THOMAS HARDY (1840-1928)
Nació en Higher Bockhampton (Dorset), hijo de un maestro de obras. Fue aprendiz y discípulo de un arquitecto en Dorchester y posteriormente delineante en Londres, en pleno fervor del estilo neogótico. En 1872, animado por George Meredith tras haber publicado tres novelas, abandonó la arquitectura para dedicarse a escribir. Under the Greenwood Tree había iniciado ese mismo año el ciclo de «novelas de Wessex», nombre del antiguo reino sajón que incluía las actuales regiones de Dorset y Wiltshire; a este ciclo pertenecen, entre otras, Lejos del mundanal ruido (1874), The Retum of the Native (1878), The Trumpet-Major (1880), El alcalde de Casterbridge (1886) y Tess la de los d'Urberville (1891), además de Jude el Oscuro (1895), cuya escandalosa acogida le «curó para siempre -según sus propias palabras-, de todo interés por seguir escribiendo novelas». Su arte se concentró entonces en la poesía, en una serie de volúmenes editados en su mayor parte después de 1898. Fue autor también de un gran drama épico, The Dynasts (1904-1908). Publicó, asimismo, cuatro volúmenes de relatos breves: Wessex Tales (1888), A Group of Noble Dames (1891), Life's Little Ironies (1894) y A Changed Man (1913). «El veto del hijo» (The Son’s Veto) apareció por primera vez en The Illustrated London News, en diciembre de 1891; más tarde formaría parte de su tercer volumen de relatos, Life's Little Ironies.
El veto del hijo
I
Para un hombre que lo contemplara por detrás, aquel pelo castaño era un prodigio y un misterio. Bajo el oscuro sombrero de castor, coronado de un penacho de plumas negras, los largos bucles, enroscados y trenzados como los juncos de un cesto, constituían un raro ejemplo, si bien algo rudimentario, de artístico ingenio. Uno podía entender que semejantes ondas y tirabuzones se hicieran para durar intactos un año, o por lo menos un mes de calendario; pero que fueran deshechos regularmente a la hora de acostarse, después de un único día de existencia, parecía un despilfarro innecesario de una obra tan lograda.
Y la pobre se había peinado sin ayuda de nadie. No tenía doncella, y era casi la única habilidad de la que podía vanagloriarse. Por eso se esmeraba tanto.
Se trataba de una joven dama inválida (aunque no en grado extremo) en una silla de ruedas; alguien la había subido a la parte delantera de un parterre de césped, muy cerca de un quiosco de música donde, en una cálida tarde del mes de junio, se celebraba un concierto. Éste tenía lugar en uno de los pequeños parques o jardines privados de las afueras de Londres, y estaba organizado por una asociación local con el fin de recaudar fondos para alguna sociedad benéfica. Hay mundos y mundos en la gran ciudad, y, a pesar de que nadie en las inmediaciones había oído hablar de esa sociedad benéfica, de esa banda o de ese parque, el recinto estaba lleno de un público interesado que sabía lo suficiente de todo aquello.
Mientras los compases se sucedían, eran muchos los oyentes que observaban a la dama de la silla de ruedas, cuyo peinado por detrás, a causa de su posición prominente, invitaba a ser examinado. Su rostro apenas resultaba visible, pero los cabellos ingeniosamente entrelazados que hemos mencionado antes, la blancura de sus orejas y de su nuca, y la curva de una mejilla que no era flácida ni amarillenta, hacían concebir la idea de que era realmente hermosa contemplada de frente. No es infrecuente que esa clase de expectativas se desvanezcan tan pronto como se descubre la realidad; y, en este caso, cuando la dama, al mover la cabeza, exhibió finalmente sus facciones, éstas no resultaron tan bellas como la gente a sus espaldas había supuesto, o incluso esperado... sin saber por qué.
Por un motivo (¡ay, con cuánta frecuencia se oye esa queja!): era menos joven de lo que habían imaginado. Y, sin embargo, era indudable que su rostro era atractivo y reflejaba buena salud. Sus detalles fueron revelándose cada vez que se volvía para hablar con un muchacho de doce o trece años que la acompañaba, y cuya gorra y chaqueta evidenciaban que era alumno de un conocido internado. Los espectadores más próximos podían oír que la llamaba «madre».
Cuando se acabó el recital y el público abandonó el lugar, fueron muchos los que pasaron junto a ella. Y casi todos volvieron la cabeza para observar de cerca a la interesante mujer, que continuó inmóvil en su silla hasta que el camino estuvo suficientemente despejado para avanzar sin obstáculos. Como si esperase sus miradas, y no le importara satisfacer su curiosidad, sus ojos se encontraron con los de algunos de sus observadores; y eran dulces, castaños y muy afectuosos, aunque de expresión algo triste.
