LA MONJA
SANGRIENTA Y
OTROS RELATOS
SANGRIENTA Y
OTROS RELATOS
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CHARLES NODIER
CHARLES NODIER
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La Monja Sangrienta
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La Monja Sangrienta
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Un aparecido frecuentaba el castillo de Lindemberg, de manera que lo
hacía inhabitable. Apaciguado después por un santo hombre, se limitó a ocupar
sólo una habitación, que estaba siempre cerrada. Pero cada cinco años, el cinco
de mayo, a una hora exacta de la mañana, el fantasma salía de su asilo.
Era una religiosa cubierta con un velo y vestida con un hábito manchado
de sangre. En una mano sostenía un puñal, y en la otra una lámpara encendida.
Descendía así la escalera principal, atravesaba los patios, salía por la puerta
principal, que se preocupaban de dejar abierta, y desaparecía.
La llegada de esta fecha misteriosa estaba próxima, cuando el enamorado
Raymond recibió la orden de renunciar a la mano de la joven Agnès, a quien
amaba locamente.
Raymond le pidió una cita, la obtuvo, y le propuso un rapto. Agnès
conocía de sobra la pureza del corazón de su amante para vacilar en seguirle: —
Dentro de cinco días —le dijo ella— la monja sangrienta debe dar su paseo.
Abrirán las puertas y nadie se atreverá a interponerse en su camino. Yo sabré
procurarme vestidos apropiados y salir sin ser reconocida. Estad preparado a
cierta distancia... —Alguien entró en ese momento y les obligó a separarse.
El cinco de mayo, a medianoche, Raymond se encontraba a las puertas del
castillo. Un coche y dos caballos le esperaban en una cueva cercana.
Las luces se apagan, cesa el ruido, suena el reloj; el portero, siguiendo la
antigua costumbre, abre la puerta principal. Una luz aparece en la torre del este,
recorre una parte del castillo, desciende... Raymond divisa a Agnès, reconoce el
vestido, la lámpara, la sangre y el puñal. Se acerca; ella se arroja en sus brazos.
La lleva casi desvanecida en el coche; parte con ella, al galope de los caballos.
Agnès no decía ni una palabra.
Los caballos corrían hasta perder el aliento; dos postillones que trataron
vanamente de retenerlos fueron derribados.
En ese momento, una tormenta espantosa se levanta, los vientos soplan
desencadenados; el trueno ruge en medio de miles de relámpagos; el coche
desbocado se rompe... Raymond cae sin sentido.
A la mañana siguiente se ve rodeado de campesinos que le llaman a la
vida. Él les habla de Agnès, del coche, de la tormenta. Nada han visto, nada
saben, y está a más de diez leguas del castillo de Lindemberg.
Le llevan a Ratisbonne; un médico cura sus heridas y le recomienda
reposo. El joven amante ordena mil búsquedas inútiles y hace cien preguntas a
las que nadie puede responder. Todos creen que ha perdido la razón.
Sin embargo, el día va pasando; el cansancio y el agotamiento le procuran
el sueño. Dormía bastante apaciblemente, cuando el reloj de un convento
cercano le despierta, al dar la hora. Un secreto horror se apodera de él, se le
erizan los cabellos, se le hiela la sangre. La puerta se abre con violencia; bajo el
resplandor de una lámpara que está sobre la chimenea, ve avanzar a alguien: es
la monja sangrienta. El espectro se acerca, le mira fijamente y se sienta en la cama
durante toda una hora. El reloj da las dos. El fantasma entonces se levanta, coge
la mano de Raymond con sus dedos helados y le dice:
—Raymond, yo soy tuya; y tú eres mío para toda la vida. —Salió
enseguida, y la puerta se cerró tras ella.
Una vez libre, grita, llama; se persuaden cada vez más de que no está en
su sano juicio; su mal aumenta y los auxilios de la medicina son vanos.
La noche siguiente, la monja volvió, y sus visitas se repitieron durante
varias semanas. El espectro, sólo visible para él, no era percibido por ninguno
de los que hacía acostar en su habitación.
Entretanto, Raymond averiguó que Agnès había salido demasiado tarde y
le había buscado inútilmente por los alrededores del castillo; de donde
concluyó que a quien había raptado era a la monja sangrienta. Los padres de
Agnès, que no aprobaban su amor, aprovecharon la impresión que produjo esta
aventura en su espíritu para determinarla a que tomase los hábitos.
Finalmente, Raymond fue liberado de su espantosa compañía. Llevaron a
su presencia a un personaje misterioso que pasaba por Ratisbonne; le
introdujeron en la habitación a la hora en que debía aparecer la monja
sangrienta. Ésta tembló al verle y, tras una orden de aquél, explicó el motivo de
sus inoportunas apariciones: religiosa española, había abandonado el convento
para vivir en el desorden con el señor del castillo de Lindemberg; infiel a su
amante, al igual que a su Dios, le había apuñalado; asesinada ella misma por su
cómplice, con el que quería casarse, su cuerpo había permanecido sin sepultura
y su alma sin asilo erraba desde hacía un siglo. Pedía un poco de tierra para su
cuerpo y oraciones para su alma. Raymond se las prometió y no la volvió a ver.
hacía inhabitable. Apaciguado después por un santo hombre, se limitó a ocupar
sólo una habitación, que estaba siempre cerrada. Pero cada cinco años, el cinco
de mayo, a una hora exacta de la mañana, el fantasma salía de su asilo.
Era una religiosa cubierta con un velo y vestida con un hábito manchado
de sangre. En una mano sostenía un puñal, y en la otra una lámpara encendida.
Descendía así la escalera principal, atravesaba los patios, salía por la puerta
principal, que se preocupaban de dejar abierta, y desaparecía.
La llegada de esta fecha misteriosa estaba próxima, cuando el enamorado
Raymond recibió la orden de renunciar a la mano de la joven Agnès, a quien
amaba locamente.
Raymond le pidió una cita, la obtuvo, y le propuso un rapto. Agnès
conocía de sobra la pureza del corazón de su amante para vacilar en seguirle: —
Dentro de cinco días —le dijo ella— la monja sangrienta debe dar su paseo.
Abrirán las puertas y nadie se atreverá a interponerse en su camino. Yo sabré
procurarme vestidos apropiados y salir sin ser reconocida. Estad preparado a
cierta distancia... —Alguien entró en ese momento y les obligó a separarse.
El cinco de mayo, a medianoche, Raymond se encontraba a las puertas del
castillo. Un coche y dos caballos le esperaban en una cueva cercana.
Las luces se apagan, cesa el ruido, suena el reloj; el portero, siguiendo la
antigua costumbre, abre la puerta principal. Una luz aparece en la torre del este,
recorre una parte del castillo, desciende... Raymond divisa a Agnès, reconoce el
vestido, la lámpara, la sangre y el puñal. Se acerca; ella se arroja en sus brazos.
La lleva casi desvanecida en el coche; parte con ella, al galope de los caballos.
Agnès no decía ni una palabra.
Los caballos corrían hasta perder el aliento; dos postillones que trataron
vanamente de retenerlos fueron derribados.
En ese momento, una tormenta espantosa se levanta, los vientos soplan
desencadenados; el trueno ruge en medio de miles de relámpagos; el coche
desbocado se rompe... Raymond cae sin sentido.
A la mañana siguiente se ve rodeado de campesinos que le llaman a la
vida. Él les habla de Agnès, del coche, de la tormenta. Nada han visto, nada
saben, y está a más de diez leguas del castillo de Lindemberg.
Le llevan a Ratisbonne; un médico cura sus heridas y le recomienda
reposo. El joven amante ordena mil búsquedas inútiles y hace cien preguntas a
las que nadie puede responder. Todos creen que ha perdido la razón.
Sin embargo, el día va pasando; el cansancio y el agotamiento le procuran
el sueño. Dormía bastante apaciblemente, cuando el reloj de un convento
cercano le despierta, al dar la hora. Un secreto horror se apodera de él, se le
erizan los cabellos, se le hiela la sangre. La puerta se abre con violencia; bajo el
resplandor de una lámpara que está sobre la chimenea, ve avanzar a alguien: es
la monja sangrienta. El espectro se acerca, le mira fijamente y se sienta en la cama
durante toda una hora. El reloj da las dos. El fantasma entonces se levanta, coge
la mano de Raymond con sus dedos helados y le dice:
—Raymond, yo soy tuya; y tú eres mío para toda la vida. —Salió
enseguida, y la puerta se cerró tras ella.
Una vez libre, grita, llama; se persuaden cada vez más de que no está en
su sano juicio; su mal aumenta y los auxilios de la medicina son vanos.
La noche siguiente, la monja volvió, y sus visitas se repitieron durante
varias semanas. El espectro, sólo visible para él, no era percibido por ninguno
de los que hacía acostar en su habitación.
Entretanto, Raymond averiguó que Agnès había salido demasiado tarde y
le había buscado inútilmente por los alrededores del castillo; de donde
concluyó que a quien había raptado era a la monja sangrienta. Los padres de
Agnès, que no aprobaban su amor, aprovecharon la impresión que produjo esta
aventura en su espíritu para determinarla a que tomase los hábitos.
Finalmente, Raymond fue liberado de su espantosa compañía. Llevaron a
su presencia a un personaje misterioso que pasaba por Ratisbonne; le
introdujeron en la habitación a la hora en que debía aparecer la monja
sangrienta. Ésta tembló al verle y, tras una orden de aquél, explicó el motivo de
sus inoportunas apariciones: religiosa española, había abandonado el convento
para vivir en el desorden con el señor del castillo de Lindemberg; infiel a su
amante, al igual que a su Dios, le había apuñalado; asesinada ella misma por su
cómplice, con el que quería casarse, su cuerpo había permanecido sin sepultura
y su alma sin asilo erraba desde hacía un siglo. Pedía un poco de tierra para su
cuerpo y oraciones para su alma. Raymond se las prometió y no la volvió a ver.
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El Vampiro Arnold-Paul
.
Un campesino de Medreiga (aldea de Hungría), llamado Arnold-Paul, fue
aplastado por un carro cargado de heno. Treinta días después de su muerte,
cuatro personas murieron súbitamente, de la misma forma que los que son
atacados por vampiros. Se recordó entonces que Arnold-Paul había contado a
menudo que, en lo alrededores de Cassova, en la frontera de Turquía, le había
acosado un vampiro turco; pero como sabía que las víctimas de los vampiros se
convertían a su vez en vampiros después de la muerte, había encontrado el
medio de curarse comiendo tierra del vampiro turco y frotándose con su
sangre. Se presumió que si este remedí había curado a Arnold-Paul, no le había
impedido convertirse a su vez en vampiro. En consecuencia, le desenterraron
para asegurarse de ello y, aunque llevaba inhumado cuarenta días, encontraron
que el cuerpo estaba sonrosado; advirtieron que los cabellos, las uñas y la barba
se habían renovado, y que las venas estaban llenas de una sangre fluida.
El magistrado del lugar, en presencia del cual se realizó la exhumación y
que era un hombre experto en vampirismo, ordenó hundir en el corazón del
cadáver una estaca puntiaguda y atravesarle de parte a parte; lo que fue
ejecutado enseguida. El vampiro lanzó gritos espantosos e hizo los mismos
movimientos que si hubiera estado vivo. Después de lo cual le cortaron la
cabeza y le quemaron en una gran hoguera. A continuación hicieron sufrir el
mismo tratamiento a las cuatro personas a quienes Arnold-Paul había matado,
por temor de que se convirtieran también en vampiros.
A pesar de todas estas precauciones, el vampiro reapareció al cabo de
algunos años; y en el espacio de tres meses, diecisiete personas, de distintas
edades y sexo, perecieron miserablemente: unas sin estar enfermas, y las otras
después de dos o tres días de abatimiento. Una joven llamada Stanoska,
después de haberse acostado una noche en estado de perfecta salud, se despertó
en medio de la noche, temblando, lanzando gritos horribles y diciendo que el
joven Millo, muerto desde hacía nueve semanas, había estado a punto de
estrangularla mientras dormía. Al día siguiente, Stanoska se sintió muy
enferma y murió después de tres días de padecimientos.
Las sospechas recayeron sobre el joven muerto, y se pensó que debía de
ser un vampiro Le desenterraron, le reconocieron como tal y le ejecutaron en
consecuencia. Los médicos y cirujanos del lugar investigaron cómo había
podido renacer el vampiro al cabo de un tiempo tan considerable, y después de
mucho indagar, descubrieron que Arnold-Paul, el primer vampiro, había
atormentado no sólo a las personas que habían muerto poco tiempo después
que él, sino también a varias bestias cuya carne había comido gente que moría
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
poco después, y entre otra el joven Millo. Reanudaron las ejecuciones y
encontraron diecisiete vampiros, a quienes les atravesaron el corazón, les
cortaron la cabeza les quemaron y arrojaron sus cenizas al río...
Estas medidas acabaron con el vampirismo en Medreiga.
Un campesino de Medreiga (aldea de Hungría), llamado Arnold-Paul, fue
aplastado por un carro cargado de heno. Treinta días después de su muerte,
cuatro personas murieron súbitamente, de la misma forma que los que son
atacados por vampiros. Se recordó entonces que Arnold-Paul había contado a
menudo que, en lo alrededores de Cassova, en la frontera de Turquía, le había
acosado un vampiro turco; pero como sabía que las víctimas de los vampiros se
convertían a su vez en vampiros después de la muerte, había encontrado el
medio de curarse comiendo tierra del vampiro turco y frotándose con su
sangre. Se presumió que si este remedí había curado a Arnold-Paul, no le había
impedido convertirse a su vez en vampiro. En consecuencia, le desenterraron
para asegurarse de ello y, aunque llevaba inhumado cuarenta días, encontraron
que el cuerpo estaba sonrosado; advirtieron que los cabellos, las uñas y la barba
se habían renovado, y que las venas estaban llenas de una sangre fluida.
El magistrado del lugar, en presencia del cual se realizó la exhumación y
que era un hombre experto en vampirismo, ordenó hundir en el corazón del
cadáver una estaca puntiaguda y atravesarle de parte a parte; lo que fue
ejecutado enseguida. El vampiro lanzó gritos espantosos e hizo los mismos
movimientos que si hubiera estado vivo. Después de lo cual le cortaron la
cabeza y le quemaron en una gran hoguera. A continuación hicieron sufrir el
mismo tratamiento a las cuatro personas a quienes Arnold-Paul había matado,
por temor de que se convirtieran también en vampiros.
A pesar de todas estas precauciones, el vampiro reapareció al cabo de
algunos años; y en el espacio de tres meses, diecisiete personas, de distintas
edades y sexo, perecieron miserablemente: unas sin estar enfermas, y las otras
después de dos o tres días de abatimiento. Una joven llamada Stanoska,
después de haberse acostado una noche en estado de perfecta salud, se despertó
en medio de la noche, temblando, lanzando gritos horribles y diciendo que el
joven Millo, muerto desde hacía nueve semanas, había estado a punto de
estrangularla mientras dormía. Al día siguiente, Stanoska se sintió muy
enferma y murió después de tres días de padecimientos.
