DOS BOTELLAS NEGRAS -- H. P. Lovecraft -- Wilfred Blanch Talman
H. P. Lovecraft - Wilfred Blanch Talman
Entre los pocos habitantes que quedan aún en Daalbergen, ese
villorrio decadente de las montañas Ramapo, los hay que creen que mi tío,
el anciano reverendo Vanderhoof, no está realmente muerto. Algunos de
ellos sustentan la idea que se encuentra suspendido en algún lugar entre el
cielo y el infierno, por culpa de la maldición del viejo sacristán. De no
haber sido por ese viejo hechicero, quizá estuviera aún lanzando sus
sermones en la pequeña y húmeda iglesia de más allá del páramo.
Y, tras lo que me ocurrió a mí en Daalbergen, casi estoy tentado de
creer lo mismo que los aldeanos. No estoy seguro de que mi tío esté
muerto, pero de lo que tengo la completa certeza es de que no se encuentra,
al menos vivo, en este mundo. No hay duda alguna de que el viejo sacristán
lo enterró, pero ahora no se encuentra en su tumba. Puedo casi sentir su
presencia detrás de mí, mientras escribo, empujándome a contar la verdad
acerca de esos extraños sucesos que tuvieron lugar en Daalbergen hace
tantos años.
Llegué a Daalbergen el 4 de octubre, en respuesta a una llamada. La
carta procedía de un antiguo miembro de la congregación de mi tío, y me
informaba de que el anciano había fallecido, así como que existían unos
pocos bienes de los que yo, como único pariente vivo, era el heredero.
Llegué a aquella población pequeña y aislada después de una fatigosa
sucesión de cambios de ferrocarriles, para dirigirme al colmado de Mark
Haines, que había sido quien me había escrito aquella carta; y este, después
de llevarme a una habitación zaguera y mal ventilada, me contó una
historia de lo más curiosa, tocante a la muerte del reverendo Vanderhoof.
- Tengo que tener cuidado, Hoffman - me dijo Haines-, cada vez
que me encuentro con ese viejo sacristán, Abel Foster. Tiene un pactó con
el diablo, tan seguro como que hay Dios. Hará unas dos semanas, Sam
Pryor, cuando pasó por el viejo cementerio, le escuchó hablar por lo bajo
con los muertos. Seguro que era él, y Sam podría jurar que una voz de
algún tipo le respondía: una especie de media voz, profunda y apagada,
como si viniera de debajo de la tierra. Había otras voces, según dice, y
pudo verlo parado junto a la tumba del viejo reverendo Slott... junto al
muro de la iglesia... y agitaba las manos y hablaba con el musgo de la
lápida como si pensase que era el viejo reverendo en persona.
El viejo Foster, según me dijo Haines, había llegado a Daalbergen
hacía unos diez años, y Vanderhoof lo había contratado de inmediato para
que cuidase de la húmeda iglesia de piedra en la que la mayor parte de los
aldeanos rendían culto. Nadie, excepto Vanderhoof, parecía tenerle
15 Título original: Two Black Bottles (junio-octubre de 1926). Colaboración con
Wilfred Blanch Talman. Publicado por primera vez en la revista Weird Tales (agosto
de 1927) solo con el nombre de Talman.
simpatía, ya que su sola presencia provocaba el desasosiego. A veces se
quedaba junto a la puerta cuando la gente acudía a la iglesia, y los hombres
devolvían con frialdad sus serviles zalamerías, en tanto que las mujeres se
apresuraban, recogiéndose las faldas para evitar que lo rozasen. Entre
semana, se le podía ver cortando la hierba del cementerio y atendiendo las
flores de las tumbas, y de vez en cuando canturreando y murmurando para
sus adentros. Y pocos fueron los que no se dieron cuenta de la especial
atención que prestaba a la tumba del reverendo Guilliam Slott, el primer
pastor de la iglesia en 1701.
Poco después de la llegada de Foster a la aldea comenzó a gestarse
el desastre. Primero fue el cierre de la mina de la montaña, en la que
trabajaba la mayor parte de los hombres. La veta de hierro se agotó y casi
todo el mundo se marchó a poblaciones más prósperas, mientras que
aquellos que tenían tierras en la vecindad se convirtieron en granjeros y se
las ingeniaron para arrancar un magro sustento a esas laderas rocosas.
