BLOOD

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miércoles, 31 de marzo de 2010

LOS MITOS DE CTHULHU -- VARIOS AUTORES -- EL VAMPIRO ESTELAR Y OTROS...

(Título original: The Shambler from the Stars) EL VAMPIRO ESTELAR

Robert Bloch, nacido en 1917 y desde muy joven incorporado al círculo de Lovecraft, es sin duda uno de los más famosos autores actuales de narraciones de terror y misterio. Su popularidad se debe en gran medida a sus guiones para Hitchcock (Psicosis, asi como numerosos telefilmes).

Aunque no se llega a decir su nombre abiertamente, el desdichado protagonista de El vampiro estelar es el mismísimo Lovecraft, en un rizado del rizo que... trae cola.


I

Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi infancia más temprana me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominados, los sueños grotescos, las fantasías extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí.

En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos, me he arrastrado con Machen entre las sombras, he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la Tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moraban en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de las planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.

En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y de sueños.

El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz por naturaleza de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.

Adquirí una vieja máquina, un montón de papel barato y unas cuantas hojas de papel carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y de oscuridad y sobre el enigma de la muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.

Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Los resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas en este género los rechazaron con significativa unanimidad.

Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y la estructura de las oraciones. Trabajé, trabajé febrilmente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después, un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y empecé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.

Quería escribir una historia real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo.

Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido. Los vampiros, los hombres-lobo, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno.

Debía elegir un tema nuevo, una intriga extraordinaria de verdad. ¡Si pudiera concebir algo monstruosamente increíble!

Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba: el roce de las larvas en mi lengua, la fría caricia de una mortaja podrida sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir de verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente.

Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un ermitaño de los Montes Occidentales, con un sabio de la región desolada del Norte y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó, con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo que era de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas.

Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa.

Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a los dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso.

Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen desvelados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas... ¡Aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte.

¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento.

Entonces empecé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules.

La perseverancia acaba siempre por triunfar. En una vieja tiendecita de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que andaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título: De Vermis Mysteriis (Los misterios del gusano).

El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hacía un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto y me despidió con amable satisfacción.

Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el feroz poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Montserrat; pero los incrédulos le seguían considerando un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero.

Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios se cuentan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría.

En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando —lugar muy adecuado— en las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque próximo a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por «compañeros invisibles» y «servidores enviados de las estrellas». Los campesinos evitaban pasar de noche por el bosque donde él vivía; no les gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque.

Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio a las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas..., todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minucioso reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.

Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del gusano. Nadie se explica cómo pudo hacerlo sin que los guardianes le sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de divulgarlos.

Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto y no tener la clave para descifrarlo.

Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde, tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar su ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más, le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado de ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.

II

Providence es un pueblo encantador. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante raro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por un amplio ventanal, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante aquella espantosa y memorable noche del pasado abril, junto al ventanal abierto a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en la que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con claridad la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes; los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales.

Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi anfitrión proyectaba una sombra inquieta sobre la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina, una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse.

Mi compañero era sensible también a esa atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta unos extremos inconcebibles. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni la fiebre lo que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuademación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible.

Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso, diría yo, por empezar en seguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba.

Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban entre sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratase de inspirarme en fuentes más saludables.

Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas.

El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos... y nada más; ninguna ilustración, ningún grabado alarmante.

Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De vez en cuando, los traducía al inglés.

Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro, y Byatis, cuya barba estaba formada por serpientes. Yo temblaba; ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir.

Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, presa de gran agitación. Con voz chillona y excitada, me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre los servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí.

Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escucharlo, él me lo leería.

Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado donde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación :

«Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigilum...»

El ritual seguía; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y de muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco en el infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de un oyente, y lo llamara a la Tierra. ¿Era todo esto una ilusión? No me paré a reflexionar.

Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo una respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por el ventanal entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica risa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más absoluta locura. Aquellas carcajadas que no provenían de boca alguna alcanzaron la última esencia del horror.

Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia el ventanal y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se elevó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó suspendida en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crisparon convulsivamente como si quisieran agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!

Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí.

Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaron con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.

Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por el vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué cantidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquel monstruoso vampiro que yo no podía ver?

Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó allí horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso.

Junto al ventanal, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo..., sangriento. Muy despacio, pero de forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices tentaculares que se enroscaban y desenroscaban en el vacío. En los extremos de estos apéndices, unas bocas se abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del vacío estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era un espectáculo para ser presenciado por un ser humano.

Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver flácido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió al ventanal con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa sarcástica y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.

Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensangrentada, vuelta hacia las estrellas.

Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que me fui antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las calles retorcidas, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.

Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado como para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó la vivienda.

Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y de locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por distraer los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero tampoco eso me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.

Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé, yo también, de una vez para siempre, los Misterios del gusano.


EL HUÉSPED DE LA NEGRURA

H. P. Lovecraft

(Título original: The Haunter of the Dark)

O de cómo Lovecraft devuelve la pelota a Bloch-Blake. La pelota y la visita sobrenatural..., aunque en este caso no se trate precisamente de una visita de cumplido.


Dedicado a Robert Bloch

Yo he visto abrirse el tenebroso universo

donde giran sin rumbo los negros planetas,

donde giran en su horror ignorado

sin orden, sin brillo, sin nombre.

Némesis

Los investigadores precavidos dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake le mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro fuera ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.

Porque, después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y de la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence —con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él— había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario.

No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada Sabiduría de las Estrellas, antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y —sobre todo— el miedo monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños, en su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo —hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras— dijo que acababa de liberar al mundo de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.

El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde el punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la oscura cadena de hechos desde el punto de vista de su protagonista.

El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina —College Hill— inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo xix. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto del edificio.

El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas —ante una de las cuales había instalado su escritorio— miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres kilómetros, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill, erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él.

Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arregló para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte, y muy bien iluminada por un amplio mirador. Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos —El socavador, La escalera de la cripta, Shaggai, En el valle de Pnath y El devorador de las estrellas—, y pintó siete telas sobre los temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños.

Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres sombrías de Memorial Hill, que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el torreón del Palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población y, sobre todo, la distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles ignoradas excitaban tanto su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros. Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas y se encendieran los proyectores del Palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial, dándole efectos grotescos a la noche.

De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada en un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanales ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratados, al parecer, por el humo y las inclemencias del tiempo. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del gótico, y debía datar, por tanto, de 1810 ó 1815.

A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación, y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo consignó en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenía la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.

En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero, incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños.

A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas de la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó por último a una calle en cuesta, flanqueada por gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que había visto con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida.

De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente el inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida. De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató de ocultar en vano. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha.

Poco después, vio súbitamente, a su izquierda, una aguja negra que destacaba sobre el cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntar a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los soportales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones.

Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la calle. Él se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de maleza, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.

La iglesia se encontraba en avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la hierba. Las ennegrecidas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela —cerrada con candado— a la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros y en los muros desnudos de hiedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir.

Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en tiempos y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.

Se había albergado allí, en aquellos tiempos, una secta que invocaba a seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero, ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño ahora, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron como ratas, a la desbandada, en el año 1877, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche.

Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.

El sol de la tarde salió sin fuerza de entre las nubes para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieia iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.

Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle; recogió a unos cuantos niños que había por allí, y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre la hierba, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de piedra resultaba opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó a abrir las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta al edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.

En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles... de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado.

Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos por el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente conducía arriba. Una extraña sensación de ahogo le invadió al saberse dentro de este templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Encontró un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió un viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.

Una vez en la planta baja, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con llave, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el pulpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telarañas que se desplegaban entre los apuntados arcos del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante.

Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio, había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondo oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.

En una sacristía posterior, contigua al ábside, encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos; una versión latina del execrable Necronomicón, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Gules del conde d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.

Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía y en alquimia, en astrología y en otras artes equívocas de la antigüedad —símbolos del Sol, de la Luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del Zodíaco—, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto.

Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado de llevárselos. No se explicaba cómo habían estado aquí durante tanto tiempo sin que nadie echara mano de ellos. ¿Acaso era él el primero en superar aquel miedo que había defendido a este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?

Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conduciría a la torre del campanario, tan familiar para él desde lejos. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre, cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.

La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por unas celosías muy estropeadas. Después las debieron reforzar con sólidas pantallas, que, sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada al muro, que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas. Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro, surcado de estrías rojas, que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales —curiosamente diseñados— a los ángulos interiores del estuche, cerca de la abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos prodigiosos. En su mente flotaron imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una voluntad.

Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escalera de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso y, en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad: Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas con el nombre de Edwin E. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.

Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención, acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos del sol. Decía así:

«El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo 1844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos.

»El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la "Sabiduría de las Estrellas" en el sermón del 29 de diciembre de 1844.

»97 fieles a finales de 1845.

»1846: 3 desapariciones; primera mención de Trapezoedro Resplandeciente.

»7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre.

»La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos.

»El padre O'Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso, tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feney en su lecho de muerte, que ingresó en la "Sabiduría de las Estrellas" en 1849. Esta gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Huésped de la Negrura les revela ciertos secretos.

»Relato de Orrin B. Eddy, 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular.

»Reun. de 200 o más en 1863, sin contar a los que han marchado al frente.

»Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.

»Artículo velado en J. el 14 de marzo de 1872; pero pasa inadvertido.

»6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al mayor Doyle.

»Febrero 1877: se toman medidas, y se cierra la iglesia en abril.

»En mayo, una banda de chicos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros.

»181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 1877. No se citan nombres.

»Historias sobre fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877.

»Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851...»

Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiese corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquél durante sus cuarenta años de reposo entre el polvo y el silencio.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de púrpura y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaban, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos.

Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sintió acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico a la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.

Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En ese mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra, que en ese momento relucía de manera inequívoca.

A continuación le pareció notar un movimiento blando, como de algo que se agitara en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas, seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio universitario donde habitaba.

Durante los días siguientes, Blake no habló a nadie de su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas.

Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una de ellas se escabullía despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los chillidos aterrados que no podía percibir en la distancia.

Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo, oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió de causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Huésped de la Negrura, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para ella.

En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yoggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la Tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpiente de Valusia, y millones de años más tarde fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces recorrió tierras exóticas y extraños mares y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde adorar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre fue borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador la devolvió al mundo para maldición del género humano.

A primeros de julio, los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo hablaban de una puerta, tras la cual había algo que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.

En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que causó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque a Blake no le hizo ninguna gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró la avería, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de iluminación en las calles para bajar a la nave de la iglesia, donde se habían oído torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz le obligaba invariablemente a retirarse.

Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para aquella bestia que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con velas y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiese a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas. Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior.

Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, dos de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines deshechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les pareció haber oído como si arañasen arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba aventada y barrida.

La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake —aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores— fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltado en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo.

Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escala de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas y abrió la trampa, deslizándola horizontalmente; pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no apareció más que un montón informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a pura charlatanería. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los periodistas.

A partir de aquí, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones —durante las tormentas— telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios deshechos y suplicó desesperadamente que tomasen todas las medidas posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición. Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos, por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de ese extraño ser de la torre aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que aquella criatura sabía dónde encontrarle.

En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo, y que se había visto obligado a atarse los tobillos durante la noche.

En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notó también una insoportable fetidez y oyó, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía, tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso, al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra.

Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes calidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota —Azathoth, Señor de Todas las Cosas—, circundado por una horda de danzantes amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.

Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos patrones de sus pueblos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad.

En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.

Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones en su diario.

La gran tempestad se desencadenó el 18 de agosto, poco antes de la medianoche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo fue anotando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible.

Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió de pasar la mayor parte del tiempo sentado ante su mesa escudriñando ansiosamente —a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro— la lejana constelación de luces de Federal Hill. De vez en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces»... «Sabe dónde estoy»... «Debo destruirlo»... «Me está llamando, pero esta vez no me hará daño»... Hay dos páginas de su diario que llenó de frases así.

Por último, a las 2.12 exactamente, según los registros de la compañía de electricidad, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no consigna la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y en los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago, y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, de forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Merluzzo de la iglesia del Spirito Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.

Sobre lo que aconteció a las 2.35, tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia, muy especialmente el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción..., cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Merluzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.

Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana.

Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. Al mismo tiempo, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el este a una velocidad de meteoro.

Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia; y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados.

Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibió después en el aire.

Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron en la mañana del día nueve su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver el rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.

El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después, el médico forense examinó el cadáver, y a pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el shock nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto de los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y de las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido de romper en una última contracción espasmódica.

Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se ha visto favorecida precisamente con la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake, agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar:

«La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos. ¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente.

»Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas y las tinieblas, luz.

»A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe de ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos!

»¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final.

»Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz...

»Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta...

»¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido monstruoso que no es la vista..., la luz es tiniebla y la tiniebla es luz esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes

»Pierdo la noción de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo loco ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe dónde estoy

»Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos transfigurados salta las tablas de la torre y se abre paso Ia ngai ygg

»Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos.»


LA SOMBRA QUE HUYO DEL CHAPITEL

Robert Bloch

(Título original: The Shadow from the Steeple)

Ya fallecido Lovccraft, Bloch retoma la línea argumental de los dos relatos anteriores y escribe esta tercera parte, que es, a la vez, un homenaje al maestro muerto y un inquietante colofón para un terrible tríptico.


William Hurley nació irlandés y creció para ser taxista, así que sería una redundancia, a la vista de ambas contingencias, decir que era charlatán.

Tan pronto como recogió a su pasajero en la zona comercial de Providence aquella tarde de verano, se puso a hablar. El pasajero, un hombre alto y delgado de treinta y tantos años, subió al taxi y se sentó atrás, abrazando su cartera. Dio una dirección en Benefit Street, y Hurley puso el taxi y la lengua a toda marcha.

