La Luna Nueva
Rabindranath Tagore
El principio
‘¿De dónde vine yo? ¿Dónde me encontraste?’, pregunta el niño a su madre.
Ella llora y ríe al mismo tiempo, y estrechándolo contra su pecho le responde: ‘Tú estabas escondido en mi corazón, amor mío, tú eras su deseo.
>Estabas en las muñecas de mi infancia; y cuando, cada mañana, yo modelaba con arcilla la imagen de mi dios, en verdad te hacía y deshacía a ti.
>Estabas en el altar junto a la divinidad de nuestro hogar; al adorara, a ti te adoraba.
>Has vivido en todas mis esperanzas, en todos mis amores, en toda mi vida y en la vida de mi madre.
>El Espíritu inmortal que preside nuestro hogar te ha albergado en su seno desde el principio de los tiempos.
>En mi adolescencia, cuando mi corazón abría sus pétalos, tú lo envolvías como un flotante perfume.
>Tu delicada suavidad aterciopelaba mis carnes juveniles, como el reflejo rosado que precede a la aurora.
>Tú, el predilecto del cielo; tú, que tienes por hermana gemela la prima luz del alba has sido traído por la corriente de la vida universal, que al fin te ha depositado sobre mi corazón.
>Mientras contemplo tu rostro, me siento sumergida en una ola de misterio: tú, que a todos perteneces, te has echo mío.
>Te estrecho contra mi corazón, temerosa de que escapes. ¿Qué magia ha entregado el tesoro del mundo a mis frágiles brazos?’
Las razones del niño
Si quisiera, el niño podría volar ahora mismo al cielo.
Pero tiene sus razones para no dejarnos.
Toda su felicidad consiste en descansar su cabeza en el seno de su madre; por nada del mundo dejaría de verla.
La sabiduría del niño se expresa en sutiles palabras. ¡Qué pocos son los que pueden comprender su sentido! Si no habla, es que tiene sus razones.
Lo que más desea es aprender la lengua materna de los mismos labios de su madre. ¡Por ello adopta un aire tan inocente!
Pese a que poseía montones de oro y perlas, el niño vino a esta tierra como un mendigo.
Tuvo sus razones para llegar con este disfraz.
Pequeño, desnudo y suplicante, si simula una completa indigencia es para reclamar a su madre el inmenso tesoro de su ternura.
En el país de la minúscula luna creciente nada entorpecía la libertad del niño.
Si renunció a su independencia tuvo sus razones.
Sabe muy bien que ese pequeño nido, el corazón de su madre, contiene una alegría inagotable, y que la tierna atadura de los brazos maternales es infinitamente más dulce que la libertad.
El niño no sabía llorar. Vivía en el país de la felicidad perfecta.
No le faltaron las razones para empezar a verter lágrimas.
Las entrañas de su madre se conmueven con las sonrisas de su dulce rostro, pero es el pequeño llanto que nace de sus penas de niño el que teje entre ella y él el doble lazo de la piedad y el amor.
El cortejo invisible
¡Oh!, ¿quién pintó tu vestidillo, hijo mío? ¿Quién cubrió tu delicado cuerpo con esta túnica encarnada? Por la mañana saliste al patio para a correr y jugar, tambaleándote y cayendo a cada instante.
Pero ¿quién pintó tu vestidillo, hijo mío? ¿Qué es lo que te hace reír, capullo de mi vida? Tu madre te sonríe, de pie en el umbral.
Cuando ella bate palmas y resuenan sus brazaletes, tú bailas como un pastorcillo, la caña de bambú en la mano.
Pero, ¿qué es lo que te hace reír, capullo de mi vida?
¡Oh, pequeño mendigo! ¿Qué le pides a tu madre, colgándote de su cuello con las dos manos? ¡Oh, corazoncito insaciable! ¿Quieres que tome la tierra del espacio, como se arranca un fruto, para ponerla en la palma de tu breve mano? ¡Oh, pequeño mendigo! ¿Qué pides?
La brisa se lleva alegremente el tintineo de las campanillas que adornan tus tobillos.
El sol contempla sonriente cómo te vistes.
El cielo está atento a tu sueño cuando duermes en brazos de tu madre, y por la mañana se acerca de puntillas a tu cuna para besarte los ojos.
Las campanillas tintinean alrededor de tus graciosos tobillos y su alegre son se esparce con la brisa.
El hada de los sueños cruza el crepúsculo volando hacia ti.
La madre universal tiene su trono junto a ti, en el mismo corazón de tu madre.
Hasta ti descendió aquél cuya música sólo perciben las estrellas, y está tocando su flauta ante tu ventana.
Y el hada de los sueños cruza el crepúsculo volando hacia ti.
La ladrona del sueño
¿Quién ha robado el sueño de los ojos del niño? Yo lo descubriré.
La madre había ido al pueblo vecino a buscar agua, con el cántaro abrazado a la cintura.
Era mediodía. Los niños habían interrumpido sus juegos, y los patos, en la charca, habían callado.
El pastorcillo dormía a la sombra de la higuera.
La grulla, grave e inmóvil, permanecía de pie en el estero del bosque de mangles. Fue en este momento cuando la ladrona se acercó a coger el sueño de los ojos del niño y se lo llevó volando.
Cuando la mamá volvió, se encontró al niño gateando por todos los rincones de la estancia.
¿Quién ha robado el sueño de los ojos del niño? Quiero saberlo.
Quiero encontrar a la culpable y encadenarla.
Iré a ver aquella cueva oscura donde un minúsculo arroyo discurre por entre los terribles pedruscos.
Buscaré entre las sombras soñolientas del bosquecillo de bakula, donde, en las noches estrelladas y quietas, las ajorcas tintinean en los pies de las hadas.
