El Buque Fantasma
OLIVER ONIONS
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I
Mientras Abel Keeling yacía en la cubierta del galeón
—por donde tan sólo el propio peso de su cuerpo y
su atezada mano extendida sobre los tablones le impedían
rodar— su mirada se extraviaba, pero volvía siempre a la
campana suspendida del pequeño campanario ornamental,
a popa del palo mayor, y atascada por la peligrosa inclinación
del barco. La campana era de bronce fundido,
con realces casi obliterados que fueron antaño cabezas de
querubines; pero el viento y la espuma salina del mar
habían depositado en ella una gruesa capa de verdín, semejante
a una hermosa y brillante capa de líquenes. Era
ese color verde el que gustaba a Abel Keeling.
En efecto, en cualquier otro lugar del galeón donde
descansaban sus ojos, sólo encontraban blancura, la
blancura de la extrema edad. Había diversos grados en esa
blancura: aquí cintilaba como gránulos de sal, allá simulaba
un blanco grisáceo de creta, y más lejos la pátina
amarillenta de la decadencia; pero en todas partes era la
inmóvil e inquietante blancura de las cosas sin vida. Sus
jarcias estaban blanqueadas como el heno seco; la mitad
del cordaje conservaba su forma apenas con mayor
firmeza que las cenizas de un hilo por el que acaba de
pasar el fuego; sus maderos albeaban como descarnados
huesos en la arena; y aun el incienso silvestre con que por
falta de alquitrán lo habían calafateado al tocar puerto la
última vez, estaba convertido en resina dura y descolorida
que brillaba como el cuarzo en las desfondadas junturas
de los tablones. El sol era todavía un broquel de plata, tan
pálido detrás de la bruma inmóvil y blanca, que ni una
sola jarcia, ni un madero proyectaban sombra; y
únicamente la cara y las manos de Abel Keeling eran
negras, carcomidas y carbonizadas por el inexorable
resplandEolr sgoalaeró.n era el Maria de la Torre, terriblemente
escorado de estribor, tanto que su palo mayor hundía una
de sus vergas de acero en el agua cristalina, y si hubiera
conservado su palo de trinquete o algo más que el roto
muñón de la mesana, habría volcado de través. Muchos
días atrás habían desaparejado el palo mayor y pasado 1a
vela por debajo de la quilla, en la esperanza de que cegara
la vía de agua. Y así sucedió, en parte, mientras el galeón
se deslizó sobre una banda; pero después, sin virar, empezó
a deslizarse sobre la banda opuesta, los cabos se rompieron
y el barco arrastró en pos de sí la vela, dejando una
gran mancha en el mar de plata.
En efecto, el galeón se deslizaba de costado, casi
imperceptiblemente, escorándose cada vez más. Escorándose
como si lo atrajera una piedra imán. Y al
principio, en verdad, Abel Keeling pensó que era una piedra
imán la que tironeaba de sus hierros, arrastrándolo a
través de la bruma gris que se extendía como un sudario
sobre el agua y que ocultó en pocos instantes la mancha
dejada por la vela. Pero después comprendió que no era
eso. El movimiento se debía —seguramente— a la corriente
de aquel estrecho de tres millas de extensión. Tendido
contra el carro de un cañón, a punto de rodar por la
cubierta, volvió a imaginar aquella piedra imán. Pronto
sucedería nuevamente lo que había sucedido durante los
últimos cinco días. Oiría los chillidos de los monos y el
parloteo de las cotorras, la alfombra de malezas verdes y
amarillas avanzaría sobre el María de la Torre a través
del mar de mercurio, una vez más se elevaría la pared de
rocas, y los hombres correrían...
Pero no; esta vez los hombres no correrían para
soltar las defensas: No quedaba ninguno para hacerlo, a
menos que Bligh viviera aún. Quizá vivía. Poco antes del
súbito anochecer del día anterior había bajado hasta la
mitad de la escalera real, después había caído, permaneciendo
un minuto inmóvil (muerto, supuso Abel
Keeling, observándolo desde el lugar que ocupaba junto a
la cureña del cañón). Pero luego se levantó otra vez y se
encaminó tambaleando en dirección al castillo de proa.
Tambaleando y agitando sus largos brazos. Desde entonces
Abel Keeling no lo había visto. Seguramente había
muerto en el castillo de proa durante la noche. Si no estuviera
muerto, habría vuelto a popa en busca de agua...
Al acordarse del agua, Abel Keeling levantó la cabeza.
