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jueves, 2 de diciembre de 2010

El cuarto de goma --- Robert Bloch



EL CUARTO DE GOMA

Robert Bloch

Emery insistió en que no estaba loco, pero, a pesar de todo, lo metieron en el cuarto de goma.
Lo sentimos, amigo, le dijeron. Sólo temporalmente. Tenemos problema de espacio, esto está abarrotado, lo trasladaremos a otra celda dentro de un par de horas, le dijeron. Es mejor que estar en la celda grande con todos los borrachos, le dijeron. De acuerdo, ya ha llamado a su abogado pero tómese las cosas con calma hasta que él llegue aquí, le dijeron.
Y la puerta se cerró estrepitosamente.
Allí estaba él, atrapado casi en un extremo de los bloques de celdas, solo en una pequeña habitación. Le habían quitado el reloj de pulsera y la cartera, las llaves y el cinturón, incluso los cordones de los zapatos, de modo que no pudiera causarse daño alguno a menos que se mordiera las muñecas. Pero eso habría sido una locura, y Emery no estaba loco.
Lo único que podía hacer era aguardar. No había nada más que hacer, no había opciones, nada en cuanto te metían en el cuarto de goma.
Para empezar, el cuarto era pequeño: seis pasos de largura y otros tantos de anchura. Un hombre normalmente activo podía recorrer de un salto la distancia que separaba las paredes, aunque tendría que tomar carrerilla. Y era absurdo intentarlo, porque él acababa de rebotar, sin hacerse daño, en el grueso muro acolchado.
Las paredes, carentes de ventanas, estaban acolchadas por todas partes, desde el suelo hasta el techo, igual que la puerta. El almohadillado era sin costuras, para que fuera imposible rasgarlo o arrancarlo. Incluso el suelo estaba acolchado, aparte de un cuadrado de veinticinco centímetros en el rincón izquierdo del fondo que debía servir de retrete.
En lo alto, una bombillita brillaba tenuemente detrás de la red protectora, seguramente alejada del suelo. El techo que rodeaba la luz también estaba acolchado, probablemente para amortiguar los ruidos.
Sala de confinamiento, así la llamaban, pero normalmente era una celda acolchada. «Cuarto de goma» era el término popular. Y quizás ese término de la jerga no fuera tan popular si más personas se viesen enfrentadas a la realidad.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Emery empezó a ir de un lado a otro. Seis pasos hacia delante, seis pasos hacia atrás, lo mismo una y otra vez, igual que un animal en una jaula.
Eso era exactamente: no una habitación, una simple jaula. Y si permaneces demasiado tiempo en una jaula te transformas en animal. Desgarras, arañas, te golpeas la cabeza en las paredes y pides a gritos que te saquen de allí.
Si no estás loco al entrar, te vuelves loco antes de salir. El truco, naturalmente, consiste en no permanecer allí demasiado tiempo.
Pero ¿cuánto tiempo era demasiado tiempo? ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar el abogado?
Seis pasos adelante, seis pasos atrás. El grisáceo y esponjoso acolchado ahogaba sus pasos y absorbía la luz de la bombilla, dejando las paredes en sombras. También las sombras podían hacer enloquecer. Igual que el silencio, y la soledad. Soledad entre sombras y en silencio, como estaba cuando lo encontraron en la habitación..., la otra habitación, la de la casa.
Fue como una pesadilla. Quizá se sentía eso cuando se estaba loco, y en ese caso él debía de haber estado loco cuando sucedió aquello.
Pero no estaba loco ahora. Estaba totalmente cuerdo, completamente dominado. Y allí no había nada que pudiera causarle daño. El silencio no daña. ¿Cómo era aquel dicho? La violencia es oro. No, nada de violencia. ¿De dónde había salido eso? Un desliz freudiano. Al diablo con Freud, ¿qué sabía él? Nadie lo sabía. Y si él guardaba silencio nadie lo sabría nunca. Aunque lo hubieran encontrado, no podrían demostrar nada. No si él guardaba silencio, si dejaba hablar a su abogado. El silencio era su amigo. Y también las sombras eran sus amigas. Las sombras ocultan todo. Había sombras en aquel otro cuarto y nadie podía haberlo visto con claridad cuando lo encontraron. Creyeron verlo, les diría.
No, se había olvidado: no debía decirles nada, sólo dejar hablar al abogado. ¿Qué le ocurría, estaba enloqueciendo a pesar de todo?
Seis pasos adelante, seis pasos atrás. Sigue andando, guarda silencio. Mantente lejos de esas sombras de los rincones. Las sombras eran cada vez más oscuras. Más oscuras y más densas. Algo parecía moverse allí, en el rincón derecho del fondo. 
Emery sintió que se tensaban los músculos de su garganta, y él no podía controlarlos. Sabía que iba a chillar de un momento a otro.
Y entonces se abrió la puerta a su espalda y con la luz del corredor la sombra desapareció.


