GUIA DEL AUTOESTOPISTA -
GALACTICO
Douglas
Adams
A Jonny
Brock, Clare Gorst
y demás arlingtonianos,
por el té, la simpatía y el sofá
En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo
occidental de la espiral de
la galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol
amarillento.
En su órbita, a una distancia aproximada de ciento cincuenta
millones de kilómetros,
gira un pequeño planeta totalmente insignificante de color
azul verdoso cuyos
pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente
primitivos que aún
creen que los relojes de lectura directa son de muy buen
gusto.
Este planeta tiene, o mejor dicho, tenía el problema
siguiente: la mayoría de sus
habitantes eran infelices durante casi todo el tiempo.
Muchas soluciones se sugirieron
para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían
principalmente a los
movimientos de pequeños trozos de papel verde; cosa extraña,
ya que los pequeños
trozos de papel verde no eran precisamente quienes se
sentían infelices.
De manera que persistió el problema; muchos eran humildes y
la mayoría se
consideraban miserables, incluso los que poseían relojes de
lectura directa.
Cada vez eran más los que pensaban que, en primer lugar,
habían cometido un gran
error al bajar de los árboles. Y algunos afirmaban que lo de
los árboles había sido una
equivocación, y que nadie debería haber salido de los mares.
Y entonces, un jueves, casi dos mil años después de que
clavaran a un hombre a un
madero por decir que, para variar, sería estupendo ser bueno
con los demás, una
muchacha que se sentaba sola en un pequeño café de
Rickmansworth comprendió de
pronto lo que había ido mal durante todo el tiempo, y
descubrió el medio por el que el
mundo podría convertirse en un lugar tranquilo y feliz. Esta
vez era cierto, daría
resultado y no habría que clavar a nadie a ningún sitio.
Lamentablemente, sin embargo, antes de que pudiera llamar
por teléfono para
contárselo a alguien, ocurrió una catástrofe terrible y
estúpida y la idea se perdió para
siempre.
Esta no es la historia de la muchacha.
Sino la de aquella catástrofe terrible y estúpida, y la de
algunas de sus consecuencias.
También es la historia de un libro, titulado Guía del
autoestopista galáctico; no se trata
de un libro terrestre, pues nunca se publicó en la Tierra y,
hasta que ocurrió la terrible
catástrofe, ningún terrestre lo vio ni oyó hablar de él.
No obstante, es un libro absolutamente notable.
En realidad, probablemente se trate del libro más notable
que jamás publicaran las
grandes compañías editoras de la Osa Menor, de las cuales
tampoco ha oído hablar
terrestre alguno.
Y no sólo es un libro absolutamente notable, sino que
también ha tenido un éxito
enorme: es más famoso que las Obras escogidas sobre el
cuidado del hogar espacial,
más vendido que las Otras cincuenta y tres cosas que hacer
en gravedad cero, y más
polémico que la trilogía de devastadora fuerza filosófica de
Oolon Colluphid En qué se
equivocó Dios, Otros grandes errores de Dios y Pero ¿quién
es ese tal Dios?
En muchas de las civilizaciones más tranquilas del margen
oriental exterior de la
galaxia, la Guía del autoestopista ya ha sustituido a la
gran Enciclopedia galáctica como
la fuente reconocida de todo el conocimiento y la sabiduría,
porque si bien incurre en
muchas omisiones y contiene abundantes hechos de
autenticidad dudosa, supera a la
segunda obra, más antigua y prosaica, en dos aspectos
importantes.
En primer lugar, es un poco más barata; y luego, grabada en
la portada con simpáticas
letras grandes, ostenta la leyenda:
NO SE ASUSTE.
Pero la historia de aquel jueves terrible y estúpido, la
narración de sus consecuencias
extraordinarias y el relato de cómo tales consecuencias
están indisolublemente
entrelazadas con ese libro notable, comienza de manera muy
sencilla.
Empieza con una casa.
La casa se alzaba en un pequeño promontorio, justo en las
afueras del pueblo. Estaba
sola y daba a una ancha extensión cultivable de la campiña
occidental. No era una casa
admirable en sentido alguno; tenía unos treinta años de
antigüedad, era achaparrada
más bien cuadrada, de ladrillo, con cuatro ventanas en la
fachada delantera y de
tamaño y proporciones que conseguían ser bastante
desagradables a la vista.
La única persona para quien la casa resultaba en cierto modo
especial, era Arthur Dent,
y ello sólo porque daba la casualidad de que era el único
que vivía en ella. La había
habitado durante tres años, desde que se mudó de Londres,
donde se irritaba y se
ponía nervioso. También tenía unos treinta años; era alto y
moreno, y nunca se sentía
enteramente a gusto consigo mismo. Lo que más solía
preocuparle era el hecho de que
la gente le preguntara siempre por qué tenía un aspecto tan
preocupado. Trabajaba en
la emisora local de radio, y solía decir a sus amigos que su
actividad era mucho más
interesante de lo que ellos probablemente pensaban.
El miércoles por la noche había llovido mucho y el camino
estaba húmedo y embarrado,
pero el jueves por la mañana había un sol claro y brillante
que, según iba a resultar,
lucía sobre la casa de Arthur por última vez.
Aún no se le había comunicado a Arthur en forma debida que
el ayuntamiento quería
derribarla para construir en su lugar una vía de
circunvalación.
A las ocho de la mañana de aquel jueves, Arthur no se
encontraba muy bien. Se
despertó con los ojos turbios, se levantó, deambuló agotado
por la habitación, abrió una
ventana, vio un bulldozer, encontró las zapatillas y, dando
un traspiés, se encaminó al
baño para lavarse.
Pasta de dientes en el cepillo: ya, a frotar.
Espejo para afeitarse: apuntaba al cielo. Lo acopló. Durante
un momento el espejo
reflejó otro bulldozer por la ventana del baño.
Convenientemente ajustado, reflejó la
encrespada barba de Arthur. Se afeitó, se lavó, se secó y,
dando trompicones, se dirigió
a la cocina con idea de hallar algo agradable que llevarse a
la boca.
Cafetera, enchufe, nevera, leche, café. Bostezo.
Por un momento, la palabra «bulldozer» vagó por su mente en
busca de algo
relacionado con ella.
El bulldozer que se veía por la ventana de la cocina era muy
grande.
Lo miró fijamente.
«Amarillo», pensó, y fue tambaleándose a su habitación para
vestirse.
Al pasar por el baño se detuvo para beber un gran vaso de
agua, y luego otro. Empezó
a sospechar que tenía resaca. ¿Por qué tenía resaca? ¿Había
bebido la noche
anterior? Supuso que así debió ser. Atisbó un destello en el
espejo de afeitarse.
«Amarillo», pensó, y siguió su camino vacilante hacia la
habitación.
Se detuvo a reflexionar. La taberna, pensó. ¡Santo Dios, la
taberna! Vagamente recordó
haberse enfadado por algo que parecía importante. Se lo
estuvo explicando a la gente,
y más bien sospechó que se lo había contado con gran
detalle: su recuerdo visual más
nítido era el de miradas vidriosas en las caras de los
demás. Acababa de descubrir algo
sobre una nueva vía de circunvalación. Habían circulado
rumores durante meses, pero
nadie parecía saber nada al respecto. Ridículo. Bebió un
trago de agua.
Eso ya se arreglaría solo, concluyó; nadie quería una vía de
circunvalación, y el
ayuntamiento no tenía en qué basar sus pretensiones. El asunto
se arreglaría por sí
solo.
Pero qué espantosa resaca le había producido. Se miró en la
luna del armario. Sacó la
lengua.
«Amarilla», pensó.
La palabra amarillo vagó por su mente en busca de algo
relacionado con ella.
Quince segundos después había salido de la casa y estaba
tumbado delante de un
enorme bulldozer amarillo que avanzaba por el sendero del
jardín.
Mister L. Prosser era, como suele decirse, muy humano. En
otras palabras, era un
organismo basado en el carbono, bípedo, y descendiente del mono.
Más
concretamente, tenía cuarenta años, era gordo y despreciable
y trabajaba para el
ayuntamiento de la localidad. Cosa bastante curiosa, aunque
él lo ignoraba, era que
descendía por línea masculina directa de Gengis Kan, si bien
las generaciones
intermedias y la mezcla de razas habían escamoteado sus
genes de tal manera que no
poseía rasgos mongoloides visibles, y los únicos vestigios
que aún conservaba mister L.
Prosser de su poderoso antepasado eran una pronunciada
corpulencia en torno a la
barriga y cierta predilección hacia pequeños gorros de piel.
De ningún modo era un gran guerrero; en realidad, era un
hombre nervioso y
preocupado. Aquel día estaba especialmente nervioso y
preocupado porque había
topado con una dificultad grave en su trabajo, que consistía
en quitar de en medio la
casa de Arthur Dent antes de que acabara el día.
- Vamos, mister Dent - dijo -, usted sabe que no puede
ganar. No puede estar tumbado
delante del bulldozer de manera indefinida.
Intentó dar un brillo fiero a su mirada, pero sus ojos no le
respondieron.
Arthur siguió tumbado en el suelo y le lanzó una réplica
desconcertante.
- Bueno - dijo -; ya veremos quién se achata antes.
- Me temo que tendrá que aceptarlo - repuso mister Prosser,
empuñando su gorro de
piel y colocándoselo del revés en la coronilla -. ¡Esa vía
de circunvalación debe
construirse y se construirá!
- Es la primera noticia que tengo - afirmó Arthur -. ¿Por
qué tiene que construirse?
Mister Prosser agitó el dedo durante un rato delante de
Arthur; luego dejó de hacerlo y
lo retiró.
- ¿Qué quiere decir con eso de por qué tiene que
construirse? - le preguntó a su vez -.
Se trata de una vía de circunvalación. Y hay que construir
vías de circunvalación.
Las vías de circunvalación son artificios que permiten a
ciertas personas pasar con
mucha rapidez de un punto A a un punto B, mientras que otras
avanzan a mucha
velocidad desde el punto B al punto A. La gente que vive en
un punto C, justo en medio
de los otros dos, suele preguntarse con frecuencia por la
gran importancia que debe
tener el punto A para que tanta gente del punto B tengan
tantas ganas de ir para allá, y
qué interés tan grande tiene el punto B para que tanta gente
del punto A sienta tantos
deseos de acudir a él. A menudo ansían que las personas
descubran de una vez para
siempre el lugar donde quieren quedarse.
Mister Prosser quería ir a un punto D. El punto D no estaba
en ningún sitio en especial,
sólo se trataba de cualquier punto conveniente que se
encontrara a mucha distancia de
los puntos A, B y C. Llegaría a tener una bonita casita de
campo en el punto D, con
hachas encima de la puerta, y pasaría una agradable cantidad
de tiempo en el punto E,
donde estaría la taberna más próxima al punto D. Su mujer,
por supuesto, quería
rosales trepadores, pero él prefería hachas. No sabía por
qué; sólo que le gustaban las
hachas. Se ruborizó profundamente ante las muecas burlonas
de los conductores de los
bulldozers.
Empezó a apoyarse en un pie y luego en otro, pero estaba
igualmente incómodo
descargando el peso en cualquiera de los dos. Estaba claro
que alguien había sido
sumamente incompetente, y esperaba por lo más sagrado que no
hubiera sido él.
- Tenía usted derecho a hacer sugerencias o a presentar
objeciones a su debido
tiempo, ¿sabe? - dijo mister Prosser.
- ¿A su debido tiempo? - gritó Arthur -. ¡A su debido
tiempo! La primera noticia que he
tenido fue ayer, cuando vino un obrero a mi casa. Le
pregunté si venía a limpiar las
ventanas y me contestó que no, que venía a derribar mi casa.
No me lo dijo
inmediatamente, desde luego. Claro que no. Primero me limpió
un par de ventanas y
me cobró cinco libras. Luego me lo dijo.
- Pero mister Dent, los planos han estado expuestos en la
oficina de planificación local
desde hace nueve meses.
- ¡Ah, claro! Ayer por la tarde, en cuanto me enteré, fui
corriendo a verlos. No se ha
excedido usted precisamente en llamar la atención hacia
ellos, ¿verdad que no? Me
refiero a decírselo realmente a alguien, o algo así.
- Pero los planos estaban a la vista...
- ¿A la vista? Si incluso tuve que bajar al sótano para
verlos.
- Ahí está el departamento de exposición pública.
- Con una linterna.
- Bueno, probablemente se había ido la luz.
- Igual que en las escaleras.
- Pero bueno, encontró el aviso, ¿no?
- Sí - contestó Arthur -, lo encontré. - Estaba a la vista
en el fondo de un archivador
cerrado con llave y colocado en un lavabo en desuso en cuya
puerta había un letrero
que decía: Cuidado con el leopardo.
Por el cielo pasó una nube. Arrojó una sombra sobre Arthur
Dent, que estaba tumbado
en el barro frío, apoyado en el codo. Arrojó otra sombra
sobre la casa de Arthur Dent.
Mister Prosser frunció el ceño.
- No parece que sea una casa particularmente bonita -
afirmó.
- Lo siento, pero da la casualidad de que a mí me gusta.
- Le gustará la vía de circunvalación.
- ¡Cállese ya! - exclamó Arthur Dent -. Cállese, márchese y
llévese con usted su
condenada vía de circunvalación. No tiene en qué basar sus
pretensiones, y usted lo
sabe.
Mister Prosser abrió y cerró la boca un par de veces mientras
su imaginación se llenaba
por un momento de visiones inexplicables, pero horriblemente
atractivas, de la casa de
Arthur Dent consumida por las llamas y del propio Arthur
gritando y huyendo a la
carrera de las ruinas humeantes con al menos tres pesadas
lanzas sobresaliendo en su
espalda. Mister Prosser se veía incomodado con frecuencia
por imágenes parecidas,
que le ponían muy nervioso. Tartamudeó un momento, pero
logró dominarse.
- Mister Dent - dijo.
- ¡Hola! ¿Sí? - dijo Arthur.
- Voy a proporcionarle cierta información objetiva. ¿Tiene
usted alguna idea del daño
que sufriría ese bulldozer si yo permitiera que simplemente
le pasara a usted por
encima?
- ¿Cuánto? - inquirió Arthur.
- Ninguno en absoluto - respondió mister Prosser,
apartándose nervioso y frenético y
preguntándose por qué le invadían el cerebro mil jinetes
greñudos que no dejaban de
aullar.
Por una coincidencia curiosa, ninguno en absoluto era
exactamente el recelo que el
descendiente de los simios llamado Arthur Dent abrigaba de
que uno de sus amigos
más íntimos no descendiera de un mono, sino que en realidad
procediese de un
pequeño planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guilford, como
él afirmaba.
Eso jamás lo había sospechado Arthur Dent,
Su amigo había llegado por primera vez al planeta Tierra
unos quince años antes, y
había trabajado mucho para adaptarse a la sociedad
terrestre; y con cierto éxito, habría
que añadir. Por ejemplo, se había pasado esos quince años
fingiendo ser un actor sin
trabajo, cosa bastante plausible.
Pero, por descuido, había cometido un error al quedarse un
poco corto en sus
investigaciones preparatorias. La información que había
obtenido le llevó a escoger el
nombre de «Ford Prefect» en la creencia de que era muy poco
llamativo.
No era exageradamente alto, y sus facciones podían ser
impresionantes pero no muy
atractivas. Tenía el pelo rojo y fuerte, y se lo peinaba
hacia atrás desde las sienes.
Parecía que le habían estirado la piel desde la nariz hacia
atrás. Había algo raro en su
aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era. Quizá
consistiese en que no parecía
parpadear con la frecuencia suficiente, y cuando le hablaban
durante cierto tiempo, los
ojos de su interlocutor empezaban a lagrimear. O tal vez
fuese que sonreía con muy
poca delicadeza y le daba a la gente la enervante impresión
de que estaba a punto de
saltarles al cuello.
A la mayoría de los amigos que había hecho en la Tierra les
parecía una persona
excéntrica, pero inofensiva; un bebedor turbulento con
algunos hábitos extraños. Por
ejemplo, solía irrumpir sin que lo invitaran en fiestas
universitarias, donde se
emborrachaba de mala manera y empezaba a burlarse de
cualquier astrofísico que
pudiera encontrar hasta que lo echaban a la calle.
A veces se apoderaban de él extraños estados de ánimo; se
quedaba distraído,
mirando al cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que
alguien le preguntaba qué
estaba haciendo. Entonces parecía sentirse culpable durante
un momento; luego se
tranquilizaba y sonreía.
- Pues buscaba algún platillo volante - solía contestar en
broma, y todo el mundo se
echaba a reír y le preguntaba qué clase de platillos
volantes andaba buscando.
- ¡Verdes! - contestaba con una mueca perversa; lanzaba una
carcajada estrepitosa y
luego arrancaba de pronto hacia el bar más próximo, donde
invitaba a una ronda a todo
el mundo.
Esas noches solían acabar mal. Ford se ponía ciego de
whisky, se acurrucaba en un
rincón con alguna chica y le explicaba con frases inconexas
que en realidad no
importaba tanto el color de los platillos volantes.
A continuación, echaba a andar por la calle, tambaleándose y
semi- paralítico,
preguntando a los policías con los que se cruzaba si
conocían el camino de Betelgeuse.
Los policías solían decirle algo así:
- ¿No cree que ya va siendo hora de que se vaya a casa,
señor?
- De eso se trata, quiero recogerme - respondía Ford de
manera invariable en tales
ocasiones.
En realidad, lo que verdaderamente buscaba cuando miraba al
cielo con aire distraído,
era cualquier clase de platillo volante. Decía que buscaba uno
verde porque ése era
tradicionalmente el color de los exploradores comerciales de
Betelgeuse.
Ford Prefect estaba desesperado porque no llegaba ningún
platillo volante; quince años
era mucho tiempo para andar perdido en cualquier parte,
especialmente en un sitio tan
sobrecogedoramente aburrido como la Tierra.
Ford ansiaba que pronto apareciese un platillo volante, pues
sabía cómo hacer señales
para que bajaran y conseguir que lo llevaran. Conocía la
manera de ver las Maravillas
del Universo por menos de treinta dólares altairianos al
día.
En realidad, Ford Prefect era un investigador itinerante de
ese libro absolutamente
notable, la Guía del autoestopista galáctico.
Los seres humanos se adaptan muy bien a todo, y a la hora
del almuerzo había
arraigado una serena rutina en los alrededores de la casa de
Arthur. Este interpretaba
el papel de rebozarse la espalda en el barro, solicitando de
vez en cuando ver a su
abogado o a su madre, o pidiendo un buen libro, mister
Prosser asumía la función de
atacar a Arthur con algunas maniobras nuevas, soltándole de
cuando en cuando un
discurso sobre «el bien común», «la marcha del progreso»,
«ya sabe que una vez
derribaron mi casa», «nunca se debe mirar atrás» y otros
camelos y amenazas; y el
quehacer de los conductores de los Bulldozer era sentarse en
corro bebiendo café y
haciendo experimentos con las normas del sindicato para ver
si podían sacar ventajas
económicas de la situación.
La Tierra se movía despacio en su trayectoria diurna.
El Sol empezaba a secar el barro sobre el que Arthur estaba
tumbado.
Una sombra volvió a cruzar sobre él.
- Hola, Arthur - dijo la sombra.
Arthur levantó la vista y, guiñando los ojos para protegerse
del sol, vio que Ford Prefect
estaba de pie a su lado.
- ¡Hola, Ford!, ¿cómo estás?
- Muy bien - contesto Ford -. Oye, ¿estás ocupado?
- ¡Que si estoy ocupado! - exclamó Arthur -. Bueno, ahí
están todos esos Bulldozer, y
tengo que tumbarme delante de ellos porque si no derribarían
mi casa; pero aparte de
eso... pues no especialmente, ¿por qué?
En Betelgeuse no conocen el sarcasmo. Y Ford Prefect no
solía captarlo a menos que
se concentrara.
- Bien, ¿podemos hablar en algún sitio? - preguntó.
- ¿Cómo? - repuso Arthur Dent.
Durante unos segundos pareció que Ford le ignoraba, pues se
quedó con la vista fija en
el cielo como un conejo que tratase de que lo atropellara un
coche. Luego, de pronto,
se puso en cuclillas junto a Arthur.
- Tenemos que hablar - le dijo en tono apremiante.
- Muy bien - le contestó Arthur -, hablemos.
- Y beber - añadió Ford -. Es de importancia vital que
hablemos y bebamos. Ahora
mismo. Vamos a la taberna del pueblo.
Volvió a mirar al cielo, nervioso, expectante.
- ¡Pero es que no entiendes! - gritó Arthur. Señaló a
Prosser -. ¡Ese hombre quiere
derribar mi casa!
Ford le miró, perplejo.
- Bueno, puede hacerlo mientras tú no estás, ¿no? - sugirió.
- ¡Pero no quiero que lo haga!
- ¡Ah!
- Oye, Ford, ¿qué es lo que te pasa? - preguntó Arthur.
- Nada. No me pasa nada. Escúchame, tengo que decirte la
cosa más importante que
hayas oído jamás. He de contártela ahora mismo, y debo
hacerlo en el bar Horse and
Groom.
- Pero ¿por qué?
- Porque vas a necesitar una copa bien cargada.
Ford miró fijamente a Arthur, que se quedó asombrado al
comprobar que su voluntad
comenzaba a debilitarse. No comprendía que ello era debido a
un viejo juego tabernario
que Ford aprendió a jugar en los puertos del hiperespacio
que abastecían a las zonas
mineras de madranita en el sistema estelar de Orión Beta.
Tal juego no se diferenciaba mucho del juego terrestre
denominado «lucha india», y se
jugaba del modo siguiente:
Dos contrincantes se sentaban a cada extremo de una mesa con
un vaso enfrente de
cada uno.
Entre ambos se colocaba una botella de aguardiente janx el
que inmortalizó la antigua
canción minera de Orión: «¡Oh!, no me des más de ese añejo
aguardiente janx / No, no
me des más de ese añejo aguardiente janx / Pues mi cabeza
echará a volar, di lengua
mentirá, mis ojos arderán y me pondré a morir / No me pongas
otra copa de ese
pecaminoso aguardiente añejo janx»).
Cada adversario concentraba su voluntad en la botella,
tratando de inclinarla para echar
aguardiente en el vaso de su oponente, quien entonces tenía
que beberlo.
La botella se llenaba de nuevo. El juego comenzaba otra vez.
Y otra.
Una vez que se empezaba a perder, lo más probable es que se
siguiera perdiendo,
porque uno de los efectos del aguardiente janx es el
debilitamiento de las facultades
telequinésicas.
En cuanto se consumía una cantidad establecida de antemano,
el perdedor debía pagar
una prenda, que normalmente era obscenamente biológica.
A Ford Prefect le gustaba perder.
Ford miraba fijamente a Arthur, quien empezó a pensar que,
después de todo, tal vez
quisiera ir al Horse and Groom.
- ¿Y qué hay de mi casa...? - preguntó en tono quejumbroso.
Ford miró a mister Prosser, y de pronto se le ocurrió una
idea atroz.
- ¿Quiere derribar tu casa?
- Sí, quiere construir...
- ¿Y no puede hacerlo porque estás tumbado delante de su
bulldozer?
- Sí, y...
- Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo - afirmó
Ford, y añadió gritando -:
¡Disculpe usted!
Mister Prosser que estaba discutiendo con un portavoz de los
conductores de los
bulldozers sobre si Arthur Dent constituía o no un caso
patológico y, en caso afirmativo,
cuánto deberían cobrar ellos) miró en torno suyo. Quedó
sorprendido y se alarmó un
tanto al ver que Arthur tenía compañía.
- ¿Sí? ¡Hola! - contesto - ¿Ya ha entrado mister Dent en
razón?
- ¿Podemos suponer, de momento - le respondió Ford -, que no
lo ha hecho?
- ¿Y bien? - suspiró mister Prosser.
- ¿Y podemos suponer también - prosiguió Ford - que va a
pasarse aquí todo el día?
- ¿Y qué?
- ¿Y que todos sus hombres van a quedarse aquí todo el día
sin hacer nada?
- Pudiera ser, pudiera ser...
- Bueno, pues si en cualquier caso usted se ha resignado a
no hacer nada, no necesita
realmente que Arthur esté aquí tumbado todo el tiempo,
¿verdad?
- ¿Cómo?
- No necesita - repitió pacientemente Ford - realmente que
se quede aquí.
Mister Prosser lo pensó.
- Pues no; de esa manera... - dijo -, no lo necesito
exactamente...
Prosser estaba preocupado. Pensó que uno de los dos no
estaba muy en sus cabales.
- De manera que si usted se hace a la idea de que Arthur
está realmente aquí - le
propuso Ford -, entonces él y yo podríamos marcharnos media
hora a la taberna. ¿Qué
le parece?
Mister Prosser pensó que le parecía una absoluta majadería.
- Me parece muy razonable... - dijo en tono tranquilizador,
preguntándose a quién
trataba de tranquilizar.
- Y si después quiere usted echarse un chispazo al coleto -
le dijo Ford -, nosotros
podríamos sustituirle.
- Muchísimas gracias - repuso mister Prosser, que ya no
sabía cómo seguir el juego -.
Muchísimas gracias, sí, es muy amable...
Frunció el ceño, sonrió, trató de hacer las dos cosas a la
vez, no lo consiguió, agarró su
sombrero de piel y caprichosamente se lo colocó del revés en
la coronilla. Sólo podía
suponer que había ganado.
- De modo que - prosiguió Ford Prefect - si hace el favor de
acercarse y tumbarse en el
suelo...
- ¿Cómo? - inquirió mister Prosser.
- ¡Ah!, lo siento - se disculpó Ford -; tal vez no me haya
explicado con la claridad
suficiente. Alguien tiene que tumbarse delante de los
bulldozers, ¿no es así? Si no, no
habría nada que les impidiese derribar la casa de mister
Dent ¿verdad?
- ¿Cómo? - repitió mister Prosser.
- Es muy sencillo - explicó Ford -. Mi cliente, mister Dent,
afirma que se levantará del
barro con la única condición de que usted venga a ocupar su
puesto.
- ¿Qué estás diciendo? - le preguntó Arthur, pero Ford le
dio con el pie para que
guardara silencio.
- ¿Quiere usted - preguntó Prosser, deletreando para sí
aquella idea nueva - que vaya a
tumbarme ahí...?
- Sí.
- ¿Delante del bulldozer?
- Sí.
- En el puesto de mister Dent.
- Sí.
- En el barro.
- En el barro, tal como dice usted.
En cuanto mister Prosser comprendió que, después de todo,
iba a ser el verdadero
perdedor, fue como si se quitara un peso de los hombros: eso
se parecía más a las
cosas del mundo que él conocía. Exhaló un suspiro.
- ¿A cambio de lo cual se llevará usted a mister Dent a la
taberna?
- Eso es - dijo Ford -; eso es exactamente.
Mister Prosser dio unos pasos nerviosos hacia delante y se
detuvo.
- ¿Prometido? - preguntó.
- Prometido - contesto Ford. Se volvió a Arthur.
- Vamos - le dijo -, levántate y deja que se tumbe este
señor.
Arthur se puso en pie con la sensación de que estaba
soñando.
Ford hizo una seña a Prosser que, con expresión triste y
maneras torpes, se sentó en el
barro. Sintió que toda su vida era una especie de sueño,
preguntándose a quién
pertenecería dicho sueño y si lo estaría pasando bien. El
barro le envolvió el trasero y
los brazos y penetró en sus zapatos.
Ford le lanzó una mirada severa.
- Y nada de derribar a escondidas la casa de mister Dent
mientras él está fuera,
¿entendido? - le dijo.
- Ni siquiera he empezado a especular - gruñó mister
Prosser, tendiéndose de espaldas
- con la más mínima posibilidad de que esa idea se me pase
por la cabeza.
Vio acercarse al representante sindical de los conductores
de los bulldozers, dejó caer
la cabeza y cerró los ojos. Trataba de poner en orden sus
pensamientos para demostrar
que él no constituía un caso patológico. Aunque no estaba
muy seguro, porque le
parecía tener la cabeza llena de ruidos, de caballos, de
humo y del hedor de la sangre.
Eso le ocurría siempre que se sentía confundido o
desdichado, y nunca se lo había
podido explicar a sí mismo. En una alta dimensión de la que
nada conocemos, el
poderoso Kan aulló de rabia, pero mister Prosser sólo se
quejó y sufrió un leve temblor.
Empezó a sentir un escozor húmedo detrás de los párpados.
Errores burocráticos,
hombres furiosos tendidos en el barro, desconocidos
incomprensibles infligiendo
humillaciones inexplicables y un extraño ejército de jinetes
que se reían de él dentro de
su cabeza... ¡vaya día!
- ¡Vaya día! Ford sabía que no importaba lo más mínimo que
derribaran o no la casa de
Arthur.
Arthur seguía muy preocupado.
- Pero ¿podemos confiar en él? - preguntó.
- Yo confío en él hasta que la Tierra se acabe - le contestó
Ford.
- ¿Ah, sí? - repuso Arthur -. ¿Y cuánto tardará eso?
- Unos doce minutos - sentenció Ford -. Vamos, necesito un trago.
Esto es lo que la Enciclopedia Galáctica dice respecto al
alcohol. Afirma que es un
líquido incoloro y evaporable producido por la fermentación
de azúcares, y asimismo
observa sus electos intoxicantes sobre ciertos organismos
basados en el carbono.
La Guía del autoestopista galáctico también menciona el
alcohol. Dice que la mejor
bebida que existe es el detonador gargárico pangaláctico.
Dice que el efecto producido por una copa de detonador
gargárico pangaláctico es
como que le aplasten a uno los sesos con una raja de limón
doblada alrededor de un
gran lingote de oro.
La Guía también indica en qué planetas se prepara el mejor
detonador gargárico
pangaláctico, cuánto hay que pagar por una copa y qué
organizaciones voluntarias
existen para ayudarle a uno a la rehabilitación posterior.
La Guía señala incluso la manera en que puede prepararse
dicha bebida:
«Eche el contenido de una botella de aguardiente añejo Janx.
»Añada una medida de agua de los mares de Santraginus V.
¡Oh, el agua del mar de
Santraginus! iiiOh, el pescado de las aguas santragineas!!!
»Deje que se derritan en la mezcla debe estar bien helada o
se perderá la bencina)
tres cubos de megaginebra arcturiana.
»Agregue cuatro litros de gas de las marismas falianas y
deje que las burbujas penetren
en la mezcla, en memoria de todos los felices vagabundos que
han muerto de placer en
las Marismas de Falia.
»En el dorso de una cuchara de plata vierta una medida de
extracto de
Hierbahiperbuena de Qualactina, saturada de todos los
fragantes olores de las oscuras
zonas qualactinas, levemente suaves y místicos.
»Añada el diente de un suntiger algoliano. Observe cómo se
disuelve, lanzando el brillo
de los soles algolianos a lo más hondo del corazón de la
bebida.
»Rocíela con Zamfuor.
»Añada una aceituna.
»Bébalo..., pero... con mucho cuidado...»
La Guía del autoestopista galáctico se vende mucho más que
la Enciclopedia Galáctica.
- Seis pintas de cerveza amarga - pidió Ford Prefect al
tabernero del Horse and Groom -
Y dése prisa, por favor, el mundo está a punto de acabarse.
El tabernero del Horse and Groom no se merecía esa forma de
trato: era un anciano
digno. Se alzó las gafas sobre la nariz y parpadeó hacia
Ford Prefect, que lo ignoró y
miró fijamente por la ventana, de modo que el tabernero
observó a Arthur, quien se
encogió de hombros con expresión de impotencia y no dijo
nada. Así que el tabernero
dijo:
- ¡Ah, sí! Hace buen tiempo para eso, señor.
Y empezó a tirar la cerveza. Volvió a intentarlo.
- Entonces, ¿va a ver el partido de esta tarde?
Ford se volvió para mirarle.
- No, no es posible - dijo, y volvió a mirar por la ventana.
- ¿Y eso se debe a una conclusión inevitable a la que ha
llegado usted, señor? - inquirió
el tabernero -. ¿No tiene ni una posibilidad el Arsenal?
- No, no - contesto Ford -, es que el mundo está a punto de
acabarse.
- Claro, señor - repuso el tabernero, mirando esta vez a
Arthur por encima de las gafas -
ya lo ha dicho. Si eso ocurre, el Arsenal tendrá suerte y se
salvará.
Ford volvió a mirarle con auténtica sorpresa.
- No, no se salvará - replicó frunciendo el entrecejo.
El tabernero respiró fuerte.
- Ahí tiene, señor, seis pintas - dijo.
Arthur le sonrió débilmente y volvió a encogerse de hombros.
Se dio la vuelta y lanzó una leve sonrisa a los demás
clientes de la taberna por si
alguno de ellos había oído algo de lo que pasaba.
Ninguno de ellos se había enterado, y ninguno comprendió por
qué les sonreía.
El hombre que se sentaba frente a la barra al lado de Ford
miró a los dos hombres y
luego a las seis cervezas, hizo un rápido cálculo
aritmético, llegó a una conclusión que
fue de su agrado y les sonrió con una mueca estúpida y
esperanzada.
- Olvídelo, son nuestras - le dijo Ford, lanzándole una
mirada que habría enviado de
nuevo a sus asuntos a un suntiger algoliano.
Ford dio un palmetazo en la barra con un billete de cinco
libras.
- Quédese con el cambio - dijo.
- ¡Cómo! ¿De cinco libras? Gracias, señor.
- Le quedan diez minutos para gastarlo.
El tabernero, simplemente, decidió retirarse un rato.
- Ford - dijo Arthur -, ¿querrías decirme qué demonios pasa,
por favor?
- Bebe - repuso Ford -, te quedan tres pintas.
- ¿Tres pintas? - dijo Arthur -. ¿A la hora del almuerzo?
El hombre que estaba al lado de Ford sonrió y meneó la
cabeza de contento. Ford le
ignoró.
- El tiempo es una ilusión - dijo -. Y la hora de comer, más
todavía.
- Un pensamiento muy profundo - dijo Arthur -. Deberías
enviarlo al Reader's Digest.
Tiene una página para gente como tú.
- Bebe.
- ¿Y por qué tres pintas de repente?
La cerveza relaja los músculos; vas a necesitarlo.
- ¿Relaja los músculos?
- Relaja los músculos.
Arthur miró fijamente su cerveza.
- ¿Es que he hecho hoy algo malo? - dijo -, ¿o es que el
mundo siempre ha sido así y
yo he estado demasiado metido en mí mismo para darme cuenta?
- De acuerdo - dijo Ford -. Trataré de explicártelo. ¿Cuánto
tiempo hace que nos
conocemos?
- ¿Cuánto tiempo? - Arthur se puso a pensarlo -. Pues unos
cinco años, quizá seis. En
su momento, la mayoría de ellos parecieron tener sentido.
- Muy bien - dijo Ford -. ¿Cómo reaccionarías si te dijera
que después de todo no soy
de Guilford, sino de un planeta pequeño que está cerca de
Betelgeuse?
Arthur se encogió de hombros con cierta indiferencia.
- No lo sé - contesto, bebiendo un trago de cerveza -. ¡Pero
bueno! ¿Crees que eso que
dices es propio de ti?
Ford se rindió. En realidad no valía la pena molestarse de
momento, ahora que se
acercaba el fin del mundo. Se limitó a decir:
- Bebe.
Y con un tono enteramente objetivo, añadió:
- El mundo está a punto de acabarse.
Arthur lanzó a los demás clientes otra sonrisa débil. Le
miraron con el ceño fruncido. Un
hombre le hizo senas para que dejara de sonreírles y se
dedicara a sus asuntos.
- Debe ser jueves - dijo Arthur para sí, inclinándose sobre
la cerveza -. Nunca puedo
aguantar la resaca de los jueves.
Aquel jueves en particular, una cosa se movía
silenciosamente por la ionosfera a
muchos kilómetros por encima de la superficie del planeta;
varias cosas, en realidad,
unas cuantas docenas de enormes cosas en forma de gruesas
rebanadas amarillas, tan
grandes como edificios de oficinas y silenciosas como
pájaros. Planeaban con
desenvoltura, calentándose con los rayos electromagnéticos
de la estrella Sol,
esperando su oportunidad, agrupándose, preparándose.
El planeta que tenían bajo ellos era casi absolutamente
ajeno a su presencia, que era
precisamente lo que ellos pretendían por el momento. Las
enormes cosas amarillas
pasaron inadvertidas por Goonhilly, sobrevolaron Cabo
Cañaveral sin que las
detectaran; Woomera y Jodrell Bank las miraron sin verlas,
lo que era una lástima
porque eso era exactamente lo que habían estado buscando
durante todos aquellos
años.
El único sitio en el que se registró su paso fue en un
pequeño aparato negro llamado
Subeta Sensomático, que se limitó a hacer un guiño
silencioso. Estaba guardado en la
oscuridad, dentro de un bolso de cuero que Ford Prefect
solía llevar colgado al cuello.
Efectivamente, el contenido del bolso de Ford Prefect era
muy interesante, y a cualquier
físico terrestre se le habrían saltado los ojos de las
órbitas sólo con verlo, razón por la
cual su dueño siempre lo ocultaba poniendo encima unos
manoseados guiones de
obras que supuestamente estaba ensayando. Aparte del Subeta
Sensomático y de los
guiones, tenía un Pulgar Electrónico: una varilla gruesa,
corta y suave, de color negro,
provista en un extremo de dos interruptores planos y unos
cuadrantes; también tenía un
aparato que parecía una calculadora electrónica más bien
grande. Estaba equipada de
un centenar de diminutos botones planos y de una pantalla de
unos diez centímetros
cuadrados en la que en un momento podía verse cualquier cara
de su millón de
«páginas». Tenía un aspecto demencialmente complicado, y ésa
era una de las
razones por las cuales estaba escrito en la cubierta de
plástico que lo tapaba las
palabras NO SE ASUSTE con caracteres grandes y agradables.
La otra razón consistía
en que tal aparato era el libro más notable que habían
publicado las grandes compañías
editoras de Osa Menor: la Guía del Autoestopista galáctico.
El motivo por el que se
publicó en forma de micro submesón electrónico, era porque,
si se hubiera impreso
como un libro normal, un autoestopista interestelar habría
necesitado varios edificios
grandes e incómodos para transportarlo.
Debajo del libro, Ford Prefect llevaba en el bolso unos
biros, un cuaderno de notas y
una amplia toalla de baño de Marks y Spencer.
La Guía del autoestopista galáctico tiene varias cosas que
decir respecto a las toallas.
Dice que una toalla es el objeto de mayor utilidad que puede
poseer un autoestopista
interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno
puede envolverse en ella para
calentarse mientras viaja por las lunas frías de jaglan
Beta; se puede tumbar uno en ella
en las refulgentes playas de arena marmórea de Santraginus
V, mientras aspira los
vapores del mar embriagador; se puede uno tapar con ella
mientras duerme bajo las
estrellas que arrojan un brillo tan purpúreo sobre el
desierto de Kakrafun; se puede usar
como vela en una balsa diminuta para navegar por el profundo
y lento río Moth; mojada,
se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta
alrededor de la cabeza, sirve
para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la
mirada de la Voraz Bestia
Bugblatter de Traal animal sorprendentemente estúpido,
supone que si uno no puede
verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo,
pero voraz, muy voraz); se
puede agitar la toalla en situaciones de peligro como señal
de emergencia, y, por
supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún está lo
suficientemente limpia,
Y lo que es más importante: una toalla tiene un enorme valor
psicológico. Por alguna
razón, si un estraj estraj: no autoestopista) descubre que
un autoestopista lleva su
toalla consigo, automáticamente supondrá que también está en
posesión de cepillo de
dientes, toallita para lavarse la cara, jabón, lata de
galletas, frasca, brújula, mapa, rollo
de cordel, rociador contra los mosquitos, ropa de lluvia, traje
espacial, etc. Además, el
estraj prestará con mucho gusto al autoestopista cualquiera
de dichos artículos o una
docena más que el autoestopista haya «perdido» por
accidente. Lo que el estraj
pensará, es que cualquier hombre que haga autoestop a todo
lo largo y ancho de la
galaxia, pasando calamidades, divirtiéndose en los barrios
bajos, luchando contra
adversidades tremendas, saliendo sano y salvo de todo ello,
y sabiendo todavía dónde
está su toalla, es sin duda un hombre a tener en cuenta.