Las delgadas fibras de músculos que rodeaban su
boca extenuada se contrajeron. Apretó levemente contra
la cubierta la mano ennegrecida por el sol como si quisiera
comprobar el grado de inclinación de aquélla y lo estable
de su propio equilibrio. El palo mayor estaba a unas siete
u ocho yardas de distancia... Encogió una de sus piernas
rígidas, y sentado corno estaba, empezó a bajar la pendiente
con una serie de enviones de su cuerpo.
Su aparato para recoger agua estaba sujeto al palo
mayor, cerca del campanario. Consistía en un lazo de
cuerda más bajo de un lado que del otro (pero eso era antes
de que el mástil se hubiera inclinado tanto en relación
con el cenit) y ensebado en su extremo inferior. Las nieblas
duraban más en aquel estrecho que en alta mar, y el
lazo servía para recoger el rocío que se condensaba en los
mástiles. Las gotas caían en un pucherito de barro colocado
en la cubierta.
Abel Keeling tomó el cacharro y miró en su interior.
Estaba lleno hasta un tercio de agua dulce. Perfecto.
Si Bligh, el contramaestre, había muerto, Abel Keeling,
capitán del María de la Torre, tendría más agua.
Hundió dos dedos en el cacharro y se los llevó a la boca.
Repitió varias veces la operación. No se atrevía a acercar el
recipiente a los labios negros y llagados, recordando con
espanto la agonía de dolor que lo asaltaba días atrás cuando,
tentado por el demonio, vació de un trago, por la mañana,
el contenido del cacharro y debió pasar el resto del
día sin agua... Humedeció una vez más sus dedos y los
chupó; después permaneció tendido contra el mástil, mirando
ociosamente cómo caían las gotas de agua.
Era extraño cómo se formaban las gotas. Crecían
lentamente en el borde del lazo ensebado, temblaban un
instante en su plenitud, caían, y el proceso recomenzaba
en seguida. Abel Keeling se entretenía mirándolas. ¿Por
qué —se preguntó— tenían todas el mismo tamaño? ¿A
qué causa, a qué compulsión obedecían para no variar
nunca? ¿Qué frágil tenuidad mantenía intactos los diminutos
glóbulos? Recordó que la goma aromática del incienso
silvestre con que habían calafateado el barco pendía
de los cubos en grandes goterones perezosos, obedeciendo
a una ley diferente; el aceite también era distinto, y los
zumos de las frutas y los bálsamos. Sólo el mercurio (quizá
el mar pesado e inmóvil le trajo a la memoria el mercurio)
no parecía obedecer a ley alguna... ¿Por qué?
Bligh, desde luego, lo habría explicado a su modo:
era la Mano de Dios. Eso era suficiente para Bligh,
que la tarde anterior se había ido a proa, y a quien Abel
Keeling recordaba ahora, vagamente y a la distancia,
como un fanático de voz profunda que entonaba sus
himnos mientras lanzaba, uno a uno, los cadáveres de la
tripulación a las honduras del mar. Bligh era de esa clase
de hombres: aceptaba las cosas sin discusión; se contentaba
con tomar las cosas como venían y con tener preparadas
las defensas de cabos de acero cuando la pared rocosa
surgía de la bruma opalescente. Bligh, como las gotas
de agua, tenía su Ley, que regía para él y para nadie
más...
De algún cabo podrido descendió flotando una
partícula de suciedad que entró en el cacharro. Abel Keeling,
apático, la vio moverse hacia la pared del recipiente.
Cuando hundió en él los dedos, el agua formó un pequeño
remolino, arrastrando la brizna consigo. Después el
agua se aquietó, y una vez más aquella partícula se dirigió
hacia la pared de la vasija y se adhirió a ella, como si ésta
la atrajera.
Exactamente del mismo modo, el galeón se deslizaba
hacia la pared rocosa, hacia las malezas verdes y amarillas,
los monos y las cotorras. Llevado nuevamente al
centro del canal (mientras hubo hombres para realizar la
maniobra) no tardó en deslizarse hacia la pared apuesta.
Una misma fuerza atraía a la brizna en el cacharro y al
barco en el mar estático. Era la Mano de Dios, según
Bligh...
Abel Keeling, cuya mente observaba a veces las cosas
más pequeñas, y otras se hundía en el embotamiento,
no oyó al principio la voz temblorosa que se alzaba en el
castillo de proa; una voz que se acercaba y a la que parecía
prestar acompañamiento el rumor del agua.
Oh Tú, que a Jonás en el pez
tres días preservaste del dolor
que fue un presagio de tu muerte
y resucitando nuevamente...