Buen detalle que no hubiera chillado. En ese caso ellos habrían estado seguros de su locura, y todo se habría echado a perder. 
Pero puesto que la sombra había desaparecido, Emery se tranquilizó. Cuando lo sacaron al corredor y le dejaron en la sala de visitas estaba de nuevo muy calmado.
Su abogado le aguardaba allí, sentado al otro lado de la enrejada barrera, y nadie más iba a oírles.
Eso dijo el abogado. Nadie nos oye, puede explicarme todo.
Emery meneó la cabeza y sonrió porque él no era tan tonto. La violencia es oro e incluso las paredes tienen oídos. Quiso advertir a su abogado que le estaban espiando, pero eso parecía una tontería. Lo sensato era no mencionarlo, tener cuidado y decir las cosas apropiadas.
Explicó al abogado lo que todos sabían de él. Era un hombre decente, tenía trabajo fijo, pagaba sus facturas, no fumaba, no bebía, no era desordenado. Trabajador, responsable, pulcro, limpio, sin antecedentes policiales, no era un pendenciero. Mamá siempre se enorgullecía de su hijo y estaría orgullosa de él ese día si viviera aún. El siempre se había preocupado por su madre, y al morir ella siguió preocupándose de la casa, la cuidó, se cuidó de él mismo tal como su madre le había enseñado. Así pues, ¿a qué venía tanto alboroto? 
Supongamos que usted me lo explica, dijo el abogado.
Esa era la parte difícil, hacer comprender al hombre, pero Emery sabía que todo dependía de ello. Habló muy despacio, eligió las palabras con sumo cuidado, se aferró a los hechos.
La segunda guerra mundial tuvo lugar antes de que él naciera, pero era un hecho.
Emery conocía muchos hechos de la segunda guerra mundial ya que había leído muchos libros en la biblioteca en vida de su madre. Mejora tu mente, decía ella. Leer es mejor que ver tanta violencia por televisión, decía ella.
Por la noche, cuando no podía dormir, pasaba horas leyendo, sentado en su cuarto. La gente que trabajaba con él en la tienda lo llamaba ratón de biblioteca pero a él no le molestaba. Los ratones de biblioteca no existían, él lo sabía. Había gusanos que comían microorganismos de la tierra, pájaros que comían gusanos, animales que comían pájaros, personas que comían animales y microorganismos que comían personas..., como los que comieron a su madre hasta matarla.
Todo lo que existe (gérmenes, plantas, animales, personas) mata otras cosas para sobrevivir. Se trata de un hecho, un hecho cruel. Emery aún recordaba los chillidos de su madre.
Después de la muerte de ella Emery leyó más. Fue entonces cuando realmente se interesó por la historia. Los griegos mataron a los persas, los romanos mataron a los griegos, los bárbaros mataron a los romanos, los cristianos mataron a los bárbaros, los musulmanes mataron a los cristianos y los hindúes mataron a los musulmanes. Los negros mataron a los blancos, los blancos mataron a los indios, los indios mataron a otros indios, los orientales mataron a otros orientales, los protestantes mataron a los católicos, los católicos mataron a los judíos, los judíos mataron al Redentor en la Cruz.
Amaos los unos a los otros, dijo Jesús, y lo mataron por ello. Si el Redentor hubiera vivido, el Evangelio se habría extendido por el mundo entero y no habría existido violencia. Pero los judíos mataron a Nuestro Señor.
Eso explicó Emery al abogado, pero no profundizó. Vaya al grano, dijo el abogado.
Emery estaba acostumbrado a esa clase de reacción. La había escuchado otras veces cuando intentaba explicar cosas a las mujeres que conoció tras el fallecimiento de su madre. Mamá no aprobaba que él fuera con chicas y Emery solía enfadarse por ello. En cuanto ella murió los compañeros de trabajo le dijeron que la compañía femenina le sería provechosa. Sal de tu caparazón, le dijeron. Por eso consintió participar en salidas de dos parejas y entonces averiguó que su madre tenía razón. Las chicas se reían de él cuando comentaba hechos.
Era preferible permanecer en su caparazón, igual que un caracol. Los caracoles sabían protegerse en un mundo donde todos matan para vivir, y los judíos mataron al Redentor.
Hechos, dijo el abogado. Exponga hechos.
Y Emery le habló de la segunda guerra mundial. Ahí empezó la verdadera matanza. Banqueros judíos de todo el mundo financiaron las guerras napoleónicas y la primera guerra mundial, pero estos conflictos no fueron nada comparados con la segunda guerra mundial. Hitler conocía los planes de los judíos y trató de impedirlos; por eso invadió otras naciones, para librarse de los judíos tal como había hecho en Alemania. Los judíos habían planeado una guerra para destruir el mundo, para tomar el poder. Pero nadie lo comprendió y al final los ejércitos financiados por los judíos ganaron la guerra. Los judíos mataron a Hitler igual que mataron al Redentor. La historia se repite, y también eso es un hecho.
Emery explicó todo esto con enorme paciencia, sin recurrir a otra cosa que no fueran hechos, pero por la mirada del abogado dedujo que todo era inútil.
Y Emery regresó a su caparazón. Pero en esta ocasión llevó al abogado con él.
Le explicó cómo era su vida, solo en su casa, que en realidad era un gran caparazón que lo protegía. Demasiado grande al principio, y demasiado vacío, hasta que Emery comenzó a llenarlo con libros. Libros sobre la segunda guerra mundial, debido a los hechos. Pero cuanto más leyó tanto más comprendió que casi todos los libros no contenían hechos. Los vencedores escribían los relatos y, puesto que habían ganado los judíos, sólo escribían mentiras. Mentían acerca de Hitler, del partido nazi y sus ideales.
Emery fue una de las pocas personas capaz de leer entre mentiras y distinguir la verdad. Podía encontrar recordatorios de la verdad fuera de los libros, y él recurrió a esos recuerdos y empezó a coleccionarlos. Atavíos y banderas, cascos y medallas de acero. También las cruces de hierro eran recordatorios: los judíos destruyeron al Redentor en una cruz y ahora trataban de destruir las mismas cruces. 
Entonces comenzó a entender lo que ocurría, cuando fue a las tiendas de antigüedades donde vendían esa clase de objetos.
Había otras personas en esas tiendas y todas miraban a Emery. Nadie pronunciaba palabra, pero todos observaban. A veces él creía oír murmullos cuando estaba de espaldas y daba por hecho que los mirones tomaban notas.
Eso no era producto de su imaginación, porque al cabo de poco tiempo algunos compañeros de trabajo le hicieron preguntas sobre su colección: las fotos de los líderes del partido, las esvásticas, las insignias y las fotografías de niñas que ofrecían flores al Führer en mítines y desfiles. Difícil creer que esas niñas fueran ya mujeres cincuentonas. A veces Emery pensaba que si conocía a una de ellas podría arreglarse con ella y ser feliz; como mínimo ella lo entendería porque conocía los hechos. En cierta ocasión estuvo a punto de poner un anuncio para tratar de localizar a una de esas mujeres, pero pensó que podía ser peligroso. ¿Y si los judíos la buscaban? Lo cogerían a él también. Eso era un hecho.
El abogado de Emery meneó la cabeza. Su cara, al otro lado del enrejado, adoptó una expresión que disgustó a Emery. Era la expresión de la gente cuando va al zoo, cuando contempla los animales a través de barras o alambradas.
Fue entonces cuando Emery decidió que debería explicar el resto al abogado. Era un riesgo, pero si deseaba que aeyeran en él, su abogado debía conocer todos los hechos.
Y le habló de la conspiración.
Los secuestros de toda índole que ocurrían en la actualidad formaban parte de la conspiración. Y los terroristas que actuaban tapándose los ojos con gafas de esquiador también formaban parte del plan. 
En el mundo actual, el terror luce gafas de esquiador.
Algunas veces se llaman árabes, pero sólo para confundir a la gente. Ellos fueron los responsables de las bombas puestas en Irlanda del Norte y de los asesinatos de Latinoamérica. La conspiración internacional judía era responsable de todo ello, y detrás de unas gafas de esquiador hay un rostro judío.
Se esparcen por todo el mundo, provocando miedo y confusión. Y también habían estado allí, tramando, maquinando y espiando a sus enemigos. Mamá lo sabía.
Cuando él era pequeño y hacía una travesura mamá solía decirle que se portara bien. Pórtate bien o el judío te cogerá, decía mamá. Emery pensaba que ella intentaba asustarlo, pero ahora comprendía que su madre estaba diciéndole la verdad. Como cuando ella lo sorprendió masturbándose y lo encerró en el armario. El judío te cogerá, le dijo. Y estuvo solo a oscuras, vio que el judío atravesaba la puerta, empezó a chillar y su madre lo sacó justo a tiempo. De lo contrario el judío lo habría cogido. Emery sabía ahora que ese era el medio que empleaban para conseguir reclutas. Cogían a los hijos de otras personas y les lavaban el cerebro, los educaban para ser terroristas políticos en países del mundo entero (Italia, Irlanda, Indonesia, el Oriente Medio) de forma que nadie sospechara los hechos reales. Los hechos reales, la responsabilidad de los judíos, preparar otra guerra. Y cuando las demás naciones se destruyeran unas a otras, Israel dominaría el mundo.
Emery estaba hablando en voz más alta en ese momento, pero no se dio cuenta hasta que el abogado le rogó que se calmara. ¿Qué le hace pensar que esos terroristas van detrás de usted?, preguntó el abogado. ¿Alguna vez ha visto un terrorista?
No, le explicó Emery, ellos son demasiado listos para eso. Pero tienen espías, sus agentes están por todas partes.
El rostro del abogado estaba enrojeciendo y Emery reparó en el detalle. Le explicó por qué hacía tanto calor en la sala de visita: los agentes judíos estaban en acción de nuevo.
Las personas que Emery vio al comprar banderas, esvásticas y cruces de hierro habían sido enviadas a las tiendas para espiarle. Y los compañeros de su trabajo que se mofaban de su colección también eran espías, y sabían que él había averiguado la verdad. 