Las sospechas recayeron sobre el joven muerto, y se pensó que debía de
ser un vampiro Le desenterraron, le reconocieron como tal y le ejecutaron en
consecuencia. Los médicos y cirujanos del lugar investigaron cómo había
podido renacer el vampiro al cabo de un tiempo tan considerable, y después de
mucho indagar, descubrieron que Arnold-Paul, el primer vampiro, había
atormentado no sólo a las personas que habían muerto poco tiempo después
que él, sino también a varias bestias cuya carne había comido gente que moría
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
poco después, y entre otra el joven Millo. Reanudaron las ejecuciones y
encontraron diecisiete vampiros, a quienes les atravesaron el corazón, les
cortaron la cabeza les quemaron y arrojaron sus cenizas al río...
Estas medidas acabaron con el vampirismo en Medreiga.
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Joven Flamenca Estrangulada Por El Diablo
Joven Flamenca Estrangulada Por El Diablo
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La historia que viene a continuación tuvo lugar el veintisiete de mayo de
1582. Vivía en Amberes una chica joven y bella, amable, rica y de buena casa;
esto la hacía ser altiva, orgullosa, y sólo buscaba, día tras día, la forma de
agradar con sus trajes suntuosos a una infinidad de elegantes que le hacían la
corte.
Esta joven fue invitada, según la costumbre, a las bodas de un amigo de su
padre que se casaba. Como no quería faltar y estaba deseosa de asistir a tal
fiesta para superar en belleza y gracia a todas las demás damas y doncellas,
preparó sus ricos trajes, dispuso el bermellón con el que quería maquillarse a la
manera de las italianas y, como no hay cosa que más guste a las flamencas que
la ropa bonita, mandó hacer cuatro o cinco pavanas, cuya vara de tela costaba
nueve escudos. Cuando estuvieron terminadas, ordenó venir a una planchadora
y le encomendó la tarea de almidonar con cuidado dos de las pavanas para el
día de las bodas y el siguiente, prometiéndole por su trabajo el equivalente a
veinticuatro cuartos.
La planchadora lo hizo lo mejor posible, pero la doncella no las encontró
de su agrado y envió enseguida a buscar a otra obrera a quien entregó las
pavanas y el sombrero para almidonarlos, prometiéndole un escudo si todo era
de su gusto. Esta segunda planchadora empleó toda su habilidad para hacerlo
bien; pero tampoco pudo contentar a la joven que, despechada y furiosa,
desgarró y lanzó por la habitación sus pavanas y sombreros, blasfemando el
nombre de Dios y jurando que prefería que el diablo se la llevase antes que ir a las
bodas así vestida.
Apenas hubo pronunciado la pobre doncella estas palabras cuando él
diablo, que estaba al acecho y había adoptado la apariencia de uno de sus más
queridos admiradores, se presentó ante ella con una gorguera en el cuello
admirablemente almidonada y arreglada a la última moda. La joven, engañada,
y creyendo que hablaba con uno de sus favoritos, le dijo amablemente:
—Amigo mío, ¿quién os ha compuesto tan bien vuestras gorgueras? Es así
como yo las quería.
El espíritu maligno respondió que las había arreglado él mismo, y dicho
esto se las quita del cuello y las pone graciosamente en el de la doncella, que no
pudo contener la alegría de verse tan bien engalanada. Después de haber
abrazado a la pobrecilla por la cintura, como para besarla, el malvado demonio
lanzó un grito horrible, le retorció miserablemente el cuello y la dejó sin vida en
el suelo.
El grito fue tan espantoso que el padre de la joven y todos los que estaban
en la casa concibieron al oírlo el presagio de alguna desgracia. Se apresuraron a
subir a la habitación donde encontraron a la doncella rígida y muerta, con el
cuello y el rostro negros y magullados. Tenía la boca azulada y desfigurada de
tal manera que todos retrocedieron de espanto. El padre y la madre, después de
haber gritado y sollozado durante largo rato, ordenaron amortajar a su hija, a
quien introdujeron después en un féretro; y para evitar el deshonor que temían,
dieron a entender que su hija había muerto súbitamente de apoplejía. Pero un
suceso como aquél no podía permanecer en secreto. Al contrario: era necesario
que fuera puesto de manifiesto ante todos, a fin de servir de ejemplo. Cuando el
padre hube dispuesto todo para el entierro de su hija, se encontró con que
cuatro hombres fuertes y corpulentos no pudieron levantar ni mover el ataúd
que cobijaba aquel desgraciado cuerpo. Hicieron venir a otros dos porteadores
robustos que se unieron a los cuatro primeros; pero fue en vano, pues el féretro
era tan pesado que no se movía, como si estuviera clavado con fuerza en el
suelo. Los asistentes, espantados, pidieron que se abriera el ataúd, y se procedió
a ello al instante. Entonces —¡oh, prodigio espantoso!—, no encontraron en el
féretro más que un gato negro, que se escapó precipitadamente y desapareció
sin que se pudiera saber lo que fue de él. El ataúd permaneció vacío; la
desgracia de la chica mundana fue descubierta y la iglesia no le concedió las
oraciones de los muertos.
La historia que viene a continuación tuvo lugar el veintisiete de mayo de
1582. Vivía en Amberes una chica joven y bella, amable, rica y de buena casa;
esto la hacía ser altiva, orgullosa, y sólo buscaba, día tras día, la forma de
agradar con sus trajes suntuosos a una infinidad de elegantes que le hacían la
corte.
Esta joven fue invitada, según la costumbre, a las bodas de un amigo de su
padre que se casaba. Como no quería faltar y estaba deseosa de asistir a tal
fiesta para superar en belleza y gracia a todas las demás damas y doncellas,
preparó sus ricos trajes, dispuso el bermellón con el que quería maquillarse a la
manera de las italianas y, como no hay cosa que más guste a las flamencas que
la ropa bonita, mandó hacer cuatro o cinco pavanas, cuya vara de tela costaba
nueve escudos. Cuando estuvieron terminadas, ordenó venir a una planchadora
y le encomendó la tarea de almidonar con cuidado dos de las pavanas para el
día de las bodas y el siguiente, prometiéndole por su trabajo el equivalente a
veinticuatro cuartos.
La planchadora lo hizo lo mejor posible, pero la doncella no las encontró
de su agrado y envió enseguida a buscar a otra obrera a quien entregó las
pavanas y el sombrero para almidonarlos, prometiéndole un escudo si todo era
de su gusto. Esta segunda planchadora empleó toda su habilidad para hacerlo
bien; pero tampoco pudo contentar a la joven que, despechada y furiosa,
desgarró y lanzó por la habitación sus pavanas y sombreros, blasfemando el
nombre de Dios y jurando que prefería que el diablo se la llevase antes que ir a las
bodas así vestida.
Apenas hubo pronunciado la pobre doncella estas palabras cuando él
diablo, que estaba al acecho y había adoptado la apariencia de uno de sus más
queridos admiradores, se presentó ante ella con una gorguera en el cuello
admirablemente almidonada y arreglada a la última moda. La joven, engañada,
y creyendo que hablaba con uno de sus favoritos, le dijo amablemente:
—Amigo mío, ¿quién os ha compuesto tan bien vuestras gorgueras? Es así
como yo las quería.
El espíritu maligno respondió que las había arreglado él mismo, y dicho
esto se las quita del cuello y las pone graciosamente en el de la doncella, que no
pudo contener la alegría de verse tan bien engalanada. Después de haber
abrazado a la pobrecilla por la cintura, como para besarla, el malvado demonio
lanzó un grito horrible, le retorció miserablemente el cuello y la dejó sin vida en
el suelo.
El grito fue tan espantoso que el padre de la joven y todos los que estaban
en la casa concibieron al oírlo el presagio de alguna desgracia. Se apresuraron a
subir a la habitación donde encontraron a la doncella rígida y muerta, con el
cuello y el rostro negros y magullados. Tenía la boca azulada y desfigurada de
tal manera que todos retrocedieron de espanto. El padre y la madre, después de
haber gritado y sollozado durante largo rato, ordenaron amortajar a su hija, a
quien introdujeron después en un féretro; y para evitar el deshonor que temían,
dieron a entender que su hija había muerto súbitamente de apoplejía. Pero un
suceso como aquél no podía permanecer en secreto. Al contrario: era necesario
que fuera puesto de manifiesto ante todos, a fin de servir de ejemplo. Cuando el
padre hube dispuesto todo para el entierro de su hija, se encontró con que
cuatro hombres fuertes y corpulentos no pudieron levantar ni mover el ataúd
que cobijaba aquel desgraciado cuerpo. Hicieron venir a otros dos porteadores
robustos que se unieron a los cuatro primeros; pero fue en vano, pues el féretro
era tan pesado que no se movía, como si estuviera clavado con fuerza en el
suelo. Los asistentes, espantados, pidieron que se abriera el ataúd, y se procedió
a ello al instante. Entonces —¡oh, prodigio espantoso!—, no encontraron en el
féretro más que un gato negro, que se escapó precipitadamente y desapareció
sin que se pudiera saber lo que fue de él. El ataúd permaneció vacío; la
desgracia de la chica mundana fue descubierta y la iglesia no le concedió las
oraciones de los muertos.
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Vampiros De Hungría
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Un soldado húngaro estaba alojado en casa de un campesino de la
frontera, y un día, cuando comía con él, vio entrar a un desconocido que se
sentó a la mesa al lado de ellos. El campesino y su familia parecieron muy
asustados por esta visita, y el soldado, que ignoraba lo que significaba aquello,
no sabía qué pensar del pavor de estas buenas gentes. Pero al día siguiente,
cuando encontraron muerto en la cama al dueño de la casa, el soldado supo que
se trataba del padre de su hospedero, muerto y enterrado desde hacía diez
años, que había venido a sentarse a la mesa al lado de su hijo, y de esta forma le
había anunciado y causado la muerte.
El militar informó a su regimiento de este suceso. Los generales enviaron a
un capitán, un cirujano, un auditor y algunos oficiales para comprobar el hecho.
La gente de la casa y los habitantes del pueblo declararon que el padre del
campesino había vuelto para provocar la muerte de su hijo, y que todo lo que el
soldado había visto y contado era totalmente cierto. En consecuencia, mandaron
desenterrar el cuerpo del espectro. Lo encontraron en el estado de un hombre
que acaba de expirar y con la sangre todavía caliente; entonces le cortaron la
cabeza y le depositaron de nuevo en la tumba. Después de esta primera
expedición, los oficiales fueron informados de que otro hombre, muerto hacía
más de treinta años, solía aparecerse, y que ya se había presentado tres veces en
su casa a la hora de la comida. La primera vez había mordido el cuello de su
propio hermano y le había sacado mucha sangre; la segunda, había hecho lo
mismo a uno de sus hijos; un criado había recibido el mismo trato la tercera vez.
Estas tres personas habían muerto a consecuencia de ello. Este aparecido
desnaturalizado fue desenterrado también; lo encontraron tan lleno de sangre
como el primer vampiro. Le hundieron un gran clavo en la cabeza y le
recubrieron de tierra. Cuando la comisión creía que ya se había librado de los
vampiros, por todas partes se presentaron denuncias contra un tercer vampiro
que, muerto dieciséis años atrás, había matado y devorado a dos de sus hijos;
este tercer vampiro fue quemado y considerado el más culpable. Después de
estas ejecuciones, los oficiales dejaron pueblo totalmente en calma y libre de
aparecidos que bebían la sangre de sus hijos y amigos.
Un soldado húngaro estaba alojado en casa de un campesino de la
frontera, y un día, cuando comía con él, vio entrar a un desconocido que se
sentó a la mesa al lado de ellos. El campesino y su familia parecieron muy
asustados por esta visita, y el soldado, que ignoraba lo que significaba aquello,
no sabía qué pensar del pavor de estas buenas gentes. Pero al día siguiente,
cuando encontraron muerto en la cama al dueño de la casa, el soldado supo que
se trataba del padre de su hospedero, muerto y enterrado desde hacía diez
años, que había venido a sentarse a la mesa al lado de su hijo, y de esta forma le
había anunciado y causado la muerte.
El militar informó a su regimiento de este suceso. Los generales enviaron a
un capitán, un cirujano, un auditor y algunos oficiales para comprobar el hecho.
La gente de la casa y los habitantes del pueblo declararon que el padre del
campesino había vuelto para provocar la muerte de su hijo, y que todo lo que el
soldado había visto y contado era totalmente cierto. En consecuencia, mandaron
desenterrar el cuerpo del espectro. Lo encontraron en el estado de un hombre
que acaba de expirar y con la sangre todavía caliente; entonces le cortaron la
cabeza y le depositaron de nuevo en la tumba. Después de esta primera
expedición, los oficiales fueron informados de que otro hombre, muerto hacía
más de treinta años, solía aparecerse, y que ya se había presentado tres veces en
su casa a la hora de la comida. La primera vez había mordido el cuello de su
propio hermano y le había sacado mucha sangre; la segunda, había hecho lo
mismo a uno de sus hijos; un criado había recibido el mismo trato la tercera vez.
Estas tres personas habían muerto a consecuencia de ello. Este aparecido
desnaturalizado fue desenterrado también; lo encontraron tan lleno de sangre
como el primer vampiro. Le hundieron un gran clavo en la cabeza y le
recubrieron de tierra. Cuando la comisión creía que ya se había librado de los
vampiros, por todas partes se presentaron denuncias contra un tercer vampiro
que, muerto dieciséis años atrás, había matado y devorado a dos de sus hijos;
este tercer vampiro fue quemado y considerado el más culpable. Después de
estas ejecuciones, los oficiales dejaron pueblo totalmente en calma y libre de
aparecidos que bebían la sangre de sus hijos y amigos.
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Historia De Un Marido Asesinado Que Se Aparece Después
De La Muerte Para Pedir Venganza
De La Muerte Para Pedir Venganza
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El señor de la Courtinière, gentilhombre bretón, pasaba la mayor parte del
tiempo cazando en sus bosques y visitando a sus amigos. Recibió un día en su
castillo a varios señores, vecinos y parientes, y les trató muy bien durante tres o
cuatro días. Cuando esta compañía se hubo retirado, se produjo entre el señor
de la Courtinière y su mujer una pequeña disputa porque a él le parecía que ella
no había puesto muy buena cara a sus amigos. Sin embargo, la amonestó con
palabras amables y sinceras que no deberían haberla irritado; pero esta dama,
de humor altivo, no respondió nada y resolvió interiormente vengarse.
