor se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregor. Respirando profun damente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerraje ro», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo. Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía.
En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio tam bién cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente.
La madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en primer lugar al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregor y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en me dio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor.

El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.
Gregor no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfren te, negruzco e interminable era un hospital'º , con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada.
Toda vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por una, y que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayu no era la comida principal del día, que prolongaba durante ho ras con la lectura de diversos periódicos.
Justamente en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía respeto para su actitud y su unifor me.
La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba abierta, se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la misma, que conducía hacia abajo.

Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad , me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted.
Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida.
Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado.
También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender.
Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón. Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregor, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregor poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregor hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación.
Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela.
Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregor comprendió que, de ningún modo, debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén.
Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión.
Pero Gregor poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tran quilizado, persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futuro de Gre gor y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregor toda vía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado lle var por ella; ella habría cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo le hubiese disuadido de su miedo.
Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pen sar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no ha bían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto.
Pretendía dirigirse hacia el apodera do que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito.
Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregor que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimi do, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos exten didos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, socorro! Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregor, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropella damente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipita damente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada, caía a chorros sobre la alfombra. – iMadre, madre! – dijo Gregor en voz baja, y miró hacia ella.
Por un momento había olvidado completamente al apode rado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mándibulas al vacío. Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gre gor no tenía ahora tiempo para sus padres.
El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última vez.
Gregor tomó impulso para al canzarle con la mayor seguridad posible.

El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desa pareció; pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda la esca lera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció des concertar del todo al padre, que hasta ahora había estado rela tivamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apo derado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor en su persecu ción, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el ga bán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregor a su habitación blandiendo el bastón y el periódico.
De nada sirvieron los ruegos de Gregor, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbi dos como un loco. Pero Gregor todavía no tenía mucha prác tica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio.
Si Gregor se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese es Tado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al pa dre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le ame nazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza.
Finalmente, no le quedó a Gregor otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constante mente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lenti tud.
Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregor perdía la cabeza por completo.
Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más.

Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregor espacio suficiente.
Su idea fija consistía solamente en que Gregor tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregor para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta.
Es más, empujaba hacia adelante a Gregor con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregor como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregor se empotró en la puerta – pasase lo que pasase.
Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y solo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.

Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregor penetró profundamente en su habitación sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.




II

Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregor de su profundo sueño similar a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.

El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro.
Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos.
Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno.
Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiómuy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa.
Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregor ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación.
Entonces Gregor se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos, para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregor esperó en vano.
Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación, ahora que había abierto una puerta, y las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera. Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento.
Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de Gregor; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida.

Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio insconciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parteinmerso en un semisueño, del que una y otra vez le despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que le llevaban a la consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que Gregor, en su estado actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregor la oportunidad de poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No le encontró enseguida, pero cuando le descubrió debajo del canapé – ¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado! – se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde fuera.
Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregor había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba.
¿Se daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregor preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer.
Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó.
Gregor tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer.
Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras”, un queso que, hacía dos días, Gregor había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal.
Además añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a Gregor, en la cual había echado agua.
Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease.
Las patitas de Gregor zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba molestia alguna, se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato le atrajo de todo.
Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer.
Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave.
Esto le asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aún el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio.
Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones, cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregor ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo.
Apenas se había dado la vuelta, cuando Gregor salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba. De esta forma recibía Gregor su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y lasegunda vez después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado.
Sin duda los padres no querían que Gregor se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias, más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.
Gregor no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y, así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos.
Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo – naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo –, cazaba Gregor a veces una observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregor había comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo.» Mientras que Gregor no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas, y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella.
Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él.
A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola.
Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pi diese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasido trabajo porque apenas se co mía nada. Una y otra vez escuchaba Gregor cómo uno anima ba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido.
Quizá tam poco se bebía nada. A veces la hermana perguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía, para que él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y reco gía de la pequeña caja marca Wertheim*, que había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún do cumento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el compli cado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que busca ba.
Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregor oía desde su encierro. Gregor había creído que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, .al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario y, por otra parte, tampoco Gregor le había preguntado.
En aquel entonces la preocupación de Gregor había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el de sastre comercial que les había sumido a todos en la más com pleta desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana, ha bía pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dine ro, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero contante y sonante, que se podían poner sobre la mesa en casa ante la familia asombra da y feliz.
Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregor, después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregor, se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial.
Solamente la hermana había permanecido unida a Gregor, y su intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella, al contrario que Gregor, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de una forma conmovedora.
Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregor en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregor pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.
Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que se le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba.
A veces ya no podía escuchar más de puro cansancio y, en un descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello, había sido escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.
¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida.
De esta forma Gregor se enteró muy bien – el padre solía repetir con frecuencia sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera – de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna, que los intereses, aún intactos, habían hecho aumentar un poco más durante todo este tiempo.
Además, eldormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero.
O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí.
Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra.
Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recojido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.
Si Gregor hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregor adquirió con el tiempo una visión de conjunto más exacta.
Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible. Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de Gregor, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella y respiraba profundamente.
Estas carreras y ruidos asustaban a Gregor dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregor.
Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregor, y el aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo previsto y encontró a Gregor cuando miraba por la ventana, inmóvil y realmente colocado para asustar.
Para Gregor no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregor la había acechado y había querido morderla. Gregor, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre.
Gregor sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé.
Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda – para ello necesitó cuatro horas – la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo.
Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregor no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregor creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición. Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y Gregor escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil.
Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregor mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregor, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría.
Por cierto, que la madre quiso entrar a ver a Gregor relativamente pronto, pero el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregor escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba.
«¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo mío! ¿Es que no comprendéis que tengo que entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil. El deseo de Gregor de ver a la madre pronto se convirtió en realidad.
Durante el día Gregor no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo.
Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo.
Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída.
La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregor había descubierto – dejaba tras de sí al arrastrarse por todas partes huellas de su substancia pegajosa – y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregor la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio, ella no era capaz de hacerlo todo sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada, Así pues, no leque sólo Gregor era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Grete.
Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario.
Bueno, en caso de necesidad, Gregor podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregor sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente posible.
Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Grete, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio.
Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre.
Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Grete.
A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastrar de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo.
Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela primaria – ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento traba jaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.
Y así salió de repente – las mujeres estaban en ese momen to en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para to mar aliento –, cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cua dro de la mujer envuelta en pieles, se arrastró apresuradamen te hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal le suje taba y le aliviaba el ardor de su vientre.
Al menos este cuadro, que Gregor tapaba ahora por completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de es tar para observar a las mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Grete había rodeado a su madre con el brazo y casi la llevaba en vo landas. ¿Qué nos llevamos ahora? – dijo Grete, y miró a su alre dedor. Entonces sus miradas se cruzaron con las de Gregor, que estaba en la pared.
Seguramente sólo a causa de la presen cia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida: – Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar? Gregor veía claramente la intención de Grete, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego echarle de la pared. Bue no, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro y no re nunciaría a él. Prefería saltarle a Grete a la cara.
Pero justamente las palabras de Grete inquietaron a la ma dre, se echó a un lado, vio la gigantesca mancha parduzca so bre el papel pintado de flores y, antes de darse realmente cuen ta de que aquello que veía era Gregor, gritó con voz ronca y estridente: – ¡Ay Dios mío, ay Dios mío! – y con los brazos extendi dos cayó sobre el canapé, como si renunciase a todo, y se que dó allí inmóvil.
–¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante.
Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregor tam bién quería ayudar – había tiempo más que suficiente para sal var el cuadro –, pero estaba pegado al cristal y tuvo que des prenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin ha cer nada; mientras que Grete revolvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pió y un trozo de cristal hirió a Gregor en la cara; una medici na corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Grete cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie.
Gregor estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afli gido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y te chos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la habita ción empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa. Pasó un momento, Gregor yacía allí extenuado, a su alrede dor todo estaba tranquilo, quizá esto era una buena señal. En tonces sonó el timbre.
La chica estaba, naturalmente, encerra da en su cocina y Grete tenía que ir a abrir. El padre había lle gado. ¿Qué ha ocurrido? – fueron sus primeras palabras.
El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete contestó con voz ahogada, sin duda apretaba su rostro contra el pecho del padre: – La madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gre gor se ha escapado. – Ya me lo esperaba – dijo el padre –, os lo he dicho una y otra vez, pero vosotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregor se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Grete y sospechaba que Gregor ha bía hecho uso de algún acto violento.
Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregor se preci pitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregor tenía la más sana intención de re gresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente desaparecería.
Pero el padre no estaba en si tuación de advertir tales sutilezas.

– ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiem po estuviese furioso y contento. Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre.
Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía realmen te cpe haber estado preparado para encontrar las circunstan cias cambiadas.
Aun así, aun así.
¿Era este todavía el padre? El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregor salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregor y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cui dado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrede dor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenan zas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la cha queta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas ce jas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos ne gros.
El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto.
Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, pro bablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habi tación formando un arco, y se dirigió hacia Gregor con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregor se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas.
Pero Gregor no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez.
Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido.
Por eso Gregor permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregor tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos.
Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muebles llenos de esquinas y picos.
En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregor se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle.
Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el sueño como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregor, pero resbaló sin causarle daños.
Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregor; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía úna tras otra sus enaguas desatadas, y cómo, tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él – ya empezaba a fallarle la vista a Gregor –, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregor.




