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jueves, 17 de mayo de 2012

Alejandro Dumas - Los tres mosqueteros - 1ª parte


Alejandro Dumas
Los tres mosqueteros
1ª parte





Prefacio
EN EL QUE SE RACE CONSTAR QUE,
PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS»,
LOS HEROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS
A TENER EL HONOR DE CONTAR
A NUESTROS LECTORES
NO TIENEN NADA DE MITOLOGICO


Hace aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi
historia de Luis XIV, di por casualidad con las Memorias del señor D'Artagnan, impresas -como la
mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse
una vuelta más o menos larga por la Bastilla- en Amsterdam, por el editor Pierre Rouge. El título
me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré.
No es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a
ella a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos
esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, trazados
sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto
parecido como en la historia del señor Anquetil, las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de
Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la época.
Mas, como se sabe, lo que sorprende el espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo que
impresiona a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda,
los detalles que hemos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por supuesto,
nadie antes que nosotros había prestado la menor atención.
D'Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros
del rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el que él
solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de Athos, Porthos y Aramis.
Confesamos que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la
mente que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D'Artagnan había disimulado
nombres tal vez ilustres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los habían
escogido ellos mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta de fortuna, se
habían endosado la simple casaca de mosquetero.
Desde ese momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una huella
cualquiera de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra
curiosidad.
Sólo el catálogo de los libros que leímos para llegar a esa meta llenaría un folletón entero cosa
que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida para nuestros lectores. Nos
contentaremos, pues, con decirles que en el momento en que, desalentados de tantas
investigaciones infructuosas, Ibamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos por fin,
guiados por los consejos de nuestro ilustre y sabio amigo Paulin Paris, un manuscrito in-folio, con
la signatura núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado así:
Memorias del señor conde de la Fère, referentes a algunos de los sucesos que pasaron en
Francia hacia finales del reinado del rey Luis Xlll y el comienzo del reinado del rey Luis XIV.
Adivínese si fue grande nuestra alegría cuando, al hojear el manuscrito, última esperanza
nuestra, encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el
nombre de Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.
El descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que la
ciencia histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos
apresuramos a solicitar permiso para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un día con el
bagaje de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si es que no conseguimos, cosa
muy probable, entrar en la Academia francesa con nuestro propio bagaje. Debemos decir que
ese permiso nos fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir públicamente
a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobierno más bien poco dispuesto
con los literatos.
Ahora bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese manuscrito,
restituyéndole el título que le conviene, comprometiéndonos a publicar inmediatamente la
segunda si, como esta mos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que merece.
Mientras tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa de su
placer o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La Fère.
Sentado esto, pasemos a nuestra historia.
Capítulo 1
Los tres presentes del señor D'Artagnan padre
El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman
de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido
a hacer de ella una segunda Rochelle. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle
Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza
y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la
hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo
compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra
registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que
guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal; estaba el Español que hacía la
guerra al rey. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban
los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el
mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los
lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero
nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el
susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el
banderín amarillo y rojo ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del
Franc Meunier.
Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.
Un joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho
años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de
lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste.
Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares
enormente desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y
nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a
inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un
adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría
tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un
tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado
de su montura cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una
jaca del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin
gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía
inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las
cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte
incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la
susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la
puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D'Artagnan (así se llamaba el don
Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba,
por buen caballero que fuese, semejante montura; también él había lanzado un fuerte suspiro al
aceptar el regalo que le había hecho el señor D'Artagnan padre. No ignoraba que una bestia
semejante valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que el presente vino
acompañado no tenían precio.
-Hijo mío -había dicho el gentilhombre gascón en ese puro patois de Béam del que jamás había
podido desembarazarse Enrique IV-, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre,
tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que debe llevaros a amarlo.
No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con
él, cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor. En la corte -continuó el señor D'Arta gnan padre-,
si es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua
nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente
llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años. Por vos y por los vuestros
(por los vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada salvo del señor
cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el valor se labra hoy día un gentilhombre
su camino. Quien tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo que precisamente
durante ese segundo la fortuna le tendía. Sois joven, debéis ser valiente por dos razones: la
primera, porque sois gascón, y la segunda porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y buscad
las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un jarrete de hierro, un
puño de acero; batíos por cualquier motivo; batíos, tanto más cuanto que están prohibidos los
duelos, y por consiguiente hay dos veces valor al batirse. No tengo, hijo mío, más que quince
escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír. Vuestra madre añadirá la receta
de cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar cualquier
herida que no alcance el corazón. Sacad provecho de todo, y vivid felizmente y por mucho
tiempo. Sólo tengo una cosa que añadir, y es un ejemplo que os propongo, no el mío porque yo
nunca he aparecido por la corte y sólo hice las guerras de religión como voluntario; me refiero al
señor de Tréville, que fue antaño vecino mío, y que tuvo el honor siendo niño de jugar con
nuestro rey Luis XIII, a quien Dios conserve. A ve ces sus juegos degeneraban en batalla, y en
esas batallas no siempre era el rey el más fuerte. Los golpes que en ellas recibió le proporcionaron
mucha estima y amistad hacia el señor de Tréville. Más tarde, el señor de Tréville se batió
contra otros en su primer viaje a Paris, cinco veces; tras la muerte del difunto rey hasta la
mayoría del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete veces; y desde esa mayoría hasta
hoy, quizá cien. Y pese a los edictos, las ordenanzas y los arrestos, vedle capitán de los
mosqueteros, es decir, jefe de una legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien el
señor cardenal teme, precisamente él que, como todos saben, no teme a nada. Además, el señor
de Tréville gana diez mil escudos al año; es por tanto un gran señor. Comenzó como vos: idle a
ver con esta carta, y amoldad vuestra conducta a la suya, para ser como él.
Con esto, el señor D'Artagnan padre ciñó a su hijo su propia espada, lo besó tiernamente en
ambas mejillas y le dio su bendición.
Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa
receta cuyo empleo los consejos que acabamos de referir debían hacer bastante frecuente. Los
adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el otro, no porque el
señor D'Artagnan no amara a su hijo, que era su único vástago, sino porque el señor D'Artagnan
era hombre, y hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la emoción, mientras
que la señora D'Artagnan era mujer y, además, madre. Lloró en abundancia y, digámoslo en
alabanza del señor D'Artagnan hijo, por más esfuerzo que él hizo por aguantar sereno como
debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y derramó muchas lágrimas de las
que a duras penas consiguió ocultar la mitad.
El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes paternos y que estaban
compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville;
como es lógico, los consejos le habían sido dados por añadidura.
Con semejante vademécum, D'Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta del
héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de
historiador nos han obligado a trazar su retrato. Don Quijote tomaba los molinos de viento por
gigantes y los carneros por ejércitos: D'Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada
por una provocación. De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde Tarbes hasta
Meung y que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias;
sin embargo, el puño no descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada salió de su vaina. Y no
es que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los rostros de los que
pasaban; pero como encima de la jaca tintineaba una espada de tamaño respetable y encima de
esa espada brillaba un ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la
hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como las
máscaras antiguas. D'Artagnan permaneció, pues, majestuoso a intacto en su susceptibilidad
hasta esa desafortunada villa de Meung.
Pero aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc Meunier sin que nadie,
hostelero, mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D'Artagnan divisó en
una ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y altivo gesto
aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos personas que parecían escucharle con
deferencia. D'Artagnan, según su costumbre, creyó muy naturalmente ser objeto de la
conversación y escuchó. Esta vez D'Artagnan sólo se había equivocado a medias: no se trataba
de él, sino de su caballo. El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y
como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el narrador, se echaban
a reír a cada instante. Como media sonrisa bastaba para despertar la irascibilidad del joven,
fácilmente se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa hilaridad.
Sin embargo, D'Artagnan quiso primero hacerse idea de la fisonomía del impertinente que se
burlaba de él. Clavó su mirada altiva sobre el extraño y reconoció un hombre de cuarenta a
cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente
pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado; iba vestido con un jubón y calzas
violetas con agujetas de igual color, sin más adorno que las cuchilladas habituales por las que
pasaba la camisa. Aquellas calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como vestidos
de viaje largo tiempo encerrados en un baúl. D'Artagnan hizo todas estas observaciones con
la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un sentimiento instintivo que le decía
que aquel desconocido debía tener gran influencia sobre su vida futura.
Y como en el momento en que D'Artagnan fijaba su mirada en el gentilhombre de jubón
violeta, el gentilhombre hacía respecto a la jaca bearnesa una de sus más sabias y más
profundas demostraciones, sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó, contra su
costumbre, vagar visiblemente, si es que se puede hablar así, una pálida sonrisa sobre su rostro.
Aquella vez no había duda, D'Artagnan era realmente insultado. Por eso, lleno de tal convicción,
hundió su boina hasta los ojos y, tratando de copiar algunos aires de corte que había sorprendido
en Gascuña entre los señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición de su espada
y la otra apoyada en la cadera. Desgraciadamente, a medida que avanzaba, la cólera le
enceguecía más y más, y en vez del discurso digno y altivo que había preparado para formular su
provocación, sólo halló en la punta de su lengua una personalidad grosera que acompañó con un
gesto furioso.
-¡Eh, señor! -exclamó-. ¡Señor, que os ocultáis tras ese postigo! Sí, vos, decidme un poco de
qué os reís, y nos reiremos juntos.
El gentilhombre volvió lentamente los ojos de la montura al caballero, como si hubiera
necesitado cierto tiempo para comprender que era a él a quien se dirigían tan extraños
reproches; luego, cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se frunció ligeramente y
tras una larga pausa, con un acento de ironía y de insolencia imposible de describir, respondió a
D'Artagnan:
-Yo no os hablo, señor.
-¡Pero yo sí os hablo! -exclamó el joven exasperado por aquella mezcla de insolencia y de
buenas maneras, de conveniencias y de desdenes.
El desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa y, apartándose de la ventana,
salió lentamente de la hostería para venir a plantarse a dos pasos de D'Artagnan frente al
caballo. Su actitud tranquila y su fisonomía burlona habían redoblado la hilaridad de aquellos con
quienes hablaba y que se habían quedado en la ventana.
D'Artagnan, al verle llegar, sacó su espada un pie fuera de la vaina.
-Decididamente este caballo es, o mejor, fue en su juventud botón de oro -dijo el desconocido
continuando las investigaciones comenzadas y dirigiéndose a sus oyentes de la ventana, sin
aparentar en modo alguno notar la exasperación de D'Artagnan, que sin embargo estaba de pie
entre él y ellos-; es un color muy conocido en botánica, pero hasta el presente muy raro entre los
caballos.
-¡Así se ríe del caballo quien no osaría reírse del amo! -exclamó el émulo de Tréville, furioso.
-Señor -prosiguió el desconocido-, no río muy a menudo, como vos mismo podéis ver por el
aspecto de mi rostro; pero procuro conservar el privilegio de reír cuando me place.
-¡Y yo -exclamó D'Artagnan- no quiero que nadie ría cuando no me place!
-¿De verdad, señor? -continuó el desconocido más tranquilo que nunca-. Pues bien, es muy
justo -y girando sobre sus talones se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta
principal, bajo la que D'Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente ensillado.
Pero D'Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la insolencia de
burlarse de él. Sacó su espada por entero de la funda y comenzó a perseguirle gritando:
-¡Volveos, volveos, señor burlón, para que no os hiera por la espalda!
-¡Herirme a mí! -dijo el otro girando sobre sus talones y mirando al joven con tanto asombro
como desprecio-. ¡Vamos, vamos, querido, estáis loco!
Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:
-Es enojoso -prosiguió-. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de cualquier sitio
para reclutar mosqueteros!
Acababa de terminar cuando D'Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado
con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez. El
desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y
se puso gravemente en guardia. Pero en el mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del
hostelero, cayeron sobre D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una diversión
tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D'Artagnan, mientras éste
se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de
actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel que cumplió
con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:
-¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se vaya!
-¡No antes de haberte matado, cobarde! -gritaba D'Artagnan mientras hacía frente lo mejor
que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.
-¡Una gasconada más! -murmuró el gentilhombre-. ¡A fe mía que estos gascones son
incorregibles! ¡Continuad la danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene
bastante.
Pero el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía que habérselas; D'Artagnan no
era hombre que pidiera merced nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos todavía;
por fin, D'Arta gnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos trozos. Otro
golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y
casi desvanecido.
En este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de la escena. El hostelero,
temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron
otorgados algunos cuidados.
En cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la ventana y miraba con cierta
impaciencia a todo aquel gentío cuya permanencia allí parecía causarle viva contrariedad.
-Y bien, ¿qué tal va ese rabioso? -dijo volviéndose al ruido de la puerta que se abrió y
dirigiéndose al hostelero que venía a informarse sobre su salud.
-¿Vuestra excelencia está sano y salvo? -preguntó el hostelero.
-Sí, completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo quien os prequnta qué ha
pasado con nuestro joven.
-Ya esta mejor -dijo el hostelero-: se ha desvanecido totalmente.
-¿De verdad? -dijo el gentilhombre.
-Pero antes de desvanecerse ha reunido todas sus fuerzas para llamaros y desafiaros al
llamaros.
-¡Ese buen mozo es el diablo en persona! -exclamó el desconocido.
-¡Oh, no, excelencia, no es el diablo! -prosiguió el hostelero con una mueca de desprecio-.
Durante su desvanecimiento lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y
en su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al desmayarse que, si tal
cosa le hubiera ocurrido en Paris, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os
arrepentiréis más tarde.
-Entonces -dijo fríamente el desconocido-, es algún príncipe de sangre disfrazado.
-Os digo esto, mi señor -prosiguió el hostelero-, para que toméis precauciones.
-¿Y ha nombrado a alguien en medio de su cólera?
-Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa
de este insulto a su protegido.»
-¿El señor de Tréville? -dijo el desconocido prestando atención-. ¿Golpeaba sobre su bolso
pronunciando el nombre del señor de Tréville?... Veamos, querido hostelero: mientras vuestro
joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese bolso.
¿Qué había?
-Una carta dirigida al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros.
-¿De verdad?
-Como tengo el honor de decíroslo, excelencia.
El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no observó la expresión que sus
palabras habían dado a la fisonomía del desconocido. Este se apartó del reborde de la ventana
sobre el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el ceño como hombre
inquieto.
-¡Diablos! -murmuró entre dientes-. ¿Me habrá enviado Tréville a ese gascón? ¡Es muy joven!
Pero una estocada es siempre una estocada, cualquiera que sea la edad de quien la da, y no hay
por qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a veces un débil obstáculo
para contrariar un gran designio.
Y el desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos minutos.
-Veamos, huésped -dijo-, ¿es que no me vais a librar de ese frenético? En conciencia, no puedo
matarlo, y sin embargo -añadió con una expresión fríamente amenazadora-, sin embargo, me
molesta. ¿Dónde está?
-En la habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer piso.
-¿Sus harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el jubón?
-Al contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese joven loco os molesta...
-Por supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las gentes honradas no podrían
aguantar. Subid a vuestro cuarto, haced mi cuenta y avisad a mi lacayo.
-¿Cómo? ¿El señor nos deja ya?
-Lo sabéis de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo. ¿No se me ha
obedecido?
-Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada principal,
completamente aparejado para partir.
-Está bien, haced entonces lo que os he pedido.
-¡Vaya! -se dijo el hostelero-. ¿Tendrá miedo del muchacho?
Pero una mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en seco. Saludó humildemente y
salió.
-No es preciso advertir a milady sobre este bribón -continuó el extraño-. No debe tardar en
pasar; viene incluso con retraso. Decididamente es mejor que monte a caballo y que vaya a su
encuentro... ¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene esa carta dirigida a Tréville!...
Y el desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la cocina.
Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo que
echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había
encontrado a D'Arta gnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de hacerle comprender
que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a buscar querella a un gran
señor -porque, en opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran señor-, le
convenció para que, pese a su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino. D'Artagnan,
medio aturdido, sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por
el hostelero, comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su provocador
que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada por dos gruesos caballos
normandos.
Su interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la portezuela, era una mujer de veinte a
veintidós años. Ya hemos dicho con qué rapidez percibía D'Artagnan una fisonomía; al primer
vistazo comprobó que la mujer era joven y bella. Pero esta belleza le sorprendió tanto más
cuanto que era completamente extraña a las comarcas meridionales que D'Artagnan había
habitado hasta entonces. Era una persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en bucles
sobre sus hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de alabastro.
Hablaba muy vivamente con el desconocido.
-Entonces, su eminencia me ordena... -decía la dama.
-Volver inmediatamente a Inglaterra, y avisarle directamente si el duque abandona Londres.
-Y ¿en cuanto a mis restantes instrucciones? -preguntó la bella viajera.
-Están guardadas en esa caja, que sólo abriréis al otro lado del canal de la Mancha.
-Muy bien, ¿qué haréis vos?
-Yo regreso a París.
-¿Sin castigar a ese insolente muchachito? -preguntó la dama.
El desconocido iba a responder; pero en el momento en que abría la boca, D'Artagnan, que lo
había oído todo, se abalanzó hacia el umbral de la puerta.
-Es ese insolente muchachito el que castiga a los otros -exclamó-, y espero que esta vez aquel
a quien debe castigar no escapará como la primera.
-¿No escapará? -dijo el desconocido frunciendo el ceño.
-No, delante de una mujer no osaríais huir, eso presumo.
-Pensad -dijo milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su espada-, pensad que el menor
retraso puede perderlo todo.
-Tenéis razón -exclamó el gentilhombre-; partid, pues, por vuestro lado; yo parto por el mío.
Y saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre su caballo, mientras el
cochero de la carroza azotaba vigorosamente a su tiro. Los dos interlocutores partieron pues al
galope, alejándose cada cual por un lado opuesto de la calle.
-¡Eh, vuestro gasto! -vociferó el hostelero, cuyo afecto a su viajero se trocaba en profundo
desdén al ver que se alejaba sin saldar sus cuentas.
-Paga, bribón -gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los pies del
hostelero dos o tres monedas de plata, y se puso a galopar tras su señor.
-¡Ah, cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso gentilhombre! -exclamó D'Artagnan lanzándose a su
vez tras el lacayo.
Pero el herido estaba demasiado débil aún para soportar semejante sacudida. Apenas hubo
dado diez pasos, cuando sus oídos le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de sangre pasó
por sus ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:
-¡Cobarde, cobarde, cobarde!
-En efecto, es muy cobarde -murmuró el hostelero aproximándose a D'Artagnan, y tratando
mediante esta adulación de reconciliarse con el obre muchacho, como la garza de la fábula con
su limaco nocturno.
-Sí, muy cobarde -murmuró D'Artagnan-; pero ella, ¡qué hermosa!
-¿Quién ella? -preguntó el hostelero.
-Milady -balbuceó D'Artagnan.
Y se desvaneció por segunda vez.
-Es igual -dijo el hostelero-, pierdo dos, pero me queda éste, al que estoy seguro de conservar
por lo menos algunos días. Siempre son once escudos de ganancia.
Ya se sabe que once escudos constituían precisamente la suma que quedaba en la bolsa de
D'Artagnan.
El hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo por día; pero había contado
con ello sin su viajero. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, D'Artagnan se levantó, bajó él
mismo a la cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista no ha llegado hasta nosotros,
vino, aceite, romero, y, con la receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo con el que
ungió sus numerosas heridas, renovando él mismo sus vendas y no queriendo admitir la ayuda
de ningún médico. Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá también
gracias a la ausencia de todo doctor, D'Artagnan se encontró de pie aquella misma noche, y casi
curado al día siguiente.
Pero en el momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel vino, único gasto del amo
que había guardado dieta absoluta mientras que, por el contrario, el caballo amarillo, al decir del
hostelero al menos, había comido tres veces más de lo que razonablemente se hubiera podido
suponer por su talla, D'Artagnan no encontró en su bolso más que su pequeña bolsa de
terciopelo raído así como los once escudos que contenía; en cuanto a la carta dirigida al señor de
Tréville, había desaparecido.
El joven comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia, volviendo y revolviendo veinte
veces sus bolsos y bolsillos, buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando su bolso;
pero cuando se hubo convencido de que la carta era inencontrable, entró en un tercer acceso de
rabia que a punto estuvo de provocarle un nuevo consumo de vino y de aceite aromatizados;
porque, al ver a aquel joven de mala cabeza acalorarse y amenazar con romper todo en el
establecimiento si no encontraban su carta, el hostelero había cogido ya un chuzo, su mujer un
mango de escoba, y sus criados los mismos bastones que habían servido la víspera.
-¡Mi carta de recomendación! -gritaba D'Artagnan-. ¡Mi carta de recomendación, por todos los
diablos, a os ensarto a todos como a hortelanos!
Desgraciadamente, una circunstancia se oponía a que el joven cumpliera su amenaza; y es
que, como ya lo hemos dicho, su espada se había roto en dos trozos durante la primera refriega,
cosa que él había olvidado por completo. Y de ello resultó que cuando D'Artagnan quiso
desenvainar, se encontró armado pura y simplemente con un trozo de espada de ocho o diez
pulgadas más o menos, que el hostelero había encasquetado cuidadosamente en la vaina. En
cuanto al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para hacerse una aguja mechera.
Sin embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a nuestro fogoso joven, si el
huésped no hubiera pensado que la reclamación que le dirigía su viajero era perfectamente justa.
-Pero, en realidad -dijo bajando su chuzo-, ¿dónde está esa carta?
-Sí, ¿dónde está esa carta? -gritó D'Artagnan-. Os prevengo ante todo que esa carta es para el
señor de Tréville, y que es preciso que aparezca; porque si no aparece él sabrá de sobra hacerla
aparecer.
Esta amenaza acabó por intimidar al hostelero. Después del rey y del señor cardenal, el señor
de Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares
a incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph cierto; pero su nombre a él nunca
le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la eminencia gris,
como se llamaba al familiar del cardenal!
Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer hacer otro tanto con su mango
de escoba y a sus servidores con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta
perdida.
-¿Es que esa carta encerraba algo precioso? -preguntó el hoste lero al cabo de un instante de
investigaciones inútiles.
-¡Diablos! ¡Ya lo creo! -exclamó el gascón, que contaba con aquella carta para hacer su carrera
en la corte-. Contenía mi fortuna.
-¿Bonos contra el Tesoro? -preguntó el hostelero inquieto.
-Bonos contra la tesorería particular de Su Majestad -respondió D'Artagnan que, contando con
entrar en el servicio del rey gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo
aventurada sin mentir.
-¡Diablos! -dijo el hostelero completamente desesperado.
-Pero no importa -continuó D'Artagnan con el aplomo nacional-, no importa; el dinero no es
nada, pero esa carta sí lo era todo. Hubiera preferido perder antes mil pistolas que perderla.
Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil lo contuvo.
Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se daba a todos los diablos al no
encontrar nada.
-Esa carta no se ha perdido -exclamó.
-¡Ah! -dijo D'Artagnan.
-No; os la han robado.
-¿Robado? ¿Y quién?
-El gentilhombre de ayer. Bajó a la cocina, donde estaba vuestro jubón. Se quedó allí solo.
Apostaría que ha sido él quien la ha robado.
-¿Lo creéis? -respondió D'Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la
importancia completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que pudiera
provocar la codicia.
El hecho es que ninguno de los criados, ninguno de los viajeros presentes hubiera ganado nada
poseyendo aquel papel.
-Decís, pues -respondió D'Artagnan-, que sospecháis de ese impertinente gentilhombre.
-Os digo que estoy seguro -continuó el hostelero-; cuando yo le anuncié que Vuestra Señoría
era el protegido del señor de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese ilustre
gentilhombre, pareció muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó inmediatamente
a la cocina donde sabía que estaba vuestro jubón.
-Entonces es mi ladrón -respondió D'Artagnan-; me quejaré al señor de Tréville, y el señor de
Tréville se quejará al rey.
Luego sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al hostelero, que lo
acompañó, sombrero en mano, hasta la puerta, y subió a su caballo amarillo, que le condujo sin
otro accidente hasta la puerta Saint-Antoine, en París, donde su propietario lo vendió por tres
escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que D'Artagnan lo había agotado hasta el exceso
durante la última etapa. Además, el chalán a quien D'Artagnan lo cedió por las nueve libras
susodichas no ocultó al joven que sólo le daba aquella exorbitante suma debido a la originalidad
de su color.
D'Artagnan entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño paquete bajo el brazo, y caminó
hasta encontrar una habitación de alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos. Aquella
habitación era una especie de buhardilla, sita en la calle des Fossoyeurs, cerca del Luxemburgo.
Tan pronto como hubo gastado su último denario, D'Artagnan tomó posesión de su
alojamiento, pasó el resto de la jornada cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que su
madre había descosido de un jubón casi nuevo del señor D'Artagnan padre, y que le había dado
a escondidas; luego fue al paseo de la Ferraille , para mandar poner una hoja a su espada; luego
volvió al Louvre para informarse del primer mosquetero que encontró de la ubicación del palacio
del señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux-Colombier, es decir, precisamente
en las cercanías del cuarto apalabrado por D'Artagnan, circunstancia que le pareció de feliz
augurio para el éxito de su viaje.
Tras ello, contento por la forma en que se había conducido en Meung sin remordimientos por
el pasado, confiando en el presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió
con el sueño del valiente.
Aquel sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las nueve de la mañana, hora en
que se levantó para dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del
reino según la estimación paterna.
Capítulo ll
La antecámara del señor de Tréuille
El señor de Troisville, como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville,
como había terminado por llamarse él mismo en Paris, había empezado en realidad como
D'Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiemto
que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus
esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry
recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los
golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de
la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro.
Era el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre Enrique
IV. El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que,
a falta de dinero contante y sonante -cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó
siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el
ingenio-, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición
de Paris, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis.
Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero
del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a
este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la
casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis
XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de
batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso
antes que a él.
Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto,
pero que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se
buscaba sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por divisa
el epiteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos gentileshombres
podían reclamar el epíteto de fiel, que formaba la primera. Tréville era uno de estos últimos; era
una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de
vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba
descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un
Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry. En fin, en el caso de Tréville, había faltado hasta aquel
entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al
alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros, que eran a Luis
XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus ordinarios eran a Enrique III y lo que
su guarda escocesa a Luis XI.
Por su parte, y desde ese punto de vista, el cardenal no le iba a la zaga al rey. Cuando hubo
visto la formidable elite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de
Francia también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII
tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales seleccionar para su servicio, en todas las
provincias de Francia a incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus
estocadas. Por eso Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras jugaban su partida de
ajedrez, por la noche, sobre el mérito de sus servidores. Cada cual ponderaba los modales y el
valor de los suyos; y al tiempo que se pronunciaban en voz alta contra los duelos y contra las
riñas, los excitaban por lo bajo a llegar a las manos, y concebían un auténtico pesar o una alegría
inmoderada por la derrota o la victoria de los suyos. Así al menos lo dicen las Memorias de un
hombre que estuvo en algunas de esas derrotas y en muchas de esas victorias.
Tréville había captado el lado débil de su amo, y gracias a esta habilidad debía el largo y
constante favor de un rey que no ha dejado reputación de haber sido muy fiel a sus amistades.
Hacía desfilar a sus mosqueteros entre el cardenal Armand Duplessis con un aire burlón que
erizaba de cólera el mostacho gris de Su Eminencia. Tréville entendía admirablemente bien la
guerra de aquella época, en la que, cuando no se vivía a expensas del enemigo, se vivía a
expensas de sus compatriotas: sus soldados formaban una legión de jaraneros, indisciplinada
para cualquier otro que no fuera él.
Desaliñados, borrachos, despellejados, los mosqueteros del rey, o mejor los del señor de
Tréville, se desparramaban por las tabernas, por los paseos, por los juegos públicos, gritando
fuerte y retorciéndose los mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con placer a
los guardias del señor cardenal cuando los encontraban; luego, desenvainando en plena calle
entre mil bromas; muertos a veces, pero seguros en tal caso de ser llorados y vengados;
matando con frecuencia, y seguros entonces de no enmohecer en prisión, porque allí estaba el
señor de Tréville para reclamarlos. Por eso el señor de Tréville era alabado en todos los tonos,
cantado en todas las gamas por aquellos hombres que le adoraban y que, bandidos todos como
eran, temblaban ante él como escolares ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra y
prestos a hacerse matar para lavar el menor reproche.
El señor de Tréville había usado esta palanca poderosa en favor del rey en primer lugar y de
los amigos del rey, y luego en favor de él mismo y sus amigos. Por lo demás, en ninguna de las
Memorias de esa época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentilhombre haya
sido acusado, ni siquiera por sus enemigos -y los tenía tanto entre las gentes de pluma como
entre las gentes de espada- en ninguna parte se ve, decimos, que ese digno gentilhombre haya
sido acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces. Con un raro ingenio para la
intriga, que lo hacía émulo de los mayores intrigantes había permanecido honesto. Es más, a
pesar de las grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos que
fatigan, se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de los más finos
lechuguinos, en uno de los más alambicados habladores ampulosos de su época; se hablaba de
las aventuras galantes de Tréville como veinte años antes se había hablado de las de Bassompierre,
lo que no era poco decir. El capitán de los mosqueteros era, pues, admirado, temido y
amado, lo cual constituye el apogeo de las fortunas humanas.
Luis XIV absorbió a todos los pequeños astros de su corte en su vasta irradiación; pero su
padre, sol pluribus impar, dejó su esplendor personal a cada uno de sus favoritos, su valor
individual a cada uno de sus cortesanos. Además de los resplandores del rey y del cardenal, se
contaban entonces en París más de doscientos pequeños resplandores algo solicitados. Entre los
doscientos pequeños resplandores, el de Tréville era uno de los más buscados.
El patio de su palacio, situado en la calle del Vieux-Colombier, se parecía a un campamento, y
esto desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en invierno. De cincuenta a sesenta
mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban
sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo. A lo largo de aquellas grandes
escalinatas, sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización construiría una casa entera, subían y
bajaban solicitantes de París que corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de provincia
ávidos para ser enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a traer al
señor de Tréville los mensajes de sus amos. En la antecámara, sobre altas banquetas circulares,
descansaban los elegidos, es decir, aquellos que estaban convocados. Allí había murmullo desde
la mañana a la noche, mientras el señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta antecámara,
recibía las visitas, escuchaba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón del Louvre,
no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de hombres y de armas.
El día en que D'Artagnan se presentó, la asamblea era imponente, sobre todo para un
provinciano que llegaba de su provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que sobre
todo en esa época los compatriotas de D'Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar fácilmente.
En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza, enclavijada por largos clavos de
cabeza cuadrangular, se caía en medio de una tropa de gentes de espada que se cruzaban en el
patio interpelándose, peleándose y jugando entre sí. Para abrirse paso en medio de todas
aquellas olas impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella mujer.
Fue, pues, por entre ese tropel y ese desorden por donde nuestro joven avanzó con el corazón
palpitante, ajustando su largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano
en el borde de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano apurado que quiere
mostrar aplomo. Cuando había pasado un grupo, entonces respiraba con más libertad; pero
comprendía que se volvían para mirarlo y, por primera vez en su vida, D'Artagnan, que hasta
aquel día había tenido una buena opinión de sí mismo, se sintió ridículo.
Llegado a la escalinata, fue peor aún; en los primeros escalones había cuatro mosqueteros que
se divertían en el ejercicio siguiente, mientras diez o doce camaradas suyos esperaban en el
rellano a que les tocara la vez para ocupar plaza en la partida.
Uno de ellos, situado en el escalón superior, con la espada desnuda en la mano, impedía o al
menos se esforzaba por impedir que los otros tres subieran.
Estos tres esgrimían contra él sus espadas agilísimas. D'Artagnan tomó al principio aquellos
aceros por floretes de esgrima, los creyó botonados; pero pronto advirtió por ciertos rasguños
que todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con cada uno de
aquellos rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores reían como locos.
El que ocupaba el escalón en aquel momento mantenía a raya maravillosamente a sus
adversarios. Se hacía círculo en torno a ellos; la condición consistía en que a cada golpe el
tocado abandonara la partida, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador. En cinco
minutos, tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro en la oreja, por el defensor
del escalón, que no fue tocado -destreza que le valió, según las condiciones pactadas, tres turnos
de favor.
Aunque no fuera difícil, dado que quería ser asombrado, este pasatiempo asombró a nuestro
joven viajero; en su provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan rápidamente los
cascos, había visto algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos cuatro jugadores
le pareció la más rara de todas las que hasta entonces había oído, incluso en Gascuña. Se creyó
transportado a ese país de gigantes al que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y
sin embargo no había llegado al final: quedaban el rellano y la antecámara.
En el rellano no se batían, contaban aventuras con mujeres, y en la antecámara historias de la
corte. En el rellano, D'Artagnan se ruborizó; en la antecámara, tembló. Su imaginación despierta
y vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las criadas a incluso alguna vez a las dueñas, no
había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la mitad de aquellas maravillas
amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los nombres más
conocidos y los detalles menos velados. Pero si su amor por las buenas costumbres fue
sorprendido en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara. Allí,
para gran sorpresa suya, D'Arta gnan oía criticar en voz alta la política que hacía temblar a
Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes había llevado al
castigo por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado por el señor
D'Artagnan padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se metían
con sus piernas zambas y con su espalda encorvada; unos cantaban villancicos sobre la señora
D'Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Combalet, su nieta, mientras otros preparaban
partidas contra los pajes y los guardias del cardenal-duque, cosas todas que parecían a D'Artagnan
monstruosas imposibilidades.
Sin embargo, cuando el nombre del rey intervenía a veces de improviso en medio de todas
aquellas rechiflas cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un momento todas
aquellas bocas burlonas; miraban con vacilación en torno, y parecían temer la indiscreción del
tabique del gabinete del señor de Tréville; pero pronto una alusión volvía a llevar la conversación
a Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz sobre todas
sus acciones.
-Desde luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y colgadas -pensó D'Artagnan con
terror-, y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los he escuchado y
oído seré tenido por cómplice suyo. ¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado
respetar al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes paganos?
Por eso, como puede suponerse sin que yo lo diga, D'Artagnan no osaba entregarse a la
conversación; sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo
ávidamente sus cinco sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las recomendaciones
paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus instintos a celebrar más
que a censurar las cosas inauditas que allí pasaban.
Sin embargo, como era absolutamente extraño el montón de cortesanos del señor de Tréville,
y era la primera vez que se le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que deseaba. A esta
pregunta, D'Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota, y
rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por él al señor de
Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometió en tono protector transmitir en
tiempo y lugar.
D'Artagnan, algo recuperado de su primera sorpresa, tuvo entonces la oportunidad de estudiar
un poco las costumbres y las fisonomías.
En el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran estatura, de rostro altanero
y una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención general. No llevaba, por de
pronto, la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en aquella época
de libertad menor pero de mayor independencia, sino una casaca azul celeste, un tanto ajada y
raída, y sobre ese vestido un tahalí magnífico, con bordados de oro, que relucía como las
escamas de que el agua se cubre a plena luz del día. Una capa larga de terciopelo carmesí caía
con gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido tahalí, del que
colgaba un gigantesco estoque.
Este mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo instante, se quejaba de estar
constipado y tosía de vez en cuando con afectación. Por eso se había puesto la capa, según decía
a los que le rodeaban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura retorciéndose desdeñosamente
su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí bordado, y D'Artagnan más que
ningún otro.
-¿Qué queréis? -decía el mosquetero-. La moda lo pide; es una locura, lo sé de sobra, pero es
la moda. Por otro lado, en algo tiene que emplear uno el dinero de su legítima.
-¡Ah, Porthos! -exclamó uno de los asistentes-. No trates de hacernos creer que ese tahalí te
viene de la generosidad paterna; te lo habrá dado la dama velada con la que te encontré el otro
domingo en la puerta Saint-Honoré.
-No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mismo, y con mis propios dineros
-respondió aquel al que acababan de designar con el nombre de Porthos.
-Sí, como yo he comprado -dijo otro mosquetero- esta bolsa nueva con lo que mi amante puso
en la vieja.
-Es cierto -dijo Porthos-, y la prueba es que he pagado por él doce pistolas.
La admiración acreció, aunque la duda continuaba existiendo.
-¿No es así, Aramis? -dijo Porthos volviéndose hacia otro mosquetero.
Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le inte rrogaba y que acababa de
designarle con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de
rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un
melocotón en otoño; su mostacho fino dibujaba sobre su labio superior una línea perfectamente
recta; sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en
cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y
transparente. Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba mucho, reía sin estrépito
mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona, parecía
tener el mayor cuidado. Respondió con un gesto de cabeza afirmativo a la interpelación de su
amigo.
Esta afirmación pareció haberle disipado todas las dudas respecto al tahalí; continuaron, pues,
admirándolo, pero ya no volvieron a hablar de él; y por uno de esos virajes rápidos del
pensamiento, la conversación pasó de golpe a otro tema.
-¿Qué pensáis de lo que cuenta el escudero de Chalais? -preguntó otro mosquetero sin
interpelar directamente a nadie y dirigiéndose por el contrario a todo el mundo.
-¿Y qué es lo que cuenta? -preguntó Porthos en tono de suficiencia.
-Cuenta que ha encontrado en Bruselas a Rochefort, el instrumento ciego del cardenal,
disfrazado de capuchino; ese maldito Rochefort, gracias a ese disfraz, engañó al señor de
Laigues como a necio que es.
-Como a un verdadero necio -dijo Porthos-; pero ¿es seguro?
-Lo sé por Aramis -respondió el mosquetero.
-¿De veras?
-Lo sabéis bien, Porthos -dijo Aramis-; os lo conté a vos mismo ayer, no hablemos pues más.
-No hablemos más, esa es vuestra opinión -prosiguió Porthos-. ¡No hablemos más! ¡Maldita
sea! ¡Qué rápido concluís! ¡Cómo! El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su
correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese espía y gracias a
esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el estúpido pretexto de que ha
querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina. Nadie sabía una palabra de este enigma,
vos nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos
pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
-Hablemos entonces, pues que lo deseáis -prosiguió Aramis con paciencia.
-Ese Rochefort -dijo Porthos-, si yo fuera el escudero del pobre Chalais, pasaría conmigo un
mal rato.
-Y vos pasaríais un triste cuarto de hora con el duque Rojo -prosiguió Aramis.
-¡Ah! ¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque Rojo! -respondió Porthos aplaudiendo y aprobando
con la cabeza-. El «duque Rojo» tiene gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo.
¡Tiene ingenio este Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido,
qué delicioso abad habríais hecho!
-¡Bah!, no es más que un retraso momentáneo -prosiguió Aramis-: un día lo seré. Sabéis bien,
Porthos, que sigo estudiando teología para ello.
-Hará lo que dice -prosiguió Porthos-, lo hará tarde o temprano.
-Temprano -dijo Aramis.
-Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada
debajo del uniforme, prosiguió un mosquetero.
-¿Y a qué espera? -preguntó otro.
-Espera a que la reina haya dado un heredero a la corona de Francia.
-No bromeemos sobre esto, señores -dijo Porthos-; gracias a Dios, la reina está todavía en
edad de darlo.
-Dicen que el señor de Buckingham está en Francia -prosiguió Aramis con una risa burlona que
daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.
-Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis -interrumpió Porthos-, y vuestra manía de ser
ingenioso os lleva siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os
arrepentiríais de hablar así.
-¿Vais a soltarme la lección, Porthos? -exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se vio pasar
como un relámpago.
-Querido, sed mosquetero o abad. Sed lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro -prosiguió
Porthos-. Mirad, Athos os lo acaba de decir el otro día: coméis en todos los pesebres. ¡Ah!, no
nos enfademos, os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos convenido entre vos,
Athos y yo. Vais a la casa de la señora D'Aiguillon, y le hacéis la corte; vais a la casa de la señora
de Bois-Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y se dice que vais muy adelantado en los
favores de la dama. ¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es
conocida vuestra discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para con Su
Majestad. Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal; pero la reina es
sagrada, y si se habla de ella, que sea para bien.
Porthos, sois pretencioso como Narciso, os lo aviso -respondió Aramis-, sabéis que odio la
moral, salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un tahalí demasiado
magnífico para estar fuerte en la materia. Seré abad si me conviene; mientras tanto, soy mosquetero:
y en calidad de tal digo lo que me place, y en este momento me place deciros que me
irritáis.
-¡Aramis!
-¡Porthos!
-¡Eh, señores, señores! -gritaron a su alrededor.
-El señor de Tréville espera al señor D'Artagnan -interrumpió el lacayo abriendo la puerta del
gabinete.
Ante este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y en medio
del silencio general el joven gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud y entró
donde el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a punto al
fin de aquella extravagante querella.
Capítulo III
La audiencia
El señor de Tréville estaba en aquel momento de muy mal humor; sin embargo, saludó
cortésmente al joven, que se inclinó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento
bearnés le recordó a la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al hombre
en todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecámara y haciendo a D'Artagnan
un gesto con la mano, como para pedirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar
con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorrió todos los tonos
intermedios entre el acento imperativo y el acento irritado:
-¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis!
Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos
últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y
avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron franqueado
el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamente tranquilo, excitó sin
embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de
D'Artagnan, que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado
de todos sus rayos.
Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando
el murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado
sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Tréville hubo
recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete
pasando cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto
frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada:
-¿Sabéis lo que me ha dicho el rey -exclamó-, y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis,
señores?
-No -respondieron tras un instante de silencio los dos mosqueteros-; no, señor, lo ignoramos.
-Pero espero que haréis el honor de decírnoslo -añadió Aramis en su tono más cortés y con la
más graciosa reverencia.
-Me ha dicho que de ahora en adelante reclutará sus mosquete ros entre los guardias del señor
cardenal.
-¡Entre los guardias del señor cardenal! ¿Y eso por qué? -preguntó vivamente Porthos.
-Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con una mezcla de buen
vino.
Los dos mosqueteros se ruborizaron hasta el blanco de los ojos. D'Artagnan no sabía dónde
estaba y hubiera querido estar a cien pies bajo tierra.
-Sí, sí -continuó el señor de Tréville animándose-, sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi
honor, es cierto que los mosquete ros juegan un triste papel en la corte. El señor cardenal
contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó mucho que
anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento
irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de ocelote),
se habían retrasado en la calle Férou, en una taberna, y que una ronda de sus guardias
(creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores.
¡Diablos!, debéis saber algo. ¡Arrestar mosqueteros! ¡Erais vosotros, vosotros, no lo neguéis, os
han reconocido y el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía, sí, culpa mía, porque soy
yo quien elijo a mis hombres. Veamos vos, Aramis, ¿por qué diablos me habéis pedido la casaca
cuando tan bien ibais a estar bajo la sotana? Y vos, Porthos, veamos, ¿tenéis un tahalí de oro tan
bello sólo para colgar en él una espada de paja? ¡Y Athos! No veo a Athos. ¿Dónde está?
-Señor -respondió tristemente Aramis-, está enfermo, muy enfermo.
-¿Enfermo, muy enfermo, decís? ¿Y de qué enfermedad?
-Temen que sea la viruela, señor -respondió Porthos, queriendo terciar con una frase en la
conversación-, y sería molesto porque a buen seguro le estropearía el rostro.
-¡Viruela! ¡Vaya gloriosa historia la que me contáis, Porthos!... ¿Enfermo de viruela a su
edad?... ¡No!... sino herido sin duda, muerto quizá... ¡Ah!, si ya lo sabía yo... ¡Maldita sea!
Señores mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los malos lugares, que se busca
querella en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas. No quiero, en fin, que se dé
motivos de risa a los guardias del señor cardenal, que son gentes valientes, tranquilas, diestras,
que nunca se ponen en situación de ser arrestadas, y que, por otro lado, no se dejarían detener...,
estoy seguro. Preferirían morir allí mismo antes que dar un paso atrás... Largarse, salir
pitando, huir, ¡bonita cosa para los mosqueteros del rey!
Porthos y Aramis temblaron de rabia. De buena gana habrían estrangulado al señor de Tréville,
si en el fondo de todo aquello no hubieran sentido que era el gran amor que les tenía lo que le
hacía hablar así. Golpeaban el suelo con el pie, se mordían los labios hasta hacerse sangre y
apretaban con toda su fuerza la guarnición de su espada. Fuera se había oído llamar, como ya
hemos dicho, a Athos, Porthos y Aramis, y se había adivinado, por el tono de la voz del señor de
Tréville, que estaba completamente encolerizado. Diez cabezas curiosas se habían apoyado en
los tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta no perdían sílaba de
cuanto se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras insultantes del capitán a
toda la población de la antecámara. En un instante, desde la puerta del gabinete a la puerta de la
calle, todo el palacio estuvo en ebullición.
-¡Los mosqueteros del rey se hacen arrestar por los guardias del señor cardenal! -continuó el
señor de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero cortando sus palabras y
hundiéndolas una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus
oyentes-. ¡Ay, seis guardias de Su Eminencia arrestan a seis mosqueteros de Su Majestad! ¡Por
todos los diablos! Yo he tomado mi decisión. Ahora mismo voy al Louvre; presento mi dimisión
de capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre los guardias del cardenal,
y si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!'
A estas palabras el murmullo del exterior se convirtió en una explosión; por todas partes no se
oían más que juramentos y blasfemias. Los ¡maldición!, los ¡maldita sea!, los ¡por todos los
diablos! se cruzaban, en el aire. D'Artagnan buscaba una tapicería tras la cual esconderse, y
sentía un deseo desmesurado de meterse debajo de la mesa.
-Bueno, mi capitán -dijo Porthos, fuera de sí-, la verdad es que éramos seis contra seis, pero
fuimos cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo de sacar nuestras
espadas, dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido gravemente, no valía mucho
más. Ya conocéis vos a Athos; pues bien, capitán, trató de levantarse dos veces, y volvió a caer
las dos veces. Sin embargo, no nos hemos rendido, ¡no!, nos han llevado a la fuerza. En camino,
nos hemos escapado. En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron tranquilamente en el
campo de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo. Esa es la historia. ¡Qué diablos,
capitán, no se ganan todas las batallas! El gran Pompeyo perdió la de Farsalia, y el rey Francisco
I, que según lo que he oído decir valía tanto como él, perdió sin embargo la de Pavía.
-Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su propia espada -dijo Aramis- porque
la mía se rompió en el primer encuentro... Matado o apuñalado, señor, como más os plazca.
-Yo no sabía eso -prosiguió el señor de Tréville en un tono algo sosegado-. Por lo que veo, el
señor cardenal exageró.
-Pero, por favor, señor -continuó Aramis, que, al ver a su cap¡tán aplacarse, se atrevía a
aventurar un ruego-, por favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería para
desesperarse que llegara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado que
después de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, sería de temer...
En el mismo instante, la cortina se alzó y una cabeza noble y hermosa, pero horriblemente
pálida, apareció bajo los flecos:
-¡Athos! -exclamaron los dos mosqueteros.
-¡Athos! -repitió el mismo señor de Tréville.
-Me habéis mandado llamar, señor -dijo Athos al señor de Tréville con una voz debilitada pero
perfectamente calma-, me habéis llamado por lo que me han dicho mis compañeros, y me
apresuro a ponerme a vuestras órdenes; aquí estoy, señor, ¿qué me queréis?
Y con estas palabras, el mosquetero, con firmeza irreprochable, ceñido como de costumbre,
entró con paso firme en el gabinete. El señor de Tréville, emocionado hasta el fondo de su
corazón por aquella prueba de valor, se precipitó hacia él.
-Estaba diciéndoles a estos señores -añadió-, que prohíbo a mis mosqueteros exponer su vida
sin necesidad, porque las personas va lientes son muy caras al rey, y el rey sabe que sus
mosqueteros son las personas más valientes de la tierra. Vuestra mano, Athos.
Y sin esperar a que el recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de afecto, al
señor de Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin darse cuenta
de que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba escapar un gesto de dolor
y palidecía aún más, cosa que habría podido creerse imposible.
La puerta había quedado entrearbierta, tanta sensación había causado la llegada de Athos,
cuya herida, pese al secreto guardado, era conocida de todos. Un murmullo de satisfacción
acogió las últimas palabras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el entusiasmo,
aparecieron por las aberturas de la tapicería. Iba sin duda el señor de Tréville a reprimir con
vivas palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta, cuando de pronto sintió la mano de
Athos crisparse en la suya, y dirigiendo los ojos hacia él se dio cuenta de que iba a desvanecerse.
En el mismo instante, Athos, que había reunido todas sus fuerzas para luchar contra el dolor,
vencido al fin por él, cayó al suelo como si estuviese muerto.
-¡Un cirujano! -gritó el señor de Tréville-. ¡El mío, el del rey, el mejor! ¡Un cirujano! Si no,
maldita sea, mi valiente Athos va a morir.
A los gritos del señor de Tréville todo el mundo se precipitó en su gabinete sin que él pensara
en cerrar la puerta a nadie, afanándose todos en torno del herido. Pero todo aquel afán hubiera
sido inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo; atravesó la multitud,
se acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo aquel ruido y todo aquel
movimiento le molestaba mucho, pidio como primera medida y como la más urgente que el
mosquetero fuera llevado a una habitación vecina. Por eso el señor de Tréville abrió una puerta y
mostró el camino a Porthos y a Aramis, que llevaron a su compañero en brazos. Detrás de este
grupo iba el cirujano, y detrás del cirujano la puerta se cerró.
Entonces el gabinete del señor de Tréville, aquel lugar ordinariamente tan respetado, se
convirtió por un momento en una sucursal de la antecámara. Todos disertaban, peroraban,
hablaban en voz alta, jurando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos los
diablos.
Un instante después, Porthos y Aramis volvieron; sólo el cirujano y el señor de Tréville se
habían quedado junto al herido.
Por fin, el señor de Tréville regresó también. El herido había recuperado el conocimiento; el
cirujano declaraba que el estado del mosquetero nada tenía que pudiese inquietar a sus amigos,
habiendo sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de sangre.
Luego el señor de Tréville hizo un gesto con la mano y todos se retiraron excepto D'Artagnan,
que no olvidaba que tenía audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había permanecido en el
mismo sitio.
Cuando todo el mundo hubo salidoy la puerta fue cerrada, el señor de Tréville se volvió y se
encontró solo con el joven. El suceso que acababa de ocurrir le había hecho perder algo el hilo
de sus ideas. Se informó de lo que quería el obstinado solicitante. D'Artagnan entonces dio su
nombre, y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe todos sus recuerdos del presente
y del pasado, se puso al corriente de la situación.
-Perdón -le dijo sonriente-, perdón, querido compatriota, pero os había olvidado por completo.
¡Qué queréis! Un capitán no es nada más que un padre de familia cargado con una
responsabilidad mayor que un padre de familia normal. Los soldados son niños grandes; pero
como debo hacer que las órdenes del rey, y sobre todo las del señor cardenal, se cumplan...
D'Artagnan no pudo disimular una sonrisa. Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se las
había con un imbécil y, yendo derecho al grano, cambiando de conversación, dijo:
-Quise mucho a vuestro señor padre. ¿Qué puedo hacer por su hijo? Daos prisa, mi tiempo no
es mío.
-Señor -dijo D'Artagnan-, al dejar Tarbes y venir hacia aquí, me proponía pediros, en recuerdo
de esa amistad cuya memoria no habéis perdido, una casaca de mosquetero; pero después de
cuanto he visto desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante sería enorme, y
tiemblo de no merecerlo.
-En efecto, joven, es un favor -respondió el señor de Tréville-; pero quizá no esté tan por
encima de vos como creéis o fingís creerlo. Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha
previsto este caso, y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes de
la prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un servicio de dos años
en algún otro regimiento menos favorecido que el nuestro.
D'Artagnan se inclinó sin responder nada. Se sentía aún más deseoso de endosarse el uniforme
de mosquetero desde que había tan grandes dificultades en obtenerlo.
-Pero -prosiguió Tréville fijando sobre su compatriota una mirada tan penetrante que se
hubiera dicho que quería leer hasta el fondo de su corazón-, pero por vuestro padre, antiguo
compañero mío como os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven. Nuestros cadetes de Béarn
no son por regla general ricos, y dudo de que las cosas hayan cambiado mucho de cara desde mi
salida de la provincia. No debéis tener, para vivir, demasiado dinero que hayáis traído con vos.
D'Artagnan se irguió con un ademán orgulloso que quería decir que él no pedía limosna a
nadie.
-Está bien, joven, está bien -continuó Tréville- ya conozco esos ademanes; yo vine a Paris con
cuatro escudos en mi bolsillo, y me hubiera batido con cualquiera que me hubiera dicho que no
me hallaba en situación de comprar el Louvre.
D'Artagnan se irguió más y más; gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con
cuatro escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la suya.
-Debéis, pues, decía yo, tener necesidad de conservar lo que tenéis, por fuerte que sea esa
suma; pero debéis necesitar también perfeccionaros en los ejercicios que convienen a un
gentilhombre. Escribiré hoy mismo una carta al director de la Academia Real y desde mañana os
recibirá sin retribución alguna. No rechacéis este pequeño favor. Nuestros gentileshombres de
mejor cuna y más ricos lo solicitan a veces sin poder obtenerlo. Aprenderéis el manejo del
caballo, esgrima y danza; haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme
para decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos.