Los terroristas llevaban ya varios meses detrás de él, planeaban matarle. Intentaron atropcllarlo con sus coches al cruzar la calle, pero él se salvó. Hacía dos semanas, al encender el televisor, se produjo una explosión. Parecía un cortocircuito pero Emery no era tan tonto; habían querido electrocutarlo sin conseguirlo. Él era demasiado listo para llamar a un reparador, ya que ellos querían precisamente eso: enviar uno de sus asesinos en lugar del técnico. Las únicas personas que en la actualidad hacen visitas a domicilio son los asesinos.
Durante dos semanas Emery se las apañó como pudo sin electricidad. Entonces debieron de poner los aparatos en las paredes. Los terroristas poseían aparatos para calentar cosas y por la noche él escuchaba un zumbido en la oscuridad. Buscó por todas partes, dio golpes en las paredes y no encontró nada, pero sabía que los aparatos estaban allí. A veces el calor aumentaba tanto que acababa empapado de sudor, pero él no intentaba apagar la calefacción. Les demostraría que podía soportarlo. Y no pensaba salir de la casa, porque eso era lo que ellos deseaban. Ese era su plan, obligarlo a salir para poder atacarlo y matarlo.
Emery era demasiado listo para eso. Tenía suficientes alimentos enlatados y otras cosas para resistir y era más seguro no moverse. Cuando sonaba el teléfono, él no contestaba; seguramente alguien de la tienda llamaba para preguntarle por qué no iba a trabajar. Eso era lo único que debía hacer: volver al trabajo para que pudieran asesinarlo en el camino.
Era preferible esconderse en su dormitorio con las cruces de hierro y las esvásticas en las paredes. La esvástica es un símbolo muy antiguo, un símbolo sagrado, y lo protegía. Igual que la gran fotografía del Führer. Saber que estaba allí era suficiente protección, incluso a oscuras. Emery no podía dormir ya debido a los ruidos de las paredes; al principio fue un zumbido, pero poco a poco fue captando voces. No sabía hebreo, y sólo con el tiempo supo qué estaban diciéndole. Sal, asqueroso ario, sal y muere.
Se presentaban todas las noches, igual que vampiros, con antifaces de esquiador para ocultar sus caras. Llegaban y musitaban, sal, sal estés donde estés. Pero él no salía.
Algunos libros de historia afirmaban que Hitler era un loco, y quizás eso fuera cierto. Si lo era, Emery sabía el porqué. Porque también el Führer debió de oír las voces y comprendió que ellos lo acosaban. No era extraño que insistiera en hablar de la respuesta al problema judío. Ellos estaban corrompiendo la raza humana y Hitler tenía que frenarlos. Pero ellos lo hicieron arder en un búnker. Mataron al Redentor. ¿No puede entenderlo?
El abogado contestó que no y dijo que quizás Emery debía hablar con un médico y no con él. Pero Emery no quería hablar con un médico. Esos médicos judíos formaban parte de la conspiración. Lo que él debía decir a continuación era estrictamente confidencial. 
Pues dígamelo, por el amor de Dios, repuso el abogado.
Y Emery dijo que sí, que se lo explicaría. Por el amor de Dios, por el amor del Redentor.
Hacía dos días se quedó sin latas. Tenía hambre, mucha hambre, y si no comía, moriría. Los terroristas querían matarlo de hambre pero él era demasiado listo para eso.
Decidió ir al supermercado.
Antes miró a hurtadillas por todas las ventanas, pero no vio a nadie con gafas de esquiador. Eso no significaba que salir fuera seguro, por supuesto, porque los judíos también empleaban gente ordinaria. Lo único que podía hacer era arriesgarse. Y antes de salir se puso en el cuello una cruz de hierro con cadena. Serviría para protegerle.
Cuando anochecía, Emery fue al supermercado, calle abajo. Era absurdo ir en coche, porque los terroristas podían haber colocado una bomba, y por eso fue andando.
Se sintió extraño al estar en la calle de nuevo, y aunque no vio nada sospechoso temblaba de pies a cabeza cuando llegó al supermercado.
Allí había grandes tubos fluorescentes y ninguna sombra. Emery no vio espías y agentes por allí, aunque naturalmente ellos eran lo bastante listos para no dejarse ver. Emery confiaba en volver a casa antes de que ellos actuaran.
Los clientes tenían aspecto de personas normales. El problema es que nunca se puede estar seguro en estos tiempos. Emery cogió latas con la máxima rapidez posible y se alegró de llegar al final de la cola de la caja sin más problemas. La empleada lo miró de una forma extraña, quizá porque no se había afeitado o cambiado de ropa desde hacía días. De todos modos pudo salir, aunque empezaba a dolerle la cabeza.
Era de noche cuando salió del supermercado con la bolsa llena de latas, y no había un alma en la calle. Otro logro de los terroristas: hacer que la gente tuviera miedo a pasear sola por la calle. ¿Ve lo que han conseguido? ¡Todo el mundo se asusta de estar fuera por la noche!
Eso le dijo la niña.
Se hallaba de pie en la esquina del bloque cuando Emery la vio: una monada, quizá de cinco años, con unos ojazos color castaño y cabello rizado. Y estaba llorando, mortalmente asustada.
Me he perdido, dijo la pequeña. Me he perdido, quiero que venga mi mamá.
Emery lo comprendió. Todo el mundo anda perdido en estos tiempos, todo el mundo quiere alguien que lo proteja. Pero no existe ya protección, no con esos terroristas al acecho, a la espera de su oportunidad, escondidos en las sombras. 
Y había sombras en la calle, sombras junto a la casa de Emery. Él quería ayudar pero no podía arriesgarse a estar hablando en la calle.
Siguió andando, subió los escalones del porche y no vio que la pequeña lo había seguido hasta que abrió la puerta. Una niña llorando, diciendo por favor, señor, lléveme con mi mamá. 
Sintió deseos de entrar y cerrar la puerta, pero comprendió que debía hacer algo.
¿Cómo te has perdido?, le preguntó.
La niña dijo que estaba aguardando en el coche delante del supermercado mientras mamá iba de compras, pero como no volvía salió del automóvil para buscarla en la tienda y ya no estaba allí. Luego creyó verla calle abajo y echó a correr, pero era otra señora. No sabía dónde estaba y ¿querría él llevarla a casa, por favor?
Emery sabía que no podía hacer eso, pero la niña se puso a llorar otra vez, escandalosamente. Si había alguien cerca oiría a la pequeña. Emery le dijo que entrara.
La casa tenía un olor raro por la falta de ventilación y hacía mucho calor. Estaba a oscuras, además, con todas las luces apagadas debido a los terroristas. Emery trató de explicarse, pero la niña lloró con más fuerza porque la oscuridad la asustaba.
No te asustes, le dijo Emery. Dime el nombre de tu mamá y la telefonearé para que venga a recogerte.
Ella le facilitó el nombre (señora Rubelsky, Sylvia Rubelsky). pero desconocía la dirección.
Era difícil oír con claridad a causa del zumbido de las paredes. Emery agarró la linterna que guardaba en la cocina para los apuros y fue al salón para buscar el apellido en el listín.
No había ningún Rubelsky. Emery probó con apellidos similares: Rubelski, Roubelsky, Rebelsky, Rabelsky... Nada. ¿Estás segura?, preguntó.
Entonces la niña dijo que no tenían teléfono.
Curioso; todo el mundo tenía teléfono. La pequeña dijo que no importaba, que si él la llevaba a la Calle Sexta le señalaría la casa. 
Emery no estaba dispuesto a ir a ninguna parte, y menos a la Calle Sexta. Pertenecía a un barrio judío. Y pensándolo bien, Rubelsky era un apellido judío.
¿Eres judía?, preguntó.
La niña dejó de llorar y miró a Emery, y sus ojazos castaños se abrieron cada vez más. Esa forma de mirar aumentó el dolor de cabeza de Emery.
¿Qué estás mirando?, le dijo.
Esa cosa que lleva en el cuello, contestó ella. Esa cruz de hierro. Es como la de los nazis.
¿Qué sabes tú de los nazis?, preguntó él.
Mataron a mi abuelito, dijo ella. Lo mataron en Belsen. Mamá me lo explicó. Los nazis son malos.
De pronto la verdad brotó como un fogonazo, un fogonazo que hizo palpitar la cabeza de Emery.
Ella era uno de ellos. La habían dejado en la calle como un cebo, sabiendo que ella dejaría entrar en su casa. ¿Qué pretendían? 
¿Por qué lleva cosas feas?, dijo ella. Quitese eso.
Tenía la mano extendida hacia la cadena, la cadena con la cruz de hierro.
Era como en aquella antigua película que Emery había visto hacía tiempo, la del Golem. Aquel enorme monstruo petrificado cobra vida en el ghetto judío, luciendo la estrella de David en el pecho. Una niña arranca la estrella y el Golem cae muerto.
Por eso habían enviado a la niña, para arrancarle la cruz de hierro y matarlo.
De eso nada, dijo él. Y abofeteó a la pequeña, no con fuerza pero ella se puso a llorar. Emery no podía soportarlo, le puso sus manos en torno al cuello sólo para que dejara de llorar, hubo una especie de crujido y luego...
¿Qué ocurrió luego?, preguntó el abogado.
No quiero hablar de eso, dijo Emery.
Pero no podía contenerse, estaba hablando de eso. Al principio, al no encontrar el pulso a la niña, pensó que la había matado. Pero no había estrujado con fuerza, la muerte debió de producirse cuando la niña tocó la cruz de hierro. Eso significaba que su suposición era correcta, que la pequeña era uno de ellos.
Pero él no podía decirlo a nadie, sabía que la gente jamás creería en unos terroristas que enviaban una pequeña judía a su casa para matarlo. Y él no podía tolerar que encontraran así a la niña. Qué hacer, ese era el problema. El problema judío.
Luego lo recordó. Hitler averiguó la respuesta. Emery sabía ya qué debía hacer.
Hacía calor allí y todavía más abajo. Allí la llevó, abajo, donde estaba funcionando la caldera de la calefacción. Un horno de gas. 
Oh, Dios mío, dijo el abogado. Oh, Dios mío.
Y de pronto el abogado se levantó, se acercó a la puerta que había al otro lado del enrejado y llamó al vigilante.
Vuelva aquí, dijo Emery.
Pero el hombre no le hizo caso, continuó musitando algo al vigilante. Y después llegaron otros agentes por el lado del enrejado que ocupaba Emery y lo agarraron por los brazos.
Les pidió a gritos que lo soltaran, que no escucharan al abogado judío... ¿No comprendían que él debía de ser uno de ellos?
En lugar de prestarle atención lo llevaron por el corredor hasta el cuarto de goma y lo metieron allí de un empujón.
Prometieron que me pondrían en otra celda, dijo Emery. No quiero estar aquí. No estoy loco.
Un vigilante dijo tranquilo, el médico vendrá a darle algo para que pueda dormir.
Y la puerta se cerró estruendosamente.