Fue conducida fuera del parque, y siguió por la acera hasta desaparecer en la distancia, con el colegial a su lado. A algunas personas que la vieron alejarse y preguntaron quién era, se les respondió que se trataba de la segunda esposa del pastor de una parroquia vecina, y que era coja. Por lo general, todos creían que era una mujer con una historia... inocente, pero una historia de una u otra clase.
Mientras conversaba con ella, durante el trayecto de vuelta a casa, el muchacho, que caminaba a su lado, dijo que esperaba que su padre no les hubiera echado en falta.
-Seguro de que ha estado tan cómodo estas últimas horas que no nos ha echado en falta -respondió ella.
-Seguro que, querida madre, no seguro de que -exclamó el colegial con una impaciencia quisquillosa y casi cruel-. ¡Tendría que saberlo a estas alturas!
La madre se apresuró a corregir el error, y no pareció ofenderse por sus palabras, ni querer vengarse de él, como podía haber hecho, ordenándole que se limpiara la boca; pues estaba llena de migajas, debido a sus intentos disimulados de comer un trozo de pastel que llevaba escondido en el bolsillo. Después de esto, la hermosa mujer y el muchacho siguieron avanzando en silencio.
Esa cuestión gramatical estaba muy relacionada con su historia, y la dama cayó en una especie de ensueño, más bien melancólico, según todos los indicios. Era como si estuviera preguntándose a sí misma si había actuado sabiamente organizando su vida del modo en que lo había hecho.
En un remoto rincón del norte de Wessex, a cuarenta millas de Londres y cerca de la próspera ciudad de Aldbrickham, había un bonito pueblo con una iglesia y una rectoría que ella conocía bien, pero que su hijo nunca había visto. Era su aldea natal, Gaymead, y el primer suceso relacionado con su actual situación había ocurrido en ese lugar cuando sólo era una joven de diecinueve años.
Qué bien recordaba el primer acto de su pequeña tragicomedia, la muerte de la primera mujer de su reverendo esposo. Ésta ocurrió en un anochecer de primavera, y ella, que durante tantos años había ocupado el lugar de la difunta, en aquel entonces no era más que una criada de la rectoría.
Después de haber hecho todo lo posible por salvarla y de anunciar su muerte, la muchacha había salido en medio de la oscuridad para visitar a sus padres, que vivían muy cerca, y darles la triste noticia. Al empujar la verja blanca y mirar hacia los árboles que crecían al oeste, impidiendo ver la tenue luz del cielo nocturno, distinguió, sin sorprenderse demasiado, la figura de un hombre junto al seto.
-¡Ay, Sam! ¡Qué susto me has dado! -exclamó con picardía para salvar las apariencias.
Era un jardinero que conocía. Después de contarle los detalles de lo ocurrido, los dos jóvenes guardaron silencio, con ese estado de ánimo exaltado y sosegadamente filosófico que suele experimentarse cuando una tragedia se produce muy cerca, pero no se cierne directamente sobre los filósofos. No obstante, tenía mucho que ver con sus relaciones.
-Y ¿seguirás trabajando en la rectoría como hasta ahora? -preguntó Sam.
A ella no se le había ocurrido pensar en eso.
-¡Sí, supongo que sí! -contestó-. Imagino que todo seguirá igual...
El muchacho la acompañó a casa de su madre. No tardó en rodear la cintura de la joven con su brazo. Ella lo rechazó dulcemente; pero él insistió y ella acabó cediendo.
-Verás, querida Sophy, aún no sabes si continuarás allí. Es posible que necesites un hogar; algún día yo te ofreceré uno, pero todavía no estoy preparado.
-¡No tengas tanta prisa, Sam! Jamás he dicho que me gustaras; ¡eres tú el que me persigues!
-Pero sería absurdo que no probara suerte contigo, como los demás -exclamó el joven, inclinándose para darle un beso de despedida, pues habían llegado a casa de la madre.
-No, Sam; ¡de ningún modo! -protestó ella, tapándole la boca con su mano-. Deberías ser más serio en una noche como ésta.
Y le dijo adiós sin permitir que la besara o que entrase dentro.