III

La grave herida de Gregor, cuyos dolores soportó más de un mes – la manzana permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla –, pareció recordar, incluso al padre, que Gregor, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.

Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos – no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas –, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregor, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda.
La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio.
El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor.

A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.

Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior.
Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregor se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.

En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.

Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama.
Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre.
Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres le cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Esta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándole.

¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregor? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida.
Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura.
Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregor por la noche por la conversación acerca del precio conseguido.
Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar este piso, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregor.
Pero Gregor comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de piso era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos.
Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más.
La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregor como recién hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas.
Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregor, decía: «Cierra la puerta, Grete», y cuando Gregor se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Gregor pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregor se sentía aliviado cuando desaparecían.
Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna.
Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregor, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregor, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada, como si – y éste era el caso más frecuente – ni siquiera había sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa.
Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad. Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregor se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí.
Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregor.
En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregor a una gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua – la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregor, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé –, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregor, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres – el padre se despertó sobresaltado en su silla –, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos; el padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregor, a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregor; mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregor silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregor hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta.
Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregor.
Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregor y, al verle, se quedó parada, asombrada, con los brazos cruzacios, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie la perseguía, comenzó a correr de un lado a otro. Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregor.
Al principío le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «iMirad el viejo escarabajo pelotero!».
Gregor no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta.
¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano – una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera, que ya se acercaba –, cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregor se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil.
Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregor.
¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, al ver que Gregor se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.

Gregor ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces, acababa por escupirlo.
Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto.
Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos – los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregor por una rendija de la puerta – ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar.
Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregor. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina.
La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregor todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregor sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba.
La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregor se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio, obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.

Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches cerrada, pero Gregor renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación.
Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz.
Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y Gregor, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas.
La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá; la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencía, comenzaban a sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre,antes de entrar en ésta, entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa.

Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuellc de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absolu to silencio. A Gregor le parecía extraño el hecho de que, de to dos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregor que para comer se necesitan los dientes y que,aún con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.
– Pero si yo tengo apetito – se decía Gregor; preocupa do –, pero no me apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero! Precisamente aquella noche ¿Gregor no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo – se escuchó el violín.
Los hués pedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sa cado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros.
Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó: ¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse. – Al contrario – dijo el señor de en medio –. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable? – Naturalmente – exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron.
Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la herma na con el violín. La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar.
Los padres, que nunca antes habían al quilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada en tre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofreci da una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permane cía sentada en un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregor, atraído por la música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar.
Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo.
Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al día.
Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor.
Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados por el padre con preocupación.
Realmente daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les molestase por amabilidad.
Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo.
Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinarlo hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregor avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas.
¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música? Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo.
No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedar se con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacia él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de en viarla al conservatorio y que, si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada – probablemente la Na vidad ya había pasado – se lo hubiese dicho a todos sin preo cuparse de réplica alguna.
Después de esta confesión, la her mana estallaría en lágrimas de emoción y Gregor se levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.
– iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio al padre, y se ñaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregor, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció, en un princi pio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregor.
El padre, en lu gar de echar a Gregor, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregor parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abier tos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregor.
Ciertamente se enfada ron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del pa dre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin sa berlo, habían tenido un vecino como Gregor. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumen to en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del padre.
Se veía cómo, gracias a las diestras ma nos de la hermana, las mantas y almohadas de las camas vola ban hacia lo alto y se ordenaban.
Antes de que los señores hu biesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las ca mas y se había 'escabullido hacia afuera.
El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes.
Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habita ción, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.
– Participo a ustedes – dijo, levantó la mano y buscaba con sus miradas también a la madre y a la hermana – que, tenien do en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia – en este punto escupió decididamente sobre el suelo –, en este preciso instante dejo la habitación.
Por los días que he vivido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo; por el contrario, me pensaré si no procedo con tra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar. Calló y miró hacia adelante como si esperase algo.
En efec to, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las si guientes palabras: – También nosotros dejamos en este momento la habita ción. A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo.
El padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sos tuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregor ya cía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le ha bían descubierto los huéspedes.
la decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse.
Temía, con cierto fundamento, que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba.
Ni siquiera se so bresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
queridos padres – dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa –, esto no puede seguir así.
Si vosotros no os dais cuenta, yo sí me la doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso sola mente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y acep tarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.

