ÓSCAR ALFARO
EL PAJARO DE FUEGO
Y OTROS CUENTOS
EL PÁJARO DE FUEGO
Era un pájaro bellísimo, de color tan rojo que parecía una llamarada volando por el
aire. Si se paraba en un alero, el dueño de la morada inmediatamente salía gritando:
—¡Auxilio! ¡Hay fuego en el techo de mi casa!... —Y al punto le arrojaban chorros de
agua, con lo cual aquella llama viva se lanzaba otra vez al cielo.
Si se paraba sobre un granero, los ratones se llevaban el susto más grande de su
vida.
—¡Sálvese quien pueda! ¡Ha caído una brasa en el granero! ¡Pronto comenzará el
incendio!... —Y escapaban despavoridos.
Una vez se lo vio bajar hasta el borde del río, tocar el agua y levantarse de nuevo.
Entonces se lo creyó una brasa encantada, pues tocaba el agua y no se apagaba, además
de tener la virtud de volar.
Pero aquel pájaro maravilloso no creía ni remotamente estar hecho de fuego y más
bien él soñaba con parecerse a una flor, que él conceptuaba como la encarnación de la
belleza.
—Yo soy la flor del aire. Mi tallo es tan largo como el hilo de un volador y me permite
ir adonde quiero —decía alegremente.
Pero los demás pájaros no creían en su tallo imaginario, además de que sus formas
no tenían nada de común con la flor.
—¿Dónde se ha visto una flor con pico? —decían.
—¿Y una flor que cante?...
El pájaro encendido escapaba entonces de tantos incrédulos y se daba a vagar,
ardiendo, por los aires.
Un día se dijo:
"Me posaré sobre un árbol seco y lo alegraré con mis colores. Él sí creerá que soy
una flor." Y se sentó sobre un ceibo partido por un rayo.
Allí, rojo y vistoso, parecía una extraordinaria flor encarnada. Abrió las dos alas
radiantes y las elevó a los cielos semejando entonces una flor bipétala.
Su identidad era perfecta, pero le faltaba una cosa: el perfume. Se dejó caer entonces
sobre unas flores silvestres que crecían al pie del árbol y aleteó sobre ellas un largo rato.
Cuando se consideró suficientemente perfumado, voló de nuevo a la punta del ceibo y
adoptó la posición anterior, mejorándola todavía, pues se paró sobre una sola patita, que
semejaba muy bien el tallo de una flor.
Estuvo así muchas horas seguidas y empezó a sentir hambre. En esto se presentó una
mariposa, dispuesta a libar la miel de la supuesta flor. El pájaro se la tragó en un santiamén
y volvió a quedar inmóvil.
—¿Qué flor tan extraña es ésa, que se traga a nuestra hermana? —dijeron las demás
mariposas, asombradas.
—Vamos a averiguar lo que pasa. —Una tras otra volaron hacia el pájaro y
corrieron la misma suerte.
Todos los insectos se alarmaron ante aquella flor carnicera que se alimentaba de
mariposas, pero el pájaro estaba radiante. Y después de saciar su apetito cogió a una
mariposa azul y se la colocó al cuello de collar. Luego se puso a cantar alegremente,
olvidándose de su oficio de flor.
—¡Pero qué raro! ¡Es una flor musical! —dijo una avispa.
—No es ella la que canta. Tiene un grillo en el corazón —contestó la libélula.
—Eso es absurdo —dijo la langosta.
—¡Y qué perfume tan exquisito!... —siguió diciendo la libélula.
—¡Y qué color!... ¡Si parece un lucero!...
—Bueno, esta flor se parece a muchas cosas. Iremos a examinarla... —dijeron las
avispas desconfiadas.
Volaron sobre "la flor" y la rodearon.
—Libaremos su miel, que debe ser deliciosa...
Pero apenas se acercó la primera avispa, el pájaro levantó el pico y ésta
retrocedió asombrada.
—¡Vengan todas! ¡No es una flor, sino un pájaro disfrazado!...
—¡Hay que matarlo a flechazos! ¡Es un peligroso impostor!
Y las avispas desenvainaron sus espadas y se lanzaron sobre el ave. En ese momento
el ceibo se estremeció, como volviendo de otra vida, y habló así:
—¡Hermanas avispas,
no sacrifiquen a esa
flor bellísima!...
Las atacantes
pararon el asalto y se
miraron unas a otras,
llenas de sorpresa.
—¡El árbol
muerto ha revivido! —
exclamaron a coro.
—¡Y esa flor
extraordinaria fue quien hizo el milagro de resucitarme! —confesó el ceibo viejo.
—¡Pero si no es una flor sino un pájaro disfrazado!...
—Aunque así sea. Él me revivió con una mentira piadosa. Al sentirlo en mis ramas
creía que era una flor mía y me dije jubiloso: "Aún puedo florecer". Entonces la vida
comenzó a circular otra vez por mis gajos muertos. Y aquí me tienen nuevamente, cubierto
de flores...
Y en efecto, el ceibo repentinamente se había llenado de grandes flores rojas, tan
grandes como el pájaro.
—¡Te perdonamos todo por haber resucitado una vida con sólo una hermosa
mentira! —dijeron entonces las avispas, guardando sus aguijones, y se dedicaron a libar
la miel de las nuevas flores del ceibo.
EL SAPO QUE QUERÍA SER ESTRELLA
He visto pasar a una víbora con el cuerpo lleno de luces. Parecía una cadena de
estrellas y era porque se tragó a las luciérnagas del huerto.
Así decía el sapo oculto bajo el rosal, que aquella noche estaba constelado de
bichitos de luz.
—Pensar que si yo me trago a las luciérnagas de este rosal brillaré, igual que la
víbora. Y mejor aún, seré un sapo convertido en estrella. Y todos los seres que hoy me
desprecian por mi fealdad se morirán de envidia al verme tan hermoso. Me comeré, pues, a
todas estas luciérnagas doradas.
En ese instante sopló el viento y sacudió el rosal, que derramó una lluvia de luces...
El sapo abrió la boca y la primera luciérnaga le pintó de oro el gaznate y fue a situarse,
como una chispa, al fondo de su panza.
—¡Bravo...! ¡Ya empiezo a brillar!
Siguió lamiendo, una tras otra, las manchitas de luz que salpicaban el césped,
hasta que no quedó una sola.
—¡Esto es maravilloso! Ya nadie brilla en el huerto. ¡El único que brilla soy yo!
Y, en efecto, parecía un sapo de cristal, un hermoso sapo verde, con fuego interior.
Loco de orgullo y de contento se miró en el espejo del agua.
—¡Soy el ser más bello de la naturaleza! —dijo, y se tiró al estanque.
Inmediatamente se alborotaron los peces que allá vivían y dijeron:
—¡Qué milagro! ¡Ha caído una estrella en el agua!
—¡Soy una estrella!... ¡Soy una estrella!...-repetía el sapo, echando chorros de luz por
la boca y por los ojos.
Una guirnalda de peces multicolores comenzó a girar a su alrededor, observándolo.
—¡Qué extraño!... ¡La estrella tiene la forma de un sapo!...
—Pero es una estrella. —Y continuaba la ronda de peces asombrados.
—Sigan girando, sigan girando, que soy una estrella y ustedes son mis satélites —
decía el sapo, delirando de felicidad.
La noche comenzó a desteñirse y el sapo temió que sus reflejos se apagaran con el día,
descubriendo su verdadera identidad. Por eso se fue nadando hacia arriba, seguido por
los peces que le rogaban a coro:
—Estrella hermosa, quédate en el agua.
—Ilumina la oscuridad en que vivimos.
—Serás la reina de este mundo submarino.
Pero el sapo llegó a la superficie y dijo:
—Debo volver al cielo antes de que salga el sol.
Dio un gran brinco y dejó a sus amiguitos con el agua al cuello y la boca abierta de
admiración.