De ahí la frase que se ha incorporado a la jerga del
autoestopismo: «Oye, ¿sass tú a
ese jupi Ford Prefect? Es un frud que de verdad sabe dónde
está su toalla». Sass:
conocer, estar enterado de, saber, tener relaciones sexuales
con; jupi: chico muy
sociable; frud: chico sorprendentemente sociabilísimo.)
Tranquilamente acomodado encima de la toalla en el bolso de
Ford Prefect, el Subeta
Sensomático empezó a parpadear con mayor rapidez. A
kilómetros por encima de la
superficie del planeta, los enormes algos amarillos
comenzaron a desplegarse. En
Jodrell Bank alguien decidió que ya era hora de tomar una
buena y relajante taza de té.
- ¿Llevas una toalla encima? - le preguntó de pronto Ford a
Arthur.
Arthur, que hacía esfuerzos por terminar la tercera jarra de
cerveza, levantó la vista
hacia Ford.
- ¡Cómo! Pues no.... ¿debería llevar una?
Había renunciado a sorprenderse, parecía que ya no tenía
sentido.
Ford chasqueó la lengua, irritado. - Bebe - le apremió.
En aquel momento, un estrépito sordo y retumbante de algo
que se hacía pedazos en el
exterior se oyó entre el suave murmullo de la taberna, el
sonido del tocadiscos de
monedas y el ruido que el hombre que estaba al lado de Ford
hacía al hipar sobre el
whisky al que finalmente le habían invitado.
Arthur se atragantó con la cerveza y se puso en pie de un
salto.
- ¿Qué ha sido eso? - gritó.
- No te preocupes - le dijo Ford -, todavía no han empezado.
- Gracias a Dios - dijo Arthur, tranquilizándose.
- Probablemente sólo se trata de que están derribando tu
casa - le informó Ford,
terminando su última jarra de cerveza.
- ¡Qué! - gritó Arthur.
De pronto se quebró el hechizo de Ford. Arthur lanzó
alrededor una mirada furiosa y
corrió a la ventana.
- ¡Dios mío, la están tirando! ¡Están derribando mi casa!
¿Qué demonios estoy haciendo
en la taberna, Ford?
- A éstas alturas ya no importa - sentenció Ford -. Deja que
se diviertan.
- ¿Que se diviertan? - gritó Arthur -. ¡Que se diviertan!
Se retiró de la ventana y rápidamente comprobó que hablaban
de lo mismo.
- ¡Maldita sea su diversión! - aulló, y salió corriendo de
la taberna agitando con furia una
jarra de cerveza medio vacía. Aquel día no hizo ningún amigo
en la taberna.
- ¡Deteneos, vándalos! ¡Demoledores de casas! - gritó Arthur
-. ¡Parad ya, visigodos
enloquecidas
Ford tuvo que ir tras él. Se volvió rápidamente hada el
tabernero y le pidió cuatro
paquetes de cacahuetes.
- Ahí tiene, señor - le dijo el tabernero, arrojando los
paquetes encima del mostrador -.
Son veinticinco peniques, si es tan amable.
Ford era muy amable; le dio al tabernero otro billete de
cinco libras y le dijo que se
quedara con el cambio. El tabernero lo observó y luego miró
a Ford. Tuvo un
estremecimiento súbito: por un instante experimentó una sensación
que no entendió,
porque nadie en la Tierra la había experimentado antes. En
momentos de tensión
grande, todos los organismos vivos emiten una minúscula
señal subliminal. Tal señal se
limita a comunicar la sensación exacta y casi patética de la
distancia a que dicho ser se
encuentra de su lugar de nacimiento. En la Tierra siempre es
imposible estar a más de
veinticuatro mil kilómetros del lugar de nacimiento de uno,
cosa que no representa
mucha distancia, de manera que dichas señales son demasiado
pequeñas para que
puedan captarse. En aquel momento, Ford Prefect se
encontraba bajo una tensión
grande, y había nacido a seiscientos años luz, en las
proximidades de Betelgeuse.
El tabernero se tambaleó un poco, sacudido por una pasmosa e
incomprensible
sensación de lejanía. No conocía su significado, pero miró a
Ford Prefect con una
nueva impresión de respeto, casi con un temor reverente.
- ¿Lo dice en serio, señor? - preguntó con un murmullo
apagado que tuvo el efecto de
silenciar la taberna -. ¿Cree usted que se va a acabar el
mundo?
- Sí - contesto Ford.
- Pero... ¿esta tarde?
Ford se había recobrado. Se sentía de lo más frívolo.
- Sí - dijo alegremente -; en menos de dos minutos, según
mis cálculos.
El tabernero no daba crédito a aquella conversación, y tampoco
a la sensación que
acababa de experimentar.
- Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer? - preguntó.
- No, nada - le contestó Ford guardándose los cacahuetes en
el bolsillo.
En el silencio del bar alguien empezó a reírse con roncas
carcajadas de lo estúpido que
se había vuelto todo el mundo.
El hombre que se sentaba al lado de Ford ya estaba como una
cuba. Levantó la vista
hacia Ford, haciendo vísales con los ojos.
- Yo creía - dijo - que cuando se acercara el fin del mundo,
tendríamos que tumbarnos,
ponernos una bolsa de papel en la cabeza O algo parecido.
- Si le apetece, sí - le dijo Ford.
- Eso es lo que nos decían en el ejército - informó el hombre,
Y sus ojos iniciaron el
largo viaje hacia su vaso de whisky.
- ¿Nos ayudaría eso? - preguntó el tabernero.
- No - respondió Ford, sonriéndole amistosamente, y añadió
-: Discúlpeme, tengo que
marcharme.
Se despidió saludando con la mano.
La taberna permaneció silenciosa un momento más y luego, de
manera bastante
molesta, volvió a reírse el hombre de la ronca carcajada. La
muchacha que había
arrastrado con él a la taberna había llegado a odiarle
profundamente durante la última
hora, y para ella habría sido probablemente una gran
satisfacción saber que dentro de
un minuto y medio su acompañante se convertiría súbitamente
en un soplo de
hidrógeno, ozono y monóxido de carbono. Sin embargo, cuando
llegara ese momento,
ella estaría demasiado ocupada evaporándose para darse
cuenta.
El tabernero carraspeó. Se oyó decir:
- Pidan la última consumición, por favor.
Las enormes máquinas amarillas alzaron a descender en
picado, aumentando la
velocidad.
Ford sabía que ya estaban allí. Esa no era la forma en que
deseaba salir.
Arthur corría por el sendero y estaba muy cerca de su casa.
No se dio cuenta del frío
que hacía, de repente, no reparó en el viento, no se percató
del súbito e irracional
chaparrón. No observó nada aparte de los bulldozers oruga
que trepaban por el montón
de escombros que había sido su cara.
- ¡Bárbaros! - gritó -. ¡Demandaré al ayuntamiento y le
sacaré hasta el último céntimo!
¡Haré que os ahorquen, que os ahoguen y que os descuarticen!
¡Y que os flagelen! ¡Y
que os sumerjan en agua hirviente... hasta... hasta... hasta
que no podáis más!
Ford corría muy de prisa detrás de el. Muy, muy de prisa.
- ¡Y luego lo volveré a hacer! - gritó Arthur -. ¡Y cuando
haya terminado, recogeré todos
vuestros pedacitos y saltaré encima de ellos!
Arthur no se dio cuenta de que los hombres salían corriendo
de los bulldozers; no
observó que mister Prosser miraba inquieto al cielo. Lo que
veía mister Prosser era que
unas cosas enormes y de amarillas pasaban estridentemente
entre las nubes. Unas
cosas amarillas, increíblemente enormes.
- ¡Y seguiré saltando sobre ellos - dijo Arthur - hasta que
se me levanten ampollas o
imagine algo aún más desagradable, y luego...!
Arthur tropezó y cayó de bruces, rodó y acabó tendido de
espaldas. Por fin comprendió
que pasaba algo. Su dedo índice se disparó hacia lo alto.
- Qué demonios es eso? - gritó.
Fuera lo que fuese, cruzó el espacio a toda velocidad con su
monstruoso color amarillo,
rompiendo el cielo con un estruendo que paralizaba el ánimo,
y se remontó en la lejanía
dejando que el aire abierto se cerrara a su paso con un
estampido que sepultaba las
orejas en lo más profundo del cráneo.
Lo siguió otro que hizo exactamente lo mismo, sólo que con
más ruido.
Es difícil decir exactamente lo que estaba haciendo en
aquellos momentos la gente en
la superficie del planeta, porque realmente no lo sabían
ellos mismos. Nada tenía
mucho sentido: entraban corriendo en las casas, salían
aprisa de los edificios, gritaban
silenciosamente contra el ruido. En todo el mundo, las
calles de las ciudades
reventaban de gente y los coches chocaban unos contra otros
mientras el ruido caía
sobre ellos y luego retumbaba como la marejada por montañas
y valles, desiertos y
océanos, pareciendo aplastar todo lo que tocaba.
Sólo un hombre quedó en pie contemplando el cielo;
permanecía firme, con una
expresión de tremenda tristeza en los ojos y tapones de goma
en los oídos. Sabía
exactamente lo que pasaba, y lo sabía desde que su Subeta
Sensomático empezó a
parpadear en plena noche junto a su almohada y le despertó
sobresaltado. Era lo que
había estado esperando durante todos aquellos años, pero
cuando se sentó solo y a
oscuras en su pequeña habitación a descifrar la señal, le
invadió un frío que le estrujó el
corazón. Pensó que de todas las razas de la galaxia que
podían haber venido a saludar
cordialmente al planeta Tierra, tenían que ser precisamente
los vogones.
Pero sabía lo que tenía que hacer. Cuando la nave vogona
pasó rechinando por el
cielo, él abrió su bolso. Tiró un ejemplar de Joseph y el
maravilloso abrigo de los
sueños en tecnicolor, tiró un ejemplar de Godspell: no los
necesitaría en el sitio a donde
se dirigía. Todo estaba listo, tenía todo preparado.
Sabía dónde estaba su toalla.
Un silencio súbito sacudió la Tierra. Era peor que el ruido.
Nada sucedió durante un rato.
Las enormes naves pendían ingrávidas en el espacio, por
encima de todas las naciones
de la Tierra. Permanecían inmóviles, enormes, pesadas,
firmes en el cielo: una
blasfemia contra la naturaleza. Mucha gente quedó
inmediatamente conmocionada
mientras trataban de abarcar todo lo que se ofrecía ante su
vista. Las naves colgaban
en el aire casi de la misma forma en que los ladrillos no lo
harían.
Y nada sucedió, todavía.
Entonces hubo un susurro ligero, un murmullo dilatado y
súbito que resonó en el
espacio abierto. Todos los aparatos de alta fidelidad del
mundo, todas las radios, todas
las televisiones, todos los magnetófonos de cassette, todos
los altavoces de frecuencias
bajas, todos los altavoces de frecuencias altas, todos los
receptores de alcance medio
del mundo quedaron conectados sin más ceremonia.
Todas las latas, todos los cubos de basura, todas las
ventanas, todos los coches, todas
las copas de vino, todas las láminas de metal oxidado
quedaron activados como una
perfecta caja de resonancia.
Antes de que la Tierra desapareciera, se la invitaba a
conocer lo último en cuanto a
reproducción del sonido, el circuito megafónico más grande
que jamás se construyera.
Pero no había ningún concierto, ni música, ni fanfarria;
sólo un simple mensaje.
- Habitantes de la Tierra, atención, por favor - dijo una
voz, y era prodigioso. Un
maravilloso y perfecto sonido cuadrafónico con tan bajos
niveles de distorsión que
podría hacer llorar al más pintado.
- Habla Prostetnic Vogon Jeltz, de la junta de Planificación
del Hiperespacio Galáctico -
siguió anunciando la voz -. Como sin duda sabéis, los planes
para el desarrollo de las
regiones remotas de la Galaxia exigen la construcción de una
ruta directa hiperespacial
a través de vuestro sistema estelar, y, lamentablemente,
vuestro planeta es uno de los
previstos para su demolición. El proceso durará algo menos
de dos de vuestros minutos
terrestres. Gracias.
El amplificador de potencia se apagó.
La incomprensión y el terror se apoderó de los expectantes
moradores de la Tierra. El
terror avanzó lentamente entre las apiñadas multitudes, como
si fueran limaduras de
hierro en una tabla y entre ellas se moviera un imán. Volvió
a surgir el pánico y la
desesperación por escapar, pero no había sitio a donde huir.
Al observarlo, los vogones volvieron a conectar el
amplificador de potencia. Y la voz dijo:
- El fingir sorpresa no tiene sentido. Todos los planos y
las órdenes de demolición han
estado expuestos en vuestro departamento de planificación
local, en Alfa Centauro,
durante cincuenta de vuestros años terrestres, de modo que
habéis tenido tiempo
suficiente para presentar cualquier queja formal, y ya es
demasiado tarde para armar
alboroto.
El amplificador de potencia volvió a quedar en silencio y su
eco vagó por toda la tierra.
Las enormes naves giraron lentamente en el cielo con
moderada potencia. En el
costado inferior de cada una se abrió una escotilla: un
cuadrado negro y vacío.
Para entonces, alguien había manipulado en alguna parte un
radiotransmisor,
localizado una longitud de onda y emitido un mensaje de
contestación a las naves
vogonas, para implorar por el planeta. Nadie oyó jamás lo
que decía, sólo se escuchó la
respuesta. El amplificador de potencia volvió a funcionar.
La voz parecía irritada. Dijo:
- Qué queréis decir con que nunca habéis estado en Alfa
Centauro? ¡Por amor de Dios,
humanidad! ¿Sabéis que sólo está a cuatro años-luz? Lo
siento, pero si no os tomáis la
molestia de interesaras en los asuntos locales, es cosa
vuestra.
- ¡Activad los rayos de demolición!
De las escotillas manó luz.
- No sé - dijo la voz por el amplificador de potencia -, es
un planeta indolente y molesto;
no le tengo ninguna simpatía.
Se apagó la voz.
Hubo un espantoso y horrible silencio.
Hubo un espantoso y horrible ruido.
Hubo un espantoso y horrible silencio.
La Flota Constructora Vogona se deslizó a través del negro
vacío estrellado.
Muy lejos, en el lado contrario de la espiral de la galaxia,
a quinientos años-luz de la
estrella Sol, Zaphod Beeblebrox, presidente del Gobierno
Galáctico Imperial, iba a toda
velocidad por los mares de Damogran, mientras su lancha
delta movida por iones
parpadeaba y destellaba bajo el sol del planeta.
Damogran el cálido; Damogran el remoto; Damogran el casi
desconocido.
Damogran, hogar secreto del Corazón de Oro.
La lancha cruzaba las aguas con rapidez. Pasaría algún tiempo
antes de que alcanzara
su destino, porque Damogran es un planeta de incómoda
configuración. Sólo consiste
en islas desérticas de tamaño mediano y grande, separadas
por brazos de mar de gran
belleza, pero monótonamente anchos.
La lancha siguió a toda velocidad.
Por su incomodidad topográfica Damogran siempre ha sido un
planeta desierto. Debido
a eso, el Gobierno Imperial Galáctico eligió Damogran para
el proyecto del Corazón de
oro, porque era un planeta desierto y el proyecto del
Corazón de, Oro era muy secreto.
La lancha se deslizaba con un zumbido por el mar que dividía
las islas principales del
único archipiélago de tamaño utilizable de todo el planeta.
Zaphod Beeblebrox había
salido del diminuto puerto espacial de la Isla de Pascua el
nombre era una coincidencia
que carecía enteramente de sentido; en lengua galáctica,
pascua significa piso pequeño
y de color castaño claro) y se dirigía a la isla del Corazón
de Oro, que por otra
coincidencia sin sentido se llamaba Francia.
Una de las consecuencias del proyecto del Corazón de Oro era
todo un rosario de
coincidencias sin sentido.
Pero en modo alguno era una coincidencia que aquel día, el
día de la culminación de
los trabajos, el gran día de la revelación, el día en que el
Corazón de oro iba por fin a
presentarse ante la maravillada Galaxia, fuese también un
gran día para Zaphod
Beeblebrox. Por consideración a aquel día era por lo que
resolvió presentarse para la
Presidencia, decisión que había provocado oleadas de
conmoción en toda la Galaxia
Imperial. ¿Zaphod Beeblebrox? ¿Presidente? ¿No será el
Zaphod Beeblebrox...? ¿No
será para la Presidencia? Muchos lo habían visto como una
prueba irrefutable de que
toda la creación conocida se había vuelto por fin
rematadamente loca.
Zaphod sonrió y dio más velocidad a la lancha.
A Zaphod Beeblebrox, aventurero, ex hippy, juerguista
¿estafador?: muy posible),
maniático publicista de sí mismo, desastroso en sus
relaciones personales, con
frecuencia se le consideraba perfectamente estúpido.
¿Presidente?
Nadie se había vuelto loco, al menos no hasta ese punto.
Sólo seis personas en toda la Galaxia comprendían el
principio por el que se gobernaba
ésta, y sabían que una vez que Zaphod Beeblebrox había
anunciado su intención de
presentarse, su candidatura constituía más o menos un fait
accompli: era el sustento
ideal para la Presidencia.*
*El título completo del presidente es Presidente del
Gobierno Galáctico Imperial.
Se mantiene el término Imperial, aunque ya sea un
anacronismo. El emperador
hereditario está casi muerto, y lo ha estado durante siglos.
En los últimos momentos del
coma final se le encerró en un campo de éxtasis, donde se
conserva en un estado de
inmutabilidad perpetua. Hace mucho que han muerto todos sus
herederos, lo que
significa que, a falta de una drástica conmoción política,
el poder ha descendido
efectivamente un par de peldaños de la escalera jerárquica,
y ahora parece ostentarlo
una corporación que solía obrar simplemente como consejera
del Emperador: una
asamblea gubernamental electa, encabezada por un presidente
elegido por tal
asamblea. En realidad, no reside en dicho lugar.
El presidente, en particular, es un títere: no ejerce poder
real alguno. En apariencia, es
nombrado por el gobierno, pero las dotes que se le exige
demostrar no son las de
mando, sino las del desafuero calculado con finura. Por tal
motivo, la designación del
presidente siempre es polémica, pues tal cargo siempre
requiere un carácter molesto
pero fascinante. El trabajo del presidente no es el
ejercicio del poder, sino desviar la
atención de él. Según tales criterios, Zaphod Beeblebrox es
uno de los presidentes con
más éxito que la Galaxia haya tenido jamás: ya ha pasado dos
de sus diez años
presidenciales en la cárcel por estafa. Poquísima gente
comprende que el presidente y
el gobierno no tengan prácticamente poder alguno, y entre
esas pocas personas sólo
seis saben de dónde emana el máximo poder político. Y los
demás creen en secreto
que el proceso último de tomar las decisiones lo lleva a
cabo un ordenador. No pueden
estar más equivocados
Lo que no entendían en absoluto era por qué se presentaba.
Viró bruscamente, lanzando un remolino de agua hacia el sol.
Hoy era el día; llegaba el momento en que se darían cuenta
de lo que Zaphod se traía
entre manos. Hoy se vería por qué Zaphod Beeblebrox se había
presentado a la
presidencia. Hoy era también su bicentésimo cumpleaños, pero
eso no era sino otra
coincidencia sin sentido.
Mientras pilotaba la lancha por los mares de Damogran
sonreía tranquilamente para sí,
pensando en lo maravilloso y emocionante que iba a ser aquel
día. Se relajó y extendió
perezosamente los dos brazos por el respaldo del asiento.
Tomó el timón con el brazo
extra que hacía poco se había instalado justo debajo del
derecho para mejorar en el
boxeo con esquíes.
- Oye - se decía a sí mismo mimosamente -, eres un tipo muy
audaz.
Pero sus nervios cantaban una canción más estridente que el
silbido de un perro.
La isla de Francia tenía unos treinta kilómetros de largo
por siete y medio de ancho, era
arenosa y en forma de luna creciente. En realidad, parecía
existir no tanto como una
isla por derecho propio sino en cuanto simple medio de
definir la curva extensión de una
enorme bahía. Tal impresión se incrementaba por el hecho de
que la línea interior de la
luna creciente estaba casi exclusivamente constituida por
empinados farallones. Desde
la cima del desfiladero, el terreno descendía suavemente
siete kilómetros y medio hacia
la costa opuesta.
En la cumbre de los riscos aguardaba un comité de recepción.
Se componía en su mayor parte de ingenieros e investigadores
que habían construido
el Corazón de Oro; por lo general eran humanoides, pero aquí
y allá había unos
cuantos atominarios reptiloides, un par de fisucturalistas
octopódicos y un hooloovoo
un hooloovoo es un matiz superinteligente del color azul).
Salvo el hooloovoo, todos
refulgían en sus multicolores batas ceremoniales de
laboratorio: al hooloovoo se le
había refractado temporalmente en un prisma vertical. Todos
sentían una emoción
inmensa y estaban muy animados. Entre todos habían alcanzado
y superado los límites
de las leyes físicas, reconstruyendo la estructura
fundamental de la materia, forzando,
doblegando y quebrantando las leyes de lo posible y de lo
imposible; pero la emoción
más grande de todas parecía ser el encuentro con un hombre
que llevaba una banda
anaranjada al cuello. Eso era lo que tradicionalmente
llevaba el Presidente de la
Galaxia.) Quizá no les hubiera importado si hubiesen sabido
exactamente cuánto poder
ejercía en realidad el Presidente de la Galaxia: ninguno en
absoluto. Sólo seis personas
en toda la Galaxia sabían que la función del Presidente
galáctico no consistía en ejercer
el poder, sino en desviar la atención de él.
Zaphod Beeblebrox era sorprendentemente bueno en su trabajo.
La multitud estaba anhelante, deslumbrada por el sol y la
pericia del navegante,
mientras la lancha rápida del presidente doblaba el cabo y
entraba en la bahía.
Destellaba y relucía al patinar sobre las aguas deslizándose
por ellas con giros
dilatados.
Efectivamente, no necesitaba rozar el agua en absoluto,
porque iba suspendida de un
nebuloso almohadón de átomos ionizados; pero sólo para
causar impresión estaba
provista de aletas que podían arriarse para que surcaran en
el agua. Cortaban el mar
lanzando por el aire cortinas de agua, profundas cuchilladas
que oscilaban
caprichosamente y volvían a hundirse levantando negra espuma
en la estela de la
lancha a medida que se adentraba velozmente en la bahía.
A Zaphod le encantaba causar impresión: era lo que sabía
hacer mejor. Giró
bruscamente el timón, la lancha viró en redondo deslizándose
como una guadaña bajo
la pared del farallón y se detuvo suavemente, meciéndose
entre las olas.
Al cabo de unos segundos, corrió a cubierta y saludó sonriente
a los tres mil millones de
personas. Los tres mil millones de personas no estaban
realmente allí, sino que
contemplaban cada gesto suyo a través de los ojos de una
pequeña cámara robot tri-D
que se movía obsequiosamente por el aire. Las payasadas del
Presidente siempre
hacían sumamente popular al tri-D: para eso estaban.
Zaphod volvió a sonreír. Tres mil millones y seis personas
no lo sabían, pero hoy se
produciría una travesura mayor de lo que nadie imaginaba.
La cámara robot se acercó para sacar un primer plano de la
más popular de sus dos
cabezas; Zaphod volvió a saludar con la mano. Tenía un
aspecto toscamente
humanoide, si se exceptuaba la segunda cabeza y el tercer
brazo. Su pelo, rubio y
desgreñado, se disparaba en todas direcciones; sus ojos
azules lanzaban un destello
absolutamente desconocido, y sus barbillas casi siempre
estaban sin afeitar.
Un globo transparente de unos ocho metros de altura osciló
cerca de su lancha,
moviéndose y meciéndose, refulgiendo bajo el sol brillante.
En su interior flotaba un
amplio sofá semicircular guarnecido de magnífico cuero rojo;
cuanto más se movía y se
mecía el globo, más quieto permanecía el sofá, firme como
una roca tapizada. Todo
preparado, una vez más, con la intención de causar efecto.
Zaphod atravesó la pared del globo y se sentó cómodamente en
el sofá. Extendió los
dos brazos por el respaldo y con el tercero se sacudió el
polvo de las rodillas. Sus
cabezas se movían de un lado a otro, sonriendo; alzó los
pies. En cualquier momento,
pensó, podría gritar.
Subía agua hirviente por debajo de la burbuja: manaba a
borbollones. La burbuja se
agitaba en el aire, moviéndose y meciéndose en el chorro de
agua. Subió y subió,
arrojando pilares de luz al farallón. El chorro siguió
subiéndola y el agua caía nada más
tocarla, estrellándose en el mar a centenares de metros.
Zaphod sonrió, formándose una imagen mental de sí mismo.
Era un medio de transporte sumamente ridículo, pero también
sumamente bonito.
El globo vaciló un momento en la cima del farallón, se
inclinó sobre un repecho vallado,
descendió a una pequeña plataforma cóncava y se detuvo.
Entre aplausos ensordecedores, Zaphod Beeblebrox salió de la
burbuja con su banda
anaranjada destellando a la luz.
Había llegado el Presidente de la Galaxia.
Esperó a que se apagara el aplauso y luego saludó con la
mano alzada.
- ¡Hola! - dijo.
Una araña gubernamental se acercó furtivamente a él y trató
de ponerle en las manos
una copia del discurso ya preparado. En aquel momento, las
páginas tres a la siete de
la versión original flotaban empapadas en el mar de Damogran
a unas cinco millas de la
bahía. Las páginas una y dos fueron rescatadas por un águila
damograna de cresta
frondosa que ya se habían incorporado a una nueva y
extraordinaria forma de nido que
el águila había inventado. En su mayor parte estaba
construido con papier maché, y a
un aguilucho recién salido del cascarón le resultaba
prácticamente imposible
abandonarlo. El águila damograna de cresta frondosa había
oído hablar del concepto
de la supervivencia de las especies, pero no quería saber
nada de él.
Zaphod Beeblebrox no iba a necesitar el discurso preparado,
y rechazó amablemente el
que le ofrecía la araña.
- ¡Hola! - volvió a saludar.
Todo el mundo estaba radiante al verle, o por lo menos casi
todo el mundo.
Distinguió a Trillian entre la multitud. Trillian era una
chica con la que Zaphod había
ligado recientemente mientras hacía una visita de incógnito
a un planeta, sólo para
divertirse. Era esbelta, humanoide, de piel morena y largos
cabellos negros y rizados;
tenía unos labios carnosos, una naricilla extraña y unos
ojos ridículamente castaños.
Con el pañuelo rojo anudado a la cabeza de aquella forma
particular y la larga y
vaporosa túnica marrón, tenía una vaga apariencia de árabe.
Por supuesto, en
Damogran nadie había oído hablar de los árabes, que hacía
poco habían dejado de
existir e, incluso cuando existían, estaban a quinientos
años-luz de aquel planeta.
Trillian no era nadie en particular, o al menos eso es lo
que afirmaba Zaphod. Trillian se
limitaba a salir mucho con él y a decirle lo que pensaba de
su persona,
- ¡Hola, cariño! - le dijo Zaphod.
Ella le lanzó una rápida sonrisa con los labios apretados y
miró a otra parte. Luego
volvió la vista hacia él y le sonrió con más afecto, pero
entonces Zaphod miraba a otra
cosa.
- ¡Hola! - dijo a un pequeño grupo de criaturas de la prensa
que estaban situados en las
proximidades con esperanza de que dejara de decir ¡Hola! y
empezara el discurso. Les
sonrió con especial insistencia porque sabía que dentro de
unos momentos les daría
algo bueno que anotar.
Pero sus siguientes palabras no les sirvieron de mucho. Uno
de los funcionarios del
comité estaba molesto y decidió que el Presidente no se
encontraba evidentemente con
ánimos para leer el encantador discurso que se había escrito
para él, y conectó el
interruptor del control remoto del aparato que llevaba en el
bolsillo. Frente a ellos, una
enorme cúpula blanca que se proyectaba contra el cielo se
rompió por la mitad, se abrió
y cayó lentamente al suelo.
Todo el mundo quedó boquiabierto, aunque sabían
perfectamente lo que iba a pasar,
ya que lo habían preparado de aquella manera.
Bajo la cúpula surgió una enorme nave espacial, sin tapar,
de unos ciento cincuenta
metros de largo y de forma semejante a una blanda zapatilla
deportiva, absolutamente
blanca y sorprendentemente bonita. En su interior, oculta,
había una cajita de oro que
contenía el aparato más prodigioso que se hubiera concebido
jamás, un instrumento
que convertía en única a aquella nave en la historia de la
Galaxia, una máquina que
había dado su nombre al vehículo espacial: el Corazón de
Oro.
- ¡Caray! - exclamó Zaphod al ver el Corazón de Oro. No
podía decir mucho más.
Lo volvió a repetir porque sabía que molestaría a la prensa.
- ¡Caray!
La multitud volvió la vista hacia él, expectante. Zaphod
hizo un guiño a Trillian, que
enarcó las cejas y le miró con ojos muy abiertos. Sabía lo
que Zaphod iba a decir, y
pensó que era un farolero tremendo.
- Es realmente maravilloso - dijo -. Es real y
verdaderamente maravilloso. Es tan
maravillosamente maravilloso que me dan ganas de robarlo.
Una maravillosa frase presidencial absolutamente ajustada a
los hechos. La multitud se
rió apreciativamente, los Periodistas apretaron jubilosos
los botones de sus Subetas
Noticiasmáticos, y el Presidente sonrió.
Mientras sonreía, su corazón gritaba de manera insoportable,
y entonces acarició la
pequeña bomba Paralisomática que guardaba tranquilamente en
el bolsillo.
Al fin no pudo soportarlo más. Alzó las cabezas al cielo,
dio un alarido en tercer tono
mayor, arrojó la bomba al suelo y echó a correr en línea
recta, entre el mar de radiantes
sonrisas súbitamente paralizadas.
Prostetnic Vogon Jeltz no era agradable a la vista, ni
siquiera para otros vogones. Su
nariz respingada se alzaba muy por encima de su pequeña
frente de cochinillo. Su
elástica piel de color verde oscuro era lo bastante gruesa
como para permitirle jugar a la
Política de administración pública de los vogones y hacerlo
bien; y era lo
suficientemente impermeable como para que pudiera sobrevivir
indefinidamente en el
mar hasta una profundidad de trescientos metros sin que ello
le produjera efectos
nocivos.
No es que fuese alguna vez a nadar, por supuesto. Sus
múltiples ocupaciones no se lo
permitían. Era así porque hacía billones de años, cuando los
vogones salieron de los
primitivos mares estancados de Vogosfera y se tumbaron
jadeantes y sin aliento en las
costas vírgenes del planeta..., cuando los primeros rayos
del brillante y joven vogosol
los iluminaron aquella mañana, fue como si las fuerzas de la
evolución los hubieran
abandonado allí mismo, volviéndoles la espalda disgustadas Y
olvidándolos como a un
error repugnante y lamentable. No volvieron a evolucionar:
no debieron haber
sobrevivido.
El hecho de que sobrevivieran es una especie de tributo a la
obstinación, a la fuerte
voluntad, a la deformación cerebral de tales criaturas.
¿Evolución?, se dijeron a sí
mismos. ¿Quién la necesita? Y lo que la naturaleza se negó a
hacer por ellos lo hicieron
por sí mismos hasta el momento en que pudieron rectificar
las groseras inconveniencias
anatómicas por medio de la cirugía.
Entretanto, las fuerzas naturales del planeta Vogosfera
habían hecho horas
extraordinarias para remediar su equivocación anterior.
Produjeron escurridizos
cangrejos, centelleantes como gemas, que los vogones comían
aplastándoles los
caparazones con mazos de hierro; altos árboles anhelosos, de
esbeltez y colores
increíbles, que los vogones talaban y encendían para asar la
carne de los cangrejos;
elegantes criaturas semejantes a gacelas, de pieles sedosas
y ojos virginales, que los
vogones capturaban para sentarse sobre ellas. No servían
como medio de transporte,
porque su columna vertebral se rompía al instante, pero los
vogones se sentaban sobre
ellas de todos modos.
Así pasó el planeta Vogosfera los tristes milenios hasta que
los vogones descubrieron
de repente los principios de los viajes interestelares. Al
cabo de unos breves años
vogones, todos los habitantes del planeta habían emigrado al
grupo de Megabrantis, el
eje político de la Galaxia, y ahora formaban el espinazo,
enormemente poderoso, de la
Administración Pública de la Galaxia. Trataron de adquirir
conocimientos, intentaron
alcanzar estilo y elegancia social, pero en muchos aspectos
los vogones modernos se
diferenciaban poco de sus ancestros primitivos. Todos los
años importaban veintisiete
mil escurridizos cangrejos centelleantes como gemas, y
pasaban una noche feliz
emborrachándose y aplastándolos hasta hacerlos pedacitos con
mazos de hierro.
Prostetnic Vogon Jeltz era un vogón de lo más típico, en el
sentido de que era
absolutamente vil. Además, no le gustaban los
autoestopistas.
En alguna parte de la pequeña cabina a oscuras, situada en
lo más hondo de los
intestinos de la nave insignia de Prostetnic Vogon Jeltz,
una cerilla minúscula destelló
nerviosamente. El dueño de la cerilla no era un vogón, pero
conocía todo lo relativo a
los vogones y tenía razones para estar nervioso. Se llamaba
Ford Prefect.*
* El nombre original de Ford Prefect sólo Puede Pronunciarse
en un oscuro dialecto
betelgeusiano, Ya Prácticamente extinto desde el Gran
Desastre del Hrung
Desintegrador de la Gal./Sid. del año , que arrasé todas las
antiguas
comunidades praxibetelianas de Betelgeuse Siete. El padre de
Ford fue el único
hombre del Planeta que sobrevivió al Gran Desastre
Desintegrador, debido a una
coincidencia extraordinaria que él nunca pudo explicar de
manera satisfactoria. Todo el
episodio está envuelto en un Profundo misterio; en realidad,
nadie supo nunca qué era
un Hrung ni por qué había elegido estrellarse contra
Betelgeuse Siete en particular. El
padre de Ford, que desechaba con un gesto magnánimo las
nubes de sospecha que
inevitablemente le rodeaban, se fue a vivir a Betelgeuse
Cinco, donde fue padre y tío de
Ford; en memoria de su raza ya extinta, lo bautizó en la
antigua lengua Praxibeteliana.
Como Ford jamás aprendió a Pronunciar su nombre original, su
padre terminó muriendo
de vergüenza, que en algunas partes de la Galaxia es una
enfermedad incurable. Sus
compañeros de escuela le pusieron el sobrenombre de IX, que
traducido de la lengua
de Betelgeuse Cinco significa: «Muchacho que no sabe
explicar de manera satisfactoria
lo que es un Hrung, ni tampoco por qué decidió chocar contra
Betelgeuse Siete».
Echó una ojeada a la cabina, pero no pudo ver mucho;
aparecieron sombras extrañas Y
monstruosas que saltaban al débil resplandor de la llama,
pero todo estaba tranquilo.
Dio las gracias en silencio a los dentrassis. Los dentrassis
son una tribu indisciplinable
de gourmands, un grupo revoltoso pero simpático que los
vogones habían contratado
recientemente como cocineros y camareros en sus largas
flotas de carga, con la estricta
condición de que se ocuparan de sus propios asuntos.
Eso les convenía a los dentrassis, porque les encantaba el
dinero vogón, que es la
moneda más fuerte del espacio, pero odiaban a los vogones.
Sólo les gustaba ver una
clase de vogones: los vogones incomodados.
Por esa pequeña información era por lo que Ford Prefect no
se había convertido en un
soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono.
Oyó un leve gruñido. A la luz de la cerilla vio una densa
sombra que se removía
ligeramente en el suelo. Rápidamente apagó la cerilla, buscó
algo en el bolsillo, lo
encontró y lo sacó. Lo abrió y lo sacudió. Se agachó en el
suelo. La sombra volvió a
moverse.
- He comprado cacahuetes - anunció Ford Prefect.
Arthur Dent se movió y volvió a gruñir, murmurando en forma
incoherente.
- Toma unos cuantos - le apremió Ford, agitando de nuevo el
paquete -; si nunca has
pasado antes por un rayo de translación de la materia,
probablemente habrás perdido
sal y proteínas. La cerveza que bebiste habrá almohadillado
un poco tu organismo.
- Donnnddd... - masculló Arthur Dent. Abrió los ojos y dijo
-: Está oscuro.
- Sí - convino Ford Prefect -. Está oscuro.
- No hay luz - dijo Arthur Dent -. Está oscuro, no hay luz.
Una de las cosas que a Ford Prefect le había costado más
trabajo entender de los
humanos era su costumbre de repetir y manifestar
continuamente lo que era a todas
luces muy evidente; como: Hace buen día, Es usted muy alto o
¡Válgame Dios!, parece
que te has caído a un pozo de treinta pies de profundidad,
¿estás bien? Al principio,
Ford elaboró una teoría para explicarse esa conducta
extraña. Si los seres humanos no
dejan de hacer ejercicio con los labios, pensó, es probable
que la boca se les quede
agarrotada. Tras unos meses de meditación y de observación,
rechazó aquella teoría
en favor de una nueva. Sí no continúan haciendo ejercicio
con los labios, pensó, su
cerebro empieza a funcionar. Al cabo de un tiempo la
abandonó, considerando que era
embarazosamente cínica, y decidió que después de todo le
gustaban mucho los seres
humanos, pero siempre le preocupó extremadamente la tremenda
cantidad de cosas
que desconocían.
- Sí - convino con Arthur, dándole unos cacahuetes y
preguntándole: - ¿Cómo te
encuentras?
- Como una academia militar - contestó Arthur - tengo partes
que siguen desmayándose.
Ford lo miró desconcertado en la oscuridad.
- Si te preguntara dónde demonios estamos - le preguntó
Arthur con voz débil -, ¿lo
lamentaría?
- Estarnos sanos y salvos - respondió Ford, levantándose.
- Pues muy bien - dijo Arthur.
- Nos hallamos en un pequeño departamento de la cocina de
una de las naves
espaciales de la Flota Constructora Vogona - le informó
Ford.
- ¡Ah! - comentó Arthur -, evidentemente se trata de una
acepción un tanto extraña de la
expresión sanos y salvos, que yo desconocía.
Ford encendió otra cerilla con la idea de encontrar un
interruptor de la luz. De nuevo
vislumbró sombras monstruosas que saltaban. Arthur se puso
en pie con dificultad y se
abrazó aprensivamente. Formas repugnantes y extrañas
parecían apiñarse a su
alrededor, el ambiente estaba cargado de olores húmedos que
le entraban en los
pulmones tímidamente, sin identificarse, y un zumbido sordo
e irritante le impedía
concentrarse.
- ¿Cómo hemos venido a parar aquí? - preguntó,
estremeciéndose ligeramente.
- Hemos hecho autoestop - le contestó Ford.
- ¿Cómo dices? - exclamó Arthur -. ¿Quieres decirme que
hemos puesto el pulgar y un
monstruo de ojos verdes de sabandija ha sacado la cabeza y
ha dicho: ¡Hola, chicos!,
subid, os puedo llevar hasta la desviación de Basingstoke?
- Pues, bueno - dijo Ford -, el Pulgar es un aparato
electrónico de señales subeta, la
desviación es la de la estrella Barnard, a seis años-luz de
distancia; aparte de eso, es
más o menos exacto.
- ¿Y el monstruo de ojos verdes de sabandija?
- Es verde, sí.