Luego llegaron los problemas en la iglesia. Se murmuraba que el reverendo
Johannes Vanderhoof había hecho un pacto con el diablo y que estaba
difundiendo sus prédicas en casa del Señor. Sus sermones se habían
convertido en extraños y grotescos... impregnados de cosas siniestras de las
cuales la sencilla gente de Daalbergen nada sabía. Los transportaba,
cruzando edades de miedo y superstición, hasta regiones de espíritus
odiosos e invisibles, y poblaba sus imaginaciones con gules nocturnos. Uno
a uno, la gente fue dejando la congregación, mientras que los ancianos y los
diáconos pedían en vano a Vanderhoof que cambiase el tema de sus
sermones. Aunque, de continuo, el anciano prometía hacerlo así, parecía
atado a algún poder más fuerte que lo obligaba a cumplir su voluntad.
Un gigante en estatura, Johannes Vanderhoof era bien conocido
como hombre débil y timorato, pero incluso con la amenaza de expulsión
pendiente de su cabeza continuó con sus fantasmales sermones, hasta que
apenas un puñado de personas acudió a escuchar sus pláticas del domingo
por la mañana. Debido a las precarias finanzas, era imposible buscar un
nuevo pastor, y al cabo de no mucho tiempo ningún aldeano osaba
acercarse a la iglesia o a la casa parroquial adjunta. Sobre todo aquello
pendía el temor a los espectros con los que, al parecer, Vanderhoof tenía
tratos.
Mi tío, al decir de Mark Haines, había seguido viviendo en la casa
parroquial debido a que nadie tenía el valor suficiente para decirle que se
marchase. Nadie volvió a verlo, pero se distinguían luces en la casa
parroquial por la noche, e incluso había atisbos de las mismas en la iglesia,
de tarde en tarde. Se murmuraba en la población que Vanderhoof predicaba
regularmente en la iglesia, todos los domingos por la mañana, indiferente al
hecho de que su congregación ya no estuviera ahí para escuchar. A su lado
solo se mantenía el viejo sacristán, que vivía en el sótano de la iglesia, para
cuidarlo, y Foster hacía una visita semanal a lo poco que quedaba de la
parte comercial del pueblo, para comprar provisiones. Ya no se inclinaba
servilmente ante la gente con la que se cruzada, y en vez de ello parecía
albergar un odio demoníaco y mal disimulado. No hablaba con nadie,
excepto lo justo para hacer sus compras, y, cuando pasaba por la calle con
su bastón golpeteando las desiguales aceras, lanzaba a izquierda y derecha
miradas malignas. Encorvado y marchito debido a una edad avanzada,
cualquiera que estuviese cerca de él podía sentir su presencia; y tan
poderosa era su personalidad, según decían las gentes del pueblo, que había
hecho a Vanderhoof aceptar la tutela del diablo. No había nadie en
Daalbergen que dudase que Abel Foster era la causa última de toda la mala
suerte del pueblo, pero nadie osaba alzar un dedo contra él, o siquiera pasar
a su lado sin un escalofrío de miedo. Su nombre, al igual que el de
Vanderhoof, no se pronunciaba siquiera en voz alta. Cada vez que se
mencionaba a la iglesia del otro lado del baldío, se hacía en susurros; y si la
conversación tenía lugar por la noche, el susurro iba acompañado de
miradas por encima del hombro, para asegurarse de quenada informe o
siniestro salía reptando de la oscuridad para espiar esas palabras.
El cementerio se mantenía tan verde y hermoso como cuando la
iglesia estaba en funcionamiento, y las flores cercanas a las tumbas del
camposanto eran atendidas tan cuidadosamente como en tiempos pasados.
Veían ocasionalmente al viejo sacristán, trabajando allí, como si aún le
pagasen por ello, y aquellos que osaban pasar lo suficientemente cerca
decían que mantenía conversación fluida con el demonio y con aquellos
espíritus que medraban dentro de los muros del cementerio.