Un gallo viejo y pensativo, que aquella noche no podía conciliar el sueño, vio salir
al extraño sapo del estanque. Abrió y cerró los ojos varias veces, lleno de asombro, y, por
fin, despertó a las gallinas que dormían en el mismo árbol.
—¡Miren, el lucero del amanecer ha caído junto al estanque y está rebotando en el
suelo! ¡Miren, el lucero!
Todas despertaron de golpe y gritaron:
—¡Vamos a verlo de cerca!
Volaron sobre el sapo luminoso y lo detuvieron.
—Tonterías, no es un lucero, sino un sapo.
—¿Y por qué brilla entonces tanto?
—Es un sapo escapado del infierno.
—No sean supersticiosas. Brilla porque se ha tragado a las luciérnagas del huerto.
—¡Qué horror!... ¡Es un sapo asesino!
—Ha matado a esos pobres bichitos para robarles sus joyas de luz.
—Merece la muerte por sus crímenes.
—Sí. ¡Merece la muerte!
Y resolvieron descuartizarlo a picotazos. Pero, apenas recibió los primeros golpes, el
sapo dejó asombrado a todo el mundo: comenzó a volar...
—¡Era una estrella verdadera y nosotros nos atrevimos a picotearla...! —dijeron las
gallinas, deslumbradas.
—¡Yo tengo todavía su
lumbre en el pico! —dijo el
gallo, dándose importancia.
El sapo no salía de su
asombro al verse en el aire.
Lo cierto es que las
luciérnagas que estaban
dentro de él, al sentir los
picotazos, habían resuelto
volar para salvarse, pero
sólo consiguieron levantar
al sapo.
—¿Ahora quién dudará que soy una estrella?... ¡Si ya estoy en el cielo!
Y se puso a cantar, como queriendo llamar la atención de los astros. Pero abrió tanto
el gaznate que las luciérnagas empezaron a fugarse de su panza. Siguió cantando, sin
darse cuenta de nada sino de su felicidad.
Pero de repente se sintió caer. Todas las luciérnagas lo habían abandonado.
—Me estrellaré... —gimió el pobre—. Seré un vulgar sapo aplastado, yo que subí
como una estrella... ¡Qué gloriosa fue mi ascensión y qué pobre es mi caída! ¡Oh vanidad
de vanidades...!
LA LÁMPARA VOLADORA
La luciérnaga volaba sobre un rosal florido, cuando distinguió a una golondrina
clavada en las espinas. Inmediatamente bajó sobre ella y le dijo:
—¿Qué puedo hacer por ti, hermana?
—Alúmbrame, por favor, para que desprenda mis alas de las espinas.
—Te alumbraré aunque sea toda la noche.
Y allí se quedó derramando su luz a raudales.
La golondrina pronto desclavó sus alas y trató de volar al cielo abierto. La
luciérnaga siguió tras ella, ardiendo como una chispa.
—Te agradezco con toda el alma y no olvidaré este favor en mi vida —dijo entonces
la golondrina.
—No tienes por qué hacerlo. Dime dónde quieres viajar y yo alumbraré tu camino,
hasta que brille el sol y ya no precises de mi humilde fulgor.
—Mis hermanas han volado hacia el Norte y acamparon en el Valle de la Luna.
—Vamos entonces, sin pérdida de tiempo —dijo la luciérnaga y se posó en la cabeza
de la golondrina, como un lunar de oro.
Volaron así y al amanecer llegaron a un hermoso valle cuajado de aromas.
—Aquí están mis hermanas —dijo la golondrina alegremente.
Las demás batieron las alas, en señal de bienvenida.
—Vengan todas, que quiero presentarles a mi salvadora —dijo la recién llegada.
Inmediatamente se reunió el congreso de golondrinas en el mismo árbol, el cual se
tiñó de negro y blanco. Allí nuestra amiga dio cuenta de cómo había sido salvada por la
luciérnaga. Entonces todas agacharon la cabeza en acción de gracias. Pero la pequeña dijo
que había cumplido simplemente su deber y se vino de vuelta.
Cuando ya llegaba a su pueblo natal, la vio un murciélago y la atajó en pleno vuelo.
—¿De dónde vienes tan cansada? —le preguntó.
He volado toda la noche, acompañando a una golondrina extraviada que quería
alcanzar a sus hermanas.
—¿Prestas tu luz a quienes no ven en las noches?
—Así es.
—¡Pero qué buena idea! Yo estoy perdiendo la vista de puro viejo. Y en adelante me
servirás para encontrar a las víctimas que me dan su sangre.
—No daré mi luz para tal cosa.
—Pues lo harás por la fuerza —dijo el murciélago y la atrapó con los dientes.
Desde entonces el vampiro volaba todas las noches echando llamaradas por la boca
como un verdadero demonio. Y la luciérnaga se veía obligada a iluminar su cadena de
delitos. Ella misma estaba manchada de sangre y se sentía culpable.
Una noche pensó en usar de la astucia para librarse de él y le dijo:
—Yo sé de un lugar donde todos los animales tienen la sangre dulce como la miel.
—¡Sangre tan dulce como la miel!... Dime dónde queda ese lugar porque ya estoy
cansado de la mala sangre que aquí chupo de los cerdos y caballos.
—Te llevaré, pero deja de aprisionarme en tu boca, que ya me asfixias, y permite
que me pose en tu frente, como lo hice con la golondrina.
El vampiro accedió y de
inmediato iniciaron el viaje.
Volaron toda la noche y cuando
comenzaba a clarear, descendieron
al Valle de la Luna.
—¡Qué bello lugar! —
comentó el vampiro—. Se me
hace agua la boca, pensando en la sangre que voy a chupar...
—Lo harás a la noche. Ahora acércate a ese árbol grande, donde duermen las
golondrinas.
—¿Para qué?
—Tengo que darles un encargo.
El murciélago se acercó sin la menor sospecha. Y la luciérnaga entonces gritó:
—¡ Socorro! ¡ Sálvenme de este bandido que me tiene cautiva!...
—¡Cállate o te trago entera! —dijo el murciélago y otra vez la atrapó con los
dientes.
Pero las golondrinas habían reconocido a su bienhechora y se lanzaron furiosas
sobre el vampiro.
—¡Ha sonado tu hora, diablo volador!...
Y a picotazos le hicieron abrir la boca. De allí salió la luciérnaga, como un lucero que
salta del cuerpo de la noche.
—Yo soy ahora quien debo agradecerles —dijo la pobrecilla, derramando lágrimas
de luz.
—No tienes por qué. Sólo hemos pagado nuestra deuda —contestaron las
golondrinas.
El murciélago voló a ocultarse en una cueva. Y la luciérnaga, libre, cruzó el cielo
como si fuera la estrellita más pequeña del amanecer.
LA REINA DE LAS MARIPOSAS
Amanecía, las niñas mariposas despertaban recostadas sobre las flores. Aún no
tenían colores sobre las alas y esperaban que sus padres se las colorearan. En efecto,
llegaron las mariposas adultas y cogiendo pinceles de rayos, empezaron a pintar en la
mejor forma posible las alitas de sus hijas.
—Tenemos que arreglar a nuestras pequeñas, para que asistan al desfile que
esta tarde cruzará los aires, celebrando la llegada de la Primavera.
—Yo quiero llevar en mis alas la bandera de mi patria —dijo una mariposa
nacionalista y su madre le pintó encima la enseña del país de las mariposas.
—Yo quiero vestirme de geisha del Japón —dijo otra. Y después de ser
convenientemente pintada, abriendo su kimono radiante, se puso a bailar en el aire
como la más graciosa de las japonesitas.
—Yo quiero ser la obra maestra del pintor de los aires —dijo una mariposa, hija
de artistas.
Llegó su padre, arrastrando una hoja en forma de paleta, sobre la cual había
manchas de todos los colores y, con unas cuantas pinceladas, le dibujó un cuadro
surrealista en cada ala.