Por la tarde, en el bosque, mis ojos escrutarán la susurrante soledad de los bambúes. Allí las luciérnagas prodigan sus luces y preguntaré a todos los seres que encuentre: ‘¿Podéis decirme dónde vive la ladrona del sueño?’
¿Quién ha robado el sueño de los ojos del niño? Yo lo descubriré.
¡Si la alcanzo ya le daré trabajo! Asaltaré su nido y veré dónde guarda todos los sueños robados.
Le arrebataré su botín y me lo llevaré conmigo.
Luego ataré fuertemente las alas de la ladrona y la dejaré al borde del agua. ¡Que se divierta pescando con un junco entre los nenúfares! Y al atardecer, cuando el mercado del pueblo haya acabado y los niños descansen en el regazo de sus madres, entonces los pajarracos de la noche la aturdirán con sus burlas: ‘Ea, ¿a quién le robarás el sueño ahora?’
El mundo del niño
¡Ah, si yo pudiera entrar hasta el mismo centro del mundo de mi niño para elegir allí un placentero refugio! Sé que ese mundo tiene estrellas que le hablan, y un cielo que desciende hasta su rostro y lo divierte con sus arco-iris y sus fantásticas nubes.
Esos que parecen ser mudos e incapaces de un solo movimiento, se deslizan en secreto a su ventana y le cuentan historietas y le ofrecen montones de juguetes de brillantes colores.
¡Ah, si yo pudiera caminar por el sendero que cruza el espíritu de mi niño y seguirlo aún más allá, más allá, fuera de todos los límites! Hasta donde mensajeros sin mensaje van y vienen entre Estados de reyes sin historia, donde la razón hace barriletes de sus leyes y los lanza al aire; donde la verdad libera a las acciones de sus grilletes.
Mala fama
¿Por qué lloras, hijo mío? ¡Qué malos son, pues siempre te regañan sin motivo! Mientras escribías, te has manchado de tinta la cara y las manos; ¿por esto te han llamado sucio? ¡Cómo se atreven! ¿Se les ocurrirá decir que la luna nueva es sucia porque tiene la cara negra de tinta? Te acusan por cualquier tontería, hijo mío; siempre están dispuestos a meter ruido por nada.
Jugando te rompiste tu vestido: ¿por esto te llaman destrozón? ¡Cómo se atreven! ¿Qué dirían de la mañana de otoño que sonríe a través de las nubes rasgadas? No te preocupen sus regañinas, hijo mío, ni la perfecta y minuciosa cuenta que llevan de tus faltas.
Todos sabemos que te gustan los dulces. ¿Y por esto te llaman goloso? ¡Cómo se atreven! Pues, ¿qué nombre nos darán a los que encontramos tanto gusto en besarte?
El Juez
Di de él, Juez, lo que te plazca, pero yo conozco las faltas de mi niño.
Si le amo no es porque sea bueno, sino porque es mi hijo.
¿Qué sabes de la ternura que puede inspirar, tú que pretendes hacer exacto inventario de sus cualidades y sus defectos? Cuando yo tengo que castigarlo se convierte en mi propia carne.
Cuando lo hago llorar, mi corazón llora con él.
Sólo yo puedo acusarle y reñirle, pues sólo quien ama tiene derecho a castigar.
Juguetes
¡Qué feliz eres, niño, sentado en el polvo, divirtiéndote toda la mañana con una ramita rota! Yo sonrío al verte jugar con este trocito de madera.
Yo estoy ocupado haciendo cuentas, y me paso horas y horas sumando cifras.
Tal vez me miras con el rabillo del ojo y piensas: ‘¡Qué necedad perder la tarde con un juego como ése!’
Niño, los bastones y las tortas de barro ya no me divierten; he olvidado tu arte.
Persigo entretenimientos costosos y amontono oro y plata.
Tú juegas con el corazón alegre con todo cuanto encuentras. Yo dedico mis fuerzas y mi tiempo a la conquista de cosas que nunca podré obtener.
En mi frágil esquife pretendo cruzar el mar de la ambición, y llego a olvidar que también mi trabajo es sólo un juego.
El astrónomo
‘¡Oh, si pudiéramos coger la luna, al anochecer, cuando es completamente redonda y se engancha en las ramas del cadabo!’ No dije más que eso.
Pero Dadá, mi hermano mayor, se burló de mí: ‘No he conocido nadie tan tonto como tú. La luna está muy lejos, ¿cómo podríamos cogerla?’ Yo dije: ‘¡El tonto eres tú, Dadá! Cuando, desde la ventana, Mamá mira cómo jugamos en el patio y nos sonríe, ¿te parece que está muy lejos?’ Pero Dadá replicó: ‘Pobre ignorante, ¿dónde encontraríamos una red bastante grande para coger la luna?’ Yo dije: ‘Podrías cogerla perfectamente con las manos’.
Dadá se echó a reír y me dijo: ‘¡Nunca vi un niño tan simple! ¡Si la luna se acercara, ya me dirías tú si es grande o no! Yo dije: ‘Dadá, ¡qué barbaridades te enseñan en la escuela! Cuando Mamá se inclina para besarnos, ¿te parece que su cara es muy grande?’ Pero Dadá repite: ‘Eres un pobre tonto’.
Nubes y olas
Madre, los que viven allá arriba, en las nubes, me llaman: ‘Nosotros jugamos desde que despertamos hasta el anochecer’, dicen.
‘Jugamos con el alba de oro y con la luna de plata.’ Yo les pregunto: ‘Pero ¿cómo subiré hasta vosotros?’ Y me contestan: ‘Ven hasta el borde de la tierra, levanta entonces las manos al cielo y te subiremos con las nubes’.
Pero yo les digo: ‘Mi madre me espera en casa, ¿cómo podría dejarla para venir?’ Entonces sonríen y se van flotando.
Pero conozco un juego más bonito que ése.