El señor de la Courtinière se acostó esa noche dos horas antes de lo
acostumbrado, pues estaba muy cansado. Se durmió profundamente. Cuando
llegó la hora en que la señora solía acostarse, ésta observó que su marido estaba
sumido en un sueño muy profundo. Pensó que el momento era favorable para
la venganza que meditaba, tanto por la disputa que acababan de tener como, tal
vez, por alguna otra antigua hostilidad. Puso pues todo su empeño en seducir a
un doméstico de la casa y a una sirviente, a sabiendas de que ambos eran fáciles
de corromper por medio de buenas recompensas.
Después de haber obtenido de ellos, valiéndose de promesas y horribles
juramentos, la seguridad de que no declararían nada, les anunció sus culpables
intenciones; y para obtener su rápido consentimiento, dio a cada uno la suma
de seiscientos francos, que ellos aceptaron. Hecho esto, entraron los tres —la
dama en primer lugar— en la habitación donde estaba acostado el marido; y,
como todo dormía en la casa, degollaron a la víctima sin ser oídos. Llevaron el
cuerpo a uno de los sótanos del castillo, cavaron una fosa y le enterraron en ella;
y para evitar que se pudieran obtener indicios de la tierra recientemente
removida, colocaron sobre la fosa un tonel lleno de carne de cerdo salada. Tras
lo cual, cada uno se fue a acostar.
Al día siguiente, el resto de los domésticos, al no ver a su dueño, se
preguntaban unos a otros si estaba enfermo. La dama les dijo que uno de sus
amigos había venido a buscarle la noche anterior y se lo había llevado
precipitadamente para ir a separar a unos hidalgos que estaban a punto de
batirse en duelo. Este subterfugio funcionó durante algún tiempo; pero al cabo
de quince días, como el señor de la Courtinière no aparecía, empezaron a
inquietarse. Su viuda difundió el rumor de que le habían notificado que su
marido se había encontrado con unos ladrones cuando atravesaba un bosque, y
que le habían asesinado. Entonces se vistió de luto, expresó fingidas
lamentaciones y mandó que se hicieran servicios y oraciones para el descanso
del alma del difunto en las parroquias de las que había sido señor.
Todos los parientes y vecinos vinieron a consolarla, y simuló tan bien el
dolor, que nadie habría descubierto nunca el crimen si el cielo no hubiera
permitido que fuera desvelado.
El difunto tenía un hermano que venía de vez en cuando a ver a su
cuñada, tanto para distraerla de sus pretendidas penas como para velar por los
asuntos e intereses de los cuatro hijos menores del difunto. Un día que se
paseaba, sobre las cuatro o las cinco de la tarde, por el jardín del castillo,
mientras contemplaba un arriate adornado con bellos tulipanes y otras flores
raras que gustaban tanto a su hermano, tuvo de repente una hemorragia nasal,
lo que le alarmó bastante, pues nunca le había ocurrido antes. En ese momento,
pensó con intensidad en su hermano; le pareció que veía la sombra del señor de
la Courtinière que le hacía señales con la mano, como si le llamara. No se
asustó; siguió al espectro hasta el sótano de la casa y le vio desaparecer
justamente en la fosa donde había sido enterrado. Este prodigio despertó en él
algunas sospechas sobre el crimen cometido. Para asegurarse de ello, fue a
contar lo que acababa de ver a su cuñada. La dama palideció, se le mudó el
rostro y balbuceó palabras inconexas. Las sospechas del hermano se
acrecentaron ante tal turbación y pidió que se cavara en el lugar donde había
visto desaparecer al fantasma. La viuda, a quien esta súbita resolución llenó de
espanto, hizo un esfuerzo por controlarse, adoptó una actitud firme, se burló de
la aparición y trató de mitigar las inquietudes de su cuñado. Le expresó que si
pretendía haber tenido una visión semejante, todos se burlarían de él y sería el
hazmerreír de todo el mundo.
Pero todos estos discursos no pudieron desviarle de su propósito. Mandó
cavar en el sótano, en presencia de testigos, y descubrieron el cadáver de su
hermano, medio corrupto. Levantaron el cuerpo y el juez de Quimper-Corentin
lo reconoció. La viuda fue arrestada, junto con los domésticos, y los tres
culpables fueron condenados a la hoguera. Todos los bienes de la dama fueron
confiscados para ser empleados en obras piadosas.
El señor de la Courtinière, gentilhombre bretón, pasaba la mayor parte del
tiempo cazando en sus bosques y visitando a sus amigos. Recibió un día en su
castillo a varios señores, vecinos y parientes, y les trató muy bien durante tres o
cuatro días. Cuando esta compañía se hubo retirado, se produjo entre el señor
de la Courtinière y su mujer una pequeña disputa porque a él le parecía que ella
no había puesto muy buena cara a sus amigos. Sin embargo, la amonestó con
palabras amables y sinceras que no deberían haberla irritado; pero esta dama,
de humor altivo, no respondió nada y resolvió interiormente vengarse.
El señor de la Courtinière se acostó esa noche dos horas antes de lo
acostumbrado, pues estaba muy cansado. Se durmió profundamente. Cuando
llegó la hora en que la señora solía acostarse, ésta observó que su marido estaba
sumido en un sueño muy profundo. Pensó que el momento era favorable para
la venganza que meditaba, tanto por la disputa que acababan de tener como, tal
vez, por alguna otra antigua hostilidad. Puso pues todo su empeño en seducir a
un doméstico de la casa y a una sirviente, a sabiendas de que ambos eran fáciles
de corromper por medio de buenas recompensas.
Después de haber obtenido de ellos, valiéndose de promesas y horribles
juramentos, la seguridad de que no declararían nada, les anunció sus culpables
intenciones; y para obtener su rápido consentimiento, dio a cada uno la suma
de seiscientos francos, que ellos aceptaron. Hecho esto, entraron los tres —la
dama en primer lugar— en la habitación donde estaba acostado el marido; y,
como todo dormía en la casa, degollaron a la víctima sin ser oídos. Llevaron el
cuerpo a uno de los sótanos del castillo, cavaron una fosa y le enterraron en ella;
y para evitar que se pudieran obtener indicios de la tierra recientemente
removida, colocaron sobre la fosa un tonel lleno de carne de cerdo salada. Tras
lo cual, cada uno se fue a acostar.
Al día siguiente, el resto de los domésticos, al no ver a su dueño, se
preguntaban unos a otros si estaba enfermo. La dama les dijo que uno de sus
amigos había venido a buscarle la noche anterior y se lo había llevado
precipitadamente para ir a separar a unos hidalgos que estaban a punto de
batirse en duelo. Este subterfugio funcionó durante algún tiempo; pero al cabo
de quince días, como el señor de la Courtinière no aparecía, empezaron a
inquietarse. Su viuda difundió el rumor de que le habían notificado que su
marido se había encontrado con unos ladrones cuando atravesaba un bosque, y
que le habían asesinado. Entonces se vistió de luto, expresó fingidas
lamentaciones y mandó que se hicieran servicios y oraciones para el descanso
del alma del difunto en las parroquias de las que había sido señor.
Todos los parientes y vecinos vinieron a consolarla, y simuló tan bien el
dolor, que nadie habría descubierto nunca el crimen si el cielo no hubiera
permitido que fuera desvelado.
El difunto tenía un hermano que venía de vez en cuando a ver a su
cuñada, tanto para distraerla de sus pretendidas penas como para velar por los
asuntos e intereses de los cuatro hijos menores del difunto. Un día que se
paseaba, sobre las cuatro o las cinco de la tarde, por el jardín del castillo,
mientras contemplaba un arriate adornado con bellos tulipanes y otras flores
raras que gustaban tanto a su hermano, tuvo de repente una hemorragia nasal,
lo que le alarmó bastante, pues nunca le había ocurrido antes. En ese momento,
pensó con intensidad en su hermano; le pareció que veía la sombra del señor de
la Courtinière que le hacía señales con la mano, como si le llamara. No se
asustó; siguió al espectro hasta el sótano de la casa y le vio desaparecer
justamente en la fosa donde había sido enterrado. Este prodigio despertó en él
algunas sospechas sobre el crimen cometido. Para asegurarse de ello, fue a
contar lo que acababa de ver a su cuñada. La dama palideció, se le mudó el
rostro y balbuceó palabras inconexas. Las sospechas del hermano se
acrecentaron ante tal turbación y pidió que se cavara en el lugar donde había
visto desaparecer al fantasma. La viuda, a quien esta súbita resolución llenó de
espanto, hizo un esfuerzo por controlarse, adoptó una actitud firme, se burló de
la aparición y trató de mitigar las inquietudes de su cuñado. Le expresó que si
pretendía haber tenido una visión semejante, todos se burlarían de él y sería el
hazmerreír de todo el mundo.
Pero todos estos discursos no pudieron desviarle de su propósito. Mandó
cavar en el sótano, en presencia de testigos, y descubrieron el cadáver de su
hermano, medio corrupto. Levantaron el cuerpo y el juez de Quimper-Corentin
lo reconoció. La viuda fue arrestada, junto con los domésticos, y los tres
culpables fueron condenados a la hoguera. Todos los bienes de la dama fueron
confiscados para ser empleados en obras piadosas.
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Una Aventura De La Tía Melanchton
Una Aventura De La Tía Melanchton
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Cuenta Philippe Melanchton que su tía, que había perdido a su marido y
estaba a punto de dar a luz, vio entrar una noche, mientras estaba sentada junto
al fuego, a dos personas en su casa; una tenía la forma de su difunto marido; la
otra, la de un franciscano de gran estatura. Al principio se asustó al verlos; pero
su marido la tranquilizó y le dijo que tenía que comunicarle algo importante;
después hizo señas al franciscano para que entrara un momento en la
habitación de al lado mientras le daba a conocer sus deseos a su mujer.
Entonces le rogó que mandara decir misas por él y le pidió que le diera la mano
sin temor. Como ella ponía reparos, él le aseguró que no sentiría ningún dolor.
Puso entonces la mano en la de su marido, y la retiró, a decir verdad sin dolor,
pero tan quemada que se quedó negra para toda la vida. Tras lo cual el marido
llamó al franciscano y los dos espectros desaparecieron...
Cuenta Philippe Melanchton que su tía, que había perdido a su marido y
estaba a punto de dar a luz, vio entrar una noche, mientras estaba sentada junto
al fuego, a dos personas en su casa; una tenía la forma de su difunto marido; la
otra, la de un franciscano de gran estatura. Al principio se asustó al verlos; pero
su marido la tranquilizó y le dijo que tenía que comunicarle algo importante;
después hizo señas al franciscano para que entrara un momento en la
habitación de al lado mientras le daba a conocer sus deseos a su mujer.
Entonces le rogó que mandara decir misas por él y le pidió que le diera la mano
sin temor. Como ella ponía reparos, él le aseguró que no sentiría ningún dolor.
Puso entonces la mano en la de su marido, y la retiró, a decir verdad sin dolor,
pero tan quemada que se quedó negra para toda la vida. Tras lo cual el marido
llamó al franciscano y los dos espectros desaparecieron...
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El Espectro De Olivier
El Espectro De Olivier
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Olivier Prévillars y Baudouin Vertolon, nacidos los dos en la ciudad de
Caen, estaban unidos desde la infancia por la más estrecha amistad. Eran más o
menos de la misma edad, sus padres eran vecinos; todo contribuía a hacer
duradera la amistad que se profesaban.
Un día, en una exaltación de sentimiento bastante común en la primera
juventud, se prometieron no olvidarse jamás, e incluso llegaron a jurar que el
que muriese primero iría al instante a ver al otro para no abandonarle.
Escribieron y firmaron este juramento con su propia sangre.
Pero pronto los inseparables (pues era así como les llamaban) se vieron
forzados a alejarse uno del otro; tenían entonces diecinueve años. Olivier, que
era hijo único, se quedó en Caén para secundar a su padre en las tareas del
comercio; Baudouin fue enviado a París para estudiar derecho, pues su padre le
destinaba a la abogacía. Se puede imaginar fácilmente el dolor que esta
separación causó a los dos amigos. Se despidieron de la forma más afectuosa,
renovaron su promesa y volvieron a escribir un nuevo juramento de reunirse,
incluso después de la muerte, si el cielo quería permitirlo. Al día siguiente,
Baudouin partió hacia París.
Pasaron cinco años en perfecta tranquilidad; Baudouin había realizado los
más rápidos progresos en el estudio de las leyes y ya se encontraba en el grupo
más distinguido de jóvenes abogados. Los dos amigos mantenían una
correspondencia continuada y seguían comunicándose todas sus acciones y
sentimientos. Finalmente, Olivier escribió a su amigo que iba a casarse con la
joven Apolline de Lalonde, que este matrimonio colmaba sus deseos, que
necesitaba hacer un viaje a París para coger algunos papeles importantes y que
tendría la dicha de volver a Caen con su querido amigo Baudouin para hacerle
testigo de su himeneo. Anunciaba que llegaría en unos días a París, en coche
público.
Baudouin, ilusionado con la esperanza de volver a ver a Olivier, se dirigió
el día señalado a la parada de coches, pero no encontró a su amigo. Un día, dos
días pasaron; finalmente, al cuarto día, Baudouin recorrió un buen trecho por el
camino de Caen, al encuentro de la diligencia. La halló por fin, y cuando estaba
a una distancia conveniente, vio con toda claridad a Olivier en la puerta del
coche, extremadamente pálido, vestido con un traje de tela verde, adornado con
un pequeño galón dorado y con un sombrero que le cubría los ojos. El coche
pasó muy rápido, pero Baudouin oyó a Olivier que le decía, saludándole con la
mano: —Me encontrarás en tu casa.— El joven abogado siguió al coche y llegó a
la oficina poco tiempo después. Al no encontrar a Olivier, preguntó a los
viajeros dónde estaba el joven que le había saludado en el campo y le había
hablado; pero nadie pudo comprender nada de sus preguntas: en vano
describió la figura y la ropa de la persona que buscaba; no habían visto en el
coche ningún hombre con traje verde. El conductor de la diligencia quiso saber
el nombre de la persona por quien preguntaban; al oír el nombre de Olivier
Prévillars, respondió que no estaba en la lista, pero que lo conocía muy bien,
que era el joven más amable de Caen, que cuando se despidió de él se
encontraba con buena salud y que llegaría a París dentro de tres días como muy
tarde.
Después de estas aclaraciones, Baudouin se retiró, no sabiendo qué pensar
de aquel suceso. Al volver a casa, preguntó a su doméstico si había venido
alguien. El doméstico respondió que no. Entonces Baudouin entró solo en el
dormitorio, con una candela en la mano, pues empezaba a oscurecer.
Después de haber cerrado la puerta, divisó junto a la chimenea al hombre
vestido de verde; estaba sentado y no se le podía ver la cara. Baudouin se acerca
y dirige la candela hacia el desconocido, quien, tras levantar súbitamente un ojo
inmóvil y descubriendo el pecho agujereado por veinte puñaladas, le dice con
voz sombría: —Soy yo, Baudouin, soy tu amigo Olivier, que fiel a su
juramento... —Al oír estas palabras, Baudouin lanza un grito y cae desvanecido.
