BLOOD

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domingo, 15 de agosto de 2010

El Buque Fantasma -- OLIVER ONIONS



El Buque Fantasma
OLIVER ONIONS

--


I
Mientras Abel Keeling yacía en la cubierta del galeón
—por donde tan sólo el propio peso de su cuerpo y
su atezada mano extendida sobre los tablones le impedían
rodar— su mirada se extraviaba, pero volvía siempre a la
campana suspendida del pequeño campanario ornamental,
a popa del palo mayor, y atascada por la peligrosa inclinación
del barco. La campana era de bronce fundido,
con realces casi obliterados que fueron antaño cabezas de
querubines; pero el viento y la espuma salina del mar
habían depositado en ella una gruesa capa de verdín, semejante
a una hermosa y brillante capa de líquenes. Era
ese color verde el que gustaba a Abel Keeling.
En efecto, en cualquier otro lugar del galeón donde
descansaban sus ojos, sólo encontraban blancura, la
blancura de la extrema edad. Había diversos grados en esa
blancura: aquí cintilaba como gránulos de sal, allá simulaba
un blanco grisáceo de creta, y más lejos la pátina
amarillenta de la decadencia; pero en todas partes era la
inmóvil e inquietante blancura de las cosas sin vida. Sus
jarcias estaban blanqueadas como el heno seco; la mitad
del cordaje conservaba su forma apenas con mayor
firmeza que las cenizas de un hilo por el que acaba de
pasar el fuego; sus maderos albeaban como descarnados
huesos en la arena; y aun el incienso silvestre con que por
falta de alquitrán lo habían calafateado al tocar puerto la
última vez, estaba convertido en resina dura y descolorida
que brillaba como el cuarzo en las desfondadas junturas
de los tablones. El sol era todavía un broquel de plata, tan
pálido detrás de la bruma inmóvil y blanca, que ni una
sola jarcia, ni un madero proyectaban sombra; y
únicamente la cara y las manos de Abel Keeling eran
negras, carcomidas y carbonizadas por el inexorable
resplandEolr sgoalaeró.n era el Maria de la Torre, terriblemente
escorado de estribor, tanto que su palo mayor hundía una
de sus vergas de acero en el agua cristalina, y si hubiera
conservado su palo de trinquete o algo más que el roto
muñón de la mesana, habría volcado de través. Muchos
días atrás habían desaparejado el palo mayor y pasado 1a
vela por debajo de la quilla, en la esperanza de que cegara
la vía de agua. Y así sucedió, en parte, mientras el galeón
se deslizó sobre una banda; pero después, sin virar, empezó
a deslizarse sobre la banda opuesta, los cabos se rompieron
y el barco arrastró en pos de sí la vela, dejando una
gran mancha en el mar de plata.
En efecto, el galeón se deslizaba de costado, casi
imperceptiblemente, escorándose cada vez más. Escorándose
como si lo atrajera una piedra imán. Y al
principio, en verdad, Abel Keeling pensó que era una piedra
imán la que tironeaba de sus hierros, arrastrándolo a
través de la bruma gris que se extendía como un sudario
sobre el agua y que ocultó en pocos instantes la mancha
dejada por la vela. Pero después comprendió que no era
eso. El movimiento se debía —seguramente— a la corriente
de aquel estrecho de tres millas de extensión. Tendido
contra el carro de un cañón, a punto de rodar por la
cubierta, volvió a imaginar aquella piedra imán. Pronto
sucedería nuevamente lo que había sucedido durante los
últimos cinco días. Oiría los chillidos de los monos y el
parloteo de las cotorras, la alfombra de malezas verdes y
amarillas avanzaría sobre el María de la Torre a través
del mar de mercurio, una vez más se elevaría la pared de
rocas, y los hombres correrían...
Pero no; esta vez los hombres no correrían para
soltar las defensas: No quedaba ninguno para hacerlo, a
menos que Bligh viviera aún. Quizá vivía. Poco antes del
súbito anochecer del día anterior había bajado hasta la
mitad de la escalera real, después había caído, permaneciendo
un minuto inmóvil (muerto, supuso Abel
Keeling, observándolo desde el lugar que ocupaba junto a
la cureña del cañón). Pero luego se levantó otra vez y se
encaminó tambaleando en dirección al castillo de proa.
Tambaleando y agitando sus largos brazos. Desde entonces
Abel Keeling no lo había visto. Seguramente había
muerto en el castillo de proa durante la noche. Si no estuviera
muerto, habría vuelto a popa en busca de agua...
Al acordarse del agua, Abel Keeling levantó la cabeza.
Las delgadas fibras de músculos que rodeaban su
boca extenuada se contrajeron. Apretó levemente contra
la cubierta la mano ennegrecida por el sol como si quisiera
comprobar el grado de inclinación de aquélla y lo estable
de su propio equilibrio. El palo mayor estaba a unas siete
u ocho yardas de distancia... Encogió una de sus piernas
rígidas, y sentado corno estaba, empezó a bajar la pendiente
con una serie de enviones de su cuerpo.
Su aparato para recoger agua estaba sujeto al palo
mayor, cerca del campanario. Consistía en un lazo de
cuerda más bajo de un lado que del otro (pero eso era antes
de que el mástil se hubiera inclinado tanto en relación
con el cenit) y ensebado en su extremo inferior. Las nieblas
duraban más en aquel estrecho que en alta mar, y el
lazo servía para recoger el rocío que se condensaba en los
mástiles. Las gotas caían en un pucherito de barro colocado
en la cubierta.
Abel Keeling tomó el cacharro y miró en su interior.
Estaba lleno hasta un tercio de agua dulce. Perfecto.
Si Bligh, el contramaestre, había muerto, Abel Keeling,
capitán del María de la Torre, tendría más agua.
Hundió dos dedos en el cacharro y se los llevó a la boca.
Repitió varias veces la operación. No se atrevía a acercar el
recipiente a los labios negros y llagados, recordando con
espanto la agonía de dolor que lo asaltaba días atrás cuando,
tentado por el demonio, vació de un trago, por la mañana,
el contenido del cacharro y debió pasar el resto del
día sin agua... Humedeció una vez más sus dedos y los
chupó; después permaneció tendido contra el mástil, mirando
ociosamente cómo caían las gotas de agua.
Era extraño cómo se formaban las gotas. Crecían
lentamente en el borde del lazo ensebado, temblaban un
instante en su plenitud, caían, y el proceso recomenzaba
en seguida. Abel Keeling se entretenía mirándolas. ¿Por
qué —se preguntó— tenían todas el mismo tamaño? ¿A
qué causa, a qué compulsión obedecían para no variar
nunca? ¿Qué frágil tenuidad mantenía intactos los diminutos
glóbulos? Recordó que la goma aromática del incienso
silvestre con que habían calafateado el barco pendía
de los cubos en grandes goterones perezosos, obedeciendo
a una ley diferente; el aceite también era distinto, y los
zumos de las frutas y los bálsamos. Sólo el mercurio (quizá
el mar pesado e inmóvil le trajo a la memoria el mercurio)
no parecía obedecer a ley alguna... ¿Por qué?
Bligh, desde luego, lo habría explicado a su modo:
era la Mano de Dios. Eso era suficiente para Bligh,
que la tarde anterior se había ido a proa, y a quien Abel
Keeling recordaba ahora, vagamente y a la distancia,
como un fanático de voz profunda que entonaba sus
himnos mientras lanzaba, uno a uno, los cadáveres de la
tripulación a las honduras del mar. Bligh era de esa clase
de hombres: aceptaba las cosas sin discusión; se contentaba
con tomar las cosas como venían y con tener preparadas
las defensas de cabos de acero cuando la pared rocosa
surgía de la bruma opalescente. Bligh, como las gotas
de agua, tenía su Ley, que regía para él y para nadie
más...
De algún cabo podrido descendió flotando una
partícula de suciedad que entró en el cacharro. Abel Keeling,
apático, la vio moverse hacia la pared del recipiente.
Cuando hundió en él los dedos, el agua formó un pequeño
remolino, arrastrando la brizna consigo. Después el
agua se aquietó, y una vez más aquella partícula se dirigió
hacia la pared de la vasija y se adhirió a ella, como si ésta
la atrajera.
Exactamente del mismo modo, el galeón se deslizaba
hacia la pared rocosa, hacia las malezas verdes y amarillas,
los monos y las cotorras. Llevado nuevamente al
centro del canal (mientras hubo hombres para realizar la
maniobra) no tardó en deslizarse hacia la pared apuesta.
Una misma fuerza atraía a la brizna en el cacharro y al
barco en el mar estático. Era la Mano de Dios, según
Bligh...
Abel Keeling, cuya mente observaba a veces las cosas
más pequeñas, y otras se hundía en el embotamiento,
no oyó al principio la voz temblorosa que se alzaba en el
castillo de proa; una voz que se acercaba y a la que parecía
prestar acompañamiento el rumor del agua.
Oh Tú, que a Jonás en el pez
tres días preservaste del dolor
que fue un presagio de tu muerte
y resucitando nuevamente...
Era Bligh, que cantaba uno de sus himnos:
Oh Tú, que a Noé salvaste de las aguas,
Y a Abraham un día y otro día
cuando atravesaba Egipto
señalaste el camino...
La voz calló, dejando incompleta la piadosa frase.
Bligh, de todas maneras, estaba vivo... Abel Keeling prosiguió
sus vagas meditaciones.
Sí, la Ley de la vida de Bligh era llamar a las cosas
la Mano de Dios; pero la Ley de Abel Keeling era diferente;
ni mejor ni peor, sino diferente. La Mano de Dios, que
atraía las briznas y los galeones, debía obrar mediante otro
sistema; y los ojos de Abel Keeling se clavaron una vez
más, desganados, en el cacharro, como si el sistema estuviera
allí. Después extravió el sentido, y cuando lo recobró
había perdido todo contacto con sus anteriores ideas.
