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miércoles, 6 de junio de 2012

EL DUEÑO DE RAMPLING GATE


EL DUEÑO  DE RAMPLING GATE

ANNE RICE


Rampling Gate: ¡era tan real para nosotros en aquellas viejas pinturas, alzándose como un castillo de hadas por encima del bosque oscuro que lo rodeaba! Una mole de piedra rematada en tejados de caballete y chimeneas, entre dos inmensos torreones; paredes de piedra gris cubiertas de hiedra, ventanas que reflejaban las nubes huidizas.

Pero ¿por qué papá nunca fue allí? ¿Por qué nunca nos llevó? ¿Y por qué en su lecho de muerte, en los meses sombríos que siguieron al fallecimiento de mamá, dijo a mi hermano Richard que Rampling Gate había de ser destruido piedra por piedra? Ramplíng Gate, que siempre había pertenecido a los Rampling; Ramplíng Gate, que había subsistido impávido más de cuatrocientos años.

Estábamos asustados ante los trabajos que nos esperaban, y dolorosamente aturdidos, Richard acababa de cumplir su cuarto año en Oxford. Dos vertiginosas temporadas sociales en Londres me habían deparado algún tímido éxito. Todavía prefería borronear poemas y relatos en el silencio de mi habitación a pasar las noches bailando, pero mantenía en secreto aquella inclinación, y aunque distábamos mucho de ser dos niños mimados, nuestros padres nos proporcionaban cuanto podíamos desear. Pero ahora los años de despreocupación se habían terminado. Nos veíamos obligados a comportarnos con prudencia y sentido de la responsabilidad.

Y nos sentíamos apesadumbrados, sentados en el estudio abarrotado de libros de papá, contemplando las antiguas pinturas de Rampling Gate, junto a la pequeña estufa de carbón.

-Destrúyela, Richard -dijo papá-. En cuanto yo haya muerto.

-Sencillamente no lo entiendo, Julie -confesó Richard, mientras vertía el jerez en la copa de cristal tallado que yo sostenía en la mano-. Es un valor genuino, una construcción de época, una auténtica mansión del siglo quince en excelente estado de conservación. Una tal Mrs. Blessington, nacida y criada en la aldea de Rampling, ha estado administrándola, al parecer, los últimos años. Estaba allí cuando falleció tío Baxter, que fue el último Rampling en vivir bajo aquel techo.

-le pregunté- que fue ese año cuando papá retiró todos los cuadros y los escondió?

-No lo olvidaré nunca' dijo Richard- . No podría hacerlo. Fue algo tan extraño y tan impropio de papá.

Se arrellanó en su asiento, chupando pensativo su pipa.

-Luego hubo un incidente muy raro, cuando vio a aquel hombre joven en la estación Victoria.

-Sí, exactamente -dije, haciéndome un ovillo en el sillón forrado de terciopelo, al tiempo que contemplaba las llamitas azuladas que bailaban en la estufa-. ¿Recuerdas lo alterado que estaba papá?

Y sin embargo, había sido un incidente mínimo. En realidad, no había ocurrido nada en absoluto. En aquella época no podíamos tener más de seis y ocho años, respectivamente, y habíamos ido a la estación con nuestro padre para despedir a unos amigos. Por la ventanilla de un tren, papá vio a un hombre joven con cara de reproche, y aquello le molestó. Incluso hoy puedo recordar la cara con toda claridad. Era notablemente bien parecido, de nariz recta y delgada, cejas bien dibujadas, y con una mata de abundante cabello castaño. Sus grandes ojos negros miraron a papá con expresión de profunda tristeza; papá tiró de nosotros y nos llevó de allí a toda prisa.

-Y la discusión que tuvieron esa noche papá y mamá -añadió Richard, pensativo-. Recuerdo que los escuchamos desde el rellano de la escalera, y lo asustados que estábamos.

-Y papá dijo que él no se contentaba ya con ser únicamente el dueño de Rampling Gate; él había venido a Londres dispuesto a manifestarse también allí; aquel horror indecible, así lo llamó, había sobrepasado los límites de la audacia.

-Sí, exactamente, y cuando mamá intentó tranquilizarle y sugirió que tal vez había imaginado cosas, él se enfureció todavía más.

-Pero ¿quién podía ser el dueño de Rampling Gate, si no lo era papá? Por entonces, el tío Baxter hacía ya mucho tiempo que estaba muerto.

-No sé exactamente lo que hacer con este asunto -murmuró Richard-. Y no hay nada en los papeles de papá que pueda sugerir alguna explicación al problema.

Examinó el más reciente de los cuadros, un grabado deliciosamente coloreado que mostraba la mansión reflejada en las aguas azules del lago.

Pero te aseguro que lo peor de todo, Julie -asintió, meneando la cabeza-, es que nunca hemos visto la casa con nuestros propios ojos.

Nuestras miradas se cruzaron y se produjo una momentánea confusión, que rápidamente se desvaneció. Me incliné hacia adelante.

-Él no dijo que no fuéramos allí, ¿verdad, Richard? -pregunté-. Que no pudiéramos visitar la casa antes de destruirla.

-¡No, por supuesto que no! -exclamó Ríchard, y una amplía sonrisa asomó a su rostro-. Después de todo, ¿no es eso algo que debemos a otras personas, Julie? Al tío Baxter, que se gastó los últimos restos de su fortuna restaurando la casa, y a Mrs. Blessington, que la ha administrado todos estos años,

-¿Y qué me dices de la aldea? -añadí a toda prisa-. ¿Qué significará para sus habitantes ver destruido Rampling Gate? Está claro que debemos ir y ver el lugar nosotros mismos.

-De acuerdo, entonces. Escribiré enseguida a Mrs. Blessington. Le diré que vamos allí y que no sabemos cuánto tiempo nos quedaremos.

-¡Oh, Ríchard, va a ser maravilloso! -No pude contenerme y le abracé, pero él se ruborizó, y chupó su pipa exactamente del mismo modo que lo habría hecho papá-. Tenemos que pasar allí una quincena por lo menos. Quiero conocer bien el lugar, en especial si...

Pero me entristecía demasiado recordar el mandato de papá. Era mucho más divertido pensar únicamente en el viaje. Empaqueté mis manuscritos porque, quién sabe, tal vez en aquel ambiente melancólico y exquisito podía encontrar la inspiración que buscaba. Sentí un júbilo casi maligno, porque venía a quebrar el duelo que pesaba sobre nosotros desde el día en que papá nos abandonó.

-Es lo más correcto que podemos hacer, ¿verdad, Richard? -pregunté dubitativa, un tanto desconcertada por lo mucho que deseaba ir. Había como un placer ¡lícito en el hecho de poder por fin visitar Rampling Gate.

-«Un horror indecible» -repetí para mí las palabras de papá, con una ligera mueca. ¿Qué significaba aquello? Pensé de nuevo en el joven extraño, casi exquisito, al que apenas había alcanzado a ver en un vagón de tren, mirándonos con una expresión melancólica en su rostro enjuto. Llevaba un gran abrigo negro y una bufanda roja de lana, y podía recordar su intensa palidez en contraste con aquella mancha de color. Su cutis parecía de porcelana. Era extraño que lo recordara de modo tan vívído, incluso la ligera inclinación de la cabeza y el largo y espeso cabello castaño. Pero había sido tan sólo un reflejo en una ventanilla, y ahora me daba cuenta de que aquel fugaz instante lo había revestido para mí de un ideal de belleza masculina que desde entonces jamás me había vuelto a cuestionar. Pero papá se puso tan furioso en aquel momento... Sentí una inconfundíble punzada de remordimiento.

-Por supuesto que es lo más correcto, Julie -respondió Richard. Siguió sentado al escritorio, redactando cartas, y yo me sentí incapaz de abarcar toda la profundidad de mis pensamientos.

Atardecía ya cuando el viejo carricoche desvencijado nos subió por la suave ladera de la montaña, desde la pequeña estación del ferrocarril, y contemplamos por fin, por vez primera, la magnífica mansión. Creo que retuve el aliento. El cielo había palidecido hasta adquirir un matiz rosado por debajo de un es trato de nubes suavemente redondeadas, y los postreros rayos del sol se reflejaban en los paneles superiores de las ventanas emplomadas, cubriéndolas de una pátina dorada.

