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domingo, 30 de agosto de 2009

EL DEMONIO EN LA TIERRA

El demonio en la tierra
Robert Bloch

Un Fausto moderno derrama el infierno entre los rascacielos neoyorquinos y conjura el demonio en el corazón de la ciudad más
poblada del mundo.
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1 - EL INSTITUTO
—Permita que le haga una pregunta —me espetó mi visitante—. ¿Quisiera ir usted al
infierno por diez mil dólares?
—Amigo mío, enséñeme el dinero y dígame cuándo sale el primer tren —repliqué.
—Hablo en serio —repuso con gravedad el profesor Keith.
Al cabo de un instante cerré la boca, que había abierto de par en par.
—Un momento —pedí—. Usted no posee pezuñas ni se aparece entre nubes de azufre, ni
está loco ni toma drogas. Usted es el profesor Phillips Keith, director asociado del Instituto
Rocklynn. Y me ofrece diez mil dólares por ir al infierno.
El hombrecillo que estaba ante mí se ajustó los lentes y sonrió. Su aspecto era de obispo
apacible.
—Si alguien ha de ir al infierno en mi lugar, deseo que sea usted —declaró muy solemne.
—Muy amable, profesor y le agradezco la deferencia. Pero quisiera que se explicara mejor y
entonces tai vez me decidiese. Un hombre no recibe este ofrecimiento todos los días.
Por toda respuesta me tendió un recorte de periódico.
—Lea esto.
INSTITUTO CIENTÍFICO A PUNTO DE CONVERTIRSE EN
UN ANTRO DE BRUJERÍA