El remo, por supuesto, ésa era la solución. Con él,
los hombres podían reírse de las calmas chichas. Ahora
sólo lo usaban las pinazas y las galeras, aunque había tenido
sus ventajas. Pero los remos (que es como decir un sistema,
porque si uno quiere, puede sostener que la Mano
de Dios empuña el timón, así como el Soplo de Dios llena
la vela); los remos eran anticuados, pertenecían al pasado,
y usarlos equivalía a abandonar todo lo que era bueno
y nuevo, volver a la época en que el espolón de proa
era el arma más poderosa de los barcos, cuando éstos pasaban
un día o dos en el mar antes de volver a puerto en
busca de provisiones. Remos... no. Abel Keeling era de los
hombres nuevos, los hombres que juraban en nombre de
las andanadas de sacres y aculebrines, acostumbrados a
pasarse semanas y meses sin avistar tierra. Quizá algún día
el ingenio de hombres como él inventaría un barco impulsado
no por remos (porque los remos no podían penetrar
en los mares remotos del mundo) ni tampoco por
velas (porque los hombres que confiaban en las velas sé
encontraban de pronto en un estrecho de tres millas de
anchura, sin un soplo de brisa, suspendidos entre las nubes
y el agua, derivando hacia un muro rocoso), sino un
barco... un barco...
A Noé y a sus hijos
habló Dios diciendo:
"Firmo un pacto gon vosotros
y con vuestra descendencia..."
Era Bligh nuevamente, que ambulaba por el combes.
La mente de Abel Keeling volvió a quedar en blanco.
Después, despacio, muy despacio, con la misma lentitud
con que crecían las gotas en el lazo de cuerda, sus pensamientos
tomaron forma nuevamente.
¿Una galeaza? No. La galeaza quería ser dos cosas
a la vez y no era la una ni la otra. Este barco, que la mano
del hombre construiría alguna vez para que la Mano de
Dios lo guiase, absorbería y conservaría la fuerza del viento,
almacenándola como almacenaba sus provisiones.
Permanecería inmóvil cuando quisiera, cuando quisiera
avanzaría. Volvería contra sí misma la fuerza de la calma
chicha y de la tormenta. Porque, naturalmente, su fuerza
debía ser el viento, viento almacenado, una bolsa de los
vientos, como en la fábula de los niños; un chorro de
viento dirigido contra el agua, a popa, impulsando el agua
en un sentido y' el barco en otro, actuando por reacción.
Tendría una cámara de viento, donde éste sería introducido
por medio de bombas. Para Bligh sería también la
Mano de Dios esa fuerza impulsora del barco del futuro
que Abel Keeling, tendido entre el palo mayor y la campana,
volviendo de tanto en tanto los ojos desde los cenicientos
tablones al vívido cardenillo verde de la campana,
presentía vagamente...
El rostro de Bligh, curtido por el sol y devastado
desde adentro por la fe que lo consumía, apareció en lo
alto de la escalera del alcázar. Su voz palpitaba incontrolable:
Y ya no queda en la tierra
un lugar de refugio,
ni en el mar ni en el río
que fluye bajo tierra.
II
Bligh cerraba los ojos, como contemplando su éxtasis
interior. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y sus cejas
subían y bajaban con expresión atormentada. Su ancha
boca permaneció abierta cuando su himno fue bruscamente
interrumpido: en algún lugar, en la trémula luminosidad
de la niebla, el canto fue retomado desde su nota
final: un bramido ventoso, ronco y lúgubre, alarmante y
sostenido, creció y reverberó a través del estrecho. Bligh se
estremeció. A tientas, como un ciego, se alejó de la escalera
del alcázar, y Abel Keeling vio detrás de sí su figura escuálida,
que parecía más alta por la inclinación de la cubierta.
Y al extinguirse aquel sonido vasto y hueco, Bligh
se echó a reír en su demencia.
—Señor, ¿la ancha boca de la tumba tiene lengua
para alabarte? Ah, otra vez...
Nuevamente el cavernoso sonido dominó el aire,
más potente y cercano. En seguida se oyó otro ruido, un
pausado latir, latir, latir... Después volvió el silencio.
—El mismo Leviatán ha alzado su voz en alabanza
—sollozó Bligh.
Abel Keeling no levantó la cabeza. Había vuelto
el recuerdo (le aquel día en que, antes de que se alzaran
sobre el estrecho las brumas del amanecer, vació de un
trago el cacharro de agua que constituía su única ración
hasta la noche. Durante esa agonía de sed había visto
formas y escuchado sonidos con ojos y oídos que no eran
los suyos, mortales, y aun en sus intermitencias de lucidez,
cuando sabía que eran alucinaciones, esas formas y
esos sonidos regresaban... Había oído las campanas dominicales
en su casa de Kent, los gritos de los niños en
sus juegos, las despreocupadas canciones de los hombres
en su trabajo cotidiano, y la risa y los chismes de las mujeres
cuando tendían la ropa blanca en el seto o distribuían
el pan en grandes bandejas.
Esas voces habían tintineado en su cerebro interrumpidas
de tanto en tanto por los quejidos de Bligh y
de otros dos hombres que aún vivían entonces. Algunas
de las voces que escuchara habían estado silenciosas en la
tierra muchos años, pero Abel Keeling, torturado por la
sed, las había oído con la misma claridad con que oía ahora
ese gemido sordo y lúgubre y esa pulsación intermitente
que llenaba el estrecho de alarma.
—¡Alabado sea! ¡Alabado sea! ¡Alabado sea ! ——
deliraba Bligh.
Después una campana pareció sonar en los oídos
de Abel Keeling, y como si algo se hubiera zafado en el
mecanismo de su cerebro, en su fantasía surgió otra imagen:
la partida del María de la Torre, saludado por un
bullicio de campanas, de estridentes gaitas, de valerosas
trompetas. Entonces no era un galeón blanco de lepra. La
bruñida voluta de su proa centelleaba; el dorado de la
campana, de los corredores de popa, de las cinceladas linternas
relucía al sol; y sus. cofas y el pabellón de guerra en
el combés estaban ornados de pintados escudos y emblemas.
Llevaba cosidos a las velas vistosos leones rampantes
de seda escarlata, y de la verga mayor, ahora sumergida en
el agua, colgaba el pendón de dos colas, con la Virgen y el
Niño bordados...
De pronto le pareció oír una voz cercana que decía:
"Y medio... siete... siete y medio..." y en un centelleo la
imagen de su cerebro cambió. Ahora estaba de nuevo en su
casa, enseñando a su hijo, el joven Abel, a lanzar la sonda
desde el esquife en que se habían alejado del puerto.
—Siete y medio... —parecía gritar el muchacho.
Las labios ennegrecidos de Abel Keeling murmuraron:
—¡Muy buen tiro, Abel! Muy buen tiro.
—Y medio... siete... siete y medio... siete... siete.
—Ah —murmuró Abel Keeling—, ese tiro no fue
tan bueno. Dame la sondaleza. Debes lanzarla así... eso es.
Pronto navegarás conmigo en el María de la Torre. Ya
conoces las estrellas y el movimiento de los planetas. Mañana
te enseñaré a usar el astrolabio...
Durante uno o dos minutos siguió murmurando.
Después se quedó dormido. Cuando volvió a un estado
de semiconsciencia, oyó nuevamente un sonido de campanas,
débil al principio, después más fuerte y convertido
al fin en un potente clamor que resonaba sobre su cabeza.
Era Bligh. Bligh, en otro ataque de delirio, había aferrado
la cuerda de la campana y la hacía repicar como un demente.
La cuerda se rompió en sus dedos, pero él siguió
agitándola con la mano, al tiempo que clamaba:
—Con un arpa y un instrumento de diez cuerdas...
¡el Cielo y la Tierra alaben tu Nombre!
Y clamaba a voz en cuello y sacudía la enmohecida
campana de bronce.
—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?
Parecía un verdadero saludo que salía de la bruma.
Pero Abel Keeling conocía esas voces que surgían de las
brumas. Venían de barcos que no existían.
—Sí, pon un buen vigía y no pierdas de vista la
brújula —volvió a murmurar, hablando con su hijo.
Pero así como a veces un hombre dormido se incorpora
en el lecho, o se levanta y empieza a caminar, del
mismo modo Abel Keeling, con las manos y las rodillas
apoyadas sobre cubierta, miró por encima del hombro.
En alguna profunda región de su espíritu tuvo conciencia
de que la inclinación de la cubierta se había vuelto
más peligrosa, pero su cerebro recibió la advertencia y la
olvidó en seguida. Sus ojos se clavaban en una niebla
luminosa y desconcertante. El escudo del sol era de una
plata más ardiente; debajo, el mar se esfumaba en
radiantes evaporaciones. Y entre el sol y el mar, suspendido
en la bruma, no más sustancial que las vagas sombras
que pasan ante los ojos encandilados, flotaba espectralmente
una forma piramidal. Abel Keeling se pasó la
mano por los ojos, pero cuando la retiró la sombra aún
estaba allí, deslizándose lentamente hacia la popa del
María de la Torre. Y a medida que la observaba, su forma
iba cambiando. La espectral silueta gris con forma de
pirámide pareció disolverse en cuatro segmentos verticales,
de altura levemente decreciente. El más próximo
a la popa del María de la Torre era el más alto, y el de la
izquierda el más bajo. Parecía la sombra de una gigantesca
flauta de cañas, en la que hubiera resonado poco antes
aquel son cóncavo y plañidero.
Y mientras miraba con ojos engañados, nuevamente
fueron engañados sus oídos:
—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése? ¿Es un barco?...
Oye, dame el altavoz... —Y en seguida un ladrido metálico—:
¡Ea! Quién diablos son ustedes? ¿No tocaron una
campana? Tóquenla de nuevo, hagan algún ruido...
Todo esto llegó borrosamente a los oídos de Abel
Keeling, como a través de un intenso zumbido. Después
creyó oír una risa breve e intrigada, seguida por un diálogo
que venía de algún lugar situado entre el mar y el cielo.