El pastor que acababa de enviudar era por aquel entonces un hombre de unos cuarenta años, de buena familia y sin hijos. Había llevado una vida muy solitaria en aquel cargo eclesiástico, debido en parte a que ningún terrateniente residía en la zona; y la pérdida de su mujer no hizo sino reforzar su costumbre de huir de la observación de los demás. La gente lo vio aún menos que antes, y fue alejándose cada vez más del ritmo y alboroto de los movimientos que, en el mundo exterior, reciben el nombre de progreso. Muchos meses después de la muerte de su esposa, la organización de su hogar seguía siendo la misma de siempre; y la cocinera, las dos doncellas y el lacayo realizaban o no sus tareas, según les apetecía... sin que el vicario se diera cuenta. Más tarde comprendió que sus criados no parecían tener nada que hacer en su pequeña familia de un solo miembro. Y lo vio con tanta claridad que decidió reducir su número. Pero se le anticipó Sophy, la segunda doncella, quien una tarde le comunicó que deseaba abandonar su servicio.
-¿Y por qué motivo? -inquirió el pastor.
-Sam Hobson me ha pedido que me case con él, señor.
-Y tú... ¿quieres casarte?
-No mucho, señor. Pero así tendré un hogar. Y hemos oído que uno de nosotros tendrá que marcharse.
Un día o dos más tarde, la joven le dijo:
-No deseo irme todavía, señor, si a usted no le importa. Sam y yo nos hemos peleado.
Él levantó la cabeza para mirarla. Apenas la había observado hasta entonces, aunque a menudo había sido consciente de su dulce presencia en el cuarto. ¡Qué criatura tan silenciosa y delicada! !Parecía un gatito! Era la única de sus criadas a la que veía con frecuencia. ¿Qué haría si Sophy se marchaba?
Sophy no se marchó, aunque sí lo hizo una de sus compañeras, y todo volvió a ser como antes.
Cuando el señor Twycott, el vicario, se puso enfermo, Sophy se encargaba de subirle la comida, y un día, nada más salir de la habitación, éste oyó un ruido en la escalera. La joven se había resbalado con la bandeja, y se había torcido de tal modo el tobillo que no podía levantarse. Llamaron al médico del pueblo; el pastor mejoró, pero Sophy estuvo mucho tiempo impedida; y se le informó de que jamás podría volver a caminar demasiado ni tener una ocupación que le exigiera estar largo tiempo en pie. Tan pronto como la joven se sintió un poco mejor, habló a solas con el vicario.
Puesto que le prohibían andar y trajinar de aquí para allá, y lo cierto es que era incapaz de hacerlo, su deber era marcharse de la casa. Podría trabajar en algo que le permitiera estar sentada, y tenía una tía costurera.
El rector se había sentido profundamente conmovido por todo lo que ella había sufrido por su causa, y se apresuró a exclamar;
-¡De ningún modo, Sophy! Cojees o no cojees, no puedo consentir que te vayas. ¡Nunca más volverás a dejarme!
Se acercó a ella, y, aunque la joven jamás supo decir cómo había ocurrido, sintió los labios de él en su mejilla. Entonces le pidió que se casara con él. Sophy no le amaba exactamente, pero le profesaba un respeto rayano en la veneración. Aunque hubiera querido alejarse de él, difícilmente se habría atrevido a rechazar a un personaje tan venerable y augusto para ella; de modo que aceptó en el acto ser su esposa.
Así, pues, una hermosa mañana, mientras las puertas se hallaban abiertas para que la iglesia se ventilara, y los pájaros cantaban, revoloteaban y se posaban sobre las vigas maestras del tejado, se celebró una boda, de la que casi nadie tuvo noticia, en el reclinatorio donde los fieles reciben la comunión. El pastor y un clérigo vecino habían entrado por una puerta, y Sophy por otra, seguida de los dos testigos; y en breve salieron convertidos en marido y mujer.
El señor Twycott sabía perfectamente que, al dar ese paso, había cometido un suicidio social, a pesar del carácter sin tacha de Sophy; de ahí que hubiera tomado ciertas medidas. Había cambiado su beneficio eclesiástico con un compañero que se ocupaba de una parroquia al sur de Londres; y el matrimonio se trasladó allí tan pronto como pudo, abandonando su preciosa casa de campo, rodeada de árboles, arbustos y terreno de su propiedad, por una vivienda pequeña y polvorienta, en medio de una calle larga y recta, y el hermoso repicar de sus campanas por el estruendo más monótono y horrible que jamás haya torturado los oídos de un hombre. El vicario lo hizo por ella. Vivían, sin embargo, lejos de cuantos conocían su situación anterior; y se sentían mucho menos observados que en una parroquia rural.