Era Bligh, que cantaba uno de sus himnos:
Oh Tú, que a Noé salvaste de las aguas,
Y a Abraham un día y otro día
cuando atravesaba Egipto
señalaste el camino...
La voz calló, dejando incompleta la piadosa frase.
Bligh, de todas maneras, estaba vivo... Abel Keeling prosiguió
sus vagas meditaciones.
Sí, la Ley de la vida de Bligh era llamar a las cosas
la Mano de Dios; pero la Ley de Abel Keeling era diferente;
ni mejor ni peor, sino diferente. La Mano de Dios, que
atraía las briznas y los galeones, debía obrar mediante otro
sistema; y los ojos de Abel Keeling se clavaron una vez
más, desganados, en el cacharro, como si el sistema estuviera
allí. Después extravió el sentido, y cuando lo recobró
había perdido todo contacto con sus anteriores ideas.
El remo, por supuesto, ésa era la solución. Con él,
los hombres podían reírse de las calmas chichas. Ahora
sólo lo usaban las pinazas y las galeras, aunque había tenido
sus ventajas. Pero los remos (que es como decir un sistema,
porque si uno quiere, puede sostener que la Mano
de Dios empuña el timón, así como el Soplo de Dios llena
la vela); los remos eran anticuados, pertenecían al pasado,
y usarlos equivalía a abandonar todo lo que era bueno
y nuevo, volver a la época en que el espolón de proa
era el arma más poderosa de los barcos, cuando éstos pasaban
un día o dos en el mar antes de volver a puerto en
busca de provisiones. Remos... no. Abel Keeling era de los
hombres nuevos, los hombres que juraban en nombre de
las andanadas de sacres y aculebrines, acostumbrados a
pasarse semanas y meses sin avistar tierra. Quizá algún día
el ingenio de hombres como él inventaría un barco impulsado
no por remos (porque los remos no podían penetrar
en los mares remotos del mundo) ni tampoco por
velas (porque los hombres que confiaban en las velas sé
encontraban de pronto en un estrecho de tres millas de
anchura, sin un soplo de brisa, suspendidos entre las nubes
y el agua, derivando hacia un muro rocoso), sino un
barco... un barco...
A Noé y a sus hijos
habló Dios diciendo:
"Firmo un pacto gon vosotros
y con vuestra descendencia..."
Era Bligh nuevamente, que ambulaba por el combes.
La mente de Abel Keeling volvió a quedar en blanco.
Después, despacio, muy despacio, con la misma lentitud
con que crecían las gotas en el lazo de cuerda, sus pensamientos
tomaron forma nuevamente.
¿Una galeaza? No. La galeaza quería ser dos cosas
a la vez y no era la una ni la otra. Este barco, que la mano
del hombre construiría alguna vez para que la Mano de
Dios lo guiase, absorbería y conservaría la fuerza del viento,
almacenándola como almacenaba sus provisiones.
Permanecería inmóvil cuando quisiera, cuando quisiera
avanzaría. Volvería contra sí misma la fuerza de la calma
chicha y de la tormenta. Porque, naturalmente, su fuerza
debía ser el viento, viento almacenado, una bolsa de los
vientos, como en la fábula de los niños; un chorro de
viento dirigido contra el agua, a popa, impulsando el agua
en un sentido y' el barco en otro, actuando por reacción.
Tendría una cámara de viento, donde éste sería introducido
por medio de bombas. Para Bligh sería también la
Mano de Dios esa fuerza impulsora del barco del futuro
que Abel Keeling, tendido entre el palo mayor y la campana,
volviendo de tanto en tanto los ojos desde los cenicientos
tablones al vívido cardenillo verde de la campana,
presentía vagamente...
El rostro de Bligh, curtido por el sol y devastado
desde adentro por la fe que lo consumía, apareció en lo
alto de la escalera del alcázar. Su voz palpitaba incontrolable:
Y ya no queda en la tierra
un lugar de refugio,
ni en el mar ni en el río
que fluye bajo tierra.
II
Bligh cerraba los ojos, como contemplando su éxtasis
interior. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y sus cejas
subían y bajaban con expresión atormentada. Su ancha
boca permaneció abierta cuando su himno fue bruscamente
interrumpido: en algún lugar, en la trémula luminosidad
de la niebla, el canto fue retomado desde su nota
final: un bramido ventoso, ronco y lúgubre, alarmante y
sostenido, creció y reverberó a través del estrecho. Bligh se
estremeció. A tientas, como un ciego, se alejó de la escalera
del alcázar, y Abel Keeling vio detrás de sí su figura escuálida,
que parecía más alta por la inclinación de la cubierta.