El mundialmente famoso Instituto Rocklynn se transformará en un lugar de reunión de
demonios y duendes, según los proyectos de Thomas M. Considine, el famoso filántropo.
Considine ha donado cincuenta mil dólares para que se utilicen en lo que él califica de
"estudio científico de la hechicería y la magia negra".
El profesor Phillips Keith ha anunciado hoy que el Instituto Rocklynn se propone estudiar
seriamente las posibilidades del proyecto. Las bases científicas de los miagas antiguos son
muy notables y el profesor Keith declara que tal estudio puede ofrecer resultados muy
maravillosos.
Los vendedores de gatos negros, sapos disecados y filtros de amor, hallarán muy ventajoso
entablar relaciones con el Instituto Rocklynn.
—¡Es repugnante que hablen así del Instituto! —exclamé, devolviendo el recorte a Keith—.
Ahora, cuénteme la verdad.
Keith se puso de pie.
—¿Por qué no me acompaña y lo averigua por sí mismo?
—Encantado.
Salimos de mi casa y, subiendo al coche del profesor, nos internamos entre el tráfico
callejero.
—Por lo visto, no se trata de ninguna exageración periodística —comenté—. ¿De veras
proyecta semejante experimento?
—Nunca he pensado nada con mayor seriedad —replicó el profesor—. Yo fui quien
convenció a Considine para que donase ese dinero. Durante muchos años ha sido mi
ambición llevar a cabo un experimento de esa clase. Lamento que los periódicos se hayan
enterado del asunto; pero, de ahora en adelante, ya no habrá más publicidad. Nadie debe
saber que el Instituto Rocklynn intenta resucitar lo muerto y conjurar a los demonios en la
ciudad más moderna de la tierra.
—Bien —quise saber—, ¿cuál es mi papel en este asunto?
—Muy sencillo. Me citaron su nombre como el de un escritor de novelas terroríficas o
fantásticas. Por tanto, pensé que usted se hallaría más capacitado que otros para
comprender esas verdades.
—Pero yo no creo en esas patrañas —objeté.
—Naturalmente. A eso voy. Usted se halla capacitado para comprender lo que intentamos;
pero es escéptico; no cree en lo que escribe; por ello se le ha elegido como testigo oficial e
historiador de nuestros experimentos. O sea que le contratamos como testigo.
—¿ Quiere decir que me pagarán diez mil dólares por verles hacer brujerías? ¿Por
acompañarles montado en una escoba?
Keith se echó a reír.
—Es usted demasiado incrédulo. Venga, necesita un ejemplo inmediatamente.
Entramos en el rascacielos, subimos en el ascensor particular, cruzamos el vestíbulo del
Instituto Rocklynn, situado en el ático, y atravesamos una puerta señalada como "Privado".
Si alguna vez esta palabra ha estado bien empleada era en esta ocasión, pues era la simple
barrera que separaba la cordura de la demencia. .
Una demencia negra en una habitación tapizada enteramente de negro. Iluminada por las
rojas llamas de un brasero, cuyas ascuas eran como parpadeantes ojos infernales y llena de
perfumes de especias, humedad y tumba.
Era una estancia que pertenecía al siglo XV, arrancada a los sueños de los hechiceros y
alquimistas.
Cierto que las mesas y estantes eran modernos, pero gemían bajo el peso de viejos
horrores.
Una hilera de tubos de ensayo, de moderno cristal Pyrex, pero con etiquetas tan infernales
como éstas: "Sangre de murciélago", "Raíz de mandrágora", "Polvo de momio", "Grasa de
cadáver", y aún otras peores.
En un rincón se veían unas neveras modernísimas, que contenían innumerables cuerpos.
Junto a un fuego de leña, sobre unos trébedes, veíanse extraños calderos. Un estante
contenía instrumentos de alquimia. Frascos con hierbas se hallaban junto a otros que
contenían huesos pulverizados. El suelo estaba cruzado por dibujos pentagonales y signos
del zodíaco, hechos con pintura azul fosforescente, y alguna otra materia que emitía
radiaciones rojizas.
Una pared estaba cubierta de libros. La luz se reflejaba en polvorientos y resecos
volúmenes, que en un tiempo estuvieron en contacto con las manos de las brujas y los
nigromantes.
Por un momento, permanecí junto al profesor Keith, en tanto la férrea puerta que
acabábamos de cruzar se cerraba detrás de nosotros. Unos ojos, de pronto, se fijaron en los
dibujos y horrores de aquella habitación.
De repente algo se movió en un extremo de la estancia y avanzó hacia mí. De momento,
sólo era una sombra blanca, pero luego... Di un salto que por poco me obliga a chocar mi
cabeza con el techo.
—Le presento al doctor Ross —le presentó el profesor.
—¡Ejem! —carraspeé.
El ovalado rostro del doctor Ross se inclinó hacia delante. Una fina mano estrechó la mía y,
con deliciosa voz, el doctor declaró:
—Tengo un gran placer en conocerle.
—¡Ejem! —repetí.
—¿Sólo sabe decir "ejem"? —preguntó muy curioso el doctor Ross.
—Creo que también usted perdería la voz si le metiesen en un cuarto lleno de horrores, y
cuando esperase encontrarse delante de un fantasma viese avanzar hacia usted a la
muchacha más hermosa...
Me interrumpí. Sin embargo, no me arrepentía de mi desliz, pues el doctor Ross era en
realidad la doctora Ross, una joven bellísima. Su cabello rubio no estaba oculto por ninguna
gorrita médica y sus atractivas facciones estaban debidamente maquilladas, y su cuerpo
esbelto quedaba bien modelado por la bata blanca.
—Muchas gracias —dijo la doctora Ross sin ningún embarazo—. Bien venido al Instituto
Rocklynn. Supongo qué se interesa por la magia negra ¿verdad?
—Si todas las brujas son como usted...
—Lily Ross no es ninguna Circe —me interrumpió el profesor Keith—, y a usted no se le
contrata para que la piropee. Hay mucho trabajo que hacer. Esta tarde invocaremos a un
demonio.
—¡Demonio! —exclamé en broma—. ¿Habla en serio?
Keith sacó del bolsillo unos papeles y los colocó sobre la mesa, junto a un crucifijo invertido
en el que estaba clavado un murciélago, cabeza abajo. Sacando una pluma estilográfica me
lo tendió.
—Firme.
—¿Qué he de firmar?
—El contrato que compromete sus servicios por tres meses. Diez mil dólares. Cinco mil
ahora y otros cinco mil al término de nuestro ¡experimento. ¿Conforme?
—Desde luego —asentí.
Con mano temblorosa firmé el contrato, recibiendo del profesor Keith el cheque extendido
por él mismo.
—Bien —sonrió Keith, guardando los documentos—. ¿Podemos empezar ya, Lily?
—Todo está dispuesto, profesor —replicó la joven.
—Entonces, trace el pentagrama —murmuró Keith—. En la nevera encontrará la sangre
perfectamente conservada. Recite la invocación y encienda los fuegos. Yo la protegeré con
los revólveres. Si ocurriese algo dispararía a matar.
Con una amable sonrisa, Keith sacó dos revólveres que llevaba en sus fundas sobaqueras y
los empuñó fuertemente.
______________
2 - LA APARICIÓN
—Están cargados con balas de plata —me explicó el profesor—. Son excelentes contra los
vampiros, los hombres-lobo y los vrykolas. No sé lo eficaces que puedan ser contra los
dracónibus...
—¿Qué?
—Un dracónibu es un cacodemonio de la noche. Una especie de íncubo. Si el abate
Richalmus no se engaña. Empleamos su invocación del libro Líber revelatonium de insidia et
versutiis daemonum adversus homines. Dice que esos seres son negros, escamosos, de
aspecto casi humano, aparte de las alas y los colmillos, pero de un orden inferior de
inteligencia. Son algo semejantes a los elementales. Si las balas nada pueden contra ellos,
siempre queda el pentagrama. Ya sabe qué es: una estrella de cinco puntas, que representa
a Satanás, el macho cabrío del sábado.
—Oiga ¿está loco? —le pregunté a mi pesar.
—Un momento —se enojó Keith—. Desde el principio aclaremos una cosa: nada me importa
su escepticismo. Y le ruego que no dude de mi buen juicio ni de la sinceridad de mis actos.
—¡Pero todo esto es demasiado pueril y absurdo! —me quejé—. ¡Mezclar la ciencia con la
brujería!
—¿Por qué no? —inquirió Keith—. La magia de ayer es la ciencia de hoy. Los brujos de los
siglos precedentes al nuestro trataban de alejar los demonios del cuerpo humano de que se
habían apoderado. Actualmente, los psiquiatras curan la locura mediante el hipnotismo, casi
de igual forma. Hubo un tiempo en que los alquimistas trataban de convertir en oro otros
metales más bajos. Actualmente, ese mismo esfuerzo se continúa sobre la base de las
mismas investigaciones. ¿No intentan en la actualidad los médicos obtener el elixir de larga
vida empleando sangre humana y animal, como antes hacían los magos? ¿No se quiebran
los cascos nuestros sabios con los vitales problemas de la Vida y la Muerte? ¿No
conservan, vivas, cabezas de perros y gallinas a pesar de haber sido ya cercenadas? En
otras épocas, esos trabajos costaban la hoguera. Aquellos sabios morían por enfrentarse
con los problemas que hoy atacan abiertamente nuestros hombres de ciencia. Pero estoy
convencido de que los sabios de antaño obtuvieron en algunos casos un éxito mayor que los
de ahora.
—Entonces ¿cree que los hechiceros consiguieron resucitar a los muertos e invocar los
espíritus elementales?
—Quiero decir que lo intentaron y que tal vez tuvieron éxito. Que sus teorías no eran
erróneas, pero que quizás lo fueron sus sistemas y métodos de trabajo. Y opino que la
ciencia moderna puede hacerse con las mismas teorías, aplicar los 'debidos métodos y
obtener un éxito mayor. Y eso es lo que me dispongo a hacer.
—Pero...
—Observe.
Obedecí. Observé. La grácil figura de Lily Ross iba de un lado a otro de la estancia. Sus
dedos, al acercarse al brasero, parecían poblarse de llamitas. De una bolsa que llevaba a la
cintura sacó unos polvos que derramó sobre las ascuas, de las cuales se elevaron unas
llamas verdes, azules y purpúreas. Un calidoscopio de diabólica luminosidad inundó la
amplia estancia.
Rojas llamas brotaban de las velas y saltaban de los pabilos a la oscuridad.
Lily inclinóse al suelo y trazó un dibujo plateado. Una estrella de cinco puntas. El espacio
interior de la estrella se llenó con un líquido rojo.
—Sangre —susurró Keith—. Sangre tipo B.
—¿Cómo?
—Sí, tipo B. ¿No le he contado que utilizábamos métodos científicos modernos? El
hechicero de la Edad Media era casi un charlatán. Algunos rondaban por las cortes de los
nobles o príncipes, pasando por astrólogos, por lectores quirománticos y halagando en todo
a sus amos. Otros no hacían más que solicitar dinero para conseguir la transmutación del
plomo en oro, lograr el elixir de la juventud o encontrar la piedra filosofal. Charlatanes y sólo
charlatanes. Otra clase de vividores eran los que vendían filtros de amor, prometían echar
mal de ojo a los enemigos de sus clientes y pretendían curar los males, desde la epilepsia al
cólera. Mezclados entre esos impostores se hallaban los psicópatas. Los demonomaníacos
que danzaban desnudos en los cerros y colinas durante el Walpurgis, afirmando cabalgar
sobre escobas voladoras, conversar con los muertos y tener amantes infernales. Pero
siempre existieron hombres que tomaron en serio los estudios de esa ciencia. De sus
escritos, de sus hechizos e invocaciones, nos valemos ahora.
Keith hizo una pausa para indicar las estancias.
—Me costó largo tiempo reunir esta colección. Manuscritos, pergaminos, fragmentos de
tratados, documentos secretos de todos los países y edades. Valiosos incunables que
cuestan una fortuna. Pero la valen.
—¿Y no están llenos de las mismas necedades que los demás? —quise saber—. He leído
algunos de tales libros y más parecen obra de algunos locos.
—Entre las solemnes necedades puede haber verdades enormes. Se descubren fácilmente.
Algunas invocadas están equivocadas, otras son auténticas.
—¿O sea que si lee un conjuro aparecerá un demonio, un vampiro o un fantasma?
—Sí, si se lee correctamente —asintió Keith—. Ésa es la base. Ahí es donde interviene la
ciencia. En muchos casos, por temor, no se ha escrito la invocación completa. En otros el
conjuro tiene palabras cambiadas debido a una traducción incorrecta. La Iglesia quemó tolos
los manuscritos y libros de esa clase que pudo hallar. Lo hizo durante varios siglos. Y
tuvimos que emplear varios meses en los preparativos, seleccionando lo bueno entre lo
malo, uniendo fragmentos sueltos, estudiando las fuentes de origen. Ha sido un trabajo muy
arduo para la doctora Ross y para mí. No obstante, podemos hoy asegurar que poseemos
en nuestras manos casi un centenar de conjuros legítimos para la invocación de las fuerzas
sobrenaturales. Si se recitan como es debido, se obtiene, como con las oraciones
corrientes, un resultado inmediato. Además, algunas de las invocaciones exigen ceremonias
como ésta. Hemos gastado una enorme cantidad de dinero para reunir el instrumental y los
materiales necesarios para estos experimentos. Cuesta mucho encontrar sangre de mandril
y obtener los cadáveres necesarios. Es repulsivo, bien lo sé, pero imprescindible.
—Pero sangre del tipo B... —repetí, encogiéndome de hombres.
—Es una simple demostración de lo cuidado de nuestro método de trabajo. Atacaremos lo
natural con métodos modernos. Tenga en cuenta los fracasos de nuestros antecesores. Ya
he dicho que la mayoría de los hechiceros eran unos farsantes. Los que trabajaban
seriamente utilizaban, a veces, traducciones equivocadas, como ya he demostrado. Como
es natural, no triunfaban. Otras veces, carecían de los materiales debidos. Si el conjuro
exigía el empleo de sangre de mandril, ellos utilizaban otra clase de sangre y, por simple
reacción química, el conjuro quedaba destruido. Al utilizar sangre humana hay que tener en
cuenta la cantidad tan variada de tipos existentes y, por consiguiente, un hechizo que
surtiría efecto empleando la sangre debida, puede fracasar con el uso de otra sangre. Si
ahora nos hallamos con una receta que exige el empleo de polvos de cuerno de unicornio, la
echamos al cesto de los papeles pues sabemos que es un fraude. En fin, tal vez a usted
todo eso le parezcan detalles sin valor, pero en ellos puede residir el triunfo, como resultado
de un razonamiento científico. Hemos repasado bien nuestros hechizos e in- ' vocaciones,
hemos comprobado las fórmulas, reuniendo los ingredientes más auténticos. En tales
condiciones no podemos fracasar, si existe alguna verdad en las historias sobrenaturales
que han privado en el mundo durante las edades anteriores a la nuestra. Hoy, empleando la
sangre de tipo B, vamos a poner en práctica la invocación de Richalmus para evocar un
dracónibus. La doctora Ross ha trazado el pentagrama y ha alimentado los fuegos con los
tres colores. Ahora leerá la invocación en su original latino. Si las condiciones se producen
exactamente como está mandado, pronto veremos al alado demonio de la noche que el
buen abad describió tan gráficamente. Quizás lo podamos capturar y lo ofrezcamos como
prueba viviente al mundo.
—¿Quiere capturarlo? —murmuré. Keith sonrió.
—¿Por qué no? Esa es la prueba que necesitamos para confundir a los escépticos. El
mismo Tom Considine, cuando me dio el dinero, se rió de mí. Me gustaría ver su expresión
cuando le enviase el dracónibus.
Keith soltó una carcajada y señaló al techo.
—Si la cosa aparece y es peligrosa, tengo siempre a mano las balas de plata para
dominarlo, pero preferiría mucho más capturarla viva. Hay que tener en cuenta la
importancia científica.
Miré hacia donde señalaba con el dedo. Suspendida por cadenas, en el techo, se veía como
una cabina de cristal. Pendía directamente encima del espacio en que se veía el
pentagrama.
—Fíjese en la palanca que se ve junto a la puerta —indicó Keith—. Sólo hay que moverla
para que la jaula caiga sobre el ser que aparezca en este lugar.
—Pero el demonio romperá el cristal —objeté.
—En absoluto —sonrió el profesor—. Dentro del cristal hay una cantidad muy grande de
cruces nada agradables para el demonio. Las junturas del cristal están protegidas por tubos
de agua bendita y otro tubo penetra al interior para dar paso al aire y, en caso de necesidad,
para descargar el suficiente monóxido de carbono que convierta la jaula en una cámara
letal. Por tanto, si ocurre algo mueva la palanca.
Las palabras de Keith me impresionaron fuertemente. Parecían las palabras de un loco,
pero el loco era nada menos que el profesor Keith del Instituto Rocklynn. El aire estaba lleno
del hedor de las velas hechas con grasa de cadáver. La sangre manchaba el viejo símbolo
trazado en el suelo. El silencio y la oscuridad se poblaban de rumores. Lily Ross, con un
viejo pergamino en la mano, dio un paso hacia el azulado brasero.
Permaneció allí, como una estatua, como una bruja blanca, pronunciando las primeras
palabras de la invocación. Su boca era como una flor escarlata de la que emanase
corrupción. Sus labios parecían el cielo; pero su voz era el infierno. Veíase una hermosa
joven y escuchaba a una vieja repulsiva y bruja.
Pronunciaba las palabras en latín, pero más que palabras eran sonidos, una invocación. La
voz de la joven era el instrumento. Entonces comprendí el inmenso poder de la palabra
como plegaria y corno invocación del diablo.
El rumor de la voz se mezclaba con la oscuridad que, a su vez, se confundía con las luces y
los fuegos.
El pentagrama comenzó a vibrar. Las llamas corrían por el suelo. Las sombras se poblaban
de zumbidos.
De pronto, se oyó un fuerte latido, las paredes se estremecían; adquirieron luego el compás
de las palabras de la joven, el estruendo se confundió con ellas y como tomando energías,
resonó más fuerte. El humo brotó de los braseros a la vez que un viento impetuoso soplaba
en la habitación.
Me estremecí bajo la helada ráfaga que no era de aire. Una blanca figura inclinóse hacia el
suelo. De pronto, sentí que me sacudían violentamente y una voz gritó:
—¡Despierte! Se ha dormido de pie. No soplaba ya viento. No se oía rumor alguno. Lily Ross
estaba delante de mí, inmóvil, abatida.
—¡Hemos fracasado! —refunfuñó Keith.
—Sin embargo, yo noté...
—Autosugestión. No dio resultado. Déjeme ver esa copia de la invocación —le pidió a Lily.
Tomó el papel y lo leyó atentamente.
—¡Maldición!
Lily abrió mucho los ojos.
—¿Qué ocurre?
—Aquí tenemos un ejemplo perfecto de lo que intentaba explicarle. Se ha cometido un error.
No es la invocación que necesitábamos. No es la invocación de Richalmus sino otra muy
parecida. Es la invocación del demonio, recopilada por Georgioso.
—¿Cómo puede haber ocurrido? —se apuró la joven—. Yo juraría que...
—Por error ha recitado la invocación al demonio —respondió Keith—. No me extraña que no
ocurriese nada.
Volvióse de nuevo hacia mí, mas no pude decir nada, porque los ruidos y los zumbidos se
habían reanudado. Y esta vez no cabía pensar en la autosugestión.
La habitación se estremeció como si todo el edificio fuese conmovido por un terremoto. Lily y
el profesor Keith vacilaban junto a mí. Los braseros ardían con potentes llamas. Un rugido
de tormenta llenaba nuestros cerebros.
A nuestros pies el pentagrama dibujado ardía materialmente. Dentro de él una negra sombra
iba tomando consistencia: la figura del Macho Cabrío del Sábado.
Por el rabillo del ojo vi a Lily Ross avanzar con manos temblorosas y dejar caer el
pergamino en el que había leído la invocación equivocada. ¡La que llamaba al demonio a
este mundo!
¡Y ahora, dentro de los límites del trazado ¡pentagonal, envuelto en llamas rugientes, que
danzaban, proyectando sus sombras contra los muros, donde parecían bailar una danza
macabra, se veía ya una sombra más densa que las demás!
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3 - EL DIABLO
Ninguno de los tres que allí nos encontrábamos tenía fuerzas para mover un solo dedo.
Mientras tanto, la presencia permanecía acurrucada en el centro del dibujo cabalístico, con
su negra cara de macho cabrío iluminada por los fuegos. La peluda cabeza, los retorcidos
cuernos, el diabólico y familiar rostro, todo fue cobrando forma y vida. Era, un cuadro, fruto
de un sueño infernal.
De pronto, la figura entró en acción. Movió los brazos y los pies y comenzó a avanzar.
De un salto, obedeciendo más al instinto que a la voluntad, llegué a la puerta y accioné la
palanca. Oyóse el chirriar de cadenas y, con fuerte estrépito, la jaula de cristal inastillable
cayó sobre la figura, aprisionando en su interior a Satanás, Príncipe de las Tinieblas.
Aquel monstruo saltó contra los muros de cristal y retrocedió rápidamente.
—¡Dios mío! —exclamó en aquel momento Keith, que había recuperado el habla.
Me eché a reír. No pude evitarlo.
—¿Qué le ocurre? —susurró Lily.
—He luchado contra el propio Satanás y le he vencido —me envanecí.