—Yo quiero llevar un paisaje brasileño, con lunas y palmeras. Además ponme una
gran moña en la cabeza —dijo la hija menor de la artista. Y en el acto fue complacida.
—Yo quiero ser india boliviana. Llevaré un aguayo de colores flotando al viento —
dijo otra mariposita.
Apenas terminadas de colorear, las pequeñas salían volando. Y aquello era como una
exposición aérea de acuarelas. Solamente quedaba por pintar una mariposa negra, de ojos
blancos, pero nadie quiso ocuparse de ella.
—Esta negra que se quede de cocinera —dijeron y la abandonaron.
—Llévenme, por favor —rogó la pobrecita, que sin duda era la Cenicienta de las
mariposas, pero nadie accedió a su ruego. Quiso seguirlas, la descubrieron, la cogieron de
las antenas y la arrojaron al suelo. Allí se quedó llorando su triste suerte. Sin embargo su
curiosidad era tanta que, al poco rato, se levantó y voló silenciosamente tras el cortejo.
El jurado calificador que debía nombrar a la "Reina de las Mariposas" estaba
convenientemente instalado sobre una flor de lirio. Y desde tan espléndido balcón, veía
pasar a las bellezas voladoras. Mucho les costaba ponerse de acuerdo sobre la
ganadora del certamen, porque cada una era parienta de una concursante.
Poco después de mucho discutir, el pintor surrealista impuso su criterio y su hija fue
elegida reina. Ahora solamente faltaba coronar a la soberana y todas buscaban
afanosamente el lugar más apropiado para tan solemne acto.
—El trono lo colocaremos sobre una amapola gigante. Será un trono digno de una
mariposa.
—Las princesas de la corte tomarán asiento en las demás flores, formando
semicírculo.
Ya estaban procediendo a la coronación, cuando el cielo relampagueó y todas
temieron que se les aguara la fiesta. Felizmente en ese preciso instante se abrieron las
puertas del Palacio Azul, que se alzaba allá cerca y su dueño dijo:
—Yo brindo mi palacio para la coronación...
—¡Maravilloso! ¡Vamos allá! ¡Viva el príncipe del Palacio Azul!...
Y con gran alborozo entraron por la
ventana.
—Colóquense sobre esta cartulina de
colores —dijo el príncipe.
Todas lo hicieron así y se posaron sobre
los lugares donde, de antemano, habían sido
diseñadas las siluetas de las mariposas.
—Muy bien. Ahora colocaré la banda real a Su Majestad —dijo el príncipe.
Hizo una gran reverencia, tomó la hermosa banda y la aseguró con un alfiler de oro
sobre el pecho de la reina. Ésta sintió un dolor tan agudo, que en el acto quedó
desmayada. Pero nadie se dio cuenta y la ceremonia siguió adelante.
—Voy a imponer las bandas a las princesas de la corte —agregó el príncipe,
solemnemente.
Y una tras otra las fue traspasando con alfileres y clavándolas sobre la cartulina.
Entonces se retiró, restregándose las manos de contento y dijo:
—¡Qué colección! ¡Son las mariposas más lindas del mundo!...
Sólo la humilde mariposita negra se había librado de caer en sus manos; por ser tan
fea, el príncipe no la quiso para su colección.
—¡Tengo que salvar a mis hermanas! —dijo ésta con los ojos llenos de lágrimas.
Pero, ¿cómo iba a poder arrancar los alfileres? Se precisaba una fuerza muy superior
a la suya, y pensó en su amigo, el escarabajo, que siempre andaba tras ella, haciéndole
proposiciones matrimoniales.
—Él tiene unas tenazas muy fuertes y podrá libertarlas.
Se dio vuelta y allí estaba el escarabajo, mirándola.
—Si es verdad que me quieres, ayúdame a salvar a mis hermanas —le suplicó,
secándose los ojos con un pañuelito que era el pétalo de una flor.
El escarabajo dudó un instante, y por fin dijo:
—Las salvaré, aunque se portaron tan mal contigo.
Se movió pesadamente, subió a la pared y llegó al lugar donde agonizaban las
diminutas bellezas.
—Primero libertaré a Su Majestad —dijo, cerrando un ojo. Y con su tremenda
tenaza desprendió el alfiler que aprisionaba a la reina.
—Ahora voy a desclavar a las princesas de la corte —agregó, echando una mirada a
las pobrecillas, que se estremecían de dolor, y con la mayor facilidad les fue arrancando
los alfileres de oro. Luego anunció:
—Sus altezas pueden levantar el vuelo, que ya están libres. Y jamás vuelvan a
maltratar a la hermanita negra, que les salvó la vida. Si ella no me lo pide, ustedes
hubieran muerto crucificadas... —dijo y depositó todos los alfileres de oro, como una
ofrenda de amor, a los pies de su prometida.
Y de nuevo las mariposas volaron hacia la mañana primaveral.
LA POMPA DE JABÓN Y LAS HORMIGAS
Una pompa de jabón volaba sobre el pueblo de las hormigas y las pobrecitas
gritaban, espantadas:
—¡Socorro! ¡Esta bomba hará trizas nuestra ciudad!...
La hermosa pompa brillaba al sol, cambiando a cada rato de colores.
—No es una bomba, es una estrella lejana —dijo una hormiguita mirando con
telescopio.
—Las estrellas no tienen esa forma —dijo otra.
—Entonces es un planeta de cristal.
—Absurdo. ¿Dónde hay planetas de cristal?
—Entonces, ¡es una bomba de hidrógeno!...
—¡Evacúen la ciudad! —gritó la hormiga capitana. Y todas comenzaron a saltar del
hormiguero, llevando talegos de granos.
—¡Nada de saqueos! ¡La primera que abuse de la confusión morirá! —dijo la
hormiga presidenta, mostrando sus enormes pinzas. Y agregó-: Salgan de a una en fondo.
Y las demás hormigas, perfectamente formadas, empezaron a salir, llevando sus
cestas de huevos y sus hijos en brazos...
—Primero las mujeres —dijo de nuevo la hormiga capitana—. Las madres de
familia adelante.
Y éstas salían seguidas de sus chiquillos, que eran tan pequeños y morenos, como
verdaderos hijos de hormiga.
Ahora el campo ofrecía exactamente el aspecto de una ciudad en plena evacuación.
Lo más difícil fue sacar a las hormigas hospitalizadas. Las graves eran llevadas en camillas
por las hormigas enfermeras que vestían mandil blanco con una cruz roja. Las más
sanas iban rengueando por el camino.
Cuando todas salieron y marchaban en interminable fila por el campo, la pompa de
jabón cayó sobre la ciudad desierta. Las hormigas, que se hallaban lejos, cerraron los ojos,
se taparon los oídos y fueron alcanzadas por diminutas gotas de agua. Dieron un grito
horrible creyendo que esos fragmentos las pulverizarían, pero luego se levantaron
sanas y salvas, se palparon asombradas todo el cuerpo y volvieron sus cabecitas hacia el
hormiguero. Este seguía completamente intacto.
—¡Nada ha pasado! —exclamó una hormiga vieja.
—Pero qué iba a pasar... ¡Si era una pompa de jabón! —dijo una hormiga doctora.
—No es posible.
—Claro que sí. Por eso el agua nos salpicó a todas.
—Pero qué ridiculez. Asustarnos de eso.
—Es la psicosis de guerra...
—Nos parecemos a no sé
qué pueblo que imagina ver
bombas atómicas hasta en las
pompas de jabón que lanzan los
niños desde los rascacielos...
—¡A volver de inmediato!
Y todas regresaron en
perfecto orden hacia la ciudad
abandonada.
EL CIRCO DE LA ARAÑA
—¡ Oh, qué hermosa red para dar saltos mortales!... —dijo la mosca, mirando la
tela de la araña.