Y al extinguirse aquel sonido vasto y hueco, Bligh
se echó a reír en su demencia.
—Señor, ¿la ancha boca de la tumba tiene lengua
para alabarte? Ah, otra vez...
Nuevamente el cavernoso sonido dominó el aire,
más potente y cercano. En seguida se oyó otro ruido, un
pausado latir, latir, latir... Después volvió el silencio.
—El mismo Leviatán ha alzado su voz en alabanza
—sollozó Bligh.
Abel Keeling no levantó la cabeza. Había vuelto
el recuerdo (le aquel día en que, antes de que se alzaran
sobre el estrecho las brumas del amanecer, vació de un
trago el cacharro de agua que constituía su única ración
hasta la noche. Durante esa agonía de sed había visto
formas y escuchado sonidos con ojos y oídos que no eran
los suyos, mortales, y aun en sus intermitencias de lucidez,
cuando sabía que eran alucinaciones, esas formas y
esos sonidos regresaban... Había oído las campanas dominicales
en su casa de Kent, los gritos de los niños en
sus juegos, las despreocupadas canciones de los hombres
en su trabajo cotidiano, y la risa y los chismes de las mujeres
cuando tendían la ropa blanca en el seto o distribuían
el pan en grandes bandejas.
Esas voces habían tintineado en su cerebro interrumpidas
de tanto en tanto por los quejidos de Bligh y
de otros dos hombres que aún vivían entonces. Algunas
de las voces que escuchara habían estado silenciosas en la
tierra muchos años, pero Abel Keeling, torturado por la
sed, las había oído con la misma claridad con que oía ahora
ese gemido sordo y lúgubre y esa pulsación intermitente
que llenaba el estrecho de alarma.
—¡Alabado sea! ¡Alabado sea! ¡Alabado sea ! ——
deliraba Bligh.
Después una campana pareció sonar en los oídos
de Abel Keeling, y como si algo se hubiera zafado en el
mecanismo de su cerebro, en su fantasía surgió otra imagen:
la partida del María de la Torre, saludado por un
bullicio de campanas, de estridentes gaitas, de valerosas
trompetas. Entonces no era un galeón blanco de lepra. La
bruñida voluta de su proa centelleaba; el dorado de la
campana, de los corredores de popa, de las cinceladas linternas
relucía al sol; y sus. cofas y el pabellón de guerra en
el combés estaban ornados de pintados escudos y emblemas.
Llevaba cosidos a las velas vistosos leones rampantes
de seda escarlata, y de la verga mayor, ahora sumergida en
el agua, colgaba el pendón de dos colas, con la Virgen y el
Niño bordados...
De pronto le pareció oír una voz cercana que decía:
"Y medio... siete... siete y medio..." y en un centelleo la
imagen de su cerebro cambió. Ahora estaba de nuevo en su
casa, enseñando a su hijo, el joven Abel, a lanzar la sonda
desde el esquife en que se habían alejado del puerto.
—Siete y medio... —parecía gritar el muchacho.
Las labios ennegrecidos de Abel Keeling murmuraron:
—¡Muy buen tiro, Abel! Muy buen tiro.
—Y medio... siete... siete y medio... siete... siete.
—Ah —murmuró Abel Keeling—, ese tiro no fue
tan bueno. Dame la sondaleza. Debes lanzarla así... eso es.
Pronto navegarás conmigo en el María de la Torre. Ya
conoces las estrellas y el movimiento de los planetas. Mañana
te enseñaré a usar el astrolabio...
Durante uno o dos minutos siguió murmurando.
Después se quedó dormido. Cuando volvió a un estado
de semiconsciencia, oyó nuevamente un sonido de campanas,
débil al principio, después más fuerte y convertido
al fin en un potente clamor que resonaba sobre su cabeza.
Era Bligh. Bligh, en otro ataque de delirio, había aferrado
la cuerda de la campana y la hacía repicar como un demente.
La cuerda se rompió en sus dedos, pero él siguió
agitándola con la mano, al tiempo que clamaba:
—Con un arpa y un instrumento de diez cuerdas...
¡el Cielo y la Tierra alaben tu Nombre!
Y clamaba a voz en cuello y sacudía la enmohecida
campana de bronce.
—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?
Parecía un verdadero saludo que salía de la bruma.