Empezó Hurley lo que podría llamarse una conversación unilateral, comentando el partido que habían hecho los New York Giants esa tarde. Indiferente ante el silencio de su pasajero, hizo algunas observaciones sobre el tiempo: pasado, presente y previsible. Al no obtener respuesta, el conductor pasó a comentar un acontecimiento local, es decir, la noticia de la huida, esa mañana, de dos panteras negras o leopardos de las jaulas del Langer Brothers Circus, que estaba casi siempre en la ciudad. En respuesta a la pregunta directa de si había visto a dichos animales vagando libremente, el cliente de Hurley dijo con un movimiento de cabeza que no.

El conductor hizo entonces varias observaciones poco favorables acerca de la policía y su incapacidad para capturar a los animales. Era su modesta opinión que ni siquiera un pelotón entero sería capaz de coger un mal resfriado, aunque los encerrasen en un frigorífico durante un año. El chiste no pareció divertir al pasajero, y antes de que Hurley pudiese seguir su monólogo, habían llegado a la dirección de Benefit Street. Ochenta y cinco centavos pasaron de unas manos a otras, el pasajero y su cartera abandonaron el taxi, y Hurley emprendió la marcha.

En ese momento no podía saberlo, pero así es como resultó ser el último en poder testificar que había visto vivo a su pasajero.

El resto son conjeturas, y quizá sea mejor así. Desde luego, resulta bastante fácil sacar ciertas conclusiones sobre lo que ocurrió esa noche en la vieja casa de Benefit Street, pero el peso de esas conclusiones es difícil de sobrellevar.

Hay un misterio de poca importancia que resulta fácil de explicar: el extraño silencio y reserva del pasajero de Hurley. Dicho pasajero, Edmund Fiske, de Chicago, Illinois, meditaba sobre la culminación de quince años de averiguaciones; el recorrido en taxi representaba la última etapa de este largo viaje, y durante el trayecto fue evocando todas las incidencias.

Las pesquisas de Edmund Fiske habían empezado el 8 de agosto de 1935, con la muerte de su gran amigo Robert Harrison Blake, de Milwaukee.

Como el propio Fiske, Blake había sido un precoz adolescente interesado por la literatura fantástica y, como tal, pasó a formar parte del «círculo de Lovecraft», grupo de escritores que mantenían correspondencia entre sí y con el fallecido Howard Phillips Lovecraft, de Providence.

Fiske y Blake se conocieron por carta; fueron a visitarse el uno al otro a Milwaukee y a Chicago, respectivamente, y su común interés por lo preternatural y lo fantástico en la literatura y el arte sirvió para cimentar una sólida amistad que aún perduraba en el momento de la inesperada e inexplicable muerte de Blake.

La mayoría de los hechos —y algunas de las conjeturas— relacionados con la muerte de Blake los incorporó Lovecraft a su relato El huésped de la negrura, publicado más de un año después de la desaparición del joven escritor.

Lovecraft tuvo excelente ocasión de conocer de cerca el asunto, ya que fue por sugerencia suya por lo que el joven Blake había ido a Providence a principios de 1935; fue también él quien le había buscado alojamiento en College Street. Así que el maduro escritor fantástico obró como amigo y vecino, al narrar la singular historia de los últimos meses de Robert Harrison.

En dicha historia cuenta los esfuerzos de Blake por empezar una novela acerca de una pervivencia de ritos brujeriles en Nueva Inglaterra, aunque omite modestamente su participación al proporcionarle a su amigo el material. Al parecer, Blake empezó a trabajar en su proyecto, y luego se vio atrapado en el más grande horror jamás vislumbrado por su imaginación.

Efectivamente, Blake se sintió impulsado a inspeccionar un decrépito y ennegrecido edificio de Federal Hill: las abandonadas ruinas de una iglesia que en otro tiempo cobijara a los adoradores de un culto esotérico. A principios de primavera visitó el apartado edificio y realizó entonces cierto descubrimiento que, en opinión de Lovecraft, acarreó su muerte inevitablemente.

En suma, Blake entró en la iglesia de Free Will, cuyas puertas estaban clavadas, y tropezó con el esqueleto de un periodista del Providence Telegram, un tal Edwin M. Lillibridge, quien al parecer había intentado realizar una inspección similar en 1893. El hecho de que su muerte quedara sin explicar parecía bastante alarmante, pero más inquietante aún resultaba el comprobar que nadie hubiese tenido el suficiente valor de entrar en la iglesia desde aquella fecha y descubrir el cadáver.

Blake encontró el cuaderno de notas del periodista en sus ropas, y su contenido le proporcionó una parcial revelación.

Un tal profesor Bowen, de Providence, había viajado ampliamente por Egipto, y en 1843, en el curso de unas investigaciones arqueológicas en la cripta de Nefrén-Ka, realizó un hallazgo inusitado.

Nefrén-Ka es el «faraón olvidado», cuyo nombre fue maldecido por los sacerdotes y suprimido de las inscripciones dinásticas oficiales. En aquel entonces, el nombre resultaba familiar al joven escritor, debido sobre todo a la obra de otro autor de Milwaukee, el cual había tratado de este gobernante semilegendario en su cuento El santuario del faraón negro. Pero el descubrimiento que hizo Bowen en la torre fue totalmente inesperado.

El cuaderno de notas del periodista hablaba poco de la verdadera naturaleza de ese descubrimiento, pero consignaba hechos subsiguientes de manera precisa y cronológica. Inmediatamente después de desenterrar su misterioso hallazgo en Egipto, el profesor Bowen abandonó sus excavaciones y regresó a Providence, donde compró la iglesia de Free Will en 1844, convirtiéndola en cuartel general de lo que se llamó la secta de la «Sabiduría de las Estrellas».

Los miembros de este culto religioso, evidentemente reclutados por Bowen, declararon adorar a una entidad a la que llamaban el «Huésped de la Negrura». Invocaban la presencia real de esta entidad contemplando un cristal, y le tributaban sacrificios de sangre.

Esta al menos era la fantástica historia que por entonces circulaba en Providence... y la iglesia se convirtió en un lugar que todo el mundo procuraba evitar. Los supersticiosos de la localidad aventaron la agitación, y la agitación precipitó la acción directa. En mayo de 1877 las autoridades, cediendo a la presión pública, disolvieron violentamente la secta, y varios centenares de miembros abandonaron súbitamente la ciudad.

La propia iglesia fue inmediatamente clausurada, y por lo visto la curiosidad individual no llegó a vencer nunca el extendido temor que siempre se impuso, ya que nadie se atrevió a turbar la tranquilidad del edificio con sus exploraciones, hasta que el periodista Lillibridge realizó su desventurada investigación personal en 1893.

Tal era, en esencia, la historia que se desprendía de las páginas del cuaderno. Blake lo leyó, pero su lectura no le disuadió de seguir adelante con su inspección del edificio. Finalmente, dio con el misterioso objeto que Bowen había encontrado en la cripta egipcia —objeto en el que se fundaba el culto de la Sabiduría de las Estrellas—, la asimétrica caja metálica con su tapa de curiosas bisagras, una tapa que no había sido cerrada desde hacía innumerables años. Blake miró su interior, contempló el poliedro de cristal negro y rojo de unos diez centímetros, sostenido por siete soportes. Contempló no sólo el cristal, sino el interior del poliedro, y precisamente del mismo modo que los adoradores lo habían contemplado intencionadamente, y con los mismos resultados. Se sintió asaltado por una extraña turbación psíquica; le pareció «ver visiones de otras tierras y de abismos de más allá de las estrellas», como decían los relatos supersticiosos.

Y entonces Blake cometió su más grande error. Cerró la caja.

Cerrar la caía —de acuerdo con las supersticiones recogidas también por Lillibridge— era el acto por el que se invocaba a la propia entidad extraña, al Huésped de la Negrura. Era una criatura de la oscuridad que no podía sobrevivir a la luz. Y favorecido por las tinieblas de la clausurada y ruinosa iglesia, el ser emergió de la noche.

Blake huyó aterrado, pero el daño estaba hecho. A mediados de julio, una tormenta dejó sin luz durante una hora a la ciudad de Providence, y la colonia italiana vecina a la abandonada iglesia oyó topetazos y porrazos en el interior del edificio envuelto en sombras.

La multitud se congregó en el exterior, bajo la lluvia, y rodeó con velas encendidas el edificio, formando una barrera de luz como protección contra la posible aparición de la temida entidad.

Al parecer, la historia había permanecido viva en toda la vecindad. Pasada la tormenta, los periódicos comenzaron a interesarse, y el 17 de julio entraron dos periodistas en la iglesia, junto con un policía. No encontraron nada concreto, aunque notaron un olor raro e inexplicable y manchas en las escaleras y en los bancos.

Menos de un mes más tarde —a las 2.35 de la madrugada del 8 de agosto, para ser exactos—, Robert Harrison Blake encontró la muerte durante una tormenta eléctrica, sentado ante la ventana de su apartamento de College Street.

Durante la formación de la tormenta, antes de que ocurriese su muerte, Blake garabateó frenéticamente en su diario, revelando gradualmente sus más íntimas obsesiones y alucinaciones relativas al Huésped de la Negrura. Blake estaba convencido de que al contemplar fijamente el extraño cristal de la caja había establecido una especie de relación con la entidad no-terrestre. Creía, además, que al haber cerrado la caja, había llamado a la criatura para que habitara en la oscuridad del chapitel, y que de algún modo, su propio destino había quedado irrevocablemente vinculado al de la monstruosidad.

Todo esto es lo que revelaban los últimos mensajes que consignó él mientras contemplaba la evolución de la tormenta desde su ventana.

Entretanto, en la iglesia misma de Federal Hill, se congregaba una multitud de agitados espectadores que la rodeaban con luces encendidas. Es innegable que oían ruidos alarmantes en el interior del edificio clausurado; al menos hubo dos testigos dignos de fe que confirmaron el hecho. Uno, el padre Merluzzo, de la iglesia del Spirito Santo, se encontraba allí para tranquilizar a sus feligreses. El otro, el policía (ahora sargento) William J. Monahan, de la Comisaría Central, trataba de mantener el orden ante el creciente pánico. El propio Monahan vio la cegadora «mancha» que pareció brotar, semejante al humo, del chapitel del antiguo edificio en el momento del relámpago final.

El relámpago, meteoro, bola de fuego —como quiera que se llame—, cruzó por encima de la ciudad con una llamarada cegadora, quizá en el mismísimo instante en que Robert Harrison Blake, en el otro extremo de la ciudad, escribía: «¿No es una encarnación de Nyarlathotep, que ya en la antigua y sombría Khem adoptó la forma de hombre?»

Unos momentos más tarde había muerto. El médico forense dictaminó un veredicto por el que atribuía su muerte a un «shock eléctrico», aunque la ventana estaba intacta. Otro médico, conocido de Lovecraft, disintió particularmente del veredicto y al día siguiente intervino en el caso. Sin autoridad legal, penetró en la iglesia y subió a la aguja del campanario, donde descubrió la extraña caja asimétrica —¿sería de oro?— con la rara piedra en su interior. Al parecer, su primera medida fue alzar la tapa y exponer la piedra a la luz. Su siguiente paso, alquilar un bote, embarcar con la caja y la piedra de extraños ángulos, y arrojar ambas cosas en el canal más profundo de la bahía de Narragansett.

Aquí terminaba el relato novelado de la muerte de Blake, tal como lo redactó H. P. Lovecraft. Y aquí es donde empezó el decimoquinto año de búsqueda de Edmund Fiske.

Fiske, naturalmente, había tenido noticias de algunos de los sucesos reseñados en la historia. Cuando Blake marchó a Providence aquella primavera, Fiske le había prometido que trataría de reunirse con él el otoño siguiente. Al principio, los dos amigos se habían escrito con regularidad, pero a primeros del verano Blake dejó de contestar.

Por entonces, Fiske ignoraba la exploración que Blake había efectuado en la iglesia en ruinas. No se explicaba el silencio de Blake, así que escribió a Lovecraft pidiéndole que le dijese a qué se debía.

Lovecraft pudo facilitarle escasa información. El joven Blake, dijo, le había visitado frecuentemente durante las primeras semanas de su estancia; le había consultado sobre lo que estaba escribiendo, y le había acompañado en algunos de sus paseos nocturnos por la ciudad.

Pero durante el verano dejó de comunicarse con él. No era propio del carácter retraído de Lovecraft el imponer su presencia a los demás, así que se abstuvo de invadir la vida privada de Blake durante varias semanas.

Cuando se decidió a hacerlo —y el casi histérico adolescente le contó sus experiencias en la horrible y prohibida iglesia de Federal Hill—, Lovecraft le brindó palabras de advertencia y consejo. Pero ya era tarde. Diez días después de su visita sobrevino el terrible desenlace.

Fiske se enteró de ese desenlace al día siguiente por Lovecraft. Asumió la tarea de llevar la noticia a los padres de Blake. Durante unas horas estuvo tentado de visitar Providence sin demora, pero la falta de dinero y la premura de sus propios asuntos domésticos le retuvieron. Los restos de su joven amigo llegaron puntualmente, y Fiske asistió a la breve ceremonia de cremación.

Fue entonces cuando Lovecraft empezó sus propias averiguaciones..., averiguaciones que dieron finalmente como resultado la publicación de su relato. Y así podía haber quedado el asunto.

Pero Fiske no estaba satisfecho.

Su mejor amigo había muerto en circunstancias que aun el más escéptico debía admitir que resultaban misteriosas. Las autoridades locales cerraron el caso con una explicación simplista e insuficiente.

Fiske decidió averiguar la verdad.