—Oye, Ward, pellízcame, ¿quieres? Dime qué
ves allí. Quiero saber si estoy despierto.
—Qué veo adónde?
—Hacia la serviola de estribor. (Para ese ventilador;
no puedo oírme pensar). Ves a lgo? No me digas
que es ese maldito Holandés... No me vengas con esa
viela historia de Vanderbecken. Cuéntame algo más
creíble, para empezar; algo sobre una serpiente marina...
Oíste la campana, ¿verdad? —Calla un momento...
escucha.
Nuevamente se alzaba la voz de Bligh:
Éste es el pacto que celebro:
de ahora en adelante, nunca
destruiré el mundo nuevamente
por el agua como antaño...
La voz de Bligh tornó a extinguirse en los oídos de
Abel Keeling.
—Oh, por las barbas del profeta —dijo la voz
que parecía venir de entre el cielo y el mar. Después
habló más fuerte. —Escuchen —dijo con deliberada
cortesía—, si eso es un barco, por qué no nos dicen dónde
se celebra la mascarada? Se nos ha descompuesto la
radio, y no estábamos enterados... Oh, ves eso, Ward,
¿no? ¡Por favor, dígannos qué diablos son ustedes!
Una vez más Abel Keeling se había movido como
un sonámbulo, incorporándose junto a los maderos
del campanario, mientras Bligh caía hecho un bulto
sobre cubierta. El movimiento de Abel Keeling derribó
el cacharro, que rodó por cubierta, en pos del diminuto
arroyo de su contenido, y quedó encajado allí donde el
inmóvil y rebosante mar formaba; por así decirlo, una
cadena con la esculpida balaustrada del alcázar: un eslabón
el borde todavía reluciente, después un balaustre
oscuro, después otro eslabón reluciente. Por un momento
apenas, Abel Keeling reflexionó que lo que había
lanzado a. Bligh hacia la popa era el ascenso del agua en
el combés, que ahora estaba enteramente sumergido.
Después fue absorbido una vez más por su sueño, por
las voces, por aquella silueta entre las brumas, que
había tomado nuevamente la forma de una pirámide.
—Por supuesto —volvía a quejarse una de las
voces, siempre a través del confuso zumbido que llenaba
los oídos de Abel Keeling—, por supuesto, no podemos
apuntarle con un cuatro—pulgadas... Y desde luego,
Ward, yo no creo en ellos. ¿Llamamos al viejo A. B.?
Tal vez esto interese a Su Científica Majestad el Capitán.
—Oh, baja un bote y rema hacia él.. . dentro de
él...sobre él....a...través de él....
—Mira a nuestros muchachos apiñados allá. Lo
han visto. Mejor no dar una orden que tú sabes que no
será obedecida...
Abel Keeling, aferrado al campanario, comenzaba
a interesarse en su sueño. Porque si bien no conocía su
estructura, aquel espejismo era la forma de un barco. Una
proyección, sin duda, de sus anteriores reflexiones. Y eso
era extraño... Aunque no tanto, quizá. Sabía que aquello
no existía realmente; sólo su apariencia existía; pero las
cosas debían existir de ese modo antes de existir en realidad.
Antes de existir, el María de la Torre había sido una
forma en la imaginación de algún hombre; antes de eso,
algún soñador había soñado la forma de un buque de remos;
y aun antes, allá lejos en el alba y la infancia del
mundo, antes de que el hombre se aventurase a atravesar
el agua sobre un par de leños, algún vidente había columbrado
en una visión el esquema de —la balsa. Y puesto
que esa forma que flotaba ante sus ojos era una forma de
su sueño, él, Abel Keeling, era dueño de ella. Su mismo
ser pensante la había concebido, y había sido botada en el
océano ilimitable de su propia alma...
Y nunca he de olvidar
este mi convenio celebrado
entre tú y yo y toda carne
mientras dure el mundo...
Cantaba Bligh, en éxtasis.
Pero así como el que sueña, aun en el sueño,
suele escribir en la pared contigua una clave, una palabra
que mañana le recuerde su visión perdida, así Abel
Keeling empezó a buscar una señal como prueba para
mostrar a quienes fuesen ajenos a su visión. El mismo
Bligh buscaba eso... no podía estarse callado en su éxtasis,
tendido sobre cubierta, sino que elevaba, en un
arpa y en un instrumento de diez cuerdas, como él decía,
apasionados amenes y alabanzas a su Hacedor. Lo
mismo Abel Keeling. Habría sido el Amén de su vida
alabar a Dios, no con un arpa, sino por medio de un
barco que llevara su propia energía impulsora, que almacenara
el viento o su equivalente como almacenaba
sus provisiones, algo arrancado al caos y a la inercia,
algo ordenado y disciplinado y subordinado a la voluntad
de Abel Keeling... Y allí estaba, esa forma de barco
de un gris espectral, con sus cuatro tubos verticales,
que, vistos ahora de frente y de igual longitud, parecían
un órgano fantasma. Y los tripulantes espectrales de ese
barco hablaban nuevamente...
La interrumpida cadena de plata junto a la balaustrada
del alcázar ahora se había vuelto continua, y
los balaústres formaban con sus propios reflejos inmóviles
el esqueleto de un pez. El agua volcada del cacharro
se había secado, y el cacharro había desaparecido.
Abel Keeling se paró junto al mástil, erguido como
Dios creó al hombre. Con su mano de cuero golpeó la
campana. Aguardó un minuto y gritó:
—¡Ah del barco!... ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?
III
No tenemos conciencia en el sueño de que estamos
jugando un juego, cuyo principio y cuyo fin están
en nosotros mismos. En este sueño de Abel Keeling una
voz replicó:
—Bueno, ha recobrado el habla... ¡Eh! ¿Qué son
ustedes?
En voz alta y clara Abel Keeling dijo:
—¿Es eso un barco?
La voz contestó con una risa nerviosa:
—Somos un barco, verdad, Ward? Ya no me
siento muy seguro...'Sí, por supuesto, éste es un barco.
Por nosotros no hay cuidado. La cuestión es quién diablos
son ustedes.
No todas las palabras que utilizaban aquellas voces
eran inteligibles para Abel Keeling; y sin saber por qué,
algo en el tono de aquella última frase le recordó el honor
debido al María —de la Torre. Blanco de llagas y al
término de su vida estaba el galeón, pero Abel Keeling era
todavía el custodio de su dignidad. La voz tenía un acento
juvenil; no estaba bien que jóvenes lenguas se movieran
en desprecio de su galeón. Habló con dureza. —¿Sois el
capitán de esa nave?
—Oficial de guardia —volvieron a él flotando
las palabras—. El capitán está abato.
—Entonces id a buscarlo. Los amos hablan con
los amos —respondió Abel Keeling.
Podía ver las dos figuras, chatas y sin relieve, paradas
en una estructura alta y angosta provista de una
barandilla. Uno de ellos silbó por lo bajo y pareció abanicarse
la cara; pero el otro murmuró algo sordamente,
ante una especie de chimenea. Después las dos siluetas se
convirtieron en tres. Hubo cuchicheos, como de consulta,
y en seguida habló una nueva voz. Al oír su vibración y su
acento, un súbito temblor recorrió el cuerpo de Abel Keeling.
Se preguntó qué fibra hería aquella voz en los olvidados
recovecos de su memoria.
—¡Ea! —gritó esta voz nueva, aunque vagamente
recordada—. ¿Qué ocurre? Escuche. Éste es el destructor
británico Seapink, que salió de Devonport en octubre último,
y no tiene nada de particular. ¿Quiénes son ustedes?
—Él María de la Torre, que zarpó del puerto de
Rye el día de Santa Ana, y ahora con sólo dos hombres...
Una exclamación lo interrumpió.
—¿De dónde? —dijo temblorosa aquella voz que
conmovía tan extrañamente a Abel Keeling, mientras
Bligh estallaba en gemidos de renovado éxtasis.
—Del puerto de Rye, en el condado de Sussex.. .
¡Ea, prestad atención; de lo contrario no podréis oírme
mientras luchen el espíritu y el cuerpo de ese hombre!
¡Eh! ¿Estáis ahí?
Las voces se habían convertido en un débil murmullo;
y la forma del buque se había desvanecido ante los
ojos de Abel Keeling. Los llamó a gritos una y otra vez.
Quería enterarse de la estructura y manejo de la cámara
de viento...
—¡La cámara de viento! —gritó atormentado por
el temor de perder la revelación tan próxima—. Quiero
que me digáis cómo funciona...
Como un eco volvieron a él las palabras, pronunciadas
con acento de incomprensión:
— ¿La cámara de viento?
—...lo que impulsa al barco —quizá no sea
viento; un arco de acero tendido también conserva la
fuerza— la fuerza que almacenáis, para moveros a voluntad
a través de la calma y las tormentas... — ¿Tú entiendes
lo que dice?
—Oh, en el momento menos pensado nos despertaremos...
—Un momento, ya sé. Las máquinas. Quiere
saber algo de nuestras máquinas. Si seguimos así, acabará
por pedirnos la documentación de a bordo. ¡El puerto de
Rye!... Bueno, nada se pierde con seguirle la corriente.
Veamos qué saga en limpio de todo esto. ¡Ah del barco!
—retornó la voz a Abel Keeling, un poco más fuerte
ahora, como llevada por un viento cambiante, y
hablando cada vez más de prisa—. No es viento, sino
vapor, ¿me oye? Vapor. Vapor de agua en ocho calderas
Yarrow. Vapor, v - a - p - o - r. ¿Comprende? Y tenemos
motores gemelos de triple expansión, son cuatro mil caballos
de fuerza. 430 revoluciones por minuto. ¿Entendido?
¿Quiere saber algo de nuestro armamento, señor fantasma?
Abel Keeling murmuraba temeroso para sus
adentros. Le irritaba que palabras percibidas en su propio
sueño no tuviesen significado para él ¿Cómo le llegaban
en su sueño palabras que estando despierto no
conocía?