Sophy la mujer era la compañera más encantadora que cualquier hombre podía tener, aunque Sophy la dama tenía sus defectos. Mostraba una habilidad innata por los pequeños refinamientos domésticos, siempre que estuvieran relacionados con los objetos y los buenos modales; pero en lo que llamamos cultura era menos intuitiva. Llevaba casada más de catorce años, y su marido se había preocupado mucho de su educación; pero ella seguía sin comprender muy bien algunos usos gramaticales, lo que no le granjeaba el respeto de las pocas personas que conocía. Lo que más le apenaba de esto era que su único hijo, en cuya educación no se había escatimado ni se escatimaría jamás el menor gasto, era ya lo bastante mayor para percibir esas deficiencias en su madre; y no sólo para verlas sino para sentirse irritado por su existencia.
De modo que vivió en la ciudad, y pasó las horas trenzando sus preciosos cabellos, hasta que sus mejillas, antaño como manzanas, se volvieron rosa pálido. Su pie jamás se había recuperado del todo tras el accidente, y se vio prácticamente obligada a dejar de andar. A su marido había llegado a gustarle Londres por su libertad y la intimidad de su vida hogareña; pero era veinte años mayor que Sophy y, últimamente, se veía aquejado de una grave enfermedad. Ese día, sin embargo, parecía encontrarse lo bastante bien para que ella acompañara a su hijo Randolph al concierto.
II
Cuando vislumbramos de nuevo a Sophy, está de luto por su marido.
El señor Twycott jamás se recuperó, y ahora yacía en un abarrotado cementerio al sur de la gran ciudad, donde, si todos los muertos allí enterrados se hubieran levantado con vida, ninguno de ellos habría sabido quién era ni habría reconocido su nombre. El muchacho le había seguido obedientemente hasta la tumba, y luego había regresado al internado.
Durante todos esos cambios, Sophy fue tratada como la niña que era por temperamento, aunque no por edad. Y se quedó sin ningún control sobre los bienes de su marido, más allá de su modesta renta personal. Éste había tenido miedo de que la inexperiencia de su mujer la empujara a correr riesgos, y había dejado cuanto había podido en manos de un fideicomisario. Había previsto y organizado que el niño pudiera terminar sus estudios en el internado, y que, a su debido tiempo, fuera a Oxford y se ordenara; así que Sophy no tenía más preocupaciones que comer y beber, convertir la indolencia en una ocupación, y seguir trenzando y enroscando sus cabellos castaños, limitándose a tener una casa abierta para que el hijo pudiera visitarla en vacaciones.
Adivinando que su mujer le sobreviviría muchos años, el pastor había comprado una casa adosada en la misma calle interminable donde se hallaban, frente a frente, la iglesia y la vivienda del párroco, que sería de Sophy mientras deseara vivir en ella. Y era allí donde residía ahora, contemplando el trozo de césped que tenía delante, y el intenso tráfico que había siempre al otro lado de la verja; o asomándose al alféizar de la ventana del primer piso, y abarcando con la vista el panorama de árboles cubiertos de hollín, aire brumoso y fachadas grises, entre los que resonaban los ruidos habituales en una importante calle de la periferia.
De algún modo, el hijo, con sus aristocráticos conocimientos escolares, sus gramáticas y sus aversiones, estaba perdiendo todas aquellas devociones infantiles, que incluían el sol y la luna, con las que, al igual que otros niños, había nacido, y que su madre, que seguía siendo una criatura, tanto había amado en él. Estaba circunscribiendo su ámbito a unos pocos miles de individuos nobles y adinerados, una simple capa de barniz de los más de mil millones de seres que no le interesaban en absoluto. Y cada vez fue alejándose más de ella. Como el milieu de Sophy era un barrio de pequeños comerciantes y humildes oficinistas, y apenas tenía más compañía que la de sus dos criadas, no fue extraño que, tras la muerte de su marido, perdiera en seguida los pequeños refinamientos que él le había inculcado, y se convirtiese, para su hijo, en una madre de cuyos errores y de cuyo origen un caballero como él tenía que avergonzarse. Pues aún estaba lejos de ser lo bastante hombre (si es que algún día llegaba a serlo) para dar a los pecados de ella su verdadero valor, que era mínimo al lado del tierno cariño que brotaba de su corazón, y que guardaba celosamente en su pecho hasta que él, o cualquier otra persona o cosa, se mostrara mejor dispuesto a aceptarlo. Si el muchacho hubiera vivido en casa con ella, lo habría tenido todo; pero parecía necesitarlo muy poco en las actuales circunstancias y aquél continuaba almacenado.
La vida de Sophy se hizo insoportablemente aburrida; no podía dar paseos, y no le atraía salir en carruaje ni viajar a ninguna parte. Pasaron casi dos años sin que ocurriera nada, y ella seguía contemplando aquella calle de la periferia, recordando el pueblo donde había nacido, y al que habría vuelto... ¡y con cuánta alegría!... incluso para trabajar en los campos.