Yo seré la nube y tú la luna.
Yo cubriré tu rostro con mis dos manos y el techo de nuestra casa será el cielo azul.
Los que viven en las olas me llaman: ‘Nosotros cantamos desde el alba al crepúsculo; avanzamos siempre, siempre, sin saber por donde pasamos.’ Yo les pregunto: ‘Pero, ¿cómo me uniré a vosotros?’ ‘Ven’, dicen, ‘ven hasta la orilla de la playa, cierra los ojos y serás arrebatado por las olas’.
Yo respondo: ‘Pero cuando llega la noche mi madre me quiere a su lado; ¿cómo podría dejarla para venir?’ Entonces sonríen, y se van bailando.
¡Pero yo conozco un juego más divertido que ése! Yo seré las olas y tú una playa lejana.
Yo rodaré, rodaré, y como una ola que se rompe, mi risa rodeará tus rodillas.
Y nadie sabrá, en todo el mundo, dónde estamos tú o yo.
La flor de champa
Si por divertirme me convirtiera en una flor de champa... Si creciera allí arriba, en una rama de este árbol, y sacudido por el viento sintiera deseos de reír y bailara entre las hojas tiernas ¿me reconocerías, madrecita? Me llamarías: ‘Niño, ¿dónde estás?’ Y yo reiría en silencio sin moverme.
Entreabriría mis pétalos y te espiaría mientras trabajaras.
Después de tu baño, con los cabellos todavía mojados, desparramados sobre tus hombros, cruzarías bajo la sombra del champa para ir al pequeño patio donde dices tus oraciones, y allí sentirías el aroma de la flor, pero no sabrías que sale de mí.
Después de la comida del mediodía, cuando te sentarías a la ventana a leer el Ramayana y la sombra del árbol caería sobre tus cabellos y tu regazo, yo proyectaría mi minúscula silueta de flor sobre la página del libro, exactamente en el lugar en que estuvieses leyendo.
Pero, ¿adivinarías tú que es la pequeña sombra de tu hijito? Al anochecer, cuando fueras al establo de las vacas con la lámpara encendida, yo me dejaría caer de pronto al suelo, y convertido otra vez en tu niño, te pediría que me contaras un cuento.
Y eso sería lo que nos diríamos: --¿Dónde te has metido, pillín? --Es un secreto, madre.
El país de las hadas
Si alguien descubriera dónde está el palacio de mi rey, el palacio se desvanecería en el aire.
Sus muros son de plata y su techo de oro resplandeciente.
La reina vive en un edificio de siete patios y ostenta una joya que ha costado siete reinos.
Pero escúchame, madre, voy a decirte al oído dónde está el palacio de mi rey.
Está en un rincón de nuestra azotea, allí donde florece la albahaca.
La princesa duerme, tendida en la lejana orilla de los siete mares infranqueables.
Soy el único en el mundo que puede encontrarla.
Sus brazos están cubiertos de brazaletes y de sus orejas penden largas perlerías. Su cabellera ondula hasta el suelo.
Cuando la toque con mi varita mágica, despertará, y si sonríe las más bellas joyas caerán de sus labios.
¿Quieres, madrecita, que te lo diga al oído? La princesa está en un rincón de nuestra azotea, allí donde hay la maceta de la albahaca.
Cuando llegue la hora de tu baño, antes de ir al río sube a la azotea.
Me encontrarás sentado en el rincón donde se juntan las sombras de las dos paredes.
Sólo la gatita tiene permiso para estar conmigo, pues ella sabe dónde vive el barbero del cuento.
Madrecita, ¿quieres que te diga al oído dónde vive el barbero? En el rincón de la azotea donde está la maceta de la albahaca.
La patria del proscrito
Madre, la luz palidece en el cielo gris. ¿Qué hora es? Ya me cansa el juego y vengo a tu lado. Es sábado, nuestro día de fiesta.
Deja tu trabajo, madre, ven a sentarte a la ventana y dime dónde está el desierto de Tepantar de que habla el cuento.
La sombra de la lluvia ha cubierto el cielo de punta a punta. El feroz relámpago desgarra las nubes con sus uñas.
Cuando las nubes truenan, ¡qué agradable es sentir cómo tiembla mi corazón y estrecharme contra ti! Cuando la lluvia pesada azota horas y horas las hojas del bambú, y nuestras ventanas gimen, sacudidas por el viento, ¡cómo me gusta sentarme a tu lado en la estancia, mientras me cuentas algo del desierto de Tepantar de que habla el cuento!
¿Dónde está, madre? ¿En qué orilla de qué mar? ¿Al pie de qué montañas? ¿En el reino de qué rey? Allí no habrá vallas entre los campos, ni en los prados habrá caminos para que, por la tarde, los campesinos regresen a su pueblo, y las recogedoras de leña vayan del bosque al mercado. Mucha arena, algunos matojos de hierba amarillenta, un solo árbol en el que anidan dos viejos pájaros astutos: esto es el desierto de Tepantar.
Me imagino que un joven príncipe, montado en un caballo gris, cruza a solas el desierto en un día tan sombrío como hoy. Va en busca de la princesa que languidece en la cárcel del gigante, en la otra orilla de este mar desconocido.
Mientras la lluvia desciende como un telón y el relámpago salta como un hombre víctima de súbito dolor, ¿piensa el príncipe en su pobre madre abandonada por el rey, en su madre que limpia el establo y se seca las lágrimas de los ojos, mientras él cabalga por el desierto de Tepantar de que habla el cuento?
Mira, madre, todavía es de día, pero hay la oscuridad de la noche; nadie anda por el camino de la aldea.
El pastorcillo volvió muy pronto de los pastos, y los hombres dejaron los campos: sentados en las esteras de sus chozas, contemplan las nubes amenazadoras.
