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jueves, 13 de enero de 2011

La Cámara de los Tapices -- Walter Scott





La Cámara de los Tapices
Walter Scott

Hacia finales de la guerra americana, cuando los oficiales del ejército de lord Cornwallis que se rindieron en la ciudad de York y otros, que habían sido hechos prisioneros durante la imprudente y desafortunada contienda, estaban regresando a su país, a relatar sus aventuras y reponerse de las fatigas, había entre ellos un oficial con grado de general llamado Browne. Era un oficial de mérito, así como un caballero muy considerado por sus orígenes y por sus prendas.
Ciertos asuntos habían llevado al general Browne a hacer un recorrido por los condados occidentales, cuando, al concluir una jornada matinal, se encontró en las proximidades de una pequeña ciudad de provincias que presentaba una vista de incomparable belleza y unos rasgos marcadamente ingleses.
El pueblo, con su antigua y majestuosa iglesia, cuyas torres daban testimonio de la devoción de épocas muy pretéritas, se alzaba en medio de praderas y pequeños campos de cereal, rodeados y divididos por hileras de setos vivos de gran tamaño y edad. Había pocas señales de los adelantos modernos. Los alrededores del lugar no delataban ni el abandono de la decadencia ni el bullicio de la innovación; las casas eran viejas, pero estaban bien reparadas; y el hermoso riachuelo fluía libre y rumoroso por su cauce, a la izquierda del pueblo, sin una presa que lo contuviera ni ningún camino que lo bordease para remolcar. Sobre un suave promontorio, casi una milla al sur del pueblo, se distinguían, entre abundantes robles venerables y el enmarañado matorral, las torretas de un castillo tan antiguo como las guerras entre los York y los Lancaster, pero que parecía haber sufrido importantes reformas durante la ‚poca isabelina y la de los reyes siguientes. Nunca debió ser una plaza de grandes dimensiones; pero cualesquiera que fuesen los alojamientos que en otro tiempo ofreciera, cabía suponer que seguirían disponibles dentro de sus murallas; al menos eso fue lo que dedujo el general Browne observando el humo que se elevaba alegremente de algunas de las chimeneas talladas y festoneadas. La tapia del parque corría a lo largo del camino real durante doscientas o trescientas yardas; y desde los distintos puntos en que el ojo vislumbraba el aspecto del bosque interior, daba la sensación de estar muy poblado. Sucesivamente, se abrían otras perspectivas: una íntegra de la fachada del antiguo castillo y una visión lateral de sus muy especiales torres; en éstas abundaban los recargamientos del estilo isabelino, mientras la sencillez y solidez de otras partes del edificio parecían indicar que hubiera sido erigido más con ánimo defensivo que de ostentación.
Encantado con las vistas parciales del castillo que captaba entre los  rboles y los claros que rodeaban la antigua fortaleza feudal, nuestro viajero castrense se decidió a preguntar si merecía la pena verlo más de cerca y si albergaba retratos de familia u otros objetos curiosos que pudieran contemplar los visitantes; y entonces, al alejarse de las inmediaciones del parque, penetró en una calle limpia y bien pavimentada, y se detuvo en la puerta de una posada muy concurrida.
Antes de solicitar los caballos con los que proseguir el viaje, el general Browne hizo preguntas sobre el propietario del palacio que tanta admiración le había despertado, y le sorprendió y complació oír por respuesta el nombre de un aristócrata a quien nosotros llamaremos lord Woodville. ¡Qué suerte la suya! Buena parte de los primeros recuerdos de Browne, tanto en el colegio como en la universidad, estaban vinculados al joven Woodville, el mismo que, como pudo cerciorarse con unas cuantas preguntas, resultaba ser el propietario de aquella hermosa finca. Woodville había ascendido a la dignidad de par al morir su padre pocos meses antes y, según supo el general por boca del posadero, habiendo concluido el tiempo de luto, ahora estaba tomando posesión de los dominios paternos, en la alegre estación del festivo otoño, acompañado por un selecto grupo de amigos con quienes disfrutaba de todo lo que ofrecía una campiña famosa por su abundante caza.
Estas noticias eran deliciosas para nuestro viajero. Frank Woodville había sido el colegial que le hizo de asistente en Eton y su íntimo amigo en el Christ Church; sus placeres y sus deberes habían sido los mismos; y el honrado corazón del militar se emocionó al encontrar al amigo de la juventud en posesión de una residencia tan encantadora y de una hacienda, según le aseguró el posadero con un movimiento de cabeza y un guiño, más que suficiente para sostener y acrecentar su dignidad. Nada más natural para este viajero que suspender el viaje, que no corría la más mínima prisa, para rendir visita al antiguo amigo en tan agradables circunstancias.
Por lo tanto, los caballos de refresco sólo tuvieron la breve tarea de acarrear el carruaje del general al castillo de Woodville. Un portero le abrió paso a una moderna logia gótica, construida en un estilo a juego con el del castillo, y al tiempo tocó una campana para advertir de la llegada del visitante. En apariencia, el sonido de la campana debió suspender la partida del grupo, dedicado a diversos entretenimientos matinales; pues, al entrar en el patio del palacio, había varios jóvenes en ropa de recreo repantigados y mirando, y criticando, los perros que los guardabosques tenían dispuestos para participar en sus pasatiempos. Al apearse el general Browne, el joven lord salió a la puerta del vestíbulo y durante un instante estuvo observando como si fuera un extraño el aspecto de su amigo, en el que la guerra, con sus penalidades y sus heridas, había producido grandes cambios. Pero la incertidumbre sólo perduró hasta que hubo hablado el visitante, y la alborozada bienvenida que siguió fue de esas que sólo se intercambian entre quienes han pasado juntos los días felices de la despreocupada infancia y la primera juventud.
-Si algún deseo hubiera podido yo tener, mi querido Browne -dijo lord Woodville-, hubiera sido el de tenerte aquí, a ti mejor que a nadie, en esta ocasión, que mis amigos están dispuestos a convertir en una especie de vacaciones. No te creas que no se te han seguido los pasos durante los años en que has estado ausente. He ido siguiendo los peligros por los que has pasado, tus triunfos e infortunios, y me ha complacido saber que, tanto en la victoria como en la derrota, el nombre de mi viejo amigo siempre ha merecido aplausos
El general le dio la pertinente réplica y felicitó a su amigo por su nueva dignidad y por poseer una casa y una finca tan hermosas.
-Pero si todavía no has visto nada -dijo lord Woodville-; y cuento con que no pienses en dejarnos hasta haberte familiarizado con todo esto. Cierto es, lo confieso, que el grupo que ahora me acompaña es bastante numeroso y que la vieja casa, como otros lugares de este tipo, no dispone de tantos alojamientos como prometen las dimensiones de la tapia. Pero podemos proporcionarte un cómodo cuarto a la antigua; y me aventuro a suponer que tus campañas te habrán habituado a sentirte a gusto en peores condiciones.
El general se encogió de hombros y se echó a reír.
-Presumo -dijo- que el peor aposento de vuestro palacio es notablemente mejor que el viejo tonel de tabaco donde me vi obligado a alojarme por la noche cuando estuve en la Maleza, como le llaman los virginianos, con el cuerpo expedicionario. Allí me tumbaba, como el propio Diógenes, tan satisfecho de protegerme de los elementos que, aunque en vano, traté de llevarme conmigo el barril a mi siguiente acuartelamiento; pero el que a la sazón era mi comandante no consintió tal lujo y hube de decir adiós a mi querido barril con l grimas en los ojos.
-Pues muy bien. Puesto que no temes a tu alojamiento -dijo lord Woodville-, te quedarás conmigo por lo menos una semana. Tenemos montones de escopetas, perros, cañas de pescar, moscas y material para entretenernos por mar y tierra: no es fácil divertirse, pero contamos con medios para conseguirlo. Y si prefieres las escopetas y los pointers, yo mismo te acompañaré y comprobaré si has mejorado la puntería viviendo entre los indios de las lejanas colonias.
El general aceptó de buena gana todos los puntos de la amistosa invitación de su amigo. Después de una mañana de viril ejercicio, el grupo se reunió a comer y lord Woodville se complació en poner de relieve las altas cualidades de su recobrado amigo, recomendándolo de este modo a sus invitados, muchos de los cuales eran personas muy distinguidas. Hizo que el general Browne hablara de las escenas que había presenciado; y, como en cada palabra se ponía de manifiesto por igual el oficial valeroso y el hombre prudente, que sabía mantener el juicio frío frente a los más inminentes peligros, el grupo miraba al soldado con general respeto, como a quien ha demostrado ante sí mismo poseer una provisión de valor personal poco común, ese atributo que es, entre todos, el que todo mundo desea que se le reconozca.
El día concluyó en el castillo de Woodville como es habitual en tales mansiones. La hospitalidad se mantuvo dentro de los límites del orden; la música, en la que era diestro el joven lord, sucedió a las copas; las cartas y el billar estuvieron a disposición de quienes preferían estos entretenimientos; pero el ejercicio de la mañana requería madrugar, y no mucho después de las once comenzaron a retirarse los huéspedes a sus respectivas habitaciones.
El señor de la casa en persona condujo a su amigo, el general Browne, a la cámara que le había destinado, que respondía a la descripción que había hecho, pues era confortable pero a la antigua. El lecho era de esos imponentes que se utilizaban a finales del siglo XVII y las cortinas de seda descolorida estaban profusamente adornadas con oro deslustrado. En cambio, las sábanas, los almohadones y las mantas le parecieron una delicia al soldado, que recordaba su otra mansión, el barril. Había algo tenebroso en los tapices que, con los ornamentos desgastados, cubrían las paredes de la reducida cámara y se ondulaban brevemente al colarse la brisa otoñal por la vieja ventana enrejada, la cual daba golpes y silbaba al abrirse paso el aire. También el lavabo, con el espejo rematado en turbante, al estilo de principios de siglo, con su peinador de seda color morado y su centenar de estuches de formas extravagantes, previstos para tocados en desuso desde hacía cincuenta años, tenía un aspecto vetusto a la vez que melancólico. Pero nada hubiera podido dar una luz más resplandeciente y alegre que las dos grandes velas de cera; y si algo podía hacerles la competencia eran los luminosos y flamantes haces de leña de la chimenea, que irradiaban a la vez luz y calor por el acogedor cuarto. Éste, no obstante lo anticuado de su aspecto general, no carecía de ninguna de las comodidades que las costumbres modernas hacen necesarias o deseables.
-Es un dormitorio a la antigua, general -dijo el joven anfitrión-, pero espero que no encuentres motivos para echar de menos tu barril de tabaco.
-No soy yo muy exigente con las habitaciones -replicó el general-; no obstante, por mi gusto, prefiero esta cámara, con mucha diferencia, a las alcobas más modernas y vistosas de la mansión de vuestra familia. Tened la seguridad de que cuando veo unidos este ambiente de confort moderno con su venerable antigüedad, y recuerdo que pertenece a vuestra señoría, mejor alojado me siento aquí de lo que estuviera en el mejor hotel de Londres.
-Confío, y no lo dudo, en que te sentirás tan cómodo como yo te lo deseo, mi querido general -dijo el joven aristócrata; y volviendo a desearle las buenas noches a su huésped, le estrechó la mano y se retiró.
El general volvió a mirar en derredor y, congratulándose para sus adentros de su retorno a la vida pacífica, cuyas comodidades se le hacían más sensibles al recordar las privaciones y los peligros que últimamente había afrontado, se desnudó y se dispuso a pasar una noche de sibarítico descanso.
Ahora, al contrario de lo que es habitual en el género de cuentos, dejaremos al general en posesión de su cuarto hasta la mañana siguiente.
 