Pero Abel Keeling conocía esas voces que surgían de las
brumas. Venían de barcos que no existían.
—Sí, pon un buen vigía y no pierdas de vista la
brújula —volvió a murmurar, hablando con su hijo.
Pero así como a veces un hombre dormido se incorpora
en el lecho, o se levanta y empieza a caminar, del
mismo modo Abel Keeling, con las manos y las rodillas
apoyadas sobre cubierta, miró por encima del hombro.
En alguna profunda región de su espíritu tuvo conciencia
de que la inclinación de la cubierta se había vuelto
más peligrosa, pero su cerebro recibió la advertencia y la
olvidó en seguida. Sus ojos se clavaban en una niebla
luminosa y desconcertante. El escudo del sol era de una
plata más ardiente; debajo, el mar se esfumaba en
radiantes evaporaciones. Y entre el sol y el mar, suspendido
en la bruma, no más sustancial que las vagas sombras
que pasan ante los ojos encandilados, flotaba espectralmente
una forma piramidal. Abel Keeling se pasó la
mano por los ojos, pero cuando la retiró la sombra aún
estaba allí, deslizándose lentamente hacia la popa del
María de la Torre. Y a medida que la observaba, su forma
iba cambiando. La espectral silueta gris con forma de
pirámide pareció disolverse en cuatro segmentos verticales,
de altura levemente decreciente. El más próximo
a la popa del María de la Torre era el más alto, y el de la
izquierda el más bajo. Parecía la sombra de una gigantesca
flauta de cañas, en la que hubiera resonado poco antes
aquel son cóncavo y plañidero.
Y mientras miraba con ojos engañados, nuevamente
fueron engañados sus oídos:
—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése? ¿Es un barco?...
Oye, dame el altavoz... —Y en seguida un ladrido metálico—:
¡Ea! Quién diablos son ustedes? ¿No tocaron una
campana? Tóquenla de nuevo, hagan algún ruido...
Todo esto llegó borrosamente a los oídos de Abel
Keeling, como a través de un intenso zumbido. Después
creyó oír una risa breve e intrigada, seguida por un diálogo
que venía de algún lugar situado entre el mar y el cielo.
—Oye, Ward, pellízcame, ¿quieres? Dime qué
ves allí. Quiero saber si estoy despierto.
—Qué veo adónde?
—Hacia la serviola de estribor. (Para ese ventilador;
no puedo oírme pensar). Ves a lgo? No me digas
que es ese maldito Holandés... No me vengas con esa
viela historia de Vanderbecken. Cuéntame algo más
creíble, para empezar; algo sobre una serpiente marina...
Oíste la campana, ¿verdad? —Calla un momento...
escucha.
Nuevamente se alzaba la voz de Bligh:
Éste es el pacto que celebro:
de ahora en adelante, nunca
destruiré el mundo nuevamente
por el agua como antaño...
La voz de Bligh tornó a extinguirse en los oídos de
Abel Keeling.
—Oh, por las barbas del profeta —dijo la voz
que parecía venir de entre el cielo y el mar. Después
habló más fuerte. —Escuchen —dijo con deliberada
cortesía—, si eso es un barco, por qué no nos dicen dónde
se celebra la mascarada? Se nos ha descompuesto la
radio, y no estábamos enterados... Oh, ves eso, Ward,
¿no? ¡Por favor, dígannos qué diablos son ustedes!
Una vez más Abel Keeling se había movido como
un sonámbulo, incorporándose junto a los maderos
del campanario, mientras Bligh caía hecho un bulto
sobre cubierta. El movimiento de Abel Keeling derribó
el cacharro, que rodó por cubierta, en pos del diminuto
arroyo de su contenido, y quedó encajado allí donde el
inmóvil y rebosante mar formaba; por así decirlo, una
cadena con la esculpida balaustrada del alcázar: un eslabón
el borde todavía reluciente, después un balaustre
oscuro, después otro eslabón reluciente. Por un momento
apenas, Abel Keeling reflexionó que lo que había
lanzado a. Bligh hacia la popa era el ascenso del agua en
el combés, que ahora estaba enteramente sumergido.
Después fue absorbido una vez más por su sueño, por
las voces, por aquella silueta entre las brumas, que
había tomado nuevamente la forma de una pirámide.
—Por supuesto —volvía a quejarse una de las
voces, siempre a través del confuso zumbido que llenaba
los oídos de Abel Keeling—, por supuesto, no podemos
apuntarle con un cuatro—pulgadas... Y desde luego,
Ward, yo no creo en ellos. ¿Llamamos al viejo A. B.?