—En cuanto a armamento —prosiguió la voz
que turbaba tan profundamente los recuerdos de Abel
Keeling —tenemos dos tubos lanzatorpedos Whitehead,
tres seis libras en la cubierta superior, y ese que ve junto a
la torre de mando es un doce libras. Olvidaba mencionar
que el buque es de acero níquel, que llevamos unas sesenta
toneladas de hulla en las carboneras, y que nuestra velocidad
máxima es aproximadamente de treinta nudos y
cuarto. Quiere subir a bordo?
Pero la voz siguió hablando, aún más rápida y
febril, como para llenar de cualquier modo el silencio,
y la figura que hablaba se inclinaba ansiosamente hacia
adelante sobre la barandilla.
—¡Uf! Me alegro de que esto haya ocurrido en
plena luz del día —murmuró otra voz.
—Ojalá estuviera seguro de que está ocurriendo...
¡Pobre viejo fantasma!
—Supongo que se mantendría de pie aunque la
cubierta estuviese en posición vertical. ¿Crees que se hundirá,
o que simplemente se disolverá en el aire?
—Probablemente se hunda... sin oleaje... —Oigan...
Ahí está el otro...
En efecto, Bligh cantaba nuevamente:
Señor, tú nos conoces
y sabes que si el triunfo
obtenemos de tu mano
sin sentir dolor ni pena,
bien poco lo apreciamos.
Pero tras la suerte adversa
es mil veces más precioso
todo don que recibimos...
—¡Pero, oh, miren... miren... miren al otro! Diablos,
¿no es un tipo magnífico? ¡Miren!
En efecto, Abel Keeling, transfigurado como
un profeta en el momento del rapto, acababa de sentir
su cerebro inundado por la blanquísima luz de la perfecta
comprensión; de recibir aquello que él y su sueño
habían estado esperando. Como si Dios hubiese grabado
sus líneas en su cerebro, conoció aquel barco del futuro.
Lo conoció milagrosamente, totalmente, como conocen
las cosas aquellos que ya bajan al sepulcro y aceptan con
un gesto de natural asentimiento las imposibilidades de la
vida. Desde las bocas ardientes de sus ocho calderas hasta
la última gota de sus lubricadores, desde el montaje de sus
máquinas hasta las recámaras de sus cañones de tiro rápido.
Calculó su arqueo, tomó su posición, leyó las distancias
de tiro en el telémetro, y vivió la vida de quien lo comandaba.
Ya mañana no olvidaría la revelación, como
había olvidado tantas otras veces, porque al fin había visto
el agua bajo sus pies y sabía que no restaba para él ningún
mañana en este mundo.. .
Y aun en aquel momento, cuando sólo quedaban
uno o dos gránulos en su reloj de arena, indomable, insaciable,
soñando sueño sobre sueño, se sintió incapaz de
morir sin saber más. Le quedaban dos preguntas por formular,
y aun una tercera pregunta, la más fundamental. Y
sólo disponía de un instante. Estridente se oyó su voz:
—¡Oídme! Este viejo barco, el María de la Torre,
no puede hacer treinta nudos y cuarto, pero aun así
puede navegar. ¿Qué más hace el vuestro? ¿Se eleva sobre
las aguas, como las aves que surcan el espacio?
—Santo Dios, cree que esto es un avión...
No, no vuela...
—¿Y puede sumergirse, como los peces del mar?
—No... Ésos son los submarinos... Esto no es un
submarino.
Pero Abel Keeling ya no lo escuchaba. Lanzó una
risa de júbilo.
—Oh, treinta nudos, y en la superficie del agua...
¿nada más que eso? ¡,Ja, ja, ja!... Mi barco, os digo... navegará...
¡Cuidado ahí abajo! ¡Acuñad ese cañón!
El grito brotó súbito y alerta, al tiempo que se oía
en las entrañas de la nave un rumor sordo y un temblor
siniestro sacudía al galeón.
—¡Por Dios!, se han soltado los cañones... Es
el fin...
—¡Acuñad ese cañón y amarrad los otros! —gritó
nuevamente la voz de Abel Keeling, como si hubiera alguien
para obedecerle.
Se había abrazado a los maderos del campanario,
pero en mitad de la orden siguiente su voz bruscamente
se quebró. La silueta de su barco, por un instante olvidada,
apareció nuevamente ante sus ojos. Llegaba el fin, y
aún no había formulado la pregunta decisiva, el temor de
cuya respuesta le torturaba el rostro y parecía a punto de
hacerle estallar el corazón.
—Un momento... el que habló conmigo... el capitán
—gritó con voz penetrante— ¿está ahí todavía?
—Sí, sí —repuso la otra voz, enferma de suspenso
—. ¡Oh, pronto!
Por un instante se mezclaron indescriptiblemente
roncos gritos de muchas voces, un golpe seco, un rodar
sobre planchas de madera, un estallido de tablones, un
gorgoteo y una zambullida; el cañón bajo el cual había
estado Abel Keeling acababa de cortar sus amarras podridas,
precipitándose por la cubierta y arrastrando consigo
el cuerpo inconsciente de Bligh. La cubierta quedó
vertical, y por un instante más Abel Keeling se aferró al
campanario.
—No puedo ver vuestro rostro —gritó—, pero
me parece conocer vuestra voz. ¿Cómo os llamáis? En un
desgarrado sollozo vino la respuesta: —Keeling... Abel
Keeling... iOh, Dios mio! Y el grito de triunfo de Abel
Keeling, dilatado hasta convertirse en un ¡Hurra! de victoria,
se perdió en el descenso vertical del María de la
Torre, que dejó el estrecho vacío, salvo por el ígneo resplandor
del sol y la última humosa evaporación de las
brumas.

El Signo Amarillo , de R. W. Chambers



El Signo Amarillo,
de R. W. Chambers

--
Rompen las olas neblinosas a lo largo de la costa,
Los soles gemelos se hunden tras el lago,
Se prolongan las sombras
En Carcosa.
Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,
Y extrañas lunas giran por los cielos,
Pero más extraña todavía es la
Perdida Carcosa.
Los cantos que cantarán las Híades
Donde flamean los andrajos del Rey,
Deben morir inaudibles en la
Penumbrosa Carcosa.
Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
Muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
Se secan y mueren en la
Perdida Carcosa.
El canto de Cassilda en El Rey de Amarillo
Acto 1º, escena 2ª

--
I.
QUE COMPRENDE EL CONTENIDO DE UNA CARTA SIN FIRMA ENVIADA
AL AUTOR
-
¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertas notas musicales me recuerdan
los tintes dorados y herrumbrosos del follaje de otoño? ¿Por qué la Misa de Santa
Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas en cuyas paredes
resplandecen desiguales masas de plata virgen? ¿Qué había en el tumulto y el torbellino
de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un
apacible bosque bretón en el que la luz del sol se filtraba a través del follaje de la
primavera y Sylvia se inclinaba a medias con curiosidad y a medias con ternura sobre
una pequeña lagartija verde murmurando: "¡Pensar que esta es una criatura de Dios!"
La primera vez que vi al sereno, estaba de espaldas a mí. Lo miré con indiferencia hasta
que entró a la Iglesia. No le presté más atención que la que hubiera prestado a cualquier
otro que deambulara por el parque de Washington aquella mañana, y cuando cerré la
ventana y volví a mi estudio, ya lo había olvidado. Avanzaba la tarde, como hacía calor,
abrí la ventana nuevamente y me asomé para respirar un poco de aire. Había un hombre
en el atrio de la iglesia y lo observé otra vez con tan poco interés como por la mañana.
Miré la plaza en que jugueteaba el agua de la fuente y luego, llena la cabeza de vagas
impresiones de árboles, de senderos de asfalto y de grupos de niñeras y ociosos
paseantes, me dispuse a volver a mi caballete. Entonces, mi mirada distraída incluyó al
hombre del atrio de la iglesia. Tenía ahora la cara vuelta hacia mí y, con un movimiento
totalmente involuntario, me incliné para vérsela. En el mismo instante levanté la cabeza
y me miró. Me recordó de inmediato a un gusano de ataúd. Qué era lo que me
repugnaba en el hombre, no lo sé, pero la impresión de un grueso gusano blancuzco de
tumba fue tan intensa y nauseabunda que debe de haberle mostrado en mi expresión,
porque apartó su abultada cara con un movimiento que me recordó una larva perturbada
en un nogal.
Volví a mi caballete y le hice señas a la modelo para que reanudara su pose. Después de
trabajar un buen rato, advertí que estaba echando a perder tan de prisa como era posible
lo que había hecho. Cogí una espátula y quité con ella el color. Las tonalidades de la
carne eran amarillentas y enfermizas; no entendía cómo había podido dar unos colores
tan malsanos a un trabajo que había resplandecido antes de salud.
Miré a Tessie. No había cambiado y el claro arrebol de la salud le teñía el cuello y las
mejillas; fruncí el ceño.
-¿He hecho algo malo? -preguntó.
-No... he estropeado este brazo y, no sé cómo pude haber ensuciado de este modo la tela
-le contesté.
-¿No estoy posando mal? -insistió.
-Pues, claro, perfectamente.
-¿No es culpa mía entonces?
-No, es mía.
-Lo siento muchísimo -dijo ella.
Le dije que podía descansar mientras yo aplicaba trapo y aguarrás al sitio corroído de la
tela; ella empezó a fumar un cigarrillo y a hojear las ilustraciones del Courier Français.
No sé si tenía algo el aguarrás o era defecto de la tela, pero cuanto más frotaba, más
parecía extenderse la gangrena. Trabajé como un castor para quitar aquello, pero la
enfermedad parecía extenderse de miembro en miembro de la figura que tenía ante mí.
Alarmado, luché por detenerla, pero ahora el color del pecho cambió y la figura entera
pareció absorber la infección como una esponja absorbe el agua. Apliqué vigorosamente
espátula y aguarrás pensando en la entrevista que tendría con Duval, que me había
vendido la tela. pero pronto advertí que la culpa no era de la tela ni de los colores de
Edward.