Los huéspedes se reunieron para desayunar a una hora temprana, sin que compareciese el general Browne, que parecía ser, de todos lo que lo rodeaban, el invitado que más interés tenía en honrar lord Woodville. Más de una vez expresó su sorpresa por la ausencia del general y, finalmente, envió un criado a ver qué pasaba. El hombre volvió diciendo que el general había estado paseando por el exterior desde primera hora de la mañana, a despecho del tiempo, que era neblinoso y desapacible.
-Costumbres de soldado -dijo el joven aristócrata a sus amigos-; muchos de ellos se habitúan a ser vigilantes y no pueden dormir después de la temprana hora en que por regla general tienen la obligación de estar alerta.
Sin embargo, la explicación que de este modo ofreció lord Woodville a sus invitados le pareció poco satisfactoria a él mismo, y aguardó silencioso y abstraído el regreso del general. Éste se personó una hora después de haber sonado la campanilla del desayuno. Parecía fatigado y febril. Tenía el pelo -cuyo empolvamiento y arreglo constituían en aquella ‚poca una de las ocupaciones más importantes de la jornada diaria de un hombre, y decía tanto de su elegancia como en los tiempos actuales el nudo de la corbata o su ausencia- despeinado, sin rizar, falto de polvos y mojado de rocío. Llevaba las ropas desordenadas y puestas de cualquier modo, lo cual llamaba la atención en un militar, entre cuyos deberes diarios, reales o supuestos, suele incluirse el cuidado de su atavío; y tenía el semblante demacrado y hasta cierto punto cadavérico.
-Te has ido de marcha a hurtadillas esta mañana, mi querido general -dijo lord Woodville-; ¿o acaso no has encontrado el lecho tan de tu gusto como yo esperaba y tú dabas por supuesto? ¿Cómo has dormido esta noche?
-¡Oh, de mil maravillas! ¡Estupendo! No he dormido mejor en mi vida -dijo rápidamente el general Browne, pero con un aire de embarazo que era evidente para su amigo. Luego, a toda prisa, se tragó una taza de té y, desatendiendo o rechazando todo cuanto se le ofrecía, pareció sumirse en sus pensamientos.
-Hoy saldrás con la escopeta, general -dijo el amigo y anfitrión, pero hubo que repetir dos veces la propuesta antes de recibir la abrupta respuesta:
-No, milord; lo siento, pero no puedo aceptar el honor de pasar otro día en vuestra mansión; he pedido mis caballos de posta, que estarán aquí dentro de muy poco.
Todos los presentes demostraron su sorpresa y lord Woodville replicó inmediatamente:
-¡Caballos de posta, mi buen amigo! ¿Para qué vas a necesitarlos si me prometiste permanecer tranquilamente conmigo durante una semana?
-Tal vez -dijo el general, visiblemente turbado-, con la alegría del primer momento, al volverme a encontrar con vuestra señoría, tal vez dijera de permanecer aquí algunos días; pero posteriormente he caído en la cuenta de que me es imposible.
-Esto es increíble -dijo el joven aristócrata-. Ayer parecías no tener ninguna clase de compromisos y no es posible que hoy te haya convocado nadie, pues no ha venido el correo del pueblo y, por lo tanto, no has podido recibir ninguna carta.
Sin ninguna otra explicación, el general musitó algo sobre un asunto inaplazable e insistió en la absoluta necesidad de su marcha, en unos términos que acallaron toda oposición por parte de su amigo, que comprendió que había tomado una decisión y se abstuvo de ser impertinente.
-Pero, por lo menos -dijo-, permíteme, mi querido Browne, puesto que quieres o debes irte, que te muestre el panorama desde la terraza, pues la niebla se está levantando y pronto será visible.
Abrió una ventana de guillotina y salió a la terraza mientras hablaba. El general lo siguió mecánicamente, pero parecía atender poco a lo que iba diciendo su anfitrión mientras, de cara al amplio y espléndido panorama, señalaba distintos motivos dignos de contemplarse. De este modo fueron avanzando hasta que lord Woodville hubo conseguido el propósito de aislar por completo a su amigo del resto de los huéspedes; entonces, dándose media vuelta con gran solemnidad en el porte, se dirigió a él de este modo:
-Richard Browne, mi viejo y muy querido amigo, ahora estamos solos. Permíteme que te conjure a contestarme bajo palabra de amigo y por tu honor de soldado. ¿Cómo has pasado, en realidad, la noche?
-Verdaderamente, de un modo penosísimo, milord -respondió el general, con el mismo tono solemne-; tan penoso que no querría correr el riesgo de una segunda noche semejante, ni por todas las tierras que pertenecen a este castillo ni por todo el campo que estoy viendo desde este elevado mirador.
-Esto es todavía más extraordinario -dijo el joven lord como si hablara para sí-; entonces debe haber algo de verdad en los rumores sobre ese cuarto.-Dirigiéndose de nuevo al general, dijo- Por Dios, mi querido amigo, sé honrado conmigo y cuéntame cuáles han sido las molestias concretas que has padecido bajo un techo donde, por voluntad del propietario, no hubieras debido hallar más que bienestar.
El general dio la sensación de angustiarse ante el requerimiento y tardó unos momentos en contestar:
-Mi querido lord -dijo al cabo-, lo que ha sucedido la pasada noche es de una naturaleza tan peculiar y desagradable que me costaría entrar en detalles incluso con vuestra señoría, si no fuera porque, independientemente de mi deseo de complacer cualquier petición vuestra, creo que mi sinceridad puede conducir a alguna explicación sobre una circunstancia no menos dolorosa y misteriosa. Para otros, lo que voy a decir pudiera ser motivo de que se me tomara por un débil mental, un loco supersticioso que sufre a consecuencia de que su propia imaginación lo engaña y confunde; pero su señoría me conoce desde que éramos niños y jóvenes, y no sospechar  que yo haya adquirido, en la madurez, sentimientos y flaquezas de que estaba libre cuando tenía menos años.
Aquí hizo una pausa y su amigo le replicó:
-No dudes de mi absoluta confianza en la veracidad de lo que me participes, por extravagante que sea; conozco muy bien tu firmeza de carácter para sospechar que pudieras ser embaucado, y s‚ muy bien que tu sentido del honor y de la amistad te impediría asimismo exagerar en nada lo que hayas presenciado.
-Pues entonces -dijo el general- os contaré mi historia tan bien como sepa hacerlo, confiando en vuestra equidad; y eso pese a tener la convicción de que preferiría enfrentarme a una batería mejor que repasar mentalmente los odiosos recuerdos de esta noche.
Se detuvo por segunda vez y, luego, viendo que lord Woodville se mantenía en silencio y en actitud de escuchar, comenzó, bien que no sin manifiesta contrariedad, la historia de sus aventuras nocturnas en la Cámara de los Tapices.
-Me desnudé y me acosté, tan pronto vuestra señoría me dejo solo anoche; pero la leña de la chimenea, que casi estaba enfrente del lecho, ardía resplandeciente y con viveza, y esto, junto con el centenar de excitantes recuerdos de mi infancia y juventud que me había traído a la cabeza el inesperado placer de encontrarme con vuestra señoría, me impidió rendirme en seguida al sueño. Debo decir, no obstante, que las reverberaciones del fuego eran muy agradables y acogedoras, con lo que durante un rato dieron pie a la sensación de haber cambiado los trabajos, las fatigas y los peligros de mi profesión por un disfrute de una vida apacible y la reanudación de aquellos lazos amistosos y afectivos que habían despedazado las rudas exigencias de la guerra.
“Mientras me iban pasando por la cabeza estos gratos pensamientos, que poco a poco me arrullaban y adormecían, de repente me espabiló un ruido parecido al fru-fru de un vestido de seda y a los pasos de unos zapatos de tacón, como si una mujer estuviera paseando por el cuarto. Antes de que pudiese descorrer la cortina para ver que era lo que pasaba, cruzó entre la cama y el hogar la figura de una mujercita. La silueta estaba de espaldas a mí, pero puede observar, por la forma de los hombros y del cuello, que correspondía a una anciana vestida con un traje a la antigua, de esos que, creo, las damas llaman un saco; es decir, una especie de bata, completamente suelta sobre el cuerpo, pero recogida por unos grandes pliegues en el cuello y los hombros, que llega hasta el suelo y termina en una especie de cola.
“Pensé que era una intrusión bien extraña, pero ni por un momento se me ocurrió la idea de que lo que veía fuese otra cosa que la forma mortal de alguna anciana de la casa que tenía el capricho de vestirse como su abuela y que, puesto que su señoría mencionó que andaba bastante escaso de habitaciones, habiendo sido desalojada de su cuarto para mi acomodo, se había olvidado de tal circunstancia y regresaba a las doce a su sitio de costumbre. Con este convencimiento, me removí en la cama y tosí un poco, para hacer saber al intruso que yo había tomado posesión del sitio. Ella fue dándose la vuelta despacio, pero, ¡santo cielo!, milord, ¡qué semblante me mostró! Ya no cabía la menor duda de lo que era ni cabía pensar en absoluto que fuese una persona viva. Sobre el rostro, que presentaba las facciones rígidas de un cadáver, llevaba impresos los rasgos de la más vil y repugnante de las pasiones que la habían animado durante la vida. Parecía que hubiera salido de la tumba el cuerpo de algún atroz criminal y se le hubiera devuelto el alma desde el fuego de los condenados, para, durante un tiempo, aunarse con el viejo cómplice de su culpa. Yo me incorporé en la cama y me senté derecho, sosteniéndome sobre las palmas de las manos, mientras miraba fijamente aquel horrible espectro. Ella avanzó con una zancada r pida, o eso me pareció a mí, hacia el lecho donde yo yacía, y se acuclilló, una vez arriba, precisamente en la misma postura que yo había adoptado en el paroxismo del horror, adelantando su diabólico semblante hasta ponerlo a menos de media yarda del mío, con una mueca que parecía expresar la maldad y el escarnio de un demonio colorado.
Al llegar allí, el general Browne se detuvo y se enjugó el sudor frío que le había perlado la frente al recordar la horrible visión.
-Milord -dijo-, yo no soy cobarde. He pasado por todos los peligros de muerte propios de mi profesión y en verdad puedo presumir de que ningún hombre ha visto a Richard Browne deshonrar la espada que luce; pero, en estas horribles circunstancias, ante aquellos ojos y, por lo que parecía, casi apresado por la encarnación de un espíritu maligno, toda firmeza me abandonó, toda mi hombría se derritió dentro de mí como la cera en un horno, y sentí ponérseme de punta todos los pelos de mi cuerpo. Dejó de circularme la sangre por las venas y me hundí en un desvanecimiento, más víctima del terror y del pánico que lo haya sido nunca una moza de aldea o un niño de diez años. Me es imposible conjeturar durante cuánto tiempo estuve en ese estado.
“Pero me despertó el reloj del castillo al dar la una, con tanta fuerza que tuve la impresión de que sonaba dentro del cuarto. Transcurrió algún tiempo antes de que osara abrir los ojos, no fuesen a encontrar de nuevo la horripilante visión. No obstante, cuando reuní valor para mirar, la mujer ya no se veía. Mi primera idea fue tocar la campanilla, despertar a los criados y trasladarme a un desván o un henil, con tal de estar seguro de no recibir una segunda visita. Pero, he de confesar la verdad, mi decisión se vio alterada, no por la vergüenza de ponerme en evidencia, sino por el miedo que me daba de que, al ir hasta la chimenea, junto a la cual colgaba el cordón de la campanilla, volviera a interponérseme la diabólica mujer, que, me imaginaba yo, debía seguir al acecho en cualquier rincón de la alcoba.
“No intentaré describiros qué paroxismos de calor y de frío me atormentaron durante el resto de la noche, en medio de las cabezadas, las vigilias penosas y ese estado incierto que es la tierra de nadie que los separa. Parecía que un centenar de objetos terribles me rondaran; pero había una gran diferencia entre la visión que os he descrito y esas otras que siguieron, de modo que yo me daba cuenta de que las últimas eran supercherías de mi imaginación y de mis nervios.
“Por fin clareó el día, y me levanté de la cama, con el cuerpo enfermo y el espíritu humillado. Estaba avergonzado de mí mismo, como hombre y como soldado, más aún al percibir mis vivísimos deseos de huir del cuarto embrujado, deseos que, no obstante, se imponían sobre todas las demás consideraciones; de manera que, echándome encima las ropas a toda prisa, sin el menor cuidado, escapé de la mansión de vuestra señoría para buscar en el aire libre algún alivio a mis nervios, que estaban perturbados por el horrible encuentro con el visitante del otro mundo, pues no otra cosa creo que fuese aquella mujer. Ahora su señoría ya conoce las causas de mi desasosiego y de mi repentino deseo de abandonar vuestro hospitalario castillo. Confío en que podremos vernos a menudo en otros lugares; pero ¡Dios me libre de pasar jamás una segunda noche bajo este techo!
Aunque el relato del general era extravagante, había hablado con tal tono de profunda convicción que no daba pie a los comentarios que suelen despertar tales historias. Lord Woodville no le preguntó ni una sola vez si estaba seguro de que la aparición no fue un sueño ni propuso ninguna de las explicaciones en boga para justificar las apariciones sobrenaturales, como las excentricidades de la imaginación o los engaños de los nervios ópticos. Por el contrario, se mostró profundamente impresionado por la veracidad y autenticidad de lo que acababa de oír; y, luego de un largo silencio, se dolió, con abiertos visos de sinceridad, de que aquel amigo de la juventud lo hubiese pasado tan mal en su casa.
-Lamento tanto más tu malestar, mi querido Browne -dijo-, cuanto que la desgracia es consecuencia, aunque imprevisible, de un experimento mío. Debes saber que, al menos en los tiempos de mi padre y de mi abuelo, la habitación que te asigné anoche estuvo cerrada por los rumores de que allí ocurrían ruidos y visiones sobrenaturales. Cuando tomé posesión de la hacienda, hace pocas semanas, pensé que el castillo no ofrecía suficientes aposentos a mis invitados como para permitir que los habitantes del mundo invisible retuvieran para sí una alcoba tan confortable. Por eso hice que abrieran la Cámara de los Tapices, que es como la llamamos; y sin destruir su ambiente vetusto, hice que le agregaran el mobiliario que imponen los tiempos modernos. Pero, como la idea de que el cuarto estaba embrujado seguía firmemente arraigada entre los criados, y también era conocida en el vecindario y por muchos de mis amigos, temí que los prejuicios del primer ocupante de la Cámara de los Tapices reavivaran la mala fama de que es objeto, frustrándose así mis intenciones de convertirla en parte útil de la casa. Debo confesarte, mi querido Browne, que tu llegada de ayer, tan de mi agrado por otras mil razones, me pareció la ocasión ideal para acabar con esos desagradables cuentos sobre tal cuarto, puesto que tu valor estaba fuera de toda duda y tu entendimiento libre de todo temor preconcebido. En consecuencia, no hubiera podido elegir mejor sujeto para mi experiencia.
-Por mi vida -dijo el general Browne, con algo de precipitación-, que quedo infinitamente obligado a vuestra señoría, verdaderamente reconocido. Es muy probable que durante algún tiempo recuerde las consecuencias del experimento, según gusta de denominarlo vuestra señoría.
-No, ahora estás siendo injusto, mi querido amigo -dijo lord Woodville-. Bastará con que reflexiones un momento para convencerte de que yo no podía prever la posibilidad de exponerte a las angustias que desgraciadamente has sufrido. Ayer por la mañana yo era absolutamente escéptico en cuanto a las apariciones sobrenaturales. Pero estoy seguro de que si te hubieran hablado de la habitación, esos mismos rumores te habrían impulsado, por tu propio gusto, a elegirla como dormitorio. Ese ha sido mi revés, quizás mi error, pero que de verdad no puede calificarse de falta: haber dado lugar a que tú hayas sufrido de un modo tan increíble.
-¡Verdaderamente increíble! -dijo el general, recuperando el buen humor-. Y reconozco que no tengo derecho a estar ofendido con vuestra señoría por haberme tratado tal y como yo acostumbro a considerarme a mí mismo: un hombre firme y valiente. Pero veo que han llegado mis caballos de posta, y no quiero interrumpir las diversiones de vuestra señoría.
-Pero, viejo amigo -dijo lord Woodville-, ya que no te es posible permanecer con nosotros ni un día más, lo cual, desde luego, no tengo derecho a exigirte, concédeme al menos otra media hora. A ti te gustaban los cuadros, y yo tengo una galería de retratos, algunos de ellos de Van Dyke, que representan a los antepasados a quienes pertenecieron esta hacienda y este castillo. Creo que varios de ellos te impresionarán por su gran mérito.
El general Browne aceptó la invitación, aunque no de muy buena gana. Era evidente que no respiraría con libertad y a sus anchas hasta haber dejado a sus espaldas el castillo de Woodville. No obstante, no podía rechazar la invitación de su amigo; y mucho menos cuanto que estaba un poco avergonzado por el mal humor que había mostrado a su bienintencionado anfitrión.
Así pues, el general siguió a lord Woodville por varias salas hasta la galería donde estaban expuestos los cuadros, que este último fue señalando a su huésped, diciéndole los nombres y contándole algunas cosas sobre los sucesivos personajes cuyos retratos contemplaban. Al general Browne le interesaban muy poco los pormenores de los que se le iba informando. Los cuadros, de hecho, eran muy del estilo de todos los que se ven en las antiguas galerías familiares: un caballero que había arruinado su hacienda al servicio del rey, una hermosa dama que la había restaurado contrayendo matrimonio con un acaudalado puritano, un caballero galante que se había arriesgado a mantener correspondencia con la corte exiliada de St Germain, otro que había tomado las armas en favor de William Cromwell durante la revolución, y otro que había volcado alternativamente su peso en el platillo de los whig y en el de los tory.
Mientras lord Woodville atiborraba con estas palabras los oídos de su huésped, como se ceba a los pavos, alcanzaron el centro de la galería. De pronto, el general se sobresaltó y adoptó una actitud casi de asombro, no sin algo de temor, al recaer sus ojos, súbitamente atraídos por el cuadro, sobre el retrato de una anciana dama vestida según la usanza de la moda de finales del siglo XVII.
-¡Ésta es! -exclamó-. Ésta es, por el tipo y por los rasgos, aunque la expresión no llegue a ser tan demoníaca como la de la detestable mujer que me visitó anoche.
-Si es así -dijo el joven aristócrata-, ya no queda ninguna duda sobre la horrible realidad de la aparición. Este retrato es de una desdichada antepasada mía sobre cuyos crímenes se conserva una siniestra y espantosa relación en una historia de mi familia que guardo en mi escritorio. Enumerarlos sería demasiado horrible; baste decir que en vuestro funesto dormitorio se cometió un incesto y un asesinato perverso. Lo devolveré al aislamiento al que lo habían confinado quienes me precedieron; y nadie, mientras yo pueda impedirlo, se expondrá a que se repitan los horrores sobrenaturales capaces de hacer vacilar un valor como el vuestro.
Así que los dos amigos, que con tanto regocijo se habían encontrado, se despidieron con muy distintos ánimos: lord Woodville pensando en ordenar que la Cámara de los Tapices fuese desmantelada y cegada la puerta; el general Browne decidido a buscar, en algún paraje menos hermoso y con algún amigo menos encumbrado, el olvido de la deplorable noche que había pasado en el castillo de Woodville.