- Muy bien - dijo Arthur -, ¿cuándo puedo irme a casa?
- No puedes - dijo Ford Prefect, encontrando el interruptor
de la luz. Lo encendió,
advirtiendo a Arthur -: Tápate los ojos.
Incluso Ford se sorprendió.
- ¡Santo cielo! - exclamó Arthur -. ¿Así es el interior de
un platillo volante?
Prostetnic Vogon Jeltz inclinó su desagradable cuerpo verde
sobre el puente de mando.
Siempre sentía una vaga irritación tras demoler planetas
habitados. Deseaba que
llegara alguien a decirle que había sido una equivocación,
para que él pudiera gritarle y
sentirse mejor. Se dejó caer tan pesadamente como pudo sobre
su sillón de mando con
la esperanza de que se rompiera y así tener algo por lo que
enfadarse de verdad, pero
sólo dio una especie de crujido quejoso.
- ¡Márchate! - gritó al joven guardia vogón que acababa de
entrar en el puente. El
guardia desapareció al instante, sintiéndose bastante
aliviado. Se alegró de no ser él
quien le entregara el informe que acababan de recibir. El
informe era una comunicación
oficial que hablaba de una maravillosa y nueva nave
espacial, que en aquellos
momentos se presentaba en una base de investigación
gubernamental en Damogran y
que en lo sucesivo haría innecesarias todas las rutas
hiperespaciales directas.
Se abrió otra puerta, pero esta vez el capitán vogón no
gritó porque era la puerta de las
cocinas donde los dentrassis le preparaban las viandas. Una
comida sería recibida con
el mayor beneplácito.
Una enorme criatura peluda atravesó de un salto el umbral
con la bandeja del almuerzo.
Sonreía como un maníaco.
Prostetnic Vogon Jeltz quedó encantado. Sabía que cuando un
dentrassi parecía tan
contento, algo pasaba en alguna parte de la nave que a él le
haría enfadarse mucho.
Ford y Arthur miraron a su alrededor.
- Bueno, ¿qué te parece? - inquirió Ford.
- ¿No es un poco sórdido?
Ford frunció el ceño ante los mugrientos colchones, las
tazas sucias y las indefinibles
prendas interiores, extrañas y malolientes, que estaban
desparramadas por la angost
cabina.
- Bueno, es una nave de trabajo, ¿comprendes? - explicó Ford
-. Aquí es donde
duermen los dentrassis.
- Creí que habías dicho que se llamaban vogones o algo así.
- Sí - dijo Ford -, los vogones manejan la nave y los
dentrassis son los cocineros; ellos
fueron quienes nos dejaron subir a bordo.
- Estoy algo confundido - dijo Arthur.
- Mira, echa una ojeada a esto - le dijo Ford.
Se sentó en un colchón y empezó a revolver en su bolso.
Arthur tanteó nerviosamente
el colchón antes de sentarse; en realidad tenía muy pocos
motivos para estar nervioso,
porque todos los colchones que se crían en los pantanos de
Squornshellous Zeta se
matan y se secan perfectamente antes de entrar en servicio.
Muy pocos han vuelto a la
vida.
Ford tendió el libro a Arthur.
- ¿Qué es esto? - preguntó Arthur.
- La Guía del autoestopista galáctico. Es una especie de
libro electrónico. Te dice todo
lo que necesitas saber sobre cualquier cosa. Es su cometido.
Arthur le dio nerviosas vueltas en las manos.
- Me gusta la portada - comentó -. No se asuste. Es la
primera cosa útil o inteligible que
me han dicho en todo el día.
- Voy a enseñarte cómo funciona - le dijo Ford. Se lo quitó
de las manos a Arthur, que lo
sostenía como si fuera una alondra muerta dos semanas atrás,
y lo sacó de la funda.
- Mira, se aprieta este botón, la pantalla se ilumina y te
da el índice.
Se encendió una pantalla de siete centímetros y medio por
diez y empezaron a
revolotear letras por su superficie.
- Que quieres saber cosas de los vogones, pues programas el
nombre de este modo -
pulsó con los dedos unas teclas más -, y ahí lo tenemos.
En la pantalla destellaron en letras verdes las palabras
Flotas Constructoras Vogonas.
Ford apretó un ancho botón rojo en la parte inferior de la
pantalla y las palabras
empezaron a serpentear por su superficie. Al mismo tiempo,
el libro comenzó a recitar
el artículo con voz tranquila y medida. Esto es lo que dijo
el libro:
«Flotas Constructoras Vogonas. Esto es lo que tiene que
hacer si quiere que le lleve un
vogón: olvidarlo. Son una de las razas más desagradables de
la Galaxia; no son
realmente crueles, pero tienen mal carácter, son burocráticos,
entrometidos e
insensibles. Ni siquiera moverían un dedo para salvar a su
abuela de la Voraz Bestia
Bugblatter de Traal, a menos que recibieran órdenes firmadas
por triplicado, acusaran
recibo, volvieran a enviarlas, hicieran averiguaciones, las
perdieran, las encontrarán, las
sometieran a investigación pública, las perdieran de nuevo y
finalmente las enterraran
bajo suave turba para luego aprovecharlas como papel para
encender la chimenea.
»El mejor medio para que un vogón invite a una copa es
meterle un dedo en la
garganta, y la mejor manera de hacerle enfadar es entregar a
su abuela a la Voraz
Bestia Bugblatter de Traal para que se la coma.
»De ninguna manera deje que un vogón le lea poesía.»
Arthur pestañeó.
- Qué libro tan extraño. ¿Cómo hemos conseguido que nos
lleven, entonces?
- Esa es la cuestión; está atrasado - dijo Ford, volviendo a
guardar el libro dentro de su
funda -. Yo realizo la investigación de campo para la Nueva
Edición Revisada, y una de
las cosas que tengo que incluir es que los vogones contratan
ahora a cocineros
dentrassis, lo que nos da a nosotros una pequeña oportunidad
bastante útil.
Una expresión de sufrimiento surgió en el rostro de Arthur.
- Pero ¿quiénes son los dentrassis? - preguntó.
- Unos tíos estupendos - contesto Ford -. Son los mejores
cocineros y los que preparan
las mejores bebidas, y les importa un pito todo lo demás.
Siempre ayudan a subir a
bordo a los autoestopistas, en parte porque les gusta la
compañía, pero principalmente
porque eso les molesta a los vogones. Exactamente eso es lo
que necesita saber un
pobre autoestopista que trata de ver las maravillas del
Universo por menos de treinta
dólares altairianos al día. Y ése es mi trabajo. ¿Verdad que
es divertido?
Arthur parecía perdido.
- Es maravilloso - dijo, frunciendo el ceño y mirando a otro
colchón.
- Lamentablemente, me he quedado en la Tierra mucho más
tiempo del que pretendía -
dijo Ford -. Fui por una semana y me quedé quince años.
- Pero ¿cómo fuiste a parar allí?
- Fácil, me llevó un pesado.
- ¿Un pesado?
- Sí.
- ¿Y qué es...?
- ¿Un pesado? Los pesados suelen ser niños ricos sin nada
que hacer. Van por ahí,
buscando planetas que aún no hayan hecho contacto
interestelar y les anuncian su
llegada.
- ¿Les anuncian su llegada? - Arthur empezó a sospechar que
Ford disfrutaba
haciéndole la vida imposible.
- Sí - contesto Ford -, les anuncian su llegada. Buscan un
lugar aislado donde no haya
mucha gente, aterrizan junto a algún pobrecillo inocente a
quien nadie va a creer jamás,
y luego se pavonean delante de él llevando unas estúpidas
antenas en la cabeza y
haciendo ¡bip!, ¡bip!, ¡bip! Realmente es algo muy infantil.
Ford se tumbó de espaldas en el colchón con las manos en la
nuca y aspecto de estar
enojosamente contento consigo mismo.
- Ford - insistió Arthur -, no sé si te parecerá una
pregunta tonta, pero ¿qué hago yo
aquí?
- Pues ya lo sabes - respondió Ford -. Te he rescatado de la
Tierra.
- ¿Y qué le ha pasado a la Tierra?
- Pues que la han demolido.
- La han demolido - repitió monótonamente Arthur,
- Sí. Simplemente se ha evaporado en el espacio.
- Oye - le comentó Arthur -, estoy un poco preocupado por
eso.
Ford frunció el ceño sin mirarle y pareció pensarlo.
- Sí, lo entiendo - dijo al fin.
- ¡Que lo entiendes! - gritó Arthur -. ¡Que lo entiendes!
Ford se puso en pie de un salto.
- ¡Mira el libro! - susurró con urgencia.
- ¿Cómo?
- No se asuste.
- ¡No estoy asustado!
- Sí, lo estás.
- Muy bien, estoy asustado, ¿qué otra cosa puedo hacer?
- Nada más que venir conmigo y pasarlo bien. La galaxia es
un sitio divertido.
Necesitarás ponerte este pez en la oreja.
- ¿Cómo dices? - preguntó Arthur en un tono que consideró
bastante cortés.
Ford sostenía una pequeña jarra de cristal en cuyo interior
se veía moverse a un
pececito amarillo. Arthur miró a Ford con los ojos
entornados. Deseó que hubiera algo
sencillo y familiar a lo que pudiera aferrarse. Podría
sentirse a salvo si junto a la ropa
interior de los dentrassis, los montones de colchones de
Squornshellous y el habitante
de Betelgeuse que sostenía un pececillo amarillo
proponiéndole que se lo pusiera en el
oído, hubiese podido ver un simple paquetito de copos de
avena. Pero era imposible, y
no se sentía a salvo.
Un ruido súbito y violento cayó sobre ellos desde alguna
parte que Arthur no pudo
localizar. Quedó sin aliento, horrorizado ante lo que
parecía un hombre que tratara de
hacer gárgaras mientras repelía a una manada de lobos.
- ¡Chisss! - exclamó Ford -. Escucha, puede ser importante.
- ¿Im... importante?
- Es el capitán vogón, que anuncia algo en el Tannoy.
- ¿Quieres decir que así es como hablan los vogones?
- iEscucha!
- ¡Pero yo no sé vogón!
- No es necesario. Sólo ponte el pez en el oído.
Con la rapidez del rayo, Ford llevó la mano a la oreja de
Arthur, que tuvo la repugnante
y súbita sensación de que el pez se deslizaba por las
profundidades de su sistema
auditivo. Durante un segundo jadeó horrorizado, escarbándose
el oído; pero luego
quedó con los ojos en blanco, maravillado. Experimentaba el
equivalente acústico de
mirar el perfil de dos rostros pintados de negro y ver de
repente el dibujo de una
palmatoria blanca. O de mirar a un montón de puntos
coloreados en un trozo de papel
que de pronto se resolvieran en el número seis y sospechar
que el oculista le va a
cobrar a uno mucho dinero por unas gafas nuevas.
Sabía que seguía escuchando las gárgaras ululantes, sólo que
ahora parecían en cierto
modo un inglés absolutamente correcto.
Esto es lo que oyó...
- Aú aú gárgara aú aú aú gárgara aú gárgara aú aú gárgara
gárgara gárgara aú gárgara
gárgara gárgara aú srrl uuuurf debería divertirse. Repito el
mensaje. Habla el capitán,
de manera que dejad lo que estéis haciendo y prestad
atención. En primer lugar, en los
instrumentos veo que tenemos dos autoestopistas a bordo.
¡hola!, dondequiera que
estéis. Sólo quiero que quede absolutamente claro que no
sois bienvenidos para nada.
He trabajado mucho para llegar a donde estoy ahora, y no me
he convertido en capitán
de una nave constructora vogona sólo para hacer con ella
servicio de taxi a un
cargamento de gorrones degenerados. He enviado a un grupo
para buscaros, y en
cuanto os encuentren os echaré de la nave. Si tenéis mucha
suerte quizás os lea
algunos poemas míos.
«En segundo lugar, estamos a punto de entrar en el
hiperespacio de camino a la
Estrella Barnard. Al llegar nos quedaremos setenta y dos
horas en el muelle para
aprovisionar, y nadie abandonará la nave durante ese tiempo.
Repito, se cancelan
todos los permisos para bajar al planeta. Acabo de tener una
desdichada aventura
amorosa y no veo por qué tenga que divertirse nadie. Fin del
mensaje.»
Cesó el ruido.
Para su vergüenza, Arthur descubrió que estaba tirado en el
suelo hecho un ovillo con
los brazos tapándose la cabeza. Sonrió débilmente.
- Un hombre encantador - dijo -. Ojalá tuviera yo una hija
para prohibirle que se casara
con un...
- No lo necesitarías - le interrumpió Ford -. Los vogones
tienen tanto atractivo sexual
como un accidente de carretera. No, no te muevas - dijo
cuando Arthur empezó a
enderezarse -; será mejor que te prepares para el salto al
hiperespacio. Es tan
desagradable como estar borracho.
- ¿Y qué tiene de desagradable el estar borracho?
- Pues que luego pides un vaso de agua.
Arthur se quedó pensándolo.
- Ford - le dijo.
- ¿Sí?
- ¿Qué está haciendo ese pez en mi oído?
- Traduce para ti. Es un pez Babel. Míralo en el libro, si
quieres.
Le pasó la Guía del autoestopista galáctico y luego se hizo
un ovillo, poniéndose en
posición fetal para prepararse para el salto.
En aquel momento, a Arthur se le abrió la tapa de los sesos.
Sus ojos se volvieron del revés. Los pies se le empezaron a
salir por la grieta de la
cabeza.
La habitación se plegó en tomo a él, giró, dejó de existir y
él se quedó resbalando en su
propio ombligo.
Entraban en el hiperespacio.
- El pez Babel - dijo en voz baja la Guía del autoestopista
galáctico - es pequeño,
amarillo, parece una sanguijuela y es la criatura más rara
del Universo. Se alimenta de
la energía de las ondas cerebrales que recibe no del que lo
lleva, sino de los que están
a su alrededor. Absorbe todas las frecuencias mentales
inconscientes de dicha energía
de las ondas cerebrales para nutrirse de ellas. Entonces,
excreta en la mente del que lo
lleva una matriz telepática formada de la combinación de las
frecuencias del
pensamiento consciente con señales nerviosas obtenidas de
los centros del lenguaje
del cerebro que las ha suministrado. El resultado práctico
de todo esto, es que si uno se
introduce un pez Babel en el oído, puede entender al
instante todo lo que se diga en
cualquier lenguaje. Las formas lingüísticas que se oyen en
realidad, descifran la matriz
de la onda cerebral introducida en la mente por el pez
Babel.
»Pero es una coincidencia extrañamente improbable el hecho
de que algo tan
impresionantemente útil pueda haber evolucionado por pura
casualidad, y algunos
pensadores han decidido considerarlo como la prueba
definitiva e irrefutable de la no
existencia de Dios.
»Su argumento es más o menos el siguiente: «Me niego a
demostrar que existo», dice
Dios, «porque la demostración anula la fe, y sin fe no soy
nada».
»«Pero», dice el hombre, «el pez Babel es una revelación
brusca, ¿no es así? No
puede haber evolucionado al azar. Demuestra que Vos existís,
y por lo tanto, según
Vuestros propios argumentos, Vos no. Quod erat
demonstrandum».
»«¡Válgame Dios!», dice Dios, «no había pensado en eso», y
súbitamente desaparece
en un soplo de lógica.
»«Bueno, eso era fácil», dice el hombre, que vuelve a hacer
lo mismo para demostrar
que lo negro es blanco y resulta muerto al cruzar el
siguiente paso cebra.
»La mayoría de los principales teólogos afirma que tal
argumento es un montón de
patrañas, pero eso no impidió que Oolon Colluphid hiciese
una pequeña fortuna al
utilizarlo como tema central de su libro Todo lo que le hace
callar a Dios, que fue un
éxito de ventas.
»Entretanto, el pobre pez Babel, al derribar eficazmente
todas las barreras de
comunicación entre las diferentes razas y culturas, ha
producido más guerras y más
sangre que ninguna otra cosa en la historia de la creación.»
Arthur dejó escapar un gruñido sordo. Se horrorizó al
descubrir que el salto al
hiperespacio no lo había matado. Ahora se encontraba a seis
años-luz del lugar donde
habría estado la Tierra si no hubiese dejado de existir.
La Tierra.
Por su mente llena de náuseas vagaban estremecedoras
visiones de la Tierra. Su
imaginación no tenía medios para asimilar la impresión de
que el planeta ya no
existiera: era demasiado grande. Avivó sus sentimientos
pensando que sus padres y su
hermana habían desaparecido. No reaccionó. Pensó en toda la
gente a quien había
querido. No reaccionó. Entonces pensó en un absoluto
desconocido que dos días antes
había estado detrás de él en la cola del supermercado, y
sintió una súbita punzada: el
supermercado había desaparecido, junto con todos los que
estaban en él. ¡La Columna
de Nelson había desaparecido! La Columna de Nelson había
desaparecido, y no se
oiría ningún grito porque no había quedado nadie para darlo.
De ahora en adelante, la
Columna de Nelson sólo existiría en su imaginación; en su
cabeza, encerrada en
aquella húmeda y maloliente nave espacial forrada de acero.
Le envolvió una oleada de
claustrofobia.
Inglaterra ya no existía. Eso lo comprendió; en cierto modo,
lo entendió. Volvió a
intentarlo. Norteamérica ha desaparecido, pensó. No pudo
hacerse a la idea. Decidió
empezar de nuevo por lo más pequeño. Nueva York ha
desaparecido. No reaccionó. De
todas formas, nunca había creído que existiera de verdad. El
dólar se ha hundido para
siempre, pensó. Experimentó un leve temblor. Todas las
películas de Bogart han
desaparecido, se dijo para sí, y eso le produjo un efecto
desagradable. McDonald's,
pensó. Ya no existen cosas como las hamburguesas de
McDonald's.
Se desvaneció. Un segundo después, cuando volvió en sí,
descubrió que lloraba por su
madre.
Se puso en pie de un salto violento.
- ¡Ford!
Ford levantó la vista del rincón donde estaba sentado y,
dejando de canturrear en voz
baja, dijo:
- ¿Sí?
- Si eres un investigador de ese libro y has estado en la
Tierra, debes haber recogido
datos sobre ella.
- Bueno, sí, pude ampliar un poco el artículo original.
- Entonces, déjame ver lo que dice esta edición; tengo que
verlo.
- Sí, muy bien - se lo volvió a pasar.
Arthur lo sostuvo con fuerza, tratando de que le dejaran de
temblar las manos. Pulsó el
registro de la página en cuestión. La pantalla destelló, y
salieron rayas que se
resolvieron en una página impresa. Arthur la miré fijamente.
- ¡No hay artículo! - estalló.
Ford miró por encima del hombro.
- Sí, lo hay - dijo -; ahí, al fondo de la pantalla, justo
debajo de Excéntrica Gallumbits, la
puta de tres tetas de Eroticón .
Arthur siguió el dedo de Ford y vio dónde señalaba. Por un
momento siguió sin
comprender, luego su cerebro estuvo a punto de estallar.
- ¡Cómo! ¡Inofensiva! ¿Eso es todo lo que tiene que decir?
¡Inofensiva! ¡una palabra!
Ford se encogió de hombros.
- Bueno, hay cien mil millones de estrellas en la Galaxia, y
los microprocesadores del
libro sólo tienen una capacidad limitada de espacio, y,
desde luego, nadie sabía mucho
de la Tierra.
- ¡Por amor de Dios! Espero que hayas podido rectificarlo un
poco.
- Pues claro, he podido transmitir al editor un artículo
nuevo. Tendrá que reducirlo un
poco, pero de todos modos será una mejora.
- ¿Y qué dirá entonces? - le preguntó Arthur.
- Fundamentalmente inofensiva - admitió Ford, tosiendo con
cierto embarazo.
- ¡Fundamentalmente inofensiva! - gritó Arthur.
- ¿Qué ha sido ese ruido? - susurró Ford.
- Era yo, que gritaba - gritó Arthur.
- ¡No! ¡Cállate! - exclamó Ford -. Creo que estamos en
apuros.
- ¡Crees que estamos en apuros!
Al otro lado de la puerta se oían pasos de marcha.
- ¿Los dentrassis? - murmuró Arthur.
- No, son botas con suela de acero - dijo Ford.
Llamaron a la puerta con un golpe corto y seco.
- Entonces, ¿quiénes son? - preguntó Arthur
- Pues si tenemos suerte - contesto Ford -, sólo serán los
vogones, que vendrán a
arrojamos al espacio.
- ¿Y si no tenemos suerte?
- Si no tenemos suerte - repuso sombríamente Ford -, el
capitán quizá cumpla su
amenaza de leernos primero algunos poemas suyos...
La poesía vogona ocupa, por supuesto, el tercer lugar entre
las peores del Universo. El
segundo corresponde a los azgoths de Kria. Mientras su
principal poeta, Grunthos el
Flatulento, recitaba su poema «Oda a un bultito de masilla
verde que me descubrí en el
sobaco una mañana de verano», cuatro de sus oyentes murieron
de hemorragia
interna, y el presidente del Consejo Inhabilitador de las
Artes de la Galdia Media se
salvó, perdiendo una pierna en la huida, Se dice que
Grunthos quedó «decepcionado»
por la acogida que había tenido el poema, y estaba a punto
de iniciar la lectura de su
poema épico en doce tomos titulado «Mis gorjeos de baño
favoritos», cuando su propio
intestino grueso, en un desesperado esfuerzo por salvar la
vida y la civilización, le saltó
derecho al cuello y le estranguló.
La peor de todas las poesías pereció junto con su creadora,
Paula Nancy Millstone
Jennings, de Greenbridge, en Essex, Inglaterra, en la
destrucción del planeta Tierra.
Prostetnic Vogon Jeltz esbozó una lentísima sonrisa. Lo hizo
no tanto para causar
impresión como para recordar la secuencia de movimientos
musculares. Había, lanzado
un tremendo grito terapéutico a sus prisioneros, y ahora se
encontraba muy relajado y
dispuesto a cometer alguna pequeña crueldad.
Los prisioneros se sentaban en los sillones para la
Apreciación de la Poesía: atados con
correas. Los vogones no se hacían ilusiones respecto a la
acogida general que recibían
sus obras. Sus primeras incursiones en la composición
formaban parte de luna
obstinada insistencia para que se les aceptara como una raza
convenientemente culta y
civilizada, pero ahora lo único que les hacía persistir era
un puro retorcimiento mental.
El sudor corría fríamente por la frente de Ford Prefect,
deslizándose por los electrodos
fijados a sus sienes. Los electrodos estaban conectados a la
batería de un equipo
electrónico, - intensificadores de imágenes, moduladores
rítmicos, residualizadores
aliterativos y demás basura -, proyectado para intensificar
la experiencia del poema y
garantizar que no se perdiera ni un solo matiz de la idea
del poeta.
Arthur Dent temblaba en su asiento. No tenía ni idea de por
qué estaba allí, pero sabía
que no le gustaba nada de lo que había pasado hasta el
momento, y no creía que las
cosas fueran a cambiar.
El vogón empezó a leer un hediondo pasaje de su propia
invención.
- ¡Oh!, irrinquieta gruflebugle... comenzó a relatar. Los
espasmos empezaron a
atormentar el cuerpo de Ford: era peor de lo que había
imaginado.
-...tus micturadones son para mí / Como plurnas
manchigraznas sobre una plívida abeja.
- ¡Aaaaaaarggggghhhhhh! - exclamó Ford Prefect, torciendo la
cabeza hacia atrás al
sentirse golpeado por oleadas de dolor. A su lado veía
débilmente a Arthur, que se
bamboleaba reclinado en su asiento. Apretó los dientes.
- Groop, a ti te imploro - prosiguió el implacable vogón -,
mi gándula bolarina.
Su voz se alzaba llegando a un tono horrible, estridente y
apasionado.
- Y asperio me acolses con crujientes ligabujas, / O te
rasgaré la verruguería con mi
bérgano, ¡espera y verás!
- ¡Nnnnnnnnnniiiiiiiuuuuuuuugggggghhhhh! - gritó Ford
Prefect, sufriendo un espasmo
final cuando la ampliación electrónica del último verso le
dio de lleno en las sienes.
Perdió el sentido.
Arthur se arrellanó en el asiento.
- Y ahora, terráqueos... - zumbó el vogón, que ignoraba que
Ford Prefect procedía en
realidad de un planeta pequeño de las cercanías de
Betelgeuse, aunque si lo hubiera
sabido no le habría importado -, os presento una elección
sencilla. O morir en el vacío
del espacio, o... - hizo una pausa para producir un efecto
melodramático - decirme qué
os ha parecido mi poema.
Se recostó en un enorme sillón de cuero con forma de
murciélago y los contempló.
Volvió a sonreír como antes. seca por los Ford trataba de
tomar aliento. Se pasó la
lengua ásperos labios y lanzó un quejido.
- En realidad, a mí me ha gustado mucho - manifestó Arthur
en tono vivaz. Ford se
volvió hada él con la boca abierta. Era un enfoque que no se
le había ocurrido.
El vogón enarcó sorprendido una ceja que le oscureció
eficazmente la nariz, y por lo
tanto no era mala cosa.
- ¡Pero bueno...! - murmuró con perplejidad considerable.
- Pues sí - dijo Arthur -, creo que ciertas imágenes
metafísicas tienen realmente una
eficacia singular.
Ford siguió con la vista fija en él, ordenando sus ideas con
lentitud ante aquel concepto
totalmente nuevo. ¿Iban a salir de aquello por la cara?
- Sí, continúa... - le invitó el vogón.
- Pues..., y, hmm..., también hay interesantes ideas rítmicas
- prosiguió Arthur -, que
parecen el contrapunto de..., hmm... hmm...
Titubeó.
Ford acudió rápidamente en su ayuda, sugiriendo:
-...el contrapunto del surrealismo de la metáfora
fundamental de... hmm...
Titubeó a su vez, pero Arthur ya estaba listo de nuevo.
-...la humanidad del...
- La vogonidad - le sopló Ford.
- ¡Ah, sí! La vogonidad, perdón, del alma piadosa del poeta
- Arthur sintió que estaba en
la recta final -, que por medio de la estructura del verso
procura sublimar esto,
trascender aquello y reconciliarse con las dicotomías
fundamentales de lo otro distaba
alcanzando un crescendo triunfal, y uno se queda con una
vívida y profunda intuición
de... de... hmm...
Y de pronto le abandonaron las ideas. Ford se apresuró a dar
el coup de gráce:
- ¡De cualquiera que sea el tema de que trate el poema! -
gritó; y con la comisura de la
boca, añadió -: Bien jugado, Arthur, eso ha estado muy bien.
El vogón los estudió. Por un momento se emocionó su
exacerbado espíritu racial, pero
pensó que no: era un poquito demasiado tarde. Su voz adoptó
el timbre de un gato que
arañara nailon pulido.
- De manera que afirmáis que escribo poesía porque bajo mi
apariencia de maldad,
crueldad y dureza, en realidad deseo que me quieran - dijo.
Hizo una pausa -. ¿Es así?
- Pues yo diría que sí - repuso Ford, lanzando una carcajada
nerviosa -. ¿Acaso no
tenemos todos en lo más profundo, ya sabe... hmm...?
El vogón se puso en pie.
- Pues no, estáis completamente equivocados - afirmó -.
Escribo poesía únicamente
para complacer a mi apariencia de maldad, crueldad y dureza.
De todos modos, os voy
a echar de la nave. ¡Guardia! ¡Lleva a los prisioneros a la
antecámara de compresión
número tres y échalos fuera!
- ¡Cómo! - gritó Ford.
Un guardia vogón, joven y corpulento, se acercó a ellos y
les desató las correas con sus
enormes brazos gelatinosos.
- ¡No puede echarnos al espacio - gritó Ford -, estamos
escribiendo un libro!
- ¡La resistencia es inútil! - gritó a su vez el guardia
vogón. Era la primera frase que
había aprendido cuando se alistó al Cuerpo de Guardia vogón.
El capitán observó la escena con despreocupado regocijo y
luego les dio la espalda.
Arthur miró a su alrededor con ojos enloquecidos.
- ¡No quiero morir todavía! - gritó -. ¡Aún me duele la
cabeza, estaré de mal humor y no
lo disfrutaré!
El guardia los sujetó firmemente por el cuello, hizo una
reverencia a la espalda de su
capitán, y los sacó del puente sin que dejaran de protestar.
La puerta de acero se cerró
y el capitán quedó solo de nuevo. Canturreó en voz baja y se
puso a reflexionar,
hojeando ligeramente su cuaderno de versos.
- Hmmm... - dijo -, el contrapunto del surrealismo de la
metáfora fundamental... - lo
consideró durante un momento y luego cerró el libro con una
sonrisa siniestra.
- La muerte es algo demasiado bueno para ellos - sentenció.
El largo corredor forrado de acero recogía el eco del débil
forcejeo de los dos
humanoides, bien apretados bajo las elásticas axilas del
vogón.
- Es magnífico - farfulló Ford -, realmente fantástico.
¡Suéltame, bestia!
El guardia vogón siguió arrastrándolos.
- No te preocupes - dijo Ford en tono nada esperanzador -.
Ya se me ocurrirá algo.
- La resistencia es inútil! - chilló el guardia.
- No digas eso - tartamudeó Ford -. ¿Cómo se puede mantener
una actitud mental
positiva sí dices cosas así?
- ¡Por Dios! - protestó Arthur -. Hablas de una actitud
mental positiva, y ni siquiera han
demolido hoy tu planeta. Al despertarme esta mañana, pensé
que iba a pasar el día
tranquilo y relajado, que leería un poco, cepillaría al
perro... iAhora son más de las
cuatro de la tarde y están a punto de echarme de una nave
espacial a seis años-luz de
las humeantes ruinas de la Tierra!
El vogón apretó su presa y Arthur dejó escapar gorgoritos y
balbuceos.
- ¡De acuerdo - convino Ford -, pero deja de asustarte!
- ¿Quién ha dicho nada de asustarse? - replicó Arthur -.
Esto no es más que una
conmoción cultural. Espera a que me acostumbre a la
situación y comience a
orientarme. ¡Entonces empezaré a asustarme!
- Te estás poniendo histérico, Arthur. ¡Cierra el pico!
Ford hizo un esfuerzo desesperado por pensar, pero le
interrumpió el guardia, que gritó
otra vez:
- ¡La resistencia es inútil!
- ¡Y tú también podrías callarte la boca! - le replicó Ford.
- ¡La resistencia es inútil!
- ¡Pero déjalo ya!
Ford torció la cabeza hasta que pudo mirar de frente al
rostro de su captor. Se le ocurrió
una idea.
- ¿De veras te gustan estas cosas? - le preguntó de pronto.
El vogón se detuvo en seco y una expresión de enorme
estupidez se deslizó poco a
poco por su cara.
- ¿Que si me gustan? - bramó. ¿Qué quieres decir?
- Lo que quiero decir - le explicó Ford -, es que si te
llena de satisfacción el ir pisando
fuerte por ahí, dando gritos y echan do a la gente de naves
espaciales...
El vogón miró fijamente al bajo techo de acero y sus cejas
casi se montaron una encima
de otra. Se le aflojó la boca.
- Pues el horario es bueno...
- Tiene que serlo - convino Ford.
Arthur torció el cuello por completo para mirar a Ford.
- ¿Qué intentas hacer, Ford? - le preguntó con un murmullo
de perplejidad.
- Sólo trato de interesarme en el mundo que me rodea,
¿conforme? - le contestó y
siguió diciéndole al vogón -: De modo que el horario es muy
bueno...
El vogón bajó la vista hacia él mientras pensamientos
perezosos giraban
tumultuosamente en sus lóbregas profundidades.
- Sí dijo -, pero ahora que lo mencionas, la mayor parte del
tiempo resulta bastante
asqueroso. Salvo... - volvió a pensar, lo que exigía mirar al
techo -, salvo algunos gritos
que me gustan mucho.
Se llenó de aire los pulmones y bramó:
- ¡La resistencia es...!
- Sí, claro - le interrumpió Ford a toda prisa -; eso lo
haces muy bien, te lo aseguro. Pero
en su mayor parte es asqueroso - dijo con lentitud, dando
tiempo a las palabras para
que llegasen a su objetivo -. Entonces, ¿por qué lo haces?
¿A qué se debe? ¿A las
chicas? ¿A la zurra? ¿Al machismo? ¿O simplemente crees que
el acomodarse a ese
estúpido hastío presenta un desafío interesante?
Arthur miró desconcertado de un lado para otro.
- Hmm... - dijo el guardia -, hmm... hmm..., no sé. Creo que
en realidad... me limito a
hacerlo. Mi tía me dijo que ser guardia de una nave espacial
era una buena carrera para
un joven vogón; ya sabes, el uniforme, la cartuchera de la
pistola de rayos paralizantes,
que se lleva muy baja, el estúpido hastío...
- Ahí tienes, Arthur - dijo Ford con aire del que llega a la
conclusión de su argumento -,
y creías que tú tenías problemas.
Arthur pensó que sí los tenía. Aparte del asunto
desagradable que le había ocurrido a
su planeta, el guardia vogón ya le había medio estrangulado,
y no le gustaba mucho la
idea de que lo arrojaran al espacio.
- Procura entender su problema - insistió Ford -. Ahí tienes
a este pobre muchacho,
cuyo trabajo de toda la vida consiste en andar pisando
fuerte por ahí, echando a gente
de naves espaciales.
- Y dando gritos - añadió el guardia.
- Y dando gritos, claro - repitió Ford, y dio unos
golpecitos al brazo gelatinoso que le
apretaba el cuello con simpática condescendencia -. ¡Y ni
siquiera sabe por qué lo hace!
Arthur convino en que era muy triste. Lo expresó con un
gestito débil, porque estaba
muy asfixiado para poder hablar.
El guardia lanzó unos profundos gruñidos de estupefacción.
- Pues ahora que lo dices, supongo...
- ¡Buen chico! - le animó Ford.
- De acuerdo - continuó con sus gruñidos -, ¿y qué remedio
me queda?
- Pues - dijo Ford, animándose pero alargando las palabras -
dejar de hacerlo, por
supuesto. Diles que ya no volverás a hacerlo más.
Pensó que debería añadir algo más, pero de momento parecía
que el guardia tenía la
mente muy ocupada meditando sus palabras.
- Hhuuuuuummmmmmmmmmmmmmm... - dijo el guardia - hum...,
pues eso no me
suena muy bien.
De pronto, Ford sintió que se le escapaba la oportunidad.
- Pero espera un momento - le apremió -, eso es sólo el
principio, ¿comprendes?; la
cosa no es tan sencilla como crees...
Pero en ese momento el guardia volvió a afianzar su presa y
continuó con su primitiva
intención de llevarlos a rastras a la esclusa neumática. Era
evidente que estaba muy
afectado.
- No; creo que si os da lo mismo - les dijo -, será mejor
que os meta en esa antecámara
de compresión y luego me vaya a dar otros cuantos gritos que
tengo pendientes.
A Ford Prefect no le daba lo mismo en absoluto.
- ¡Pero venga.... oye! - dijo, menos animado y con menos
lentitud.
- ¡Aahhhhgggggggnnnnnn! - dijo Arthur con una inflexión nada
dará.
- Pero espera - insistió Ford -, ¡todavía tengo que hablar
de la música, del arte y de
otras cosas! ¡Uuuuuffffff!
- ¡La resistencia es inútil - bramó el guardia, y luego
añadió -: Mira, si sigo en esto,
dentro de un tiempo puede que me asciendan a Jefe de Gritos,
y no suele haber
muchas plazas vacantes de agentes que no griten ni empujen a
la gente, de manera
que, según me parece, será mejor que siga haciendo lo que
sé.
Ya habían llegado a la esclusa neumática: una escotilla
ancha y circular de acero
macizo, fuerte y pesada, abierta en el revestimiento
interior de la nave. El guardia
manipuló un mando y la escotilla se abrió con suavidad.
- Pero muchas gracias por vuestro interés - les dijo el
guardia vogón -. Adiós.
Arrojó a Ford y a Arthur por la escotilla a la pequeña
cabina interior.
Arthur cayó jadeando al suelo. Ford se volvió tambaleante y
arremetió inútilmente con el
hombro contra la escotilla que se cerraba de nuevo.
- ¡Pero oye - le gritó al guardia -, hay todo un mundo del
que tú no sabes nada!
Escucha, ¿qué te parece esto?
Desesperado, recurrió a la única manifestación de cultura
que le vino espontáneamente
a la cabeza: el primer acorde de la Quinta de Beethoven.
- ¡Da da da dum! ¿No despierta eso nada en ti?
- No contestó el guardia -, nada en absoluto. Pero se lo
diré a mi tía.
Si después de eso añadió algo más, no se oyó. La escotilla
se cerró completamente y
desaparecieron todos los ruidos salvo el leve y distante
zumbido de los motores de la
nave.
Se encontraban en una cámara cilíndrica, brillante y pulida
de unos dos metros de
ancho por tres de largo.
Ford miró a su alrededor, sofocado.
- Creí que era un tipo inteligente en potencia - dijo, desplomándose
contra la pared
curva.
Arthur seguía tumbado en el suelo combado, en el mismo sitio
donde había caído. No
levantó la vista. Sólo se quedó tumbado, jadeando.
- Ahora estamos atrapados, ¿verdad?
- Sí - admitió Ford -, estamos atrapados.
- ¿Y no se te ha ocurrido nada? Creí que habías dicho que
ibas a pensar algo. Tal vez
lo hayas hecho y yo no me he dado cuenta.
- Claro que sí, se me ha ocurrido algo - jadeó Ford. Arthur
lo miró, expectante.
- Pero desgraciadamente - prosiguió Ford -, tendríamos que
estar al otro lado de esa
esclusa neumática.
Dio una patada a la escotilla por donde acá baban de entrar.
- Pero, ¿de verdad era una buena idea?
- Claro que sí, muy buena.
- ¿Y de qué se trataba?
- Pues todavía no había elaborado los detalles. Ahora ya no
importa mucho, ¿verdad?
- Entonces..., hmm, ¿qué va a ocurrir ahora?
- Pues... hmmm, dentro de unos momentos se abrirá
automáticamente esa escotilla de
enfrente, y supongo que saldremos disparados al espacio
profundo y nos asfixiaremos.
Si nos llenamos de aire los pulmones, tal vez podamos durar
treinta segundos... - dijo
Ford.
Se puso las manos a la espalda, enarcó las cejas y empezó a
canturrear un antiguo
himno de batalla betelgeusiano. De pronto, a los ojos de
Arthur, parecía tener un
aspecto muy extraño.- Así que ya está - dijo Arthur -, vamos
a morir.
- Sí - admitió Ford -; a menos que, ¡no! ¡Espera un momento!
De pronto se abalanzó por
la cámara hacia algo que estaba detrás de la línea de visión
de Arthur -. ¿Qué es ese
interruptor?
- ¿Cuál? ¿Dónde? - gritó Arthur, dándose la vuelta.
- No, sólo estaba bromeando - confesó Ford -; al final,
vamos a morir.
Volvió a desplomarse contra la pared y siguió con la melodía
por donde la había
interrumpido.
- ¿Sabes una cosa? - le dijo Arthur -; en ocasiones como
ésta, cuando estoy atrapado
en una escotilla neumática vogona con un habitante de
Betelgeuse y a punto de morir
asfixiado en el espacio profundo, realmente desearía haber
escuchado lo que me decía
mi madre cuando era joven.
- ¡Vaya! ¿Y qué te decía?
- No lo sé; no la escuchaba.
- Ya.
Ford siguió canturreando.
«Esto es horrible - pensaba Arthur para sí -, todo lo que
queda soy yo y las palabras
Fundamentalmente inofensiva. Y dentro de unos segundos lo
único que quedará será
Fundamentalmente inofensiva. Y ayer el planeta parecía ir
tan bien...» Zumbó un motor.
Se oyó Un leve silbido que se convirtió en un rugido
ensordecedor al penetrar el aire por
la escotilla exterior, que se abrió a un negro vacío
salpicado de diminutos puntos
luminosos, increíblemente brillantes. Ford y Arthur salieron
disparados al espacio
exterior como corchos de una pistola de juguete.