Mamá: he guardado mis libros en el estante. Te lo ruego, no me pidas hoy que estudie.
Cuando sea mayor como mi padre, ya aprenderé todo lo que hay que saber.
Pero hoy, por una vez tan sólo, madre, dime dónde está el desierto de Tepantar de que habla el cuento.
El hogar
Andaba yo solo por el camino que cruza los campos cuando, como un avaro, el sol poniente disimulaba la última brizna de su oro.
El día se hundía cada vez en una sombra más profunda, y la tierra, despojada de sus cosechas, se extendía silenciosa y desolada.
De pronto, una voz aguda se elevó en el aire, la voz de un chiquillo que, invisible, atravesó la densa oscuridad, dejando en la calma del atardecer el surco de su canción.
Su hogar se hallaba allá en el pueblo, al final del llano seco, después del cañaveral, escondido entre las sombras de los plátanos y las arecas, los cocoteros y los árboles del pan.
Interrumpí un momento mi solitario viaje, a la luz de las estrellas.
Contemplé a mi alrededor el llano oscurecido, que abrigaba entre sus brazos los innumerables hogares donde, junto a las camas y las cunas, arden las lámparas vespertinas, donde velan los corazones de las madres, donde las vidas jóvenes rebosan una alegría tan confiada que ignora su propio valor en la totalidad del mundo.
Día de lluvia
Las taciturnas nubes se amontonan sobre la oscura linde del bosque.
¡No salgas, hijo mío! Las palmeras alineadas en el borde del lago revuelven sus cabezas contra el cielo lúgubre; los grajos de alas tiznadas se callan en las ramas de los tamarindos y una oscuridad creciente invade la orilla oriental del río.
Atada a la cerca, nuestra vaca muge ruidosamente.
Espera aquí, hijo mío, hasta que la haya llevado al establo.
Los hombres se precipitan en los prados inundados para coger los peces que saltaron de los estanques desbordados. Los arroyuelos del agua de la lluvia corren por los estrechos senderos como esos niños traviesos que disfrutan escapando de su madre.
¡Escucha, alguien llama al barquero del vado! ¡Oh, hijo mío, se ha hecho ya de noche y no se puede cruzar el lago! Se diría que el cielo galopa rápidamente sobre la lluvia enloquecida, las aguas del río rugen impacientes y las mujeres han vuelto precipitadamente del Ganges con sus cántaras llenas.
Hay que preparar las lámparas para la noche.
¡No salgas, hijo mío! El camino del mercado está desierto, el sendero junto al río resbaladizo, el viento ruge y se debate entre las cañas de bambú como una alimaña cogida en una red.
Los barcos de papel
Todos los días echo mis barcos de papel al río, donde flotan y, uno tras otro, son arrastrados por la corriente.
En ellos he escrito, con grandes letras negras, mi nombre y el nombre de mi pueblo.
Confío en que alguien los encontrará, en un país lejano, y así sabrá quién soy.
Cargo mis barquitos con flores de shiuli cogidas en nuestro jardín, y espero que estas flores abiertas al amanecer tendrán la suerte de llegar al país de la noche.
Después de haber echado al agua mis barcos de papel, levanto los ojos al cielo y veo que las nubecillas preparan sus velas blancas y combadas.
Tal vez algún amiguito juegue conmigo desde el cielo, lanzándolas al viento, para que compitan con mis barcos...
Cuando llega la noche, hundo la cabeza entre mis brazos y sueño que mis barcos de papel bogan sin cesar, cada vez más lejos, bajo la claridad de las estrellas de la medianoche.
Las hadas del sueño viajan en ellos, y llevan por carga sus cestos llenos de ensueños.
El marinero
La embarcación del botero Madhu está atracada en el muelle de Rangún.
Guarda una inútil carga de yute y desde hace muchísimo tiempo permanece allí, ociosa.
Si Madhu me prestara su barco, yo lo equiparía con cien remeros e izaría cinco, seis o incluso siete velas.
Nunca lo llevaría a los estúpidos mercados.
Navegaría los siete océanos y los trece ríos del país de las hadas.
Pero tú, madre, no tienes que llorar a escondidas por mi ausencia.
No iré al bosque como Ramachandra, que tardó catorce años en volver.
Seré el príncipe del cuento de hadas y llenaré mi barca con todo lo que me plazca.
Llevaré conmigo a mi amigo Ashu, y así navegaremos alegremente los siete océanos y los trece ríos del país de las hadas.
Nos haremos a la mar al amanecer.
Al mediodía, cuando tú te bañas en el estanque, nosotros estaremos ya en el país de un rey fabuloso.
Cruzaremos el estrecho de Tirpuni y dejaremos tras de nosotros el desierto de Tepantar.
Cuando volvamos, casi será de noche y te contaré todo lo que hayamos visto.
Navegaré los siete océanos y los trece ríos del país de las hadas.
La otra orilla
¡Ah, cómo me gustaría ir allá, a la otra orilla del río, donde hay la fila de barcas amarradas a las estacas de bambú! Allí los campesinos cruzan el río en sus barcas, y van a trabajar en lejanos campos con el pequeño arado al hombro.
Allí los pastores hacen pasar a nado a sus rebaños mugientes, para conducirlos a los pastos ribereños.
Desde allí vuelven al anochecer a sus casas, y la pequeña isla cubierta de hierbajos queda en poder de los chacales aulladores.
Si te parece bien, madre, cuando sea mayor quisiera ser el barquero.
Dicen que tras las alturas de la orilla hay maravillosas lagunas.
En ellas, las bandadas de patos silvestres se reúnen después de la estación de las lluvias, crecen apretadamente los juncos y los pájaros acuáticos depositan sus huevos.
Allí, las alzacolas dejan la huella de sus patitas en el barro suave y limpio.