—Ven conmigo que yo te enseñaré. Yo soy la dueña de este circo —contestó la
araña.
—No, tengo miedo.
—¿Pero acaso no ves tantos moscardones trapecistas, que ensayan a dar saltos
sobre la red?
Y en efecto, varias moscas brincaban sin descanso, haciendo temblar la telaraña.
—Anímate, que te voy a enseñar el salto mortal con triple vuelta —insistió la
dueña.
—¿Pero qué veo allí? ¡Hay moscas muertas sobre la red!...
—No, tonta. Son trapecistas que están descansando.
—Y esas otras. ¿Por qué aletean tan desesperadamente?
—Están probando la resistencia de la red, antes de atreverse a realizar las pruebas.
Ven tú, que te haré debutar esta noche.
La mosca entró en sospechas ante tanta insistencia. Y comenzó a volar, trazando
círculos sobre la telaraña. De pronto escuchó una vocecita muy débil que decía:
—¡Socorro! ¡Sálvame de la araña! ¡Es una asesina!...
—¿Eh? ¿Cómo dices? —preguntó la mosquita, frenando el vuelo.
—¡Auxilio! ¡La araña me comerá esta noche!...
Y la pobre prisionera pataleaba con toda la desesperación de una condenada a
muerte.
—¿Pero no eres acaso una trapecista del circo?
—¡Esto no es ningún circo! ¡Es la tela mortal de la araña!
—¡Socorro!... ¡Socorro!... —empezaron a gritar las demás.
—¡Sálvanos! ¡Ahora mismo!... ¡O será tarde!... —dijo la primera.
La mosca libre no esperó más y huyó volando. Pero, ¿a dónde iba? ¿Qué podía
hacer ella? No la dejó hallar la respuesta un pájaro que la vio de lejos y se le vino
encima.
—No me comas, que soy demasiado pequeñita y no te hartarás conmigo. Ven y
te llevaré al circo de la araña, donde hay una docena de moscas trapecistas, que te las
puedes comer, una tras otra, amén de comerte a la dueña del circo.
—¡Vamos! —dijo el pájaro entusiasmado. Y salieron volando en esa dirección.
Allá lejos se divisaba la red luminosa.
—¡Allí están! Primero tienes que matar a la araña, para que no te pique.
—Déjala por mi cuenta —dijo el pájaro y saltó sobre la araña. La tomó por la
espalda y la levantó pataleando. Entretanto, la red se hizo pedazos y todas las
prisioneras escaparon.
—Gracias por habernos salvado —dijo entonces la mosquita astuta—; cuando
tengas hambre de nuevo, búscame para que te presente a las empresarias de otros
circos. Adiós y ¡buen provecho!
El pájaro no intentó perseguirla más y se quedó pensando que le convenía
mucho aquel negocio.
EL CANTOR DE LA RAZA NEGRA
La orquesta sinfónica de pájaros ofrecía s concierto de todas las tardes en el teatro
redondo del cielo, que estaba repleto de luces.
Un pájaro rojo, con el copete erizado con trazas de director, dio la señal convenida y
todos los ejecutantes rompieron a tocar sus instrumentos.
Aquel hermoso teatro estaba decorado por hermosas fuentes y jardines al natural.
Nada de lo pintado artificialmente podía igualar a la belleza de aquellos paisajes vivos.
—Necesito un solista para el segundo acto —dijo el pájaro maestro, cuando la
última melodía se perdió en el atardecer—. Quiero una voz jamás oída y digna de
recordarse por todas las generaciones de pájaros músicos.
—¡Aquí estoy yo! —dijo el canario, y comenzó a trinar con toda la armonía de que era
capaz. Pero el maestro lo interrumpió.
—Ya se sabe que tú cantas bien, pero eres demasiado conocido y yo preciso algo
nuevo.
—Pues entonces yo seré el solista —dijo el jilguero y lanzó al aire sus gorjeos
mágicos, pero el maestro también lo interrumpió.
—Tú eres tan conocido como el canario.
—Yo cantaré —dijo el ruiseñor—. Mi voz y mi figura se han lucido en los palacios de
la China, del Egipto y del Japón, como lo prueban las historias que sobre mi se han escrito.
Mi linaje de artistas se pierde en la tradición y en los siglos...
—Y por lo mismo no me sirves, porque eres más conocido que nadie.
—Entonces canto yo... —dijo el tordo. Pero su estampa y su color hicieron reír a
todos los pájaros.
—Qué pretensiones las de este negro insolente —dijo el canario.
—¿Cómo es posible que tú, salvaje ignorante, quieras rivalizar con nosotros, que
somos los príncipes del arte? —dijo el ruiseñor.
—¿De dónde sales tú? ¿Qué ascendientes ilustres tienes? ¿Quién te conoce en la
Sociedad de Artistas? —inquirió el jilguero.
—Este pájaro viene de los bosques —explicó el maestro—. Su linaje es tan obscuro
como sus plumas. Pero un artista no vale por lo que fueron sus antepasados sino por lo
que es él mismo. De manera que dejémoslo cantar.
Y por primera vez en la historia se oyó el canto del tordo. El maestro lo escuchó con
los ojos cerrados. Cuando terminó de cantar lo abrazó con las alas y le dijo, todo
emocionado:
—Tú serás el solista. ¡Tienes la voz más armoniosa que he conocido! Eres un digno
cantor de la raza negra.
Y desde aquella tarde, el tordo inició triunfalmente su carrera artística y llegó a ser
famoso en todo el mundo.
EL BARCO PRIMAVERA
El barco Primavera iba flotando sobre el río. Estaba cargado de mariposas, que
bailaban alegremente en la cubierta. Los músicos negros, o sea los grillos, tocaban una
orquesta de jazz y las mariposas bailaban pieza tras pieza. De pronto, dos de ellas se
marearon de tanto bailar y cayeron al agua.
La alegría era tan grande en el barco que todas las demás continuaron danzando,
sin darse cuenta de lo ocurrido.
—¡Socorro!... —gritaban las pobres náufragas. Pero el barco, lleno de música,
siguió adelante, sin que nadie las oyera.
—¡Socorro!... —Y sus alas empapadas, en vez de ayudarlas a levantar el vuelo, las
arrastraban hacia el fondo.
Ya se hundían definitivamente, cuando una de ellas alcanzó a ver una isla redonda y
roja como un rubí. En realidad era una gran flor que flotaba en el agua, pero ellas dijeron:
—¡Qué suerte! ¡Hay una isla en la distancia!...
—¡Nademos hacia allí!...
Claro está que las pobrecillas no podían nadar, pero hizo la casualidad que la
corriente arrastrara la flor hasta donde ellas estaban.
—Ya llegamos.
—¡Arriba!...
Y las dos náufragas se prendieron de la flor con todas sus patas. Un esfuerzo más
y estuvieron arriba.
—¡Pero qué isla más bella! ¡Está llena de fragancia!... —dijo una de ellas aspirando
con deleite el aroma de la flor.
—Y no sólo de fragancia. ¡Si esta isla está llena de miel!... Basta chupar en cualquier
lugar y la miel sale a chorros...
—No hay mal que por bien no venga.
—Vale la pena haber perdido el barco si vinimos a dar a una isla que es un pedazo
de paraíso.
A lo lejos se perdía el barco lleno de luces.
—¡Qué pronto llegó la noche!...
—¿Quién alumbrará la embarcación?
—¿No lo sospechas?
—Francamente, no.
—Pues son las luciérnagas marinas. Nadie como ellas para dirigir un barco en la
noche.
Y nuestras amigas clavaron la vista en la embarcación hasta que se perdió en la
lejanía. En ese momento salió la Luna y el agua se tino de luces y colores. El paisaje era
bellísimo y una de las mariposas se puso romántica y dijo, lanzando un suspiro:
—¡Soy un ser tan feliz...!