Por desconocedor que fuera D'Artagnan de las formas de la corte, se dio cuenta de la frialdad
de aquel recibimiento.
-¡Desgraciadamente, señor -dijo- veo la falta que hoy me hace la carta de recomendación que
mi padre me había entregado para vos!
-En efecto -respondió el señor de Tréville-, me sorprende que hayáis emprendido tan largo
viaje sin ese viático obligado, único recur so de nosotros los bearneses.
-La tenía, señor, y, a Dios gracias, en buena forma -exclamó D'Artagnan-; pero me fue robada
pérfidamente.
Y contó toda la escena de Meung, describió al gentilhombre desconocido en sus menores
detalles, todo ello con un calor y una verdad que encantaron al señor de Tréville.
-Sí que es extraño -dijo este último pensando-. ¿Habíais hablado de mí en voz alta?
-Sí, señor, sin duda cometí esa imprudencia; qué queréis, un nombre como el vuestro debía
servirme de escudo en el camino. ¡Juzgad si me puse a cubierto a menudo!
La adulación estaba muy de moda entonces, y el señor de Tréville amaba el incienso como un
rey o como un cardenal. No pudo impedirse por tanto sonreír con satisfacción visible, pero
aquella sonrisa se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a la aventura de Meung.
-Decidme -repuso-, ¿no tenía ese gentilhombre una ligera cicatriz en la sien?
-Sí, como lo haría la rozadura de una bala.
-¿No era un hombre de buen aspecto?
-Sí.
-¿Y de gran estatura?
-Sí.
-¿Pálido de tez y moreno de pelo?
-Sí, sí, eso es. ¿Cómo es, señor, que conocéis a ese hombre? ¡Ah, si alguna vez lo encuentro, y
os juro que lo encontraré, aunque sea en el infierno...!
-¿Esperaba a una mujer? -prosiguió Tréville.
-Al menos se marchó tras haber hablado un instante con aquella a la que esperaba.
-¿No sabéis cuál era el tema de su conversación?
-El le entregaba una caja, le decía que aquella caja contenía sus instrucciones, y le
recomendaba no abrirla hasta Londres.
-¿Era inglesa esa mujer?
-La llamaba Milady.
-¡El es! -murmuró Tréville-. ¡El es! Y yo le creía aún en Bruselas.
-Señor, sabéis quién es ese hombre -exclamó D'Artagnan-. Indicadme quién es y dónde está, y
os libero de todo, incluso de vuestra promesa de hacerme ingresar en los mosqueteros; porque
antes que cualquier otra cosa quiero vengarme.
-Guardaos de ello, joven -exclamó Tréville-; antes bien, si lo veis venir por un lado de la calle,
pasad al otro. No os enfrentéis a semejante roca: os rompería como a un vaso.
-Eso no impide -dijo D'Artagnan- que si alguna vez lo encuentro...
-Mientras tanto -prosiguió Tréville-, no lo busquéis, si tengo algún consejo que daros.
De pronto Tréville se detuvo, impresionado por una sospecha súbita. Aquel gran odio que
manifestaba tan altivamente el joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante poco
verosímil, le había robado la carta de su padre, aquel odio ¿no ocultaba alguna perfidia? ¿No le
habría sido enviado aquel joven por Su Eminencia? ¿No vendría para tenderle alguna trampa?
Ese presunto D'Artagnan ¿no sería un emisario del cardenal que trataba de introducirse en su
casa, y que le habían puesto al lado para sorprender su confianza y para perderlo más tarde,
como mil veces se había hecho? Miró a D'Artagnan más fijamente aún que la vez primera. Sólo
se tranquilizó a medias por el aspecto de aquellá fisonomía chispeante de ingenio astuto y de
humildad afectada.
«Sé de sobra que es gascón -pensó-. Pero puede serlo tanto para el cardenal como para mí.
Veamos, probémosle.»
-Amigo mío -le dijo lentamente- quiero, como a hijo de mi viejo amigo (porque tengo por
verdadera la historia de esa carta perdida), quiero -dijo-, para reparar la frialdad que habéis
notado ante todo en mi recibimiento, descubriros los secretos de nuestra política. El rey y el
cardenal son los mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más que para
engañar a los imbéciles. No pretendo que un compatriota, un buen caballero, un muchacho
valiente, hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos y caiga como un necio en la
trampa, al modo de tantos otros que se han perdido por ello. Pensad que yo soy adicto a estos
dos amos todopoderosos, y que nunca mis diligencias serias tendrán otro fin que el servicio del
rey y del señor cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha producido. Ahora, joven,
regulad vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien por amigos, bien por
propio instinto, alguna de esas enemistades contra el cardenal semejante a las que vemos
manifestarse en los gentileshombres, decidme adiós y despidámonos. Os ayudaré en mil
circunstancias, pero sin relacionaros con mi persona. Espero que mi franqueza, en cualquier
caso, os hará amigo mío; porque sois, hasta el presente, el único joven al que he hablado como
lo hago.
Tréville se decía aparte para sí:
«Si el cardenal me ha despachado a este joven zorro, a buen seguro, él, que sabe hasta qué
punto lo execro, no habrá dejado de decir a su espía que el mejor medio de hacerme la corte es
echar pestes de él; así, pese a mis protestas, el astuto compadre va a responderme con toda
seguridad que siente horror por Su Eminencia.»
Ocurrió de muy otra forma a como esperaba Tréville; D'Artagnan respondió con la mayor
simplicidad:
-Señor, llego a París con intenciones completamente idénticas. Mi padre me ha recomendado
no aguantar nada salvo del rey, del señor cardenal y de vos, a quienes tiene por los tres primeros
de Francia.
D'Artagnan añadía el señor de Tréville a los otros dos, como podemos darnos cuenta; pero
pensaba que este añadido no tenía por qué estropear nada.
-Tengo, pues, la mayor veneración por el señor cardenal -continuó-, y el más profundo respeto
por sus actos. Tanto mejor para mí, señor, si me habláis, como decís, con franqueza; porque
entonces me haréis el honor de estimar este parecido de gustos; mas si habéis tenido alguna
desconfianza, muy natural por otra parte, siento que me pierdo diciendo la verdad; pero, tanto
peor; así no dejaréis de estimarme, y es lo que quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.
El señor de Tréville quedó sorprendido hasta el extremo. Tanta penetración, tanta franqueza,
en fin, le causaba admiración, pero no disipaba enteramente sus dudas; cuanto más superior
fuera este joven a los demás, tanto más era de temer si se engañaba. Sin embargo, apretó la
mano de D'Artagnan, y le dijo:
-Sois un joven honesto, pero en este momento no puedo hacer nada por vos más que lo que
os he ofrecido hace un instante. Mi palacio estará siempre abierto para vos. Más tarde, al poder
requerirme a todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis probablemente
lo que deseáis obtener.
-Eso quiere decir, señor -prosiguió D'Artagnan-, que esperáis a que vuelva digno de ello. Pues
bien, estad tranquilo, -añadió con la familiaridad del gascón-, no esperaréis mucho tiempo.
Y saludó para retirarse como si el resto corriese en adelante de su cuenta.
-Pero esperad -dijo el señor de Tréville deteniéndolo-, os he prometido una carta para el
director de la Academia. ¿Sois demasiado orgulloso para aceptarla, mi joven gentilhombre?
-No, señor -dijo D'Artagnan-; os respondo que no ocurrirá con esta como con la otra. La
guardaré tan bien que os juro que llegará a su destino, y ¡ay de quien intente robármela!
El señor de Tréville sonrió ante esa fanfarronada y, dejando a su joven compatriota en el vano
de la ventana, donde se encontraba y donde habían hablado juntos, fue a sentarse a una mesa y
se puso a escribir la carta de recomendación prometida. Durante ese tiempo, D'Artagnan, que no
tenía nada mejor que hacer, se puso a batir una marcha contra los cristales, mirando a los
mosqueteros que se iban uno tras otro, y siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían al
volver la calle.
El señor de Tréville, después de haber escrito la carta, la selló y, levantándose, se acercó al
joven para dársela; pero en el momento mismo en que D'Artagnan extendía la mano para
recibirla, el señor de Tréville quedó completamante estupefacto al ver a su protegido dar un
salto, enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete gritando:
-¡Ah, maldita sea! Esta vez no se me escapará.
-¿Pero quién? -preguntó el señor de Tréville.
-¡El, mi ladrón! -respondió D'Artagnan-. ¡Ah, traidor!
Y desapareció.
-¡Diablo de loco! -murmuró el señor de Tréville-. A menos -añadió- que no sea una manera
astuta de zafarse, al ver que ha marrado su golpe.
Capítulo IV
El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis
D'Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la
escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su
camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por
una puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un grito o mejor
un aullido.
-Perdonadme -dijo D'Artagnan tratando de reemprender su carrera-, perdonadme, pero tengo
prisa.
Apenas había descendido el primer escalón cuando un puño de hierro le cogió por su bandolera
y lo detuvo.
-¡Tenéis prisa! -exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo-. Con ese pretexto golpeáis,
decís: «Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque
habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él
nos habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de Tréville.
-A fe mía -replicó D'Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el
doctor, volvía a su alojamiento-, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho
«Perdonadme». Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá
demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, osto suplico y dejadme
ir a donde tengo que hacer.
-Señor -dijo Áthos soltándole-, no sois cortés. Se ve que venís de lejos.
D'Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo
en seco.
-¡Por todos los diablos, señor! -dijo-. Por lejos que venga no sois vos quien me dará una
lección de Buenos modales, os lo advierto.
-Puede ser -dijo Athos.
-Ah, si no tuviera tanta prisa -exclamó D'Artagnan-, y si no corriese detrás de uno...
-Señor apresurado, a mí me encontraréis sin comer, ¿me oís?
-¿Y dónde, si os place?
-Junto a los Carmelitas Descalzos.
-¿A qué hora?
-A las doce.
-A las doce, de acuerdo, allí estaré.
-Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien
coma tras vos y quien os corte las orejas a la camera.
-¡Bueno! -le gritó D'Artagnan-. Que sea a las doce menos diez.
Y se puso a comer como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido,
a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.
Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guardia. Entre los dos que
hablaban, había el espacio justo de un hombre. D'Artagnan creyó que aquel espacio le bastaría, y
se lanzó para pasar como una flecha entre ellos dos. Pero D'Artagnan no había contado con el
viento. Cuando iba a pasar, el viento sacudió en la amplia capa de Porthos, y D'Artagnan vino a
dar precisamente en la capa. Sin duda, Porthos tenía razones para no abandonar aquella parte
esencial de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sostenía, tiró de él, de tal
suerte que D'Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica la
resistencia del obstinado Porthos.
D'Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó
su camino por el doblez. Temía sobre todo haber perjudicado el lustre del magnífico tahalí que
conocemos; pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los dos
hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.
¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de
oro por delante y de simple búfalo por detrás. Porthos, como verdadero fanfarrón que era, al no
poder tener un tahalí de oro, completamente de oro, tenía por lo menos la mitad; se comprende
así la necesidad del resfriado y la urgencia de la capa.
-¡Por mil diablos! -gritó Porthos haciendo todo lo posible por desembarazarse de D'Artagnan
que le hormigueaba en la espalda-. ¿Tenéis acaso la rabia para lanzaros de ese modo sobre las
personas?
-Perdonadme -dijo D'Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante-, pero tengo mucha
prisa, como detrás de uno, y...
-¿Es que acaso olvidáis vuestros ojos cuando corréis? -preguntó Porthos.
-No -respondió D'Artagnan picado-, no, y gracias a mis ojos veo incluso lo que no ven los
demás.
Porthos comprendió o no comprendió; lo cierto es que dejándose llevar por su cólera dijo:
-Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así en los mosqueteros.
-¿Desollar, señor? -dijo D'Artagnan-. La palabra es dura.
-Es la que conviene a un hombre acostumbrado a mirar de frente a sus enemigos.
-¡Pardiez! De sobra sé que no enseñáis la espalda a los vuestros.
Y el joven, encantado de su travesura, se alejó riendo a mandíbula batiente.
Porthos echó espuma de rabia a hizo un movimiento para precipitarse sobre D'Artagnan.
-Más tarde, más tarde -le gritó éste-, cuando no tengáis vuestra capa.
-A la una, pues, detrás del Luxemburgo.
-Muy bien, a la una -respondió D'Artagnan volviendo la esquina de la calle.
Pero ni en la calle que acababa de recorrer, ni en la que abarcaba ahora con la vista vio a
nadie. Por despacio que hubiera andado el desconocido, había hecho camino; quizá también
había entrado en alguna casa. D'Artagnan preguntó por él a todos los que encontró, bajó luego
hasta la barcaza, subió por la calle de Seine y la Croix Rouge; pero nada, absolutamente nada.
Sin embargo, aquella carrera le resultó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor
inundaba su frente su corazón se enfriaba.
Se puso entonces a reflexionar sobre los acontecimientos que acababan de ocurrir; eran
abundantes y nefastos: eran las once de la mañana apenas, y la mañana le había traído ya el
disfavor del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en que
D’Artagnan lo había abandonado.
Además, había pescado dos buenos duelos con dos hombres capaces de matar, cada uno, tres
D'Artagnan; en fin, con dos mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba tanto
que los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás hombres.
La coyuntura era triste. Seguro de ser matado por Athos, se comprende que el joven no se
inquietara mucho de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el
corazón del hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por supuesto, a
aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las reprimendas
siguientes:
-¡Qué atolondrado y ganso soy! Ese valiente y desgraciado Athos estaba herido justamente en
el hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco. Lo único que me
extraña es que no me haya matado en el sitio; estaba en su derecho y el dolor que le he causado
ha debido de ser atroz. En cuanto a Porthos..., ¡oh, en cuanto a Porthos, a fe que es más
divertido!
Y a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si aquella risa aislada, y sin motivo
a ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún viandante.
-En cuanto a Porthos, es más divertido; pero no por ello dejo de ser un miserable atolondrado.
No se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos debajo de la
capa para ver lo que no hay. Me habría perdonado de buena gana, seguro; me habría perdonado
si no le hubiera hablado de ese maldito tahalí, con palabras encubiertas, cierto; sí, bellamente
encubiertas. ¡Ah, soy un maldito gascón, sería ingenioso hasta en la sartén de freír! ¡Vamos,
D'Artagnan, amigo mío -continuó, hablándole a sí mismo con toda la confianza que creía
deberse- si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el futuro de una cortesía
perfecta. En adelante es preciso que te admiren, que te citen como modelo. Ser atento y cortés
no es ser cobarde. Mira mejor a Aramis: Aramis es la dulzura, es la gracia en persona. ¡Y bien!,
¿a quién se le ha ocurrido alguna vez decir que Aramis era un cobarde? No desde luego que a
nadie y de ahora en adelante quiero tomarle en todo por modelo. ¡Ah, precisamente ahí está!
D'Artagnan, mientras caminaba monologando, había llegado a unos pocos pasos del palacio
D'Aiguillon y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente con tres
gentileshombres de la guardia del rey. Por su parte, Aramis vio a D'Artagnan; pero como no
olvidaba que había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Tréville se había irritado
tanto por la mañana, y como un testigo de los reproches que los mosqueteros habían recibido no
le resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo. D'Artagnan, entregado por entero a sus
planes de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro jóve nes haciéndoles un gran saludo
acompañado de la más graciosa sonrisa. Aramis inclinó ligeramente la cabeza, pero no sonrió.
Por lo demás, los cuatro interrumpieron en aquel mismo instante su conversación.
D'Artagnan no era tan necio como para no darse cuenta de que estaba de más; pero no era
todavía lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una
situación falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con
personas que apenas conoce y en una conversación que no le afecta. Buscaba por tanto en su
interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había
dejado caer su pañuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima; le pareció llegado
el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo
encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste
por retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:
-Señor, aquí tenéis un pañuelo que en mi opinión os molestaría mucho perder.
En efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una corona y armas en una de sus
esquinas. Aramis se ruborizó excesivamente y arrancó más que cogió el pañuelo de manos del
gascón.
-¡Ah, ah! -exclamó uno de los guardias-. Encima dirás, discreto Aramis, que estás a mal con la
señora de Bois-Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus pañuelos.
Aramis lanzó a D'Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que
acaba de ganarse un enemigo mortal; luego, volviendo a tomar su tono dulzarrón, dijo:
-Os equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía
de devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el
mío, en mi bolsillo.
A estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina batista,
aunque la batista fuera cara en aquella época, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con
una sola inicial, la de su propietario.
Esta vez, D'Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pero los amigos de Aramis no se
dejaron convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigiéndose al joven mosquetero con
seriedad afecta da, dijo:
-Si fuera como pretendes, me vería obligado, mi querido Aramis, a pedírtelo; porque, como
sabes, Bois-Tracy es uno de mis íntimos, y no quiero que se haga trofeo de las prendas de su
mujer.
-Lo pides mal -respondió Aramis-; y aun reconociendo la justeza de tu reclamación en cuanto al
fondo, me negaré debido a la forma.
-El hecho es -aventuró tímidamente D'Artagnan-, que yo no he visto salir el pañuelo del bolsillo
del señor Aramis. Tenía el pie encima, eso es todo, y he pensado que, dado que tenía el pie, el
pañuelo era suyo.
-Y os habéis equivocado, querido señor -respondió fríamente Aramis, poco sensible a la
reparación.
Luego, volviéndose hacia aquel de los guardias que se había declarado amigo de Bois-Tracy,
continuó:
-Además, pienso, mi querido íntimo de Bois-Tracy, que yo soy amigo suyo no menos cariñoso
que puedas serlo tú; de suerte que, en rigor, este pañuelo puede haber salido tanto de tu bolsillo
como del mío.
-¡No, por mi honor! -exclamó el guardia de Su Majestad.
-Tú vas a jurar por tu honor y yo por mi palabra, y entonces evidentemente uno de nosotros
dos mentirá. Mira, hagámosio mejor, Montaran, cojamos cada uno la mitad.
-¿Del pañuelo?
-Sí.
-De acuerdo -exclamaron lo otros dos guardias- el juicio del rey Salomón. Decididamente,
Aramis, estás lleno de sabiduría.
Los jóvenes estallaron en risas, y como es lógico, el asunto no tuvo más continuación. Al cabo
de un instante la conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después de haberse
estrechado cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y Aramis por el suyo.
-Este es el momento de hacer las paces con ese hombre galante -se dijo para sí D'Artagnan,
que se había mantenido algo al margen durante toda la última parte de aquella conversación. Y
con estas buenas intenciones, acercándose a Aramis, que se alejaba sin prestarle más atención,
le dijo:
-Señor, espero que me perdonéis.
-¡Ah, señor! -le interrumpió Aramis-. Permitidme haceros observar que no habéis obrado en
esta circunstancia como un hombre galante debe hacerlo.
-¡Cómo, señor! -exclamó D'Artagnan-. Suponéis...
-Supongo, señor, que no sois un imbécil, y que sabéis bien, aunque lleguéis de Gascuña, que
no se pisan sin motivo los pañuelos de bolsillo. ¡Qué diablos! Paris no está empedrado de batista.
-Señor, os equivocáis tratando de humillarme -dijo D'Artagnan, en quien el carácter peleón
comenzaba a hablar más alto que las resoluciones pacíficas-. Soy de Gascuña, cierto, y puesto
que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones son poco sufridos; de suerte que
cuando se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están convencidos de que ya han
hecho más de la mitad de lo que debían hacer.
-Señor, lo que os digo -respondió Aramis-, no es para buscar pelea. A Dios gracias no soy un
espadachín, y siendo sólo mosquetero por ínterin, sólo me bato cuando me veo obligado, y
siempre con gran repugnancia; pero esta vez el asunto es grave, porque tenemos a una dama
comprometida por vos.
-Por nosotros querréis decir -exclamó D'Artagnan.
-¿Por qué habéis tenido la torpeza de devolverme el pañuelo?
-¿Por qué habéis tenido vos la de dejarlo caer?
-He dicho y repito, señor, que ese pañuelo no ha salido de mi bolsillo.
-¡Pues bien, mentís dos veces, señor, porque yo lo he visto salir de él!
-¡Ah, con que lo tomáis en ese tono, señor gascón! ¡Pues bien, yo os enseñaré a vivir!
-Y yo os enviaré a vuestra misa, señor abate. Desenvainad, si os place, y ahora mismo.
-No, por favor, querido amigo; no aquí, al menos. ¿No veis que estamos frente al palacio
D'Aiguillon, que está lleno de criaturas del cardenal? ¿Quién me dice que no es Su Eminencia
quien os ha encargado procurarle mi cabeza? Pero yo aprecio mucho mi cabeza, dado que creo
que va bastante correctamente sobre mis hombros. Quiero mataros, estad tranquilo, pero
mataros dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí donde no podáis jactaros de vuestra
muerte ante nadie.
-Me parece bien, pero no os fiéis, y llevad vuestro pañuelo, os pertenezca o no; quizá tengáis
ocasión de serviros de él.
-¿El señor es gascón? -preguntó Aramis.
-Sí. El señor no pospone una cita por prudencia.
-La prudencia, señor, es una virtud bastante inútil para los mosqueteros, lo sé, pero
indispensable a las gentes de Iglesia; y como sólo soy mosquetero provisionalmente, tengo que
ser prudente. A las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del señor de Tréville. Allí os
indicaré los buenos lugares.
Los dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se alejó remontando la calle que subía al
Luxemburgo, mientras D'Artagnan, viendo que la hora avanzaba, tomaba el camino de los
Carmelitas Descalzos, diciendo para sí:
-Decididamente, no puedo librarme; pero por lo menos, si soy muerto, seré muerto por un
mosquetero.
Capítulo V
Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal
D'Artagnan no conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita de Athos sin llevar segundo,
resuelto a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía la
intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad,
por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un asunto de este
género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado:
vencido, duplica el triunfo de su antagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil audacia.
Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro
lector ha debido observar ya que D'Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun
repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como
cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar. Reflexionó
sobre los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a batirse, y empezó a ver más claro en
su situación. Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos,
cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho. Se prometía meter miedo
a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a todo el
mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo; por
último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase
hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro,
como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella
belleza de la que estaba tan orgulloso.
Además había en D'Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en
su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie
salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló, pues, más que caminó, hacia el
convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época,
especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y
que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.
Cuando D'Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel
monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce. Era por tanto
puntual como la Samaritana y el más riguroso casuista en duelos no podría decir nada.
Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las
nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba a su
adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca. Al
ver a D'Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a su encuentro. Este, por su parte,
no abordó a su adversario más que con sombrero en mano y su pluma colgando hasta el suelo.
-Señor -dijo Athos-, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos
dos amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en ellos.
-Yo no tengo padrinos, señor -dijo D'Artagnan-, porque, llegado ayer mismo a Paris, no
conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que
tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.
Athos reflexionó un instante.
-¿No conocéis más que al señor de Tréville? -preguntó.
-No, señor, no conozco a nadie más que a él...
-¡Vaya..., pero... -prosiguió Athos hablando a medias para sí mismo, a medias para
D'Artagnan-, vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!
-No demasiado, señor -respondió D'Artagnan con un saludo que no carecía de dignidad-; no
demasiado, pues que me hacéis el honor de sacar la espada contra mí con una herida que debe
molestaros mucho.
-Mucho me molesta, palabra, y me habéis hecho un daño de todos los diablos, debo decirlo;
pero lucharé con la izquierda, es mi costumbre en semejantes circunstancias. No creáis por ello
que os hago gracia, manejo limpiamente la espada con las dos manos; será incluso desventaja
para vos: un zurdo es muy molesto para las personas que no están prevenidas. Lamento no
haberos participado antes esta circunstancia.
-Señor -dijo D'Artagnan inclinándose de nuevo-, sois realmente de una cortesía por la que no
os puedo quedar más reconocido.
-Me dejáis confuso -respondió Athos con su aire de gentilhombre-; hablemos pues de otra
cosa, os lo suplico, a menos que esto os resulte desagradable. ¡Por todos los diablos! ¡Qué daño
me habéis hecho! El hombro me arde...
-Si permitierais... -dijo D'Artagnan con timidez.
-¿Qué, señor?
-Tengo un bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me viene de mi madre, y que
yo mismo he probado.
-¿Y?
-Pues que estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo os curará y al cabo de los
tres días, cuando estéis curado, señor, sera para mí siempre un gran honor ser vuestro hombre.
D'Artagnan dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin atentar
en modo alguno contra su valor.
-¡Pardiez, señor! -dijo Athos-. Es esa una propuesta que me place, no que la acepte, pero
huele a gentilhombre a una legua. Así es como hablaban y obraban aquellos valientes del tiempo
de Carlomagno, en quienes todo caballero debe buscar su modelo. Desgraciadamente, no
estamos ya en los tiempos del gran emperador. Estamos en la época del señor cardenal, y de
aquí a tres días se sabría, por muy guardado que esté el secreto se sabría, digo, que debemos
batirnos, y se opondrían a nuestro combate... Vaya, esos trotacalles ¿no acabarán de venir?
-Si tenéis prisa, señor -dijo D'Artagnan a Athos con la misma simplicidad con que un instante
antes le había propuesto posponer el duelo tres días-, si tenéis prisa y os place despacharme en
seguida, no os preocupéis, os lo ruego.
-Es esa una frase que me agrada -dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza a
D'Artagnan-, no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un hombre valiente.
Señor, me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos el uno al otro,
tendré más tarde verdadero placer en vuestra conversación. Esperemos a esos señores, os lo
ruego, tengo tiempo, y será más correcto. ¡Ah, ahí está uno según creo!
En efecto, por la esquina de la calle de Vaugirard comenzaba a aparecer el gigantesco Porthos.
-¡Cómo! -exclamó D'Artagnan-. ¿Vuestro primer testigo es el señor Porthos?
-Sí. ¿Os contraría?
-No, de ningún modo.
-Y ahí está el segundo.
D'Artagnan se volvió hacia el lado indicado por Athos y reconoció a Aramis.
-¡Qué! -exclamó con un acento más asombrado que la primera vez-. ¿Vuestro segundo testigo
es el señor Aramis?
-Claro, ¿no sabéis que no se nos ve jamás a uno sin los otros, y que entre los mosqueteros y
entre los guardias, en la corte y en la ciudad, se nos llama Athos, Porthos y Aramis o los tres
inseparables? Bueno como vos llegáis de Dax o de Pau...
-De Tarbes -dijo D'Artagnan.
-...os está permitido ignorar este detalle -dijo Athos.
-A fe mía -dijo D'Artagnan-, que estáis bien llamados, señores, y mi aventura, si tiene alguna
resonancia, probará al menos que vuestra unión no está fundada en el contraste.
Entre tanto Porthos se había acercado, había saludado a Athos con la mano; luego, al volverse
hacia D'Artagnan, había quedado estupefacto.
Digamos de pasada que había cambiado de tahalí, y dejado su capa.
-¡Ah, ah! -exclamó-. ¿Qué es esto?
-Este es el señor con quien me bato -dijo Athos señalando con la mano a D'Artagnan, y
saludándole con el mismo gesto.
-Con él me bato también yo -dijo Porthos.
-Pero a la una -respondió D'Artagnan.
-Y también yo me bato con este señor -dijo Aramis llegando a su vez al lugar.
-Pero a las dos -dijo D'Artagnan con la misma calma.
-Pero ¿por qué te bates tú, Athos? -preguntó Aramis.
-A fe que no lo sé demasiado; me ha hecho daño en el hombro. ¿Y tú, Porthos?
-A fe que me bato porque me bato -respondió Porthos enrojeciendo.
Athos, que no se perdía una, vio pasar una fina sonrisa por los labios del gascón.
-Hemos tenido una discusión sobre indumentaria -dijo el joven.
-¿Y tú, Aramis? -preguntó Athos.
-Yo me bato por causa de teología -respondió Aramis haciendo al mismo tiempo una señal a
D'Artagnan con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.
Athos vio pasar una segunda sonrisa por los labios de D'Artagnan.
-¿De verdad? -dijo Athos.
-Sí, un punto de San Agustín sobre el que no estamos de acuerdo -dijo el gascón.
-Decididamente es un hombre de ingenio -murmuró Athos.
-Y ahora que estáis juntos, señores -dijo D'Artagnan-, permitidme que os presente mis
excusas.
A la palabra «excusas», una nube pasó por la frente de Athos, una sonrisa altanera se deslizó
por los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de Aramis.
-No me comprendéis, señores -dijo D'Artagnan alzando la cabeza, en la que en aquel momento
jugaba un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas-: os pido excusas en caso de que
no pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho a matarme primero,
lo cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y hace casi nula la vuestra, señor
Aramis. Y ahora, señores, os lo repito, excusadme, pero sólo de eso, ¡y en guardia!
A estas palabras, con el gesto más desenvuelto que verse pueda, D'Artagnan sacó su espada.
La sangre había subido a la cabeza de D'Artagnan, y en aquel momento habría sacado su
espada contra todos los mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra Athos, Porthos y
Aramis.
Eran las doce y cuarto. El sol estaba en su cenit y el emplazamiento escogido para ser teatro
del duelo estaba expuesto a todos sus ardores.
-Hace mucho calor -dijo Athos sacando a su vez la espada-, y sin embargo no podría quitarme
mi jubón, porque todavía hace un momento he sentido que mi herida sangraba, y temo molestar
al señor mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.
-Cierto, señor -dijo D'Artagnan-, y sacada por otro o por mí, os aseguro que siempre veré con
pesar la sangre de un caballero tan valiente; por eso me batiré yo también con jubón como vos.
-Vamos, vamos -dijo Porthos-, basta de cumplidos, y pensad que nosotros esperamos nuestro
turno.
-Hablad por vos solo, Porthos, cuando digáis semejantes incongruencias -interrumpió Aramis-.
Por lo que a mí se refiere, encuentro las cosas que esos señores se dicen muy bien dichas y a
todas luces dignas de dos gentileshombres.
-Cuando queráis, señor -dijo Athos poniéndose en guardia.
-Esperaba vuestras órdenes -dijo D'Artagnan cruzando el hierro.
Pero apenas habían resonado los dos aceros al tocarse cuando una cuadrilla de guardias de Su
Eminencia, mandada por el señor de Jussac, apareció por la esquina del convento.
-¡Los guardias del cardenal! -gritaron a la vez Porthos y Aramis-. ¡Envainad las espadas,
señores, envainad las espadas!
Pero era demasiado tarde. Los dos combatientes habían sido vistos en una postura que no
permitía dudar de sus intenciones.
-¡Hola! -gritó Jussac avanzando hacia ellos y haciendo una señal a sus hombres de hacer otro
tanto-. ¡Hola, mosqueteros! ¿Nos estamos batiendo? ¿Para qué queremos entonces los edictos?
-Sois muy generosos, señores guardias -dijo Athos lleno de rencor, porque Jussac era uno de
los agresores de la antevíspera-. Si os viésemos batiros, os respondo de que nos guardaríamos
mucho de impedíroslo. Dejadnos pues hacerlo, y podréis tener un rato de placer sin ningún
gasto.
-Señores -dijo Jussac-, con gran pesar os declaro que es imposible. Nuestro deber ante todo.
Envainad, pues, por favor, y seguidnos.
-Señor -dijo Aramis parodiando a Jussac-, con gran placer obedeceríamos vuestra graciosa
invitación, si ello dependiese de nosotros; pero desgraciadamente es imposible: el señor de
Tréville nos lo ha prohibido. Pasad, pues, de largo, es lo mejor que podéis hacer.
Aquella broma exasperó a Jussac.
-Cargaremos contra vosotros si desobedecéis.
-Son cinco -dijo Athos a media voz-, y nosotros sólo somos tres; seremos batidos y tendremos
que morir aquí, porque juro que no volveré a aparecer vencido ante el capitán.
Entonces Porthos y Aramis se acercaron inmediatamente uno a otro, mientras Jussac alineaba
a sus hombres.
Este solo momento bastó a D'Artagnan para tomar una decisión: era uno de esos momentos
que deciden la vida de un hombre, había que elegir entre el rey y el cardenal; hecha la elección,
había que perseverar en ella. Batirse, es decir, desobedecer la ley, es decir, arriesgar la cabeza,
es decir, hacerse de un solo golpe enemigo de un ministro más poderoso que el rey mismo, eso
es lo que vislumbró el joven y, digámoslo en alabanza suya, no dudó un segundo. Voviéndose,
pues, hacia Athos y sus amigos dijo:
-Señores, añadiré, si os place, algo a vuestras palabras. Habéis dicho que no sois más que tres,
pero a mí me parece que somos cuatro.
-Pero vos no sois de los nuestros -dijo Porthos.
-Es cierto -respondió D'Artagnan-; no tengo el hábito, pero sí el alma. Mi corazón es
mosquetero, lo siento de sobra, señor, y eso me entusiasma.
-Apartaos, joven -gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de su rostro había
adivinado el designio de D'Artagnan-. Podéis retiraros, os lo permitimos. Salvad vuestra piel, de
prisa.
D'Artagnan no se movió.
-Decididamente sois un valiente -dijo Athos apretando la mano del joven.
-¡Vamos, vamos, tomemos una decisión! -prosiguió Jussac.
-Veamos -dijeron Porthos y Aramis-, hagamos algo.
-El señor está lleno de generosidad -dijo Athos.
Pero los tres pensaban en la juventud de D'Artagnan y temían su inexperiencia.
-No seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño -prosiguió Athos-, y no por
eso dejarán de decir que éramos cuatro hombres.
-¡Sí, pero retroceder...! -dijo Porthos.
-Es difícil -añadió Athos.
D'Artagnan comprendió su falta de resolución.
-Señores, ponedme a prueba -dijo-, y os juro por mi honor que no quiero marcharme de aquí si
somos vencidos.
-¿Cómo os llamáis, valiente? -dijo Athos.
-D'Artagnan, señor.
-¡Pues bien, Athos, Porthos, Aramis y D'Artagnan, adelante! -gritó Athos.
-¿Y bien? Veamos, señores, ¿os decidís a decidiros? -gritó por tercera vez Jussac.
-Está resuelto, señores -dijo Athos.
-¿Y qué decisión habéis tomado? -preguntó Jussac.
-Vamos a tener el honor de cargar contra vos -respondió Aramis, alzando con una mano su
sombrero y sacando su espada con la otra.
-¡Ah! ¿Os resistís? -exclamó Jussac.
-¡Por todos los diablos! ¿Os sorprende?
Y los nueve combatientes se precipitaron unos contra otros con una furia que no excluía cierto
método.
Athos cogió a un tal Cahusac, favorito del cardenal; Porthos tuvo a Biscarat y Aramis se vio
frente a dos adversarios.
En cuanto a D'Artagnan, se encontró lanzado contra el mismo Jussac.
El corazón del joven gascón batía hasta romperle el pecho, no de miedo, a Dios gracias, del
que no conocía siquiera la sombra, sino de emulación; se batía como un tigre furioso, dando
vueltas diez veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su te rreno.
Jussac era, como se decía entonces, un enamorado de la espada, y la había practicado mucho;
sin embargo, pasaba todos los apuros del mundo defendiéndose contra un adversario que, ágil y
saltarín, se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados a la
vez, y precaviéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su epidermis.
Por fin la lucha terminó por hacer perder la paciencia a Jussac. Furioso de ser tenido en jaque
por aquel al que había mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer errores.
D'Artagnan que, a pesar de la práctica, poseía una profunda teoría, redobló la agilidad. Jussac,
queriendo terminar, lanzó una terrible estocada a su adversario tirándose a fondo; pero éste paró
primero, y mientras Jussac se ponía en pie, deslizándose como una serpiente bajo su acero, le
pasó su espada a través del cuerpo. Jussac cayó como una mole.
D'Artagnan lanzó entonces una mirada inquieta y rápida sobre el campo de batalla.
Aramis había matado ya a uno de sus adversarios; pero el otro le acosaba vivamente. Sin
embargo, Aramis estaba en buena situación y aún podía defenderse.
Biscarat y Porthos acababan de hacer un golpe doble: Porthos había recibido una estocada
atravesándole el brazo, y Biscarat atravesándole el muslo. Pero como ninguna de las dos heridas
era grave, no se batían sino con más encarnizamiento.
Athos, herido de nuevo por Cahusac, palidecía a ojos vistas, pero no retrocedía un ápice: se
había limitado a cambiar de mano su espada, y se batía con la izquierda.
Según las leyes del duelo de esa época, D'Artagnan podía socorrer a uno; mientras buscaba
con los ojos qué compañero tenía necesidad de su ayuda sorprendió una mirada de Athos.
Aquella mirada era de una elocuencia sublime. Athos moriría antes que pedir socorro; pero podía
mirar, y con la mirada pedir apoyo. D'Artagnan lo adivinó, dio un salto terrible y cayó sobre el
flanco de Cahusac gritando:
-¡A mí, señor guardia, que yo os mato!
Cahusac se volvió, justo a tiempo. Athos, a quien sólo su extremado valor sostenía, cayó sobre
una rodilla.
-¡Maldita sea! -gritó a D'Artagnan-. ¡No lo matéis, joven, os lo suplico; tengo un viejo asunto
que terminar con él cuando esté curado y con buena salud! Desarmadle solamente, quitadle la
espada. ¡Eso es, bien, muy bien!
Esta exclamación le había sido arrancada a Athos por la espada de Cahusac, que saltaba a
veinte pasos de él. D'Artagnan y Cahusac se lanzaron a la vez, uno para recuperarla, el otro para
apoderarse de ella; pero D'Artagnan, más rápido llegó el primero y puso el pie encima.
Cahusac corrió hacia aquel de los guardias que había matado Aramis, se apoderó de su acero y
quiso volver a D'Artagnan; pero en su camino se encontró con Athos, que durante aquella pausa
de un instante que le había procurado D'Artagnan había recuperado el aliento y que, por temor a
que D'Artagnan le matase a su enemigo, quería volver a empezar el combate.
D'Artagnan comprendió que sería contrariar a Athos no dejarle actuar. En efecto, algunos
segundos después, Cahusac cayó con la garganta atravesada por una estocada.
En ese mismo instante, Aramis apoyaba su espada contra el pecho de su adversario derribado,
y le forzaba a pedir merced.
Quedaban Porthos y Biscarat: Porthos hacía mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué hora
podía ser, y le felicitaba por la compañía que acababa de obtener su hermano en el regimiento
de Navarra; pero, mientras bromeaba, nada ganaba. Biscarat era uno de esos hombres de hierro
que no caen más que muertos.
Sin embargo, había que terminar. La ronda podía llegar y prender a todos los combatientes,
heridos o no, realistas o cardenalistas. Athos, Aramis y D'Artagnan rodearon a Biscarat y le
conminaron a rendirse. Aunque solo contra todos y con una estocada que le atravesaba el muslo,
Biscarat quería seguir; pero Jussac, que se había levantado sobre el codo, le gritó que se
rindiera. Biscarat era gascón como D'Artagnan; hizo oídos sordos y se contentó con reír, y entre
dos quites, encontrando tiempo para dibujar con la punta de su espada un lugar en el suelo, dijo
parodiando un versículo de la Biblia:
-Aquí morirá Biscarat, el único de los que están con él!
-Pero están cuatro contra ti; acaba, te lo ordeno.
-¡Ah! Si lo ordenas, es distinto -dijo Biscarat-; como eres mi brigadier, debo obedecer.
Y dando un salto hacia atrás, rompió la espada sobre su rodilla para no entregarla, arrojó los
trozos por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo cardenalista.
La bravura siempre es respetada, incluso en un enemigo. Los mosqueteros saludaron a
Biscarat con sus espadas y las devolvieron a la vaina. D'Artagnan hizo otro tanto, y luego,
ayudado por Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del convento a
Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido herido. El cuarto,
como ya hemos dicho, estaba muerto. Luego hicieron sonar la campana y llevando cuatro de las
cinco espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor de Tréville.
Se les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la calle, y agrupando tras sí
a todos los mosqueteros que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una marcha triunfal. El
corazón de D'Artagnan nadaba en la ebriedad, caminaba entre Athos y Porthos apretándolos con
ternura.
-Si todavía no soy mosquetero -dijo a sus nuevos amigos al franquear la puerta del palacio del
señor de Tréville-, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
Capítulo VI
Su majestad el rey Luis Xlll
El suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó en voz alta contra sus mosqueteros, y
los felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey el señor de
Tréville se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerrado con el
cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel
momento. Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y como su
majestad era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a
Tréville, dijo:
-Venid aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis que Su Eminencia ha venido a
quejárseme de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está
enfermo? ¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de horca!
-No, Sire-respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo iban a desarrollarse las cosas-;
no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un
deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el
servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias del señor cardenal están
buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven
obligados a defenderse.
-¡Escuchad al señor de Tréville! -dijo el rey-. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una
comunidad religiosa! En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho
y dárselo a la señorita de Chemerault, a quien he prometido una abadía. Pero no penséis que os
creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor de Tréville, y ahora mismo lo
veremos.
-Porque me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo el capricho de Vuestra
Majestad.
-Esperad pues, señor, esperad -dijo el rey-, no os haré esperar mucho.
En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado, no era
difícil encontrar un pretexto para hacer -perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo
confesamos, lo desconocemos- para hacer el carlomagno. El rey se levantó, pues, al cabo de un
instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su
ganancia, dijo:
-La Vieuville, tomad mi puesto, tengo que hablar con el señor de Tréville por un asunto de
importancia... ¡Ah!..., yo tenía ochenta luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes
han perdido no tengan motivos de queja. La justicia ante todo.
Luego, volviéndose hacia el señor de Tréville y caminando con él hacia el vano de una ventana,
continuó:
-Y bien, señor, vos decís que son los guardias de la Eminentísima los que han buscado pelea a
vuestros mosqueteros.
-Sí, Sire, como siempre.
-Y ¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como sabéis, mi querido capitán, es preciso que un juez
escuche a las dos partes.
-Dios mío, de la forma más simple y más natural. Tres de mis mejores soldados, a quienes
Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen,
puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados, digo, los
señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excur sión con un joven cadete de Gascuña
que yo les había recomendado aquella misma mañana. La excursión iba a tener lugar en Saint-
Germain, según creo, y se habían citado en los Carmelitas Descalzos, cuando fue perturbada por
el señor de Jussac y los señores Cahusac, Biscarat y otros dos guardias que ciertamente no
venían allí en tan numerosa compañía sin mala intención contra los edictos.
-¡Ah, ah!, me dais que pensar -dijo el rey-; sin duda iban para batirse ellos mismos.
-No los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra Majestad apreciar qué pueden ir a hacer cuatro
hombres armados a un lugar tan desierto como lo están los alrededores del convento de los
Carmelitas.
-Sí, tenéis razón, Tréville, tenéis razón.
-Entonces, cuando vieron a mis mosqueteros, cambiaron de idea y olvidaron su odio particular
por el odio de cuerpo; porque Vuestra Majestad no ignora que los mosqueteros, que son del rey
y nada más que para el rey, son los enemigos de los guardias, que son del señor cardenal.
-Sí, Tréville, sí -dijo el rey melancólicamente-, y es muy triste, creedme, ver de este modo dos
partidos en Francia, dos cabezas en la realeza; pero todo esto acabará, Tréville, todo esto
acabará. Decís, pues, que los guardias han buscado pelea a los mosqueteros
-Digo que es probable que las cosas hayan ocurrido de este modo, pero no lo juro, Sire. Ya
sabéis cuán difícil de conocer es la verdad, y a menos de estar dotado de ese instinto admirable
que ha hecho llamar a Luis XIII el Justo...
-Y tenéis razón, Tréville, pero no estaban solos vuestros mosqueteros, ¿no había con ellos un
niño?
-Sí, Sire, y un hombre herido, de suerte que tres mosqueteros del rey, uno de ellos herido, y
un niño no solamente se han enfrenta do a cinco de los más terribles guardias del cardenal, sino
que aun han derribado a cuatro por tierra.
-Pero ¡eso es una victoria! -exclamó el rey radiante-. ¡Una victoria completa!
-Sí, Sire, tan completa como la del puente de Cé.
-¿Cuatro hombres, uno de ellos herido y otro un niño decís?
-Un joven apenas hombre, que se ha portado tan perfectamente en esta ocasión que me
tomaré la libertad de recomendarlo a Vuestra Majestad.
-¿Cómo se llama?
-D'Artagnan, Sire. Es hijo de uno de mis más viejos amigos; el hijo de un hombre que hizo con
el rey vuestro padre, de gloriosa memoria, la guerra partidaria.
-¿Y decís que se ha portado bien ese joven? Contadme eso, Tréville; ya sabéis que me gustan
los relatos de guerra y combate.
Y el rey Luis XIII se atusó orgullosamente su mostacho poniéndose en jarras.
-Sire -prosiguió Tréville-, como os he dicho, el señor D'Artagnan es casi un niño, y como no
tiene el honor de ser mosquetero, estaba vestido de paisano; los guardias del señor cardenal,
reconociendo su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron a retirarse
antes de atacar.
-¡Ah! Ya veis, Tréville -interrumpió el rey-, que son ellos los que han atacado.
-Exactamente, Sire; sin ninguna duda; le conminaron, pues, a retirarse, pero él respondió que
era mosquetero de corazón y todo él de Su Majestad, y que por eso se quedaría con los señores
mosqueteros
-¡Bravo joven! -murmuró el rey.
-Y en efecto, permanció a su lado; y Vuestra Majestad tiene a un campeón tan firme que fue él
quien dio a Jussac esa terrible estocada que encoleriza tanto al señor cardenal.
-¿Fue él quien hirió a Jussac? -exclamó el rey- ¡El, un niño! Eso es imposible, Tréville.
-Ocurrió como tengo el honor de decir a Vuestra Majestad.
-¡Jussac, uno de los primeros aceros del reino!
-¡Pues bien, Sire, ha encontrado su maestro!
-Quiero ver a ese joven, Tréville, quiero verlo, y si se puede hacer algo, pues bien, nosotros
nos ocuparemos.
-¿Cuándo se dignará recibirlo Vuestra Majestad?
-Mañana a las doce, Tréville.
-¿Lo traigo solo?
-No, traedme a los cuatro juntos. Quiero darles las gracias a todos a la vez; los hombres
adictos son raros, Tréville, y hay que recompensar la adhesión.
-A las doce, Sire, estaremos en el Louvre.
-¡Ah! Por la escalera pequeña, Tréville, por la escalera pequeña. Es inútil que el cardenal
sepa...
-Sí, Sire.
-¿Comprendéis, Tréville? Un edicto es siempre un edicto; está prohibido batirse a fin de
cuentas.
-Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es
una riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el
señor D'Artagnan
-Exacto -dijo el rey-; pero no importa, Tréville; de todas formas, venid por la escalera pequeña.
Tréville sonrió. Pero como era ya mucho para él haber obtenido que aquel niño se revolviese
contra su maestro, saludó respetuosamen al rey, y con su licencia se despidió de él.
Aquella misma tarde los tres mosqueteros fueron advertidos del honor que se les había
concedido. Como conocían desde hacia tiempo al rey, no se enardecieron demasiado; pero
D'Artagnan, con su imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños
dorados. Por eso, a las ocho de la mañana estaba en casa de Athos.
D'Artagnan encontró al mosquetero completamente vestido y dispuesto a salir. Como la cita
con el rey no era hasta las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a la pelota a
un garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo. Athos invitó a D'Artagn a seguirlos,
y pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha jugado, éste aceptó, sin saber qué hacer
de su tiempo desde las nueve de la mañana que apenas eran hasta las doce.
Los dos mosqueteros hablan llegado ya y peloteaban juntos. Athos, que era muy aficionado a
todos los ejercicios corporales, pasó con D'Artagnan al lado opuesto, y los desafió. Pero al primer
movimiento que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendió que su herida era
demasiado reciente aún para permitirle semejante ejercicio. D'Artagnan se quedó, pues, solo, y
como declaró que era demasiado torpe para sostener un partido en regla, continuaron enviando
solamente pelotas sin contar los tantos. Pero una de aquellas pelotas, lanzada por el puño
hercúleo de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D'Artagnan que pensó que, si en lugar de
pasarle de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría probablemente perdido, dado que le
hubiera sido del todo imposible presentarse ante el rey. Y como, según su imaginación gascona,
de aquella audiencia dependía todo su porvenir, saludó cortésmente a Porthos y Aramis,
declarando que no proseguirla la partida sino cuando estuviera en situación de hacerles frente, y
se volvió para situarse junto a la soga y en la galería.
Por desgracia para D'Artagnan, entre los espectadores se encontraba un guardia de Su
Eminencia, el cual, todo enardecido aun por la derrota de sus compañeros, y llegado la víspera
solamente, se había prometido aprovechar la primera ocasión de vengarla. Creyó, pues, que la
ocasión había llegado y, dirigiéndose a su vecino, dijo:
-No es sorprendente que ese joven tenga miedo de una pelota, es sin duda un aprendiz de
mosquetero.
D'Artagnan se volvió como si una serpiente lo hubiera mordido y miró fijamente al guardia que
acababa de decir aquella insolente frase.
-¡Pardiez! -prosiguió aquél rizándose insolentemente el mostacho-. Miradme cuanto queráis, mi
querido señor, he dicho lo que he dicho.
-Y como lo que habéis dicho está demasiado claro para que vuestras palabras necesiten una
explicación -respondió D'Artagnan en voz baja-, os ruego que me sigáis.
-Y eso, ¿cuándo? -preguntó el guardia con el mismo aire burlón.
-Ahora mismo, si os place.
-Y ¿sabéis por casualidad quién soy?
-Lo ignoro completamente, y no me inquieta.
-Pues os equivocáis, porque si supieseis mi nombre, quizá no tuvierais tanta prisa.
-¿Cómo os llamáis?
-Bernajoux, para serviros.
-Pues bien, señor Bernajoux -dijo tranquilamente D'Artagnan-, voy a esperaros a la puerta.
-Id, señor, os sigo.
-No os apresuréis, señor, que no se den cuenta de que salimo juntos; comprended que, para lo
que vamos a hacer, demasiada gente nos molestaría.
-Está bien -respondió el guardia asombrado de que su nombre no hubiera producido más
efecto sobre el joven.
En efecto, el nombre de Bernajoux era conocido de todo el mundo, a excepción quizá de
D'Artagnan solamente; porque era uno de esos que figuraba la mayoría de las veces en las riñas
cotidianas que todos los edictos del rey y del cardenal no habían podido reprimir.
Porthos y Aramis estaban tan ocupados con su partido y Athos los miraba con tanta atención
que no vieron siquiera salir a su joven compañero, que, como había dicho al guardia de Su
Eminencia, se detuvo en la puerta; un momento después, éste bajaba a su vez. Como
D'Artagnan no tenía tiempo que perder, dado que la audiencia del rey estaba fijada para las
doce, echó una ojeada en torno suyo y, viendo que la calle estaba desierta, dijo a su adversario:
-A fe mía que, aunque os llaméis Bernajoux, es una suerte para vos tener que habérosla sólo
con un aprendiz de mosquetero; pero tranquilizaos, lo haré lo mejor que pueda. ¡En guardia!
-Pero -dijo aquel a quien D'Artagnan provocaba de ese modo- me parece que el lugar está
bastante mal escogido, y que estaríam mejor detrás de la abadía de Saint-Germain o en el
Pré-aux-Clercs.
-Lo que decís está muy puesto en razón -respondió D'Artagnan-; desgraciadamente, no me
sobra el tiempo, tengo una cita a las doce en punto. ¡En guardia, pues, señor, en guardia!
Bernajoux no era hombre para hacerse repetir dos veces semejate cumplido. En el mismo
instante su espada brilló en su mano y lanzó sobre su adversario al que, gracias a su gran
juventud, espera intimidar.