Allí, las hierbas altas invitan a los rayos de luna a que se dejen mecer en la ondulante almohada de sus flores blancas...
Si te parece bien, madre, cuando sea mayor quisiera ser el barquero.
Pasaré sin cesar de una a otra orilla, y los muchachos y las muchachas de la aldea, cuando se bañen, me mirarán pasar maravillados.
Cuando el sol corone el cielo, cuando tras la mañana llegue el mediodía, correré hacia ti gritando: ‘¡Madre, tengo hambre!’ Cuando el día desfallezca y las sombras se oculten bajo los árboles, volveré a casa con el crepúsculo.
Nunca te abandonaré para ir a trabajar a la ciudad como mi padre.
Si te parece bien, madre, cuando sea mayor quisiera ser el barquero.
La escuela de las flores
Cuando el cielo tempestuoso ruge sordamente y caen los chubascos de junio, el húmedo viento del este camina a través de los brezales para tocar la cornamusa entre los bambúes.
Entonces, innumerables flores se abren de súbito; nadie sabe de dónde han salido, y se las ve bailar locamente sobre la hierba.
Madre, estoy seguro de que las flores tienen una escuela bajo tierra.
Cuando hacen sus deberes las puertas se cierran, y si antes de que sea la hora quieren salir para jugar, el maestro las manda castigadas al rincón.
Tienen vacaciones cuando llega la época de las lluvias.
Las ramas entrechocan en el bosque y las hojas se estremecen con el viento furioso, las gigantescas nubes dan unas palmadas y las niñas-flores salen corriendo, con sus vestidos rosados, amarillos y blancos.
¿Sabes, madre? Las flores viven en el cielo, como las estrellas. ¿No te has fijado qué deseos tienen de llegar allá arriba? ¿Y sabes el por qué de tanta impaciencia? Yo sí, yo adivino hacia quién tienden sus brazos: las flores tienen, como yo, una madre.
El mercader
Imagínate, madre, que vas a quedarte en casa y que yo viajaré por países desconocidos.
Mi barco me espera en el puerto, ya cargado y completamente aparejado.
Y ahora piénsalo bien, madrecita, antes de decirme qué quieres que te traiga cuando vuelva. ¿Quieres un enorme montón de oro, madre? Allí, en las orillas de los ríos de oro, los campos rebosan de trigo dorado.
En la oscuridad del bosque, las flores de oro del champa alfombran el suelo.
Con ellas llenaré centenares de cestas para ti.
¿Quieres, madre, perlas tan grandes como las gotas de la lluvia de otoño? Navegaré hasta las playas de la isla de las perlas.
Allí, al amanecer, hay perlas que tiemblan sobre las flores del prado, perlas que caen sin cesar sobre la hierba, y la espuma de las caprichosas olas se deshace en perlas sobre la arena.
A mi hermano le traeré un par de caballos alados para que vuele por entre las nubes.
A mi padre le traeré una pluma mágica que escribirá sola.
Para ti, madre, debo conquistar el tesoro que se compró con los reinos de los siete reyes.
Si yo fuera
Si yo fuera un perrito, y no tu hijo, madre mía, y si quisiera comer en tu plato, ¿me dirías ‘no’ entonces? ¿Me rechazarías diciendo: ‘Vete, chucho entrometido’¿ Pues vete, madre, vete,. Ya no vendré más cuando me llames, ni dejaré que me des de comer.
Si yo fuera sólo un lorito verde, y no tu hijo, madre mía, ¿me tendrías encadenado para que no me fuera volando? ¿Me amenazarías con el dedo, diciéndome: ‘¡Pajarraco desgraciado! Todo el día estás picoteando tu cadena’¿ Pues vete, madre, vete. Me iré al bosque. Ya nunca dejaré que me cojas en tus brazos.
Vocación
Todas las mañanas, a las diez, cuando suena el gong, por el camino de la escuela encuentro al vendedor que grita: ‘¡Brazaletes de cristal!’ Nunca tiene prisa, ni está obligado a seguir ningún camino ni llegar a ninguna parte, ni volver, ni volver a una hora fija.
¡Cómo me gustaría ser un vendedor y pasarme el día por las calles, gritando: ‘¡Brazaletes, brazaletes de cristal!’
Cuando, a las cuatro de la tarde, vuelvo de la escuela, contemplo por la verja de aquella casa cómo el jardinero cava el jardín.
Trabaja como quiere con su azadón, se llena el vestido de polvo, nadie se preocupa de él si se tuesta al sol o si lo cala la lluvia.
¡Cómo me gustaría ser jardinero y cavar, cavar siempre sin que nadie viniera a interrumpirme!
Al anochecer, cuando mi madre me mete en cama, veo por mi ventana abierta al vigilante, que pasea arriba y abajo por la calleja.
La calleja es estrecha y está solitaria, la farola se yergue como un gigante con un solo y enorme ojo colorado.
El vigilante hace oscilar su linterna al andar, su sombra anda junto a él y nunca, nunca se va a acostar.
¡Cómo me gustaría ser vigilante y andar por la calle toda la noche, y hacer correr las sombras con mi linterna!
Superioridad
¡Mamá, tu niña es tonta! ¡Qué ridícula es! No acierta a distinguir las luces de la calle y las estrellas.
Cuando jugamos a comer piedrecillas, se cree que son buenas para masticar e intenta metérselas en la boca.
Cuando abro un libro ante sus ojos y le pido que aprenda el abecé, rompe las hojas y se echa a reír sin motivo.
¡Mira cómo tu niña aprende sus lecciones! Cuando muevo la cabeza, irritado, y la riño diciéndole que es mala, lo encuentra tan divertido que vuelve a reír.
Todo el mundo sabe que papá no está aquí, pero si jugando yo grito ‘¡Papá, papá!’, vuelve a todas partes sus ojos asombrados y se imagina que papá está junto a nosotros.