"Debe de ser el aguarrás -pensé con enfado- o bien la luz del atardecer ha enturbiado y
confundido tanto mi vista, que no me es posible ver bien."
Llamé a Tessie, la modelo, que vino y se inclinó sobre mi silla llenando el aire con
volutas de humo.
-¿Qué ha estado usted haciendo? -exclamó.
-Nada -gruñí-. Debe de ser el aguarrás.
-¡Qué color más horrible tiene ahora! -prosiguió-. ¿Le parece a usted que mi carne se
parece a un queso Roquefort?
-No, claro que no -dije con enfado-. ¿Me has visto alguna vez pintar de este modo?
-¡Por cierto que no!
-¡Entonces!
-Debe de ser el aguarrás, o algo -admitió.
Se puso una túnica japonesa y se acercó a la ventana. Yo raspé y froté hasta cansarme;
finalmente cogí los pinceles y los hundí en la tela lanzando una gruesa expresión cuyo
tono tan solo llegó a oídos de Tessie.
No obstante, no tardó en exclamar:
-¡Muy bonito! ¡Jure, actúe como un niño y arruine sus pinceles! Lleva tres semanas
trabajando en ese estudio y ahora ¡mire! ¿De qué le sirve desgarrar la tela? ¡Que
criaturas son los artistas!
Me sentí tan avergonzado como de costumbre después de un exabrupto semejante, y
volví contra la pared la tela arruinada. Tessie me ayudó a limpiar los pinceles y luego
marchó bailando a vestirse. Desde detrás del biombo me regaló consejos sobre la
pérdida parcial o total de la paciencia, hasta que creyendo quizá que ya me había
atormentado lo bastante, salió a suplicarme que le abrochara el vestido por la espalda,
donde ella no alcanzaba.
-Todo ha salido mal desde el momento en que volvió de la ventana y me habló del
horrible hombre que vio en el atrio de la iglesia -declaró.
-Sí, probablemente embrujó el cuadro dije bostezando.
Miré el reloj.
-Son más de la seis, lo sé -dijo Tessie arreglándose el sombrero ante el espejo.
-Sí -contesté-. No fue mi intención retenerte tanto tiempo.
Me asomé por la ventana, pero retrocedí con disgusto. El joven de la cara pastosa estaba
todavía en el atrio. Tessie vio mi ademán de desaprobación y se asomó.
-¿Es ese el hombre que le disgusta? -susurró.
Asentí con la cabeza.
-No puedo verle la cara, pero parece gordo y blando. De todas maneras -continuó y se
volvió hacia mí- me recuerda un sueño... un sueño espantoso que tuve una vez. Pero -
musitó mirando sus elegantes zapatos- ¿fue un sueño en realidad?
-¿Cómo puedo yo saberlo? -dije con una sonrisa.
Tessie me sonrió a su vez.
-Usted figuraba en él -dije-, de modo que quizá sepa algo.
-¡Tessie, Tessie! -protesté- ¡No te atrevas a halagarme diciendo que sueñas conmigo!
-Pues lo hice -insistió-. ¿Quiere que se lo cuente?
-Adelante -le contesté encendiendo un cigarrillo.
Tessie se apoyó en el antepecho de la ventana abierta y empezó muy seriamente:
-Fue una noche del invierno pasado. Estaba yo acostada en la cama sin pensar en nada
en particular. Había estado posando para usted y me sentía agotada, no obstante, me era
imposible dormir. Oí a las campanas de la ciudad dar las diez, las once y la medianoche.
Debo de haberme quedado dormida aproximadamente alrededor de las doce, porque no
recuerdo haber escuchado más campanadas. Me parece que apenas había cerrado los
ojos, cuando soñé que algo me impulsaba a ir a la ventana. Me levanté abriendo el
postigo, me asomé. La calle Veinticinco estaba desierta hasta donde alcanzaba mi vista.
Empecé a sentir miedo; todo afuera parecía tan... ¡tan negro e inquietante! Entonces oí
un ruido lejano de ruedas a la distancia, y me pareció corno si aquello que se acercaba
era lo que debía esperar. Las ruedas se aproximaban muy lentamente y por fin pude
distinguir un vehículo que avanzaba por la calle. Se acercaba cada vez más, y cuando
pasó bajo mi ventana me di cuenta que era una carroza fúnebre. Entonces, cuando me
eché a temblar de miedo, el cochero se volvió y me miró. Cuando desperté estaba de pie
frente a la ventana abierta estremecida de frío, pero la carroza empenachada de negro y
su cochero habían desaparecido. Volví a tener ese mismo sueño el pasado mes de marzo
y otra vez desperté junto a la ventana abierta, Anoche tuve el mismo sueño. Recordará
cómo llovía; cuando desperté junto a la ventana abierta tenía el camisón empapado.
-Pero ¿qué relación tengo yo con el sueño? -pregunté.
-Usted... usted estaba en el ataúd; pero no estaba muerto.
-¿En el ataúd?
-Sí.
-¿Cómo lo sabes? ¿Podías verme?
-No; sólo sabía que usted estaba allí.
-¿Habías comido Welsh rarebits o ensalada de langosta? -empecé yo riéndome, pero la
chica me interrumpió con un grito de espanto.
-¡Vaya! ¿Qué sucede? -pregunté al verla retroceder de la ventana.
-El... el hombre de abajo del atrio de la iglesia... es el que conducía la carroza fúnebre.
-Tonterías -dije, pero los ojos de Tessie estaban agrandados por el terror. Me acerqué a
la ventana y miré. El hombre había desaparecido-. Vamos, Tessie -la animé-, no seas
tonta. Has posado demasiado; estás nerviosa.
-¿Cree que podría olvidar esa cara? -murmuró-. Tres veces vi pasar la carroza fúnebre
bajo mi ventana, y tres veces el cochero se volvió y me miró. oh, su cara era tan blanca
y... ¿blanca? Parecía un muerto... como si hubiera muerto mucho tiempo atrás.
Convencí a la muchacha de que se sentara y se bebiera un vaso de Marsala. Luego me
senté junto a ella y traté de aconsejarla.
-Mira, Tessie -dije-, vete al campo por una semana o dos y ya verás como no sueñas
más con carrozas fúnebres. Pasas todo el día posando y cuando llega la noche tienes los
nervios alterados. No puedes seguir a este ritmo. Y después, claro, en lugar de irte a la
cama después de terminado el trabajo, te vas de picnic al parque Sulzer o a El Dorado o
a Coney Island, y cuando vienes aquí a la mañana siguiente te encuentras rendida. No
hubo tal carroza fúnebre. No fue más que un tonto sueño.
La muchacha sonrió débilmente.
-¿Y el hombre del atrio de la iglesia?
-Oh, no es más que un pobre enfermo como tantos.
-Tan cierto como me llamo Tessie Rearden, le juro, señor Scott, que la cara del hombre
de abajo es la cara del que conducía la carroza fúnebre.
-¿Y qué? -dije-. Es un oficio honesto.
-Entonces, ¿cree que sí vi la carroza fúnebre?
-Bueno -dije diplomáticamente-, si realmente la viste, no sería improbable que el
hombre de abajo la condujera. Eso nada tiene de raro,
Tessie se levantó, desenvolvió su perfumado pañuelo y cogiendo un trozo de goma de
mascar anudado en un ángulo, se lo metió en la boca. Luego, después de ponerse los
guantes, me ofreció su mano con un franco:
-Hasta mañana, señor Scott.
Y se marchó.
II
A la mañana siguiente, Thomas, el botones, me trajo el Herald y una noticia. La iglesia
de al lado había sido vendida. Agradecí al cielo por ello. No porque yo siendo católico,
tuviera repugnancia alguna por la congregación vecina, sino porque tenía los nervios
destrozados a causa de un predicador vociferante, cuyas palabras resonaban en la nave
de la iglesia como si fueran pronunciadas en mi casa y que insistía en sus erres con una
persistencia nasal que me revolvía las entrañas. Había además un demonio en forma
humana, un organista que interpretaba los himnos antiguos de una manera muy
persona1. Yo clamaba por la sangre de un ser capaz de tocar la doxología con una
modificación de tonos menores sólo perdonable en un cuarteto de principiantes. Creo
que el ministro era un buen hombre, pero cuando berreaba: "Y el Señorrr dijo a Moisés,
el Señorrr es un hombre de guerrrra; el Señorrr es su nombre. Arrrderá mi irrra y yo te
matarrré con la espada", me preguntaba cuántos siglos de purgatorio serían necesarios
para expiar semejante pecado.
-¿Quien compró la propiedad? -pregunté a Thomas.
-Nadie que yo conozca, señor. Dicen que el caballero que es propietario de los
apartamentos Hamilton estuvo mirándola. Quizás esté por construir más estudios.
Me acerqué a la ventana. El joven de la cara enfermiza estaba junto al portal del atrio;
sólo verlo me produjo la misma abrumadora repugnancia.
-A propósito, Thomas -dije-, ¿quién es ese individuo allá abajo?
Thomas resopló por la nariz.
-¿Ese gusano, señor? Es el Sereno de la iglesia, señor. Me exaspera verlo toda la noche
en la escalinata, mirándolo a uno con aire insultante. Una vez le di un puñetazo en la
cabeza, señor... con su perdón, señor...
-Adelante, Thomas.
-Una noche que volvía a casa con Harry, el otro chico inglés, lo vi sentado allí en la
escalinata. Molly y Jen, las dos chicas de servicio, estaban con nosotros, señor, y él nos
miró de manera tan insultante, que yo voy y le digo: ";Qué está mirando, babosa
hinchada?" Con su perdón, señor, pero eso fue lo que le dije. Entonces él no contestó y
yo le dije: "Ven y verás cómo te aplasto esa cabeza de puddin." Entonces abrí el portal y
entré, pero él no decía nada y seguía mirándome de ese modo insultante. Entonces le di
un puñetazo, pero ¡ajj! tenía la cara tan fría y untuosa que daba asco tocarla.