La Casa Maldita -- Lovecraft




La Casa Maldita

Lovecraft


Rara vez deja de haber ironía incluso en el mayor de los horrores. Algunas veces forma parte directa de la trama de los sucesos, mientras que otras sólo atañe a la Posición fortuita de éstos entre las personas y los lugares. ,Un magnífico ejemplo de este último caso puede encontrarse en la antigua ciudad de Providence, donde acostumbraba a ir Edgar Allan Poe, a mediados del siglo pasado, durante su infructuoso galanteo a Mrs. Whitman, Poeta de excelentes dotes. Poe solía parar en la Mansión House -nuevo nombre de la Hostería de la Bola de Oro, cuyo techo cobijó a Washington, a Jefferson y a Lafayette-, y su paseo preferido era hacia el Norte, por la misma calle, donde se encontraban la casa de Mrs. Whitman y el vecino cementerio de St. John, situado en la falda de la colina cuyo recoleto recinto' con abundancia de lápidas del siglo XVIII, le fascinaba de manera especial.

Lo irónico del caso es que en el curso de aquel paseo, tantas veces repetido, el más grande maestro de lo terrible y de lo fantástico tenía que pasar por delante de cierta casa situada en el lado oriental de la calle, un edificio deslucido y anticuado que se hallaba posado sobre la brusca subida de la ladera de la colina, con un amplio y descuidado jardín que databa de la época en ¡que la región era en parte campo abierto. No parece que Poe escribiera o hablara nunca de la casa, m se tiene noticia de que hubiera reparado en ella. Y, sin embargo, aquella morada para las dos personas en posesión de cierta información, iguala o supera en horror a las más descabelladas fantasías del genio que con tanta frecuencia pasó por delante de ella sin saber lo que ocultaba y se alza con mirada maliciosa y rígida como símbolo de todo lo que es indeciblemente espantoso.

La casa era -en realidad, continúa siendo- de las que atraen el interés de los curiosos. Originalmente granja, por lo menos en parte, tenía el habitual aspecto colonial - de las casas prósperas de tejado puntiaguado de la Nueva Inglaterra de mediados del siglo xviii, con dos pisos y ático, pórtico georgiano y paredes interiores recubiertas de madera, como dictaba la evolución del gusto en esa época. Estaba orientada hada el Sur y tenía un elevado tejado cuyos dos aleros daban, respectivamente,, a la ladera de la colina y a la calle. Su construcción, de hace más de siglo y medio, se había adaptado al nivelado y al enderezamiento del camino en aquella vecindad particular, pues Benefit Street, llamada originalmente Back Street, se trazó como sinuoso sendero entre los sepulcros' de los primeros colonos y sólo se enderezó cuando el traslado de los cadáveres al Cementerio del Norte permitió abrir camino a través de los antiguos predios familiares.

En un principio, el muro posterior se alzaba sobre un campo de hierba que quedaba como a veinte pies por encima del nivel de la calle, pero un ensanchamiento de ésta, aproximadamente en tiempos de la Guerra de la Independencia, absorbió casi todo el espacio intermedio y dejó los cimientos al aire, por lo que hubo que construir en él sótano un muro de ladrillo, que dio a esta hundida parte de la casa una fachada dotada de puerta y dos ventanas por encima del nivel del suelo, casi a la altura de la calle nueva. Cuando se construyó la acera hace un siglo, se eliminó el resto del espacio intermedio, y en sus paseos Poe debió de ver sólo un muro vertical de ladrillo que nacía del borde de la acera, coronado a una altura de diez pies por la pesada silueta de la antigua casa entejada propiamente dicha.

Los terrenos, propiedad de la familia, se extendían por la parte trasera y subían un buen trecho por la loma, hasta casi llegar a Wheaton Street. El espacio al sur de la casa, el que lindaba con Benefit Street, quedaba, naturalmente, muy por encima del nivel de la actual acera, formando una plataforma que acababa en un muro de guijas húmedas y mohosas horadado por un tramo muy inclinado de estrechos escalones que conducía al interior, entre paredes que formaban una especie de desfiladero, y desembocando en la parte superior en un despeinado macizo de césped, muros de ladrillo rezumantes y jardines descuidados, cuyas desmanteladas urnas de cemento, tiestos herrumbrosos caídos de trípodes de nudosas patas y objetos parecidos hacían parecer más atractiva, por contraste, la puerta principal, maltratada por la intemperie, con su montante roto, pilastras jónicas podridas y carcomida cornisa triangular.

Lo que oí de muchacho acerca de la Casa Maldita fue simplemente que la gente moría en ella en cantidad alarmante. Esa había sido la razón, me decían, por la que sus primeros propietarios la habían abandonado unos veinte años después de haberla construido. La casa era, evidentemente, malsana, tal vez a causa de la humedad y de los hongos que crecían en el sótano, del tufo enfermizo que lo contaminaba todo, de las corrientes de los pasillos o de la calidad del agua de la bomba y del pozo. Estas. cosas ya eran lo bastante malas y a ellas culpaban, las personas que yo conocía, de las desgracias de la casa. Únicamente los cuadernos de notas de mi tío el anticuario, Dr. Elihu Whipple, me revelaron detalladamente las más oscuras y vagas suposiciones que formaban una corriente folklórica subterránea entre los sirvientes más antiguos y la gente humilde, conjeturas que nunca llegaron muy lejos y fueron en su mayor parte olvidadas cuando Providence se convirtió en ciudad importante con una población moderna y cambiante.