Cuando estoy dando clase a los borricos de la lavandera que viene a buscar la ropa, le explico que soy el maestro de la escuela, pero se pone a gritarme ‘hermano’ sin parar.
Tu niña quiere coger la luna. ¡Qué absurda es! A Ganesh le llama Ganush.
¡Mamá, tu niña es tonta y ridícula!
El hombrecito
Soy pequeño porque soy un niño.
Seré grande cuando sea tan viejo como mi padre.
El maestro me dirá: ‘Vamos, es tarde, trae la pizarra y los libros’.
Y yo le contestaré: ‘¿Pero no has visto que soy mayor como papá? No necesito más lecciones’.
El maestro quedará sorprendido y dirá: ‘Sí, puede dejar los libros, si quiere, porque ya es un hombre’.
Me vestiré solo y me iré a la feria, donde hay tanta gente.
Mi tío correrá hacia mí, diciéndome: ‘Te perderás, chiquillo, deja que te acompañe’.
Y yo le contestaré: ‘¿Pero no ves, tío, que ya soy mayor como papá? Quiero ir a la feria solo’.
Y mi tío dirá: ‘Sí, ahora puede ir donde quiera, ya es un hombre’.
Cuando mi madre vuelva del baño verá que estoy dándole dinero al ama, pues sé abrir la caja con la llave.
Me dirá: ‘¿Pero qué estás haciendo, infeliz?’ Y yo le contestaré: ‘¿Pero no ves, madre, que ya soy mayor como papá y que debo pagar a mi ama?’ ‘Es verdad’, pensará mi madre, ‘puede dar dinero a quien quiera, porque ya es un hombre’.
Mi padre volverá a casa para las vacaciones de octubre, y creyéndome todavía un niño me traerá de la ciudad zapatitos y vestiditos de seda.
Y yo le diré: ‘Dáselos a mi hermano mayor, padre, porque yo ya soy tan grande como tú’.
Y padre pensará: ‘Sí, puede comprarse sus vestidos él mismo, si así lo quiere, porque ya es un hombre’.
Mediodía
Mamá, me gustaría muchísimo dejar mis lecciones. No me he separado de mi libro en toda la mañana.
Dices que sólo son las doce.
Bueno, aunque efectivamente no sea más tarde, ¿no podemos suponer que, aun siendo mediodía, ha empezado ya la tarde? A mí me es muy fácil imaginar que el sol ha llegado ya al otro extremo del arrozal, y que la vieja pescadora anda recogiendo hierbas para su cena junto a la laguna.
Cierro los ojos y me parece estar viendo las sombras, cada vez más oscuras, bajo el madar, y el agua del estanque reluce con toda su negrura.
Si también en plena noche son las doce, ¿por qué ahora que suenan las doce no puede ser de noche?
El oficio de autor
Me dices que papá escribe muchos libros, pero no entiendo nada de lo que escribe.
Se pasó toda la noche leyendo para ti, ¿pero has podido descubrir realmente el significado de todo aquello? ¡Tú, sí, madre; tú, sí que sabes contar bonitas historias! No entiendo porqué papá no puede escribir cuentos como los tuyos.
¿Es que su madre nunca le contó historias de gigantes, hadas y princesas? ¿O tal vez las ha olvidado?
A menudo se retrasa para ir a su baño, y tienes que llamarle cien veces.
Tú le esperas, le conservas los platos calientes, pero él sigue escribiendo y lo olvida todo.
Papá sólo sabe jugar a escribir libros.
Si alguna vez me voy a jugar en el cuarto de papá, vienes en seguida a buscarme y dices que soy malo.
Si hago un poco de ruido, me riñes: ‘¿No ves que papá está trabajando?’ ¿Por qué le gustará tanto escribir, escribir siempre?
Cuando cojo la pluma o el lápiz de papá y escribo en su cuaderno a b c d e f g h i exactamente como él, ¿por qué te enfadas conmigo, madre? Pero nunca protestas cuando es papá quien escribe.
Ni te importa que papá malgaste tanto papel.
Pero si yo cojo una sola hoja para hacerme un barco, me gritas en seguida: ‘¡Hijo mío, qué pesado eres!’ ¿Por qué no riñes a papá, que estropea hojas y más hojas, llenándolas de letras negras por los dos lados?
El cartero malo
Dime, madre querida: ¿Por qué te quedas tan callada, sentada en el suelo? La lluvia entra por la ventana abierta y no te importa que te estés mojando.
¿No oyes el gong que da las cuatro? Ahora volverá mi hermano del colegio.
¿Qué ocurre? ¿Por qué estás tan rara? ¿No has recibido hoy carta de papá? He visto al cartero que llevaba en su bolsa cartas para casi toda la gente del pueblo. Sólo se guarda las de papá para leerlas él.
Estoy seguro de que el cartero es malo.
Pero no te preocupes demasiado, madre mía.
Mañana es día de mercado en el pueblo vecino. Dile a la criada que compre plumas y papel.
Y así podré escribirte yo mismo todas las cartas de papá, y ya verás como no encuentras ni una falta.
Escribiré desde la A hasta la K.
¿De qué ríes ahora, madre? ¿No crees que puedo escribir tan bien como papá? Mira, rayaré el papel con cuidado y todas las letras serán grandes y bonitas.
Y cuando haya terminado, ¿crees que seré tan tonto como papá, y que iré a echar la carta en la bolsa de este cartero tan malo? Yo mismo te la traeré en seguida, y te ayudaré a leer, letra por letra, todo lo que habré escrito.
¡Ah, ese cartero! Sé muy bien que no le gusta darte las cartas que más te agradan.
El héroe
Madre, figúrate que vamos de viaje, Que atravesamos un país extraño y peligroso.