-Oh, es majestuoso -susurré-, parece una gran catedral. ¡Y pensar que nos pertenece!

Richard me dio un ligero beso en la mejilla. De súbito me sentí enloquecer, dispuesta de alguna forma a dejarme arrastrar a donde me llevara el temor o el encanto que emanaba de aquel lugar; no sabría decir con certeza cuál de las dos cosas, tal vez una mezcla sublime de ambas.

Deseaba con toda mí alma saltar al suelo y acercarme a pie a la mansión, para ver cómo crecían más y más sus torreones delante de mí; pero nuestro caballo aceleró el paso, e instantes después se adelantó una fila de criados que se inclinaban con rígidas reverencias. La anciana y arrugada ama de llaves indicó con amplios gestos a los hombres que se hicieran cargo de los baúles y de las bolsas de viaje.

Richard y yo fuimos introducidos en el enorme vestíbulo por la frágil y experta figura de Mrs. Blessington; nuestras pisadas resonaban con estruendo en el pavimento de mármol ' y parpadeamos ante los polvorientos rayos de luz que caían sobre la larga mesa de roble, las macizas sillas de madera tallada y los tapices pesados y sombríos que colgaban de los altos muros.

-Es un lugar encantado -exclamé, incapaz de contenerme-. ¡Oh, Richard, estamos en nuestra casa!

Mrs. Blessington rió feliz, y su mano reseca apretó con fuerza la mía. Sus ojillos azules me contemplaban con una expresión curiosamente vacua, a pesar de su sonrisa.

-¡De nuevo hay Ramplings en Rampling Gate! No saben lo feliz que es este día para mí. Y sí, querida -añadió, corno si acabara de leerme el pensamiento en aquel mismo instante-, soy casi ciega, y lo he sido durante muchos años. Pero si descubre una sola cosa fuera de lugar en esta casa, dígamelo enseguida, porque será la excepción, puedo asegurárselo, y no la regla.

De su rostro arrugado emanaba una simpatía tan grande, que me cautivó de inmediato.

Encontramos nuestros dormitorios, los mejores de la mansión, bien aireados, con sábanas blancas de hilo y con las chimeneas encendidas para expeler la humedad siempre presente entre los gruesos muros. Las ventanas de cristales emplomados en figura de rombos se abrían al espléndido paisaje del lago y del bosque de robles que lo rodeaba; algunas luces dispersas revelaban la aldea situada más allá.

Aquella noche reímos como niños mientras cenábamos en la gran mesa de roble, iluminados únicamente por la débil luz de unas velas. Y después, jugamos una encarnizada partida de billar en la sala de juegos que había sido la última reforma del tío Baxter; y me temo que también bebimos alguna copa de coñac de más.

En el momento en que me disponía ya a acostarme, pregunté a Mrs, Blessíngton sí había vivido alguien en la casa desde la muerte del tío Baxter. Eso había sucedido en el año 1838, hacía casi cincuenta años, y ella era ya entonces el ama de llaves.

-No, querida -respondió rápidamente, al tiempo que ahuecaba las almohadas de plumas-. Su padre vino ese año, como bien sabe, pero no estuvo aquí más que uno o dos meses, y enseguida regresó a su casa.

-¿Nunca vivió aquí un hombre joven, después...? -insistí, aunque en realidad no tenía el menor deseo de averiguar nada que perturbara la felicidad que sentía. ¡Cuánto me gustaba la pulcritud espartana de aquel dormitorio, las paredes de piedra desnudas de todo tipo de papel o de adorno, el resplandor de la pulida madera de avellano del lecho!

-¿Un hombre joven ... ? -Dejó escapar una risa fácil, casi condescendiente, y con la infalible seguridad con que manejaba las cosas que la rodeaban, levantó el hurgón y atizó el fuego de la chimenea-. ¡Qué cosas tan raras me pregunta!

Quedé silenciosa por unos instantes, sentada frente al espejo, y retiré la última aguja de mi cabello, que cayó suelto, espeso y cálido, sobre mis hombros. Me daba una sensación agradable, como si se tratara de una suave capucha bajo la cual podía ocultarme. Pero ella se volvió como si percibiera en mí alguna incomodidad, y se aproximó.

-¿Por qué habla de un hombre joven, señorita? -preguntó. Lenta, minuciosamente, sus dedos examinaron las largas trenzas que reposaban sobre mis hombros. Tomó el peine de mis manos

Contarle la historia me parecía perfectamente ridículo, de modo que recurrí a una versión abreviada; le dije, sencillamente, que nos habíamos tropezado inesperadamente con un joven diabólicamente guapo al que mí padre, furioso, había llamado más tarde el dueño de Ramplíng Gate.
-¿Así que era guapo? -inquirió, mientras cepillaba mi cabello enredado con suavidad. Pareció pendiente de cada una de mis palabras, mientras yo volvía a describirlo.

-¿No apareció ningún intruso en esta casa, por entonces, Mrs. Blessington? -le pregunté-. ¿Ningún misterio sin resolver ... ?

Respondió con una risa alegre.

-¡Oh, no, querida, esta casa es el lugar más seguro del mundo! -se apresuró a declarar-. Es una casa feliz, ¡Ningún intruso se atrevería a perturbar Rampling Gate!

Y en efecto, nada perturbó la serenidad de los días siguientes. Los humos y los ruidos de Londres, y las palabras de nuestro padre moribundo, pasaron a ser un sueño. Lo real eran nuestros largos paseos juntos por los jardines descuidados, y nuestros viajes de punta a punta del lago en el pequeño esquife. Tomábamos el té bajo el techo acristalado del invernadero vacío. Y por la noche subíamos las escaleras con los mejores libros de la biblioteca del tío Baxter en las manos, dispuestos a leerlos a la luz de las velas en la intimidad de nuestros dormitorios.

Todas nuestras discretas investigaciones en la aldea nos llevaron a la misma conclusión: los aldeanos amaban la mansión y no contaban historias antiguas ni inquietantes. Por el contrario, repetidamente nos dijeron que Rampling era el pueblo más apacible de Inglaterra, y que nadie se atrevería -las mismas palabras de Mrs. Blessington- a perturbar el lugar.

-Esa vieja casa es nuestro ángel de la guarda -dijo la anciana de la librería en la que Richard compraba los periódicos de Londres-. ¿Qué sería el pueblo de Rampling, sin la casa Ramada Rampling Gate?

¿Cómo íbamos a explicarles la orden de nuestro padre? ¿Cómo podíamos tenerla presente nosotros mismos? No volvimos a hablar ni una sola vez del desastre propuesto, y Richard escribió a su empresa que no regresaría a Londres hasta el otoño.

Había encontrado una mina de materiales clásicos en los viejos volúmenes de la biblioteca del tío Baxter, y yo instalé mis bártulos de escribir en el pequeño estudio situado junto a la biblioteca, del que me adueñé por completo.

Nunca había conocido tanta paz y quietud. Parecía que la atmósfera de Rampling Gate permeaba las más simples descripciones que escribía, y enriquecía con un toque de añeja sabiduría las tramas y los personajes que creaba. El lunes después de nuestra llegada finalicé mi primera narración corta, y descendí a pie hasta el pueblo para enviarla con urgencia a los editores del Blackwood Magazines.

¿Qué era lo que había aterrorizado a mi padre en este precioso rincón de Inglaterra? -me pregunté-. ¿Qué recuerdo había podido ensombrecer sus horas postreras hasta el punto de llevarle a maldecir este lugar?

Mi corazón se abrió a aquel silencio celestial, y a la innegable majestuosidad de un paisaje que me hacía olvidarme totalmente de mí misma. Había ocasiones en las que me sentía un intelecto incorpóreo flotando en un silencio insondable, mientras recorría los senderos del jardín o los pasillos de piedra que habían sido testigos de demasiados acontecimientos para percatarse de la presencia de una joven pequeña y frágil, que en algunos momentos Regaba incluso al extremo de hablar en voz alta a las armaduras que la rodeaban, a las estatuas rotas del jardín, a los querubes de las fuentes que desde hacía años y mas anos ya no tenían agua que verter desde las conchas que sostenían.