Tal vez esto interese a Su Científica Majestad el Capitán.
—Oh, baja un bote y rema hacia él.. . dentro de
él...sobre él....a...través de él....
—Mira a nuestros muchachos apiñados allá. Lo
han visto. Mejor no dar una orden que tú sabes que no
será obedecida...
Abel Keeling, aferrado al campanario, comenzaba
a interesarse en su sueño. Porque si bien no conocía su
estructura, aquel espejismo era la forma de un barco. Una
proyección, sin duda, de sus anteriores reflexiones. Y eso
era extraño... Aunque no tanto, quizá. Sabía que aquello
no existía realmente; sólo su apariencia existía; pero las
cosas debían existir de ese modo antes de existir en realidad.
Antes de existir, el María de la Torre había sido una
forma en la imaginación de algún hombre; antes de eso,
algún soñador había soñado la forma de un buque de remos;
y aun antes, allá lejos en el alba y la infancia del
mundo, antes de que el hombre se aventurase a atravesar
el agua sobre un par de leños, algún vidente había columbrado
en una visión el esquema de —la balsa. Y puesto
que esa forma que flotaba ante sus ojos era una forma de
su sueño, él, Abel Keeling, era dueño de ella. Su mismo
ser pensante la había concebido, y había sido botada en el
océano ilimitable de su propia alma...
Y nunca he de olvidar
este mi convenio celebrado
entre tú y yo y toda carne
mientras dure el mundo...
Cantaba Bligh, en éxtasis.
Pero así como el que sueña, aun en el sueño,
suele escribir en la pared contigua una clave, una palabra
que mañana le recuerde su visión perdida, así Abel
Keeling empezó a buscar una señal como prueba para
mostrar a quienes fuesen ajenos a su visión. El mismo
Bligh buscaba eso... no podía estarse callado en su éxtasis,
tendido sobre cubierta, sino que elevaba, en un
arpa y en un instrumento de diez cuerdas, como él decía,
apasionados amenes y alabanzas a su Hacedor. Lo
mismo Abel Keeling. Habría sido el Amén de su vida
alabar a Dios, no con un arpa, sino por medio de un
barco que llevara su propia energía impulsora, que almacenara
el viento o su equivalente como almacenaba
sus provisiones, algo arrancado al caos y a la inercia,
algo ordenado y disciplinado y subordinado a la voluntad
de Abel Keeling... Y allí estaba, esa forma de barco
de un gris espectral, con sus cuatro tubos verticales,
que, vistos ahora de frente y de igual longitud, parecían
un órgano fantasma. Y los tripulantes espectrales de ese
barco hablaban nuevamente...
La interrumpida cadena de plata junto a la balaustrada
del alcázar ahora se había vuelto continua, y
los balaústres formaban con sus propios reflejos inmóviles
el esqueleto de un pez. El agua volcada del cacharro
se había secado, y el cacharro había desaparecido.
Abel Keeling se paró junto al mástil, erguido como
Dios creó al hombre. Con su mano de cuero golpeó la
campana. Aguardó un minuto y gritó:
—¡Ah del barco!... ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?
III
No tenemos conciencia en el sueño de que estamos
jugando un juego, cuyo principio y cuyo fin están
en nosotros mismos. En este sueño de Abel Keeling una
voz replicó:
—Bueno, ha recobrado el habla... ¡Eh! ¿Qué son
ustedes?
En voz alta y clara Abel Keeling dijo:
—¿Es eso un barco?
La voz contestó con una risa nerviosa:
—Somos un barco, verdad, Ward? Ya no me
siento muy seguro...'Sí, por supuesto, éste es un barco.
Por nosotros no hay cuidado. La cuestión es quién diablos
son ustedes.
No todas las palabras que utilizaban aquellas voces
eran inteligibles para Abel Keeling; y sin saber por qué,
algo en el tono de aquella última frase le recordó el honor
debido al María —de la Torre. Blanco de llagas y al
término de su vida estaba el galeón, pero Abel Keeling era
todavía el custodio de su dignidad. La voz tenía un acento
juvenil; no estaba bien que jóvenes lenguas se movieran
en desprecio de su galeón. Habló con dureza. —¿Sois el
capitán de esa nave?
—Oficial de guardia —volvieron a él flotando
las palabras—. El capitán está abato.
—Entonces id a buscarlo. Los amos hablan con
los amos —respondió Abel Keeling.