—Es para volverse loco —musitó la joven—. Tenemos a Satanás encerrado en la habitación
de un rascacielos.
—¿Sigue incrédulo? —preguntó Keith.
—Los incrédulos no sudan —repliqué, secándome la frente—, pero si no soy incrédulo, al
menos soy práctico. ¿Qué hacemos ahora?
—Ante todo, encender la luz.
Keith fue hacia el interruptor y la estancia se llenó de prosaicas luces, convirtiendo la
habitación en una estancia completamente vulgar... a no ser por la figura que había dentro
de la jaula de cristal.
A oscuras, aquella visión era desagradable, pero a plena luz resultaba infinitamente peor. El
satánico prisionero nos contemplaba orgullosamente erguido. La luz ponía de manifiesto
todos los detalles. Demasiados detalles. Su piel negra relucía de manera opaca.
—Es tal como lo había imaginado —murmuró el profesor—. La perilla, el monóculo, la roja
epidermis...
—¡Cómo! —exclamó—. ¿Dice que su piel es roja? ¡Es negra!
—Es escamosa —declaró Lily.
—¡Nada de escamas! —protesté—. ¿Qué dicen? ¿Y el monóculo donde está? ¡Si parece un
macho cabrío negro!
—¿Está loco? —se irritó Keith—. Se ve claramente que es un hombre vestido de etiqueta,
de cara roja, con un monóculo.
—¿Y su cola ahorquillada? —exclamó Lily—. ¡Eso es lo peor!
—¡No tiene cola! —grité—. Ninguno de ustedes lo ve bien.
Keith dio un paso atrás.
—Un momento —pidió—. Estudiemos eso. Usted cree ver un macho cabrío, negro, con
facciones humanas ¿verdad? —me preguntó.
Asentí con el gesto.
—¿Y usted, Lily?
—Yo veo un ser escamoso, de cola ahorquillada. Parecido a un lagarto gris.
—Bien, yo veo a un hombre vestido de etiqueta, de cara roja —terminó el profesor—. Y
todos tenemos razón.
—No entiendo.
—En realidad, nadie sabe cuál es el verdadero aspecto del diablo. Cada uno de nosotros se
ha formado su imagen mental extraída de las ilustraciones de los libros consultados. Los
adoradores y los enemigos de Satanás lo han pintado de distintas maneras. Para unos era
el macho cabrío de las bacanales sabáticas; para otros era la encarnación de la tentadora
serpiente. Para los modernos es un caballero rojo. Cada cual lo ve a su manera por lo que
nosotros vemos una misma figura de tres formas distintas. Y no podemos dilucidar cuál es
su aspecto verdadero. Puede ser gas, luz, o simplemente llama; pero nuestro cerebro le da
forma material.
—Quizá tenga razón —se avino Lily.
—Todo esto es muy interesante —intervine—, pero ¿qué hacemos ahora? ¿Avisar a la
prensa?
—¿Se burla? ¿Sabe qué ocurriría si el mundo se enterase de que lo tenemos prisionero en
esta habitación? ¿No comprende la locura y el pánico que se desencadenaría sobre la
tierra? Además, tenemos que realizar experimentos. Sí, ésta es nuestra oportunidad. La
Providencia debió de guiarnos al cometer aquel error.
—¿Está seguro de que fue la Previdencia? —gimió Lily—. Tengo la impresión de que este
regalo no nos viene del cielo.
—No se excite —le rogó el profesor—. Piense en lo que tenemos entre manos. ¡Es lo más
grande que se ha legrado jamás!
—Keith, esto es peligroso —aduje—. No me gusta. Aparentemente, nuestro visitante está
embotellado bajo esa campana de cristal, pero ¿y si fuerza la salida?
—No puede huir —declaró el profesor—. ¿Tiene usted miedo? ¿No se da cuenta de que en
esta habitación tenemos la prueba de la existencia del demonio y de todo lo sobrenatural?
—Al demonio prefiero tenerlo lo más lejos posible —mascullé.
—Habla usted como un hombre miedoso.
—Es posible que los miedosos estén más en lo cierto que los científicos. Llevamos muchos
siglos luchando contra ese ser y es posible que su inteligencia sea superior a la de ustedes.
Sobre todo, en este caso.
—Examinaremos al demonio con todos los medios de investigación a nuestro alcance —
declaró el profesor—. Lo someteremos a análisis de sangre, a rayos X... Volví la cabeza,
disgustado ante tanta locura.
—Quizás ese ser pueda hablar —dijo Lily, a quien me había yo vuelto en busca de un poco
de normalidad—. Impresionaremos fotografías...
— ¡Es el éxito... el verdadero triunfo de la ciencia! —blasonó el profesor—. Haremos un
estudio científico de todo lo diabólico. La potencia que el hombre temió desde los primeros
días de la creación está ahora en nuestras manos. ¡El gran dios Pan! ¡La serpiente! ¡El
Ángel Caído! ¡Satanás! ¡Lucifer! ¡Luzbel! ¡Belcebú! ¡Azriel! ¡Asmodeo! ¡Sammael! ¡Zamiel!
¡El Príncipe de las Tinieblas! ¡El Macho Cabrío negro del Sábado! Ariman, Malik,
Mefistófeles, el arquetipo del mal conocido por los hombres con infinidad de nombres.
Sentí deseos de soltar una nerviosa carcajada. ¡Era demasiado! Lily me salvó.
—Salgamos de aquí —propuso—. En seguida. Mañana podremos discutir sobre esto y
convencernos de que no estamos locos.
—Sí, es mejor —asintió Keith—. Aquí está seguro. No puede escapar. La puerta se cierra
automáticamente y nadie podrá entrar sin nuestro consentimiento.
El profesor fue hacia la puerta y yo le seguí, pero antes de salir me volví, tropezando con la
mirada de unos ojos terribles que brillaban al otro lado del cristal. ¡Los mismos ojos que
viera Fausto!
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4 - EL INFIERNO SUELTO
—Esta es mi historia —concluí—. Ahora cuénteme la suya.
Lily Ross levantó su vaso, en el que tintineaba el hielo.
—Sólo un poco de bioquímica —sonrió—. Un empleo en el Instituto Rocklynn, como
ayudante del profesor Keith.
—'No se burle de mí. Ahora es usted- una mujer bellísima ataviada con un traje de baile,
color verde, que le sienta a maravilla. No sabe nada de química y sólo desea bailar.
Deseaba bailar, pero cuando volvimos a nuestra mesa observé que estaba muy
preocupada.
—Estoy inquieta por el profesor Keith —susurró—. Tiene los nervios destrozados. No sé si
mañana estará bien para los experimentos. Marchóse a casa para acostarse al momento.
—No se apure por él —reí—. Lo peor que puede ocurrirle es un fuerte dolor de cabeza, a
consecuencia de una buena borrachera.
—¿Por qué dice esto? —se extrañó la joven.
—Eche una mirada hacia la mesa próxima a la orquestina. Si Keith pensaba acostarse es
indudable que ha cambiado de opinión.
Lily miró hacia donde yo le indicaba y sus ojos se desorbitaron.
—¡Está ahí! —exclamó—. ¡Con una mujer!
—¡Y vaya mujer! —comenté—. Es Eva Vernon, la cantante. No lo hubiera creído un hombre
tan de mundo.
—¡No lo es! —protestó Lily—. Jamás va a ninguna parte. No he sabido de él que
acompañase nunca a una mujer. Y bebe champán...
—Vivir para ver —sonreí—. Está tranquilizando sus nervios. ¿Quiere que nos sentemos a su
mesa?
—No, se disgustaría. Además, esto lo encuentro muy raro.
Me encogí de hombros, pero al cabo de un rato empecé a inquietarme. Keith se había
bebido él solo una botella de champán, cantaba como un borracho y estaba colorado como
un tomate.
—¡Es... es repugnante! —proclamó Lily, al salir del local.
—Olvídelo —le aconsejé.
Nos separamos a la puerta de su domicilio y a la mañana siguiente, cuando llegué al
Instituto la encontré esperando.
—¿Dónde está el profesor? —pregunté viendo que estaba sola.
—No ha venido.
—Estará durmiendo el champán ingerido anoche. ¿Le .ha telefoneado?
—Sí, y su ama de llaves afirma que no ha vuelto a casa.
—Es raro, ¿Qué hacemos?
—Vayamos al laboratorio y aguardemos. Podemos echar una mirada a nuestro prisionero.
Lily fue hacia la puerta. Sacó una llave y al insertarla en la cerradura, exclamó:
—¡Está abierto!
Entramos.
La estancia se hallaba a oscuras. Sólo ardía un brasero. Un solo brasero y los ojos dentro
de la jaula de cristal.
Delante de la jaula había un cuerpo tendido.
—¡Keith!
Lo sacudí. Trabajosamente se puso de pie.
—Oh, debí quedarme dormido. He pasado aquí toda la noche. Observando lo que hacía...
El profesor tenía el rostro demacrado. Y farfullaba, como si estuviese medio dormido.
—Vale más que se vaya a casa y duerma un poco —le recomendó Lily—. Nosotros nos
quedaremos aquí. Si más tarde se encuentra bien trazaremos nuestros planes.
—Nada de eso —replicó el profesor, haciendo un esfuerzo como sacudiendo la fatiga de su
cuerpo—. Estoy perfectamente bien. Lo que tengo que hacer es buscar a Considine.
Necesito más dinero. Ustedes quédense aquí y vigilen. Nos veremos esta noche en el baile
del Tubo de Ensayo. Dispondré allí un encuentro con Considine y otros amigos.
Salió precipitadamente de la habitación, dejándome a Lily y a mí mudos de asombro.
—¿El baile del Tubo de Ensayo? —repetí.
—Sí, es un baile que celebramos anualmente los protectores del Instituto Rocklynn. Sirve
para allegar fondos. Mas no entiendo qué hará allí el profesor. Nunca le ha gustado asistir a
esta clase de fiestas.
—Olvida lo de anoche.
—Pues no, no puedo olvidarlo. Estoy segura de que el profesor no se encuentra bien. Algo
le ha ocurrido.
—No es él único que no se encuentra bien —repliqué—. Mire hacia la jaula.
Satanás se hallaba acurrucado en el suelo. Y sus ojos rojos brillaban cada vez con menos
intensidad.
—¿Está enfermo? —inquirió Lily.
—No tiene aire ni comida —contesté—. ¿Qué debe comer Su Majestad Infernal?
Iba a seguir hablando, pero algo en el aspecto" del cautivo me detuvo.
—¡Ojalá Keith estuviera aquí! —exclamó Lily—. Deberíamos de hacer algo.
De pronto, Satanás se incorporó, avanzó lentamente hacia la barrera de cristal y nos miró.
En sus ojos no brillaba el odio sino la comprensión. Su gesto era de súplica.
—Quiere hablarnos —murmuró Lily. Los labios del monstruo se movían, dejando ver sus
colmillos.
—Si pudiésemos entender su mensaje —dije, observando los gestos del cautivo.
Todo inútil.
De repente, aquel extraño ser se inclinó hacia el suelo y cogió algo que allí había.
Era un fragmento de yeso fosforescente, del que se habían servido para trazar el
pentagrama. ¡Y el demonio empezó a escribir! ¡Con letras de fuego!
Pronto, deténganle antes de que sea demasiado tarde. Se ha
introducido dentro de mí esta mañana y sé lo que piensa hacer.
Al pie de este horrible escrito había una firma en letras de fosforescencia plateada:
Phillips Keith.
Junto a mí, Lily temblaba convulsivamente.
—Vamos —dije.
—¿Adonde?
—En busca del profesor. Al baile del Tubo de Ensayo.
______________
5 - EL DIABLO BAILA
Hacía diez minutos que aguardábamos en el baile cuando por fin llegó el profesor Keith. Iba
disfrazado de Mefistófeles. Barba postiza, capa roja, rostro teñido de escarlata. Era su
concepto de Satanás.
Jamás me había parecido tan alto. Alto, y delgado. Su disfraz era perfecto.
No fuimos los únicos en fijarnos en él. La orquesta acaba de interpretar una pieza y la
concurrida sala constituía un excelente marco para su entrada en escena. Recordé a Lon
Chaney en su caracterización de la Muerte Roja, en El Fantasma de la Ópera.
—¡Qué disfraz!
—Perfecto.
—Hasta renquea.
En efecto, Keith al andar cojeaba marcadamente. Keith avanzó orgullosamente por entre las
circunstantes. Le vi saludar a un hombre disfrazado de pirata.
—Es Considine —susurró Lily.
Considine parecía reírse del disfraz del profesor. Otro de los invitados reunióse con ellos. La
orquesta inició la interpretación de otra pieza. Los tres hombres desaparecieron.
—Démonos prisa —apremié a Lily—. Va a ocurrir algo.
Llegamos a la calle en el instante en que el coche negro en que iban los dos hombres y el
demonio se ponía en marcha.
La suerte nos deparó en seguida otro taxi.
Hice subir a Lily y le ordené al chofer:
—Siga a ese auto... —me interrumpí—. ¡No! Sé adonde van. Llévenos al Instituto Rocklynn.
Parecíamos vivir en otro mundo, mientras cruzábamos las calles persiguiendo al demonio, y
mientras ascendíamos en el ascensor por el rascacielos.
Cuando nos detuvimos frente a la puerta del laboratorio oímos una voz. Se parecía a la del
profesor. Era una voz que utilizaba la boca y la laringe de Keith, pero en la que había unas
notas que nada tenían de humanas.
—Ya ven lo que he conseguido, caballeros —decía—. Ni usted, señor Considine, ni usted,
señor Wintergreen, pueden dudar ya de la evidencia de sus sentidos...
—¡Es espantoso! —se horrorizó Considine—. ¡El diablo en una cárcel de cristal!
—¿Espantoso? ¡Glorioso! ¿No ve las posibilidades que eso ofrece?
—Sí, desde el punto de vista científico el interés debe ser muy grande, pero prácticamente
¿qué ventaja nos ofrece? ¿Lo exhibirá por las ferias?
—Habla usted como un necio, Considine —replicó la voz ronca que era la de Keith—. ¿No
comprende que ahí tenemos algo que puede convertirse en la fuerza más grande de la
tierra?
—¿Fuerza? —preguntó Wintergreen.
—Sí, una fuerza todopoderosa. Piensen, por un, momento, lo que para nosotros puede
significar este cautivo. Durante siglos, los hombres han rendido pleitesía al demonio.
Convencidos de que el Reino de los Cielos está regido por Dios, afirman que la tierra está
gobernada por Satanás. Por eso le han adorado. Si les concede la felicidad en la tierra,
están dispuestos a ceder su dicha celestial.
—¡Qué locura!
—Sí —prosiguió burlona la voz ¡del profesor—, se reunían en lugares ocultos, en bodegas
de casas viejas, en criptas de iglesias ruinosas, en la noche de Walpurgis. Velas fabricadas
con grasa de niños no bautizados iluminaban las ceremonias, que se celebraban sobre el
altar formado por el cuerpo de una doncella. Todos los fieles proclamaban en alta voz sus
pecados y confesaban, arrepentidos, las buenas acciones.
—No hable así —intervino Wintergreen—. No somos niños para asustarnos con esas
tonterías.
—Tampoco lo son los miles de satanistas que llevan a cabo esos ritos. Sin embargo, la
mayoría de ellos son engañados por unos farsantes. Yo, en cambio, les ofrezco la
representación física de Lucifer. Con su dinero 'pude disponer lo necesario para atraerlo a la
tierra. Ahora pueden aprovechar su inversión. Tenemos el poder y la riqueza al alcance de
la mano. Somos los dueños de Satanás, de lo que hasta ahora se consideraba un cuento
infantil o una conseja de viejas, y con ello construiremos un imperio. Podremos dominar a
las naciones, al mundo entero.
—¿ Se ha vuelto loco, Keith? —balbució tembloroso Considine—. Primero se presenta con
ese, disfraz y luego nos habla de locuras, nos enseña ese monstruo y nos está
convenciendo de su locura.
—Sí —añadió Wintergreen, débilmente—, yo me marcho.
— ¡No! ¡No saldrán de aquí! Conocen mi secreto y no permitiré que lo divulguen. Ninguno
de ustedes saldrá de aquí hasta que hayan aceptado mis condiciones.
Yo no sabía exactamente qué hacer, pero aquel era el mejor momento para irrumpir en la
habitación. Abrí, pues, la puerta y penetré en la negra estancia, acompañado de Lily.
Considine y Wintergreen nos contemplaron boquiabiertos. En la cárcel de cristal, la figura
apresada agitaba frenéticamente los brazos.
Keith se abalanzó contra mí, pero antes de que me alcanzase saqué del bolsillo un frasco, lo
destapé y eché su contenido al rostro del profesor.
Un hedor insoportable llenó la estancia. Densas nubes de humo brotaron de la carne rojiza.
Cuando aquel ser cayó al suelo, me precipité sobre él y le obligué a tragarse el resto del
líquido. La lucha concluyó al instante.
—Creí que iba a matarle —exclamó Lily—. Cuando usted le arrojó el ácido...
—No era ningún ácido —le informé—. Era agua bendita.
____________
6 - LA AMENAZA DE SATANÁS
En la figura tendida en el suelo se había verificado un cambio absoluto. Desapareció el tinte
rojo y el. rostro de Keith recobró su aspecto normal. Un momento después se incorporó.
—¿Qué ocurrió? —preguntó con voz débil. Le conté todo lo sucedido.
—El agua bendita me ha salvado. Oh —añadió—, estuvo usted muy inspirado.
—Muy desesperado —le corregí.
—¿De qué están hablando? —se interesó Considine.
—Que el demonio se apoderó de mí.
—¿Cree eso?
—Usted mismo lo vio. No se trata de una novedad. La Biblia nos habla de ello. No sé cómo
pudo ocurrir. Sin duda, la emoción debilitó mis defensas, y el mal halló fácil acceso dentro
de mí. Por la noche regresé, ese ser que tenemos ahí dentro me hipnotizó y aunque no
perdí totalmente la noción de las cosas, roe sentí empujado por una euforia y una ansias
desconocidas.
Volvimos la vista hacia la jaula de cristal. Satanás estaba de nuevo dentro de ella, pero
resultaba evidente que su poder transpasaba las frágiles barreras.
—Puede apoderarse de un cuerpo humano —advirtió el profesor—, y caminar por el mundo.
—Es necesario deshacernos de él —observé—. Que vuelva a su infierno.
—¡Hacerle volver! —repitió el profesor.
—No hay manera —objetó Lily—. No se conoce ningún medio para alejar al demonio.
Volví la cabeza hacia la cárcel. ¿Por qué no enviarle de nuevo al infierno?
Examiné la figura que se encontraba allí prisionera. La examiné y sonreí. Luego, mi sonrisa
se trocó en una carcajada.
¿Aquello era el fabuloso Lucifer? ¡Era demasiado cómico para ser verdad! Me sentía más
fuerte que él. Al fin y al cabo, le había vencido. Le dominé en la lucha cuerpo a cuerpo. ¡Yo
era su amo! ¡El amo de Lucifer!
Sentía que unas inmensas energías penetraban en mi interior. ¡Yo era el amo!
—Ya sé —exclamé de repente.
—¿Sabe cómo hacerle volver al infierno? —preguntaron Lily y Keith.
—No, no es preciso. Soy más fuerte que Satanás. Lo he dominado. Lo seguiré dominando y
emplearé ese poder.
Vi el espanto reflejado en todos los rostros.
—¿Por qué desprendernos de esa fuerza? —continué seguro de mí mismo—. ¿Por qué no
ha de dominar Satanás en el mundo? ¿Por qué no he ser yo el amo de todo? Luché contra
Dios y me venció, pero ahora...
De pronto, lo comprendí todo. Había dicho "luché contra Dios". Pero fue Luzbel el que se
rebeló contra el Todopoderoso. Y yo creía haber sido yo mismo.
¡Yo! ¡El demonio!
Keith y los demás me miraban aterrados. Contemplaban mi rostro. Y yo advertía el cambio
que se verificaba en él.
. Lily me tendió un espejo.
Comprendí la horrible verdad. Lo que le había sucedido al profesor me estaba ocurriendo a
mí. Satanás se apoderaba de mi cuerpo.
¡Yo era Satanás!
El espejo cayó al suelo y se hizo añicos. Sentía horror \ y alegría. . j
Examiné mis manos. Eran ya unas garras negras...
Cuando sus manos buscaron las culatas de sus dos revólveres cargados con balas de plata,
adiviné la intención del profesor.
Estaban ambas armas sobre una mesa y yo llegué allí antes que él.
—¡Quieto! —ordené ferozmente, apuntándole yo a él y haciendo frente a todos los
presentes—. Si alguien ha de disparar, ese alguien seré yo. ¡Soy el amo! ¡El dueño,
dispensador de todos los males, de todos los pecados! ¡El señor absoluto de la tierra!
— ¡Dios mío! —gimió Lily.
Sentí como un trallazo en pleno rostro. El nombre del Señor abrasaba mis oídos.
Luego, Lily empezó a avanzar hacia mí, con las manos tendidas en actitud suplicante.
—¡Quieta o disparo! —le grité.
Ella continuó avanzando. En su mirada no había odio alguno, y sus labios murmuraban unas
plegarias que me abrasaban el cuerpo y, sobre todo, el rostro, aquel rostro rojo, los cuernos
que ya apuntaban, mi pelo leonado, crespo, hirsuto. Mis manos, convertidas en garras
negras...
¡Tenía que terminar con aquel fuego que me abrasaba! ¡Debía matar a Lily! Pero cuando por
fin me decidí a disparar, lo hice con el cañón del arma que empuñaba con la mano derecha,
aplicado a mi propia sien.
________
7 - LA CAÍDA DE LUCIFER
—¡Cuidado! —exclamé—. ¡Cuidado!
—Lo siento —se excusó Keith—. Aunque sea una bala de plata existe el peligro de la
infección.
—¿Se ha marchado? —pregunte, sin citar al ser cuya huida deseaba.
—Sí —contestó Lily—. En, cuanto usted disparó el revólver, la campana de cristal quedó
vacía. No se vio ni humo ni fuego. Desapareció como una luz que se apaga.
—Fue un tiro muy afortunado —declaró Keith—. Rozó la carne y se perdió en el techo. Pero
pudo haber
sido fatal.
—No entiendo por qué me pegue el tiro ni por qué desapareció Satanás.
—Es la eterna verdad —replicó -el profesor—. La virtud triunfando sobre el mal. Aunque
usted no se dio cuenta, su conciencia luchó contra el diablo... y le venció.
—Es difícil no creer que todo ha sido un sueño. Lily apoyó una mano sobre mi hombro.
—Olvidémoslo.
Los demás se mostraron de acuerdo.
—¿Y cómo? —quise saber.
—Si no está demasiado enfermo —sonrió Lily.
—¿Enfermo? Me encuentro perfectamente.
—Entonces, vayamos a celebrar nuestra victoria —propuso Considine.
—¡Oh, no! —protesté—. La celebración la haremos nosotros dos solos ¿verdad, doctora
Ross?
Lily tardó unos instantes en contestar con su más encantadora sonrisa:
—Verdad... pero no está bien abandonar a nuestros buenos amigos...
—¿No? ¿Por qué no? —protesté. Y dejándome llevar de mi indignación, exclamé—: ¡Que
se vayan al diablo!