Pero ¿había en aquel entorno idílico alguna fuerza maligna que aún se ocultaba de nosotros, alguna historia secreta que lo explicara todo? Un horror indecible... En mi recuerdo volvía a ver a aquel joven, y me invadía la extraña sensación de que en mi memoria o en mi imaginación se había enriquecido aquella imagen en los últimos días. Tal vez lo había reinventado en sueños, y había adornado con un rubor brillante sus labios y sus mejillas. Tal vez, al recrear su figura para Mrs. Blessington, le había permitido alzar la mano hasta la bufanda roja de modo que pude advertir entonces los dedos, largos, delicados y sugestivos, de una mano de músico.

Todo aquello rondaba confusamente por mi mente cuando entré de nuevo en la casa, sin hacer ruido, y vi a Richard sentado en su sillón de piel favorito, junto al fuego.

Un aire cálido entraba por la puerta abierta del jardín, y sin embargo el brillo de las llamas era invitador, y hacía que la amplia habitación, con sus estanterías abarrotadas de libros encuadernados en cuero, pareciera atractiva y pequeña como un refugio.

-Siéntate -dijo gravemente Ríchard, sin dirigirme más que una mirada apresurada-. Quiero leerte algo de inmediato.

Tenía en las manos un libro largo y estrecho.
-Esto pertenecía al tío Baxter -dijo-. Y al principio creí que se trataba sólo de un libro de, cuentas que había llevado en la época de las reformas, pero he encontrado anotaciones de diario que corresponden a las últimas semanas de su vida. Están escritas apresuradamente y son casi indescifrables, pero he conseguido averiguar lo que dicen.

-Muy bien, pues léemelas -manifesté, pero sentí un ligero escalofrío de temor al decirlo. No quería saber ninguna cosa terrible relativa a este lugar. Si pudiéramos permanecer siempre aquí..., pero eso era imposible, por supuesto.

-Escucha esto -dijo Richard, pasando cuidadosamente una página-. «Cinco de mayo, mil ochocientos treinta y ocho: él está aquí, lo sé con toda seguridad. Ha vuelto otra vez». Y varios días más tarde: «Cree que ésta es su casa, de verdad, y bebería mi vino y fumaría mis cigarros si pudiera. Lee mis libros y mis papeles, sin molestarse en disimular. He dado órdenes de cerrar todo con llave». Y finalmente, la última anotación, escrita la mañana del día en que murió: «Estoy cansado, cansado hasta la muerte, y él no es la causa menor de mí agotamiento. La última noche le vi con mis propios . ojos. Estaba en esta misma habitación. Se mueve y habla exactamente igual que un mortal, y se atreve a contarme sus secretos. Él es un demonio astuto y yo un simple mortal. ¡Cómo voy a luchar con él!».

-Buen Dios -susurré lentamente. Me levanté de la silla en la que me había sentado, y de pie a su lado leí yo misma aquella página. La escritura estaba garabateada, y era la última anotación del libro. Yo sabía que el corazón del tío Baxter había cedido. No tuvo una muerte violenta, sino pacífica, en aquella misma habitación, con un libro piadoso en las manos.

-Podría tratarse de la misma persona de la que habló papá aquella noche? -preguntó Richard.

A pesar del sol que entraba a raudales por las puertas abiertas, me sacudió un violento escalofrío. Por primera vez me sentí inquieta en esta casa, inquieta por nuestra audacia al venir aquí, sin hacer caso de las palabras de papá.

-Pero eso sucedió muchos años antes, Richard... -dije-. ¡Y qué puede significar esa referencia a un ser sobrenatural! ¡Seguramente el pobre hombre estaba trastornado! ¡No era un espíritu lo que yo vi en el vagón del tren!

Me dejé caer en el sillón colocado frente al suyo, y procuré aquietar los latidos de mi corazón.
-Julie -Richard habló en voz baja, al tiempo que cerraba el libro-, Mrs. Blessington ha vivido aquí feliz durante años. Seis criados duermen todas las noches en el ala norte. Con toda seguridad, no existe nada de todo eso.

-Y sin embargo, no resulta nada divertido, ¿no es cierto? -apunté tímidamente-. No es nada parecido a las historias de fantasmas que solíamos contarnos el uno al otro, cuando poblábamos las tinieblas de seres imaginarios y nos reíamos de los amigos de la escuela que se asustaban al escucharnos.

-Durante toda mí vida -dijo él, con la mirada clavada en la mía-, he oído historias de duendes y de espíritus, unas imaginarias y otras supuestamente verídicas, y casi invariablemente se menciona que la casa en cuestión está embrujada, o que posee una atmósfera que despierta un presentimiento peculiar, una sensación de amenaza o de alarma...

-Sí, lo sé, y aquí no existe en absoluto esa atmósfera envenenada.

-Al contrario, no me he sentido más a gusto en mi vida. -Hundió la mano en el bolsillo para extraer de él la inevitable cerilla con la que encender la pipa que enarbolaba-. Y a propósito, Julie, no sé cómo voy a poder cumplir el último deseo de papá, de destruir este edificio piedra por piedra.

Asentí, llena de simpatía. Lo mismo pensaba yo desde el momento mismo de nuestra llegada. Incluso ahora, me sentía cómoda, natural, completamente segura.

Súbitamente, de modo irracional, deseé que no hubiera encontrado las anotaciones del libro del tío Baxter.

-¡Tendré que hablar una vez más con Mrs. Blessington! -dije, casi de mal humor-. Me refiero a una conversación seria...

-Pero si ya lo he hecho yo -respondió él-. Le pregunté sobre todo el asunto esta mañana, en cuanto hube hecho el descubrimiento, y se echó a reír. juró que nunca ha visto aquí nada fuera de lo normal, y que ninguna persona viva del pueblo puede contar historias sobre este lugar. Me repitió que está encantada de que hayamos regresado a Rampling Gate. No creo que tenga la menor sospecha de que nos proponemos destruir la casa. ¡Oh, si lo supiera, eso le destrozaría el corazón!

-¿Nunca ha visto nada fuera de lo normal? -me sorprendí-. ¿Eso dijo? ¡Qué forma más extraña de expresarse, Richard, cuando apenas puede ver nada en absoluto!

Pero no me escuchaba. Había dejado el libro a un lado y se había levantado muy despacio, casi perezosamente; salió paseando por la doble puerta al pequeño jardín, y miraba por encima de la alta barrera de los robles que inclinaban sus ramas acodadas casi hasta la superficie del lago. No había el menor ruido en aquella hora temprana del día, salvo el suave susurro de las hojas de los árboles sacudidas por la brisa, y el piar esporádico de algún pájaro.

-Tal vez se ha ido, Julie -dicho Richard por encima del hombro, y su voz sonó nítida en aquel silencio-, si alguna vez estuvo aquí. Tal vez nadie tiene ya nada que temer en este lugar. No pensarás quedarte aquí todo el invierno, ¿verdad? Supongo que querrás estar de vuelta en Londres para entonces.

Parecía muy pequeño frente a los grandes árboles y el cielo roto en pequeños fragmentos relucientes por el entramado del follaje que filtraba tenuemente la luz.

Rampling Gate se había apoderado de él. Y le comprendí a la perfección, porque también se había apoderado de mí. Podría muy bien quedarme aquí todo el invierno, sin importarme la soledad ni el frío. No quería volver nunca más a mi casa.

Y la inmediatez del misterio contribuía a debilitar todavía más mi percepción de todas las cosas y lugares restantes.

Después de una larga pausa, me levanté, salí al jardín y coloqué mi mano en el brazo de Richard.

-Hay algo que sé de cierto, Julie -dijo, como si nos hubiéramos seguido hablando durante todo el rato-. juré a papá que haría lo que me pidió, y eso me está destrozando. De una u otra manera lo llevaré siempre sobre mi conciencia, tanto si destruyo la casa como si me rebelo contra mi propio padre y contra la carga que me impuso en su postrer aliento.

-Hemos de buscar ayuda, Richard. Consejo de nuestros abogados, de los confesores de papá. Debes escribirles y contarles todo el asunto. Papá estaba febril cuando te dio esa orden. Si podemos exponer lo ocurrido a esas personas, ellos nos ayudarán a decidir.