Como no hacía ningún ejercicio físico, era frecuente que no pudiera conciliar el sueño; y se levantaba en medio de la noche o con las primeras luces del día y contemplaba la calle, entonces vacía, donde las farolas se alzaban como centinelas que esperasen el paso de un desfile. Algo muy parecido a ese desfile se producía todas las mañanas, hacia la una de la madrugada, cuando los vehículos del campo pasaban cargados de verduras y hortalizas para el mercado de Covent Garden. Sophy los veía a menudo a esa hora silenciosa y oscura, avanzando lentamente... un carro tras otro, llevando verdes bastiones de coles que inclinaban sus cabezas como si fueran a caer y que, sin embargo, nunca se caían, murallas de cestas repletas de judías y guisantes, pirámides de nabos blancos como la nieve, howdahs* bamboleantes con toda clase de productos... avanzando lentamente tras unos viejos caballos nocturnos, que parecían preguntarse pacientemente, en medio de sus huecos resoplidos, por qué tenían que trabajar siempre a aquella hora silenciosa en que todas las demás criaturas sensibles tenían el privilegio de descansar. Envuelta en un manto, se consolaba mirándolos y sintiéndose cerca de ellos cuando el abatimiento o el nerviosismo le impedían dormir, y viendo cómo todas aquellas verduras frescas parecían cobrar vida al pasar junto a las farolas, y cómo los animales sudorosos exhalaban humo y brillaban después de tantas millas de viaje.
Para Sophy, aquellas gentes y vehículos medio rurales, que se movían en un ambiente urbano y que llevaban una vida tan diferente de quienes trabajaban durante el día en esa misma calle, estaban llenos de interés, casi de encanto. Cierta madrugada, un hombre que pasaba acompañando un carro de patatas miró con bastante dureza la fachada de la casa, y Sophy pensó con extraña emoción que su figura le resultaba familiar. Decidió estar atenta por si lo veía de nuevo. Como era un carromato muy anticuado y tenía la parte delantera pintada de amarillo, era fácil de reconocer, y tres noches después lo vio por segunda vez. El hombre que iba junto a él, tal como había imaginado, era Sam Hobson, antes jardinero en Gaymead, que tiempo atrás se hubiera casado con ella.
A veces se había acordado de él y se había preguntado si la vida en una pequeña casa de campo con Sam no habría sido más feliz que la vida que había elegido. No había pensado en él apasionadamente, pero su triste situación aumentó el interés por su resurrección... un tierno interés imposible de exagerar. Volvió a la cama y empezó a pensar. Aquellos hortelanos que iban a la ciudad con tanta regularidad a la una o a las dos de la mañana, ¿a qué hora regresaban? Recordó vagamente haber visto pasar sus carros vacíos, apenas perceptibles entre el tráfico del día, en algún momento antes de las doce.
Tan sólo era el mes de abril, pero aquella mañana, después del desayuno, dejó la ventana abierta y se quedó mirando al exterior, mientras la débil luz del sol la iluminaba. Fingía coser, pero sus ojos no se apartaban nunca de la calle. Entre las diez y las once, el ansiado carro, ahora vacío, reapareció en su viaje de vuelta. Pero Sam no miraba a uno y otro lado, y parecía absorto en sus pensamientos.
-¡Sam! -grito ella.
El hombre se volvió sobresaltado, y su rostro se iluminó. Llamó a un niño para que sujetara el caballo y, después de apearse, se colocó bajo su ventana.
-Si pudiera bajar con facilidad, Sam, ¡lo haría! -dijo Sophy-. ¿Sabías que vivía por aquí?
-Bueno, señora Twycott, sabía que vivía en algún lugar de los alrededores. La he buscado a menudo.
Sam le explicó brevemente su presencia en el lugar. Hacía mucho tiempo que había abandonado su trabajo de jardinero en la aldea cercana a Aldbrickham, y ahora era el encargado de unos huertos en el sur de Londres; una de sus obligaciones era llevar el carro lleno de verduras y hortalizas a Covent Garden dos o tres veces por semana. Respondiendo a su curiosa pregunta, admitió haberse dirigido a ese barrio porque, uno o dos años antes, había leído en el periódico de Aldbrickham la muerte del anterior vicario de Gaymead en el sur de Londres; la noticia había despertado en él un interés por saber dónde vivía que había sido incapaz de dominar y que le había llevado a rondar esa localidad hasta conseguir su actual puesto de trabajo.
Hablaron de su pueblo natal en el viejo y querido Wessex del Norte, y de los lugares donde habían jugado juntos de niños. Ella trató de recordar que ahora era una persona distinguida, y que no debía mostrar demasiada familiaridad con Sam. Pero no podía impedirlo, y las lágrimas que asomaban a sus ojos se reflejaban en su voz.