Una mañana, me dijo Haines, vieron cómo Foster cavaba una fosa,
allí donde el campanario de la iglesia lanzaba su sombra por la tarde, antes
de que el sol desapareciera tras la montaña y dejase a toda la aldea en un
semicrepúsculo. Más tarde, la campana de la iglesia, silenciosa durante
meses, resonó solemnemente durante media hora. Y, al ocaso, aquellos que
observaban desde lejos, pudieron ver cómo Foster sacaba un ataúd de la
casa parroquial en una carretilla, depositarlo en la fosa con escasa
ceremonia y recubrir el agujero con la tierra.
El sacristán acudió al pueblo al día siguiente antes de su habitual
viaje semanal y de mucho mejor humor de lo que era habitual. Parecía
dispuesto a la charla, e insistió en que Vanderhoof había muerto el día
anterior, y que lo había enterrado junto a la tumba del reverendo Slott,
cerca del muro de la iglesia. Sonreía de vez en cuando, y agitaba las manos
presa de un júbilo inexplicable y fuera de lugar. Estaba claro que la muerte
de Vanderhoof le producía una alegría perversa y diabólica. Los aldeanos
se percataron de un algo extraño y añadido en su presencia, y lo evitaron
cuanto pudieron. Habiendo muerto Vanderhoof, se sentían aún más
inseguros que antes, ya que el viejo sacristán tenía ahora las manos libres
para lanzar los peores hechizos contra la aldea desde la iglesia, cruzando el
pantano. Musitando algo en un idioma que nadie pudo entender, Foster se
volvió por el camino que cruzaba el baldío.
Fue entonces, al parecer, cuando Mark Haines recordó haber oído
hablar al reverendo Vanderhoof de mí, su sobrino. En consecuencia, Haines
me envió recado, esperando que pudiera saber algo que arrojase luz sobre
el misterio de los últimos años de mi tío. Le aseguré, sin embargo, que yo
no sabía nada de mi tío o su pasado, excepto que mi madre lo describía
como un gigante con poco valor y voluntad.
Habiendo escuchado cuanto Haines tenía que decirme, enderecé mi
silla y eché un vistazo a mi reloj. Era ya tarde avanzada.
- ¿A cuánto está la iglesia de aquí? – pregunté –. ¿Cree que podría
llegar antes de que oscureciera?
- ¡Seguro, hombre, que no piensa ir allí en plena noche! ¡Ese no es
un buen lugar! – el viejo tembló perceptiblemente con todo su cuerpo y
medio se alzó de su silla, tendiendo una mano flaca, como para detenerme -
. ¡Ni se le ocurra! ¡Sería una locura! - exclamó.
Me reí de sus miedos y le dije que, ya que estaba allí, pensaba
encontrarme con el viejo sacristán esa misma tarde y sacarle toda la
información cuanto antes. No estaba dispuesto a aceptar como verdades las
supersticiones de paletos ignorantes; por lo que estaba seguro de que todo
lo que acababa de oír no se debía más que a una concatenación de sucesos
que la exuberante imaginación de la gente de Daalbergen había ligado con
su mala suerte. No sufría de ninguna sensación de miedo u horror al
respecto.
Viendo que estaba decidido a ir a casa de mi tío antes de que cayese
la noche, Haines me condujo fuera de su oficina y, con renuencia, me dio el
puñado de instrucciones necesarias, rogándome de vez en cuando que
cambiase de intenciones.
Me estrechó la mano al despedirnos, en una forma que daba a
entender que no pensaba volver a verme.
– ¡Cuidado con ese viejo demonio, Foster, no se fíe! – me avisaba
una y otra vez –. Yo no me acercaría a él tras anochecer ni por todo el oro
del mundo. ¡No, señor! – volvió a entrar en su almacén, agitando con
solemnidad la cabeza, mientras yo cogía una carretera que llevaba a las
afueras de la población.
Tuve que caminar apenas un par de minutos para poder ver el
baldío del que me había hablado Haines. La carretera, flanqueada por vallas
pintadas de blanco, cruzaba aquel gran páramo, que estaba cubierto de
agrupaciones de malezas que hundían sus raíces en el húmedo y viscoso
cieno. Un olor a muerte y podredumbre colmaba los aires, e incluso a la luz
de la tarde se podían ver unos cuantos retazos de vapor que se alzaban del
insalubre terreno.