La Guía del autoestopista galáctico es un libro
absolutamente notable. Se ha compilado
y recopilado bastantes veces a lo largo de muchos años bajo
un cúmulo de direcciones
diferentes. Contiene contribuciones de incontables
cantidades de viajeros e
investigadores.
La introducción empieza así:
«El espacio - dice - es grande. Muy grande. Usted
simplemente se negará a creer lo
enorme, lo inmensa, lo pasmosamente grande que es. Quiero
decir que quizá piense
que es como un largo paseo por la calle hasta la farmacia,
pero eso no es nada
comparado con el espacio. Escuche...», y así sucesivamente.
Más adelante el estilo se asienta un poco, y el libro
empieza a contar cosas que
realmente se necesita saber, como el hecho de que el planeta
Bethselamin,
fabulosamente hermoso, está ahora tan preocupado por la
erosión acumulada de diez
mil millones de turistas que lo visitan al año, que
cualquier desproporción entre la
cantidad de alimento que se ingiere y la cantidad que se
excreta mientras se está en el
planeta, se elimina quirúrgicamente del peso del cuerpo en
el momento de la marcha
del visitante: de manera que siempre que uno vaya al lavabo,
es muy importante que le
den un recibo.)
Pero, para ser justos, al enfrentarse con la simple
enormidad de las distancias entre las
estrellas, han fallado inteligencias mejores que la del
autor de la introducción de la
Guía. Hay quienes le invitan a uno a comparar por un momento
un cacahuete en
Reading y una nuez pequeña en Johannesburgo, y otros
conceptos vertiginosos.
La verdad pura y simple es que las distancias interestelares
no caben en la imaginación
humana.
Incluso la luz, que viaja tan deprisa que a la mayoría de
las razas les cuesta miles de
años comprender que se mueve, necesita tiempo para recorrer
las estrellas. Tarda ocho
minutos en llegar desde la estrella Sol al lugar donde
estaba la Tierra, y cuatro años
hasta el vecino estelar más cercano al Sol, Alfa Próxima.
Para que la luz llegue al otro lado de la galaxia, a
Damogran, por ejemplo, se necesita
más tiempo: quinientos mil años.
El récord en recorrer esta distancia está por debajo de los
cinco años, pero así no se ve
mucho por el camino.
La Guía del autoestopista galáctico dice que si uno se llena
los pulmones de aire, puede
sobrevivir en el vacío absoluto del espacio unos treinta
segundos. Sin embargo, añade
que, como el espacio es de tan pasmosa envergadura, las
probabilidades de que a uno
lo recoja otra nave en esos treinta segundos son de
doscientas sesenta y siete mil
setecientas nueve contra una.
Por una coincidencia asombrosa, ése también era el número de
teléfono de un piso de
Islington donde Arthur asistió una vez a una fiesta
magnífica en la que conoció a una
chica preciosa con quien no pudo ligar, pues ella se decidió
por uno que acudió sin
invitación.
Como el planeta Tierra, el piso de Islington y el teléfono
ya están demolidos, resulta
agradable pensar que en cierta pequeña medida todos quedan
conmemorados por el
hecho de que Ford y Arthur fueron rescatados veintinueve
segundos más tarde.
Un ordenador parloteaba alarmado consigo mismo al darse
cuenta de que una escotilla
neumática se abrió y se cerró sola sin razón aparente.
En realidad, ello se debía a que la Razón había salido a
comer.
Un agujero acababa de aparecer en la galaxia. Era
exactamente una insignificancia que
duró un segundo, una nadería de veintitrés milímetros de
ancho y de muchos millones
de años-luz de extremo a extremo.
Al cerrarse, montones de sombreros de papel y de globos de
fiesta cayeron y se
esparcieron por el universo. Un equipo de analistas de
mercado, de dos metros y
diecisiete centímetros de estatura, cayeron y murieron, en
parte por asfixia y en parte
por la sorpresa.
Doscientos treinta y nueve mil huevos Poco fritos cayeron a
su vez, materializándose en
un enorme montón tembloroso en la tierra de Poghril, que
sufría el azote del hambre, en
el sistema de Pansel.
Toda la tribu de Poghril había muerto de hambre salvo el
último de sus miembros, un
hombre que murió por envenenamiento de colesterol unas
semanas más tarde.
La nada de un segundo por la cual se abrió el agujero,
rebotó hacia atrás y hacia
delante en el tiempo de forma enteramente increíble. En
alguna parte del pasado más
remoto, traumatizó seriamente a un pequeño y azaroso grupo
de átomos que vagaban
por el estéril vacío del espacio, haciendo que se fundieran
en unas figuras sumamente
improbables. Tales figuras aprendieron rápidamente a
reproducirse a sí mismas eso
era lo más extraordinario de dichas figuras) y continuaron
causando una confusión
enorme en todos los planetas por los que pasaban a la
deriva. Así es como empezó la
vida en el Universo.
Cinco Torbellinos Contingentes provocaron violentos remolinos
de sinrazón y vomitaron
una acera.
En la acera yacían Ford Prefect y Arthur Dent, jadeantes
como peces medio muertos.
- Ahí lo tienes - masculló Ford, luchando por agarrarse con
un dedo a la acera, que
viajaba a toda velocidad por el Tercer Tramo de lo
Desconocido -, ya te dije que se me
ocurriría algo.
- Pues claro - comentó Arthur -, naturalmente.
- He tenido la brillante idea - explicó Ford - de encontrar
a una nave que pasaba y hacer
que nos rescatara.
El auténtico universo se perdía bajo ellos, en un arco
vertiginoso. Varios universos
fingidos pasaban rápidamente a su lado como cabras monteses.
Estalló la luz original,
lanzando salpicaduras de espacio-tiempo como trocitos de
crema de queso. El tiempo
floreció, la materia se contrajo. El más número primo se
aglutinó en silencio en un
rincón y se ocultó para siempre.
- ¡Vamos, déjalo! - dijo Arthur -. Las probabilidades en
contra eran astronómicas.
- No protestes. Ha dado resultado - le recordó Ford.
- ¿En qué clase de nave estamos? - preguntó Arthur mientras
el abismo de la eternidad
se abría a sus pies.
- No lo sé - dijo Ford -, todavía no he abierto los ojos.
- Ni yo tampoco - dijo Arthur.
El Universo dio un salto, quedó paralizado, trepidó y se
expandió en varias direcciones
inesperadas.
Arthur y Ford abrieron los ojos y miraron en torno con
enorme sorpresa.
- ¡Santo Dios! - exclamó Arthur -. ¡Si parece la costa de
Southend!
- Oye, me alegro de que digas eso - dijo Ford.
- ¿Por qué?
- Porque pensé que me estaba volviendo loco.
- A lo mejor lo estás. Quizá sólo hayas pensado que lo dije.
Ford consideró esa posibilidad.
- Bueno, ¿lo has dicho o no lo has dicho? - inquirió.
- Creo que sí - dijo Arthur.
- Pues tal vez nos estemos volviendo locos los dos.
- Sí - admitió Arthur -. Si lo pensamos bien, tenemos que
estar locos para pensar que
eso es Southend.
- Bueno, ¿crees que es Southend?
- Claro que sí.
- Yo también.
- En ese caso, debemos estar locos.
- No es mal día para estarlo.
- Sí - dijo un loco que pasaba por allí.
- ¿Quién era ése? - preguntó Arthur.
- ¿Quién? ¿Ese hombre de las cinco cabezas y el matorral de
saúco plagado de
arenques?
- Sí.
- No lo sé. Cualquiera.
- Ah.
Se sentaron los dos en la acera y con cierta inquietud
observaron cómo unos niños
grandísimos brincaban pesadamente por la playa y miles de
caballos salvajes cruzaban
horrísonos el cielo llevando repuestos de barandillas
reforzadas a las Zonas Inciertas. -
¿Sabes una cosa? - dijo Arthur tosiendo ligeramente -; si
esto es Southend, hay algo
muy raro...
- ¿Te refieres a que el mar está inmóvil como una roca y los
edificios fluyen de un lado
para otro? - dijo Ford.
- Sí, a mí también me ha parecido raro. En realidad -
prosiguió mientras el Southend se
partía con un enorme crujido en seis segmentos iguales que
danzaron y giraron entre
ellos hasta aturdirse en corros lujuriantes y licenciosos, -
pasa algo absolutamente
rarísimo.
Un rumor ululante y enloquecido de gaitas y violines pasó
agostando el viento,
cosquillas calientes saltaron de la carretera a diez
peniques la pieza, el cielo descargó
una tempestad de peces horrendos y Arthur y Ford decidieron
darse a la fuga.
Se precipitaron entre densas murallas de sonido, montañas de
ideas arcaicas, valles de
música ambiental, malas sesiones de zapatos, fútiles
murciélagos y, súbitamente,
oyeron la voz de una muchacha.
Parecía una voz muy sensible, pero lo único que dijo, fue: -
Dos elevado a cien mil
contra uno, y disminuyendo.
Y eso fue todo.
Ford resbaló en un rayo de luz y dio vueltas de un lado para
otro tratando de encontrar
el origen de la voz, pero no pudo ver nada en lo que pudiera
creer seriamente.
- ¿Qué era esa voz? - gritó Arthur.
- No lo sé - aulló Ford -, no lo sé. Parecía un cálculo de
probabilidades.
- ¡Probabilidades! ¿Qué quieres decir?
- Probabilidades; ya sabes, como dos a uno, tres a uno,
cinco contra cuatro. Ha dicho
dos elevado a cien mil contra uno. Eso es algo muy
improbable, ¿sabes?
Una tina de cuatro millones de litros de natillas se puso
verticalmente encima de ellos
sin aviso previo.
- Pero ¿qué quiere decir eso? - Chilló Arthur.
- ¿El qué, las natillas?
- ¡No, el cálculo de probabilidades!
- No lo sé. No sé nada de eso. Creo que estamos en una
especie de nave.
- No puedo menos de suponer - dijo Arthur - que éste no es
un departamento de
primera clase.
En la urdimbre del espacio-tiempo empezaron a surgir
protuberancias. Feos y enormes
bultos.
- Auuuurrrgghhh... - exclamó Arthur al sentir que su cuerpo
se ablandaba y se arqueaba
en direcciones insólitas -. El Southend parece que se está
fundiendo.... las estrellas se
arremolinan..., ventarrones de polvo.... las piernas se me
van con el crepúsculo.... y el
brazo izquierdo también se me sale. Se le ocurrió una idea
aterradora y añadió:
¡Demonios!, ¿cómo voy a utilizar ahora mi reloj de lectura
directa?
Miró desesperado a su alrededor, buscando a Ford.
- Ford - le dijo -, te estás convirtiendo en un pingüino.
Déjalo.
De nuevo oyeron la voz.
- Dos elevado a setenta y cinco mil contra uno, y
disminuyendo.
Ford chapoteó en su charca describiendo un círculo furioso.
- ¡Eh! ¿Quién es usted? - graznó como un pato -. ¿Dónde
está? Dígame lo que pasa y
si hay algún medio de pararlo.
- Tranquilícese, por favor - dijo la voz en tono amable,
como la azafata de un avión al
que sólo le queda un ala y uno de cuyos motores está
incendiado -, están ustedes
completamente a salvo.
- ¡Pero no se trata de eso! - bramó Ford -. Sino de que
ahora soy un pingüino
completamente a salvo, y de que mi compañero se está
quedando rápidamente sin
extremidades.
- Está bien, ya las he recuperado - anunció Arthur.
- Dos elevado a cincuenta mil contra uno, y disminuyendo -
dijo la voz.
- Reconozco - dijo Arthur - que son más largas de lo que me
gustan, pero...
- ¿Hay algo - chilló Ford como un pájaro furioso - que crea
que debe decirnos?
La voz carraspeo. Un petit tour gigantesco brincó en la
lejanía.
- Bienvenidos a la nave espacial Corazón de Oro - dijo la
voz.
Y la voz prosiguió:
- Por favor, no se alarmen por nada que oigan o vean a su
alrededor. Seguramente
sentirán ciertos efectos nocivos al principio, pues han sido
rescatados de una muerte
cierta a una escala de improbabilidad de dos elevado a
doscientos setenta y seis mil
contra uno; y quizás más alta. Viajamos ahora a una escala
de dos elevado a
veinticinco mil contra uno y disminuyendo, y recuperaremos
la normalidad en cuanto
estemos seguros de lo que es normal. Gracias. Dos elevado a
veinte mil contra uno y
disminuyendo.
Se calló la voz.
Ford y Arthur se encontraron en un pequeño cubículo luminoso
de color rosa.
Ford estaba frenéticamente exaltado.
- ¡Arthur! - exclamó -. ¡Esto es fantástico! ¡Nos ha
recogido una nave propulsada por la
Energía de la Improbabilidad infinita! ¡Es increíble! ¡Ya
había oído rumores sobre eso!
¡Todos fueron desmentidos oficialmente, pero deben haberlo
conseguido! ¡Han logrado
la Energía de la Improbabilidad! Arthur, esto es... ¿Arthur?
¿Qué ocurre?
Arthur se había echado contra la puerta del cubículo
tratando de mantenerla cerrada,
pero no ajustaba bien. Pequeñas manitas peludas con los
dedos manchados de tinta se
colaban por las grietas; débiles vocecitas parloteaban
locamente.
Arthur alzó la vista.
- ¡Ford! - Exclamó -. Afuera hay un número infinito de monos
que quieren hablarnos de
un guión de Hamlet que han elaborado ellos mismos.
La Energía de la Improbabilidad Infinita es un medio nuevo y
maravilloso para recorrer
grandes distancias interestelares en una simple décima de
segundo, sin tener que
andar a tontas y a locas por el hiperespacio.
Se descubrió por una afortunada casualidad, y el equipo de investigación
damograno
del Gobierno Galáctico la convirtió en una forma manejable
de propulsión.
Esta es, brevemente, la historia de su descubrimiento.
Desde luego se conocía bien el principio de generar pequeñas
cantidades de
improbabilidad finita por el sencillo método de acoplar los
circuitos lógicos de un cerebro
submesón Bambleweeny a un vector atómico de navegación suspendido
de un
potente generador de movimiento browniano digamos una buena
taza de té caliente);
tales generadores solían emplearse para romper el hielo en
las fiestas, haciendo que
todas las moléculas de la ropa interior de la anfitriona
dieran un salto de treinta
centímetros hacia la izquierda, de acuerdo con la Teoría de
la Indeterminación.
Muchos físicos respetables afirmaron que no lo tolerarían,
en parte porque constituía
una degradación científica, pero principalmente porque no
los invitaban a esa clase de
fiestas.
Otra cosa que no soportaban era el fracaso perpetuo con el
que topaban en su intento
de construir una nave que generara el campo improbabilidad
infinita necesario para
lanzar a una nave a las pasmosas distancias que los
separaban de las estrellas más
lejanas, y al fin anunciaron malhumorados que semejante
máquina era prácticamente
imposible.
Entonces, un día, un estudiante a quien se había encomendado
que barriese el
laboratorio después de una reunión particularmente
desafortunada, empezó a discurrir
de este modo:
«Si semejante máquina es una imposibilidad práctica - pensó
para sí - entonces debe
existir lógicamente una improbabilidad finita. De manera que
todo lo que tengo que
hacer para construirla es descubrir exactamente su
improbabilidad, procesar esa cifra
en el generador de improbabilidad finita, darle una taza de
té fresco y muy caliente... ¡y
conectarlo!»
Así lo hizo, y quedó bastante sorprendido al descubrir que
había logrado crear de la
nada el tan ansiado y precioso generador de la
Improbabilidad Infinita.
Aún se asombró más cuando, nada más concederle el Premio a
la Extrema Inteligencia
del Instituto Galáctico fue linchado por una rabiosa
multitud de físicos respetables qué
finalmente comprendieron que lo único que no toleraban
realmente eran los sabihondos.
La cabina de control de Improbabilidad del Corazón de Oro
era como la de una nave
absolutamente convencional, salvo que estaba enteramente
limpia porque era nueva.
Todavía no se había quitado las fundas de plástico a algunos
asientos de mando. La
cabina, blanca en su mayor parte, era apaisada y del tamaño
de un restaurante
pequeño. En realidad no era enteramente oblonga: las dos
largas paredes se desviaban
en una curva levemente paralela, y todos los ángulos y
rincones de la cabina tenían una
forma rechoncha y provocativa. Lo cierto es que habría sido
mucho más sencillo y
práctico construir la cabina como una estancia corriente,
tridimensional y oblonga, pero
entonces los proyectistas se habrían sentido desgraciados.
Tal como era, la cabina
tenía un aspecto atractivo y funcional, con amplias
pantallas de vídeo colocadas sobre
los paneles de mando y dirección en la pared cóncava, y
largas filas de cerebros
electrónicos empotrados en la pared convexa. Un robot se
sentaba melancólico en un
rincón, con su lustrosa y reluciente cabeza de acero
colgando flojamente entre sus
pulidas y brillantes rodillas. También era completamente
nuevo, pero aunque estaba
magníficamente construido y bruñido, en cierto modo parecía
como si las diversas
partes de su cuerpo más o menos humanoide no encajasen
perfectamente. En realidad
ajustaban muy bien, pero algo sugería que podían haber
encajado mejor.
Zaphod Beeblebrox se paseaba nerviosamente por la cabina,
pasando la mano por los
aparatos relucientes y sonriendo con júbilo.
Trillian se inclinaba en su asiento sobre un amasijo de
instrumentos, leyendo cifras. Su
voz llegaba a toda la nave a través del circuito Tannoy.
- Cinco contra uno y disminuyendo... decía -, cuatro contra
uno y disminuyendo. -, tres a
uno. -, dos..., uno..., factor de probabilidad de uno a
uno..., tenemos normalidad, repito:
tenemos normalidad. - Desconectó el micrófono, lo volvió a
conectar con una leve
sonrisa y continuó: Todo aquello que no puedan resolver es,
por consiguiente, asunto
suyo. Tranquilícense, por favor. Pronto enviaremos a
buscarlos.
- ¿Quiénes son, Trillian? - dijo Zaphod con fastidio.
Trillian se volvió en su asiento giratorio y, mirándolo, se
encogió de hombros.
- Sólo un par de tipos que, según parece, hemos recogido en
el espacio exterior - dijo -.
Sección ZZ Plural Z. Alfa.
- Ya. Bueno, Trillian, ha sido una idea generosa, pero
¿crees realmente que ha sido
prudente en estas circunstancias? - se quejó Zaphod -. Me
refiero a que estamos
huyendo y todo eso; en estos momentos debemos tener a media
policía de la Galaxia
persiguiéndonos, y nos detenemos para recoger a unos
autoestopistas. Muy bien, te
mereces diez puntos positivos por tu bondad, y varios
millones de puntos negativos por
tu falta de prudencia, ¿de acuerdo?
Irritado, dio unos golpecitos en un panel de mando. Trillian
movió la mano
discretamente antes de que golpeara algo importante. Por
muchas cualidades que
pudiera encerrar el cerebro de Zaphod - arrojo, jactancia,
orgullo -, era un inepto para la
mecánica y fácilmente podía mandar a la nave por los aires
con un gesto desmedido.
Trillian había llegado a sospechar que la razón fundamental
por la que había tenido una
vida tan agitada y próspera, era que jamás había comprendido
verdaderamente el
significado de ninguno de sus actos.
- Zaphod - dijo pacientemente -, estaban flotando sin
protección en el espacio exterior....
¿verdad que no desearías que hubiesen muerto?
- Pues ya sabes..., no. Así no, pero...
- ¿Así no? ¿Que no murieran así? ¿Pero...? - Trillian ladeó
la cabeza.
- Bueno, quizá los hubieran recogido otros, después.
- Un segundo más tarde y habrían muerto.
- Ya, de manera que si te hubieras molestado en pensar un
poco más, el problema
habría desaparecido.
- ¿Te habría gustado que los dejáramos morir?
- Pues ya sabes, no me habría gustado exactamente, pero...
- De todos modos - concluyó Trillian, volviendo a los mandos
-, yo no los he recogido.
- ¿Qué quieres decir? ¿Quién lo ha hecho, entonces?
- La nave.
- ¿Qué?
- Los ha recogido la nave. Ella sola.
- ¿Cómo?
- Mientras estábamos con la Energía de la Improbabilidad.
- Pero eso es increíble.
- No, Zaphod; sólo muy, muy improbable.
- Ah, claro.
- Mira, Zaphod - le dijo Trillian, dándole palmaditas en el
brazo -, no te preocupes por
los extraños. No creo que sean más que un simple par de
muchachos. Enviaré al robot
para que los localice y les traiga aquí arriba. ¡Eh, Marvin!
En el rincón, la cabeza del robot se alzó bruscamente,
bamboleándose de manera
imperceptible. Se puso en pie como si tuviera dos kilos y
medio más de su peso normal,
y cruzó la estancia con lo que un observador neutral habría
calificado de esfuerzo
heroico. Se detuvo delante de Trillian y pareció traspasarle
el hombro izquierdo con la
mirada.
- Creo que deberías saber que me siento muy deprimido - dijo
el robot. Su voz tenía un
tono sordo y desesperado.
- ¡Santo Dios! - murmuró Zaphod, desplomándose en un sillón.
- Bueno - dijo Trillian en tono animado y compasivo -, pues
aquí tienes algo en qué
ocuparte para no pensar en esas cosas.
- No dará resultado - replicó Marvin con voz monótona -,
tengo una inteligencia
excepcionalmente amplia.
- ¡Marvin! - le advirtió Trillian.
- De acuerdo - dijo Marvin -. ¿Qué quieres que haga?
- Baja al compartimento de entrada número dos y trae aquí,
bajo vigilancia, a los dos
extraños.
Tras una pausa de un microsegundo y una micromodulación
magníficamente calculada
de tono y timbre, algo que no podría considerarse
insultante, Marvin logró transmitir su
absoluto desprecio y horror por todas las cosas humanas.
- ¿Sólo eso? - preguntó.
- Sí - contesto Trillian con firmeza.
- No me va a gustar - comentó Marvin.
Zaphod se levantó de un salto de su asiento.
- ¡Ella no te pide que te guste - gritó -, sino sólo que lo
hagas! ¿Lo harás?
- De acuerdo - dijo Marvin con una voz semejante al tañido
de una gran campana rajada
- Lo haré.
- Bien - replicó Zaphod -, estupendo..., gracias...
Marvin se volvió y levantó hacia él sus ojos encarnados,
triangulares y planos.
- No os estaré decepcionando, ¿verdad? - preguntó en tono
patético.
- No, Marvin, no - respondió alegremente Trillian -; está
muy bien, de verdad...
- No me gustaría pensar que os estoy defraudando.
- No, no te preocupes por eso - respondió Trillian con el
mismo tono ligero -; no tienes
más que actuar de manera natural y todo irá estupendamente.
- ¿Estás segura de que no te importa? - insistió Marvin.
- No, Marvin, no - aseguró Trillian con la misma cadencia -;
está muy bien, de verdad....
no son más que cosas de la vida.
Hubo un destello en la mirada electrónica de Marvin.
- La vida - dijo -, no me hables de la vida.
Se volvió con aire de desesperación y salió como a rastras
de la estancia. La puerta se
cerró tras él con un ruidito metálico y un murmullo de
satisfacción.
- Me parece que no podré aguantar mucho más tiempo a ese
robot, Zaphod - rezongó
Trillian.
La Enciclopedia Galáctica define a un robot como un aparato
mecánico creado para
realizar el trabajo del hombre. El departamento comercial de
la Compañía Cibernética
Sirius define a un robot como «Su amigo de plástico con
quien le gustará estar».
La Guía del autoestopista galáctico define al departamento
comercial de la Compañía
Cibernética Sirius como un «hatajo de pelmazos y estúpidos
que serán los primeros en
ir al paredón cuando llegue la revolución»; hay una nota a
pie de página al efecto, que
dice que los editores recibirán con agrado solicitudes de
cualquiera que esté interesado
en ocupar el puesto de corresponsal en robótica.
Curiosamente, hay una edición de la Enciclopedia Galáctica
que tuvo la buena fortuna
de caer en la urdimbre del tiempo a mil años en el futuro, y
que define al departamento
comercial de la Compañía Cibernética Sirius como «un hatajo
de pelmazos estúpidos
que fueron los primeros en ir al paredón cuando llegó la
revolución».
El cubículo de color rosa había dejado de existir y los
monos habían pasado a otra
dimensión mejor. Ford y Arthur se encontraban en la zona de
embarque de la nave. Era
muy elegante.
- Me parece que esta nave es completamente nueva - dijo
Ford.
- ¿Cómo lo sabes? - le preguntó Arthur -. ¿Tienes algún
extraño aparato para medir la
edad del metal?
- No, me acabo de encontrar este folleto de venta en el
suelo. Dice esas cosas de que
«el Universo puede ser suyo». ¡Ah! Mira, tenía razón.
Ford señaló una página y se la enseñó a Arthur.
- Dice: «Nuevo y sensacional descubrimiento en Física de la
Improbabilidad. En cuanto
la energía de la nave alcance la Improbabilidad Infinita,
pasará por todos los puntos del
Universo. Sea la envidia de los demás gobiernos
importantes.» ¡Vaya!, es algo a gran
escala.
Ford leyó apasionadamente las especificaciones técnicas de
la nave, jadeando de
asombro de cuando en cuando ante lo que leía: era evidente
que la astrotecnología
galáctico había hecho grandes adelantos durante sus años de
exilio.
Arthur escuchó durante un rato, pero como era incapaz de
entender la mayor parte de
las palabras de Ford, empezó a dejar vagar la imaginación
mientras pasaba los dedos
por el borde de una fila de incomprensibles cerebros
electrónicos; alargó la mano y
pulsó un atractivo botón, ancho y rojo, de un panel que
tenía cerca. El panel se iluminó
con las palabras: Por favor, no vuelva a pulsar este botón.
Se estremeció.
- Escucha - le dijo Ford, que continuaba enfrascado en el
folleto comercial -, dan mucha
importancia a la cibernética de la nave. Una nueva
generación de robots y cerebros
electrónicos de la Compañía Cibernética Sirius, con la nueva
característica APP.
- ¿Característica APP? - repitió Arthur -. ¿Qué es eso?
- Eso significa Auténticas Personalidades Populares.
- ¡Ah! - comentó Arthur -. Suena horriblemente mal.
- En efecto - dijo una voz a sus espaldas.
La voz tenía un tono bajo y desesperado, y venía acompañada
de un ruido metálico.
Se volvieron y vieron encogido en el umbral a un execrable
hombre de acero.
- ¿Qué? dijeron ellos dos.
- Horrible - prosiguió Marvin -, absolutamente. Horrible del
todo. Ni siquiera lo
mencionéis. Mirad esta puerta - dijo al cruzarla. Los
circuitos de ironía se incorporaron
al modulador de su voz mientras imitaba el estilo del
folleto comercial -. Todas las
puertas de la nave poseen un carácter alegre y risueño.
Tienen el gusto de abrirse para
ustedes, y se sienten satisfechas al volver a cerrarse con
la conciencia del trabajo bien
hecho.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, comprobaron que
efectivamente hizo un ruido
parecido a un suspiro de satisfacción.
- ¡Aahbmmmmmmmmmyammmmmmmmah! - dijo la puerta.
Marvin la miró con odio frío mientras sus circuitos lógicos
parloteaban disgustados y
consideraban la idea de ejercer la violencia física contra
ella. Otros circuitos terciaron
diciendo: ¿para qué molestarse? ¿Qué sentido tiene? No
merece la pena interesarse
por nada. Otros circuitos se divertían analizando los
componentes moleculares de la
puerta y de las células cerebrales del humanoide.
Insistieron un poco midiendo el nivel
de las emanaciones de hidrógeno en el parsec cúbico de
espacio circundante, y luego
se desconectaron aburridos. Una punzada de desesperación
sacudió el cuerpo del
robot mientras se daba la vuelta.
- Vamos - dijo con voz monótona -. Me han ordenado que os
lleve al puente. Aquí me
tenéis, con el cerebro del tamaño de un planeta y me piden
que os lleve al puente.
¿Llamaríais a eso un trabajo satisfactorio? Pues yo no.
Se volvió y cruzó de nuevo la odiada puerta.
- Hmm..., disculpa - dijo Ford, siguiéndolo -. ¿A qué
gobierno pertenece esta nave?
Marvin no le hizo caso.
- Mirad esa puerta - masculló -; está a punto de volver a
abrirse. Lo sé por el intolerable
aire de satisfacción vanidosa que genera de repente.
Con un pequeño gemido para atraerse su simpatía, la puerta
volvió a abrirse y Marvin la
cruzó con pasos pesados.
- Vamos - ordenó.
Los otros lo siguieron rápidamente y la puerta volvió a
cerrarse con pequeños ruiditos
metálicos y zumbidos de contento.
- Hay que dar las gracias al departamento comercial de la
Compañía Cibernética Sirius
- dijo Marvin, echando a andar, desolado, por el
resplandeciente pasillo curvo que se
extendía ante ellos -. Vamos a construir robots con
Auténticas Personalidades
Populares, dijeron. Así que lo probaron conmigo. Soy un
prototipo de personalidad.
¿Verdad que podríais asegurarlo?
Ford y Arthur musitaron confusas negativas.
- Odio esa puerta - continuó Marvin -. No os estaré
deprimiendo, ¿verdad?
- ¿Qué gobierno...? - empezó a decir Ford otra vez.
- No pertenece a ningún gobierno - le replicó el robot -; la
han robado.
- ¿Robado?
- ¿Robado? - repitió Arthur. - ¿Quién la ha robado?
- Zaphod Beeblebrox.
Algo extraordinario le ocurrió a Ford en la cara. Al menos
cinco expresiones singulares
y distintas de pasmo y sorpresa se le acumularon en confusa
mezcolanza. Su pierna
izquierda, que se encontraba en el aire, pareció tener
dificultades para volver a bajar al
suelo. Miró fijamente al robot y trató de contraer ciertos
músculos escrotales.
- ¡Zaphod Beeblebrox...! - exclamó débilmente.
- Lo siento, ¿he dicho algo inconveniente? - dijo Marvin,
que prosiguió su lento avance
con indiferencia -. Perdonad que respire, cosa que de todos
modos jamás hago, así que
no sé por qué me molesto en decirlo. ¡Oh, Dios mío, qué
deprimido estoy! Ahí tenemos
otra de esas puertas satisfechas de sí mismas. ¡La vida! Que
no me hablen de la vida.
- Nadie la ha mencionado siquiera - murmuró Arthur, molesto
-. ¿Te encuentras bien,
Ford?
Ford lo miró con fijeza y dijo:
- ¿Ese robot ha dicho Zaphod Beeblebrox?
Un estrépito de música gunk inundó la cabina del Corazón de
Oro mientras Zaphod
buscaba en la radio subeta noticias de sí mismo. El aparato
era bastante difícil de
utilizar. Durante años, las radios se habían manejado
apretando botones y girando el
selector de sintonización; más tarde, cuando la tecnología
se refinó, los mandos se
hicieron sensibles al contacto: sólo había que rozarlos con
los dedos; ahora, todo lo que
había que hacer era mover la mano en torno a su estructura y
esperar confiado. Desde
luego, evitaba un montón de esfuerzo muscular, pero era
molesto porque le obligaba a
uno a quedarse quieto en su asiento si es que quería seguir
escuchando el mismo
programa.
Zaphod movió una mano y el aparato volvió a cambiar de
emisora. Más música
asquerosa, pero esta vez servía de fondo a un noticiario.
Las noticias estaban muy
recortadas para que encajaran con el ritmo de la melodía.
-...escucha usted un noticiario en la onda subeta, que emite
para toda la Galaxia
durante las veinticuatro horas - graznó una voz -, y
dedicamos un gran saludo a todas
las formas de vida inteligente..., y a todos los que andéis
por ahí, el secreto está en
salvar las dificultades todos juntos, muchachos. Y, desde
luego, la gran noticia de esta
noche es el sensacional robo de la nave prototipo de la
Energía de la Improbabilidad,
por obra nada menos que del Presidente Galáctico Zaphod
Beeblebrox. Y la pregunta
que se hace todo el mundo es... ¿Ha perdido finalmente la
cabeza el Gran Z?
Beeblebrox, el hombre que inventó el detonador gargárico
pangaláctico, ex estafador,
descrito en una ocasión por Excéntrica Galtumbits como el
mejor zambombazo después
de la Gran Explosión, y recientemente elegido por séptima
vez como el Peor Vestido
Ser Consciente del Universo Conocido..., ¿tiene una
respuesta esta vez? Hemos
preguntado a su especialista cerebral particular, Gag
Halfrunt... - por un momento, la
música se arremolinó y decayó. Se escuchó otra voz, presumiblemente
la de Halfrunt,
que dijo -: Puez Zaphod ez precizamente eze tipo, ¿zabe
uzted? - pero no continuó
porque un lápiz eléctrico voló por la cabina y pasó por el
espacio aéreo del mecanismo
de conexión de la radio.
Zaphod se volvió y lanzó una mirada feroz a Trillian, que
había arrojado el lápiz.
- ¡Oye! - le dijo -. ¿Por qué has hecho eso?
Trillian daba golpecitos en una pantalla llena de cifras.
- Se me acaba de ocurrir algo dijo ella.
- ¡Ah, sí! ¿Y merece la pena interrumpir un boletín de
noticias donde hablan de mí?
- Ya has oído bastantes cosas sobre tí mismo.
- Soy muy inseguro. Ya lo sabemos.
- ¿Podemos dejar a un lado tu vanidad por un momento? Esto
es importante.
- Si hay algo más importante por ahí que mi vanidad, quiero
atraparlo ahora mismo y
pegarle un tiro.
Zaphod volvió a lanzar una mirada fulminante a Trillian y
luego se echó a reír.
- Escucha - le dijo ella -, hemos recogido a ese par de
tipos...
- ¿Qué par de tipos?
- El par de tipos que hemos recogido.
- ¡Ah, sí! - dijo Zaphod -. El par de tipos que hemos
recogido.
- Los recogimos en el sector ZZ Plural Z Alfa.
- ¿Sí? - dijo Zaphod, parpadeando.
- ¿Significa eso algo para ti? - le preguntó Trillian con
voz queda.
- Mmmm - contesto Zaphod -, ZZ Plural Alfa. ¿ZZ Plural Alfa?
- ¿Y bien? - insistió Trillian.
- Pues... - dijo Zaphod -, ¿qué significa la Z?
- ¿Cuál de ellas?
- Cualquiera.
Una de las mayores dificultades que Trillian experimentaba
en sus relaciones con
Zaphod consistía en saber cuándo fingía ser estúpido para
pillar desprevenida a la
gente, cuándo pretendía serlo porque no quería molestarse en
pensar y deseaba que
otro lo hiciera por él, cuándo simulaba ser atrozmente
estúpido para ocultar el hecho de
que en realidad no entendía lo que pasaba, y cuándo era
verdadera y auténticamente
estúpido. Tenía fama de ser asombrosamente inteligente, y
estaba claro que lo era;
pero no siempre, lo que evidentemente le preocupaba, y por
eso fingía. Prefería
confundir a la gente a que le despreciaran. Para Trillian
eso era lo más estúpido, pero
ya no se molestaba en discutirlo.
Suspiró y puso un mapa estelar en la pantalla para
facilitarle las cosas, cualesquiera
que fuesen las razones de Zaphod para abordarlas de aquella
manera.
- Mira - señaló -, justo aquí.
- ¡Ah... sí! - exclamó Zaphod.
- ¿Y bien? - repitió Trillian.
- ¿Y bien, qué?
Parte del cerebro de Trillian gritó a otras partes de su
cerebro.
Con mucha calma, dijo:
- Es el mismo sector en el que tú me recogiste.
Zaphod la miró y luego volvió la vista a la pantalla.
- Ah, sí - dijo -. Eso sí que es raro. Deberíamos haber
atravesado directamente la
Nebulosa Cabeza de Caballo. ¿Cómo llegamos ahí? Porque eso
no es ningún sitio.
Trillian pasó por alto la última frase.
- Energía de Improbabilidad - dijo pacientemente -. Tú mismo
me lo has explicado.
Pasamos por todos los puntos del Universo, ya lo sabes.
- Sí, pero es una coincidencia extraña, ¿no?
- Sí.
- ¿Recoger a alguien en ese punto? ¿Entre todo el Universo
para escoger? Es
demasiado... Quiero averiguarlo. ¡Ordenador!
El ordenador de a bordo de la Compañía Cibernética Sirius,
que controlaba y penetraba
en todas las partículas de la nave, conectó los circuitos de
comunicación.
- ¡Hola, tú! - dijo animadamente al tiempo que vomitaba una
cinta diminuta de
teleimpresor para dejar constancia.
- ¡Hola, tú! - dijo la cinta de teleimpresor.
- ¡Santo Dios! - exclamó Zaphod. No había trabajado mucho
tiempo con aquel
ordenador, pero había llegado a odiarlo.
El ordenador prosiguió, descarado y alegre, como si
estuviera vendiendo detergente.
- Quiero que sepas que estoy aquí para resolver cualquier
problema que tengas.
- Sí, sí - dijo Zaphod -. Mira, creo que sólo usaré un trozo
de papel.
- Pues claro - dijo el ordenador al tiempo que tiraba el
mensaje a la papelera -, entiendo.
Si alguna vez quieres...
- ¡Cierra el pico! - gritó Zaphod y, cogiendo un lápiz, se
sentó junto a Trillian en la
consola.
- Muy bien, muy bien... - dijo el ordenador en tono dolido
mientras desconectaba el
canal de fonación.
Zaphod y Trillian se inclinaron sobre las cifras que el
analizador del vuelo de
Improbabilidad hacía destellar silenciosamente frente a
ellos.
- ¿No podemos averiguar - preguntó Zaphod - cuál es, desde
su punto de vista, la
Improbabilidad de su rescate?
- Sí, es una constante - dijo Trillian -: dos elevado a
doscientos setenta y seis mil
setecientos nueve contra uno.
- Es alto. Son dos tipos con mucha suerte.
- Sí.
- Pero en relación con lo que hacíamos nosotros cuando la
nave los recogió...
Trillian registró las cifras. Indicaban dos elevado a infinito
menos uno contra uno un
número irracional que sólo tiene un significado convencional
en Física de la
Improbabilidad).
- Es muy bajo - prosiguió Zaphod, emitiendo un leve silbido.
- Sí - convino Trillian, lanzando a Zaphod una mirada
irónica.
- Es una enorme cantidad de Improbabilidad a tomar en
cuenta. El balance general
debe indicar algo muy improbable, si se suma todo.
Zaphod garabateó unas sumas, las tachó y tiró el lápiz.
- Necesito ayuda, no me sale.
- ¿Entonces?
Zaphod entrechocó sus dos cabezas furiosamente y rechinó los
dientes.
- De acuerdo - dijo -. ¡Ordenador!
Los circuitos de la voz volvieron a conectarse.
- ¡Vaya, hola! dijeron las cintas de teleimpresor -. Lo
único que quiero es hacer que tu
jornada sea más amable, más amable y más amable...
- Sí, bueno, cierra el pico y averíguame algo.
- Pues claro - parloteó el ordenador -, quieres una
previsión de probabilidades basada
en...
- Datos de improbabilidad, sí.
- Muy bien - continuó el ordenador -, es una idea un tanto
interesante. ¿Te das cuenta
de que la vida de la mayoría de la gente está regida por
números de teléfono?
Una expresión de sufrimiento se implantó en una de las caras
de Zaphod y luego en la
otra.
- ¿Te has quedado bobo? - preguntó.
- No, pero tú sí te quedarás cuando te diga que...
Trillian se quedó sin aliento. Manipuló los botones de la
pantalla del vuelo de
Improbabilidad.
- ¿Número de teléfono? - dijo -. ¿Ha dicho esa cosa número
de teléfono?