Emery volvía a encontrarse en el cuarto de goma, pero en esta ocasión no paseó, y no gritó que lo sacaran. De nada iba a servirle. Ya sabía cómo se había sentido el Redentor, traicionado y a la espera de la crucifixión.
También Emery había sido traicionado, traicionado por el abogado judío, y lo único que podía hacer era esperar la llegada del doctor judío. Para que durmiera, había dicho el vigilante. Así funcionaba la conspiración: lo obligarían a dormir para siempre. Pero él no lo consentiría, permanecería en vela, exigiría un juicio justo. 
Eso era imposible. Los policías explicarían que habían oído gritar a la niña, que entraron en la casa y encontraron a Emery. Lo acusarían de pederasta y asesino. Y el juez lo sentenciaría a muerte. El juez creería en los judíos tanto como Poncio Pilato, igual que los aliados cuando mataron a nuestro Führer.
Emery no había muerto todavía pero no tenía escapatoria. No podía rehuir el juicio, no podía escapar del cuarto de goma.
¿O sí?
La respuesta surgió de improviso.
Alegaría locura.
Emery sabía que no estaba loco, pero podía engañarlos para que lo creyeran. Estar loco no era una desgracia, algunas personas opinaban que Jesucristo y el Führer también estaban locos. Y lo único que debía hacer era fingir.
Sí, esa era la respuesta. Y bastó con pensar en ello para que se sintiera mejor. Aunque lo encerraran en un cuarto de goma como ese sobreviviría. Podría andar, hablar, comer, dormir y pensar. Pensar en cómo los había engañado, a todos los terroristas judíos dispuestos a matarlo.
Debía tener mucho cuidado. No debería mentir, no como había mentido al abogado. Podía admitir la verdad.
Matar a la pequeña judía no fue un accidente, él sabía qué hacía en el momento que le rodeó el cuello con sus manos. Apretó tanto como pudo porque ése había sido siempre su deseo. Apretar los cuellos de las chicas que se reían de él, los de los compañeros de trabajo que no le escuchaban cuando hablaba de su colección y sí, lo diría, había querido apretar también el cuello de su madre porque ella siempre había hecho lo mismo con él, lo había ahogado, lo había estrangulado, había destrozado su vida. Pero sobre todo quería estrujar a los judíos, los asquerosos terroristas semitas que pretendían acabar con él y destruir el mundo.
Y eso había hecho él. No había partido el cuello de la niña, ella no estaba muerta cuando la llevó abajo y abrió la puerta del horno. 
Lo que había hecho en realidad era resolver el problema judío.
Lo había resuelto y ellos no podrían tocarle un dedo. Se hallaba a salvo ya, a salvo de todos los terroristas y espíritus malignos ansiosos de venganza, a salvo para siempre allí, en el cuarto de goma.
Lo único que le disgustaba eran las sombras. Recordaba haberlas visto antes, recordaba que la del rincón del fondo había parecido volverse más oscura y más espesa.
Y en ese momento estaba ocurriendo lo mismo.
No la mires, pensó. Estás imaginando cosas. Sólo los locos ven moverse las sombras. Moverse y retorcerse como una nube, una nube de humo que sale de un horno de gas.
Pero tuvo que mirar porque la sombra estaba cambiando, cobrando forma. Emery lo vio de pie en el rincón, la figura de un hombre. Un hombre vestido de negro, con la cara negra.
Y estaba avanzando.
Emery retrocedió mientras la figura se deslizaba hacia él suave y silenciosamente por el acolchonado suelo, y abrió la boca para chillar.
Pero el chillido no brotó. La amenazadora figura avanzaba delante de Emery, que se apretó a la pared del cuarto de goma. Vio el negro rostro con gran claridad..., pero no era un rostro.
Eran unas gafas de esquiador.
Los brazos de la figura se alzaron y las manos se extendieron, y Emery vio negras gotitas que caían de las humosas muñecas en el momento que los dedos se cerraban en torno a su cuello. Emery golpeó las gafas de esquiador, introdujo los dedos en los agujeros de los ojos, pinchó los mismos ojos. Pero no había nada detrás de las gafas, nada en absoluto.
Fue en ese momento cuando Emery enloqueció realmente.