Al otro lado del pantano, giré a la izquierda, tal y como me habían
indicado, apartándome del camino principal. Había algunas casas por allí,
según pude ver; casas que apenas eran otra cosa que chozas, reflejando la
extrema pobreza de sus dueños. El camino pasaba bajo las festoneadas
ramas de enormes sauces que ocultaban casi por completo los rayos del sol.
Los olores miasmáticos del pantano infectaban aún mis fosas nasales, y el
aire era húmedo y frío. Apreté el paso para abandonar aquel tétrico pasaje
cuanto antes.
Y de repente salí de nuevo a la luz. El sol, que ahora pendía como
una bola roja sobre la cima de la montaña, estaba ya muy bajo y allí, a
alguna distancia adelante, bañada en el resplandor ensangrentado, se alzaba
la solitaria iglesia. Comencé a sentir el desasosiego del que hablaba Haines;
ese sentimiento de miedo que hacía que todo Daalbergen rehuyera el lugar.
La masa achaparrada y pétrea de la propia iglesia, con su romo campanario,
parecía un ídolo al que adorasen las estelas de tumbas que la rodeaban, ya
que cada una remataba en un borde redondeado que recordaba las espaldas
de una persona arrodillada, mientras que, sobre todo el conjunto, la casa
parroquial, sórdida y gris, se agazapaba como una aparición.
Reconozco haber aminorado el paso un poco ante tal escena. El sol
estaba desapareciendo con rapidez tras la montaña y el aire húmedo me
hacía estremecer. Envolviéndome el cuello con el pañuelo, seguí adelante.
Algo captó mi atención, haciendo que mirase de nuevo. En las sombras del
muro de la iglesia se distinguía algo blanco... algo que no parecía tener
forma definida. Forzando la vista según me iba acercando, vi que era una
cruz de madera muy nueva que coronaba un túmulo de tierra recién
removida. Ese descubrimiento me provocó un nuevo escalofrío. Comprendí
que se trataba de la tumba de mi tío, pero algo me dijo que no era
semejante al resto de las fosas cercanas. No parecía una tumba muerta. De
alguna forma intangible, parecía viva, si es que a una tumba se la puede
catalogar de viva. Muy cerca de ella, según vi cuando estuve más cerca,
había otra tumba, un viejo montículo con una piedra desmigajada encima.
La tumba del reverendo Slott, pensé, al recordar lo que me había contado
Haines.
No había señales de vida por allí. En el semicrepúsculo, subí la
loma baja, sobre la que se alzaba la casa parroquial, y aporreé la puerta. No
obtuve respuesta. Circundé la casa y espié a través de las ventanas. El lugar
entero parecía abandonado.
Las bajas montañas habían hecho que la noche cayese con
descorazonadora rapidez, apenas se ocultó el sol. Comprendía que apenas
iba a poder ver a más de unos pocos metros por delante. Caminando con
cuidado, giré en una de las esquinas de la casa y me detuve, preguntándome
qué hacer a continuación.
Todo estaba en calma. No había ni un soplo de viento, ni tampoco
los ruidos habituales que producen los animales en sus merodeos
nocturnos. Había olvidado por un momento los miedos, pero todas las
aprensiones volvieron por culpa de aquella calma sepulcral. Me imaginé el
aire poblado por temibles espíritus que se agolpaban a mi alrededor,
haciendo el aire casi irrespirable. Me pregunté, por enésima vez, dónde
podría encontrarse el viejo sacristán.
Según estaba ahí parado, medio esperando que algún siniestro
demonio surgiera de las sombras, me percaté de la existencia de dos
ventanas iluminadas en el campanario de la iglesia. Fue entonces cuando
recordé que Haines me había dicho que Foster vivía en el sótano del
edificio. Avancé con precaución en la negrura, hasta encontrar, en la
iglesia, una puerta lateral entreabierta.
El interior estaba lleno de un olor rancio y mohoso. Todo cuanto
tocaba estaba cubierto de una suciedad fría y húmeda. Encendí una cerilla y
comencé a explorar en busca de cómo, si es que tal cosa era posible, llegar
al campanario. De repente, me detuve.