Destellaron números en la pantalla.
El ordenador había hecho una educada pausa, pero ahora
prosiguió:
- Lo que iba a decir es que...
- No te molestes, por favor - dijo Trillian.
- Oye, pero ¿qué es esto? - preguntó Zaphod.
- No lo sé - respondió Trillian -, pero esos dos extraños...
vienen de camino al puente
con ese detestable robot. ¿Los vemos por un monitor de
imagen?
Marvin caminaba pesadamente por el pasillo, sin dejar de
lamentarse.
-... y luego, claro, tengo este horrible dolor en todos los
diodos del lado izquierdo...
- ¡No! - repuso Arthur en tono tétrico, caminando a su lado
-. ¿De veras?
- Sí, de veras - prosiguió Marvin -. He pedido que me los
cambien, pero nadie me hace
caso.
- Me lo figuro.
Ford emitía vagos silbidos y canturreas, sin dejar de
repetirse a sí mismo:
- Vaya, vaya, vaya, Zaphod Beeblebrox...
Marvin se detuvo de pronto y alzó una mano.
- Ya sabes lo que ha pasado, ¿verdad?
- No, ¿qué? - dijo Arthur, que no quería saberlo.
- Hemos llegado a otra puerta de ésas.
A un costado del pasillo había una puerta corredera. Marvin
la miró con recelo.
- Bueno - dijo Ford, impaciente -, ¿pasamos?
- ¿Pasamos? - le imitó Marvin -. Sí, esta es la entrada al
puente. Me han ordenado que
os lleve allí. No me extrañaría que fuese la exigencia más
elevada que puedan hacer en
cuanto a capacidad intelectual.
Lentamente, con enorme desprecio, cruzó el umbral como un
cazador que se acercara
cautelosamente a su presa. La puerta se abrió de pronto.
- Gracias - dijo ésta -, por hacer muy feliz a una sencilla
puerta.
En lo más profundo del tórax de Marvin rechinaron algunos
mecanismos.
- Es curioso - entonó lúgubremente -; cuando crees que la
vida no puede ser más dura,
empeora de repente.
Se agachó para pasar y dejó a Ford y a Arthur mirándose el
uno al otro y encogiéndose
de hombros. Al otro lado de la puerta, volvieron a oír la
voz de Marvin.
- Supongo que querréis ver ahora a los extraños - dijo -.
¿Queréis que me siente en un
rincón y me oxide, o sólo que me caiga en pedazos aquí
mismo?
- Sí, pero tráelos, ¿quieres, Marvin? - dijo otra voz.
Arthur miró a Ford y se sorprendió al
verle reír.
- ¿Qué...?
- Chsss - dijo Ford -, vamos adentro.
Cruzó el umbral y entró en el puente.
Arthur lo siguió nervioso, y se sorprendió al ver a un
hombre reclinado en un sillón con
los pies sobre una consola de mandos y hurgándose los
dientes de la cabeza derecha
con la mano izquierda. La cabeza derecha parecía enteramente
enfrascada en la tarea,
pero la izquierda sonreía con una mueca amplia, tranquila e
indiferente. La serie de
cosas que Arthur no podía creer que estaba viendo era
grande. Se le aflojó la
mandíbula y se quedó con la boca abierta durante un rato.
Aquel hombre extraño saludó a Ford con un gesto perezoso y,
con una sorprendente
afectación de indiferencia, dijo:
- ¿Qué hay, Ford, cómo estás? Me alegro de que pudieras
colarte.
A Ford no iban a ganarle en aplomo.
- Me alegro de verte, Zaphod - dijo, arrastrando las
palabras -. Tienes buen aspecto, y
el brazo extra te sienta bien. Has robado una bonita nave.
Arthur lo miraba con los ojos en blanco.
- ¿Es que conoces a ese tipo? - le preguntó aturdido,
señalando a Zaphod.
- ¡Que si lo conozco! - exclamó Ford -. Es...
Hizo una pausa y decidió hacer las presentaciones al revés.
- ¡Ah, Zaphod!, éste es un amigo mío, Arthur Dent. Lo salvé
cuando su planeta saltó por
los aires.
- Muy bien - dijo Zaphod -. ¿Qué hay, Arthur? Me alegro de
que te salvaras.
Su cabeza derecha se volvió con indiferencia, dijo «¿Qué
hay?», y siguió con la tarea
de que le limpiaran los dientes.
- Arthur - continuó Ford -, éste es un medio Primo mío,
Zaphod Bee...
- Nos conocemos - dijo Arthur en tono brusco.
Cuando uno va por la carretera por el carril de la izquierda
y pasa perezosamente a
unos cuantos coches veloces sintiéndose muy contento consigo
mismo, y entonces, por
accidente, cambia uno de cuarta a primera en vez de a
tercera, haciendo que el motor
salte por la capota armando un lío bastante desagradable, se
suele perder la serenidad
casi de la misma manera en que Ford Prefect la perdió al oír
semejante afirmación.
- Hmmm.... ¿qué? - dijo.
- He dicho que nos conocemos.
Zaphod sufrió una brusca sacudida de sorpresa y se pinchó
una encía.
- Oye..., hmmm, ¿nos conocemos? Oye.... hmmm...
Ford miró a Arthur con un destello de ira en los ojos. Ahora
que sentía terreno familiar
bajo sus plantas, empezó a lamentar de pronto el haber
cargado con aquel primitivo
ignorante que sabía tanto de los asuntos de la Galaxia como
un mosquito de Ilford de la
vida en Pekín.
- ¿Qué quieres decir con que os conocéis? - inquirió -. Este
es Zaphod Beeblebrox, de
Betelgeuse Cinco, ¿te enteras? y no un imbécil Martin Smith,
de Croydon.
- Me trae sin cuidado - dijo Arthur en tono frío. - Nos
conocemos, ¿verdad Zaphod
Beeblebrox?, ¿o debería decir... Phil?
- ¡Cómo! - gritó Ford.
- Tendrás que recordármelo - dijo Zaphod -. Tengo una
horrible memoria para las
especies.
- Fue en una fiesta - prosiguió Arthur.
- ¿Sí?, pues lo dudo - repuso Zaphod.
- ¡Déjalo ya, Arthur! - le ordenó Ford. Pero Arthur no se
desanimó.
- En una fiesta, hace seis meses. En la Tierra...,
Inglaterra... Zaphod meneé la cabeza,
sonriendo con los labios apretados.
- En Londres - continuó Arthur -, en Islington.
- ¡Ah! - dijo Zaphod, sintiéndose culpable y dando un
respingo - esa fiesta.
Aquello no le sonaba nada bien a Ford. Miró una y otra vez a
Arthur y a Zaphod.
- ¿Cómo? - le dijo a Zaphod -. ¿No querrás decir que has
estado en ese desgraciado
planetilla, igual que yo?
- No, claro que no - replicó animadamente Zaphod -. Quizá me
haya dejado caer
brevemente por allí, ya sabes, de camino a alguna parte...
- ¡Pero yo me quedé quince años atascado allí!
- Pues te aseguro que yo no lo sabía.
- Pero ¿qué fuiste a hacer allí?
- A dar una vuelta, ya sabes.
- Se coló en una fiesta - dijo Arthur, temblando de ira -,
en una fiesta de disfraces...
- Eso tenía que ser, ¿verdad? - apuntó Ford.
- En esa fiesta - insistió Arthur - había una chica..., pero
bueno, eso ya no tiene
importancia. De cualquier modo, todo se ha esfumado...
- Me gustaría que dejaras de lamentarte por ese condenado
planeta - dijo Ford
- ¿Quién era esa chica?
- Pues una chica. Está bien, de acuerdo, no me fue muy bien
con ella. Estuve
intentándolo toda la tarde. ¡Es que era algo serio! Guapa,
encantadora, de una
inteligencia apabullante...; al fin conseguí acapararla un
poco y le estaba dando
conversación cuando apareció este amigo tuyo diciendo: Hola,
encanto, ¿te está
aburriendo este tipo? Entonces, ¿por qué no hablas conmigo?
Soy de otro planeta. No
volví a verla más.
- ¡Zaphod! - exclamó Ford.
- Sí - dijo Arthur, lanzándole una mirada iracunda y
tratando de no sentirse ridículo -.
Sólo tenía dos brazos y una cabeza, y se hacía llamar Phil,
pero...
- Pero debes admitir que realmente era de otro planeta -
dijo Trillian, dejándose ver al
otro extremo del puente.
Dedicó a Arthur una agradable sonrisa que le cayó como una
tonelada de ladrillos, y
luego volvió a atender a los mandos de la nave.
Hubo unos segundos de silencio, y luego, del confuso
revoltijo que había en la mente
de Arthur, salieron unas palabras.
- ¡Tricia McMillan! - dijo -. ¿Qué estás haciendo aquí?
- Lo mismo que tú - respondió ella -. Me han recogido. Al
fin y al cabo, ¿qué otra cosa
podía hacer con una licenciatura en Matemáticas y otra en
Astrofísica? Era esto, o
volver los lunes a la cola del subsidio de paro.
- Infinito menos uno - parloteó el ordenador -, terminada la
suma de Improbabilidad.
Zaphod lo miró; luego dirigió la vista a Ford, a Arthur y,
finalmente, a Trillian.
- Trillian - dijo -, ¿va a ocurrir esta clase de cosas
siempre que empleemos la Energía
de Improbabilidad?
- Me temo que es muy probable - respondió ella.
El Corazón de Oro prosiguió su viaje silencioso por la noche
espacial, ahora con una
energía convencional de fotones. Sus cuatro tripulantes se
sentían incómodos sabiendo
que no estaban reunidos por su propia voluntad ni por simple
coincidencia, sino por una
curiosa perversión de la física, como si las relaciones
entre la gente estuvieran sujetas a
las mismas leyes que regían la relación entre átomos y
moléculas.
Cuando cayó la noche artificial de la nave, se sintieron
contentos de retirarse a sus
cabinas para tratar de ordenar sus ideas.
Trillian no podía dormir. Se sentó en un sofá y contempló una
jaula pequeña que
contenía sus únicos y últimos vínculos con la Tierra: dos
ratones blancos que llevó
consigo tras lograr el permiso de Zaphod. Esperaba no volver
a ver más el planeta, pero
se sintió inquieta al conocer las noticias de su
destrucción. Le parecía remoto e irreal, y
no hallaba medio de recordarlo. Observó a los ratones
corriendo por la jaula y pisando
furiosamente los pequeños peldaños de su rueda de plástico,
hasta que ocuparon toda
su atención. De pronto se estremeció y volvió al puente, a
vigilar las lucecitas y cifras
centelleantes que marcaban el avance de la nave a través del
vacío. Tuvo deseos de
saber qué era lo que estaba tratando de no pensar.
Zaphod no podía dormir. El también deseaba saber qué era lo
que él mismo no se
permitía pensar. Hasta donde podía recordar, tenía una vaga
e insistente sensación de
no encontrarse allí. Durante la mayor parte del tiempo fue
capaz de dejar a un lado
semejante idea y no preocuparse por ella, pero había vuelto
a surgir por la súbita e
inexplicable llegada de Ford Prefect y Arthur Dent. En
cierto modo, aquello parecía
obedecer a un plan que no comprendía.
Ford no podía dormir. Estaba demasiado entusiasmado por
encontrarse nuevamente en
marcha. Habían terminado quince años de práctica reclusión,
justo cuando estaba
empezando a abandonar toda esperanza. Merodear con Zaphod
durante una
temporada prometía ser muy divertido, aunque había algo un
tanto raro en su medio
primo que no podía determinar. El hecho de haberse
convertido en Presidente de la
Galaxia era francamente sorprendente, igual que la forma de
dejar el cargo. ¿Obedecía
aquello a algún motivo? Era inútil preguntárselo a Zaphod,
pues él nunca parecía tener
una razón para ninguno de sus actos: había convertido lo
insondable en una forma
artística. Abordaba todas las cosas de la vida con una
mezcla de genio extraordinario y
de ingenua incompetencia que con frecuencia resultaba
difícil distinguir.
Arthur dormía: estaba tremendamente cansado.
Hubo un golpecito en la puerta de Zaphod. Se abrió.
- ¿Zaphod...?
- ¿Sí?
La figura de Trillian se destacó en el óvalo de luz.
- Creo que acabamos de encontrar lo que estabas buscando.
- ¿Ah, sí?
Ford abandonó todo propósito de dormir. En un rincón de su
cabina había un pequeño
ordenador con pantalla y teclado. Se sentó ante él durante
un rato con intención de
redactar un artículo nuevo para la Guía sobre el tema de los
vogones, pero no se le
ocurrió nada bastante mordaz, así que desistió. Se envolvió
en una túnica y se fue a dar
un paseo hasta el puente.
Al entrar, se sorprendió al ver dos figuras, que parecían
entusiasmadas, inclinadas
sobre los instrumentos.
- ¿Lo ves? La nave está a punto de entrar en órbita - decía
Trillian -. Ahí hay un planeta.
En las coordenadas exactas que tú habías previsto.
Zaphod oyó un ruido y alzó la vista.
- ¡Ford! - susurró -. Ven acá y echa un vistazo a esto.
Ford se acercó y miró. Era una serie de cifras que titilaban
en la pantalla.
- ¿Reconoces esas coordenadas galácticas? - le preguntó
Zaphod.
- No.
- Te daré una pista. ¡Ordenador!
- ¡Hola, pandilla! - saludó con entusiasmo el ordenador -.
Se está animando la tertulia,
¿verdad?
- Cierra el pico - le ordenó Zaphod - y muéstranos las
pantallas.
Se apagó la luz del puente. Puntos luminosos recorrieron las
consolas y reflejaron
cuatro pares de ojos que miraban fijamente las pantallas del
monitor exterior.
No se veía absolutamente nada en ellas. - ¿Lo reconoces? -
susurró Zaphod. Ford
frunció el ceño.
- Pues no - dijo.
- ¿Qué ves?
- Nada.
- ¿Lo reconoces?
- Pero ¿de qué hablas?
- Estamos en la Nebulosa Cabeza de Caballo. Una vasta nube
negra.
- ¿Y querías que lo reconociese en una pantalla en blanco? -
El interior de una
nebulosa negra es el único sitio de la Galaxia donde puede
verse una pantalla negra.
- Muy bueno.
Zaphod se echó a reír. Era evidente que estaba muy
entusiasmado por algo, casi de
manera infantil.
- ¡Eh, esto pasa de castaño oscuro, es verdaderamente
extraordinario!
- ¿Qué tiene de maravilloso el estar atascados en una nube
de polvo? - preguntó Ford.
- ¿Qué te figuras que se puede encontrar aquí? - le insistió
Zaphod.
- Nada.
- ¿Ni estrellas? ¿Ni planetas?
- No.
- ¡Ordenador! - gritó Zaphod -. Gira el ángulo de visión uno
- ochenta grados y no digas
nada!
Durante un momento pareció que no pasaba nada, luego apareció
un punto luminoso y
brillante al extremo de la enorme pantalla. La atravesó una
estrella roja del tamaño de
una bandeja pequeña, seguida velozmente por otra: un sistema
binario. Entonces, una
enorme luna creciente se dibujó en una esquina de la imagen:
un resplandor rojo que se
iba fundiendo en negro, el lado del planeta donde era de
noche.
- ¡Lo encontré! - gritó Zaphod, dando un puñetazo en la
consola -. ¡Lo encontré!
Ford lo miró fijamente, asombrado.
- ¿El qué? - preguntó.
- Ese... - dijo Zaphod -, es el planeta más increíble que
jamás existió.
Cita de la Guía del autoestopista galáctico, página ,
sección . Artículo:
Magrathea)
Hace mucho, entre la niebla de los tiempos pasados, durante
los grandes y gloriosos
días del antiguo Imperio Galáctico, la vida era turbulenta,
rica y ampliamente libre de
impuestos.
Naves poderosas trenzaban su camino entre soles exóticos,
buscando aventuras y
recompensas por las partes más recónditas del espacio
galáctico. En aquella época, los
espíritus eran valientes, los premios eran altos, los
hombres eran hombres de verdad,
las mujeres eran mujeres de verdad, y las pequeñas criaturas
peludas de Alfa Centauro
eran verdaderas pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro.
Y todos se atrevían a
enfrentarse con terrores desconocidos, a realizar hazañas
importantes, a dividir
audazmente infinitivos que nadie bahía dividido antes; y así
fue como se forjó el Imperio.
Desde luego, muchos hombres se hicieron sumamente ricos,
pero eso era algo natural
de lo que no había que avergonzarse, porque nadie era
verdaderamente pobre, al
menos nadie que valiera la pena mencionar. Y para todos los
mercaderes más ricos y
prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y
empezaron a imaginar que,
en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían
establecido; ninguno de
ellos era plenamente satisfactorio: o el clima no era lo
bastante adecuado en la última
parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o el
mar tenía precisamente el
matiz rosa incorrecto.
Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa
industria especializada:
la construcción por encargo de planetas de lujo. La sede de
tal industria era el planeta
Magrathea, donde ingenieros hiperespaciales aspiraban
materia por agujeros blancos
del espacio para convertirla en planetas soñados: planetas
de oro, planetas de platino,
planetas de goma blanda con muchos terremotos; todos
encantadoramente construidos
para que cumplieran con las normas exactas que los hombres
más ricos de la Galaxia
Pero tanto éxito tuvo esa aventura, que Magrathea pronto
llegó a ser el planeta más rico
de todos los tiempos y el resto de la Galaxia quedó reducido
a la pobreza más abyecta.
Y así se quebró la organización social, se derrumbó el
Imperio y un largo y lóbrego
silencio cayó sobre mil millones de mundos hambrientos,
únicamente turbado por el
garabateo de las plumas de los eruditos mientras trabajaban
hasta entrada la noche en
pulcros tratados sobre el valor de la planificación en la
política económica.
Magrathea desapareció, y su recuerdo pronto pasó a la
oscuridad de la leyenda.
En estos tiempos ilustrados, por supuesto que nadie cree una
palabra de ello.
Arthur se despertó por el ruido de la discusión y se dirigió
al puente. Ford estaba
agitando los brazos.
- Estás loco, Zaphod - decía -. Magrathea es un mito, un
cuento de hadas, es lo que los
padres cuentan por la noche a sus hijos si quieren que sean
economistas cuando
crezcan, es...
- Y en su órbita es donde estamos en estos momentos -
insistió Zaphod.
- Escucha, no sé dónde estarás tú en órbita, personalmente,
pero esta nave...
- ¡Ordenador! - gritó Zaphod. - ¡Oh, no!
- ¡Hola, chicos! Soy Eddie, vuestro ordenador de a bordo, me
siento muy animado y sé
que me lo voy a pasar muy bien con cualquier programa que
penséis encomendarme.
Arthur miró inquisitivamente a Trillian, que le hizo señas
de que se acercara, pero que
permaneciera callado.
- Ordenador - dijo Zaphod -, vuelve a indicarnos nuestra
trayectoria actual.
- Será un auténtico placer, compadre - farfulló. - En estos
momentos nos encontramos
en órbita a una altitud de cuatrocientos cincuenta
kilómetros en tomo al legendario
planeta Magrathea.
- Eso no demuestra nada - arguyó Ford -. No me fiaría de
este ordenador ni para saber
lo que peso.
- Claro que podría decírtelo - dijo el ordenador,
entusiasmado, marcando más cinta de
teleimpresor -. Incluso podría averiguar qué problemas de
personalidad tienes hasta
diez puntos decimales, si eso te sirviera de algo.
- Zaphod - dijo Trillian, interrumpiendo al ordenador -, en
cualquier momento pasaremos
a la parte de ese planeta en que es de día..., sea el que
sea.
- Oye, ¿qué quieres decir con eso? El planeta está donde yo
dije que estaría, ¿no es
así?
- Sí, sé que ahí hay un planeta. Yo no discuto cuál sea,
sólo que no distinguiría a
Magrathea de cualquier otro pedazo de roca inerte. Está
amaneciendo, si es que
necesitas luz.
- De acuerdo, de acuerdo - murmuró Zaphod -, que por lo
menos se regocijen nuestros
ojos. ¡Ordenador!
- ¡Hola, chicos! ¿Qué puedo hacer...?
- Limítate a cerrar el pico y vuelve a darnos una panorámica
del planeta.
Las pantallas se llenaron de nuevo con una masa informe y
oscura: el planeta giraba
bajo ellos.
Durante un momento lo observaron en silencio, pero Zaphod
estaba impaciente y
nervioso.
- Estamos cruzando el lado de la noche... - dijo con un
murmullo.
El planeta seguía girando.
- Tenemos la superficie del planeta a cuatrocientos
cincuenta Kilómetros debajo de
nosotros... - prosiguió Zaphod.
Trataba de crear la sensación de que se hallaban ante un
acontecimiento, ante lo que él
creía que era un gran momento. ¡Magrathea! Estaba resentido
por la reacción escéptica
de Ford. ¡Magrathea!
- Dentro de unos segundos - continuó, lo veremos... ¡Allí!
El acontecimiento se produjo por sí solo. Incluso el más
avezado vagabundo de las
estrellas no podía menos que estremecerse ante la visión
espectacular de una aurora
del espacio, pero una aurora binaria es una de las
maravillas de la Galaxia.
Un súbito punto de luz cegadora atravesó la extrema oscuridad.
Aumentó gradualmente
y se extendió de lado formando un aspa fina y creciente; al
cabo de unos segundos se
vieron dos soles, dos hornos de luz que tostaron con fuego
blanco la línea del horizonte.
Bajo ellos, fieras lanzas de color surcaron la fina
atmósfera.
- ¡Los fuegos de la aurora! - jadeó Zaphod -. ¡Los soles
gemelos de Soulianis y Rahm...!
- O cualquier otra cosa - apostilló Ford en voz baja.
- ¡Soulianis y Rahm! - insistió Zaphod.
Los soles resplandecieron en la bóveda del espacio y una música
sorda y lúgubre flotó
por el puente: Marvin canturreaba irónicamente porque odiaba
mucho a los humanos.
Ford sintió una emoción profunda al contemplar el
espectáculo luminoso, pero no era
más que el entusiasmo de hallarse ante un planeta nuevo y
extraño; le bastaba con
verlo tal cual era. Le molestaba un poco que Zaphod hubiera
impuesto en la escena una
fantasía ridícula para sacarle partido. Todo eso de
Magrathea eran camelos para niños.
¿Es que no bastaba ver la belleza de un jardín, sin tener
que creer por ello que estaba
habitado por las hadas?
A Arthur le parecía incomprensible todo eso de Magrathea. Se
acercó a Trillian y le
preguntó lo que pasaba.
- Yo sólo sé lo que me ha dicho Zaphod - susurró Trillian -.
Al parecer, Magrathea
una especie de leyenda antigua en la que nadie cree
verdaderamente. Es algo parecido
a la Atlántida de la Tierra, salvo que los magratheanos
construían planetas.
Arthur miró a las pantallas y parpadeó con la sensación de
que echaba de menos algo
importante. De pronto comprendió lo que era.
- ¿Hay té en esta nave? - preguntó.
Más partes del planeta se desplegaban a sus ojos a medida
que el Corazón de Oro
proseguía su órbita. Los soles se elevaban ahora en el cielo
negro, había acabado la
pirotecnia de la aurora y la superficie del planeta parecía
yerma y ominosa a la ordinaria
luz del día; era gris, polvorienta y de contornos vagos.
Parecía muerta y fría como una
cripta. De cuando en cuando surgían rasgos prometedores en
el horizonte lejano:
barrancas, quizá montañas o incluso ciudades. Pero a medida
que se aproximaban, las
líneas se suavizaban desvaneciéndose en el anonimato, y nada
dejaban traslucir. La
superficie del planeta estaba empañada por el tiempo, por el
leve movimiento del tenue
aire estancado que la había envuelto a lo largo de los
siglos.
No cabía duda de que era viejísimo.
Un momento de incertidumbre asaltó a Ford mientras veía
moverse bajo ellos el paisaje
gris. Le inquietaba la inmensidad del tiempo, podía sentirlo
como una presencia.
Carraspeó.
- Bueno, y aun suponiendo que sea...
- Lo es - le interrumpió Zaphod.
-...que no lo es - prosiguió Ford -, ¿qué quieres hacer en
él, de todos modos? Ahí no
hay nada.
- En la superficie, no - dijo Zaphod.
- Muy bien, supongamos que hay algo. Me figuro que no estarás
aquí sólo por su
arqueología industrial. ¿Qué es lo que buscas?
Una de las cabezas de Zaphod miró a un lado. La otra giró en
la misma dirección para
ver qué estaba mirando la primera, pero ésta no miraba nada
en particular.
- Pues he venido en parte por curiosidad - dijo Zaphod en
tono frívolo -, y en parte por
sed de aventuras, pero principalmente creo que por fama y
dinero...
Ford le lanzó una mirada virulenta. Le daba la muy sólida
impresión de que Zaphod no
tenía la más mínima idea de por qué había ido allí.
- ¿Sabes una cosa? - dijo Trillian, estremeciéndose -, no me
gusta nada el aspecto del
planeta
- ¡Bah! No hagas caso - le aconsejó Zaphod -. Con toda la
riqueza del antiguo Imperio
Galáctico escondida en alguna parte, puede permitirse esa
apariencia desaliñada.
Tonterías, pensó Ford. Aun suponiendo que fuese la sede de
alguna civilización antigua
ya convertida en polvo, y dando por sentadas una serie de
cosas sumamente
improbables, era imposible que allí se guardasen grandes
tesoros y riquezas en
cualquier forma que siguiera teniendo valor. Se encogió de
hombros.
- Creo que es un planeta muerto - dijo.
En la actualidad, la fatiga y la tensión nerviosa
constituyen serios problemas sociales en
todas las partes de la galaxia, y para que tal situación no
se agrave es por lo que se
revelarán de antemano los hechos siguientes:
El planeta en cuestión es efectivamente el legendario
Magrathea.
El mortífero ataque con proyectiles teledirigidos que iba a
desencadenarse a
continuación por un antiguo dispositivo automático de
defensa, se resolverá
simplemente en la ruptura de tres tazas de café y de una
jaula de ratones, en ciertas
magulladuras de alguien en el antebrazo, en la intempestiva
creación y súbito
fallecimiento de un tiesto de petunias y de una ballena
inocente.
Con el fin de preservar cierta sensación de misterio, aún no
se harán revelaciones
concernientes a la persona que sufrió magulladuras en el
antebrazo. Este hecho puede
convertirse con toda seguridad en tema de suspense porque no
tiene importancia
alguna.
Tras comenzar el día de manera bastante agitada, Arthur
empezaba a reunir los
fragmentos en que había quedado reducida su mente tras las
conmociones de la
jornada anterior. Encontró una máquina Nutrimática que le
proveyó de una taza de
Plástico llena de un líquido que era casi, pero no del todo,
enteramente diferente del té.
La manera en que funcionaba era muy interesante. Cuando se
apretaba el botón de
«Bebida», la máquina hacía un reconocimiento rápido, pero
muy detallado, de los
gustos del sujeto, para luego realizar un análisis
espectroscópico de su metabolismo y
enviar tenues señales experimentales a las zonas neurálgicas
de los centros del gusto
del cerebro con el fin de averiguar lo que era de su agrado.
Sin embargo, nadie sabía
exactamente por qué lo hacía, porque de modo invariable
siempre suministraba una
taza de líquido que era casi, pero no del todo, enteramente
distinto del té. La
Nutrimática se proyectó y fabricó en la Compañía Cibernética
Sirius, cuyo departamento
de reclamaciones ocupa en estos momentos todas las grandes
áreas de tierra más
importantes del sistema estelar de Sirius Tau.
Arthur bebió el líquido y lo encontró tonificante. Volvió a
mirar a las pantallas y vio pasar
otros centenares de kilómetros de yermos grises. De pronto
se le ocurrió hacer una
pregunta que le estaba preocupando.
- ¿No hay peligro?
- Magrathea está muerto desde hace cinco millones de años -
dijo Zaphod -. Claro que
no hay peligro. A estas alturas, incluso los fantasmas deben
haber sentado la cabeza y
tendrán familia.
En ese momento, un sonido extraño e inexplicable retembló
por el puente: un ruido de
fanfarria lejana, un rumor sordo, agudo, inmaterial.
Precedió a una voz igualmente
sorda, aguda e inmaterial.
- Se os saluda... - dijo la voz. Les hablaba alguien del
planeta muerto.
- ¡Ordenador! - gritó Zaphod.
- ¡Hola, chicos!
- ¿Qué fotón es ése?
- Pues no es más que una cinta de unos cinco millones de
años que han puesto para
nosotros.
- ¿Cómo? ¿Una grabación?
- ¡Chsss! - dijo Ford -. Sigue hablando.
La voz era vieja, cortés, casi encantadora, pero tenía un
inequívoco matiz de amenaza.
- Este es un aviso grabado dijo -, pues me temo que en este
momento no existamos
ninguno de nosotros. El Consejo comercial de Magrathea os
agradece vuestra estimada
visita...
- ¡Una voz del antiguo Magrathea! - gritó Zaphod.
- Muy bien, muy bien - dijo Ford.
-...pero lamentamos - prosiguió la voz - que el planeta esté
temporalmente retirado de
los negocios. Gracias. Si tenéis la bondad de dejar vuestro
nombre y la dirección de un
planeta donde se os pueda localizar, decidlo cuando oigáis
la señal.
Siguió un breve zumbido; luego, silencio.
- Quieren librarse de nosotros - dijo nerviosamente Trillian
-. ¿Qué hacemos?
- No es más que una grabación - dijo Zaphod -. Seguimos
adelante. ¿Entendido,
ordenador?
- Entendido - contesto el ordenador, dando a la nave un
empuje veloz.
Esperaron.
Al cabo de un segundo más o menos, volvieron a oír la
fanfarria, y luego la voz.
- Nos complace comunicaras que tan pronto como reanudemos el
trabajo,
anunciaremos en todas las revistas de moda y suplementos en
color cuándo podrán
nuestros clientes volver a elegir entre todo lo mejor de
nuestra geografía
contemporánea. - La amenaza que había en la voz adoptó un
matiz más cortante -.
Entretanto, agradecemos a nuestros clientes su amable
interés, pidiéndoles que se
marchen. Ahora mismo.
Arthur volvió la cabeza para mirar las caras nerviosas de
sus compañeros.
- Bueno, entonces creo que será mejor que nos vayamos, ¿no?
- ¡Chsss! - dijo Zaphod -. No hay absolutamente nada que
temer.
- Entonces, ¿por qué está todo el mundo tan nervioso?
- ¡Sólo están interesados! - gritó Zaphod -. ¡Ordenador!,
inicia un descenso en la
atmósfera y prepárate para aterrizar.
Esta vez, la fanfarria era bastante rutinaria y la voz
claramente fría.
- Resulta muy grato - dijo - que vuestro entusiasmo por
nuestro planeta permanezca
intacto, por lo que nos gustaría comunicaros que los
proyectiles teledirigidos que en
estos momentos apuntan a vuestra nave forman parte de un
servicio especial que
aplicamos a nuestros clientes más entusiastas, y que las
olivas nucleares de que todos
están provistos no son, por supuesto, más que un detalle de
cortesía. Esperamos que
sigáis siendo nuestros clientes en las vidas futuras...
Gracias.
La voz se interrumpió bruscamente.
- ¡Oh! - dijo Trillian.
- Hmm - dijo Arthur.
- ¿Y bien? - dijo Ford.
- Pero ¿es que no os entra en la cabeza? - dijo Zaphod -. No
es más que un mensaje
grabado. De hace millones de años. A nosotros no nos concierne,
¿entendido?
- ¿Qué me dices de los proyectiles teledirigidos? - preguntó
tranquilamente Trillian.
- ¿Proyectiles? No me hagas reír.
Ford dio un golpecito a Zaphod en el hombro y señaló a la
pantalla trasera. Detrás de
ellos, en la lejanía, dos dardos plateados ascendían por la
atmósfera hacia la nave. Una
rápida ampliación de imagen los enfocó claramente: dos
cohetes macizos y auténticos
que surcaban el cielo como un trueno. La rapidez de su
aparición era pasmosa.
- Me parece que van a hacer lo posible para que nos
concierna - dijo Ford.
Zaphod los miraba fijamente, asombrado.
- ¡Oye, esto es tremendo! - exclamó!. ¡Ahí abajo hay alguien
que quiere matarnos!
- Tremendo - repitió Arthur.
- Pero ¿no comprendes lo que eso significa?
- Sí. Vamos a morir.
- Sí, pero aparte de eso.
- ¿Aparte de qué?
- ¡Significa que debemos haber encontrado algo!
- ¿Y cuándo podemos dejarlo?
Segundo a segundo, la imagen de los proyectiles crecía en la
pantalla. Ya habían virado
y se dirigían en línea recta a su objetivo, de manera que lo
único que ahora veían de
ellos eran las ojivas nucleares, con la cabeza por delante.
- Tengo curiosidad - dijo Trillian -, por saber qué vamos a
hacer.
- Mantenernos tranquilos - le contestó Zaphod.
- ¿Eso es todo? - gritó Arthur.
- No, también vamos a... hmm..., ¡a realizar una operación
evasiva! - dijo Zaphod con un
repentino acceso de pánico -. ¡Ordenador! ¿Qué operación
evasiva podemos realizar?
- Hmm, me temo que ninguna, muchachos - dijo el ordenador.
-...o algo así..., hmm... - dijo Zaphod.
- Parece que hay algo que entorpece mis circuitos de
dirección - explicó animadamente
el ordenador. Recibiremos el impacto a menos cuarenta y
cinco segundos. Por favor,
llamadme Eddie, si eso os ayuda a tranquilizaras.
Zaphod trató de correr en varias direcciones igualmente
decisivas al mismo tiempo.
- ¡Muy bien! - dijo. - Hmm..., tenemos que hacernos con el
control manual de la nave.
- ¿Sabes manejarla? - le preguntó Ford en tono agradable.
- No, ¿Y tú?
- No.
- ¿Sabes tú, Trillian?
- No.
- Estupendo - dijo Zaphod, tranquilizándose. Lo haremos
juntos.
- Yo tampoco sé - dijo Arthur, que pensaba que ya era hora
de afirmarse.
- Me lo figuraba - dijo Zaphod -. Muy bien; ordenador,
quiero pleno control manual de la
nave.
- Ya lo tienes - dijo el ordenador.
Se abrieron unos anchos pupitres llenos de paneles y de
ellos surgieron filas de
consolas de mando, lanzando sobre los tripulantes una lluvia
de trozos de la envoltura
de poliestireno dilatado y bolas de celofán arrugado: los
controles nunca se habían
utilizado antes.
Zaphod los miró con ojos frenéticos.
- Muy bien, Ford - dijo -, dale todo hacia atrás y diez
grados a estribor. O algo así...
- Buena suerte chicos - gorjeó el ordenador, impacto a menos
treinta segundos...
Ford se precipitó de un salto ante los controles; sólo unos
cuantos le decían algo, así
que los manipuló. La nave se estremeció y crujió mientras
sus cohetes de propulsión a
chorro intentaban ir en todas direcciones al mismo tiempo.
Soltó la mitad y la nave viró
en un estrecho arco volviendo por donde había venido,
directamente hacia los
proyectiles que se acercaban.
Balones de aire almohadillaron las paredes en el preciso
instante en que todos se
vieron arrojados contra ellas. Durante unos segundos, la
fuerza de la inercia los aplastó,
dejándolos jadeantes, incapaces de moverse. Zaphod luchó por
liberarse con furiosa
desesperación, y finalmente logró asestar una patada brutal
a una palanca pequeña
que formaba parte del circuito de dirección.
La palanca se rompió. La nave giró bruscamente y salió
disparada hacia arriba. Los
tripulantes se desperdigaron violentamente por la cabina. El
ejemplar de Ford de la
Guía del autoestopista galáctico chocó contra otra sección
de la consola de mandos,
con el doble resultado de que la guía empezó a explicar a
cualquiera que quisiese oírla
la mejor forma de sacar de Antares glándulas de periquitos
antereanos de contrabando
una glándula de periquito ensartada en un palillo es una
exquisitez escandalosa pero
muy solicitada después de un cóctel, y con frecuencia las
adquieren por fuertes sumas
de dinero unos idiotas riquísimos que quieren impresionar a
otros riquísimos idiotas), y
de pronto cayó la nave del cielo como una piedra.
Desde luego, fue más o menos en ese momento cuando uno de
los tripulantes sufrió
una magulladura desagradable en el brazo. Esto debe hacerse
notar porque, como ya
se ha dicho, por lo demás escaparon completamente ilesos, y
los mortíferos proyectiles
nucleares no llegaron a alcanzar la nave. La seguridad de la
tripulación queda
absolutamente asegurada.
- Impacto a menos veinte segundos, chicos... - dijo el
ordenador.
- ¡Entonces vuelve a conectar los puñeteros motores! - gritó
Zaphod a voz en cuello.
- Pues claro, muchachos - dijo el ordenador. Con un tenue
rugido los motores volvieron
a encenderse, la nave dejó de caer, se enderezó suavemente y
se dirigió otra vez hada
los proyectiles.
El ordenador empezó a cantar.
- Cuando camines bajo la tormenta... - gimoteó con voz nasal
-, lleva la cabeza alta...
Zaphod le gritó que cerrara el pico, pero su voz se perdió
en el estruendo de su
inminente destrucción, que con toda razón consideraban
inevitable.
- Y no... tengas miedo... de la oscuridad - canturreó Eddie
con voz lastimera.
Al enderezarse, la nave quedó al revés, y como estaban tumbados
en el techo, a sus
tripulantes les resultaba totalmente imposible manipular los
circuitos de dirección.
- Al final de la tormenta... - cantó Eddie con voz suave.
Los dos proyectiles llenaron las pantallas al acercarse
estruendosamente hacia la nave.
-...hay un cielo dorado...
Pero por una suerte extraordinaria aún no habían modificado
del todo su trayectoria de
acuerdo con los caprichosos virajes de la nave, y pasaron
justo por debajo de ella.
- Y la dulce canción plateada de la alondra... Impacto revisado
dentro de quince
segundos, tíos... Camina contra el viento...
Los proyectiles chirriaron al virar en redondo y proseguir
su persecución.
- Ya está - dijo Arthur al verlos -. Ahora sí que vamos a
morir, ¿verdad?
- ¡Ojalá dejaras de decir eso - gritó Ford.
- Pero vamos a morir, ¿no?
- Sí.
- Camina bajo la lluvia... cantó Eddie.
A Arthur se le ocurrió una idea. Se puso en pie a duras
penas.
- ¿Por qué no conecta alguien eso de la Energía de la
Improbabilidad? - dijo -. Tal vez
podamos alcanzarla.
- ¿Te has vuelto loco? - dijo Zaphod -. Sin una programación
adecuada podría pasar
cualquier cosa.
- ¡Y qué importa eso a estas alturas! - gritó Arthur.
- Aunque tus sueños se pierdan y se desvanezcan...
Arthur logró salir de una de las molduras provocativamente regordetas
de la pared
curva, por el ángulo del techo.
- Camina, camina, con el corazón lleno de esperanza...
- ¿Sabe alguien por qué no puede Arthur conectar la Energía
de la Improbabilidad? -
gritó Trillian.
- Y no caminarás solo... Impacto a menos cinco segundos; ha
sido estupendo
conocemos, chicos, que Dios os bendiga... Nun... ca...
camines... solo.
- ¡He dicho - gritó Trillian - que sí alguien sabe...
Lo que ocurrió a continuación fue una espantosa explosión de
luz y sonido.
Y lo que ocurrió a continuación fue que el Corazón de Oro
siguió su ruta con absoluta
normalidad y algunas modificaciones bastante atractivas en
su interior. Era un poco
más amplia, y acabada con unos delicados matices de verde y
azul pastel. En el medio,
entre un follaje de helechos y flores amarillas se alzaba
una escalera de caracol, y junto
a ella había un pedestal de piedra que albergaba la terminal
del ordenador principal.