Eran las tres en punto cuando abrí los ojos. Pero había estado despierta durante largo tiempo. Había oído las lejanas campanadas del reloj del salón, hora a hora. Y no sentía miedo al estar tendida sola en la oscuridad, sino algo distinto. Una especie de agitación vaga e inexorable, una sensación de vacío y de necesidad que me hizo finalmente levantarme de la cama. Me pregunté cómo podría hacer desaparecer aquella tensión. Miraba fijamente los objetos más sencillos en la sombra. El pequeño tapiz colocado sobre la chimenea, con sus esbeltos príncipes y princesas semidesvanecidos por el desgaste de las fibras y de los hilos. El retrato de una antepasada isabelina, que me miraba con un ojo almendrado desde su pequeño marco.

¿Qué era esta casa, en realidad ? ¿Tan sólo un lugar, o bien un estado de ánimo? ¿Qué le estaba haciendo a mi alma? ¿Por qué las anotaciones del libro del tío Baxter no nos habían devuelto a Londres a toda prisa? ¿Por qué nos habíamos quedado juntos hasta tan tarde en el gran salón, después de cenar, sin pronunciar una sola palabra?

Me sentí de repente muy cansada, y al mismo tiempo excluida de algún secreto magno y deslumbrante; ¿y no era ésa la misma palabra que había empleado el tío Baxter?

Consciente únicamente de mi insoportable cansancio, me puse mi bata de lana, abroché el botón del cuello y anudé el cinturón. Luego me calcé las zapatillas, y me dirigí al salón.

La luna iluminaba la escalera de madera de roble, y el rincón donde estaba la puerta abierta del dormitorio de Richard. Me acerqué de puntillas, y vi que la cama estaba vacía e intacta.

De modo que también él estaba desvelado aquella noche, y había salido de su cuarto igual que yo. ¡Ah, si al menos hubiera venido a buscarme y me hubiera pedido que le acompañara!

Me volví y descendí sin hacer ruido las largas escaleras.

El gran salón se abrió delante de mí, oscuro como una gran caverna; la luz de la luna acariciaba, aquí y allá, un par de espadas cruzadas o un escudo colgado. Pero en el otro extremo de la estancia, en el estudio situado junto a la biblioteca, vi con toda claridad una lucecita que parpadeaba. Y la brisa que atravesaba la inmensa sala traía el inconfundible olor de un fuego de leña.

Me encogí de hombros, aliviada. Richard estaba allí, podríamos hablar. 0 tal vez explorar los dos juntos todas las habitaciones, formando 0 pantalla con las manos para preservar las frágiles llamas de nuestras velas. Una sensación de bienestar me invadió y me hizo sentirme en calma; y aunque la distancia que nos separaba parecía interminable, me entró una prisa desesperada por franquearla, y eché a correr de repente a lo largo de la gran mesa de comedor, con sus macizos candelabros, hasta precipitarme finalmente en la pequeña habitación que se abría junto a las puertas de la biblioteca.

Sí, Richard estaba allí. Estaba sentado, con los ojos cerrados, dormitando en el sillón de piel, y la brisa procedente del jardín hacía temblar las frágiles llamas de las velas colocadas sobre la chimenea de piedra y sobre la mesita situada a su lado.

Me disponía a acudir junto a él, después de cerrar las puertas, para darle un ligero beso y preguntarle por qué no se iba a la cama, cuando de improviso vi por el rabillo del ojo a alguien más en la habitación.

En el rincón más lejano, a la izquierda, junto al escritorio, había otra figura, inclinada sobre los papeles de Richard, con las manos pálidas en reposo sobre la superficie de madera.

Sabía que no podía ser cierto. Sabía que tenía que estar soñando, que ninguna de las cosas que había en la habitación, y menos que ninguna otra aquella figura, podía ser real. Porque se trataba del mismo hombre que había visto quince años antes en un vagón de tren, y ni el más mínimo detalle de la apariencia de aquel joven sombrío había cambiado. Tenía el mismo pelo espeso y lustroso, peinado descuidadamente tan sólo en la parte del cogote en que pendía sobre el cuello ancho de su chaqueta negra, y la piel era tan fina que casi resplandecía en la sombra. Los ojos oscuros se alzaron de repente y me miraron con una expresión tan curiosa que casi me hizo gritar.

Nos miramos fijamente a través de la habitación oscura; yo de pie junto a la puerta, y él visible e innegablemente sobresaltado porque le había sorprendido de improviso. Mi corazón se detuvo.

En una fracción de segundo avanzó hacia mí, abolió el espacio que nos separaba y se inclinó sobre mi rostro, mientras sus dedos blancos se cerraban con suavidad sobre mis brazos.

-Julie! -susurró, en una voz tan baja que me pareció que me hablaban mis propios pensamientos. Pero no se trataba de un sueño; era una persona real. Me estaba sujetando, y de mi interior escapó un grito agudo, ensordecedor, incontrolable, cuYos ecos se extendieron por las cuatro paredes de la estancia.

Vi que Richard se levantaba de su sillón. Yo estaba sola. Agarrada al marco de la puerta, di un traspié hacia adelante y entonces, de nuevo, con toda claridad vi al joven intruso: estaba de pie en el jardín, mirando hacia atrás por encima del hombro, y en el instante siguiente desapareció.
No podía dejar de gritar. No pude ni siquiera cuando Richard me sostuvo, cargó conmigo y me hizo sentar en el sillón.

Todavía seguía sollozando cuando finalmente llegó Mrs. Blessíngton. Me tendió una copita de cordial, mientras Richard me suplicaba una vez más que dijera lo que había visto.

-¡Tú ya le conoces! -dije a Richard, casi histérica-. Era él, el joven del tren. Sólo que ahora llevaba una levita pasada de moda desde hace muchos años, y un corbatín de seda desanudado al cuello. Richard, estaba leyendo tus papeles, revolviéndolos y leyéndolos en una oscuridad completa.

-De acuerdo -contestó Richard, y con un gesto expresivo me pidió calma-. Él estaba sentado en el escritorio. Y como allí no había luz, no pudiste verle bien.

-¡Richard, era él! ¿No lo entiendes? ¡Me tocó, me sujetó los brazos!

Miré implorante a Mrs. Blessington, que meneaba de un lado a otro su cabeza en la que los ojillos brillaban a la luz como cuentas de cristal azules.

-¡Me llamó Julie! -susurré-. ¡Conoce mi nombre!

Me levanté, me apoderé de una vela, y empujando a Richard fuera de mi camino me acerqué al escritorio.

-¡Buen Dios! -exclamé-. ¿No ves lo que ha ocurrido? ¡Son tus cartas al doctor Partridge y a Mrs. Sellers, sobre el asunto del derribo de la casa!

Mrs. Blessington dio un leve grito y se llevó una mano a la mejilla. Parecía un pájaro disecado con un gorro de noche. Abrumada, se dejó caer en la silla de respaldo recto colocada junto a la puerta.

-Seguro que no crees que pueda tratarse del mismo hombre, Julie, después de tantos años...

-Pero no ha cambiado ni en el más mínimo detalle. No hay confusión posible, Richard, era él, te lo aseguro, él mismo.

-Oh, querida, querida... -susurró Mrs. Blessington-. ¿Qué hará él si intentan derribar la casa? ¿Qué va a hacer ahora?

-¿Qué va a hacer quién? -preguntó despacio Richard, al tiempo que sus ojos se estrechaban. Me arrebató la vela y se acercó a ella. Yo me había quedado mirándola con la boca abierta, sin darme del todo cuenta de lo que acababa de decir.

-¡De modo que sabe quién es él! -murmuré.

-Julie, calla de una vez! -dijo Richard.

Pero el rostro del ama de llaves se había vuelto rígido, su palidez había desaparecido, y los ojos eran de nuevo distantes y apagados.

-¡Usted sabía que él estaba aquí! -insistí-. Debe contárnoslo de una vez.

Con un esfuerzo, se puso en pie.

-No hay nada en esta casa que pueda hacerle daño a usted -dijo-, ni a ninguno de nosotros.

1 Se volvió, rechazando a Richard que intentaba ayudarla, y cruzó sola el salón oscuro.

-Ya no me necesitan aquí -declaró, en voz baja-, y si van a derribar esta casa construida por los abuelos de sus abuelos, podrán hacerlo perfectamente sin mi ayuda.

-10h, no pensamos hacer una cosa así, Mrs. Blessington! -insistí.

Pero ella se dirigía ya a la galería que llevaba al ala norte.