Cuando se abrió la puerta del cuarto de goma la sombra había desaparecido. Sólo encontraron a Emery, y estaba muerto.
Apoplejía, dijeron. Fallo cardiaco. Mejor redactar un rápido informe médico y cerrar el caso. Cerrar también el cuarto de goma mientras se ocupaban del informe.
Era sólo una coincidencia, por supuesto, pero la gente podía pensar cosas raras si lo averiguaban. Dos muertes en la misma celda, Emery y el otro chiflado que la semana anterior se abrió las venas de las muñecas a mordiscos, el terrorista loco que llevaba unas gafas de esquiador.


La capa --- Robert Bloch



LA CAPA

Robert Bloch

El sol estaba agonizando y su sangre salpicaba el cielo mientras se arrastraba hacia su sepulcro detrás de las colinas. El viento gimoteante impulsaba las hojas secas caídas de los árboles enviándolas hacia el oeste, como si les diera prisa para que acudieran al funeral del sol.
-¡Tonterías! -exclamó Henderson, y dejó de pensar en eso.
El sol estaba poniéndose en un cielo color rojo sucio y un viento cargado de porquería empujaba las hojas medio podridas hacia el repugnante interior de una cloaca. ¿Por qué desperdiciaba su tiempo con esa imaginería tan barata?
-¡Tonterías! -volvió a exclamar Henderson.
Pensó que probablemente su estado de ánimo sería algo provocado por el día. Después de todo, era el crepúsculo de Halloween. Esta noche era la temida Víspera de Todos los Santos, cuando los espíritus caminaban sobre la tierra y las calaveras gritaban desde sus tumbas.
Debía de ser eso o, de lo contrario, el que ésta fuera meramente la noche de otro día asqueroso y frío. Henderson suspiró. Pensó que hubo un tiempo en el que la llegada de esta noche tenía algún significado. Una Europa oscura que gemía bajo el peso del terror supersticioso había consagrado esta Víspera de Todos los Santos a lo Desconocido que hacía muecas entre las tinieblas. Un millón de puertas habían sido atrancadas para impedirles la entrada a los visitantes malignos, un millón de labios temblorosos habían murmurado plegarias y se habían encendido un millón de velas. Henderson pensó que había algo de majestuoso en aquella idea. En aquellos tiempos la vida había sido una aventura. Los hombres caminaban sumidos en el terror de lo que podían hallar en la siguiente curva de un camino a medianoche. Habían vivido en un mundo de espectros, demonios y espíritus elementales que codiciaban sus almas..., y, por todos los cielos, en aquellos tiempos el alma de un hombre tenía algún significado. Este nuevo escepticismo le había arrebatado algún profundo sentido a la existencia. Los hombres ya no reverenciaban sus almas.
-Tonterías! -dijo nuevamente Henderson de forma casi automática.
Aquella áspera palabra que siempre acababa poniéndole fin a los vuelos de su fantasía encerraba algo tosco e indiscutiblemente propio del siglo XX.
Para Henderson la voz de su cerebro que decía «tonterías» ocupaba el lugar de la humanidad y de la gente común y corriente que expresaría en voz alta esa misma opinión si pudiera escuchar sus pensamientos secretos. Henderson pronunció la palabra en voz alta y trató de olvidar tanto sus problemas como sus ataques de melancolía.
Iba caminando por la calle bajo el crepúsculo para comprar un disfraz que ponerse en el baile de esa noche, y sería mejor que se concentrara en la tarea de encontrarlo antes de la hora de cerrar en vez de perder el tiempo soñando despierto con Halloween.
Sus ojos escrutaron la creciente oscuridad de las sombras proyectadas por los mugrientos edificios que se alineaban a ambos lados de la angosta calle. Volvió a echarle una mirada a la dirección que había garrapateado después de encontrarla en el listín telefónico. 
¿Por qué diablos no iluminaban las tiendas cuando oscurecía? No lograba ver los números. De acuerdo, estaba en un barrio pobre, pero después de todo...
De repente Henderson localizó el sitio que andaba buscando al otro lado de la calle y cruzó la calzada. Pasó ante el escaparate y le echó un vistazo. Los últimos rayos del sol pasaban en ángulo oblicuo sobre el edificio de enfrente y caían directamente encima del escaparate y los artículos que contenía. Henderson tragó aire, sorprendido.
Estaba contemplando el escaparate de una tienda de disfraces, no atisbando por una fisura que diese al infierno. Entonces, ¿por qué todo lo que veía era fuego rojo iluminando los sonrientes rostros de unos demonios? 
-El crepúsculo -murmuró Henderson.
Sí, naturalmente, eso era, y los rostros no eran más que las máscaras hábilmente modeladas, típicas de un comercio semejante. Aun así, bastaban para que un hombre imaginativo se sobresaltara. Abrió la puerta y entró.
La tienda estaba oscura y silenciosa. En la atmósfera flotaba un olor a soledad, ese mismo olor que se apodera de los sitios que llevan mucho tiempo sin ser visitados por nadie: tumbas, fosas perdidas en la espesura del bosque, cavernas subterráneas y... 
-Tonterías.
¿Qué diablos le pasaba? Henderson le dirigió una sonrisa de disculpas a la oscuridad desierta. El olor de la tienda de disfraces le había hecho volver a sus días de actor aficionado en la universidad. Henderson conocía muy bien este olor a naftalina, pieles viejas, pintura grasienta y aceites varios. Había interpretado a Hamlet y había sostenido en sus manos una calavera sonriente que escondía todo el conocimiento del mundo en las vacías cuencas de sus ojos..., una calavera sacada del departamento de guardarropía, naturalmente.
Bueno, aquí estaba otra vez y la calavera le dio la idea. Después de todo, ésta era la noche de Halloween. Teniendo en cuenta su estado de ánimo, no le apetecía nada disfrazarse de turco, rajá o pirata..., todo el mundo lo hacía. ¿Por qué no acudir disfrazado de diablo, o de hechicero, o de hombre lobo? Se imaginó el rostro de Lindstrom cuando entrara en u elegante aparramento vestido con unos cuantos harapos. Presentarse con semejante atuendo en una fiesta de sociedad llena de gente elegante que llevaría caros disfraces comprados en las mejores tiendas..., seguro que le daría un ataque. Y, de todas formas, las sofisticadas amistades de Lindstrom no le caían demasiado bien; no eran más que una pandilla de Noel Cowards aficionados y mujeres caballunas que llevaban arneses hechos de joyas. ¿Por qué no participar en el espíritu de Halloween y asistir disfrazado de monstruo?