-Me temo que no es usted feliz, señora Twycott -dijo Sam.
-¡Claro que no! Sólo hace dos años que perdí a mi marido.
-No quería decir eso. ¿Le gustaría volver a su hogar?
-Este es mi hogar... y lo será siempre. La casa es mía. Pero comprendo... -se le escapó entonces-. Sí, Sam. ¡Echo de menos mi hogar... nuestro hogar! Me encantaría estar en él, y no haberme marchado nunca, y morir allí. Pero sólo es un sentimiento momentáneo -añadió, recordando su deber-. Tengo un hijo, ¿sabes?, un buen muchacho. Ahora está en el colegio.
-Muy cerca de aquí, ¿no? He visto muchos por esta calle.
-¡Oh, no! En ninguno de esos horribles agujeros. Está en un internado... uno de los mejores de Inglaterra.
-¡Por supuesto! Había olvidado, señora, que lleva usted muchos años siendo una dama.
-No, no soy una dama-respondió tristemente-. Nunca lo seré. Pero él es un caballero, y eso... lo hace todo... ¡Ay, qué difícil para mí!
III
La amistad que volvieron a entablar de un modo tan extraño progresó rápidamente. Sophy se asomaba a menudo a la ventana para charlar un poco con él, de noche o de día. Le entristecía no poder acompañar a su viejo amigo a pie durante un pequeño trecho, y hablarle con más libertad que cuando se detenía ante su casa. Cierta noche, a principios de junio, mientras ella esperaba por si lo veía después de una ausencia de varios días, él abrió la verja y le dijo dulcemente:
-¿No cree que un poco de aire fresco le sentaría bien? Sólo llevo media carga esta mañana. ¿Por qué no viene conmigo hasta Covent Garden? Hay un buen sitio entre las coles, donde he extendido un saco. Puede regresar a casa en carruaje antes de que nadie se levante.
Ella rehusó al principio, pero luego, temblando de excitación, terminó de vestirse rápidamente, se arrebujó en un manto y se cubrió la cabeza con un velo; después bajó sigilosamente las escaleras con la ayuda del pasamanos, como podía hacer en caso de emergencia. Cuando abrió la puerta, encontró a Sam en el escalón de entrada, y él la levantó en sus fuertes brazos y la llevó a través del patio delantero hasta su carromato. No se veía ni se oía un alma en aquella calle interminable, con sus farolas en constante espera convergiendo a ambos lados. El aire era tan fresco como en el campo a aquellas horas, y las estrellas brillaban, excepto al nordeste, donde se veía una luz blanquecina... el alba. Sam la deposito cuidadosamente en el asiento y siguió adelante.
Los dos hablaron como en los viejos tiempos, Sam reprendiéndose a sí mismo cuando creía comportarse con demasiada familiaridad. En más de una ocasión, a ella le asaltó la duda de si habría hecho bien en satisfacer aquel capricho.
-Pero me siento tan sola en casa -añadió-, y ¡esto me hace tan feliz!
-Tiene que volver, querida señora Twycott. Es la mejor hora para tomar el aire.
Empezó a clarear. Los gorriones invadieron las calles y la ciudad se llenó de gente y de carruajes. Cuando se acercaron al río era de día; y en el puente contemplaron todo el resplandor del sol de la mañana en dirección a St Paul, y el centelleo del agua, en cuya superficie no se movía ni una sola embarcación.
Cerca de Covent Garden, Sam la dejó en un carruaje de alquiler, y se separaron mirándose como lo hacen dos viejos amigos. Sophy llegó a casa sin el menor contratiempo, fue cojeando hasta la puerta y entró con sus llaves sin que nadie la viera.
El aire puro y la presencia de Sam la habían hecho revivir: sus mejillas se habían vuelto sonrosadas... y estaba casi hermosa. Tenía algo más por lo que vivir además de su hijo. Era una mujer intuitiva por naturaleza, y sabía que no había nada malo en su paseo, pero sospechaba que socialmente había sido una temeridad.
No tardó, sin embargo, en ceder a la tentación de volver a acompañarlo, y en esa ocasión su conversación fue inequívocamente afectuosa, y Sam dijo que nunca la olvidaría, a pesar de lo mal que le había tratado en el pasado. Después de muchas dudas, le contó un proyecto que podía llevar a cabo, y en el que le gustaría embarcarse, puesto que no le convencía el trabajo de Londres: establecerse como frutero en Aldbrickham, la capital del condado donde habían nacido. Sabía de una oportunidad... la tienda de unos ancianos que querían retirarse.
-Y ¿por qué no lo haces, Sam? -preguntó ella, sintiendo que se le encogía el corazón.