—No somos náufragas sino veraneantes-contestó la otra.
—Verdad, estamos en la isla de las delicias...
—¿Pero no has notado una cosa? ¡La isla se mueve!...
En ese instante la flor giró sobre sí misma, impulsada por la corriente.
—¿Y eso?...
—Lo que te dije. ¡La isla se mueve!...
—¡Qué horror! ¿Y qué hacemos ahora?
—Nada. Esperar...
—¿Y si se hunde?
—Una isla no se hunde tan fácilmente.
—Pero ésta debe ser de origen volcánico, por eso tiene el color de fuego. ¿Y si arroja
lava y nos carboniza?
—No seas exagerada, que eso no ocurrirá.
—¿Y si ocurre?
—Mira, duérmete tranquila, que mañana trataremos de hallar un lugar más
seguro.
—Creo que tienes razón.
Y las dos mariposas cerraron los ojos. Al otro día el Sol brilló sobre el río y las
náufragas despertaron dulcemente.
—¡Mira! ¡La isla se hunde! ¡Apenas queda una porción de ella sobre el agua!...
—¡Vámonos pronto!...
—¿Pero cómo?
—Pues, volando. ¿No ves que ya tenemos las alas secas?
—Es cierto. ¡A volar, pues!...
Y las dos desplegaron las alas y se remontaron al cielo. En ese momento una gran
ola del río acabó de hundir a la flor.
—¡Nos salvamos por milagro!... —exclamó la más tímida, estremeciéndose al ver
aquella catástrofe.
—¿En qué dirección volamos?
—Espera, que me voy a orientar... Pero... ¿Qué veo?... ¡Si allá cerca está el barco!...
—¡Imposible!
—Sí, es nuestro barco.
—¿Pero cómo puede estar tan cerca si anoche lo perdimos de vista?
—Ha debido regresar a buscarnos.
La verdad era que toda la noche la flor había corrido tras el barco, siguiendo la
misma corriente. Pero esto no lo sabían ni les interesaba a nuestras amiguitas, que
siguieron volando y, al poco rato, cayeron sobre el barco, locas de alegría.
Las demás las recibieron con júbilo indescriptible. La música volvió a sonar más
alegre que nunca y las dos se unieron a la danza. Y el barco Primavera siguió navegando por
el río.
EL TIGRE Y LAS HORMIGAS
Una hormiga colorada caminaba por las zarpas de un tigre dormido, cuando éste
despertó y...
—¿Cómo te atreves a caminar por las garras del animal más feroz de la tierra?
—Perdóname, lo hice sin darme cuenta.
—Eso es todavía mayor delito, no darte cuenta de que estás frente a un tigre, no
temblar de terror ante su sola presencia.
—Es que no corro peligro frente a ti. Tú no me puedes devorar, en cambio yo...
—¿Qué ibas a decir?
—Que yo sí puedo devorarte.
—¡Qué insolencia sin nombre!... ¡Muere, insecto vil!...
Y el tigre lanzó una tremenda dentellada, pero sólo logró morderse la pata. Y la
hormiguita quedó ilesa.
—Yo y mis hermanas podemos vencer a todos los tigres del mundo —habló de
nuevo la hormiguita.
El tigre echó llamaradas por los ojos.
—¡Te mataré como a una pulga! —Unió sus poderosas zarpas, sin conseguir atrapar
a su pequeña enemiga.
—Me voy, ya ves que no puedes hacerme nada —dijo entonces la hormiga—, y no
olvides que mi desafío queda en pie. Las hormigas que constituimos la multitud podemos
vencer a cualquier tirano sanguinario
Y se fue, levantando la cabeza altivamente.
El tigre sufrió un ataque de nervios de pura rabia.
—¡No dejaré hormiga en pie sobre la tierra! —bramó. Y se fue siguiendo los pasos de
nuestra diminuta amiga, que muy dueña de sí misma caminaba hacia el hormiguero.
—Si dejo que una simple hormiga me falte el respeto, ¿ qué no harán los demás
animales ? —seguía razonando el tigre, mientras los ojos se le llenaban de sangre.
La hormiguita, al parecer, ajena a la persecución de su feroz enemigo, seguía
caminando sin dignarse volver la cabeza. Llegó al hormiguero, abrió la puerta, entró y la
cerró con la mayor tranquilidad.
—¡Aplastaré el hormiguero de un solo zarpazo! —dijo entonces el tigre y ¡zas! el gran
rascacielo de las hormigas se vino abajo ruidosamente.
—¡Terremoto!... ¡Terremoto!... —gritaban las pobrecillas, corriendo de un lado para
otro, sin saber en qué sentido orientarse.
—Nada de terremotos. ¡Es el tigre que nos ataca! —dijo la hormiga que había
lanzado el desafío—. Prepárense para defenderse.
El tigre, después de aplastar el primer hormiguero, saltó sobre el próximo y lo hizo
polvo. Luego sobre el siguiente... Y así continuó hasta no dejar ni un solo hormiguero
sobre la selva.
—¡He destruido todas sus ciudades fortificadas! ¡No quedará ni una hormiga viva
para contar la historia! —dijo al fin, frotándose las zarpas con satisfacción.|
De repente sintió un fuerte escozor en la
punta de la cola, después en una pata, luego en la
otra y en la otra. Eran las hormigas que le
trepaban por las cuatro patas, formando cuatro
gruesas columnas.
El tigre trató de escapar, pero era imposible.
Toda la selva estaba cubierta de hormigas.
—¡Defiéndete, ahora, tirano carnicero!... —
le gritaron enfurecidas.
En menos de lo que se tarda para contarlo, el tigre se convirtió en un montón
hirviente de hormigas y rodaba por el suelo, lanzando horribles rugidos de dolor.
Después de una hora de revolcarse en la tierra, el pobre tigre entró en agonía.
Antes de que expirara, la hormiga que había lanzado el desafío se le paró sobre la nariz y
le dijo:
—Comprende ahora que tu poder no es ilimitado. Y que la multitud enfurecida
puede acabar con el monarca más poderoso de la tierra.
El infeliz oyó esto sin comprender una sílaba porque ya tenía los ojos nublados por
la muerte. Y cuando el día clareó sobre la selva, sólo se vio el esqueleto blanco de un tigre,
levantando las zarpas al cielo.
EL CUENTO DEL HILO DE AGUA
Era un hilo de agua que saltó de la roca y comenzó a corretear cuesta abajo. Un
pájaro bajó a bebérselo y él dijo:
—No me tomes todavía, que soy muy pequeño y me consumirás todo.
—¿Pero qué más quieres? Así te llevaré volando por el aire, mientras que,
arrastrándote como gusanillo, nunca llegarás a ninguna parte.
—Llegaré. Ahora mismo estoy en camino hacia el mar.
—¡Pero qué optimismo! No comprendes que el mar está a miles de kilómetros de
aquí, que hay que atravesar montañas, desiertos, en fin, casi toda la tierra?
—No importa, ya llegaré.
El pájaro no quiso escuchar más y echó a volar.
El hilo de agua siguió arrastrándose centímetro a centímetro. En todo el día sólo
logró avanzar unos metros y luego la tierra se lo chupó.
Sin embargo, él siguió tironeando hacia arriba para salir a la superficie. Tuvo que
humedecer el camino, que era el tributo pagado a la tierra, para que lo dejara seguir
adelante.
Así fue hilvanando el camino con reflejos plateados. Una puntada aquí y otra más
allá. Tenía que aprovechar las noches para caminar con mayor soltura.
Ya pasaba un mes que andaba por el camino, ya había crecido bastante, aunque
estaba tan delgado por el esfuerzo, que en algunas partes se cortaba. Un día encontró en
el campo a otro hilo de agua, que se detuvo a preguntarle:
—¿A dónde vas tan apurado?
—Voy al mar.