jueves, 27 de agosto de 2009

LOS ESPADACHINES DE VARNIS

LOS ESPADACHINES DE VARNIS
CLIVE JACKSON

Las lunas gemelas acariciaban los rojos desiertos de Marte y la desolada ciudad de Khua-Loanis. El viento
nocturno suspiraba por entre las frágiles espiras y susurraba en las desgastadas celosías de los ventanales
de los templos vacíos, y el polvo rojo transformaba a la ciudad en una masa de cobre.
Era ya casi medianoche cuando el distante sonido de cascos al galope llegó hasta la ciudad, y pronto los
jinetes pasaron atronando por debajo del antiguo portalón. Tharn, Señor de la Guerra de Loanis, llevando
a sus perseguidores la escasa ventaja de unos veinte metros, se dio cuenta con cansancio que la distancia
se iba acortando, y espoleó los escamosos costados de su vorkl hexápodo con crueles golpes. El fiel
animal lanzó un suave grito de desesperación cuando trató de obedecer y no pudo lograrlo.
Frente a Tharn, sobre la gran silla doble de montar, se hallaba Lehni-tal-Loanis, Princesa Real de
Marte, cabalgando el desmañado animal con natural gracilidad, inclinada hacia adelante a lo largo de su
arqueado cuello para murmurar rápidas palabras de ánimo en sus aplastadas orejas. Luego se recostó
contra el pecho de Tharn, recubierto por la cota de mallas, y volvió hacia él su angélico rostro, ardiente y
ruborizado por la emoción de la persecución, con los ojos de color ámbar encendidos con el amor que
sentía hacia el extraño héroe de más allá del tiempo y del espacio.
—¡Aún podemos ganar este combate, mi Tharn! ¡Allá, tras ese arco, se halla el Templo del Vapor
Viviente, y una vez allí podremos desafiar a todas las hordas de Varnis!
Contemplando su irreal belleza, las sutiles curvas de su garganta, sus senos y sus caderas descubiertas
por el viento que agitaba sus diáfanas vestiduras, Tharn supo que aunque los espadachines de Varnis
acabaran con él, esta extraña odisea no habría sido en vano.
Pero la muchacha juzgó la distancia correctamente, y Tharn llevó a su jadeante vorkl hasta las grandes
puertas del Templo en una deslizante caída final, mientras los Espadachines llegaban hasta el portalón
exterior y se atascaban allí en una forcejeante y maldiciente masa. Pero en unos segundos se habían puesto
de acuerdo y atravesaban al galope el patio, aunque el retraso dio a Tharn el tiempo suficiente como para
desmontar y disponerse a luchar frente a una de las grandes puertas. Sabía que si lograba mantenerse firme
durante unos momentos, mientras Lehni-tal-Loanis conseguía abrir la puerta, el secreto del Vapor Viviente
sería suyo y, con él, el dominio de todas las tierras de Loanis.
Los Espadachines trataron primero de aplastarlo bajo sus cabalgaduras, pero la puerta era tan estrecha
y profunda que Tharn sólo tuvo que dar una estocada hacia arriba, clavando la punta de su espada en el
cuello del primer vorkl y saltando hacia atrás mientras la bestia moribunda se desplomaba. Su jinete quedó
atontado por la caída, y Tharn saltó sobre el animal muerto y decapitó al infortunado Espadachín sin ningún
remordimiento. Restaban aún once enemigos, que se acercaban ahora a pie; pero la angosta entrada les
impedía atacar en número superior a cuatro cada vez, y la posición predominante de Tharn, subido sobre
los enormes despojos, le daba la ventaja que necesitaba. El fuego de las batallas corría ya por sus venas, y
mostró sus dientes y rió en sus caras, y su espada ensangrentada tejió una red de fría muerte que nadie
podía pasar.
Lehni-tal-Loanis, tanteando ágilmente con fríos dedos la corroída puerta de bronce, halló la cerradura
de radiación y apretó contra ella su brillante anillo opalescente, permitiéndose un ligero sollozo de alivio
cuando oyó como los ocultos mecanismos funcionaban. Con una agonizante lentitud, la antigua maquinaria
comenzó a abrir la puerta; pronto oyó Tharn como la límpida voz de la muchacha gritaba por encima del
ruido de los aceros entrechocando:
—Entremos, mi Tharn. ¡El secreto del Vapor Viviente es nuestro!
Pero Tharn, que ya había eliminado a cuatro de sus contrincantes, pero que aún se enfrentaba con siete
adversarios, no podía retirarse de su lugar encima del vorkl muerto sin correr grave peligro de muerte, y
Lehni-tal-Loanis, dándose perfecta cuenta de esto, saltó a su lado, desenvainando su propia y delgada
espada al tiempo que gritaba:
—¡Ánimo, mi amor! ¡Yo seré tu brazo izquierdo!
Entonces, la fría mano de la derrota atenazó los corazones de los Espadachines de Varnis: dos, tres,
cuatro más entre ellos mezclaron su sangre con el rojo polvo del patio, mientras Tharn y su princesa
guerrera hacían volar sus implacables hojas perfectamente al unísono. Parecía que nada podría ya evitar
que lograsen conquistar el misterioso secreto del Vapor Viviente..., pero no contaron con la felonía de uno
de los Espadachines que restaban. Saltando hacia atrás para apartarse del conflicto, abatió disgustado al
suelo su espada.
—¡Maldición! ¡Al demonio con esto! —gruñó; y, desenfundando una pistola protónica, mandó al
infierno a Lehni-tal-Loanis y a su Señor de la Guerra con un ardiente rayo de energía.
F I N

martes, 25 de agosto de 2009

FLORES DE LAS TINIEBLAS :: VILLIERS DE L´ISLE-ADAM

Flores de las Tinieblas
(Fleurs de Ténèbres-1883)
Villiers de L'Isle-Adam
*****
¡Oh, los bellos atardeceres! Ante los brillantes cafés de los bulevares, en las terrazas de las horchaterías de moda, ¿qué de mujeres con trajes multicolores, qué de elegantes "callejeras" dándose tono!
Y he aquí las pequeñas vendedoras de flores, que circulen con sus frágiles canastillas.
Las bellas desocupadas aceptan esas flores perecederas, sobrecogidas, misteriosas...
- ¿Misteriosas?
- ¡Sí, si las hay!
Existe, - sabedlo, sonrientes lectoras -, existe en el mismo París cierta agencia que se entiende con varios conductores de los entierros de lujo, incluso con enterradores, para despojar a los difuntos de la mañana, no dejando que se marchiten inútilmente en las sepulturas todos esos espléndidos ramos de flores, esas coronas, esas rosas que, por centenares, el amor filial o conyugal coloca diariamente en los catafalcos.
Estas flores casi siempre quedan olvidadas después de las fúnebres ceremonias. No se piensa más en ello; se tiene prisa por volver. ¡Se concibe!
Es entonces cuando nuestros amables enterradores se muestran más alegres. ¡No olvidan las flores estos señores! No están en las nubes; son gente práctica. Las quitan a brazadas, en silencio. Arrojarlas apresuradamente por encima del muro, sobre un carretón propicio, es para ellos cosa de un instante.
Dos o tres de los más avispados y espabilados transportan la preciosa carga a unos floristas amigos, quienes gracias a sus manos de hada, distribuyen de mil maneras, en ramitos de corpiño, de mano, en rosas aisladas inclusive, estos melancólicos despojos.
Llegan luego las pequeñas floristas nocturnas, cada una con su cestita. Pronto circulan incesantemente, a las primeras luces de los reverberos, por los bulevares, por las terrazas brillantes, por los mil un sitios de placer.
Y jóvenes aburridos y deseosos de hacerse agradables a las elegantes, hacia las cuales sienten alguna inclinación, compran estas flores a elevados precios y las ofrecen a sus damas.
Estas, todas con rostros empolvados, las aceptan con una sonrisa indiferente y las conservan en la mano, o bien las colocan en sus corpiños.
Y los reflejos del gas empalidecen los rostros.
De suerte que estas criaturas-espectros, adornadas así con flores de la Muerte, llevan, sin saberlo, el emblema del amor que ellas dieron y el amor que reciben.

ELOGIO DE TU CUERPO

ELOGIO DE TU CUERPO
Alaide Floppa


Tus ojos
Mínimos lagos tranquilos
donde tiembla la chispa
de tus pupilas
y cabe todo
el esplendor del día.
Límpidos espejos
que enciende la alegría
de los colores.
Ventanas abiertas
ante el lento paisaje
del tiempo.
Lagos de lágrimas nutridos
y de remotos naufragios.
Nocturnos lagos dormidos
habitados por los sueños,
aún fulgurantes
bajo los párpados cerrados.

Tus cejas
Las breves alas
tendidas sobre tus párpados
sólo abrigan
el espacio escaso
en el que flota
una interrogación latente,
al que asoma
un permanente asombro.

Tu nariz
Casi un apéndice
en la serena geometría
de tu rostro,
única recta
en la gama de curvas suaves,
el sutil instrumento
que te une al aire.
Cándidos olores
acres aromas
densas fragancias
de flores y de especias
- desde el anís hasta el jazmín -
aspira trepidante
tu nariz.

Tu boca
Entre labio y labio
cuánta dulzura guarda
tu boca abierta al beso,
estuche en que los dientes
muerden vívidos frutos,
cuenca que se llena
de jugos intensos
de ágiles vinos
de agua fresca,
donde la lengua
leve serpiente de delicias
blandamente ondula,
y se anida el milagro
de la palabra.

Tus orejas
Como dos hojas
de un árbol ajeno
nacen a los lados
de tu cabeza.
Por el tallo escondido
se desliza
la opulencia
de los sonidos,
te alcanzan
las vivas voces
que te llaman.

Tu pelo
Dulce enredadera serpentina,
única vegetación
en la tierra tierna de tu cuerpo,
hierba fina
que sigue creciendo
sensible a la primavera,
ala de sombra
contra tu sien,
leve abrigo sobre la nuca.
Para tu nostalgia de ave
tu penacho de plumas.

Tus manos
Las manos
débiles, inciertas,
parecen
vanos objetos
para el brillo de los anillos,
sólo las llena
lo perdido,
se tienden al árbol
que no alcanzan,
pero te dan el agua
de la mañana,
y hasta el rosado
retoño de tus uñas
llega el latido.

Tus pies
Ya que no tienes alas,
te bastan
tus pies que danzan
y que no acaban
de recorrer el mundo.
Por praderas en flor
corrió tu pie ligero,
dejó su huella
en la húmeda arena,
buscó perdidos senderos,
holló las duras aceras
de las ciudades
y sube por escaleras
que no sabe a dónde llegan.

Tus senos

Son dos plácidas colinas
que apenas mece tu aliento,
son dos frutos delicados
de pálidas venaduras,
son dos copas llenas
próvidas y nutricias
en la plena estación
y siguen alimentando
dos flores en botón.

Tu cintura
Es el puente cimbreante
que reúne
dos mitades diferentes,
es el tallo flexible
que mantiene
el torso erguido,
inclina tu pecho
rendido
y gobierna el muelle
oscilar de la cadera.
Agradecida
adornas tu cintura
con un lazo de seda.

Tu sexo
Oculta rosa palpitante
en el oscuro surco,
pozo de estremecida alegría
que incendia en un instante
el turbio curso de tu vida,
secreto siempre inviolado,
fecunda herida.

Tu piel
Es tan frágil la trama
que la rasga una espina,
tan vulnerable
que la quema el sol,
tan susceptible
que la eriza el frío.
Pero también percibe
tu piel delgada
la dulce gama
de las caricias,
y tu cuerpo sin ella
sería una llaga desnuda.

Tus huesos
Alabas
el tibio ropaje
la apariencia
el fugitivo semblante.
Y casi olvidas
la obediente armazón
que te sostiene,
el maniquí ingenioso,
el ágil esqueleto
que te lleva.

Tu corazón
Digo que es del tamaño
de tu puño cerrado.
Pequeño, entonces,
pero basta
para poner en marcha
todo tu ser.
Es un obrero
que trabaja bien,
aunque anhele el descanso,
y es un prisionero
que espera vagamente
escaparse.

Tus venas
La floración azulada
de tus venas
dibuja laberintos
misteriosos
bajo la cera de tu piel.
Tenue hidrografía
apenas aparente,
ágiles cauces que conducen
deseos y venenos
y entrañable alimento.

Tu sangre
Secreto corre el torrente
de tu sangre rápida.
Inmenso es el río
que en subterráneos meandros
madura
y nutre el ámbito
de tu vida profunda.
La cálida corriente
que te inunda
en la flor de la herida
se derrama.

Tu sueño
En tan blando nido
tu corazón descansa,
ni lo asombran
los perdidos fantasmas
que se asoman.
Pasa por tu sueño
la ola calma
de tu respiro.
En tanto olvidas
el tiempo de mañana
se prepara,
mientras estás viviendo
efímera muerte.

Tu aliento
No sé de dónde viene
el viento que te lleva,
el suspiro que te consuela,
el aire que acompasadamente
mueve tu pecho
y alienta
tu invisible vuelo.
Tú eres apenas
la planta que se estremece
por la brisa,
el sumiso instrumento,
la grácil flauta
que resuena
por un soplo de viento.

lunes, 24 de agosto de 2009

POEMAS EN PROSA - BAUDELAIRE

POEMAS EN PROSA
CHARLES BAUDELAIRE



- I -
El extranjero

-¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?
-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
-¿A tus amigos?
-Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer.
-¿A tu patria?
-Ignoro en qué latitud está situada.
-¿A la belleza?
-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
-¿Al oro?
-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
-Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
-Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las nubes maravillosas!

- II -
La desesperación de la vieja
La viejecilla arrugada sentíase llena de regocijo al ver a la linda criatura festejada por todos, a quien todos querían agradar; aquel lindo ser tan frágil como ella, viejecita, y como ella también sin dientes ni cabellos.
Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables.
Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre mujer decrépita, llenando la casa con sus aullidos.
Entonces la viejecilla se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un rincón, diciendo: «¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras viejas, desventuradas, el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y hasta causamos horror a los niños pequeños cuando vamos a darles cariño!»