Hay que tener presente un hecho importante: estos tres hombres, Lovecraft, Blake y Fiske, eran escritores profesionales y estudiosos de lo sobrenatural. Los tres tenían acceso extraordinario a un ingente material bibliográfico relativo a leyendas y supersticiones antiguas. Paradójicamente, el único uso que hacían de tales conocimientos se limitaba a excursiones en el campo llamado de la «ficción fantástica»; pero ninguno de ellos, a la luz de sus respectivas experiencias, podía cabalmente tomar a broma, como hacían sus lectores, los mitos sobre los cuales escribían.

Efectivamente, como Fiske escribió a Lovecraft, «el término mito, tal como lo conocemos, es tan sólo un precioso eufemismo. La muerte de Blake no es un mito, sino una espantosa realidad. Le suplico que la investigue a fondo. Estudie este asunto hasta el final, pues si el diario de Blake encierra alguna verdad, por desfigurada que esté, no hay que decir lo que puede desatarse sobre el mundo».

Lovecraft prometió su cooperación, descubrió el destino de la caja metálica y su contenido, y trató de concertar una cita con el doctor Ambrose Dexter, el cual vivía en Benefit Street. El doctor Dexter, al parecer, se había ausentado de la ciudad inmediatamente después de su dramático robo del «Trapezoedro Resplandeciente», como lo llamaba Lovecraft, y de deshacerse de él.

Entonces parece ser que Lovecraft se entrevistó con el padre Merluzzo y con el policía Monahan, se enfrascó en la lectura de los ejemplares del Bulletin, y trató de reconstruir la historia de la secta de la Sabiduría de las Estrellas y del ser que ésta adoraba.

Naturalmente, averiguó muchas más cosas de las que se atrevió a revelar en su relato. Las cartas que escribió a Edmund Fiske desde finales del otoño hasta principios de la primavera de 1936 contienen cautas alusiones y referencias a «amenazas del Exterior». Pero parecía preocupado por garantizarle a Fiske que, de haber habido algún tipo de amenaza, aun cuando fuese de naturaleza más bien real que sobrenatural, el peligro había sido conjurado, dado que el doctor Dexter había hecho desaparecer el Trapezoedro Resplandeciente que actuaba de talismán invocador. Esta era, en esencia, su información, y así quedó la cosa durante un tiempo.

A principios de 1937, Fiske trató de arreglar sus asuntos para visitar a Lovecraft, con la secreta intención de llevar a cabo otra investigación por su cuenta sobre la causa de la muerte de Blake. Pero una vez más, se lo impidieron las circunstancias. En efecto, en marzo de ese año murió Lovecraft. Su inesperada desaparición sumió a Fiske en un período de abatimiento, del que se recobró muy lentamente; así que, hasta casi un año después, no pudo Edmund Fiske visitar Providence por primera vez, y el escenario de los trágicos episodios que acabaron con la vida de Blake.

En cierto modo, persistía aún una sospecha soterrada. El médico forense se había comportado de un modo voluble, Lovecraft había sido discreto, la prensa y el público en general habían aceptado por entero las explicaciones..., pero Blake había muerto, y en la noche había surgido una entidad.

Fiske intuía que si podía visitar personalmente la iglesia nefasta, hablar con el doctor Dexter y averiguar qué le había hecho intervenir en este asunto, interrogar a los periodistas, y seguir cualquier dato o clave, podría descubrir finalmente la verdad, y con ello, dejar al menos limpio el nombre de su difunto amigo de toda duda sobre su equilibrio mental.

Así que el primer paso de Fiske, después de su llegada a Providence y de registrarse en un hotel, fue dirigirse a Federal Hill y su ruinosa iglesia.

La visita supuso una inmediata e irremediable decepción. Efectivamente, la iglesia ya no existía. Había sido demolida el otoño anterior y el terreno había pasado a ser propiedad de las autoridades municipales. No difundía ya, la negra y tétrica espira, su hechizo sobre la colina.

Seguidamente, Fiske hizo lo posible por ver al padre Merluzzo en el Spirito Santo, unas manzanas más allá. Después se enteró por su patrón que el padre Merluzzo había fallecido en 1936, en el mismo año que el joven Blake.

Desalentado aunque decidido, intentó Fiske llegar hasta el doctor Dexter, pero encontró la vieja casa de Benefit Street cerrada. Llamó a la Oficina del Servicio Médico y obtuvo la críptica información de que Ambrose Dexter, doctor en medicina, se había ausentado de la ciudad por tiempo indefinido.

Tampoco dio resultado su visita a la redacción del Bulletin. Se le permitió la entrada al almacén del periódico y leer la irritantemente corta e insulsa reseña sobre la muerte de Blake, pero los dos periodistas que habían hecho el trabajo y habían visitado la iglesia de Federal Hill habían dejado el periódico tras aceptar ofertas de trabajo en otras ciudades.

Naturalmente, había otras pistas que seguir, y durante la semana siguiente, Fiske las recorrió todas por entero. El ejemplar de Quién es quién no añadió nada relevante a la imagen que se había formado del doctor Ambrose Dexter. El médico había nacido en Providence, residía allí desde hacía mucho, tenía cuarenta años de edad, era soltero, ejercía la medicina general, era miembro de varias sociedades médicas..., pero no había indicación alguna acerca de cualquier «afición» fuera de lo corriente o de «otros intereses», que pudiese proporcionarle una clave sobre su intervención en el caso.

Buscó al sargento William J. Monahan en la Jefatura Central, y por primera vez Fiske pudo hablar con alguien que admitía alguna relación tangible con los sucesos que conducían a la muerte de Blake. Monahan se mostró cortés, aunque deseoso de no comprometerse.

A pesar de que Fiske se sinceró completamente, el oficial de policía se mantuvo discretamente callado.

—En realidad, no hay nada que pueda decirle —dijo—. Es cierto, como declaró el señor Lovecraft, que yo estaba cerca de la iglesia aquella noche, pues había una multitud alborotada alrededor y no le digo de qué son capaces algunos de la vecindad cuando se ponen furiosos. Como se dice por ahí, la iglesia tenía mala fama; me figuro que Sheeley podría haberle informado mejor que yo sobre eso.

—¿Sheeley? —repitió Fiske.

—Bert Sheeley; era su ronda, no la mía. En aquella ocasión se encontraba enfermo con pulmonía, y yo le sustituí durante dos semanas. Luego, cuando murió...

Fiske movió la cabeza con tristeza. Otra posible fuente de información perdida. Blake había muerto; Lovecraft también; el padre Merluzzo, también; y ahora Sheeley. Los periodistas se habían marchado de la ciudad, y el doctor Dexter había desaparecido misteriosamente. Suspiró y siguió insistiendo.

—Sobre aquella noche en que vio la mancha —preguntó—, ¿puede recordar usted algún otro detalle? ¿Hubo algún ruido? ¿Dijo alguien de la multitud algo especial? Trate de recordar... cualquier cosa que consiga añadir podría ser de gran ayuda para mí.

—Ruidos hubo muchos —dijo—. Pero con los truenos y demás, no podría decir con certeza si provenía alguno del interior, como dice la historia ésa. En cuanto a la chusma, con todas las mujeres llorando y los hombres murmurando entre dientes, y los truenos y el viento, que no podía oírme yo a mí mismo gritándoles que se mantuviesen en sus sitios, no pude entender ni mucho menos lo que decía.

—¿Y la mancha? —insistió Fiske.

—Era una mancha, eso es todo. Un humo, o una nube, o una sombra que apareció antes de que surgiera otro relámpago. Pero, desde luego, no vi ningún demonio, ni monstruo o abominación de las que describía el señor Lovecraft en sus relatos.

El sargento Monahan se encogió de hombros satisfecho de su propia rectitud y cogió el auricular para contestar una llamada. Evidentemente, la entrevista había terminado.

Y ésa fue, por esta vez, toda la investigación de Fiske. Sin embargo, no perdió la esperanza. Seguidamente se pasó un día entero encerrado en su hotel, telefoneando a todos los Dexter registrados en la guía, en un esfuerzo por localizar a un pariente del médico desaparecido; pero sin fruto. Después, pasó otro día embarcado en un bote, recorriendo la bahía de Narragansett, para familiarizarse detallada y concienzudamente con la situación del «canal más profundo», al que aludía Lovecraft en su relato.

Pero al cabo de una semana infructuosa en Providence, Fiske tuvo que confesarse derrotado. Regresó a Chicago, a su trabajo y sus ocupaciones habituales. Gradualmente, el asunto fue dejando de ocupar el primer plano de su conciencia, si bien no lo olvidó por entero, ni abandonó el proyecto de desentrañar definitivamente el misterio... si es que se trataba de un misterio.

En 1941, con motivo de un permiso de tres días que le concedieron en la base de entrenamiento, el soldado de primera Edmund Fiske pasó por Providence, de camino a la ciudad de Nueva York, y nuevamente trató de localizar al doctor Dexter, sin resultado.

Durante los años 1942 y 1943, el sargento Edmund Fiske escribió, desde sus diversos destinos en ultramar, al doctor Ambrose Dexter c/o Lista de Correos, Providence, R. I. Sus cartas no fueron jamás contestadas, si es que efectivamente fueron recibidas.

En 1945, en una sala de lectura para los oficiales USA en Honolulú, leyó Fiske una noticia en una revista de astrofísica, en la que se hablaba de una reciente convención en la Universidad de Princeton, en la que el conferenciante invitado, el doctor Ambrose Dexter, había pronunciado una ponencia sobre «Aplicaciones prácticas en la tecnología militar».

Fiske no regresó a Estados Unidos hasta finales de 1946. Durante el año siguiente, como era natural, los asuntos familiares constituyeron su principal preocupación. Y fue en 1948 cuando volvió a tropezarse accidentalmente con el nombre del doctor Dexter: ahora en una lista de «investigadores en el campo de la física nuclear», de una revista semanal de ámbito nacional. Escribió a la redacción pidiendo más información, pero no recibió respuesta. Otra carta que envió a Providence quedó igualmente sin respuesta.

Pero en 1949, a finales de otoño, el nombre de Dexter volvió a llamar su atención desde las columnas de los periódicos; esta vez en relación con un debate sobre la secreta bomba H.

Fuera lo que fuese lo que Fiske creía, temía o imaginaba disparatadamente, el caso es que se sintió impulsado a actuar. Fue entonces cuando escribió a un tal Ogden Purvis, investigador privado de la ciudad de Providence, y le encargó que localizase al doctor Ambrose Dexter. Todo lo que necesitaba era que le pusiese en contacto con Dexter; le pagaría un considerable anticipo. Purvis se hizo cargo del caso.

El detective privado envió varios informes al principio desalentadores a Fiske, a Chicago. El domicilio del doctor Dexter seguía deshabitado. El propio Dexter, según la información recogida de fuentes gubernamentales, se hallaba en una misión especial. El investigador privado parecía deducir de esto que era una persona irreprochable, ocupada en trabajos de secreto militar.

La reacción de Fiske fue de pánico.

Elevó la cifra de los honorarios e insistió a Odgen Purvis que continuase sus esfuerzos por encontrar al esquivo doctor.

Llegó el año 1950, y con él otra noticia. El investigador privado había seguido todas las pistas que Fiske le había sugerido, y una de ellas le condujo finalmente a Tom Jonas.

Tom Jonas era el propietario del bote que el doctor Dexter había alquilado una noche de finales del verano de 1935: el bote que había bogado hasta «el más profundo canal de la bahía de Narragansett».

Tom Jonas había dejado descansar los remos mientras Dexter arrojaba la asimétrica y deslucida caja metálica con la tapa abierta para que mostrase el Trapezoedro Resplandeciente.

El viejo pescador había hablado sin reserva con el detective privado; éste transcribió detalladamente sus palabras en el informe confidencial que envió a Fiske.

Extraña de lo más fue la impresión que le produjo a Jonas el incidente. Dexter le ofreció veinte machacantes por llevarle en bote en mitad de la medianoche y tirar al agua ese extraño objeto. «Dijo que no había nada malo en ello, y dijo que no era más que un viejo recuerdo del que quería deshacerse. Pero fue todo el trayecto mirando la especie de joya sujeta como en tiras de hierro dentro de la caja, y murmurando algo en una lengua extraña, supongo. No, no era ni francés, ni alemán, ni italiano. Puede que fuese polaco. No recuerdo ninguna palabra tampoco. Pero estaba como borracho. No es que quiera hablar mal del doctor Dexter, entiéndame; es de una familia antigua y de categoría, aunque hace mucho que no viene por aquí, que yo sepa. Pero me dio la sensación de que andaba un poquillo cargado, diría. Si no, ¿me pagaría usted veinte machacantes por una estupidez como ésa?»

La transcripción del monólogo del viejo pescador seguía, pero no aclaraba nada.

«Desde luego, parecía alegrarse de tirar aquello, creo recordar. De regreso, me dijo que mantuviera la boca cerrada sobre el asunto, pero no veo qué mal hay en ello, después de tanto tiempo; además, a la ley hay que contárselo todo.»

Evidentemente, el investigador privado había recurrido a una estratagema poco honesta: se había hecho pasar por un policía con el fin de hacer hablar a Jonas.

Esto no preocupaba a Fiske, que estaba en Chicago. Al fin había logrado algo tangible; de modo que envió otro giro a Purvis, con la instrucción de que siguiese la búsqueda de Ambrose Dexter. Transcurrieron varios meses de espera.

Luego, al final de la primavera, llegó la noticia que Fiske había estado deseando. El doctor Dexter había regresado; había vuelto a su casa de Benefit Street. Habían desclavado las tablas, los camiones de la mudanza habían descargado su contenido, y un criado atendía la puerta y recogía los recados telefónicos.

El doctor Dexter no se hallaba en casa para el investigador ni para nadie. Al parecer, se estaba recuperando de una grave enfermedad contraída durante su trabajo para el gobierno. Purvis dejó su tarjeta, y el médico prometió enviarle recado, pero sus repetidas llamadas no obtuvieron la respuesta deseada.