En realidad, los habitantes serios de la ciudad nunca consideraron la casa como «encantada» exactamente. No se hablaba de ruidos de cadenas, ni de heladas corrientes de aire, ni de apagones de luces, ni de caras en las ventanas. Los extremistas decían que traía «mala suerte», pero no pasaban de ahí. Lo indiscutible era que en ella morían gran número de personas, o, mejor dicho, que en ella habían muerto un gran número de personas, pues después de ciertos peculiares acontecimientos ocurridos allí hace más de sesenta años, el edificio había quedado abandonado debido a la imposibilidad de alquilarlo. Aquellas personas no murieron todas repentinamente por una, causa determinada; parecía más bien que su vitalidad iba sien-
do minada de un modo insidioso y que su resistencia dependía de su mayor o menor fortaleza natural. Y las que no morían mostraban en diversos grados un tipo de anemia o consunción, y a veces una decadencia de las facultades mentales, que no hablaban a favor de la salubridad del edificio. Debe añadirse que las casas vecinas parecían estar completamente libres de aquella perniciosa condición.

Esto es cuanto sabía antes que mis insistentes preguntas llevaran a mi tío a mostrarme las notas que finalmente nos embarcaron en nuestra espantosa investigación. En mi niñez, la Casa Maldita estaba vacía, con sus árboles desnudos, nudosos y viejos, su alta hierba de una palidez extraña y cizaña de aspecto de pesadilla en el abandonado patio en el que jamás se posaban los pájaros. Los muchachos solíamos invadir la finca, y aún recuerdo mi terror juvenil provocado no sólo por la morbosa calidad de aquella siniestra vegetación, sino ante la atmósfera y el olor de la ruinosa casa, cuya puerta abierta cruzábamos frecuentemente en busca de emociones. Los cristales de las ventanas estaban rotos en su mayoría, y una indescriptible desolación rodeaban los precarios paneles dé madera que cubrían las paredes, los desvencijados postigos interiores, el papel de los muros que colgaba a tiras, la escayola que se desmoronaba, las inseguras escaleras y los pocos muebles estropeados que todavía quedaban. El polvo y las telarañas daban un mayor matiz de abandono a aquel ambiente atemorizador, y muy valiente tenía que ser el muchacho que se aventuraba por la escalera que conducía al desván, una pieza espaciosa y alargada, con vigas al descubierto, iluminada solamente por la incierta luz de las pequeñas buhardillas de sus extremos y repleta de un montón de arcones, sillas y ruecas rotas que infinitos años de abandono habían cubierto y adornado de formas monstruosas y diabólicas.

Pero, después de todo, el desván no era la parte más terrible de la casa. Lo que nos provocaba mayor repulsión era el húmedo sótano, aunque quedaba completamente por encima del nivel del suelo en el lado que miraba a la calle, separado de la concurrida acera por un endeble tabique de ladrillo en el que se abrían una puerta y una ventana. No sabíamos si frecuentarlo atraídos por su estímulo fantasma], o rehuirlo para bien del alma y la cordura. En primer lugar, el mal olor de la casa era más pronunciado allí; y, además, no nos gustaban la blanca fungosidad que brotaba algunas veces del duro suelo de tierra en los veranos lluviosos. Aquellos hongos, de grotesco parecido con la vegetación del patio exterior, tenían formas verdaderamente horribles, detestables caricaturas de setas de especies desconocidas. Se pudrían pronto y en determinada fase de su descomposición adquirían una leve fosforescencia, de modo que los transeúntes nocturnos hablaban, a veces, de los fuegos fatuos que brillaban detrás de los destrozados cristales de las ventanas, por las que se esparcía el mal olor.

Nunca, ni siquiera en las más descabelladas vísperas de Todos los Santos, bajamos al sótano de noche, pero en algunas de nuestras visitas diurnas pudimos percibir la fosforescencia, especialmente si el día era oscuro y húmedo. También captábamos a menudo una cosa más sutil, algo muy extraño que era, sin embargo, y en el mejor de los casos, apenas una sugestión. Me refiero a una mancha nebulosa y blanquecina en el suelo de tierra, un depósito, vago y cambiante de moho y nitro que, en ocasiones, creíamos ver entre la esparcida fungosidad cerca del inmenso fogón de la cocina del sótano. Algunas veces nos parecía que aquella mancha tenía una extraña semejanza con la figura de una persona encorvada, aunque generalmente no existía tal parecido, y con frecuencia ni siquiera la veíamos. Cierta tarde de lluvia en que aquella sensación fue particularmente intensa y en que, además, había creído ver una especie de emanación tenue, amarillenta y temblorosa que brotaba del dibujo en dirección a la campana de la chimenea, le hablé a mi tío del asunto. Se limitó a sonreír ante aquella curiosa fantasía, pero me pareció que había en su sonrisa un matiz de reminiscencia. Más tarde me enteré de que en algunas de las antiguas leyendas que circulaban por la región había una idea similar a la mía, una idea que también aludía a las formas de vampiro y de lobo que tomaba el humo de la gran chimenea, y de los anómalos contornos adoptados por algunas de las retorcidas raíces de árbol que se abrían camino hasta el sótano por entre las piedras sueltas de los cimientos.

II


M tío no me dio a conocer las notas e informes que había reunido acerca -de la Casa Maldita hasta que fui un hombre adulto. El Dr. Whipple era un médico sensato y conservador de la antigua escuela, y a pesar del interés que le inspiraba la casa no deseaba alentar a un muchacho a pensar en cosas anormales. Sus propias opiniones, en el sentido de que el edificio había sido construido en un paraje insalubre, no tenían nada de anormal, pero se daba cuenta de que el pintoresquismo de lo que había suscitado su propio interés podría asociarse en la mente fantástica de un muchacho con toda clase de macabras imaginaciones.

Mi tío era un solterón, un hombre de pelo blanco, de rostro rasurado vestido a la antigua e historiador local notable, que había roto frecuentemente una lanza contra guardianes de la tradición tan polémicos como Signey S. Rider y Thomas W. Bicknell. Vivía con un criado en una antigua casa georgiana de aldabón, escalinata y barandal de hierro que se alzaba amenazadoramente en North Court, calle de empinada pendiente, junto a la mansión colonial de ladrillo en la que su abuelo -primo de un famoso corsario, el capitán Whipple, que en 1772 quemó la goleta Gaspee de Su Majestad-, había votado el 4 de mayo de 1776 por la independencia de la colonia de Rhode Island. A su alrededor, en la húmeda biblioteca de techo bajo y blancos paneles que la humedad hacía amarillear, de pesada repisa tallada sobre la chimenea y ventanas de pequeños cristales color vino, se guardaban las reliquias y documentos de su antigua familia, entre los cuales había muchas ambiguas alusiones a la Casa Maldita de Benefit Street. Ese malsano lugar no se encuentra lejos, pues Benefit Street corre a lo largo del borde de la precipitada pendiente por encima del Tribunal, por donde treparon las primeras casas de los colonizadores.

Cuando mi tío me consideró lo bastante maduro como para digerirla, puso ante mis ojos una crónica realmente extraña. A pesar de la longitud de su contenido, lleno de estadísticas y monótonas genealogías, corría por ella una hebra continua de tenaz y persistente horror y de malignidad preternatural que me impresionaron más que al buen doctor. Sucesos independientes encajaban entre sí de manera asombrosa, y detalles al parecer insignificantes prometían un potencial de espantosas posibilidades. Una nueva y ardiente curiosidad brotó en mí, comparada con la cual la que sentí de muchacho era débil y rudimentaria. La primera revelación me llevó a realizar una investigación a fondo y finalmente a aquella estremecedora búsqueda que resultó tan desastrosa para mí y para los míos. Pues mi tío insistió en unirse a las pesquisas -que yo había iniciado, y tras haber estado cierta noche en aquella casa, no volvió a salir conmigo. Ahora estoy solo, sin aquel espíritu amable cuyos largos años estuvieron llenos de honor, virtud, buen gusto, benevolencia y erudición. He erigido una urna de mármol en memoria suya en el cementerio de St. John --el lugar bien amado de Poe-, el recogido soto de altísimos sauces que queda sobre la loma, en donde tumbas y lápidas se agrupan serenamente entre la mole blanquecina de la iglesia, las casas y los muros de contención de Benefit Street.

La historia de la casa, que se abría paso entre un laberinto de fechas, no revelaba nada siniestro en lo referente a su construcción, ni en lo referente a la honorable familia que la edificó. Y, sin embargo, desde sus comienzos la rodeó un aura de calamidades, que pronto adquirió proporciones de mal agüero. La historia, cuidadosamente recopilada por mi tío comenzaba con la construcción del edificio en 1763, y desarrollaba el tema con una desacostumbrada cantidad de detalles. Sus primeros moradores fueron William Harris, su esposa Rhoby Dexter y sus hijos, Elkanah, nacida en 1755; Abigail, nacida en 1757; William, junior, nacido en 1759, y Ruth, nacida en 1761. Harris era un adinerado mercader y marino, dedicado al comercio con las Indias Occidentales y relacionado con la firma de Obadiah Brown y sus sobrinos. Después de la muerte de Brown en 1761, la nueva casa de Nicholas Brown & Co. le nombró capitán del bergantín Prudence, construido en Providence, de 120 toneladas, lo que le permitió construir la nueva casa que había anhelado tener desde que contrajo matrimonio.

El lugar que había elegido -una parte de la recientemente enderezada Báck Street, calle nueva y de buen vecindario, que corría a lo largo de la ladera de la colina que dominaba el populoso Cheapside- reunía todo lo que pudiera desearse, y la casa hacía honor al solar que ocupaba. Era todo lo buena que podía ser dada una fortuna moderada, y Harris se apresuró a mudarse a ella antes que naciera el quinto hijo que esperaba la familia. Este hijo, un varón, llegó en diciembre, *pero nació muerto. Durante un siglo y medio no iba a nacer en aquella casa ningún niño vivo.

En el mes de abril, cayeron enfermos los niños, y Abi. gail y Ruth murieron poco después. El Dr. Job Ives diagnosticó el mal como una clase de fiebre infantil, aunque hubo otros que hablaron de simple debilitación y decaimiento. En cualquier caso, la enfermedad parecía ser contagiosa, pues en el mes de junio Hannah Bowen, una de las dos criadas de la casa, murió de la misma dolencia. El¡ Lideason, la otra criada, se quejaba constantemente de debilidad, y hubiera regresado a la granja de su padre de no haber sido por el gran cariño que le cobré a Mehitabel Rehoboth, que había reemplazado a Hannah. Eli falleció al año siguiente, año triste en verdad, pues en él murió el mismo William Harris, debilitado por el clima de la Martinica, donde sus ocupaciones lo habían retenido durante largas temporadas en la década anterior.

Rhoby, su viuda, nunca se repuso de la pérdida de su marido, y la muerte de su primogénita, Elkanah, ocurrida dos años después, significó el golpe decisivo a su razón. En 1768 fue víctima de una locura benigna, y quedó recluida en el piso superior de la casa; su hermana mayor, Mercy Déxter, soltera, llegó a la casa para cuidar de la familia. Mercy era una mujer muy poco agraciada, huesuda y de gran fortaleza física; pero su salud empeoró visiblemente desde su llegada. Profesaba un profundo afecto a su desventurada hermana y un cariño especial al único sobrino que le quedaba, William, que luego de haber sido un niño fuerte y robusto se había convertido en un muchacho flacucho y enfermizo. Ese mismo año murió Mehítabel, y el otro criado, Preserved Smith, se marchó sin dar una explicación coherente, o aduciendo simplemente algunas historias poco razonables y diciendo que no le gustaba el olor de la casa. Durante algún tiempo, Mercy no pudo conseguir más ayuda, pues siete muertes y un caso de locura, todo ello en un período de cinco años, habían comenzado a fomentar habladurías, repetidas primeramente junto a la lumbre, y convertidas luego en absurdos rumores. Finalmente, consiguió unos criados que no eran del pueblo: Ann White, una mujer melancólica de la parte de North Kingstown que hoy forma la villa de Exeter, y un hombre competente venido de Boston que se llamaba Zenas Low.