-Porque no estoy seguro de... si vendrías conmigo. Sé que no lo harías... ¡no podrías! Has sido una dama durante tanto tiempo que ya no podrías casarte con alguien como yo.
-¡Supongo que sería difícil para mí! -asintió Sophy, también asustada con la idea.
-Si pudieras hacerlo -prosiguió Sam con vehemencia-, sólo tendrías que sentarte en la salita trasera y mirar por el tabique de vidrio cuando yo no estuviese... para vigilar un poco. La cojera no te lo impediría... y yo te daría todos los caprichos que pudiese, querida Sophy... ¡Si tuviera alguna esperanza! -le suplicó.
-Seré franca contigo, Sam -dijo ella, acariciando su mano-. Lo haría si no tuviera a nadie, y con mucho gusto, aunque pierda todo lo que tenga si vuelvo a casarme.
-¡No importa! ¡Así seremos más independientes!
-Querido, querido Sam, ¡qué bueno eres! Pero hay algo más. Tengo un hijo... Cuando me siento muy desgraciada, a veces imagino que no es realmente mío sino de mi difunto marido, que lo dejó a mi cuidado. ¡Tiene tan poco que ver conmigo y se parece tanto a su padre! Ha recibido una educación tan esmerada, y yo soy tan ignorante, que no me siento digna de ser su madre... Pero tendría que decírselo.
-Desde luego -exclamó Sam, que leyó sus pensamientos y percibió su miedo.
-A pesar de todo, Sophy... señora Twycott, puedes hacer lo que desees -añadió-. El hijo es él, no tú.
-¡Ay, no lo entiendes! Si pudiera casarme contigo, Sam, lo haría... algún día. Pero debes esperar un poco y dejarme reflexionar.
Aquello era suficiente para él, y estaba radiante cuando se separaron. Pero ella no. Contárselo a Randolph parecía imposible. Podía esperar hasta que él fuera a Oxford, cuando lo que ella hiciera apenas afectara a su vida. Pero ¿toleraría esa idea algún día? Y de no hacerlo, ¿sería capaz ella de desafiarlo?
No le había dicho nada cuando llegó el torneo anual de cricket en Lord's*, aunque Sam ya había regresado a Aldbrickham. La señora Twycott se sentía más fuerte de lo habitual: acompañó a Randolph al partido, y estuvo en condiciones de abandonar su silla de ruedas y andar un poco. Se le ocurrió la brillante idea de abordar despreocupadamente el asunto cuando fueran de un lado a otro entre los espectadores; mientras el muchacho estuviera concentrado en el partido, cualquier asunto doméstico le parecería insignificante comparado con la victoria del día. Pasearon bajo el caluroso sol de julio, aquellos dos seres humanos, tan alejados el uno del otro y, al mismo tiempo, tan próximos; y Sophy contempló un elevado porcentaje de niños como el suyo, con anchos cuellos de camisa blancos y sombreros puntiagudos, todos alrededor de las hileras de grandes carruajes bajo los que se amontonaban los débris** de exquisitos almuerzos: huesos, migajas de hojaldre, botellas de champaña, vasos, platos, servilletas y la plata familiar. Entretanto, en los coches se sentaban los orgullosos padres; pero nunca una pobre madre como ella. Si Randolph no se hubiera relacionado con aquellas personas, ni hubiera concentrado todo su interés en ellas, ni se hubiera preocupado únicamente por la clase a la que pertenecían, ¡qué fáciles habrían sido las cosas! Un gran ¡hurra! se elevó entre la multitud de parientes para aclamar una pequeña jugada con el bate, y Randolph saltó como un loco para ver lo ocurrido. Sophy recordó la frase que había preparado; pero fue incapaz de pronunciarla. La ocasión era, quizá, inoportuna. El contraste entre la historia de su relación con Sam y el despliegue de elegancia que Randolph identificaba consigo mismo sería nefasto. Decidió esperar un momento mejor.
Una tarde en que los dos estaban solos en su sencilla residencia suburbana, donde la vida no era de color azul sino pardo, ella rompió finalmente su silencio, si bien resaltó, al anunciarle un probable segundo matrimonio, que no se celebraría en mucho tiempo, hasta que él llevara una vida independiente.
Al muchacho le pareció una idea muy razonable, y quiso saber si ya había elegido a alguien. La madre vaciló; y él pareció tener un presentimiento.
-Confío en que mi padrastro sea un caballero -dijo.
-No lo que tú consideras un caballero -respondió ella tímidamente-. Yo era de su misma clase antes de conocer a tu padre.