-Ve tras ella, Richard. Ya la has oído. Sabe quién es él.

-He oído lo suficiente por esta noche -contestó Richard, casi irritado-. Los dos tenemos que irnos a la cama. A la luz del día analizaremos todo este embrollo y registraremos la casa.

-Pero alguien tiene que decírselo a él, ¿no es así`? -pregunté.

-¿Decir qué? ¿Y a quién te refieres?

-¡Decirle que no vamos a derribar la casa! -contesté pronunciando con claridad las palabras, en voz muy alta, escuchando el eco de mi propia voz.

El día siguiente fue el más agotador que habíamos vivido desde nuestra llegada. Nos costó buena parte de la mañana convencer a Mrs. Blessington de que no teníamos intención de destruir Rampling Gate. Richard echó las cartas al correo y decidió no hacer nada hasta que recibiéramos ayuda.

Y los dos juntos, empezamos a registrar la casa. Pero la noche nos sorprendió a media tarea, después de haber cubierto el torreón, el ala sur y la mayor parte de la casa propiamente dicha. Nos quedaba todavía por registrar el torreón norte, que se encontraba en un estado de ruina casi total, y algunas estantías subterráneas que en épocas pasadas habían servido de mazmorras y ahora estaban tapiadas. También había armarios y escaleras ocultos por todas partes, en los que apenas habíamos mirado, y en determinados momentos no podíamos decir con Precisión dónde habíamos estado registrando y dónde no.

. Pero a la hora de la cena también había quedado meridianamente claro que Richard se encontraba en un estado próximo a la exasperación, y convencido de que yo no había visto nada en absoluto la noche anterior, en el estudio.

También había llegado a la conclusión de que tío Baxter se había vuelto loco antes de morir, o bien de que las notas garabateadas en su diario se referían en clave a algún acontecimiento social que le había afectado de forma inusual.

Pero yo sabía lo que había visto. Y a medida que avanzaba el día, me fui haciendo más callada y distraída. Mrs. Blessington y yo no cruzábamos la menor palabra, y pude comprender demasiado bien la rabia que había advertido en la voz de mi padre en aquella noche lejana en la que, de regreso de la estación Victoria, mí madre le acusó de imaginar cosas.

Pero lo que me obsesionaba por encima de todo era el aspecto amable del hombre misterioso al que había conseguido ver por un instante; los ojos oscuros casi inocentes que me habían mirado brevemente antes de que yo empezara a gritar.

-Es extraño que a Mrs. Blessíngton no le asuste -dije en voz baja y distraída, sin preocuparme de que Richard me oyera o no-. Y ninguna otra persona de por aquí parece tenerle miedo.

Me asaltaban las más extrañas fantasías. Volvían a mi cabeza las palabras despreocupadas de los habitantes del pueblo.

-Lo más sensato es que hagas una cosa de la mayor importancia, antes de irte a dormir -dije a Richard-. Deja escrita una nota con la declaración de que no tienes intención de derribar la casa.

-Julie, has creado un dilema imposible -protestó Richard-. Insistes en tranquilizar a la aparición asegurándole que la casa no va ser destruida, cuando de hecho afirmas haber comprobado la existencia de la criatura que precisamente impulsó a nuestro padre a darnos la orden que nos dio.

-¡Ah, desearía no haber venido nunca aquí! -estallé de repente.

-En ese caso, vamonos los dos, y decidamos sobre este asunto en casa.

-No, de eso se trata. No podría irme jamás sin conocer antes... «sus secretos»..., «el demonio astuto». ¡No podría seguir viviendo sin saber la verdad!

La rabia debe de ser un excelente antídoto contra el miedo, porque sin duda contribuyó a paliar mi natural alarma. Aquella noche no me desvestí, ni siquiera me quité los zapatos, sino que me senté en el dormitorio oscuro y vacío mirando con fije za la ventana de vidrios emplomados en forma de rombos hasta que toda la mansión quedó en silencio. Por fin, oí cerrarse la puerta de Richard. Después llegaron los chasquidos distantes que indicaban que otros cerrojos habían sido colocados en su lugar.

Y cuando el reloj del abuelo dio las once campanadas en el gran salón, Rampling Gate se sumió en el sueño como de costumbre.

Escuché atentamente, por si oía los pasos de mi hermano en el salón. Y cuando no le oí moverse de su habitación, me pregunté si la misma curiosidad que yo sentía no le impulsaría a venir a buscarme, para invitarme a que fuéramos juntos a descubrir la verdad.

Pero las cosas estaban bien así. No le quería a mi lado. Y sentía un oscuro júbilo al imaginarme a mi misma saliendo de mi dormitorio y bajando las escaleras, como lo había hecho la noche anterior. Esperaría una hora más, sin embargo, para estar segura. Dejaría que la noche llegara hasta el fondo: las doce, la hora embrujada. Mi corazón latía acelerado al pensarlo, y en sueños reconstruía el rostro que había visto, la voz que había pronunciado mi nombre.

¡Ah! ¿Por qué me parecía retrospectivamente tan íntima, como si nos hubiéramos conocido antes y hablado juntos a menudo, como si se tratara de alguien a quien reconocía en lo más profundo de mi ser?

-¿Cómo te llamas? -Creo que lo murmuré en voz alta. Y entonces me asaltó un espasmo de miedo. ¿Tendría valor suficiente para ir en su busca, para abrirle la puerta? ¿Estaba perdiendo la razón? Cerré los ojos y dejé reposar mi cabeza en el respaldo de mi sillón de terciopelo.

¿Qué había más vacío que esta noche rural? ¿Qué cosa podía ser más dulce?

Abrí los ojos. Había estado dormitando o hablándome a mí misma, intentando explicar a papá por qué era necesario que comprendiéramos nosotros mismos sus razones. Y entonces me di cuenta, me di plena y perfecta cuenta -creo que antes incluso de despertar- de que él estaba en pie junto a mi cama.

La puerta estaba abierta. Y él estaba allí, erguido, vestido exactamente igual que la noche anterior, y sus ojos oscuros se clavaban en mí con la misma curiosidad obvia; su boca era un simple pliegue, corno la de un escolar, y se apoyaba en el listón de la cabecera de la cama con la mano derecha, en una postura casi indolente. Parecía absorto en la contemplación de mi persona, sin advertir que yo le estaba mirando a mi vez.

Pero cuando me incorporé a medias, alzó un dedo corno para imponerme silencio, y me hizo una ligera seña

-¡Ah, eres tú! -susurré.

-Sí -contestó, en una voz discreta y casi imperceptible.

Pero habíamos estado hablando los dos, ¿no era así? Y yo le había estado haciendo preguntas, no, contándole cosas. Sentí de súbito que perdía el equilibrio y me sumergía en un sueño.

No, no era eso, sino la recuperación de un fragmento de algún sueño del pasado. Era esa especie de arrebato que nos arrastra en cualquier momento del día siguiente, al evocar el universo en el que nos encontrábamos totalmente sumergidos en sueños. Creo que por un instante oí nuestras voces, casi discutiendo, y vi a papá con su sombrero de copa y su abrigo negro, caminando solo por las calles del West End de Londres y asomándose a una puerta detrás de otra; y luego, alzándose por encima de la superficie de mármol de una mesa de un vago music-hall lleno de humo, tú..., tu rostro.

-Sí...

«¡Vuelve, Julie!» Era la voz de papá.

-... penetrar en su alma -insistía yo, recuperando el hilo perdido. ¿Pero se movían mis labios?-. Comprender qué es lo que le asustó lo que le enfureció. Dijo: «¡DerribadIo!»

_... nunca, nunca podrás hacer una cosa así. -Su rostro estaba afligido como el de un escolar a punto de echarse a llorar.

-No, , en absoluto, nosotros no queremos, ninguno de los dos, lo sabes bien... ¡Y tú no eres un fantasma' -Miré sus botas salpicadas de barro, la débil huella del polvo en aquella mejilla perfectamente blanca.

-¿Un fantasma? -preguntó casi enfurruñado, casi con amargura-. Ojalá lo fuera.

Como hipnotizada, le vi acercarse a mí y la habitación se oscureció cuando sentí en mi cara sus frías manos de seda. Yo me había levantado, estaba en pie delante de él, y le miraba a los ojos.