Tampoco logró Purvis, que había «sitiado» escrupulosamente la casa y la vecindad, echarle la vista encima al doctor en persona, ni encontrar a nadie que hubiese visto al convaleciente médico en la calle.

Las tiendas le abastecían con regularidad; el correo aparecía en el buzón, y desde Benefit Street se veían encendidas las luces de la casa a todas las horas de la noche.

De hecho, el único dato concreto que Purvis pudo aportar referente a cualquier posible irregularidad en el modo de vida del doctor Dexter era éste: que parecía mantener las luces encendidas las veinticuatro horas del día.

Fiske envió en seguida otra carta al doctor Dexter, y luego otra. Tampoco le llegó respuesta alguna. Hasta que, tras unos meses de desalentadoras notificaciones de Purvis, decidió Fiske ir a Providence y ver a Dexter como fuese.

Puede que sus sospechas resultaran completamente infundadas; puede que estuviera totalmente equivocado al creer que el doctor Dexter podía dejar limpio el nombre de su difunto amigo; puede que se equivocara también al suponer una relación entre los dos..., pero había meditado sobre el asunto durante quince años, y ya era hora de poner fin a su propio conflicto interior.

Por tanto, a finales de ese verano, Fiske cablegrafió a Purvis comunicándole sus intenciones, y pidiéndole que, a su llegada, fuese a verle al hotel.

Así fue como Edmund Fiske llegó a Providence por última vez; fue el día en que los Giant perdieron el partido, el día en que a los del Langer Brothers Circus se les escaparon las dos panteras negras, el día en que el taxista William Hurley se sentía de lo más hablador.

Purvis no le esperaba en el hotel, pero era tal la frenética impaciencia de Fiske, que decidió actuar sin su colaboración, y se hizo llevar, como hemos visto, a Benefit Street a primeras horas de la noche.

Tan pronto como se alejó el taxi, Fiske alzó la vista hacia la acristalada puerta de la entrada; contempló las luces encendidas en las ventanas superiores del edificio georgiano. Un rótulo de brillante bronce, adosado a la misma puerta, y la luz que salía de las ventanas, hacían visible la inscripción: Ambrose Dexter, médico.

Pese a su escasa importancia, este detalle pareció tranquilizar a Edmund Fiske. El médico no ocultaba su presencia en la casa ante el mundo, aunque tal vez ocultase su persona real. Desde luego, las luces y el aspecto de la placa eran un buen augurio.

Fiske se encogió de hombros y llamó al timbre.

La puerta se abrió rápidamente. Apareció un hombre de baja estatura y piel oscura que hizo una leve reverencia, y formuló una pregunta con un simple monosílabo:

-¿Sí?

—¿El doctor Dexter, por favor?

—El doctor no recibe visitas. Está enfermo.

—¿Querría llevarle un recado, por favor?

—Desde luego —el criado de oscura piel sonrió.

—Dígale que Edmund Fiske, de Chicago, desearía verle unos momentos cuando él guste. He hecho un largo viaje sólo con este propósito, y lo que tengo que hablar con él sólo le robará un minuto o dos de su tiempo.

—Espere, por favor.

Se cerró la puerta. Fiske se quedó en la creciente oscuridad y se pasó la cartera de una mano a la otra.

De pronto, volvió a abrirse la puerta. El criado le miró con ojos penetrantes.

—Señor Fiske, ¿es usted el señor que escribió las cartas?

—¿Las cartas? ¡Ah, sí, soy yo! No sabía que el doctor las hubiera recibido.

El criado movió la cabeza.

—Eso no lo sé. Sólo sé que el doctor Dexter ha dicho que si es usted el hombre que le ha escrito, que le deje pasar.

Fiske se permitió exhalar un audible suspiro de alivio al trasponer el umbral. Había tardado quince años en llegar hasta aquí, y ahora...

—Por esa escalera, por favor. Encontrará al doctor Dexter esperándole en su despacho, en la puerta del centro del corredor.

Edmund Fiske subió la escalera; al llegar arriba, se dirigió a una puerta y entró a una habitación en la que la luz poseía una presencia casi palpable, tan intenso era su resplandor.

Y allí, levantándose de una butaca junto a la chimenea, estaba el doctor Ambrose Dexter.

Fiske se encontró ante un hombre alto, delgado, impecablemente vestido, que podía contar unos cincuenta años, aunque apenas aparentaba treinta y cinco; un hombre cuya gracia enteramente natural y elegancia de movimientos disimulaban el único detalle incongruente de su aspecto: el color tremendamente tostado de su piel.

—Así que usted es Edmund Fiske.

Su voz era suave, modulada, con el inequívoco acento de Nueva Inglaterra; su apretón de manos fue cálido y firme. La sonrisa del doctor Dexter era natural y amistosa. Unos dientes blancos resplandecieron enmarcados por el tostado fondo de su semblante.

—¿Quiere sentarse? —invitó el médico.

Indicó una butaca con una leve inclinación. Fiske no pudo por menos de mirarle; desde luego, no veía el menor indicio de enfermedad, presente o reciente, en el aspecto ni en el comportamiento de su anfitrión. Mientras el doctor Dexter volvía a sentarse en su butaca junto al fuego y Fiske desplazaba su silla para estar a su lado, observó las estanterías de libros que cubrían las paredes de la habitación. El tamaño y forma de algunos volúmenes atrajeron inmediatamente su atención..., tanto, que vaciló antes de sentarse, y, por fin, optó por ir a echar una ojeada a los títulos de los lomos.

Por primera vez en su vida, Edmund Fiske se encontró ante el semilegendario De Vermis Mysteriis, ante el Liber Ivoris, y la casi mítica versión latina del Necronomicón. Sin pedir permiso a su anfitrión, sacó este último volumen de la estantería y pasó rápido las hojas amarillentas de la traducción española de 1622.

Luego se volvió hacia el doctor Dexter, dejando a un lado toda la calma que hasta ahora se había esforzado en mantener.

—Así que debió de ser usted quien encontró estos libros en la iglesia —dijo—. En la sacristía situada en la parte de atrás, junto al ábside. Lovecraft hablaba de ellos en su relato, y siempre me he preguntado qué habría sido de ellos.

El doctor Dexter asintió gravemente.

—Sí, los cogí yo. No me pareció prudente que fuesen a parar a las manos de las autoridades. Usted sabe lo que contienen, y lo que podría suceder si tales conocimientos se utilizaran equivocadamente.

Fiske volvió a colocar de mala gana el enorme libro en el estante, y tomó asiento frente al doctor, delante de la chimenea. Se puso la cartera sobre las rodillas y manoteó torpemente en el cierre para abrirla.

—Tranquilícese —dijo el doctor Dexter, con amable sonrisa—. Hablemos con confianza. Usted está aquí para averiguar cuál fue mi participación en el asunto que le costó la vida a su amigo.

—Sí, hay unas cuantas preguntas que desearía hacerle.

—Perdone —el médico alzó una mano flaca y morena—. No estoy muy fuerte de salud, y sólo puedo concederle unos minutos. Permítame anticiparme a sus preguntas y le contaré lo poco que sé.

—Como usted prefiera.

Fiske contempló a este hombre bronceado, preguntándose qué ocultaba detrás de su perfecta compostura.

—Solamente vi a su amigo Robert Harrison Blake una vez —dijo el doctor Dexter—. Fue una noche, en la segunda mitad del mes de julio de 1935. Vino a verme en calidad de paciente.

Fiske se inclinó hacia adelante, interesado.

—¡No sabía eso! —exclamó.

—No había razón alguna para que lo supiera nadie —observó el médico—. Era meramente un paciente. Dijo que padecía de insomnio. Le examiné, le prescribí un sedante, y movido por una remota sospecha, le pregunté si había sufrido recientemente alguna impresión fuerte o algún trauma. Fue entonces cuando me relató su visita a la iglesia de Federal Hill y lo que encontró en ella. Debo decir que tuve el acierto de no considerar su historia producto de una imaginación histérica. Como miembro de una de las más viejas familias de aquí, estaba al corriente de las leyendas en torno a la secta de la Sabiduría de las Estrellas y al supuesto Huésped de la Negrura.

»El joven Blake me confió algunos de sus temores relativos al Trapezoedro Resplandeciente, insinuando que se trataba de un punto focal de primitiva maldad. Admitió, además, su propio miedo de quedar vinculado de algún modo a la monstruosidad de la iglesia.

«Naturalmente, yo no estaba dispuesto a aceptar esta última afirmación como algo con sentido. Traté de tranquilizar al muchacho, le aconsejé que se marchase de Providence y lo olvidase todo. Y lo hice con toda la buena fe. Luego, en agosto, me llegó la noticia de la muerte de Blake.

—Y fue a la iglesia —dijo Fiske.

—¿No habría hecho usted lo mismo? —preguntó a su vez el doctor Dexter—. Si Blake hubiese acudido a usted con esa historia, y le hubiese contado cuáles eran sus temores, ¿no le habría impulsado su muerte a ir allí? Le aseguro que hice lo que me pareció que era lo mejor. Antes que provocar un escándalo, antes que exponer al público a temores innecesarios, antes que permitir que existiese la posibilidad de cualquier peligro, fui a la iglesia. Cogí los libros. Cogí el Trapezoedro Resplandeciente de debajo de las narices de las autoridades. Y alquilé un bote y arrojé ese objeto maldito a la bahía de Narragansett, donde no hubiese posibilidad de que hiciera daño alguno a la humanidad. La tapa estaba abierta cuando arrojé la caja..., pues, como usted sabe, sólo la oscuridad puede invocar al Huésped. Y ahora la piedra quedará eternamente expuesta a la luz.

»Pero eso es todo cuanto puedo decirle. Lamento que mi trabajo de estos últimos años me haya impedido verle y comunicarme con usted antes. Aprecio su interés en el caso y confío en que mis observaciones ayuden a aclarar de algún modo sus dudas. En cuanto al joven Blake, dado que soy el médico que le reconoció, me alegro de estar en disposición de facilitarle testimonio escrito de lo que yo pensaba sobre su salud mental antes de su muerte. Lo tendré redactado para mañana y se lo enviaré a su hotel, si me deja usted su dirección. ¿De acuerdo?

El doctor se levantó, dando a entender que la entrevista había terminado. Fiske siguió sentado manoseando su cartera.

—Ahora dispénseme —murmuró el médico.

—Un momento. Hay todavía una o dos preguntas que desearía que me contestase.

—Desde luego.

Si el doctor Dexter se sentía irritado, no lo manifestó lo más mínimo.

—¿Vio por casualidad a Lovecraft antes o durante su última enfermedad?

—No. Yo no era su médico. De hecho, no le vi nunca, aunque naturalmente había oído hablar de él y de su obra.

—¿Qué le hizo marcharse de Providence tan repentinamente, después de la muerte de Blake?

—Mi interés por la física era superior a mi interés por la medicina. Puede que sepa que durante la pasada década o más he estado trabajando en problemas relativos a la energía atómica y a la fisión nuclear. De hecho, mañana mismo me voy de Providence otra vez para iniciar un ciclo de conferencias en diversas facultades de universidades orientales y determinados grupos oficiales.

—Eso es muy interesante, doctor —dijo Fiske—. A propósito, ¿ha conocido a Einstein?

—Sí, hace algunos años. Trabajé con él sobre..., pero no importa. Ahora le ruego que me disculpe. En otra ocasión, quizá, podamos hablar de estas cosas.

Su impaciencia era ahora manifiesta. Fiske se puso de pie, levantó su cartera con una mano, y con la otra apagó la lámpara de la mesa.

El doctor Dexter se acercó rápidamente y encendió la lámpara otra vez.

—¿Por qué terne usted a la oscuridad, doctor? —preguntó Fiske, suavemente.

—Yo no temo...

Por primera vez, el médico pareció a punto de perder su serenidad.

—¿Qué le hace pensar eso? —susurró.

—Es el Trapezoedro Resplandeciente, ¿verdad? —prosiguió Fiske—. Cuando lo arrojó a la bahía obró con demasiada precipitación. No recordó entonces que aunque dejara abierta la tapa, la piedra quedaría envuelta en la oscuridad, allá en el fondo del canal. Quizá no quiso el huésped que usted lo recordase. Usted había mirado la piedra lo mismo que Blake, dando ocasión a la misma vinculación psíquica. Y cuando la arrojó al agua, la sumió en una oscuridad perpetua, de la que el Huésped se nutría, incrementando su poder.

»Por eso se marchó usted de Providence, porque tenía miedo de que el Huésped acudiera a usted, como acudió a Blake. Y porque sabía que ahora ese monstruo se había liberado para siempre.

El doctor Dexter se acercó a la puerta.

—Por última vez, le ruego que se vaya —dijo—. Si lo que pretende dar a entender es que mantengo las luces encendidas porque tengo miedo de que me persiga el Huésped, del mismo modo que persiguió a Blake, se equivoca.

Fiske sonrió irónicamente.

—En absoluto —respondió—. Yo sé que usted no teme eso. Porque es demasiado tarde. El Huésped debió de haber acudido a usted hace mucho ya... quizá un día o dos después de conferirle fuerza, al arrojar el Trapezoedro a las tinieblas de la bahía. Acudió a usted; pero a diferencia del caso de Blake, no le mató.

»Le utilizó. Por eso teme usted a la oscuridad. La teme como teme el propio Huésped ser descubierto. Creo que en la oscuridad usted tiene un aspecto diferente. Se parece más a su antigua forma. Porque cuando el Huésped vino a usted, no le mató, sino que se fundió con usted. ¡Usted es el Huésped de la Negrura!

—Señor Fiske, por favor...