Ann White fue la primera en dar forma definida a los rumores. Mercy nunca debió tomar a criada alguna de la comarca de Nooseneck Hill, pues esas tierras remotas y atrasadas eran entonces, como hoy, semillero de las más inquietantes supersticiones. En 1892, fecha relativamente reciente, las gentes de Exeter desenterraron un cadáver y quemaron ceremonialmente el corazón para impedir ciertas supuestas apariciones nocivas para la salud y la paz de la población, y puede imaginarse cuál era el punto de vista de esa comarca en 1768. Ann habló mucho e indiscretamente, y al cabo de unos meses Mercy la despidió reemplazándola con una fiel y amable criada de Newport, María Robbins.

Mientras tanto, la infortunada Rhoby Harris, en su locura, daba rienda suelta a sueños y falsas aprensiones de la más horrible especie. Había veces en que sus gritos se hacían insoportables y durante largos períodos decía tales horrores que su hijo tuvo que ser enviado a casa de su primo, Peleg Harrís, que vivía en Presbyterian Lane, cerca del nuevo edificio del colegio universitario. El muchacho parecía mejorar después de estas visitas, y de haber sido Mercy tan inteligente como bien intencionada, hubiera dejado que el chico se quedara a vivir permanentemente en casa de Peleg. La tradición no está de acuerdo en lo que Mrs. Harris gritaba en sus estallidos de violencia, o, mejor dicho, los relatos son tan absurdos que se
invalidan a sí mismos. Pues resulta, efectivamente, absurdo oír que una mujer que solamente tenía rudimentarios conocimientos del francés, gritara durante horas enteras empleando un francés grosero y coloquial, o que la misma persona, en la vigilada soledad de su habitación, se quejara amarga y excitadamente de una presencia que la miraba fijamente y la atormentaba con dentelladas y mordiscos. Zena, el criado, murió en 1772, y cuando Mistress Harris se enteró lo celebró con risas y alborozo, algo incomprensible en ella. Al año siguiente falleció, siendo enterrada en el Cementerio del Norte, junto a su marido.

Cuando comenzó la guerra con Inglaterra en 1775, William Harris, a pesar de sus dieciséis años y de su endeble constitución, consiguió alistarse en el Ejército de Observación a las órdenes del general Greene, y a partir de entonces empezó a mejorar de salud y a ganar en prestigio. En 1780, siendo capitán de las fuerzas de Rhode Island en Nueva jersey, mandadas por el coronel Angell, conoció a Phebe Hetfield, de Elizabethtown, contrajo matrimonio con ella y la llevó consigo a Providence al año siguiente cuando le licenciaron honrosamente en el ejército.

El regreso del joven soldado no fue un acontecimiento feliz. La casa, es cierto, se encontraba aún en buen estado la calle se había ensanchado y le habían cambiado el nombre de Back Street por el de Benefit Street. Pero el antes robusto cuerpo de Mercy Dexter se había encogido y desmejorado curiosamente, y ahora era una patética figura encorvada de voz cavernosa y desconcertante palidez, característica singularmente compartida por María, la única criada que quedaba. En el otoño de 1782, Phebe Harris dio a luz una hija muerta, y el día 15 del siguiente mes de mayo, Mercy fallecía tras una vida laboriosa, austera y virtuosa.

William Harris, convencido por fin de la naturaleza radicalmente malsana de su casa, decidió abandonarla y cerrarla para siempre. Consiguió alojamiento provisional para su esposa y para él en la Hostería de la. Bola de Oro, recientemente abierta, y dispuso la construcción de una casa nueva y mejor en Westminster Street, en el ensanche de la ciudad, al otro lado del Gran Puente. Allí nació en 1785 su hijo Dutee, y allí vivió la familia hasta que el desarrollo y necesidades, del comercio los llevaron a instalarse al otro lado del río, y más allá de la loma en Angell Street, en el nuevo barrio residencial del Este, en donde el desaparecido Archer Harris construyó su suntuosa y fea residencia con tejado a la francesa en 1876. William. y Phebe murieron víctimas de la epidemia de fiebre amarilla en 1797, pero Dutee fue criado por su primo Rathbone Harris, hijo de Peleg.

Rathbone era un hombre práctico y arrendó la casa de Benefit Street, a pesar del deseo de William de conservarla desalquilada. juzgó que tenía la obligación hacia su pupilo de sacar el máximo beneficio del patrimonio del muchacho, y no le importaron las muertes y enfermedades que ocasionaron continuos cambios de inquilinos, ni la creciente aversión que la casa generalmente inspiraba. Es probable que sintiera únicamente enojo cuando, en 1804, las autoridades municipales le dieron orden de fumigarla con azufre, alquitrán y alcanfor como consecuencia del comentado fallecimiento de cuatro personas, probablemente causado por un brote de fiebre epidémica. Se dijo que el lugar olía a fiebre.

El propio Dutee no pensó gran cosa en la 5 asa, pues llegó a ser oficial de un barco corsario y presto servicios con distinción en el Vigilant, mandado por el capitán Cahoone en la guerra de 1812. Regresó ileso, contrajo matrimonio en 1814 y fue padre aquella memorable noche del 23 de septiembre de 1815, en que una gran tormenta arrastró las aguas de la bahía hasta que cubrieron la mitad de la ciudad lanzando una gran balandra a buena altura de Westminster Street de modo que sus mástiles casi golpearon las ventanas de los Harris en simbólica afirmación de que el recién nacido, We1come, era hijo de marino.

WeIcome no sobrevivió a su padre, pero sí vivió lo suficiente para morir gloriosamente en Fredericksburg en 1862. Ni él ni su hijo Archer supieron nada de la Casa Maldita, sino que era un engorro casi imposible de arrendar, tal vez a causa de la perniciosa humedad y del olor a viejo y a abandono. En realidad, no volvió a ser alquilada después de una serie de muertes que culminaron en 1861, y que pasaron inadvertidas a causa de la emoción de la guerra. Carrington Harris, el último descendiente varón de la familia, la conocía sólo como un lugar abandonado, pintoresco y centro de leyendas hasta que yo le conté mi experiencia. Se proponía derribarla y construir en el solar un nuevo edificio de apartamentos, pero después de mi relato decidió dejarla en pie, instalar cañerías y alquilarla. No se ha tropezado todavía con ninguna dificultad para encontrar inquilinos. El horror ha desaparecido.

III


Puede imaginarse lo profundamente que me impresionaron los anales de los Harris. En esta ininterrumpida historia parecía anidar una persistente maldad superior a todo lo que yo había conocido en la naturaleza; una maldad claramente relacionada con la casa, y no con la familia. Confirmó esta impresión la colección menos sistemática de heterogéneos datos de mi tío -leyendas procedentes de habladurías de criados, recortes de periódicos, copias, certificados de defunción extendidos por médicos colegas suyos y cosas semejantes. No puedo reproducir todo esa material, pues mi tío fue un incansable investigador del pasado y sintió gran interés por la Casa Maldita; pero puedo referirme a diversos puntos destacados que llaman la atención por su repetición en muchos informes procedentes de diversas fuentes. Por ejemplo, los rumores de la servidumbre coincidían casi unánimemente en atribuir al sótano, con sus hongos y su mal olor, la supremacía en la perniciosa influencia. Hubo criadas -Ann White especialmente- que se resistían a usar la cocina del sótano, y por lo menos tres leyendas muy concretas hablaban de las extrañas formas, casi humanas o diabólicas, que tomaban las raíces de los árboles y las manchas de moho en esa parte de la casa. Estas últimas me interesaban profundamente recordando lo que yo había visto de chico, pero tuve la sensación de que la mayor parte de lo importante había quedado en cada caso oscurecido en buena parte por añadiduras sacadas del común acerbo de cuentos locales de fantasmas.

Ann White, con su superstición típica de Exeter, había difundido la más estrambótica y al mismo tiempo más coherente de las historias o patrañas según la cual tenía que estar enterrado bajo la casa uno de esos vampiros, o muertos que conservan la forma corporal y viven de la sangre o del aliento de los seres vivos, cuyas espantosas huestes envían sus formas o espíritus acechantes al exterior durante la noche. Para acabar con un vampiro, dicen las comadres, hay que desenterrarlo y quemarle el corazón, o por lo menos atravesárselo con una estaca, y la tenaz insistencia de Ann en que debía cavarse el suelo del sótano en busca de cadáveres había sido la causa principal de que la despidieran.

Pero sus historias encontraron un amplio auditorio, y se aceptaron más fácilmente porque la casa estaba edificada efectivamente en un lugar que en otra época sirviera de cementerio. Para mí esto tenía menos importancia que ciertos detalles realmente desconcertantes -la queja del criado, Preserved Smith, que había precedido a Ann sin oír jamás hablar de ella, de que algo «le chupaba el aliento» por la noche; los certificados de defunción de las víctimas de la fiebre en 1804, expedidos por el Dr. Chad Hopkins, es que se mencionaba que las cuatro personas carecían inexplicablemente de sangre; y los oscuros desvaríos de la pobre Rhoby Harris cuando se quejaba de los agudos dientes y ojos vidriosos de una presencia semivisible.

Aunque libre de vanas supersticiones, estas cosas me producían una extraña sensación que se intensificó al leer dos recortes de periódico de fechas muy distintas relativos a muertes acaecidas en la Casa Maldita -uno de la Providence Gazette and Country-journal, del 12 de abril de 1815, y el otro del Daily Transcrípt and Chronicle, del 27 de octubre de 1845-, y que detallaban un espeluznante suceso cuya repetición resultaba extraña Parece ser que en ambos casos la persona agonizante, en 1815 una dulce anciana llamada Stafford, y en 1845 un maestro de mediana edad llamado Eleazer Durfee, se transfiguró horriblemente, vidriándose su mirada e intentando morder la garganta del médico que le atendía. Todavía más extraño fue el caso que puso término al alquiler de la vivienda, una serie de muertes por anemia precedidas de locura en el curso de la cual los enfermos atentaban contra la vida de sus parientes mediante incisiones en el cuello o en las muñecas

Esto ocurrió en 1860 y 1861, cuando mí tío comenzaba a ejercer su profesión de médico; y antes de partir para el frente oyó hablar mucho del caso a sus colegas más viejos. Lo que resultaba verdaderamente inexplicable era la forma en que las víctimas -gente ignorante, pues aquella casa maloliente y rehuida no podía alquilarse a otra clase de personas-, balbuceaban imprecaciones en francés, lengua que era imposible que hubieran estudiado verdaderamente. Aquello hacía pensar en la pobre Rhaby Harris de casi den años antes, y tanto impresionó esto a mi tío que empezó a reunir datos históricos acerca de la casa a su regreso de la guerra, después de escuchar los relatos personales de los doctores Chase y Whitmarsh. Realmente, comprobé que mi tío había pensado mucho en el asunto y de que se alegraba de mi propio interés abierto y comprensivo que le permitía discutir conmigo cosas de las que otros se hubieran reído. Su imaginación no había llegado tan lejos como, la mía, pero presentía que el lugar tenía algo de raro por su potencial para la imaginación y que merecía ser tenido en cuenta como inspiración en el terreno de lo grotesco y lo macabro.

Por mi parte estaba dispuesto a tomar todo el asunto con gran seriedad y empecé inmediatamente no sólo a revisar las pruebas, sino a acumular tantos datos como pudiera reunir. Hablé muchas veces con Archer Harris, el anciano propietario de la casa, antes que muriera en 1916, y obtuve de él y de su hermana soltera, todavía viva, una auténtica corroboración de todos los datos que mi tío había reunido acerca de la familia. Pero cuando les pregunté qué relación pudo tener la casa con Francia o con su lengua, se confesaron tan desconcertados e ignorantes respecto a ese asunto como yo. Archer nada sabía, Y lo único que pudo decir su hermana era que posiblemente su abuelo, Dutee Harris, había oído hablar de algo capaz de arrojar alguna luz sobre el tema. El viejo marino, que sobrevivió dos años a su hijo muerto en la guerra, no conoció por sí mismo la leyenda, pero recordaba que su primera niñera, la anciana María Robbins, parecía estar vagamente enterada de algo que podía haber dado cierto extraño significado a los desvaríos franceses de Rhoby Harris que tantas veces había oído en los últimos días de aquella desgraciada mujer. María había vivido en la Casa Maldita desde 1769 hasta que la familia se mudó en 1783 y había visto morir a Mercy Dexter. Una vez le insinuó algo a Dutee, aún niño, sobre un detalle algo extraño de los últimos momentos de Mercy, pero el chico lo había olvidado todo excepto que se trataba de algo raro. La nieta recordaba aquel detalle de un modo confuso. Ni ella ni su hermano estaban tan interesados en la casa como Carrington, el hijo de Archer y actual propietario, con quien hablé después de lo que me pasó.