-¿Qué hizo él entonces? -pregunté con curiosidad.
-¿Él? Nada.
-¿Y tú, Thomas?
El joven se ruborizó turbado y sonrió con incomodidad.
-Señor Scott, yo no soy ningún cobarde y no puedo explicarme por qué eché a correr.
Estuve en el Quinto de Lanceros, señor, corneta en Te-el-Kebir y me han disparado a
menudo.
-¿Quieres decir que huiste?
-Sí, señor, eso hice.
-¿Por qué?
-Eso es lo que yo quisiera saber, señor. Agarré a Molly del brazo y eché a correr, y los
demás estaban tan asustados como yo.
-Pero ¿de qué tenían miedo?
Thomas rehusó contestar de momento, pero el repulsivo joven de abajo había
despertado tanto mi curiosidad, que insistí. Tres años de estadía en América no sólo
habían modificado el dialecto cockney25 de Thomas, sino que le habían inculcado el
temor americano al ridículo.
-No va usted a creerme, señor Scott.
-Sí, te creeré.
-¿No va a reírse de mí, señor?
-¡Tonterías!
Vaciló.
-Bien señor, tan verdad como que hay Dios lo golpeé, él me agarró de las muñecas, y
cuando le retorcí uno de los puños blandos y untuosos, me quedé con uno de sus dedos
en la mano.
Toda la repugnancia y el horror que había en la cara de Thomas debieron de haberse
reflejado en la mía, porque agregó:
-Es espantoso. Ahora cuando lo veo, me alejo. Me pone enfermo.
Cuando Thomas se hubo marchado, me acerqué a la ventana. El hombre estaba junto al
enrejado de la iglesia con las manos en el portal, pero retrocedí con prisa a mi caballete,
descompuesto y horrorizado. Le faltaba el dedo medio de la mano derecha.
25 Todo lo que dice Thomas está representado fonéticamente en inglés. Es imposible, por supuesto,
reproducirlo en castellano. (N. del T.)
A las nueve apareció Tessie y desapareció tras el biombo con un alegre "Buenos días,
señor Scott". Cuando reapareció y adoptó su pose sobre la tarima, empecé para su
deleite una tela nueva. Mientras trabajé en el dibujo, permaneció en silencio, pero no
bien cesó el rasguido de la carbonilla y cogí el fijador, comenzó a charlar.
-¡Pasamos un momento tan agradable anoche! Fuimos a Tony Pastor's.
-¿Quienes?
-Oh, Maggie, ya sabe usted, la modelo del señor Whyte, y Rosi McCormick -la
llamamos Rosi porque tiene esos hermosos cabellos rojos que gustan tanto a los artistasy
Lizzie Burke.
Rocié la tela con el fijador y dije:
-Bien, continúa.
-Vimos, a Kelly y a Baby Barnes, la bailarina y... a todo el resto. Hice una conquista.
-¿Entonces me has traicionado, Tessie?
Ella se echó a reír y sacudió la cabeza.
-Es Ed Burke, el hermano de Lizzie. Un perfecto caballero.
Me sentí obligado a darle algunos consejos paternales acerca de las conquistas, que ella
recibió con sonrisa radiante.
-Oh, sé cuidarme de una conquista desconocida -dijo examinando su goma de mascar-
,pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.
Entonces contó que Ed había vuelto de la fábrica de calcetines de Lowell,
Massachusetts, y que se había encontrado con que ella y Lizzie ya no eran unas niñas, y
que era un joven perfecto que no tenía el menor inconveniente en gastarse medio dólar
para invitarlas con helados y ostras a fin de festejar su comienzo como dcpendiente en
el departamento de lanas de Macy's. Antes que terminara, yo había empezado a pintar, y
adoptó nuevamente su pose sonriendo y parloteando como un gorrión. Al mediodía ya
tenía el estudio bien limpio y Tessie se acercó a mirarlo.
-Eso está mejor -dijo.
También yo lo pensaba así y comí con la íntima satisfacción de que todo iba bien.
Tessie puso su comida en una mesa de dibujo frente a mí y bebimos clarete de la misma
botella y encendimos nuestros cigarrillos con la misma cerilla. Yo le tenía mucho apego
a Tessie. De una niña frágil y desmañada, la había visto convertirse en una mujer
esbelta y exquisitamente formada. Había posado para mí durante los tres últimos años y
de todas mis modelos ella era la favorita. Me habría afligido mucho, en verdad, que se
vulgarizara o se volviera una fulana, como suele decirse, pero jamás advertí el menor
deterioro en su conducta y sentía en el fondo que ella era una buena chica. Nunca
discutíamos de moral, y no tenía intención de hacerlo, en parte porque yo no tenía muy
en cuenta a la moral, pero también porque sabía que ella haría lo que le gustara muy a
mi pesar. No obstante, esperaba de todo corazón que no se viera envuelta en
dificultades, porque deseaba su bien y también por el egoísta motivo de no perder a la
mejor de mis modelos. Sabía que una conquista, como la había llamado Tessie, no
significaba nada para chicas como ella, y que tales cosas en América no se asemejan en
nada a las mismas cosas en París. No obstante, yo había vivido con los ojos bien
abiertos y sabía que alguien se llevaría algún día a Tessie de un modo u otro, y aunque
por mi parte consideraba que el matrimonio era un disparate, esperaba sinceramente,
que en este caso había un sacerdote al final de la aventura. Soy católico. Cuando oigo
misa solemne, cuando me persigno, siento que todo, con inclusión de mí mismo, se
encuentra más animado, y cuando me confieso, me siento bien. Un hombre que vive tan
solo como yo, debe confesarse con alguien. Claro que Sylvia, era católica, y ese era
motivo suficiente para mí. Pero estaba hablando de Tessie, lo que es muy diferente.
Tessie también era católica y mucho más devota que yo, de modo que, teniendo todo
esto en cuenta, no había mucho que temer por mi bonita modelo mientras no se
enamorase. Pero entonces sabía que sólo el destino decidiría su futuro, y rezaba
internamente por que ese destino la mantuviera alejada de hombres como yo y que
pusiera en su camino muchachos como Ed Burker y Jimmy McCormick. ¡Dios bendiga
su dulce rostro!
Tessie estaba sentada lanzando anillos de humo que ascendían al cielo raso y haciendo
tintinear el hielo en su vaso.
-¿Sabes, Chavala, que también yo tuve un sueño anoche?
La observé. A veces la llamaba "la Chavala".
-No habrá sido ese hombre -dijo riendo.
-Exacto. Un sueño parecido al tuyo, sólo que mucho peor.
Fue tonto e irreflexivo de mi parte decirlo, pero ya se sabe el poco tacto que tienen los
pintores por lo general.
-Debo de haberme quedado dormido poco más o menos a las diez -proseguí-, y al cabo
de un rato soñé que me despertaba. Tan claramente oí las campanas de la medianoche,
el viento en las ramas de los árboles y la sirena de los vapores en la bahía, que incluso
ahora me es difícil creer que no estaba despierto. Me parecía yacer en una caja con
cubierta de cristal. Veía débilmente las lámparas de la calle por donde pasaba, pues
debo decirte, Tessie, que la caja en la que estaba tendido parecía encontrarse en un
carruaje acojinado en el que iba sacudiéndome por una calle empedrada. Al cabo de un
rato me impacienté e intenté moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las
manos cruzadas en el pecho, de modo que no me era posible levantarlas para aliviarme.
Escuché y, luego, intenté llamar. Había perdido la voz. Podía oír los cascos de los
caballos uncidos al coche e incluso la respiración del conductor. Entonces otro ruido
irrumpió en mis oídos, como el abrir de una ventana. Me las compuse para ladear la
cabeza un tanto, y descubrí que podía ver, no sólo a través del cristal que cubría la caja,
sino también a través de los paneles de cristal a los lados del carruaje. Vi casas. Vi
casas, vacías y silenciosas, sin vida ni luz en ninguna de ellas, excepto en una. En esa
casa había una ventana abierta en el primer piso, y una figura toda de blanco miraba a la
calle. Eras tú.
Tessie había apartado su cara de mí y se apoyaba en la mesa sobre el codo.
-Pude verte la cara proseguí- que me pareció muy angustiada. Luego seguimos viaje y
doblamos por una estrecha y negra calleja. De pronto los caballos se detuvieron. Esperé
y esperé, cerrando los ojos con miedo e impaciencia, pero todo estaba silencioso como
una tumba. Al cabo de lo que me parecieron horas, empecé a sentirme incómodo. La
sensación de que algo se acercaba hizo que abriera los ojos. Entonces vi la cara del
cochero de la carroza fúnebre que me miraba a través de la cubierta del ataúd...
Un sollozo de Tessie me interrumpió. Estaba temblando como una hoja. Vi que me
había comportado como un asno e intenté reparar el daño.
-¡Vaya, Tess -dije- Sólo te lo conté para mostrarte la influencia de tu historia en los
sueños de los demás. No pensarás realmente que estoy tendido en un ataúd ¿no es
cierto? ¿Por qué estás temblando? ¿No te das cuenta de que tu sueño y la irrazonable
repugnancia que me produce ese inofensivo sereno de la iglesia pusieron sencillamente
en marcha mi cerebro no bien me quedé dormido?
Puso la cabeza entre sus brazos y sollozó como si fuera a rompérsele el corazón. Me
había portado como un imbécil. Pero estaba por superar mi propio récord. Me le acerqué
y la rodeé con el brazo.
-Tessie, querida, perdóname -dije-; no tendría que haberce asustado con semejantes
tonterías. Eres una chica demasiado atinada, demasiado buena católica corno para creer
en sueños.
Su mano se puso en la mía y su cabeza cayó sobre mi hombro, pero todavía temblaba;
yo la acariciaba y la consolaba.
-Vamos, Tess, abre los ojos y sonríe.
Sus ojos se abrieron con un lánguido lento movimiento y se encontraron con los míos,
pero su expresión era tan extraña que me apresuré a reanimarla otra vez.