—¿Cómo te atreves a pensarlo siquiera? Si eres tan pequeño...
—Llegaré.
Iba a seguir adelante, cuando se detuvo y le dijo:
—¿Por qué no me acompañas tú? Unidos seremos más fuertes y llegaremos más
pronto.
El nuevo hilito, después de unas cuantas vacilaciones, se unió. Y los dos continuaron el
camino. De pronto, retrocedieron, espantados, al borde de un precipicio.
—¡Cuidado, que nos desbarrancamos!...
—¡Adelante, que no hay otro camino!
—¡Entonces no voy contigo...!
—Ya es tarde..., ¡salta!
En efecto, ya era tarde. Y los dos hilos de agua, abrazados y temblando de susto,
cayeron barranca abajo, hasta tocar el fondo. Allá se quedaron toda la tarde, tratando
de encontrar una salida. Por fin la hallaron y se lanzaron al campo abierto.
Caminaron un día más y de pronto vieron un nuevo hilo que se adelantaba
tímidamente hacia ellos.
—¿Adonde es el viaje? —le dijeron.
—Vengo de la hacienda, perseguido por las ovejas, que me beben y no me dejan
seguir adelante.
—Te hemos preguntado adonde te diriges.
—A cualquier parte, pero quiero viajar...
—Pues no lo pienses dos veces y vente con nosotros.
Ahora eran tres y formaban una pequeña corriente. Más allá encontraron una
ciénaga negra.
—¿Qué haces aquí, perezosa?
—Me eché a descansar hace algunos años y no tengo deseos de ir a ninguna parte.
—Mira que por falta de actividad te estás quedando paralítica.
—Y te estás pudriendo en vida. Ven con nosotros, que la vida no es estancamiento
sino lucha y actividad.
Después de mucho esfuerzo, por fin movieron agua estancada, que se puso en
camino lentamente.
—¡Pero qué sucia estás y qué maloliente...! —le dijeron al poco de andar.
—Eso es por haber estado tanto tiempo ociosa.
Pero a medida que caminaban, el agua estancada se iba poniendo más ligera y pura,
pues dejaba todas las suciedades en el camino.
—Ahora veo que el trabajo purifica el espíritu —admitió ella.
Al otro día hallaron a todo un arroyo, que se dedicaba a saltar por entre las peñas.
—Si convencemos a éste de que nos acompañe, seremos invencibles.
Y el arroyo juguetón no se hizo de rogar para unirse a los viajeros. Y después del
arroyo vino un pequeño río. Luego otro más grande y otro más. Ahora formaban una
corriente colosal que pasaba rugiendo por los campos. De pronto todos los viajeros
lanzaron un grito:
—¡¡El mar!!...
Y era el mar soberbio y majestuoso.
—¡Éste es el triunfo soñado! —dijo el hilito inicial—. ¿Dónde estará ahora el pájaro que
se burló, cuando aprendía a caminar?
—Estoy aquí y confieso mi error —dijo el ave, apareciendo en el cielo—. Pero tienes
que reconocer que, sin unirte a los otros, jamás hubieras llegado,
—Claro que no. Sólo la unión hace las grandes cosas. Esto lo saben los hombres más
que yo —dijo el hilo de agua y se lanzó al mar.
CUANDO MARCHABAN LAS MONTAÑAS
Un tremendo ejército de gigantes había invadido las tierras del incario. Era tan
numeroso que una punta se hallaba en lo que hoy se llama el Estrecho de Bering y la
otra punta tocaba ya la Tierra del Fuego.
Todo el continente indio temblaba ante el paso de estos monstruos que cubrían
íntegramente la costa del gran mar conocido hoy como Océano Pacífico.
El inca estaba entonces a orillas del Lago Titicaca, tomando baños. Esto lo
supieron los invasores y dividieron su ejército en dos formidables columnas que
cercaron completamente la meseta altiplánica. El resto del ejército siguió adelante,
hasta tocar, como dijimos, la punta sur del continente.
Los jefes de las legiones invasoras, vestidos con toda la pompa oriental, iban
montados sobre hermosos camellos blancos, cuajados de pedrería que brillaba al sol.
Habían pasado de otro continente, hoy desaparecido, y estaban dispuestos a
someter a eterna esclavitud a los hijos del incario.
El soberano indio, completamente ajeno al peligro que corría su imperio,
navegaba tranquilo sobre una barca de oro, dirigiéndose a la isla donde se levantaba el
Templo del Sol, cuando los invasores llegaron a la orilla del lago.
Algunos de los gigantes se lanzaron al Titicaca para apresar la barca real. Estos
hombres eran tan grandes que podían cruzar a pie el lago, sin que sus cabezas se
perdieran bajo las olas. Ya estaban cerca de la barca... Ya estiraban sus manos enormes
para apresar al soberano... cuando ocurrió algo extraordinario: un volcán reventó en el
fondo del lago. El horizonte se llenó de llamaradas. Rocas ardiendo volaron hasta el Sol.
Todo el continente pareció romperse en mil pedazos. El lago íntegro fue suspendido
hasta alturas increíbles. Y los ejércitos invasores quedaron petrificados.
Cuando todo volvió a la calma se vio que la columna de gigantes que se extendían
de extremo a extremo de la América se había transformado en una cadena de montes.
Allí estaban los colosos de piedra, amarrados los unos a los otros, todavía
forcejeando, pero sin poder separarse. Formaban una cordillera de hombresmontanas
que poco a poco se fueron inmovilizando.
Los monstruos que iban a coger la barca real fueron transformados en islas que
todavía tienen la forma de cabezas saliendo del agua y adornan el Lago Titicaca.
Desde entonces se levanta en la América la Cordillera de los Andes, en cuyas cumbres
brillan aún los cabellos blancos cuajados de pedrería.
A veces la cordillera se estremece como si los gigantes quisieran seguir su marcha, pero
ya no pueden, pues hoy las montañas no caminan. Y estos colosos encadenados son
eternos prisioneros del Nuevo Mundo.
LA MADRE LEJANA
Rolito despertaba cada día y miraba el retrato de su madre, colgado de la pared.
Los ojos del retrato estaban posados sobre él con dulzura y melancolía. Durante toda la
noche lo habían estado contemplando mientras dormía. ¡Qué ojos más tiernos y dolorosos
tenía su madre lejana!
La verdad es que él nunca la había conocido. Desde muy pequeño le enseñaban el
retrato y le decían:
—Hijito, aquí tienes a tu madre.
¿Su madre? Si no era más que un cartón que él se empeñaba en llevar a la boca,
como todo lo que le daban.
—Pobrecito, quiere besar a su madre...
Más tarde recién distinguió los perfiles del retrato y sobre todo aquellos ojos
tristísimos que parecían mirarlo eternamente. Pero, en realidad, ¿dónde estaría su madre?...
Nadie le daba una idea concreta y él comenzó a sospechar que no la tenía. Entonces se
volvía hacia el retrato y se lo preguntaba.
El rostro de su madre se animaba, sus ojos derramaban ternura y hasta parecían
humedecerse. ¿Qué era aquello? ¿Simple impresión del chiquillo? Sólo él notaba los
cambios del retrato.
En las mañanitas saludaba a la imagen como si fuera una persona viva.
—Buenos días, mamá.
Y creía adivinar una respuesta en aquellos labios sin calor. Algunas mañanas
encontraba a su madre enormemente triste y otras, la hallaba bañada de una dulce
felicidad. En realidad, el retrato era un simple reflejo del alma del niño.
Apenas se dirigía a la puerta, aquellos ojos iban tras él. Tomaba el desayuno, regresaba
y los ojos de la madre estaban clavados en la puerta, esperando su regreso.
Una tarde, Rolito entró hecho un mar de lágrimas. La familia que hasta entonces lo
había tenido a su cargo, se iba y... lo dejaban solo. Sollozó largo rato, tirado en su cama.