Un retazo de canción, alta y obscena, entonada por una voz que el
alcohol trocaba en gutural y grave, me llegó desde más adelante. La cerilla
me quemó los dedos y la dejé caer. Dos puntos de luz surgieron en la
oscuridad del muro más lejano de la iglesia y, bajo ellos, en un lado, pude
ver una puerta que se perfilaba gracias a la luz que salía por debajo. La
canción se detuvo de forma tan abrupta como había comenzado, y de nuevo
reinó el silencio más completo. El corazón me martilleaba y la sangre
golpeteaba en mis sienes. De no haber quedado petrificado por el miedo,
hubiera salido corriendo de inmediato.
Sin ni siquiera encender otra cerilla, fui tanteando entre los bancos
hasta llegar a la puerta. Tan hondo era el sentimiento de aprensión que me
asaltaba que sentía como si estuviese en un sueño. Mis actos eran casi
involuntarios.
La puerta estaba cerrada, como bien pude comprobar al girar el
picaporte. Aporreé durante algún tiempo, sin encontrar respuesta alguna. El
silencio era tan completo como antes. Tanteando por el borde de la puerta,
di con los goznes, saqué los pasadores e hice que la puerta se venciera
hacia mí. Una luz tenue llegaba de un empinado tramo de peldaños. Había
un abrumador olor a güisqui. Ahora pude oír a alguien que se movía en la
habitación de la torre, situada arriba. Cuando aventuré un bajo «hola», creí
recibir un graznido en respuesta y, con cautela, ascendí por las escaleras.
Mi primera visión de ese lugar impío fue, de hecho, bastante
impactante. Por toda la pequeña habitación había libros y manuscritos,
viejos y polvorientos... objetos extraños de una edad casi increíble. En las
baldas de estantes que llegaban hasta el techo había cosas horribles en
jarras y botellas de cristal... serpientes, lagartos y murciélagos. El polvo, el
moho y las telarañas lo cubrían todo. En el centro, detrás de una mesa sobre
la que había una vela encendida, una botella de güisqui casi vacía y un
vaso, se encontraba una figura inmóvil de rostro flaco, demacrado y
consumido, con ojos salvajes que miraban al vacío. Reconocí a Abel
Foster, el viejo sacristán, al instante. No se movió ni habló mientras yo me
acercaba lenta y temerosamente.
- ¿Señor Foster? - pregunté, temblando de miedo incontrolable
cuando escuché los ecos de mi voz resonando en aquel cuarto. No recibí
respuesta, y la figura detrás de la mesa no se movió. Me pregunté si no
estaría bebido hasta la insensibilidad, y fui hasta la mesa para sacudirlo.
Pero al simple toque de mi brazo en su hombro, el extraño anciano
dio un bote en su silla, como si hubiera recibido un susto de muerte. Sus
ojos, que hasta entonces habían estado mirando al vacío, se clavaron en mí.
Agitando los brazos como mayales, retrocedió.
– ¡No! – gritaba –. ¡No me toques! ¡Atrás! ¡Atrás!
Vi que estaba borracho, así como atenazado por algún tipo de terror
indescriptible. Usando un tono calmado, le dije quién era y a lo que había
ido. Pareció entender difusamente y se desplomó en su silla, para quedarse
sentado flácido e inmóvil.
– Creí que era él – murmuró –. Pensé que era él que había vuelto.
Está tratando de hacerlo... tratando de salir desde que lo metí ahí dentro –
su voz se alzó de nuevo hasta convertirse en un grito, y se agazapó en la
silla –. ¡Quizá ya haya logrado salir! ¡Quizá está fuera!
Miré a mi alrededor, casi esperando que alguna forma espectral
subiese por las escaleras.
– ¿Quién puede estar fuera? – pregunté.
– ¡Vanderhoof! – aulló –. ¡La cruz de su tumba se cae por las
noches! Cada mañana la tierra aparece removida y resulta más difícil
mantenerla dentro. Va a escaparse y no puedo hacer nada para evitarlo.
Obligándolo a volver a la silla, me senté en una caja cercana.
Temblaba presa de un terror mortal, y la saliva le goteaba por las comisuras
de la boca. De vez en cuando, yo mismo sentía esa sensación de horror que
Haines me había descrito al hablar del viejo sacristán. La verdad es que
había algo inquietante en aquel tipo. La cabeza se le había ahora vencido
sobre el pecho, y parecía más calmado, mientras musitaba para sí mismo.