-Fue una patraña, Tessie, no creerás que todo esto podrá acarrearte algún mal.
-No -dijo, pero sus labios escarlatas se estremecieron.
-¿Qué sucede, entonces? ¿Tienes miedo?
-Sí, pero no por mi.
-¿Por mí, entonces? -pregunté alegremente.
-Por usted -murmuró en voz casi inaudible-. Yo... yo lo quiero a usted.
En un principio me eché a reír, pero cuando comprendí lo que decía, un
estremecimiento me atravesó el cuerpo y me quedé sentado como de piedra. Esta era la
culminación de las tonterías que llevaba cometidas. En el momento que transcurrió
entre su réplica y mi contestación, pensé en mil respuestas a esa inocente confesión.
Podía desecharla con una sonrisa, podía hacerme el desentendido y decirle que me
encontraba muy bien de salud, podía manifestarle con sencillez que era imposible que
ella me amase. Pero mi reacción fue más veloz que mis pensamientos, y cuando quise
darme cuenta ya era demasiado tarde, porque la había besado en la boca.
Aquella noche fui a dar mi paseo habitual por el parque de Washington pensando en los
acontecimientos del día. Me había comprometido a fondo. No podía echarme atrás
ahora, y miré de frente a mi futuro. Yo no era bueno, ni siquiera escrupuloso, pero no
tenía intención de engañarme a mí mismo o a Tessie. La única pasión de mi vida yacía
sepultada en los soleados bosques de Bretaña. ¿Estaba sepultado para siempre? La
Esperanza clamaba: "¡No!" Durante tres años había esperado el ruido de unos pasos en
mi umbral. ¿Sylvia se había olvidado? "¡No!" clamaba la Esperanza.
Dije que no era bueno. Eso es verdad, pero con todo no era exactamente el villano de la
ópera cómica. Había llevado una vida fácil y atolondrada, recibiendo de buen grado el
placer que se me ofrecía, deplorando, a veces lamentando con amargura, las
consecuencias. Sólo una cosa, con excepción de mi pintura, tomaba en serio, y aquello
yacía ocultado, si no perdido, en los bosques bretones.
Era demasiado tarde ahora para lamentar lo ocurrido en el día. Tanto si fue lástima,
como si fue la súbita ternura que produce el dolor o el más brutal instinto de la voluntad
satisfecha, daba igual ahora, y a no ser que deseara dañar a un corazón inocente, tenía la
senda trazada ante mí. El fuego y la intensidad, la profundidad de la pasión de un amor
que ni siquiera había sospechado, a pesar de la experiencia que creía tener del mundo,
no me dejaban otra alternativa que corresponderle o apartarla de mi lado. No se si me
acordaba producir dolor en los demás o si hay algo en mí de lóbrego puritano, pero lo
cierto es que me repugnaba negar la responsabilidad por ese irreflexible beso, y de
hecho no tuve tiempo de hacerlo antes que se abriesen las puertas de su corazón y la
marejada se expandiera. Otros que habitualmente cumplen con su deber y encuentran
una sombría satisfacción en hacer de sí mismos y de los demás unos desdichados, quizá
habrían resistido. Yo no. No me atreví. Después de amainada la tormenta, le dije que
más le habría valido amar a Ed Burke y llevar un sencillo anillo de oro, pero no quiso
escucharme siquiera, y pensé que mientras hubiera decidido amar a alguien con quien
no podía casarse, era preferible que fuera yo. Yo, al menos, podría tratarla con
inteligente afecto, y cuando ella se cansara de su pasión, no saldría de ella mal parada.
Porque yo estaba decidido en cuanto a eso, aunque sabía lo difícil que resultaría.
Recordaba el final habitual de las relaciones platónicas y cuánto me disgustaba oír de
ellas. Sabía que iniciaba una gran empresa para alguien tan falto de escrúpulos como yo,
y temía el futuro, pero ni por un momento dudé de que ella estaría segura conmigo. Si
se hubiera tratado de cualquier otra, no me habría dejado atormentar por escrúpulos.
Pero ni se me ocurría la posibilidad de sacrificar a Tessie como lo habría hecho con una
mujer de mundo. Miraba el porvenir directamente a la cara y veía los varios probables
finales del asunto. Terminaría ella por cansarse de mí, o llegaría a ser tan desdichada
que tendría que desposarla o abandonarla. Si nos casábamos, seríamos desdichados. Yo
con una mujer inapropiada para mí, ella con un marido inapropiado para cualquier
mujer. Porque mi vida pasada no me calificaba para el matrimonio. Si la abandonaba,
quizá caería enferma, pero se recuperaría y acabaría casándose con algún Ed Burke,
pero, precipitada o deliberadamente, podía cometer una tontería. Por otra parte, si se
cansaba de mí, toda su vida se desplegaría ante ella con maravillosas visiones de Eddie
Burke, anillos de boda, gemelos, pisos en Harlem y el Cielo sabe que más. Mientras me
paseaha entre los árboles vecinos al Arco de Washington, decidí que de cualquier modo
ella encontraría a un sólido amigo en mí, y que el futuro se cuidara de sí mismo. Luego
entré en la casa y me puse el traje de noche, porque la nota ligeramente perfumada que
habla sobre mi tocador decía: "Tenga un coche pronto a la entrada de los artistas a las
once", y estaba firmada "Edith Carmichel, Teatro Metropolitan, 19 de junio de 189-."
Esa noche cené o, más bien cenamos la señorita Carmichel y yo, en el Solari y el alba
empezaba a dorar la cruz de la iglesia Memorial cuando entré en el parque de
Washington después de haber dejado a Edith en Brunswick. No había un alma en el
parque cuando pasé entre los árboles y cogí el sendero que va de la estatua de Garibaldi
al edificio de los apartamentos Hamilton, pero al pasar junto al atrio de la iglesia vi una
figura sentada en la escalinata de piedra. A pesar mío, me estremecí al ver la hinchada
cara blancuzca y apresuré el paso. Entonces dijo algo que pudo haberme estado dirigido
o quizá sólo estuviera musitando para sí, pero que semejante individuo se dirigiera a mí
me puso súbitamente furioso. Por un instante me dieron ganas de girar sobre los talones
y aplastarle la cabeza con el bastón, pero seguí andando, entré en el Hamilton y fui a mi
apartamento. Por algún tiempo di vueltas en la cama intentando librarme de su voz, pero
no me fue posible. Ese murmullo me llenaba la cabeza como el denso humo aceitoso de
una cuba donde se cuece grasa o la nociva fetidez de la podredumbre. Y mientras me
revolvía en mi lecho, la voz en mis oídos parecía más clara y distante, y empecé a
entender las palabras que había murmurado. Me llegaban lentamente, como si las
hubiera olvidado y por fin pudiera comprender su sentido. Había articulado:
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
Estaba furioso. ¿Qué había querido decir con eso? Luego, dirigiéndole una maldición,
cambié de postura, y me quedé dormido, pero cuando más tarde desperté estaba pálido y
ojeroso, porque había vuelto a soñar lo mismo de la noche pasada y me turbaba más de
lo que quería confesarme.
Me vestí y bajé al estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana. Cuando yo entré se
puso de pie y me rodeó el cuello con los brazos para darme un beso inocente. Tenía un
aspecto tan dulce y delicado que la volví a besar y luego me fui a sentar frente al
caballete.
-¡Vaya! ¿Dónde está el estudio que empecé ayer?
Tessie parecía confusa, pero no respondió. Comencé a buscar entre pilas de telas
mientras le decía:
-Apresúrate, Tess, y prepárate; debemos aprovechar la luz de la mañana.
Cuando por fin abandoné la búsqueda entre las otras telas y me volví para registrar el
cuarto, vi que Tessie estaba de pie junto al biombo con las ropas todavía puestas.
-¿Qué sucede? -le pregunté-. ¿No te sientes bien?
-Sí.
-Apresúrate, entonces.
-¿Quiere que pose como... como he posado siempre?
Entonces comprendí. Se presentaba una nueva complicación. Había perdido, por
supuesto, a la mejor modelo de desnudo que había conocido nunca. Miré a Tessie. Tenía
el rostro escarlata. ¡Ay! ¡Ay! Habíamos comido el fruto del árbol del conocimiento y el
Edén y la inocencia original ya eran sueños del pasado... quiere decir, para ella.
Supongo que notó la desilusión en mi cara, porque dijo:
-Posaré, si lo desea. El estudio está detrás del biombo. He sido yo quien lo ha puesto
allí.
-No -le dije-, empezaremos algo nuevo.
Y fui a mi armario y elegí un vestido morisco resplandeciente de lentejuelas. Era un
traje auténtico y Tessie se retiró tras el biombo encantada con él. Cuando salió otra vez,
quedé atónito. Sus largos cabellos negros estaban sujetos en su frente por una diadema
de turquesas y los extremos llegaban rizados hasta la faja resplandeciente. Tenía los pies
calzados en unas bordadas babuchas puntiagudas, y la falda del vestido, curiosamente
recamada de arabescos de plata, le caía hasta los tobillos. El profundo azul metálico del
chaleco bordado en plata y la chaquetilla morisca en la que estaban cosidas refulgentes
turquesas, le sentaban maravillosamente. Avanzó hacia mí y levanté la cabeza sonriente.
Deslicé la mano en el bolsillo, saqué una cadena de oro con una cruz y se la coloqué en
la cabeza.
-Es tuya, Tessie.
-¿Mía? -balbució.
-Tuya. Ahora ve y posa.
Entonces, con una sonrisa radiante, corrió tras el biombo y reapareció en seguida con
una cajita en la que estaba escrito mi nombre.
-Tenía intención de dársela esta noche antes de irme a casa-dijo-, pero ya no puedo
esperar.
Abrí la caja. Sobre el rosado algodón, había un broche de ónix negro en el que estaba
incrustado un curioso símbolo o letra de oro. No era arábigo ni chino, ni como pude
comprobar después no pertenecía a ninguna de las escrituras humanas.