Todo el dolor de la orfandad se le presentaba de golpe. Levantó los ojos, arrasados de
lágrimas, hacia su madre. ¡Ah, qué expresión la del retrato! Si parecía llorar junto con el
hijo abandonado.
Rolito se quedó en la casa todavía una semana. Estaba solo, completamente solo. Todo
se lo habían llevado, menos el retrato. A la siguiente semana llegó la nueva familia que
ocuparía la casa y Rolito tuvo que salir, con el retrato bajo el brazo.
Caminó toda la mañana, toda la tarde, toda la noche... Por fin al amanecer se
durmió en una plaza, pero al despertar... el retrato había desaparecido.
—¡Me han quitado a mi madre!... —gritó, sintiendo que el alma se le hacía
pedazos—. ¡Mi madre!...-Y corría de un lado para otro.
La gente se agolpó a su alrededor, pero nadie lo entendía.
Miraba a todos los rostros queriendo descubrir al ladrón, pero esto era imposible.
Escapó entonces calle abajo, derramando alaridos, como un perro azotado.
Al amanecer del siguiente día, lo hallaron tirado al final de la ciudad. Ardía en fiebre
y extendía las manos a todo el que pasaba por su lado, gritando con la fuerza del delirio:
—¡Devuélvame el retrato! ¡Devuélvamelo usted!...
Lo condujeron al hospital y allí continuó delirando.
—¡El retrato! ¡Mi madre!... —Y no sabía decir otra cosa.
Cuando volvió en sí, sus ojos buscaron con desesperación la imagen desaparecida y, al
no encontrarla, saltó de nuevo y corrió por la sala como un demente. Tomó el camino de la
calle, pero los enfermeros lo detuvieron en la reja. Otra vez ardía en fiebre y lo llevaron de
nuevo a la cama.
Estuvo en el hospital cerca de un mes. Una tarde un viejo mendigo se presentó
queriendo verlo.
—Mis hijos llevaron esto a la casa. Gran trabajo he pasado buscando al dueño —dijo
el limosnero. ¡Era el retrato!
Rolito estaba inconsciente, pero los médicos
recibieron el retrato y lo colgaron a la cabecera del
catre. El niño despertó al otro día y vio el rostro
de su madre bañado de dulzura, mirándolo como
siempre.
—¡Ha vuelto mi madre!... —Y su júbilo no
tuvo límites. Se abrazó del retrato, lo bañó de
lágrimas y no hubo poder humano capaz de
quitárselo. En ese instante apareció el médico y le dijo:
—Ya encontraste tu salvación. Ahora tu madre guiará tus pasos. Por ella tienes que
luchar y triunfar en la vida.
Esto sucedió hace muchos años. Ahora Rolito es un famoso médico del mismo
hospital. Y en la sala, frente a él, sonríe todavía el retrato lejano de su madre.
RUPERTA
Los cohetes encendidos nadaban en la noche como una multitud de peces de color.
La gente de la aldea se arracimaba junto a la iglesia, como un enjambre rumoroso. Sus caras
obscuras se coloreaban con el chaparrón de los fuegos artificiales.
—Van a quemar el toro...
Y el toro bramador dibujó sus líneas de relámpago en el aire. La pólvora le hacía
zapatear y dar vueltas en todas direcciones. Pronto se hizo pedazos en su furia de fuego y
estallidos.
—Agora que salga el diablo...
Y un satán de caña hueca, erizado de cohetillos, fue clavado en una cruz, frente a la
capilla, y encendido por la cola. Apenas lo tocó la mecha ardiendo, empezó a dar brincos y a
lanzar chisguetazos de fuego. Reventaba como un verdadero diablo hasta que, por
último, desapareció entre una nube de humo con olor a azufre.
—Y agora las flores del cielo...
Las "flores del cielo" eran unos cohetes especiales, como enredaderas de luz que iban
creciendo cielo arriba, hasta reventar en una cascada de flores ígneas.
Pero a los chicos que tocaban las campanas se les ocurrió tirar las "flores del cielo" al
revés, es decir, derramarlas desde la torre sobre la multitud. Y así fue como una
tempestad de cohetes bajó bramando sobre los aldeanos, quemando ponchos y
sombreros. A esta ocurrencia los chicos de abajo respondieron enfilando su puntería
hacia las campanas. Y pronto el campanario estaba loco de luces y sonidos.
Ésta era la fiesta más alegre del pueblo y los niños la esperaban todo el año. La
alegría se hizo más ruidosa cuando se largaron los globos de papel, que se iban dando
vueltas por el cielo, como planetas llameantes.
Pero, allá lejos, en una choza de paja brava, con su ventana amarilla de lumbre, que
apenas se miraba desde la torre, estaba la "sucha" Ruperta, sola como siempre y con las
piernas paralizadas. Todos los de su casa habían ido a la fiesta y ella se quedó a cuidar a
su hermanito menor que dormía en un "cañizo" colgado del techo.
Hacía tres años que la "sucha" Ruperta no se movía, desde la tarde en que por andar
tras una oveja perdida cayó en un despeñadero, ¿A qué hora irían a volver su madre y
sus hermanos? Cuánto hubiera deseado ir con ellos a ver la fiesta. Pero siempre la
dejaban... Lanzó un suspiro y cerró los ojos.
A eso de la medianoche despertó sobresaltada. La habitación estaba llena de humo y
una luz colorada caía del techo de paja. Era que un globo acababa de descender sobre la
choza. ¿Iba a producirse un incendio? Las llamas ya entraban por la ventana, agitándose
como banderas. La enferma temblaba como una hoja y clavaba las pupilas en el niño. Éste,
ajeno a todo peligro, continuaba durmiendo.
De pronto un gran pedazo de techo cayó ardiendo en media choza. De allí
saltaron varias llamaradas, como gatos rojos, y se fueron acercando a la cama de la
inválida. Silenciosamente se arrastraban por el suelo. Después se prendieron a las cobijas
y empezaron a trepar. Una llamarada ya le mordía los pies paralizados.
Crujió todo el techo y se vino abajo. El "cañizo" en que dormía el niño cayó rebotando.
Entonces las llamas se lanzaron sobre el muchacho y lo cubrieron.
La "sucha" Ruperta dio un grito y se tiró sobre el niño.
Por el camino apareció la familia, volviendo de la fiesta. Nadie daba crédito a sus
ojos. La choza ardía por los cuatro costados y la pobre paralítica corría hacia ellos, con el
niño salvado.
Cuando el incendio fue vencido, recién la "sucha" Ruperta se dio cuenta de que
podía caminar.
"Sucha" = inválida. "Cañizo" = estera.
TOPA, CORDERITO
Manuel tenía un corderito blanco. Apenas le asomaron las puntas de los cuernos,
como dos botones de oro, le enseñó algunas peligrosas travesuras.
—¡Topa! —le decía, golpeándole la frente con la palma de la mano y el corderito
embestía con la velocidad del relámpago arrojándole al suelo.
—No juegues así, que corres peligro —le advertían los campesinos; pero él los
escuchaba como quien oye llover y continuaba divirtiéndose locamente.
—Topa —le decía, señalando a un perro que cruzaba por el camino. —Y el corderito
salía como disparado y lo levantaba en las astas.
El blanco animalito se convirtió en el terror del vecindario. Las emprendía contra
chicos y grandes, contra perros y gatos, con todo lo que se movía. Esto, naturalmente, trajo
más de una enemistad al muchacho. Un chico del barrio se le acercó una tarde, cerrando
los puños:
—¡Tu maldito cordero me arrojó al suelo! ¡Y tú me las vas a pagar!...
—Yo no tengo la culpa.
Pero aquel muchacho era un conocido camorrero. No quiso oír disculpas y de un
puñetazo dio con Manuelito por el suelo. Iba a repetir la hazaña cuando... apareció el
cordero y el atacante voló como dos metros y aterrizó en medio camino. Se levantó
acariciándose las partes doloridas, crispó los puños y... la segunda embestida lo arrojó
sobre el cercado del frente.