Oía los latidos de mi propio corazón. Los oía igual que la noche anterior, en el momento en que rompí a gritar. ¡Buen Dios estaba hablando con él! ¡El estaba dentro y me mostraba en sus brazos, además. río, y yo hablaba con él! Y estaba en sus brazos además.
-¡Real, absolutamente real! -susurre, y un profundo estremecimiento recorrió mi cuerpo, obligándome a buscar un punto de apoyo en la cama para no caer al suelo.

Me miraba como si intentara comprender algo terriblemente importante para él, y no me respondió . sus labios tenían un tono oscuro y una suavidad que aumentaba su atractivo, como sí nunca hubiera sido besado. Yo me sentí presa de un ligero vértigo, de cierta confusión, y ni siquiera me sentía segura de que realmente él estuviera allí.

--Oh, pero síque lo estoy... dijo en voz baja y sentí su aliento en mi mejilla, casi dulce, Estoy aquí y tu estás conmigo, Julie ...
-Sí ...
Mis ojos se cerraban. Tío Baxter estaba sentado a su escritorio, y yo podía oír el furioso rasgueo de su pluma.

-¡Demonio astuto! -dijo al viento de la noche, que entraba por las puertas abiertas.

-¡No! -exclamé yo. Papá se giró, en la puerta del music hall, y gritó mi nombre.

-Ámame, Julie -dijo su voz en mi oído, y sentí sus labios en mi garganta-. Sólo un beso, Julie, no hay ningún mal en ello...

Y el centro de mi ser, ese lugar secreto en el que crecen

todos los deseos y todas las exigencias, se abrió a él sin lucha y sin ruido. Habría caído de no haberme sostenido él. Mis brazos se cerraron en torno suyo, mis manos se deslizaron por la suave masa sedosa de sus cabellos.

Yo flotaba, y por Rampling Gate se extendía, como siempre, una paz infinita. Era Rampling Gate lo que yo sentía a mi alrededor; era su alma intemporal e impenetrable, que finalmente se había abierto como una flor... Sentí en mi interior una enorme sabiduría, el poder de ver tal como ve un dios, y captar la profundidad de las cosas con la misma destreza con la que los ojos exteriores registran su tamaño y su forma... Sí, susurré en voz alta, esas palabras de Keats, esas palabras..., planear sobre la medianoche sin esfuerzo...

No. En un instante violento nos separamos, y él se echó atrás con la misma brusquedad que yo.
Crucé tambaleante el suelo del dormitorio me así al marco de la ventana, y apoyé la frente en la pared de piedra.
Durante un largo instante permanecí inmóvil, con los ojos cerrados. Sentía un dolor agudo, pero casi placentero, en la garganta, en el lugar que sus labios habían rozado; y un hormigueo delicioso que ya no había de cesar.

Después me volví, y vi con toda claridad la habitación, la cama, la chimenea, el sillón. Él seguía en pie, exactamente en el mismo lugar en el que lo había dejado, y en su rostro se reflejaba la más desolada angustia.

-¿Qué es lo que han hecho conmigo? -murmuró-. ¿Me han hecho caer en la trampa más cruel de todas?

-Algo amenazador, de una amenaza inexpresable -susurré yo.

-Algo antiguo, Julie, algo que desafía el entendimiento, algo que puede suceder y que seguirá sucediendo.

-Pero entonces, ¿qué es lo que eres tú? -Toqué aquel doloroso latido con la punta de los dedos y, al bajar la vista, tragué saliva-. Sufres tanto, y eres aparentemente tan inocente, ¡y pareces capaz de amar!

Su rostro estaba tenso, como presa de un violento conflicto interior. Se volvió para irse. Apelé a toda mi voluntad para no ir detrás de él, y no rogarle que regresara. Pero él se volvió, desconcertado; luchó aún brevemente consigo mismo y luego, decidido ya, se inclinó y tomó mi mano.

-Ven conmigo -dijo.

Me atrajo hacia él con la misma suavidad de todos sus gestos, y deslizando su brazo por mi hombro, me guió hasta la puerta.

Subimos unas escaleras, cruzamos apresuradamente un largo pasillo, y a través de una pequeña puerta de madera accedimos a unas escaleras de caracol que yo no había visto anteriormente.

Pronto me di cuenta de que estábamos subiendo a lo alto del torreón norte de la casa, la parte en ruinas de la estructura que Richard y yo habíamos dejado sin registrar.

Por los estrechos ventanucos veía el paisaje suavemente ondulado que se extendía desde el bosque que rodeaba la mansión, y el pequeño grupo de luces tenues que señalaba el lugar en el que se alzaba la aldea de Rampling, junto a la pálida estela de la carretera de Londres.

Subimos más y más hasta Regar a la cámara más alta de la torre, que él abrió con una llave de hierro. Sostuvo la puerta para dejarme paso, y me encontré en una habitación espaciosa cuyas estrechas ventanas no estaban cerradas con cristales. La luz de la luna revelaba una curiosa mezcla de muebles y objetos diversos, como los que se encuentran en muchos desvanes. Había un escritorio, un gran estante con libros, sillones antiguos de piel, rollos amarillentos de viejos mapas, y pinturas enmarcadas colgadas de las paredes. Por todas partes había velas, colocadas en nichos de piedra abiertos en el muro o dispuestas sobre las mesas y los estantes. Aquí y allá, un barril servía de mesa y contrastaba con alguna silla de fina talla isabelina. La cera había goteado un poco por todas partes, y en medio de aquel desorden había abiertos ejemplares de periódicos recientes: el Mercure de París, y el Times de Londres entre otros.

No había ningún lugar donde dormir en aquella habitación.

Y al pensar en ello, en dónde se echarla para descansar, me asaltó un estremecimiento. Volví a sentir, vívidamente, sus labios rozando mi garganta, y sentí un súbito deseo de gritar.

Pero él me tenía en sus brazos, y besaba de nuevo mis mejillas y mis labios con toda delicadeza. Luego me hizo sentar en un sillón y encendió, una a una, las velas dispersas por la habitación.

Me estremecí, y mis ojos se humedecieron ligeramente a la luz. Vi más objetos inusuales: telescopios, cristales de aumento, un violín en su estuche abierto, y un puñado de conchas marinas relucientes y exquisitamente modeladas. También había joyas descuidadamente dispuestas, un sombrero de copa de seda negra y un bastón, un ramillete de flores marchitas y secas, daguerrotipos y camafeos en sus pequeños estuches de terciopelo, y libros abiertos.

Pero ahora estaba demasiado absorta por la visión de él a plena luz: el brillo de sus grandes ojos negros, el lustre de su cabello. Ni siquiera en la estación del ferrocarril le había visto con tanta claridad como ahora, a la suave luminosidad de las velas. Me destrozó el corazón.

Y sin embargo, me miraba como si yo fuera un festín para sus ojos, y pronunció de nuevo mi nombre de tal modo que sentí que la sangre se agolpaba en mi cara. Pero de súbito pareció producirse un corte brusco en el paso del tiempo. Yo había estado pensando, eso es, «qué es lo que tú eres, cuánto tiempo hace que existes...», y de nuevo me sentí dominada por el vértigo.

Me di cuenta de que me había levantado y estaba en pie a su lado, junto a la ventana; él se había vuelto a mirarme, y el paisaje que se extendía debajo de nosotros había cambiado imperceptiblemente. Las luces de Rampling habían desaparecido en la oscuridad que se extendía como una niebla espesa sobre la tierra. Un gran bosque, mucho más antiguo y denso que el de Rampling Gate, se extendía por las colinas, y súbitamente me sobrecogió el temor, como si me estuviera deslizando en un maelstrom del que nunca podría regresar por mi sola voluntad.

Seguía presente la sensación de que hablábamos y hablábamos los dos, con voces bajas y agitadas, y yo decía que no pensaba ceder.

-Sé mi testigo, es todo lo que te pido...

Y en mi interior había una tenue certeza de que la revelación que se avecinaba me había de cambiar fatalmente. Era como la lectura de un libro prohibido, o el recitado de un conjuro secreto.

-No, es solamente lo que fue -susurró él.

Y entonces, incluso la forma del terreno varió. La habitación misma había perdido su sustancia, como si un viento silencioso de terrible fuerza hubiera entrado en aquel lugar y lo arrastrara muy lejos.