—No existe el doctor Dexter. Hace ya muchos años que no existe tal persona. Sólo hay un caparazón externo, poseído por un ser más antiguo que el mundo; un ser que actúa rápida y solapadamente con el fin de destruir a toda la humanidad. Fue usted quien se hizo «científico» y se introdujo en los círculos apropiados, para insinuar y apuntar a los necios y ayudarles a llegar al súbito «descubrimiento» de la fisión nuclear. ¡Cómo debió de reírse, cuando estalló la primera bomba atómica! Y ahora, les ha facilitado el secreto de la bomba de hidrógeno, y aún sigue enseñándoles más, enseñándoles nuevos modos de provocar su propia destrucción.

»He tardado años en descubrir las claves, las claves de los supuestos disparatados mitos sobre los que escribió Lovecraft. Porque él escribía en forma de parábolas o alegorías, pero decía la verdad. Consignó con toda claridad, una y otra vez, la profecía de su venida a la tierra: Blake lo supo al final, cuando identificó al Huésped por su verdadero nombre.

—¿Y cuál es? —interrumpió el doctor.

—¡Nyarlathotep!

El rostro moreno se arrugó en una mueca de burla.

—Me temo que es usted víctima de las mismas provocaciones fantásticas del pobre Blake y de su amigo Lovecraft. Todo el mundo sabe que Nyarlathotep es una pura invención..., parte de los mitos de Lovecraft.

—Eso creía yo, hasta que descubrí la clave de su poema. Entonces fue cuando encajó todo; el Huésped de la Negrura, su huida y su repentino interés por la investigación científica. Entonces las palabras de Lovecraft adquirieron un nuevo significado:

Y por fin vino del corazón de Egipto
el extraño oscuro, a quien

adoraban los fellahs.

Fiske recitó los versos con los ojos fijos en el moreno rostro del médico.

—Tonterías... si quiere saberlo, esta alteración mía de la piel se debe a la exposición a la radiación, en los Alamos.

Fiske no le escuchó; siguió recitando el poema lovecraftiano:

...Que las bestias salvajes le seguían y

Lamían sus manos

Y no tardó el mar en dar a luz

Una ponzoña:

Tierras olvidadas, con espiras de oro

Cubiertas de algas.

El suelo se hendió, y locas auroras

descendieron

Sobre los pueblos estremecidos de los hombres.

Entonces, aplastando lo que había formado por

puro juego

El Caos Idiota borrará de un soplo el polvo

Que es la Tierra.

El doctor Dexter negó con la cabeza.

—Eso es completamente ridículo —afirmó—. Incluso en su... esto... alterado estado de ánimo, puede darse cuenta de ello. Ese poema carece de significación literal. ¿Vienen acaso las bestias a lamerme las manos? ¿Ha surgido alguna cosa del mar? ¡Tonterías! Usted sufre lo que llamamos una crisis de «psicosis atómica»; ahora me doy cuenta. Está angustiado, como lo están hoy muchos otros profanos, por la estúpida obsesión de que nuestros trabajos en la fisión nuclear podrían desencadenar la destrucción de la Tierra. Todas estas especulaciones son producto de su fantasía.

Fiske tenía su cartera fuertemente sujeta.

—¡Afirmo que esta profecía de Lovecraft es una parábola! Sabe Dios lo que él sabía o temía; fuera lo que fuese, bastó para inducirle a enmascarar su significado. Y aun así, ellos se lo llevaron porque sabía demasiado.

—¿Ellos?

—Los del Exterior; aquellos a quienes sirve usted. Usted es su Mensajero, Nyarlathotep. Ha venido, vinculado al Trapezoedro Resplandeciente, del corazón de Egipto, como dice el poema. Y los fellahs, los obreros corrientes de Providence que se convirtieron a la secta de la Sabiduría de las Estrellas, se inclinaron en adoración ante «el extraño oscuro», al que adoraron como el Huésped de la Negrura.

»El Trapezoedro fue arrojado a la bahía, y no tardó el mar en dar a luz una ponzoña: usted, o su encarnación en el cuerpo del doctor Dexter. Y usted enseñó a los hombres métodos nuevos de destrucción; destrucción mediante bombas atómicas, en la que "el suelo se hendió, y locas auroras descendieron sobre los pueblos estremecidos de los hombres". ¡Oh!, Lovecraft sabía lo que se decía, y Blake le reconoció a usted, también. Y los dos murieron. Supongo que ahora tratará de matarme a mí, para poder seguir adelante. Dará conferencias y se pegará a los hombres de los laboratorios para apremiarles y facilitarles nuevas sugerencias que redunden en una destrucción aún mayor. Y finalmente, "borrará de un soplo este polvo que es la Tierra".

—Por favor —el doctor Dexter extendió las manos—. ¡Domínese; permítame que le dé algo! ¿No se da cuenta de que todo eso es absurdo?

Fiske avanzó hacia él manoteando el cierre de la cartera. Abrió la solapa, metió la mano dentro y luego la sacó. Ahora empuñaba un revólver, y apuntó con él directamente al pecho del doctor Dexter.

—Naturalmente que es absurdo —gruñó Fiske—. Nadie creyó jamás en la secta de la Sabiduría de las Estrellas, salvo unos cuantos fanáticos y algunos extranjeros ignorantes. Nadie tomó las historias de Blake o de Lovecraft o mías, sino como una morbosa forma de entretenimiento. Por la misma razón, nadie creerá que haya nada anormal en usted, ni en la supuesta investigación de la energía atómica, o en los demás horrores que usted se propone desatar en el mundo para hacerlo desaparecer. ¡Y por eso le voy a matar ahora mismo!

—¡Deje esa pistola!

Fiske empezó a temblar súbitamente; todo su cuerpo se sacudió en un espasmo espectacular. Dexter se dio cuenta y se acercó. Los ojos del joven se desorbitaron y el médico se aproximó un poco más.

—¡Atrás! —advirtió Fiske; sus palabras se alteraron con el temblor convulsivo de su mandíbula—. Es todo lo que quería saber. Puesto que ocupas un cuerpo humano, te pueden destruir las armas ordinarias. Así que lo voy a hacer... ¡Nyarlathotep!

Apretó el dedo.

El doctor Dexter movió la mano también. La llevó rápidamente hacia atrás y tocó el interruptor de la luz. Sonó un clic, y la habitación se sumió en tinieblas.

Pero no era una oscuridad absoluta, ya que había un resplandor.

El rostro y las manos del doctor Ambrose Dexter brillaban con una especie de fosforescencia en la oscuridad. Es probable que existan formas de contaminación de radio que puedan causar tal efecto, e indudablemente el doctor Dexter le habría explicado así a Edmund Fiske el fenómeno, de haber tenido ocasión.

Pero no la tuvo. Edmund Fiske oyó el clic, vio resplandecer fantásticamente el semblante, y se desplomó en el suelo.

El doctor Dexter volvió a encender las luces tranquilamente, se acercó al joven caído y permaneció largo rato arrodillado junto a él. Buscó su pulso en vano.

Edmund Fiske había muerto.

El doctor suspiró, se levantó y abandonó la habitación. Una vez en el vestíbulo llamó a su criado.

—Ha ocurrido un lamentable accidente —dijo—. Ese joven que ha venido a verme, un histérico, ha sufrido un ataque cardíaco. Será mejor que llame a la policía inmediatamente. Luego siga haciendo el equipaje. Debemos irnos mañana, para el ciclo de conferencias.

—Pero la policía puede detenerle.

El doctor Dexter negó con la cabeza:

—No lo creo. Es un caso que no admite dudas. De cualquier modo, puedo explicarlo con claridad. Cuando lleguen, comuníquemelo. Estaré en el jardín.

El médico siguió bajando hasta la puerta de atrás y salió al esplendor de la luna que bañaba el jardín, detrás de su casa de Benefit Street.

El radiante escenario estaba aislado del mundo, completamente desierto. El hombre oscuro permaneció bajo la luz de la luna, y su resplandor se mezcló con su propia aura.

En ese momento, dos sombras sedosas saltaron por encima de la tapia. Se agazaparon en el frescor del jardín, luego avanzaron sigilosas hacia el doctor Dexter. Sus respiraciones eran jadeantes.

A la luz de la luna, reconoció las formas de dos panteras negras.

Aguardó inmóvil, mientras avanzaban calladas hacia él, con los ojos encendidos y las fauces babeantes y entreabiertas.

El doctor Dexter se volvió de espaldas. Su rostro, bajo la luna, asumió una mueca de burla, mientras las bestias se inclinaban ante él y le lamían las manos.


CUADERNO HALLADO EN UNA CASA DESHABITADA

Robert Bloch

(Título original: Notebook Found in a Deserted House)

De nuevo Bloch, esta vez para obsequiarnos con uno de los más desapacibles relatos de los Mitos, donde el habitual narrador-víctima es, excepcionalmente, un niño de doce años.


Ante todo, quiero decir que yo no he hecho nunca nada malo. A nadie. No tienen ningún derecho a encerrarme aquí, sean quienes fueren. Y no tienen ningún motivo para hacer lo que presiento que van a hacer.

Creo que no tardarán en entrar, porque hace ya mucho tiempo que se han marchado. Supongo que estarán excavando en el pozo viejo. He oído que buscan una entrada. No una entrada normal, por supuesto, sino algo distinto.

Tengo una idea concreta de lo que pretenden, y estoy asustado.

Quisiera asomarme a las ventanas, pero naturalmente las han clavado con tablas, y no puede ser.

Pero he encendido la lámpara, y he encontrado este cuaderno, así que voy a contarlo todo. Luego, si tengo suerte, quizá pueda hacerlo llegar a alguien capaz de ayudarme. O tal vez lo encuentre alguien. En cualquier caso, es preferible contarlo lo mejor que pueda, a estar sentado aquí esperando. Esperando a que vengan ellos a cogerme.

Será mejor que empiece por decir mi nombre, que es Willie Osborne, y que cumplí los doce años en julio pasado. No sé dónde he nacido.

Lo primero que recuerdo es que vivía en la carretera de Roodsford, en lo que la gente llama la loma de atrás. Es un paraje solitario rodeado de espeso bosque, y de montañas y colinas a las que nadie sube jamás.

Abuela solía contármelo cuando era más pequeño. Era con quien yo vivía, porque mis padres habían muerto. Abuela me enseñó a leer y escribir. Nunca he ido a la escuela.

Abuela sabía toda clase de cosas sobre las montañas y los bosques, y me contaba algunas historias que eran muy extrañas. Al menos me lo parecían a mí, cuando era pequeño y vivía solo con ella. Eran historias como las que vienen en los libros.

Como las historias sobre que ellos se ocultaban en los pantanos, y estaban ya aquí antes que los colonizadores y los indios, y que había círculos en los pantanos, y grandes piedras llamadas altares donde ellos solían ofrecer sacrificios a lo que adoraban.

Abuela decía que esas historias se las había contado su abuela... las de que se ocultaban ellos en los bosques y los pantanos, porque no podían soportar la luz del sol, y de que los indios se mantenían alejados de esos lugares. Ella decía que a veces los indios abandonaban a algún niño atado a los árboles del bosque como sacrificio, para tenerlos a ellos contentos y pacíficos.

Los indios lo sabían todo sobre ellos y procuraban que los blancos no supieran nada ni se fueran a vivir demasiado cerca de las montañas. Ellos no les molestaban demasiado, pero cuando eran muchos sí. Así que los indios ponían pretextos para no asentarse, y decían que no había bastante caza ni había rastros y que estaba demasiado lejos de la costa.

Abuela me contó que por eso no había muchos lugares colonizados aun hoy. Sólo unas cuantas granjas aquí y allá. Y me contó que ellos estaban vivos todavía y que a beces, en algunas noches de primavera y otoño, se podía ber luz y oír ruidos allá en la cima de las montañas.

Abuela me dijo que yo tenía una tía Lucy y un tío Fred que vivían justo en mitad de los montes. Y dijo que Papá solía visitarlos antes de casarse, y que una vez les oyó a ellos tocar un tambor de tronco una noche, en la víspera de Todos los Santos. Eso fue antes de conocer a Mamá, y se casaron y ella murió cuando yo nací y él se marchó.

Yo le oía toda clase de historias. Sobre brujas y demonios y hombres murciélagos que te chupaban la sangre y te atormentaban. Sobre Salem y Arkham, porque yo nunca he estado en una ciudad y quería que me contara cómo eran. Sobre un pueblo llamado Insmouth, de casas podridas, donde la gente ocultaba seres horrendos en los sótanos y los áticos. Y me contó que cavaban las sepulturas muy hondas en Arkham. Parecía como si toda la región estuviese llena de fantasmas.

Solía asustarme contándome lo que parecían algunos de esos seres y todo, pero en cambio nunca quiso decirme cómo eran ellos por mucho que yo le preguntaba. Decía que no quería que yo andará pensando en esas cosas, bastante malas, por lo que ella y su familia sabían, casi demasiado para gente decente y temerosa de Dios. Tuve suerte al no preocuparme por tales ideas, como una antepasada mía por parte de mi padre, Mehitabel Osborne, a la que colgaron por bruja en tiempos de Salem.

Así que para mí no fueron más que consejos, hasta el año pasado en que Abuela murió y el Juez Crubinthorp me metió en el tren, y me fui a vivir con Tía Lucy y Tío Fred, en los mismos montes de los que tanto me había hablado Abuela.

Desde luego que estaba yo escitado, y el conductor me dejó conducir todo el camino y me habló de los pueblos y de todo.

Tío Fred me esperaba en la estación. Era un hombre alto y flaco con una barba larga. Me llevó en una calesa desde el pequeño apeadero —no había casas ni nada por los alrededores— hasta los bosques.

Hay algo raro en esos bosques. Estaban muy quietos y callados. Me daban escalofríos el verlos tan oscuros y solitarios. Parecía como si nadie hubiese gritado o reído jamás en ellos. No podía imaginarme a alguien hablando, como no fuera en susurros.