El doméstico acude al oír el ruido de la caída y le hace volver en sí a fuerza de
procurarle cuidados. Al abrir los ojos, Baudouin divisa otra vez a Olivier y se lo
señala a su criado; éste dice que no ve a nadie. Baudouin le ordena sentarse en
la silla donde está Olivier; el doméstico obedece como si no hubiera nadie en el
asiento, y la sombra parece que sigue allí todavía... Entonces Baudouin,
totalmente recuperado, ordena a su criado que se vaya y, acercándose a Olivier,
le dice: —Perdona, ¡oh, amigo mío!, que no me haya dominado cuando tu
aparición súbita e imprevista me sobrecogió.
Olivier se puso de pie y le respondió: —¿Has olvidado entonces tu
juramento de amistad, o lo has considerado de un modo frívolo? No, Baudouin,
este sagrado juramento fue escrito y ratificado en el cielo, el cual me permite
cumplirlo. Ya no soy. ¡Oh, mi querido Baudouin, un crimen abominable ha
separado mi alma de los lazos que la unían al cuerpo! Que mi presencia deje de
ser un motivo de espanto para ti. De día, de noche, en todo tiempo, en todo
lugar, el alma de Olivier será la fiel compañera del virtuoso Baudouin. Ella será
su guía, su apoyo y su intermediario entre el creador y él. Pero ese Dios que
protege la virtud no quiere que el crimen quede impune. Y este crimen, del cual
soy yo la víctima, grita venganza. Mi sangre, que todavía está caliente, ha
subido con mi alma hasta el trono del eterno. Él ha ratificado nuestro
juramento, él te ha escogido para que me vengues. Partamos.
Baudouin permaneció algunos minutos sin responder; la palidez del
fantasma, su ojo fijo y muerto, su inmovilidad petrificante, su pecho acribillado
a puñaladas, su tono sepulcral; todo su aspecto, en fin, inspiraba terror; y el
joven abogado no podía evitar el espanto. Pero después de haberse asegurado,
rezando una corta oración, de que lo que estaba viendo no era el demonio, se
decidió a seguir al fantasma y a hacer todo lo que le dijese.
En consecuencia, obedeciendo las órdenes de Olivier, Baudouin cogió algo
de dinero, corrió a alquilar una silla de posta y, seguido por su doméstico,
partió en ese momento hacia Caen. El criado iba a caballo detrás de la silla, y el
fantasma había ocupado un sitio en el interior, siempre invisible para otro que
no fuera Baudouin. Durante el viaje, Olivier se entretenía con su amigo, a quien
adivinaba los más secretos pensamientos; respondía a las objeciones que se
hacía interiormente sobre este sorprendente prodigio; le tranquilizaba y le
invitaba a que le considerase un seguro y fiel guardián. Finalmente logró
desterrar el espanto que su presencia le había inspirado al principio.
Al llegar a Caen, la familia de Baudouin, que ya se sentía orgullosa de su
trabajo, le recibió con entusiasmo; como era un poco tarde, dejaron para el día
siguiente las aclaraciones y preguntas; Baudouin se retiró a su habitación y
Olivier le invitó a descansar mientras le decía que iba a aprovechar su sueño
para explicarle la conspiración de la que había sido víctima. Baudouin se
durmió, y esto es lo que el alma de Olivier le dijo:
—Conociste antes de tu partida a la bella Apolline de Lalonde, que sólo
tenía entonces catorce años. La misma saeta nos hirió a los dos; pero viendo
hasta qué punto estaba yo enamorado, combatiste tu amor y, manteniendo en
silencio tus sentimientos, te fuiste, prefiriendo nuestra amistad sobre todo lo
demás. Los años pasaron, fui amado, y ya me iba a convertir en el feliz esposo
de Apolline, cuando ayer, en el momento en que iba a partir para traerte a
Caen, fui asesinado por Lalonde, el indigno hermano de Apolline, y por el
infame Piétreville, quien pretendía su mano. Los monstruos me invitaron,
cuando iba a partir, a una pequeña fiesta que debía celebrarse en Colombelle;
me propusieron después acompañarme un trecho. Salimos, y ya no me
encuentro entre los vivos. A la misma hora en que tú me divisaste en el camino,
los desgraciados acababan de asesinarme de la forma más atroz.
»Esto es lo que debes hacer para vengarme. Mañana, ve a casa de mis
padres y después a la de los de Apolline; invítales, así como a Piétreville, a una
fiesta que vas a dar para celebrar tu regreso. El lugar será Colombelle,
obtendrás su consentimiento para pasado mañana y fingirás una alegría muy
grande. Ya te daré instrucciones más tarde sobre el resto.
La sombra se calló. Baudouin durmió plácidamente; al día siguiente
ejecutó el plan trazado por Olivier, Todo el mundo aceptó la invitación y fueron
a Colombelle. Los convidados eran treinta. La comida fue espléndida y alegre;
Piétreville y Lalonde se divertían mucho. Sólo Baudouin estaba sumido en la
ansiedad al no recibir ninguna orden de la sombra, presente siempre a sus ojos.
A los postres, Lalonde se levantó y reclamó silencio para leer una carta
sellada que Olivier le había entregado, en presencia de Piétreville, según decía,
el día de su partida con la orden terminante de abrirla tres días después y en
presencia de testigos. Esto es lo que contenía:
«En el momento de partir, tal vez para no volver nunca más a mi patria, es
necesario, mi querido Lalonde, que te descubra la verdadera causa de mi
marcha. Habría sido muy grato haberte llamado hermano mío, pero hace pocos
días he conquistado a una joven, por la que siento una atracción irresistible; con
ella voy a reunirme en París para seguirla donde el amor nos conduzca.
Presenta mis excusas a tu hermana, de quien me siento indigno. Su venganza
está en sus manos: he podido entrever que Piétreville la ama; él la merece más
que yo.»
Olivier
Todos quedaron mudos y estupefactos tras la lectura de la carta. Baudouin
vio a Olivier agitarse violentamente. La carta pasó de mano en mano; todos
reconocieron la letra y la firma de Olivier. Baudouin quiso asegurarse a su vez,
pero se la arrancaron de las manos. La carta se mantuvo algunos momentos en
el aire y salió en dirección al jardín... La sombra indicó a Baudouin que la
siguiese, y éste corrió tras ella, guiado por Olivier. Todos les siguieron y
encontraron la carta al pie de un gran árbol, bastante alejado del lugar de la
fiesta, a la entrada de un extenso bosque, sobre un montón de piedras.
Baudouin cogió la carta exclamando: —¿Qué significa este misterio? Tratemos
de penetrar en él, quitemos estas piedras y veamos lo que ocultan. —Lalonde y
Piétreville se rieron a carcajadas y dijeron a los demás que no se molestaran por
una hoja de papel movida por el viento. Baudouin insistió y, cogiendo a los dos
culpables que intentaban alejarse, les llevó al pie del árbol. Allí, tras suplicar a
algunos jóvenes que le secundasen y le ayudasen a retenerlos, retiró el montón
de piedras, bajo el cual se veía que la tierra había sido removida recientemente.
Todo el mundo quedó sorprendido y compartió la impaciencia de Baudouin.
Algunos corrieron a buscar útiles; otros retuvieron por la fuerza a Lalonde y
Piétreville, que blasfemaban y llenaban de imprecaciones a Baudouin. Abrieron
la tierra y encontraron el cadáver de Olivier, vestido con un traje verde y
atravesado a puñaladas. Todos los asistentes se quedaron helados de horror. El
padre de Olivier se desmayó, y Baudouin exclamó con voz potente:
—He aquí el crimen y ahí los asesinos. Socorred a ese padre desdichado.
Que lleven el cadáver ante los jueces; y que a Lalonde, a Piétreville y á mí nos
lleven inmediatamente a los tribunales.
Se llevó a cabo todo lo que Baudouin había pedido; la justicia se hizo cargo
de este pleito y el proceso se inició al día siguiente. Las formalidades
preliminares pronto fueron cumplidas, y al fin llegó el día de la vista. Los
magistrados se reunieron; el acusador y los acusados se encontraron frente a
frente, pero el único testigo que había era el cadáver del desgraciado Olivier,
tendido sobre una mesa en medio de la sala de la audiencia y tal como lo habían
sacado de la tierra. El interrogatorio comenzó. Baudouin repitió con firmeza su
acusación: los dos criminales, seguros de que no se podían conseguir ni pruebas
ni testigos contra ellos, niegan el crimen con audacia. Acusan a su vez a
Baudouin de calumniador y reclaman para él todo el rigor de la ley. La gran
muchedumbre que llena la sala espera con impaciencia el desenlace de estos
singulares debates. Finalmente Baudouin, a quien el presidente presiona para
que presente los testigos y las pruebas del crimen, toma de nuevo la palabra;
invoca el nombre de Olivier, muestra el cadáver sangriento y trata de hacer
temblar a los asesinos con esta prueba; pero desprovisto de testimonio, siente
que sólo un milagro puede iluminar a los jueces. Se dirige entonces con
confianza al Ser Supremo y le pide que la muerte abandone por un momento
sus leyes: —Gran Dios, resucita un instante a Olivier —exclama— y dígnate
poner Tu palabra en su boca.
Después de esta extraña evocación, se produjo el más profundo silencio,
los ojos se clavaron en el cadáver, y cada uno, aceptando o rechazando la idea
de un milagro, esperaba el efecto de este recurso sobrenatural. Parecía que los
acusados, pálidos y atónitos, perdían su firmeza. Pero de pronto, ¡oh, prodigio!,
el rostro pálido y verdoso de Olivier adquiere algo de color, los labios se
reaniman, los ojos se abren, la sangre se calienta y cae a chorros sobre los dos
asesinos, que lanzan gritos horrorosos. Cubiertos con esta sangre acusadora,
son presa de convulsiones horribles a las que sigue un frío letargo. Mientras
tanto, el cuerpo de Olivier, totalmente reanimado, se incorpora y recorre con la
mirada el conjunto de la asamblea, como alguien que sale de un profundo
sueño y trata de recordar sus ideas. Sus ojos se encontraron con los de
Baudouin y su boca sonrió con aire melancólico; después, volviendo la mirada
hacia los dos criminales, se agita furiosamente y un prolongado gemido se
escapa de su pecho desgarrado. Finalmente habla y, con una voz sonora,
anuncia que Dios le permite desenmascarar a los culpables. Desvela su
conspiración, cuenta cómo le asesinaron después de hacerle firmar la falsa carta
y da a conocer todos los detalles del crimen: de qué manera Baudouin los ha
conocido y cómo, guiado por él mismo, ha logrado sacar a la luz la fechoría.
—Hay todavía otros testigos —dice extendiendo el brazo hacia los jueces
—; mirad esta mano desgarrada y los cabellos que contiene: son los del bárbaro
Lalonde. Cuando esos dos tigres me arrastraban agonizante al pie del árbol
donde se proponían esconder mi cadáver, la naturaleza, haciendo en mí un
último esfuerzo, se reanimó un momento, agarró con una mano los cabellos de
Lalonde y con la otra el brazo de Piétreville, donde mis dedos se hundieron de
tal forma que el infame aún lleva la terrible marca; Lalonde, viendo que ningún
poder podría hacerme soltar los cabellos, rogó a su amigo que se los cortase con
unas tijeras que llevaba encima. No contentos con este asesinato abominable,
los cobardes se apoderaron del dinero que llevaba y de cuatro medallas; cada
uno tiene dos en este momento.
»Esto es, jueces y conciudadanos, lo que tenía que decir. La muerte
reclama de nuevo su presa; la naturaleza no puede sufrir por más tiempo que
su orden sea turbado. Mi cuerpo vuelve a la nada y mi alma a su destino.
A medida que Olivier pronunciaba estas últimas palabras con una voz
débil y lánguida, se veía que su cuerpo se descomponía, su rostro perdía color,
sus ojos se apagaban; finalmente volvió a caer en el estado de muerte, de donde
una poderosa mano acababa de sacarlo. Un silencio profundo, un frío estupor
se había apoderado de la asamblea a la vista del prodigio; pero pronto se
elevaron gritos de indignación tras el lúgubre silencio. Examinaron todos los
indicios que había dado Olivier y comprobaron que eran verdaderos. Los
infames fueron condenados a la última pena y conducidos al cadalso, donde
expiraron cubiertos de maldiciones.
Vengado Olivier, éste se apareció a Baudouin bajo la forma aérea que
damos a los ángeles de la luz. Invitó a su amigo a casarse con la encantadora
Apolline; y el vengador de Olivier se convirtió así en su sucesor. El padre de
Apolline murió de pena al ver a su hijo subir al cadalso. Su muerte dejó en
libertad a la hija para contraer un matrimonio que toda la familia veía con muy
buenos ojos. Los dos esposos se establecieron en París; fue una unión feliz, y
Olivier, siempre presente a los ojos de Baudouin, le sirvió de guía hasta la
muerte.
Olivier Prévillars y Baudouin Vertolon, nacidos los dos en la ciudad de
Caen, estaban unidos desde la infancia por la más estrecha amistad. Eran más o
menos de la misma edad, sus padres eran vecinos; todo contribuía a hacer
duradera la amistad que se profesaban.
Un día, en una exaltación de sentimiento bastante común en la primera
juventud, se prometieron no olvidarse jamás, e incluso llegaron a jurar que el
que muriese primero iría al instante a ver al otro para no abandonarle.
Escribieron y firmaron este juramento con su propia sangre.
Pero pronto los inseparables (pues era así como les llamaban) se vieron
forzados a alejarse uno del otro; tenían entonces diecinueve años. Olivier, que
era hijo único, se quedó en Caén para secundar a su padre en las tareas del
comercio; Baudouin fue enviado a París para estudiar derecho, pues su padre le
destinaba a la abogacía. Se puede imaginar fácilmente el dolor que esta
separación causó a los dos amigos. Se despidieron de la forma más afectuosa,
renovaron su promesa y volvieron a escribir un nuevo juramento de reunirse,
incluso después de la muerte, si el cielo quería permitirlo. Al día siguiente,
Baudouin partió hacia París.
Pasaron cinco años en perfecta tranquilidad; Baudouin había realizado los
más rápidos progresos en el estudio de las leyes y ya se encontraba en el grupo
más distinguido de jóvenes abogados. Los dos amigos mantenían una
correspondencia continuada y seguían comunicándose todas sus acciones y
sentimientos. Finalmente, Olivier escribió a su amigo que iba a casarse con la
joven Apolline de Lalonde, que este matrimonio colmaba sus deseos, que
necesitaba hacer un viaje a París para coger algunos papeles importantes y que
tendría la dicha de volver a Caen con su querido amigo Baudouin para hacerle
testigo de su himeneo. Anunciaba que llegaría en unos días a París, en coche
público.