- III -
El «yo pecador» del artista
¡Cuán penetrante es el final del día en otoño! ¡Ay! ¡Penetrante hasta el dolor! Pues hay en él ciertas sensaciones deliciosas, no por vagas menos intensas; y no hay punta más acerada que la de lo infinito.
¡Delicia grande la de ahogar la mirada en lo inmenso del cielo y del mar! ¡Soledad, silencio, castidad incomparable de lo cerúleo! Una vela chica, temblorosa en el horizonte, imitadora, en su pequeñez y aislamiento, de mi existencia irremediable, melodía monótona de la marejada, todo eso que piensa por mí, o yo por ello -ya que en la grandeza de la divagación el yo presto se pierde-; piensa, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.
Tales pensamientos, no obstante, ya salgan de mí, ya surjan de las cosas, presto cobran demasiada intensidad. La energía en el placer crea malestar y sufrimiento positivo. Mis nervios, harto tirantes, no dan más que vibraciones chillonas, dolorosas.
Y ahora la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su limpidez. La insensibilidad del mar, lo inmutable del espectáculo me subleva... ¡Ay! ¿Es fuerza eternamente sufrir, o huir de lo bello eternamente? ¡Naturaleza encantadora, despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes más a mis deseos y a mi orgullo! El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido.

- IV -
Un gracioso
Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por mil carruajes, centelleante de juguetes y de bombones, hormigueante de codicia y desesperación; delirio oficial de una ciudad grande, hecho para perturbar el cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno vivamente, arreado por un tipejo que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a volver la esquina de una acera, un señorito enguantado, charolado, cruelmente acorbatado y aprisionado en un traje nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo, quitándose el sombrero: «¡Se lo deseo bueno y feliz!» Volviose después con aire fatuo no sé a qué camaradas suyos, como para rogarles que añadieran aprobación a su contento.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con celo hacia donde le llamaba el deber.
A mí me acometió súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.

- V -
La estancia doble

Una estancia parecida a una divagación, una estancia verdaderamente espiritual, de atmósfera quieta y teñida levemente de rosa y azul.
Toma en ella el alma un baño de pereza aromado de pesar y de deseo. Es algo crepuscular, azulado, róseo; un ensueño de placer durante un eclipse.
Tienen los muebles formas alargadas, postradas, languidecentes. Tienen los muebles aire de soñar; creeríaselos dotados de vida sonambulesca, como vegetales y minerales. Hablan las telas una lengua muda, como las flores, como los cielos, como las puestas de Sol.
Ninguna abominación artística en las paredes. En relación con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo, es blasfemia. Aquí todo tiene la suficiente claridad, la deliciosa obscuridad de la armonía.
Un olor infinitesimal, exquisitamente elegido, al que se mezcla una levísima humedad, nada en la atmósfera, donde mecen al espíritu adormilado sensaciones de invernadero.
Llueve abundante muselina delante de las ventanas y delante del lecho; derramase en cascadas nivosas. En el lecho está acostado el Ídolo, la soberana de los ensueños. Pero ¿cómo está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué virtud mágica la instaló en este trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa? ¡Ahí está! La reconozco.
Esos son los ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo, miras sutiles y tremendas que reconozco en su malicia espantosa. Atraen, subyugan, devoran las miradas del imprudente que las contempla. A menudo estudió esas estrellas negras que imponen curiosidad y admiración.
¿A qué demonio benévolo debo hallarme así, rodeado de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh beatitud! Lo que solemos llamar vida, aun en su más dichosa expansión, nada tiene de común con la vida suprema, que ahora conozco y saboreo de minuto en minuto, de segundo en segundo.
¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! Desapareció el tiempo; reina la Eternidad, una eternidad de delicias.
Pero un golpe terrible, pesado, resonó en la puerta, y, como en sueños infernales, me ha parecido recibir un golpe de azadón en el estómago.
Luego ha entrado un espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley, una infame concubina que viene a dar gritos de miseria y a echar las liviandades de su existencia sobre los dolores de la mía, o el ordenanza de un director de periódico que viene a pedir más original.
La estancia paradisíaca, el ídolo, la soberana de los ensueños, la Sílfide, como decía Renato el grande, toda aquella magia desapareció al golpe brutal del espectro.
¡Horror! ¡Ya recuerdo!, ¡ya recuerdo! ¡Sí! Este desván, esta morada del Eterno hastío, es la mía. ¡Estos son los muebles necios, polvorientos, descantillados; la chimenea sin llama y sin ascua, mancillada por los escupitajos; las tristes ventanas llenas de polvo en que trazó surcos la lluvia; los manuscritos llenos de tachones, sin concluir; el calendario en que el lápiz marcó las fechas siniestras!
Y este perfume de otro mundo, del que me embriagué con sensibilidad perfeccionada, ¡ay!, reemplazado está por un fétido olor a tabaco, mezclado con no sé que nauseabundo moho. Aquí se respira ahora lo rancio de la desolación.
En este mundo estrecho, pero tan henchido de repugnancia, sólo un objeto conocido me sonríe: la ampolla de láudano, vieja y terrible amiga, como todas las amigas; ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones.
¡Ah, sí! El tiempo reapareció; el tiempo reina ya como soberano; y con el horrible viejo volvió todo su acompañamiento de recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.
Os aseguro que ahora los segundos están acentuados fuerte y solemnemente; que cada uno al saltar del reloj dice: «¡Soy la Vida, la insoportable, la implacable Vida!»
No hay más que un segundo en la vida humana que tenga por misión el anuncio de una buena nueva, la buena nueva que a todos los causa inexplicable miedo.
¡Sí!, el Tiempo reina; ha recobrado la dictadura brutal. Me azuza como a un buey, con su doble aguijón: «¡Arre, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive condenado!»

- VI -
Cada cual, con su quimera

Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana.
Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; prendíase con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubiérase dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedó más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.

VII
El loco y la Venus

¡Qué admirable día! El vasto parque desmaya ante la mirada abrasadora del Sol, como la juventud bajo el dominio del Amor.
El éxtasis universal de las cosas no se expresa por ruido ninguno; las mismas aguas están como dormidas. Harto diferente de las fiestas humanas, ésta es una orgía silenciosa.
Diríase que una luz siempre en aumento da a las cosas un centelleo cada vez mayor; que las flores excitadas arden en deseos de rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los perfumes, los levanta hacia el astro como humaredas.

Pero entre el goce universal he visto un ser afligido.
A los pies de una Venus colosal, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios que se encargan de hacer reír a los reyes cuando el remordimiento o el hastío los obsesiona, emperejilado con un traje brillante y ridículo, con tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado junto al pedestal, levanta los ojos arrasados en lágrimas hacia la inmortal diosa.
Y dicen sus ojos: Soy el último, el más solitario de los seres humanos, privado de amor y de amistad; soy inferior en mucho al animal más imperfecto. Hecho estoy, sin embargo, yo también, para comprender y sentir la inmortal belleza. ¡Ay! ¡Diosa! ¡Tened piedad de mi tristeza y de mi delirio!»
Pero la Venus implacable mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol.

VIII
El perro y el frasco
-Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.
Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si me reconviniera.
-¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida.

IX
El mal vidriero
Hay naturalezas puramente contemplativas, impropias totalmente para la acción, que, sin embargo, merced a un impulso misterioso y desconocido, actúan en ocasiones con rapidez de que se hubieran creído incapaces.
El que, temeroso de que el portero le dé una noticia triste, se pasa una hora rondando su puerta sin atreverse a volver a casa; el que conserva quince días una carta sin abrirla o no se resigna hasta pasados seis meses a dar un paso necesario desde un año antes, llegan a sentirse alguna vez precipitados bruscamente a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicarse de dónde les viene a las almas perezosas y voluptuosas tan súbita y loca energía, y cómo, incapaces de llevar a término lo más sencillo y necesario, hallan en determinado momento un valor de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun los más peligrosos.
Un amigo mío, el más inofensivo soñador que haya existido jamás, prendió una vez fuego a un bosque, para ver, según decía, si el fuego se propagaba con tanta facilidad como suele afirmarse. Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero a la undécima hubo de salir demasiado bien.
Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de jugador, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por falta de quehacer.
Es una especie de energía que mana del aburrimiento y de la divagación; y aquellos en quien tan francamente se manifiesta suelen ser, como dije, las criaturas más indolentes, las más soñadoras.
Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojos aun ante la mirada de los hombres, hasta el punto de tener que echar mano de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar por la taquilla de un teatro, en que los taquilleros le parecen investidos de una majestad de Minos, Eaco y Radamanto, echará bruscamente los brazos al cuello a un anciano que pase junto a él, y le besará con entusiasmo delante del gentío asombrado...
¿Por qué? ¿Por qué..., porque aquella fisonomía le fue irresistiblemente simpática? Quizá; pero es más legítimo suponer que ni él mismo sabe por qué.
Más de una vez he sido yo víctima de ataques e impulsos semejantes, que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
Una mañana me levanté desapacible, triste, cansado de ocio y movido, según me parecía, a llevar a cabo algo grande, una acción de brillo. Abrí la ventana. ¡Ay de mí!
(Observad, os lo ruego, que el espíritu de mixtificación, que en ciertas personas no es resultante de trabajo o combinación alguna, sino de inspiración fortuita, participa en mucho, aunque sólo sea por el ardor del deseo, del humor, histérico al decir de los médicos, satánico según los que piensan un poco mejor que los médicos, que nos mueve sin resistencia a multitud de acciones peligrosas e inconvenientes.)
La primera persona que vi en la calle fue un vidriero, cuyo pregón, penetrante, discordante, subió hacia mí a través de la densa y sucia atmósfera parisiense. Imposible me sería, por lo demás, decir por qué me acometió, para con aquel pobre hombre, un odio tan súbito como despótico.
«¡Eh, eh!» -le grité que subiese-. Entretanto reflexionaba, no sin cierta alegría, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escalera era harto estrecha, el hombre haría su ascensión no sin trabajo y darían más de un tropezón las puntas de su frágil mercancía.
Presentose al cabo: examiné curiosamente todos sus vidrios y le dije: «¿Cómo? ¿No tiene cristales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules; cristales mágicos, cristales de paraíso? ¿Habrá imprudencia? ¿Y se atreve a pasear por los barrios pobres sin tener siquiera cristales que hagan ver la vida bella? Y le empujé vivamente a la escalera, donde, gruñendo, dio un traspiés.
Me llegué al balcón y me apoderé de una maceta chica, y cuando él salió del portal dejé caer perpendicularmente mi máquina de guerra encima del borde posterior de sus ganchos, y, derribado por el choque, se le acabó de romper bajo las espaldas toda su mezquina mercancía ambulante, con el estallido de un palacio de cristal partido por el rayo.
Y embriagado por mi locura, le grité furioso: «¡La vida bella, la vida bella!»
Tales chanzas nerviosas no dejan de tener peligro y suelen pagarse caras. Pero ¡qué le importa la condenación eterna a quien halló en un segundo lo infinito del goce!

- X -
A la una de la mañana

¡Solo por fin! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches rezagados y derrengados. Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no el reposo. ¡Por fin desapareció la tiranía del rostro humano, y ya sólo por mí sufriré!
¡Por fin! Ya se me consiente descansar en un baño de tinieblas. Lo primero, doble vuelta al cerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha de aumentar mi soledad y fortalecer las barricadas que me separan actualmente del mundo.
¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitulemos el día: ver a varios hombres de letras, uno de los cuales me preguntó si se puede ir a Rusia por vía de tierra -sin duda tomaba por isla a Rusia-; disputar generosamente con el director de una revista, que, a cada objeción, contestaba: «Este es el partido de los hombres honrados»; lo cual implica que los demás periódicos están redactados por bribones; saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre; hacer la rosca al director de un teatro, para que, al despedirme, me diga: «Quizá lo acierte dirigiéndose a Z...; es, de todos mis autores, el más pesado, el más tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo. Háblele, y allá veremos»; alabarme -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería, crimen de respetos humanos; negar a un amigo cierto favor fácil y dar una recomendación por escrito a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?
Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo en el silencio y en la soledad de la noche. Almas de los que amé, almas de los que canté, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahos corruptores del mundo; y vos, Señor, Dios mío, concededme la gracia de producir algunos versos buenos, que a mí mismo me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio.

- XI -
La «mujer salvaje» y la queridita

«En verdad, querida, me molestáis sin tasa y compasión; diríase, al oíros suspirar, que padecéis más que las espigadoras sexagenarias y las viejas pordioseras que van recogiendo mendrugos de pan a las puertas de las tabernas.
Si vuestros suspiros expresaran siquiera remordimiento, algún honor os harían; pero no traducen sino la saciedad del bienestar y el agobio del descanso. Y, además, no cesáis de verteros en palabras inútiles: ¡Quiéreme! ¡Lo necesito «tanto»! ¡Consuélame por aquí, acaríciame por «allá»! Mirad: voy a intentar curaros; quizá por dos sueldos encontremos el modo, en mitad de una fiesta y sin alejarnos mucho.
«Contemplemos bien, os lo ruego, esta sólida jaula de hierro tras de la cual se agita, aullando como un condenado, sacudiendo los barrotes como un orangután exasperado por el destierro, imitando a la perfección ya los brincos circulares del tigre, ya los estúpidos balanceos del oso blanco, ese monstruo hirsuto cuya forma imita asaz vagamente la vuestra.
«Ese monstruo es un animal de aquellos a quienes se suelen llamar «¡ángel mío!», es decir, una mujer. El monstruo aquél, el que grita a voz en cuello, con un garrote en la mano, es su marido. Ha encadenado a su mujer legítima como a un animal, y la va enseñando por las barriadas, los días de feria, con licencia de los magistrados; no faltaba más.
¡Fijaos bien! Veis con qué veracidad -¡acaso no simulada!- destroza conejos vivos y volátiles chillones, que su cornac le arroja. «Vaya -dice éste-, no hay que comérselo todo en un día»; y tras las prudentes palabras le arranca cruelmente la presa, dejando un instante prendida la madeja de los desperdicios a los dientes de la bestia feroz, quiero decir de la mujer.
¡Ea!, un palo para calmarla; porque está flechando con ojos terribles de codicia el alimento arrebatado. ¡Dios eterno! El garrote no es garrote de comedia. ¿Oísteis sonar la carne, a pesar de la pelambrera postiza? Por eso ahora se le saltan los ojos de la cabeza y aúlla muy naturalmente. En su rabia, centellea toda, como hierro en el yunque.
¡Tales son las costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y de Adán, obras de vuestras manos, Dios mío! Incontestablemente, desdichada es esta mujer, aunque, en último término, quizá los goces titilantes de la gloria no lo sean desconocidos. Desdichas más irremediables hay que no tienen compensación. Pero en el mundo adonde la arrojaron, nunca pudo ella pensar que una mujer mereciera otro destino.
¡Hablemos ahora vos y yo, preciosa querida! A la vista de los infiernos que pueblan el mundo, ¿qué he de pensar yo de vuestro lindo infierno, si vos no descansáis más que sobre telas tan suaves como vuestra piel, y sólo coméis carnes cocidas, cuyos pedazos se cuida de trinchar un doméstico hábil?
¿Y qué pueden significar para mí todos esos suspirillos que os hinchan el pecho perfumado, robusta coqueta? ¿Y todas esas afectaciones aprendidas en los libros, y esa infatigable melancolía, hecha para inspirar a los espectadores un sentimiento en todo distinto de la compasión? A la verdad, me entran ganas algunas veces de enseñaros lo que es la verdadera desdicha.
Viéndoos así, hermosa delicada mía, con los pies en el fango, vueltos vaporosamente los ojos al cielo, como para pedirle rey, se os tomara con verosimilitud por una rana joven invocando al ideal. Si despreciáis la viga -lo que yo soy ahora, como sabéis-, cuidado con la grúa que ha de mascaros, tragaros y mataros a su gusto.
Por poeta que sea, no soy tan cándido como quisierais creer, y si harto a menudo me cansáis con vuestros primorosos lloriqueos, he de trataros como a mujer salvaje, o arrojaros por la ventana como botella vacía.»