Al poco rato se presentó el hermano mayor.
—Me contó mi hermano que lo golpearon entre dos...
—Yo nada hice. Fue sólo mi cordero.
—Pues toma por ti y toma por tu cor... —Alguien le cortó la frase y lo arrojó a la
acequia del camino.
Total, que desde entonces, nadie más agredió a Manuel y éste se pasaba los días
"toreando" a su blanco amiguito.
Pero el padre le dijo un día:
—Tienes que ocuparte de algo útil. Mañana te llevaré a la escuela.
—No, papá —contestó vivamente Manuel.
—¿Por qué no?
El "torero" no pudo explicar el porqué, pero se resistió tenazmente al deseo de
su padre.
Con su asentimiento o sin él, al día siguiente fue conducido a la escuela, pero ya en
presencia del maestro le acometió un miedo tan grande que tiró la mochila y escapó a
campo traviesa.
El padre lo condujo de nuevo, pero otra vez, en presencia del maestro, sintió tan
inexplicable terror que volvió a poner pies en polvorosa. Y no paró hasta llegar a la casa.
Allá se abrazó del corderillo y no hubo forma de separarlo de él. El padre llegó y dijo en
tono amistoso:
—Puedes llevártelo a la escuela. Jugarás con él en los recreos.
Esta idea le pareció muy buena y accedió a regresar. Pero algo tenía el maestro en la
cara que le inspiraba espanto y, apenas abrió la puerta de la clase, las pupilas se le dilataron
de miedo y comenzó a retroceder como un potrillo asustado. El padre le cogió una mano,
pero no logró hacerlo avanzar. El maestro le cogió la otra y tampoco.
Ambos estaban por perder la paciencia, cuando... zas. El cordero embistió
furiosamente y Manuelito fue a caer sentado en media clase, entre una estrepitosa
carcajada de los niños. Se levantó, muerto de vergüenza, y quiso escapar puerta afuera,
pero... zas. Una nueva embestida lo arrojó otra vez al mismo sitio.
Manuelito ya no intentó salir por tercera vez.
—Deje aquí al cordero, que será un buen regente para evitar que los niños huyan
de clases —dijo el maestro riendo.
El padre accedió y se fue, seguro de que Manuelito se quedaría en la escuela
definitivamente.
EL TRAJE ENCANTADO
El pequeño príncipe era caprichoso y cruel. En todo había que darle gusto, para no
contrariar a su real padre, quien afirmaba que nada se debe negar al hijo de un rey. Un día
el príncipe ordenó:
—Que me traigan el arco y las flechas.
—¿Para qué? —preguntó su padre.
—Para hacer puntería sobre aquel pastor que está parado en la colina.
Y no hubo quién lo disuadiera de su propósito. Felizmente aquella tarde estaba de
muy mala puntería y después de varios intentos fallidos tiró las armas. Y los sirvientes
lanzaron un suspiro de alivio.
Pero al poco rato los ojos del príncipe se fueron tras el mago del reino, que entraba al
palacio con su traje brillante.
—¡Quiero ese traje! —Y corrió a darle alcance.
—Es muy grande para ti —contestó el mago, disculpándose.
—A mí no me importa. Dámelo ahora mismo o pediré otra cosa, que será peor para
ti.
—Pide más bien otra cosa.
—Pediré entonces tu piel, para hacerme unas botas.
—¿Qué dices?
—¡Te haré desollar y tendré unas botas de piel de hombre!...
El mago se puso pálido, pues sabía que el rey era capaz de complacer hasta en los
caprichos más locos a su vastago.
—Te daré mi traje —dijo, despojándose de él a toda velocidad.
Pero el príncipe ya no tenía interés en la prenda, sino que...
—¡Tendré las botas de piel de hombre! ¡Nada se le puede negar al hijo del rey! —Y
comenzó a dar unos gritos tan fuertes, que el soberano se presentó corriendo.
—¿Qué te ocurre ahora?
—Quiero la piel del mago para hacerme unas botas.
—Bueno, habrá que despellejarlo —dijo el rey con la mayor tranquilidad y tocó
una campana, llamando a los verdugos.
El mago no esperó más y escapó del palacio tirándose por una ventana. El susto le
puso alas en los pies y fue imposible darle alcance.
El príncipe tuvo una pataleta que casi lo llevó al otro mundo. Felizmente, a las
pocas horas, volvió a interesarse por la ropa del prófugo. Se la puso y aunque le quedaba
muy grande se paseó con ella por el corredor de los espejos, haciendo gestos de mago.
Pero, ¡cosa rara!, la ropa se estaba encogiendo. Fue en busca de su padre y le
comunicó su observación. El rey también se dio cuenta de que el traje se contraía
visiblemente.
—¡Quítatelo! No olvides que es el traje de un mago...
El príncipe tuvo miedo y trató de desvestirse, pero fue imposible. Su padre quiso
ayudarlo, pero tampoco pudo. Ahora el traje le ajustaba tanto que apenas lo dejaba
respirar. Y seguía encogiéndose. El príncipe comenzó a dar gritos. La extraña prenda se
había tornado de una dureza de acero. Y le penetraba ya en las carnes.
El rey, desesperado, tocó de nuevo la
campana. Llamó a los hombres más forzudos
de la guardia, y les ordenó desvestir al
príncipe, pero ninguno logró su intento.
—¡Rompan el traje! —gritó el rey.
Pero nadie fue capaz de romperlo.
—Yo lo rasgaré con mi espada —dijo un
oficial de la guardia. Pero la espada se hizo
pedazos y el traje continuó encogiéndose, sin sufrir ni una rasgadura. Finalmente el
príncipe cayó desmayado y la ropa siguió contrayéndose.
—¡Mi hijo se muere!... ¡Auxilio! —gritaba el rey, con lágrimas en los ojos.
Cuando todo parecía perdido, llegó el consejero del monarca y dijo:
—Hagan volver al mago. Es el único que puede salvarlo.
Mil servidores, montados a caballo, partieron entonces hacia los cuatro puntos
cardinales. No tardaron en dar alcance al fugitivo y lo trajeron encadenado al palacio.
—¡Maldito hechicero, quita ese traje al príncipe, o te haré cortar la cabeza!... —rugió
el rey.
Pero el traje se encogió más y el príncipe pareció lanzar su último suspiro.
—¡Trátame en otra forma, si no quieres ver morir a tu hijo! —respondió el mago
altivamente.
El rey se puso fuera de sí. Sacó su espada y apuntó con ella a la garganta del mago.
—¡Por las malas nada conseguirás! ¡Mira cómo se encoge el traje!...
En efecto, el traje se encogió tanto, que crujieron los huesos del príncipe.
—¡Piedad! —gritó el rey, al ver aquello—. ¡Salva a mi hijo y te haré el hombre más
rico del reino!...
—Está bien que cambies de tono —dijo el mago, sin inmutarse—. Pero las riquezas
que me ofreces no salvarán al príncipe.
—Di entonces, hombre cruel, ¿qué debo hacer para salvarlo?
—Debes remediar todo el daño que él hizo y las injusticias que tú cometiste por
complacerlo.
—Lo haré —dijo el rey—, pero sálvalo.
—Yo no puedo salvarlo, todo depende de ti —repuso el mago.
El rey llamó entonces a sus ministros.
—Ordeno que se reparen todos los daños que causó el príncipe a la gente del reino.
El traje dejó de encogerse, pero no volvió a su estado normal.
—¿Por qué no se estira, si ya ordené lo que pedías?
—Es que algunos males son irreparables.
—¿Entonces mi hijo morirá estrangulado por esa maldita prenda?
—No morirá. El traje se irá abriendo con cada buena obra que realices.
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