Podía ver las dos figuras, chatas y sin relieve, paradas
en una estructura alta y angosta provista de una
barandilla. Uno de ellos silbó por lo bajo y pareció abanicarse
la cara; pero el otro murmuró algo sordamente,
ante una especie de chimenea. Después las dos siluetas se
convirtieron en tres. Hubo cuchicheos, como de consulta,
y en seguida habló una nueva voz. Al oír su vibración y su
acento, un súbito temblor recorrió el cuerpo de Abel Keeling.
Se preguntó qué fibra hería aquella voz en los olvidados
recovecos de su memoria.
—¡Ea! —gritó esta voz nueva, aunque vagamente
recordada—. ¿Qué ocurre? Escuche. Éste es el destructor
británico Seapink, que salió de Devonport en octubre último,
y no tiene nada de particular. ¿Quiénes son ustedes?
—Él María de la Torre, que zarpó del puerto de
Rye el día de Santa Ana, y ahora con sólo dos hombres...
Una exclamación lo interrumpió.
—¿De dónde? —dijo temblorosa aquella voz que
conmovía tan extrañamente a Abel Keeling, mientras
Bligh estallaba en gemidos de renovado éxtasis.
—Del puerto de Rye, en el condado de Sussex.. .
¡Ea, prestad atención; de lo contrario no podréis oírme
mientras luchen el espíritu y el cuerpo de ese hombre!
¡Eh! ¿Estáis ahí?
Las voces se habían convertido en un débil murmullo;
y la forma del buque se había desvanecido ante los
ojos de Abel Keeling. Los llamó a gritos una y otra vez.
Quería enterarse de la estructura y manejo de la cámara
de viento...
—¡La cámara de viento! —gritó atormentado por
el temor de perder la revelación tan próxima—. Quiero
que me digáis cómo funciona...
Como un eco volvieron a él las palabras, pronunciadas
con acento de incomprensión:
— ¿La cámara de viento?
—...lo que impulsa al barco —quizá no sea
viento; un arco de acero tendido también conserva la
fuerza— la fuerza que almacenáis, para moveros a voluntad
a través de la calma y las tormentas... — ¿Tú entiendes
lo que dice?
—Oh, en el momento menos pensado nos despertaremos...
—Un momento, ya sé. Las máquinas. Quiere
saber algo de nuestras máquinas. Si seguimos así, acabará
por pedirnos la documentación de a bordo. ¡El puerto de
Rye!... Bueno, nada se pierde con seguirle la corriente.
Veamos qué saga en limpio de todo esto. ¡Ah del barco!
—retornó la voz a Abel Keeling, un poco más fuerte
ahora, como llevada por un viento cambiante, y
hablando cada vez más de prisa—. No es viento, sino
vapor, ¿me oye? Vapor. Vapor de agua en ocho calderas
Yarrow. Vapor, v - a - p - o - r. ¿Comprende? Y tenemos
motores gemelos de triple expansión, son cuatro mil caballos
de fuerza. 430 revoluciones por minuto. ¿Entendido?
¿Quiere saber algo de nuestro armamento, señor fantasma?
Abel Keeling murmuraba temeroso para sus
adentros. Le irritaba que palabras percibidas en su propio
sueño no tuviesen significado para él ¿Cómo le llegaban
en su sueño palabras que estando despierto no
conocía?
—En cuanto a armamento —prosiguió la voz
que turbaba tan profundamente los recuerdos de Abel
Keeling —tenemos dos tubos lanzatorpedos Whitehead,
tres seis libras en la cubierta superior, y ese que ve junto a
la torre de mando es un doce libras. Olvidaba mencionar
que el buque es de acero níquel, que llevamos unas sesenta
toneladas de hulla en las carboneras, y que nuestra velocidad
máxima es aproximadamente de treinta nudos y
cuarto. Quiere subir a bordo?
Pero la voz siguió hablando, aún más rápida y
febril, como para llenar de cualquier modo el silencio,
y la figura que hablaba se inclinaba ansiosamente hacia
adelante sobre la barandilla.
—¡Uf! Me alegro de que esto haya ocurrido en
plena luz del día —murmuró otra voz.
—Ojalá estuviera seguro de que está ocurriendo...
¡Pobre viejo fantasma!
—Supongo que se mantendría de pie aunque la
cubierta estuviese en posición vertical. ¿Crees que se hundirá,
o que simplemente se disolverá en el aire?
—Probablemente se hunda... sin oleaje... —Oigan...
Ahí está el otro...