- XII -
Las muchedumbres
No a todos les es dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio del domicilio y la pasión del viaje.
Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre atareada.
Goza el poeta del incomparable privilegio de poder a su guisa ser él y ser otros. Como las almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la persona de cada cual. Sólo para él está todo vacante; y si ciertos lugares parecen cerrársele, será que a sus ojos no valen la pena de una visita.
El paseante solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le ofrecen.
Lo que llaman amor los hombres es sobrado pequeño, sobrado restringido y débil, comparado con esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma, que se da toda ella, poesía y caridad, a lo imprevisto que se revela, a lo desconocido que pasa.
Bueno es decir alguna vez a los venturosos de este mundo, aunque sólo sea para humillar un instante su orgullo necio, que hay venturas superiores a la suya, más vastas y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros, desterrados en la externidad del mundo, conocen, sin duda, algo de estas misteriosas embriagueces; y en el seno de la vasta familia que su genio se formó, alguna vez han de reírse de los que les compadecen por su fortuna, tan agitada, y por su vida, tan casta.

- XIII -
Las viudas
Dice Vauvenargues que en los jardines públicos hay paseos frecuentados principalmente por la ambición venida a menos, por los inventores desgraciados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas esas almas temblorosas y cerradas en que rugen todavía los últimos suspiros de una tempestad, que se alejan de la insolente mirada de los satisfechos y de los ociosos. En estos refugios umbríos se dan cita los lisiados por la vida.
A esos lugares, sobre todo, gustan el poeta y el filósofo de dirigir sus ávidas conjeturas. Pasto cierto hay en ellos. Porque si algún paraje desdeñan visitar, es, sobre todo, como insinué hace un momento, la alegría de los ricos. Tal turbulencia en el vacío nada tiene que les atraiga. Por el contrario, siéntense irresistiblemente arrastrados hacia todo lo débil, lo arruinado, lo contristado, lo huérfano.
Una mirada experta nunca se engaña. En esas facciones rígidas o abatidas, en esos ojos hundidos y empañados o brillantes con los últimos fulgores de la lucha, en esas arrugas hondas y múltiples, en ese andar tan lento o tan brusco, al instante descifra las innumerables leyendas del amor engañado, de la abnegación incomprendida, de los esfuerzos sin recompensa, del hambre y del frío soportados humilde y silenciosamente.
¿Visteis alguna vez en esos bancos solitarios viudas pobres? Enlutadas o no, fácil es conocerlas. Además, siempre hay en el luto del pobre algo a faltar, una ausencia de armonía que le infunde mayor desconsuelo. Se ve obligado a escatimar en su dolor. El rico lleva el suyo de bote en bote.
¿Qué viuda es más triste y entristecedora, la que tira de la mano de un niño, con el que no puede compartir su divagación, o la que está sola del todo? No sé... Una vez llegué a seguir durante largas horas a una vieja afligida de tal especie; tiesa, erguida, con un corto chal gastado, llevaba en todo su ser una altanería de estoica.
Estaba evidentemente condenada por una soledad absoluta a los hábitos de un solterón, y el carácter masculino de sus costumbres ponía una sazón misteriosa en su austeridad. No sé en qué café miserable ni de qué manera almorzó. La seguí al gabinete de lectura y la espié mucho tiempo, mientras que buscaba en las gacetas con ojos activos, quemados tiempo atrás por las lágrimas, noticias de interés poderoso y personal.
Al cabo, por la tarde, bajo un cielo de otoño encantador, uno de esos cielos de que bajan en muchedumbre pesares y recuerdos, sentose aparte en un jardín, para escuchar, lejos del gentío, un concierto de esos con que la música de los regimientos regala al pueblo parisiense.
Aquel era, sin duda, el exceso de la vieja inocente -o de la vieja purificada-, el bien ganado consuelo de uno de esos pesados días sin amigo, sin charla, sin alegría, sin confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, quizá desde muchos años antes, trescientas sesenta y cinco veces al año.
Otra más:
Nunca pude contener una mirada, si no de universal simpatía, por lo menos curiosa, a la muchedumbre de parias que se apretujan en torno al recinto de un concierto público. Lanza la orquesta, a través de la noche, cantos de fiesta, de triunfo o de placer. Los vestidos de las mujeres arrastran rebrillando; crúzanse las miradas; los ociosos, cansados de no hacer nada, se balancean, fingen saborear, indolentes, la música. Aquí nada que no sea rico, venturoso; nada que no respire e inspire despreocupación y gozo de dejarse vivir; nada, salvo el aspecto de aquella turba que se apoya allá, en la valla exterior, cogiendo gratis, a merced del viento, un jirón de música y mirando la centelleante hornaza interior.
Siempre ha sido interesante el reflejo de la alegría del rico en el fondo de los ojos del pobre. Pero aquel día, a través del pueblo vestido de blusa y de indiana, vi un ser cuya nobleza formaba llamativo contraste con toda la trivialidad del contorno.
Era una mujer alta, majestuosa y de nobleza tal en todo su porte, que no guardo recuerdo de semejante suya en las colecciones de las aristocráticas bellezas del pasado. Un perfume de altanera virtud emanaba de toda su persona. Su faz, triste y enflaquecida, casaba perfectamente con el luto riguroso de que iba vestida. También, como la plebe con que se había mezclado sin verla, miraba al mundo luminoso con ojos profundos, y, gacha suavemente la cabeza, escuchaba.
¡Visión singular! «De seguro -me dije-, esa pobreza, si hay tal pobreza, no ha de admitir la economía sórdida; una tan noble faz me lo fía. ¿Por qué, pues, permanece voluntariamente en un medio en el que es mancha tan llamativa?»
Pero, al pasar curioso junto a ella, creí adivinar la razón. La viuda alta llevaba de la mano un niño, vestido, como ella, de negro; por módico que fuese el precio de la entrada, bastaba acaso aquel precio para pagar un día las necesidades de la criatura, o, mejor tal vez, una superfluidad, un juguete.
Y se habrá vuelto a su casa a pie, meditando y soñando, sola, porque el niño es travieso, egoísta, no tiene dulzura ni paciencia, y ni siquiera puede, como el puro animal, como el gato y el perro, servir de confidente a los dolores solitarios.

- XIV -
El viejo saltimbanqui
Por doquiera se ostentaba, se derramaba, se solazaba el pueblo en holgorio. Era una solemnidad de esas que, con mucha antelación, son esperanza de los saltimbanquis, de los prestidigitadores, de los domadores de bichos y de los vendedores ambulantes, para compensar los malos tiempos del año.
En días así, el pueblo me parece que se olvida de todo, del dolor y del trabajo; se vuelve como los niños. Para los chiquillos es día de asueto, es el horror de la escuela aplazado por veinticuatro horas. Para los mayores es un armisticio concertado con las potencias maléficas de la vida, un alto en la contienda y la lucha universal.
Hasta el hombre de mundo y el hombre dado a trabajos espirituales escapan difícilmente a la influencia del júbilo popular. Absorben sin querer su parte de esa atmósfera de despreocupación. Por lo que a mí toca, no dejo nunca, como buen parisiense, de pasar revista a todas las barracas que se pavonean en esas épocas solemnes.
Hacíanse, en verdad, competencia formidable: chillaban, mugían, aullaban. Era una mezcolanza de gritos, detonaciones de cobre y explosiones de cohetes. Titiriteros y payasos ponían convulsiones en los rasgos de sus rostros atezados y curtidos por el viento, la lluvia y el sol; soltaban, con aplomo de comediantes seguros del efecto, chistes y chuscadas, de una comicidad sólida y densa como la de Molière... Los Hércules, orgullosos de la enormidad de sus miembros, sin frente y sin cráneo, como orangutanes, se hinchaban majestuosamente bajo las mallas lavadas la víspera para la solemnidad. Las bailarinas, hermosas como hadas o princesas, saltaban y hacían cabriolas al fulgor de las linternas, que les llenaba de chispas el faldellín.
No había más que luz, polvo, gritos, gozo, tumulto; gastaban unos, ganaban otros, alegres unos y otros por igual. Colgábanse los niños de la falda de sus madres para conseguir una barra de caramelo, o se subían en hombros de sus padres para ver bien a un escamoteador relumbrante como una divinidad. Y por todas partes circulaba, dominando todos los perfumes, un olor a frito, que era como el incienso de la fiesta.
Al extremo, al último extremo de la fila de barracas, como si, vergonzoso, se hubiera él mismo desterrado de todos aquellos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, a la ruina de un hombre, recostado en un poste de su choza; choza más miserable que la del salvaje embrutecido, harto bien iluminada todavía en su desolación por dos cabos de vela corridos y humeantes.
Por dondequiera, gozo, lucro, liviandad; por dondequiera, certidumbre del pan de mañana; por dondequiera, explosión frenética de la vitalidad. Aquí, miseria absoluta, miseria embozada, para colmo de horror, en harapos cómicos, en contraste traído, más que por el arte, por la necesidad. ¡No se reía aquel desgraciado! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba, no cantaba ninguna canción, alegre ni lamentable, ni imploraba tampoco. Estaba mudo, inmóvil; había renunciado, abdicado... Su destino estaba cumplido.
Pero, ¡qué mirada profunda, inolvidable, paseaba por el gentío y las luces, cuyas olas movedizas iban a pararse a pocos pasos de su repulsiva miseria! Sentí que la mano terrible de la histeria me oprimía la garganta, y me pareció que me ofuscaban los ojos lágrimas rebeldes, de las que se niegan a caer.
¿Qué haría yo? ¿Para qué preguntar al infortunado qué curiosidad, qué maravilla podría enseñar en aquellas tinieblas malolientes, detrás de la cortina desgarrada? No me atrevía, a la verdad; y aunque la razón de mi timidez haya de moveros a risa, confesaré que temí humillarle. Acababa por fin de resolverme a dejar al paso algún dinero en una tabla de aquéllas, esperando que adivinara mi intento, cuando un gran reflujo de gente, causado no sé por qué perturbación, hubo do arrastrarme lejos de allí.
Y al marcharme, obsesionado por aquella visión, traté de analizar mi dolor súbito, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del literato viejo, superviviente de la generación de que fue entretenimiento brillante; del poeta viejo sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública, en la barraca donde no quiere entrar ya la gente olvidadiza!

- XV -
El pastel

Viajaba. El paisaje en medio del cual me había colocado tenía grandeza y nobleza irresistibles. Algo de ellas se comunicó sin duda en aquel momento a mi alma. Revoloteaban mis pensamientos con ligereza igual a la de la atmósfera; las pasiones vulgares, como el odio y el amor profano, aparecíanseme ya tan alejadas como las nubes que desfilaban por el fondo de los abismos, a mis pies; mi alma parecíame tan vasta y pura como la cúpula del cielo que me envolvía; el recuerdo de las cosas terrenales no llegaba a mi corazón sino debilitado y disminuido, como el son de la esquila de los rebaños imperceptibles que pasan lejos, muy lejos, por la vertiente de otra montaña. Sobre el lago pequeño, inmóvil, negro por su inmensa profundidad, pasaba de vez en cuando la sombra de una nube, como el reflejo de la capa de un gigante aéreo que volara cruzando el cielo. Y recuerdo que aquella sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento perfectamente silencioso, me llenaba de una alegría mezclada con miedo. En suma, que me sentía, gracias a la embriagadora belleza que me rodeaba, en paz perfecta conmigo mismo y con el universo; y aun sospecho que en mi perfecta beatitud y en mi total olvido de todo el mal terrestre, había llegado a no encontrar tan ridículos a los periódicos que pretenden que el hombre nació bueno, cuando, renovadas las exigencias de la materia implacable, pensé en reparar la fatiga y en aliviar el apetito despierto por tan larga ascensión. Saqué del bolsillo un buen pedazo de pan, una taza de cuero y un frasco de cierto elixir que los farmacéuticos de aquellos tiempos solían vender a los turistas, para mezclarlo, llegada la ocasión, con agua de nieve.
Partía tranquilamente el pan, cuando un ruido muy leve me hizo levantar los ojos. Ante mí estaba una criaturilla desharrapada, negra, desgreñada, cuyos ojos hundidos, fríos y suplicantes, devoraban el pedazo de pan. Y le oí suspirar en voz baja y ronca la palabra ¡pastel! No pude contener la risa al oír el apelativo con que se dignaba honrar a mi pan casi blanco. Cortó una buena rebanada y se la ofrecí. Acercose lentamente, sin quitar los ojos del objeto de su codicia; luego, echando mano al pedazo, retrocedió vivamente, como si hubiese temido que mi oferta no fuese sincera, o que me fuese a volver atrás.
Pero en el mismo instante le derribó otro chiquillo salvaje, que no sé de dónde salía, tan perfectamente semejante al primero, que se le hubiera podido tomar por hermano gemelo suyo. Juntos rodaron por el suelo, disputándose la preciada presa, sin que ninguno de ellos quisiera, indudablemente, sacrificar la mitad a su hermano. Exasperado el primero, agarró del pelo al segundo; cogiole éste una oreja entro los dientes, y escupió un pedacito ensangrentado, con un soberbio reniego dialectal. El propietario legítimo del pastel trató de hundir las menudas garras en los ojos del usurpador; éste, a su vez, aplicó todas sus fuerzas a estrangular al adversario con una mano, mientras que con la otra intentaba meterse en el bolsillo el galardón del combate. Pero, reanimado por la desesperación, levantose el vencido y echó a rodar por el suelo al vencedor de un cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrorosa, que duró, en verdad, más tiempo del que parecían prometer las fuerzas infantiles? Viajaba el pastel de mano en mano y cambiaba a cada momento de bolsillo; pero, ¡ay!, iba cambiando también de volumen; y cuando, por fin, extenuados, jadeantes, ensangrentados, paráronse, en la imposibilidad de seguir, no quedaba, a decir verdad, motivo ninguno de batalla; el pedazo de pan había desaparecido y estaba desparramado en migajas, semejantes a los granos de arena con que se mezclaban.
Tal espectáculo había llenado de bruma el paisaje, y el gozo tranquilo en que se solazaba mi alma, antes de haber visto a los hombrecillos, había desaparecido por entero; me quedé mucho tiempo triste, repitiéndome sin cesar: ¡Conque hay un país soberbio en que al pan le llaman 'pastel', golosina tan rara que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida!»