Los árboles y todo eran muy viejos, también. No había animales ni pájaros. El camino era una especie de maleza como no había otra. Pero Tío Fred iba deprisa; no me habló apenas, y hacía que el viejo caballo echara el bofe.

No tardamos en adentrarnos entre los montes, que eran muy altos. Había bosques en ellos, también, y a beces bajaba algún arroyo, pero no vimos ninguna casa y allí donde mirábamos estaba oscuro como en el anochecer.

Finalmente llegamos a la granja: era un pequeño lugar, una casa de viejo armazón y un granero en un claro, con árboles de aspecto sombrío alrededor. Tía Lucy salió a recibirnos; era una especie de señora bajita, de mediana edad, que me abrazó y entró mis cosas.

Pero todo esto no tiene nada que ver con lo que yo quiero contar aquí. No importa que todo este año pasado viviese en la casa con ellos, comiendo de lo que Tío Fred cultivaba, sin bajar nunca al pueblo. No había otra granja en seis kilómetros a la redonda, ni escuela tampoco; así que por las noches Tía Lucy me tomaba la lectura. Nunca he jugado mucho.

Al principio tenía miedo de internarme en el bosque por lo que me había contado Abuela. Además, diría que Tía Lucy y Tío Fred tenían miedo de algo, por la manera de cerrar las puertas por la noche y nunca se internaban en el bosque después de oscurecer, ni aun en verano.

Pero al cabo de un tiempo, me acostumbré a la idea de vivir en el bosque, y ellos no parecieron tan asustados. Yo hacía tareas para Tío Fred, naturalmente, pero a beces, las tardes en que él estaba ocupado, salía a dar una vuelta solo. Sobre todo en el otoño.

Y así fue como oí a uno de los seres. Fue a principios de octubre, y yo estaba en la cañada que hay junto a la gran peña. Entonces empezó el ruido. Yo me escondí rápidamente detrás de esa roca.

Escucha, me dije, en el bosque no hay animales. Ni gente. Salvo, quizá, el viejo Cap Pritchett, el cartero, que sólo viene los jueves por la tarde.

Así que al oír el ruido, no siendo Tío Fred o Tía Lucy que me llamaban, pensé que era mejor esconderme.

Y sobre ese ruido. Al principio era muy lejano, una especie de goteo. Sonaba como la sangre al caer en pequeños chorritos en el fondo de un cubo, cuando Tío Fred colgaba un cerdo sacrificado.

Miré a mi alrededor pero no pude descubrir nada, ni tampoco averiguar la dirección del ruido. El ruido pareció parar durante un minuto, y todo era oscuridad y árboles, quietos como la muerte. Luego empezó el ruido otra vez, más fuerte y más alto.

Sonaba como un montón de gente corriendo o andando todos a la vez, hacia donde yo estaba. El chasquido de ramitas al quebrarse bajo los pies y el remover de arbustos se mezclaban con el ruido. Yo me aplasté detrás de aquella peña y me estuve completamente quieto.

Puedo decir que, fuera lo que fuese, estaba ahora muy cerca, justo en la cañada. Quiero mirar, pero no puede ser porque el ruido es muy alto y ruin. Y también hay un olor espantoso como de algún animal muerto y enterrado que ha sido destapado después al sol.

De repente el ruido se para otra vez y puedo decir que sea lo que sea lo que lo produce, está muy cerca. Durante un minuto, los bosques están tremendamente silenciosos. Luego vuelve el ruido.

Es como una voz que no es voz. O sea, no suena como una voz, sino como un zumbido o gruñido profundo y ronroneante. Pero tiene que ser voz porque dice palabras.

No palabras que yo puedo entender, pero son palabras. Palabras que hacen que mantenga la cabeza bajada, temeroso de que me vean, y temeroso también de ver algo. Permanecí allí sudando y temblando. El hedor me estaba poniendo enfermo, pero esa voz espantosa, profunda, ronroneante, era peor. Una y otra vez repetía algo que sonaba a una cosa así como:

«E uh shub nigger ath ngaa ryla neb shoggoth».

No creo que lo haya escrito tal como sonaba, pero lo oí las suficientes veces como para recordarlo. Aún lo estaba escuchando, cuando el hedor se hizo tan espantosamente denso que creo que me desmayé, porque cuando desperté la voz había desaparecido y estaba oscureciendo.

No paré de correr hasta la casa esa tarde, aunque antes fui a ver dónde había estado el que habló... y era un animal.

Ningún ser humano puede dejar huellas en el barro que son como pezuñas de cabra, todas verdes de limo, con un olor nauseabundo... y no eran cuatro ni ocho, ¡eran lo menos doscientas!

No se lo dije a Tía Lucy ni a Tío Fred. Pero esa noche, cuando me fui a la cama, tuve sueños terribles. Estaba de nuevo en la cañada, sólo que esta vez pude ver a la monstruosidad. Era muy alta y negra como el betún, sin una forma concreta, salvo un montón de cuerdas negras que remataban como con pezuñas. O sea, tenía forma, pero cambiante: se combaba y retorcía en diferentes maneras. Tenía un montón de bocas por todas partes que se arremolinaban como hojas en las ramas.

Es lo más parecido que se me ocurre. Las bocas eran como hojas y todo el ser aquél era como un árbol al viento, un árbol negro con montones de ramas que azotaban el suelo, y un sinfín de raíces que acababan en pezuñas. Y el limo verdoso que goteaba de sus bocas y se escurría por las patas era ¡como la savia!

Al día siguiente me acordé de mirar en un libro que Tía Lucy tenía abajo. Se llamaba mitología. Este libro hablaba de ciertas gentes que vivían en Inglaterra y en Francia antiguamente y que se llamaban druidas. Adoraban a los árboles y creían que estaban vivos. A lo mejor ese ser era como los que ellos adoraban, un llamado espíritu-naturaleza.

Pero si estos druidas vivían al otro lado del océano, ¿cómo podía ser? Esto me hizo pensar un montón, los dos días siguientes, y os aseguro que no volví a jugar más en aquellos bosques.

Finalmente me figuré más o menos lo siguiente :

Que esos druidas fueron expulsados de los bosques de Inglaterra y de Francia y que algunos fueron lo bastante listos como para construir embarcaciones y cruzar el océano, como se cuenta que hizo el Viejo Leaf Erikson. Entonces pudieron asentarse en estos bosques de aquí y ahuyentar a los indios con sus hechizos mágicos.

Sabrían ocultarse en los pantanos, y seguirían celebrando sus cultos paganos e invocando a estos espíritus de la tierra o de donde quiera que vengan.

Los indios suelen creer que los dioses blancos vinieron del mar hace mucho tiempo. ¿Y si eso es ni más ni menos que otra manera de decir cómo llegaron aquí los druidas? Algunos indios verdaderamente civilizados de México o Sudamérica —aztecas o incas, supongo— decían que un dios blanco vino en un barco y les enseñó toda clase de magia. ¿No pudo ser un druida?

Eso también explicaría las historias de Abuela sobre ellos.

Aquellos druidas que se ocultaban en los pantanos serían los que batían y golpeaban tambores y encendían fogatas en los montes. Y los llamarían a ellos espíritus de los árboles o lo que fuera, haciéndolos salir de la tierra. Entonces les harían sacrificios. Estos druidas hacían siempre sacrificios de sangre, igual que las viejas brujas. ¿Y no decía Abuela que la gente que vivía demasiado cerca de los montes desaparecía y no se la volvía a ber?

Nosotros vivíamos en un lugar exactamente así.

Y se acercaba el Día de Difuntos. Abuela siempre decía que ése era un día grande.

Yo empecé a preguntarme, ¿qué pasará ahora?

Me daba tanto miedo que no salía de casa. Tía Lucy me hizo tomar un tónico; decía que yo estaba chupado. Supongo que lo estaba. Todo lo que sé es que una tarde en que oí llegar una calesa por el bosque eché a correr y me escondí debajo de la cama.

Pero sólo era Cap Pritchett con el correo. Tío Fred lo cogió y se puso muy excitado al ver una carta.

Primo Osborne iba a venir a estar con nosotros. Era pariente de Tía Lucy y tenía vacaciones y quería pasar una semana. Llegaría aquí en el mismo tren que yo —el único tren que pasaba por esta parte— el 25 de octubre a mediodía.

Los días siguientes estuvimos todos tan excitados que a mí se me olvidaron todas las ideas como por encanto. Tío Fred arregló la habitación de atrás para que Primo Osborne durmiese allí, y yo le ayudé con la carpintería.

Los días acortaron, y las noches se hicieron frías y con grandes vientos. Era la madrugada del 25, y Tío Fred se abrigó bien para cruzar el bosque con la calesa. Quería traer a Primo Osborne a mediodía, y había diez kilómetros hasta el apeadero. No quiso llevarme, y yo no dije nada. El bosque estaba lleno de ruidos y crujidos del viento... ruidos que podían ser debidos a otras cosas, también.

Bueno, se marchó, y Tía Lucy y yo nos quedamos en la casa. Ella guardaba conservas —ciruelas— para el invierno. Yo sacaba cántaros del pozo.

Creo que tenía que haber dicho antes que teníamos dos pozos. Uno nuevo con una bomba grande y flamante junto a la casa. Y luego otro de piedra al lado del granero, con una bomba estropeada. Nunca había servido para nada, decía Tío Fred; ya estaba así cuando compraron el lugar. El agua estaba llena de limo. Y era curioso, porque aunque no funcionaba la bomba, a veces parecía que bajaba el nivel. Tío Fred no sabía por qué, pero algunas mañanas el agua se desbordaba... un agua verdosa, llena de limo, que olía terriblemente.

No nos acercábamos a él, y yo estuve en el pozo nuevo hasta el mediodía, cuando empezó a nublarse. Tía Lucy preparó la comida, y empezó a llover fuerte y los truenos retumbaban en los grandes montes del oeste.

Pensé que Tío Fred y Primo Osborne iban a tener dificultades para llegar a casa con la tormenta, pero Tía Lucy no se inquietó por eso, me hizo que la ayudara a guardar las provisiones.

A las cinco empezó a oscurecer, y Tío Fred no había regresado. Entonces empezamos a preocuparnos. A lo mejor el tren se había retrasado, o le había pasado algo al caballo o a la calesa.

Las seis y Tío Fred sin venir. Había parado de llover, pero todavía se podían escuchar los truenos como gruñendo por los montes, y las ramas mojadas seguían goteando en el bosque, haciendo un ruido como de mujeres riéndose.

A lo mejor el camino estaba demasiado mal para meterse en él. La calesa podía atascarse en el barro. Tal vez habían decidido quedarse en el apeadero a pasar la noche.

Las siete, y fuera estaba oscuro como la boca de un lobo. Ya no se oía ruido de lluvia. Tía Lucy estaba muy asustada. Dijo que saliéramos a poner un farol en la cerca junto al camino.

Empezamos a bajar por el sendero, en dirección a la cerca. Estaba oscuro y el viento había parado. Todo estaba quieto, como en lo más profundo del bosque. Yo sentía una especie de miedo mientras bajaba por el sendero con Tía Lucy... era como si hubiese algo en la quieta oscuridad en algún lugar, esperando para atraparme.

Encendimos el farol y estuvimos mirando hacia el camino y «¿Qué es eso?», dijo Tía Lucy con un grito muy fuerte. Escuché y oí como un redoblar a lo lejos.

—El caballo y la calesa —dije. Tía Lucy se reanimó.

—Tienes razón —dijo de repente. Y es, porque lo vemos. El caballo corre de prisa y la calesa va saltando detrás como loca. No tardamos ni un segundo en ver que algo ha pasado, porque la calesa no se para junto a la entrada, sino que sigue hasta el granero con Tía Lucy y yo corriendo por el barro detrás del caballo. El caballo está lleno de espuma, y cuando se para no puede estarse quieto. Tía Lucy y yo esperamos que bajen Tío Fred y Primo Osborne, pero no. Entonces miramos dentro.

No hay nadie dentro de la calesa.

Tía Lucy dice «¡Oh!», dando un grito muy fuerte, y luego se desmaya. Yo tuve que llevarla a casa y meterla en la cama.

Esperé toda la noche junto a la ventana, pero Tío Fred y Primo Osborne no aparecieron. Ya más.

Los días siguientes fueron espantosos. No encontramos nada en la calesa que indicara qué había pasado, y Tía Lucy no me dejó que emprendiese el camino hasta el pueblo ni cruzar el bosque hasta el apeadero.

Al día siguiente encontramos el caballo muerto en el granero, y como es natural nos tocaba ir andando al apeadero o recorrer a pie todos los kilómetros que hay hasta la granja de Warren. Tía Lucy tenía miedo de ir y miedo de quedarse, y decidió que cuando viniese Cap Pritchett sería mejor que nos fuéramos con él al pueblo y presentar la denuncia y luego quedarnos allí hasta que averigüemos qué ha pasado.

Yo tenía mis propias ideas sobre lo pasado. Ya faltaban pocos días para el Día de Difuntos, y tal vez ellos habían atrapado a Tío Fred y Primo Osborne para el sacrificio. Ellos o los druidas. El libro de mitología decía que los druidas podían hasta desatar tormentas si querían con sus hechizos.

Aunque no tenía sentido hablar con Tía Lucy. Estaba como trastornada de angustia, y daba vueltas de un lado para otro y murmuraba una y otra vez: «Han muerto», y «Fred siempre me lo advirtió», y «es inútil, es inútil». Tuve que hacer yo las comidas y atenderla a ella. Y por las noches era difícil dnrmir, porque estaba atento a ver si se oían tambores. No llegué a oírlos de todos modos, pero era preferible velar a dormir y tener esos sueños.

Esos sueños sobre el ser negro que era como un árbol, que andaba por los bosques y echaba raíces en un determinado lugar para ponerse a rezar con todas aquellas bocas... a rezar a ese viejo dios de debajo del suelo.