En efecto, Bligh cantaba nuevamente:
Señor, tú nos conoces
y sabes que si el triunfo
obtenemos de tu mano
sin sentir dolor ni pena,
bien poco lo apreciamos.
Pero tras la suerte adversa
es mil veces más precioso
todo don que recibimos...
—¡Pero, oh, miren... miren... miren al otro! Diablos,
¿no es un tipo magnífico? ¡Miren!
En efecto, Abel Keeling, transfigurado como
un profeta en el momento del rapto, acababa de sentir
su cerebro inundado por la blanquísima luz de la perfecta
comprensión; de recibir aquello que él y su sueño
habían estado esperando. Como si Dios hubiese grabado
sus líneas en su cerebro, conoció aquel barco del futuro.
Lo conoció milagrosamente, totalmente, como conocen
las cosas aquellos que ya bajan al sepulcro y aceptan con
un gesto de natural asentimiento las imposibilidades de la
vida. Desde las bocas ardientes de sus ocho calderas hasta
la última gota de sus lubricadores, desde el montaje de sus
máquinas hasta las recámaras de sus cañones de tiro rápido.
Calculó su arqueo, tomó su posición, leyó las distancias
de tiro en el telémetro, y vivió la vida de quien lo comandaba.
Ya mañana no olvidaría la revelación, como
había olvidado tantas otras veces, porque al fin había visto
el agua bajo sus pies y sabía que no restaba para él ningún
mañana en este mundo.. .
Y aun en aquel momento, cuando sólo quedaban
uno o dos gránulos en su reloj de arena, indomable, insaciable,
soñando sueño sobre sueño, se sintió incapaz de
morir sin saber más. Le quedaban dos preguntas por formular,
y aun una tercera pregunta, la más fundamental. Y
sólo disponía de un instante. Estridente se oyó su voz:
—¡Oídme! Este viejo barco, el María de la Torre,
no puede hacer treinta nudos y cuarto, pero aun así
puede navegar. ¿Qué más hace el vuestro? ¿Se eleva sobre
las aguas, como las aves que surcan el espacio?
—Santo Dios, cree que esto es un avión...
No, no vuela...
—¿Y puede sumergirse, como los peces del mar?
—No... Ésos son los submarinos... Esto no es un
submarino.
Pero Abel Keeling ya no lo escuchaba. Lanzó una
risa de júbilo.
—Oh, treinta nudos, y en la superficie del agua...
¿nada más que eso? ¡,Ja, ja, ja!... Mi barco, os digo... navegará...
¡Cuidado ahí abajo! ¡Acuñad ese cañón!
El grito brotó súbito y alerta, al tiempo que se oía
en las entrañas de la nave un rumor sordo y un temblor
siniestro sacudía al galeón.
—¡Por Dios!, se han soltado los cañones... Es
el fin...
—¡Acuñad ese cañón y amarrad los otros! —gritó
nuevamente la voz de Abel Keeling, como si hubiera alguien
para obedecerle.
Se había abrazado a los maderos del campanario,
pero en mitad de la orden siguiente su voz bruscamente
se quebró. La silueta de su barco, por un instante olvidada,
apareció nuevamente ante sus ojos. Llegaba el fin, y
aún no había formulado la pregunta decisiva, el temor de
cuya respuesta le torturaba el rostro y parecía a punto de
hacerle estallar el corazón.
—Un momento... el que habló conmigo... el capitán
—gritó con voz penetrante— ¿está ahí todavía?
—Sí, sí —repuso la otra voz, enferma de suspenso
—. ¡Oh, pronto!
Por un instante se mezclaron indescriptiblemente
roncos gritos de muchas voces, un golpe seco, un rodar
sobre planchas de madera, un estallido de tablones, un
gorgoteo y una zambullida; el cañón bajo el cual había
estado Abel Keeling acababa de cortar sus amarras podridas,
precipitándose por la cubierta y arrastrando consigo
el cuerpo inconsciente de Bligh. La cubierta quedó
vertical, y por un instante más Abel Keeling se aferró al
campanario.
—No puedo ver vuestro rostro —gritó—, pero
me parece conocer vuestra voz. ¿Cómo os llamáis? En un
desgarrado sollozo vino la respuesta: —Keeling... Abel
Keeling... iOh, Dios mio! Y el grito de triunfo de Abel
Keeling, dilatado hasta convertirse en un ¡Hurra! de victoria,
se perdió en el descenso vertical del María de la
Torre, que dejó el estrecho vacío, salvo por el ígneo resplandor
del sol y la última humosa evaporación de las
brumas.