Pero D'Artagnan había hecho la víspera su aprendizaje, y recién salido de su victoria, todo
henchido de su futuro favor, había resuelto no retroceder un paso; por eso los dos aceros se
encontraron metidos hasta las guardas, y como D'Artagnan se mantenía firme en su puesto fue
su adversario el que dio un paso en retirada. Pero D Artagnan aprovechó el momento en que, en
ese movimiento, el acero de Bernajoux se desviaba de la línea, libró, se lanzó a fondo y tocó a su
adversa en el hombro. En seguida D'Artagnan dio un paso hacia atrás a su vez y levantó su
espada; pero Bernajoux le gritó que no era nada, y tirándose ciegamente sobre él, se ensartó él
mismo. Sin embargo, como no caía, como no se declaraba vencido, sino que sólo se iba
acercando hacia el palacio del señor de la Trémouille a cuyo servicio tenía un pariente,
D'Artagnan, ignorando él mismo la gravedad de la última herida que su adversario había recibido,
le acosaba vivamente, y sin duda lo iba a rematar de una tercera estocada cuando, habiéndose
extendido el rumor que se alzaba en la calle hasta el juego de pelota, dos de los amigos del
guardia, que le habtan otdo intercambiar algunas palabras con D'Artagnan y que le habían visto
salir a raíz de aquellas palabras, se precipitaron espada en mano fuera del garito y cayeron sobre
el vencedor. Pero al momento Athos, Porthos y Aramis aparecieron a su vez, y en el momento en
que los guardias atacaban a su joven camarada, los forzaron a volverse. En aquel momento
Bernajoux cayó; y como los guardias eran sólo dos contra cuatro, se pusieron a gritar: «¡A
nosotros, palacio de la Trémouille!» A estos gritos, todos los que había en el palacio salieron,
abalazándose sobre los cuatro compañeros que por su parte se pusieron a gritar: «iA nosotros,
mosquete ros! »
Este grito era atendido con frecuencia; porque se sabía a los mosqueteros enemigos de su
Eminencia, y se los amaba por el odio que sentían hacia el cardenal. Por eso los guardias de
otras compañías distintas a las que pertenecían al duque Rojo, como lo había llamado Aramis,
por lo general tomaban partido en esta clase de querellas por los mosqueteros del rey. De tres
guardias de la compañía del señor Des Essarts que pasaban, dos vinieron, pues, en ayuda de los
cuatro compañeros, mientras el otro corría al palacio del señor de Tréville, gritando: «iA
nosotros, mosqueteros, a nosotros!». Como de costumbre, el palacio del señor de Tréville estaba
lleno de soldados de esa arma, que acudieron en socorro de sus camaradas. La refriega se hizo
general, pero la fuerza estaba del lado de los mosqueteros: los guardias del cardenal y las gentes
del señor de La Trémouille se retiraron al palacio, cuyas puertas cerraron justo a tiempo para
impedir que sus enemigos hicieran irrupción a la vez que ellos. En cuanto al herido, había sido
transportado dentro al principio y, como hemos dicho, en muy mal estado.
La agitación llegaba a su colmo entre los mosqueteros y sus aliados, y se deliberaba ya si, para
castigar la insolencia que habían tenido los criados del señor de La Trémouille de hacer una
salida contra los mosqueteros del rey, no se prendería fuego a su palacio. La proposición había
sido hecha y acogida con entusiasmo cuando afortunadamente sonaron las once; D'Artagnan y
sus compañeros se acordaron de su audiencia y, como habrían sentido que se diera un golpe tan
hermoso sin ellos, consiguieron calmar los ánimos. Se contentaron, pues, con arrojar algunos
adoquines contra las puertas, pero las puertas resistieron; entonces se cansaron; por otro lado,
aquellos que debían ser mirados como cabecillas de la empresa habían abandonado hacía un
instante el grupo y se encaminaban hacia el palacio del señor de Tréville, que los esperaba, al
corriente ya de esta algarada.
-Deprisa, al Louvre -dijo-, al Louvre sin perder un instante, y tratemos de ver al rey antes de
que sea prevenido por el cardenal; nosotros le contaremos las cosas como una continuación del
asunto de ayer, y los dos pasarán juntos.
El señor de Tréville, acompañado de los cuatro jóvenes, se encaminó pues hacia el Louvre;
pero, para gran asombro del capitán de los mosqueteros, le anunciaron que el rey habla ido a
montería del ciervo en el bosque de Saint-Germain. El señor de Tréville se hizo repetir dos veces
aquella nueva, y a cada vez sus compañeros vieron su rostro ensombrecerse.
-¿Acaso Su Majestad -preguntó- tenía desde ayer el proyecto de esta cacería?
-No, Excelencia -respondió el ayuda de cámrara-. Ha sido el montero mayor el que ha venido a
anunciarle esta mañana que la pasada noche habían apartado un ciervo para él. Al principio respondió
que no iría, luego no ha sabido resistir al placer que le proponía esa caza, y después de
comer ha partido.
-¿Ha visto el rey al cardenal? -preguntó el señor de Tréville.
-Lo más probable -respondió el ayuda de cámara-, porque esta mañana he visto los caballos de
carroza de Su Eminencia, he preguntado dónde iba, y me han contestado: «A Saint-Germain».
-Estamos prevenidos -dijo el señor de Tréville-. Señores, veré al rey esta noche; en cuanto a
vos, os aconsejo no arriesgaros.
El aviso era demasiado razonable y sobre todo venía de un hombre que conocía demasiado
bien al rey para que los cuatro jóvenes trata ran de discutirlo. El señor de Tréville les invitó pues a
volver cada uno a su alojamiento y a esperar sus noticias.
Al entrar en su palacio, el señor de Tréville pensó que había que tomar la delantera quejándose
el primero. Envió a uno de sus criados a casa del señor de La Trémouille con una carta en la que
rogaba echar fuera de su casa al guardia del señor cardenal, y reprender a su gentes por la
audacia que habían tenido de hacer una salida contra los mosqueteros. Pero el señor de La
Trémouille, ya prevenido por su escudero, del que, como se sabe, Bernajoux era pariente, le hizo
responder que no correspondía ni al señor de Tréville ni a sus mosqueteros quejarse, sino más
bien al contrario, a él, contra cuyas gentes habían cargado los mosqueteros y cuyo palacio
habían querido quemar. Como el debate entre estos dos señores habría podido durar largo
tiempo, porque cada uno debía, naturalmente, mantenerse en sus trece, al señor de Tréville se le
ocurrió un expediente que tenía por meta acabar con todo, y era ir a buscar él mismo al señor de
La Trémouille.
Se dirigió; pues, en seguida a su palacio, y se hizo anunciar.
Los dos señores se saludaron cortésmente, ya que, si no había amistad entre ellos, había al
menos estima. Los dos eran personas de ánimo y de honor, y como el señor de La Trémouille,
protestante y que sólo veía rara vez al rey, no era de ningún partido, no llevaba por lo general a
sus relaciones sociales prevención alguna. Aquella vez, sin embargo, su acogida, aunque cortés,
fue más fría que de costumbre.
-Señor -dijo el señor de Tréville-, ambos creemos tener motivo de queja uno del otro, y yo
mismo he venido para que juntos saquemos este asunto a la luz.
-De buen grado -respondió el señor de La Trémouille-, pero os prevengo que estoy bien
informado, y toda la culpa es de vuestros mosqueteros.
-Sois un hombre demasiado justo y demasiado razonable, señor -dijo el señor de Tréville-, para
no aceptar la propuesta que voy a haceros.
-Hacedla, señor, os escucho.
-¿Cómo se encuentra el señor Bernajoux, el pariente de vuestro escudero?
-Pues muy mal, séñor. Además de la estocada que ha recibido en el brazo y que no es nada
peligrosa, ha pescado otra que le ha atravesado el pulmón, al punto de que el médico dice tristes
cosas.
-Pero ¿ha conservado el herido su conocimiento?
-Perfectamente.
-¿Habla?
-Con dificultad, pero habla.
-Pues bien, señor, vayamos a su lado; conjurémosle, en nombre del Dios ante el que quizá va
a ser llamado, a decir la verdad. Le tomo por juez de su propia causa, señor, y lo que diga lo
creeré.
El señor de La Trémouille reflexionó un instante; luego, como era difícil hacer una proposición
más razonable, aceptó.
Ambos bajaron a la habitación donde estaba el enfermo. Este, al ver entrar a estos dos nobles
señores que venían a visitarlo, trató de levantarse en el lecho, pero estaba demasiado débil y,
agotado por el esfuerzo que había hecho, volvió a caer casi sin conocimiento.
El señor de La Trémouille se acercó a él y le hizo respirar sales que le devolvieron a la vida.
Entonces el señor de Tréville, no queriendo que se le pudiese acusar de haber influenciado al
enfermo, invitó al señor de La Trémouille a interrogarle él mismo.
Lo que había previsto el señor de Tréville ocurrió. Colocado entre la vida y la muerte como
Bernajoux estaba, no tuvo siquiera la idea de callar un instante la verdad; contó a los dos
señores las cosas exactamente tal como habían ocurrido.
Era todo lo que quería el señor de Tréville; deseó a Bernajoux una pronta convalecencia, se
despidió del señor de La Trémouille, volvió a su palacio e hizo avisar a los cuatro amigos que les
esperaba a cenar.
El señor de Tréville recibía a muy buena compañía, por supuesto anticardenalista. Se
comprende, pues, que la conversación girase durante toda la cena sobre los dos fracasos que
acababan de sufrir los guardias de Su Eminencia. Y como D'Artagnan había sido el héroe de
aquellas dos jornadas, fue sobre él sobre el que cayeron todas las felicitaciones, que Athos,
Porthos y Aramis le dejaron no sólo como buenos amigos sino como hombres que habían tenido
con bastante frecuencia su vez para dejarle a él la suya.
Hacia las seis, el señor de Tréville anunció que se veía obligado a ir al Louvre; pero como la
hora de la audiencia concedida por Su Majestad había pasado, en lugar de solicitar la entrada por
la escalera pequeña, se plantó con los cuatro hombres en la antecámara. El rey no había vuelto
aún de caza. Nuestros jóvenes hacía apenas media hora que esperaban, mezclados con el gentío
de los cortesanos, cuando todas las puertas se abrieron y se anunció a Su Majestad.
A este anuncio, D'Artagnan se sintió temblar hasta la médula de los huesos. El instante que iba
a seguir debía, con toda probabilidad, decidir el resto de su vida. Por eso sus ojos se fijaron con
angustia en la puerta por la que debía entrar el rey.
Luis XIII apareció marchando el primero; iba vestido con el traje de caza, lleno de polvo aún,
con botas altas y con la fusta en la mano. A la primera ojeada, D'Artagnan juzgó que el ánimo
del rey se hallaba en plena tormenta.
Esta disposición, por visible que fuera en Su Majestad, no impidió a los cortesanos alinearse a
su paso: en las antecámaras reales más vale ser visto con mirada irritada que no ser visto en
absoluto. Los tres mosqueteros no titubearon pues y dieron un paso hacia adelante, mientras
que D'Artagnan por el contrario permaneció oculto tras ellos; pero aunque el rey conocía
personalmente a Athos, Porthos y Aramis, pasó ante ellos sin mirarlos, sin hablarles y como si
jamás los hubiera visto. En cuanto al señor de Tréville, cuando los ojos del rey se detuvieron un
instante sobre él, sostuvo aquella mirada con tanta firmeza que fue el rey quien apartó la vista;
tras ello, siempre mascullando, Su Majestad volvió a sus habitaciones.
-Las cosas van mal -dijo Athos sonriendo-, y todavía no nos harán caballeros de la orden esta
vez.
-Esperad aquí diez minutos -dijo el señor de Tréville-, y si al cabo de diez minutos no me veis
salir, regresad a mi palacio, porque será inútil que me esperéis más tiempo.
Los cuatro jóvenes esperaron diez minutos, un cuarto de hora, veinte minutos; y viendo que el
señor de Tréville no aparecía, se fueron muy inquietos por lo que fuera a suceder.
El señor de Tréville había entrado osadamente en el gabinete del rey, y había encontrado a Su
Majestad de muy mal humor, sentado en un sillón y golpeando sus botas con el mango de su
fusta, cosa que no le había impedido pedirle con la mayor flema noticias de su salud.
-Mala, señor, mala -respondió el rey-, me aburro.
En efecto, era la peor enfermedad de Luis XIII, quien a menudo tomaba a uno de sus
cortesanos, lo atraía a una ventana y le decía: Señor tal, aburrámonos juntos.
-¡Cómo! ¡Vuestra Majestad se aburre! -dijo el señor de Tréville-. ¿Acaso no ha recibido placer
hoy de la caza?
-¡Vaya placer, señor! Todo degenera, a fe mía, y no sé si es la caza la que no tiene ya rastro o
son los perros los que no tienen nariz. Lanzamos un ciervo de diez años, lo corremos durante
seis horas, y cuando está a punto de ser cogido, cuando Saint-Simon pone ya la trompa en su
boca para hacer sonar el alalí, icrac!, toda la jauría se deja engañar y se lanza sobre un cervato.
Como veis me veré obligado a renunciar a la montería como he renunciado a la caza de vuelo.
¡Ay, soy un rey muy desgraciado, señor de Tréville! No tenía más que un gerifalte y se murió
anteayer.
-En efecto, Sire, comprendo vuestra desesperación, y la desgracia es grande; pero según creo
os queda todavía un buen número de halcones, gavilanes y terzuelos.
-Y ningún hombre para instruirlos; los halconeros se van, sólo yo conozco ya el arte de la
montería. Después de mí todo estará dicho, y se cazará con armadijos, cepos y trampas. ¡Si
tuviera tiempo todavía de formar alumnos! Pero sí, el señor cardenal está que no me deja un
momento de reposo, que me habla de España, que me habla de Austria, que me habla de
Inglaterra. ¡Ah!, a propósito del señor cardenal, señor de Tréville, estoy descontento de vos.
El señor de Tréville esperaba al rey en este esguince. Conocía al rey de mucho tiempo atrás;
había comprendido que todas sus lamentaciones no eran más que un prefacio, una especie de
excitación para alentarse a sí mismo, y que era a donde había llegado por fin a donde quería
venir.
-¿Y en qué he sido yo tan desafortunado para desagradar a Vuestra Majestad? -preguntó el
señor de Tréville fingiendo el más profundo asombro.
-¿Así es como hacéis vuestra tarea señor? -prosiguió el rey sin responder directamente a la
pregunta del señor de Tréville-. ¿Para eso es para lo que os he nombrado capitán de mis
mosqueteros, para que asesinen a un hombre, amotinen todo un barrio y quieran incendiar Paris
sin que vos digáis una palabra? Pero por lo demás –continuó el rey-, sin duda me apresuro a
acusaros, sin duda los perturbadores están en prisión y vos venís a anunciarme que se ha hecho
justicia.
-Sire -respondió tranquilamente el señor de Tréville-, vengo por el contrario a pedirla.
-¿Y contra quién? -exclamó el rey.
-Contra los calumniadores -dijo el señor de Tréville.
-¡Vaya, eso sí que es nuevo! -prosiguió el rey-. ¿No iréis a decirme que esos tres malditos
mosqueteros, Athos, Porthos y Aramis y vuestro cadete de Béarn no se han arrojado como furias
sobre el pobre Bernajoux y no lo han maltratado de tal forma que es probable que esté a punto
de fallecer? ¿No iréis a decir luego que no han asediado el palacio del duque de La Trémouille, ni
que no han querido quemarlo? Cosa que no habría sido gran desgracia en tiempo de guerra,
dado que es un nido de hugonotes, pero que en tiempo de paz es un ejemplo molesto. Decid,
¿vais a negar todo esto?
-¿Y quién os ha hecho ese hermoso relato, Sire? -preguntó tranquilamente el señor de Tréville.
-¿Quién me ha hecho ese hermoso relato, señor? ¿Y quién queréis que sea, si no aquel que
vela cuando yo duermo, que trabaja cuando yo me divierto, que lleva todo dentro y fuera del
reino, tanto en Francia como en Europa?
-Su majestad quiere hablar de Dios, sin duda -dijo el señor de Tréville-, porque no conozco
más que a Dios que esté por encima de Su Majestad.
-No, señor; me refiero al sostén del Estado, a mi único servidor, a mi único amigo, al señor
cardenal.
-Su eminencia no es Su Santidad, Sire.
-¿Qué queréis decir con eso, señor?
-Que no hay nadie más que el papa que sea infalible, y que esa infalibilidad no se extiende a
los cardenales.
-¿Queréis decir que me engaña, queréis decir que me traiciona? Entonces le acusáis. Veamos,
decid, confesad francamente de qué le acusáis.
-No, Sire, pero digo que se equivoca; digo que ha sido mal informado; digo que se ha
apresurado a acusar a los mosqueteros de Vuestra Majestad, para con los que es injusto, y que
no ha ido a sacar sus informes de buena fuente.
-La acusación viene del señor de La Trémouille, del duque mismo. ¿Qué respondéis a eso?
-Podría responder, Sire, que está demasiado interesado en la cuestión para ser un testigo
imparcial; pero lejos de eso, Sire, tengo al duque por un gentilhombre, y me remito a él, pero
con una condición, Sire.
-¿Cuál?
-Que Vuestra Majestad le haga venir, le interrogue pero por sí misma, frente a frente, sin
testigos, y que yo vea a Vuestra Majestad tan pronto como haya recibido al duque.
-¡Claro que sí! -dijo el rey-. ¿Y vos os remitís a lo que diga el señor de La Trémouille?
-Sí, Sire.
-¿Aceptáis su juicio?
-Indudablemente.
-¿Y os someteréis a las reparaciones que exija?
-Totalmente.
-¡La Chesnaye! -gritó el rey-. ¡La Chesnaye!
El ayuda de cámara de confianza de Luis XIII, que permanecía siempre a la puerta, entró.
-La Chesnaya -dijo el rey-, que vayan inmediatamente a buscarme al señor de La Trémouille;
quiero hablar con él esta noche.
-¿Vuestra Majestad me da su palabra de que no verá a nadie entre el señor de Trémouille y
yo?
-A nadie, palabra de gentilhombre.
-Hasta mañana entonces, Sire.
-Hasta mañana, señor.
-¿A qué hora, si le place a Vuestra Majestad?
-A la hora que queráis.
-Pero si vengo demasiado de madrugada temo despertar a Vuestra Majestad.
-¿Despertarme? ¿Acaso duermo? Yo no duermo ya, señor; sueño algunas cosas, eso es todo.
Venid, pues, tan pronto como queráis, a las siete; pero ¡ay de vos si vuestros mosqueteros son
culpables!
-Si mis mosqueteros son culpables, Sire, los culpables serán puestos en manos de Vuestra
Majestad, que ordenará de ellos lo que le plazca. ¿Vuestra Majestad exige alguna cosa más? Que
hable, estoy dispuesto a obedecerla.
-No, señor, no, y no sin motivo se me ha llamado Luis el Justo. Hasta mañana pues, señor,
hasta mañana.
-Dios guarde hasta entonces a Vuestra Majestad.
Aunque poco durmió el rey, menos durmió aún el señor de Tréville; había hecho avisar aquella
misma noche a sus tres mosqueteros y a su compañero para que se encontrasen en su casa a las
seis y media de la mañana. Los llevó con él sin afirmarles nada, sin prometerles nada, y sin
ocultarles que el favor de ellos y el suyo propio estaba en manos del azar.
Llegado al pie de la pequeña escalera, les hizo esperar. Si el rey seguía irritado contra ellos, se
alejarían sin ser vistos; si el rey consentía en recibirlos, no habría más que hacerlos llamar.
Al llegar a la antecámara particular del rey, el señor de Tréville encontró a La Chesnaye, quien
le informó de que no habían encontrado al duque de La Trémouille la noche de la víspera en su
palacio, que había regresado demasiado tarde para presentarse en el Louvre, que acababa de
llegar y que estaba en aquel momento con el rey.
Esta circunstancia plugo mucho al señor de Tréville, que así estuvo seguro de que ninguna
sugerencia extraña se deslizaría entre la deposición de La Trémouille y él.
En efecto, apenas habían transcurrido diez minutos cuando la puerta del gabinete se abrió y el
señor de Tréville vio salir al duque de La Trémouille, el cual vino a él y le dijo:
-Señor de Tréville, Su Majestad acaba de enviarme a buscar para saber cómo sucedieron las
cosas ayer por la mañana en mi palacio. Le he dicho la verdad, es decir, que la culpa era de mis
gentes, y que yo estaba dispuesto a presentaros mis excusas. Puesto que os encuentro, dignaos
recibirlas y tenerme siempre por uno de vuestros amigos.
-Señor duque -dijo el señor de Tréville-, estaba tan lleno de confianza en vuestra lealtad que
no quise junto a Su Majestad otro defensor que vos mismo. Veo que no me había equivocado, y
os agradezco que haya todavía en Francia un hombre de quien se puede decir sin engañarse lo
que yo he dicho de vos.
-¡Está bien, está bien! -dijo el rey, que había escuchado todos estos cumplidos entre las dos
puertas-. Sólo que decidle, Tréville, puesto que se quiere uno de vuestros amigos, que yo
también quisiera ser uno de los suyos, pero que me descuida; que hace ya tres años que no le
he visto, y que sólo lo veo cuando le mando buscar. Decidle todo eso de mi parte, porque son
cosas que un rey no puede decir por sí mismo.
-Gracias, Sire, gracias -dijo el duque-; pero que Vuestra Majestad esté seguro de que no suelen
ser los más adictos, y no lo digo por el señor de Tréville, aquellos que ve a todas horas del día.
-¡Ah! Habéis oído lo que he dicho; tanto mejor, duque, tanto mejor -dijo el rey adelantándose
hasta la puerta-. ¡Ay sois vos, Tréville! ¿Dónde están vuestros mosqueteros? Anteayer os había
dicho que me los trajeseis. ¿Por qué no lo habéis hecho?
-Están abajo, Sire, y con vuestra licencia La Chesnaye va a decirles que suban.
-Sí, sí, que vengan en seguida; van a ser las ocho y a las nueve espero una visita. Id, señor
duque, y volved sobre todo. Entrad Tréville.
El duque saludó y salió. En el momento en que abría la puerta, los tres mosqueteros y
D'Artagnan, conducidos por La Chesnaye, aparecían en lo alto de la escalera.
-Venid, mis valientes -dijo el rey-, venid; tengo que reñiros.
Los mosqueteros se aproximaron inclinándose; D'Artagnan les siguió detrás.
-¡Diablos! -continuó el rey-. Entre vosotros cuatro, ¡siete guardias de Su Eminencia puestos
fuera de combate en dos días! Es demasiado, señores, es demasiado. A esta marcha, Su
Eminencia se verá obligado a renovar su compañía dentro de tres semanas, y yo a hacer aplicar
los edictos en todo rigor. Uno por casualidád, no digo que no; pero siete en dos días, lo repito, es
demasiado, es muchísimo.
-Por eso, Sire, Vuestra Majestad ve que vienen todo contritos y todo arrepentidos a
presentaros excusas.
-¡Todo contritos y todo arrepentidos! ¡Hum! -dijo el rey-. No me fío una pizca de sus caras
hipócritas; hay ahí detrás, sobre todo, una cara de gascón. Venid aquí, señor.
D'Artagnan, que comprendió que era a él a quien se dirigía el cumplido, se acercó adoptando
su aspecto más desesperado.
-Bueno, pero ¿no me decíais que era un joven? ¡Si es un niño, señor de Tréville, un verdadero
niño! ¿Y ha sido él quien ha dado esa ruda estocada a Jussac?
-Y las dos bellas estocadas a Bernajoux.
-¿De verdad?
-Sin contar -dijo Athos-, que si no me hubiera sacado de las manos de Biscarat, a buen seguro
no habría tenido yo el honor de hacer en este momento mi más humilde reverencia a Vuestra
Majestad.
-¡Pero entonces este bearnés es un verdadero demonio! Voto a los clavos, señor de Tréville,
como habría dicho el rey mi padre. En este oficio, se deben agujerear muchos jubones y romper
muchas espadas. Pero los gascones suelen ser pobres, ¿no es asî?
-Sire, debo decir que aún no se han encontrado minas de oro en sus montañas, aunque el
Señor les deba de sobra ese milagro en recompensa por la forma en que apoyaron las
pretensiones del rey vuestro padre.
-Lo cual quiere decir que son los gascones los que me han hecho rey a mí mismo, dado que yo
soy el hijo de mi padre, ¿no es así, Tréville? Pues bien, sea en buena hora, no digo que no. La
Chesnaye, id a ver si, hurgando en todos mis bolsillos, encontráis cuarenta pistolas; y si las
encontráis, traédmelas. Y ahora, veamos, joven, con la mano en el corazón, ¿cómo ocurrió?
D'Artagnan contó la aventura de la víspera en todos sus detalles: cómo no habiendo podido
dormir de la alegría que experimentaba por ver a Su Majestad, había llegado al alojamiento de
sus amigos tres horas antes de la audiencia; cómo habían ido juntos al garito, y cómo por el
temor que había manifestado de recibir un pelotazo en la cara, había sido objeto de la burla de
Bernajoux, que había estado a punto de pagar aquella burla con la pérdida de la vida, y el señor
de La Trémouille, que en nada se había mezclado, con la pérdida de su palacio.
-Está bien eso -murmuró el rey-; sí, así es como el duque me lo ha contado. ¡Pobre cardenal!
Siete hombres en dos días, y de los más queridos; pero basta ya, señores, ¿me entendéis? Es
bastante; os habéis tomado vuestra revancha por lo de la calle Férou, y más; debéis estar
satisfechos.
-Si Vuestra Majestad lo está -dijo Tréville-, nosotros lo esta mos.
-Sí, lo estoy -añadió el rey tomando un puñado de oro de la mano de La Chesnaye y
poniéndolo en la de D'Artagnan-. He aquí, dijo, una prueba de mi satisfacción.
En esa época, las ideas de orgullo que son de recibo en nuestros días apenas estaban aún de
moda. Un gentilhombre recibía de mano a mano dinero del rey, y no por ello se sentía humillado
en nada. D'Artagnan puso, pues, las cuarenta pistolas en su bolso sin andarse con melindres y
agradeciéndoselo mucho por el contrario a Su Majestad.
-¡Bueno! -dijo el rey, mirando su péndola-. Bueno, y ahora que son ya las ocho y media,
retiraos; porque, ya os lo he dicho, espero a alguien a las nueve. Gracias por vuestra adhesión,
señores. Puedo contar con ella, ¿no es cierto?
-¡Oh, Sire! -exclamaron a una los cuatro compañeros-. Nos haríamos cortar en trozos por
Vuestra Majestad.
-Bien, bien, pero permaneced enteros; es mejor, y me seréis más útiles. Tréville -añadió el rey
a media voz mientras los otros se retiraban-, como no tenéis plaza en los mosqueteros y como,
además, para entrar en ese cuerpo hemos decidido que había que hacer un noviciado, colocad a
ese joven en la compañía de los guardias del señor Des Essarts, vuestro cuñado. ¡Ah, pardiez,
Tréville! Me regocijo con la mueca que va a hacer el cardenal; estará furioso, pero me da lo
mismo; estoy en mi derecho.
Y el rey saludó con la mano a Tréville, que salió y vino a reunirse con sus mosqueteros, a los
que encontró repartiendo con D'Artagnan las cuarenta pistolas.
Y el cardenal, como había dicho Su Majestad, se puso efectivamente furioso, tan furioso que
durante ocho días abandonó el juego del rey, lo cual no impedía al rey ponerle la cara más
encantadora del mundo, y todas las veces que lo encontraba preguntarle con su voz más acariciadora:
-Y bien, señor cardenal, ¿cómo van ese pobre Bernajoux y ese pobre Jussac, que son vuestros?
Capítulo VII
Los mosqueteros por dentro
Cuando D'Artagnan estuvo fuera del Louvre y hubo consultado a sus amigos sobre el empleo
que debía hacer de su parte de las cuarenta pistolas, Athos le aconsejó que encargase una buena
comida en la Pomme de Pin, Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que se echase una amante
conveniente.
La comida se celebró aquel mismo día, y el lacayo sirvió la mesa. La comida había sido
encargada por Athos y el lacayo proporcionado por Porthos. Era un picardo al que el glorioso
mosquetero había contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la Tour nelle,
mientras hacía círculos al escupir en el agua.
Porthos había pretendido que tal ocupación era prueba de una organización reflexiva y
contemplativa, y lo había llevado sin más recomendación. La gran cara de aquel gentilhombre, a
cuya cuenta se creyó contratado, había seducido a Planchet -tal era el nombre del picardo-; hubo
en él una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un cofrade llamado
Mosquetón y cuando Porthos le hubo manifestado que la situación de su casa, aunque grande,
no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al servicio de D'Artagnan. Sin embargo, cuando
asistió a la comida que daba su amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro de su bolsillo,
creyó labrada su fortuna y agradeció al cielo haber caído en posesión de semejante Creso;
perseveró en esa opinion hasta después del festín, con cuyas sobras reparó largas abstinencias.
Pero al hacer aquella noche la cama de su amo, las quimeras de Planchet se desvanecieron. La
cama era lo único del alojamiento, que se componía de una antecámara y de un dormitorio.
Planchet se acostó en la antecámara sobre una colcha sacada del lecho de D'Artagnan, de la que
D'Artagnan prescindió en adelante.
Athos, por su parte, tenía un criado que había hecho ingresar a su servicio de una forma muy
particular, y que se llamaba Grimaud. Era muy silencioso aquel digno señor. Hablamos de Athos,
por supuesto. Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con sus
compañeros Athos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo, pero jamás le
habían oído reír. Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo siempre lo que querían decir,
nada más: nada de adornos, nada de florituras, nada de arabescos. Su conversación era un
hecho sin ningún episodio.
Aunque Athos apenas tuviera treinta años y fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu, nadie le
conocía amantes. Jamás hablaba de mujeres. Sólo que no impedía que se hablase de ellas
delante de él, aunque fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se mezclaba más
que con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era completamente desagradable.
Su reserva, su hurañía y su mutismo hacían de él casi un viejo; para no ir contra sus costumbres
había habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios.
No le hablaba más que en las circunstancias supremas.
A veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su persona un
gran apego y por su genio una gran veneración, creía haber entendido perfectamente lo que
deseaba, se apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario.
Entonces Athos se encogía de hombros y sin encolerizarse vapuleaba a Grimaud. Esos días
hablaba un poco.
Porthos, como se habrá podido ver, tenía un carácter completa mente opuesto al de Athos: no
sólo hablaba mucho, sino que hablaba a voz en grito; poco le importaba por otro lado, hay que
hacerle justicia, que se le escuchase o no; hablaba por el placer de hablar y por el placer de
oírse; hablaba de todo salvo de ciencias, alegando a este respecto el odio inveterado que desde
su infancia tenía, segun decía, a los sabios. Tenía menos estilo que Athos, y el sentimiento de su
inferioridad a este respecto a menudo le había hecho, desde el comienzo de su relación, injusto
con ese gentilhombre, al que se había esforzado por superar con sus espléndidos trajes. Pero con
una simple casaca de mosquetero y sólo por su forma de echar atrás la cabeza y dar un paso,
Athos ocupaba en el mismo instante el sitio que le era debido y relegaba al fastuoso Porthos a
segunda fila. Porthos se consolaba llenando la antecámara del señor de Tréville y los cuerpos de
guardia del Louvre con el estruendo de sus aventuras galantes, de las que Athos no hablaba
nunca; y por el momento, tras haber pasado de la nobleza de ropa a la nobleza de espada, de la
fontanera a la baronesa, no había para Porthos otra cosa que una princesa extranjera que le
quería una_ enormidad.
Un viejo proverbio dice: «A tal amo, tal criado.» Pasemos, pues, del criado de Athos al criado
de Porthos, de Grimaud a Mosquetón.
Mosquetón era un normando a quien su amo había cambiado el pacífico nombre de Boniface
por el infinitamente más sonoro y belicoso de Mosquetón. Había entrado al servicio de Porthos a
condición de ser vestido y alojado solamente, pero de modo magnífico; no exigía más que dos
horas diarias para consagrarlas a una industria que debía bastarle a satisfacer sus demás
necesidades. Porthos había aceptado el trato: la cosa iba de maravilla. Hacía cortar para
Mosquetón jubones de sus vestidos viejos y de sus capas de repuesto, y gracias a un sastre muy
inteligente que le ponía sus pingajos como nuevos dándoles la vuelta, y de cuya mujer se
sospechaba que quería hacer descender a Porthos de sus costumbres aristocráticas, Mosquetón
hacía muy buena figura detrás de su amo.
En cuanto a Aramis, cuyo carácter creemos haber expuesto suficientemente -carácter que, por
lo demás, como el de sus compañeros, podremos seguir en su desarrollo-, su lacayo se llamaba
Bazin. Debido a la esperanza que su amo tenía de recibir un día las órdenes, iba vestido siempre
de negro, como debe estarlo el servidor de un eclesiástico. Era un hombre del Berry, de treinta y
cinco a cuarenta años, dulce, apacible, regordete, que ocupaba los ocios que su amo le dejaba
leyendo obras pías, haciendo si acaso para dos una cena de pocos platos pero excelente. Por lo
demás, era mudo, ciego, sordo y de una fidelidad a toda prueba.
Ahora que conocemos, aunque no sea más que superficialmente, a amos y criados, pasemos a
las viviendas ocupadas por cada uno de ellos.
Athos vivía en la calle Férou, a dos pasos del Luxemburgo; su alojamiento se componía de dos
pequeñas habitaciones, muy decente mente amuebladas, en una casa adornada, cuya hospedera
aún joven y realmente todavía bella le ponía inútilmente ojos de cordera. Algunos retazos de un
gran esplendor pasado se manifestaba aquí y allá en las paredes de este modesto alojamiento:
era, por ejemplo, una espada, ricamente damasquinada, que remontaba por la forma a los tiempos
de Francisco I y cuya empuñadura solamente, incrustada de piedras preciosas, podía valer
doscientas pistolas y que sin embargo, en sus momentos de mayor penuria, Athos no había
consentido nunca en empeñar ni en vender. Aquella espada había sido durante mucho tiempo la
ambición de Porthos. Porthos habría dado diez años de su vida por poseer aquella espada.
Cierto día que tenía una cita con una duquesa, trató incluso de pedirla en préstamo a Athos.
Athos, sin decir nada, vació sus bolsillos, amontonó todas sus joyas: bolsas, cordones y cadenas
de oro, y ofreció todo a Porthos; pero en cuanto a la espada, le dijo, estaba empotrada en su
sitio y sólo debía dejarlo cuando su amo abandonara su alojamiento. Además de su espada,
había también un retrato que representaba a un señor de los tiempos de Enrique III, vestido con
la mayor elegancia, y que llevaba la encomienda del Santo Espíritu, y este retrato tenía con Athos
ciertos parecidos de líneas, ciertas similitudes de familia que indicaban que aquel gran señor,
caballero de órdenes del rey, era su antepasado.
Finalmente, un cofre de magnífica orfebrería, con las mismas armas que la espada y el retrato,
hacía un juego de chimenea que se daba de patadas espantosamente con el resto de los
adornos. Athos llevaba siempre consigo la llave de aquel cofre. Pero cierto día lo había abierto
delante de Porthos, y Porthos había podido asegurarse de que el cofre no contenía más que
cartas y papeles: cartas de amor y papeles de familia sin duda.
Porthos vivía en un piso muy amplio y de aparencia suntuosa, en la calle del Vieux-Colombier.
Cada vez que pasaba con un amigo por delante de sus ventanas, en una de las cuales
Mosquetón estaba siempre vestido con gran librea, Porthos alzaba la cabeza y la mano y decía:
¡He ahí mi mansión! Pero jamás se le encontraba en casa, jamás invita ba a nadie a subir, y nadie
podía hacerse una idea de lo que aquella suntuosa apariencia encerraba de riquezas reales.
En cuanto a Aramis, habitaba un pequeño piso compuesto por un gabinete un comedor y un
dormitorio, dormitorio que, situado como el resto del alojamiento en la planta baja, daba a un
pequeño jardín lozano, verde, umbroso a impenetrable a los ojos del vecindario.
En cuanto a D'Artagnan, ya sabemos cómo se había alojado y ya hemos trabado conocimientos
con su lacayo, maese Planchet.
D'Artagnan, que era muy curioso por naturaleza, como lo son por lo demás las personas que
tienen el genio de la intriga, hizo cuantos esfuerzos pudo por saber lo que eran realmente Athos,
Porthos y Aramis; porque bajo esos nombres de guerra, cada uno de los jóvenes ocultaba sus
nombres de gentilhombre, Athos sobre todo, que olía a gran señor a la legua. Se dirigió, pues, a
Porthos para informarse sobre Athos y Aramis, y a Aramis para conocer a Porthos.
Por desgracia, el propio Porthos no sabía de la vida de su silencioso camarada más de lo que
había dejado traslucir. Se decía que había tenido grandes fracasos en sus aventuras amorosas, y
que una horrible traición había envenenado para siempre la vida de aquel hombre galante. ¿Cuál
era esa traición? Todos lo ignoraban.
En cuanto a Porthos, a excepción de su verdadero nombre, que sólo el señor de Tréville sabía,
así como el de sus dos camaradas, su vida era fácil de conocer. Vanidoso a indiscreto, se veía a
su través como a través de un cristal. Lo único que hubiera podido despistar al investigador
habría sido creerse todo lo bueno que él mismo decía de sí.
En cuanto a Aramis, pese a su aire de no tener ningún secreto, era - muchacho todo adobado
en misterios, que respondía poco a las preguntas que se le hacían sobre los otros, y eludía
aquellas que se le hacían sobre él. Un día, D'Artagnan, después de haberle interrogado largo
tiempo sobre Porthos y haberse enterado del rumor que corría sobre las aventuras galantes del
mosquetero con una princesa, quiso saber a qué atenerse sobre las aventuras de su interlocutor.
-Y vos, querido compañero -le dijo-, ¿vos qué habláis de las baronesas, de las condesas y de
las princesas de los demás?
-Perdón -interrumpió Aramis-, he hablado porque el propio Porthos habla de ellas, porque ha
gritado todas esas hermosas cosas delante de mí. Pero, mi querido señor D'Artagnan, creed que,
si las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no habría habido confesor
más discreto que yo.
-No lo dudo -prosiguió D'Artagnan-; pero, en fin, me parece que vos mismo tenéis bastante
familiaridad con los escudos de armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor de
vuestro conocimiento.
Aramis aquella vez no se enfadó, sino que adoptó su aire más modesto y respondió
afectuosamente:
-Querido, no olvidéis que quiero ser de iglesia y que huyo de todas las ocasiones mundanas.
Aquel pañuelo que visteis en modo alguno me había sido confiado; había sido olvidado en mi
casa por uno de mis amigos. Tuve que recogerlo para no comprometerlos, a él y a la dama a la
que ama. En cuanto a mí, no tengo ni quiero tener amantes, siguiendo en esto el ejemplo muy
juicioso de Athos, que no las tiene más que yo.
-Pero, ¡qué diablos!, no sois abad, dado que sois mosquetero.
-Mosquetero por ínterin, querido, como dice el cardenal, mosquetero contra mi gusto, pero
hombre de iglesia en el corazón, creedme. Athos y Porthos me metieron ahí para entretenerme:
tuve, en el momento de ser ordenado, una pequeña dificultad con... Pero esto apenas os
interesa, y os robo un tiempo precioso.
-Nada de eso, me interesa mucho -exclamó D'Artagnan-, y por ahora no tengo absolutamente
nada que hacer.
-Sí, pero yo tengo que rezar mi breviario -respondió Aramis-, después de componer algunos
versos que me ha pedido la señora D'Aiguillon; luego debo pasar por la calle Saint-Honoré, para
comprar carmín para la señora de Chevreuse. Como veis, querido amigo, si nada os apremia, yo
estoy muy apremiado.
Y Aramis tendió afectuosamente la mano a su joven compañero, y se despidió de él.
Por más esfuerzos que hizo, D'Artagnan no pudo saber más sobre sus tres nuevos amigos.
Tomó, pues, la decisión de creer para el presente todo cuanto se decía de su pasado, esperando
revelaciones más serias y más amplias del porvenir. Mientras tanto, consideró a Athos como a un
Aquiles, a Porthos como a un Ayax, y a Aramis como a un José.
Por lo demás, la vida de los cuatro jóvenes era alegre. Athos jugaba, y siempre con mala
fortuna. Sin embargo, jamás pedía prestado un céntimo a sus amigos, aunque su bolsa estuviera
sin cesar a su servicio; y cuando había apostado sobre su palabra, siempre hacía despertar a su
acreedor a la seis de la mañana para pagarle su deuda de la víspera.
Porthos tenía rachas: esos días, si ganaba, se le veía insolente y espléndido; si perdía,
desaparecía por completo durante algunos días, al cabo de los cuales reaparecía con el rostro
descolorido y mal gesto, pero con dinero en sus bolsillos.
En cuanto a Aramis, no jugaba jamás. Pero era el peor mosquete ro y el invitado más
desagradable que se pudiese ver. Tenía siempre que trabajar. A veces, en medio de una comida,
cuando todos con la incitación del vino y el calor de la conversación, creían que había aún para
dos o tres horas de permanencia en la mesa, Aramis miraba a su reloj, se levantaba con una
graciosa sonrisa y se despedía de la compañía para ir, decía él, a consultar a un casuista con el
que tenía cita. Otras veces regresaba a su alojamiento para escribir una tesis y rogaba a sus
amigos no distraerle.
Entonces Athos sonreía con aquella encantadora sonrisa melancólica que tan bien sentaba a su
noble figura, y Porthos bebía jurando que Aramis no sería nunca más que un cura de aldea.
Planchet, el criado de D'Artagnan, soportó noblemente la buena fortuna; recibía treinta sous
diarios, y durante un mes venía al alojamiento alegre como un pinzón y afable con su amo.
Cuando el viento de la adversidad comenzó a soplar sobre la pareja de la calle des Fossayeurs,
es decir, cuándo las cuarenta pistolas del rey Luis XIII fueron comidas o casi, comenzó con
quejas que Athos encontró nauseabundas Porthos indecentes y Aramis ridículas. Athos aconsejó,
pues, a D'Ártágnan despedir al bribón; Porthos quería que antes lo apaleara, y Aramis pretendió
que un amo no debía oír más que los cumplidos que se hacen de él.
-Es muy fácil para vos decir eso -dijo D'Artagnan-; a vos, Athos, que vivís mudo con Grimaud,
que le prohibís hablar y que, por tanto, no tenéis nunca malas palabras con él; a vos, Porthos,
que lleváis un tren magnífico y que sois un dios para vuestro criado Mosquetón, y a vos
finalmente, Aramis, que siempre distraído por vuestros estudios teológicos, inspiráis un profundo
respeto a vuestro servidor Bazin, hombre dulce y religioso; pero yo, que no tengo ni consistencia
ni recursos, yo, que no soy mosquetero ni siquiera guardia, yo, ¿qué haré yo para inspirar cariño,
temor o respeto a Planchet?
-La cosa es grave -respondieron los tres amigos-; es un asunto interno; con los criados ocurre
como con las mujeres, hay que ponerlos en seguida en el sitio que uno desea que permanezcan.
Reflexionad, pues.
D'Artagnan reflexionó y se decidió por vapulear a Planchet provisionalmente, cosa que fue
ejecutada con la conciencia que D’Artagnan ponía en todo; luego, después de haberlo vapuleado
bien, le prohibió abandonar su servicio sin su permiso. Porque, añadió, el porve nir no me puede
fallar; espero inevitablemente tiempos mejores. Tu fortuna está, pues, hecha si te quedas a mi
lado, y yo soy demasiado buen amo para privarte de tu fortuna concediéndote el despido que me
pides.
Esta manera de actuar infundió en los mosqueteros mucho respeto hacia la política de
D'Artagnan, Planchet quedó igualmente admirado y no habló más de irse.
La vida de los cuatro jóvenes se había hecho común; D'Artagnan, que no tenía ningún hábito,
puesto que llegaba de su provincia y caía en medio de un mundo totalmente nuevo para él, tomó
por eso los hábitos de sus amigos.
Se levantaban hacia las ocho en invierno, hacia las seis en verano, y se iban a recibir órdenes y
a ver cómo iban los asuntos del señor de Tréville. D'Artagnan, aunque no fuese mosquetero,
hacía el servicio con una puntualidad conmovedora: estaba siempre de guardia, porque siempre
hacía compañía a aquel de sus tres amigos que montaba la suya. Se le conocía en el palacio de
los mosqueteros y todos le te nían por un buen camarada; el señor de Tréville, que le había
apreciado a la primera ojeada y que le tenía verdadero afecto, no cesaba de recomendarlo al rey.
Por su parte, los tres mosqueteros querían mucho a su joven camarada. La amistad que unía a
aquellos cuatro hombres, y la necesidad de verse tres o cuatro veces por día, bien para un duelo,
bien para asuntos, bien por placer, les hacían correr sin cesar a unos tras otros como sombras; y
se encontraba siempre a los inseparables buscándose del Luxemburgo a la plaza Saint-Sulpice, o
de la calle del Vieux-Colombier al Luxemburgo.
Mientras tanto, las promesas del señor de Tréville seguían su curso. Un buen día, el rey ordenó
al señor caballero Des Essarts tomar a D'Artagnan como cadete en su compáñía de guardias.
D'Artagnan endosó suspirando aquel uniforme que hubiera querido trocar, al precio de diez años
de su existencia, por la casaca de mosquetero. Pero el señor de Tréville prometió aquel favor tras
un noviciado de dos años, noviciado que podía ser abreviado por otra parte si se le presentaba a
D'Artagnan ocasión de hacer algún servicio al rey o de acometer alguna acción brillante.
D'Artagnan se retiró con esta promesa y desde el día siguiente comenzó su servicio.
Entonces fue cuando les llegó a Athos, Porthos y Aramis el turno de montar guardia con
D'Artagnan cuando estaba de guardia. La compañía del señor caballero Des Essarts tomó así
cuatro hombres en lugar de uno el día en que tomó a D'Artagnan.
Capítulo VIII
Una intriga de corte
Sin embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este mundo,
después de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro
compañeros habían caído en apuros. Al principio Athos sostuvo durante algún tiempo a la
asociación con sus propios dineros. Le había sucedido Porthos. y gracias a una de esas
desapariciones a las que estaban habituados. durante casi quince días había subvenido aún a las
necesidades de todos; por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena gana,
y que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logrado procurarse algunas pistolas.
Entonces, como de costumbre, recurrieron al señor de Tréville, que dio algunos adelantos
sobre el sueldo; pero aquellos adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros que
tenían muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía siquiera.
Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o
diez pistolas que Porthos jugó. Desgraciadamente, estaba en mala vena: perdió todo, además de
veinticinco pistolas sobre palabra.
Entonces los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus
lacayos correr las calles y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera todas las
cenas que pudieron encontrar; porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la prosperidad había
que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia.
Athos fue invitado cuatro veces y llevó cada vez a sus amigos con sus criados. Porthos tuvo
seis ocasiones a hizo lo propio con sus camaradas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre que, como
se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.
En cuanto a D'Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un
desayuno de chocolate en casa de un cura de su región, y una cena en casa de un corneta de los
guardias. Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a
casa del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Planchet, sólo se come una vez, aunque
se coma mucho.
D'Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener mas que una comida y media
-porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida- que ofrecer a
sus compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis. Se
creía en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe completamente juvenil, que él había
alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar
activamente. Reflexionó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes,
emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima
y bromas más o menos ingeniosas.
En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde la
bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando
aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los
cuatro puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien de
modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por
la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más
prohibida o alejada que estuviese. Lo único que asombraba a D'Artagnan es que sus compañeros
no hubieran pensado esto.
El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a
aquella fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que
buscaba Arquímedes, se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta.
D'Artagnan despertó a Planchet y le ordenó ir a abrir.
Que de la frase, «D'Artagnan despertó a Planchet», el lector no va ya a suponer que era de
noche o que aún no había llegado el día. ¡No! Acababan de sonar las cuatro. Planchet, dos horas
antes, había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondió con el refrán: «Quien duerme
come». Y Planchet comía durmiendo.
Fue introducido un hombre de cara bastante simple y que tenía aspecto de burgués.
De buena gana hubiera querido Planchet, para postre, oír la conversación; pero el burgués
declaró a D'Artagnan que por ser importante y confidencial lo que tenía que decirle deseaba
permanecer a solas con él.
D'Artagnan despidió a Planchet e hizo sentarse a su visitante.
Hubo un momento de silencio durante el cual los dos hombres se miraron para establecer un
conocimiento previo, tras lo cual D'Artagnan se inclinó en señal de que escuchaba.
-He oído hablar del señor D'Artagnan como de un joven muy va liente -dijo el burgués-, y esa
reputación de que goza con motivo me ha decidido a confiarle un secreto.
-Hablad, señor, hablad -dijo D'Artagnan, que por instinto olfateó algo ventajoso.
El burgués hizo una nueva pausa y continuó:
-Mi mujer es costurera de la reina, señor, y no carece ni de prudencia ni de belleza. Hace casi
tres años que me hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote, porque el
señor de La Porte el portamantas de la reina, es su padrino y la protege...
-¿Y bien, señor? -preguntó D'Artagnan.
-¡Pues bien! -prosiguió el burgués-. Pues bien señor, mi mujer ha sido raptada ayer por la
mañana cuando salía de su cuarto de trabajo.
-¿Y quién ha raptado a vuestra mujer?
-Con seguridad no sé nada, señor, pero sospecho de alguien.
-¿Y quién es esa persona de la que sospecháis?
-Un hombre que la perseguía desde hace tiempo.
-¡Diablos!
-Pero permitid que os diga, señor -prosiguió el burgués-, que estoy convencido de que en todo
esto hay menos amor que política.
-Menos amor que política -dijo D'Artagnan con un gesto pensativo-. ¿Y qué sospecháis?
-No sé si debería deciros lo que sospecho...
-Señor, os haré observar que yo no os pido absolutamente nada. Sois vos quien habéis venido.
Sois vos quien me habéis dicho que te néis un secreto que confiarme. Obrad, pues, a vuestro
gusto, aún estáis a tiempo de retiraros.
-No, señor, no; me parecéis un joven honesto, y tendré confianza en vos. Creo, pues, que mi
mujer no ha sido detenida por sus amores, sino por los de una dama más importante que ella.
-¡Ah ah! ¿No será por los amores de la señora de Bois-Tracy? -dijo D Artagnan, que quiso
aparentar ante su burgués que estaba al corriente de los asuntos de la corte.
-Más importante, señor más importante.
-¿De la señora D'Aiguillon?
-Más importante todavía.
-¿De la señora de Chevreuse?
-¡Más alto, mucho más alto!
-De la... -D'Artagnan se detuvo.
-Sí, señor -respondió tan bajo que apenas se pudo oír al espantado burgués.
-¿Y con quién?
-¿Con quién puede ser si no es con el duque de...
-El duque de...
-¡Sí, señor! -respondió el burgués dando a su voz una entonación más sorda todavía.
-Pero ¿cómo sabéis vos todo eso?
-¡Ah! ¿Que cómo lo sé?
-Sí, ¿cómo lo sabéis? Nada de confidencias a medias o... ¿Comprendéis?
-Lo sé por mi mujer, señor por mi propia mujer.
-Que lo sabe..., ¿por quién?
-Por el señor de La Porte. ¿No os he dicho que era la ahijada del señor de La Porte el hombre
de confianza de la reina? Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su Majestad para que
nuestra pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por el rey,
espiada como está por el cardenal, traicionada como es por todos.
-¡Ah, ah! Ya se van concretando las cosas -dijo D'Artagnan.
-Mi mujer vino hace cuatro días, señor; una de sus condiciones era que vendría a verme dos
veces por semana; porque, como tengo el honor de deciros, mi mujer me quiere mucho; mi
mujer, pues vino y me confió que la reina, en aquel momento, tenía grandes temores.
-¿De verdad?
-Sí, el señor cardenal, a lo que parece, la persigue y acosa más que nunca. No puede
perdonarle la historia de la zarabanda. ¿Sabéis vos la historia de la zarabanda?
-Pardiez, claro que la sé -respondió D'Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que
quería aparentar estar al corriente.
-De suerte que ahora ya no es odio; es venganza.
-¿De veras?
-Y la reina cree...
-Y bien, ¿qué cree la reina?
-Cree que han escrito al señor duque de Buckingham en su nombre.
-¿En nombre de la reina?
-Sí, para hacerle venir a Paris, y una vez venido a Paris, para atraerle a alguna trampa.
-¡Diablo! Pero vuestra mujer, mi querido señor, ¿qué tiene que ver en todo esto?
-Es conocida su adhesión a la reina, y se la quiere alejar de su ama, o intimidarla por estar al
tanto de los secretos de Su Majestad, o seducirla para servirse de ella como espía.
-Es probable -dijo D'Artagnan-; pero al hombre que la ha raptado, ¿lo conocéis?
-Os he dicho que creía conocerle.
-¿Su nombre?
-No lo sé; lo que únicamente sé es que es una criatura del cardenal, su instrumento ciego.
-Pero ¿lo habéis visto?
-Sí, mi mujer me lo ha mostrado un día.
-¿Tiene algunas señas por las que se le pueda reconocer?
-Por supuesto, es un señor de gran estatura, pelo negro, tez morena, mirada penetrante,
dientes blancos y una cicatriz en la sien.
-¡Una cicatriz en la sien! -exclamó D'Artagnan-. Y además dientes blancos, mirada penetrante,
tez morena, pelo negro y gran estatura. ¡Es mi hombre de Meung!
-¿Es vuestro hombre, decís?
-Sí, sí; pero esto no importa. No, me equivoco, esto simplifica mucho las cosas por el contrario;
si vuestro hombre es el mío, ejecuta ré dos venganzas de un golpe; eso es todo; pero ¿dónde
coger a ese hombre?
-No lo sé.
-¿No tenéis ninguna información sobre su domicilio?
-Ninguna; un día que yo llevaba a mi mujer al Louvre, él salía al tiempo que ella iba a entrar, y
me lo señaló.
-¡Diablo! ¡Diablo! -murmuró D'Artagnan-. Todo esto es muy va go. ¿Por quién habéis sabido el
rapto de vuestra mujer?
-Por el señor de La Porte.
-¿Os ha dado algún detalle?
-El no tenía ninguno.
-¿Y vos no habéis sabido nada por otro lado?
-Sí, he recibido...
-¿Qué?
-Pero no sé si no cometo una gran imprudencia.