– Tiene razón una y mil veces – dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado más de recho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregor, que permanecía en silencio.
– Tenemos que intentar quitárnoslo de encima – dijo en tonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la ma dre, con su tos, no oía nada –.
Os va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo ha cemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin.
Yo tampoco puedo más – y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el ros tro de la madre, del cual las secaba mecánicamente con las manos. – Pero hija – dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión –.
¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior. – Si él nos entendiese... – dijo el padre en tono medio inte rrogante.
La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello. – Si él nos entendiese... – repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello –, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él, pero así... – Tiene que irse – exclamó la hermana –, es la única posi bilidad, padre.
Sólo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregor. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregor? Si fuese Gregor hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor.
Pero así esa bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adue ñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre – gritó de repente –, ya empieza otra vez! Y con un miedo completamente incomprensible para Gregor, la her mana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre antes de perma necer cerca de Gregor, y se precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso tam bién en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protejerla. Pero Gregor no prentendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la hermana.
Solamente había empe zado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llama ba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfer mizo, para dar tan difíciles vueltas, tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo.
Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos le miraban tristes y en silencio.
La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento.
El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana ha bía colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregor, y em pezó de nuevo su actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar.
Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo.
Concentrándose constantemente en avanzar con rápidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado.
Su última mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregor se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto.
Había permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia adelante, Gregor ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave. «¿Y ahora?», se preguntó Gregor, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover.
No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas.
Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por completo.
Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana.
En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta – de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en todo el piso –, en su acostumbrada y breve visita a Gregor nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible.
Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella ha cer cosquillas a Gregor desde la puerta.
Al no conseguir nada con ello, se enfadó y pinchó a Gregor ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdade ras circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus aden tras, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la ha diñado, ahí está, la ha diñado del todo! El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a com prender su aviso.
Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama, el se ñor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregor.
Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Grete desde la llegada de los huéspe des; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormi do, su rostro pálido parecía probarlo. ¿Muerto? – dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo, e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo.
– Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, como prueba, em pujó el cadáver de Gregor con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisie ra detener la escoba, pero no lo hizo.
– Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemos dar gracias a Dios – se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo: – Mirad qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada, las comidas salían tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregor estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada.
– Grete, ven un momento a nuestra habitación – dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancólica, y Grete fue al dormi torio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el ca dáver.
La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana, ya había una cierta ti bieza mezclada con el aire fresco.
Ya era finales de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos: ¿Dónde está el desayuno? – preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, se ñales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregor.
Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregor.ya totalmente iluminada.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Grete apoyaba su rostro en el brazo del padre.
– Salgan ustedes de mi casa inmediatamente – dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres.
¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía.
Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable. – Quiero decir exactamente lo que digo – contestó el señor Samsa; se dirigió en bloque con sus acompañantes hacia el huésped.
Al principio éste se quedó allí en silencio y miró ha cia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. – Pues entonces nos vamos – dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos lleva ban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía.
Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, saca ron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa.
Con una desconfianza completa mente infundada, como se demostraría después, el señor Sam sa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la ba randilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, baja ban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un deter minado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes.
Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa.
Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Gre te al dueño de la tienda.
Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su tra bajo de por la mañana.
Los tres que escribían solamente asin tieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba sañales de retirarse levantaron la vista enfadados. ¿gué pasa? – preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero sólo lo haría cuando se la interrogase con todo detalle.
La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, des de que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se ba lanceaba suavemente en todas las direcciones.
¿Qué es lo que quiere usted? – preguntó la señora Samsa, que era, de todos, la que más respetaba la asistenta. – Bueno contestó la asistenta, y no podía seguir hablan do de puro sonreír amablemente –, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Grete se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar escribiendo; el señor Sam sa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a con tarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo.
– Esta noche la despido dijo el señor Samsa, pero no re cibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asis tenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién con seguida.
Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecie ron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó: – Vamos, venid.
Olvidad de una vez las cosas pasadas y te ned un poco de consideración conmigo.
Las mujeres le obedecieron enseguida, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas.
Después, los tres abandonaron el piso juntos, cosa que no habían hecho des de hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía.
El vehículo en el que estaban sentados solos es taba totalmente iluminado por el cálido sol.
Recostados comó damente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy pro metedores para el futuro.
Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facili dad con un cambio de piso; ahora querían cambiarse a un piso más pequeño y más barato, pero mejor ubicado y, sobre todo, más práctico que el actual, que había sido escogido por Gregor. Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa.
Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.
(Fin)



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