Henderson se quedó inmóvil en la penumbra esperando a que alguien encendiera la luz, saliera de la trastienda y le atendiera. Pasados uno o dos minutos empezó a impacientarse y golpeó el mostrador con los nudillos.
-¡Eh, oigan! ¿Pueden atenderme?
Silencio. Y, segundos después, un roce ahogado procedente de la trastienda..., un sonido nada agradable de escuchar en la oscuridad. Después oyó un ruido que parecía venir de abajo y el lento y pesado eco de unos pasos. Y de repente Henderson dejó escapar un respingo de sorpresa. ¡Una masa oscura estaba emergiendo del suelo!
Naturalmente, no era más que la trampilla del sótano al abrirse. Un hombre se acercó lentamente al mostrador llevando una lámpara en la mano. Parpadeó lentamente, como si estuviera adormilado.
El rostro amarillento del hombre se fue arrugando en una sonrisa.
-Me temo que estaba dormido -dijo en voz baja-. ¿Puedo servirle en algo, señor?
-Estaba buscando un disfraz de Halloween.
-Oh, sí. ¿Y en qué había pensado?
En aquella voz había un cansancio inmenso, infinito. Los ojos siguieron parpadeando en el rostro flácido y amarillento.
-Me temo que en algo que se sale de lo habitual. Verá, querría algún disfraz de monstruo para ir a una fies... ¿Tiene algo de ese estilo?
-Podría enseñarle algunas máscaras.
-No. Quiero decir..., trajes de hombre lobo, algo en esa línea. Algo que resulte más auténtico.
-Ya. Lo auténtico.
-Sí.
Viejo idiota..., ¿por qué le habría dado tanto énfasis a esa palabra?
-Puede que..., sí, puede que tenga lo que anda buscando, señor. -Los ojos parpadearon, pero los delgados labios se fruncieron en una sonrisa-. El disfraz ideal para la noche de Halloween.
-¿Cuál?
-¿Ha tomado en consideración la posibilidad de ser un vampiro?
-¿Como Drácula?
-Ah... Sí, supongo que... Sí, Drácula.
-No es mala idea. Pero, ¿cree que tengo el tipo adecuado para esa clase de disfraz?
El hombre le examinó de pies a cabeza manteniendo su tensa sonrisa.
-Tengo entendido que hay vampiros de todas clases. Usted sería un vampiro estupendo.
-Vaya cumplido. -Henderson dejó escapar una risita-. Pero, ¿por qué no? ¿En qué consiste el disfraz? 
-¿El disfraz? Oh, meramente un traje adecuado para salir de noche, o lo que lleva puesto ahora. Yo le proporcionaré una capa auténtica.
-Sólo una capa..., ¿nada más?
-Sólo una capa. Pero se lleva como si fuese un sudario. A decir verdad, está hecha con tela de sudario, ¿sabe? Espere, se la traeré.
Sus pies se movieron lentamente sobre el suelo llevándole de nuevo hacia la parte trasera de la tienda. Su cuerpo volvió a desaparecer por la trampilla y Henderson esperó. Oyó más ruidos y el viejo volvió a aparecer trayendo consigo la capa. La agiró en la oscuridad para quitarle el polvo.
-Aquí está..., la auténtica capa del vampiro.
-Es auténtica?
-Permita que se la ponga bien..., estoy seguro de que hará maravillas.
La tela fría y pesada quedó suspendida sobre los hombros de Henderson. Cuando dio un paso hacia atrás y se contempló en el espejo, un débil olor a humedad y moho invadió sus fosas nasales. Había poca luz, pero Henderson vio que la capa había transformado asombrosamente su aspecto. Sus rasgos parecían más flacos y sus ojos destacaban en la blancura de su rostro, cuya palidez quedaba realzada por la capa oscura que llevaba. La capa era un gran sudario negro.
-Es auténtica -murmuró el viejo.
Debía de haberse movido muy deprisa, porque Henderson no le había visto en el cristal.
-Me la llevaré -dijo Henderson-. ¿Cuánto es?
-Estoy seguro de que se divertirá mucho llevándola puesta.
-¿Cuánto?
-Oh. Digamos que cinco dólares.
-Tenga.
El viejo cogió el dinero parpadeando y le quitó la capa de los hombros. Cuando dejó de estar cubierto por la tela, Henderson sintió que su cuerpo recobraba el calor que había perdido. En aquel sótano debía de hacer mucho frío: la capa estaba helada.
El viejo envolvió la capa sonriendo y se la entregó.
-Mañana volverá a tenerla aquí -prometió Henderson.
-No hace falta que me la devuelva. La ha comprado. Es suya.
-Pero...
-No tardaré en abandonar este negocio. Quédesela. Estoy seguro de que usted le encontrará más usos que yo.
-Pero...
-Que pase una buena velada.
Henderson fue hacia la puerta sumido en la confusión, y cuando llegó a ella se volvió para despedirse del viejo, que parpadeaba en la penumbra.
Dos ojos llameantes le contemplaban desde el otro lado del mostrador..., dos ojos que no parpadeaban...
-Buenas noches -dijo Henderson, y se apresuró a cerrar la puerta preguntándose si no estaría empezando a perder la cabeza.