-¿Volvéis otra vez a las andadas? Sin embargo, os haré observar que esta vez es algo tarde
para retrocedes.
-Yo no retrocedo, voto a bríos -exclamó el burgués jurando para hacerse ilusiones-. Además,
palabra de Bonacieux...
-Os llamáis Bonacieux? -le interrumpió D'Artagnan.
-Sí, ése es mi nombre.
-Decíais, pues, ¡palabra de Bonacieux! Perdón si os he interrumpido; pero me parecía que ese
nombre no me era desconocido.
-Es posible, señor. Yo soy vuestro casero.
-¡Ah, ah! -dijo D'Artagnan semincorporándose y saludando-. ¿Sois mi casero?
-Sí, señor, sí. Y como desde hace tres meses estáis en mi casa, y como, distraído sin duda por
vuestras importantes ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo, no os
he atormentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi delicadeza.
-¡Cómo no, mi querido señor Bonacieux! -prosiguió D'Arta gnan-. Creed que estoy plenamente
agradecido por semejante proceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en algo...
-Os creo, señor, os creo, y como iba diciéndoos, palabra de Bo nacieux, tengo confianza en vos.
-Acabad, pues, lo que habéis comenzado a decirme.
El burgués sacó un papel de su bolsillo y lo presentó a D'Artagnan.
-¡Una carta! -dijo el joven.
-Que he recibido esta mañana.
D'Artagnan la abrió, y como el día empezaba a declinar, se acercó a la ventana. El burgués le
siguió.
«No busquéis a vuestra mujer -leyó D'Artagnan-; os será devuelta cuando ya no haya
necesidad de ella. Si dais un solo paso para encontrarla estáis perdido.»
-Desde luego es positivo -continuó D'Artagnan-; pero, después de todo, no es más que una
amenaza.
-Sí, peso esa amenaza me espanta; yo, señor, no soy un hombre de espada en absoluto; y le
tengo miedo a la Bastilla.
-¡Hum! -hizo D'Artagnan-. Pero es que yo temo la Bastilla tanto como vos. Si no se tratase más
que de una estocada, pase todavía.
-Sin embargo, señor, había contado con vos para esta ocasión.
¿Sí?
-Al veros rodeado sin cesar de mosqueteros de aspecto magnífico y reconocer que esos
mosqueteros eran los del señor de Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había
pensado que vos y vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina, esta ríais
encantados de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.
-Sin duda.
-Y además había pensado que, debiéndome tres meses de alquiler de los que nunca os he
hablado...
-Sí, sí, ya me habéis dado ese motivo, y lo encuentro excelente.
-Contando además con que, mientras me hagáis el honor de permanecer en mi casa, no os
hablaré nunca de vuestro alquiler futuro...
-Muy bien.
-Y añadid a eso, si fuera necesario, que cuento con ofreceros una cincuentena de pistolas si,
contra toda probabilidad, os hallarais en apuros en este momento.
-De maravilla; pero entonces, ¿sois rico, mi querido señor Bonacieux?
-Vivo con desahogo, señor, esa es la palabra; he amontonado algo así como dos o tres mil
escudos de renta en el comercio de la mercería, y sobre todo colocado al unos fondos en el
último viaje del célebre navegante Jean Mocquet de suerte que, como comprenderéis, señor...
¡Ah! Pero... -exclamó el burgués.
-¿Qué? -preguntó D'Artagnan.
-¿Qué veo ahî?
-¿Dónde?
-En la calle, frente a vuestras ventanas, en el hueco de aquella puerta: un hombre embozado
en una capa.
-¡Es él! -gritaron a la vez D'Artagnan y el burgués, reconociendo los dos al mismo tiempo a su
hombre.
-¡Ah! Esta vez -exclamó D'Artagnan saltando sobre su espada-, esta vez no se me escapará.
Y sacando su espada de la vaina, se precipitó fuera del alojamiento.
En la escalera encontró a Athos y Porthos que venían a verle. Se apartaron. D'Artagnan pasó
entre ellos como una saeta.
-¡Vaya! ¿Adónde comes de ese modo? -le gritaron al mismo tiempo los dos mosqueteros.
-¡El hombre de Meung! -respondió D'Artagnan, y desapareció.
D'Artagnan había contado más de una vez a sus amigos su aventura con el desconocido, así
como la aparición de la bella viajera a la que aquel hombre había parecido confiar una misiva tan
importante.
La opinión de Athos había sido que D'Artagnan había perdido su carta en la pelea. Un
gentilhombre, según él -y, por la descripción que D'Artagnan había hecho del desconocido, no
podía ser más que un gentilhombre-, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella bajeza, de
robar una carta.
Porthos no había visto en todo aquello más que una cita amorosa dada por una dama a un
caballero o por un caballero a una dama, y que había venido a turbar la presencia de D'Artagnan
y de su caballo amarillo.
Aramis había dicho que esta clase de cosas, por ser misteriosas, más valía no profundizarlas.
Comprendieron, pues por algunas palabras escapadas a D'Artagnan, de qué asunto se trataba,
y como pensaron que después de haber cogido a su hombre o haberlo perdido de vista,
D'Artagnan terminaría por volver a subir a su casa, prosiguieron su camino.
Cuando entraron en la habitación de D'Artagnan, la habitación estaba vacía: el casero,
temiendo las secuelas del encuentro que sin duda iba a tener lugar entre el joven y el
desconocido, había juzgado, debido a la exposición que él mismo había hecho de su carácter,
que era prudente poner pies en polvorosa.
Capítulo IX
D'Artagnan se perfila
Como habían previsto Athos y Porthos, al cabo de una media hora D'Artagnan regresó.
También esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto.
D'Artagnan había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había
encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin, había vuelto a aquello
por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el
desconocido se había apoyado; pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces
seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían
acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado
que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses
completamente deshabitada.
Mientras D'Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus
dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D'Artagnan encontró la reunión al completo.
-¿Y bien? -dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D'Artagnan con el sudor en la
frente y el rostro alterado por la cólera
-¡Y bien! -exclamó éste arrojando la espada sobre la cama-. Ese hombre tiene que ser el diablo
en persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un espectro.
-¿Creéis en las apariciones? -le preguntó Athos a Porthos.
-Yo no creo más que en lo que he visto, y como nunca he visto apariciones, no creo en ellas.
-La Biblia -dijo Aramis- hace ley el creer en ellas; la sombra de Samuel se apareció a Saúl y es
un artículo de fe que me molestaría ver puesto en duda, Porthos.
-En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha
nacido para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un
asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.
-¿Cómo? -dijeron a la vez Porthos y Aramis.
En cuanto a Athos, fiel a su sistema de mutismo, se contentó con interrogar a D'Artagnan con
la mirada.
-Planchet -dijo D'Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta
entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación-, bajad a casa de mi
casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de
Beaugency: es el que prefiero.
-¡Vaya! ¿Es que tenéis crédito con vuestro casero? -preguntó Porthos.
-Sí -respondió D'Artagnan-, desde hoy. Y estad tranquilos, que, si su vino es malo, le
enviaremos a buscar otro.
-Hay que usar y no abusar -dijo silenciosamente Aramis.
-Siempre he dicho que D'Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro -dijo Athos, quien,
despues de haber emitido esta opinión, a la que D'Artagnan respondió con un saludo, cayó al
punto en su silencio acostumbrado.
-Pero, en fin, veamos, ¿qué pasa? -preguntó Porthos.
-Sí -dijo Aramis--, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se
halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos.
-Tranquilizaos -respondió D'Artagnan-, ningún honor tendrá que quejarse de lo que tengo que
deciros.
Y entonces contó a sus amigos palabra por palabra lo que acababa de ocurrir entre él y su
huésped, y cómo el hombre que había raptado a la mujer del digno casero era el mismo con el
que había tenido que disputar en la hostería del Franc Meunier.
-Vuestro asunto no es malo -dijo Athos después de haber degustado el vino como experto a
indicado con un signo de cabeza que lo encontraba bueno-, y se podrá sacar de ese buen
hombre de cincuenta a sesenta pistolas. Ahora queda por saber si cincuenta o sesenta pistolas
valen la pena de arriesgar cuatro cabezas.
-Pero prestad atención -exclamó D'Artagnan-, hay una mujer en este asunto, una mujer
raptada, una mujer a la que sin duda se amenaza, a la que quizá se tortura, y todo ello porque
es fiel a su ama.
-Tened cuidado, D'Artagnan, tened cuidado -dijo Aramis-, os acaloráis demasiado, en mi
opinión, por la suerte de la señora Bonacieux. La mujer ha sido creada para nuestra perdición, y
de ella es de donde nos vienen todas nuestras miserias.
A esta sentencia de Aramis, Athos frunció el ceño y se mordió los labios.
-No me inquieto por la señora Bonacieux -exclamó D'Arta gnan-, sino por la reina, a quien el rey
abandona, a quien el cardenal persigue y que ve caer, una tras otra, las cabezas de todos sus
amigos.
-¿Por qué ella ama lo que más detestamos del mundo, a los españoles y a los ingleses?
-España es su patria -respondió D'Artagnan-, y es muy lógico que ame a los españoles, que
son hijos de la misma tierra que ella. En cuanto al segundo reproche que le hacéis, he oído decir
que no amaba a los ingleses, sino a un inglés.
-¡Y a fe mía -dijo Athos- hay que confesar que ese inglés es bien digno de ser amado! Jamás
he visto mayor estilo que el suyo.
-Sin contar con que se viste como nadie -dijo Porthos-. Estaba yo en el Louvre el día en que
esparció sus perlas, y, ipardiez!, yo cogí dos que vendí por diez pistolas la pieza. Y tú, Aramis, ¿le
conoces?
-Tan bien como vosotros, señores, porque yo era uno de aquellos a los que se detuvo en el
jardín de Amiens, donde me había introducido el señor de Putange, el caballerizo de la reina. En
aquella época yo estaba en el seminario, y la aventura me pareció cruel para el rey.
-Lo cual no me impediría -dijo D'Artagnan-, si supiera dónde está el duque de Buckingham,
cogerle por la mano y conducirle junto a la reina, aunque no fuera más que para hacer rabiar al
señor cardenal; porque nuestro verdadero, nuestro único, nuestro eterno enemigo, señores, es el
cardenal, y si pudiéramos encontrar un medio de jugarle alguna pasada cruel, confieso que
comprometería de buen grado micabeza.
-Y el mercero, D'Artagnan -prosiguió Athos-, ¿os ha dicho que la reina pensaba que se había
hecho venir a Buckingham con un falso aviso?
-Eso teme ella.
-Esperad -dijo Aramis.
-¿Qué? -preguntó Porthos.
-Seguid, seguid, trato de acordarme de las circunstancias.
-Y ahora estoy convencido -dijo D'Artagnan-, de que el rapto de esa mujer de la reina está
relacionado con los acontecimientos de que hablamos, y quizá con la presencia de Buckingham
en Paris.
-El gascón está lleno de ideas -dijo Porthos con admiración.
-Me gusta mucho oírle hablar -dijo Athos-, su patois me divierte.
-Señores -prosiguió Aramis-, escuchad esto.
-Escuchemos a Aramis -dijeron los tres amigos.
-Ayer me encontraba yo en casa de un sabio doctor en teología al que consulto a veces por mis
estudios...
Athos sonrió.
-Vive en un barrio desierto -continuó Aramis-, sus gustos, su profesión lo exigen. Y en el
momento en que yo salía de su casa...
-¿Y bien? -preguntaron sus oyentes-. ¿En el momento en que salíais de su casa?
Aramis pareció hacer un esfuerzo sobre sí mismo, como un hombre que, en plena corriente de
mentira, se ve detener por un obstáculo imprevisto; pero los ojos de sus tres compañeros
estaban fijos en él, sus orejas esperaban abiertas, no había medio de retroceder.
-Ese doctor tiene una nieta -continuó Aramis.
-¡Ah! ¡Tiene una nieta! -interrumpió Porthos.
-Dama muy respetable -dijo Aramis.
Los tres amigos se pusieron a reír.
-¡Ah, si os reís o si dudáis -prosiguió Aramis-, no sabréis nada!
-Somos creyentes como mahometanos y mudos como catafalcos . -dijo Athos.
-Entonces continúo -prosiguió Aramis-. Esa nieta viene a veces a ver a su tío; y ayer ella, por
casualidad, se encontraba allí al mismo tiempo que yo, y tuve que ofrecerme para conducirla a su
carroza.
-¡Ah! ¿Tiene una carroza la nieta del doctor? -interrumpió Porthos, uno de cuyos defectos era
una gran incontinencia de lengua-. Buen conocimiento, amigo mío.
-Porthos -prosiguió Aramis-, ya os he hecho notar más de una vez que sois muy indiscreto, y
que eso os perjudica con las mujeres.
-Señores, señores -exclamó D'Artagnan, que entreveía el fondo de la aventura-, la cosa es
seria; tratemos, pues, de no bromear si podemos. Seguid, Aramis, seguid.
-De pronto, un hombre alto, moreno, con ademanes de gentilhombre..., vaya, de la clase del
vuestro, D'Artagnan.
-El mismo quizá -dijo éste.
-Es posible... -continuó Aramis- se acercó a mí, acompañado por cinco o seis hombres que le
seguían diez pasos atrás, y con el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame»,
continuó dirigiéndose a la dama a la que yo llevaba del brazo...
-¿A la nieta del doctor?
-¡Silencio, Porthos! -dijo Athos-. Sois insoportable.
-«Haced el favor de subir en esa carroza, y eso sin tratar de poner la menor resistencia, sin
hacer el menor ruido.»
- Os había tomado por Buckingham! -exclamó D'Artagnan.
-Eso creo -respondió Aramis.
-Pero ¿y la dama? -preguntó Porthos.
-¡La había tomado por la reina! -dijo D'Artagnan.
-Exactamente -respondió Aramis.
-¡El gascón es el diablo! -exclamó Athos-. Nada se le escapa.
-El hecho es -dijo Porthos- que Aramis es de la estatura y tiene algo de porte del hermoso
duque; pero, sin embargo, me parece que el traje de mosquetero...
-Yo tenía una capa enorme -dijo Aramis.
-En el mes de julio, ¡diablos! -dijo Porthos-. ¿Es que el doctor teme que seas reconocido?
-Me cabe en la cabeza incluso -dijo Athos- que el espía se haya dejado engañar por el porte;
pero el rostro...
-Yo llevaba un gran sombrero -dijo Aramis.
-¡Dios mío, cuántas precauciones para estudiar teología!
-Señores, señores -dijo D'Artagnan-, no perdamos nuestro tiempo bromeando; dividámonos y
busquemos a la mujer del mercero, es la llave de la intriga.
-¡Una mujer de condición tan inferior! ¿Lo creéis, D'Artagnan? --preguntó Porthos estirando los
labios con desprecio.
-Es la ahijada de La Porte, el ayuda de cámara de confianza de la reina. ¿No os lo he dicho,
señores.Y además, quizá sea un cálculo de Su Majestad haber ido, en esta ocasión, a buscar sus
apoyos tan bajo. Las altas cabezas se ven de lejos, y el cardenal tiene buena vista.
-¡Y bien! -dijo Porthos-. Arreglad primero precio con el mercero, y buen precio.
-Es inútil -dijo D'Artagnan- porque creo que, si no nos paga, quedaremos suficientemente
pagados por otro lado.
En aquel momento, un ruido precipitado resonó en la escalera, la puerta se abrió con estrépito
y el malhadado mercero se abalanzó en la habitación donde se celebraba el consejo.
-¡Ah, señores! -exclamó- ¡Salvadme, en nombre del cielo, salvadme! Hay cuatro hombres que
vienen para detenerme! ¡Salvadme, salvadme!
Porthos y Aramis se levantaron.
-Un momento -exclamó D'Artagnan haciéndoles señas de que devolviesen a la vaina sus
espadas medio sacadas-; un momento, no es valor lo que aquí se necesita, es prudencia.
-Sin embargo -exclamó Porthos-, no dejaremos...
-Vos dejaréis hacer a D'Artagnan -dijo Athos-; es, lo repito, la cabeza fuerte de todos nosotros,
y por lo que a mí se refiere, declaro que yo le obedezco. Haz lo que quieras, D'Artagnan.
En aquel momento, los cuatro guardias aparecieron a la puerta de la antecámara, y al ver a
cuatro mosqueteros en pie y con la espada en el costado, dudaron seguir adelante.
-Entrad, señores, entrad -gritó D'Artagnan-, aquí estáis en mi casa, y todos nosotros somos
fieles servidores del rey y del señor cardenal.
-¿Entonces, señores, no os opondréis a que ejecutemos las órdenes que hemos recibido?
-preguntó aquel que parecía el jefe de la cuadrilla.
-Al contrario, señores, y os echaríamos una mano si fuera necesario.
-Pero ¿qué dice? -masculló Porthos.
-Eres un necio -dijo Athos-. ¡Silencio!
-Pero me habéis prometido... -dijo en voz baja el pobre mercero.
-No podemos salvaros más que estando libres -respondió rápidamente y en voz baja
D'Artagnan-, y si hiciéramos ademán de defenderos, se nos detendría con vos.
-Me parece, sin embargo...
-Adelante, señores, adelante -dijo en voz alts D'Artagnan-, no tengo ningún motivo para
defender al señor. Le he visto hoy por primera vez, y ¡en qué ocasión! El mismo os la dirá: para
venir a reclamarme el precio de mi alquiler. ¿Es c¡erto, señor Bonacieux? ¡Responded!
-Es la verdad pura -exclamó el mercero-, pero el señor no os dice...
-Silencio sobre mí, silencio sobre mis amigos, silencio sobre la reina sobre todo, o perderéis a
todo el mundo sin salvaros. ¡Vamos, va mos, señores, llevaos a este hombre!
Y D Artagnan empujó al mercero todo aturdido a las manos de los guardias, diciéndole:
-Sois un tunante querido. ¡Venir a pedirme dinero a mí, a un mosquetero! ¡A prisión, señores,
una vez más, llevadle a prisión, y guardadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso me dará
tiempo para pagar!
Los esbirros se confundieron en agradecimientos y se llevaron su presa.
En el momento en que bajaban, D'Artagnan palmoteó sobre el hombro del jefe:
-¿Y no beberé yo a vuestra salud y vos a la mía? -dijo llenando dos vasos de vino de
Béaugency que tenía gracias a la liberalidad del señor Bonacieux.
-Será para mí un gran honor -dijo el jefe de los esbirros-, y acepto con gratitud.
-Entonces, a la vuestra, señor... ¿cómo os llamáis?
-Boisrenad.
-¡Señor Boisrenard!
-¡A la vuestra, mi gentilhombre! ¿A vuestra vez, cómo os llamáis, si os place?
-D Artagnan.
-¡A la vuestra, señor D'Artagnan!
-¡Y por encima de todas éstas -exclamó D'Artagnan como arrebatado por su entusiasmo-, a la
del rey y del cardenal!
Quizá el jefe de los esbirros hubiera dudado de la sinceridad de D'Artagnan si el vino hubiera
sido malo, pero al ser bueno el vino, se quedó convencido.
-Pero ¿qué diablo de villanía habéis hecho? -dijo Porthos cuando el aguacil en jefe se hubo
reunido con sus compañeros y los cuatro amigos se encontraron solos-. ¡Vaya! ¡Cuatro
mosqueteros dejan arrestar en medio de ellos a un desgraciado que pide ayuda! ¡Un gentilhombre
brindar con un corchete!
-Porthos -dijo Aramis-, ya Athos lo ha prevenido que eras un necio, y yo soy de su opinión.
D'Artagnan, eres un gran hombre, y para cuando estés en el puesto del señor de Tréville, pido tu
protección para conseguir tener una abadía.
-¡Maldita sea! No lo entiendo -dijo Porthos-. ¿Aprobáis lo que D'Artagnan acaba de hacer?
-Claro que sí -dijo Athos-; y no solamente apruebo lo que acaba de hacer, sino que incluso le
felicito por ello.
-Y ahora, señores -dijo D'Artagnan sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a Porthos-,
todos para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es as¡?
-Pero... -dijo Porthos.
-¡Extiende la mano y jura! -gritaron a la vez Athos y Aramis.
Vencido por el ejemplo, rezongando por lo bajo, Porthos extendió la mano y los cuatro amigos
repitieron a un solo grito la fórmula dicta da por D'Artagnan:
«Todos para uno, uno para todos.»
-Está bien, que cada cual se retire ahora a su casa -dijo D'Artagnan como si no hubiera hecho
otra cosa en toda su vida que ordenar-, y atención, porque a partir de este momento, henos aquí
enfrentados al cardenal.
Capítulo X
Una ratonera en el siglo XVII
La invención de la ratonera no data de nuestros días; cuando las sociedades, al formarse,
inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.
Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem,
y como desde que escribimos -y hace ya unos quince años de esto- es ésta la primera vez que
empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ratonera.
Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen
cualquiera, se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en
la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene; de
esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habituales del establecimiento.
He ahí lo que es una ratonera.
Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que apareció fue
detenido a interrogado por las gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un camino
particular conducía al primer piso que habitaba D'Artagnan, los que venían a su casa eran
exceptuados entre todas las visitas.
Además allí sólo venían los tres mosqueteros; se habían puesto a buscar cada uno por su lado,
y nada habían encontrado ni descubierto. Athos había llegado incluso a preguntar al señor de
Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su
capitán. Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al
cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los
ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando. Pero esta última
circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba mucho.
El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la
reina, rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros.
En cuanto a D'Artagnan, no se movía de su casa. Había convertido su habitación en
observatorio. Desde las ventanas veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como
había quitado las baldosas del suelo como había horadado el esamblaje y sólo un simple techo le
separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo cuanto pasaba
entre los inquisidores y los acusados.
-¿La señora Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su marido o para alguna otra
persona?
-¿El señor Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su mujer o para alguna otra persona?
-¿Alguno de los dos os ha hecho alguna confidencia de viva voz?
-Si supieran algo, no preguntarían así -se dijo a sí mismo D'Artagnan-. Ahora bien ¿qué tratan
de saber? Si el duque de Buckingham se halla en Paris y si ha tenido o debe tener alguna
entrevista con la reina.
D'Artagnan se detuvo ante esta idea que, después de todo lo que había oído, no carecía de
verosimilitud.
Mientras tanto la ratonera estaba en servicio permanentemente, y la vigilancia de D'Artagnan
también.
La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a
D'Artagnan para ir a casa del señor de Trévilie cuando acababan de sonar las nueve, y cuando
Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de
la calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar: alguien acababa de caer en la ratonera.
D'Artagnan se abalanzó hacia el sitio desenlosado, se acostó boca abajo y escuchó.
No tardaron en oírse gritos, luego gemidos que se trataban de ahogar. En cuanto al
interrogatorio, no se trataba de eso.
-¡Diablos! -se dijo D'Artagnan-. Me parece que es una mujer: la registran, ella resiste, la
violentan, ¡miserables!
Y D'Artagnan, pese a su prudencia, se contenía para no mezclarse en la escena que ocurría
debajo de él.
-Pero si os digo que soy la dueña de la casa, señores; os digo que soy la señora Bonacieux; los
digo que pertenezco a la reina! -gritaba la desgraciada mujer.
-¡La señora Bonacieux! -murmuró D'Artagnan-. ¿Seré lo bastante afortunado para haber
encontrado lo que todo el mundo busca?
-Precisamente a vos estábamos esperando -dijeron los interrogadores.
La voz se volvió más y más ahogada: un movimiento tumultuoso hizo resonar el artesonado. La
víctima se resistía tanto como una mujer puede resistir a cuatro hombres.
-Perdón, señores, per... -murmuró la voz, que no hizo oír más que sonidos inarticulados.
-La amordazan, van a llevársela -exclamó D'Artagnan irguiéndose como movido por un
resorte-. Mi espada; bueno, está a mi lado. ¡Planchet!
-¿Señor?
-Corre a buscar a Athos, Porthos y Aramis. Uno de los tres estará probablemente en su casa,
quizá ya hayan vuelto los tres. Que cojan las armas, que vengan, que acudan. ¡Ah!, ahora que
me acuerdo, Athos está con el señor de Tréville.
-Pero ¿dónde vais, señor, dónde vais?
-Bajo por la ventana -exclamó D'Artagnan- para llegar antes; tú, vuelve a poner las baldosas,
barre el suelo, sal por la puerta y corre donde te digo.
-¡Oh, señor, señor, vais a mataros! -exclamó Planchet.
-¡Cállate, imbécil! -dijo D'Artagnan.
Y aferrándose con la mano al reborde de su ventana, se dejó caer desde el primer piso, que
afortunadamente no era elevado, sin hacerse ningún rasguño.
Al punto se fue a llamar a la puerta murmurando:
-Voy a dejarme coger yo también en la ratonera, y pobres de los gatos que ataquen a
semejante ratón.
Apenas la aldaba hubo resonado bajo la mano del joven cuando el tumulto cesó, unos pasos se
acercaron, se abrió la puerta y D'Artagnan, con la espada desnuda, se abalanzó en la vivienda de
maese Bo nacieux, cuya puerta, movida sin duda por algún resorte, volvió a cerrarse tras él.
Entonces, quienes habitaban aún la desgraciada casa de Bonacieux y los vecinos más próximos
oyeron grandes gritos pataleos, entrechocar de espaldas y un ruido prolongado de muebles.
Luego, un momento después, aquellos que sorprendidos por aquel ruido habían salido a las
ventanas para conocer la causa, pudieron ver cómo la puerta se abría y no salir a cuatro
hombres vestidos de negro, sino volar como cuervos espantados, dejando por tierra y en las
esquinas de las mesas plumas de sus alas, es decir, jirones de sus vestidos y trozos de sus capas.
D'Artagnan fue vencedor sin mucho trabajo, hay que decirlo, porque sólo uno de los aguaciles
estaba armado y aún se defendió por guardar las formas. Es cierto que los otros tres habían
tratado de matar al joven con las sillas, los taburetes y las vasijas; pero dos o tres rasguños
hechos por la tizona del gascón les habían asustado. Diez minutos habían bastado a su derrota, y
D'Artagnan se había hecho dueño del campo de batalla.
Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría peculiar de los habitantes de
Paris en aquellos tiempos de tumultos y de riñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando
hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo
estaba acabado.
Además se hacía tarde, y entonces, como hoy, se acostaban temprano en el barrio de
Luxemburgo.
D'Artagnan, solo con la señora Bonacieux, se volvió hacia ella: la pobre mujer estaba derribada
sobre un butacón y semidesvestida. D'Artagnan la examinó de una ojeada rápida.
Era una encantadora mujer de veinticinco a veintiséis años, morena con ojos azules, con una
nariz ligeramente respingona, dientes admirables, un tinte marmóreo de rosa y de ópalo. Hasta
ahí llegaban los signos que podían hacerla confundir con una gran dama. Las manos eran
blancas, pero sin finura: los pies no anunciaban a la mujer de calidad. Afortunadamente,
D'Artagnan no se hallaba preocupado todavía por estos detalles.
Mientras D'Artagnan examinaba a la señora Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos dicho,
vio en el suelo un fino pañuelo de batista, que recogió según su costumbre, y en una de cuyas
esquinas reconoció la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había obligado a batirse
con Aramis.
Desde aquel momento, D'Artagnan desconfiaba de los pañuelos blasonados; por eso, sin decir
nada, volvió a poner el que había recogido en el bolsillo de la señora Bonacieux.
En aquel instante, la señora Bonacieux recobraba el sentido. Abrió los ojos, miró con terror en
torno suyo, vio que la habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador. Le tendió al
punto las manos sonriendo. La señora Bonacieux tenía la sonrisa más encantadora del mundo.
-¡Ah, señor! -dijo ella-. Sois vos quien me habéis salvado; permitidme que os dé las gracias.
-Señora -dijo D'Artagnan-, no he hecho más que lo que todo gentilhombre hubiera hecho en mi
lugar; no me debéis, pues, ningún agradecimiento.
-Claro que sí, señor, claro que sí, y espero probaros que no habéis prestado un servicio a una
ingrata. Pero ¿qué querían de mí esos hombres, a los que al principio he tomado por ladrones, y
por qué el señor Bonacieux no está aquí?
-Señora, esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pudiera serlo los ladrones,
porque son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido, el señor Bónacieux no
está aquí porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la Bastilla.
-¡Mi marido en la Bastilla! -exclamó la señora Bonacieux-. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha hecho?
¡Pobre querido mío, él, la inocencia misma!
Y alguna cosa como una sonrisa apuntaba sobre el rostro aún todo asustado de la joven.
-¿Qué ha hecho, señora? -dijo D'Artagnan-. Creo que su único crimen es tener a la vez la dicha
y la desgracia de ser vuestro marido.
-Pero, señor, sabéis entonces...
-Sé que habéis sido raptada, señora.
-¿Y por quién? ¿Lo sabéis? ¡Oh, si lo sabéis, decídmelo!
-Por un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de pelo negro, de tez morena, con una
cicatriz en la sien izquierda.
-¡Eso es, eso es! Pero ¿y su nombre?
-¡Ah, su nombre! Es lo que yo ignoro.
- ¿Y- mi marido sabía que había sido raptada?
-Había sido advertido por una carta que le había escrito el raptor mismo.
-¿Y sospecha -preguntó la señora Bonacieux con apuro- la causa de este suceso?
-Lo atribuía, según creo, a una causa política.
-Yo al principio dudé, y ahora pienso como él. ¿Así es que mi querido Bonacieux no ha
sospechado ni un solo instante de mí...?
-¡Lejos de ello, señora, estaba muy orgulloso de vuestra sabiduría y sobre todo de vuestro
amor!
Una segunda sonrisa casi imperceptible afloró a los labios rosados de la hermosa joven.
-Pero -prosiguió D'Artagnan- ¿cómo habéis huido?
-He aprovechado un momento en que me han dejado sola, y como desde esta mañana sabía a
qué atenerme sobre mi rapto, con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana; entonces,
como creía aquí a mi marido, he acudido corriendo.
-¿Para poneros bajo su protección?
-¡Oh! No, pobre hombre, yo sabía de sobra que él era incapaz de defenderme; pero como
podía servirnos para otra cosa, quería preve nirle.
-¿De qué?
-¡Oh! Ese no es mi secreto, no puedo por tanto decíroslo.
-Y además -dijo D'Artagnan- (perdón, señora, si, como guardia que soy, os llamo a la
prudencia), además creo que no estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias. Los
hombres que he puesto en fuga van a volver con ayuda; si nos encuentran aquí, estamos
perdidos. Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los habrán encontrado en
sus casas!
-Sí, sí, tenéis razón -exclamó la señora Bonacieux asustada-; huyamos, corramos.
Tras estas palabras, pasó su brazo bajo el de D'Artagnan y lo apretó vivamente.
-Pero ¿adónde huir? -dijo D'Artagnan-. ¿Adónde correr?
-Lo primero, alejémonos de esta casa, después ya veremos.
Y la joven y el joven, sin molestarse en cerrar la puerta, descendieron rápidamente por la calle
des Fossoyeurs, se adentraron por la calle des Fossés-Monsieur-le-Prince y no se detuvieron
hasta la plaza Saint-Sulpice.
-¿Y ahora qué vamos a hacer -preguntó D'Artagnan- y adónde queréis que os conduzca?
-Me resulta muy difícil responderos, os lo confieso -dijo la señora Bonacieux-; mi intención era
hacer avisar al señor de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La Porte
pudiera decirnos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres días, y si había
peligro para mí en presentarme.
-Pero yo -dijo D'Artagnan- puedo avisar al señor de La Porte.
-Sin duda; sólo que hay un obstáculo, y es que al señor Bonacieux lo conocen en el Louvre y le
dejarían pasar, mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la puerta.
-¡Ah, bah! -dijo D'Artagnan-. Vos tenéis en algún postigo del Louvre un conserje que os es
adicto, y que gracias a una contraseña...
La señora Bonacieux miró fijamente al joven.
-¿Y si os diera esa contraseña -dijo ella- la olvidaríais tan pronto como la hubierais utilizado?
-¡Palabra de honor, a fe de gentilhombre! -dijo D'Artagnan con un acento en cuya verdad nadie
podía equivocarse.
-Bueno, os creo: tenéis aspecto de joven valiente y por otra parte vuestra fortuna está quizá al
cabo de vuestra dedicación.
-Haré sin promesa y por conciencia todo cuanto pueda para servir al rey y ser agradable a la
reina -dijo D'Artagnan-; disponed, pues, de mí como de un amigo.
-¿Y a mí dónde me meteréis durante ese tiempo?
-¿No tenéis una persona a cuya casa pueda el señor de La Porte venir a buscaros?
-No, no quiero fiarme de nadie.
-Esperad -dijo D'Artagnan-, estamos a la puerta de Athos. Sí, ésta es.
-¿Quién es Athos?
-Uno de mis amigos.
-¿Y si está en casa y me ve?
-No está, y me llevaré la llave después de haberos hecho entrar en su habitación.
-¿Y si vuelve?
-No volverá; además se le dirá que he traído una mujer, y que esa mujer está en su casa.
-Pero eso me comprometerá mucho, ¿no lo sabéis?
-¡Qué os importa! Nadie os conoce; además, nos hallamos en una situación de pasar por alto
algunas conveniencias.
-Entonces vamos a casa de vuestro amigo. ¿Dónde vive?
-En la calle Férou, a dos pasos de aquí.
-Vamos.
Y los dos reemprendieron su camera. Como había previsto D'Artagnan, Athos no estaba en su
casa; tomó la llave, que tenían la costumbre de darle como a un amigo de la casa, subió la
escalera a introdujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción ya hemos
hecho.
-Estáis en vuestra casa -dijo él-, tened cuidado, cerrad las ventanas por dentro y no abráis a
nadie, a menos que oigáis dar tres golpes así, mirad -y golpeó tres veces: dos golpes cercanos
uno al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más ligero.
-Está bien -dijo la señora Bonacieux-; ahora me toca a mí daros mis instrucciones.
-Escucho.
-Presentaros en el portillo del Louvre por el lado de la calle de l'Echelle y preguntad por
Germain.
-Está bien. ¿Y después?
-Os preguntará qué queréis, y entonces vos le responderéis con estas dos palabras: Tours y
Bruxelles. Al punto se pondrá a vuestras órdenes.
-¿Y qué le ordenaré yo?
-Ir a buscar al señor de La Porte, el ayuda de cámara de la reina.
-¿Y cuando haya ido a buscarle y el señor de La Porte haya venido?
-Me lo enviaréis.
-Está bien, pero ¿cómo os volveré a ver?
-¿Os importa mucho volverme a ver?
-Por supuesto.
-Pues bien, dejadme a mí ese cuidado, y estad tranquilo.
-Cuento con vuestra palabra.
-Contad con ella.
D'Artagnan saludó a la señora Bonacieux lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible
concentrar sobre su encantadora personita, y. mientras bajaba la escalera, oyó la puerta cerrarse
tras él con doble vuelta de llave. En dos saltos estuvo en el Louvre; cuando entraba en el postigo
de l'Echelle sonaban las diez. Todos los acontecimientos que acabamos de contar habían
sucedido en media hora.
Todo se cumplió como lo había anunciado la señora Bonacieux. A la consigna convenida,
Germain se inclinó; diez minutos después, La Porte estaba en la portería; en dos palabras,
D'Artagnan le puso al corriente y le indicó dónde estaba la señora Bonacieux. La Porte se aseguró
por dos veces la exactitud de las señas, y partió corriendo. Sin embargo, apenas hubo dado diez
pasos cuando volvió.
-Joven -le dijo a D'Artagnan-, un consejo.
-¿Cuál?
-Podríais ser molestado por lo que acaba de pasar.
-¿Lo creéis?
-Sí.
-¿Tenéis algún amigo cuya péndola se retrase?
-¿Para...?
-Id a verle para que pueda testimoniar que estabais en su casa a las nueve y media. En
justicia, esto se llama una coartada.
D'Artagnan encontró prudente el consejo; puso pies en polvorosa, llegó a casa del señor de
Tréville; pero en lugar de pasar al salón con todo el mundo, pidió entrar en el gabinete. Como
D'Artagnan era uno de los habituales del palacio, no hubo ninguna dificultad para acceder a su
demanda; y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven compatriota, teniendo algo
importante que decide, solicitaba una audiencia particular. Cinco minutos después, el señor de
Tréville preguntaba a D'Artagnan qué podía hacer por él y cuál era el motivo de su visita a una
hora tan avanzada.
-¡Perdón, señor! -dijo D'Artagnan, que había aprovechado el momento en que se había
quedado solo para retrasar el reloj tres cuartos de hora-. He pensado que como no eran más que
las nueve y veinticinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra casa.
-¡Las nueve y veinticinco minutos! -exclamó el señor de Tréville mirando su péndola-. ¡Pero es
imposible!
-Ya lo veis, señor -dijo D'Artagnan-, eso lo testimonia.
-Es exacto -dijo el señor de Tréville-, habría creído que era más tarde. Pero veamos, ¿qué
queréis?
Entonces D'Artagnan le hizo al señor de Tréville una larga historia sobre la reina. Le expuso los
temores que había concebido respecto a Su Majestad; le contó que había oído decir los proyectos
del cardenal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un aplomo del que el
señor de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que, como ya hemos dicho, él mismo había
notado algo nuevo entre el cardenal, el rey y la reina.
Al sonar las diez, D'Artagnan abandonó al señor de Tréville, que le agradeció sus informes, le
recomendó tener siempre en el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvió al salón. Pero
al pie de la escalera, D'Artagnan se acordó de que había olvidado su bastón; por lo tanto subió
precipitadamente, volvió a entrar en el gabinete, con una vuelta de dedo puso de nuevo el
péndulo en su hora para que no se pudiese percibir al día siguiente que había sido movido, y
seguro desde entonces de que tenía un testigo para probar su coartada, bajó la escalera y pronto
se encontró en la calle.
Capítulo XI
La intriga se anuda
Una vez hecha la visita al señor de Tréville, D'Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más
largo para regresar a su casa.
¿En qué pensaba D'Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas del cielo,
tan pronto suspirando como sonriendo?
Pensaba en la señora Bonacieux. Para un aprendiz de mosquete ro, la joven era casi una
idealidad amorosa. Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que
reflejaban tanta encanta dora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser insensible,
lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios; además, D'Artagnan la
había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este
importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente
adoptan un carácter más tierno.
D'Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado
por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un
diamante. Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: añadamos
que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco vergüenza con sus amantes, ni de
que éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran
tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones.
Se hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizarse. Las que no eran más que
bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del
mundo no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de su
dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran
ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su
amante ataba al arzón de su silla.
D'Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de
melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres
mosqueteros daban a su amigo. D'Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba
a Paris como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá lejos, la mujer
aquí. Por todas partes había un enemigo que combatir contribuciones que alcanzar.
Pero, digámoslo, por ahora D'Artagnan estaba movido por un sentimiento más noble y más
desinteresado. El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un
necio como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa. Pero
todo esto no había influido para nada en el sentimiento producido por la visita de la señora
Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había sido
la continuación. Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual,
es rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo corrobora.
Hay en la holgura una multitud de cuidados y de caprichos aristocráticos que le van bien a la
belleza. Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita
zapatilla en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen
bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto; las manos, sobre todo
en las mujeres, necesitan permanecer ociosas para permanecer bellas.
Además D'Artagnan, como sabe muy bien el lector, a quien no hemos ocultado el estado de su
fortuna, D'Artagnan no era millonario; esperaba serlo algún día, pero el tiempo que él mismo se
fijaba para ese feliz cambio estaba bastante lejos. Mientras tanto, ¡qué desesperación ver a una
mujer que se ama desear esas mil naderías con que las mujeres hacen su dicha, y no poder darle
esas mil naderías! Al menos, cuando la mujer es rica y el amante no lo es, lo que no puede
ofrecerle, ella misma se lo ofrece; y aunque por regla general ella se consiga tal disfrute con el
dinero del marido, raro es que sea él a quien dé las gracias.
Además D'Artagnan, dispuesto a ser el amante más tierno, era mientras tanto un amigo
abnegado. En medio de sus proyectos amorosos sobre la mujer del mercero, no olvidaba a los
suyos. La bonita señora Bonacieux era mujer para pasear por el llano de Saint-Denis o entre el
tumulto de Saint-Germain, en compañía de Athos, de Porthos y Aramis, a los cuales D'Artagnan
estaría orgulloso de mostrar una conquista semejante. Luego, cuando se ha caminado mucho
tiempo, llega el hambre: D'Artagnan tras algún tiempo había notado esto. Harían breves comidas
encantadoras en las que se toca por un lado la mano de un amigo, y por el otro el pie de una
amante. En fin, en los momentos de apuros, en las situaciones extremas, D'Artagnan sería el
salvador de sus amigos.
¿Y el señor Bonacieux, a quien D'Artagnan había empujado a las manos de los esbirros
renegándole en alta voz y a quien había prometido en voz baja salvarle? Debemos confesar a
nuestros lectores que D'Artagnan no pensaba en él ni por un momento, o que, si pensaba, era
para decirse que estaba bien donde estaba, fuera en la parte que fuera. El amor es la más
egoísta de todas las pasiones.
Sin embargo, que nuestros lectores se tranquilicen: si D'Artagnan olvida a su hospedero o hace
ademán de olvidarlo so pretexto de que no sabe adónde ha sido conducido, nosotros no lo
olvidamos, y nosotros sabemos dónde está. Pero por ahora, hagamos como el gascón
enamorado. En cuanto al digno mercero, volveremos a él más tarde.
D'Artagnan, mientras reflexionaba en sus futuros amores, mientras hablaba a la noche,
mientras sonreía a las estrellas, remontaba la calle du Cherche-Midi o Chasse-Midi, como se
llamaba entonces. Como se encontraba en el barrio de Aramis, le había venido la idea de ir a
visitar a su amigo, para darle algunas explicaciones sobre los motivos que le habían hecho enviar
a Planchet con la invitación de presentarse inmediatamente en la ratonera. Ahora bien, si Aramis
se hubiera encontrado en su casa cuando Planchet había ido a ella, habría corrido
indudablemente a la calle des Fossoyeurs, y al no encontrar quizá a nadie más que a sus dos
compañeros, ni unos ni otros habían sabido lo que aquello quería decir. Esa molestia merecía,
pues, una explicación; he ahí lo que se decía en voz alta D’Artagnan.
Además, por lo bajo, pensaba que aquella era para él una ocasión de hablar de la bonita
señora Bonacieux, de la que su espíritu, si no su corazón, estaba ya totalmente lleno. A propósito
de un primer amor no es necesario pedir discreción. Este primer amor va acompañado de una
alegría tan grande que es preciso que esa alegría desborde; sin eso, os ahogaría.
Desde hacía dos horas París estaba sombrío y comenzaba a quedarse desierto. Las once
sonaban en todos los relojes del barrio de Saint-Germain, hacía una temperatura suave.
D'Artagnan seguía una calleja situada sobre el emplazamiento por el que hoy pasa la calle d
Assas, respirando las emanaciones embalsamadas que venían con el viento de la calle de
Vaugirard y que enviaban los jardines refrescados por el rocío del atardecer y por la brisa de la
noche. A lo lejos resonaban, amortiguados no obstante por buenos postigòs, los cantos de los
bebedores en algunas tabernas perdidas en el llano. Llegado al cabo de la callejuela, D'Artagnan
torció a la izquierda. La casa que habitaba Aramis se hallaba situada entre la calle Cassete y la
calle Servandoni;.
D'Artagnan acababa de dejar atrás la calle Cassete y reconocía ya la puerta de la casa de su
amigo, enterrada bajo un macizo de sicomoros y de clemátides que formaban un vasto anillo por
encima de ella, cuando percibió algo como una sombra que salía de la calle Servandoni. Ese algo
estaba envuelto en una capa, y D'Artagnan creyó al principio que era un hombre; pero por la
pequeñez de la talla, por la incertidumbre de los andares, por el embarazo del paso, pronto
reconoció a una mujer. Es más, aquella mujer, como si no hubiera estado bien segura de la casa
que buscaba, alzaba los ojos para orientarse, se dete nía, volvía atrás, luego volvía de nuevo.
D'Artagnan quedó intrigado.
«¡Y si fuera a ofrecerle mis servicios! -pensó-. Por su aspecto se ve que es joven; quizá sea
hermosa. ¡Oh! Sí. Pero una mujer que corre las calles a esta hora no sale más que para reunirse
con su amante. ¡Maldita sea! Si fuera a perturbar la cita, sería un mal comienzo para entrar en
relaciones.»
Sin embargo, la joven seguía avanzando, contando las casas y las ventanas. No era, por lo
demás, cosa larga ni difícil. No había más que tres palacetes en aquella parte de la calle, y dos
ventanas con vistas sobre aquella calle: la una era de un pabellón paralelo al que ocupaba
Aramis, la otra era la del propio Aramis.
-¡Pardiez! -se dijo D'Artagnan, a quien la nieta del teólogo venía a las mientes-. ¡Pardiez!
Estaría bueno que esa paloma rezagada buscase la casa de nuestro amigo. Pero, por vida mía,
eso sería demasiado. ¡Ah, mi querido Aramis, por esta vez, quiero tener el corazón limpio!
Y D'Artagnan, haciéndose lo más delgado que pudo, se puso a cubierto en el lado más oscuro
de la calle, junto a un banco de piedra situado en el fondo de un nicho.
La joven continuó avanzando, porque además de la ligereza de su paso, que le había
traicionado, acababa de hacer oír una breve tos que denunciaba una voz de las más frescas.
D’Artagnan pensó que aquella tos era una señal.
Sin embargo, bien porque se hubiera respondido a aquella tos mediante un signo equivalente
que había fijado las irresoluciones de la nocturna buscadora, bien porque sin ayuda extraña
hubiera reconocido que había llegado al fin de su camino, se acercó resueltamente al postigo de
Aramis y llamó con tres intervalos iguales con su dedo encorvado.
-¡Vaya con Aramis! -murmuró D'Artagnan-. ¡Ah, señor hipócrita, os he cogido haciendo
teología!
Apenas fueron dados los tres golpes cuando la ventana interior se abrió y una luz apareció a
través de los vidrios del postigo.
-¡Ah, ah! -hizo el indiscreto no de las puertas, sino de las ventanas-. ¡Vaya!, esperaban la
visita. Veamos, el postigo va a abrirse y la dama entrará escalando. ¡Muy bien!
Pero, para gran asombro de D Artagnan, el postigo permaneció cerrado. Además, la luz que
había resplandecido un instante desapareció y todo volvió a la oscuridad.
D'Artagnan pensó que aquello no podía durar así, y continuó mirando con todos sus ojos y
escuchando con todas sus orejas.
Tenía razón: al cabo de unos segundos, dos golpes secos resonaron en el interior.
La joven de la calle respondió con un solo golpe seco, y el postigo se entreabrió.
Júzguese si D'Artagnan miraba y escuchaba con avidez.
Desgraciadamente, la luz había sido llevada a otra habitación. Pero los ojos del joven se habían
habituado a la noche. Por otra parte, los ojos de los gascones tienen, como los de los gatos,
según se asegura, la propiedad de ver durante la noche.
D'Artagnan vio, pues, que la joven sacaba de su bolso un objeto blanco que desplegó con
viveza y que tomó la forma de un pañuelo. Desplegado aquel objeto, hizo notar una esquina a su
interlocutor.
Esto recordó a D'Artagnan aquel pañuelo que había encontrado a los pies de la señora
Bonacieux, que le había recordado el que habia encontrado a los pies de Aramis.
¿Qué diablos podía, pues, significar aquel pañuelo?
Situado donde estaba, D'Artagnan no podía ver el rostro de Aramis, y decimos de Aramis
porque el joven no tenía ninguna duda de que era su amigo quien dialogaba desde el interior con
la dama del exterior; la curiosidad pudo en él más que la prudencia y aprovechando la
preocupación en que la vista del pañuelo parecía sumir a los dos personajes que hemos puesto
en escena, salió de su escondite, y raudo como una centella, pero ahogando el ruido de sus
pasos, fue a pegarse a una esquina del muro, desde el que su mirada podía hundirse
perfectamente en el interior de la habitación de Aramis.
Llegado allí, D'Artagnan pensó lanzar un grito de sorpresa: no era Aramis quien hablaba con la
visitante nocturna, era una mujer. Sólo que D'Artagnan veía bastante para reconocer la forma de
sus vestidos, pero no para distinguir sus rasgos.
En el mismo instante, la mujer de la habitación sacó un segundo pañuelo de su bolsillo y lo
cambió por aquel que acababan de mostrarle. Luego entre las dos mujeres fueron pronunciadas
algunas palabras. Por fin el postigo se cerró. La mujer que se hallaba en el exterior de la ventana
se volvió y vino a pasar a cuatro pasos de D'Artagnan bajando la toca de su manto; pero la
precaución había sido tomada demasiado tarde y D'Artagnan había reconocido a la señora
Bonacieux.
¡La señora Bonacieux! La sospecha de que era ella le había cruzado por el espíritu cuando
había sacado el pañuelo de su bolso; pero ¿por qué motivo la señora Bonacieux, que había
enviado a buscar al señor de La Porte para hacerse llevar por él al Louvre, corría las calles de
París sola a las once y media de la noche, con riesgo de hacerse raptar por segunda vez?
Era preciso, por tanto, que fuera por un asunto muy importante. ¿Y qué asunto hay importante
para una mujer de veinticinco años? El amor.
Pero ¿era por su cuenta o por cuenta de otra persona por lo que se exponía a semejantes
azares? Esto era lo que se preguntaba a sí mismo el joven, a quien el demonio de los celos
mordía en el corazón ni más ni menos que a un amante titulado.
Había por otra parte un medio muy simple de asegurarse adónde iba la señora Bonacieux: era
seguirla. Este medio era tan simple que D'Artagnan lo empleó naturalmente y por instinto.
Pero a la vista del joven que se separaba del muro como una esta tua de su nicho, y al ruido de
los pasos que oyó resonar tras ella, la señora Bonacieux lanzó un pequeño grito y huyó.
D'Artagnan corrió tras ella. No era una cosa difícil para él alcanzar a una mujer embarazada por
su manto. La alcanzó, pues, un tercio más allá de la calle en que se había adentrado. La
desgraciada estaba agotada, no de fatiga sino de terror, y cuando D'Artagnan le puso la mano
sobre el hombro, ella cayó sobre una rodilla gritando con voz estrangulada:
-Matadme si queréis, pero no sabréis nada.
D'Artagnan la alzó pasándole el brazo en torno al talle; pero como sintió por su peso que
estaba a punto de desvanecerse, se apresuró a traquilizarla con protestas de afecto. Tales
protestas no significaban nada para la señora Bonacieux, porque semejantes protestas pueden
hacerse con las peores intenciones del mundo; pero la voz era todo. La joven creyó reconocer el
sonido de aquella voz; volvió a abrir los ojos, lanzó una mirada sobre el hombre que le había
causado tan gran miedo y, al reconocer a D'Artagnan, lanzó un grito de alegría.
-¡Oh, sois vos! ¡Sois vos! -dijo-. ¡Gracias, Dios mío!
-Sí, soy yo -dijo D'Artagnan-, yo, a quien Dios ha enviado para velar por vos.
-¿Era con esa intención con la que me seguíais? -preguntó con una sonrisa llena de coquetería
la joven cuyo carácter algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había desaparecido desde
el momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había tomado por un
enemigo.
-No -dijo D'Artagnan-, no, lo confieso, es el azar el que me ha puesto en vuestra ruta; he visto
una mujer llamar a la ventana de uno de mis amigos...
-¿De uno de vuestros amigos? -interrumpió la señora Bonacieux. -Sin duda; Aramis es uno de
mis mejores amigos.
-¡Aramis! ¿Quién es ése?
- Vamos! ¿Vais a decirme que no conocéis a Aramis?
- Es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre.
-Entonces, ¿es la primera vez que vais a esa casa?
-Claro.
-¿Y no sabíais que estuviese habitada por un joven?
-No.
-¿Por un mosquetero?
-De ninguna manera.
-¿No es, pues, a él a quien veníais a buscar?
-De ningún modo. Además, ya lo habéis visto, la persona con quien he hablado es una mujer.
-Es cierto; pero esa mujer es de las amigas de Aramis.
-Yo no sé nada de eso.
-Se aloja en su casa.
-Eso no me atañe.
-Pero ¿quién es ella?
-¡Oh! Ese no es secreto mío.
-Querida señora Bonacieux, sois encantadora; pero al mismo tiempo sois la mujer más
misteriosa...
-¿Es que pierdo con eso?
-No, al contrario, sois adorable.
-Entonces, dadme el brazo.
-De buena gana. ¿Y ahora?
-Ahora conducidme.
-¿Adónde?
-Adonde voy.
-Pero ¿adónde vais?
-Ya lo veréis, puesto que me dejaréis en la puerta.
-¿Habrá que esperaros.
-Será inútil.
-Entonces, ¿volveréis sola?
-Quizá sí, quizá no.
-Y la persona que os acompañará luego, ¿será un hombre, será una mujer?
-No sé nada todavía.
-Yo sí, yo sí lo sabré.
-¿Y cómo?
-Os esperaré para veros salir.
-En ese caso, ¡adiós!
-¿Cómo?
-No tengo necesidad de vos.