Cabalgábamos en un carruaje, a través de la noche. Habíamos dejado el torreón hacía ya mucho tiempo, era la hora del crepúsculo y el cielo tenía el color de la sangre. Cruzábamos un bosque cuyos árboles eran tan altos y gruesos que apenas algún rayo del sol poniente llegaba a acariciar el suelo cubierto por una blanda alfombra de hojas caídas.

No tuvimos tiempo de disfrutar de aquel lugar mágico. Llegamos a terreno abierto, a las pequeñas parcelas de tierra labrada que rodeaban el antiguo pueblo de Knorwood, con sus tejados de caballete y sus calles estrechas y sinuosas. Vimos los muros del monasterio de Knorwood y la pequeña iglesia parroquial, con su campana que llamaba a vísperas bajo el cielo crepuscular. Knorwood bullía de vida, mil corazones latían en Knorwood, mil voces se alzaban en una plegaria comunitaria.

Pero muy lejos del pueblo, en lo alto de la colina que dominaba el bosque, se alzaba el torreón redondo de un castillo realmente antiguo; y hacia ese castillo en ruinas, apenas ya una sombra de sí mismo, nos dirigimos. Irrumpimos en sus estancias vacías como niños impetuosos, olvidados ya del caballo y del camino, y así Regamos al lugar en que esperaba el Señor del Castillo, una criatura adusta, de piel muy blanca, erguida delante del fuego crepitante del salón sin techo. Se giró, y clavó en nosotros sus ojillos estrechos y relucientes. Era un cuerpo muerto, lo comprendí de inmediato, pero en su interior vivía una magia inapreciable. Y mi joven compañero, aquel muchacho inocente, pasó junto a mí y cayó en los brazos del Señor. Vi el beso. Vi cómo el joven palidecía y luchaba por apartarse. Era lo mismo que yo habla hecho aquella misma noche, fuera del sueño, en mí propio dormitorio; y se apartó del Señor, llevándose la mano al agudo dolor de su garganta.

Comprendí. Supe. Pero el castillo se disolvía ya con la misma seguridad con la que se disuelve todo en los sueños, y nos encontramos en algún lugar húmedo y cerrado.

La fetidez me resultaba insoportable, y era la más terrible de las fetideces: la de la muerte. Oí mis propios pasos sobre las losas del pavimento, y conseguí apoyarme en el muro. La minúscula plaza estaba desierta; un viento vagabundo hacía batir las puertas y las ventanas. Arriba y abajo de la estrecha callejuela vi las marcas en los dinteles de las casas. La peste, la Muerte Negra, había Regado al pueblo de Knorwood. La Muerte Negra lo había dejado desierto. En un instante de angustioso horror comprendí que nadie, ni una sola persona, había quedado con vida.

Pero no era del todo cierto. Alguien caminaba a tropezones por el estrecho callejón. Se tambaleaba, estaba a punto de caer, pero iba asomándose a una puerta tras otra, y finalmente Regó a un lugar caluroso y nauseabundo donde un niño lloraba tendido en el suelo. El padre y la madre estaban muertos en la cama. Y el gato grande y gordo de la familia, no afectado por la enfermedad, se divertía jugando con el infante que lloraba, con los ojos hinchados en su carita bañada por las lágrimas.

-Basta -me oí decir a mí misma. Me di cuenta de que estaba sosteniéndome la cabeza con ambas manos-. ¡Basta, basta ya, por favor!

Lloraba, y esperé que mi llanto consiguiera trascender aquella visión, de modo que el mísero cuarto se derrumbara a mi alrededor y volviera a encontrarme en la estancia de Rampling Gate. Pero no fue así. El joven se giró y me miró, y en aquel cuartucho fétido, no pude ver su rostro.

Pero sabía que era él, mi compañero, y pude oler su fiebre y su enfermedad, y el hedor del bebé moribundo, y vi el cuerpo ágil y lustroso del gato cuando daba un zarpazo a la mano tendida del niño.

-¡Basta, has perdido el control! -debí de gritar con todas mis fuerzas, pero el llanto del niño era aún más fuerte-. ¡Haz que pare!

-No puedo... -murmuró-. í Seguirá siempre así! ¡No parará nunca!

Con un penetrante alarido, di un puntapié al gato y lo envié volando fuera de aquel inmundo cuartucho, volcando al tiempo un cubo de leche, que se derramó sobre las piedras, tiñéndolas de blanco como por arte de brujería.

Pálido y febril, con la camisa empapada de sudor, mi compañero me tomó de la mano, y me arrastró fuera de la casa y del llanto del niño.

Muerte en los salones, muerte en los dormitorios, muerte en el claustro, muerte delante del altar mayor, muerte en los campos. Parecía el Juicio Final. Mil almas habían muerto en Knorwood -yo sollozaba y suplicaba que me alejara de allí-, y parecía el fin de toda la Creación.

Finalmente, la noche cubrió el pueblo muerto y él seguía vivo, cruzando tambaleante las colinas, atravesando el bosque, en dirección hacía la torre redonda en la que el Señor, con la mano posada en el alféizar de piedra de la ventana rota, esperaba su Regada.

-¡No vayas! -le supliqué. Corrí a su lado gritando, pero él no me oía. Por mucho que lo intentara, me era imposible cambiar el curso de las cosas.

El Señor se inclinó sobre él sonriendo con tristeza; le vio tambalearse y caer, dilatarse el pecho tratando de aspirar las últimas boqueadas. Finalmente los labios se movieron para pedir salvación, cuando era condenación lo que ofrecía el Señor, condenación lo que el Señor iba a darle.

-¡Sí, condenado pero vivo, respirando! -gritó el joven, alzándose en un postrer movimiento espasmódico. Y el Señor, que había permanecido inmóvil hasta ese instante, se inclinó a beber.

De nuevo el beso, el beso letal, la sangre extraída del cuerpo moribundo; después, el Señor alzó la cabeza inerte del joven para devolverle la sangre, extraída ahora del cuerpo del propio Señor.

Yo grité de nuevo: «No, no bebas». Se volvió a mirarme. Su rostro era ahora la imagen perfecta de la muerte, hasta el punto de que me pareció imposible que pudiera hablarme, y sin embargo lo hizo. Me preguntó: «¿Qué harías tú? ¿Regresarías a Knorwood, abrirías esas puertas una tras otra, tocarías la campana de la iglesia vacía? Y aunque lo hicieras, ¿revivirían los muertos?».

No esperó mi respuesta. Y yo no tenía ninguna respuesta que ofrecerle. Se volvió hacia el Señor que le esperaba, y aplicó su boca inocente en la vena que latía con toda la apariencia de la vida bajo la piel fría y translúcida de la garganta del Señor. Y la sangre fluyó en el cuerpo joven, venciendo con su poderosa irrupción la fiebre y la enfermedad que lo aquejaban, pero arrastrándolo al mismo tiempo más allá de la vida mortal.

Ahora estaba solo en el salón del Señor. La inmortalidad era suya, y con ella la sed de sangre que necesitaría para mantenerla. Yo podía sentir esa sed con todo mi ser. Contempló los muros desmoronados que se extendían a su alrededor, el fuego que lamía las piedras ennegrecidas de la gigantesca chimenea, el cielo nocturno visible a través del techo hundido con su infinita red de estrellas.

Y cada una de aquellas cosas se transfiguraba en su visión, y en la mía -en la visión que él me prestaba ahora-, en la esencia exquisita de sí misma. Una voz inaudible y eterna hablaba desde el velo estrellado del cielo, cantaba en el viento que susurraba entre las vigas rotas, suspiraba en las llamas que roían las piedras ennegrecidas del hogar.

Era el ritmo implacable del universo, presente debajo de todas las superficies, mientras dejaba de oírse el llanto de la última criatura viva -aquel frágil niño recién nacido-- en el pueblo del valle.

Se levantó un viento suave que dispersó el polvo de los terrones recién removidos de los campos de labranza desiertos. El cielo negro e infinito dejó caer la lluvia.

Pasaron años y más años. Todo lo que había sido Knorwood se confundió con la simple tierra. El bosque envió allí a sus silenciosos centinelas, y troncos poderosos se alzaron donde había habido chozas y casas, y en el mismo lugar en el que se alzaron los muros del monasterio.