Baudouin, ilusionado con la esperanza de volver a ver a Olivier, se dirigió
el día señalado a la parada de coches, pero no encontró a su amigo. Un día, dos
días pasaron; finalmente, al cuarto día, Baudouin recorrió un buen trecho por el
camino de Caen, al encuentro de la diligencia. La halló por fin, y cuando estaba
a una distancia conveniente, vio con toda claridad a Olivier en la puerta del
coche, extremadamente pálido, vestido con un traje de tela verde, adornado con
un pequeño galón dorado y con un sombrero que le cubría los ojos. El coche
pasó muy rápido, pero Baudouin oyó a Olivier que le decía, saludándole con la
mano: —Me encontrarás en tu casa.— El joven abogado siguió al coche y llegó a
la oficina poco tiempo después. Al no encontrar a Olivier, preguntó a los
viajeros dónde estaba el joven que le había saludado en el campo y le había
hablado; pero nadie pudo comprender nada de sus preguntas: en vano
describió la figura y la ropa de la persona que buscaba; no habían visto en el
coche ningún hombre con traje verde. El conductor de la diligencia quiso saber
el nombre de la persona por quien preguntaban; al oír el nombre de Olivier
Prévillars, respondió que no estaba en la lista, pero que lo conocía muy bien,
que era el joven más amable de Caen, que cuando se despidió de él se
encontraba con buena salud y que llegaría a París dentro de tres días como muy
tarde.
Después de estas aclaraciones, Baudouin se retiró, no sabiendo qué pensar
de aquel suceso. Al volver a casa, preguntó a su doméstico si había venido
alguien. El doméstico respondió que no. Entonces Baudouin entró solo en el
dormitorio, con una candela en la mano, pues empezaba a oscurecer.
Después de haber cerrado la puerta, divisó junto a la chimenea al hombre
vestido de verde; estaba sentado y no se le podía ver la cara. Baudouin se acerca
y dirige la candela hacia el desconocido, quien, tras levantar súbitamente un ojo
inmóvil y descubriendo el pecho agujereado por veinte puñaladas, le dice con
voz sombría: —Soy yo, Baudouin, soy tu amigo Olivier, que fiel a su
juramento... —Al oír estas palabras, Baudouin lanza un grito y cae desvanecido.
El doméstico acude al oír el ruido de la caída y le hace volver en sí a fuerza de
procurarle cuidados. Al abrir los ojos, Baudouin divisa otra vez a Olivier y se lo
señala a su criado; éste dice que no ve a nadie. Baudouin le ordena sentarse en
la silla donde está Olivier; el doméstico obedece como si no hubiera nadie en el
asiento, y la sombra parece que sigue allí todavía... Entonces Baudouin,
totalmente recuperado, ordena a su criado que se vaya y, acercándose a Olivier,
le dice: —Perdona, ¡oh, amigo mío!, que no me haya dominado cuando tu
aparición súbita e imprevista me sobrecogió.
Olivier se puso de pie y le respondió: —¿Has olvidado entonces tu
juramento de amistad, o lo has considerado de un modo frívolo? No, Baudouin,
este sagrado juramento fue escrito y ratificado en el cielo, el cual me permite
cumplirlo. Ya no soy. ¡Oh, mi querido Baudouin, un crimen abominable ha
separado mi alma de los lazos que la unían al cuerpo! Que mi presencia deje de
ser un motivo de espanto para ti. De día, de noche, en todo tiempo, en todo
lugar, el alma de Olivier será la fiel compañera del virtuoso Baudouin. Ella será
su guía, su apoyo y su intermediario entre el creador y él. Pero ese Dios que
protege la virtud no quiere que el crimen quede impune. Y este crimen, del cual
soy yo la víctima, grita venganza. Mi sangre, que todavía está caliente, ha
subido con mi alma hasta el trono del eterno. Él ha ratificado nuestro
juramento, él te ha escogido para que me vengues. Partamos.
Baudouin permaneció algunos minutos sin responder; la palidez del
fantasma, su ojo fijo y muerto, su inmovilidad petrificante, su pecho acribillado
a puñaladas, su tono sepulcral; todo su aspecto, en fin, inspiraba terror; y el
joven abogado no podía evitar el espanto. Pero después de haberse asegurado,
rezando una corta oración, de que lo que estaba viendo no era el demonio, se
decidió a seguir al fantasma y a hacer todo lo que le dijese.
En consecuencia, obedeciendo las órdenes de Olivier, Baudouin cogió algo
de dinero, corrió a alquilar una silla de posta y, seguido por su doméstico,
partió en ese momento hacia Caen. El criado iba a caballo detrás de la silla, y el
fantasma había ocupado un sitio en el interior, siempre invisible para otro que
no fuera Baudouin. Durante el viaje, Olivier se entretenía con su amigo, a quien
adivinaba los más secretos pensamientos; respondía a las objeciones que se
hacía interiormente sobre este sorprendente prodigio; le tranquilizaba y le
invitaba a que le considerase un seguro y fiel guardián. Finalmente logró
desterrar el espanto que su presencia le había inspirado al principio.
Al llegar a Caen, la familia de Baudouin, que ya se sentía orgullosa de su
trabajo, le recibió con entusiasmo; como era un poco tarde, dejaron para el día
siguiente las aclaraciones y preguntas; Baudouin se retiró a su habitación y
Olivier le invitó a descansar mientras le decía que iba a aprovechar su sueño
para explicarle la conspiración de la que había sido víctima. Baudouin se
durmió, y esto es lo que el alma de Olivier le dijo:
—Conociste antes de tu partida a la bella Apolline de Lalonde, que sólo
tenía entonces catorce años. La misma saeta nos hirió a los dos; pero viendo
hasta qué punto estaba yo enamorado, combatiste tu amor y, manteniendo en
silencio tus sentimientos, te fuiste, prefiriendo nuestra amistad sobre todo lo
demás. Los años pasaron, fui amado, y ya me iba a convertir en el feliz esposo
de Apolline, cuando ayer, en el momento en que iba a partir para traerte a
Caen, fui asesinado por Lalonde, el indigno hermano de Apolline, y por el
infame Piétreville, quien pretendía su mano. Los monstruos me invitaron,
cuando iba a partir, a una pequeña fiesta que debía celebrarse en Colombelle;
me propusieron después acompañarme un trecho. Salimos, y ya no me
encuentro entre los vivos. A la misma hora en que tú me divisaste en el camino,
los desgraciados acababan de asesinarme de la forma más atroz.
»Esto es lo que debes hacer para vengarme. Mañana, ve a casa de mis
padres y después a la de los de Apolline; invítales, así como a Piétreville, a una
fiesta que vas a dar para celebrar tu regreso. El lugar será Colombelle,
obtendrás su consentimiento para pasado mañana y fingirás una alegría muy
grande. Ya te daré instrucciones más tarde sobre el resto.
La sombra se calló. Baudouin durmió plácidamente; al día siguiente
ejecutó el plan trazado por Olivier, Todo el mundo aceptó la invitación y fueron
a Colombelle. Los convidados eran treinta. La comida fue espléndida y alegre;
Piétreville y Lalonde se divertían mucho. Sólo Baudouin estaba sumido en la
ansiedad al no recibir ninguna orden de la sombra, presente siempre a sus ojos.
A los postres, Lalonde se levantó y reclamó silencio para leer una carta
sellada que Olivier le había entregado, en presencia de Piétreville, según decía,
el día de su partida con la orden terminante de abrirla tres días después y en
presencia de testigos. Esto es lo que contenía:
«En el momento de partir, tal vez para no volver nunca más a mi patria, es
necesario, mi querido Lalonde, que te descubra la verdadera causa de mi
marcha. Habría sido muy grato haberte llamado hermano mío, pero hace pocos
días he conquistado a una joven, por la que siento una atracción irresistible; con
ella voy a reunirme en París para seguirla donde el amor nos conduzca.
Presenta mis excusas a tu hermana, de quien me siento indigno. Su venganza
está en sus manos: he podido entrever que Piétreville la ama; él la merece más
que yo.»
Olivier
Todos quedaron mudos y estupefactos tras la lectura de la carta. Baudouin
vio a Olivier agitarse violentamente. La carta pasó de mano en mano; todos
reconocieron la letra y la firma de Olivier. Baudouin quiso asegurarse a su vez,
pero se la arrancaron de las manos. La carta se mantuvo algunos momentos en
el aire y salió en dirección al jardín... La sombra indicó a Baudouin que la
siguiese, y éste corrió tras ella, guiado por Olivier. Todos les siguieron y
encontraron la carta al pie de un gran árbol, bastante alejado del lugar de la
fiesta, a la entrada de un extenso bosque, sobre un montón de piedras.
Baudouin cogió la carta exclamando: —¿Qué significa este misterio? Tratemos
de penetrar en él, quitemos estas piedras y veamos lo que ocultan. —Lalonde y
Piétreville se rieron a carcajadas y dijeron a los demás que no se molestaran por
una hoja de papel movida por el viento. Baudouin insistió y, cogiendo a los dos
culpables que intentaban alejarse, les llevó al pie del árbol. Allí, tras suplicar a
algunos jóvenes que le secundasen y le ayudasen a retenerlos, retiró el montón
de piedras, bajo el cual se veía que la tierra había sido removida recientemente.
Todo el mundo quedó sorprendido y compartió la impaciencia de Baudouin.
Algunos corrieron a buscar útiles; otros retuvieron por la fuerza a Lalonde y
Piétreville, que blasfemaban y llenaban de imprecaciones a Baudouin. Abrieron
la tierra y encontraron el cadáver de Olivier, vestido con un traje verde y
atravesado a puñaladas. Todos los asistentes se quedaron helados de horror. El
padre de Olivier se desmayó, y Baudouin exclamó con voz potente:
—He aquí el crimen y ahí los asesinos. Socorred a ese padre desdichado.
Que lleven el cadáver ante los jueces; y que a Lalonde, a Piétreville y á mí nos
lleven inmediatamente a los tribunales.
Se llevó a cabo todo lo que Baudouin había pedido; la justicia se hizo cargo
de este pleito y el proceso se inició al día siguiente. Las formalidades
preliminares pronto fueron cumplidas, y al fin llegó el día de la vista. Los
magistrados se reunieron; el acusador y los acusados se encontraron frente a
frente, pero el único testigo que había era el cadáver del desgraciado Olivier,
tendido sobre una mesa en medio de la sala de la audiencia y tal como lo habían
sacado de la tierra. El interrogatorio comenzó. Baudouin repitió con firmeza su
acusación: los dos criminales, seguros de que no se podían conseguir ni pruebas
ni testigos contra ellos, niegan el crimen con audacia. Acusan a su vez a
Baudouin de calumniador y reclaman para él todo el rigor de la ley. La gran
muchedumbre que llena la sala espera con impaciencia el desenlace de estos
singulares debates. Finalmente Baudouin, a quien el presidente presiona para
que presente los testigos y las pruebas del crimen, toma de nuevo la palabra;
invoca el nombre de Olivier, muestra el cadáver sangriento y trata de hacer
temblar a los asesinos con esta prueba; pero desprovisto de testimonio, siente
que sólo un milagro puede iluminar a los jueces. Se dirige entonces con
confianza al Ser Supremo y le pide que la muerte abandone por un momento
sus leyes: —Gran Dios, resucita un instante a Olivier —exclama— y dígnate
poner Tu palabra en su boca.
Después de esta extraña evocación, se produjo el más profundo silencio,
los ojos se clavaron en el cadáver, y cada uno, aceptando o rechazando la idea
de un milagro, esperaba el efecto de este recurso sobrenatural. Parecía que los
acusados, pálidos y atónitos, perdían su firmeza. Pero de pronto, ¡oh, prodigio!,
el rostro pálido y verdoso de Olivier adquiere algo de color, los labios se
reaniman, los ojos se abren, la sangre se calienta y cae a chorros sobre los dos
asesinos, que lanzan gritos horrorosos. Cubiertos con esta sangre acusadora,
son presa de convulsiones horribles a las que sigue un frío letargo. Mientras
tanto, el cuerpo de Olivier, totalmente reanimado, se incorpora y recorre con la
mirada el conjunto de la asamblea, como alguien que sale de un profundo
sueño y trata de recordar sus ideas. Sus ojos se encontraron con los de
Baudouin y su boca sonrió con aire melancólico; después, volviendo la mirada
hacia los dos criminales, se agita furiosamente y un prolongado gemido se
escapa de su pecho desgarrado. Finalmente habla y, con una voz sonora,
anuncia que Dios le permite desenmascarar a los culpables. Desvela su
conspiración, cuenta cómo le asesinaron después de hacerle firmar la falsa carta
y da a conocer todos los detalles del crimen: de qué manera Baudouin los ha
conocido y cómo, guiado por él mismo, ha logrado sacar a la luz la fechoría.
—Hay todavía otros testigos —dice extendiendo el brazo hacia los jueces
—; mirad esta mano desgarrada y los cabellos que contiene: son los del bárbaro
Lalonde. Cuando esos dos tigres me arrastraban agonizante al pie del árbol
donde se proponían esconder mi cadáver, la naturaleza, haciendo en mí un
último esfuerzo, se reanimó un momento, agarró con una mano los cabellos de
Lalonde y con la otra el brazo de Piétreville, donde mis dedos se hundieron de
tal forma que el infame aún lleva la terrible marca; Lalonde, viendo que ningún
poder podría hacerme soltar los cabellos, rogó a su amigo que se los cortase con
unas tijeras que llevaba encima. No contentos con este asesinato abominable,
los cobardes se apoderaron del dinero que llevaba y de cuatro medallas; cada
uno tiene dos en este momento.
»Esto es, jueces y conciudadanos, lo que tenía que decir. La muerte
reclama de nuevo su presa; la naturaleza no puede sufrir por más tiempo que
su orden sea turbado. Mi cuerpo vuelve a la nada y mi alma a su destino.
A medida que Olivier pronunciaba estas últimas palabras con una voz
débil y lánguida, se veía que su cuerpo se descomponía, su rostro perdía color,
sus ojos se apagaban; finalmente volvió a caer en el estado de muerte, de donde
una poderosa mano acababa de sacarlo. Un silencio profundo, un frío estupor
se había apoderado de la asamblea a la vista del prodigio; pero pronto se
elevaron gritos de indignación tras el lúgubre silencio. Examinaron todos los
indicios que había dado Olivier y comprobaron que eran verdaderos. Los
infames fueron condenados a la última pena y conducidos al cadalso, donde
expiraron cubiertos de maldiciones.