-Pero habíais reclamado...
-La ayuda de un gentilhombre, y no la vigilancia de un espía.
-La palabra es un poco dura.
-¿Cómo se llama a los que siguen a las personas a pesar suyo?
-Indiscretos.
-La palabra es demasiado suave.
-Vamos, señora, me doy cuenta de que hay que hacer todo lo que vos queráis.
-¿Por qué privaros del mérito de hacerlo en seguida?
-¿No hay alguno que se ha arrepentido de ello?
-Y vos, ¿os arrepentís en realidad?
-Yo no sé nada de mí mismo. Pero lo que sé es que os prometo hacer todo lo que queráis si
me dejáis acompañaros hasta donde vayáis.
Y me dejaréis después?
-Sí.
-¿Sin espiarme a mi salida?
-No.
-¿Palabra de honor?
-¡A fe de gentilhombre!
-Tomad entonces mi brazo y caminemos.
D'Artagnan ofreció su brazo a la señora Bonacieux, que se cogió de él, mitad riendo, mitad
temblando, y los dos juntos ganaron lo alto de la calle La Harpe. Llegada allí la joven pareció
dudar, como ya había hecho en la calle Vaugirard. Sin embargo, por ciertos signos, pareció
reconocer una puerta; y se acercó a ella.
-Y ahora, señor -dijo-, aquí es donde tengo que venir; mil gracias por vuestra honorable
compañía, que me ha salvado de todos los peligros a que habría estado expuesta. Pero ha
llegado el momento de cumplir vuestra palabra: yo he llegado a mi destino.
-¿Y no tendréis nada que temer a la vuelta?
-No tendré que temer más que a los ladrones.
-¿Y eso no es nada?
-¿Qué podrían robarme? No tengo un denario encima.
-Olvidáis ese bello pañuelo bordado, blasonado.
-¿Cuál?
-El que encontré a vuestros pies y que metí en vuestro bolsillo.
-¡Callaos, callaos, desgraciado! -exclamó la joven-. ¿Queréis perderme?
-Ya veis que todavía hay peligro para vos, puesto que una sola palabra os hace temblar y
confesáis que si oyesen esa palabra estaríais perdida. ¡Ah, señora -exclamó D'Artagnan
cogiéndole la mano y cubriéndola con una ardiente mirada-, sed más generosa, confiad en mí!
No habéis leído todavía en mis ojos que no hay más que afecto y simpatía en mi corazón.
-Claro que sí -respondió la señora Bonacieux- y si me pedís mis secretos, os los diré; pero los
de los demás, es otra cosa.
-Está bien -dijo D'Artagnan-, yo los descubriré; puesto que ta les secretos pueden tener
influencia sobre vuestra vida, es preciso que esos secretos se conviertan en los míos.
-Guardaos de ello -exclamó la joven con una serenidad que hizo temblar a D'Artagnan a su
pesar-. ¡No os mezcléis en nada de lo que me atañe, no tratéis de ayudarme en lo que hago! Y
esto os lo pido en nombre del interés que os inspiro, en nombre del servicio que me habéis
hecho, y que no olvidaré en mi vida. Creed ante todo en lo que os digo. No os ocupéis más de
mí, no existo más para vos, que sea como si no me hubierais visto jamás.
-¿Aramis debe hacer lo mismo que yo, señora? -dijo D'Artagnan picado.
-Es ya la segunda o tercera vez que pronunciáis ese nombre, señor, y sin embargo os he dicho
que no lo conocía.
-¿No conocéis al hombre a cuyo postigo vais a llamar? Vamos, señora, ¿no me creéis
demasiado crédulo?
-Confesad que habéis inventado esa historia para hacerme hablar, y que vos mismo habéis
creado ese personaje.
-Yo no he inventado nada, señora, no creo nada, digo la exacta verdad.
-¿Y decíis que uno de vuestros amigos vive en esa casa?
-Lo digo y lo repito por tercera vez, en esa casa es donde vive mi amigo, y ese amigo es
Aramis.
-Todo esto se aclarará más tarde -murmuró la joven-; ahora, señor, callaos.
-Si pudierais ver mi corazón completamente al descubierto -dijo D'Artagnan-, leeríais en él
tanta curiosidad que tendríais piedad de mí, y tanto amor que al instante satisfaríais incluso mi
curiosidad. No tenéis nada que temer de quienes os aman.
-Habláis muy deprisa de amor, señor -dijo la mujer moviendo la cabeza.
-Es que el amor me ha venido deprisa y por primera vez, y aún no tengo veinte años.
La joven lo miró a hurtadillas
-Escuchad, estoy tras su rastro-dijo D'Artagnan- Hace tres meses estuve a punto de tener un
duelo con Aramis por un pañuelo semejante al que habéis mostrado a aquella mujer que estaba
en su casa, por un pañuelo marcado de la misma manera, estoy seguro.
-Señor -dijo la joven-, me cansáis, os lo juro, con esas preguntas.
-Pero vos, señora, tan prudente pensad en ello; si fuerais arrestada con ese pañuelo, y si ese
pañuelo fuera cogido, ¿no os comprometeríais?
-¿Y por qué? ¿Las iniciales no son las mías: C. B., Costance Bo nacieux?
-O Camille de Bois-Tracy.
-Silencio, señor, una vez mas, ¡silencio! ¡Ah! Puesto que los peligros que corro no os detienen,
pensad en los que podéis correr vos.
-¿Yo?
-Sí, vos. Corréis peligro en la cárcel, corréis peligro de muerte por el hecho de conocerme.
-Entonces no os dejo.
-Señor -dijo la joven suplicando y juntando las manos-, señor, en el nombre del cielo, en el
nombre del honor de un militar, en el nombre de la cortesía de un gentilhombre, alejaos; ved,
suenan las doce, es la hora en que me esperan.
-Señora -dijo el joven inclinándose-, no sé negar nada a quien me lo pide así; contentaos, ya
me alejo.
-Pero ¿no me seguiréis, no me espiaréis?
-Regreso a mi casa ahora mismo.
-¡Ah, ya sabía yo que erais un buen joven! -exclamó la señora Bonacieux tendiéndole una
mano y poniendo la otra en la aldaba de una pequeña puerta casi perdida en el muro.
D'Artagnan tomó la mano que se le tendía y la besó ardientemente.
-¡Ay, preferiría no haberos visto jamás! -exclamó D'Artagnan con aquella brutalidad ingenua
que las mujeres prefieren con frecuencia a las afectaciones de la cortesía, porque descubre el
fondo del pensamiento y prueba que el sentimiento domina sobre la razón.
-¡Pues bien! -prosiguió la señora Bonacieux con una voz casi acariciadora y estrechando la
mano de D'Artagnan, que no había abandonado la suya-. ¡Pues bien¡ Yo no diré tanto como vos:
lo que está perdido para hoy no está perdido para el futuro. ¿Quién sabe si cuando yo esté libre
un día no satisfaré vuestra curiosidad?
-¿Y hacéis la misma promesa a mi amor? -exclamó D'Artagnan en el colmo de la alegría.
-¡Oh! Por ese lado, no quiero comprometerme, eso dependerá de los sentimientos que vos
sepáis inspirarme.
-Así, hoy, señora...
-Hoy, señor, no estoy segura más que del agradecimiento.
-¡Ah! Sois muy encantadora -dijo D'Artagnan con tristeza-, y abusáis de mi amor.
-No, yo use de vuestra generosidad, eso es todo. Pero, creedlo, con ciertas personas todo se
recobra.
-¡Oh, me hacéis el más feliz de los hombres! No olvidéis esta noche, no olvidéis esta promesa.
-Estad tranquilo, en tiempo y lugar me acordaré de todo. ¡Y bien, partid pues, partid, en
nombre del cielo! Me esperaban a las doce en punto, y voy retrasada.
-Cinco minutos.
-Sí; pero en ciertas circunstancias cinco minutos son cinco siglos.
-Cuando se ama.
-¿Y quién os dice que no tengo un asunto amoroso?
-¿Es un hombre el que os espera? -exclamó D'Artagnan-. ¡Un hombre!
-Vamos, que la discusión vuelve a empezar -dijo la señora Bo nacieux con media sonrisa que no
estaba exenta de cierto tinte de impaciencia.
-No, no, me voy; creo en vos, quiero tener todo el mérito de mi afecto, aunque ese afecto sea
una estupidez. ¡Adiós, señora, adiós!
Y como si no se sintiera con fuerza para separarse de la mano que sostenía más que mediante
una sacudida, se alejó corriendo, mientras la señora Bonacieux llamaba, como en el postigo, con
tres golpes lentos y regulares; luego, llegado al ángulo de la calle, él se volvió: la puerta se había
abierto y vuelto a cerrar, la bonita mercera había desaparecido.
D'Artagnan prosiguió su camino, había dado su palabra de no espiar a la señora Bonacieux, y
aunque la vida de ella dependiera del lugar adonde había ido a reunirse, o de la persona que
debía acompañarla, D'Artagnan habría vuelto a su casa, puesto que había dicho que volvía. Cinco
minutos después estaba en la calle des Fossoyeurs.
-Pobre Athos -decía-, no sabrá lo que esto quiere decir. Se habrá dormido mientras me
esperaba, o habrá regresado a su casa, y al volver se habrá enterado de que había ido allí una
mujer. ¡Una mujer en casa de Athos! Después de todo -continuó D'Artagnan-, también había una
en casa de Aramis. Todo esto es muy extraño y me intriga mucho saber cómo va a terminar.
-Mal, señor, mal -respondió una voz que el joven reconoció como la de Planchet; porque
monologando en voz alta, a la manera de las personas muy preocupadas, se había adentrado por
el camino al fondo del cual estaba la escalera que conducía a su habitación.
-¿Cómo mal? ¿Qué quieres decir, imbécil? -preguntó D'Arta gnan-. ¿Qué ha pasado?
-Toda clase de desgracias.
-¿Cuáles?
-En primer lugar, el señor Athos está arrestado.
-¡Arrestado! ¡Athos! ¡Arrestado! ¿Por qué?
-Lo encontraron en vuestra casa; lo tomaron por vos.
-¿Y quién lo ha arrestado?
-La guardia que fueron a buscar los hombres negros que vos pusisteis en fuga.
-¡Por qué no ha dicho su nombre! ¿Por qué no ha dicho que no tenía nada que ver con este
asunto?
-Se ha guardado mucho de hacerlo, señor; al contrario, se ha acercado a mí y me ha dicho:
«Es tu amo el que necesita su libertad en este momento, y no yo, porque él sabe todo y yo no sé
nada. Le creerán arrestado, y esto le dará tiempo; dentro de tres días diré quién soy, y entonces
tendrán que dejarme salir.»
-¡Bravo, Athos! Noble corazón -murmuró D'Artagnan-, en eso le reconozco. ¿Y qué han hecho
los esbirros?
-Cuatro se lo han llevado no sé adónde, a la Bastilla o al Fort-l'Evêque; dos se han quedado
con los hombres negros, que han registrado por todas partes y que han cogido todos los papeles.
Por fin, los dos últimos, durante esta comisión, montaban guardia en la puerta; luego, cuando
todo ha acabado, se han marchado dejando la casa vacía y completamente abierta.
-¿Y Porthos y Aramis?
-Yo no los encontré, no han venido.
-Pero pueden venir de un momento a otro, porque tú les dejaste el recado de que los
esperaba.
-Sí, señor.
-Bueno, no te muevas de aquí; si vienen, avísales de lo que me ha pasado, que me esperen en
la taberna de la Pomme du Pin; aquí habría peligro, la casa puede ser espiada. Corro a casa del
señor de Tréville para anunciarle todo esto, y me reúno con ellos.
-Está bien, señor -dijo Planchet.
-Pero tú te quedas, tú no tengas miedo -dijo D'Artagnan volviendo sobre sus pasos para
recomendar valor a su lacayo.
-Estad tranquilo, señor -dijo Planchet-; no me conocéis todavía: soy valiente cuando me pongo
a ello; la cosa consiste en ponerme; además, soy picardo.
-Entonces, de acuerdo -dijo D'Artagnan-; te haces matar antes que abandonar tu puesto.
-Sí, señor, y no hay nada que no haga para probar al señor que le soy adicto.
-Bueno -se dijo a sí mismo D'Artagnan-, parece que el método que empleé con este muchacho
es decididamente bueno; lo usaré en su momento.
Y con toda la rapidez de sus piernas, algo fatigadas ya sin embargo por las carreras de la
jornada, D'Artagnan se dirigió hacia la calle du Vieux-Colombier.
El señor de Tréville no estaba en su palacio; su compañía se hallaba de guardia en el Louvre; él
estaba en el Louvre con su compañía.
Había que llegar hasta el señor de Tréville; era importante que fuera prevenido de lo que
pasaba. D'Artagnan decidió entrar en el Louvre. Su traje de guardia de la compañía del señor Des
Essarts debía servirle de pasaporte.
Descendió, pues, la calle des Petits-Augustins y subió el muelle para tomar el Pont-Neuf. Por
un instante tuvo la idea de pasar en la barca, pero al llegar a la orilla del agua había introducido
maquinalmente su mano en el bolsillo y se había dado cuenta de que no tenía con qué pagar al
barquero.
Cuando llegaba a la altura de la calle Guénégaud, vio desembocar de la calle Dauphine un
grupo compuesto por dos personas cuyo aspecto le sorprendió.
Las dos personas que componían el grupo eran: la una, un hombre; la otra, una mujer.
La mujer tenía el aspecto de la señora Bonacieux, y el hombre se parecía a Aramis hasta el
punto de ser tomado por él.
Además, la mujer tenía aquella capa negra que D'Artagnan veía aún recortarse sobre el postigo
de la calle de Vaugirard y sobre la puerta de la calle de La Harpe.
Además, el hombre llevaba el uniforme de los mosqueteros.
El capuchón de la mujer estaba vuelto, el hombre tenía su pañuelo sobre su rostro; los dos,
esa doble precaución lo indicaba, los dos te nían, pues, interés en no ser reconocidos.
Ellos tomaron el puente; era el camino de D'Artagnan, puesto que D'Artagnan se dirigía al
Louvre; D'Artagnan los siguió.
D'Arta gnan no había dado veinte pasos cuando quedó convencido de que aquella mujer era la
señora Bonacieux y de que aquel hombre era Aramis.
En el mismo instante sintió que todas las sospechas de los celos se agitaban en su corazón.
Era doblemente traicionado por su amigo y por aquella a la que amaba ya como a una amante.
La señora Bonacieux le había jurado por todos los dioses que no conocía a Aramis, y un cuarto
de hora después de que ella le hubiera hecho este juramento la volvía a encontrar del brazo de
Aramis.
D'Artagnan no reflexionó que conocía a la bonita mercera desde hacía tres horas, que no le
debía a él nada más que un poco de gratitud por haberla liberado de los hombres perversos que
querían raptarla, y que ella no le había prometido nada. Se miró como un amante ultrajado,
traicionado, escarnecido; la sangre y la cólera le subieron al rostro, resolvió aclararlo todo.
La joven mujer y el joven hombre se habían dado cuenta de que los seguían, y habían doblado
el paso. D'Artagnan tomó carrera, los sobrepasó, luego volvió sobre ellos en el momento en que
se encontraban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que proyecta ba su claridad
sobre toda aquella parte del puente.
D'Artagnan se detuvo ante ellos, y ellos se detuvieron ante él.
-¿Qué queréis, señor? -preguntó el mosquetero retrocediendo un paso y con un acento
extranjero que probaba a D'Artagnan que se había equivocado en una parte de sus conjeturas.
-¡No es Aramis! -exclamó.
-No, señor, no soy Aramis, y por vuestra exclamación veo que me habéis tomado por otro, y os
perdono.
-¡Vos me perdonáis! -exclamó D'Artagnan.
-Sí -respondió el desconocido -. Dejadme, pues, pasar, porque nada tenéis conmigo.
-Tenéis razón, señor -dijo D'Artagnan-, nada tengo con vos, sí con la señora.
-¡Con la señora! Vos no la conocéis -dijo el extranjero.
-Os equivocáis, señor, la conozco.
-¡Ah! -dijo la señora Bonacieux con un tono de reproche-. ¡Ah, señor! Tenía yo vuestra palabra
de militar y vuestra fe de gentilhombre; esperaba contar con ellas.
-Y yo, señora -dijo D'Artagnan embarazado-. Me habíais prometido. . .
-Tomad mi brazo, señora -dijo el extranjero-, y continuemos nuestro camino.
Sin embargo, D'Artagnan, aturdido, aterrado, anonadado por todo lo que le pasaba,
permanecía en pie y con los brazos cruzados ante el mosquetero y la señora Bonacieux.
El mosquetero dio dos pasos hacia adelante y apartó a D'Artagnan con la mano.
D'Artagnan dio un salto hacia atrás y sacó su espada.
Al mismo tiempo y con la rapidez de la centella, el desconocido sacó la suya.
-¡En nombre del cielo, milord! -exclamó la señora Bonacieux arrojándose entre los
combatientes y tomando las espadas con sus manos.
-¡Milord! -exclamó D'Artagnan iluminado por una idea súbita-. ¡Milord! Perdón señor, es que
vois sois...
-Milord el duque de Buckingham -dijo la señora Bonacieux a media voz-; y ahora podéis
perdernos a todos.
-Milord, madame, perdón, cien veces perdón; pero yo la amaba, milord, y estaba celoso; vos
sabéis lo que es amar, milord; perdonadme y decidme cómo puedo hacerme matar por vuestra
gracia.
-Sois un joven valiente -dijo Buckingham tendiendo a D'Artagnan una mano que éste apretó
respetuosamente-; me ofrecéis vuestros servicios, los acepto; seguidnos a veinte pasos hasta el
Louvre. ¡Y si alguien nos espía, matadlo!
D'Artagnan puso su espada desnuda bajo su brazo, dejó adelantarse a la señora Bonacieux y al
duque veinte pasos y los siguió, dispuesto a ejecutar a la letra las instrucciones del noble y
elegante ministro de Carlos I.
Pero afortunadamente el joven secuaz no tuvo ninguna ocasión de dar al duque aquella prueba
de su devoción; y la joven y el hermoso mosquetero entraron en el Louvre por el postigo de
L'Echelle sin haber sido inquietados.
En cuanto a D'Artagnan, se volvió al punto a la taberna de la Pomme du Pin, donde encontró a
Porthos y a Aramis que lo esperaban.
Pero sin darles otra explicación sobre la molestia que les había causado, les dijo que había
terminado solo el asunto para el que por un instante había creído necesitar su intervención.
Y ahora, arrastrados como estamos por nuestro relato, dejemos a nuestros tres amigos volver
cada uno a su casa, y sigamos por el laberinto del Louvre al duque de Buckingham y a su guía.
Capítulo XII
Georges Villiers, duque de Buckingham
La señora Bonacieux y el duque entraron en el Louvre sin dificultad; la señora Bonacieux era
conocida por pertenecer a la reina; el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de
Tréville que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche. Además, Germain era adicto a
los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de haber
introducido a su amante en el Louvre, eso es todo; cargaba con el crimen: su reputación estaba
perdida, cierto, pero ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple mercera?
Un vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguieron el pie de los muros
durante un espacio de unos veinticinco pasos; recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó
una pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la noche;
la puerta cedió; los dos entraron y se encontraron en la oscuridad, pero la señora Bonacieux
conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las personas de la
servidumbre. Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a tientas,
asió una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera; el duque contó dos
pisos. Entonces ella torció a la derecha, siguió un largo corredor, volvió a bajar un piso, dio
algunos pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abrió una puerta y empujó al
duque en una habitación iluminada solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad
aquí, milord duque, vendrán». Luego salió por la misma puerta, que cerró con llave, de suerte
que el duque se encontró literalmente prisionero.
Sin embargo, por más solo que se encontraba, hay que decirlo, el duque de Buckingham no
experimentó por un instante siquiera temor; uno de los rasgos salientes de su carácter era la
búsqueda de la aventura y el amor por lo novelesco. Valiente, osado, emprendedor, no era la
primera vez que arriesgaba su vida en semejantes tentativas; había sabido que aquel presunto
mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en lugar de
regresar a Inglate rra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declarado a la
reina que no partiría sin haberla visto. La reina se había negado rotundamente al principio, luego
había temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura. Ya estaba decidida a recibirlo y
a suplicarle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella decisión, la señora
Bonacieux, que estaba encargada de ir a buscar al duque y conducirle al Louvre, fue raptada.
Durante dos días se ignoró completamente lo que había sido de ella, y todo quedó en suspenso.
Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas habían
recuperado su curso, y ella acababa de realizar la peligrosa empresa que, sin su arresto, habría
ejecutado tres días antes.
Buckingham, que se había quedado solo, se acercó a un espejo. Aquel vestido de mosquetero
le iba de maravilla.
A los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más
hermoso y por el caballero más elegante de Francia y de Inglaterra.
Favorito de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía
y calmaba a su capricho, Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas
existencias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la posteridad.
Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que rigen a los
demás hombres no podían alcanzarlo, iba erecho al fin que se había fijado, por más que ese fin
fuera tan eleva do y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido locura. Así
es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de Austria y hacerse
amar a fuerza de deslumbramiento.
Georges Villiers se situó, pues, ante un espejo, como hemos dicho, devolvió a su bella cabellera
rubia las ondulaciones que el peso del sombrero le había hecho perder, se atusó su mostacho, y
con el corazón todo henchido de alegría, feliz y orgulloso de alcanzar el momento que durante
tanto tiempo había deseado, se sonrió a sí mismo de orgullo y de esperanza.
En aquel momento, un puerta oculta en la tapicería se abrió y apareció una mujer. Buckingham
vio aquella aparición en el cristal; lanzó un grito, ¡era la reina!
Ana de Austria tenía entonces veintiséis o veintisiete años, es decir, se encontraba en todo el
esplendor de su belleza.
Su caminar era el de una reina o de una diosa; sus ojos, que despedían reflejos de esmeralda,
eran perfectamente bellos, y al mismo tiempo llenos de dulzura y de majestad.
Su boca era pequeña y bermeja y aunque su labio inferior, como el de los príncipes de la Casa
de Austria, sobresalía ligeramente del otro, era eminentemente graciosa en la sonrisa, pero
también profundamente desdeñosa en el desprecio.
Su piel era citada por su suavidad y su aterciopelado, su mano y sus brazos eran de una
belleza sorprendente y todos los poetas de la época los cantaban como incomparables.
Finalmente, sus cabellos, que de rubios que eran en su juventud se habían vuelto castaños, y
que llevaba rizados, muy claros y con mucho polvo, enmarcaban admirablemente su rostro, en el
que el censor más rígido no hubiera podido desear más que un poco menos de rouge, y el
escultor más exigente sólo un poco más de finura en la nariz.
Buckingham permaneció un instante deslumbrado; jamás Ana de Austria le había parecido tan
bella en medio de los bailes, de las fiestas, de los carruseles como le pareció en aquel momento,
vestida con un simple vestido de satén blanco y acompañada de doña Estefanía, la única de sus
mujeres españolas que no había sido expulsada por los celos del rey y por las persecuciones de
Richelieu.
Ana de Austria dio dos pasos hacia adelante; Buckingham se precipitó a sus rodillas y, antes de
que la reina hubiera podido impedírselo, besó los bajos de su vestido.
-Duque, ya sabéis que no he sido yo quien os ha hecho escribir.
-¡Oh! Sí, señora, sí, vuestra majestad -exclamó el duque-, sé que he sido un loco, un insensato
por creer que la nieve se animaría, que el mármol se calentaría; mas, ¿qué queréis? Cuando se
ama se cree fácilmente en el amor; además, no he perdido todo en este viaje, puesto que os
veo.
-Sí -respondió Ana-, pero debéis saber por qué y cómo os veo, milord. Os veo por piedad hacia
vos mismo; os veo porque, insensible a todas mis penas, os habéis obstinado en permanecer en
una ciudad en la que, permaneciendo, corréis riesgo de la vida y me hacéis a mí correr el riesgo
de mi honor; os veo para deciros que todo nos separa, las profundidades del mar, la enemistad
de los reinos, la santidad de los juramentos. Es sacrilegio luchar contra tantas cosas, milord. Os
veo, en fin para deciros que no tenemos que vernos más.
-Hablad, señora; hablad, reina -dijo Buckingham-; la dulzura de vuestra voz cubre la dureza de
vuestras palabras. ¡Vos habláis de sacrilegio! Pero el sacrilegio está en la separación de
corazones que Dios había formado el uno para el otro.
-Milord -exclamó la reina-, olvidáis que nunca os he dicho que os amaba.
-Pero jamás me habéis dicho que no me amarais; y, realmente, decirme semejantes palabras,
sería por parte de vuestra majestad una ingratitud demasiado grande. Porque, decidme, ¿dónde
encontráis un amor semejante al mío, un amor que ni el tiempo, ni la ausencia, ni la
desesperación pueden apagar, un amor que se contenta con una cinta extraviada, con una
mirada perdida, con una palabra escapada? Hace tres años, señora, que os vi por primera vez, y
desde hace tres años os amo así. ¿Queréis que os diga cómo estabais vestida la primera vez que
os vi? ¿Queréis que detalle cada uno de los adornos de vuestro tocado? Mirad, aún lo veo;
estabais sentada en un cojín cuadrado, a la moda de España; teníais un vestido de satén verde
con brocados de oro y de plata; las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros hellos brazos,
sobre esos brazos admirables, con gruesos diamantes; te níais una gorguera cerrada, un pequeño
bonete sobre vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma de
garza. ¡Oh! Mirad, mirad, cierro los ojos y os veo tal cual erais entonces; los abro y os veo cual
sois ahora, es decir, ¡cien veces más bella aún!
-¡Qué locura! -murmuró Ana de Austria, que no tenía el valor de admitirle al duque haber
conservado tan bien su retrato en su corazón-. ¡Qué locura alimentar una pasión inútil con
semejantes recuerdos!
-¿Y con qué queréis entonces que yo viva? Yo no tengo más que recuerdos. Es mi felicidad, es
mi tesoro, es mi esperanza. Cada vez que os veo, es un diamante más que guardo en el escriño
de mi corazón. Este es el cuarto que vos dejáis caer y que yo recojo; porque en tres años,
señora, no os he visto más que cuatro veces: esa primera de que acabo de hablaros, la segunda
en casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los jardines de Amiens.
-Duque -dijo la reina ruborizándose- no habléis de esa noche.
-¡Oh! Al contrario, hablemos, señora, hablemos de ella; es la noche feliz y resplandeciente de
mi vida. ¿Os acordáis de la bella noche que hacía? ¡Cuán dulce y perfumado era el aire, cuán azul
el cielo todo esmaltado de estrellas! ¡Ah! Aquella vez, señora, pude estar un instante a solas con
vos; aquella vez vos estabais dispuesta a decirme todo: el aislamiento de vuestra vida, las penas
de vuestro corazón. Vos esta bais apoyada en mi brazo, mirad, en éste. Al inclinar mi cabeza a
vuestro lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada vez que me rozaban
yo temblaba de la cabeza a los pies. ¡Oh, reina, reina! ¡Oh! No sabéis cuánta felicidad del cielo,
cuánta alegría del paraíso hay encerradas en un momento semejante. Mirad, mis bienes, mi
fortuna, mi gloria, ¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento semejante y
de una noche parecida! Porque esa noche, señora, esa noche vos me amabais, os lo juro.
-Milord, es posible, sí, que la influencia del lugar, que el encanto de aquella hermosa noche,
que la fascinación de vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se juntan a veces
para perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal; pero ya lo
visteis, milord; la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la primera palabra que
osasteis decir, a la primera osadía a la que tuve que responder, pedí ayuda.
-¡Oh! Sí, sí, eso es cierto, y cualquier otro amor distinto al mío habría sucumbido a esa prueba;
pero mi amor, en mi caso, ha salido de ella ardiente y más eterno. Creisteis huir de mí volviendo
a París, creisteis que no osaría abandonar el tesoro que mi amo me había encargado vigilar. ¡Ah,
qué me importan a mí todos los tesoros del mundo ni todos los reyes de la tierra! Ocho días
después, yo estaba de regreso, señora. Y esa vez, nada tuvisteis que decirme: yo había arriesgado
mi favor, mi vida, por veros un segundo, no toqué siquiera vuestra mano, y vos me
perdonasteis al verme tan sometido y arrepentido.
-Sí, pero la calumnia se ha apoderado de todas esas locuras en las que yo no contaba para
nada, y vos lo sabéis bien, milord. El rey, excitado por el señor cardenal, organizó un escándalo
terrible: la señora de Vernet ha sido echada, Putange exiliado, la señora de Chevreuse ha caído
en desgracia, y cuando vos quisisteis volver como embajador de Francia, recordad, milord, que el
rey mismo se opuso.
-Sí, y Francia va a pagar con una guerra el rechazo de su rey. Yo no puedo veros, señora; pues
bien, quiero que cada día oigáis hablar de mí. ¿Qué otro objetivo pensáis que han tenido esa
expedición de Ré y esa liga con los protestantes de la Rochelle que proyecto? ¡El placer de
veros!. No tengo la esperanza de penetrar a mano armada hasta Paris, lo sé de sobra; pero esta
guerra podrá llevar a una paz, esa paz necesitará un negociador, ese negociador seré yo.
Entonces no se atreverán a rechazarme, y volveré a Paris, y os veré, y seré feliz un instante.
Cierto que miles de hombres habrán pagado mi dicha con su vida; pero ¿qué me importaría a mí,
dado que os vuelvo a ver? Todo esto es quizá muy loco, quizá muy insensato; pero decidme,
¿qué mujer tiene un amante más enamorado? ¿Qué reina ha tenido un servidor más ardiente?
-Milord, milord, invocáis para vuestra defensa cosas que os acusan incluso; milord, todas esas
pruebas de amor que queréis darme son casi crímenes.
-Porque vos no me amáis, señora; si me amaseis, todo esto lo veríais de otro modo; si me
amaseis, ¡oh!, si vos me amaseis sería demasiada felicidad y me volvería loco. ¡Ah! La señora de
Chevreuse, de la que hace un momento hablabais, la señora de Chevreuse ha sido menos cruel
que vos; Holland la amó y ella respondió a su amor.
-La señora de Chevreuse no era reina -murmuró Ana de Austria, vencida a pesar suyo por la
expresión de un amor tan profundo.
-¿Me amaríais entonces si no lo fuerais, señora, decid, me amaríais entonces? ¿Puedo, pues,
creer que es la dignidad sola de vuestro rango la que os hace cruel para mí? ¿Puedo, pues, creer
que si vos hubierais sido la señora de Chevreuse, el pobre Buckingham habría podido esperar?
Gracias por esas dulces palabras, mi bella Majestad, cien veces gracias.
-¡Ah! Milord, habéis entendido mal, habéis interpretado mal; yo no he querido decir...
-¡Silencio! ¡Silencio! -dijo el duque-. Si yo soy feliz por un error, no tengáis la crueldad de
quitármelo. Lo habéis dicho vos misma, se me ha atraído a una trampa, tal vez deje mi vida en
ella porque, mirad, es extraño, pero desde hace algún tiempo tengo presentimientos de que voy
a morir -y el duque sonrió con una sonrisa triste y encantadora a la vez.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Ana de Austria con un acento de te rror que probaba que sentía por el
duque un interés mayor del que quería confesar.
-No os digo esto para asustaros, señora, no; es incluso ridículo lo que os digo, y creedme que
no me preocupo nada por semejantes sueños. Pero esa palabra que acabáis de decirme, esa
esperanza que casi me habéis dado, lo habrá pagado todo, incluso mi vida.
-¡Y bien! -dijo Ana de Austria-. Yo también, duque, tengo presentimientos, también yo tengo
sueños. He soñado que os veía tendido, sangrando, víctima de una herida.
-¿En el lado izquierdo, no es verdad, con un cuchillo? -interrumpió Buckingham.
-Sí, eso es, milord, eso es, en el lado izquierdo, con un cuchillo. ¿Quién ha podido deciros que
yo había tenido ese sueño? No lo he confiado más que a Dios, a incluso en mis plegarias.
-No quiero más, y vos me amáis, señora, está claro.
-¿Que yo os amo?
-Sí, vos. ¿Os enviaría Dios los mismos sueños que a mí si no me amaseis? ¿Tendríamos los
mismos presentimientos si nuestras dos existencias no estuvieran en contacto por el corazón?
Vos me amáis, oh, reina, y ¿me lloraréis?
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -exclamó Ana de Austria-. Es más de lo que puedo soportar. Mirad,
duque, en el nombre del cielo, partid, retiraos; no sé si os amo o si no os amo, pero lo que sé es
que no seré perjura. Tened, pues, piedad de mí y partid. ¡Oh! Si fuerais herido en Francia, si
murieseis en Francia, si pudiera suponer que vuestro amor por mí fue causa de vuestra muerte,
no me consolaría jamás, me volvería loca por ello. Partid, pues, partid, os lo suplico.
-¡Oh, qué bella estáis así! ¡Cuánto os amo! -dijo Buckingham.
-¡Partid, partid! Os lo suplico, y volved más tarde; volved como embajador, volved como
ministro, volved rodeado de guardias que os defiendan, de servidores que vigilen por vos, y
entonces no temeré más por vuestra vida y sentiré dicha en volveros a ver.
-¡Oh! ¿Es cierto lo que me decís?
-Sí...
-Pues entonces, una prenda de vuestra indulgencia, un objeto que venga de vos y que me
recuerde que no he tenido un sueño; algo que vos hayáis llevado y que yo pueda llevar a mi vez,
un anillo, un collar, una cadena.
-¿Y os iréis, os iréis si os doy lo que me pedís?
-Sí.
-¿En el mismo momento?
-Sí.
-¿Abandonaréis Francia, volveréis a Inglaterra?
-Sí, os lo juro.
-Esperad, entonces, esperad.
Y Ana de Austria regresó a sus habitaciones y salió casi al momento, llevando en la mano un
pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales, incrustado de oro.
-Tomad, milord duque -dijo-, guardad esto en recuerdo mío.
Buckingham tomó el cofre y cayó por segunda vez de rodillas.
-Me habíais prometido iros -dijo la reina.
-Y mantengo mi palabra. Vuestra mano, vuestra mano, señora, y me voy.
Ana de Austria tendió su mano cerrando los ojos y apoyándose con la otra en Estefanía, porque
sentía que las fuerzas iban a faltarle.
Buckingham apoyó con pasión sus labios sobre aquella bella mano; luego, al alzarse, dijo:
-Si antes de seis meses no estoy muerto, os habré visto, señora, aunque tenga que desquiciar
el mundo para ello.
Y, fiel a la promesa hecha, se lanzó fuera de la habitación.
En el corredor encontró a la señora Bonacieux que lo esperaba y que, con las mismas
precauciones y la misma fortuna, volvió a conducirlo fuera del Louvre.
Capítulo XIII
El señor Bonacieux
Como se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición, no
había parecido inquietarse más que a medias; este personaje era el señor Bonacieux, respetable
mártir de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en aquella
época a la vez tan caballeresca y tan galante.
Afortunadamente -lo recuerde el lector o no lo recuerde-, afortunadamente hemos prometido
no perderlo de vista.
Los esbirros que lo habían detenido lo condujeron directamente a la Bastilla, donde, todo
tembloroso, se le hizo pasar por delante de un pelotón de soldados que cargaban sus mosquetes.
Allí, introducido en una galería semisubtenánea, fue objeto, por parte de quienes lo habían
llevado, de las más groseras injurias y del más feroz trato. Los esbirros veían que no se las
habían con un gentilhombre, y lo trataban como a verdadero patán.
Al cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a poner fin a sus torturas, pero no
a sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios.
Generalmente se interrogaba a los prisioneros en sus casas, pero con el señor Bonacieux no se
guardaban tantas formas.
Dos guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse
por un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una
habitación baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un comisario.
El comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escribiendo algo sobre la mesa.
Los dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron
fuera del alcance de la voz.
El comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza inclinada sobre sus papeles, la
alzó para ver con quién tenía que habérselas. Aquel comisario era un hombre de facha repelente,
la nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero investigadores y
vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro. Su cabeza sostenida por
un cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi
parecido al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su caparazón.
Comenzó por preguntar al señor Bonacieux sus apellidos y su nombre, su edad, su estado y su
domicilio.
El acusado respondió que se llamaba Jacques-Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años,
mercero retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11.
Entonces el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le soltó un largo discurso sobre el
peligro que corre un burgués oscuro mezclándose en asuntos públicos.
Complicó este exordio con una exposición en la que contó el poder y los actos del señor
cardenal, aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo
de los ministros futuros: actos y poder a los que nadie se oponía impunemente.
Después de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el pobre
Bonacieux, lo invitó a reflexionar sobre la gravedad de la situación.
Las reflexiones del mercero estaban ya hechas; lanzaba pestes contra el momento en que el
señor de La Porte había tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra el momento
en que esta ahijada había sido admitida como costurera de la reina.
El fondo del carácter de maese Bonacieux era un profundo egoísmo mezclado a una avaricia
sórdida todo ello sazonado con una cobardía extrema. El amor que le había inspirado su joven
mujer, por ser un sentimiento totalmente secundario, no podía luchar con los sentimientos
primitivos que acabamos de enumerar.
Bonacieux reflexionó, en efecto, sobre lo que acababan de decirle.
-Pero, señor comisario -dijo tímidamente-, estad seguro de que conozco y aprecio más que
nadie el mérito de la incomparable Eminencia por la que tenemos el honor de ser gobernados.
-¿De verdad? -preguntó el comisario con aire de duda-. Si realmente fuera así, ¿cómo es que
estáis en la Bastilla?
-Cómo estoy, o mejor, por qué estoy -replicó el señor Bonacieux-, eso es lo que me es
completamente imposible deciros, dado que yo mismo lo ignoro; pero a buen seguro no es por
haber contrariado, conscientemente al menos, al señor cardenal.
-Sin embargo, es preciso que hayáis cometido un crimen, puesto que estáis aquí acusado de
alta traición.
-¡De alta traición! -exclamó Bonacieux-. ¡De alta traición! ¿Y cómo queréis vos que un pobre
mercero que detesta a los hugonotes y que aborrece a los españoles esté acusado de alta
traición? Reflexionad, señor, es materialmente imposible.
-Señor Bonacieux -dijo el comisario mirando al acusado como si sus pequeños ojos tuvieran la
facultad de leer hasta lo más profundo de los corazones-, señor Bonacieux, ¿tenéis mujer?
-Sí, señor -respondió el mercero todo temblando, sintiendo que ahí era donde el asunto iba a
embrollarse-; es decir, la tenía.
-¿Cómo? ¡La teníais! ¿Pues qué habéis hecho de ella, si ya no la tenéis?
-Me la han raptado, señor.
-¿Os la han raptado? -prosiguió el comisario-. ¿Y sabéis quién es el hombre que ha cometido
ese rapto?
-Creo conocerlo.
-¿Quién es?
-Pensad que yo no afirmo nada, señor comisario, y que yo sólo sospecho.
-¿De quién sospecháis? Veamos, responded con franqueza.
El señor Bonacieux se hallaba en la mayor perplejidad: ¿debía negar todo o decir todo?
Negando todo, podría creerse que sabía demasiado para confesar; diciendo todo, daba prueba de
buena voluntad. Se decidió por tanto a decirlo todo.
-Sospecho -dijo- de un hombre alto, moreno, de buen aspecto, que tiene todo el aire de un
gran señor; nos ha seguido varias ve ces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a mi mujer
al postigo del Louvre para llevarla a casa.
El comisario pareció experimentar cierta inquietud.
-¿Y su nombre? -dijo.
-¡Oh! En cuanto a su nombre, no sé nada, pero si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo
reconoceré al instante, os respondo de ello, aunque fuera entre mil personas.
La frente del comisario se ensombreció.
-¿Lo reconoceríais entre mil, decís? -continuo.
-Es decir -prosiguió Bonacieux, que vio que había ido descaminado-, es decir...
-Habéis respondido que lo reconoceríais -dijo el comsario-; está bien, basta por hoy; antes de
que sigamos adelante es preciso que alguien sea prevenido de que conocéis al raptor de vuestra
mujer.
-Pero yo no os he dicho que le conociese -exclamó Bonacieux desesperado-. Os he dicho, por
el contrario...
-Llevaos al prisionero -dijo el comisario a los dos guardias.
-¿Y dónde hay que conducirlo? -preguntó el escribano.
-A un calabozo.
-¿A cuál?
-¡Oh, Dios mío! Al primero que sea, con tal que cierre bien -respondió el comisario con una
indiferencia que llenó de horror al pobre Bonacieux.
-¡Ay! ¡Ay! -se dijo-. La desgracia ha caído sobre mi cabeza; mi mujer habrá cometido algún
crimen espantoso; me creen su cómplice, y me castigarán con ella; ella habrá hablado, habrá
confesado que me había dicho todo; una mujer, ¡es tan débil! ¡Un calabozo, el primero que sea!
¡Eso es! Una noche pasa pronto; y mañana a la rueda, a la horca. ¡Oh, Dios mío! ¡Tened piedad
de mí!
Sin escuchar para nada las lamentaciones de maese Bonacieux, lamentaciones a las que por
otra parte debían estar acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un brazo y se
lo llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano esperaba.
Bonacieux no pegó ojo, y no porque su calabozo fuera demasiado desagradable, sino porque
sus inquietudes eran demasiado grandes. Permaneció toda la noche sobre su taburete,
temblando al menor ruido; y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la habitacion, la
aurora le pareció haber tornado tintes fúnebres.
De golpe oyó correr los cerrojos, y tuvo un sobresalto terrible. Creía que venían a buscarlo para
conducirlo al cadalso; así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo que
esperaba, a su comisario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al cuello.
-Vuestro asunto se ha complicado desde ayer por la noche, buen hombre -le dijo el comisario-,
y os aconsejo decir toda la verdad; porque solo vuestro arrepentimiento puede aplacar la cólera
del cardenal.
-Pero si yo estoy dispuesto a decir todo -exclamó Bonacieux-, al menos todo lo que sé.
Interrogad, os lo suplico.
-Primero, ¿dónde está vuestra mujer?
-Pero si ya os he dicho que me la habían raptado.
-Sí, pero desde ayer a las cinco de la tarde, gracias a vos, se ha escapado.
-¡Mi mujer se ha escapado! -exclamó Bonacieux-. ¡Oh, la desgraciada! Señor si se ha escapado,
no es culpa mía os lo juro.
-¿Qué fuisteis, pues, a hacer a casa del señor D'Artagnan, vuestro vecino, con el que tuvisteis
una larga conferencia durante el día?
-¡Ah! Sí, señor comisario, sí, eso es cierto, y confieso que me equivoqué. Estuve en casa del
señor D'Artagnan.
-¿Cuál era el objeto de esa visita?
-Pedirle que me ayudara a encontrar a mi mujer. Creía que tenía derecho a reclamarla; me
equivocaba, según parece, y por eso os pido perdón .
-¿Y qué respondió el señor D'Artagnan?
-El señor D'Artagnan me prometió su ayuda; pero pronto me di cuenta de que me traicionaba.
-¡Os burláis de la justicia! El señor D'Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en virtud de ese
pacto, él ha puesto en fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra mujer, y la
ha sustraído a todas las investigaciones.
-¡El señor D'Artagnan ha raptado a mi mujer! ¡Vaya! Pero ¿qué me decís?
-Por suerte, D'Artagnan está en nuestras manos, y vais a ser careado con él.
-¡Ah? A fe que no pido otra cosa -exclamó Bonacieux-, no me molestará ver un rostro
conocido.
-Haced entrar al señor D'Artagnan -dijo el comisario a los dos guardias.
Los dos guardias hicieron entrar a Athos.
-Señor D'Artagnan -dijo el comisario dirigiéndose a Athos-, declarad lo que ha pasado entre vos
y el señor.
-¡Pero -exclamó Bonacieux- si no es el señor D'Artagnan ése que me mostráis!
-¡Cómo! ¿No es el señor D'Artagnan? -exclamó el comisario.
-En modo alguno -respondió Bonacieux.
-¿Cómo se llama el señor? -preguntó el comisario.
-No puedo decíroslo, no lo conozco.
-¡Cómo! ¿No lo conocéis?
-No.
-¿No lo habéis visto jamás?
-Sí, lo he visto, pero no sé cómo se llama.
-¿Vuestro nombre? -preguntó el comisario.
-Athos -respondió el mosquetero.
-Pero eso no es un nombre de hombre, ¡eso es un nombre de montaña! -exclamó el pobre
interrogador, que comenzaba a perder la cabeza.
-Es mi nombre -dijo tranquilamente Athos.
-Pero vos habéis dicho que os llamabais D'Artagnan.
-¿Yo?
-Sí, vos.
-Veamos, cuando me han dicho: «Vos sois el señor D'Artagnan», yo he respondido: «¿Lo creéis
así?» Mis guardias han exclamado que estaban seguros. Yo no he querido contrariarlos. Además,
yo podía equivocarme.
-Señor, insultáis a la majestad de la justicia.
-De ningún modo -dijo tranquilamente Athos.
-Vos sois el señor D'Artagnan.
-Como veis, sois vos el que aún me lo decís.
-Pero -exclamó a su vez el señor Bonacieux- os digo, señor comisario, que no tengo la más
minima duda. El señor D'Artagnan es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague mis
alquileres, y precisamente por eso, debo conocerlo. El señor D'Artagnan es un joven de
diecinueve a veinte años apenas, y este señor tiene treinta por lo menos. El señor D'Artagnan
está en los guardias del señor Des Essarts, y este señor está en la compañía de los mosqueteros
del señor de Tréville: mirad el uniforme, señor comisario, mirad el uniforme.
-Es cierto -murmuró el comisario-; es malditamente cierto.
En aquel momento la puerta se abrió de golpe, y un mensajero, introducido por uno de los
carceleros de la Bastilla, entregó una carta al comisario.
-¡Oh, la desgraciada! -exclamó el comisario.
-¿Cómo? ¿Qué decís? ¿De quién habláis? ¡Espero que no sea de mi mujer!
-Al contrario, es de ella. Bonito asunto el vuestro.
-¡Vaya! -exclamó el mercero exasperado-. Haced el favor de decirme, señor, cómo ha podido
empeorar por lo que mi mujer haya hecho mientras yo estoy en prisión.
-Porque lo que ha hecho es la consecuencia de un plan tramado entre vosotros, un plan
infernal.
-Os juro, señor comisario, que estáis en el más profundo error; que yo no sé nada de nada de
lo que debía hacer mi mujer, que soy completamente extraño a lo que ella ha hecho y, que si ella
ha hecho tonterías, reniego de ella, la desmiento, la maldigo.
-¡Bueno! -dijo Athos al comisario-. Si ya no tenéis necesidad de mí aquí, enviadme a alguna
parte; vuestro señor Bonacieux es irritante.
-Volved a llevar a los prisioneros a sus calabozos -dijo el comisario señalando con el mismo
gesto a Athos y a Bonacieux-, que sean guardados con mayor severidad que nunca.
-Sin embargo -dijo Athos con su calma habitual-, si vos estáis buscando al señor D'Artagnan,
no veo demasiado bien en qué puedo yo reemplazarlo.
-¡Haced lo que he dicho! -exclamó el comisario-. Y en el secreto más absoluto. ¡Ya habéis oído!
Athos siguió a sus guardias encogiéndose de hombros, y el señor Bonacieux lanzando
lamentaciones capaces de ablandar el corazón de un tigre.
Llevaron al mercero al mismo calabozo en que había pasado la noche, y lo dejaron solo toda la
jornada. Durante toda la jornada el señor Bonacieux lloró como un verdadero mercero, dado que
no era un hombre de espada, tal como él mismo nos ha dicho.
Por la noche, hacia las ocho, en el momento en que iba a decidirse a meterse en la cama, oyó
pasos en su corredor. Aquellos pasos se acercaron a su calabozo, su puerta se abrió y
aparecieron los guardias.
-Seguidme -dijo un exento que venía tras los guardias.
-¡Que os siga! -exclamó Bonacieux-. ¿Que os siga a esta hora? ¿Y adónde, Dios mío?
-Adonde tenemos orden de llevaros.
-Pero eso no es una respuesta.
-Sin embargo, es la única que podemos daros.
-¡Ay, Dios mío, Dios mío! -murmuró el pobre mercero-. Esta vez sí que estoy perdido.
Y siguió maquinalmente y sin resistencia a los guardias que venían a buscarlo.
Tomó el mismo corredor que ya había tomado, atravesó un primer patio, luego un segundo
cuerpo de edificios; finalmente, a la puerta del patio de entrada, encontró un coche rodeado de
cuatro guardias a caballo. Lo hicieron subir en aquel coche, el exento se colocó tras él, cerraron
la portezuela con llave, y los dos se encontraron en una prisión rodante.
El coche se puso en movimiento, lento como un carromato fúnebre. A través de la reja cerrada
con candado, el prisionero veía las casas y el camino, eso era todo; pero, como auténtico
parisiense que era, Bonacieux reconocía cada calle por los guardacantones, por las muestras, por
los reverberos. En el momento de llegar a Saint-Paul, lugar donde se ejecutaba a los condenados
de la Bastilla, estuvo a punto de desvanecerse y se persignó dos veces. Había creído que el
coche debía detenerse allí. Sin embargo, el coche siguió.
Más lejos, un gran terror lo invadió otra vez. Fue al bordear el cementerio de Saint-Jean, donde
se enterraba a los criminales de Esta do. Sólo una cosa lo tranquilizó algo, y es que antes de
enterrarlos se les cortaba por regla general la cabeza, y su cabeza estaba aún sobre sus
hombros. Pero cuando vio que el coche tomaba la ruta de la Grève, cuando vio los techos
picudos del Ayuntamiento, cuando el coche se adentró bajo la arcada, creyó que todo había
terminado para él, quiso confesarse con el exento, y, tras su negativa, lanzó gritos tan lastimeros
que el exento le anunció que, si seguía ensordeciéndole así, le pondría una mordaza.
Aquella amenaza tranquilizó algo a Bonacieux: si hubieran te nido que ejecutarlo en Grève, no
merecía la pena amordazarlo, porque estaban a punto de llegar al lugar de la ejecución. En
efecto, el coche cruzó la plaza fatal sin detenerse. Ya sólo quedaba que temer la
Croix-du-Trahoir: precisamente el coche tomó el camino de ella.
Esta vez no había duda, era la Croix-du-Trahoir, donde se ejecutaba a los criminales
subalternos. Bonacieux se había jactado creyéndose digno de Saint-Paul o de la plaza de Grève:
¡era en la Croix-duTrahoir donde iban a terminar su viaje y su destino! No podía ver todavía
aquella maldita cruz, pero la sentía en cierto modo venir a su encuentro. Cuando no estuvo más
que a una veintena de pasos, oyó un rumor y el coche se detuvo. Era más de lo que podía
soportar el pobre Bonacieux, ya derrumbado por las sucesivas emociones que había experimentado;
lanzó un débil gemido, que hubiera podido tomarse por el último suspiro de un
moribundo, y se desvaneció.
Capítulo XIV
El hombre de Meung
Aquella reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la
contemplación de un ahorcado.
El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su
camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvió la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta
baja.
La puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bonacieux, sostenido por el exento;
lo metieron por una avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una antecámara.
Todos estos movimientos eran realizados por él de una forma maquinal.
Había andado como se anda en sueños; había entrevisto los objetos a través de una niebla;
sus oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel
momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado
un grito para implorar piedad.
Permaneció, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y
los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado.
Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada
indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la
pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo
flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su terror
era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.
Con este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de va lor y se arriesgó a encoger
una pierna, luego la otra; por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se
encontró sobre sus pies.
En aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezuela, continuó cambiando aún
algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia
el prisionero, dijo:
-¿Sois vos quien se llama Bonacieux?
-Sí, señor oficial -balbuceó el mercero, más muerto que vivo-, para serviros.
-Entrad -dijo el oficial.
Y se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica y entró en la
habitación en la que parecía ser esperado.
Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y
sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de
septiembre. Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado,
un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.
De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de
ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla
coronada por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y
siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada,
tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas
de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.
Aquel hombre era Armand-Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo
representaran cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz
apagada, enterrado en un gran sillón como en una tumba anticipada que no viviera más que por
la fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de su
pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero débil
de cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los hombres más
extraordinarios que hayan existido; preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de
Nevers en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los
ingleses de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.
A primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no conocían su
rostro adivinar ante quién se encontraban.
El pobre mercero permaneció de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos
de describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.
- Está ahí ese Bonacieux? -pregunto tras un momento de silencio.
-Sí, monseñor -contestó el oficial.
-Esta bien, dadme esos papeles y dejadnos.
El oficial cogió de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclinó
hasta el suelo y salió.
Bonacieux reconoció en aquellos papeles sus interrogatorios de la Bastilla. De vez en cuando, el
hombre de la chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales
hasta el fondo del corazón del pobre mercero.
Al cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se había
decidido.
-Esa cabeza no ha conspirado nunca -murmuró-; pero no importa, veamos de todas formas.
-Estáis acusado de alta traición -dijo lentamente el cardenal.
-Es lo que ya me han informado, monseñor -exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el
título que había oído al oficial darle-; pero yo os juro que no sabía nada de ello.