Me levanté despacio y abrí una ventana para que los vapores del
güisqui y el hedor mohoso de la muerte se despejaran. La luz de una difusa
luna, que acababa de salir, hacía los objetos de fuera levemente visibles.
Podía ver la tumba del reverendo Vanderhoof desde mi lugar en el
campanario, y parpadeé al mirar. ¡Esa cruz estaba ladeada! Recordaba que
estaba en posición vertical hacía una hora. El miedo me asaltó de nuevo.
Me giré con rapidez. Foster estaba sentado en su silla, observándome. Su
mirada era más cuerda que hacía un rato.
– Así que usted es el sobrino de Vanderhoof – murmuró con voz
nasal –. Bueno, entonces tiene derecho a saberlo todo. Volverá dentro de no
mucho a buscarme... no tardará más que lo que le cueste salir de la tumba.
Así que se lo voy a contar todo.
Parecía haberse librado del terror. Era como si se hubiese resignado
a sufrir alguna especie de destino horrible que podía alcanzarlo en
cualquier momento. Su cabeza se venció sobre el pecho de nuevo y
comenzó a musitar con voz monótona y nasal.
- ¿Ve todos esos papeles y libros? Bueno, pertenecieron en un
tiempo al reverendo Slott..., el reverendo Slott, que lo fue de esta parroquia
en otro tiempo. Y hacía magia con todas estas cosas... magia negra, que el
viejo reverendo aprendió antes de venir a este país. Solían quemar y asar en
aceite hirviendo a la gente como él, según dicen. Pero el viejo Slott sabía, y
no se lo contaba a nadie. No, señor, Slott predicaba aquí hace generaciones,
y luego venía aquí arriba a estudiar en esos libros, y a utilizar esos seres
muertos de las jarras y lanzar maldiciones, y cosas así, pero se las arregló
para que nadie se enterase. No, nadie sabía de sus actividades, aparte del
reverendo Slott y yo mismo.
– ¿Usted? - barboté, inclinándome sobre la mesa, en dirección a él.
– Sí, yo lo supe más tarde – su rostro mostró líneas de malicia al
responderme –. Encontré todo esto aquí, cuando vine a ocupar plaza de
sacristán de la iglesia, y me acostumbré a leer cuando no estaba ocupado.
No tardé en saberlo todo, que todo aquello era algo más que
divagaciones de borracho. Hasta el último de los detalles concordaba con lo
dicho por Haines. Mientras el viejo brujo estallaba en risas demoníacas, me
sentí tentado de lanzarme por las estrechas escaleras y escapar de esa
vecindad condenada. Para calmarme, me puse en pie y miré de nuevo por la
ventana. Los ojos casi se me salieron de las órbitas cuando vi que la cruz
sobre la tumba de Vanderhoof se había vencido de forma perceptible desde
la última vez que la contemplara. ¡Se inclinaba ahora en un ángulo que
llegaba a los cuarenta y cinco grados!
- ¿No podríamos desenterrar a Vanderhoof y devolverle el alma? -
pregunté casi sin aliento, presintiendo que había que hacer algo a toda
prisa.
Pero el viejo se levantó dé su silla, lleno de terror.
- ¡No, no, no! – chilló -. ¡Me matará! He olvidado la fórmula y, si
sale, estará vivo y sin alma. ¡Nos matará a los dos!
- ¿Dónde está la botella que contiene su alma? - inquirí, avanzado
amenazadoramente hacia él. Sentí que iba a tener lugar un suceso
fantasmal, por lo que debía hacer todo lo posible para evitarlo.
- ¡No pienso decírtelo, jovenzuelo! - graznó. Sentí, más que ver,
una extraña luz en sus ojos mientras retrocedía hacia una esquina -. ¡Y no
me toques, o de veras que lo lamentarás!
Di un paso adelante, percatándome de que en un taburete bajo,
situado a su espalda. Foster musitó algunas curiosas palabras con una voz
baja y cantarina. Todo comenzó a volverse gris ante mis ojos, y fue como si
me estuvieran arrancando algo del interior, tratando de sacarlo por mi
garganta. Sentí que me flaqueaban las piernas.