A las ocho Henderson estuvo a punto de llamar a Lindstrom para decirle que no podía ir a la fiesta. Nada más ponerse la capa empezó a sentir escalofríos, y cuando se contempló en el espejo lo vio todo borroso y apenas pudo distinguir su reflejo.
Pero después de tomarse unas cuantas copas empezó a sentirse mejor. No había comido, y el licor le calentó la sangre. Empezó a pasear por la habitación practicando con la capa, haciéndola moverse a su alrededor y frunciendo el ceño en lo que le parecía una expresión de ferocidad ¡No cabía duda, iba a ser todo un vampiro! Llamó a un taxi y bajó al vestíbulo. Cuando el taxista entró a buscarle, Henderson estaba esperándole envuelto en su capa negra.
-Deseo que me lleve a donde he de ir -dijo en voz baja.
El taxista le miró y se puso pálido.
-¿Cómo dice?
-Le ordené que viniera -dijo Henderson con voz gutural mientras todo su interior temblaba a causa de la risa. Contorsionó sus rasgos en una mueca feroz y echó la capa hacia atrás.
-Sí, sí. Vale.
El taxista casi salió corriendo del vestíbulo. Henderson le siguió.
-Adónde vamos, jefe..., quiero decir, señor?
Henderson le dio la dirección y se reclinó en su asiento. El rostro asustado del taxista no se volvió hacia él.
El taxi se puso en marcha con una sacudida tan brusca que Henderson dejó escapar una risita ahogada muy acorde con su disfraz. El sonido de su risa hizo que el taxista se dejara dominar por el pánico y aumentó la velocidad hasta el límite fijado por las autoridades municipales. Henderson rió en voz alta, y el impresionable taxista se estremeció en su asiento. El trayecto fue bastante emocionante, pero Henderson no estaba preparado para lo que ocurrió al llegar a su destino: en cuanto abrió la puerta y se bajó, ésta se cerró de golpe y el taxista se alejó a toda velocidad sin cobrarle nada.
«Debo de tener todo el aspecto de un vampiro», pensó Henderson complacido mientras cogía el ascensor para subir al apartamento.
En el ascensor había tres o cuatro personas mas; Henderson las había visto antes en otras fiestas a las que Lindstrom le había invitado, pero ninguna de ellas pareció reconocerle. Pensar que el mero hecho de llevar esta extraña capa y una mueca poco habitual en él bastaban para alterar toda su personalidad y su apariencia le hizo sentirse más bien complacido. Los otros invitados lucían disfraces elegantes y complicados: una mujer iba vestida como una pastora de Watteau, otra iba de bailarina española, un hombre bastante alto se había vestido de payaso y su acompañante iba vestido de torero. Pero aun así Henderson les reconoció a todos; sabía que esos trajes tan caros no eran auténticos disfraces, sino meramente exageraciones indumentarias calculadas para realzar su apariencia. Casi todas las personas que acudían a fiestas de disfraces daban rienda suelta a sus deseos reprimidos. Las mujeres enseñaban sus encantos y los hombres acentuaban su masculinidad, como el torero, o la ridiculizaban exagerándola al máximo. Todo aquello era lamentable. Idiotas dominados por los convencionalismos que se quitaban apresuradamente sus horrendos trajes de negocios y salían corriendo con destino a un albergue, una finción teatral de aficionados o un baile de máscaras para satisfacer sus famélicas imaginaciones... ¿Por qué no se vestían con atuendos abigarrados para ir por la calle? Henderson solía pensar en ello.
Una cosa si era innegable: los disfraces de aquellas personas elegantes del ascensor les daban un aspecto magnífico. Se les veía sanos y llenos de vitalidad, con los rostros muy sonrosados y con unos cuellos y gargantas tan robustos... Henderson contempló los opulentos brazos de la mujer que tenía al lado. Clavó los ojos en ellos durante un buen rato sin darse cuenta de lo que hacia, y acabó dándose cuenta de que los demás ocupantes del ascensor se habían apartado de él. Estaban apelotonados en un rincón de la cabina, como si le tuvieran miedo a su capa y su fruncimiento de ceño y a sus ojos clavados en la mujer. Su parloteo había cesado de repente. La mujer le miró como si se dispusiera a decir algo, pero las puertas del ascensor se abrieron bruscamente dándole una bien acogida oportunidad de escapar a todo aquello.
¿Qué diablos estaba pasando? Primero el taxista, luego la mujer... ¿Habría bebido demasiado?
Bueno, ahora ya no tenía tiempo de pensar en ello. Aquí estaba Marcus Lindstrom, y acababa de ponerle un vaso en la mano.
-Qué tenemos aquí? ¡Ah, un hombre del saco! 
Bastaba con mirarle una vez para darse cuenta de que Lindstrom ya estaba borracho, como solía ocurrirle en aquel tipo de acontecimientos. Su gordo anfitrión tenía el cuerpo repleto de alcohol.
-¡Venga, muchacho, tómate una copa! Yo beberé de la botella. Ese disfraz tuyo me ha dado un buen susto. ¿De dónde has sacado el maquillaje?
-Maquillaje? No llevo maquillaje.
-Oh. Claro, claro. No llevas maquillaje. Qué..., qué idiota soy.
Henderson se preguntó si estaría loco. ¿Lindstrom había llegado a dar un paso hacia atrás o todo eran ilusiones suyas? Y esa expresión de sus ojos..., ¿sería auténtico miedo?
-Te..., te veré más tarde -balbuceó Lindstrom apartándose de él y volviéndose rápidamente hacia los otros invitados que acababan de llegar. Henderson observó la nuca de Lindstrom, una nuca gorda y blanca. Asomaba por encima del cuello de su traje y en su centro había una vena. Una vena en el gordo cuello de Lindstrom... Lindstrom, gordo y asustado.
Henderson se quedó solo en la antesala. De la estancia que había más allá le llegaban risas y el sonido de la música; los ruidos de la fiesta. Henderson vaciló antes de entrar. Tomó un sorbo del vaso que tenía en la mano: ron Bacardi, una bebida realmente fuerte. Su efecto, añadido al de las copas que ya se había tomado casi le hizo tambalearse. Pero siguió bebiendo mientras se hacía preguntas. ¿Qué había de raro en él o en su disfraz? ¿Por qué asustaba a la gente? ¿Estaría representando inconscientemente su papel de vampiro? Ahora que lo pensaba, esa broma de Lindstrom sobre el maquillaje...
Se dejó llevar por un impulso y fue hacia el gran espejo del vestíbulo. Se barnboleó y acabó quedándose inmóvil delante de él, bañado por la potente luz blanca. Se encaró con el espejo, clavó los ojos en él y no vio nada.
¡Estaba mirándose en el espejo y allí no había nadie!
Henderson empezó a reírse con una risa suave y maléfica que despertó profundos ecos en su garganta. Siguió con los ojos clavados en aquel espejo vacío que no reflejaba nada, y sus carcajadas fueron aumentando de potencia a medida que una negra alegría iba invadiendo todo su ser.
-Estoy borracho -murmuró-. Tengo que estar borracho. Cuando me miré en el espejo de mi apartamento me vi borroso. Ahora estoy tan borracho que no puedo ver nada. Claro, estoy borracho como una cuba... He estado actuando de una forma ridícula, asustando a la gente. Y ahora estoy viendo alucinaciones..., o, mejor dicho, no viéndolas. Visiones. Angeles.
Bajó el tono de voz.
-Claro, ángeles... Ahora mismo tengo uno detrás. Hola, ángel.
-Hola.
Henderson giró en redondo. Y allí estaba día, con su capa oscura y su cabello formando una reluciente aureola que enmarcaba su rostro blanco de rasgos altivos; tenía los ojos de un azul celestial y los labios rojos como el infierno.
-¿Eres real? -le preguntó Henderson en voz baja-. ¿O soy un tonto que cree en los milagros?
-Este milagro se llama Sheila Darrly, y si no te importa le gustaría empolvarse la nariz.
-Oh, naturalmente. Puedes usar el espejo: es una cortesía de Stephen Henderson -replicó el hombre de la capa con una sonrisa mientras se echaba a un lado sin apartar los ojos de ella.
La chica ladeó la cabeza y le obsequió con una sonrisa llena de picardía.
-¿Nunca has visto usar una polvera? -le preguntó.
-No sabía que los ángeles necesitaran cosméticos -replicó Henderson-. Pero, naturalmente, hay muchas cosas que ignoro sobre los ángeles. A partir de ahora serán mi tema de estudio favorito. Tengo tanto que descubrir... Probablemente te iré siguiendo toda la noche con un cuaderno de notas en la mano.
-¿Un vampiro con un cuaderno de notas?
-Oh, soy un vampiro muy inteligente..., no como esos rústicos de Transilvania. Estoy seguro de que acaharé pareciéndote encantador.
-Sí, tienes todo el aspecto de serlo -se burló la chica-. Pero un ángel y un vampiro..., es una combinación muy rara.
Podemos reformarnos el uno al otro -observó Henderson-. Además, tengo la sospecha de que llevas dentro un poquito de diablo. Esa capa oscura sobre tu traje de ángel..., un ángel oscuro, ya sabes. Puede que no vengas del cielo, sino de mi ciudad natal.
Henderson se mostraba animado y jovial, pero por debajo de sus bromas hervía un auténtico huracán de pensamientos. Recordó algunas discusiones del pasado; observaciones cínicas que había proferido y en las que había creído.
En una ocasión Henderson afirmó que el amor a primera vista no existía salvo en los libros o las obras teatrales, donde era utilizado como un artificio dramático para acelerar la acción. Estaba convencido de que la gente sacaba sus conocimientos acerca del amor romántico de los libros y las obras teatrales, y acababa creyendo en el amor a primera vista cuando lo único que se podía sentir en tales casos era deseo. 
Y ahora esta Sheila, este ángel rubio había aparecido en su vida y había expulsado de ella todos los pensamientos tristes y morbosos, borrando de su mente todas aquellas tonterías sobre la embriaguez y aquel ridículo mirarse en el espejo; su presencia le había hecho sumergirse en sueños repletos de labios rojos, etéreos ojos azules y esbeltos brazos blancos.
Parte de lo que sentía se había transmitido a sus ojos, y cuando la chica alzó la cabeza hacia él captó la verdad de lo que le ocurría.
-Bueno -dijo con voz entrecortada-. Espero que los resultados de tu inspección te hayan complacido.
-Esa última frase ha sido un auténtico milagro de comprensión. Pero había algo que deseaba averiguar sobre la divinidad. ¿Vosotros los ángeles..., bailáis? 
-¡Un vampiro con tacto! ¿Vamos a la sala? 
Entraron en la gran habitación cogidos del brazo. El jolgorio y la diversión estaban en pleno apogeo. El licor había conseguido que la alegría llegara al máximo, pero ya nadie bailaba. Crupitos de parejas esparcidos por la habitación reían ruidosamente. Los típicos graciosos de la fiesta hacían sus numeritos en los rincones. La atmósfera superficial que Henderson detestaba era de lo más evidente.
La reacción a lo que veía hizo que Henderson se irguiera lo más posible y recogiera la capa alrededor de sus hombros. La reacción hizo que su pálido rostro volviera a adoptar el fruncimiento de ceno anterior, y le impulsó a avanzar sumido en un hosco silencio. Sheila pareció encontrarlo muy divertido.
-Venga, haz el vampiro y dales un buen susto -dijo riéndose sin soltarle el brazo.
Henderson obedeció contemplando a las parejas con el ceño fruncido al máximo y dedicándoles sonrisas horrendas a las mujeres; y su avance se vio marcado por el continuo volverse de las cabezas y el brusco extinguirse de las conversaciones. Atravesó la gran habitación como si fuera la mismísima Muerte Roja en carne y hueso. Su progresión fue seguida por una estela de susurros.
-¿Quién es ese hombre?
-Subimos con él en el ascensor y...
-Sus ojos...
-¡Es un vampiro!
-¡Hola, Drácula!
El saludo venia de Marcus Lindstrom, quien avanzó con paso tambaleante hacia Henderson acompañado por una morena de expresión malhumorada. Lindstrom apenas podía mantenerse en pie, y su compañera de copas se encontraba en un estado similar. Henderson apreciaba a Lindstrom cuando estaba sobrio y le gustaba conversar con él en el club, pero su conducta durante las fiestas siempre le había irritado. En su estado actual Lindstrom era particularmente inaguantable: el alcohol le convertía en un tipo de lo más aburrido.
-Querida, deseo que conozcas a un gran amigo mío. Sí, señor, dado que ésta es la noche de Halloween y todo eso, he invitado al conde Drácula y a su hija. También invité a su abuela, pero estaba muy ocupada: tenía que asistir al Aquelarre Negro..., acompañada por tía Jemima. ¡Ja, ja! Conde, le presento ami pequeña compañera de juegos.
La mujer alzó la mirada hacia Henderson.
-¡Oooh, Drácula, qué ojos tan grandes tienes! ¡Oooh, qué dientes tan grandes tienes! Oooh...
-Marcus, realmente... -protestó Henderson.
Pero su anfitrión ya se había dado la vuelta y estaba dirigiéndose a gritos a todos los presentes en la sala. 
-¡Amigos, os presento al único vampiro viviente en cautividad que existe! Drácula Henderson, el único vampiro con dentadura postiza...
En cualquier otra circunstancia Henderson le habría propinado un rápido y eficiente puñetazo en la mandíbula. Pero Sheila estaba a su lado, se encontraban en una fiesta repleta de gente y pensó que sería mejor participar en la estúpida broma de su anfitrión. ¿Por qué no ser un vampiro?
Henderson le lanzó una rápida sonrisa a la chica, se irguió encarándose con la multitud y frunció el ceño. Sus manos rozaron la capa. Qué raro, aún parecía estar fría... Cuando miró hacia abajo se dio cuenta por primera vez de que estaba algo sucia en los bordes; parecía manchada de fango o tierra. Pero la fría seda se deslizó entre sus dedos cuando la atrajo hacia su pecho con una larga y flaca mano. Aquella sensación pareció inspirarle. Abrió los ojos al máximo y dejó que llamearan. Sus labios se separaron. Se sintió invadido por un poder increíble. Y contempló el blando y gordo cuello de Marcus Lindstrom, con aquella vena que resaltaba en la blancura. Observó el cuello, vio que la multitud le miraba y un instante después el impulso se apoderó de él. Se dio la vuelta, sin apartar los ojos de aquel cuello y sus arruguitas..., el cuello flácido y cubierto de arruguitas del hombre gordo.
Un par de manos salió disparado hacia adelante. Lindstrom chilló como una rata asustada. Era una rata blanca gorda y lustrosa repleta de sangre. A los vampiros les encanta la sangre. Sangre de la rata, del cuello de la rata, de la vena que había en el cuello de la rata que no paraba de chillar...
Sangre cálida.
Aquella voz profunda y gutural era la voz de Henderson.
Las manos eran las manos de Henderson.
Las manos que rodearon el cuello de Lindstrom mientras hablaba, las manos que sintieron el calor, que buscaron la vena... El rostro de Henderson estaba inclinándose hacia el cuello, y sus dedos apretaron con más fuerza al sentir cómo Lindstrom se debatía entre ellos. El rostro de Lindstrom se estaba volviendo de color púrpura. La sangre afluía a su cabeza. Magnífico. ¡Sangre!
Henderson abrió la boca. Sintió el aire en sus dientes. Se inclinó sobre aquel cuello de rata y entonces...