Vengado Olivier, éste se apareció a Baudouin bajo la forma aérea que
damos a los ángeles de la luz. Invitó a su amigo a casarse con la encantadora
Apolline; y el vengador de Olivier se convirtió así en su sucesor. El padre de
Apolline murió de pena al ver a su hijo subir al cadalso. Su muerte dejó en
libertad a la hija para contraer un matrimonio que toda la familia veía con muy
buenos ojos. Los dos esposos se establecieron en París; fue una unión feliz, y
Olivier, siempre presente a los ojos de Baudouin, le sirvió de guía hasta la
muerte.
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Espectros Que Provocan La Tempestad
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El príncipe Radziville, en su Viaje a Jerusalén, cuenta un suceso muy
singular del que fue testigo.
Había comprado en Egipto dos momias, una de hombre y otra de mujer, y
las había encerrado secretamente en unas cajas que mandó poner en su navío
cuando embarcó en Alejandría para volver a Europa. Sólo lo sabían él y dos
criados, ya que los turcos ponen muchas dificultades antes de permitir que
alguien se lleve las momias, pues creen que los cristianos las emplean para
realizar operaciones mágicas. Cuando estaban en alta mar, se levantó varias
veces una tempestad con tanta violencia que el piloto perdía las esperanzas de
salvar su navío. Todo el mundo esperaba un naufragio inminente e inevitable.
Un buen sacerdote polaco, que acompañaba al príncipe Radziville, rezaba las
oraciones convenientes para tal ocasión; el príncipe y su corte respondían a
ellas. Pero el sacerdote era atormentado, según decía, por dos espectros (un
hombre y una mujer) negros y repugnantes, que le hostigaban y amenazaban
con matarle. Al principio se creyó que el terror y el peligro del naufragio le
habían turbado la imaginación. Cuando la calma volvió, pareció tranquilizarse;
pero la tempestad pronto volvió a arreciar. Entonces esos fantasmas le acosaron
más que antes, y sólo pudo liberarse cuando las dos momias fueron arrojadas al
mar, hecho que también provocó el cese de la tormenta.
El príncipe Radziville, en su Viaje a Jerusalén, cuenta un suceso muy
singular del que fue testigo.
Había comprado en Egipto dos momias, una de hombre y otra de mujer, y
las había encerrado secretamente en unas cajas que mandó poner en su navío
cuando embarcó en Alejandría para volver a Europa. Sólo lo sabían él y dos
criados, ya que los turcos ponen muchas dificultades antes de permitir que
alguien se lleve las momias, pues creen que los cristianos las emplean para
realizar operaciones mágicas. Cuando estaban en alta mar, se levantó varias
veces una tempestad con tanta violencia que el piloto perdía las esperanzas de
salvar su navío. Todo el mundo esperaba un naufragio inminente e inevitable.
Un buen sacerdote polaco, que acompañaba al príncipe Radziville, rezaba las
oraciones convenientes para tal ocasión; el príncipe y su corte respondían a
ellas. Pero el sacerdote era atormentado, según decía, por dos espectros (un
hombre y una mujer) negros y repugnantes, que le hostigaban y amenazaban
con matarle. Al principio se creyó que el terror y el peligro del naufragio le
habían turbado la imaginación. Cuando la calma volvió, pareció tranquilizarse;
pero la tempestad pronto volvió a arreciar. Entonces esos fantasmas le acosaron
más que antes, y sólo pudo liberarse cuando las dos momias fueron arrojadas al
mar, hecho que también provocó el cese de la tormenta.
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El Fantasma Del Castillo De Egmont
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Se puede leer la anécdota siguiente en la Segraisiana: El señor Patris había
acompañado al señor Gastón a Flandes y se alojó en el castillo de Egmont. La
hora de cenar había llegado y, tras salir de su habitación para dirigirse al lugar
donde solía comer, el señor Patris se paró al pasar ante la puerta de un oficial
amigo suyo para que le acompañara. Golpeó bastante fuerte. Al ver que el
oficial no contestaba, golpeó por segunda vez, llamándole por su nombre. El
oficial no respondió. Patris, que estaba seguro de que se encontraba en la
habitación, pues la llave estaba en la puerta, abrió y vio, al entrar, que su amigo
estaba sentado delante de una mesa, como fuera de sí.
Se acercó a él y le preguntó qué le ocurría. El oficial, volviendo en sí, le
dijo a su amigo: —No estarías menos sorprendido que yo si hubierais visto,
como yo, que este libro cambiaba de lugar y que las hojas se pasaban solas.
Era el libro de Cardan sobre la sutilidad.
—Vamos—dijo Patris—, os burláis de mí; tenéis la imaginación llena de lo
que acabáis de leer, os habéis levantado, vos mismo habéis puesto el libro en el
lugar donde está, habéis vuelto después a vuestro sillón y, al no encontrar el
libro junto a vos, habéis creído que había ido allí por sí solo.
—Lo que os digo es muy cierto —repuso el oficial—, y prueba de que lo
que afirmo no es una visión, es que la puerta se ha abierto y cerrado, y por ahí
se ha retirado el fantasma...
Patris fue a abrir la puerta, que daba a una galería bastante larga, al final
de la cual había una caja de madera tan pesada que apenas podían cargarla
entre dos hombres. Observó que la caja se agitaba, abandonaba su lugar y se
dirigía hacia él, como deslizándose por el aire. Patris, un tanto asombrado,
exclamó: —Señor diablo, dejando los intereses de Dios aparte, yo soy vuestro
servidor, pero os ruego que no me aterroricéis más.— Y la caja volvió al mismo
lugar de donde había venido. Este suceso produjo una fuerte impresión en
Patris y contribuyó no poco a que se convirtiera en un devoto.
Se puede leer la anécdota siguiente en la Segraisiana: El señor Patris había
acompañado al señor Gastón a Flandes y se alojó en el castillo de Egmont. La
hora de cenar había llegado y, tras salir de su habitación para dirigirse al lugar
donde solía comer, el señor Patris se paró al pasar ante la puerta de un oficial
amigo suyo para que le acompañara. Golpeó bastante fuerte. Al ver que el
oficial no contestaba, golpeó por segunda vez, llamándole por su nombre. El
oficial no respondió. Patris, que estaba seguro de que se encontraba en la
habitación, pues la llave estaba en la puerta, abrió y vio, al entrar, que su amigo
estaba sentado delante de una mesa, como fuera de sí.
Se acercó a él y le preguntó qué le ocurría. El oficial, volviendo en sí, le
dijo a su amigo: —No estarías menos sorprendido que yo si hubierais visto,
como yo, que este libro cambiaba de lugar y que las hojas se pasaban solas.
Era el libro de Cardan sobre la sutilidad.
—Vamos—dijo Patris—, os burláis de mí; tenéis la imaginación llena de lo
que acabáis de leer, os habéis levantado, vos mismo habéis puesto el libro en el
lugar donde está, habéis vuelto después a vuestro sillón y, al no encontrar el
libro junto a vos, habéis creído que había ido allí por sí solo.
—Lo que os digo es muy cierto —repuso el oficial—, y prueba de que lo
que afirmo no es una visión, es que la puerta se ha abierto y cerrado, y por ahí
se ha retirado el fantasma...
Patris fue a abrir la puerta, que daba a una galería bastante larga, al final
de la cual había una caja de madera tan pesada que apenas podían cargarla
entre dos hombres. Observó que la caja se agitaba, abandonaba su lugar y se
dirigía hacia él, como deslizándose por el aire. Patris, un tanto asombrado,
exclamó: —Señor diablo, dejando los intereses de Dios aparte, yo soy vuestro
servidor, pero os ruego que no me aterroricéis más.— Y la caja volvió al mismo
lugar de donde había venido. Este suceso produjo una fuerte impresión en
Patris y contribuyó no poco a que se convirtiera en un devoto.
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El Vampiro Harppe
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Un hombre, que se llamaba Harppe, ordenó a su mujer que le enterrase,
después de morir, delante de la puerta de la cocina, a fin de que pudiera ver
mejor lo que ocurría en la casa. La mujer cumplió fielmente lo que le había
ordenado; y después de la muerte de Harppe, se le vio a menudo por la
vecindad: mataba a los obreros y molestaba de tal modo a los vecinos que nadie
osaba habitar las casas que rodeaban la suya.
Un hombre, llamado Olaüs Pa, fue lo bastante atrevido para atacar a este
espectro: le asestó una lanzada y dejó el arma en la herida. El espectro
desapareció y, al día siguiente, Olaüs abrió la tumba del muerto. Encontró la
lanza en el cuerpo de Harppe, en el mismo lugar donde había golpeado al
fantasma. El cadáver no estaba corrupto. Le sacaron del féretro, le quemaron,
arrojaron sus cenizas al mar y quedaron libres de sus apariciones.
Un hombre, que se llamaba Harppe, ordenó a su mujer que le enterrase,
después de morir, delante de la puerta de la cocina, a fin de que pudiera ver
mejor lo que ocurría en la casa. La mujer cumplió fielmente lo que le había
ordenado; y después de la muerte de Harppe, se le vio a menudo por la
vecindad: mataba a los obreros y molestaba de tal modo a los vecinos que nadie
osaba habitar las casas que rodeaban la suya.
Un hombre, llamado Olaüs Pa, fue lo bastante atrevido para atacar a este
espectro: le asestó una lanzada y dejó el arma en la herida. El espectro
desapareció y, al día siguiente, Olaüs abrió la tumba del muerto. Encontró la
lanza en el cuerpo de Harppe, en el mismo lugar donde había golpeado al
fantasma. El cadáver no estaba corrupto. Le sacaron del féretro, le quemaron,
arrojaron sus cenizas al mar y quedaron libres de sus apariciones.
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Historia De Una Aparición De Demonios Y Espectros En 1609
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Un gentilhombre de Silesia había invitado a unos amigos a una gran cena,
pero éstos se excusaron a la hora en que debía celebrarse. El gentilhombre,
despechado por encontrarse solo en la cena cuando había pensado dar una
fiesta, montó en cólera y dijo: —Puesto que nadie quiere cenar conmigo, ¡qué
vengan todos los diablos ..!
Cuando acabó de pronunciar estas palabras, salió de casa y entró en la
iglesia, donde estaba predicando el cura. Mientras escuchaba el sermón, unos
hombres a caballo, oscuros como negros y ricamente vestidos, entraron en el
patio de su casa y dijeron a los criados que fueran a avisarle de que los
huéspedes habían llegado. Un criado asustado corrió a la iglesia y contó a su
amo lo que pasaba. El gentilhombre, estupefacto, pidió consejo al cura, que
acababa de terminar el sermón. El cura se dirigió sin pensárselo dos veces al
patio de la casa donde acababan de entrar los hombres negros. Ordenó que
saliera toda la familia fuera de la vivienda; lo que se ejecutó tan
precipitadamente que dejaron dentro de la casa a un niño que dormía en la
cuna. Los huéspedes infernales comenzaron entonces a mover las mesas, a
aullar, a mirar por las ventanas, adoptando formas de osos, lobos, gatos, y
hombres terribles, en cuyas manos se veían vasos llenos de vino, pescados y
carne cocida y asada.
Mientras que los vecinos, el cura y un gran número de curiosos
contemplaban con horror tal espectáculo, el pobre gentilhombre empezó a
gritar: —¡Ay! ¿Dónde está mi pobre hijito?
Todavía tenía la última palabra en la boca, cuando uno de los hombres
negros sacó el niño a la ventana. El gentilhombre, desesperado, dijo a uno de
sus más fieles servidores:
—Amigo mío, ¿qué puedo hacer?
—Señor —respondió el criado—, yo encomendaría mi vida a Dios,
entraría en su nombre en la vivienda, de donde, por intercesión de su favor y
socorro, os traería al niño.
—Muy bien —dijo el amo—, que Dios te acompañe, te asista y te dé
fuerzas.
El servidor, después de recibir la bendición de su amo, el cura y demás
gente de bien que le acompañaba, entró en la vivienda y, tras encomendarse a
Dios, abrió la puerta de la sala donde estaban los huéspedes tenebrosos. Todos
aquellos monstruos, de horribles formas, unos de pie, otros sentados, algunos
paseándose, otros reptando por el suelo, fueron hacia él y gritaron:
—¡Uh! ¡Uh! ¿Qué vienes a hacer aquí?
El servidor, lleno de espanto, pero fortalecido por Dios, se dirigió al
espíritu maligno que tenía al niño y le dijo:
—Vamos, entrégame a ese niño.
—No —respondió el otro—, es mío. Ve a decir a tu amo que venga él a
buscarlo.
El servidor insiste y dice:
—Yo cumplo con mi deber. Así pues, en el nombre y con la ayuda de
Jesucristo te quito este niño que debo devolver a su padre.
Y, diciendo estas palabras, cogió al niño y le apretó con fuerza entre sus
brazos. Los hombres negros sólo reaccionan con gritos y amenazas:
—¡Ah, desgraciado! ¡Ah, bribón! Deja a ese niño; si no lo haces, te
despedazaremos.
Pero él, despreciando su cólera, salió sano y salvo y depositó el niño en los
brazos del gentilhombre, su padre. Unos días después, todos estos huéspedes
desaparecieron; y el gentilhombre, que se había vuelto prudente y buen
cristiano, entró en su casa.
Un gentilhombre de Silesia había invitado a unos amigos a una gran cena,
pero éstos se excusaron a la hora en que debía celebrarse. El gentilhombre,
despechado por encontrarse solo en la cena cuando había pensado dar una
fiesta, montó en cólera y dijo: —Puesto que nadie quiere cenar conmigo, ¡qué
vengan todos los diablos ..!
Cuando acabó de pronunciar estas palabras, salió de casa y entró en la
iglesia, donde estaba predicando el cura. Mientras escuchaba el sermón, unos
hombres a caballo, oscuros como negros y ricamente vestidos, entraron en el
patio de su casa y dijeron a los criados que fueran a avisarle de que los
huéspedes habían llegado. Un criado asustado corrió a la iglesia y contó a su
amo lo que pasaba. El gentilhombre, estupefacto, pidió consejo al cura, que
acababa de terminar el sermón. El cura se dirigió sin pensárselo dos veces al
patio de la casa donde acababan de entrar los hombres negros. Ordenó que
saliera toda la familia fuera de la vivienda; lo que se ejecutó tan
precipitadamente que dejaron dentro de la casa a un niño que dormía en la
cuna. Los huéspedes infernales comenzaron entonces a mover las mesas, a
aullar, a mirar por las ventanas, adoptando formas de osos, lobos, gatos, y
hombres terribles, en cuyas manos se veían vasos llenos de vino, pescados y
carne cocida y asada.
Mientras que los vecinos, el cura y un gran número de curiosos
contemplaban con horror tal espectáculo, el pobre gentilhombre empezó a
gritar: —¡Ay! ¿Dónde está mi pobre hijito?
Todavía tenía la última palabra en la boca, cuando uno de los hombres
negros sacó el niño a la ventana. El gentilhombre, desesperado, dijo a uno de
sus más fieles servidores:
—Amigo mío, ¿qué puedo hacer?