El cardenal reprimió una sonrisa.
-Habéis conspirado con vuestra mujer, con la señora de Chevreuse y con milord el duque de
Buckingham.
-En realidad, monseñor -respondió el mercero-, he oído pronunciar todos esos nombres.
-¿Y en qué ocasión?
-Ella decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París para
perderlo y para perder a la reina con él.
-¿Ella decía eso? -exclamó el cardenal con violencia.
-Sí, monseñor; pero yo le he dicho que se equivocaba por mantener tales opiniones, y que Su
Eminencia era incapaz...
-Callaos, sois un imbécil -prosiguió el cardenal.
-Es precisamente eso lo que mi mujer me respondió, monseñor.
-¿Sabéis quién ha raptado a vuestra mujer?
-No, monseñor.
-Sin embargo, ¿tenéis sospechas?
-Sí, monseñor, pero esas sospechas han parecido contrariar al señor comisario y ya no las
tengo.
-Vuestra mujer se ha escapado, ¿lo sabíais?
-No, monseñor, lo he sabido después de haber entrado en prisión, y siempre por la mediación
del señor comisario, un hombre muy amable.
El cardenal reprimió una segunda sonrisa.
-Entonces, ¿ignoráis lo que ha sido de vuestra mujer después de su fuga?
-Completamente, monseñor; habrá debido volver al Louvre.
-A la una de la mañana no había vuelto aún.
-¡Ah D¡os mío! Pero entonces ¿qué habrá s¡do de ella?
-Ya lo sabremos, estad tranquilo; nada se oculta al cardenal; el cardenal lo sabe todo.
-En tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consent¡rá en dec¡rme qué ha ocurr¡do con mi
mujer?
-Quizá; pero es preciso primero que confeséis todo lo que sepáis relativo a las relaciones de
vuestra mujer con la señora de Chevreuse.
-Pero, monseñor, yo no sé nada; no la he visto nunca.
-Cuando ¡ba¡s a buscar a vuestra mujer al Louvre, ¿volvía ella d¡rectamente a casa?
-Cas¡ nunca: tenía que ver a vendedores de tela, a cuyas casas yo la llevaba.
-¿Y cuántos vendedores de telas había?
-Dos, monseñor.
-¿Dónde viven?
-Uno en la calle de Vaug¡rard; el otro en la calle de La Harpe.
-¿Entrasteis en sus casas con ella?
-Nunca, monseñor; la esperaba a la puerta.
-¿Y qué pretexto os daba para entrar así completamente sola?
-No me lo daba; me decía que esperase, y yo esperaba.
-Sois un marido complaciente, mi querido señor Bonacieux -dijo el cardenal.
«¡Ella me llama su querido señor! -dijo para sí mismo el mercero-. ¡Diablos, las cosas van
bien!»
-¿Reconoceríais esas puertas?
-Sí.
- Sabéis los números?
-¿Cuáles son?
-Número 25 en la calle de Vaugirard; número 75 en la calle de La Harpe.
-Está bien -dijo el cardenal.
A estas palabras, cogió una campanilla de plata y llamó; el official volvió a entrar.
-Idme a buscar a Rochefort -dijo a media voz-, y que venga inmediatamente si ha vuelto.
-El conde está ahí -dijo el official-, pide hablar al instante con Vuestra Eminencia.
-¡Con Vuestra Eminencia! -murmuró Bonacieux, que sabía que tal era el título que
ordinariamente se daba al señor cardenal-. ¡Con Vuestra Eminencia!
-¡Que venga entonces, que venga! -dijo vivamente Richelieu.
El official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos los
servidores del cardenal en obedecerle.
-¡Con Vuestra Eminencia! -murmuraba Bonacieux haciendo girar los ojos extraviados.
No habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del official, cuando la puerta se
abrió y un nuevo personaje entró.
-¡Es él! -exclamó Bonacieux.
-¿Quién es él? -preguntó el cardenal.
-El que ha raptado a mi mujer.
El cardenal llamó por segunda vez. El official reapareció.
-Devolved este hombre a manos de sus dos guardias, y que espere a que yo lo llame ante mí.
-¡No, monseñor! ¡No, no es él! -exclamó Bonacieux-. No, me he equivocado, es otro que se le
parece algo. El señor es un hombre honrado.
-Llevaos a este imbécil -dijo el cardenal.
El official cogió a Bonacieux por debajo del brazo y volvió a llevarlo a la antecámara donde
encontró a sus dos guardias.
El nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux
hasta que éste hubo salido, y cuando 1a puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose
rápidamente al cardenal.
-Han sido vistos.
-¿Quiénes? -preguntó Su Eminencia.
-Ella y él.
-¿La reina y el duque? -exclamó Richelieu.
-Sí.
-¿Y dónde?
-En el Louvre.
-¿Estáis seguro?
-Completamente.
-¿Quién os lo ha dicho?
-La señora de Lannoy, que es completamente de Vuestra Eminencia, como sabéis.
-¿Por qué no lo ha dicho antes?
-Sea por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acostarse a la señora de Fargis en su
habitación, y la ha tenido allí toda la jornada.
-Está bien, hemos perdido. Tratemos de tomar nuestra revancha.
-Os ayudaré con toda mi alma, monseñor, estad tranquilo.
-¿Cuándo ha sido?
-Alas doce y media de la noche, la reina estaba con sus mujeres...
-¿Dónde?
-En su cuarto de costura...
-Bien.
-Cuando han venido a entregarle un pañuelo de parte de su costurera...
-¿Después?
-Al punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al rouge con que tenía el rostro
cubierto, ha palidecido.
-¡Y después! ¡Después!
-Sin embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme diez
minutos, luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha salido.
-¿Por qué la señora de Lannoy no ha venido a preveniros al instante?
-Nada era seguro todavía; además, la reina había dicho: «Señoras, esperadme»; y no se
atrevía a desobedecer a la reina.
-¿Y cuánto tiempo ha estado la reina fuera de su cuarto?
-Tres cuartos de hora.
-¿La acompañaba alguna de sus mujeres?
-Doña Estefanía solamente.
-¿Y luego ha vuelto?
-Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en seguida.
-Y cuando ha vuelto más tarde, ¿traía el cofre?
-No.
-¿La señora de Lannoy sabía qué había en ese cofre?
-Sí, los herretes de diamantes que Su Majestad ha dado a la reina.
-¿Y ha vuelto sin ese cofre?
-Sí.
-¿La opinión de la señora de Lannoy es que se los ha entregado a Buckingham?
-Está segura.
-¿Y cómo?
-Durante el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha
buscado ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a
la reina.
-¿Y entonces, la reina?...
-La reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de sus
herretes lo había enviado a reparar a su orfebre.
-Hay que pasar por él y asegurarse si la cosa es cierta o no.
-Ya he pasado.
-Y bien, ¿el orfebre?
-El orfebre no ha oído hablar de nada.
-¡Bien! ¡Bien! Rochefort, no todo está perdido, y quizá..., quizá todo sea para mejor.
-El hecho es que no dudo de que el genio de Vuestra Eminencia...
-Reparará las tonterías de mi guardia, ¿no es eso?
-Es precisamente lo que iba a decir si Vuestra Eminencia me hubiera dejado acabar mi frase.
-Ahora, ¿sabéis dónde se ocultaban la duquesa de Chevreuse y el duque de Buckingham?
-No, monseñor, mis gentes no han podido decirme nada positivo al respecto.
-Yo sí lo sé.
-¿Vos, monseñor?
-Sí, o al menos lo creo. Estaban el uno en la calle de Vaugirard, número 25, y la otra en la calle
de La Harpe, número 75.
-¿Quiere Vuestra Eminencia que los haga arrestar a los dos?
-Será demasiado tarde, habrán partido.
-No importa, podemos asegurarnos.
-Tomad diez hombres de mis guardias y registrad las dos casas.
-Voy monseñor.
Y Rochefort se abalanzó fuera de la habitación.
El cardenal, ya solo, reflexionó un instante y llamó por tecera vez. Apareció el mismo oficial.
-Haced entrar al prisionero -dijo el cardenal.
Maese Bonacieux fue introducido de nuevo y, a una seña del cardenal, el oficial se retiró.
-Me habéis engañado -dijo severamente el cardenal.
-¡Yo! -exclamó Bonacieux-. ¡Yo engañar a Vuestra Eminencia!
-Vuestra mujer, al ir a la calle de Vaugirard y a la calle de La Harpe, no iba a casa de
vendedores de telas.
-¿Y adónde iba, santo cielo?
-Iba a casa de la duquesa de Chevreuse y a casa del duque de Buckingham.
-Sí -dijo Bonacieux echando mano de todos sus recursos-, sí, eso es, Vuestra Eminencia tiene
razón. Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan
en casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha
echado a reír. ¡Ah, monseñor! -continuó Bonacieux arrojándose a los pies de la Eminencia-. ¡Ah!
¡Con cuánto motivo sois el cardenal, el gran cardenal, el hombre de genio al que todo el mundo
reverencia!
El cardenal, por mediocre que fuera el triunfo alcanzado sobre un ser tan vulgar como era
Bonacieux, no dejó de gozarlo durante un instante; luego, casi al punto, como si un nuevo
pensamiento se presentara a su espíritu, una sonrisa frunció sus labios y, tendiendo la mano al
mercero, le dijo:
-Alzaos, amigo mío, sois un buen hombre.
-¡El cardenal me ha tocado la mano! ¡Yo he tocado la mano del gran hombre! -exclamó
Bonacieux-. ¡El gran hombre me ha llamado su amigo!
-Sí, amigo mío, sí -dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que
sólo engañaba a quien no le conocía-; y como se ha sospechado de vos injustamente, hay que
daros una indemnización. ¡Tomad! Coged esa bolsa de cien pistolas, y perdonadme.
-¡Que yo os perdone, monseñor! -dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin
duda que aquel don no fuera más que una chanza-. Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois
bien libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender; sois el amo, y yo no tendría la
más minima palabra que decir. ¿Perdonaros, monseñor? ¡Vamos, no penséis más en ello!
-¡Ah, mi querido Bonacieux! Sois generoso ya lo veo, y os lo agradezco. Tomad, pues, esa
bolsa. ¿Os vais sin estar demasiado descontento?
-Me voy encantado, monseñor.
-Adiós, entonces, o mejor, hasta la vista, porque espero que nos volvamos a ver.
-Siempre que monseñor quiera, estoy a las órdenes de Su Eminencia.
-Será a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto extremo con vuestra
conversación.
-¡Oh, monseñor!
-Hasta la vista, señor Bonacieux, hasta la vista.
Y el cardenal le hizo una señal con la mano, a la que Bonacieux respondió inclinándose hasta el
suelo; luego salió a reculones, y cuando estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que en su
entusiasmo, se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor! ¡Viva Su Eminencia! ¡Viva el gran
cardenal!» El cardenal escuchó sonriendo aquella brillante manifestación de sentimientos
entusiastas de maese Bonacieux; luego, cuando los gritos de Bonacieux se hubieron perdido en
la lejanía:
-Bien -dijo-. De ahora en adelante será un hombre que se haga matar por mí.
Y el cardenal se puso a examinar con la mayor atención el mapa de La Rochelle que, como
hemos dicho, estaba extendido sobre su escritorio, trazando con un lápiz la línea por donde debía
pasar el famoso dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad sitiada.
Cuando se hallaba en lo más profundo de sus meditaciones estratégicas, la puerta volvió a
abrirse y Rochefort entró.
-¿Y bien? -dijo vivamente el cardenal, levantándose con la presteza que probaba el grado de
importancia que concedía a la comisión que había encargado al conde.
-¡Y bien! -dijo éste-. Una mujer de veintiséis a veintiocho años y un hombre de treinta y cinco a
cuarenta años se han alojado, efectivamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las casas
indicadas por Vuestra Eminencia; pero la mujer ha partido esta noche pasada y el hombre esta
mañana.
-¡Eran ellos! -exclamó el cardenal, que miraba el péndulo-. Y ahora -continuó-, es demasiado
tarde para correr tras ellos: la duquesa está en Tours y el duque en Boulogne. Es en Londres
donde hay que alcanzarlos.
-¿Cuáles son las órdenes de Vuestra Eminencia?
-Ni una palabra de lo que ha pasado; que la reina permanezca totalmente segura; que ignore
que sabemos su secreto, que crea que estamos a la busca de una conspiración cualquiera.
Enviadme al guardasellos Séguier.
-¿Y ese hombre, ¿qué ha hecho de él Vuestra Eminencia?
-¿Qué hombre? -preguntó el cardenal.
-El tal Bonacieux.
-He hecho todo lo que se podía hacer con él. Lo he convertido en espía de su mujer.
El conde de Rochefort se inclinó como hombre que reconocía la gran superioridad del maestro,
y se retiró.
Una vez que se quedó solo, el cardenal se sentó de nuevo, escribió una carta que selló con su
sello particular, luego llamó. El oficial entró por cuarta vez.
-Hacedme venir a Vitray -dijo- y decidle que se apreste para un viaje.
Un instante después, el hombre que había pedido estaba de pie ante él, calzado con botas y
espuelas.
-Vitray -dijo-, vais a partir inmediatamente para Londres. No os detendréis un instante en el
camino. Entregaréis esta carta a milady. Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas, pasad por
casa de mi tesorero y haceos pagar. Hay otro tanto a recoger si estáis aquí de regreso dentro de
seis días y si habéis hecho bien mi comisión.
El mensajero, sin responder una sola palabra se inclinó, cogió la carta, el vale de doscientas
pistolas y salió.
He aquí lo que contenía la carta:
«Milady,
Asistid al primer baile a que asista el duque de Buckingham. Tendrá en su jubón doce herretes
de diamantes, acercaos a él y quitadle dos.
Tan pronto como esos herretes estén en vuestro poder, avisadme.»
Capítulo XV
Gentes de toga y gentes de espada
Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido
Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D'Artagnan y por Porthos de su desaparición.
En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según
decían, por asuntos de familia.
El señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde
el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su
apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.
Se presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que
mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba
alojado momentá neamente en Fort-l'Évêque.
Athos había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a Bonacieux.
Hemos asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta
entonces por miedo a que D'Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que
necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D'Artagan .
Añadió que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con el
uno ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor
D'Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde
había cenado: veinte testigos -añadió- podían atestiguar el hecho y nombró a varios
gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.
El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de
aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las
gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del señor de
Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión.
También Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre
con el rey.
Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo
criminal y de la del gobernador del Fort-l'Evê que, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al
palacio de Su Majestad.
Como capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al rey.
Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente
mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las
mujeres que de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo la
amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres le inquietaban más
que las guerras con España, las complicaciones con Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus
ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas
políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.
A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada
en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a Paris y que durante los cinco días que
había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia.
Caprichoso a infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad
comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por
razonamientos.
Pero cuando el cardenal añadió que no solamente la señora de Chevreuse había venido a París,
sino que además la reina se había relacionado con ella con ayuda de una de esas
correspondencias misteriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando afirmó
que él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más oscuros de aquella intriga,
cuando, en el momento de arrestar con las manos en la masa, en flagrante delito, provisto de
todas las pruebas, al emisario de la reina junto a la exiliada, un mosquetero había osado
interrumpir violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas
gentes de ley encargadas de examinar con imparcialidad todo el asunto para ponerlo ante los
ojos del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia las habitaciones de la reina con esa
pálida y muda indignación que, cuando estallaba, llevaba a ese príncipe hasta la más fría
crueldad.
Y, sin embargo, en todo aquello el cardenal no había dicho aún una palabra del duque de
Buckingham.
Fue entonces cuando el señor de Tréville entró, frío, cortés y con una vestimenta irreprochable.
Advertido de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del
rostro del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.
Luis XIII ponía ya la mano sobre el pomo de la puerta; al ruido que hizo el señor de Tréville al
entrar, se volvió.
-Llegáis en el momento justo, señor -dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a
cierto punto, no sabía disimular-, y me entero de cosas muy bonitas a cuenta de vuestros
mosqueteros.
-Y yo -respondió fríamente el señor de Tréville- tengo muy bonitas cosas de que informarle
sobre sus gentes de toga.
-¿De verdad? -dijo el rey con altivez.
-Tengo el honor de informar a Vuestra Majestad -continuó el señor de Tréville en el mismo
tono- de que una partida de procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas
muy estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha permitido
arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort-l'Evêque, y todo con una orden que
se han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de
conducta irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce
favorablemente: el señor Athos.
-Athos -dijo el rey maquinalmente-. Sí, por cierto, conozco ese nombre.
-Que Vuestra Majestad lo recuerde -dijo el señor de Tréville-. El señor Athos es ese mosquetero
que en el importuno duelo que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de
Cahusac. A propósito, monseñor -continuó Tréville, dirigiéndose al cardenal-, el señor de Cahusac
está completamente restablecido, ¿no es así?
-¡Gracias! -dijo el cardenal mordiéndose los labios de cólera.
-El señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente -prosiguió
el señor de Tréville-. A un joven bearnés, cadete en los guardias de Su Majestad en la compañía
de Des Essarts; pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un libro para
esperarlo, cuando una nube de corchetes y de soldados, todos juntos, sitiaron la casa, hundieron
varias puertas...
El cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he hablado.»
-Ya sabemos todo eso -replicó el rey- porque todo eso se ha hecho a nuestro servicio.
-Entonces -dijo Tréville-, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno
de mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y
por lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que ha vertido diez
veces su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está dispuesto a verterla todavía.
-¡Bah! -dijo el rey, vacilando-. ¿Han pasado así las cosas?
-El señor de Tréville no dice -dijo el cardenal con la mayor flema- que ese mosquetero
inocente, ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios
instructores delegados por mí para instruir un asunto de la más alta importancia.
-Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo -exclamó el señor de Tréville con su franqueza
completamente gascona y su rudeza militar-. Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo
confiar a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de
haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor duque de La Trémouille
y el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.
El rey miró al cardenal.
-Un atestado da fe de ello -dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la interrogación muda
de Su Majestad- y las gentes maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de
presentar a Vuestra Majestad.
-¿Atestado de gentes de toga vale tanto como la palabra de honor de un hombre de espada?
-respondió orgullosamente Tréville.
-Vamos, vamos, Tréville, callaos -dijo el rey.
-Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros -dijo Tréville-, la
justicia del señor cardenal es bastante conocida como para que yo mismo pida una investigación.
-En la casa en que se ha hecho esa inspección judicial -continuó el cardenal, impasible- se
aloja, según creo, un bearnés amigo del mosquetero.
-¿Vuestra Eminencia se refiere al señor D'Artagnan?
-Me refiero a un joven al que vos protegéis, señor de Tréville.
-Sí, Eminencia, es ese mismo.
-No sospecháis que ese joven haya dado malos consejos...
-¿A Athos, a un hombre que le dobla en edad? -interrumpió el señor de Tréville-. No,
monseñor. Además, el señor D'Artagnan ha pasado la noche conmigo.
-¡Vaya! -dijo el cardenal-. Todo el mundo ha pasado la noche con usted.
-¿Dudaría Su Eminencia de mi palabra? -dijo Tréville, con el rubor de la cólera en la frente.
-¡No, Dios me guarde de ello! -dijo el cardenal-. Sólo que... ¿a qué hora estaba él con vos?
-¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las
nueve y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!
-¿Y a qué hora ha salido de vuestro palacio?
-A las diez y media, una hora después del suceso.
-En fin -respondió el cardenal, que no sospechaba ni por un momento de la lealtad de Tréville,
y que sentía que la victoria se le escapaba-, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la calle
des Fossoyeurs.
-¿Le está prohibido a un amigo visitar a otro amigo? ¿A un mosquetero de mi compañía
confraternizar con un guardia de la compañía del señor Des Essarts?
-Sí, cuando la casa en la que confraterniza con ese amigo es sospechosa.
-Es que esa casa es sospechosa, Tréville -dijo el rey-. Quizá no lo sabíais.
-En efecto, sire, lo ignoraba. En cualquier caso, puede ser sospechosa en cualquier parte; pero
niego que lo sea en la parte que habita el señor D'Artagnan; porque puedo afirmaros, sire, que
de creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un admirador
más profundo del señor cardenal.
-¿No es ese D'Artagnan el que hirió un día a Jussac en ese desafortunado encuentro que tuvo
lugar junto al convento de los Carmelitas Descalzos? -preguntó el rey mirando al cardenal, que
enrojeció de despecho.
-Y al día siguiente a Bernajoux. Sí, sire; sí, ése es, y Vuestra Majestad tiene buena memoria.
-Entonces, ¿qué decidimos? -dijo el rey.
-Eso atañe a Vuestra Majestad más que a mí -dijo el cardenal-. Yo afirmaría la culpabilidad.
-Y yo la niego -dijo Tréville-. Pero Su Majestad tiene jueces y sus jueces decidirán.
-Eso es -dijo el rey-. Remitamos la causa a los jueces; su misión es juzgar, y juzgarán.
-Sólo que -prosiguió Tréville- es muy triste que, en estos tiempos desgraciados que vivimos la
vida más pura, la virtud más irrefuta ble no eximan a un hombre de la infamia y de la
persecución. Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar
expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.
La frase era imprudente, pero el señor de Tréville la había lanzado con conocimiento de causa.
Quería una explosión, por eso de que la mina hace fuego, y el fuego ilumina.
-¡Asuntos de policía! -exclamó el rey, repitiendo las palabras del señor de Tréville-. ¡Asuntos de
policía! ¿Y qué sabéis vos de eso, señor? Mezclaos con vuestros mosqueteros y no me rompáis la
cabeza. En vuestra opinión parece que si por desgracia se detiene a un mosquetero, Francia está
en peligro. ¡Cuánto escándalo por un mosquete ro! ¡Vive el cielo que haré detener a diez! ¡Cien,
incluso; toda la compañía! Y no quiero que se oiga ni una palabra.
-Desde el momento en que son sospechosos a Vuestra Majestad -dijo Tréville-, los
mosqueteros son culpables; por eso me veis, sire, dispuesto a devolveros mi espada; porque,
después de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusarme
a mí mismo; así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que ya está
detenido, y con el señor d'Artagnan, a quien se arrestará sin duda.
-Cabezota gascón ¿terminaréis? -dijo el rey.
-Sire -respondió Tréville sin bajar ni por asomo la voz-, ordenad que se me devuelva mi
mosquetero o que sea juzgado.
-Se le juzgará -dijo el cardenal.
-¡Pues bien tanto mejor! Porque en tal caso pediré a Su Majestad permiso para abogar por él.
El rey temió un estallido.
-Si Su Eminencia -dijo- no tiene personalmente motivos...
El cardenal vio venir al rey y se le adelantó.
-Perdón -dijo-, pero desde el momento en que Vuestra Majestad ve en mí un juez
predispuesto, me retiro.
-Veamos -dijo el rey-. ¿Me juráis vos, por mi padre, que el señor Athos estaba con vos durante
el suceso y que no ha tomado parte en él?
-Por vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en el
mundo, ¡lo juro!
-¿Queréis reflexionar, sire? -dijo el cardenal-. Si soltamos de este modo al prisionero, no
podremos conocer nunca la verdad.
-El señor Athos seguirá estando ahí -prosigió el señor de Tréville-, dispuesto a responder
cuando plazca a las gentes de toga inte rrogarlo. No escapará, señor cardenal, estad tranquilo, yo
mismo respondo de él.
-Claro que no desertará -dijo el rey-. Se le encontrará siempre, como dice el señor de Tréville.
Además -añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia-, démosle
seguridad: eso es política.
Esta política de Luis XIII hizo sonreír a Richelieu.
-Ordenad, sire -dijo-. Tenéis el derecho de gracia.
-El derecho de gracia no se aplica más que a los culpables -dijo Tréville, que quería tener la
última palabra- y mi mosquetero es inocente. No es, pues, gracia lo que vais a conceder, sire, es
justicia.
-¿Y está en Fort-l'Evêque? -dijo el rey.
-Sí, sire, y en secreto, en un calabozo, como el último de los criminales.
-¡Diablos! ¡Diablos! -murmuró el rey-. ¿Qué hay que hacer?
-Firmar la orden de puesta en libertad y todo estará dicho -añadió el cardenal-. Yo creo, como
Vuestra Majestad, que la garantía del señor de Tréville es más que suficiente.
Tréville se inclinó respetuosamente con una alegría que no estaba exenta de temor; hubiera
preferido una resistencia porfiada del cardenal a aquella repentina facilidad.
El rey firmó la orden de excarcelación y Tréville se la llevó sin demora.
En el momento en que iba a salir, el cardenal le dirigió una sonrisa amistosa y dijo al rey:
-Una buena armonía reina entre los jefes y los soldados de vuestros mosqueteros, sire; eso es
muy beneficioso para el servicio y muy honorable para todos.
-Me jugará alguna mala pasada de un momento a otro -decía Tréville-. Nunca se tiene la última
palabra con un hombre semejante. Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión
en seguridad, y á fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort-l'Evêque a
un hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se tiene.
El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort-l'Évêque, donde liberó al
mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado.
Luego, la primera vez que volvió a ver a D'Artagnan, le dijo:
-Escapáis de una buena, vuestra estocada a Jussac está pagada. Queda todavía la de
Bernajoux, y no debéis fiaros demasiado.
Por lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no
todo estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras
él cuando Su Eminencia dijo al rey:
-Ahora que no estamos más que nosotros dos, vamos a hablar seriamente, si place a Vuestra
Majestad. Sire, el señor de Buckingham estaba en París desde hace cinco días y hasta esta
mañana no ha partido.
Capítulo XVI
Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de
una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño
Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis
XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de
conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.
-¡El señor de Buckingham en Paris! -exclamó- ¿Y qué viene a hacer?
-Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.
-¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de
Longueville y los Condé!
-¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra
Majestad.
-La mujer es débil, señor cardenal -dijo el rey-; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi
opinión sobre ese amor.
-No por ello dejo de mantener -dijo el cardenal- que el duque de Buckingham ha venido a Paris
por un plan completamente politico.
-Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable,
¡que tiemble!
-Por cierto -dijo el cardenal-, por más que me repugne dete ner mi espíritu en una traición
semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de
Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su
Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que
durante todo el día había estado escribiendo.
-A él indudablemente -dijo el rey-. Cardenal, necesito los papeles de la reina.
-Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos
encargarnos de una misión semejante.
-¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D'Ancre? -exclamó el rey en el más alto grado de
cólera-. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.
-La mariscala D'Ancre no era más que la mariscala D'Ancre, una aventurera florentina, sire, eso
es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de
Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.
-Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba
situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con
todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte...
-A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso -dijo el cardenal.
-Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? -dijo el rey.
-Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero
nunca he dicho contra su honor.
-Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a
otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar
mientras estaba en París?
-¡Arrestar al duque! ¡Arrestar al primer ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire. ¡Qué
escándalo! Y si las sospechas de Vuestra Majestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran alguna
consistencia, ¡qué escándalo terrible! ¡Qué escándalo desesperante!
-Pero puesto que se exponía como un vagabundo y un ladronzuelo, había...
Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu,
estirando el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del rey.
-¿Había?
-Nada -dijo el rey-, nada. Pero en todo el tiempo que ha esta do en Paris, ¿le habéis perdido de
vista?
-No, sire.
- Dónde se alojaba?
-In la calle de La Harpe, número 75.
-¿Dónde está eso?
-Junto al Luxemburgo.
-¿Y estáis seguro de que la reina y él no se han visto?
-Creo que la reina está demasiado vinculada a sus deberes, sire.
-Pero se han escrito; es a él a quien la reina ha escrito durante todo el día; señor duque,
¡necesito esas cartas!
-Pero, sire...
-Señor duque, al precio que sea las quiero.
-Haré observar, sin embargo, a Vuestra Majestad...
-¿Me traicionáis vos también, señor cardenal, para oponeros siempre así a mis deseos? ¿Estáis
de acuerdo con los españoles y con los ingleses, con la señora de Chevreuse y con la reina?
-Sire -respondió suspirando el cardenal-, creía estar al abrigo de semejante sospecha.
-Señor cardenal, ya me habéis oído: quiero esas cartas.
-No habría más que un medio.
- ¿Cuál?
-Sería encargar de esta misión al señor guardasellos Séguier. La cosa entra por entero en los
deberes de su cargo.
-¡Que envíen a buscarlo ahora mismo!
-Debe estar en mi casa, sire; hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre
he dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.
-¡Que vayan a buscarlo ahora mismo!
-Las órdenes de Vuestra Majestad serán cumplidas, pero...
-¿Pero qué?
-La reina se negará quizá a obedecer.
-¿Mis órdenes?
-Sí, si ignora que esas órdenes vienen del rey.
-Pues bien para que no lo dude, voy a prevenirla yo mismo.
-Vuestra Majestad no debe olvidar que he hecho todo cuanto he podido para prevenir una
ruptura.
-Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, demasiado indulgente quizá, y os
prevengo que luego tendremos que hablar de esto.
-Cuando le plazca a Vuestra Majestad; pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de
sacrificarme a la buena armonía que deseo ver reinar entre vos y la reina de Francia.
-Bien, cardenal, bien; pero mientras tanto enviad en busca del señor guardasellos; yo entro en
los aposentos de la reina.
Y abriendo la puerta de comunicación, Luis XIII se adentró por el corredor que conducía de sus
habitaciones a las de Ana de Austria.
La reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora
de Montbazon y la señora de Guéménée. En un rincón estaba aquella camarista española, doña
Estefanía, que la había seguido desde Madrid. La señora de Guéménée leía, y todo el mundo
escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había
provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras
fingía escuchar.
Estos pensamientos, pese a lo dorados que estaban por un último reflejo de amor, no eran
menos tristes. Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del
cardenal, que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos
puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su vida
-aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado por
conceder al cardenal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle-. Ana de
Austria había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más
íntimos, sus favoritos más queridos. Como esos desgraciados dotados de un don funesto, llevaba
la desgracia a cuanto tocaba; su amistad era un signo fatal que apelaba a la persecución. La
señora Chevreuse y la señora de Vernet estaban exiliadas; finalmente, La Porte no ocultaba a su
ama que esperaba ser arrestado de un momento a otro.
Fue el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas reflexiones
cuando la puerta de la habitación se abrio y entró el rey.
La lectora se calló al momento, todas las damas se levantaron y se hizo un profundo silencio.
En cuanto al rey, no hizo ninguna demostración de cortesía; sólo, deteniéndose ante la reina,
dijo con voz alterada:
-Señora, vais a recibir la visita del señor canciller, que os comunicará ciertos asuntos que le he
encargado.
La desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el
juicio, palideció bajo el rouge y no pudo impedirse decir:
-Pero ¿por qué esta visita, sire? ¿Qué va a decirme el señor canciller que Vuestra Majestad no
pueda decirme por sí misma?
El rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo instante el capitán de los
guardias, el señor de Guitaut, anunció la visita del señor canciller.
Cuando el canciller apareció, el rey había salido ya por otra puerta.
El canciller entró medio sonriendo, medio ruborizándose. Como probablemente volveremos a
encontrarlo en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora
conocimiento con él.
El tal canciller era un hombre agradable. Fue Des Roches de Masle, canónigo de Notre-Dame y
que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia
como un hombre totalmente adicto. El cardenal se fio y le fue bien.
Contaban de él algunas historias, entre otras ésta:
Tras una juventud tormentosa, se había retirado a un convento para expiar al menos durante
algún tiempo las locuras de la adolescencia.
Pero, al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez
suficiente para que las pasiones de que huía no entraran con él. Estaba obsesionado sin tregua, y
el superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que pudiese, le había
recomendado para conjurar al demonio tentador recurrir a la cuerda de la campana y echarla al
vuelo. Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y toda la
comunidad se pondría a rezar.
El consejo pareció bueno al futuro canciller. Conjuró al espíritu maligno con gran
acompañamiento de plegarias hechas por los monjes; pero el diablo no se deja desposeer
fácilmente de una plaza en la que ha sentado sus reales; a medida que redoblaban los
exorcismos, redoblaba él las tentaciones; de suerte que día y noche la campana repicaba
anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el penitente.
Los monjes no tenían ni un instante de reposo. Por el día no hacían más que subir y bajar las
escaleras que conducían a la capilla; por la noche, además de completas y maitines, estaban
obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus
celdas.
Se ignora si fue el diablo quien soltó la presa o fueron los monjes quienes se cansaron; pero al
cabo de tres meses, el diablo reapareció en el mundo con la reputación del más terrible poseso
que jamás haya existido.
Al salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presidente con birrete en el
puesto de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad; se hizo
canciller, sirvió a su eminencia con celo en su odio contra la reina madre y en su venganza contra
Ana de Austria; estimuló a los jueces en el asunto de Chalais, alentó los ensayos del señor de
Laffemas, gran ahorcador de Francia; finalmente, investido de toda la confianza del cardenal,
confianza que tan bien se había ganado, vino a recibir la singular comisión para cuya ejecución
se presentaba en el aposento de la reina.
La reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvió a sentar en su
sillón a hizo seña a sus mujeres de volverse a sentar en sus cojines y taburetes, y con un tono de
suprema altivez preguntó:
- Qué deseáis, señor y con qué fin os presentáis aquí?
-Para hacer en nombre del rey, señora, y salvo el respeto que tengo el honor de deber a
Vuestra Majestad, una indagación completa en vuestros papeles.
-¡Cómo, señor! Una indagación en mis papeles... ¡A mil ¡Qué cosa más indigna!
-Os ruego que me perdonéis, señora, pero en esta circunstancia no soy sino el instrumento de
que el rey se sirve. ¿No acaba de salir de aquí Su Majestad y no os ha invitado ella misma a
prepararos para esta visita?
-Registrad, pues, señor; soy una criminal según parece: Estefanía, dadle las llaves de mis
mesas y de mis secreteres.
El canciller hizo una visita por pura formalidad a los muebles, pero sabía de sobra que no era
en un mueble donde la reina había debido guardar la importante carta que había escrito durante
el día.
Cuando el canciller hubo abierto y cerrado veinte veces los cajones del secreter, tuvo, pese a
los titubeos que experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto, es decir, a
registrar a la propia reina. El canciller avanzó, pues, hacia Ana de Austria, y con un tono muy
perplejo y aire muy embarazado, dijo:
-Y ahora sólo me queda por hacer la indagación principal.
-¿Cuál? -preguntó la reina, que no comprendía o que, mejor dicho, no quería comprender.
-Su Majestad está segura de que ha sido escrita por vos una carta durante el día; sabe que aún
no ha sido enviada a su destinatario. Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa ni en vuestro
secreter y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.
-¿Os atreveríais a poner la mano sobre vuestra reina? -dijo Ana de Austria, irguiéndose en toda
su altivez y fijando sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto casi amenazadora.
-Yo soy un súbdito fiel del rey, señora; y todo cuanto Su Majestad ordene lo haré.
-Pues bien es cierto -dijo Ana de Austria-, y los espías del señor cardenal le han servido bien.
Hoy he escrito una carta, esa carta no está en ninguna parte. La carta está aquí.
Y la reina llevó su bella mano a su blusa.
-Entonces, dadme esa carta, señora -dijo el canciller.
-No se la daré más que al rey, señor -dijo Ana.
-Si el rey hubiera querido que esa carta le hubiera sido entregada, señora, os la hubiera pedido
él mismo. Pero, os lo repito, es a mí a quien ha encargado reclamárosla, y si no la entregáis...
-¿Y bien?
-También me ha encargado cogérosla.
-Cómo, ¿qué queréis decir?
-Que mis órdenes van lejos, señora, y que estoy autorizado a buscar el papel sospechoso en la
persona misma de Vuestra Majestad.
-¡Qué horror! -exclamó la reina.
-¿Queréis pues, hacer las cosas fáciles?
-Esa conducta es de una violencia infame, ¿lo sabíais, señor?
-El rey manda, señora, perdonadme.
-No lo soportaré; no, no, ¡antes morir! -exclamó la reina, en la que se revolvía la sangre
imperiosa de la española y de la austríaca.
El canciller hizo una profunda reverencia, luego, con la intención bien patente de no retroceder
un ápice en el cumplimiento de la comisión que se le había encargado y como hubiera podido
hacerlo un ayudante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de Austria, de cuyos
ojos se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de rabia.
Como hemos dicho, la reina era de una gran belleza.
El cometido podía, pues, pasar por delicado, y el rey había llegado, a fuerza de celos contra
Buckingham, a no estar celoso de nadie.
Sin duda el canciller Séguier buscó en ese momento con los ojos el cordón de la famosa
campana; pero al no encontrarlo, tomó su decisión y tendió la mano hacia el lugar en que la
reina había confesado que se encontraba el papel.
Ana de Austria dio un paso hacia atrás, tan pálida que se hubiera dicho que iba a morir; y
apoyándose con la mano izquierda, para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella, sacó
con la derecha un papel de su pecho y lo tendió al guardasellos.
-Tomad, señor, ahí está la carta -exclamó la reina, con voz entrecortada y temblorosa-.
Cogedla y libradme de vuestra odiosa presencia.
El canciller, que por su parte tembiaba por una emoción fácil de concebir, cogió la carta, saludó
hasta el suelo y se retiró.
Apenas se hubo cerrado la puerta tras él, cuando la reina cayó semidesvanecida en brazos de
sus mujeres.
El canciller fue a llevar la carta al rey sin haber leído una sola palabra. El rey la cogió con la
mano temblorosa, buscó el destinatario, que faltaba; se puso muy pálido, la abrió lentamente;
luego, al ver por las primeras letras que estaba dirigida al rey de España, leyó con rapidez.
Era todo un plan de ataque contra el cardenal. La reina invitaba a su hermano y al emperador
de Austria a fingir, heridos como esta ban por la política de Richelieu, cuya eterna preocupación
fue el sometimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a Francia y que imponían
como condición de la paz el despido del cardenal; pero de amor no había una sola palabra en
toda aquella carta.
El rey, todo contento, se informó de si el cardenal estaba aún en el Louvre. Se le dijo que Su
Eminencia esperaba, en el gabinete de trabajo, las órdenes de Su Majestad.
El rey se dirigió al punto a su lado.
-Tomad, duque -le dijo-; teníais razón y era yo el que estaba equivocado; toda la intriga es
política, y no había ningún asunto de amor en esta carta. En cambio se trata, y mucho, de vos.
El cardenal tomó la carta y la leyó con la mayor atención; luego, cuando hubo llegado al fin la
releyó una segunda vez.
-¡Bien! -dijo-. Vuestra Majestad ya ve hasta dónde llegan mis enemigos: se os amenaza con
dos guerras si no me echáis. En verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan poderosas
instancias y, por mi parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera dicha.
-¿Qué decís, duque?
-Digo, sire, que mi salud se pierde en estas luchas excesivas y en estos trabajos eternos. Digo
que lo más probable es que yo no pueda soportar las fatigas del asedio de La Rochelle, y que
más valdría que nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a algún
valiente que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un hombre de iglesia, al
que se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme a cosas para las que no tengo
ninguna aptitud. Seréis más feliz en el interior, sire, y no dudo que seréis más grande en el
extranjero.
-Señor duque -dijo el rey- comprendo, estad tranquilo; todos los que son nombrados en esa
carta serán castigados como merecen, y la reina también.
-¿Qué decís, sire? Dios me guarde de que, por mí, la reina sufra la menor contrariedad. Ella
siempre me ha creído su enemigo, sire, aunque Vuestra Majestad puede atestiguar que yo
siempre la he apoyado calurosamente, incluso contra vos. ¡Oh, si ella traicionase a Vuestra Majestad
en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir: «¡Na da de gracia sire, nada de
gracia para la culpable!» Afortunadamente no es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba de
adquirir una nueva prueba.
-Es cierto, señor cardenal -dijo el rey-, y teníais razón, como siempre; pero no por ello deja la
reina de merecer toda mi cólera.
-Sois vos, sire, quien habéis incurrido en la suya; y si realmente ella hiciera ascos seriamente a
Vuestra Majestad, yo lo comprendería; Vuestra Majestad la ha tratado con una severidad...
-Así es como trataré siempre a mis enemigos y a los vuestros, duque, por alto que estén
colocados y sea cual sea el peligro que yo coma por actuar severamente con ellos.
-La reina es mi enemiga, pero no la vuestra, sire; al contrario, es una esposa abnegada, sumisa
a irreprochable; dejadme, pues, sire, interceder por ello junto a Vuestra Majestad.
-¡Entonces que se humille, y que venga a mí la primera!
-Al contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis cometido el primer error, puesto que sois vos quien
habéis sospechado de la reina.
- ¿Que yo vaya el primero? -dijo el rey-. ¡Jamás!
-Sire, os lo suplico.
-Además, ¿cómo iría yo el primero?
-Haciendo una cosa que sabéis que le gustaría.
-¿Cuál?
-Dad un baile; ya sabéis cuánto le gusta a la reina la danza; os prometo que su rencor no
resistirá ante semejante tentación.
-Señor cardenal, vos sabéis que no me gustan todos esos placeres mundanos.
-Por eso la reina os quedará más agradecida, puesto que sabe vuestra antipatía por ese placer;
además, será una ocasión para ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que acabáis de
darle por su cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de ponerse.
-Ya veremos, señor cardenal, ya veremos -dijo el rey, que en su alegría por hallar a la reina
culpable de un crimen que le importaba poco a inocente de una falta que temía mucho, estaba
dispuesto a reconciliarse con ella-. Ya veremos; pero, por mi honor, sois demasiado indulgente.
-Sire -dijo el cardenal- dejad la severidad a los ministros, la indulgencia es la virtud real; usadla
y veréis cómo os encontraréis bien.
Tras esto, el cardenal, oyendo dar en el péndulo las once, se inclinó profundamente pidiendo
permiso al rey para retirarse y suplicándole que se reconciliase con la reina.
Ana de Austria, que a consecuencia de la confiscación de su carta esperaba algún reproche,
quedó muy sorprendida al ver al día siguiento al rey hacer tentativas de acercamiento hacia ella.
Su primer movimiento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de reina habían sido, los
dos, tan cruelmente ofendidos que no podía reconciliarse así, a la primera; pero, vencida por el
consejo de sus mujeres, tuvo finalmente aspecto de comenzar a olvidar. El rey aprovechó aquel
primer momento de retorno para decirle que contaba con dar de un momento a otro una fiesta.
Era una cosa tan rara una fiesta para la pobre Ana de Austria que, como había pensado el
cardenal, ante este anuncio la última huella de sus resentimientos desapareció, si no de su
corazón, al menos de su rostro. Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta, pero el rey
respondió que tenía que entenderse sobre este punto con el cardenal.
En efecto, todos los días el rey preguntaba al cardenal en qué época tendría lugar aquella
fiesta, y todos los días, el cardenal, con un pretexto cualquiera, difería fijarla.
Así pasaron diez días.
El octavo día después de la escena que hemos contado, el cardenal recibió una carta, con sello
de Londres, que contenía solamente estas pocas líneas:
«Los tengo; pero no puedo abandonar Londres, dado que me falta dinero; enviadme quinientas
pistolas, y, cuatro o cinco días después de haberlas recibido, estaré en Paris.»
El mismo día en que el cardenal hubo recibido esta carta, el rey le dirigió su pregunta habitual.
Richelieu contó con los dedos y se dijo en voz baja:
-Ella llegará, según dice, cuatro o cinco días después de haber recibido el dinero; se necesitan
cuatro o cinco días para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo cual hacen
diez días; ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a las debilidades de
mujer y pongamos doce días.
-¡Y bien, señor duque! -dijo el rey-. ¿Habéis calculado?
-Sí, siré; hoy estamos a 20 de septiembre; los regidores de la ciudad dan una fiesta el 3 de
octubre. Resultará todo de maravilla, porque así no parecerá que volvéis a la reina.
Luego el cardenal añadió:
-A propósito, sire, no olvidéis decir a Su Majestad, la víspera de esa fiesta, que deseáis ver
cómo le sientan sus herretes de diamantes.
Capítulo XVII
El matrimonio Bonacieux
Era la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de diamantes con el
rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación
ocultaba algún misterio.
Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal -cuya policía, sin haber
alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente- estuviese mejor informado que él
mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana
de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún
secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba
infinitamente a los ojos de su ministro.
Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra
quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder,
esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería
una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal
tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia.
Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.
-Pero -exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques-, pero sire, no me decís
todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido?
Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano.
El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel
era el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de la fiesta.
-Señora -dijo con majestad-, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que
para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo
adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi
respuesta.
La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal
había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demas con
su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable
belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos
espantados, no respondió ni una sola sílaba.
-¿Habéis oído, señora? -dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero
sin adivinar la causa-. ¿Habéis oído?
-Sí, sire, he oído -balbuceó la reina.
-¿Iréis a ese baile?
-Sí.
-Con vuestros herretes?
La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo
disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter.
-Entonces, convenido -dijo el rey-. Eso era todo lo que tenía que deciros.
-Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? -preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente
que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi
moribunda.
-Muy pronto, señora -dijo-; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la
preguntaré al cardenal.
-¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? -exclamó la reina.
-Sí, señora -respondió el rey asombrado-. Pero ¿por qué?
-¿Ha sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los herretes?
-Es decir, señora...
-¡Ha sido él, sire, ha sido él!
-¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa invitación?
-No, sire.
-Entonces, ¿os presentaréis?
-Sí, sire.
-Está bien -dijo el rey, retirándose-. Está bien, cuento con ello.
La reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.
El rey partió encantado.
-Estoy perdida -murmuró la reina-. Perdida porque el cardenal lo sabe todo, y es él quien
empuja al rey, que todavía no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios
mío, Dios mío Dios mío!
Se arrodilló sobre un cojín y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.
En efecto, la posición era terrible. Buckingham había vuelto a Londres, la señora de Chevreuse
estaba en Tours. Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la
traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No tenía a nadie en el
mundo en quien fiarse.
Por eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del abandono que era el suyo,
estalló en sollozos.
-¿No puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? -dijo de pronto una voz llena de dulzura y
de piedad.
La reina se volvió vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la expresión de
aquella voz: era una amiga quien así hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la bonita
señora Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey
había entrado; no había podido salir, y había oído todo.
La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconoció al
principio a la joven que le había sido dada por La Porte.
-¡Oh, no temáis nada, señora! -dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma las
angustias de la reina-. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de
ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra
Majestad de preocupaciones.
-¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! -exclamó la reina-. Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por
todas partes, ¿puedo fiarme de vos?
-¡Oh, señora! -exclamó la joven cayendo de rodillas-. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por
Vuestra Majestad!
Esta exclamación había salido del fondo del corazón y, como el primero, no podía engañar.
-Sí -continuó la señora Bonacieux-. Sí, aquí hay traidores; pero por el santo nombre de la
Virgen, os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide
de nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes estaban
guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso? ¿No
es as?
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró la reina cuyos dientes castañeaban de terror.
-Pues bien, esos herretes -prosiguió la señora Bonacieux- hay que recuperarlos.
-Sí, sin duda, hay que hacerlo -exclamó la reina-. Pero ¿cómo, cómo conseguirlo?
-Hay que enviar a alguien al duque.
-Pero ¿quién...? ¿Quién...? ¿De quién fiarme?
-Tened confianza en mí, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.
-¡Pero será preciso escribir!
-¡Oh, sí! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Majestady vuestro sello particular.
-Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el exilio!
-¡Sí, si caen en manos infames! Pero yo respondo de que esas dos palabras sean remitidas a su
destinatario.
-¡Oh, Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi honor, mi reputación en vuestras
manos!
-¡Sí, sí, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!
-Pero ¿cómo? Decídmelo al menos.
-Mi marido ha sido puesto en libertad hace tres días; aún no he tenido tiempo de volverlo a
ver. Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera;
partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin
saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en
el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.
-¡Haz eso -exclamó-, y me habrás salvado la vida, habrás salvado mi honor!
-¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de
nada a Vuestra Majestad, que es solamente víctima de pérfidas conspiraciones.
-Es cierto, es cierto, hija mía -dijo la reina-. Y tienes razón.
-Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.
La reina corrió a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas; escribió dos
líneas, selló la carta con su sello y la entregó a la señora Bonacieux.
-Y ahora -dijo la reina-, nos olvidamos de una cosa muy necesaria. . .
-¿Cuál?
-El dinero.
La señora Bonacieux se ruborizó.
-Sí, es cierto -dijo-. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido. . .
-Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.
-Claro que sí, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin embargo que Vuestra Majestad no
se inquiete, encontraremos el medio...
-Es que yo tampoco tengo -dijo la reina (quienes lean las Memorias de la señora de Motteville
no se extrañarán de esta respuesta)-. Pero espera.
Ana de Austria corrió a su escriño.
-Toma -dijo-. Ahí tienes un anillo de gran precio, según aseguran; procede de mi hermano el
rey de España, es mío y puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido
parta.
-Dentro de una hora seréis obedecida.
-Ya ves el destinatario -añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía:
A Milord el duque de Buckingham, en Londres.
-La carta le será entregada personalmente.
-¡Muchacha generosa! -exclamó Ana de Austria.
La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con
la ligereza de un pájaro.
Diez minutos más tarde estaba en su casa; como le había dicho a la reina no había vuelto a ver
a su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había operado en
él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que
habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el mejor
amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento
culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución política.
Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa,
cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia
ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En cuanto
a la criada, había huido cuando el arresto de su amo. El terror había ganado a la pobre
muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde Paris hasta Bourgogne, su país
natal.
El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su
feliz retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento
que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.
Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra
circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux; pero en la visita que había hecho
al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sabe,
nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
Tanto más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort le
llamaba su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía el mayor
caso. El mercero se veía ya en el camino de los honores y de la fortuna.
Por su parte, la señora Bonacieux había reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo
muy distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante
aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho años con el
señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco
susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que
su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero,
en esa época sobre todo, el título de gentilhombre te nía gran influencia sobre la burguesía y
D'Artagnan era geltihombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del
uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repetimos, hermoso,
joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado; tenía
más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora Bonacieux
había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves
acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin
embargo, el señor Bo nacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los brazos
abiertos.
La señora Bonacieux le presentó la frente.
-Hablemos un poco -dijo ella.
-¿Cómo? -dijo Bonacieux, extrañado.
-Sí, tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.
-Por cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias. Explicadme
un poco vuestro rapto, por favor.
-Por el momento no se trata de eso -dijo la señora Bonacieux.
-¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?
-Me enteré de ella el mismo día; pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais
cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos
ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.
-¡Habláis muy a vuestro gusto señora! -prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que le
testimoniaba su mujer-. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la
Bastilla?
-Un día y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vuestra cautividad, y volvamos a
lo que me ha traído a vuestro lado.
-¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que
estáis separada desde hace ocho días? -pregunto el mercero picado en lo más vivo.
-Es eso en primer lugar, y además otra cosa.
-¡Hablad!
-Una cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura quizá.
-Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me
extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.
-Sí, sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a daros.
- ¿A mî?
-Sí, a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo
tiempo.
La señora Bonacieux sabía que hablando de dinero a su marido le cogía por el lado débil.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal
Richelieu, no es el mismo hombre.
-¡Mucho dinero que ganar! -dijo Bonacieux estirando los labios.
-Sí, mucho.
-¿Cuánto, más o menos?
-Quizá mil pistolas.
-¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy grave?
-Sí.
-¿Qué hay que hacer?
-Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún
pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.
-¿Y adónde tengo que ir?
-A Londres.
-¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en Londres.
-Pero otros necesitan que vos vayáis.
-¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no
sólo a qué me expongo, sino también por quién me expongo.
-Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros
deseos, he ahí cuanto puedo prometeros.
-¡Intrigas otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha instruido
sobre eso.
-¡El cardenal! -exclamó la señora Bonacieux-. ¡Habéis visto al cardenal!
-El me hizo llamar -respondió orgullosamente el mercero.
-Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!
-Debo decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, porque yo estaba entre dos
guardias. Es cierto además que, como entonces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera podido
dispensarme de esa visita, hubiera estado muy encantado.
-¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?
-Me ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el amigo
del gran cardenal!
-¡Del gran cardenal!
-¿Le negaríais, por casualidad ese título, señora?
-Yo no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efímero, y que hay que estar
loco para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no
descansan en el capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos poderes
es de los que hay que burlarse.
-Lo siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo el honor
de servir.
-¿Vos servís al cardenal?
-Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el
Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el
corazón español. Afortunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra hasta el
fondo del corazón.
Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort;
pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había
respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había esta do a
punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin embargo, conociendo la
debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus fines.
-¡Ah! Sois cardenalista, señor -exclamó-. ¡Conque servís al partido de los que maltratan a
vuestra mujer a insultan a vuestra reina!
-Los intereses particulares no son nada ante los intereses de todos. Yo estoy de parte de
quienes salvan al Estado -dijo con énfasis Bonacieux.
Era otra frase del conde de Rochefort, que él había retenido y que hallaba ocasión de meter.
-¿Y sabéis lo que es el Estado de que habláis? -dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de
hombros-. Contentaos con ser un bur gués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece
muchas ventajas.
-¡Eh eh! -dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que devolvió un
sonido argentino-. ¿Qué decís vos de esto, señora predicadora?
-¿De dónde viene ese dinero?
-¿No lo adivináis?