No sé de dónde saqué la idea de cómo rezaba: pegando sus bocas al suelo. Tal vez porque vi el limo verde. ¿O es que lo presencié en realidad? Nunca volví a aquel lugar a mirar. Tal vez no eran más que figuraciones mías, la historia de los druidas y ellos y la voz que decía «shoggoth» y todo lo demás.

Pero entonces, ¿dónde estaban Primo Orborne y Tío Fred? ¿Y qué asustó al caballo para venir de esa manera y morirse al día siguiente?

Los pensamientos me seguían dando vueltas y más vueltas en la cabeza, cada uno expulsando al otro, pero todo lo que sabía era que no estaríamos aquí la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos.

Porque la noche del 31 de octubre caía en jueves, y Cap Pritchett vendría y podríamos irnos al pueblo con él.

La noche antes hice que Tía Lucy recogiera unas cuantas cosas y lo dejamos todo preparado, y entonces me eché a dormir. No hubo ruidos, y por primera vez me sentí un poco mejor.

Sólo que volvieron los sueños. Soñé que un puñado de hombres venían en la noche y entraban por la ventana de la habitación donde dormía Tía Lucy y la cogían. La ataban y se la llevaban en silencio, a oscuras, porque tenían ojos de gato y no necesitaban luz para ver.

El sueño me asustó tanto que me desperté cuando ya despuntaba el día. Bajé corriendo a buscar a Tía Lucy.

Había desaparecido.

La ventana estaba abierta de par en par, como en mi sueño, y había algunas mantas desgarradas.

El suelo estaba duro, fuera de la ventana, y no vi huellas de pies ni nada. Pero había desaparecido.

Creo que grité entonces.

Es difícil recordar lo que hice a continuación. No quise desayunar. Salí gritando «Tía Lucy» sin esperar ninguna respuesta. Fui al granero y encontré la puerta abierta, y que las vacas habían desaparecido. Vi una huella o dos que se dirigían al camino, pero no me pareció prudente seguirlas.

Poco después fui al pozo y entonces grité otra vez, porque el agua estaba verdosa de limo en el nuevo, igual que el agua del viejo.

Cuando vi aquello supe que estaba en lo cierto. Debieron de venir ellos por la noche y ya no trataron de ocultar sus fechorías. Porque estaban seguros de las cosas.

Esta era la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos. Tenía que marcharme de aquí. Si ellos vigilaban y esperaban, y no podía confiar en que Cap Pritchett apareciese esta tarde. Tenía que intentar bajar al camino, así que era mejor que me fuera ahora, por la mañana, mientras había luz para llegar al pueblo.

Con que me puse a revolver y encontré un poco de dinero en el cajón de la mesa de Tío Fred y la carta de Primo Osborne, con el remite de Kingsport, desde donde escribió. Ahí es adonde yo habría ido después de contar a la gente lo sucedido. Debo tener familia allí.

Me preguntaba si me creerían en el pueblo cuando les contara la forma en que Tío Fred había desaparecido, y Tía Lucy, y el robo del ganado para un sacrificio y lo del limo verde en el pozo donde algún animal se había parado a beber. Me preguntaba si se enterarían de los tambores, y las fogatas que habría en los montes esta noche y si formarían una partida y vendrían esta noche para tratar de cogerlos a todos ellos y a lo que se proponían hacer salir de la tierra. Me preguntaba si sabrían qué era un «shoggoth».

Bueno, tanto si iban a venir como si no, yo no iba a quedarme a averiguarlo. Así que hice mi pequeña maleta y me dispuse a marcharme. Debía ser alrededor de mediodía y todo estaba tranquilo.

Fui a la puerta y salí sin molestarme en cerrarla con llave después. ¿Para qué, si no había nadie en muchos kilómetros a la redonda?

Entonces oí el ruido abajo en el camino.

Era ruido de pasos.

Alguien benía por el camino, exactamente por la curva.

Me quedé quieto un minuto, esperando a ber, esperando para echar a correr.

Entonces apareció.

Era alto y delgado, y se parecía un poco a Tío Fred, sólo que mucho más joven y sin barba, y vestía una especie de traje elegante como de ciudad y un sombrero de copa. Sonrió al verme y vino hacia mí como si me conociera.

—Hola, Willie —dijo.

Yo no dije nada, estaba muy confundido.

—¿No me conoces? —dijo—. Soy Primo Osborne. Tu primo Frank —me tendió la mano para estrecharme—. Pero supongo que no te acuerdas de mí, ¿verdad? La última vez que te vi eras sólo un bebé.

—Pero yo creía que tenías que venir la semana pasada —dije—. Te esperábamos el 25.

—¿No recibisteis mi telegrama? —preguntó—. Tuve que hacer.

Negué con la cabeza.

—Nosotros no recibimos nada, aparte del correo que nos traen los jueves. A lo mejor está en la estación.

Primo Osborne hizo una mueca.

—Estáis bastante lejos del bullicio, desde luego. Este mediodía no había nadie en la estación. He esperado a Fred para que me recogiera en su calesa, así no me habría dado la caminata, pero no he tenido suerte.

—¿Has venido a pie todo el trayecto? —pregunté.

—Desde luego.

—¿Y has venido en tren?

Primo Osborne asintió.

—Entonces, ¿dónde está tu maleta?

—La he dejado en el apeadero —me dijo—. Está demasiado lejos para traerla en la mano. Pensé que Fred me puede llevar en su calesa para recogerla —notó mi equipaje por primera vez—. Pero, un momento, ¿adonde vas con esa maletita, hijo?

Bueno, no me quedaba otro remedio que contarle todo lo que había sucedido.

Así que le dije que fuéramos a la casa a sentarnos, y se lo explicaría.

Volvimos y él preparó un poco de café y yo hice un par de bocadillos y comimos, y entonces le conté que Tío Fred había ido al apeadero y no había vuelto, y lo del caballo, y lo que le ocurrió luego a Tía Lucy. Me callé lo que me pasó a mí en el bosque, naturalmente, y ni siquiera le insinué lo de ellos. Pero le dije que estaba asustado y que me disponía a irme hoy mismo antes de que oscureciese.

Primo Osborne me escuchaba, asentía y no decía nada ni me interrumpía.

—Así que por eso tenemos que irnos de aquí.

Primo Osborne se levantó.

—Puede que tengas razón, Willie —dijo—. Pero no dejes correr demasiado la imaginación, hijo. Trata de separar los hechos de las fantasías. Tus tíos han desaparecido. Eso es un hecho. Pero esa otra tontería sobre unos seres de los bosques que vienen por ti... eso es fantasía. Me recuerda todas aquellas estupideces que contaban en casa, en Arkham. Y por alguna razón, me lo recuerdan más en este tiempo, ya que es 31 de octubre. Porque, cuando me marché...

—Perdona, Primo Osborne —dije—. Pero ¿no vives en Kingsport?

—Pues claro —me contestó—. Pero antes vivía en Arkham, y conozco a la gente de por aquí. No me extraña que te asusten los bosques y que imagines cosas. De hecho, admiro tu valentía. Para tus doce años, te has portado con mucha sensatez.

—Entonces pongámonos en camino —dije—. Son casi las dos, y lo más prudente es que nos vayamos si queremos llegar al pueblo antes de la puesta del sol.

—Aún no, hijo —dijo Primo Osborne—. No me iré tranquilo sin echar antes una ojeada y ver qué podemos averiguar sobre este misterio. Al fin y al cabo, debes comprender que no podemos marcharnos al pueblo y contarle al sheriff cualquier disparate sobre extrañas criaturas de los bosques que vinieron y se llevaron a tus tíos. La gente sensata no cree en esas cosas. Podrían pensar que estoy mintiendo y se reirían de mí. Podrían creer que has tenido algo que ver con... bueno, con la desaparición de tus tíos.

—Por favor —dije—. Vamonos ahora mismo.

No dije nada más. Podía haberle dicho un montón de cosas, lo que había soñado y oído y visto y lo que sabía... pero pensé que no serviría de nada.

Además, había cosas que yo no quería decirle ahora que había hablado con él. Me sentía asustado otra vez.

Primero dijo que era de Arkham y luego, cuando le pregunté me dijo que era de Kingsport pero a mí me sonaba a mentira.

Luego dijo algo sobre que yo tenía miedo en los bosques, pero ¿cómo podía saber eso él? Yo no le había contado ese detalle.

Si queréis saber qué es lo que yo pensaba de verdad, pensaba que tal bez no era Primo Osborne.

Y si no era él, entonces ¿quién era?

Me puse de pie y me dirigí al vestíbulo.

—¿Adonde vas, hijo? —preguntó.

—Afuera.

—Iré contigo.

Con toda seguridad, me vigilaba. No iba a perderme de vista. Vino a mí y me cogió del brazo amistosamente... pero yo no podía soltarme. No, se pegó a mi lado. Sabía que yo me proponía echar a correr.

¿Qué podía hacer? Estaba a solas en la casa del bosque con este hombre, y de cara a la noche, víspera de Todos los Santos, y ellos aguardando fuera.

Salimos, y noté que ya empezaba a oscurecer, aun en plena tarde. Las nubes habían ocultado el sol, y el viento agitaba los árboles de forma que alargaban las ramas como si trataran de retenerme. Hacían un ruido susurrante, como si cuchichearan cosas sobre mí, y él levantó la vista como para mirarlos y escucharlos. A lo mejor comprendía lo que decían. A lo mejor le estaban dando órdenes.

Luego casi me eché a reír, porque se puso a escuchar algo, y yo lo oí también.

Era un golpear en el camino.

—Cap Pritchett —dije—. Es el cartero. Ahora podremos irnos al pueblo en su calesa.

—Deja que hable con él —dijo—. Y sobre tus tíos, no hay por qué alarmarle y no vamos a armar escándalo, ¿no te parece? Corre adentro.

—Pero, Primo Osborne —dije—. Tenemos que decir la verdad.

—Pues claro que sí, hijo. Pero eso es cosa de mayores. Ahora corre. Ya te llamaré.

Hablaba con mucha amabilidad y hasta sonrió, pero de todos modos me llevó a la fuerza hasta el porche y me metió en la casa y cerró con un portazo. Me quedé en el vestíbulo a oscuras y pude oír a Cap Pritchett y llamarle, y que él subía a la calesa y hablaba, y luego oí un murmullo muy bajo. Miré por una raja de la puerta y los vi. Cap Pritchett le hablaba amistosamente, con humor, y no pasaba nada.

Después, al cabo de un minuto o dos, Cap Pritchett hizo un gesto de despedida y cogió las riendas, ¡y la calesa se puso en marcha otra vez!

Entonces me di cuenta de lo que tenía que hacer, pasara lo que pasase. Abrí la puerta y eché a correr, con la maletita y todo, sendero abajo, y luego por el camino, detrás de la calesa. Primo Osborne trató de cogerme cuando pasé por su lado, pero lo esquivé y grité:

—¡Espéreme, Cap, quiero irme, lléveme al pueblo!

Cap se detuvo y miró hacia atrás, realmente desconcertado.

—¡Willie! —dijo—. Creía que te habías ido. Él me ha dicho que te habías marchado con Fred y con Lucy.

—No le haga caso —dije—. No quería que me fuera. Lléveme al pueblo. Tengo que contarle lo que ha pasado. Por favor, Cap, tiene que llevarme.

—Claro que sí, Willie. Sube.

Salté arriba.

Primo Osborne vino en seguida a la calesa.

—Baja ahora mismo —dijo con astucia—. No puedes marcharte así como así. Te lo prohibo. Estás bajo mi custodia.

—No le escuche —supliqué—. Lléveme, Cap. ¡Por favor!

—Muy bien —dijo Primo Osborne—. Si insistes en no ser razonable, iremos todos. No puedo consentir que te vayas solo.

Sonrió a Cap.

—Como ve, el chico está trastornado —dijo—. Espero que no le molesten sus desvaríos. El vivir aquí como él... bueno, usted me comprende, no es el mismo. Se lo explicaré todo camino del pueblo.

Se encogió de hombros e hizo un gesto como de golpearse la cabeza con los dedos. Luego sonrió otra vez, y se dispuso a subir y tomar asiento junto a nosotros.

Pero Cap no le correspondió.

—No, usted, no —dijo—. Este chico, Willie, es un buen chico. Yo lo conozco. A usted no le conozco. Parece que ya me ha explicado bastante, señor, al decirme que Willie se había ido.

—Pero sólo quería evitar que hablase; escuche, me han llamado como médico para que atienda al muchacho... está mentalmente desequilibrado.

—¡Maldita sea! —Cap disparó un escupitajo de jugo de tabaco a los pies de Primo Osborne—. Nos vamos.

Primo Osborne dejó de sonreír.

—Entonces insisto en que me lleve con usted —dijo, y trató de subir a la calesa.

Cap se metió la mano en la chaqueta y cuando la sacó otra vez, tenía una enorme pistola en ella.

—¡Baje! —gritó—. Señor, está hablando con el Correo de los Estados Unidos, y usted no manda en el Gobierno, ¿entiende? Ahora baje, si no quiere que le esparza los sesos en el camino.

Primo Osborne arrugó el ceño, pero se apartó en seguida de la calesa.

Me miró a mí y encogió los hombros.

—Cometes una gran equivocación, Willie —dijo.

Yo no le miré siquiera. Cap dijo: «Vamos», y salimos al camino. Las ruedas de la calesa rodaron más y más de prisa, y no tardamos en perder de vista la casa y Cap se guardó la pistola y me palmeó en el hombro.

—Deja de temblar, Willie —dijo—. Ahora estás a salvo. Nadie te molestará. Dentro de una hora o así estaremos en el pueblo. Ahora sosiégate y cuéntale al viejo Cap todo lo que ha pasado.