—Señor —respondió el criado—, yo encomendaría mi vida a Dios,
entraría en su nombre en la vivienda, de donde, por intercesión de su favor y
socorro, os traería al niño.
—Muy bien —dijo el amo—, que Dios te acompañe, te asista y te dé
fuerzas.
El servidor, después de recibir la bendición de su amo, el cura y demás
gente de bien que le acompañaba, entró en la vivienda y, tras encomendarse a
Dios, abrió la puerta de la sala donde estaban los huéspedes tenebrosos. Todos
aquellos monstruos, de horribles formas, unos de pie, otros sentados, algunos
paseándose, otros reptando por el suelo, fueron hacia él y gritaron:
—¡Uh! ¡Uh! ¿Qué vienes a hacer aquí?
El servidor, lleno de espanto, pero fortalecido por Dios, se dirigió al
espíritu maligno que tenía al niño y le dijo:
—Vamos, entrégame a ese niño.
—No —respondió el otro—, es mío. Ve a decir a tu amo que venga él a
buscarlo.
El servidor insiste y dice:
—Yo cumplo con mi deber. Así pues, en el nombre y con la ayuda de
Jesucristo te quito este niño que debo devolver a su padre.
Y, diciendo estas palabras, cogió al niño y le apretó con fuerza entre sus
brazos. Los hombres negros sólo reaccionan con gritos y amenazas:
—¡Ah, desgraciado! ¡Ah, bribón! Deja a ese niño; si no lo haces, te
despedazaremos.
Pero él, despreciando su cólera, salió sano y salvo y depositó el niño en los
brazos del gentilhombre, su padre. Unos días después, todos estos huéspedes
desaparecieron; y el gentilhombre, que se había vuelto prudente y buen
cristiano, entró en su casa.
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Espectros Que Van En Peregrinación
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Pierre d'Engelbert —que más tarde llegó a ser abad de Cluny— envió a
uno de sus hombres, llamado Sancho, junto al rey de Aragón para que le
sirviese en la guerra. Este hombre volvió al cabo de unos años, con muy buena
salud, a casa de su amo, pero, al poco tiempo de su regreso, cayó enfermo y
murió.
Cuatro meses más tarde, una noche en que lucía un hermoso claro de luna,
Sancho entró en la habitación de su amo, cubierto de harapos; se acercó a la
chimenea y se puso a avivar el fuego para calentarse o para que se le viera
mejor. Pierre, al darse cuenta de que había alguien, preguntó quién estaba allí.
—Soy yo, Sancho, vuestro servidor —respondió el espectro con una voz
ronca y cascada.
—¿Y qué vienes a hacer aquí?
—Voy a Castilla, con mucha otra gente de armas, a fin de expiar el mal
que hemos hecho durante la pasada guerra, al mismo lugar donde se cometió.
Yo, por mi parte, robé ornamentos de una iglesia, y por eso estoy condenado a
hacer allí una peregrinación. Podéis ayudarme mucho realizando buenas obras;
y vuestra señora esposa, que todavía me debe ocho cuartos de mi salario, me
hará un gran servicio dándoselos a los pobres en mi nombre.
—Ya que vienes del otro mundo, dame noticias de Pierre Defais, muerto
hace poco.
—Se ha salvado.
—¿Y Bernier, nuestro conciudadano?
—Se ha condenado por haber desempeñado mal su oficio de juez y por
haber robado a la viuda y al inocente.
—¿Y Alfonso, rey de Aragón, muerto hace dos años?
Entonces, el otro espectro, que Pierre d'Engelbert todavía no había visto,
pero que distinguió en ese momento, sentado en el vano de la ventana, tomó la
palabra y dijo:
—No le pidáis nuevas del rey Alfonso, no puede deciros nada de él, no
lleva bastante tiempo con nosotros para saber cosas de él; pero yo, que estoy
muerto desde hace cinco años, os puedo dar alguna información. Alfonso
estuvo con nosotros algún tiempo, pero los monjes de Cluny se lo llevaron, y no sé
dónde está ahora.
En ese momento el espectro se levantó y le dijo a Sancho:
—Vamos, es hora de partir, sigamos a nuestros compañeros.
Dicho esto, Sancho le repitió los ruegos a su amo y los dos fantasmas
salieron.
Una vez que se hubieron marchado, Pierre d'Engelbert despertó a su
mujer que, a pesar de que estaba acostada junto a él, no había visto ni oído nada
de todo lo que había sucedido. Reconoció que debía ocho cuartos a Sancho, lo
que probó que el espectro había dicho la verdad. Los dos esposos cumplieron
los deseos del difunto: dieron mucho a los pobres y mandaron decir un gran
número de misas y oraciones por el alma del pobre Sancho, que no se apareció
más.
Pierre d'Engelbert —que más tarde llegó a ser abad de Cluny— envió a
uno de sus hombres, llamado Sancho, junto al rey de Aragón para que le
sirviese en la guerra. Este hombre volvió al cabo de unos años, con muy buena
salud, a casa de su amo, pero, al poco tiempo de su regreso, cayó enfermo y
murió.
Cuatro meses más tarde, una noche en que lucía un hermoso claro de luna,
Sancho entró en la habitación de su amo, cubierto de harapos; se acercó a la
chimenea y se puso a avivar el fuego para calentarse o para que se le viera
mejor. Pierre, al darse cuenta de que había alguien, preguntó quién estaba allí.
—Soy yo, Sancho, vuestro servidor —respondió el espectro con una voz
ronca y cascada.
—¿Y qué vienes a hacer aquí?
—Voy a Castilla, con mucha otra gente de armas, a fin de expiar el mal
que hemos hecho durante la pasada guerra, al mismo lugar donde se cometió.
Yo, por mi parte, robé ornamentos de una iglesia, y por eso estoy condenado a
hacer allí una peregrinación. Podéis ayudarme mucho realizando buenas obras;
y vuestra señora esposa, que todavía me debe ocho cuartos de mi salario, me
hará un gran servicio dándoselos a los pobres en mi nombre.
—Ya que vienes del otro mundo, dame noticias de Pierre Defais, muerto
hace poco.
—Se ha salvado.
—¿Y Bernier, nuestro conciudadano?
—Se ha condenado por haber desempeñado mal su oficio de juez y por
haber robado a la viuda y al inocente.
—¿Y Alfonso, rey de Aragón, muerto hace dos años?
Entonces, el otro espectro, que Pierre d'Engelbert todavía no había visto,
pero que distinguió en ese momento, sentado en el vano de la ventana, tomó la
palabra y dijo:
—No le pidáis nuevas del rey Alfonso, no puede deciros nada de él, no
lleva bastante tiempo con nosotros para saber cosas de él; pero yo, que estoy
muerto desde hace cinco años, os puedo dar alguna información. Alfonso
estuvo con nosotros algún tiempo, pero los monjes de Cluny se lo llevaron, y no sé
dónde está ahora.
En ese momento el espectro se levantó y le dijo a Sancho:
—Vamos, es hora de partir, sigamos a nuestros compañeros.
Dicho esto, Sancho le repitió los ruegos a su amo y los dos fantasmas
salieron.
Una vez que se hubieron marchado, Pierre d'Engelbert despertó a su
mujer que, a pesar de que estaba acostada junto a él, no había visto ni oído nada
de todo lo que había sucedido. Reconoció que debía ocho cuartos a Sancho, lo
que probó que el espectro había dicho la verdad. Los dos esposos cumplieron
los deseos del difunto: dieron mucho a los pobres y mandaron decir un gran
número de misas y oraciones por el alma del pobre Sancho, que no se apareció
más.
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Historia De Una Condenada Que Se Apareció
Después De La Muerte
Después De La Muerte
.
En una ciudad de Perú, una chica de dieciséis años, llamada Catherine,
murió de repente, cargada de pecados y culpable de varios sacrilegios. En el
momento en que expiró, su cuerpo se infectó de tal manera que no pudieron
dejarlo en la casa y hubo que sacarlo al aire libre para librarse un poco del mal
olor.
Enseguida se oyeron aullidos parecidos a los de un perro. El caballo de la
casa, que era muy manso, empezó a dar coces, a agitarse y a golpear con las
pezuñas, intentando librarse de sus ataduras, como si alguien le hubiera
atormentado y azotado con violencia.
Unos momentos después, un joven que estaba acostado y dormía
tranquilamente, sintió que alguien le agarraba con fuerza del brazo y le tiraba
de la cama. Ese mismo día, una criada recibió una patada en el hombro, sin
poder ver quién se la daba; conservó la señal varias semanas.
Todas estas cosas se atribuyeron a la maldad de la difunta Catherine, que
fue enterrada inmediatamente con la esperanza de que no se apareciese más.
Pero al cabo de algunos días, se escuchó un gran estrépito causado por tejas y
ladrillos que se rompían. El espíritu, invisible, entró a plena luz del día en una
habitación donde se encontraba la señora con toda la gente de la casa; cogió por
el pie a la misma criada a la que ya había golpeado y la arrastró por la
habitación a la vista de todo el mundo, sin que se pudiera ver quién la
maltrataba así.
Al día siguiente, cuando esta pobre chica, que era, al parecer, la víctima de
la difunta, iba a coger ropa en una habitación del piso superior, percibió a
Catherine, que se ponía de puntillas para coger un florero que estaba en la
cornisa. La chica pudo escaparse en ese momento, pero el espectro, una vez que
se hubo apoderado del florero, la persiguió y se lo tiró con fuerza. El ama, que
había oído el golpe, acudió y vio a la criada temblando y el florero roto en mil
pedazos; ella, por su parte, recibió un ladrillazo que afortunadamente no le hizo
ningún daño.
Al día siguiente, cuando la familia se encontraba reunida, vieron que un
crucifijo, que estaba sólidamente clavado en la pared, se desprendía, como si
alguien lo hubiera arrancado con violencia, y se rompía en tres pedazos.
Resolvieron exorcizar al espíritu, que continuó haciendo fechorías mucho
tiempo, y sólo lograron desembarazarse de él después de muchos esfuerzos.
En una ciudad de Perú, una chica de dieciséis años, llamada Catherine,
murió de repente, cargada de pecados y culpable de varios sacrilegios. En el
momento en que expiró, su cuerpo se infectó de tal manera que no pudieron
dejarlo en la casa y hubo que sacarlo al aire libre para librarse un poco del mal
olor.
Enseguida se oyeron aullidos parecidos a los de un perro. El caballo de la
casa, que era muy manso, empezó a dar coces, a agitarse y a golpear con las
pezuñas, intentando librarse de sus ataduras, como si alguien le hubiera
atormentado y azotado con violencia.
Unos momentos después, un joven que estaba acostado y dormía
tranquilamente, sintió que alguien le agarraba con fuerza del brazo y le tiraba
de la cama. Ese mismo día, una criada recibió una patada en el hombro, sin
poder ver quién se la daba; conservó la señal varias semanas.
Todas estas cosas se atribuyeron a la maldad de la difunta Catherine, que
fue enterrada inmediatamente con la esperanza de que no se apareciese más.
Pero al cabo de algunos días, se escuchó un gran estrépito causado por tejas y
ladrillos que se rompían. El espíritu, invisible, entró a plena luz del día en una
habitación donde se encontraba la señora con toda la gente de la casa; cogió por
el pie a la misma criada a la que ya había golpeado y la arrastró por la
habitación a la vista de todo el mundo, sin que se pudiera ver quién la
maltrataba así.
Al día siguiente, cuando esta pobre chica, que era, al parecer, la víctima de
la difunta, iba a coger ropa en una habitación del piso superior, percibió a
Catherine, que se ponía de puntillas para coger un florero que estaba en la
cornisa. La chica pudo escaparse en ese momento, pero el espectro, una vez que
se hubo apoderado del florero, la persiguió y se lo tiró con fuerza. El ama, que
había oído el golpe, acudió y vio a la criada temblando y el florero roto en mil
pedazos; ella, por su parte, recibió un ladrillazo que afortunadamente no le hizo
ningún daño.
Al día siguiente, cuando la familia se encontraba reunida, vieron que un
crucifijo, que estaba sólidamente clavado en la pared, se desprendía, como si
alguien lo hubiera arrancado con violencia, y se rompía en tres pedazos.
Resolvieron exorcizar al espíritu, que continuó haciendo fechorías mucho
tiempo, y sólo lograron desembarazarse de él después de muchos esfuerzos.
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El Tesoro Del Diablo
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Dos caballeros de Malta tenían un esclavo que se jactaba de poseer el
secreto de invocar a los demonios y obligarles a revelarle las cosas más ocultas.
Sus amos le llevaron a un viejo castillo donde creían que había tesoros ocultos.
El esclavo, una vez solo, realizó las invocaciones y finalmente el diablo
abrió una roca de donde extrajo un cofre. El esclavo quiso apoderarse de él,
pero el cofre volvió a meterse rápidamente en la roca. La misma operación se
repitió más de una vez; y el esclavo, después de vanos esfuerzos, fue a decir a
los dos caballeros lo que le había sucedido. Se encontraba tan debilitado por los
esfuerzos realizados que pidió un poco de licor para recuperarse. Se lo dieron y
volvió al lugar del tesoro.
Horas más tarde, oyeron un ruido; bajaron a la caverna con una luz y
encontraron al esclavo muerto, con todo el cuerpo lleno de heridas producidas
por algo parecido a un cortaplumas, y que representaban la forma de una cruz.
Tenía tantas heridas que no había un lugar donde poner el dedo sin tocar
alguna. Los caballeros llevaron el cadáver al borde del mar y desde allí lo
tiraron al agua con una gran piedra atada al cuello a fin de que nadie pudiera
sospechar nada de este suceso.
Dos caballeros de Malta tenían un esclavo que se jactaba de poseer el
secreto de invocar a los demonios y obligarles a revelarle las cosas más ocultas.
Sus amos le llevaron a un viejo castillo donde creían que había tesoros ocultos.
El esclavo, una vez solo, realizó las invocaciones y finalmente el diablo
abrió una roca de donde extrajo un cofre. El esclavo quiso apoderarse de él,
pero el cofre volvió a meterse rápidamente en la roca. La misma operación se
repitió más de una vez; y el esclavo, después de vanos esfuerzos, fue a decir a
los dos caballeros lo que le había sucedido. Se encontraba tan debilitado por los
esfuerzos realizados que pidió un poco de licor para recuperarse. Se lo dieron y
volvió al lugar del tesoro.
Horas más tarde, oyeron un ruido; bajaron a la caverna con una luz y
encontraron al esclavo muerto, con todo el cuerpo lleno de heridas producidas
por algo parecido a un cortaplumas, y que representaban la forma de una cruz.
Tenía tantas heridas que no había un lugar donde poner el dedo sin tocar
alguna. Los caballeros llevaron el cadáver al borde del mar y desde allí lo
tiraron al agua con una gran piedra atada al cuello a fin de que nadie pudiera
sospechar nada de este suceso.