Una vez que conseguí de la familia Harris. todos los datos que sabían, me dediqué a investigar los antiguos archivos y documentos de la ciudad con más cuidado y minuciosidad que lo había hecho mí tío. Lo que buscaba era una historia completa del solar en que se construyó la casa desde la fundación de la ciudad, ocurrida en 1636, o aun desde tiempos anteriores, si es que podía desenterrar alguna leyenda de los indios Narragansett con el fin de obtener los datos. Encontré, para empezar, que aquellos terrenos formaron parte de una larga franja de tierra otorgada originalmente a John Throckmorton, una de las muchas similares que comenzaban en Tcvwn Street, junto al río, y se extendían sobre la colina hasta un lugar que coincidía aproximadamente con la de la moderna Hope Street. La propiedad de Throckmorton, naturalmente, se había subdividido posteriormente, y dediqué mucho tiempo y trabajo a investigar qué había sido de aquella parte por la que luego correría Back o Benefit Street. Parece, según rumores, que había sido el cementerio de los Throckmorton, pero cuando estudié más cuidadosamente los documentos, descubrí que todas las tumbas habían sido trasladadas en una fecha anterior al Cementerio del Norte, situado en la Pawtucket West Road.

Y de pronto encontré, por pura casualidad, pues no estaba en los legajos principales y muy bien pudo pasarme inadvertido, algo que me emocionó profundamente, pues encajaba con algunos de los aspectos más extraños del caso. Era un documento de arrendamiento de 1697, relativo a un pequeño trozo de tierra, y otorgado a un tal Etienne Roulet y a su esposa. Al fin había aparecido el elemento francés, y también otro más profundamente horripilante que el nombre evocó extrayéndolo de mis insólitas y heterogéneas lecturas, lo que me llevó a estudiar febrilmente el plano del lugar tal como había sido antes del trazado de la Back Street entre 1747 y 1758. Encontré lo que a medias -esperaba; en el solar donde se alzaba ahora la Casa Maldita, detrás de una casita de planta baja, los Roulets habían enterrado a sus muertos, sin que existiera constancia de ningún traslado de tumbas. El documento terminaba de un modo confuso y tuve que buscar en los archivos de la Sociedad Histórica de Rhode Island y en la Biblioteca Shepley hasta encontrar una referencia local al nombre de Etienne Roulet. Por fin encontré algo y de tan vago y monstruoso significado que decidí investigar inmediatamente el sótano de la Casa Maldita con una nueva y emocionada minuciosidad.

Al parecer, los Roulets llegaron en 1696 de East Greenwich a la costa occidental de la bahía de Narragansett. Eran hugonotes procedentes de Caude, y habían tropezado con una fuerte oposición antes de que se les permitiera instalarse en Providence. La impopularidad les había acosado en East Greenwich, a donde llegaron en 1686 después de la revocación del Edicto de Nantes, y decían las malas lenguas que la ojeriza procedía de algo más que de los prejuicios raciales o nacionales, o de las rencillas sobre tierras que afectaron a otros colonizadores franceses que disputaron con los ingleses, rencillas que ni siquiera el gobernador Andros pudo apaciguar. Pero su ardiente protestantismo -demasiado ardiente, según algunos- y su manifiesta aflicción cuando los echaron del pueblo hizo que les concedieran refugio; y el aceitunado Etienne Roulet, menos ducho en faenas agrícolas que en leer extraños libros y dibujar raros diagramas, logró que le dieran un puesto de oficinista en el muelle de Pardon Tillinghast, en el extremo sur de Town Street. Pero tuvo lugar un alboroto de algún tipo, tal vez cuarenta años más tarde, después de la muerte del viejo Roulet, y nadlie parecía haber vuelto a oír hablar de la familia desde entonces.

Al parecer, durante más de un siglo se recordó bien a los Roulet, y se habló frecuentemente de ellos como protagonistas de incidentes ocurridos en la vida apacible' del puerto de Nueva Inglaterra. Paul, el hijo de Etienne, muchacho tacitumo cuya conducta impredecible probablemente había provocado el escándalo que hizo desaparecer a la familia, fue especialmente motivo de conjeturas; y aunque Providence no compartió nunca los temores a la brujería de sus vecinos puritanos, insinuaban las viejas comadres que las plegarias de Paul no eran proferidas en el momento adecuado ni dirigidas a quien debían dirigir-' se. Todo esto constituyó la base de la leyenda conocida por la andana María Robbins. La relación que pudiera .tener con los desvaríos en francés de Rhoby Harris y de otros habitantes de la Casa Maldita, sólo podrían determinarlo la imaginación o algún descubrimiento futuro. Me pregunté cuántos de los que habían conocido las leyendas habían sabido de aquel eslabón más con lo terrible, que mis extensas lecturas me permitieron descubrir; un dato, significativo encontrado en los anales del horror, morboso y que habla de Jacques Roulet, de Caude, condenado en 1598 a morir en la hoguera por demoníaco, salvado luego de las llamas por el Parlament de París y encerrado en un manicomio. Fue encontrado en un bosque cubierto de sangre y de jirones de carne , poco después de que una pareja de lobos dieran muerte a un muchacho y lo despedazaran. Se había visto escapar ileso a uno de los lobos. Sin duda una bonita historia para escucharla al lado de la chimenea, con un nombre y un lugar extrañamente significativos, pero llegué a la conclusión de que no era posible que los chismosos de Providence en general pudieran conocerla. De haberse sabido, la coincidencia de los nombres hubiera provocado acciones drásticas inducidas por el miedo, aunque, ¿no pudo ,haber sido su difusión, aunque entre susurros, la causa del alboroto final que hizo desaparecer a los Roulet de la ciudad?

Comencé a visitar el lugar maldito con creciente frecuencia, a estudiar la malsana vegetación del jardín, a examinar todas las paredes de la casa y a revisar, pulgada a pulgada, el suelo de tierra del sótano. Finalmente, con permiso de Carrington Harris, me procuré una llave para la puerta del sótano que había dejado de usarse y que daba directamente a Benefit Street, pues prefería tener una salida más directa al exterior que la que brindaban las oscuras escaleras, el vestíbulo del piso bajo y la puerta principal. Allí, donde lo morboso acechaba en cada rincón, investigué y hurgué en los largos atardeceres en que el sol se filtraba por la puerta cubierta de telarañas que quedaba por encima del nivel del piso y que me situaba tan sólo a unos cuantos pies de la apacible acera de la calle. Ninguna novedad premió mi labor, sólo la deprimente y mohosa humedad y las leves sugerencias de olores desagradables y salitrosos perfiles en el suelo, y supongo que muchos transeúntes debieron de mirarme con curiosidad a través de los cristales rotos.

Finalmente, por una sugerencia de mi tío, decidí convertir en nocturnas mis visitas., y una noche de tormenta guié el rayo de luz de una linterna eléctrica por el suelo rezumante en que se dibujaban extrañas siluetas y en el que brotaban hongos semifosforescentes. El lugar me había deprimido curiosamente aquella tarde, y casi estaba preparado cuando vi -o creí ver- entre los blanquecinos sedimentos la silueta especialmente definida de la «sombra encorvada» que había imaginado desde muchacho. Su claridad era asombrosa y sin precedentes, y mientras la observaba creí ver de nuevo el tenue y tembloroso
'hálito amarillento que me había asustado una tarde lluviosa, hacía muchos años.

Se elevó por encima de la mancha antropomórfica de moho que había junto a la chimenea: era un vapor sutil, malsano, casi luminoso que mientras flotaba tembloroso en el aire húmedo parecía adoptar una forma vaga, incierta y maligna, para luego disiparse gradualmente en una desvaída nube subiendo a través de la oscuridad de la gran chimenea y dejando un repulsivo hedor a su paso. Fue en verdad horrible, y mucho más para mí, por lo que sabía del lugar. Negándome a huir, lo contemplé hasta que se desvaneció, y mientras lo miraba sentí que también aquello me observaba ávidamente con ojos más imaginables que visibles. Cuando se lo conté a mi tío le impresionó profundamente, y después de una hora de reflexión, tomó una decisión definitiva y drástica. Sopesando mentalmente la importancia de la cuestión, y el significado de nuestra relación con ella, insistió en que ambos debíamos probar, y si era posible destruir, el misterioso horror de la casa dedicándonos una noche, o varias, a vigilar juntos, dispuestos a actuar violentamente en aquella bodega mohosa y apestada de los hongos.

IV


El miércoles, 25 de junio de 1919, después de informar debidamente a Carrington Harrís, aunque sin comunicarle lo que esperábamos encontrar, mi tío y yo llevamos a la Casa Maldita dos hamacas y un catre de campaña plegables junto con unos aparatos científicos de gran peso y complejidad. Pusimos todo en el sótano durante el día y tapamos las ventanas con papel, con la intención de volver por la noche para nuestra primera guardia. Habíamos cerrado con llave la puerta del sótano que llevaba al piso bajo, y dado que teníamos llave para la puerta que daba a la calle, estábamos dispuestos a dejar allí los cos- tosos y delicados aparatos, conseguidos en secreto y a un elevado precio, tantos días corno fuera necesario. Nuestro plan era permanecer despiertos hasta muy tarde y vigilar luego por turno durante guardias de dos horas; yo me encargaría de la primera y mi compañero de la segunda; el que quedara libre descansaría en el catre.

M tío asumió la dirección de nuestra aventura y consiguió los instrumentos en los laboratorios de la Universidad de Brown y en la Armería de Cranston Street poniendo de manifiesto la gran vitalidad y resistencia de que disfrutaba a sus ochenta y un años. Elihu Whipple había vivido de acuerdo con las leyes higiénicas que había predicado como médico., y de no haber sido por lo que luego ocurrió, aún estaría entre nosotros Heno de vigor. Sólo dos personas saben o sospechan lo que ocurrió: Carrington Harris y yo. Tuve que contárselo a Harris porque era el propietario de la casa y merecía saber lo que había salido de ella. Además, habíamos hablado con él antes de iniciar nuestras investigaciones, y, al producirse la desaparición de mí tío, supe que sabría comprender y ayudarme a dar unas explicaciones públicas vitales y necesarias. Palideció al oírme, pero aceptó ayudarme y decidió que ya no habría peligro en alquilar la casa.

Decir que no estábamos nerviosos en aquella lluviosa noche de vigilancia sería faltar a la verdad. Ninguno de los dos éramos, como he dicho, supersticiosos, pero el estudio científico y la reflexión nos habían enseñado que el conocido universo de tres dimensiones abarca una mínima parte de la sustancia y energía del cosmos total. En aquel caso, existían numerosas pruebas auténticas de la existencia de fuerzas dotadas de un gran poder y, desde el Punto de vista humano, de una excepcional maldad. Afirmar que creíamos realmente en vampiros o en hombres-lobo no sería exacto. Más bien puede decirse que no estábamos dispuestos a negar la posibilidad de ciertas modificaciones anormales y sin clasificar de la energía vital Y la materia diluida, existentes con poca frecuencia en el espacio tridimensional a causa de su más íntima relación con otras unidades espaciales, pero lo suficientemente próximas a la nuestra como para manifestarse ocasionalmente en formas que, por faltarnos una perspectiva adecuada, escapan a nuestra comprensión.