-¿Del cardenal?
-De él y de mi amigo el conde de Rochefort.
-¡El conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha raptado!
-Puede ser, señora.
-¿Y vos recibís dinero de ese hombre?
-¿No me habéis dicho vos que ese rapto era completamente politico?
-Sí; pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante
torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
-Señora -prosiguió Bonacieux- vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el
cardenal hace está bien hecho.
-Señor -dijo la joven-, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!
-Señora -dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba
atrás ante la ira conyugal-. Señora, ¿qué decís?
-¡Digo que sois un miserable! -continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna
influencia sobre su marido-. ¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista! ¡Ah, os
venderíais en cuerpo y alma al demonio por dinero!
-No, pero al cardenal sí.
-¡Es la misma cosa! -exclamó la joven-. Quien dice Richelieu dice Satán.
-Callaos, señora, callaos, podrían oírnos.
-Sí, tenéis razón, y sería vergonzoso para vos vuestra propia cobardía.
-Pero ¿qué exigís entonces de mí? Veamos.
-Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo
me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono; y hay más -ella le tendió la
mano-: os devuelvo mi amistad.
Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enterneció. Un hombre de
cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora
Bonacieux vio que dudaba.
-Entonces, ¿estáis decidido? -dijo ella.
-Pero, querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigís de mí; Londres está lejos de Paris,
muy lejos, y quizá la comisión que me encarguéis no esté exenta de peligro.
-¡Qué importa si los evitáis!
-Mirad, señora Bonacieux -dijo el mercero-. Mirad, decididamente, me niego: las intrigas me
dan miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me
pone la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la tortura?
Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No,
decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que
hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más rabiosos
incluso!
-Y vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues
bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la
Bastilla que tanto teméis.
Bonacieux cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro,
la del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.
-Hacedme detener de parte de la reina -dijo- y yo apelaré a Su Eminencia.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por
haber avanzado tanto. Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución
invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.
-¡Pues entonces, sea! -dijo-. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho
más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el
cardenal. Y sin embargo, es muy duro -añadió- que mi marido, que un hombre con cuyo afecto
yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.
-Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos -respondió Bonacieux, triunfante- y
desconfío de ellas.
-Renunciaré, pues, a ellas -dijo la joven suspirando-. Está bien, no hablemos más.
-Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres -prosiguió Bonacieux, que recordaba
un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su
mujer.
-Es inútil que lo sepáis -dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia
trás-: era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que
ganar.
Pero cuanto más se resistía la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se
negaba a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de
Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.
-Perdonadme si os dejo, querida señora Bonacieux -dijo él-; pero por no saber que vendríais
hoy he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme,
aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para
recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
-Gracias, señor -respondió la señora Bonacieux-; no sois lo suficientemente valiente para serme
de ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.
-Como os plazca, señora Bonacieux -respondió el exmercero-. ¿Os veré pronto?
-Claro que sí; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la
aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
-Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?
-¡Yo! Por nada del mundo.
-¿Hasta pronto entonces?
-Hasta pronto.
Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.
-¡Vaya! -dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo cerrado la puerta de la calle y ella se
encontró sola-. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la
reina, yo que había prometido a mi pobre ama... ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar por una
de esas miserables que pupulan por palacio y que han puesto junto a ella para espiarla. ¡Ay,
señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que
me la pagaréis!
En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una
voz, que vino a ella a través del piso, gritó:
-Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la ave nida y bajo junto a vos.
Capítulo XVlll
El amante y el marido
-¡Ay, señora! -dijo D'Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven-. Permitidme
decíroslo, tenéis un triste marido.
-¡Entonces habéis oído nuestra conversación! -preguntó vivamente la señora Bonacieux,
mirando a D'Artagnan con inquietud.
-Toda entera.
-Dios mío, ¿cómo?
-Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más
animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal.
-¿Y qué habéis comprendido de lo que decíamos?
-Mil cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil, afortunadamente;
luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a
vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la
reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a Londres. Yo
tengo al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme aquí.
La señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza
brilló en sus ojos.
-¿Y qué garantía me daréis -preguntó- si consiento en confiaros esta misión?
-Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer?
-¡Dios mío, Dios mío! -murmuró la joven-. Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois
casi un niño!
-Bueno, veo que os falta alguien que os responda por mí.
-Confieso que eso me tranquilizarla mucho.
-¿Conocéis a Athos?
-No.
-¿A Porthos?
-No.
-¿A Aramis?
-No. ¿Quiénes son esos señores?
-Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán?
-¡Oh, sí, a ese lo conozco. ¡No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez
a la reina como de un valiente y leal gentilhombre.
-¿No teméis que él os traicione por el cardenal, no es así?
-¡Oh, no, seguro que no!
-Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible
que sea podéis confiármelo.
-Pero ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese modo.
-Ibais a confiar de buena gana en el señor Bonacieux -dijo D'Artagnan con despecho.
-Como se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro.
-Sin embargo yo, como veis, os amo.
-Vos lo decís.
-¡Soy un hombre galante!
-Lo creo.
-¡Soy valiente!
-¡Oh, de eso estoy segura!
-Entonces, ponedme a prueba.
La señora Bonacieux miró al joven, contenida por una última duda. Pero había tal ardor en sus
ojos, tal persuasión en su voz, que se sintió arrastrada a fiarse de él. Además, se hallaba en una
de esas circunstancias en que hay que arriesgar el todo por el todo. La reina estaba tan perdida
por una exagerada discreción como por una excesiva confianza. Además, confesémoslo, el
sentimiento involuntario que experimentaba por aquel joven proector la decidió a hablar.
-Escuchad -le dijo-. Me rindo a vuestras protestas y cedo ante vuestras palabras. Pero os juro
ante Dios que nos oye, que si me traicionáis y mis enemigos me perdonan, me mataré
acusándoos de mi muerte.
-Y yo yo os juro ante Dios, señora -dijo D'Artagnan-, que, si soy cogido durante el
cumplimiento de las órdenes que vais a darme, moriré antes de hacer o decir nada que
comprometa a alguien.
Entonces la joven le confió el terrible secreto del que el azar le había revelado ya una parte
frente a la Samaritana. Esta fue su mutua declaración de amor.
D'Artagnan resplandecía de alegría y de orgullo. Aquel secreto que poseía, aquella mujer a la
que amaba, la confianza y el amor hacían de él un gigante.
-Parto -dijo-. Parto al instante.
-¡Cómo! ¿Partís? -exclamó la señora Bonacieux-. ¿Y vuestro regimiento , vuestro capitán?
-Por mi alma, me habéis hecho olvidar todo eso, querida Constance. Sí, tenéis razón, necesito
un permiso.
-Un obstáculo todavía -murmuró la señora Bonacieux con dolor.
-¡Oh, ese -exclamó D'Artagnan, tras un momento de reflexión- lo superaré , estad tranquila!
-¿Cómo?
-Iré a buscar esta misma noche al señor de Tréville, a quien encargaré que pida para mí este
favor a su cuñado el señor des Essarts. -Ahora, otra cosa.
-¿Qué? -preguntó D'Artagnan, viendo que la señora Bonacieux dudaba en continuar.
-¿Quizá no tengáis dinero?
-Quizá demasiado -dijo D'Artagnan, sonriendo.
-Entonces -prosiguió la señora Bonacieux abriendo un armario y sacando de ese armario la
bolsa que media hora antes acariciaba tan amorosamente su marido- tomad esta bolsa.
-¡El del cardenal! -exclamó estallando de risa D'Artagnan que, como se recordará, gracias a sus
baldosas levantadas no se había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su
mujer.
-El del cardenal -dijo la señora Bonacieux-. Como veis, se presenta bajo un aspecto bastante
respetable.
-¡Pardiez! -exclamó D'Artagnan-. Será una cosa doblemente divertida: ¡Salvar a la reina con el
dinero de Su Eminencia!
-Sois un joven amable y encantador -dijo la señora Bonacieux-. Estad seguro de que Su
Majestad no será nada ingrata.
-¡Oh, yo ya estoy bien recompensado! -exclamó D'Artagnan-. Os amo, vos me permitís
decíroslo: es ya más dicha de la que me atrevía a esperar.
-¡Silencio! -dijo la señora Bonacieux, estremeciéndose.
-¿Qué?
-Están hablando en la calle.
-Es la voz...
-De mi marido. ¡Sí, lo he reconocido!
D'Artagnan corrió a lá puerta y pasó el cerrojo.
-Que no entre hasta que yo no haya salido, y cuando yo salga, vos le abrís.
-Pero también yo debería haberme marchado. Y la desaparición de ese dinero, ¿cómo
justificarla si estoy yo aquí?
-Tenéis razón, hay que salir.
-¿Salir? ¿Y cómo? Nos verá si salimos.
-Entonces hay que subir a mi casa.
-¡Ah! -exclamó la señora Bonacieux-. Me decís eso en un tono que me da miedo.
La señora Bonacieux pronunció estas palabras con una lágrima en los ojos. D'Artagnan vio esa
lágrima y, turbado, enternecido, se arrojó a sus pies.
-En mi casa -dijo- estaréis tan segura como en un templo, os doy mi palabra de gentilhombre.
-Partamos -dijo ella-. Me fío de vos, amigo mío.
D'Artagnan volvió a abrir con precaución el cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras, se
deslizaron por la puerta interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y entraron en la
habitación de D'Artagnan.
Una vez allí, para mayor seguridad, el joven atrancó la puerta; se acercaron los dos a la
ventana, y por una rendija del postigo vieron al señor Bonacieux que hablaba con un hombre de
capa.
A la vista del hombre de capa, D'Artagnan dio un salto y, sacando a medias la espada, se lanzó
hacia la puerta.
Era el hombre de Meung.
-¿Qué vais a hacer? -exclamó la señora Bonacieux-. Nos perdéis.
-¡Pero he jurado matar a ese hombre! -dijo D'Artagnan.
-Vuestra vida está consagrada en este momento y no os pertenece. En nombre de la reina, os
prohíbo meteros en ningún peligro extraño al del viaje.
-Y en vuestro nombre, ¿no ordenáis nada?
-En mi nombre -dijo la señora Bonacieux, con viva emoción-, en mi nombre, os lo suplico. Pero
escuchemos, me parece que hablan de mí.
D'Artagnan se acercó a la ventana y prestó oído.
El señor Bonacieux había abierto su puerta, y al ver la habitación vacía, había vuelto junto al
hombre de la capa al que había dejado solo un instante.
-Se ha marchado -dijo-. Habrá vuelto al Louvre.
-¿Estáis seguro -respondió el extranjero- de que no ha sospechado de las intenciones con que
habéis salido?
-No respondió Bonacieux con suficiencia-. Es una mujer demasiado superficial.
-El cadete de los guardias, ¿está en su casa?
-No lo creo; como veis, su postigo está cerrado y no se ve brillar ninguna luz a través de las
rendijas.
-Es igual, habría que asegurarse.
-¿Cómo?
-Yendo a llamar a su puerta.
-Preguntaré a su criado.
-Id.
Bonacieux regresó a su casa, pasó por la misma puerta que acababa de dar paso a los dos
fugitivos, subió hasta el rellano de D'Artagnan y llamó.
Nadie respondió. Porthos, para dárselas de importante, había tomado prestado aquella tarde a
Planchet. En cuanto a D'Artagnan, te nía mucho cuidado con dar la menor señal de existencia.
En el momento en que el dedo de Bonacieux resonó sobre la puerta, los dos jóvenes sintieron
saltar sus corazones.
-No hay nadie en su casa -dijo Bonacieux.
-No importa, volvamos a la vuestra, estaremos más seguros que en el umbral de una puerta.
-¡Ay, Dios mío! -murmuró la señora Bonacieux-. No vamos a oír nada.
-Al contrario -dijo D'Artagnan- les oiremos mejor. D'Artagnan levantó las tres o cuatro baldosas
que hacían de su habitación otra oreja de Dionisio, extendió un tapiz en el suelo, se puso de
rodillas a hizo señas a la señora Bonacieux de inclinarse, como él hacía, hacia la abertura.
-¿Estáis seguro de que no hay nadie? -dijo el desconcido.
-Respondo de ello -dijo Bonacieux.
-¿Y pensáis que vuestra mujer...?
-Ha vuelto al Louvre.
-¿Sin hablar con nadie más que con vos?
-Estoy seguro.
-Es un punto importante, ¿comprendéis?
-Entonces, ¿la noticia que os he llevado tiene un valor...?
-Muy grande, mi querido Bonacieux, no os lo oculto.
-Entonces, ¿el cardenal estará contento conmigo?
-No lo dudo.
-¡El gran cardenal!
-¿Estáis seguro de que en su conversación con vos vuestra mujer no ha pronunciado nombres
propios?
-No lo creo.
-¿No ha nombrado ni a la señora de Chevreuse, ni al señor de Buckingham,ni a la señora de
Vernel?
-No, ella me ha dicho sólo que queria enviarme a Londres para servir a los intereses de una
persona ilustre.
-¡Traidor! -murmuró la señora Bonacieux.
-¡Silencio! -dijo D Artagnan cogiéndole una mano que ella le abandonó sin pensar.
-No importa -continuó el hombre de la capa-. Sois un necio por no haber fingido aceptar el
encargo, ahora tendríais la carta; el Estado al que se amenaza estaría a salvo, y vos...
-¿Y yo?
-Pues bien, vos , el cardenal os daría títulos de nobleza..
-¿Os lo ha dicho?
-Sí, yo sé que quería daros esa sorpresa.
-Estad tranquilo -prosiguió Bonacieux-. Mi mujer me adora, todavía hay tiempo.
-¡Imbécil! -murmuró la señora Bonacieux.
-¡Silencio! -dijo D'Artagnan, apretándole más fuerte la mano.
-¿Cómo que aún hay tiempo? -prosiguió el hombre de la capa.
-Vuelvo al Louvre, pregunto por la señora Bonacieux, le digo que lo he pensado, que me hago
cargo del asunto, obtengo la carts y corro adonde el cardenal.
-¡Bien! Id deprisa; yo volveré pronto para saber el resultado de vuestra gestión.
El desconocido salió.
-¡Infame! -dijo la señora Bonacieux, dirigiendo todavía este epíteto a su marido.
-¡Silencio! -repitió D'Artagnan apretándole la mano más fuertemente aún.
Un aullido terrible interrumpió entonces las reflexiones de D'Artagnan y de la señora
Bonacieux. Era su marido, que se había percatado de la desaparición de su bolsa y que maldecía
al ladrón.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó la señora Bonacieux-. Va a alborotar a todo el barrio.
Bonacieux chilló mucho tiempo; pero como semejantes gritos, dada su frecuencia, no atraían a
nadie en la calle des Fossoyeurs y, como por otra parte la casa del mercero tenía desde hacía
algún tiempo mala fama al ver que nadie acudía salió gritando, y se oyó su voz que se alejaba en
dirección de la calle du Bac.
-Y ahora que se ha marchado, os tots alejaros a vos -dijo la señora Bonacieux-. Valor, pero
sobre todo prudencia, y pensad que os debéis a la reina.
-¡A ella y a vos! -exclamó D'Artagnan-. Estad tranquila, bella Constance volveré digno de su
reconocimiento; pero ¿volveré tan digno de vuestro amor?
La joven no respondió más que con el vivo rubor que coloreó sus mejillas. Algunos instantes
después, D'Artagnan salía a su vez, envuelto, él también, en una gran capa que alzaba
caballerosamente la vaina de una larga espada.
La señora Bonacieux le siguió con los ojos, con esa larga mirada de amor con que la mujer
acompaña al hombre del que se siente amar; pero cuando hubo desaparecido por la esquina de
la calle, cayó de rodillas y, uniendo las manos, exclamó:
-¡Oh, Dios mío! ¡Proteged a la reina, protegedme a mï!
Capítulo XIX
Plan de campaña
D'Artagnan se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Ha bía pensado que, en pocos
minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y
pensaba con razón que no había un instante que perder.
El corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la que había
a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una
mujer a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado pedir a
la Providencia.
El señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gentileshombres. D'Artagnan, a
quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le
esperaba para una cosa importante.
D'Artagnan estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la
primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que
efectivamente pasaba algo nuevo.
Durante todo el camino, D'Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si
solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville
había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cordialmente
al cardenal, que el joven resolvió decirle todo.
-¿Me habéis hecho llamar, mi joven amigo? -dijo el señor de Tréville.
-Sí, señor -dijo D'Artagnan-, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando sepáis
el importante asunto de que se trata.
-Decid entonces, os escucho.
-No se trata de nada menos -dijo D'Artagnan bajando la voz que del honor y quizá de la vida
de la reina.
-¿Qué decís? -preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente
solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D'Artagnan.
-Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto...
-Que yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida.
-Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que
acabo de recibir de Su Majestad.
-¿Ese secreto es vuestro?
-No, señor, es de la reina.
-¿Estáis autorizado por Su Majestad para confiármelo?
-No, señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo misterio.
-¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por mí?
-Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la
gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.
-Guárdad vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis.
-Deseo que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince días.
-¿Cuándo?
-Esta misma noche.
-¿Abandonáis Paris?
-Voy con una misión.
-¿Podéis decirme adónde?
-A Londres.
-¿Está alguien interesado en que no lleguéis a vuestra meta?
-El cardenal, según creo, daría todo el oro del mundo por impedirme alcanzarlo.
-¿Y vais solo?
-Voy solo.
-En ese caso, no pasaréis de Bondy. Os lo digo yo, palabra de Tréville.
-¿Por qué?
-Porque os asesinarán.
-Moriré cumpliendo con mi deber.
-Pero vuestra misión no será cumplida.
-Es cierto -dijo D'Artagnan.
-Creedme -continuó Tréville-, en las empresas de este género hay que ser cuatro para que
llegue uno.
-¡Ah!, tenéis razón, señor! – dijo D’Artagnan-. Vos conocéis a Athos, Porthos y Aramis y vos
sabéis si puedo disponer de ellos.
-¿Sin confiarles el secreto que yo no he querido saber?
-Nos hemos jurado, de una vez por todas, confianza ciega y abnegación a toda prueba;
además, podéis decirles que tenéis toda vuestra confianza en mí, y ellos no serán más incrédulos
que vos.
-Puedo enviarles a cada uno un permiso de quince días, eso es todo: a Athos, a quien su
herida hace siempre sufrir, para ir a tomar las aguas de Forges; a Porthos y a Aramis para que
acompañen a su amigo, a quien no quieren abandonar en una situación tan dolorosa. El envío de
su permiso será la prueba de que autorizo su viaje.
-Gracias, señor, sois cien veces bueno.
-Id a buscarlos ahora mismo, y que se haga todo esta noche. ¡Ah!, y lo primero escribid
vuestra petición al señor Des Essarts. Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y vuestra
visita, que en tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este modo.
D'Artagnan formuló aquella solicitud, y el señor de Tréville, al recibirla en sus manos, aseguró
que antes de las dos de la mañana los cuatro permisos estarían en los domicilios respectivos de
los viajeros.
-Tened la bondad de enviar el mío a casa de Athos -dijo D'Artagnan-. Temo que de volver a mi
casa tenga algún mal encuentro.
-Estad tranquilo. ¡Adiós, y buen viaje! A propósito -dijo el señor de Tréville llamándole.
D'Artagnan volvió sobre sus pasos.
-¿Tenéis dinero?
D'Artagnan hizo sonar la bolsa que tenía en su bolsillo.
-¿Bastante? -preguntó el señor de Tréville.
-Trescientas pistolas.
-Está bien, con eso se va al fin del mundo; id pues.
D'Artagnan saludó al señor de Tréville, que le tendió la mano; D'Artagnan la estrechó con un
respeto mezclado de gratitud. Desde que había llegado a Paris, no había tenido más que motivos
de elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal y grande.
Su primera visita fue para Aramis; no había vuelto a casa de su amigo desde la famosa noche
en que había seguido a la señora Bonacieux. Hay más: apenas había visto al joven mosquetero, y
cada vez que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su rostro.
Aquella noche, Aramis velaba, sombrío y soñador; D'Artagnan le hizo algunas preguntas sobre
aquella melancolía profunda; Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo dieciocho de
San Agustín que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le preocupaba mucho.
Cuando los dos amigos hablaban desde hacía algunos instantes, un servidor del señor de
Tréville entró llevando un sobre sellado.
-¿Qué es eso? -preguntó Aramis.
-El permiso que el señor ha pedido -respondió el lacayo.
-Yo no he pedido ningún permiso.
-Callaos y tomadlo -dijo D'Artagnan-. Y vos, amigo mío, tomad esta media pistola por la
molestia; le diréis al señor de Tréville que el señor Aramis se lo agradece sinceramente. Idos.
El lacayo saludó hasta el suelo y salió.
-¿Qué significa esto? -preguntó Aramis.
-Coged lo que os hace falta para un viaje de quince días y seguidme.
-Pero no puedo dejar Paris en este momento sin saber...
Aramis se etuvo.
-Lo que ha pasado con ella, ¿no es eso? -continuó D'Artagnan.
-¿Quién? -prosiguió Aramis.
-La mujer que estaba aquí, la mujer del pañuelo bordado.
-¿Quién os ha dicho que aquí había una mujer? -replicó Aramis tornándose pálido como la
muerte.
-Yo la vi.
-¿Y sabéis quién es?
-Creo sospecharlo al menos.
-Escuchad -dijo Aramis-, puesto que sabéis tantas cosas, ¿sabéis qué ha sido de esa mujer?
-Presumo que ha vuelto a Tours.
-¿A Tours? Sí, eso puede ser, la conocéis. Pero ¿cómo ha vuelto a Tours sin decirme nada?
-Porque temió ser detenida.
-¿Cómo no me ha escrito?
-Porque temió comprometeros.
-¡D'Artagnan, me devolvéis la vida! -exclamó Aramis-. Me creía despreciado, traicionado.
¡Estaba tan contento de volverla a ver! Yo no podía creer que arriesgase su libertad por mí, y sin
embargo, ¿por qué causa habrá vuelto a Paris?
-Por la causa que hoy nos hace ir a Inglaterra.
-¿Y cuál es esa causa? -preguntó Aramis.
-La sabréis un día, Aramis; por el momento, yo imitaré la discreción de la nieta del doctor.
Aramis sonrió, porque se acordaba del cuento que había referido cierta noche a sus amigos.
-¡Pues bien! Dado que ella ha abandonado Paris y que vos estáis seguro de ello, D'Artagnan,
nada me detiene aquí y yo estoy dispuesto a seguiros. Decís que vamos a...
-A casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos
perdido ya demasiado tiempo. A propósito, avisad a Bazin.
-¿Bazin viene con nosotros? -preguntó Aramis.
-Quizá. En cualquier caso, está bien que por ahora nos siga a casa de Athos.
Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su
capa, su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si
encontraba en ellos alguna pistola extraviada, dijo:
-Partamos, pues.
Luego, cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a D'Artagnan,
preguntándose cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la
que él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de ella.
Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D'Artagnan y, mirándole fijamente, dijo:
-¿Vos no habéis hablado de esa mujer a nadie?
-A nadie en el mundo.
-¿Ni siquiera a Athos y a Porthos?
-No les he soplado ni la menor palabra.
-En buena hora.
Y tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con D'Artagnan, y
pronto los dos juntos llegaron a casa de Athos.
Lo encontraron con su permiso en una mano y la carta del señor de Tréville en la otra.
-¿Podéis explicarme lo que significa este permiso y esta carta que acabo de recibir? -dijo Athos
asombrado.
«Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de modo indispensable, quiero que
descanséis quince días. Id, pues, a tomar las aguas de Forges o cualquiera otra que os
convenga, y restableceros pronto. Vuestro afectísimo
Tréville.»
-Pues bien, ese permiso y esa carta significan que hay que seguirme, Athos.
-¿A las aguas de Forges?
-Allí o a otra parte.
-¿Para servicio del rey?
-Del rey o de la reina. ¿No somos servidores de Sus Majestades?
En aquel momento entró Porthos.
-¡Pardiez! -dijo-. Vaya cosa más extraña. ¿Desde cuándo entre los mosqueteros se concede a la
gente permisos sin que los pidan?
-Desde que tienen amigos que los piden para ellos -dijo D'Artagnan.
-¡Ah, ah! -dijo Porthos-. Parece que hay novedades.
-Sí, nos vamos -dijo Aramis.
-¿Adónde? -preguntó Porthos.
-A fe que no sé nada -dijo Athos-; pregúntaselo a D'Artagnan.
-A Londres, señores -dijo D'Artagnan.
-¡A Londres! -exclamó Porthos-. ¿Y qué vamos a hacer nosotros en Londres?
-Eso es lo que no puedo deciros, señores, y tenéis que fiaros de mí.
-Pero para ir a Londres -añadió Porthos-, se necesita dinero, y yo no lo tengo.
-Ni yo -dijo Aramis.
-Ni yo -dijo Athos.
-Yo lo tengo -prosiguió D'Artagnan sacando su tesoro de su bolso y depositándolo sobre la
mesa-. En esa bolsa hay trescientas pistolas; tomemos cada uno setenta y cinco; es más de lo
que se necesita para ir a Londres y volver. Además, estad tranquilos, no todos llegaremos a
Londres.
-Y eso ¿por qué?
-Porque según todas las probabilidades, habrá alguno de nosotros que se quede en el camino.
-¿Es acaso una campaña lo que emprendemos?
-Y de las más peligrosas, os lo advierto.
-¡Vaya! Pero dado que corremos el riesgo de hacernos matar -dijo Porthos-, me gustaría saber
por qué al menos.
-Lo sabrás más adelante -dijo Athos.
-Sin embargo -dijo Aramis-, yo soy de la opinión de Porthos.
-¿Suele el rey rendiros cuenta? No, os dice buenamente: Señores se pelea en Gascuña o en
Flandes, id a batiros; y vos vais. ¿Por qué? No os preocupáis siquiera.
-D'Artagnan tiene razón -dijo Athos-, aquí están nuestros tres permisos que proceden del señor
de Tréville, y ahí hay trescientas pistolas que vienen de no sé dónde. Vamos a hacernos matar
allí donde se nos dice que vayamos. ¿Vale la vida la pena de hacer tantas preguntas? D'Artagnan,
yo estoy dispuesto a seguirte.
-Y yo también -dijo Porthos.
-Y yo también -dijo Aramis-. Además, no me molesta dejar París. Necesito distracciones.
-¡Pues bien, tendréis distracciones, señores, estad tranquilos! -dijo D'Artagnan.
-Y ahora, ¿cuándo partimos? -dijo Athos.
-Inmediatamente -respondió D'Artagnan-; no hay un minuto que perder.
-¡Eh, Grimaud, Planchet, Mosquetón, Bazin! -gritaron los cuatro jóvenes llamando a sus
lacayos-. Dad grasa a nuestras botas y traed los caballos de palacio.
En efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su caballo y el
de su criado.
Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin partieron a todo correr.
-Ahora, establezcamos el plan de campaña -dijo Porthos-. ¿Dónde vamos primero?
-A Calais -dijo D'Artagnan-; es la línea más recta para llegar a Londres.
-¡Bien! -dijo Porthos-. Mi opinión es ésta.
-Habla.
-Cuatro hombres que viajan juntos serían sospechosos; D'Artagnan nos dará a cada uno sus
instrucciones, yo partiré delante por la ruta de Boulogne para aclarar el camino; Athos partirá dos
horas después por la de Amiens; Aramis nos seguirá por la de Noyon; en cuanto a D'Artagnan,
partirá por la que quiera, con los vestidos de Planchet, mientras Planchet nos seguirá vestido de
D'Artagnan y con el uniforme de los guardias.
-Señores -dijo Athos-, mi opinión es que no conviene meter para nada lacayos en un asunto
semejante; un secreto puede ser traicionado por azar por gentileshombres, pero es casi siempre
vendido por lacayos.
-El plan de Porthos me parece impracticable -dijo D'Artagnan-, porque yo mismo ignoro qué
instrucciones puedo daros. Yo soy portador de una carta, eso es todo. No la sé y por tanto no
puedo hacer tres copias de esa carta, puesto que está sellada; en mi opinión, hay que viajar en
compañía. Esa carta está aquí, en mi bolsillo -y mostró el bolsillo en que estaba la carta-. Si
muero, uno de vosotros la cogerá y continuaréis la ruta; si éste muere, le tocará a otro, y así
sucesivamente; con tal que uno solo llegue, se habrá hecho lo que había que hacer.
-¡Bravo, D'Artagnan! Tu opinión es la mía -dijo Athos-. Además, hay que ser consecuente: voy
a tomar las aguas, vosotros me acompañáis; en lugar de Forges, voy a tomar baños de mar: soy
libre. Si se nos quiere detener, muestro la carta del señor de Tréville, y vosotros mostráis
vuestros permisos; si se nos ataca, nosotros nos defenderemos; si se nos juzga, defenderemos
erre que erre que no te níamos otra intención que meternos cierto número de veces en el mar;
darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son una
tropa. Armaremos a los cuatro lacayos de pistolas y mosquetones; si se envía un ejército contra
nosotros, libraremos batalla, y el superviviente, como ha dicho D'Artagnan, llevará la carta.
-Bien dicho -exclamó Aramis-; no hablas con frecuencia, Athos, pero cuando hablas es como
San Juan Boca de Oro. Adopto el plan de Athos. ¿Y tú, Porthos?
-Yo también -dijo Porthos-, si conviene a D'Artagnan. D'Artagnan, portador de la carta, es
naturalmente el jefe de la empresa; que él decida y nosotros obedeceremos.
-Pues bien -dijo D'Artagnan-, decido que adoptemos el plan de Athos y que partamos dentro de
media hora.
-¡Adoptado! -contestaron a coro los tres mosqueteros.
Y cada cual alargando la mano hacia la bolsa, cogió setenta y cinco pistolas a hizo sus
preparativos para partir a la hora convenida.
Capítulo XX
El viaje
A las dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de Paris por la puerta de
Saint-Denis; mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la
oscuridad y veían acechanzas por todas partes.
A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en
la víspera de un combate, el corazón palpita ba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se
iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.
El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los
mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a
esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.
Los seguían los criados, armados hasta los dientes.
Todo fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que
desayunar. Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a
San Martín dando la mitad de su capa a un pobre. Ordenaron a los lacayos no desensillar los
caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir inmediatamente.
Entraron en la sala común y se sentaron en una mesa.
Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella
misma mesa y desayunaba. El entabló conversación sobre cosas sin importancia y los viajeros
respondieron; él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la cortesia.
Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que
se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos
respondio que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey.
El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Eminencia. Porthos lo llamó borracho; el
desconocido saco su espada.
-Habéis hecho una tontería -dijo Athos-; no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a
ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.
Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos
prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.
-¡Unol -dijo Athos al cabo de quinientos pasos.
-Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? -preguntó Aramis.
-Porque por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe -dijo
D'Artagnan.
-Siempre he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría -murmuró Athos.
Y los viajeros continuaron su ruta.
En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como para
esperar a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él,
volvieron a ponerse en camino.
A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos
taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada
en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.
Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó duramente.
Athos quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a
hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno
de ellos.
Entonces, todos aquellos hombres retrocedieron hasta una zanja y cogieron mosquetes
ocultos; resultó de ello que nuestros siete viajeros fueron literalmente pasados por las armas.
Aramis recibió una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las partes
carnosas que prolongan el bajo de los riñones. Sin embargo, Mosquetón sólo se cayó del caballo,
no porque estuviera gravemente herido, sino porque como no podía ver su herida creyó sin duda
estar más peligrosamente herido de lo que lo estaba.
-Es una emboscada -dijo D'Artagnan-, no piquemos el cebo, y en marcha.
Aramis, aunque herido como estaba se agarró a las crines de su caballo, que le llevó con los
otros. El de Mosquetón se les había reunido y galopaba completamente solo a su lado.
-Así tendremos un caballo de recambio -dijo Athos.
-Preferiría tener un sombrero -dijo D'Artagnan-; el mío se lo ha llevado una bala. Ha sido una
suerte que la carta que llevo no haya estado dentro.
-¡Vaya, van a matar al pobre Porthos cuando pase! -dijo Aramis.
-Si Porthos estuviera sobre sus piernas, ya se nos habría unido -dijo Athos-. Mi opinión es que,
sobre la marcha, el borracho se ha despejado.
Y galoparon aún durante dos horas, aunque los caballos estuvieran tan fatigados que era de
temer que negasen muy pronto el servicio.
Los viajeros habían cogido la trocha, esperando de esta forma ser menos inquietados; pero en
Crèvecoeur, Aramis declaró que no podía seguir. En efecto, había necesitado de todo su coraje
que ocultaba bajo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta allí. A cada
momento palidecía, y tenían que sostenerlo sobre su caballo; lo bajaron a la puerta de una
taberna, le dejaron a Bazin que, por lo demás, en una escaramuza era más embarazoso que útil,
y volvieron a partir con la esperanza de ir a dormir a Amiens.
-¡Pardiez! -dijo Athos cuando se encontraron en camino, reducidos a dos amos y a Grimaud y
Planchet-. ¡Pardiez! No seré yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni sacar la
espada de aquí a Calais... Lo juro...
-No juremos -dijo D'Artagnan-, golopemos si nuestros caballos consienten en ello.
Y los viajeros hundieron sus espuelas en el vientre de sus caballos, que, vigorosamente
estimulados, volvieron a encontrar fuerzas. Llegaron a Amiens a medianoche y descendieron en
el albergue del Lis d'Or.
El hostelero tenía el aspecto del más honesto hombre de la tierra; recibió a los viajeros con su
palmatoria en una mano y su bonete de algodón en la otra; quiso alojar a los dos viajeros a cada
uno en una habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aquellas habitaciones
estaba en una punta del hotel. D'Artagnan y Athos las rechazaron; el hostelero respondió,que no
había otras dignas de Sus Excelencias; pero los viajeros declararon que se acostarían en la
habitación común, cada uno sobre un colchón que pondrían en el suelo. El hostelero insistió, los
viajeros se obstinaron: hubo que hacer lo que querían.
Acababan de disponer el lecho y de atrancar la puerta por dentro, cuando llamaron al postigo
del patio; preguntaron quién estaba allí, reconocieron la voz de sus criados y abrieron.
En efecto, eran Planchet y Grimaud.
-Grimaud bastará para guardar los caballos -dijo Planchet-; si los señores quieren, yo me
acostaré atravesando la puerta; de esta forma, estarán seguros de que nadie llegará hasta ellos.
-¿Y en qué te acostarás? -dijo D'Artagnan.
-He aquí mi cama -respondió Planchet.
Y mostró un haz de paja.
-Ven entonces -dijo D'Artagnan-; tienes razón: la cara del hostelero no me gusta, es demasiado
graciosa.
-Ni a mí tampoco -dijo Athos.
Planchet subió por la ventana y se instaló atravesado junto a la puerta, mientras Grimaud iba a
encerrarse en la cuadra, respondiendo de que a las cinco él y los cuatro caballos estarían
dispuestos.
La noche fue bastante tranquila. Hacia las dos de la mañana intentaron abrir la puerta, pero
cuando Ptanchet se despertó sobresalta do y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se
equivocaban, y se alejaron.
A las cuatro de la mañana, se oyó un gran escándalo en las cuadras; Grimaud había querido
despertar a los mozos de cuadra, y los mozos de cuadra le golpeaban. Cuando abrieron la
ventana, se vio al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del mango
de un horcón.
Planchet bajó entonces al patio y quiso ensillar los caballos; los caballos estaban extenuados.
Sólo el de Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la víspera, habría
podido continuar la ruta; pero por un error inconcebible, el veterinario al que se había mandado
a buscar, según parecía, para sangrar al caballo del hostelero, había sangrado al de Mosquetón.
Aquello comenzaba a ser inquietante: todos aquellos accidentes sucesivos eran quizá resultado
del azar, pero podían también ser muy bien fruto de una conspiración. Athos y D'Artagnan
salieron, mientras Planchet iba a informarse de si había tres caballos en venta por los alrededores.
A la puerta había dos caballos completamente equipados, fuertes y vigorosos. Aquello
arreglaba el asunto. Preguntó dónde estaban los dueños; le dijeron que los dueños habían
pasado la noche en el albergue y saldaban su cuenta en aquel momento con el amo.
Athos bajó para pagar el gasto, mientras D'Artagnan y Planchet estaban en la puerta de la
caller el hostelero se hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos que pasase.
Athos entró sin desconfianza y sacó dos pistolas para pagar: el hostelero estaba solo y sentado
ante su mesa, uno de cuyos cajones estaba entreabierto. Tomó el dinero que le ofreció Athos, lo
hizo dar vueltas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la moneda era falsa,
declaró que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por monederos falsos.
-¡Bribón! -dijo Athos, avanzando hacia él-. ¡Voy a cortarte las orejas!
En aquel mismo instante, cuatro hombres armados hasta los dientes entraron por las puertas
laterales y se arrojaron sobre Athos.
-¡Me han cogido! -gritó Athos con todas las fuerzas de sus pulmones-. ¡Largaos, D'Artagnan!
¡Pica espuelas, pícalas! -y soltó dos tiros de pistola.
D'Artagnan y Planchet no se lo hicieron repetir dos veces, soltaron los dos caballos que
esperaban a la puerta, saltaron encima, les hundieron las espuelas en el vientre y partieron a
galope tendido.
-¿Sabes qué ha sido de Athos? -preguntó D'Artagnan a Planchet mientras corrían.
-¡Ay, señor! -dijo Planchet-. He visto caer a dos por los dos disparos, y me ha parecido, a
través de la vidriera, que luchaba con la espada con los otros.
-¡Bravo, Athos! -murmuró D'Artagnan-. ¡Cuando pienso que hay que abandonarlo! De todos
modos, quizá nos espera otro tanto a dos pasos de aquí. ¡Adelante, Planchet, adelante! Eres un
valiente.
-Ya os lo dije, señor -respondió Planchet-; en los picardos, eso se ve con el uso, estoy en mi
tierra, y eso me excita.
Y los dos juntos, picando espuelas, llegaron a Saint-Omer de un solo tirón. En Saint-Omer
hicieron respirar a los caballos brida en mano, por miedo a contratiempos, y comieron un bocado
deprisa y de pie en la calle; tras lo cual, volvieron a partir.
A cien pasos de las puertas de Calais, el caballo de D'Artagnan cayó, y ya no hubo medio de
hacerlo levantarse: la sangre le salía por la nariz y por los ojos; quedaba sólo el de Planchet,
pero éste se había parado y no hubo medio de hacerle andar.
Afortunadamente, como hemos dicho, estaban a cien pasos de la ciudad; dejaron las dos
monturas en la carretera y corrieron al puerto. Planchet hizo observar a su amo un gentilhombre
que llegaba con su criado y que no les precedía más que en una cincuentena de pasos.
Se aproximaron rápidamente a aquel hombre que parecía muy agitado. Tenía las botas
cubiertas de polvo y se informaba sobre si podría pasar en aquel mismo momento a Inglaterra.
-Nada sería más fácil -le respondió el patrón de un navío dispuesto a hacerse a la vela-; pero
esta mañana ha llegado la orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del señor
cardenal.
-Tengo ese permiso -dijo el gentilhombre sacando un papel de su bolso-; aquí está.
-Hacedlo visar por el gobernador del puerto -dijo el patrón y dadme preferencia.
-¿Dónde encontraré al gobernador?
-En su casa de campo.
-¿Y dónde está situada esa casa?
-A un cuarto de legua de la villa; mirad, desde aquí la veréis al pie de aquella pequeña
prominencia, aquel techo de pizarra.
-¡Muy bien! -dijo el gentilhombre.
Y seguido de su lacayo, tomó el cam¡no de la casa de campo del gobernador.
D'Artagnan y Planchet siguieron al gentilhombre a quinientos pasos de distancia.
Una vez fuera de la villa, D'Artagnan apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre cuando éste
entraba en un bosquecillo.
-Señor -le dijo D'Artagnan-, parece que tenéis mucha prisa.
-No puedo tener más, señor.
-Estoy desesperado -dijo D'Artagnan-, porque como también tengo prisa, querría pediros un
favor.
-¿Cuál?
-Que me dejéis pasar primero.
-Imposible -dijo el gentilhombre-; he hecho sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es
preciso que mañana a mediodía esté en Londres.
-Y yo he hecho el mismo camino en cuarenta horas y es preciso que mañana a las diez de la
mañana esté en Londres.
-Caso perdido, señor; pero yo he llegado el primero y no pasaré el segundo.
-Caso perdido, señor; pero yo he llegado el segundo y pasaré el primero.
-¡Servicio del rey! -dijo el gentilhombre.
-¡Servicio mío! -dijo D'Artagnan.
-Me parece que es una mala pelea la que me buscáis.
-¡Pardiez! ¿Qué queréis que sea?
-¿Qué deseáis?
-¿Queréis saberlo?
-Por supuesto.
-Pues bien, quiero la orden de que sois portador, dado que yo no la tengo y dado que necesito
una.
-¿Bromeáis, verdad?
-No bromeo nunca.
-¡Dejadme pasar!
-No pasaréis.
-Mi valiente joven, voy a romperos la cabeza. ¡Eh, Lubin, mis pistolas!
-Planchet -dijo D'Artagnan-, encárgate tú del criado, yo me encargo del amo.
Planchet, enardecido por la primera proeza, saltó sobre Lubin, y como era fuerte y vigoroso,
dio con sus riñones en el suelo y le puso la rodilla en el pecho.
-Cumplid vuestro cometido, señor -dijo Planchet-, que yo ya he hecho el mío.
Al ver esto, el gentilhombre sacó su espada y se abalanzó sobre D'Artagnan; pero tenía que
habérselas con un adversario terrible.
En tres segundos D'Artagnan le suministró tres estocadas, diciendo a cada una:
-Una por Athos, otra por Porthos, y otra por Aramis.
A la tercera, el gentilhombre cayó como una mole.
D'Artagnan le creyó muerto, o al menos desvanecido, y se aproximó a él para cogerle la orden,
pero en el momento en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había soltado su
espada, le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:
-Una por vos.
-¡Y una por mí! ¡Para el final la buena! -exclamó D'Artagnan furioso, clavándole en tierra con
una cuarta estocada en el vientre.
Aquella vez el gentilhombre cerró los ojos y se desvaneció.
D'Artagnan registró el bolsillo en que había visto poner la orden de paso y la cogió. Estaba a
nombre del conde de Wardes.
Luego, lanzando una última ojeada sobre el hermoso joven, que apenas tenía veinticinco años
y al que dejaba allí tendido, privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro sobre aquel
extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas que
les son extrañas y que a menudo no saben siquiera que existen.
Pero muy pronto fue sacado de estas cavilaciones por Lubin, que lanzaba aullidos y pedía
ayuda con todas sus fuerzas.
Planchet le puso la mano en la garganta y apretó con todas sus fuerzas.
-Señor -dijo- mientras lo tenga así, no gritará, de eso estoy seguro; pero tan pronto como lo
suelte, volverá a gritar. Es, según creo, normando, y los normandos son cabezotas.
-¡Espera! -dijo D'Artagnan.
Y cogiendo su pañuelo lo amordazó.
-Ahora -dijo Planchet- atémoslo a un árbol.
La cosa fue hecha a conciencia, luego arrastraron al conde de Wardes junto a su doméstico; y
como la noche comenzaba a caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro del
bosque, era evidente que debían quedarse allí hasta el día siguiente.
-¡Y ahora -dijo D'Artagnan-, a casa del gobernador!
-Pero estáis herido, me parece -dijo Planchet.
-No es nada; ocupémonos de lo que más urge; luego ya volveremos a mi herida que, además,
no me parece muy peligrosa.
Y los dos se encaminaron deprisa hacia la casa de campo del digno funcionario.
Anunciaron al señor conde de Wardes.
D'Artagnan fue introducido.
-¿Tenéis una orden firmada del cardenal? -dijo el gobernador.
-Sí, señor -respondió D'Artagnan-, aquí está.
-¡Ah, ah! Está en regla y bien certificada -dijo el gobernador.
-Es muy simple -respondió D'Artagnan-,soy uno de sus más fieles-.
-Parece que Su Eminencia quiere impedir a alguien llegar a Inglaterra.
-Sí, a un tal D'Artagnan, un gentilhombre bearnés que ha salido de París con tres amigos suyos
con la intención de llegar a Londres.
-¿Le conocéis vos personalmente? -preguntó el gobernador.
-¿A quién?
-A ese D'Artagnan.
-De maravilla.
-Dadme sus señas entonces.
-Nada más fácil.
Y D'Artagnan hizo rasgo por rasgo la descripción del conde de Wardes.
-¿Va acompañado? -preguntó el gobernador.
-Sí, de un criado llamado Lubin.
-Se tendrá cuidado con ellos y, si les ponemos la mano encima, Su Eminencia puede estar
tranquilo, serán devueltos a Paris con una buena escolta.
-Y si lo hacéis, señor gobernador -dijo D'Artagnan-, habréis hecho méritos ante el cardenal.
-Lo veréis a vuestro regreso, señor conde?
-Sin ninguna duda.
-Os suplico que le digáis que soy su servidor.
-No dejaré de hacerlo.
Y contento por esta promesa, el goberandor visó el pase y lo entregó a D'Artagnan.
D'Artagnan no perdió su tiempo en cumplidos inútiles, saludó al gobernador, le dio las gracias y
partió.
Una vez fuera, él y Planctîet tomaron su camino y, dando un gran rodeo, evitaron el bosque y
volvieron a entrar por otra puerta.
El navío continuaba dispuesto para partir, el patrón esperaba en el puerto.
-¿Y bien? -dijo al ver a D'Artagnan.
-Aquí está mi pase visado -dijo éste.
-¿Y aquel otro gentilhombre?
-No pasará hoy -dijo D'Artagnan-, pero estad tranquilo, yo pagaré el pasaje por nosotros dos.
-En tal caso, partamos -dijo el patrón.
-¡Partamos! -repitió D'Artagnan.
Y saltó con Planchet al bote; cinco minutos después estaban a bordo.
Justo a tiempo: a media legua en alta mar, D'Artagnan vio brillar una luz y oyó una detonación.
Era el cañonazo que anunciaba el cierre del puerto.
Era momento de ocuparse de su herida; afortunadamente, como D'Artagnan había pensado, no
era de las más peligrosas: la punta de la espada había encontrado una costilla y se había
deslizado a lo largo del hueso; además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y apenas
si había destilado algunas gotas de sangre.
D'Artagnan estaba roto de fatiga; extendieron para él un colchón en el puente, se echó encima
y se durmió.
Al día siguiente, al levantar el día se encontró a tres o cuatro leguas aún de las costas de
Inglaterra; la brisa había sido débil toda la noche y habían andado poco.
A las diez, el navío echaba el ancla en el puerto de Douvres.
A las diez y media, D'Artagnan ponía el pie en tierra de Inglaterra, exclamando:
-¡Por fin, heme aquí!
Pero aquello no era todo; había que ganar Londres. En Inglaterra, la posta estaba bastante
bien servida. D'Artagnan y Planchet tomaron cada uno una jaca, un postillón corrió por delante
de ellos; en cuatro horas se plantaron en las puertas de la capital.
D'Artagnan no conocía Londres, D'Artagnan no sabía ni una palabra de inglés; pero escribió el
nombre de Buckingham en un papel, y todos le indicaron el palacio del duque.
El duque estaba cazando en Windsor, con el rey.
D'Artagnan preguntó por el ayuda de cámara de confianza del duque, el cual, por haberle
acompañado en todos sus viajes, hablaba perfectamente francés; le dijo que llegaba de Paris
para un asunto de vida o muerte, y que era preciso que hablase con su amo al instante.
La confianza con que hablaba D'Artagnan convenció a Patrice, que así se llamaba este ministro
del ministro. Hizo ensillar dos caballos y se encargó de conducir al joven guardia. En cuanto a
Planchet, le habían bajado de su montura rígido como un junco; el pobre muchacho se hallaba
en el límite de sus fuerzas; D'Artagnan parecía de hierro.
Llegaron al castillo; allí se informaron: el rey y Buckingham cazaban pájaros en las marismas
situadas a dos o tres leguas de allí.
A los veinte minutos estuvieron en el lugar indicado. Pronto Patrice oyó la voz de su señor que
llamaba a su halcón.
-¿A quién debo anunciar a milord el duque? -preguntó Patrice.
-Al joven que una noche buscó querella con él en el Pont-Neuf, frente a la Samaritaine.
-¡Singular recomendación!
-Ya veréis cómo vale tanto como cualquier otra.
Patrice puso su caballo al galope, alcanzó al duque y le anunció en los términos que hemos
dicho que un mensajero le esperaba.
Buckingham reconoció a D'Artagnan al instante, y temiendo que en Francis pasaba algo cuya
noticia se le hacía llegar, no perdió más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien la traía;
y habiendo reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al galope y vino
derecho a D'Artagnan. Patrice, por discreción, se mantuvo aparte.
-¿No le ha ocurrido ninguna desgracia a la reina? -exclamó Buckingham, pintándose en esta
pregunta todo su pensamiento y todo su amor.
-No lo creo; sin embargo, creo que corre algún gran peligro del que sólo Vuestra Gracia puede
sacarla.
-¿Yo? -exclamó Buckingham-. ¡Bueno, me sentiría muy feliz de servirla para alguna cosa!
¡Hablad! ¡Hablad!
-Tomad esta carta -dijo D'Artagnan.
-¡Esta carta! ¿De quién viene esta carta?
-De Su Majestad, según pienso.
-¡De Su Majestad! -dijo Buckingham palideciendo hasta tal punto que D'Artagnan creyó que iba
a marearse.
Y rompió el sello.
-¿Qué es este desgarrón? -dijo mostrando a D'Artagnan un lugar en el que se hallaba
atravesada de parte a parte.
-¡Ah, ah! -dijo D'Artagnan-. No había visto eso; es la espada del conde de Wardes la que ha
hecho ese hermoso agujero al agujerearme el pecho.
-¿Estáis herido? -preguntó Buckingham rompiendo el sello.
-¡Oh! ¡No es nada! -dijo D'Artagnan-. Un rasguño.
-¡Justo cielo! ¡Qué he leído! -exclamó el duque-. Patrice, quédate aquí, o mejor, reúnete con el
rey donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la
más alta importancia me llama a Londres. Venid, señor, venid.
Y los dos juntos volvieron a tomar al galope el camino de la capital.
Capítulo XXI
La condesa de Winter
Durante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D'Artagnan no de cuanto había
pasado, sino de lo que D'Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus
recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya
gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la
medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que
aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.
Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D'Artagnan le contó las
precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado
todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado
el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al
escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven
con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y
abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ via los veinte años.
Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres.
D'Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no
fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se
hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres accidentes de este
género; pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los
que había volteado. D'Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a
maldiciones.
Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que
le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D'Artagnan hizo otro
tanto, con alguna inquietua más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había
podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las
cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.
El duque caminaba tan rápidamente que D'Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó
sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no
tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de
riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque
abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal.
Por discreción, D'Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham
franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del joven:
-Venid -le dijo-, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que
habéis visto.
Alentado por esta invitación, D'Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras él.
Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y
brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie
de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y rojas, había un
retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que
D'Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.
Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes.
El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo;
luego abrió el cofre.
-Mirad -le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de
diamantes-. Mirad, aquí están estos preciosos herretes con los que había hecho juramento de ser
enterrado. La reina me los había dado, la reina me los pide; que en todo se haga su voluntad,
como la de Dios.
Luego se puso a besar unos tras otros aquellos herretes de los que tenía que separarse. De
pronto, lanzó un grito terrible.
-¿Qué pasa? -preguntó D'Artagnan con inquietud-. ¿Y qué os ocurre, milord?
-Todo está perdido -exclamó Buckingham, volviéndose pálido como un muerto-; dos de estos
herretes faltan, no hay más que diez.
-Milord, ¿los ha perdido o cree que se los han robado?
-Me los han robado -repuso el duque-. Y es el cardenal quien ha dado el golpe. Mirad, las
cintas que los sostenían han sido cortadas con tijeras.
-Si milord pudiera sospechar quién ha cometido el robo... Quizá esa persona los tenga aún en
sus manos.
-¡Esperad, esperad! -exclamó el duque-. La única vez que me he puesto estos herretes fue en
el baile del rey, hace ocho días, en Windsor. La condesa de Winter, con quien estaba enfadado,
se me acercó durante ese baile. Aquella reconciliación era una venganza de mujer celosa. Desde
ese día no la he vuelto a ver. Esa mujer es un agente del cardenal.
-¡Pero los tiene entonces en todo el mundo! -exclamó D'Artagnan.
-¡Oh, sí sí! -dijo Buckingham, apretando los dientes de cólera-. Sí, es un luchador terrible. Pero,
no obstante, ¿cuándo ha de tener lugar ese baile?
-El próximo lunes.
-¡El próximo lunes! Todavía cinco días; es más tiempo del que necesitamos. ¡Patrice! -exclamó
el duque, abriendo la puerta de la capilla-. ¡Patrice!
Su ayuda de cámara de confianza apareció.
-¡Mi joyero y mi secretario!
El ayuda de cámara salió con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que había
contraído de obedecer ciegamente y sin réplica.
Pero aunque fuera el joyero llamado en primer lugar, fue el secretario quien apareció antes.