- XVI -
El reloj

Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Cierto día, un misionero que se paseaba por un arrabal de Nankin advirtió que se le había olvidado el reloj, y le preguntó a un chiquillo qué hora era.
El chicuelo del Celeste Imperio vaciló al pronto; luego, volviendo sobre sí, contestó: «Voy a decírselo.» Pocos instantes después presentose de nuevo, trayendo un gatazo, y mirándole, como suele decirse, a lo blanco de los ojos, afirmó, sin titubear: «Todavía no son las doce en punto.» Y así era en verdad.
Yo, si me inclino hacia la hermosa felina, la bien nombrada, que es a un tiempo mismo honor de su sexo, orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu, ya sea de noche, ya de día, en luz o en sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables veo siempre con claridad la hora, siempre la misma, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin división de minutos ni segundos, una hora inmóvil que no está marcada en los relojes, y es, sin embargo, leve como un suspiro, rápida como una ojeada.
Si algún importuno viniera a molestarme mientras la mirada mía reposa en tan deliciosa esfera; si algún genio malo e intolerante, si algún Demonio del contratiempo viniese a decirme: «¿Qué miras con tal cuidado? ¿Qué buscas en los ojos de esa criatura? ¿Ves en ellos la hora, mortal pródigo y holgazán?» Yo, sin vacilar, contestaría: «Sí; veo en ellos la hora. ¡Es la Eternidad!»
¿Verdad, señora, que éste es un madrigal ciertamente meritorio y tan enfático como vos misma? Por de contado, tanto placer tuve en bordar esta galantería presuntuosa, que nada, en cambio, he de pediros.

- XVII -
Un hemisferio en una cabellera
Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en la música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el espacio es más azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los frutos, por las hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se repantiga el eterno calor.
En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas horas pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.
En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul tropical; en las orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores combinados del algodón, del almizcle y del aceite de coco.
Déjame morder mucho tiempo tus trenzas, pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me parece que como recuerdos.

- XVIII -
La invitación al viaje
Hay un país soberbio, un país de Jauja -dicen-, que sueño visitar con una antigua amiga. País singular, anegado en las brumas de nuestro Norte, y al que se pudiera llamar el Oriente de Occidente, la China de Europa: tanta carrera ha tomado en él la cálida y caprichosa fantasía; tanto la ilustró paciente y tenazmente con sus sabrosas y delicadas vegetaciones.
Un verdadero país de Jauja, en el que todo es bello, rico, tranquilo, honrado; en que el lujo se refleja a placer en el orden; en que la vida es crasa y suave de respirar; de donde están excluídos el desorden, la turbulencia y lo improvisto; en que la felicidad se desposó con el silencio; en que hasta la cocina es poética, pingüe y excitante; en que todo se te parece, ángel mío.
¿Conoces la enfermedad febril que se adueña de nosotros en las frías miserias, la ignorada nostalgia de la tierra, la angustia de la curiosidad? Un país hay que se te parece, en que todo es bello, rico, tranquilo y honrado, en que la fantasía edificó y decoró una China occidental, en que la vida es suave de respirar, en que la felicidad se desposó con el silencio. ¡Allí hay que irse a vivir, allí es donde hay que morir!
Sí, allí hay que irse a respirar, a soñar, a alargar las horas en lo infinito de las sensaciones. Un músico ha escrito la Invitación al vals; ¿quién será el que componga la invitación al viaje que pueda ofrecerse a la mujer amada, a la hermana de elección?
Sí, en aquella atmósfera daría gusto vivir; allá, donde las horas más lentas contienen más pensamientos, donde los relojes hacen sonar la dicha con más profunda y más significativa solemnidad.
En tableros relucientes o en cueros dorados con riqueza sombría, viven discretamente unas pinturas beatas, tranquilas y profundas, como las almas de los artistas que las crearon. Las puestas del Sol, que tan ricamente colorean el comedor o la sala, tamizadas están por bellas estofas o por esos altos ventanales labrados que el plomo divide en numerosos compartimientos. Vastos, curiosos, raros son los muebles, armados de cerraduras y de secretos, como almas refinadas. Espejos, metales, telas, orfebrería, loza, conciertan allí para los ojos una sinfonía muda y misteriosa; y de todo, de cada rincón, de las rajas de los cajones y de los pliegues de las telas se escapa un singular perfume, un vuélvete de Sumatra, que es como el alma de la vivienda.
Un verdadero país de Jauja, te digo, donde todo es rico, limpio y reluciente como una buena conciencia, como una magnífica batería de cocina, como una orfebrería espléndida, como una joyería policromada. Allí afluyen los tesoros del mundo, como a la casa de un hombre laborioso que mereció bien del mundo entero. País singular, superior a los otros, como lo es el Arte a la Naturaleza, en que ésta se reforma por el ensueño, en que está corregida, hermoseada, refundida.
¡Busquen, sigan buscando, alejen sin cesar los límites de su felicidad esos alquimistas de la horticultura! ¡Propongan premios de sesenta y de cien mil florines para quien resolviere sus ambiciosos problemas! ¡Yo ya encontró mi tulipán negro y mi dalia azul!
Flor incomparable, tulipán hallado de nuevo, alegórica dalia, allí, a aquel hermoso país tan tranquilo, tan soñador, es adonde habría que irse a vivir y a florecer, ¿no es verdad? ¿No te encontrarías allí con tu analogía por marco y no podrías mirarte, para hablar, como los místicos, en tu propia correspondencia?
¡Sueños! ¡Siempre sueños!, y cuanto más ambiciosa y delicada es el alma tanto más la alejan de lo posible los sueños. Cada hombre lleva en sí su dosis de opio natural, incesantemente segregada y renovada, y, del nacer al morir, ¿cuántas horas contamos llenas del goce positivo, de la acción bien lograda y decidida? ¿Viviremos jamás, estaremos jamás en ese cuadro que te pintó mi espíritu, en ese cuadro que se te parece?
Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Son tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riquezas, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos de Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia ti.

- XIX -
El juguete del pobre

Quiero dar idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean culpables!
Cuando salgáis por la mañana con decidida intención de vagar por la carretera, llenaos los bolsillos de esos menudos inventos de a dos cuartos, tales como el polichinela sin relieve, movido por un hilo no más; los herreros que martillan sobre el yunque; el jinete de un caballo, que tiene un silbato por cola; y por delante de las tabernas, al pie de los árboles, regaládselos a los chicuelos desconocidos y pobres que encontréis. Veréis cómo se les agrandan desmesuradamente los ojos. Al principio no se atreverán a tomarlos, dudosos de su ventura. Luego, sus manos agarrarán vivamente el regalo, y echarán a correr como los gatos que van a comerse lejos la tajada que les disteis, porque han aprendido a desconfiar del hombre.
En una carretera, detrás de la verja de un vasto jardín, al extremo del cual aparecía la blancura de un lindo castillo herido por el sol, estaba en pie un niño, guapo y fresco, vestido con uno de esos trajes de campo, tan llenos de coquetería.
El lujo, la despreocupación, el espectáculo habitual de la riqueza, hacen tan guapos a esos chicos, que se les creyera formados de otra pasta que los hijos de la mediocridad o de la pobreza.
A su lado, yacía en la hierba un juguete espléndido, tan nuevo como su amo, brillante, dorado, vestido con traje de púrpura y cubierto de penachos y cuentas de vidrio. Pero el niño no se ocupaba de su juguete predilecto, y ved lo que estaba mirando:
Del lado de allá de la verja, en la carretera, entre cardos y ortigas, había otro chico, sucio, desmedrado, fuliginoso, uno de esos chiquillos parias, cuya hermosura descubrirían ojos imparciales, si, como los ojos de un aficionado adivinan una pintura ideal bajo un barniz de coche, lo limpiaran de la repugnante pátina de la miseria.
A través de los barrotes simbólicos que separaban dos mundos, la carretera y el castillo, el niño pobre enseñaba al niño rico su propio juguete, y éste lo examinaba con avidez, como objeto raro y desconocido. Y aquel juguete que el desharrapado hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era un ratón vivo. Los padres, por economía, sin duda, habían sacado el juguete de la vida misma.
Y los dos niños se reían de uno a otro, fraternalmente, con dientes de igual blancura.

- XX -
Los dones de las hadas
Había gran asamblea de hadas para proceder al reparto de dones entre todos los recién nacidos llegados a la vida en las últimas veinticuatro horas.
Todas aquellas antiguas y caprichosas hermanas del Destino; todas aquellas madres raras del gozo y del dolor, eran muy diferentes: tenían unas aspecto sombrío y ceñudo; otras, aspecto alocado y malicioso; unas, jóvenes que habían sido siempre jóvenes; otras, viejas que habían sido siempre viejas.
Todos los padres que tienen fe en las hadas habían acudido, llevando cada cual a su recién nacido en brazos.
Los dones, las facultades, los buenos azares, las circunstancias invencibles habíanse acumulado junto al tribunal, como los premios en el estrado para su reparto. Lo que en ello había de particular era que los dones no servían de recompensa a un esfuerzo, sino, por el contrario, eran una gracia concedida al que no había vivido aún, gracia capaz de determinar su destino y convertirse lo mismo en fuente de su desgracia que de su felicidad.
Las pobres hadas estaban ocupadísimas, porque la multitud de solicitantes era grande, y la gente intermediaria puesta entre el hombre y Dios está sometida, como nosotros, a la terrible ley del tiempo y de su infinita posteridad, los días, las horas, los minutos y los segundos.
En verdad, estaban tan azoradas como ministros en día de audiencia o como empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza los desempeños gratuitos. Hasta creo que miraban de tiempo en tiempo la manecilla del reloj con tanta impaciencia como jueces humanos que, en sesión desde por la mañana, no pueden por menos de soñar con la hora de comer, con la familia y con sus zapatillas adoradas. Si en la justicia sobrenatural hay algo de precipitación y de azar, no nos asombremos de que ocurra lo mismo alguna vez en la justicia humana. Seríamos nosotros, en tal caso, jueces injustos.
También se cometieron aquel día ciertas ligerezas que podrían llamarse raras si la prudencia, más que el capricho, fuese carácter distintivo y eterno de las hadas.
Así, el poder de atraer mágicamente a la fortuna se adjudicó al único heredero de una familia riquísima, que, por no estar dotada de ningún sentido de caridad y tampoco de codicia ninguna por los bienes más visibles de la vida, habían de verse más adelante prodigiosamente enredados entre sus millones.
Así, se dio el amor a la Belleza y a la Fuerza poética al hijo de un sombrío pobretón, cantero de oficio, que de ninguna manera pedía favorecer las disposiciones ni aliviar las necesidades de su deplorable progenitura.
Se me olvidaba deciros que el reparto, en casos tan solemnes, es sin apelación, y que no hay don que pueda rehusarse.
Levantábanse todas las hadas, creyendo cumplida su faena, porque ya no quedaba regalo ninguno, largueza ninguna que echar a toda aquella morralla humana, cuando un buen hombre, un pobre comerciantillo, según creo, se levantó, y cogiendo del vestido de vapores multicolores al hada que más cerca tenía, exclamó:
«¡Eh! ¡Señora! ¡Que nos olvida! Todavía falta mi chico. No quiero haber venido en balde.»
El hada podía verse en un aprieto, porque nada quedaba ya. Acordose a tiempo, sin embargo, de una ley muy conocida, aunque rara vez aplicada, en el mundo sobrenatural habitado por aquellas deidades impalpables amigas del hombre y obligadas con frecuencia a doblegarse a sus pasiones, tales como las hadas, gnomos, las salamandras, las sílfides, los silfos, las nixas, los ondinos y las ondinas -quiero decir de la ley que concede a las hadas, en casos semejantes, o sea en el caso de haberse agotado los lotes, la facultad de conceder otro, suplementario y excepcional, siempre que tenga imaginación bastante para crearlo de repente.
Así, pues, la buena hada contestó, con aplomo digno de su rango: «¡Doy a tu hijo..., le doy... el don de agradar!»
«Pero, ¿agradar cómo? ¿Agradar?... ¿Agradar por qué?» -preguntó tenazmente el tenderillo, que sin duda sería uno de esos razonadores tan abundantes, incapaz de levantarse hasta la lógica de lo absurdo.
«¡Porque sí! ¡Porque sí!» -replicó el hada colérica, volviéndole la espalda; y al incorporarse al cortejo de sus compañeras, les iba diciendo-: «¿Qué os parece ese francesito vanidoso, que quiere entenderlo todo, y que, encima de lograr para su hijo el don mejor, aun se atreve a preguntar y a discutir lo indiscutible?»