Luces y espejos hábilmente desplegados creaban la ilusión de
estar en un invernadero
que daba a una amplia extensión de jardines cuidados con
esmero exquisito. En torno a
la zona periférico del invernadero había mesas con tablero
de mármol y patas de hierro
forjado de bello e intrincado dibujo. Cuando se miraba a la
superficie reluciente del
mármol, se veía la vaga forma de los instrumentos, y cuando
se pasaba la mano por
encima los aparatos se materializaban al instante. Si se los
miraba desde la posición
adecuada, los espejos parecían reflejar todos los datos
precisos, aunque no estaba
nada claro de dónde provenían. Efectivamente, era muy
bonito.
Acomodado en un sillón de mimbre, Zaphod Beeblebrox dijo:
- ¿Qué demonios ha pasado?
- Pues yo acabo de decir - dijo Arthur, que reposaba junto a
un estanque pequeño lleno
de peces - que ahí hay un interruptor de esa Energía de
Improbabilidad...
Señaló a donde estaba antes. Ahora había un tiesto con una
planta.
- Pero, ¿dónde estamos? - dijo Ford, que estaba sentado en
la escalera de caracol, con
un detonador gargárico pangaláctico bien frío en la mano.
- Exactamente donde estábamos, creo... - dijo Trillian,
mientras los espejos les
mostraban súbitamente una imagen del marchito paisaje de
Magrathea, que seguía
pasando velozmente bajo ellos.
Zaphod se puso en pie de un salto.
- Entonces, ¿qué ha pasado con los proyectiles atómicos? -
preguntó.
En los espejos apareció una imagen nueva y pasmosa.
- Resultará - dijo Ford en tono de duda - que se han
convertido en un tiesto de petunias
y en una ballena muy sorprendida...
- Con un Factor de Improbabilidad - terció Eddie, que no
había cambiado en absoluto -
de ocho millones setecientos sesenta y siete mil ciento
veintiocho contra uno.
Zaphod miró fijamente a Arthur.
- ¿Pensaste en eso, terráqueo? - le preguntó.
- Pues yo, lo único que hice fue... - dijo Arthur.
- Fue una idea excelente, ¿sabes? Conectar durante un
segundo la Energía de
Improbabilidad sin activar primero las pantallas aislantes.
Oye, muchacho, nos has
salvado la vida, ¿lo sabías?
- Pues, bueno - dijo Arthur -, en realidad no fue nada...
- ¿De veras? - dijo Zaphod -. Muy bien, entonces olvídalo.
Bueno, ordenador, llévanos a
tierra.
- Pero...
- He dicho que lo olvides.
Otra cosa que se olvidó fue el hecho de que, contra toda
probabilidad, se había creado
una ballena a varios Kilómetros por encima de la superficie
de un planeta extraño.
Y como, naturalmente, ésa no es una situación sostenible
para una ballena, la pobre
criatura inocente tuvo muy poco tiempo para acostumbrarse a
su identidad de ballena
antes de perderla para siempre.
Esta es una relación completa de sus pensamientos desde el
instante en que comenzó
su vida hasta el momento en que terminó.
«¡Ah...! ¿Qué pasa? - pensó.
»Hmm, discúlpeme, ¿quién soy yo?
»¿Hola?» ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el objeto de mi vida?
»¿Qué quiere decir quién soy yo?
»Tranquila, cálmate ya... ¡Oh, qué sensación tan
interesante! ¿Verdad? Es una especie
de... bostezante, hormigueante sensación en mi... mi....
bueno, creo que será mejor
empezar a poner nombre a las cosas si quiero abrirme paso en
lo que, por mor de lo
que llamaré un argumento, denominaré mundo, así que diremos
en mi estómago.
»Bien. ¡Oooh, esto marcha muy bien! Pero ¿qué es ese ruido
grandísimo y silbante que
me pasa por lo que de pronto voy a llamar la cabeza? Quizá
lo pueda llamar... ¡viento!
¿Es un buen nombre? Servirá..., tal vez encuentre otro mejor
más adelante, cuando
averigüe para qué sirve. Debe ser algo muy importante,
porque desde luego parece
haber muchísimo. ¡Eh! ¿Qué es eso? Eso..., llamémoslo cola;
sí, cola. ¡Eh! Puedo
sacudirla muy bien, ¿verdad? ¡Vaya! Uy! ¡Qué magnífica
sensación! No parece servir
de mucho, pero ya descubriré más tarde lo que es. ¿Ya me he
hecho alguna idea
coherente de las cosas?
»No.
»No importa porque, oye, es tan emocionante tener tanto que
descubrir, tanto que
esperar, que casi me aturde la impaciencia.
»¿O el viento?
»¿Verdad que ahora hay muchísimo?
»¡Y de qué manera! ¡Eh! ¿Qué es eso que viene tan de prisa
hacia mí? Muy deprisa.
Tan grande, tan plano y redondo que necesita un gran nombre
sonoro, como... sueno...
ruedo... ¡suelo! ¡Eso es! Ese sí que es un buen nombre:
¡suelo!
»Me pregunto si se mostrará amistoso conmigo.»
Y el resto, tras un súbito golpe húmedo, fue silencio.
Curiosamente, lo único que pasó por la mente del tiesto de
petunias mientras caía fue:
«¡Oh, no! Otra vez, no». Mucha gente ha imaginado que si
supiéramos exactamente lo
que pensó el tiesto de petunias, conoceríamos mucho más de
la naturaleza del universo
de lo que sabemos ahora.
- ¿Es que llevamos con nosotros a ese robot? - preguntó Ford,
mirando con fastidio a
Marvin, que estaba sentado en una postura difícil y encogida
en el rincón, debajo de
una palmera pequeña.
Zaphod apartó la vista de las pantallas de espejo, que
ofrecían una vista panorámica
del yermo paisaje en que acababa de aterrizar el Corazón de
Oro.
- ¡Ah! ¿El androide paranoico? - dijo -. Sí, lo llevamos con
nosotros.
- ¿Y qué vamos a hacer con un robot maníaco-depresivo?
- Tú crees que tienes problemas - dijo Marvin como si se
dirigiese a un ataúd recién
ocupado -, ¿qué harías si fueses un robot maníaco-depresivo?
No, no te molestes en
responderme, soy cincuenta mil veces más inteligente que tú,
y ni siquiera yo sé la
respuesta. Me da dolor de cabeza sólo de ponerme a pensar a
tu altura.
Trillian apareció bruscamente por la puerta de su cabina.
- ¡Mi ratón blanco se ha escapado! - dijo.
Ninguna expresión de honda inquietud y preocupación llegó a
surgir en ninguno de los
dos rostros de Zaphod.
- Que se vaya a hacer gárgaras tu ratón blanco - dijo.
Trillian le lanzó una mirada fulminante y volvió a
desaparecer.
Es muy posible que su observación hubiese recibido mayor
atención si hubiera existido
la conciencia general de que los seres humanos sólo eran la
tercera forma de vida más
inteligente del planeta Tierra, en vez de como solían
considerarla los observadores
más independientes) la segunda.
- Buenas tardes, muchachos.
La voz era extrañamente familiar, pero con un deje raro y
diferente. Tenía un matiz
matriarcal. Se oyó cuando los tripulantes de la nave
llegaron a la escotilla del
compartimiento estanco por la que saldrían a la superficie
del planeta.
Se miraron unos a otros, confusos.
- Es el ordenador - explicó Zaphod -. He descubierto que
tenía otra personalidad de
emergencia, y pensé que ésta tal vez daría mejor resultado.
- Y ahora vais a pasar vuestro primer día en un planeta
nuevo y extraño - prosiguió
Eddie con su nueva voz -, así que quiero que os abriguéis
bien y estéis calentitos, y que
no juguéis con ningún monstruo travieso de ojos saltones.
Zaphod dio unos golpecitos de impaciencia en la escotilla. -
Lo siento dijo -, creo que
nos iría mejor con una regla de cálculo.
- ¡Muy bien! - saltó el ordenador -. ¿Quién ha dicho eso?
- ¿Quieres abrir la escotilla de salida, ordenador, por
favor? - dijo Zaphod, tratando de
no enfadarse.
- No lo haré hasta que aparezca quien ha dicho eso -
insistió el ordenador cerrando con
fuerza unas cuantas sinapsis.
- ¡Santo Dios! - musitó Ford, desplomándose súbitamente
contra un mamparo y
empezando a contar hasta diez. Le desesperaba pensar que las
formas conscientes de
vida olvidaran los números algún día. Los seres humanos sólo
podían demostrar su
independencia de los ordenadores si se ponían a contar.
- Vamos - dijo Eddie con firmeza.
- Ordenador... - empezó a decir Zaphod.
- Estoy esperando - le interrumpió Eddie -. Puedo esperar
todo el día si es necesario...
- Ordenador... - volvió a decir Zaphod, que estuvo tratando
de pensar en algún
razonamiento sutil para hacer callar al ordenador, pero
decidió que era mejor no
competir con él en su propio terreno -, si no abres la
escotilla de salida ahora mismo,
desconectaré inmediatamente tus bancos de datos más
importantes y volveré a
programarte con bastantes recortes, ¿has entendido?
Eddie se sobresaltó, hizo una pausa y lo pensó.
Ford seguía contando en voz baja. Eso es lo más agresivo que
puede hacerse a un
computador, el equivalente de acercarse a un ser humano
diciendo: sangre... sangre...
sangre... sangre...
- Veo que todos vamos a tener que cuidar un poco nuestras
relaciones - dijo finalmente
Eddie en voz baja.
Y se abrió la escotilla.
Un viento helado se abalanzó sobre ellos; se abrigaron bien
y bajaron por la rampa al
yermo polvoriento de Magrathea.
- Todo esto acabará en llanto, lo sé - gritó Eddie tras
ellos, volviendo a cerrar la escotilla.
Pocos minutos después volvió a abrirla, en respuesta a una
orden que le pilló
enteramente por sorpresa
Cinco figuras vagaban lentamente por el terreno marchito.
Había zonas que eran de un
gris apagado, y otras de castaño sin brillo; el resto era
menos interesante visualmente.
Parecía un marjal seco, ahora desprovisto de vegetación y
cubierto con una capa de
polvo de casi tres centímetros de espesor. Hacía mucho frío.
Era evidente que Zaphod se sentía bastante deprimido por
todo aquello. Echó a andar
por su cuenta y pronto se perdió de vista tras una suave
elevación del terreno.
El viento le hacía daño a Arthur en los ojos y en los oídos;
el tenue aire rancio se le
agarraba a la garganta. No obstante, lo que más daño le
hacía eran sus pensamientos.
- Es fantástico... - dijo, y su propia voz le retumbó en los
oídos. El sonido no se
transmitía bien en aquella atmósfera tenue.
- Si quieres mi opinión, es un agujero inmundo - dijo Ford
-. Me divertiría más en una
cama de gatos.
Sentía una irritación creciente. Entre todos los planetas de
los sistemas estelares de
toda la galaxia, muchos de ellos salvajes y exóticos,
desbordantes de vida, le había
tocado aparecer en un montón de basura como aquél, después
de quince años de
naufragio. Ni siquiera un puesto de salchichas a la vista.
Se agachó y recogíó un frío
terrón de tierra, pero debajo no había nada por lo que
valiera la pena recorrer miles de
años-luz.
- No - insistió Arthur -, no lo entiendes; ésta es la
primera vez que pongo el pie en la
superficie de otro planeta... de un mundo enteramente
extraño... ¡Lástima que haya
tanta basura!
Trillian apretó los brazos contra el cuerpo, se estremeció y
frunció el ceño. Habría
jurado ver un movimiento leve e inesperado con el rabillo
del ojo, pero cuando miró en
aquella dirección, lo único que distinguió fue la nave,
inmóvil y silenciosa, a unos cien
metros detrás de ellos.
Unos segundos después sintió alivio al ver a Zaphod, de pie
en lo alto del promontorio,
haciéndoles señas para que se acercaran.
Parecía alborotado, pero no oían claramente lo que les decía
por causa del viento y de
la poca densidad de la atmósfera.
Al acercarse a la elevación del terreno, se dieron cuenta de
que era circular: un cráter
de unos ciento cincuenta metros de diámetro. Por fuera del
cráter, la pendiente estaba
salpicada de terrones rojos y negros. Se pararon a mirar
uno. Estaba húmedo. Era
como de goma.
Horrorizados, comprendieron de pronto que era carne fresca
de ballena.
En la cima, al borde del cráter, se reunieron con Zaphod.
- Mirad - dijo éste, señalando el cráter.
En el centro yacía el cadáver desgarrado de una ballena
solitaria que no había vivido lo
suficiente para estar descontenta con su suerte. El silencio
sólo se interrumpió por las
contracciones involuntarias de la garganta de Trillian.
- Supongo que no
tendrá sentido enterrarla - murmuró Arthur, que en seguida se
arrepintió de sus palabras.
- Vamos - ordenó Zaphod, empezando a bajar por el cráter.
- ¡Cómo! ¿Ahí abajo? - protestó Trillian con marcada aversión.
- Sí - dijo Zaphod -. Vamos, tengo que enseñaros algo.
- Ya lo vemos - dijo Trillian.
- Eso no - dijo Zaphod -; otra cosa. Venga.
Todos dudaron.
- Vamos - insistió Zaphod -. He descubierto un camino para
entrar.
- ¿Para entrar? - dijo Arthur, horrorizado.
- ¡Al interior del planeta! Un pasaje subterráneo. Se abrió
al chocar la ballena contra el
suelo, y por ahí es por donde tenemos que ir. Por donde no
ha pisado un ser humano
durante estos cinco millones de años, hacia el mismo corazón
del tiempo...
Marvin volvió a iniciar su canturreo irónico.
Zaphod le dio un puñetazo y se calló.
Con pequeños repeluznos de asco siguieron todos a Zaphod por
la pendiente del cráter,
tratando con todas sus fuerzas de no mirar a su infortunada
creadora.
- Se la odie o se la ignore - sentenció tristemente Marvin
-, la vida no puede gustarle a
nadie.
El terreno se ahondaba por donde había penetrado la ballena,
revelando una red de
galerías y pasadizos, obstruidos por cascotes y vísceras.
Zaphod empezó a limpiar
escombros para abrir un camino, pero Marvin logró hacerlo
con mayor rapidez. Un aire
húmedo emanó de sus cavidades oscuras, y cuando Zaphod
encendió una linterna
nada se vio entre las tinieblas polvorientas.
- Según la leyenda - dijo -, los magratheanos pasaban en el
subsuelo la mayor parte de
su vida.
- ¿Y por qué? - inquirió Arthur -. ¿Es que la superficie
estaba muy contaminada o había
exceso de población?
- No, no lo creo - contesto Zaphod -. Creo que únicamente no
les gustaba mucho.
- ¿Estás seguro de que sabes lo que vas a hacer? - preguntó
Trillian, atisbando
nerviosamente en la oscuridad -. No sé si sabrás que ya nos
han atacado una vez.
- Mira, niña, te prometo que la población viva de este
planeta asciende a cero más
nosotros cuatro, así que venga, entremos ahí. Hmm, oye,
terráqueo...
- Arthur - dijo Arthur.
- Sí, podrías quedarte con el robot y vigilar este extremo
del pasaje, ¿de acuerdo?
- ¿Vigilar? - dijo Arthur -. ¿De qué? Acabas de decir que
aquí no hay nadie.
- Sí, bueno, sólo por seguridad, ¿conforme? - dijo Zaphod.
- ¿Por seguridad de quién? ¿Tuya o mía?
- Buen muchacho. Venga, vamos.
Zaphod entró a gatas por el pasadizo, seguido de Trillian y
de Ford.
- Pues espero que lo paséis muy mal - se quejó
Arthur.
- No te preocupes, así será - le aseguró Marvin.
Al cabo de unos segundos se perdieron de vista.
Arthur comenzó a pasear de mal humor, y luego decidió que el
cementerio de una
ballena no era un lugar muy adecuado para pasear.
Zaphod caminaba rápidamente por el pasadizo, muy nervioso,
pero tratando de
ocultarlo con pasos resueltos. Movió la linterna de un lado
a otro. Las paredes estaban
recubiertas con azulejos oscuros, fríos al tacto, y el aire
era sofocante y podrido.
- Mirad, ¿qué os había dicho? Un planeta deshabitado.
Magrathea - dijo, siguiendo
entre la basura y los cascotes esparcidos por el suelo de
baldosas.
Inevitablemente, Trillian recordó el metro de Londres,
aunque era menos sórdido.
De cuando en cuando, los baldosines de la pared daban paso a
amplios mosaicos:
sencillos dibujos angulosos en colores brillantes. Trillian
se detuvo a observar uno de
ellos, pero no pudo descubrirle sentido alguno. Llamó a
Zaphod.
- Oye, ¿tienes idea de qué son estos símbolos extraños?
- Creo que son símbolos extraños de alguna clase - contesto
Zaphod, casi sin volver la
vista.
Trillian se encogió de hombros y apretó el paso.
De vez en cuando, a la izquierda o a la derecha había
puertas que daban a
habitaciones pequeñas, y Ford descubrió que estaban llenas
de ordenadores
abandonados. Entró con Zaphod para echar una mirada.
Trillian los siguió.
- Mira - dijo Ford -, tú crees que esto es Magrathea...
- Sí - dijo Zaphod -, y hemos oído la voz, ¿no es así?
- Muy bien, admitiré el hecho de que esto sea Magrathea; de
momento. Pero hasta
ahora no has dicho nada de cómo lo has localizado en medio
de la Galaxia. Con toda
seguridad, no te limitaste a mirarlo en un atlas estelar.
- Investigué. En los archivos del Gobierno. Hice
indagaciones y algunas conjeturas
acertadas. Fue fácil.
- ¿Y entonces robaste el Corazón de Oro para venir a
buscarlo?
- Lo robé para buscar un montón de cosas.
- ¿Un montón de cosas? - repitió Ford, sorprendido -. ¿Como
cuáles?
- No lo sé.
- ¿Cómo?
- No sé lo que estoy buscando.
- ¿Por qué no?
- Porque... porque..., porque si lo supiera, creo que no
sería capaz de buscarlas.
- ¡Pero qué dices! ¿Estás loco?
- Es una posibilidad que no he desechado - dijo Zaphod en
voz baja -. De mí mismo
sólo sé lo que mi inteligencia puede averiguar bajo
condiciones normales. Y las
condiciones normales no son buenas.
Durante largo rato nadie dijo nada, mientras Ford miraba
fijamente a Zaphod con un
espíritu súbitamente plagado de preocupaciones.
- Escucha, viejo amigo, si quieres... - empezó a decir
finalmente Ford.
- No, espera... Voy a decirte una cosa - le interrumpió
Zaphod -. Llevo una vida muy
espontánea. Se me ocurre la idea de hacer algo y, ¿por qué
no?, la hago. Pienso en ser
Presidente de la Galaxia y resulta fácil. Decido robar la
nave. Me lanzo a buscar
Magrathea, y da la casualidad de que lo encuentro. Sí,
pienso en el mejor modo de
hacerlo, de acuerdo, pero siempre lo consigo. Es como tener
una tarjeta de
galacticrédito que sigue teniendo validez aunque nunca
envíes los cheques. Y luego,
siempre que me pongo a pensar en por qué hago algo y en cómo
voy a hacerlo, siento
una fuerte inclinación a dejar de pensar en ello. Como
ahora. Me cuesta mucho trabajo
hablar de esto.
Zaphod hizo una pausa. Hubo silencio durante un rato. Luego
frunció el ceño y
prosiguió:
- Anoche volví a preocuparme. Por el hecho de que parte de
mi mente no funcionaba en
su forma debida. Luego se me ocurrió que era como si alguien
estuviese utilizando mi
inteligencia para producir ideas buenas, sin decírmelo a mí.
Relacioné ambas cosas y
llegué a la conclusión de que tal vez ese alguien hubiera
taponado a propósito una
parte de mi mente y ésa fuera la razón por la que no podía
usarla. Me pregunté si
habría algún medio de comprobarlo.
»Me dirigí a la enfermería de la nave y me conecté a la
pantalla encefalográfica. Me
apliqué pruebas proyectivas en ambas cabezas, todas las que
me hicieron los
funcionarios médicos del Gobierno antes de ratificar mi
candidatura a la Presidencia.
Dieron resultados negativos. Por lo menos, nada extraños.
Mostraron que era
inteligente, imaginativo, irresponsable, indigno de
confianza, extrovertido: nada nuevo.
Ninguna otra anomalía. Así que empecé a inventar más
pruebas, enteramente al azar.
Nada. Luego traté de superponer los resultados de una cabeza
sobre los de la otra. Y
nada. Finalmente me sentí un poco ridículo, porque lo
achaqué a un simple ataque de
paranoia. Lo último que hice antes de dejarlo, fue tomar la
imagen sobreimpuesta y
mirarla a través de un filtro verde. ¿Te acuerdas de que
cuando era niño siempre me
mostraba supersticioso hacia el color verde? ¿De que quería
ser piloto de una nave de
exploración comercial?» Ford asintió con la cabeza.
- Y allí estaba, tan claro como la luz del día - prosiguió
Zaphod -. Toda una sección en
medio de los dos cerebros que sólo se relacionaban entre sí
y con ninguna otra cosa a
su alrededor. Algún hijo de puta me había cauterizado todas
las sinapsis y había
traumatizado electrónicamente dos trozos de cerebelo.
Ford lo miró estupefacto. Trillian había palidecido.
- ¿Te hizo eso alguien? - susurró Ford.
- Sí.
- Pero ¿tienes idea de quién fue? ¿O por qué?
- ¿Por qué? Sólo puedo adivinarlo. Pero sé quién fue el
cabrán que lo hizo.
- ¿Lo sabes? ¿Cómo?
- Porque las
iniciales grabadas en las sinapsis cauterizadas. Las dejó allí para que yo
las viera.
- ¿Iniciales? ¿Grabadas a fuego en tu cerebro?
- Sí.
- ¡Por amor de Dios! ¿Y cuáles eran?
Zaphod volvió a mirarle en silencio durante un momento.
Luego desvió la vista.
- Z. B. - dijo en voz baja.
En aquel instante, un postigo de acero se abatió bajo ellos
y empezó a manar gas en la
estancia.
- Os lo contaré después - dijo ahogadamente Zaphod mientras
los tres se desvanecían.
En la superficie de Magrathea, Arthur paseaba con aire
malhumorado.
Muy atento, Ford le había dejado su ejemplar de la Guía del
autoestopista galáctico
para que se entretuviera con ella. Apretó unos botones al
azar.
La Guía del autoestopista galáctico es un libro de redacción
muy desigual, y contiene
muchos pasajes que a sus redactores les pareció buena idea
en su momento.
Uno de esos fragmentos con el que se topó Arthur) relata las
hipotéticas experiencias
de un tal Veet Voojagig, un joven y tranquilo estudiante de
la Universidad de
Maximegalón que llevaba una brillante carrera académica
estudiando filología antigua,
ética generativa y la teoría de la onda armónica de la
percepción histórica, y que luego,
tras una noche que pasó bebiendo detonadores gargáricos
pangalácticos con Zaphod
Beeblebrox, se fue obsesionando cada vez más con el problema
de lo que había
pasado con todos los otros que había comprado durante los
últimos años.
A ello siguió un largo período de investigaciones laboriosas
durante el cual visitó todos
los centros importantes de pérdidas de biros por toda la
galaxia y que concluyó con una
pequeña y original teoría que, en su momento, prendió en la
imaginación del público.
Decía que en alguna parte del cosmos, junto a todos los
planetas habitados por
humanoides, reptiloides, ictioides, arboroides ambulantes y
matices superinteligentes
del color azul, existía también un planeta enteramente
poblado por seres biroides. Y
hacia él se dirigirían los biros desatendidos, deslizándose
suavemente por agujeros de
gusanos en el espacio hacia un mundo donde eran conscientes
de disfrutar de una
forma de vida exclusivamente biruide que respondía a altos
estímulos biro-orientados y
que generalmente conducían al equivalente biroide de la
buena vida.
En cuanto a teoría, pareció estupenda y simpática hasta que
Veet Voojagig afirmó de
repente que había encontrado ese planeta y bahía trabajado
como conductor de un
automóvil lujoso para una familia de vulgares retráctales
verdes, que después lo
prendieron, lo encerraron, y después de que él escribiera un
libro, finalmente lo
enviaron al exilio tributario, que es destino normalmente
reservado para aquellos que se
deciden a hacer el ridículo en público.
Un día se envió una expedición a las coordenadas espaciales
donde Voojagig había
afirmado que se encontraba su planeta, y solamente se
descubrió un asteroide pequeño
habitado por un anciano solitario que declaró repetidas
veces que nada era verdad,
aunque más tarde se averiguó que mentía.
Sin embargo, dos cuestiones siguieron sin aclararse: los
misteriosos . dólares
altairianos que se depositaban anualmente en su cuenta
bancaria de Brantisvogan, y,
por supuesto, el negocio de biros de segunda mano que tan
rentable le resultaba a
Zaphod Beeblebrox.
Tras leer esto, Arthur dejó el libro.
El robot seguía sentado en el mismo sitio, completamente
inerte.
Arthur se levantó y se acercó a la cima del cráter. Paseó
por el borde. Contempló una
magnífica puesta de dos soles en el cielo de Magrathea.
Volvió a bajar al cráter. Despertó al robot, porque era
mejor hablar con un robot
maníaco-depresivo que con nadie.
- Se está haciendo de noche - dijo -. Mira, robot, están
saliendo las estrellas.
Desde las profundidades de una nebulosa oscura sólo pueden
verse muy débilmente
unas pocas estrellas, pero allí se distinguían con claridad.
Obediente, el robot las miró y luego apartó los ojos.
- Lo sé - dijo -. Detestable, ¿verdad?
- ¡Pero ese crepúsculo! Nunca he visto nada igual ni en mis
sueños más demenciales....
¡dos soles! Como montañas de fuego fundiéndose en el
espacio.
- Lo he visto - dijo Marvin -, es una necedad.
- En nuestro planeta sólo teníamos un sol - insistió Arthur
-, soy de un planeta llamado
Tierra, ¿sabes?
- Lo sé - dijo Marvin -, no paras de hablar de ello. Me
suena horriblemente.
- ¡Oh, no!, era un sitio precioso.
- ¿Tenía océanos? - inquirió Marvin.
- Claro que sí - dijo Arthur, suspirando -, enormes y agitados
océanos azules...
- No soporto los océanos - dijo Marvin.
- Dime, ¿te llevas bien con otros robots? - le preguntó
Arthur.
- Los odio - respondió Marvin -. ¿Adónde vas?
Arthur no podía aguantar más. Volvió a levantarse.
- Me parece que voy a dar otro paseo - dijo.
- No te lo reprocho - repuso Marvin, contando quinientos
noventa y siete mil millones de
ovejas antes de volver a dormirse un segundo después.
Arthur se palmeó los
brazos para estimularse la circulación y sentir un poco más de
entusiasmo por su tarea. Con pasos pesados, volvió a la
pared del cráter.
Como la atmósfera era muy tenue y no había luna, la noche
caía con mucha rapidez y
en aquellos momentos ya estaba muy oscuro. Debido a todo
ello, Arthur prácticamente
chocó con el anciano antes de verlo.
Estaba en pie, de espaldas a Arthur, contemplando cómo los
últimos destellos de luz
desaparecían en la negrura del horizonte. Era más bien alto,
de edad avanzada y vestía
una larga túnica gris. Al volverse, su rostro era delgado y
distinguido, Heno de inquietud
pero no severo; la clase de rostro en que uno confía
alegremente. Pero aún no se había
girado, ni siquiera reaccionó al grito de sorpresa de
Arthur.
Finalmente desaparecieron por completo los últimos rayos de
Sol. Su rostro seguía
recibiendo luz de alguna parte, y cuando Arthur buscó su
origen, vio que a unos metros
de distancia había una especie de embarcación: un
aerodeslizador, supuso Arthur.
Derramaba un tenue haz luminoso a su alrededor.
El desconocido miró a Arthur; al parecer, con tristeza.
- Habéis escogido una noche fría para visitar nuestro
planeta muerto - dijo.
- ¿Quién... es usted? - tartamudeó Arthur.
El anciano apartó la mirada. Una expresión de tristeza
pareció cruzar de nuevo por su
rostro.
- Mi nombre no tiene importancia - dijo.
Parecía estar pensando en algo. Era evidente que no tenía
mucha prisa por entablar
conversación. Arthur se sintió incómodo.
- Yo... humm..., me ha asustado usted... - dijo débilmente.
El desconocido volvió a mirar en torno suyo y enarcó levemente
las cejas.
- ¿Hmmm? - dijo.
- He dicho que me ha asustado usted.
- No te alarmes, no te haré daño.
- ¡Pero usted nos ha disparado! - exclamó Arthur, frunciendo
el ceño -. Había unos
proyectiles...
El anciano miró al hueco del cráter. El ligero destello que
lanzaban los ojos de Marvin
arrojaban débiles sombras rojas sobre el gigantesco cadáver
de la ballena.
El desconocido sonrió ligeramente.
- Es un dispositivo automático - dijo, dejando escapar un
leve suspiro -. Ordenadores
antiguos colocados en las entrañas del planeta cuentan los
oscuros milenios mientras
los siglos flotan pesadamente sobre sus polvorientos bancos
de datos. Me parece que
de vez en cuando disparan al azar para mitigar la monotonía.
- Lanzó una mirada
grave a Arthur y añadió -: Soy un gran entusiasta del silencio,
¿sabes?
- ¡Ah...!, ¿de veras? - dijo Arthur, que empezaba a sentirse
desconcertado ante los
modales curiosos y amables de aquel hombre.
- Pues sí - dijo el anciano, quien, simplemente, dejó de
hablar otra vez.
- ¡Ah! Hmm - dijo Arthur, que tenía la extraña sensación de
ser como un hombre a quien
sorprende cometiendo adulterio el marido de su pareja, que
entra en la alcoba, se
cambia de pantalones, hace unos comentarios vagos sobre el
tiempo y se vuelve a
marchar.
- Pareces incómodo - dijo el anciano con atento interés.
- Pues no... ; bueno, sí. Mire usted, en realidad no
esperábamos encontrar a nadie por
aquí. Suponíamos que todos estaban muertos o algo así...
- ¿Muertos? - dijo el anciano -. ¡Santo cielo, no! Sólo
estábamos dormidos.
- ¿Dormidos? - repitió incrédulamente Arthur.
- Sí, durante la recesión económica, ¿comprendes? - dijo el
anciano, sin que al parecer
le importase si Arthur entendía o no una palabra de lo que
le estaba diciendo.
- ¿Recesión económica?
- Sí, mira, hace cinco millones de años la economía
galáctica se derrumbó, y en vista de
que los planetas de encargo constituían un artículo de
lujo... - hizo una pausa y miró a
Arthur, preguntándole en tono solemne -: Sabes que
construíamos planetas, ¿verdad?
- Pues sí - contesto Arthur -, en cierto modo me lo había
figurado...
- Un oficio fascinante - dijo el anciano con una expresión
de nostalgia en los ojos -;
hacer la línea de la costa siempre era mi parte favorita.
Solía divertirme enormemente
dibujando los pequeños detalles de los fiordos... ; así que,
de todos modos - añadió,
tratando de recobrar el hilo - llegó la recesión económica y
decidimos que nos
ahorraríamos muchas molestias si nos limitáramos a dormir
mientras durase. De
manera que programamos a los ordenadores para que nos
despertaran cuanto
terminase del todo.
El anciano suprimió un bostezo muy leve y prosiguió:
- Los ordenadores tenían una señal conectada con los índices
del mercado de valores
galáctico, para que reviviéramos cuando todo el mundo hubiera
recuperado la
economía lo suficiente para poder contratar nuestros
servicios, bastante caros.
Arthur, que era un lector habitual del Guardián, se
sorprendió mucho al oír aquello.
- ¿Y no es una manera de comportarse bastante desagradable?
- ¿Lo es? - preguntó suavemente el anciano -. Lo siento, no
estoy muy al corriente.
Señaló al cráter.
- ¿Es tuyo ese robot? - preguntó.
- No - dijo una voz tenue y metálica desde el cráter -. Soy
mío.
- Si se le quiere llamar robot... - murmuró Arthur -. Más
bien es una máquina electrónica
de resentimiento.
- Tráelo para acá - dijo el anciano. Arthur se sorprendió
mucho al notar un repentino
énfasis de decisión en la voz del anciano. Llamó a Marvin,
que trepó por la pendiente,
fingiendo una aparatosa cojera que no tenía.
- Pensándolo mejor - dijo el anciano -, déjalo ahí. Tú
tienes que venir conmigo. Se están
preparando grandes cosas.
Se volvió hacia su nave que, aunque al parecer no se había
emitido señal alguna,
empezó a avanzar suavemente hacia ellos entre la oscuridad.
Arthur miró a Marvin, que se dio la vuelta con la misma
aparatosidad que antes y volvió
a bajar laboriosamente por el cráter murmurando para sí
agrias naderías.
- Vamos - dijo el anciano -, vámonos ya o llegarás tarde.
- ¿Tarde? - dijo Arthur -. ¿Para qué?
- ¿Cómo te llamas, humano?
- Dent, Arthur Dent - dijo Arthur.
- Tarde, tanto como si fueras el extinto Dentarthurdent -
dijo el anciano con voz firme -.
Es una especie de amenaza, ¿sabes?
Otra expresión de nostalgia surgió de sus ojos fatigados.
Arthur entornó los ojos.
- ¡Qué persona tan extraordinaria! - murmuró para sí.
- ¿Cómo has dicho? - preguntó el anciano.
- Nada, nada, lo siento - dijo Arthur, confundido -. Bueno,
¿adónde vamos?
- Entremos en mi aerodeslizador - dijo el anciano, indicando
a Arthur que subiera a la
nave que se había detenido en silencio junto a ellos -.
Vamos a descender a las
entrañas del planeta, donde en estos momentos nuestra raza
revive de su sueño de
cinco millones de años. Magrathea despierta.
Arthur sufrió un escalofrío involuntario al sentarse junto
al anciano. Lo extraño de todo
aquello, el movimiento silencioso y fluctuante de la nave al
remontarse en el cielo
nocturno, le inquietó profundamente.
Miró al anciano, que tenía el rostro iluminado por el débil
resplandor de las tenues luces
del cuadro de mandos.
- Disculpe - le dijo -, ¿cómo se llama usted, a todo esto?
- ¿Que cómo me llamo? - dijo el anciano, y la misma tristeza
lejana volvió a su rostro.
Hizo una pausa y prosiguió: -
- Me llamo... Slartibarfast.
Arthur casi se atraganto.
- ¿Cómo ha dicho? - farfulló.
- Slartibarfast - repitió con calma el anciano.
- ¿Slartibarfast?
El anciano le miró con gravedad.
- Ya te dije que no tenía importancia - comentó.
El aerodeslizador siguió su camino en medio de la noche.
Es un hecho importante y conocido que las cosas no siempre
son lo que parecen. Por
ejemplo, en el planeta Tierra el hombre siempre supuso que
era más inteligente que los
delfines porque había producido muchas cosas - la rueda,
Nueva York, las guerras,
etcétera -, mientras que los delfines lo único que habían
hecho consistía en juguetear
en el agua y divertirse. Pero a la inversa, los delfines
siempre creyeron que eran mucho
más inteligentes que el hombre, precisamente por las mismas
razones.
Curiosamente, los delfines conocían desde tiempo atrás la
inminente destrucción del
planeta Tierra, y realizaron muchos intentos para advertir
del peligro a la humanidad;
pero la mayoría de sus comunicaciones se interpretaron mal,
considerándose como
entretenidas tentativas de jugar al balón o de silbar para
que les dieran golosinas, así
que finalmente desistieron y dejaron que la Tierra se las
arreglara por sí sola, poco
antes de la llegada de los vogones. El último mensaje de los
delfines se interpretó como
un intento sorprendente y complicado de realizar un doble
salto mortal hacia atrás
pasando a través de un aro mientras silbaban el «Star
Spangled Banner», pero en
realidad el mensaje era el siguiente:
Hasta luego, y gracias por los pescados.
Efectivamente, en el planeta sólo existía una especie más
inteligente que los delfines, y
pasaba la mayor parte del tiempo en laboratorios de
investigación conductista corriendo
en el interior de unas ruedas y llevando a cabo alarmantes,
sutiles y elegantes
experimentos sobre el hombre. El hecho de que los humanos
volvieran a interpretar mal
esa relación, correspondía enteramente a los planes de tales
criaturas.
La pequeña nave se deslizaba silenciosa por la fría
oscuridad: un fulgor suave y
solitario que surcaba la negra noche magratheana. Viajaba
deprisa. El compañero de
Arthur parecía sumido en sus propios pensamientos, y cuando
en un par de ocasiones
trató Arthur de entablar conversación, el anciano se limitó
a contestar: preguntándole si
estaba cómodo, sin añadir nada más.
Arthur intentó calcular la velocidad a que viajaban, pero la
oscuridad exterior era
absoluta y carecía de puntos de referencia. La sensación de
movimiento era tan suave
y ligera, que casi estaba a punto de creer que no se movían
en absoluto.
Entonces, un tenue destello de luz apareció en el horizonte
y al cabo de unos segundos
aumentó tanto de tamaño, que Arthur comprendió que se
dirigía hacia ellos a velocidad
colosal, y trató de averiguar qué clase de vehículo podría
ser. Miró pero no pudo distinguir claramente su forma, y de pronto jadeó
alarmado cuando el aerodeslizador se
inclinó abruptamente y se precipitó hacia abajo en una
trayectoria que seguramente
acabaría en colisión. Su velocidad relativa parecía
increíble, y Arthur apenas tuvo
tiempo de respirar antes de que todo terminara. Lo primero
que percibió fue una
demencial mancha plateada que parecía rodearle. Volvió la
cabeza con brusquedad y
vio un pequeño punto negro que desaparecía rápidamente tras
ellos, a lo lejos, y tardó
varios segundos en comprender lo que había pasado.
Se habían introducido en un túnel excavado en el suelo. La
velocidad colosal era la que
ellos llevaban en dirección al destello luminoso, que era un
agujero inmóvil en el suelo,
la embocadura del túnel. La demencial mancha plateada era la
pared circular del túnel
por donde iban disparados, al parecer, a varios centenares
de kilómetros a la hora.
Aterrado, cerré los ojos.
Al cabo de un tiempo que no trató de calcular, sintió una
leve disminución de la
velocidad, y un poco más tarde comprendió que iban
deteniéndose suavemente, poco a
poco.
Volvió a abrir los ojos. Aún seguían en el túnel plateado,
abriéndose paso, colándose,
entre una intrincada red de túneles convergentes. Finalmente
se detuvieron en una
pequeña cámara de acero ondulado. Allí iban a parar varios
túneles y, al otro extremo
de la cámara, Arthur vio un ancho círculo de luz suave e
irritante. Era molesta porque
jugaba malas pasadas a los ojos, era imposible orientarse
bien o decir cuán lejos o
cerca estaba. Arthur supuso equivocándose por completo) que
sería ultravioleta.
Slartibarfast se dio la vuelta y miró a Arthur con sus
graves ojos de anciano.
- Terráqueo - le dijo -, ya estamos en las profundidades de
Magrathea.
- ¿Cómo sabía que soy terráqueo? - inquirió Arthur.
- Ya comprenderás estas cosas - respondió amablemente el
anciano, que añadió con
una leve duda en la voz -: Al menos las verás con mayor
claridad que en estos
momentos.
Y prosiguió:
- He de advertirte que la cámara a la que estamos a punto de
entrar, no existe
literalmente en el interior de nuestro planeta. Es un
poco... ancha. Vamos a cruzar una
puerta y a entrar en un vasto tramo de hiperespacio. Tal vez
te inquiete.
Arthur hizo unos ruidos nerviosos.
Slartibarfast tocó un botón y, en un tono que no era muy
tranquilizador, añadió:
- A mí me da escalofríos de temor. Agárrate bien.