En resumen, creíamos mi tío y yo que una incontrovertible serie de factores indicaban la existencia de un influjo persistente en la Casa Maldita que se remontaba a uno u otro de los colonos franceses de hacía dos siglos y que seguía actuando según insólitas y desconocidas leyes del movimiento atómico y electrónico. La historia de la familia Roulet parecía demostrar que sus miembros habían poseído una anormal afinidad con círculos de entidades exteriores, de esferas oscuras que sólo inspiran repulsión y terror a las personas normales. ¿No habrían puesto en movimiento los alborotos de la década de 1730 ciertas configuraciones cinéticas en el morboso cerebro de alguno de sus miembros --especialmente en el del, siniestro Paul Roulet- que habrían sobrevivido misteriosamente a los cuerpos asesinados y continuado funcionando en algún espacio multidimensional con las fuerzas originales impulsadas por un odio frenético de la comunidad invadida?

Indudablemente, esto no sería una imposibilidad física o bioquímica a la luz de la ciencia moderna que incluye la teoría de la relatividad y de la acción intraatómica. Es fácil imaginar un núcleo extraño de sustancia o energía, carente o no de forma, mantenido vivo por sustracciones imperceptibles o inmateriales de fuerza vital, o de tejidos corporales y fluidos de, otros seres vivos más palpables en los cuales penetra y con cuyos tejidos llega incluso a confundirse. Puede ser hostil de manera activa, u obedecer sencillamente a impulsos ciegos de conservación. En cualquier caso, semejante monstruo ha de ser forzosamen--te, en nuestro esquema vital, una anomalía y un intruso, y su eliminación es deber primordial de todo hombre que no sea enemigo de la vida, la salud y la cordura del mundo.

Lo que nos desconcertaba era nuestra completa ignorancia randa de la apariencia bajo la cual podíamos encontrar aquello.' Ninguna persona cuerda lo había visto, y pocas lo habían sentido de manera concreta. Podía ser energía'pura -una forma etérea y ajena al reino de la sustancia-, o podía ser parcialmente material, una masa desconocida y ambigua de plasticidad, capaz de transformarse a voluntad en una nebulosa aproximación de un estado sólido, líquido, gaseoso o a cualquier otro estado tenuamente carente de partículas. La mancha antropomórfica de mohoso salitre del suelo, la configuración o silueta del amarillento vapor y la curvatura de las raíces en algunas de las antiguas leyendas, tendían a confirmar por lo menos una remota y recordada conexión con la forma humana; pero nadie podía saber con certeza hasta qué punto era representativa o permanente aquella similitud.

Disponíamos de dos armas para combatirlo: una válvula Crookes de rayos catódicos de considerable tamaño, especialmente equipada y alimentada por potentes acumuladores, con pantallas y reflectores especiales por si la cosa era intangible y sólo podía ser destruida con radiaciones de éter de gran intensidad, y un par de lanzallamas militares de los que habían sido utilizados en la Guerra Mundial, por si era parcialmente materia y susceptible de destrucción mecánica, pues, al igual que los supersticiosos labriegos de Exeter, estábamos dispuestos a quemarle el corazón, si había algún corazón que quemar. Todo este equipo de agresión quedó instalado. en el sótano en lugares cuidadosamente dispuestos con relación al catre y a las sillas y a la zona delante de la chimenea donde el moho había tomado extrañas formas. Esa incitante mancha, dicho sea de paso, era sólo levemente visible cuando instalamos el catre, las sillas y los instrumentos, y cuando regresamos por la noche para iniciar la vigilancia. Por un momento dudé haberla visto alguna vez dibujada con mayor firmeza, pero entonces recordé las leyendas.

Nuestra guardia en el sótano comenzó a las diez de la noche, y discurrió sin que el transcurso de las horas aportara ninguna novedad. El débil resplandor que se filtraba hasta el sótano procedente de las farolas de la calle azotadas por la lluvia y la tenue fosforescencia de los detestables hongos nos permitían ver la humedad de la pared de Piedra, de la que había desaparecido todo vestigio del enjalbegado original; el suelo de tierra cubierto en parte de verdín y de repulsivos hongos; los restos podridos de las que fueron mesas, banquetas y sillas, y otros muebles no identificables; los gruesos maderos del piso superior y las grandes vigas del techo; la desvencijada puerta de tablones que conducía a cuartuchos y salas situados bajo otros aposentos de la casa; la escalera de piedra medio desmoronada con su estropeado pasamanos de madera; la tosca chimenea de ladrillos ennegrecidos en la que unos herrumbrosos trozos de hierro recordaban que allí hu en otros tiempos trébedes, morillos, espetones, aguilones, y otros adminículos del cocinero cuyos nombres han caí casi en el olvido, así como la puerta del horno de ladrillo y la pesada e intrincada maquinaria destructiva que habíamos llevado.

Como en mis anteriores exploraciones, habíamos dejado abierta la puerta que daba a la calle, para tener una vía de escape práctica y directa en el caso de que tuviéramos que enfrentarnos con manifestaciones imposibles de dominar. Pensábamos que nuestra larga presencia nocturna atraería a cualquier ente maligno que allí acechara; y que, estando preparados, podríamos eliminarlo con alguno de los medios de que disponíamos, después de haberlo reconocido y observado suficientemente. No teníamos la menor idea del tiempo que exigiría evocar y destruir la cosa Sabíamos, desde luego, que la aventura era arriesgada
ya que no podíamos intuir la, fuerza con que se manifestaría el fenómeno. Pero pensábamos que el juego valía pena y lo emprendimos solos y sin vacilar, comprendiendo que buscar ayuda sólo nos expondría al ridículo y tal vez condujera al fracaso de nuestros planes. Ese era nuestro estado de ánimo mientras charlábamos, avanzada la noche, hasta que el aire soñoliento de mi tío me recordó que había llegado el momento de que fuera a descansar un par de horas.

Algo semejante al miedo me heló el corazón cuando quedé allí sentado en la madrugada y sin compañía, y digo, sin compañía porque quien permanece junto a una persona dormida está verdaderamente solo, tal vez más so de lo que pueda imaginar. M tío respiraba pesadamente el rumor de la lluvia acompañaba sus aspiraciones punteadas por otro sonido de agua que goteaba en el interior de la casa, porque ésta era muy húmeda aún en tiempo seco y con aquella tormenta parecía un pantano. Me puse a mirar detenidamente la vieja mampostería de las paredes a la luz de los hongos y de los débiles reflejos que se filtraban por las persianas; en una ocasión, cuando aquel ruido estaba a punto de hacerme perder la paciencia, abrí la puerta y miré arriba y abajo de la calle alegrando mis ojos con cosas conocidas y también el olfato con el aire puro y saludable. Pero no sucedió nada que recompensara mi vigilancia y bostecé repetidamente mientras la fatiga comenzaba a predominar sobre el temor.

Luego, el oír a mi tío moverse en sueños, atrajo mi atención. Durante la última mitad de la primera hora se había movido varias veces, intranquilo, pero ahora estaba respirando con anormal irregularidad, suspirando a veces quejosamente. Lo enfoqué con mi linterna eléctrica y lo vi con la cara vuelta hacia atrás, por lo que me levanté Y crucé hasta el otro lado del catre y lo enfoqué nuevamente para ver si parecía tener algún dolor. Vi algo que me alarmó de forma sorprendente, teniendo en cuenta su relativa nimiedad. Debió ser, sencillamente, la asociación de una circunstancia poco frecuente con la siniestra naturaleza del lugar en que nos encontrábamos y la índole de nuestra misión, ya que la situación en sí no tenía nada de espantoso ni de anormal. Simplemente, la expresión del rostro de mi tío, perturbado por los sueños extraños que nuestra situación provocaba, revelaba una gran agitación y no parecía ser propia de él. Su expresión habitual era apacible y tranquila, mientras que ahora parecían luchar dentro de él diversas emociones. Creo que lo que me inquietó principalmente fue esa variedad. Mi tío, Mientras jadeaba y se movía con creciente inquietud y con ojos que había empezado a abrir, no parecía uno, sino muchos hombres, y daba la curiosa sensación de extrañamiento de sí mismo

De repente, comenzó a murmurar, y no me gustó el aspecto de su boca y de sus dientes mientras hablaba. Al principio no pude entender las palabras que decía, pero luego mi asombro fue muy grande cuando reconocí en ellas algo que me dejó helado hasta que recordé la gran cultura de mi tío y las interminables traducciones que había hecho de artículos de antropología y temas de la antigüedad para la Revue des Deux Mondes. Pues el respetable doctor Whipple estaba murmurando en francés, y las pocas frases que pude captar parecían estar relacionadas con los más oscuros mitos que había adaptado de la famosa revista de París.

De pronto, la frente de mi tío se mojó de sudor y él se incorporó bruscamente, medio despierto. Dejó de murmurar en francés para dar un grito en inglés, y exclamó en tono angustiado:

-¡Mi aliento..., mi aliento!

Despertó por completo y, recobrando su rostro la expresión normal, tomó mi mano y comenzó a relatarme u sueño cuyo espantoso significado sólo pude intuir con asombro.

Dijo que había pasado flotando desde una serie corriente de escenas soñadas a otra cuya rareza no podía relacionarse con nada que hubiera leído. Era de este mundo, y, sin embargo, ajena a él, una oscura confusión geométrica en la cual podían verse elementos de cosas familiares en las más anormales e inquietantes combinaciones Se advertía una sugerencia de imágenes extrañamente ordenadas superpuestas unas a otras; una perspectiva en la que lo esencial del tiempo, y también del espacio, parecía disuelto y mezclado de la manera más ilógica. esta caleidoscópica vorágine de imágenes fantasmales había instantáneas ocasionales si puede emplearse esta palabra, de singular claridad, pero de inexplicable heterogeneidad.

En un momento mi tío creyó yacer en una fosa red abierta, mientras una multitud de rostros con alborotados. rizos y sombreros tricornios lo miraban ceñudos desde lo alto. En otro momento le pareció estar dentro de una casa, aparentemente antigua, cuyos habitantes y detalles cambiaban continuamente y no podía recordar los rostros ni los muebles, ni siquiera la habitación, dado que puertas y ventanas cambiaban de forma y posición con la misma volubilidad que los demás objetos. Lo más raro, y mi tío se refirió a ello en el tono de quien no espera que le crean, era que muchos de los extraños rostros que había entrevisto en sueños tenían indudablemente los rasgos de la familia Harrís. Y todo el tiempo tuvo la sensación personal de ahogo, como si algo de naturaleza penetrante se hubiera esparcido por todo su cuerpo y estuviese tratando de adueñarse de sus funciones vitales. Me estremecí al pensar en esos procesos vitales, desgastados por ochenta y un años de trabajo continuo, luchando contra fuerzas desconocidas -as de las que un organismo más joven y robusto huiría con temor; pero al cabo de un momento me dije que los sueños sólo son sueños y que aquellas turbadoras visiones no eran, a lo sumo, más que la reacción de mi tío a las investigaciones y esperanzas que habían llenado nuestras mentes, con exclusión de cualquier otra
idea.

La conversación contribuyó también a disipar mi sensación di: rareza, y no tardé en rendirme a los bostezos, con lo cual aproveché mi turno para dormir. Mi tío parecía ahora muy despierto y se alegró que le hubiera llegado el turno de vigilar,
aunque la pesadilla lo había despertado mucho antes de las dos horas de descanso que an- Pronto Me dormí e inmediatamente me le correspondí vi acosado por sueños de la más inquietante naturaleza. En mis visiones experimenté una soledad cósmica y abismal, que la hostilidad me acosaba desde todos los rincones de alguna prisión en que me hallaba encerrado. Me pareció estar atado y amordazado, atormentado por los resonantes gritos de multitudes lejanas sedientas de mi sangre. Se me presentó el rostro de mi tío con expresión menos placentera que la que tenía cuando lo veía despierto, Y recuerde mis inútiles tentativas de gritar. No fue un reposo agradable, y por un instante no lamenté el alarido que atravesó las barreras del sueño v me dejó en una penetrante y sorprendida vigilia, en la `que cada objeto que tenía a la vista se destacaba con una nitidez y realidad superiores a lo natural.