- XXI -
Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria

Dos satanes y una diablesa, no menos extraordinaria, subieron la pasada noche por la escalera misteriosa con que el infierno asalta la flaqueza del hombre dormido y se comunica en secreto con él. Y vinieron a colocarse gloriosamente delante de mí, en pie, como sobre un estrado. Un esplendor sulfúreo emanaba de los tres personajes, que resaltaban así en el fondo opaco de la noche. Tenían aspecto tan altivo y dominante, que al pronto los tomé a los tres por verdaderos dioses.
La cara del primer Satán era de sexo ambiguo, y había también, en las líneas de su cuerpo, la malicia de los antiguos Bacos. Sus bellos ojos lánguidos, de color tenebroso e indeciso, parecían violetas cargadas aún de las densas lágrimas de la tempestad, y sus labios, entreabiertos, pebeteros cálidos, de los que se exhalaba un bienoliente perfume; y cada vez que suspiraba, insectos almizclados iluminábanse en revoloteo al ardor de su hálito.
Arrollábase a su túnica de púrpura, a manera de cinturón, una serpiente de tonos cambiantes que, levantando la cabeza, volvía languideciente hacia él los ojos de brasa. De ese vivo cinturón colgaban, alternados con ampollas colmadas de licores siniestros, cuchillos brillantes o instrumentos de cirugía. Tenía en la mano derecha otra ampolla, cuyo contenido era de un rojo luminoso, con estas raras palabras por etiqueta: «Bebed; esta es mi sangre, cordial perfecto»; en la izquierda, un violín, que le servía, sin duda, para cantar sus placeres y sus dolores y para extender el contagio de su locura en noches de aquelarre.
Arrastraban de sus tobillos delicados varios eslabones de una cadena de oro rota, y cuando la molestia que le producía le obligaba a bajar los ojos al suelo, contemplaba vanidoso las uñas de sus pies, brillantes y pulidas como bien labradas piedras.
Me miró con ojos de inconsolable desconsuelo, que vertían embriaguez insidiosa, y me dijo con voz de encanto: «Si quieres, si quieres, te haré señor de las almas, y serás dueño de la materia viva, más que el escultor pueda serlo del barro, y conocerás el placer, sin cesar renaciente, de salir de ti mismo para olvidarte en los otros y de atraer las almas hasta confundirlas con la tuya.»
Y yo le contesté: «¡Mucho te lo agradezco! De nada me sirve esa pacotilla de seres que no valen sin duda más que mi pobre yo. Aunque algo me avergüence el recuerdo, nada puedo olvidar; y si no te hubiese conocido, viejo monstruo, tus cuchillos misteriosos, tus ampollas equívocas, las cadenas que te traban los pies, son símbolos que explican con claridad bastante los inconvenientes de tu amistad. Guárdate tus regalos.»
El segundo Satán no tenía el aspecto a la vez trágico y sonriente, ni las buenas maneras insinuantes, ni la belleza delicada y perfumada del otro. Era un hombre basto, de rostro grueso y sin ojos, cuya pesada panza se desplomaba sobre sus muslos, cuya piel estaba toda dorada e ilustrada, como por un tatuaje, con multitud de figurillas movedizas, que representaban las formas múltiples de la miseria universal Había hombrecillos macilentos que se colgaban voluntariamente de un clavo; había gnomos chicos y deformes, flacos, que pedían limosna más con los ojos suplicantes que con las manos trémulas, y también madres viejas con abortos agarrados a las tetas extenuadas, y otros muchos más había.
El gordo Satán se golpeaba con el puño la inmensa panza, de donde salía entonces un largo y resonante tintineo de metal, que terminaba en un vago gemido hecho de numerosas voces humanas. Y se reía, mostrando impúdico los dientes estropeados, con enorme risa imbécil, como ciertos hombres de todos los países cuando han comido demasiado bien.
Y éste me dijo: «Puedo darte lo que todo lo consigue, lo que vale por todo, lo que a todo reemplaza!» Y se golpeó el vientre monstruo, cuyo eco sonante sirvió de comentario a las palabras groseras.
Me volví con repugnancia y contesté: «No necesito, para mi goce, la miseria de nadie; y no quiero riqueza entristecida, como papel de habitaciones, por todas las desdichas representadas en tu piel.»
Por lo que toca a la diablesa, mentiría yo si no confesara que a primera vista hallé raro encanto en ella. Para definir tal encanto no lo podría comparar a nada mejor que al de las bellísimas mujeres maduras, que, sin embargo, ya no envejecen, y cuya hermosura conserva la magia penetrante de las ruinas. Tenía a la vez aspecto imperioso y desmadejado, y sus ojos, a pesar del cansancio, conservaban fuerza fascinadora. Lo que más me llamó la atención fue el misterio de su voz, en la que encontraba el recuerdo de las contraltos más deliciosas y un poco también de la ronquera de las gargantas lavadas sin cesar por el aguardiente.
«¿Quieres conocer mi poderío? -dijo la falsa diosa con su voz encantadora y paradójica-. Escucha.»
Y se llevó a los labios una trompeta gigantesca y llena de cintas como un mirlitón, con los títulos de todos los periódicos del universo, y a través de la trompeta gritó mi nombre, que rodó así por el espacio con el ruido de cien mil truenos, y volvió a mí repercutido por el eco más lejano del planeta.
«¡Diablo -salté, casi subyugado-, eso es bonito!» Pero al examinar más atentamente al marimacho seductor me pareció reconocerla vagamente, por haberla visto brincar con algunos pilletes conocidos míos; y el ronco sonar del cobre me trajo a los oídos no sé qué recuerdo de trompeta prostituida.
Por eso respondí, con todo mi desdén: «¡Vete! ¡No estoy guisado para casarme con la querida de algunos que no quiero nombrar!»
Tenía yo derecho, ciertamente, a estar orgulloso de tan valerosa abnegación. Mas, por desgracia, me despertó y todas mis fuerzas me abandonaron. «En verdad -me dije-, muy aletargado tenía que estar para mostrar tales escrúpulos. ¡Ay! ¡Si pudiesen volver cuando estoy despierto, no me las daría de tan delicado!»
Y los invoqué en alta voz, suplicándoles que me perdonaran, ofreciéndoles que me deshonraría lo más a menudo que fuese necesario para merecer sus favores; pero les había ofendido gravemente, sin duda, porque no han vuelto jamás.

- XXII -
El crepúsculo de la noche
Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo.
Sin embargo, desde la cima de la montaña llega hasta mi balcón, a través de las nubes transparentes del atardecer, un gran aullido, compuesto de una multitud de gritos discordes que el espacio transforma en lúgubre armonía, como de marea ascendente o de tempestad que empieza.
¿Quiénes son los infortunados a quien la tarde no calma, y toman, como los búhos, la llegada de la noche por señal de aquelarre? Este siniestro ulular nos llega del negro hospital encaramado en la montaña, y al atardecer, fumando y contemplando el reposo del valle inmenso erizado de casas en que cada ventana nos dice: «¡Aquí está la paz ahora; aquí está la alegría de la familia!», puedo, cuando el viento sopla de arriba, mecer mi pensamiento, asombrado en esa imitación de las armonías infernales.
El crepúsculo excita a los locos. Recuerdo que tuve dos amigos a quien el crepúsculo ponía malos. Uno, desconociendo entonces toda relación de amistad y cortesía, maltrataba como un salvaje al primero que llegaba. Le he visto tirar a la cabeza de un camarero un pollo excelente, porque se imaginó ver en él no sé que jeroglífico insultante. El atardecer, premisor de los goces profundos, le echaba a perder lo más suculento.
El otro, ambicioso herido, se iba volviendo, conforme bajaba la luz, más agrio, más sombrío, más reacio. Indulgente y sociable durante el día, era despiadado de noche; y no sólo con los demás, sino consigo mismo esgrimía rabiosamente su manía crepuscular.
El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva en sí la inquietud de un malestar perpetuo, y aunque le gratificaran con todos los honores que pueden conferir repúblicas y príncipes, creo que el crepúsculo encendería en él aun el ansia abrasadora de distinciones imaginarias. La noche, que ponía tinieblas en su mente, trae luz a la mía; y, aunque no sea raro ver a la misma causa engendrar dos efectos contrarios, ello me tiene siempre lleno de intriga y de alarma.
¡Oh noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Sois para mí señal de fiesta interior, sois liberación de una angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en los laberintos pedregosos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de linternas, sois el fuego de artificio de la diosa Libertad!
¡Crepúsculo, cuán dulce y tierno eres! Los resplandores sonrosados que se arrastran aún por el horizonte, como agonizar del día bajo la opresión victoriosa de su noche, las almas de los candelabros que ponen manchas de un rojo opaco en las últimas glorias del Poniente, los pesados cortinajes que corro una mano invisible de las profundidades del Oriente, inician todos los sentimientos complicados que luchan dentro del corazón del hombre en las horas solemnes de la vida.
Tomaríasele también por uno de esos raros trajes de bailarina en que la gasa transparente y sombría deja entrever los esplendores amortiguados de una falda brillante, como bajo el negro presente se trasluce el delicioso pasado, y las estrellas vacilantes de oro y de plata que la salpican representan esas luces de la fantasía que no se encienden bien sino en el luto profundo de la Noche.
- XXIII -
La soledad

Un gacetillero filántropo me dice que la soledad es mala para el hombre; y en apoyo de su tesis cita, como todos los incrédulos, palabras de los padres de la Iglesia.
Sé que el Demonio frecuenta gustoso los lugares áridos, y que el espíritu del asesinato y de la lubricidad se inflama maravillosamente en las soledades. Pero sería posible que esta soledad sólo fuese peligrosa para el alma ociosa y divagadora, que la puebla con sus pasiones y con sus quimeras.
Cierto que un charlatán, cuyo placer supremo consiste en hablar desde lo alto de una cátedra o de una tribuna, correría fuerte peligro al volverse loco furioso en la isla de Robinsón. No exigiré a mi gacetillero las animosas virtudes de Crusoe; pero le pido que no entable acusación contra los enamorados de la soledad y del misterio.
Hay en nuestras razas parlanchinas individuos que aceptarían con menor repugnancia el suplicio supremo si se les permitiera lanzar desde lo alto del patíbulo una copiosa arenga, sin miedo de que los tambores de Santerre les cortasen intempestivamente la palabra.
No los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran placeres iguales a los que otros sacan del silencio y del recogimiento; pero los desprecio.
Deseo, ante todo, que mi gacetillero maldito me dejo divertirme a mi gusto. «Pero ¿no siente usted nunca -me dice, en tono nasal archiapostólico- necesidad de compartir sus goces?» ¡Miren el sutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos y viene a insinuarse en los míos, el horrible aguafiestas!
«¡La desgracia grande de no poder estar solo!...» -dice en algún lado La Bruyère, como para avergonzar a todos los que corren a olvidarse entre la muchedumbre, temerosos, sin duda, de no poder soportarse a sí mismos.
«Casi todas nuestras desgracias provienen de no haber sabido quedarnos en nuestra habitación» -dice otro sabio, creo que Pascal, llamando así a la celda del recogimiento a todos los alocados que buscan la dicha en el movimiento y en una prostitución que llamaría yo fraternitaria, si quisiera hablar la hermosa lengua de mi siglo.

- XXIV -
Los Proyectos

Decíase él, paseando por un vasto parque solitario: «¡Cuán bella estaría con un traje de corto, complicado y fastuoso, bajando, a través de la atmósfera de una bella tarde, los escalones de mármol de un palacio, frente a extensas praderas de césped y de estanques! ¡Porque tiene naturalmente aspecto de princesa!»
Al pasar más tarde por una callo detúvose ante una tienda de grabados, y como hallara en una carpeta una estampa, representación de un paisaje tropical, se dijo: «¡No! No es en un palacio donde yo quisiera poseer su amada existencia. No estaríamos en casa. Además, las paredes, acribilladas de oro, no dejarían sitio para colgar su imagen; en las solemnes galerías no hay un rincón para la intimidad. Decididamente, ahí es donde habría que irse para cultivar el ensueño de mi vida.»
Y mientras analizaba con los ojos los detalles del grabado, proseguía naturalmente. «A la orilla del mar, una hermosa cabaña de madera, envuelta por todos estos árboles raros y relucientes, cuyos nombres olvidé...; en la atmósfera, un aroma embriagador, indefinible...; en la cabaña, un poderoso perfume de rosas y de almizcle...; más lejos, detrás de nuestro breve dominio, puntas de mástiles mecidos por la marea...; en derredor, más allá de la estancia, iluminada por una luz rosa, tamizada por las cortinillas, decorada con esterillas frescas y flores mareantes y con raros asientos de un rococó portugués, de madera pesada y tenebrosa -en donde ella descansaría, tan quieta, tan bien abanicada, fumando tabaco levemente opiáceo-; más allá de la varenga, el bullicio de los pájaros, ebrios de luz, y el parloteo de las negritas... Y por la noche, para hacer compañía a mis sueños, el cantar quejumbroso de los árboles de música, de los filaos melancólicos. Sí; ahí tengo, en verdad, el fondo que buscaba. ¿Para qué quiero un palacio?»
Y más allá, caminando por una gran avenida, vio una posada limpita, con una ventana avivada por unas cortinas de indiana multicolor, a la que asomaban dos cabezas risueñas. Y en seguida: «Muy vagabundo tiene que ser mi pensamiento -se dijo- para ir a buscar tan lejos lo que tan cerca está de mí. Placer y ventura se hallan en la primera posada que se ve, en la posada del azar, tan fecunda en voluptuosidades. Un buen fuego, lozas vistosas, cena aceptable, vino áspero, cama muy ancha, con colgaduras algo toscas, pero nuevas. ¿Qué hay mejor?»
Y cuando volvió a casa, a la hora en que los consejos de la sabiduría no están ya apagados por el zumbido de la vida exterior, se dijo:»Tuve hoy, en sueños, tres domicilios en los que hallé un mismo goce. ¿Para qué forzar al cuerpo a cambiar de sitio, si mi alma viaja tan de prisa? ¿Y para qué ejecutar proyectos, si es ya el proyecto en sí goce suficiente?»

- XXV -
La hermosa Dorotea

Agobia el Sol a la ciudad con su luz recta y terrible; la arena resplandece y el mar espejea. Cobardemente se rinde el mundo estupefacto y duerme la siesta, siesta que es una especie de muerte sabrosa en que el dormido, despierto a medias, saborea los placeres de su aniquilamiento.
Sin embargo, Dorotea, fuerte y altiva como el Sol, avanza por la calle desierta, único ser vivo a esta hora bajo el inmenso azul, y forma en la luz una mancha brillante y negra.
Avanza, balanceando muellemente el torso tan fino sobre las caderas tan anchas. Su vestido de seda ajustado, de tono claro y rosa, contrasta vivamente con las tinieblas de su piel, moldeando con exactitud su tallo largo, su espalda hundida y su pecho puntiagudo.
La sombrilla roja, tamizando la luz, proyecta en su rostro sombrío el afeite ensangrentado de sus reflejos.
El peso de su enorme cabellera casi azul echa atrás su cabeza delicada y le da aire de triunfo y de pereza. Pesados pendientes gorjean secretos en sus orejas lindas.
De tiempo en tiempo, la brisa del mar levanta un extremo de su falda flotante y deja ver la pierna luciente y soberbia; y su pie, semejante a los pies de las diosas de mármol que Europa encierra en sus museos, imprime fielmente su forma en la arena menuda. Porque Dorotea es tan prodigiosamente coqueta, que el gusto de verse admirada vence en ella al orgullo de la libertad, y aunque es libre, anda sin zapatos.
Avanza así, armoniosamente, dichosa de vivir, sonriente, con blanca sonrisa, como si viese a lo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara su porte y su hermosura.
A la hora en que los mismos perros gimen de dolor al sol que los muerde, ¿qué poderoso motivo hace andar así a la perezosa Dorotea, hermosa y fría como el bronce?
¿Por qué dejó la estrecha cabaña, tan coquetamente dispuesta con flores y esterillas, que a tan poca costa le forman tocador perfecto; donde halla tanto placer en estarse peinando, en fumar, en que le den aire o en mirarse en el espejo de sus anchos abanicos de plumas, mientras el mar, que azota la playa a cien pasos de allí, da a sus divagaciones indecisas un poderoso y monótono acompañamiento, y la marmita de hierro, en que está puesto a cocer un guisado de cangrejos con arroz y azafrán, le envía, desde el fondo del patio, sus perfumes excitantes?
Quizá tiene cita con algún ofícialillo que en playas lejanas oyó a sus compañeros hablar de la famosa Dorotea. Infaliblemente, la sencilla criatura le pedirá que le describa el baile de la Ópera, y le preguntará si se puede ir descalza, como a la danza del domingo, en que hasta las viejas cafrinas se ponen borrachas y furiosas de gozo, y también si las bellas señoras de París son todas más guapas que ella.
A Dorotea todos la admiran y la halagan, y sería perfectamente feliz si no tuviese que amontonar piastra sobre piastra para el rescate de su hermanita, que tendrá once años, y ya está madura y es tan hermosa. ¡Lo conseguirá sin duda la buena Dorotea! ¡El amo de la niña es tan avaro! Demasiado avaro para comprender otra hermosura que la de los escudos.

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