El vehículo saltó hacia delante, justo por en medio del
círculo luminoso, y Arthur tuvo
súbitamente una idea bastante clara de lo que era el
infinito.
En realidad, no era el infinito. El infinito tiene un
aspecto plano y sin interés. Si se mira
al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es
incomprensible y, por tanto, carece
de sentido. La cámara en que emergió el aerodeslizador era
cualquier cosa menos
infinita; sólo era extraordinariamente grande, tanto que
daba una impresión mucho más
aproximada de infinito que el mismo infinito.
Arthur percibió que sus sentidos giraban y danzaban al
viajar a la inmensa velocidad
que, según sabía, alcanzaba el areodeslizador; ascendían
lentamente por el aire
dejando tras ellos la puerta por la que habían pasado como
un alfilerazo en el débil
resplandor de la pared.
La pared.
La pared desafiaba la imaginación, la atraía y la derrotaba.
Era tan pasmosamente larga
y alta, que su cima, fondo y costados se desvanecían más
allá del alcance de la vista:
sólo la impresión de vértigo que daba era capaz de matar a
un hombre.
Parecía absolutamente plana. Se hubiera necesitado el equipo
de medición láser más
perfecto para descubrir que, a medida que subía, hasta el
infinito al parecer, a medida
que caía vertiginosamente, y a medida que se extendía a cada
lado, se iba haciendo
curva. Volvía a encontrarse a sí misma a trece segundos-luz.
En otras palabras, la
pared formaba la parte interior de una esfera hueca con un
diámetro de unos cuatro
millones y medio de kilómetros y anegada de una luz
increíble.
- Bienvenido - dijo Slartibarfast mientras la manchita
diminuta que formaba el
aerodeslizador, que ahora viajaba a tres veces la velocidad
del sonido, avanzaba de
manera imperceptible en el espacio sobrecogedor -,
bienvenido a la planta de nuestra
fábrica.
Arthur miró a su alrededor con una especie de horror
maravillado. Colocados delante de
ellos, a una distancia que no podía juzgar ni adivinar
siquiera, había una serie de
suspensiones curiosas, delicadas tracerías de metal y de luz
colgaban junto a vagas
formas esféricas que flotaban en el espacio.
- Mira - dijo Slartibarfast -, aquí es donde hacemos la
mayor parte de nuestros planetas.
- ¿Quiere decir - dijo Arthur, tratando de encontrar las
palabras -, quiere decir que ya
van a empezar otra vez?
- ¡No, no! ¡Santo cielo, no! - exclamó el anciano -. No, la
Galaxia todavía no es lo
suficientemente rica para mantenernos. No, nos han despertado
para realizar
solamente un encargo extraordinario para unos... clientes
muy especiales de otra
dimensión. Quizá te interese... allá, a lo lejos, frente a
nosotros.
Arthur siguió la dirección del dedo del anciano hasta
distinguir el armazón flotante que
señalaba. Efectivamente, era la única estructura que
manifestaba indicios de actividad,
aunque se trataba más de una impresión subliminal que de
algo palpable.
Sin embargo, en aquel momento un destello de luz formó un
arco en la estructura y
mostró con claro relieve los contornos que se formaban en la
oscura esfera interior.
Contornos que Arthur conocía, formas ásperas y apelmazadas
que le resultaban tan
familiares corno la configuración de las palabras, que eran
parte de los enseres de su
mente. Durante unos momentos permaneció en un silencio
pasmado mientras las
imágenes se agolpaban en su cerebro y trataban de encontrar
un sitio donde resolverse
y encontrar su sentido.
Parte de su mente le decía que sabía perfectamente lo que
estaba buscando y lo que
representaban aquellas formas, y otra parte rechazaba con
bastante sensatez la
admisión de semejante idea, negándose a seguir pensando en
tal sentido.
Volvió a surgir el destello, y esta vez no cabía duda.
- La Tierra... - musitó Arthur.
- Bueno, en realidad es la Tierra número Dos - dijo
alegremente Slartibarfast -. Estamos
haciendo una reproducción de nuestra cianocopia original.
Hubo una pausa.
- ¿Está tratando de decirme - inquirió Arthur con voz lenta
y controlada - que ustedes...
hicieron originalmente la Tierra?
- Claro que sí - dijo Slartibarfast -. ¿Has ido alguna vez a
un sitio que... me parece que
se llamaba Noruega?
- No - contesto Arthur -, no he ido nunca.
- Qué lástima - comentó Slartibarfast -, eso fue obra mía.
Ganó un premio, ¿sabes?
¡Qué costas tan encantadoras y arrugadas! Lo sentí mucho al
enterarme de su
destrucción.
- ¡Que lo sintió!
- Sí. Cinco minutos después no me habría importado tanto.
Fue un error espantoso.
- ¡Cómo! - exclamó Arthur.
- Los ratones se pusieron furiosos.
- ¡Que los ratones se pusieron furiosos!
- Pues sí - dijo el anciano con voz suave.
- Y me figuro que lo mismo se pondrían los perros, los gatos
y los ornitorrincos, pero...
- ¡Ah!, pero ellos no habían pagado para verlo, ¿verdad?
- Mire - dijo Arthur -, ¿no le ahorraría un montón de tiempo
si me diera por vencido y me
volviese loco ahora mismo?
Durante un rato el aerodeslizador voló en medio de un
silencio embarazoso. Luego, el
anciano trató pacientemente de dar una explicación.
- Terráqueo, el planeta en el que vivías fue encargado,
pagado y gobernado por
ratones. Quedó destruido cinco minutos antes de alcanzarse
el propósito para el cual se
proyectó, y ahora tenemos que construir otro.
Arthur sólo se quedó con una palabra.
- ¿Ratones? - dijo.
- Efectivamente, terráqueo.
- Lo siento, escuche.... ¿estamos hablando de las pequeñas
criaturas peludas que
tienen una fijación con el queso y ante los cuales las
mujeres se subían gritando encima
de las mesas en las comedias televisivas a principios de los
sesenta?
Slartibarfast tosió cortésmente.
- Terráqueo - dijo -, resulta un poco difícil seguir tu manera
de hablar. Recuerda que he
estado dormido en el interior de este planeta de Magrathea
durante cinco millones de
años y no sé mucho de esas comedias televisivas de los
primeros sesenta de que me
hablas. Mira, esas criaturas que tú llamas ratones, no son
enteramente lo que parecen.
No son más que la proyección en nuestra dimensión de seres
pandimensionales
sumamente hiperinteligentes. Todo eso del queso y de los
gritos no es más que una
fachada.
El anciano hizo una pausa y, con una mueca simpática,
prosiguió:
- Me temo que han hecho experimentos con vosotros.
Arthur pensó aquello durante un segundo, y luego se le
iluminó el rostro.
- ¡Ah, no! - dijo -. Ya veo el origen del malentendido. No,
mire usted, lo que pasó es que
nosotros hacíamos experimentos con ellos. Con frecuencia se
les utilizaba en
investigaciones conductistas, Pavlov y todas esas cosas. De
manera que lo que pasó
fue que a los ratones se les presentaba todo tipo de
pruebas, aprendían a tocar
campanillas y a correr por laberintos y cosas así, para
luego analizar todas las
características del proceso de aprendizaje. Por la
observación de su conducta, nosotros
aprendíamos todo tipo de cosas sobre la nuestra...
La voz de Arthur se apagó.
- Es de admirar... - dijo Slartibarfast - semejante
sutileza.
- ¿Cómo? - dijo Arthur.
- Qué cosa mejor para ocultar su verdadera naturaleza, para
guiar mejor vuestras ideas:
correr de pronto por el lado erróneo de un laberinto, comer
el trozo equivocado de
queso, caer repentinamente muertos de mixomatosis...; si eso
se calcula
adecuadamente, el efecto acumulativo es enorme.
Hizo una pausa para causar efecto.
- Mira, terráqueo, son seres pandimensionales realmente
listos y especialmente
hiperinteligentes. Vuestro planeta y vuestra gente han
formado la matriz de un
ordenador orgánico que realizaba un programa de
investigación de diez millones de
años... Permite que te cuente toda la historia. Llevará un
poco de tiempo.
- El tiempo - dijo débilmente Arthur - no suele ser uno de
mis problemas.
Desde luego, existen muchos problemas relacionados con la
vida, entre los cuales
algunos de los más famosos son: ¿Por qué nacemos? ¿Por qué
morimos? ¿Por qué
queremos pasar la mayor parte de la existencia llevando
relojes de lectura directa?
Hace muchísimos millones de anos, una raza de seres
pandimensionales
hiperinteligentes cuya manifestación física en su propio
universo pandimensional no es
diferente a la nuestra) quedó tan harta de la continua
discusión sobre el sentido de la
vida, que interrumpieron su pasatiempo preferido de criquet
ultrabrockiano un curioso
juego que incluía
golpear a la gente de improviso, sin razón aparente alguna, y luego
salir corriendo) y decidieron sentarse a resolver sus
problemas de una vez para siempre.
Con ese fin construyeron un ordenador estupendo que era tan
sumamente inteligente,
que incluso antes de que se conectaran sus bancos de datos
empezó por Pienso, luego
existo, y llegó hasta inferir la existencia del pudin de
arroz y del impuesto sobre la renta
antes de que alguien lograra desconectarlo.
Era del tamaño de una ciudad pequeña.
Su consola principal estaba instalada en un despacho de
dirección de un modelo
especial, montada sobre un enorme escritorio de la
ultracaoba más fina con el tablero
tapizado de lujoso cuero ultrarrojo. La alfombra oscura era
discretamente suntuosa;
había plantas exóticas y elegantes grabados de los
programadores principales del
ordenador y de sus familias generosamente desplegados por la
habitación, y ventanas
magníficas daban a un patio público bordeado de árboles.
El día de la Gran Conexión, dos programadores sobriamente
vestidos llegaron con sus
portafolios y se les hizo pasar discretamente al despacho.
Eran conscientes de que
aquel día representaban a toda su raza en su momento más
álgido, pero se condujeron
con calma y tranquilidad, se sentaron deferentemente al
escritorio, abrieron los
portafolios y sacaron sus libretas de notas encuadernadas en
cuero.
Se llamaban Lunkwill y Fook.
Durante unos momentos siguieron sentados en un silencio
respetuoso, y luego, tras
intercambiar una tranquila mirada con Fook, Lunkwill se
inclinó hacia delante y tocó un
pequeño panel negro.
Un zumbido de lo más tenue indicó que el enorme ordenador
había entrado en total
actividad. Tras una pausa, les hablo con una voz resonante y
profunda.
- ¿Cuál es esa gran tarea para la cual yo, Pensamiento
Profundo, el segundo ordenador
más grande del Universo del Tiempo, he sido creado? - les
dijo.
Lunkwill y Fook se miraron sorprendidos.
- Tu tarea, Ordenador... - empezó a decir Fook.
- No, espera un momento, eso no está bien - dijo Lunkwill
inquieto -. Hemos proyectado
expresamente este ordenador para que sea el primero de
todos, y no nos
conformaremos con el segundo. Pensamiento Profundo - se
dirigió al ordenador -, ¿no
eres tal como te proyectamos, el más grande, el más potente
ordenador de todos los
tiempos?
- Me he descrito como el segundo más grande - entonó
Pensamiento Profundo -, y eso
es lo que soy.
Los dos programadores cruzaron otra mirada de preocupación.
Lunkwill carraspeo.
- Debe haber algún error - dijo -. ¿No eres más grande que
el ordenador Milliard
Gargantusabio de Maximégalon, que puede contar todos los
átomos de una estrella en
un milisegundo?
- ¿Nfilliard Gargantusabio? - dijo Pensamiento Profundo con
abierto desdén -. Un
simple ábaco; ni lo menciones.
- ¿Y acaso no eres - le dijo Fook, inclinándose ansiosamente
hacia delante - mejor
analista que el Pensador de la Estrella Googlepex en la
Séptima Galaxia de la Luz y del
Ingenio, que puede calcular la trayectoria de cada partícula
de polvo de una tormenta
de arena de cinco semanas de Dangrabad Beta?
- ¿Una tormenta de arena de cinco semanas? - dijo
altivamente Pensamiento Profundo
-. ¿Y me preguntas eso a mí, que he examinado hasta los
vectores de los átomos de la
Gran Explosión? No me molestéis con cosas de calculadora de
bolsillo.
Durante un rato, los dos programadores guardaron un incómodo
silencio. Luego,
Lunkwill volvió a inclinarse hacia delante y dijo:
- Pero ¿es que no eres un argumentista más temible que el
gran Polemista Neutrón
Omnicognaticio Hiperbólico de Ciceronicus , el Mágico e
Infatigable?
El gran Polemista Neutrón Omnicognaticio Hiperbólico - dijo
Pensamiento Profundo,
alargando las erres - podría dejar sin patas a un megaburro
arcturiano a base de charla,
pero sólo yo podría persuadirle para que se fuera después a
dar un paseo.
- Entonces, ¿cuál es el problema? - le preguntó Fook.
- No hay ningún problema - afirmó Pensamiento Profundo con
tono magnífico y
resonante -. Sencillamente, soy el segundo ordenador más
grande del Universo del
Espacio y del Tiempo.
- Pero... ¿el segundo? - insistió Lunkwill -. ¿Por qué
afirmas ser el segundo? Seguro
que no pensarás en el Multicorticoide Perpicutrón Titán
Muller, ¿verdad? O en el
Ponderamático. O en el...
Luces desdeñosas salpicaron la consola del ordenador.
- Yo no gasto ni una sola unidad de pensamiento en esos
papanatas cibernéticos! -
tronó -. ¡Yo sólo hablo del ordenador que me sucederá!
Fook estaba perdiendo la paciencia. Apartó a un lado la
libreta de notas y murmuró:
- Me parece que la cosa se está poniendo innecesariamente
mesiánica.
- Tú no sabes nada del tiempo futuro - sentenció Pensamiento
Profundo -, pero con mi
prolífico sistema de circuitos Yo puedo navegar por las
infinitas corrientes de las
probabilidades futuras y ver que un día llegará un ordenador
cuyos parámetros de
funcionamiento no soy digno de calcular, pero que en
definitiva será mi destino
proyectar.
Fook exhaló un hondo suspiro y miró a Lunkwill. - ¿Podemos
proseguir y hacerle la
pregunta? - inquirió.
Lunkwill le hizo serías de que esperara.
- ¿De qué ordenador hablas? - preguntó.
- No hablaré más de él por el momento - dijo Pensamiento
Profundo -. Y ahora,
decidme qué otra cosa queréis de mis funciones.
Los programadores se miraron y se encogieron de hombros.
Fook se dominó y habló.
- ¡Oh, ordenador Pensamiento Profundo! La tarea para la que
te hemos proyectado es
la siguiente: Queremos que nos digas... - hizo una pausa -
¡la Respuesta!
- ¿La Respuesta? - repitió Pensamiento Profundo -. ¿La
Respuesta a qué?
- ¡A la Vida! - le apremió Fook.
- ¡Al Universo! - exclamó Lunkwill.
- ¡A Todo! - dijeron ambos a coro.
Pensamiento Profundo hizo una breve pausa para reflexionar.
- Difícil - dijo al fin.
- Pero, ¿puedes darla?
- Sí - dijo Pensamiento Profundo -, puedo darla.
De nuevo se produjo una pausa significativa.
- ¿Existe la respuesta? - inquirió Fook, jadeando de
emoción.
- ¿Una respuesta sencilla? - añadió Lunkwill.
- Sí - respondió Pensamiento Profundo -. A la Vida, al
Universo y a Todo. Hay una
respuesta. Pero - añadió - tengo que pensarla.
Un alboroto repentino destruyó la emoción del momento: la
puerta se abrió de golpe y
dos hombres furiosos, que llevaban las túnicas de azul
desteñido y las bandas de la
Universidad de Cruxwan, irrumpieron en la habitación,
apartando a empujones a los
ineficaces lacayos que trataban de impedirles el paso.
- ¡Exigimos admisión! - gritó el más joven de los intrusos,
dando un codazo en la
garganta a una secretaria guapa Y joven.
- ¡Vamos! ¡No podéis dejarnos fuera! - gritó el de más edad,
echando a empujones por
la puerta a un programador subalterno.
- ¡Exigimos que no podéis dejarnos fuera! - chilló el más
joven, aunque ya estaba dentro
de la habitación y no se hacían más intentos de detenerlo.
- ¿Quiénes sois? - preguntó Lunkwill irritado, levantándose
de su asiento -. ¿Qué
queréis?
- ¡Yo soy Majikthise! - anunció el de más edad.
- ¡Y yo exijo que soy Vroomfondel! - gritó el más joven.
- Vale - dijo Majikthise volviéndose hada Vroomfondel con
furia y explicándole -: No es
necesario que exijas eso.
- ¡De acuerdo! - aulló Vroomfondel, dando un puñetazo en un
escritorio -. ¡Soy
Vroomfondel, y eso tío es una exigencia, sino un hecho
incontrovertible! ¡Lo que
nosotros exigimos son hechos incontrovertibles!
- ¡No, no es eso! - exclamó airadamente Majikthise -. ¡Eso
es precisamente lo que no
exigimos!
- ¡No exigimos hechos incontrovertibles! - gritó
Vroomfondel, sin casi detenerse a tomar
aliento -. ¡Lo que exigimos es una total ausencia de hechos
incontrovertibles! ¡Exijo que
yo sea o no sea Vroomfondel!
- Pero ¿qué demonios sois vosotros? - exclamó Fook,
ofendido.
- Nosotros - anunció Majikthise somos filósofos.
- Aunque quizá no lo seamos - añadió
Vroomfondel, moviendo un dedo en señal de
advertencia a los programadores.
- Sí, lo somos - insistió Majikthise -. Estamos precisamente
aquí en representación de la
Unión Amalgamada de Filósofos, Sabios, Luminarias y Otras Personas
Pensantes, ¡y
queremos que se desconecte esa máquina ahora mismo!
- ¿Cuál es el problema? - inquirió Lunkwill.
- Te diré cuál es el problema, compañero - dijo Majikthise -
¡demarcación, ése es el
problema!
- ¡Exigimos - gritó Vroomfondel - que la demarcación pueda o
no pueda ser el problema!
- Dejad que las máquinas sigan haciendo sumas - advirtió
Majikthise -, y nosotros nos
ocuparemos de las verdades eternas, muchas gracias. Si
queréis comprobar vuestra
situación legal, hacedlo, compañeros. Según la ley, la
Búsqueda de la Verdad Ultima
es, con toda claridad, la prerrogativa inalienable de los
obreros pensadores. Si cualquier
máquina puñetera va y la encuentra, nosotros nos quedamos
inmediatamente sin
trabajo, ¿verdad? ¿Qué sentido tiene que nosotros nos
quedemos levantados casi toda
la noche discutiendo la existencia de Dios, si esa máquina
se pone a funcionar y os da
su puñetero número de teléfono a la mañana siguiente?
- ¡Eso es - aulló Vroomfondel -, exigimos áreas rígidamente
definidas de duda y de
incertidumbre!
De pronto, una voz atronadora retumbó por la habitación.
- ¿Podría hacer yo una observación a esa cuestión? -
inquirió Pensamiento Profundo.
- ¡Iremos a la huelga! - gritó Vroomfondel.
- ¡Eso es! - convino Majikthise -. ¡Tendréis que véroslas
con una huelga nacional de
Filósofos!
El zumbido que había en la habitación se incremento
repentinamente cuando varias
unidades auxiliares de los tonos graves, montadas en
altavoces sobriamente labrados y
barnizados, entra ron en funcionamiento por toda la
habitación para dar más potencia a
la voz de Pensamiento Profundo.
- Lo único que quería decir - bramó el ordenador - es que en
estos momentos mis
circuitos están irrevocablemente ocupados en calcular la
respuesta a la Pregunta Ultima
de la Vida, del Universo y de Todo - hizo una pausa y se
cercioró de que todos le
atendían antes de proseguir en voz más baja -: Pero tardaré
un poco en desarrollar el
programa.
Fook miró impaciente su reloj.
- ¿Cuánto? - preguntó.
- Siete millones y medio de años - contesto Pensamiento
Profundo.
Lunkwill y Fook se miraron y parpadearon.
- ¡Siete millones y medio de años...! - gritaron a coro.
- Sí - exclamó Pensamiento Profundo -, he dicho que tenía
que pensarlo, ¿no es así? Y
me parece que desarrollar un programa semejante puede crear
una enorme cantidad de
publicidad popular
para toda el área de la filosofía en general. Todo el mundo elaborará
sus propias teorías acerca de cuál será la respuesta que al
fin daré, ¿y quién mejor que
vosotros para capitalizar el mercado de los medios de
comunicación? Mientras sigáis en
desacuerdo violento entre vosotros y os destrocéis
mutuamente en periódicos
sensacionalistas, y en la medida en que dispongáis de
agentes inteligentes, podréis
continuar viviendo del cuento hasta que os muráis. ¿Qué os
parece?
Los dos filósofos lo miraron boquiabiertos.
- ¡Caray! - exclamó Majikthise -. ¡Eso es lo que yo llamo
pensar! Oye, Vroomfondel,
¿por qué no hemos pensado nunca en eso?
- No lo sé - respondió Vroomfondel con un susurro reverente
-, creo que nuestros
cerebros deben estar sobreenterados, Majikthise.
Y diciendo esto, dieron media vuelta, salieron de la
habitación y adoptaron un tren de
vida que superó sus sueños más ambiciosos.
- Sí, es algo muy provechoso - comentó Arthur, después de
que Slartibarfast le contara
los puntos más sobresalientes de esta historia -, pero no
entiendo qué tiene que ver
todo eso con la Tierra, los ratones y lo demás.
- Esta no es más que la mitad de la historia, terráqueo - le
advirtió el anciano -. Si
quieres saber lo que ocurrió siete millones y medio de años
después, en el gran día de
la Respuesta, permíteme invitarte a mi despacho, donde
podrás observar por ti mismo
los acontecimientos en nuestras grabaciones en Sensocine. Es
decir, si no quieres dar
un paseo rápido por la superficie de la Nueva Tierra. Me
temo que está a medio
terminar; aún no hemos acabado de enterrar en la corteza los
esqueletos de los
dinosaurios artificiales, y luego tenemos que poner los
períodos Terciario y Cuaternario
de la Era Cenozoica, y...
- No, gracias - dijo Arthur -, no sería lo mismo.
- No, no sería igual - convino Slartibarfast, virando en
redondo el aerodeslizador y
poniendo rumbo de nuevo hacia la pasmosa pared.
El despacho de Slartibarfast era un revoltijo absoluto, como
los resultados de una
explosión en una biblioteca pública. Cuando entraron, el
anciano frunció el ceño.
- Una desgracia tremenda - explicó -; saltó un diodo en uno
de los ordenadores de
mantenimiento vital. Cuando tratamos de revivir a nuestro
personal de limpieza,
descubrimos que habían estado muertos desde hacía casi
treinta mil años. ¿Quién va a
retirar los
cadáveres?, eso es lo que quiero saber. Oye, ¿por qué no te sientas ahí y
dejas que te conecte?
Hizo serías a Arthur para que se sentara en un sillón que
parecía hecho del costillar de
un estegosaurio.
- Está hecho del costillar de un estegosaurio - explicó el
anciano mientras iba de un lado
para otro acarreando instrumentos y recogiendo trocitos de
alambre de debajo de
tambaleantes montones de papel.
- Toma - le dijo a Arthur, pasándole un par de alambres
pelados en los extremos.
En el momento en que Arthur los cogió, un pájaro voló
derecho hacia él.
Se encontró suspendido en el aire y completamente invisible
a sí mismo. Bajo él vio la
plaza de una ciudad bordeada de árboles, y en torno a ella,
hasta donde abarcaba su
mirada, había blancos edificios de cemento de amplia y
elegante estructura, pero algo
dañados por el paso del tiempo: muchos estaban agrietados y
manchados de lluvia. Sin
embargo, brillaba el sol, una brisa fresca danzaba
ligeramente entre los árboles, y la
extraña sensación de que todos los edificios estuvieran
canturreando se debía,
probablemente, al hecho de que la plaza y las calles de
alrededor bullían de gente
animada y alegre. En algún sitio tocaba una orquesta,
banderas de brillantes colores
ondeaban con la brisa.y el espíritu de carnaval flotaba en
el aire.
Arthur se sintió muy solo colgado en el aire por encima de
todo aquello sin siquiera
tener un cuerpo que albergara su nombre, pero antes de que
tuviera tiempo de pensar
en ello, una voz resonó en la plaza llamando la atención de
todo el mundo.
Un hombre, de pie sobre un estrado vivamente engalanado
delante de un edificio que
dominaba la plaza, se dirigía a la multitud a través de un
Tannoy.
- ¡Oh, gentes que esperáis a la sombra de Pensamiento
Profundo! - gritó -. ¡Honorables
descendientes de Vroomfondel y de Majikthise, los Sabios más
Grandes y Realmente
Interesantes que el Universo ha conocido jamás.... el Tiempo
de Espera ha terminado!
La multitud estalló en vítores desenfrenados. Tremolaron
banderas y gallardetes; se
oyeron silbidos agudos. Las calles más estrechas parecían
ciempiés vueltos de
espaldas y agitando frenéticamente las patas en el aire.
- ¡Nuestra raza ha esperado siete millones y medio de años
este Gran Día Optimista e
Iluminador! - gritó el dirigente de los vítores -. ¡El Día
de la Respuesta!
La extática multitud rompió en hurras.
- Nunca más - gritó el hombre, nunca más volveremos a
levantarnos por la mañana
preguntándonos: ¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene mi vida?
¿Tiene alguna importancia,
cósmicamente hablando, si no me levanto para ir a trabajar?
¡Porque hoy, finalmente,
conoceremos, de una vez por todas, la lisa y llana respuesta
a todos esos problemillas
inoportunos de la Vida, del Universo y de Todo!
Cuando la multitud aclamaba una vez más, Arthur se encontró
deslizándose por el aire
y bajando hacia una de las magníficas ventanas del primer
piso del edificio que se
levantaba detrás del estrado donde el orador se dirigía a la
multitud.
Sufrió un momento de pánico al pasar por la ventana, pero lo
olvidó un par de segundos
después al descubrir que, al parecer, había atravesado el
cristal sin tocarlo.
Ninguno de los que estaban en la habitación notó su curiosa
aparición, lo que no es de
extrañar si se piensa que no estaba allí. Comenzó a
comprender que toda aquella
experiencia no era más que una proyección grabada que dejaba
por los suelos a una
película de setenta milímetros y seis pistas.
La habitación se parecía bastante a la descripción de
Slartibarfast. La habían cuidado
bien durante siete millones y medio de años, y cada cien
años la habían limpiado con
regularidad. El escritorio de ultracaoba estaba un poco
gastado en los bordes, la
alfombra ya estaba un poco desvaída, pero el ancho terminal
del ordenador
descansaba con brillante magnificencia en la tapicería de
cuero de la mesa, tan
reluciente como si se hubiera construido el día anterior.
Dos hombres severamente vestidos se sentaban con gravedad ante
la terminal,
esperando.
- Casi ha llegado la hora - dijo uno de ellos, y Arthur se
sorprendió al ver que una
palabra se materializaba en aire, justo al lado del cuello
de aquel hombre. Era la palabra
LOONQUAWL, y destelló un par de veces antes de disiparse de
nuevo. Antes de que
Arthur pudiera asimilarlo, el otro hombre habló y la palabra
PHOUCHG apareció junto a
su garganta.
- Hace setenta y cinco mil generaciones, nuestros
antepasados pusieron en marcha
este programa - dijo el segundo hombre -, y en todo ese
tiempo nosotros seremos los
primeros en oír las palabras del ordenador.
- Es una perspectiva pavorosa, Phouchg - convino el primer
hombre, y Arthur se dio
cuenta de repente que estaba viendo una película con
subtítulos.
- ¡Somos nosotros quienes oiremos - dijo Phouchg - la
respuesta a la gran pregunta de
la vida!
- ¡Chsss! - dijo Loonquawl con un suave gesto -. ¡Creo que
Pensamiento Profundo se
dispone a hablar!
Hubo un expectante momento de pausa mientras los paneles de
la parte delantera de la
consola empezaban a despertarse lentamente. Comenzaron a
encenderse y a
apagarse luces de prueba que pronto funcionaron de modo
continuo. Un canturreo leve
y suave se oyó por el canal de comunicación.
- Buenos días - dijo al fin Pensamiento Profundo.
- Hmmm... Buenos días, Pensamiento Profundo - dijo
nerviosamente Loonquawl -,
¿tienes... hmmm, es decir...
- ¿Una respuesta que daros? - le interrumpió Pensamiento
Profundo en tono
majestuoso -. Sí, la tengo.
Los dos hombres temblaron de expectación. Su espera no había
sido en vano.
- ¿De veras existe? - jadeó Phouchg.
- Existe de veras - le confirmó Pensamiento Profundo.
- ¿A todo? ¿A la gran pregunta de la Vida, del Universo y de
Todo?
- Sí.
Los dos hombres estaban listos para aquel momento, se habían
preparado durante toda
la vida; se les escogió al nacer para que presenciaran la
respuesta, pero aun así
jadeaban y se retorcían como criaturas nerviosas.
- ¿Y estás dispuesto a dárnosla? - le apremió Loonquawl.
- Lo estoy.
- ¿Ahora mismo?
. Ahora mismo - contesto Pensamiento Profundo.
Ambos se pasaron la lengua por los labios secos.
- Aunque no creo - añadió Pensamiento Profundo - que vaya a
gustaros.
- ¡No importa! - exclamó Phouchg -. ¡Tenemos que saberla!
¡Ahora mismo!
- ¿Ahora mismo? - inquirió Pensamiento Profundo.
- ¡Sí! Ahora mismo...
- Muy bien - dijo el ordenador, volviendo a guardar
silencio.
- ¡Del Universo...! - exclamó Loonquawl. Los dos hombres se
agitaron inquietos. La
tensión era insoportable.
- ¡Y de Todo...!
- En serio, no os va a gustar - observó Pensamiento
Profundo.
- ¡Dínosla!
- De acuerdo - dijo Pensamiento Profundo -. La Respuesta a
la Gran Pregunta...
- ¡Sí...!
- de la Vida, del Universo y de Todo... - dijo Pensamiento
Profundo.
- ¡Sí...!
- Es - dijo Pensamiento Profundo, haciendo una pausa.
- ¡Sí!
- Es...
- iii ¿Sí...?!!!
- Cuarenta y dos - dijo Pensamiento Profundo, con calma y
majestad infinitas.
Pasó largo tiempo antes de que hablara alguien.
Con el rabillo del ojo, Phouchg veía los expectantes rostros
de la gente que aguardaba
en la plaza.
- Nos van a linchar, ¿verdad? - susurró.
- Era una misión difícil - dijo Pensamiento Profundo con voz
suave.
- ¡Cuarenta y dos! - chilló Loonquawl -. ¿Eso es todo lo que
tienes que decirnos
después de siete millones y medio de años de trabajo?
- Lo he comprobado con mucho cuidado -
manifestó el ordenador -, y ésa es
exactamente la respuesta. Para ser franco con vosotros, creo
que el problema consiste
en que nunca habéis sabido realmente cuál es la pregunta.
- ¡Pero se trata de la Gran Pregunta! ¡La Cuestión Ultima de
la Vida, del Universo y de
Todo! - aulló Loonquawl.
- Sí - convino Pensamiento Profundo, con el aire del que
soporta bien a los estúpidos -,
pero ¿cuál es realmente?
Un lento silencio lleno de estupor fue apoderándose de los
dos hombres, que se
miraron mutuamente tras apartar la vista del ordenador.
- Pues ya lo sabes, de Todo..., Todo... - sugirió débilmente
Phouchg.
- ¡Exactamente! - sentenció Pensamiento Profundo -. De
manera que, en cuanto sepáis
cuál es realmente la pregunta, sabréis cuál es la respuesta.
- ¡Qué tremendo! - murmuró Phouchg, tirando a un lado su
cuaderno de notas y
limpiándose una lágrima diminuta.
- De acuerdo, de acuerdo - dijo Loonquawl -. Mira, ¿no
puedes decirnos la pregunta?
- ¿La Cuestión Ultima?
- Sí.
- ¿De la Vida, del Universo y de Todo?
- ¡Sí!
Pensamiento Profundo meditó un momento.
- Difícil - comentó.
- Pero, ¿puedes decírnosla? - gritó Loonquawl.
Pensamiento Profundo meditó sobre ello otro largo momento.
- No - dijo al fin con voz firme.
Los dos hombres se derrumbaron desesperados en sus asientos.
- Pero os diré quién puede hacerlo - dijo Pensamiento
Profundo.
Ambos levantaron bruscamente la vista.
- ¿Quién? ¡Dínoslo!
De pronto, Arthur empezó a sentir que su cráneo, en
apariencia inexistente, empezaba
a hormiguear mientras él se movía despacio, pero de modo
inexorable, hacia la
consola, aunque sólo se trataba, según imaginó, de un
dramático zoom realizado por
quienquiera que hubiese filmado el acontecimiento.
- No hablo sino del ordenador que me sucederá - entonó
Pensamiento Profundo,
mientras su voz recobraba sus acostumbrados tonos
declamatorios -. Un ordenador
cuyos parámetros funcionales no soy digno de calcular; y sin
embargo yo lo proyectaré
para vosotros. Un ordenador que podrá calcular la Pregunta
de la Respuesta Ultima, un
ordenador de tan infinita y sutil complejidad, que la misma
vida orgánica formará parte
de su matriz funcional. ¡Y hasta vosotros adoptaréis formas
nuevas para introduciros en
el ordenador y conducir su programa de diez mirones de años!
¡Sí! Os proyectaré ese
ordenador. Y también le daré un nombre. Se llamará... la
Tierra.
Phouchg miró boquiabierto a Pensamiento Profundo.
- ¡Qué nombre tan insípido! - comentó, y grandes incisiones
aparecieron a todo lo largo
de su cuerpo. De pronto, Loonquawl sufrió unos cortes
horrendos procedentes de
ninguna parte. La consola del ordenador se llenó de manchas
y de grietas, las paredes
oscilaron y se derrumbaron y la habitación se precipitó
hacia arriba, contra el techo...
Slartibarfast estaba de pie frente a Arthur, sosteniendo los
dos alambres.
- Fin de la cinta - explicó.
- iZaphod! i Despierta!
- ¿Eemmmmmhhhheerrrrr?
- Venga, vamos, despierta.
- Déjame hacer una cosa que se me da bien, ¿quieres? -
murmuró Zaphod, dándole la
espalda a quien le hablaba y volviéndose a dormir.
- ¿Quieres que te dé una patada? - le dijo Ford.
- ¿Y eso te causaría mucho placer? - replicó débilmente
Zaphod.
- No.
- A mí tampoco. Así que no tendría sentido. Deja de
fastidiarme - Zaphod se hizo un
ovillo.
- Ha recibido doble dosis de gas - dijo Trillian, mirándolo
-: dos tragos.
- Y dejad de hablar - dijo Zaphod -, ya resulta bastante
difícil tratar de dormir. ¿Qué
pasa con el suelo? Está todo duro y frío.
- Es oro - le explicó Ford.
Con un pasmoso movimiento de ballet, Zaphod se puso en pie y
empezó a otear el
horizonte, porque hasta aquella línea se extendía el suelo
áureo en todas direcciones,
macizo y de una suavidad perfecta. Relucía como..., es
imposible decir cómo relucía
porque en el Universo nada existe que reluzca exactamente
como un planeta de oro
macizo.
- ¿Quién ha puesto ahí todo eso? - gritó Zaphod, con los
ojos en blanco.
- No te excites - le aconsejó Ford -. Sólo es un catálogo.
- ¿Un qué?
- Un catálogo - le explicó Trillian -, una ilusión.
- ¿Cómo podéis decir eso? - gritó Zaphod, cayendo a gatas y
mirando fijamente al suelo.
Lo golpeó y lo raspó. Era muy sólido y muy suave y ligero,
podía hacerle marcas con las
uñas. Era muy rubio y brillante, y cuando respiró sobre él,
su aliento se evaporó de esa
manera tan extraña y especial en que el aliento se evapora
sobre el oro macizo.
- Trillian y yo hace rato que recuperamos el sentido - le
dijo Ford -. Gritamos y chillamos
hasta que vino alguien, y luego seguimos gritando y
chillando hasta que nos trajeron
comida y nos
introdujeron en el catálogo de planetas para tenernos ocupados hasta que
estuvieran preparados para atendernos. Todo esto es una
grabación en Sensocine.
Zaphod lo miró con rencor.
- ¡Mierda! - exclamó -. ¿Y me despiertas de mi sueño
perfecto para mostrarme el de
otro?
Se sentó resoplando.
- ¿Qué es esa serie de valles de allá? - preguntó.
- El contraste - le explicó Ford -. Lo hemos visto.
- No te hemos despertado antes - le dijo Trillian -. El
último planeta estaba lleno de
peces hasta la rodilla.
- ¿Peces?
- A cierta gente le gustan las cosas más raras.
- Y antes de eso - terció Ford - tuvimos platino. Un poco
soso. Pero pensamos que te
gustaría ver éste.
Hacia donde mirasen, mares luminosos destellaban con una
sólida llamarada.
- Muy bonito - comentó Zaphod con aire petulante.
En el cielo apareció un enorme número verde de catálogo.
Osciló y cambió, y cuando
volvieron a mirar, el panorama también era diferente.
- ¡Uf! - dijeron a coro.
El mar era púrpura. La playa en la que se encontraban se
componía de guijarros
amarillos y verdes: gemas tremendamente preciosas, podría
asegurarse. A lo lejos, las
crestas rojas de las montañas eran suaves y onduladas, Más
cerca, se levantaba una
mesa de playa con un escarolado parasol malva y borlas
plateadas.
En el cielo apareció un letrero enorme que sustituía al
número de catálogo: Decía:
Cualesquiera que sean tus gustos, Magrathea puede
complacerte. No somos orgullosos.
Y quinientas mujeres completamente desnudas cayeron del
cielo en paracaídas.
Al cabo de un momento la escena se desvaneció, dejándolos en
una pradera primaveral
llena de vacas.
- ¡Uf! - exclamó Zaphod -. ¡Mis cerebros!
- ¿Quieres hablar de ello? - le dijo Ford.
- Sí, muy bien - aceptó Zaphod, y los tres se sentaron
ignorando las escenas que
surgían y se disipaban a su alrededor.
- Esto es lo que me figuro - empezó a decir Zaphod -. Sea lo
que sea lo que le ha
ocurrido a mi mente, lo he conseguido. Y lo he logrado de un
modo que no podrían
detectar las pantallas de prueba del Gobierno. Y yo no debía
saber nada al respecto.
Qué locura, ¿verdad?
Los otros dos asintieron con la cabeza.
- De manera que me pregunto: ¿qué es tan secreto para que yo
no pueda decirle a
nadie que lo sé, ni siquiera al Gobierno Galáctico, ni a mí
mismo? La respuesta es: no
lo sé. Es evidente. Pero he relacionado unas cuantas cosas y
empiezo a adivinar.
¿Cuándo decidí presentarme a la Presidencia? Poco después de
la muerte del
presidente Yooden Vranx. ¿Te acuerdas de Yooden, Ford?
- Sí - dijo Ford -, aquel sujeto que conocimos de muchachos,
el capitán arcturiano.
Tenía gracia. Nos dio castañas cuando asaltaste su megavión.
Decía que eras el chico
más impresionante que había conocido.
- ¿Qué es todo eso? - preguntó Trillian.
- Historia antigua - le contestó Ford -, de cuando éramos
muchachos en Betelgeuse.