-Es todo lo que tengo para darle como recuerdo.
Me sentí molesto, pero le dije que lo tendría en alta estima y le prometí llevarlo
siempre. Ella me lo sujetó en la chaqueta, bajo la solapa.
-¡Qué tontería, Tess, comprar algo tan bello! -le dije.
-No lo he comprado -dijo riendo.
-¿De dónde lo has sacado?
Entonces me contó que lo había encontrado un día al volver del acuario de la Batería y
que había hecho publicar un aviso en los periódicos y que por fin perdió las esperanzas
de encontrar al propietario del broche.
-Fue el invierno pasado -dije-, el mismo día en que tuve por primera vez ese horrible
sueño de la carroza fúnebre.
Recordé el sueño que había tenido la pasada noche, pero no dije nada, y en seguida la
carbonilla empezó a revolotear sobre la nueva tela, y Tessie permaneció inmovil en la
tarima.
III
El día siguiente fue desastroso para mí. Mientras trasladaba una tela enmarcada de un
caballete a otro, mis pies resbalaron en el suelo encerado y caí pesadamente sobre
ambas muñecas. Tan grave fue la luxación sufrida que resultó inútil intentar sostener el
pincel, examinando dibujos y esbozos inacabados hasta que, ya desesperado me senté a
fumar y a girar los pulgares con fastidio. La lluvia que azotaba los cristales y
tamborileaba sobre el techo de la iglesia me produjo un ataque de nervios con su
interminable repiqueteo. Tessie cosía sentada junto a la ventana, y de vez en cuando
levantaba la cabeza y me miraba con una compasión tan inocente, que empecé a
avergonzarme de mi irritación y miré a mi alrededor en busca de algo en qué ocuparme.
Había leído todos los periódicos y todos los libros de la biblioteca, pero por hacer algo
me dirigí a la librería y la abrí con el codo. Conocía cada volumen por el color y los
examiné a todos pasando lentamente junto a la librería y silbando para animarme el
espíritu. Estaba por volverme para ir al comedor, cuando me sorprendió un libro
encuadernado en amarillo en un rincón de la repisa más alta de la última biblioteca. No
lo recordaba y desde el suelo no alzaba a descifrar las pálidas letras sobre el lomo, de
modo que fui a la sala de fumar y llamé a Tessie. Ella vino del estudio y se encaramó
para alcanzar el libro
-¿Qué es? -le pregunté.
-El Rey de Amarillo.
Quedé estupefacto. ¿Quién lo había puesto allí? ¿Cómo había ido a parar a mis
aposentos? Hacía ya mucho que había decidido no abrir jamás ese libro, y nada en la
tierra podría haberme persuadido a comprarlo. Temiendo que la curiosidad me tentara a
abrirlo, ni siquiera lo había mirado nunca en las librerías. Si alguna vez experimenté la
curiosidad de leerlo, la espantosa tragedia del joven Castaigne, a quien yo había
conocido, me disuadió de enfrentarme con sus malignas páginas. Siempre me negué a
escuchar su descripción y, en verdad, nadie se aventuró nunca a comentar en alta voz la
segunda parte, de modo que no tenía conocimiento en absoluto de lo que podrían revelar
esas páginas. Me quedé mirando fijamente la ponzoñosa encuadernación amarilla como
habría mirado a una serpiente.
-No lo toques, Tessie -dije-. Baja de ahí.
Por supuesto, mi admonición bastó para despertar su curiosidad y antes que pudiera
impedírselo cogió el libro y, con una carcajada, se fue bailando al estudio con él. La
llamé, pero ella se alejó dirigiendo una torturadora sonrisa a mis imponentes manos y yo
la seguí con cierta impaciencia.
-¡Tessie! -grité entrando en la biblioteca-, escucha, hablo en serio. Deja ese libro. ¡No
quiero que lo abras!
La biblioteca estaba vacía. Fui a ambas salas, luego los dormitorios, a la lavandería, la
cocina y, finalmente, volví a la biblioteca donde inicié un registro sistemático. Se había
acurrucado, pálida, y silenciosa, junto a la ventana reticulada del cuarto del almacenaje
de arriba. A primera vista me di cuenta que su necedad había sido castigada. El Rey de
Amarillo estaba a sus pies, pero el libro estaba abierto en la segunda parte. Miré a Tessie
y vi que era demasiado tarde. Había abierto El Rey de Amarillo. Entonces la tomé de la
mano y la conduje al estudio. Parecía obnubilada, y cuando le dije que se tendiera en el
sofá me obedeció sin decir palabra. Al cabo de un rato sus ojos se cerraron y la
respiración se le hizo regular y profunda, pero no me fue posible descubrir si dormía o
no. Durante largo rato me quedé sentado en silencio junto a ella, en el cuarto de
almacenaje jamás frecuentado, cogí el libro amarillo con la mano menos herida. Parecía
pesado como el plomo, pero lo llevé al estudio otra vez y sentándome en la alfombra
junto al sofá, lo abrí y lo leí desde el principio al fin.
Cuando debilitado por el exceso de las emociones, dejé caer el volumen y me recosté
fatigado contra el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró.
Habíamos estado hablando cierto tiempo con opacada y monótona tensión cuando
advertí que estábamos comentando El Rey de Amarillo. ¡Oh, qué pecado, haber escrito
semejantes palabras... palabras que son claras como el cristal, límpidas y musicales
como una fuente burbujeante, palabras que resplandecen y refulgen como los diamantes
envenenados de los Medicis! ¡Oh, la malignidad, la condenación más allá de toda
esperanza de un alma capaz de fascinar y paralizar a criaturas humanas con tales
palabras! Palabras que comprenden el ignorante y el sabio por igual, palabras más
preciosas que joyas, más apaciguadoras que la música celestial, más espantosas que la
muerte misma.
Seguimos hablando sin prestar atención a las sombras que se espesaban, y ella me
estaba rogando que me deshiciera del broche de ónix negro en que estaba curiosamente
incrustado lo que, ahora lo sabíamos, era el Signo Amarillo. Nunca sabré por qué me
negué a hacerlo, aunque en esta hora, aquí, en mi habitación, mientras escribo esta
confesión, me gustaría saber qué me impidió arrancar el Signo Amarillo de mi pecho y
arrojarlo al fuego. Estoy seguro de que deseaba hacerlo, pero Tessie me lo imploró en
vano. Cayó la noche y transcurrieron las horas, pero aún seguíamos hablando quedo del
Rey y la Máscara Pálida, y la medianoche sonó en los chapiteles brumosos de la ciudad
hundida en la niebla. Hablamos de Hastur y Cassilda mientras afuera la niebla rozaba
los ciegos paneles de las ventanas como el oleaje de las nubes avanzaba y se rompía
sobre las costas de Hali.
La casa estaba ahora acallada y ni el menor sonido de las calles brumosas quebrantaba
el silencio. Tessie yacía entre cojines, su rostro era una mancha gris en la penumbra,
pero tenía sus manos apretadas en las mías y yo sabía que ella sabía y que leía mis
pensamientos como yo los suyos, porque habíamos comprendido el misterio de las
Híadas y ante nosotros se alzaba el Fantasma de la Verdad. Entonces, mientras nos
respondíamos el uno a la otra, velozmente, en silencio, pensamiento tras pensamiento,
las sombras se agitaron en la penumbra que nos rodeaba y a lo lejos en las calles
distantes oímos un sonido. Cada vez más cerca, se escuchó el lóbrego crujido de ruedas,
cada vez más cerca todavía, y ahora cesó afuera, ante la puerta. Me arrastré hasta la
ventana y vi una carroza fúnebre empenachada de negro. El portal, abajo, se abrió y se
volvió a cerrar; me arrastré temblando hasta la puerta y le eché la llave, pero no había
candado ni cerradura que pudiera impedir el paso de la criatura que venía en busca del
Signo Amarillo. Y ahora la oía avanzar muy lentamente por el vestíbulo. Y ahora estaba
a la puerta y los candados se pudrieron a su tacto. Ahora había entrado. Con ojos que se
me saltaban de las órbitas trate de escudriñar en la oscuridad, pero cuando entró en el
cuarto, no la vi. Sólo cuando la sentí envolverme en su frío abrazo blando grité y luché
con furia mortal, pero tenía las manos inutilizadas y me arrancó el broche de el ónix de
la chaqueta y me golpeó en plena cara. Entonces, al caer, oí el grito leve de Tessie y su
espíritu voló al encuentro de Dios, y mientras caía deseé poder seguirla, porque sabía
que el Rey de Amarillo había abierto su andrajoso manto y ahora sólo era posible
implorar ante Cristo.
Podría decir más, pero al mundo no le serviría de nada. En cuanto a mí, estoy más allá
de toda ayuda o esperanza humanas. Mientras yazgo aquí escribiendo, sin preocuparme
de si moriré o no, antes de terminar, veo al doctor que recoge sus polvos y frascos con
un vago ademán dirigido al buen cura que tengo junto a mí; entonces comprendo.
Sentirán curiosidad por conocer los detalles de la tragedia... ésos del mundo exterior que
escriben libros e imprimen millones de periódicos, pero no escribiré ya más, y el padre
confesor sellará mis últimas palabras con el sello sagrado cuando su santo oficio haya
sido cumplido. Los del mundo exterior podrán enviar a sus vástagos a hogares
desdichados o casas visitadas por la muerte, y sus periódicos se cebarán en la sangre y
las lágrimas, pero en mi caso sus espías tendrán que detenerse ante el confesionario.
Saben que Tessie ha muerto y que yo agonizo. Saben que la gente de la casa, alarmada
por un grito infernal, se precipitó a mi cuarto y encontró a un vivo y dos muertos; pero
no saben lo que voy a decir ahora; no saben que el médico dijo señalando un horrible
bulto descompuesto que yacía en el suelo... el lívido cadáver del sereno de la iglesia:
-No tengo teoría alguna, ninguna explicación. ¡Este hombre debe de haber muerto hace
meses!
Creo que me muero. Desearía que el cura...

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