V


Había estado echado de espaldas a mi tío, por lo que al despertar bruscamente sólo vi la puerta que daba a la calle, la ventana que quedaba más hada el Norte y la p red, la parte del suelo y el techo del norte de la habitación, todo ello fotografiado con mórbida inmediatez mi cerebro y con una luz más brillante que la de los hongos o la que llegaba desde la calle. No era una luz intensa ni mucho menos, ni siquiera suficiente para leer un libro corriente. Pero proyectaba la sombra de mi cuerpo y la cama sobre el suelo y tenía una fuerza penetrante: amarillenta que sugería las cosas con más fuerza que misma luminosidad. Percibí esto claramente, aunque de mis sentidos estaban violentamente trastornados. P resonaba en mis oídos el eco de aquel grito escalofriante en tanto que asqueaba mi olfato el hedor que llenaba, lugar. Mi mente, tan alerta como mis sentidos, reconoció lo anormal; y casi automáticamente salté de la cama y me volví para coger los instrumentos de destrucción que habíamos dejado instalados sobre la mancha de humedad delante de la chimenea. Mientras me volvía, temía peor, ya que el grito lo había proferido la voz de mi tío e ignoraba contra qué amenaza tendría que defenderle y defenderme.

Pero lo que vi fue peor de lo que había imaginado. Hay horrores que son más que horrendos, y aquél era de esos núcleos de horror de las pesadillas que condensaba todo el espanto que el cosmos reserva para fulminar a unos cuantos seres malditos y desgraciados. De la tierra apestada por los hongos, brotaba una luz vaporosa, amarillenta, malsana y cadavérica que se elevaba hasta tomar una vaga forma gigantesca de incierta silueta humana mitad hombre y mitad monstruo, a través de la cual pude ver la campana y el hogar de la chimenea que quedaba detrás. Era todo ojos -lupinos y burlones- y la rugosa cabeza como de insecto se desvanecía en lo alto en una tenue neblina que se enroscaba horriblemente y acababa por desaparecer por la chimenea. Digo que vi aquello, pero sólo he conseguido rastrear su abominable tentativa de forma a través del recuerdo consciente. Entonces no tuvo para mí sino el aspecto de una nube en aparente ebullición, ligeramente fosforescente, de repugnante fungosidad, que rodeaba y disolvía en horrible plasticidad el único objeto en el cual se concentraba mi atención. Ese objeto era el venerado Elihu Whipple, que con el rostro ennegrecido y las facciones desfiguradas me miraba descaradamente y murmuraba palabras incomprensibles en tanto que procuraba alcanzarme con unas garras goteantes para despedazarme con la furia que aquel horror le había inculcado.

Tan sólo la rutina me salvó de la locura. Me había preparado para el momento decisivo y este entrenamiento ciego fue lo que me ayudó. Comprendiendo que aquel burbujeante maleficio no era de sustancia vulnerable para la fuerza física o la química, hice caso omiso del lanzallamas que estaba a mi izquierda, conecté la corriente de la válvula catódica y lo enfoqué hacia aquella escena blasfema lanzando contra ella las más potentes radiaciones de éter que el artificio humano puede extraer del espacio y las corrientes de la naturaleza. Se produjo una neblina azulada y un frenético chisporroteo, y la fosforescencia amarilla perdió luminosidad. Pero me di cuenta de que la pérdida de luz era solamente efecto del contraste y que las ondas del aparato eran absolutamente ineficaces.

Entonces, en medio de aquel demoníaco espectáculo, vi un nuevo horror que me lanzó vacilante y tembloroso hacia la puerta no cerrada con llave que se abría a la calle tranquila, sin cuidarme de los anómalos horrores que desataba sobre el mundo, ni lo que los hombres pudieran pensar y juzgar de mi conducta. En aquella mezcla de penumbra azulada y amarillenta, la silueta de mi tío había comenzado uña nauseabunda licuefacción cuya esencia resuIta imposible de describir, y en el curso de la cual se producían en su rostro unos cambios de identidad que sólo la locura puede concebir. Era simultáneamente un demonio y una multitud, un matadero y una procesión. Iluminada por aquella luz híbrida e incierta, la cara de gelatina se trasmutaba y adquiría una docena, una veintena, un centenar de aspectos; y con una mueca fue cayendo al suelo coronando un cuerpo que se derretía como sí fuera de sebo y presentando en caricatura las facciones de legiones de seres que eran y no eran desconocidos.

Vi las facciones de la estirpe de los Harris, varones y mujeres, adultos y niños y otros rostros viejos y jóvenes, bastos y refinados, familiares y desconocidos. Durante un segundo apareció una imitación envilecida de una miniatura de la pobre Rhoby Harris que había visto en el Museo de la Escuela de Dibujo, y otra vez me pareció ver la huesuda imagen de Mercy Dexter, tal como la recordaba en un cuadro que había en la casa de Carrington Harris. Aquello sobrepasaba en horror todo lo imaginable. Hacia el final, cuando una extraña mezcla de facciones de sirvientes y niños pequeños titilaba cerca del suelo sobre el que prosperaban los hongos, tuve la impresión que los distintos rostros luchaban entre sí y procuraban formar unos rasgos semejantes a los del bondadoso rostro de mi tío. Me gusta pensar que él existió en aquel momento y que trató de decirme adiós. Creo que de mi seca garganta salió un gemido de despedida en el momento en que salía tropezando a la calle; un hilillo de grasa me siguió por la puerta hasta la acera empapada por la lluvia.

El resto es sombrío y monstruoso. En la calle mojada no había nadie y no había en todo el mundo una sola persona con la cual me hubiera atrevido a hablar. Anduve sin rumbo, pasé por College Hill y ante el Athenaeum bajé por Hopkíns Street y crucé el puente que lleva a la parte más animada de la ciudad, en donde los elevados edificios parecían protegerme, como las cosas materiales modernas protegen al mundo contra los antiguos y maléficos prodigios. Luego, la aurora gris rompió húmedamente por el Este, recortando la silueta de la loma arcaica y los venerables campanarios que sobre ella se alzaban, atrayéndome al lugar en donde mi terrible tarea estaba sin acabar. Finalmente, mojado, sin sombrero, ofuscado por la luminosidad de la mañana, entré por la puerta tremenda de Benefit Street que había dejado entreabierta y que todavía se mecía misteriosamente a la vista de la gente madrugadora con la que no me atreví a hablar.

Había desaparecido la grasa, pues el mohoso suelo era poroso. Y delante de la chimenea no quedaba vestigio de la gigantesca forma de salitre doblada sobre sí misma. Vi la cama, las sillas, los instrumentos, mi sombrero abandonado y el de paja amarillenta de mi tío. Me dominaba la incertidumbre y apenas podía recordar lo que era sueño y lo que era realidad. Luego, poco a poco, fue recobrando el sentido y supe que había presenciado cosas más espantosas que las que había soñado. Me senté y traté de conjeturar en la medida en que la razón me lo permitió, qué había acontecido y cómo podría acabar con el horror, si en realidad había existido. No parecía ser algo material, ni etéreo, ni ninguna otra cosa concebible por una mente mortal. ¿Qué podía ser, pues, sino alguna emanación exótica? ¿Algún vapor vampiresco corno el que la gente rústica de Exeter dice que flota sobre algunos cementerios? Pensé que aquélla era la clave, y volví a mirar el suelo en donde hongos y salitre habían tomado extrañas formas. Al cabo de diez minutos ya había decidido. Cogiendo mi sombrero, me marché a casa,. me bañé ,comí y encargué por teléfono un pico, una pala, una máscara antigás y seis garrafones de ácido sulfúrico, todo lo cual deberían entregarme a la mañana siguiente en la puerta del sótano de la Casa Maldita de Benefit Street. Después traté de dormir, pero, al no conseguirlo, pasé las horas leyendo y componiendo versos anodinos para serenarme.

A las once de la mañana del día siguiente comencé a cavar. Hacía un tiempo soleado, y lo celebré. Seguía solo, Ya que por mucho temor que me inspirara el horror desconocido, temía más a la idea de contárle a alguien lo sucedido. Posteriormente le revelé todo a Harris, por pura necesidad y porque él había oído ya algunas antiguas leyendas que podían predisponerle a la credulidad. Al revolver la negra tierra delante de la chimenea, la pala hizo fluir de los blancos hongos un viscoso zumo amarillo, y temblé por lo que podría descubrir. Algunos secretos del interior de la tierra no son buenos para el género humano y aquél me parecía uno de ellos.

Me temblaban las manos perceptiblemente, pero no por eso dejé de cavar; y al cabo de un rato lo hacía dentro de la gran fosa que había abierto. A medida que el agujero se hacía más hondo -tenía ya alrededor de seis pies cuadrados-, el nauseabundo olor aumentaba y no dudé más de mi inminente contacto con la cosa infernal cuyas emanaciones habían embrujado la casa durante más de un siglo y medio. Me pregunté qué aspecto tendría, cuáles serían su forma y sustancia y qué tamaño habría cobrado al cabo de tantos años de alimentarse chupando vidas ajenas. Finalmente, salí del agujero, esparcí la tierra amontonada, y luego dispuse los. garrafones de ácido alrededor de dos de los bordes, de modo que cuando fuera necesario pudiera vaciarlos todos rápidamente en la fosa, Después de eso eché tierra sobre los otros dos lados cavando más lentamente y colocándome la máscara antigás cuando el olor aumentó. Me encontraba casi acobardado por la proximidad de un algo sin nombre que tal vez encontrara en el fondo de la fosa.

De pronto la pala chocó contra algo más blando que la tierra. Me estremecí y me dispuse a salir del agujero en el cual estaba ahora hundido hasta el cuello. Pero recobré el valor y seguí sacando tierra a la luz de la linterna eléctrica que había llevado conmigo. La superficie que descubrí era semitraslúcida y vidriosa, una especie de gelatina congelada y semiputrefacta. Seguí quitando tierra y vi que tenía forma. Había una grieta sobre la cual se doblaba parte de aquella sustancia. Lo que quedó a la vista era aproximadamente cilíndrico; algo semejante a un gigantesco tubo de chimenea doblado cuya parte más gruesa mediría dos pies de diámetro. Excavé un poco más y luego salí bruscamente del agujero para apartarme de tan repugnante hallazgo. Destapé frenéticamente los pesados garrafones y vertí el corrosivo contenido uno y otro en aquella fosa sepulcral y sobre aquella increíble anormalidad cuyo gigantesco codo había visto.

El cegador torbellino de vapores amarillo-verdosos que ascendió tempestuosamente de la fosa cuando cayó el torrente de ácido, nunca se borrará de mi memoria. La gente de toda aquella colina habla del «día amarillo», en que unos vapores virulentos y horribles se elevaron desde el montón de residuos vertidos por una fábrica en el río Providence, pero yo sé lo muy equivocados que están en cuanto al origen. También hablan del espantoso rugido que brotó al mismo tiempo de alguna cañería subterránea de gas o de agua, y de nuevo podría corregirles si me atreviera. Fue algo impresionante y no comprendo cómo estoy vivo después de haber pasado por aquella experiencia. Tras vaciar el cuarto garrafón, que tuve que utilizar cuando las emanaciones habían empezado a filtrarse por la máscara, me desmayé, pero cuando me recuperé, vi que ya no salían más vapores de la fosa.

Vacié los otros dos sin ningún resultado concreto, y, al cabo de un rato, me pareció que ya no había peligro en volver a rellenar la fosa. Cuando terminé mi tarea empezaba a anochecer, pero el miedo había desaparecido del lugar. La humedad era menos fétida y los extraños hongos se habían marchitado, convirtiéndose en un polvo grisáceo que se esparcía como ceniza por el suelo. Uno de los terrores más ocultos de la tierra había desaparecido para siempre, y si hay infierno, al fin había ido a parar a él el alma diabólica de un ser maldito. Cuando apisoné la última paletada de tierra mohosa, derramé la primera lágrima de las muchas que he, vertido en sincero homenaje a la memoria de mí querido tío.

A la primavera siguiente ya no brotó una hierba pálida, ni creció cizaña de desconocida especie, en el jardín escalonado de la Casa Maldita, y poco después Carrington Harris alquiló su propiedad. Todavía tiene un aspecto fantasmal, pero su peculiaridad me subyuga y sentiré algo mezclado con una pena extraña, cuando la derríben para convertirla en un vulgar edificio de apartamentos o en una deslucida tienda. Los estériles árboles del jardín han comenzado a dar unas manzanitas dulces, y el año pasado anidaron los pájaros en sus nudosas ramas.

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