Los megaviones arcturianos llevaban la mayor parte de su
voluminosa carga entre el
Centro Galáctico y las regiones periféricas. Los
exploradores comerciales de
Betelgeuse descubrían los mercados y los arcturianos los
abastecían. Había muchas
dificultades con los piratas del espacio antes de que los
aniquilaran en las guerras
Dordellis, y los megaviones tenían que dotarse de los
escudos defensivos más
fantásticos conocidos por la ciencia galáctica. Eran naves
enormes, realmente
descomunales. Cuando entraban en la órbita de un planeta
eclipsaban al sol.
»Un día, el joven Zaphod decidió atacar uno con una scooter
de tres propulsores a
chorro proyectada para trabajar en la estratosfera. No era
más que un crío. Le dije que
lo olvidara, que era el asunto más descabellado que había
oído jamás. Yo lo acompañé
en la expedición, porque había apostado un buen dinero a que
no lo haría, y no quería
que volviese con pruebas amañadas. ¿Y qué ocurrió? Subimos a
su tripropulsor, que él
había preparado convirtiéndolo en algo completamente
distinto, recorrimos tres parsecs
en cosa de semanas, entramos todavía no sé cómo en un
megavión, avanzamos hacia
el puente blandiendo pistolas de juguete y pedimos castañas.
No he visto cosa más
absurda. Perdí un año de dinero para gastos. ¿Y para qué?
Para castañas.»
- El capitán era un tipo realmente impresionante, Yooden
Vranx - dijo Zaphod -. Nos dio
comida, alcohol, género de las partes más extrañas de la
Galaxia, y montones de
castañas, por supuesto, y nos lo pasamos increíblemente
bien. Luego nos
teletransportó. Al ala de máxima seguridad de la cárcel
estatal de Betelgeuse. Era un
tipo excelente. Llegó a ser Presidente de la Galaxia.
Zaphod hizo una pausa.
En aquellos momentos, la escena que les envolvía se llenó de
oscuridad. Una niebla
negra se levantaba a su alrededor y unas formas pesadas se
movían furtivamente entre
las sombras. De cuando en cuando rasgaban el aire los ruidos
que unos seres ilusorios
hacían al matar a otros seres ilusorios. Es probable que a
bastante gente le hubiera
gustado esa clase de cosas hasta el punto de encargarlas por
una suma de dinero.
- Ford - dijo Zaphod en voz baja.
- Justo antes de morir, Yooden vino a verme.
- ¿Cómo? Nunca me lo has dicho.
- No.
- ¿Qué te dijo? ¿Para qué fue a verte?
- Me contó lo del Corazón de Oro. La idea de que yo lo
robara se le ocurrió a él
- ¿A él?
- Sí - dijo Zaphod -, y la única posibilidad de robarlo era
en la ceremonia de botadura.
Ford lo miró un momento, boquiabierto de asombro, y luego
soltó una estrepitosa
carcajada.
- ¿Quieres decirme que te presentaste a la Presidencia de la
Galaxia sólo para robar
esa nave?
- Eso es - admitió Zaphod, con la especie de sonrisa que
hace que a mucha gente se la
encierre en una habitación de paredes acolchadas.
- Pero ¿por qué? - le preguntó Ford -. ¿Por qué era tan
importante poseerla?
- No lo sé - respondió Zaphod -, creo que si supiera
conscientemente por qué era tan
importante y para qué la necesitaba, se habría proyectado en
las pantallas de las
pruebas cerebrales y no las habría pasado. Creo que Yooden
me contó un montón de
cosas que aún siguen bloqueadas.
- De modo que crees que te hiciste un lío en tu propio
cerebro como resultado de la
conversación que Yooden mantuvo contigo...
- Tenía una endiablada capacidad de convicción.
- Sí, pero Zaphod, viejo amigo, es preciso que cuides de ti
mismo, ¿sabes?
Zaphod se encogió de hombros.
- ¿No tienes ninguna idea de las razones de todo esto? - le
preguntó Ford.
Zaphod lo pensó mucho y pareció sentir dudas.
- No - dijo al fin -, me parece que no voy a permitirme
descubrir ninguno de mis
secretos. Sin embargo - añadió, tras pensarlo un poco más -,
lo comprendo. No
confiaría en mí mismo ni para escupir a una rata.
Un momento después, el último planeta del catálogo
desapareció bajo sus plantas y el
mundo real volvió a aparecer.
Estaban sentados en una lujosa sala de espera llena de mesas
con tablero de cristal y
premios de proyectos.
Un magratheano de gran talla estaba en pie delante de ellos.
- Los ratones os verán ahora - les dijo.
- Así que ahí lo tienes - dijo Slartibarfast, haciendo un
intento débil y superficial de
ordenar el asombroso revoltijo de su despacho. Cogió una
hoja de papel de un montón,
pero luego no se le ocurrió ningún otro sitio para ponerla,
de manera que volvió a
depositarla encima del montón original, que se derrumbó en
seguida -. Pensamiento
Profundo proyectó la Tierra, nosotros la construimos y
vosotros la habitasteis.
- Y los vogones llegaron y la destruyeron cinco minutos
antes de que concluyera el
programa - añadió Arthur, no sin amargura.
- Sí - dijo el anciano, haciendo una pausa para mirar
desalentado por la habitación -.
Diez millones de años de planificación y de trabajo echados
a perder como si nada.
Diez millones de años, terráqueo... ¿Te imaginas un período
de tiempo semejante? En
ese tiempo, una civilización galáctica podría desarrollarse
cinco veces a partir de un
simple gusano. Echados a perder.
Hizo una pausa.
- Bueno, para ti eso es burocracia - añadió.
- Mire usted - dijo Arthur con aire pensativo -, todo esto
explica un montón de cosas.
Durante toda mi vida he tenido la sensación extraña e
inexplicable de que en el mundo
estaba pasando algo importante, incluso siniestro, y que
nadie iba a decirme de qué se
trataba.
- No - dijo el anciano -, eso no es más que paranoia
absolutamente normal. Todo el
mundo la tiene en el Universo.
- ¿Todo el mundo? - repitió Arthur -. ¡pues si todo el mundo
la tiene, quizá posea algún
sentido! Tal vez en algún sitio, fuera del Universo que
conocemos...
- Quizá. ¿A quién le importa? - dijo Slartibarfast antes de
que Arthur se emocionara
demasiado, y prosiguió -: Tal vez esté viejo y cansado, pero
siempre he pensado que
las posibilidades de descubrir lo que realmente pasa son tan
absurdamente remotas,
que lo único que puede hacerse es decir: olvídalo y manténte
ocupado. Fíjate en mí: yo
proyecto líneas costeras. Me dieron un premio por Noruega.
Revolvió entre un montón de despojos y sacó un gran bloque
de perspex y un modelo
de Noruega montado sobre él.
- ¿Qué sentido tiene esto? - prosiguió -. No se me ocurre
ninguno. Toda la vida he
estado haciendo fiordos. Durante un momento pasajero se
pusieron de moda y me
dieron un premio importante.
Se encogió de hombros, le dio vueltas en las manos y lo tiró
descuidadamente a un
lado, pero con el suficiente tiento para que cayera en un
sitio blando.
- En la Tierra de recambio que estamos construyendo me han
encomendado Africa, y la
estoy haciendo con muchos fiordos, porque me gustan y soy lo
bastante anticuado para
pensar que dan un delicioso toque barroco a un continente. Y
me dicen que no es lo
bastante ecuatorial. ¡Ecuatorial! - emitió una ronca
carcajada -. ¿Qué importa eso?
Desde luego, la ciencia ha logrado cosas maravillosas, pero
yo preferiría, con mucho,
ser feliz a tener razón.
- ¿Y lo es?
- No. Ahí reside todo el fracaso, por supuesto.
- Lástima - dijo Arthur con simpatía -. De otro modo,
parecía una buena forma de vida.
Una pequeña luz blanca destelló en un punto de la pared.
- Vamos - dijo Slartibarfast -, tienes que ver a los
ratones. Tu llegada al planeta ha
causado una expectación considerable. Según tengo entendido,
la han saludado como
el tercer acontecimiento más improbable de la historia del
Universo.
- ¿Cuáles fueron los dos primeros?
- Bueno, probablemente no fueron más que coincidencias -
dijo con indiferencia
Slartibarfast. Abrió la puerta y esperó a que Arthur lo
siguiera.
Arthur miró alrededor una vez más, y luego inspeccionó su
apariencia, la ropa sudada y
desaliñada con la que se había tumbado en el barro el jueves
por la mañana.
- Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de
vida - murmuró para sí.
- ¿Cómo dices? - le preguntó suavemente el anciano.
- Nada, nada - contesto Arthur -, sólo era una broma.
Desde luego, es bien sabido que unas palabras dichas a la
ligera pueden costar más de
una vida, pero no siempre se aprecia el problema en toda su
envergadura.
Por ejemplo, en el mismo momento en que Arthur dijo «Parece
que tengo tremendas
dificultades con mi forma de vida», un extraño agujero se
abrió en el tejido del continuo
espaciotiempo y llevó sus palabras a un pasado muy remoto,
por las extensiones casi
infinitas del espacio, hasta una Galaxia lejana donde seres
extraños y guerreros
estaban al borde de una formidable batalla interestelar.
Los dos dirigentes rivales se reunían por última vez.
Un silencio temeroso cayó sobre la mesa de conferencias
cuando el jefe de los
vl'hurgos, resplandeciente con sus enjoyados pantalones
cortos de batalla, de color
negro, miró fijamente al dirigente g'gugvuntt, sentado en
cuclillas frente a él entre una
nube de fragantes vapores verdes, y, con un millón de
bruñidos cruceros estelares,
provistos de armas horribles y dispuestos a desencadenar la
muerte eléctrica a su sola
voz de mando, exigió a la vil criatura que retirara lo que
había dicho de su madre.
La criatura se removió entre sus vapores tórridos y
malsanos, y en aquel preciso
momento las palabras Parece que tengo tremendas dificultades
con mi forma de vida
flotaron por la mesa de conferencias.
Lamentablemente, en la lengua vl'hurga aquél era el insulto
más terrible que pudiera
imaginarse, y no quedó otro remedio que librar una guerra
horrible durante siglos.
Al cabo de unos miles de años, después de que su Galaxia
quedara diezmada, se
comprendió que todo el asunto había sido un lamentable
error, y las dos flotas
contendientes arreglaron las pocas diferencias que aún
tenían con el fin de lanzar un
ataque conjunto contra nuestra propia Galaxia, a la que
ahora se consideraba sin
sombra de duda como el origen del comentario ofensivo.
Durante miles de años más, las poderosas naves surcaron la
vacía desolación del
espacio y, finalmente, se lanzaron contra el primer planeta
con el que se cruzaron - dió
la casualidad de que era la Tierra -, donde debido a un
tremendo error de bulto, toda la
flota de guerra fue accidentalmente tragada por un perro
pequeño.
Aquellos que estudian
la compleja interrelación de causa y efecto en la historia del
Universo, dicen que esa clase de cosas ocurren a todas
horas, pero que somos
incapaces de prevenirlas.
- Cosas de la vida - dicen.
Al cabo de un corto viaje en el aerodeslizador, Arthur y el
anciano de Magrathea
llegaron a una puerta. Salieron del vehículo y entraron a
una sala de espera llena de
mesas con tableros de cristal y premios de perspex. Casi en
seguida se encendió una
luz encima de la puerta del otro extremo de la habitación, y
pasaron.
- ¡Arthur! ¡Estás sano y salvo! - gritó una voz.
- ¿Lo estoy? - dijo Arthur, bastante sorprendido -.
Estupendo.
La iluminación era más bien débil y tardó un momento en ver
a Ford, a Trillian y a
Zaphod sentados en torno a una amplía mesa muy bien provista
con platos exóticos,
extrañas carnes dulces y frutas raras. Tenían los carrillos
llenos.
- ¿Qué os ha sucedido? - les preguntó Arthur.
- Pues nuestros anfitriones - dijo Zaphod, atacando una
buena ración de tejido muscular
a la plancha - nos han lanzado gases, nos han dado muchas
sorpresas, se han portado
de manera misteriosa y ahora nos han ofrecido una espléndida
comida para
resarcirnos. Toma - añadió, sacando de una fuente un trozo
de carne maloliente -, come
un poco de chuleta de rino vegano. Es deliciosa, si da la
casualidad de que te gustan
estas cosas.
- ¿Anfitriones? - dijo Arthur -. ¿Qué anfitriones? Yo no veo
ninguno...
- Bienvenido al almuerzo, criatura terráquea - dijo una voz
suave.
Arthur miró en derredor y dio un grito súbito.
- ¡Uf! - exclamó -. ¡Hay ratones encima de la mesa!
Hubo un silencio embarazoso y todo el mundo miró fijamente a
Arthur.
El estaba distraído, contemplando dos ratones blancos
aposentados encima de la
mesa, en algo parecido a vasos de whisky. Percibió el
silencio y miró a todos.
- ¡Oh! - exclamó al darse cuenta -. Lo siento, no estaba
completamente preparado
para...
- Permite que te presente - dijo Trillian -. Arthur, éste es
el ratón Benjy.
- ¡Hola! - dijo uno de los ratones. Sus bigotes rozaron un
panel, que por lo visto era
sensible al tacto, en la parte interna de lo que semejaba un
vaso de whisky, y el
vehículo se movió un poco hacia delante.
- Y éste es el ratón Frankie.
- Encantado de conocerte - dijo el otro ratón, haciendo lo
mismo.
Arthur se quedó boquiabierto.
- Pero no son...
- Sí - dijo Trillian -, son los ratones que me llevé de la
Tierra.
Le miró a los ojos y Arthur creyó percibir una levísima
expresión de resignación.
- ¿Me pasas esa fuente de megaburro arcturiano
a la parrilla? - le pidió ella.
Slartibarfast tosió cortésmente.
- Humm, discúlpeme - dijo.
- Sí, gracias, Slartibarfast - dijo bruscamente el ratón
Benjy -; puedes ¡rte.
- ¿Cómo? ¡Ah..., sí! Muy bien - dijo el anciano, un tanto
desconcertado -. Entonces voy
a seguir con algunos de mis fiordos.
- Mira, en realidad no será necesario - dijo el ratón
Frankie -. Es muy probable que ya
no necesitemos la nueva Tierra. - Hizo girar sus ojillos
rosados -. Ahora hemos
encontrado a un nativo que estuvo en ese planeta segundos
antes de su destrucción.
- ¡Qué! - gritó Slartibarfast, estupefacto -. ¡No lo dirá en
serio! ¡Tengo preparados mil
glaciares, listos para extenderlos por toda Africa!
- En ese caso - dijo Frankie en tono agrio -, tal vez puedas
tomarte unas breves
vacaciones y marcharte a esquiar antes de desmantelarlos.
- ¡Irme a esquiar! - gritó el anciano -. ¡Esos glaciares son
obras de arte! ¡Tienen unos
contornos elegantemente esculpidos! ¡Altas cumbres de hielo,
hondas y majestuosas
cañadas! iEsquiar sobre ese noble arte sería un sacrilegio!
- Gracias, Slartibarfast - dijo Benjy en tono firme -. Eso
es todo.
- Sí, señor - repuso fríamente el anciano -, muchas gracias.
Bueno, adiós, terráqueo - le
dijo a Arthur -, espero que se arregle tu forma de vida.
Con una breve inclinación de cabeza al resto del grupo, se
dio la vuelta y salió
tristemente de la habitación.
Arthur le siguió con la mirada, sin saber qué decir.
- Y ahora - dijo el ratón Benjy -, al asunto.
Ford y Zaphod chocaron las copas.
- ¡Por el asunto! Exclamaron.
- ¿Cómo decís? - dijo Benjy.
- Lo siento, creí que estaba proponiendo un brindis - dijo
Ford, mirando a un lado.
Los dos ratones dieron vueltas impacientes en sus vehículos
de vidrio. Finalmente, se
tranquilizaron y Benjy se adelantó, dirigiéndose a Arthur.
- Y ahora, criatura terráquea - le dijo -, la situación en
que nos encontramos es la
siguiente: como ya sabes, hemos estado más o menos rigiendo
tu planeta durante los
últimos diez millones de años con el fin de hallar esa
detestable cosa llamada Pregunta
Ultima.
- ¿Por qué? - preguntó bruscamente Arthur.
- No; ya hemos pensado en ésa - terció Frankie -, pero no
encaja con la respuesta.
¿Por qué?: Cuarenta y dos..., como ves, no cuadra.
- No - dijo Arthur -, me refiero a por qué lo habéis estado
rigiendo.
- Ya entiendo - dijo Frankie -. Pues para ser crudamente
francos, creo que al final sólo
era por costumbre. Y el problema es más o menos éste:
estamos hasta las narices de
todo el asunto, y la perspectiva de volver a empezar por
culpa de esos puñeteros
vogones, me pone los pelos de punta, ¿comprendes lo que
quiero decir? Fue una
verdadera suerte que Benjy y yo termináramos nuestro trabajo
correspondiente y
saliéramos pronto del planeta para tomarnos unas breves
vacaciones; desde entonces
nos las hemos arreglado para volver a Magrathea mediante los
buenos oficios de tus
amigos.
- Magrathea es un medio de acceso a nuestra propia dimensión
- agregó Benjy.
- Desde entonces - continuó su murino compañero -, nos han
ofrecido un contrato
enormemente ventajoso en nuestra propia dimensión para
realizar el espectáculo de
entrevistas D y una gira de conferencias, y nos sentimos muy
inclinados a aceptarlo. -
Yo lo aceptaría, ¿y tú, Ford? - se apresuró a decir Zaphod.
- Pues claro - dijo Ford -, yo lo firmaría con sumo placer.
- Pero hemos de tener un producto, ¿comprendes? - dijo
Frankie -; me refiero a que,
desde un punto de vista ideal, de una forma o de otra
seguimos necesitando la
Pregunta Ultima.
Zaphod se inclinó hacia Arthur y le dijo:
- Mira, si se quedan ahí sentados en el estudio con aire de
estar muy tranquilos y se
limitan a decir que conocen la Respuesta a la pregunta de la
Vida, del Universo y de
Todo, para luego admitir que en realidad es Cuarenta y dos,
es probable que el
espectáculo se quede bastante corto. Faltarán detalles,
¿comprendes?
- Debemos tener algo que suene bien - dijo Benjy.
- ¡Algo que suene bien! - exclamó Arthur -. ¿Una Pregunta
última que suene bien?
¿Expresada por un par de ratones?
Los ratones se encresparon.
- Bueno, yo digo que sí al idealismo, sí a ja dignidad de la
investigación pura, sí a la
búsqueda de la verdad en todas sus formas, pero me temo que
se llega a un punto en
que se empieza a sospechar que si existe una verdad
auténtica, es que toda la infinitud
multidimensional del Universo está regida, casi sin lugar a
dudas, por un hatajo de
locos. Y si hay que elegir entre pasarse otros diez millones
de años averiguándolo, y
coger el dinero y salir corriendo, a mí me vendría bien
hacer ejercicio - dijo Frankie.
- Pero... - empezó a decir Arthur, desesperado.
- Oye, terráqueo - le interrumpió Zaphod -, ¿quieres
entenderlo? Eres un producto de la
última generación de la matriz de ese ordenador, ¿verdad?, y
estabas en tu planeta en
el preciso momento de su destrucción, ¿no es así?
- Humm...
- De manera que tu cerebro formaba parte orgánica de la
penúltima configuración del
programa del ordenador - concluyó Ford con bastante lucidez,
según le pareció.
- ¿De acuerdo? - preguntó Zaphod.
- Pues... - dijo Arthur en tono de duda. No tenía conciencia
de haber formado parte
orgánica de nada. Siempre había considerado que ése era uno
de sus problemas.
- En otras palabras - dijo Benjy, acercándose a Arthur en su
curioso y pequeño vehículo
-, hay muchas probabilidades de que la estructura de la
pregunta esté codificada en la
configuración de tu cerebro; así que te lo queremos comprar.
- ¿El qué, la pregunta? - preguntó Arthur.
- Sí - dijeron Ford y Trillian.
- Por un montón de dinero - sugirió Zaphod.
- No, no - repuso Frankie -, lo que queremos comprar es el
cerebro.
- iCómo!
- Bueno, ¿quién iba a echarlo de menos? - añadió Benjy.
- Creía que podíais leer su cerebro por medios electrónicos
- protestó Ford.
- Ah, sí - dijo Frankie -, pero primero tenemos que sacarlo.
Tenemos que prepararlo.
- Que tratarlo - añadió Benjy. - Que cortarlo en cubitos.
- Gracias - gritó Arthur, derribando la silla y
retrocediendo horrorizado hacia la puerta.
- Siempre se puede volver a poner - explicó Benjy en tono
razonable -, si tú crees que
es importante.
- Sí, un cerebro electrónico - dijo Frankie -; uno sencillo
sería suficiente.
- ¡Uno sencillo! - gimió Arthur.
- Sí - dijo Zaphod, sonriendo de pronto con una mueca
perversa -, sólo tendrías que
programarlo para decir: ¿Qué?, No comprendo y ¿Dónde está el
té? Nadie notaría la
diferencia.
- ¿Cómo? - gritó Arthur, retrocediendo aún más.
- ¿Entiendes lo que quiero decir? - le preguntó Zaphod,
aullando de dolor por algo que
le hizo Trillian en aquel momento.
- Yo notaría la diferencia - afirmó Arthur.
- No, no la notarías - le dijo el ratón Frankie -; te
programaríamos para que no la notaras.
Ford se dirigió hacia la puerta.
- Escuchad, queridos amigos ratones - dijo -; me parece que
no hay trato.
- A mí me parece que sí - dijeron los ratones a coro, y todo
el encanto de sus vocecitas
aflautadas se desvaneció en un instante. Con un débil gemido
sus dos vehículos de
cristal se elevaron por encima de la mesa y surcaron el aire
hacia Arthur, que siguió
dando tropezones hacia atrás hasta quedar arrinconado y
sintiéndose incapaz de
solucionar aquel problema ni de pensar en nada.
Trillian lo tomó desesperadamente del brazo y trató de
arrastrarlo hacia la puerta, que
Ford y Zaphod intentaban abrir con esfuerzo, pero Arthur era
un peso fuerte, parecía
hipnotizado por los roedores que se abalanzaban por el aire
hacia él.
Trillian le dio un grito, pero él siguió con la boca
abierta.
De otro empujón, Ford y Zaphod lograron abrir la puerta. Al
otro lado había una cuadrilla
de hombres bastante feos que, según supusieron, eran los
tipos duros de Magrathea.
No sólo ellos eran feos; el equipo médico que llevaban
distaba mucho de ser bonito.
Arremetieron contra ellos.
De ese modo, Arthur estaba a punto de que le abrieran la
cabeza, Trillian no podía
ayudarle y Ford y Zaphod se encontraban en un tris de ser
atacados por varios bribones
bastante más fuertes y mejor armados que ellos.
Con todo, tuvieron la suerte extraordinaria de que en aquel
preciso momento todas las
alarmas del planeta empezaron a sonar con un estruendo
ensordecedor.
- ¡Emergencia! ¡Emergencia! - proclamaron ruidosamente los
altavoces por todo
Magrathea -. Una nave enemiga ha aterrizado en el planeta.
Intrusos armados en la
sección A. ¡Posiciones defensivas, posiciones defensivas!
Los dos ratones agitaban irritados los hocicos entre los
fragmentos de sus vehículos de
vidrio, que se habían roto contra el lo.
- ¡Condenación! - murmuró el ratón Fankie -. ¡Todo este
alboroto por un kilo de cerebro
terráqueo!
Empezó a moverse de un lado para otro, mientras sus ojos
rosados echaban chispas y
se le erizaban los pelos blancos por la electricidad
estática.
- Lo único que podemos hacer ahora - le dijo Benjy,
agachándose y mesándose
reflexivamente los bigotes - es tratar de inventarnos una
pregunta que tenga visos de
credibilidad.
- Es difícil - comentó Frankie. Pensó -. ¿Qué te parece: Que
es una cosa amarilla y
peligrosa?
- No, no es buena - dijo Benjy tras considerarlo un momento
-. No cuadra con la
respuesta.
Guardaron silencio durante unos segundos.
- Muy bien - dijo Benjy -. ¿Qué resultado se obtiene al
multiplicar seis por siete?
- No, no, eso es muy literal, demasiado objetivo - alegó
Frankie -. No confirmaría el
interés de los apostadores.
Volvieron a pensar.
- Tengo una idea - dijo Frankie al cabo de un momento -.
¿Cuántos caminos debe
recorrer un hombre?
- ¡Ah! - exclamó Benjy -. ¡Eso parece prometedor! - Repasó
un poco la frase y afirmó -:
¡Sí, es excelente! Parece tener mucho significado sin que en
realidad obligue a decir
nada en absoluto. ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre?
Cuarenta y dos.
¡Excelente, excelente! Eso los confundirá. ¡Frankie,
muchacho, estamos salvados!
Con la emoción, ejecutaron una danza retozona.
Cerca de ellos, en el suelo, yacían varios hombres bastante
feos a quienes habían
golpeado en la cabeza con pesados premios de proyectos.
A casi un kilómetro de distancia, cuatro figuras corrían por
un pasillo buscando una
salida. Dieron a una amplia sala de ordenadores. Miraron
frenéticamente en derredor.
- ¿Por qué camino te parece, Zaphod? - preguntó Ford.
- Así, a bulto, diría que por allí - dijo Zaphod, echando a
correr hacia la derecha, entre
una fila de ordenadores y la pared. Cuando los demás
empezaron a seguirle, se vio
frenado en seco por un rayo de energía que restalló en el
aire a unos centímetros
delante de él, achicharrando un trozo de la pared contigua.
- Muy bien, Beeblebrox - se oyó por un altavoz -, detente
ahí mismo. Te estamos
apuntando.
- ¡Polis! - siseó Zaphod, empezando a dar vueltas en
cuclillas -. ¿Tienes alguna
preferencia, Ford?
- Muy bien, por aquí - dijo Ford, y los cuatro echaron a
correr por un pasillo entre dos
filas de ordenadores.
Al final del pasillo apareció una figura, armada hasta los
dientes y vestida con un traje
espacial, que les apuntaba con una temible pistola
Mat-O-Mata.
- ¡No queremos dispararte, Beeblebrox! - gritó el hombre. -
¡Me parece estupendo! -
replicó Zaphod, precipitándose por un claro entre dos
unidades de proceso de datos.
Los demás torcieron bruscamente tras él.
- Son dos - dijo Trillian -. Estamos atrapados.
Se agacharon en un rincón entre la pared y un ordenador
grande.
Contuvieron la respiración y esperaron.
De pronto, el aire estalló con rayos de energía cuando los
dos policías abrieron fuego a
la vez contra ellos.
- Oye, nos están disparando - dijo Arthur, agachándose y
haciéndose un ovillo -. Creí
que habían dicho que no lo harían.
- Sí, yo también lo creía - convino Ford.
Zaphod asomó peligrosamente una cabeza.
- ¡Eh! - gritó - ¡Creí que habías dicho que no ibais a
dispararnos!
Volvió a agacharse.
Esperaron.
- ¡No es fácil ser policía! - le replicó una voz al cabo de
un momento.
- ¿Qué ha dicho? - susurró Ford, asombrado.
- Ha dicho que no es fácil ser policía.
- Bueno, eso es asunto suyo, ¿no?
- Eso me parece a mí.
- ¡Eh, escuchad! - gritó Ford -. ¡Me parece que ya tenemos
bastantes contrariedades
con que nos disparéis, de modo que si dejáis de imponernos
vuestros propios
problemas, creo que a todos nos resultará más fácil arreglar
las cosas!
Hubo otra pausa y luego volvió a oírse el altavoz.
- ¡Escucha un momento, muchacho! - dijo la voz -. ¡No estáis
tratando con unos
pistoleros baratos, estúpidos y retrasados mentales, con
poca frente, ojillos de cerdito y
sin conversación; somos un par de tipos inteligentes y
cuidadosos que probablemente
os caeríamos simpáticos si nos conocierais socialmente! ¡Yo
no voy por ahí disparando
por las buenas a la gente para luego alardear de ello en
miserables bares de vigilantes
del espacio, como algunos policías que conozco! ¡Yo voy por
ahí disparando por las
buenas a la gente, y luego me paso las horas lamentándome
delante de mi novia!
- ¡Y yo escribo novelas! - terció el otro policía -. ¡Pero
todavía no me han publicado
ninguna, así que será mejor que os lo advierta: estoy de
maaaaal humor!
- ¿Quiénes son esos tipos? - preguntó Ford, con los ojos
medio fuera de las órbitas.
- No lo sé - dijo Zaphod -, me parece que me gustaba más
cuando disparaban.
- De manera que, o venís sin armar jaleo - volvió a gritar
uno de los policías -, u os
hacemos salir a base de descargas.
- ¿Qué preferís vosotros? - gritó Ford.
Un microsegundo después, el aire empezó a hervir otra vez a
su alrededor, cuando los
rayos de las Mat-O-Mata empezaron a dar en el ordenador que
tenían delante.
Durante varios segundos las ráfagas continuaron con
insoportable intensidad.
Cuando se interrumpieron, hubo unos segundos de silencio
casi absoluto mientras se
apagaban los ecos.
- ¿Seguís ahí? - gritó uno de los policías.
- Sí - respondieron ellos.
- No nos ha gustado nada hacer eso - dijo el otro policía.
- Ya nos hemos dado cuenta - gritó Ford.
- ¡Escucha una cosa, Beeblebrox, y será mejor que atiendas
bien!
- ¿Por qué? - gritó Zaphod.
- ¡Porque es algo muy sensato, muy interesante y muy humano!
- gritó el policía -.
Veamos: ¡o bien os entregáis todos ahora mismo, dejando que
os golpeemos un poco,
aunque no mucho, desde luego, porque somos firmemente
contrarios a la violencia
innecesaria, o hacemos volar este planeta y posiblemente uno
o dos más con que nos
crucemos al marchamos!
- ¡Pero eso es una locura! - gritó Trillian -. ¡No haríais
una cosa así!
- ¡Claro que lo haríamos! - gritó el policía, y le preguntó
a su compañero -: ¿verdad?
- ¡Pues claro que lo haríamos, sin duda! - respondió el
otro.
- Pero ¿por qué? - preguntó Trillian.
- ¡Porque hay cosas que deben hacerse aunque se sea un
policía liberal e ilustrado que
lo sepa todo acerca de la sensibilidad y esas cosas!
- Yo, simplemente, no creo a esos tipos - murmuró Ford,
meneando la cabeza.
- ¿Volvemos a dispararles un poco? - le preguntó un policía
al otro.
- Sí, ¿por qué no?
Volvieron a soltar otra andanada eléctrica.
El ruido y el calor eran absolutamente fantásticos. Poco a
poco, el ordenador empezaba
a desintegrarse. La parte delantera casi se había fundido, y
gruesos arroyuelos de
metal derretido corrían hacia donde estaban agazapados los
fugitivos. Se retiraron unpoco más y aguardaron el final.
Pero el final nunca llegó, al menos entonces.
La andanada se cortó bruscamente, y el súbito silencio que
siguió quedó realzado por
un par de gorgoteos sofocados y sendos golpes secos.
Los cuatro se miraron mutuamente.
- ¿Qué ha pasado? - dijo Arthur.
- Han parado - le contestó Zaphod, encogiéndose de hombros.
- ¿Por qué?
- No lo sé. ¿Quieres ir a preguntárselo?
- No.
Esperaron.
- ¡Eh! - gritó Ford.
No respondieron.
- ¡Qué raro!
- A lo mejor es una trampa.
- No son lo bastante inteligentes.
- ¿Qué fueron esos golpes secos?
- No sé.
Aguardaron unos segundos más.
- Muy bien - dijo Ford -, voy a echar una ojeada. Miró a los
demás.
- ¿Es que nadie va a decir: No, tú no puedes ir, deja que
vaya en tu lugar?
Todos los demás menearon la cabeza.
- Bueno, vale - dijo, poniéndose en pie. Durante un momento
no pasó nada.
Luego, al cabo de un segundo o así, siguió sin pasar nada.
Ford atisbó entre la espesa humareda que se elevaba del
ordenador en llamas.
Con cautela, salió al descubierto. Siguió sin pasar nada.
Entre el humo, vio a unos veinte metros el cuerpo vestido
con un traje espacial de uno
de los policías. Estaba tendido en el suelo, en un montón
arrugado. A veinte metros, en
dirección contraria, yacía el segundo hombre. No había nadie
más a la vista.
Eso le pareció sumamente raro a Ford.
Lenta, nerviosamente, se acercó al primero. Al aproximarse,
el cuerpo inmóvil ofrecía
un aspecto tranquilizador, y quieto e indiferente estaba
cuando llegó a su lado y puso el
pie sobre la pistola Mat-O-Mata, que aún colgaba de sus
dedos inertes.
Se agachó y la recogió, sin encontrar resistencia.
Era evidente que el policía estaba muerto.
Un rápido examen demostró que procedía de Blagulon Kappa:
era un ser orgánico que
respiraba metano y cuya supervivencia en la tenue atmósfera
de oxígeno de Magrathea
dependía del traje espacial.
El pequeño ordenador del mecanismo de mantenimiento vital
que llevaba en la mochila
parecía haber estallado de improviso.
Ford husmeó en su interior con asombro considerable.
Aquellos diminutos ordenadores
de traje solían estar alimentados por el ordenador principal
de la nave, con el que
estaban directamente conectados por medio del subeta.
Semejante mecanismo era a
prueba de fallos en toda circunstancia, a menos que algo
fracasara totalmente en la
retroacción, cosa que no se conocía.
Se acercó deprisa hacia el otro cuerpo y descubrió que le
había ocurrido exactamente
el mismo accidente inconcebible, probablemente al mismo
tiempo.
Llamó a los demás para que lo vieran. Llegaron y
compartieron su asombro, pero no su
curiosidad.
- Salgamos a escape de este agujero - dijo Zaphod -. Si lo
que creo que busco está
aquí, no lo quiero.
Cogió la segunda pistola Mat-O-Mata, arrasó un ordenador
contable, absolutamente
inofensivo, y salió precipitadamente al pasillo, seguido de
los demás. Casi destruyó un
aerodeslizador que los esperaba a unos metros de distancia.
El aerodeslizador estaba vacío, pero Arthur lo reconoció:
era el de Slartibarfast.
Había una nota para él sujeta a una parte de sus escasos
instrumentos de conducción.
En la nota había trazada una flecha que apuntaba a uno de
los mandos.
Decía: Probablemente, éste es el mejor botón para apretar.
El aerodeslizador los impulsó a velocidades que excedían de
R por los túneles de
acero que llevaban a la pasmosa superficie del planeta,
ahora sumida en otro lóbrego
crepúsculo matinal. Una horrible luz grisácea petrificaba la
tierra.
R es una medida de velocidad, considerada como razonable
para viajar y compatible
con la salud, con el bienestar mental y con un retraso no
mayor de unos cinco minutos.
Por tanto, es una figura casi infinitamente variable según
las circunstancias, ya que los
dos primeros factores no sólo varían con la velocidad
considerada como absoluta, sino
también con el conocimiento del tercer factor. A menos que
se maneje con tranquilidad,
tal ecuación puede producir considerable tensión, úlceras e
incluso la muerte.
R no es una velocidad fija, pero sí muy alta.
El aerodeslizador surcó el espacio a R y aún más, dejando a
sus ocupantes cerca del
Corazón de Oro, que estaba severamente Plantado en la
superficie helada como un
hueso calcinado, y luego se precipitó en la dirección por
donde los había traído,
probablemente para ocuparse de importantes asuntos particulares.
Entraron los cuatro a la nave, tiritando.
Junto a ella, había otra.
Era la nave patrulla de Blagulon Kappa, bulbosa y con forma
de tiburón, de color verde
pizarra y apagado; tenía escritos unos caracteres negros, de
varios tamaños y diversas
cotas de hostilidad. La leyenda informaba a todo aquel que
se tomara la molestia de
leerla de la procedencia de la nave, de a qué sección de la
policía estaba asignada y de
adónde debían acoplarse los repuestos de energía.
En cierto modo parecía anormalmente oscura y silenciosa,
hasta para una nave cuyos
dos tripulantes yacían asfixiados en aquel momento en una
habitación llena de humo a
varios Kilómetros por debajo del suelo. Era una de esas
cosas extrañas que resultan
imposibles de explicar o definir, pero que pueden notarse
cuando una nave está
completamente muerta.
Ford lo notó y lo encontró de lo más misterioso: una nave y
dos policías habían muerto
de forma espontánea. Según su experiencia, el Universo no
actuaba de aquel modo.
Los demás también lo notaron, pero sintieron con mayor
fuerza el frío intenso y
corrieron al Corazón de Oro padeciendo de un ataque agudo de
falta de curiosidad.
Ford se quedó a examinar la nave de Blagulon. Al acercarse,
casi tropezó con un
cuerpo de acero que yacía inerte en el polvo frío.
- ¡Marvin! - exclamó -. ¿Qué estás haciendo?
- No te sientas en la obligación de reparar en mí, por favor
- se oyó una voz monótona y
apagada.
- Pero ¿cómo estás, hombre de metal? - inquirió Ford.
- Muy deprimido.
- ¿Qué te pasa?
- No lo sé - dijo Marvin -. Es algo nuevo para mí.
- Pero ¿por qué estás tumbado de bruces en el polvo? - le
preguntó Ford, tiritando y
poniéndose en cuclillas junto a él.
- Es una manera muy eficaz de sentirse desgraciado - dijo
Marvin -. No finjas que
quieres charlar conmigo, sé que me odias.
- No, no te odio.
- Sí, me odias, como todo el mundo. Eso forma parte de la
configuración del Universo.
Sólo tengo que hablar con alguien y en seguida empieza a
odiarme. Hasta los robots
me odian. Si te limitas a ignorarme, creo que me marcharé.
Se puso en pie de un salto y miró resueltamente en dirección
contraria.
- Esa nave me odiaba - dijo en tono desdeñoso, señalando a
la nave de la policía.
- ¿Esa nave? - dijo Ford, súbitamente alborotado -. ¿Qué le
ha pasado? ¿sabes?
- Me odiaba porque le hablé.
- ¡Que le hablaste! - exclamó Ford -. ¿Qué quieres decir con
eso de que le hablaste?
- Algo muy simple. Me aburría mucho y me sentía muy
deprimido, así que me acerqué y
me conecté a la toma externa del ordenador. Hablé un buen
rato con él y le expliqué mi
opinión sobre el
Universo - dijo Marvin.
- ¿Y qué pasó? - insistió Ford.
- Se suicidó - dijo Marvin, echando a andar con aire
majestuoso hacia el Corazón de
Oro.
Aquella noche, mientras el Corazón de Oro procuraba poner varios
años luz entre su
propio casco y la Nebulosa Cabeza de Caballo, Zaphod
holgazaneaba bajo la pequeña
palmera del puente tratando de ponerse en forma el cerebro
con enormes detonadores
gargáricos pangalácticos; Ford y Trillian estaban sentados
en un rincón hablando de la
vida y de los problemas que suscita; y Arthur se llevó a la
cama el ejemplar de Ford de
la Guía del autoestopista galáctico. Pensó que, como iba a
vivir por allí, sería mejor
aprender algo al respecto.
Se topó con un artículo que decía:
«La historia de todas las civilizaciones importantes de la
galaxia tiende a pasar por tres
etapas diferentes y reconocibles, las de Supervivencia,
Indagación y Refinamiento,
también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del
Dónde.
»Por ejemplo, la primera fase se caracteriza por la
pregunta: ¿Cómo podemos comer?;
la segunda, por la pregunta: ¿Por qué comemos?; y la
tercera, por la pregunta: ¿Dónde
vamos a almorzar?»
No siguió adelante porque el intercomunicador de la nave se
puso en funcionamiento.
- ¡Hola, terráqueo! ¿Tienes hambre, muchacho? - dijo la voz
de Zaphod.
- Pues..., bueno, sí. Me apetece picar un poco - dijo
Arthur.
- De acuerdo, chico, aguanta firme - le dijo Zaphod -.
Tomaremos un bocado en el
restaurante del Fin del Mundo.
FIN