Abalanzándome, agarré al viejo sacristán por el gaznate y con mi
mano libre toqué las botellas del taburete. Pero el anciano cayó hacia atrás,
golpeando el taburete, y una de las botellas cayó, mientras que yo conseguí
agarrar la otra. Huboun estallido de llama azul y un olor sulfuroso llenó
todo el cuarto. Del pequeño montoncito de cristal surgió una humareda
blanca que salió por la ventana.
- ¡Maldito seas, canalla! - gritó con una voz que parecía débil y muy
lejana.
Foster, al que había cogido cuando la botella se rompió, se apretó
contra el muro, con una mirada más turbia y estremecida aún que antes. Su
rostro, poco a poco, iba volviéndose de un negro verdoso.
- ¡Maldito seas! - dijo de nuevo la voz, y apenas parecía que saliese
de sus labios -. ¡Estoy acabado! ¡Esa era la mía! ¡El reverendo Slott la puso
ahí hace doscientos años!
Se deslizó con rapidez hasta el suelo, mirándome con odio, con ojos
que se enturbiaban con rapidez. Su carne cambió de blanco a negro, y luego
a amarillo. Vi con horror que su cuerpo parecía desmoronarse y que sus
ropajes caían en el vacío.
La botella que tenía en la mano estaba calentándose. La miré,
espantado. Resplandecía con débil fosforescencia. Lleno de miedo, la dejé
en la mesa, pero no podía apartar los ojos de ella. Hubo un ominoso
momento de silencio mientras se volvía cada vez más brillante, y luego
llegó hasta mis oídos, con claridad, el sonido de tierra removida.
Boqueando, me acerqué a mirar a la ventana. La luna estaba ahora alta en el
cielo y, gracias a su luz, pude ver que la cruz nueva situada sobre la tumba
de Vanderhoof había caído del todo. De nuevo me llegó el rechinar de la
grava y ya no pude controlarme por más tiempo, por lo que me lancé
tambaleante por las escaleras y escapé por las puertas. Fui corriendo por el
suelo desigual, cayendo de vez en cuando, lleno de abyecto terror. Cuando
llegué al pie del montículo y de la entrada de ese tenebroso túnel bajo los
sauces, escuché un horrible rugido a mis espaldas. Me giré y miré hacia la
iglesia. Su muro reflejaba la luz de la luna y, silueteada contra el mismo,
había una sombra gigante, negra y espantosa que salía de la tumba de mi tío
y avanzaba torpemente hacia la iglesia.
Conté lo que había sucedido a un grupo de ciudadanos, en el
almacén de Haines, a la mañana siguiente. Me percaté de que se miraban
unos a otros con leves sonrisas mientras yo hablaba, pero cuando los invité
a acompañarme al lugar, dieron diversas excusas para rehusar. Aunque
parecía existir un límite a su credulidad, tampoco querían correr riesgos.
Les dije que iría entonces solo, aunque debo confesar que tal cosa no me
agradaba nada.
Al salir del almacén, un anciano de barba larga y blanca se me
acercó presuroso y me tomó del brazo.
- Yo te acompañaré, chico – dijo -. Me parece que una vez escuché
a mi abuelo contar algo sobre lo que le ocurrió al viejo reverendo Slott. Era
un tipo raro, por lo que oí, pero Vanderhoof era aún peor.
La tumba del reverendo Vanderhoof estaba abierta y vacía cuando
llegamos. Por supuesto que pudo ser obra de ladrones de tumbas, en eso
convinimos ambos, pero... La botella que había dejado sobre la mesa del
campanario ya no estaba, aunque sí los restos de la otra, rota, en el suelo.
Y, sobre el montón de ropas caídas y cenizas amarillas que una vez fueran
Abel Foster, había ciertas pisadas inmensas.
Tras echar un vistazo a algunos de los libros y papeles
desparramados por la estancia del campanario, los trasladamos abajo y los
quemamos, ya que eran cosas sucias e impías. Con una azada que
encontramos en el sótano de la iglesia, rellenamos la tumba de Johannes
Vanderhoof y, por último, arrojamos la cruz caída a las llamas.
Las viejas dicen que ahora, cuando la luna es llena, se ve pasear por
el cementerio a una figura gigantesca y desconcertada que sostiene una
botella y se dirige hacia algún destino olvidado.