Se lo conté. Tardé mucho tiempo. Corríamos a través de los bosques, y antes de que me diera cuenta, casi había oscurecido. El sol se deslizó furtivamente detrás de los montes. La oscuridad empezaba a invadir los bosques a ambos lados del camino, y los árboles empezaban a susurrar, diciéndoles a las sombras que nos siguiesen.

El caballo corría y brincaba y muy pronto oímos otros ruidos a lo lejos. Podían ser truenos o podían ser otra cosa. Pero lo que era seguro es que se avecinaba la noche y que era víspera de Todos los Santos.

La carretera cruzaba entre los montes ahora, y no beías adónde te iba a llevar la siguiente curva. Además, oscurecía muy de prisa.

—Sospecho que nos va a caer un chaparrón —dijo Cap, mirando hacia el cielo—. Eso son truenos, creo.

—Tambores —dije yo.

—¿Tambores?

—Por la noche pueden oírse en los montes —dije—. Los he oído todo este mes. Son ellos, se están preparando para el sabbath.

—¿El sabbath? —Cap me miró—. ¿Dónde has oído hablar del sabbath?

Entonces le conté algo más sobre lo que había ocurrido. Le conté todo lo demás. No dijo nada, y al poco tiempo no pudo haber contestado tampoco porque los truenos sonaban alrededor nuestro, y la lluvia azotaba la calesa, la carretera, todo. Ahora había oscurecido completamente, y sólo podíamos ver cuando surgía algún relámpago. Tenía que gritar para hacerme oír, contarle a voces los seres que se habían apoderado de Tío Fred y habían venido por Tía Lucy, los que se habían llevado nuestro ganado y luego enviaron a Primo Osborne por mí. Le conté a gritos también lo que había oído en el bosque.

A la luz de los relámpagos pude ber la cara de Cap. Sonreía o arrugaba el ceño... parecía que me creía. Y noté que había sacado otra vez la pistola y que sostenía las riendas con una mano a pesar de que corríamos muy de prisa. El caballo estaba tan asustado que no necesitaba que lo fustigaran para mantenerse al galope.

La vieja calesa saltaba y daba bandazos y la lluvia silbaba en el viento y era todo como un sueño espantoso, pero real. Era real cuando le conté a gritos a Cap Pritchett lo que oí aquella vez en el bosque.

—Shoggoth —grité—. ¿Qué es un shoggoth?

Cap me cogió el brazo, y luego surgió un relámpago y pude ver su cara con la boca abierta. Pero no me miraba a mí. Miraba el camino y lo que teníamos delante.

Los árboles se habían como juntado cubriendo la siguiente curva, y en la oscuridad parecía como si estuviesen vivos... se movían y se inclinaban y se retorcían para cerrarnos el paso. Surgió un relámpago y pude verlos con claridad, y también algo más.

Era algo negro que estaba en el camino, algo que no era árbol. Algo negro y enorme, agachado, esperando con unos brazos como cuerdas extendiéndose y contorsionándose.

—¡Shoggoth! —gritó Cap. Pero yo apenas le oí porque los truenos retumbaban ahora y el caballo soltó un relincho y sentí un tirón de la calesa hacia un lado y el caballo se encabritó y casi caímos sobre aquello negro. Pude notar un olor espantoso, y Cap apuntó con la pistola y soltó un disparo casi tan fuerte como el trueno y casi tan ruidoso como el estampido que se produjo cuando herimos a aquella negra monstruosidad.

Entonces sucedió todo en un momento. El trueno, la caída del caballo, el tiro, y nuestro choque al pasar la calesa por encima. Cap debía llevar las riendas atadas alrededor de su brazo, porque cuando cayó el caballo y se volcó la calesa salió de cabeza por encima del guardafango y fue a parar sobre la agitada confusión que era el caballo... y la monstruosidad negra que lo había atrapado. Yo sentía que salía despedido hacia la oscuridad, y luego que aterrizaba en el barro y la grava del camino.

Hubo truenos y gritos y otro ruido que yo había oído antes una vez, en los bosques... un zumbido como de una voz.

Por eso no miré hacia atrás. Por eso ni se me ocurrió pensar en el daño que me había hecho al caer... me puse de pie y eché a correr por la carretera lo más de prisa que podía, en medio de la tormenta y la oscuridad, mientras los árboles se contorsionaban y retorcían y agitaban sus cabezas y me apuntaban con sus ramas y se reían.

Por encima de los truenos oí el relincho del caballo y oí el alarido de Cap, también, pero no me volví a mirar. Los relámpagos se sucedían a intervalos, y yo corría entre los árboles ahora porque el camino no era más que un cenagal que me sujetaba y me sorbía las piernas. Al cabo de un rato comencé a gritar yo también, pero no podía ni oírme yo mismo debido a los truenos. Y más que truenos. Oía tambores.

De repente, salí del bosque y llegué a los montes. Corrí hacia arriba y el rumor de los tambores se hizo más fuerte, y no tardé en ver un poco medianamente, aunque no ya por los relámpagos. Porque había fogatas encendidas en el monte; y el percutir de los tambores venía de allí.

Me extravié en el ruido; el viento gemía y los árboles se reían y los tambores palpitaban. Pero me detuve a tiempo. Me detuve cuando vi con claridad las fogatas; eran unos fuegos rojos y verdes que ardían aun con toda la lluvia.

Vi una gran piedra blanca en el centro de un claro que había en lo alto de una colina. Había fuegos rojos y verdes detrás y a su alrededor, de modo que todo se recortaba contra las llamas.

Había hombres junto al altar, hombres de largas barbas grises y rostros arrugados, hombres que echaban al fuego unos polvos que olían espantosamente mal y hacían las llamas rojas y verdes. Y tenían cuchillos en las manos, y podía oírles aullar por encima de la tormenta. De espaldas, acuclillados en el suelo, había más hombres que hacían sonar los tambores.

Poco después llegó algo más a la loma: dos hombres conduciendo ganado. Podría asegurar que eran nuestras vacas lo que conducían y las llevaron derecho al altar y luego los hombres de los cuchillos las degollaron como sacrificio.

Todo esto lo pude ver por los relámpagos y las llamas de las hogueras, y yo me agazapé en el suelo de modo que no me pudieran descubrir.

Pero en seguida dejé de ver bien, debido a la forma de echar polvos en el fuego. Se levantó un humo muy espeso. Cuando este humo se lebantó los hombres empezaron a cantar y a rezar más alto.

Yo no podía oír las palabras, pero sonaba como lo que escuché en los bosques la otra vez. No podía ver muy bien, pero sabía lo que iba a pasar. Dos hombres que habían conducido el ganado bajaron por el otro lado de la loma y cuando volvieron a subir traían nuevas víctimas para el sacrificio. El humo no me dejaba ver bien, pero las víctimas tenían dos piernas, no cuatro patas. Tal vez hubiera podido ver mejor en ese momento, pero me tapé la cara cuando las arrastraron ante el altar blanco y lebantaron los cuchillos y el fuego y el humo se avivaron de pronto y los tambores resonaron y cantaron todos y llamaron en voz muy alta a alguien que aguardaba en el otro lado de la loma.

El suelo empezó a estremecerse. Creció la tormenta y redoblaron los relámpagos y los truenos y el fuego y el humo y los cánticos y yo estaba medio muerto de miedo, pero una cosa podría jurar: que el suelo empezó a estremecerse. Se sacudió y tembló, y ellos llamaron a alguien y ese alguien acudió como al cabo de un minuto.

Acudió arrastrándose cuesta arriba hasta el altar y el sacrificio, y era negro como aquella monstruosidad de mis sueños, como aquella cosa negra con cuerdas y en forma de árbol y con una gelatina verdosa de los bosques. Y subió con sus pezuñas y bocas y brazos serpeantes. Y los hombres se inclinaron y retrocedieron y entonces aquello se acercó al altar donde había algo que se retorcía encima, que se retorcía y chillaba.

La monstruosidad negra se inclinó sobre el altar y entonces oí un zumbido por encima de los gritos al agacharse. Sólo miré un minuto, pero en este tiempo la negra monstruosidad empezó a inflarse y a crecer.

Eso pudo conmigo. Perdí todo sentido de la prudencia. Tenía que correr. Me lebanté y corrí y corrí y corrí, gritando a voz en cuello sin importarme que me oyeran.

Seguí corriendo y gritando en medio de los bosques y la tormenta y huyendo de aquella loma y aquel altar y entonces de repente supe dónde estaba y que había vuelto aquí a la casa de mis tíos.

Sí, eso es lo que había hecho: correr en círculo y regresar. Pero ya no podía continuar, no podía seguir soportando la noche y la tormenta. Así que corrí adentro. Al principio, después de cerrar la puerta me dejé caer en el suelo, cansado de tanto correr y gritar.

Pero al cabo de un rato me levanté y busqué clavos y un martillo y unas tablas de Tío Fred que no estuvieran hechas astillas.

Primero clavé la puerta y luego todas las ventanas. Hasta la última. Creo que estuve trabajando varias horas. Al terminar, la tormenta se había disipado y todo quedó tranquilo. Lo bastante tranquilo como para poderme echar en la cama y quedarme dormido.

Me he despertado hace un par de horas. Era de día. He podido ver la luz a través de las rajas. Por la forma de entrar el sol, he comprendido que ya es por la tarde. He dormido toda la mañana y no ha venido nadie.

Calculaba que tal vez podía abrir y marcharme a pie al pueblo como había planeado ayer.

Pero calculaba mal.

Antes de ponerme a quitar los clavos, le he oído. Era Primo Osborne, naturalmente. El hombre que dijo que era Primo Osborne quiero decir.

Ha entrado en el cercado gritando: «¡Willie!» Pero yo no he contestado. Luego ha intentado abrir la puerta y después las ventanas. Le he oído golpear y maldecir. Eso ha estado mal.

Pero entonces se ha puesto a murmurar, y eso ha sido peor. Porque significaba que no estaba solo.

He echado una ojeada por una raja, pero se habían ido a la parte de atrás de la casa, así que no he visto quiénes estaban con él.

Creo que da lo mismo, porque si estoy en lo cierto, es mejor no berlos.

Ya es bastante desagradable oírlos.

Oír ese ronco croar, y luego oírle a él hablar y después croar otra vez.

El olor es un olor espantoso, como el limo verde de los bosques y del pozo.

El pozo... han ido al pozo de atrás. Y he oído a Primo Osborne decir algo así como: «Esperad hasta que oscurezca. Podemos utilizar el pozo si encontráis la entrada. Buscad la entrada.»

Ahora ya sé lo que significa. El pozo debe de ser una especie de entrada al lugar que tienen bajo tierra, que es donde esos druidas viven. Y esa monstruosidad negra.

He estado escribiendo de un tirón y ya la tarde se va yendo. Miro por las rajas y veo que está oscureciendo otra bez.

Ahora es cuando vendrán por mí; cuando oscurezca.

Romperán la puertas y las ventanas y entrarán y me cogerán. Me bajarán al pozo, me llevarán a los negros lugares donde están los shoggoths. Debe de haber todo un mundo debajo de los montes, un mundo donde se ocultan y esperan para salir por más víctimas, por más sacrificios. No quieren que haya seres humanos por aquí, salvo los que necesitan para los sacrificios.

Yo vi lo que esa monstruosidad negra hizo en el altar. Sé lo que me va a pasar.

Tal vez echen de menos a Primo Osborne en su casa y envíen a alguien a averiguar qué le ha pasado. Puede que las gentes del pueblo echen de menos a Cap Pritchett y vengan a buscarle. Puede que vengan y me encuentren. Pero si no vienen pronto, será demasiado tarde.

Por eso he escrito esto. Es verdad lo que digo, con la mano sobre el corazón, cada palabra. Y si alguien encuentra este cuaderno donde yo lo escondo, que vaya y se asome al pozo. Al pozo viejo, que está detrás.

Que recuerde lo que he dicho de ellos. Que ciegue el pozo y seque las charcas. No tiene sentido que me busquen... si no estoy aquí.

Quisiera no estar tan asustado. No lo estoy tanto por mí como por otras gentes; los que pueden venir a vivir por aquí, y les pase lo mismo... o peor.

Tenéis que creerme. Id a los bosques, si no. Id a la loma. A la loma donde ellos hicieron los sacrificios. Puede que ya no estén las manchas y la lluvia haya borrado las huellas. Puede que no encontréis ningún rastro de fuego. Pero la piedra del altar tiene que estar allí. Y si está, sabréis la verdad. Debe haber unas manchas redondas y grandes en esa piedra. Manchas de medio metro de anchas.

No he hablado de ellas. Al final, miré hacia atrás. Vi a la monstruosidad negra aquella que era un shoggoth. La vi cómo se hinchaba y crecía. Creo que he dicho ya que podía cambiar de forma, y que se hacía enorme. Pero no podéis ni imaginar el tamaño ni la forma y yo no lo quiero decir.

Lo único que digo es que miréis. Que miréis y veréis lo que se esconde debajo de la tierra en estos montes, esperando salir para celebrar su festín y matar a alguien más.

Esperad. Ya vienen. Se está haciendo de noche y puedo oír sus pasos. Y otros ruidos. Voces. Y otros ruidos. Están aporreando la puerta. Y estoy seguro de que deben tener un tronco o tablón para derribarla. Toda la casa se estremece. Oigo hablar a voces a Primo Osborne, y también ese zumbido. El olor es espantoso. Me estoy poniendo enfermo, y dentro de un minuto...

Mirad el altar. Luego comprenderéis qué estoy tratando de decir. Mirad las grandes manchas redondas, de medio metro de anchas, a cada lado. Es donde la enorme monstruosidad negra se agarró.

Mirad las marcas, y sabréis lo que vi, lo que me da miedo, lo que espera para atraparos, a menos que lo sepultéis para siempre bajo tierra.

Marcas negras de medio metro de anchas. Pero no son manchas.

En realidad, son ¡huellas de dedos!

Han derribado la puerta d...




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