Era muy simple, vivía en palacio. Encontró a Buckingham sentado ante una mesa en su
dormitorio y escribiendo algunas órdenes de su propio puño.
-Señor Jackson -le dijo-, vais a daros un paseo hasta casa del lord-canciller y decirle que le
encargo la ejecución de estas órdenes. Deseo que sean promulgadas al instante.
-Pero, monseñor, si el lord-canciller me interroga por los motivos que han podido llevar a
Vuestra Gracia a una medida tan extraordinaria, ¿qué responderé?
-Que tal ha sido mi capricho, y que no tengo que dar cuenta a nadie de mi voluntad.
-¿Será esa la respuesta que deberá transmitir a Su Majestad -repuso sonriendo el secretario- si
por casualidad Su Majestad tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede salir de los
puertos de Gran Bretaña?
-Tenéis razón señor -respondió Buckingham- En tal caso le dirá al rey que he decidido la
guerra, y que esta medida es mi primer acto de hostilidad contra Francia.
El secretario se inclinó y salió.
-Ya estamos tranquilos por ese lado -dijo Buckingham, volviéndose hacia D'Artagnan-. Si los
herretes no han partido ya para Francia, no llegarán antes que vos.
-Y eso, ¿por qué?
-Acabo de embargar a todos los navíos que se encuentran en este momento en los puertos de
Su Majestad, y a menos que haya un permiso particular, ni uno solo se atreverá a levar anclas.
D'Artagnan miró con estupefacción a aquel hombre que ponía el poder ¡limitado de que estaba
revestido por la confianza de un rey al servicio de sus amores. Buckingham vio en la expresión
del rostro del joven lo que pasaba en su pensamiento y sonrió.
-Sí -dijo- sí, es que Ana de Austria es mi verdadera reina; a una palabra de ella traicionaría a
mi país, traicionaría a mi rey, traicionaría a mi Dios. Ella me pidió no enviar a los protestantes de
La Rochelle la ayuda que yo les había prometido, y no lo he hecho. Faltaba así a mi palabra,
¡pero no importa! Obedecía a su deseo. ¿No he sido suficientemente pagado por mi obediencia?
Porque a esa obediencia debo precisamente su retrato.
D'Artagnan admiró de qué hilos frágiles y desconocidos están a ve ces suspendidos los destinos
de un pueblo y la vida de los hombres.
Estaba él en lo más profundo de sus reflexiones, cuando entró el orfebre: era un irlandés de
los más hábiles en su arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año con el duque de
Buckingham.
-Señor O'Reilly -le dijo el duque, conduciéndolo a la capilla-, ved estos herretes de diamantes y
decidme cuánto vale cada pieza.
El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados, calculó
uno con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:
-Mil quinientas pistolas la pieza, milord -respondió.
-¿Cuántos días se necesitarían para hacer dos herretes como estos? Como veis, faltan dos.
-Ocho días, milord.
-Los pagaré a tres mil pistolas la pieza, pero los necesito para pasado mañana.
-Los tendrá, milord.
-Sois un hombre preciso, señor O'Reilly, pero esto no es todo; esos erretes no pueden ser
confiados a nadie, es preciso que sean hechos en este palacio.
-Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los nuevos
y los viejos.
-Entonces, mi querido señor O'Reilly, sois mi prisionero, y aunque ahora quisierais salir de mi
palacio no podríais; decidid, pues. De cidme los nombres de los ayudantes que necesitáis, y
designad los utensilios que deben traer.
El orfebre conocía al duque, sabía que cualquier observación era inútil, y por eso tomó al
instante su decisión.
-¿Me será permitido avisar a mi mujer? -preguntó.
-¡Oh! Os será incluso permitido verla, mi querido señor O'Reilly; vuestro cautiverio será dulce,
estad tranquilo; y como toda molestia vale una compensación, además del precio de los dos
herretes, aquí tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os causo.
D'Artagnan no volvía del asombro que le causaba aquel ministro, que movía a su placer
hombres y millones.
En cuanto al orfebre, escribía a su mujer enviándole el bono de mil pistolas y encargándola
devolverle a cambio su aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le daba, y
una lista de los instrumentos que le eran necesarios.
Buckingham condujo al orfebre a la habitación que le estaba destinada y que, al cabo de media
hora, fue transformada en taller. Luego puso un centinela en cada puerta con prohibición de
dejar entrar a quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice. Es inútil añadir
que al orfebre O'Reilly y a su ayudante les estaba absolutamente prohibido salir bajo el pretexto
que fuera.
Arreglado este punto, el duque volvió a D'Artagnan.
-Ahora, joven amigo mío -dijo-, Inglaterra es nuestra. ¿Qué queréis qué deseáis?
-Una cama -respondió D'Artagnan-. Os confieso que por el momento es lo que más necesito.
Buckingham dio a D'Artagnan una habitación que pegaba con la suya. Quería tener al joven
bajo su mano, no porque desconfiase de él, sino para tener alguien con quien hablar
constantemente de la reina.
Una hora después fue promulgada en Londres la ordenanza de no dejar salir de los puertos
ningún navío cargado para Francia, ni siquiera el paquebote de las camas. A los ojos de todos,
aquello era una declaración de guerra entre los dos reinos.
Dos días después, a las once, los dos herretes en diamantes esta ban acabados y tan
perfectamente imitados, tan perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los
nuevos de los antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado igual
que él.
Al punto hizo llamar a D'Artagnan.
-Mirad -le dijo-. Aquí están los herretes de diamantes que habéis venido a buscar, y sed mi
testigo de que todo cuanto el poder humano podía hacer lo he hecho.
-Estad tranquilo, milord, diré lo que he visto; pero ¿me entrega Vuestra Gracia los herretes sin
la caja?
-La caja os sería un embarazo. Además, la caja es para mí tanto más preciosa cuanto que sólo
me queda ella. Diréis que la conservo yo.
-Haré vuestro encargo palabra por palabra, milord.
-Y ahora -prosiguió Buckingham, mirando fijamente al joven-, ¿cómo saldaré mi deuda con
vos?
D'Artagnan enrojeció hasta el blanco de los ojos. Vio que el duque buscaba un medio de
hacerle aceptar algo, y aquella idea de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a ser
pagadas por el oro inglés le repugnaba extrañamente.
-Entendámonos milord -respondió D'Artagnan-, y sopesemos bien los hechos por adelantado, a
fin de que no haya desprecio en ello. Estoy al servicio del rey y de la reina de Francia, y formo
parte de la compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuñado el señor de
Tréville, está particularmente vinculado a Sus Majesta des. Por tanto, lo he hecho todo por la
reina y nada por Vuestra Gracia. Es más, quizá no hubiera hecho nada de todo esto si no hubiera
tratado de ser agradable a alguien que es mi dama, como la reina lo es vuestra.
-Sí -dijo el duque, sonriendo-, y creo incluso conocer a esa persona, es...
-Milord, yo no la he nombrado -interrumpió vivamente el joven.
-Es justo -dijo el duque-. Es, pues, a esa persona a quien debo estar agradecido por vuestra
abnegación.
-Vos lo habéis dicho, milord, porque precisamente en este momento en que se trata de guerra,
os confieso que no veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a un enemigo
al que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque de Windsor o
en los corredores del Louvre; lo cual, por lo demás, no me impedirá ejecutar punto por punto mi
misión y hacerme matar si es necesario para cumplirla; pero, lo repito a Vuestra Gracia, sin que
tenga que agradecerme personalmente lo que por mí hago en esta segunda entrevista más de lo
que hice por ella en la primera.
-Nosotros decimos: «Orgulloso como un escocés» -murmuró Buckingham.
-Y nosotros decimos: «Orgulloso como un gascón» -respondió D'Artagnan. Los gascones son
los escoceses de Francia.
D'Artagnan saludó al duque y se dispuso a partir.
-¡Y bien! ¿Os vais as? ¿Por dónde? ¿Cómo?
-Es cierto.
-¡Dios me condene! Los franceses no temen a nada.
-Había olvidado que Inglaterra era una isla y que vos erais el rey.
-Id al puerto, buscad el bricbarca Sund, entregad esta carta al capitán; él os conducirá a un
pequeño puerto donde ciertamente no os esperan, y donde no atracan por regla general más
que barcos de pesca.
-¿Cómo se llama ese puerto?
-Saint-Valèry; pero, esperad: llegado allí, entraréis en un mal albergue sin nombre y sin
muestra, un verdadero garito de marineros; no podéis confundiros, no hay más que uno.
-¿Después?
-Preguntaréis por el hostelero, y le diréis: Forward.
-Lo cual quiere decir...
-Adelante: es la contraseña. Os dará un caballo completamente ensillado y os indicará el
camino que debéis seguir; encontraréis de ese modo cuatro relevos en vuestra ruta. Si en cada
uno de ellos queréis dar vuestra dirección de Paris, los cuatro caballos os seguirán; ya conocéis
dos, y me ha parecido que sabéis apreciarlos como aficionado: son los que hemos montado;
creedme, los otros no les son inferiores. Estos cuatro caballos están equipados para campaña.
Por orgulloso que seáis, no os negaréis a aceptar uno ni hacer aceptar los otros tres a vuestros
compañeros: además son para hacer la guerra. El fin excluye los medios, como vos decís, como
dicen los franceses, ¿no es así?
-Sí, milord, acepto -dijo D'Artagnan-. Y si place a Dios, haremos buen uso de vuestros
presentes.
-Ahora, vuestra mano, joven; quizá nos encontremos pronto en el campo de batalla; pero
mientras tanto, nos dejaremos como buenos amigos, eso espero.
-Sí, milord, pero con la esperanza de convertirnos pronto en enemigos.
-Estad tranquilo, os lo prometo.
-Cuento con vuestra palabra, milord.
D'Artagnan saludó al duque y avanzó vivamente hacia el puerto.
Frente a la Torre de Londres encontró el navio designado, entregó su carta al capitán, que la
hizo visar por el gobernador del puerto, y aparejó al punto.
Cincuenta navíos estaban en franquicia y esperaban.
Al pasar junto a la borda de uno de ellos, D'Artagnan creyó reconocer a la mujer de Meung, la
misma a la que el gentilhombre desconocido había llamado «milady», y que él, D'Artagnan, había
encontrado tan bella; pero gracias a la corriente del río y al buen viento que soplaba, su navío
iba tan deprisa que al cabo de un instante estuvieron fuera del alcance de los ojos.
Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, llegaron a Saint-Valèry.
D'Artagnan se dirigió al instante hacia el albergue indicado, y lo reconoció por los gritos que de
él salían: se hablaba de guerra entre Inglaterra y Francia como de algo próximo a indudable, y
los marineros contentos alborotaban en medio de la juerga.
D'Artagnan hendió la multitud, avanzó hacia el hostelero y pronunció la palabra Forword. Al
instante el huésped le hizo seña de que le siguiese, salió con él por una puerta que daba al patio,
lo condujo a la cuadra donde lo esperaba un caballo completamente ensillado, y le preguntó si
necesitaba alguna otra cosa.
-Necesito conocer la ruta que debo seguir -dijo D'Artagnan.
-Id de aquí a Blangy, y de Blangy a Neufchátel. En Neufchátel entrad en el albergue de la
Herse d'Ord, dad la contraseña al hotelero, y, como aquí, encontraréis un caballo totalmente
ensillado.
-¿Debo algo? -preguntó D'Artagnan.
-Todo está pagado -dijo el hostelero-, y con largueza. Id, pues, y que Dios os guíe.
-¡Amén! -respondió el joven, partiendo al galope.
Cuatro horas después estaba en Neufchátel.
Siguió estrictamente las instrucciones recibidas; en Neufchátel, como en Saint-Valèry, encontró
una montura totalmente ensillada y aguardándolo; quiso llevar las pistolas de la silla que acababa
de dejar a la silla que iba a tomar: las guardas del arzón estaban provistas de pistolas parecidas.
- Vuestra dirección en Paris?
-Palacio de los Guardias, compañía Des Essarts.
-Bien -respondió éste.
-¿Qué ruta hay que tomar? -preguntó a su vez D'Artagnan.
-La de Rouen; pero dejaréis la ciudad a vuestra derecha. En la Pequeña aldea de Ecouis os
detendréis, no hay más que un albergue, el Ecu de France. No lo juzguéis por su apariencia: en
sus cuadras tendrá un caballo que valdrá tanto como éste.
-¿La misma contraseña?
-Exactamente.
-¡Adiós, maese!
-¡Buen viaje, gentilhombre! ¿Tenéis necesidad de alguna cosa? D'Artagnan hizo con la cabeza
señal de que no, y volvió a partir a todo galope. En Ecouis, la misma escena se repitió: encontró
un hostelero tan previsor, un caballo fresco y descansado; dejó sus señas como lo había hecho y
volvió a partir al mismo galope para Pontoise. En Pontoise, cambió por última vez de montura y a
las nueve entraba a todo galope en el patio del palacio del señor de Tréville.
Había hecho cerca de sesenta leguas en doce horas.
El señor de Tréville lo recibió como si lo hubiera visto aquella misma mañana; sólo que,
apretándole la mano un poco más vivamente que de costumbre, le anunció que la compañía del
señor Des Essarts estaba de guardia en el Louvre y que podía incorporarse a su puesto.
Capítulo XXII
El ballet de la Merlaison
Al día siguiente no se hablaba en todo Paris más que del baile que los señores regidores de la
villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debian bailar el famoso ballet de la
Merlaison, que era el ballet favorito del rey.
En efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayunta miento para aquella velada
solemne. El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer
las damas invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas
de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época; en fin, veinte violines habían sido
avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que,
según este informe, debían tocar durante toda la noche.
A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de
dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado
Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aquellas llaves le
fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla
reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de
todas las puertas y todas las avenidas.
A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta
arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido
asignadas.
A las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los
guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier, la otra mitad
por hombres del señor des Essarts.
A las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran
colocados en el salón, sobre los estrados preparados.
A las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la persona de
mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el
palco frontero al que debía ocupar la reina.
A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia
Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro
arqueros.
A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a
través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban
iluminadas con linternas de color.
Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis
sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien
encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida
la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa
sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del
Estado.
Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur, por el conde
de Soissons, por el gran prior, por el duque de Longueville, por el duque D'Elbeuf, por el conde
D'Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas,
por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.
Todos observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.
Se había preparado para el rey un gabinete, y otro para Monsieur. En cada uno de estos
gabinetes había depositados trajes de máscara. Otro tanto se había hecho para la reina y para la
señora presidenta. Los señores y las damas del séquito de Sus Majestades debían vestirse de dos
en dos en habitaciones preparadas a este efecto.
Antes de entrar en el gabinete, el rey ordenó que viniesen a preve nirlo tan pronto como
apareciese el cardenal.
Media hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones sonaron: éstas anunciaban la
llegada de la reina . Los regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos por los
sargentos se adelantaron al encuentro de su ilustre invitada.
La reina entró en la sala: se advirtió que, como el rey, tenía aire triste y sobre todo fatigado.
En el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces había
permanecido cerrada se abrió, y se vio aparecer la cabeza pálida del cardenal vestido de
caballero español. Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría terrible pasó
por sus labios: la reina no tenía sus herretes de diamantes.
La reina permaneció algún tiempo recibiendo los cumplidos de los señores del Ayuntamiento y
respondiendo a los saludos de las damas.
De pronto el rey apareció con el cardenal en una de las puertas de la sala. El cardenal le
hablaba en voz baja y el rey estaba muy pálido.
El rey hendió la multitud y, sin máscara, con las cintas de su jubón apenas anudadas, se
aproximó a la reina y con voz alterada le dijo:
-Señora, ¿por qué, si os place, no tenéis vuestros herretes de diamantes cuando sabéis que me
hubiera agradado verlos?
La reina tendió su mirada en torno a ella, y vio detrás del rey al cardenal que sonreía con una
sonrisa diabólica.
-Sire -respondió la reina con voz alterada-, porque en medio de esta gran muchedumbre he
temido que les ocurriera alguna desgracia.
-¡Pues os habéis equivocado, señora! Si os he hecho ese regalo ha sido para que os adornarais
con él. Os digo que os habéis equivocado.
Y la voz del rey estaba temblorosa de cólera; todos miraban y escuchaban con asombro, sin
comprender nada de lo que pasaba.
-Sire -dijo la reina- puedo enviarlos a buscar al Louvre, donde están, y así los deseos de
Vuestra Majestad serán cumplidos.
-Hacedlo, señora, hacedlo, y cuanto antes; porque dentro de una hora va a comenzar el ballet.
La reina saludó en señal de sumisión y siguió a las damas que debían conducirla a su gabinete.
Por su parte, el rey volvió al suyo.
Hubo en la sala un momento de desconcierto y confusión.
Todo el mundo había podido notar que algo había pasado entre el rey y la reina; pero los dos
habían hablado tan bajo que, habiéndose alejado todos por respeto algunos pasos, nadie había
oído nada. Los violines tocaban con toda su fuerza, pero no los escuchaban.
El rey salió el primero de su gabinete; iba en traje de caza de los más elegantes y Monsieur y
los otros señores iban vestidos como él. Era el traje que mejor llevaba el rey, y así vestido
parecía verdaderamente el primer gentilhombre de su reino.
El cardenal se acercó al rey y le entregó una caja. El rey la abrió y encontró en ella dos
herretes de diamantes.
-¿Qué quiere decir esto? -preguntó al cardenal.
-Nada -respondió éste-. Sólo que si la reina tiene los herretes, cosa que dudo, contadlos, Sire,
y si no encontráis más que diez, preguntad a Su Majestad quién puede haberle robado los dos
herretes que hay ahí.
El rey miró al cardenal como para interrogarle; pero no tuvo tiempo de dirigirle ninguna
pregunta: un grito de admiración salió de todas las bocas. Si el rey parecía el primer
gentilhombre de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de Francia.
Es cierto que su tocado de cazadora le iba de maravilla; tenía un sombrero de fieltro con
plumas azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda
de satén azul toda bordada de plata. En su hombro izquierdo resplandecían los herretes
sostenidos por un nudo del mismo color que las plumas y la falda.
El rey se estremecía de alegría y el cardenal de cólera; sin embargo, distantes como estaban
de la reina, no podían contar los herretes; la reina los tenía, sólo que, ¿tenía diez o tenía doce?
En aquel momento, los violines hicieron sonar la señal del baile. El rey avanzó hacia la señora
presidenta, con la que debía bailar, y S. A. Monsieur con la reina. Se pusieron en sus puestos y el
baile comenzó.
El rey estaba en frente de la reina, y cada vez que pasaba a su lado, devoraba con la mirada
aquellos herretes, cuya cuenta no podía saber. Un sudor frío cubría la frente del cardenal.
El baile duró una hora: tenía dieciséis intermedios.
El baile terminó en medio de los aplausos de toda la sala, cada cual llevó a su dama a su sitio,
pero el rey aprovechó el privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba para avanzar
deprisa hacia la reina.
-Os agradezco, señora -le dijo-, la deferencia que habéis mostrado hacia mis deseos, pero creo
que os faltan dos herretes, y yo os los devuelvo.
Y con estas palabras, tendió a la reina los dos herretes que le había entregado el cardenal.
-¡Cómo, Sire! -exclamó la joven reina fingiendo sorpresa-. ¿Me dais aún otros dos? Entonces
con éstos tendré catorce.
En efecto, el rey contó y los doce herretes se hallaron en los hombros de Su Majestad.
El rey llamó al cardenal.
-Y bien, ¿qué significa esto, monseñor cardenal? -preguntó el rey en tono severo.
-Eso significa, Sire -respondió el cardenal-, que yo deseaba que Su Majestad aceptara esos dos
herretes y, no atreviéndome a ofrecérselos yo mismo, he adoptado este medio.
-Y yo quedo tanto más agradecida a Vuestra Eminencia -respondió Ana de Austria con una
sonrisa que probaba que no era víctima de aquella ingeniosa galantería-, cuanto que estoy
segura de que estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce han
costado a Su Majestad.
Luego, habiendo saludado al rey y al cardenal, la reina tomó el camino de la habitación en que
se había vestido y en que debía desvestirse.
La atención que nos hemos visto obligados a prestar durante el comienzo de este capítulo a los
personajes ilustres que en él hemos introducido, nos han alejado un instante de aquel a quien
Ana de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y que,
confundido, ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las puertas, miraba desde
allí esta escena sólo comprensible para cuatro personas: el rey, la reina Su Eminencia y él.
La reina acababa de ganar su habitación y D'Artagnan se aprestaba a retirarse cundo sintió que
le tocaban ligeramente en el hombro; se volvió y vio a una mujer joven que le hacía señas de
seguirla. Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas pese a
esta precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que para él, reconoció al
instante mismo a su guía habitual, la ligera a ingeniosa señora Bonacieux.
La víspera apenas si se habían visto en el puesto del suizo Germain, donde D'Artagnan la había
hecho llamar. La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno
de su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras. D'Artagnan
siguió, pues, a la señora Bonacieux movido por un doble sentimiento: el amor y la curiosidad.
Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D'Artagnan
quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante; pero
vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo
puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el
imperio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más
ligera queja; por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abrió una
puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. Allí le hizo una nueva señal de
mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una tapicería cuyas aberturas esparcieron de
pronto viva luz, desapareció.
D'Artagnan permaneció un instante inmóvil y preguntándose dónde estaba, pero pronto un
rayo de luz que penetraba por aquella habitación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él,
la conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante, la palabra
Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete contiguo a
la habitación de la reina.
El joven permaneció en la sombra y esperó.
La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la rodeaban y
que tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada. La reina achacaba
aquel sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho experimentar el
baile, y como no está permitido contradecir a una reina, sonría o llore, todos ponderaban la
galantería de los señores regidores del Ayuntamiento de Paris.
Aunque D'Artagnan no conociese a la reina, distinguió su voz de las otras voces, en primer
lugar por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso
naturalmente en todas las palabras soberanas. La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta
abierta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la luz.
Finalmente, de pronto, una mano y un brazo adorables de forma y de blancura pasaron a
través de la tapicería; D'Artagnan comprendió que aquella era su recompensa: se postró de
rodillas, cogió aquella mano y apoyó respetuosamente sus labios; luego aquella mano se retiró
dejando en las suyas un objeto que reconoció como un anillo; al punto la puerta volvió a cerrarse
y D'Artagnan se encontró de nuevo en la más completa oscuridad.
D'Artagnan puso el anillo en su dedo y esperó otra vez; era evidente que no todo había
terminado aún. Después de la recompensa de su abnegación venía la recompensa de su amor.
Además, el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y
el reloj de Saint-Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres cuartos.
En efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina; se las oyó
alejarse; luego, la puerta del gabinete donde estaba D'Artagnan se volvió a abrir y la señora
Bonacieux se adelantó.
-¡Vos por fin! -exclamó D'Artagnan.
-¡Silencio! -dijo la joven, apoyando su mano sobre los labios del joven-. ¡Silencio! E idos por
donde habéis venido.
-Pero ¿cuándo os volveré a ver? -exclamó D'Artagnan.
-Un billete que encontraréis al volver a vuestra casa lo dirá. ¡Marchaos, marchaos!
Y con estas palabras abrió la puerta del corredor y empujó a D'Artagnan fuera del gabinete.
D'Artagnan obedeció cómo un niño, sin resistencia y sin obción alguna, lo que prueba que
estaba realmente muy enamorado.
Capítulo XXIII
La cita
D'Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y
aunque tuvo que atravesar los peores barrios de Paris, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe
que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.
Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una
forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del
palacio del Ayunta miento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.
-¿Alguien ha traído una carta para mî? -preguntó vivamente D'Artagnan.
-Nadie ha traído ninguna carta, señor -respondió Planchet-; pero hay una que ha venido
totalmente sola.
-¿Qué quieres decir, imbécil?
-Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa
llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en
vuestro dormitorio.
-¿Y dónde está esa carta?
-La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las
gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo
estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia
en ella.
Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la
señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos:
«Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad
esta noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza
en la esquina de la casa del señor D'Estrées.
C. B.»
Al leer aquella carta, D'Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce
espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido
por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso
terrestre que se llamaba el amor.
-¡Y bien, señor! -dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente-.
¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?
-Te equivocas, Planchet -respondió D'Artagnan-, y la prueba es que ahí tienes un escudo para
que bebas a mi salud.
-Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones;
pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas...
-Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
-Entonces, ¿el señor está contento? -preguntó Planchet.
-¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!
-¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
-Sí, vete.
-Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa
carta...
Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido borrar
enteramente la liberalidad de D'Artagnan.
Al quedarse solo, D'Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvió a besar veinte veces
aquellas líneas trazadas por la mano de , su bella amante. Finalmente se acostó, se durmió y
tuvo sueños dorados.
A las siete de la mañana se levantó y llamó a Planchet, que a la segunda llamada abrió la
puerta, el rostro todavía mal limpio de las inquietudes de la víspera.
-Planchet -le dijo D'Artagnan-, salgo por todo el día quizá; eres, pues, libre hasta las siete de la
tarde; pero a las siete de la tarde, estate dispuesto con dos caballos.
-¡Vaya! -dijo Planchet-. Parece que todavía vamos a hacernos agujerear la piel en varios
lugares.
-Cogerás tu mosquetón y tus pistolas.
-¡Bueno! ¿Qué decía yo? -exclamó Planchet-. Estaba seguro; , esa maldita carta...
-Tranquilízate, imbécil, se trata simplemente de una partida de placer.
-Sí, como los viajes de recreo del otro día, en los que llovían las balas y donde había trampas.
-Además, si tenéis miedo, señor Planchet -prosiguió D'Arta gnan-, iré sin vos; prefiero viajar
solo antes que tener un compañero que tiembla.
-El señor me injuria -dijo Planchet-; me parece, sin embargo, que me ha visto en acción.
-Sí, pero creo que gastaste todo tu valor de una sola vez.
-El señor verá que cuando la ocasión se presente todavía me queda; sólo que ruego al señor
no prodigarlo demasiado si quiere que me quede por mucho tiempo.
-¿Crees tener todavía cierta cantidad para gastar esta noche?
-Eso espero.
-Pues bien, cuento contigo.
-A la hora indicada estaré dispuesto; sólo que yo creía que el señor no tenía más que un
caballo en la cuadra de los guardias.
-Quizá no haya en estos momentos más que uno, pero esta noche habrá cuatro.
-Parece que nuestro viaje fuera un viaje de remonta.
-Exactamente -dijo D'Artagnan.
Y tras hacer a Planchet un último gesto de recomendación salió.
El señor Bonacieux estaba a su puerta. La intención de D'Arta gnan era pasar de largo sin
hablar al digno mercero; pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su inquilino hubo
por fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con él.
Por otra parte, ¿cómo no tener un poco de condescendencia para con un marido cuya mujer os
ha dado una cita para esa misma noche en Saint-Cloud, frente al pabellón del señor D'Estrées?
D'Artagnan se acercó con el aire más amable que pudo adoptar.
La conversación recayó naturalmente sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El señor
Bonacieux, que ignoraba que D'Artagnan había oído su conversación con el desconocido de
Meung, contó a su joven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de Laffemas, a
quien no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo del cardenal, y se extendió
largamente sobre la Bastilla, los cerrojos, los postigos, los tragaluces, las rejas y los instrumentos
de tortura.
D'Artagnan lo escuchó con una complacencia ejemplar; luego, cuando hubo terminado:
-Y la señora Bonacieux -dijo por fin-, ¿sabéis quién la había raptado? Porque no olvido que
gracias a esa circunstancia molesta debo la dicha de haberos conocido.
-¡Ah! -dijo el señor Bonacieux-. Se han guardado mucho de decírmelo, y mi mujer por su parte,
me ha jurado por todos los dioses que ella no lo sabía. Pero y de vos -continuó el señor
Bonacieux en un tono de ingenuidad perfecta-, ¿qué ha sido de vos todos estos días pasados? No
os he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no creo que haya sido en el pavimento de París
donde habéis cogido todo el polvo que Planchet quitaba ayer de vuestras botas.
-Tenéis razón, mi querido señor Bonacieux, mis amigos y yo hemos hecho un pequeño viaje.
-¿Lejos de aquí?
-¡Oh, Dios mío, no, a unas cuarenta leguas sólo! Hemos ido a llevar al señor Athos a las aguas
de Forges, donde mis amigos se han quedado.
-¿Y vos habéis vuelto, verdad? -prosiguió el señor Bonacieux dando a su fisonomía su aire más
maligno-. Un buen mozo como vos no consigue largos permisos de su amante, y erais
impacientemente esperado en Paris, ¿no es así?
-A fe -dijo riendo el joven-, os lo confieso, mi querido señor Bonacieux, tanto más cuanto que
veo que no se os puede ocultar nada. Sí, era esperado, y muy impacientemente, os respondo de
ello.
Una ligera nube pasó por la frente de Bonacieux, pero tan ligera que D'Artagnan no se dio
cuenta.
-¿Y vamos a ser recompensados por nuestra diligencia? -continuó el mercero con una ligera
alteración en la voz, alteración que D'Arta gnan no notó como tampoco había notado la nube
momentánea que un instante antes había ensombrecido el rostro del digno hombre.
-¡Vaya! ¿Vais a sermonearme? -dijo riendo D'Artagnan.
-No, lo que os digo es sólo -repuso Bonacieux-, es sólo para saber si volveremos tarde.
-¿Por qué esa pregunta, querido huésped? -preguntó D'Arta gnan-. ¿Es que contáis con
esperarme?
-No, es que desde mi arresto y el robo que han cometido en mi casa, me asusto cada vez que
oigo abrir una puerta, y sobre todo por la noche. ¡Maldita sea! ¿Qué queréis? Yo no soy un
hombre de espada.
-¡Bueno! No os asustéis si regreso a la una, a las dos o a las tres de la mañana; y si no
regreso, tampoco os asustéis.
Aquella vez Bonacieux se quedó tan pálido que D'Artagnan no pudo dejar de darse cuenta, y le
preguntó qué tenía.
-Nada -respondió Bonacieux-, nada. Desde estas desgracias, estoy sujeto a desmayos que se
apoderan de mí de pronto, y acabo de sentir pasar por mí un estremecimiento. No le hagáis
caso, vos no tenéis más que ocuparos de ser feliz.
-Entonces tengo ocupación, porque lo soy.
-No todavía, esperar entonces, vos mismo lo habéis dicho: esta noche.
-¡Bueno, esta noche llegará, a Dios gracias! Y quizá la estéis esperando vos con tanta
impaciencia como yo. Quizá esta noche la señora Bonacieux visite el domicilio conyugal.
-La señora Bonacieux no está libre esta noche -respondió con tono grave el marido-; está
retenida en el Louvre por su servicio.
-Tanto peor para vos, mi querido huésped, tanto peor; cuando soy feliz quisiera que todo el
mundo lo fuese; pero parece que no es posible.
Y el joven se alejó riéndose a carcajadas que sólo él, eso pensaba, podía comprender.
-¡Divertíos mucho! -respondió Bonacieux con un acento sepulcral.
Pero D'Artagnan estaba ya demasiado lejos para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la
disposición de ánimo en que estaba, no lo hubiera ciertamente notado.
Se dirigió hacia el palacio del señor de Tréville; su visita de la víspera había sido como se
recordará, muy corta y muy poco explicativa.
Encontró al señor de Tréville con la alegría en el alma. El rey y la reina habían estado
encantadores con él en el baile. Cierto que el cardenal había estado perfectamente desagradable.
A la una de la mañana se había retirado so pretexto de que estaba indispuesto. En cuanto a
Sus Majestades, no habían vuelto al Louvre hasta las seis de la mañana.
-Ahora -dijo el señor de Tréville bajando la voz a interrogando con la mirada a todos los
ángulos de la habitación para ver si estaban completamente solos-, ahora hablemos de vos,
joven amigo, porque es evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la alegría del
rey, con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia. Se trata de protegeros.
-¿Qué he de temer -respondió D'Artagnan- mientras tenga la dicha de gozar del favor de Sus
Majestades?
-Todo, creedme. El cardenal no es hombre que olvide una mistificación mientras no haya
saldado sus cuentas con el mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón de mi
conocimiento.
-¿Creéis que el cardenal esté tan adelantado como vos y sepa que soy yo quien ha estado en
Londres?
-¡Diablos! ¿Habéis estado en Londres? De Londres es de donde habéis traído ese hermoso
diamante que brilla en vuestro dedo? Tened cuidado, mi querido D'Artagnan, no hay peor cosa
que el presente de un enemigo. ¿No hay sobre esto cierto verso latino?... Esperad...
-Sí, sin duda -prosiguió D'Artagnan, que nunca había podido meterse la primera regla de los
rudimentos en la cabeza y que, por ignorancia, había provocado la desesperación de su
preceptor-; sí, sin duda, debe haber uno.
-Hay uno, desde luego -dijo el señor de Tréville, que tenía cierta capa de letras- y el señor de
Benserade me lo citaba el otro día... Esperad, pues... Áh, ya está:
Timeo Danaos et dona ferentes
Lo cual quiere decir: «Desconfiad del enemigo que os hace presentes». -Ese diamante no
proviene de un enemigo, señor -repuso D'Artagnan-, proviene de la reina.
-¡De la reina! ¡Oh, oh! -dijo el señor de Tréville-. Efectivamente es una auténtica joya real, que
vale mil pistolas por lo menos. ¿Por quién os ha hecho dar este regalo?
-Me lo ha entregado ella misma.
-Y eso, ¿dónde?
-En el gabinete contiguo a la habitación en que se cambió de tocado.
-¿Cómo?
-Dándome su mano a besar.
-¡Habéis besado la mano de la reina! -exclamó el señor de Tréville mirando a D'Artagnan.
-¡Su Majestad me ha hecho el honor de concederme esa gracia!
-Y eso, ¿en presencia de testigos? Imprudente, tres veces imprudente.
-No, señor, tranquilizaos, nadie lo vio -repuso D'Artagnan. Y le contó al señor de Tréville cómo
habían ocurrido las cosas.
-¡Oh, las mujeres, las mujeres! -exclamó el viejo soldado-. Las reconozco en su imaginación
novelesca; todo lo que huele a misterio les encanta; así que vos habéis visto el brazo, eso es
todo; os encontraríais con la reina y no la reconoceríais; ella os encontraría y no sabría quién sois
vos.
-No, pero gracias a este diamante... -repuso el joven.
-Escuchad -dijo el señor de Tréville-. ¿Queréis que os dé un consejo, un buen consejo, un
consejo de amigo?
-Me haréis un honor, señor -dijo D'Artagnan.
-Pues bien, id al primer orfebre que encontréis y vendedie ese diamante por el precio que os
dé; por judío que sea, siempre encontreréis ochocientas pistolas. Las pistolas no tienen nombre,
joven, y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo lleve.
-¡Vender este anillo! ¡Un anillo que viene de mi soberana! ¡Jamás! -dijo D'Artagnan.
-Entonces volved el engaste hacia dentro, pobre loco, porque es de todos sabido que un cadete
de Gascuña no encuentra joyas semejantes en el escriño de su madre.
-¿Pensáis, pues, que tengo algo que temer? -preguntó d'Artagnan.
-Equivale a decir, joven, que quien se duerme sobre una mina cuya mecha está encendida
debe considerarse a salvo en comparación con vos.
-¡Diablo! -dijo D'Artagnan, a quien el tono de seguridad del señor de Tréville comenzaba a
inquietar-. ¡Diablo! ¿Qué debo hacer?
-Estar vigilante siempre y ante cualquier cosa. El cardenal tiene la memoria tenaz y la mano
larga; creedme, os jugará una mala pasada.
-Pero ¿cuál?
-¿Y qué sé yo? ¿No tiene acaso a su servicio todas las trampas del demonio? Lo menos que
puede pasaros es que se os arreste.
-¡Cómo! ¿Se atreverían a arrestar a un hombre al servicio de Su Majestad?
-¡Pardiez! Mucho les ha preocupado con Athos. En cualquier caso, joven, creed a un hombre
que está hace treinta años en la corte; no os durmáis en vuestra seguridad, estaréis perdido. Al
contrario, y soy yo quien os lo digo, ved enemigos por todas partes. Si alguien os busca pelea,
evitadla, aunque sea un niño de diez años el que la busca; si os atacan de noche o de día, batíos
en retirada y sin vergüenza; si cruzáis un puente, tantead las planchas, no vaya a ser que una os
falte bajo el pie; si pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no vaya a ser
que una piedra os caiga encima de la cabeza; si volvéis a casa tarde, haceos seguir por vuestro
criado, y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de vuestro criado. Desconfiad
de todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro hermano, de vuestra amante, de vuestra
amante sobre todo.
D'Artagnan enrojeció.
-De mi amante -repitió él maquinalmente-. ¿Y por qué más de ella que de cualquier otro?
-Es que la amante es uno de los medios favoritos del cardenal; no lo hay más expeditivo: una
mujer os vende por diez pistolas, testigo Dalila. ¿Conocéis las Escrituras, no?
D'Artagnan pensó en la cita que le había dado la señora Bonacieux para aquella misma noche;
pero debemos decir, en elogio de nuestro heroe, que la mala opinión que el señor de Tréville
tenía de las mujeres en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su preciosa
huéspeda.
-Pero, a propósito -prosiguió el señor de Tréville-. ¿Qué ha sido de vuestros tres compañeros?
-Iba a preguntaros si vos habíais sabido alguna noticia.
-Ninguna, señor.
-Pues bien yo los dejé en mi camino: a Porthos en Chantilly, con un duelo entre las manos; a
Aramis en Crévocoeur, con una bala en el hombro, y a Athos en Amiens, con una acusación de
falso monedero encima.
-¡Lo veis! -dijo el señor de Tréville-. Y vos, ¿cómo habéis escapado?
-Por milagro, señor, debo decirlo, con una estocada en el pecho y clavando al señor conde de
Wardes en el dorso de la ruta de Calais como a una mariposa en una tapicería.
-¡Lo veis todavía! De Wardes, un hombre del cardenal, un primo de Rochefort. Mirad, amigo
mío, se me ocurre una idea.
-Decid, señor.
-En vuestro lugar, yo haría una cosa.
-¿Cuál?
-Mientras Su Eminencia me hace buscar en Paris, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la ruta
de Picardía, y me ¡ría a saber noticias de mis tres compañeros. ¡Qué diablo! Bien merecen ese
pequeño detalle por vuestra parte.
-El consejo es bueno, señor, y mañana partiré.
-¡Mañana! ¿Y por qué no esta noche?
-Esta noche, señor, estoy retenido en Paris por un asunto indispensable.
-¡Ah, joven, joven! ¿Algún amorcillo? Tened cuidado, os lo repito; fue la mujer la que nos
perdió a todos nosotros, y la que nos perderá aún a todos nosotros. Creedme, partid esta noche.
-¡Imposible, señor!
-¿Habéis dado vuestra palabra?
-Sí, señor.
-Entonces es otra cosa; pero prometedme que, si no sois muerto esta noche, mañana partiréis.
-Os lo prometo.
-¿Necesitáis dinero?
-Tengo todavía cincuenta pistolas. Es todo lo que me hace falta, según pienso.
-Pero ¿vuestros compañeros?
-Pienso que no deben necesitarlo. Salimos de Paris cada uno con setenta y cinco pistolas en
nuestros bolsillos.
-¿Os volveré a ver antes de vuestra partida?
-No, creo que no, señor, a menos que haya alguna novedad.
-¡Entonces, buen viaje!
-Gracias, señor.
Y D'Artagnan se despidió del señor de Tréville, emocionado como nunca por su solicitud
completamente paternal hacia sus mosqueteros.
Pasó sucesivamente por casa de Athos, de Porthos y de Aramis. Ninguno de los tres había
vuelto. Sus criados tambien estaban ausentes, y no había noticia ni de los unos ni de los otros.
-¡Ah, señor! -dijo Planchet al divisar a D'Artagnan-. ¡Qué contento estoy de verle!
-¿Y eso por qué, Planchet? -preguntó el oven.
-¿Confiáis en el señor Bonacieux, nuestro huésped?
-¿Yo? Lo menos del mundo.
-¡Oh, hacéis bien, señor!
-Pero ¿a qué viene esa pregunta?
-A que mientras hablabais con él, yo os observaba sin escucharos; señor, su rostro ha
cambiado dos o tres veces de color.
-¡Bah!
-El señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de recibir;
pero, por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había
puesto en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.
-¿Y cómo la has encontrado?
-Traidora señor.
-¿De verdad?
-Además, tan pronto como el señor le ha dejado y ha desaparecido por la esquina de la calle,
el señor Bonacieux ha cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en
dirección contraria.
-En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sospechoso, y estáte tranquilo, no
le pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente explicada.
-El señor se burla, pero ya verá.
-¿Qué quieres, Planchet? Lo que tenga que ocurrir está escrito.
-¿El señor no renuncia entonces a su paseo de esta noche?
-Al contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacleux, tanto más iré a la cita que me
ha dado esa carta que tanto lo inquieta.
-Entonces, si la resolución del señor...
-Inquebrantable, amigo mío; por tanto, a las nueves estate preparado aquí, en el palacio; yo
vendré a recogerte.
Planchet, viendo que no había ninguna esperanza de hacer renunciar a su amo a su proyecto,
lanzó un profundo suspiro y se puso a almohazar al tercer caballo.
En cuanto a D'Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en lugar de
volver a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los
cuatro amigos, les había dado un desayuno de chocolate.
Capítulo XXIV
El pabellón
A las nueve, D'Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El
cuarto caballo había llegado.
Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.
D'Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno
en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso
a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.
D'Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence y siguió luego el camino,
más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había
impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue
acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se
encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de
los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud.
D'Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.
-¡Y bien, señor Planchet! -le preguntó-. ¿Nos pasa algo?
-¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?
-¿Y eso por qué, Planchet?
-Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.
-¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?
-Miedo a ser oído, sí, señor.
-¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie
encontraría nada qué decir de ella.
-¡Ay, señor! -repuso Planchet volviendo a su idea madre-. Ese señor Bonacieux tiene algo de
sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.
-¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?
-Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.
-Porque eres un cobarde, Planchet.
-Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.
-Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?
-Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?
-En verdad -murmuró D'Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a
la memoria-, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.
Y puso su caballo al trote.
Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se
encontró trotando tras él.
-¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? -preguntó.
-No, Planchet, porque tú has llegado ya.
-¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?
-Yo voy a seguir todavía algunos pasos.
-¿Y el señor me deja aquí solo?
-¿Tienes miedo Planchet?
-No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan
reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un
amo alerta como el señor.
-Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me
esperas mañana a las seis delante de la puerta.
-Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte
que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.
-Aquí tienes media pistola. Hasta mañana.
D'Artagnan descendió de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó
rápidamente envolviéndose en su capa.
-¡Dios, qué frío tengo! -exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado
como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con
todos los atributos de una taberna de barrio.
Sin embargo, D'Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y
llegaba a Saint-Cloud; pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del
castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón
indicado. Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un gran muro, en cuyo ángulo
estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los
transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.
Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna señal,
esperó.
Ningún ruido se dejaba oír, se hubiera dicho que estaba a cien legUas de la capital. D'Artagnan
se pegó al seto después de haber lanzado una ojeada detrás de sí. Por encima de aquel seto,
aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en
que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos luminosos, estrellas
fúnebres de aquel infierno.
Pero para D'Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una
sonrisa, todas las tinieblas eran diáfanas. La hora de la cita iba a sonar.
En efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-Cloud dejó caer lentamente
diez golpes de su larga lengua mugiente.
Había algo lúgubre en aquella voz de bronce que se lamentaba así en medio de la noche.
Pero cada una de aquellas horas que componían la hora esperada vibraba armoniosamente en
el corazón del joven.
Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas
estaban todas cerradas con los postigos, salvo una sola del primer piso.
A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o
tres tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque. Evidentemente, detrás de aquella
ventanita, tan graciosamente iluminada, le aguardaba la señora Bonacieux.
Acunado por esta idea, D Artagnan esperó por su parte media hora sin impaciencia alguna, con
los ojos fijos sobre aquella casita de la que D'Artagnan percibía una parte del techo de molduras
doradas, atestiguando la elegancia del resto del apartamento.
El campanario de Saint-Cloud hizo sonar las diez y media.
Aquella vez, sin que D'Artagnan comprendiese por qué, un temblor recorrió sus venas. Quizá
también el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era
una sensación completamente física.
Luego le vino la idea de que había leído mal y que la cita era para las once solamente.
Se acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó; no se
había equivocado, efectivamente la cita era para las diez.
Volvió a ponerse en su sitio, empezando a inquietarse por aquel silencio y aquella soledad.
Dieron las once.
D'Artagnan comenzó a temer verdaderamente que le hubiera ocurrido algo a la señora
Bonacieux.
Dio tres palmadas, señal ordinaria de los enamorados; pero nadie le respondió, ni siquiera el
eco.
Entonces pensó con cierto despecho que quizá la joven se había dormido mientras lo esperaba.
Se acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba reciente mente revocada, y
D'Artagnan se rompió inútilmente las uñas.
En aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz continuaba argentando, y como
uno de ellos emergía sobre el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su mirada podría
penetrar en el pabellón.
El árbol era fácil. Además D'Artagnan tenía apenas veinte años, y por lo tanto se acordaba de
su oficio de escolar. En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios
transparentes sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.
Cosa extraña, que hizo temblar a D'Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos,
aquella suave luz, aquella tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso; uno
de los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido hundida y medio
rota pendía de sus goznes; una mesa que hubiera debido estar cubierta con una elegante cena
yacía por tierra; frascos en añicos, frutas aplastadas tapizaban el piso; todo en aquella habitación
daba testimonio de una lucha violenta y desesperada; D'Artagnan creyó incluso reconocer en
medio de aquel desorden extraño trozos de vestidosy algunas manchas de sangre maculando el
mantel y las cortinas.
Se dio prisa por descender a la calle con una palpitación horrible en el corazón; quería ver si
encontraba otras huellas de violencia.
Aquella breve luz suave brillaba siempre en la calma de la noche. D'Artagnan se dio cuenta
entonces, cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen,
que el suelo, batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de hombres y de
pies de caballos. Además, las ruedas de un coche, que parecía venir de París, habían cavado en
la tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia Paris.
Finalmente, prosiguiendo sus búsquedas, D'Artagnan encontró junto al muro un guante de
mujer desgarrado. Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado
la tierra embarrada, era de una frescura irreprochable. Era uno de esos guantes perfumados que
los amantes gustan quitar de una hermosa mano.
A medida que D'Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y más
helado perlaba su frente, su corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su respiración
era palpitante; y sin embargo se decía a sí mismo para tranquilizarse que aquel pabellón no tenía
nada en común con la señora Bonacieux; que la joven le había dado cita ante aquel pabellón y
no en el pabellón, que podía estar retenida en Paris por su servicio, quizá por los celos de su
marido.
Pero todos estos razonamientos eran severamente criticados, destruidos, arrollados por aquel
sentimiento de dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos
grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia planea sobre
nosotros.
Entonces D'Artagnan enloqueció casi: corrió por la carretera, tomb el mismo camino que ya
había andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.
Hacia las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en un
mantón negro, que parecía tener el mayor inte rés en no ser reconocida; pero precisamente
debido a esas precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor, y
había visto que la mujer era joven y hermosa.
Entonces, como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas que iban a
Saint-Cloud y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D'Arta gnan no dudó un solo
instante que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había visto.
D'Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del barquero para volver a leer una
vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita
era en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D'Estrées y no en otra calle.
Todo ayudaba a probar a D'Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una gran
desgracia había ocurrido.
Volvió a tomar el camino del castillo a todo correr; le parecía que en su ausencia algo nuevo
había podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.
La calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la ventana.
D'Artagnan pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pero que sin duda había visto y
que quizá podía hablar.
La puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del
perm encadenado, se acercó a la cabaña.
A los primeros golpes que dio, no respondió nadie.
Un silencio de muerte reinaba tanto en la cabaña como en el pabellón; no obstante, como
aquella cabaña era su último recurso, insistió.
Pronto le pareció oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de
ser oído.
Entonces D'Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lleno de inquietud y de
promesas, de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más
miedoso. Por fin, un viejo postigo carcomido se abrió, o mejor se entreabrió, y se volvió a cerrar
cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el tahalí, el
puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de D'Artagnan. Sin embargo, por rápido que
fuera el movimiento, D'Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.
-¡En nombre del cielo, escuchadme! Yo esperaba a alguien que no viene, me muero de
inquietud. ¿No habrá ocurrido alguna desgracia por los alrededores? Hablad.
La ventana volvió a abrirse lentamente, y el mismo rostro apareció de nuevo, sólo que ahora
más pálido aún que la primera vez.
D'Artagnan contó ingenuamente su historia, nombres excluidos; dijo cómo tenía una cita con
una joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la
lámpara, había visto el desorden de la habitación.
El viejo lo escuchó atentamente, al tiempo que hacía señas de que estaba bien todo aquello;
luego, cuando D'Artagnan hubo terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba nada
bueno.
-¿Qué queréis decir? -exclamó D'Artagnan-. ¡En nombre del cielo, explicaos!
-¡Oh, señor -dijo el viejo-, no me pidáis nada! Porque si os dijera lo que he visto, a buen
seguro que no me ocurrira nada bueno.
-¿Habéis visto entonces algo? -repuso D'Artagnan-. En tal críso, en nombre del cielo -continuó,
entregándole una pistola-, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre
de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.
El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D'Artagnan que le hizo seña de escuchar y
le dijo en voz baja:
-Senan las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué
podía ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. Como
soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de
allí. En la sombra había una carroza con caballos enganchados y caballos de mano. Esos caballos
de mano pertenecían evidente mente a los tres hombres que estaban vestidos de caballeros. «Ah,
mis buenos señores -exclamé yo-, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel
que parecía el jefe del séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta.» «Dánosla, y vuelve a
tu casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente que si dices
una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las
amenazas que te hagamos, estoy seguro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo
que yo recogí, y él tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la puerta del seto
tras ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta de atrás y
deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin
ser visto. Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un
hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se
subió con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvió a bajar a
paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado se acercó
a la puerta del pabellón, la abrió con una llave que llevaba encima, volvió a cerrar la puerta y
desapareció; al mismo tiempo los otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la
portezuela el cochero sostenía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla. De pronto
resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corrió a la ventana y la abrió como para
precipitarse por ella. Pero tan pronto como se dio cuenta de los dos hombres, retrocedió; los dos
hombres se lanzaron tras ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero oía
ruido de muebles que se rompen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus gritos fueron
ahogados; los tres hombres se acercaron a la ventana, llevando a la mujer en sus brazos; dos
descendieron por la escalera y la transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella. El que
se había quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante después por la
puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos compañeros le esperaban ya a
caballo, saltó él a su vez a la silla; el lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la carroza se alejó
al galope escoltada por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese momento, yo no he
visto nada ni he oído nada.
D'Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los
demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.
-Pero, señor gentilhombre -prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía
ciertamente más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas-; vamos, no os
aflijáis, no os la han matado, eso es lo esencial.
-¿Sabéis aproximadamente -dijo D'Artagnan- quién era el hombre que dirigía esa infernal
expedición?
-No lo conozco.
-Pero, puesto que os ha hablado, habéis podido verlo.
-¡Ah! ¿Son sus señas lo que me pedís?
-Sí.
-Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de
gentilhombre.
-¡El es! -exclamó D'Artagnan-. ¡Otra vez él! ¡Siempre él! Es mi demonio, según parece. ¿Y el
otro?
-¿Cuál?
-El pequeño.
-¡Oh, ese no era un señor, os lo aseguro! Además, no llevaba espada, y los otros le trataban
sin ninguna consideración.
-Algún lacayo -murmuró D'Artagnan-. ¡Ah, pobre mujer! ¡Pobre mujer! ¿Qué te han hecho?
-Me habéis prometido el secreto -dijo el viejo.
-Y os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo soy gentilhombre. Un gentilhombre no tiene
más que una palabra, y yo os he dado la mía.
D'Artagnan volvió a tomar, con el alma afligida, el camino de la barca. Tan pronto se resistía a
creer que se tratara de la señora Bo nacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre,
como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y
raptado. Vacilaba, se desolaba, se desesperaba.
-¡Oh, si tuviese aquí a mis amigos! -exclamó-. Tendría al menos alguna esperanza de volverla a
encontrar; pero ¿quién sabe qué habrá sido de ellos?
Era medianoche poco más o menos; se trataba de encontrar a Planchet. D Artagnan se hizo
abrir sucesivamente todas las tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de ellas
encontró a Planchet.
En la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda era un poco aventurada. D'Artagnan no había
citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su
derecho.
Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del lugar en que había
ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto. En la
sexta taberna, como hemos dicho, D'Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera
calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se decidió a esperar el día de este modo; pero
también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no
oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los obreros, los
lacayos y los carreteros que componían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que
pudiera ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber tragado su
botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más
satisfactoria posible y de dormirse mal que bien. D'Artagnan tenía veinte años, como se
recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente
incluso en los corazones más desesperados.
Hacia las seis de la mañana, D'Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña
ordinariamente al alba tras una mala noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para
saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante
en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salió
para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche. En
efecto, lo primero que percibió a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet,
que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable
ante la cual D'Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su existencia.

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