Y poco a poco fue poniéndole al corriente de todo. El joven escuchó con rostro impasible durante un rato; y luego enrojeció, se apoyó en la mesa y rompió a llorar con desconsuelo.
La madre se acercó a él y, deshaciéndose también en llanto, le besó cuanto pudo el rostro y le dio palmaditas en la espalda como si aún fuera el bebé de antaño. Cuando Randolph se hubo recuperado de su paroxismo de rabia y dolor, corrió a su dormitorio y se encerró con llave.
Se intentaron toda clase de argumentos por el ojo de la cerradura, pues la madre se quedó esperando y escuchando al otro lado de la puerta. Transcurrió mucho tiempo antes de que él contestara, y, cuando lo hizo, fue para exclamar con dureza desde su cuarto:
-¡Me avergüenzo de usted! ¡Será mi ruina! ¡Un despreciable patán! ¡Un palurdo! ¡Un payaso! ¡Me degradará ante los ojos de todos los caballeros de Inglaterra!
-No sigas... ¡es posible que me equivoque! ¡Trataré de evitarlo! -sollozó tristemente Sophy.
Antes de que Randolph se marchara aquel verano, ella recibió una carta de Sam. Le comunicaba que había tenido la suerte de hacerse inesperadamente con la tienda. Ya era de su propiedad; era la más grande de la ciudad, tenía tanto verduras como frutas, y algún día sería un hogar incluso digno de ella. ¿Le dejaba ir corriendo a la ciudad para verla?
Se encontró con él a escondidas, y le dijo que debía seguir esperando una respuesta definitiva. El otoño pasó lentamente y, cuando Randolph regresó a casa en Navidad, ella sacó a relucir el asunto de nuevo. Pero el joven caballero se mostró inflexible.
Nadie habló del tema durante meses; luego volvió a abordarse, y se dejó a un lado debido a la aversión del hijo; se produjo un nuevo intento; y la dulce criatura estuvo alegando razones y suplicando hasta que pasaron cuatro o cinco años. Entonces el leal Sam repitió su oferta de matrimonio con cierta perentoriedad. El hijo de Sophy, ahora en la universidad, había venido de Oxford una Semana Santa cuando ella comentó el asunto. Tan pronto como él se ordenara, argumentó, tendría una casa propia, en la que ella, con sus errores gramaticales y su ignorancia, sería un estorbo. Mucho mejor tenerla lo más lejos posible.
La ira de Randolph fue mucho menos infantil, pero siguió sin dar su consentimiento. Sophy, por su parte, se mostró más insistente, y él dudó que pudiera contar en ella cuando estuviese lejos. Sin embargo, con la indignación y el desprecio por su gusto, logró mantener su influencia; y acabó llevándola ante una pequeña cruz y un altar que había instalado en su dormitorio para rezar en privado, y le ordenó arrodillarse y jurar que no se casaría con Samuel Hobson sin su permiso.
-¡Se lo debo a mi padre! -exclamó el joven.
La pobre mujer le obedeció, pensando que su hijo se ablandaría tan pronto como recibiera las órdenes sagradas y se dedicase de lleno al trabajo eclesiástico. Pero no fue así. Por aquel entonces, su humanidad había sido suficientemente arrinconada por su educación para que no se tambaleara su firmeza; aunque su madre habría podido llevar una vida idílica con su fiel frutero, sin que nada hubiera empeorado en el mundo.
La cojera de Sophy se agravó con el paso del tiempo, y rara vez o nunca abandonaba la casa en la larga calle del sur, donde su corazón parecía languidecer.
-¿Por qué no puedo decirle a Sam que me casaré con él? ¿Por qué? -murmuraba lastimeramente cuando no había nadie cerca.
Alrededor de cuatro años después, un hombre de mediana edad esperaba en la entrada de la frutería más importante de Aldbrickham. Era el propietario, pero aquel día, en lugar de su ropa habitual de trabajo, llevaba un elegante traje negro; y su escaparate tenía los postigos medio cerrados. Un cortejo fúnebre fue acercándose desde la estación de tren: pasó por delante de su puerta y salió de la ciudad en dirección a la aldea de Gaymead. El hombre, con lágrimas en los ojos, sostuvo el sombrero en su mano mientras avanzaban los carruajes; y desde el coche fúnebre, un joven clérigo, pulcramente afeitado y con un amplio chaleco, dirigió una mirada cargada de odio al tendero.
* Sillas, generalmente con dosel, para montar en elefante.
* Famoso campo de cricket en St. John's Wood, en Londres. Pertenece al Marylebone Cricket Club, pero se juegan en él toda clase de partidos y torneos. El autor se refiere aquí al torneo anual entre los mejores colegios privados.
** Restos
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