-¡Basta! ¡Ya es suficiente!
La voz, la voz de Sheila haciéndole recobrar la cordura. Sus dedos en su brazo. Henderson alzó los ojos, sobresaltado. Soltó a Lindstrom, que se derrumbó como un fardo con la boca abierta.
La multitud le estaba mirando y sus bocas formaban la «O» instintiva del asombro.
-¡Bravo! -susurró Sheila-. Le está bien empleado..., ¡pero le has asustado!
Henderson luchó consigo mismo durante unos instantes para recobrar la calma. Después sonrió y se dio la vuelta.
-Damas y caballeros -dijo-, la pequeña exhibición con que acabo de obsequiarles tenía como objeto probarles que cuanto nuestro anfitrión dijo de mí era cierto. Soy un vampiro. Ahora ya están avisados, y tengo la seguridad de que no correrán ningún peligro. Si hay algún médico en la casa, quizá pueda hacerme una pequeña transfusión de sangre.
Las bocas se fueron relajando y la risa brotó de las tensas gargantas. Al principio fueron risas parcialmente histéricas, después auténticas. Henderson lo había conseguido. Sólo Marcus Lindstrom siguió contemplándole con ojos en los que había el más absoluto terror. Él lo sabía.
Y entonces el momento pasó porque un gángster salió corriendo del ascensor y entró en la sala. Había bajado a la calle y había cogido prestadas la gorra y el delantal de un chico que vendía periódicos. Empezó a correr por entre la multitud con un fajo de periódicos debajo del brazo.
-¡Extra! ¡Extra! Entérense de todo. ¡El gran horror de Halloween! ¡Extra!
Los invitados le compraron periódicos, riéndose. Una mujer fue hacia Sheila, y Henderson, aturdido, vio alejarse a la chica.
-Te veré después -le dijo, y su mirada hizo que un torrente de fuego le recorriera las venas. Aun así, no podía olvidar la terrible sensación que le había invadido cuando se lanzó sobre Lindstrom. ¿Por qué?
Aceptó automáticamente el periódico que le ofrecía el seudovendedor. «El gran horror de Halloween», había gritado. ¿Qué era eso?
Sus confusas pupilas recorrieron la primera plana del periódico.
Y Henderson se tambaleó. ¡Aquel titular! El periódico era un auténtico Extra. Henderson examinó las columnas de texto con un creciente pavor.
«Fuego en una tienda de disfraces..., poco después de las ocho de la noche una llamada hizo que los bomberos acudieran a la tienda de..., llamas incontrolables..., totalmente destruida..., daños estimados en..., nombre del propietario desconocido, lo que resulta extraño..., esqueleto encontrado en...» 
-¡No! gritó Henderson.
Leyó aquel pasaje y volvió a leerlo atentamente. El esqueleto había sido encontrado en una caja llena de tierra en el sótano que había debajo de la tienda. La caja era un ataúd. Había dos cajas más, vacías. El esqueleto estaba envuelto en una capa que no había sido dañada por las llamas...
Y en el recuadro situado al final de la columna había unos cuantos comentarios de testigos oculares, encabezados por comentarios en gruesas letras negras. Los vecinos le tenían mucho miedo a ese sitio. Un barrio con predominio de inmigrantes húngaros, alusiones al vampirismo, a desconocidos que entraban en la tienda... Un hombre hablaba de un culto que se creía que celebraba sus reuniones en aquel lugar. Supersticiones sobre las cosas que se vendían allí..., filtros de amor, amuletos y disfraces extraños. 
Disfraces extraños..., vampiros..., capas..., ¡sus ojos!
Es auténtica.
No voy a usarla mucho tiempo más. Quédesela.
El recuerdo de esas palabras aulló por el cerebro de Henderson. Salió corriendo de la habitación y se lanzó hacia el espejo de pared.
Un instante después alzó un brazo ante su rostro para proteger sus ojos de la imagen que no estaba allí..., el reflejo desaparecido. Los vampiros no tienen reflejo.
No era extraño que tuviera un aspecto raro. Ni que los brazos y los cuellos le resultaran tan atractivos. Había querido beber la sangre de Lindstrom. ¡Santo Dios!
Todo era obra de la capa, la capa oscura con aquellas manchas. Las manchas de tierra del cementerio... Llevar la capa, aquella capa helada, le había hecho experimentar los sentimientos de un auténtico vampiro. Era una prenda maldita, algo que había cubierto el cuerpo de un no muerto. La mancha color óxido que había en una manga era sangre.
Sangre. Ver sangre resultaría tan agradable... Saborear su calor, el flujo de su roja vida.
No. Era una locura. Estaba borracho, había perdido la cabeza.
-¡ Ah. Mi pálido amigo el vampiro...
Sheila de nuevo. Y el palpitar del corazón de Henderson se aceleró dominando todo aquel horror. Cuando contempló sus ojos resplandecientes y su cálida boca curvada en una roja invitación, Henderson sintió una oleada de calor. Clavó los ojos en la blanca garganta que se alzaba sobre su oscura capa y otro calor distinto invadió todo su ser. Amor, deseo... y hambre.
Debía de haberlo visto en sus ojos, pero no se asustó. Al contrario, sus pupilas se encendieron enviándole una muda respuesta.
¡Sheila también le amaba!
Henderson se arrancó la capa del cuello en un gesto impulsivo. Se había desprendido de aquel peso helado. Era libre. No había querido quitarse la capa, pero lo había hecho. Aquella capa estaba maldita y un minuto después habría tomado a la chica en sus brazos, la habría abrazado para darle un beso y habría seguido abrazándola para...
Pero no se atrevía a pensar en eso.
-¿Harto de disfraces? -le preguntó Sheila.
Se quitó la capa con un gesto similar y quedó revelada en toda la gloria de su túnica de ángel. Su rubia perfección de estatua hizo que la garganta de Henderson dejara escapar un jadeo ahogado.
-Angel -murmuró.
-Diablo -respondió ella con voz burlona.
Y de repente se encontraron abrazados. Henderson había cogido su capa con el brazo, colocándola junto a la suya. Permanecieron inmóviles con los labios unidos buscando el éxtasis hasta que Lindstrom y un grupo de invitados entraron ruidosamente en la antesala.
En cuanto vio a Henderson el gordo anfitrión retrocedió.
-Tú... -murmuró-. Eres un...
-Ya me iba -dijo Henderson sonriendo.
Cogió a la chica por el brazo y la llevó hacia el ascensor. La puerta se cerró sobre el pálido y asustado rostro de Lindstrom.
-¿Nos marchamos? -susurró Sheila pegándose a su hombro.
-Sí. Pero no a la tierra. No vamos a bajar a mi reino, sino que subiremos al tuyo.
-¿Al jardín de la terraza?
-Exactamente, ángel mío. Quiero hablar contigo teniendo como telón de fondo el cielo que te pertenece, quiero besarte entre las nubes y...
Los labios de Sheila buscaron los suyos mientras el ascensor empezaba a subir.
-Angel y diablo. ¡Vaya pareja!
-Eso mismo estaba pensando yo -confesó la chica-. ¿Qué tendrán nuestros hijos? ¿Halos o cuernos?
-Estoy seguro de que tendrán las dos cosas.
Salieron al tejado desierto. Y volvía a ser Halloween.
Henderson lo sintió. Lindstrom y sus amigos de la alta sociedad estaban abajo emborrachándose en una fiesta de disfraces. Aquí todo era noche, silencio y oscuridad. No había luz, música, alcohol o el parloteo gracias al que una fiesta resultaba idéntica a otra y una noche parecida a todas las demás. Aquí esta noche tenía personalidad propia.
El cielo no era azul sino negro. Las nubes colgaban de él como las barbas grises de gigantes suspendidos en el vacío que contemplaran el redondo globo anaranjado de la luna. Un viento frío soplaba del mar y llenaba la atmósfera con murmullos casi imperceptibles llegados de muy lejos.
Y hacía mucho frío.
-Dame mi capa -murmuró Sheila.
Henderson le ofreció la prenda en un gesto automático y el cuerpo de la chica giró bajo el negro esplendor de la tela. Sus ojos se alzaron hacia Henderson ardiendo con una llamada que no pudo resistir. La besó, tembloroso.
-Tienes frío -dijo la chica-. Ponte tu capa.
Sí, pensó Henderson. Ponte tu capa mientras contemplas su garganta. Después, cuando vuelvas a besarla, desearás su garganta y ella te la ofrecerá como una muestra de amor y tú la tomarás..., impulsado por el hambre.
-Póntela, querido..., insisto -murmuró la chica.
Sus ojos estaban llenos de impaciencia y en ellos llameaba un anhelo tan fuerte como el de Henderson. 
Henderson se estremeció.
¿Ponerse la capa de la oscuridad? ¿La capa de la tumba, la capa de la muerte, la capa del vampiro? ¿La capa maligna animada por una fría vida capaz de transformar su rostro y su mente?
-Toma.
Los esbeltos brazos de la chica le rodearon colocando la capa sobre sus hombros. Sus dedos le rozaron el cuello en una caricia mientras ceñía la capa alrededor de su garganta.
Y entonces Henderson sintió cómo aquella frialdad helada se extendía por todo su cuerpo convirtiéndose en un calor todavía más horrible. Sintió cómo aumentaba de tamaño y cómo la mueca burlona se difundía por su rostro. ¡Esto era el auténtico Poder!
Y la chica que tenía delante le provocaba con sus ojos, invitándole. Vio su cuello de marfil, su esbelto y cálido cuello que le aguardaba. Estaba esperándole a él, a sus labios.
A sus dientes.
No..., no podía ser. La amaba. Su amor debía ser capaz de imponerse a esta locura. Sí, lleva la capa, desafía su poder y tómala en tus brazos como hombre, no como demonio. Debía hacerlo. Ésta era la prueba final.
-Sheila, tengo que decirte una cosa.
Sus ojos..., tan atractivos, tan incitantes ¡Sería fácil! 
-Sheila, por favor. ¿Has leído el periódico de esta noche?
-Sí.
-Yo..., compré mi capa allí. No puedo explicarlo. Ya viste lo que hice con Lindstrom. Quería llegar hasta el final. ¿Me comprendes? Tenía intención de..., de morderle. Llevar esta capa hace que sienta lo mismo que una de esas criaturas. Pero te amo, Sheila. 
-Lo sé.
La luz de la luna hacía brillar sus ojos.
-Quiero hacer una prueba. Quiero besarte llevando puesta la capa. Quiero sentir que mi amor es más fuerte que esta... cosa. Si empiezo a ceder a la tentación, prométeme que te apartarás de mí y echarás a correr lo más deprisa que puedas. Pero no quiero que me malinterpretes. Debo enfrentarme a esta sensación y vencerla; quiero que mi amor por ti sea así de puro y de inconmovible ... ¿Tienes miedo?
-No.
Seguía contemplándole tal y como él contemplaba su garganta. ¡Si supiera lo que pasaba por su mente!
-No creerás que estoy loco, ¿verdad? Fui a esa tienda de disfraces..., el propietario era un viejo horrendo y me dio la capa. Llegó a decirme que era la auténtica capa de un vampiro. Pensé que estaba bromeando, pero esta noche no he podido verme en el espejo y quería morder el cuello de Lindstrom, y quiero morder el tuyo. Aun así, tengo que hacer la prueba.
El rostro de la chica se burlaba de él. Henderson hizo acopio de valor. Se inclinó hacia adelante sintiendo cómo impulsos contradictorios luchaban en su interior. Durante un momento se quedó inmóvil bajo aquella horrible luna anaranjada y su rostro se contorsionó a causa del combate interior.
Y la chica seguía invitándole a que lo hiciera.
Sus labios extrana e increiblemente rojos se separaron para dejar escapar una risa tintineante, y sus blancos brazos asomaron por entre la negrura de la capa que llevaba para rodearle suavemente el cuello. 
-Lo sé..., lo supe cuando miré en el espejo. Supe que llevabas una capa como la mía..., compraste la tuya en el mismo sitio que yo...
Y los labios de la chica parecieron eludir los suyos mientras la sorpresa dejaba paralizado a Henderson durante un segundo. Después sintió la gélida dureza de sus pequeños y afilados dientes en su garganta, un aguijonazo extrañamente agradable y relajante, y la negrura se alzó a su alrededor, engulléndole.


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