Finalmente, nada quedó de Knorwood: ni el pequeño cementerio, ni la pequeña iglesia. Ni tan siquiera el nombre de Knorwood sobrevivió. Y era un horror superior a todo! los de más horrores el hecho de que ya nadie supiera que mil almas habían vivido y muerto en aquella aldea insignificante; que en ningún lugar de los grandes archivos en los que se registra la historia se hiciera la menor mención a aquella población.

Pero quedaba un ser que sí sabía, un ser que había sido testigo de todo y ahora miraba con fijeza el mismo lugar en el que había concluido su vida mortal. Aquel ser que había escapado arrastrándose a gatas del pozo del infierno que había sido aqueHa tragedia, era el joven que tenía a mi lado, el dueño de Rampling Gate.

Y a través de los muros de la vieja mansión se alzaba el recuerdo de las piedras del castillo en ruinas, y en los techos y suelos de las estancias se entrecruzaban las ramas de los antiguos árboles.

Todo lo que parecía sólido y majestuoso aquí, y seguro en la perspectiva de quienes dormían esta noche en la aldea de Rampling, era únicamente una frágil ciudadela contra el horror: sólo eso era la casa a la que ahora él se veía atado.

Sentí una inmensa pena. En algún momento de aquel desfile de imágenes me había perdido a mí misma, había perdido todo sentido del punto del espacio desde el que lo veía todo. Y en medio de una gran avalancha de luces y de ruidos regresé a la vida y me encontré de nuevo como había sido cuando viajábamos juntos por el bosque, salvo que ahora estábamos en el mundo actual, en la hora presente. Volábamos al parecer sobre los campos en tinieblas, siguiendo la vía del ferrocarril de Londres, donde la ciudad nocturna era un estallido de risas, agitación y luces deslumbrantes. Él caminaba a mi lado bajo las lámparas de gas, y en su rostro relucía la misma inocencia oscura, el mismo irresistible calor. Y parecía que nos apretábamos estrechamente el uno contra el otro en medio de la muchedumbre. Aquella muchedumbre era algo vivo, algo que se agitaba, y en todas partes emanaba un aroma excitante y oscuro, el aroma de la sangre fresca. Mujeres vestidas de pieles blancas y caballeros cubiertos con capas salían del teatro de la ópera brillantemente iluminado; el estrépito del music-hall nos invadió, y luego fue alejándose. Sólo quedó una tenue voz de soprano que cantaba una canción aguda y triste. Yo estaba en los brazos de él, y sus labios se apretaban contra los míos, y de nuevo tuve la misma lejana sensación de desgarramiento, de apertura inmensa e incontrolable en mi interior. Era la sed, y la promesa de saciarla medida únicamente por la intensidad de esa sed. Subimos corriendo muchas escaleras, penetramos en dormitorios de techos muy altos y paredes forradas de damasco rojo, donde yacían las mujeres más hermosas reclinadas en lechos de cabeceras de bronce, y el aroma se hizo tan intenso que no podía soportarlo; ante mí, aquellas mujeres se ofrecían a sí mismas, con los brazos abiertos.

-Bebe -susurró él-. Sí, bebe.

Y sentí que me invadía un gran calor, que me sofocaba y hacía borrosa mi visión, hasta que de nuevo partíamos, libres, ligeros e invisibles al parecer, saltando por encima de los techos o caminando de nuevo por calles resplandecientes de lluvia. Pero la lluvia no nos tocaba, ni la nieve que caía nos hacía estremecer; teníamos en nuestro interior un calor grande e indisoluble. juntos en el carricoche, conversamos en voz baja, con parrafadas exuberantes; éramos amantes, éramos constantes, éramos inmortales. Viviríamos tanto tiempo como Rampling Gate.

Intenté hablar; intenté terminar el conjuro. Sentí que sus brazos me rodeaban y supe que estábamos juntos en la habitación del torreón, y que había habido algún terrible error de cálculo.

-No me dejes -murmuró-. No entiendes lo que te estoy ofreciendo; te lo he contado todo; el resto no es sino vacío, fiebre e inquietud, las viejas palabras del poema. Bésame, Julie, ábrete a mí. No te tomaré contra tu voluntad...

De nuevo oí mi propio grito. Mis manos descansaban sobre su piel blanca y fría, sus labios eran suaves pero ávidos, sus ojos rendidos y eternamente jóvenes. Papá se volvió en la calle londinense empapada de lluvia y gritó: «Julíe!». Vi a Richard perdido entre la multitud, como si buscara a alguien; el ala del sombrero dejaba en sombra sus ojos, y los rasgos de su cara eran ásperos, rugosos como los de un anciano. ¡Un anciano!

Me aparté. Estaba libre. Lloraba sin ruido y los dos estábamos en la extraña y abarrotada habitación del torreón. Él estaba de pie junto a la ventana, recortada su figura contra las pálidas nubes. La luz de las velas brillaba en sus ojos. Me parecieron inmensos, tristes y sabios, y ¡oh, sí inocentes como he repetido una y otra vez.

-Me rebelé a ellos -dijo-. Sí, conté mi secreto. Por rabia o por amargura los convertí en mis siniestros compañeros de conspiración, y siempre vencí. No pudieron hacer nada contra mí, y tampoco lo harás tú. Pero aun así, serán ellos quienes triunfen, porque ahora me atormentan con su flor más hermosa. No te alejes de mí, Julie. Eres mía, Julie, como es mío Rampling Gate. Déjame arrancar esa flor y colocarla junto a mi corazón.

Después de muchas noches de discusiones, por fin Richard ha cedido. Me donará su parte de Rampling Gate, y yo me negaré en redondo a derribar el edificio. Entonces, él no podrá obedecer ya la orden de papá. Le he proporcionado el impedimento legal que necesitaba, y, por supuesto, legaré la casa en testamento a él y a sus hijos. Siempre deberá permanecer en manos de los Rampling.

Es una solución hábil, a mi entender, porque papá no me ordenó a mí que destruyera la mansión, y yo ya no tengo ningún escrúpulo referente a esa cuestión.

Todo lo que tiene que hacer él es llevarme a la pequeña estación del ferrocarril y verme marchar a Londres, y dejar de preocuparse por mí, que marcho a mi propia casa de Mayfair.

-Quédate aquí todo el tiempo que desees, y no te preocupes -le he dicho. Siento por él más cariño del que nunca podría expresar-. Desde el mismo momento en que pusiste los pies en este lugar, supiste que papá estaba completamente equivocado. Tío Baxter le metió esa manía en la cabeza, evidentemente, y Mrs. Blessington siempre ha tenido razón. No hay nada perjudicial en este lugar, Richard. Disfruta de él, y trabaja o estudia, según tu gusto.

La enorme locomotora pasa rugiendo a nuestro lado, y el tren frena su marcha hasta detenerse.

-Ahora debo irme, querido, dame un beso -digo.

-Pero qué te ha ocurrido, Julie, para convencerte tan aprisa...

-Todos estábamos equivocados, Richard -contesto-. Lo que importa es que ahora todos somos felices.

Y nos damos un fuerte abrazo.

Agito el pañuelo hasta que dejo de verle. Las luces parpadeantes del pueblo se pierden en la profunda luz color lavanda del atardecer, y la mole oscura de Rampling Gate aparece por un instante como el fantasma de sí misma, en lo alto de la colina.

Me siento y cierro los ojos. Luego los abro lentamente, saboreando el momento que he esperado tanto tiempo.

Él me sonríe, sentado en el lugar en el que ha permanecido todo el rato, en el rincón más lejano del asiento forrado de piel de enfrente, y ahora se incorpora con un movimiento ágil, casi delicado; y sentándose a mi lado, me estrecha en sus brazos.

-Tardaremos cinco horas en llegar a Londres -susurra a mi oído.

-Puedo esperar -respondo, mientras la sed me invade como una fiebre me aprieto contra él, sintiendo la presión de sus labios en mis párpados y en mi cuello.

-Me gustaría ir de caza por las calles de Londres, esta noche -confieso, con cierta timidez; pero sólo veo aprobación en sus ojos.

-Hermosa Julie, mi Julie... -murmura él.

-Te gustará la casa de Mayfaír -comento.

-Sí... -dice él.

-Y cuando Richard se canse al fin de Rampling Gate, volveremos a casa.

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