Yo monto un caballo rubio al lado de tu palanquín.
El sol se pone; anochece. El desierto de Joradoghi, gris y desolado, se extiende ante nosotros.
El miedo se apodera de ti y piensas: ‘¿Dónde estamos? Pero yo te digo: ‘No temas, madre’.
La tierra está erizada de cardos y la cruza un estrecho sendero.
Todos los rebaños han vuelto ya a los establos de los pueblos y en la vasta extensión no se ve ningún ser viviente.
La oscuridad crece, el campo y el cielo se borran y ya no podemos distinguir nuestro camino.
De pronto, me llamas y me dices al oído: ‘¿Qué es aquella luz, allí, junto a la orilla?’ Se oye entonces un terrible alarido y las sombras se acercan corriendo hacia nosotros.
Tú te acurrucas en tu palanquín e invocas a los dioses.
Los portadores, temblando de espanto, se esconden en las zarzas.
Pero yo te grito: ‘¡No tengas miedo, madre, que yo estoy aquí!’ Armados con largos bastones, los cabellos al viento, los bandidos se acercan.
Yo les advierto: ‘¡Deteneos, malvados! ¡Un paso más y sois muertos!’ Sus alaridos arrecian y se lanzan sobre nosotros.
Tú coges mis manos y me dices: ‘¡Hijo mío, te lo suplico, escapa de ellos!’ Y yo contesto: ‘Madre, vas a ver lo que hago’.
Entonces espoleo a mi caballo y lo lanzo al galope. Mi espada y mi escudo entrechocan ruidosamente.
La lucha es tan terrible, madre, que morirías de terror si pudieras verla desde tu palanquín.
Muchos huyen, muchos más son despedazados.
Tú, inmóvil y sola, piensas sin duda: ‘Mi hijo habrá muerto ya’.
Pero yo llego, bañado en sangre, y te digo: ‘Madre, la lucha ha terminado’.
Tú desciendes del palanquín, me besas, y estrechándome contra tu corazón me dices: ‘¿Qué habría sido de mí si mi hijo no me hubiera escoltado?’ Cada día suceden mil cosas inútiles. ¿Por qué no ha de ser posible que ocurra una aventura semejante? Sería como un cuento de los libros.
Mi hermano diría: ‘¿Es posible? ¡Siempre lo tuve por tan poca cosa!’ Y la gente del pueblo proclamaría: ‘¡Qué suerte la de la madre al tener a su hijo a su lado!’
El fin
Madre, ha llegado la hora de que me vaya. Me voy.
Cuando la oscuridad palidezca y dé paso al alba solitaria, cuando desde tu lecho tenderás los brazos hacia tu hijo, yo te diré: ‘El niño ya no está’. Me voy, madre.
Me convertiré en un leve soplo de aire y te acariciaré; cuando te bañes, seré las pequeñas ondas del agua y te cubriré incesantemente de besos.
Cuando, en las noches de tormenta, la lluvia susurrará sobre las hojas, oirás mis murmullos desde tu lecho, y de pronto, con el relámpago, mi risa cruzará tu ventana y estallará en tu estancia.
Si no puedes dormirte hasta muy tarde, pensando siempre en tu niño, te cantaré desde las estrellas: ‘Duerme, madre, duerme’.
Me deslizaré a lo largo de los rayos de la luna hasta llegar a tu cama, y me echaré sobre tu pecho mientras duermas.
Me convertiré en ensueño, y por la estrecha rendija de tus párpados descenderé hasta lo más profundo de tu reposo. Te despertarás sobresaltada y mientras mires a tu alrededor huiré en un momento, como una libélula.
En la gran fiesta de Puja, cuando los niños de los vecinos vengan a jugar en nuestro jardín, yo me convertiré en la música de las flautas y palpitaré en tu corazón durante todo el día.
Llegará mi tía, cargada de regalos, y te preguntará: ‘Hermana, ¿dónde está el niño?’ Y tú, madre, le contestarás dulcemente: ‘Está en las niñas de mis ojos, está en mi cuerpo, está en mi alma’.
La llamada
La noche era oscura y todos dormían, cuando ella se fue.
También ahora la noche es oscura, y la llamo: ‘Vuelve, tesoro mío, el mundo está dormido; si vienes un momento, mientras las estrellas se miran largamente, nadie se dará cuenta’.
Los árboles reverdecían y la primavera era joven, cuando ella se fue.
Ahora todo ha florecido abundantemente, y la llamo: ‘Vuelve, tesoro mío. Los niños cogen y esparcen flores a manos llenas en la locura de sus juegos interminables. Si vienes a coger una sola florecilla, ¿quién protestará?’
Los que entonces jugaban, siguen jugando todavía. ¡Qué generosa es la vida! Yo escucho su bullicio y te llamo: ‘Vuelve, tesoro mío, el corazón de tu madre rebosa amor, y si vienes a robarle un solo besito, nadie más se lo reclamará’.
Los primeros jazmines
¡Ah, estos jazmines! ¡Estos blancos jazmines! Recuerdo aún el primer día en que cubrí mis brazos con estos jazmines, con estos blancos jazmines.
He amado la luz del sol, el cielo y la verde tierra.
He oído el cristalino murmullo del río en la oscuridad de medianoche.
En el recodo de un camino, el crepúsculo otoñal ha venido a mi encuentro, como una novia que aparta su velo para recibir a su amado.
Sin embargo, mi memoria está perfumada aún con aquellos primeros jazmines blancos que tuve en mis manos de niño.
La vida me ha ofrecido muchos días alegres y noches de fiesta; uní mis risas a las de los felices invitados.
En las mañanas grises y lluviosas, he tarareado lentas canciones.
He colgado de mi cuello la guirnalda vespertina de bakulas, tejida por las manos del amor.
Sin embargo, mi corazón está perfumado aún con el recuerdo de aquellos frescos jazmines, los primeros que llenaron mis manos de niño.
La higuera
Higuera que te yergues como un gigante desmelenado junto al estanque, ¿te olvidaste del niño, como olvidaste los pájaros que anidaban en tus ramas y ya se fueron? ¿No te acuerdas de él, de cuando se sentaba a la ventana y admiraba tus retorcidas raíces que se hundían en el suelo? Las mujeres vienen a llenar sus cántaros en el estanque y tu enorme sombra negra se mueve en la superficie del agua como el sueño se debate en el momento del despertar.
Los rayos del sol bailan sobre el agua rizada, como minúsculas lanzaderas que tejieran sin parar una tela de oro.
Por entre la hierba de la orilla, nadan dos patos, y el niño se sienta, pensativo e inmóvil, para contemplar sus sombras en el agua.
“Cómo le gustaría ser el viento para silbar por entre tus susurrantes ramas, ser tu sombra para tenderse sobre el agua con el día que declina, ser un pájaro para posarse en tu rama más alta; cómo le gustaría flotar, como esos patos, entre las hierbas y las sombras!
Bendición
Bendice esta alma blanca que ha ganado para la tierra el beso del cielo, bendice este tierno corazón.
Ama la luz del sol, le gusta contemplar el rostro de su madre.
No ha aprendido a despreciar el polvo ni a desear el oro.
Estréchalo contra tu corazón y bendícelo.
Vino a este mundo de cien encrucijadas.
¿Por qué, entre la multitud, te eligió a ti, por qué llegó a tu puerta, por qué te preguntó el camino estrechándote en silencio la mano? Te seguirá, hablando y riendo sin que nunca recele su corazón.
Conserva su confianza, guíale por el buen camino y bendícelo.
Pon tus manos sobre su cabeza y pide en tus plegarias que, por más que las olas se levanten amenazadoras, el soplo del cielo acuda a hinchar sus velas y lo impulse hacia el puerto del reposo.
No lo olvides en tus prisas, ábrele tu corazón y bendícelo.
El regalo
Quiero hacerte un regalo, hijo mío, pues la vida nos arrastra a la deriva.
El destino nos separará, y nuestro amor será olvidado.
Ya sé que sería demasiada ingenuidad creer que puedo comprar tu corazón con mis regalos.
Tu vida es aún joven, tu camino largo. Bebes de un sorbo la ternura que te ofrecemos, luego te vuelves y te vas de nuestro lado.
Tienes tus juegos y tus compañeros, y comprendo que no nos dediques ni tu tiempo ni tus pensamientos.
Pero a nosotros la vejez nos da ocasión de recordar los días pasados, de reencontrar en nuestro corazón lo que nuestras manos perdieron para siempre.
El río corre rápidamente y rompe, cantando, todos los obstáculos que se le presentan. Pero la montaña inmóvil lo ve pasar con amor y guarda su recuerdo.
Mi canción
Como los brazos conmovidos del amor, hijo mío, la música de mi canción te envolverá.
Mi canto besará tu frente como una bendición.
Cuando estés solo, vendrá a tu lado y, dulcemente, repetirá su música en tu oído. Cuando estés entre la multitud, te mantendrá aislado en tu soledad.
Mi canción será una luz en tus pupilas y adentrará tu corazón hasta las fronteras de lo desconocido.
Será como la estrella fiel que brilla en lo alto, cuando la noche esconda tu camino.
Mi canción será una luz en tus pupilas y adentrará tu mirada hasta el secreto corazón de las cosas.
Y cuando mi voz enmudezca con la muerte, seguirás oyendo mi canción en tu corazón rebosante de vida.
El niño ángel
Gritan y luchan, vacilan y se desesperan, y nunca acaban sus querellas.
Que tu vida, hijo mío, aparezca en medio de ellos como la llama de una luz intensa y pura, y maravillándoles, les haga callar.
Son crueles, codiciosos y envidiosos, y sus palabras son traidores puñales que piden sangre.
Ponte en medio de esos corazones atormentados, hijo mío, y que tu serena mirada descienda sobre ellos como la misericordiosa paz de la noche pone fin al embate del día.
Que vean tu rostro, hijo mío, para que comprendan el significado de todas las cosas; para que te amen y así se amen unos a otros.
Ven a ocupar el lugar que te espera en lo infinito, hijo mío. Al amanecer, abre y levanta tu corazón como una flor; al atardecer, inclina tu cabeza y, en silencio, termina el día y la oración.
El último trato
‘¡Estoy por alquilar, contratadme!’, gritaba yo una mañana andando por la carretera.
El rey pasó en su carroza, la espada en la mano.
Me cogió de la mano y me dijo: ‘Te tomo a mi servicio; a cambio, tendrás parte de mi poder’. Pero yo no sabía qué hacer de su poder y le dejé partir en su carroza.
En el ardiente mediodía todas las casas estaban cerradas.
Yo vagaba por tortuosos caminos.
Un anciano se me acercó, llevando un saco lleno de oro. Se detuvo pensativo, y me dijo: ‘Ven, te tomo a mi servicio. Te pagaré con este oro’.
Empezó a contar sus monedas, una a una, pero le volví la espalda.
Caía la tarde. El seto del jardín había florecido.
Una hermosa muchacha se me acercó y me dijo: ‘Te tomo a mi servicio y te pagaré con una sonrisa’.
Pero su sonrisa se desvaneció, le saltaron las lágrimas y, sola, se perdió de nuevo en la sombra.
El sol reverberaba en la arena y las olas rompían caprichosamente.
Un niño jugaba con las conchas sentado en la playa.
Levantó la cabeza, me miró como si reconociera, y me dijo: ‘Te tomo por nada’.
Desde que hice este trato, jugando, con un niño, me he convertido en un hombre libre.