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Historia Del Espíritu Que Se Apareció En Dourdans
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El señor Vidi, recaudador de impuestos en Dourdans, le escribió a uno de
sus amigos la historia de una aparición singular que tuvo lugar en su casa en el
año 1700. Esta carta fue conservada por el señor Barré, auditor de cuentas, y
publicada por Lenglet-Dufresnoy en su Colección de disertaciones sobre
apariciones. Es ésta:
«El espíritu empezó a hacer ruido en una habitación que se encuentra lejos
de la que solemos emplear para alojar a los servidores enfermos. Nuestra criada
oyó varias veces suspiros parecidos a los de alguien que sufre; sin embargo, no
veía ni sentía nada extraño.
»La desgracia quiso que cayese enferma. La atendimos durante seis meses,
y cuando estaba ya convaleciente, la enviamos a casa de su padre para que
respirara el aire natal. Allí permaneció alrededor de un mes; durante este
tiempo, no vio ni oyó nada extraordinario. Después volvió con buena salud y le
dijimos que se acostara en una habitación próxima a la nuestra. Se quejó de que
oía ruidos y, dos o tres días después, cuando estaba en la leñera, donde había
ido a buscar madera, sintió que la tiraban de la falda. Ese mismo día, por la
tarde, mi mujer la envió a la novena; cuando salía de la iglesia, sintió que el
espíritu la tiraba tan fuerte que no podía avanzar. Una hora después, volvió a
casa y, al ir a entrar en nuestra habitación, la tiraron con tal fuerza que mi mujer
oyó el ruido; y, una vez que estuvo dentro, pudimos observar que los broches
de su falda estaban rotos. Al ver este prodigio, mi mujer tembló de miedo.
»El domingo siguiente por la noche, nada más acostarse, la chica oyó
pasos en la habitación y, un poco después, el espíritu se acostó junto a ella y le
pasó por la cara una mano muy fría, como para acariciarla. Entonces la chica
cogió el rosario que llevaba en el bolsillo y se lo puso en el cuello. Unos días
antes le habíamos dicho que si continuaba oyendo ruidos conjurara al espíritu
en nombre de Dios para que le explicara lo que quería. Hizo mentalmente lo
que le habíamos recomendado, pues el exceso de miedo le había dejado sin
habla. Oyó entonces mascullar sonidos inarticulados. Hacia las tres o las cuatro
de la mañana, el espíritu provocó un estruendo tan grande que parecía que la
casa se había caído. Aquello nos despertó a todos al mismo tiempo. Llamé a una
doncella para que fuera a ver qué había sido eso, pensando que era la criada
quien había producido aquel estrépito a causa del miedo que tendría. La
encontró empapada en sudor. La chica quiso vestirse, pero no encontró las
medias. En ese estado entró en nuestra habitación. Vi una especie de bruma o
humo denso que la seguía y que desaparecía un momento después. Le
aconsejamos que se vistiera y fuera a confesarse y comulgar en cuanto tocaran a
misa de cinco. Fue de nuevo a buscar las medias, que descubrió en el hueco de
la cama, en todo lo alto de la colgadura; las bajó con un bastón. El espíritu se
había llevado también los zapatos a la ventana.
»Cuando se repuso del espanto, fue a confesarse y a comulgar. A su
vuelta, le pregunté lo que había visto. Me dijo que en cuanto se acercó al altar
para comulgar había percibido junto a ella a su madre, que había muerto hace
once años. Después de la comunión se había retirado a una capilla donde,
apenas hubo entrado, su madre se puso de rodillas frente a ella y le cogió las
manos diciéndole: —Hija mía, no tengas miedo; soy tu madre. Tu hermano
murió abrasado accidentalmente cuando yo me encontraba en el horno de Ban
de Oisonville, cerca de Estampe. Enseguida fui a buscar al señor cura de
Garancières, quien vivía santamente, para que me impusiera una penitencia,
pues pensaba que yo tenía la culpa de aquella desgracia. Me respondió que no
era culpable y me envió a Chartres, al penitenciario. Fui a verle, y como me
obstinaba en pedirle una penitencia, me impuso una que consistía en llevar un
cinturón de cerda durante dos años. No pude cumplir esta penitencia a causa
de los embarazos y otras enfermedades y, como morí embarazada sin haberla
podido realizar, te ruego, hija mía, que la cumplas por mí. —La hija se lo
prometió. La madre le encargó además que ayunara a pan y agua durante
cuatro viernes y sábados, encargara decir una misa en Gomberville, pagara al
mercero Lânier veintiséis cuartos que le debía del hilo que le había vendido y
que fuera al sótano de la casa donde había muerto; —Allí encontrarás —añadió
— la suma de siete libras que escondí debajo del tercer escalón. Haz también un
viaje a Chartres, a ver a Nuestra Señora, a quien rezarás por mí. Volveré a
hablar contigo una vez más. —A continuación le dio algunos consejos a su hija:
le dijo sobre todo que rezara a la Santa Virgen, que Dios no le negaría nada y
que las penitencias de este mundo eran fáciles de hacer, pero que las del otro
eran muy duras.
»Al día siguiente la criada mandó decir una misa, durante la cual el
espíritu estuvo dando tirones de su rosario. Ese mismo día le pasó también la
mano por el brazo, como para halagarla. Durante dos días seguidos la chica le
estuvo viendo a su lado.
»Pensé que era necesario que cumpliera lo más pronto posible lo que su
madre le había encargado; por eso, en la primera ocasión, la envié a
Gomberville, donde encargó una misa, pagó los veintiséis cuartos que
efectivamente debía su madre y encontró las siete libras bajo el tercer escalón
del sótano, tal como el espíritu le había dicho. De allí sé dirigió a Chartres,
donde encargó tres misas, se confesó y comulgó en la capilla.
»Cuando salió, su madre se le apareció por última vez y le dijo: —Hija
mía, puesto que estás dispuesta a hacer todo lo que te he pedido, yo me libero
de ese peso, que tú llevarás en mi lugar. Adiós, me voy a la gloria eterna.
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
»Desde entonces, la chica ya no ha visto ni oído nada. Lleva el cinturón de
cerda día y noche, y continuará llevándolo durante los dos años que su madre
le había encomendado.»
El señor Vidi, recaudador de impuestos en Dourdans, le escribió a uno de
sus amigos la historia de una aparición singular que tuvo lugar en su casa en el
año 1700. Esta carta fue conservada por el señor Barré, auditor de cuentas, y
publicada por Lenglet-Dufresnoy en su Colección de disertaciones sobre
apariciones. Es ésta:
«El espíritu empezó a hacer ruido en una habitación que se encuentra lejos
de la que solemos emplear para alojar a los servidores enfermos. Nuestra criada
oyó varias veces suspiros parecidos a los de alguien que sufre; sin embargo, no
veía ni sentía nada extraño.
»La desgracia quiso que cayese enferma. La atendimos durante seis meses,
y cuando estaba ya convaleciente, la enviamos a casa de su padre para que
respirara el aire natal. Allí permaneció alrededor de un mes; durante este
tiempo, no vio ni oyó nada extraordinario. Después volvió con buena salud y le
dijimos que se acostara en una habitación próxima a la nuestra. Se quejó de que
oía ruidos y, dos o tres días después, cuando estaba en la leñera, donde había
ido a buscar madera, sintió que la tiraban de la falda. Ese mismo día, por la
tarde, mi mujer la envió a la novena; cuando salía de la iglesia, sintió que el
espíritu la tiraba tan fuerte que no podía avanzar. Una hora después, volvió a
casa y, al ir a entrar en nuestra habitación, la tiraron con tal fuerza que mi mujer
oyó el ruido; y, una vez que estuvo dentro, pudimos observar que los broches
de su falda estaban rotos. Al ver este prodigio, mi mujer tembló de miedo.
»El domingo siguiente por la noche, nada más acostarse, la chica oyó
pasos en la habitación y, un poco después, el espíritu se acostó junto a ella y le
pasó por la cara una mano muy fría, como para acariciarla. Entonces la chica
cogió el rosario que llevaba en el bolsillo y se lo puso en el cuello. Unos días
antes le habíamos dicho que si continuaba oyendo ruidos conjurara al espíritu
en nombre de Dios para que le explicara lo que quería. Hizo mentalmente lo
que le habíamos recomendado, pues el exceso de miedo le había dejado sin
habla. Oyó entonces mascullar sonidos inarticulados. Hacia las tres o las cuatro
de la mañana, el espíritu provocó un estruendo tan grande que parecía que la
casa se había caído. Aquello nos despertó a todos al mismo tiempo. Llamé a una
doncella para que fuera a ver qué había sido eso, pensando que era la criada
quien había producido aquel estrépito a causa del miedo que tendría. La
encontró empapada en sudor. La chica quiso vestirse, pero no encontró las
medias. En ese estado entró en nuestra habitación. Vi una especie de bruma o
humo denso que la seguía y que desaparecía un momento después. Le
aconsejamos que se vistiera y fuera a confesarse y comulgar en cuanto tocaran a
misa de cinco. Fue de nuevo a buscar las medias, que descubrió en el hueco de
la cama, en todo lo alto de la colgadura; las bajó con un bastón. El espíritu se
había llevado también los zapatos a la ventana.
»Cuando se repuso del espanto, fue a confesarse y a comulgar. A su
vuelta, le pregunté lo que había visto. Me dijo que en cuanto se acercó al altar
para comulgar había percibido junto a ella a su madre, que había muerto hace
once años. Después de la comunión se había retirado a una capilla donde,
apenas hubo entrado, su madre se puso de rodillas frente a ella y le cogió las
manos diciéndole: —Hija mía, no tengas miedo; soy tu madre. Tu hermano
murió abrasado accidentalmente cuando yo me encontraba en el horno de Ban
de Oisonville, cerca de Estampe. Enseguida fui a buscar al señor cura de
Garancières, quien vivía santamente, para que me impusiera una penitencia,
pues pensaba que yo tenía la culpa de aquella desgracia. Me respondió que no
era culpable y me envió a Chartres, al penitenciario. Fui a verle, y como me
obstinaba en pedirle una penitencia, me impuso una que consistía en llevar un
cinturón de cerda durante dos años. No pude cumplir esta penitencia a causa
de los embarazos y otras enfermedades y, como morí embarazada sin haberla
podido realizar, te ruego, hija mía, que la cumplas por mí. —La hija se lo
prometió. La madre le encargó además que ayunara a pan y agua durante
cuatro viernes y sábados, encargara decir una misa en Gomberville, pagara al
mercero Lânier veintiséis cuartos que le debía del hilo que le había vendido y
que fuera al sótano de la casa donde había muerto; —Allí encontrarás —añadió
— la suma de siete libras que escondí debajo del tercer escalón. Haz también un
viaje a Chartres, a ver a Nuestra Señora, a quien rezarás por mí. Volveré a
hablar contigo una vez más. —A continuación le dio algunos consejos a su hija:
le dijo sobre todo que rezara a la Santa Virgen, que Dios no le negaría nada y
que las penitencias de este mundo eran fáciles de hacer, pero que las del otro
eran muy duras.
»Al día siguiente la criada mandó decir una misa, durante la cual el
espíritu estuvo dando tirones de su rosario. Ese mismo día le pasó también la
mano por el brazo, como para halagarla. Durante dos días seguidos la chica le
estuvo viendo a su lado.
»Pensé que era necesario que cumpliera lo más pronto posible lo que su
madre le había encargado; por eso, en la primera ocasión, la envié a
Gomberville, donde encargó una misa, pagó los veintiséis cuartos que
efectivamente debía su madre y encontró las siete libras bajo el tercer escalón
del sótano, tal como el espíritu le había dicho. De allí sé dirigió a Chartres,
donde encargó tres misas, se confesó y comulgó en la capilla.
»Cuando salió, su madre se le apareció por última vez y le dijo: —Hija
mía, puesto que estás dispuesta a hacer todo lo que te he pedido, yo me libero
de ese peso, que tú llevarás en mi lugar. Adiós, me voy a la gloria eterna.
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
»Desde entonces, la chica ya no ha visto ni oído nada. Lleva el cinturón de
cerda día y noche, y continuará llevándolo durante los dos años que su madre
le había encomendado.»
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Las Aventuras De Thibaud De La Jacquière
Las Aventuras De Thibaud De La Jacquière
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Un rico mercader de Lyon, llamado Jacques de la Jacquière, llegó a ser
preboste de la ciudad a causa de su probidad y de los grandes bienes que había
adquirido sin manchar, por ello, su reputación. Era caritativo con los pobres y
bueno con todo el mundo.
Thibaud de la Jacquière, su único hijo, era de humor diferente. Era un
muchacho apuesto, pero también un tunante que había aprendido a romper
cristales, a seducir a las chicas y a maldecir junto a los hombres de armas del
rey, a quien servía en calidad de banderín. No se hablaba de otra cosa que de
las correrías de Thibaud en París, Fontainebleau y en las demás ciudades donde
residía el rey. Un día, el rey, que era Francisco I, escandalizado también por la
mala conducta del joven Thibaud, le envió a Lyon, a fin de que se reformase un
poco en la casa de su padre. El buen preboste residía entonces en un rincón de
la plaza Bellecour. Thibaud fue recibido en la casa paterna con mucha alegría.
Se ofreció, con motivo de su vuelta, un gran festín a los parientes y amigos de la
casa. Todos bebieron a su salud y le desearon que fuera prudente y buen
cristiano. Pero aquellos deseos caritativos desagradaron al joven. Cogió de la
mesa una taza de oro, la llenó de vino y dijo: —¡Sagrada muerte del gran
diablo! A él quiero entregar, con este vino, mi sangre y mi alma si no llego a ser
más hombre de bien de lo que soy —Estas palabras pusieron los pelos de punta
a los convidados. Todos se santiguaron y algunos se levantaron de la mesa.
Thibaud se levantó también y fue a tomar el aire en la plaza Bellecour, donde se
encontró con dos antiguos camaradas, malos tipos como él. Les abrazó, les
invitó a entrar en casa de su padre y se puso a beber con ellos. Thibaud
continuó llevando una vida que afligía el corazón del buen preboste. Éste se
encomendó a Saint-Jacques, su patrón, y colocó ante su imagen un cirio de diez
libras, adornado con dos anillos de oro que pesaban cinco marcos cada uno.
Pero, cuando quiso colocar el cirio en el altar, se le cayó y tiró una lámpara de
plata que ardía delante del santo. El preboste vio en este doble accidente un mal
presagio y volvió triste a su casa.
Ese día, Thibaud invitó otra vez a sus amigos y, cuando llegó la noche,
salieron a tomar el aire en la plaza Bellecour y se pasearon por las calles en
busca de alguna aventura. Pero la noche era tan oscura que no encontraron ni
doncella ni mujer. Thibaud, irritado por esta soledad, exclamó levantando la
voz: —¡Sagrada muerte del gran diablo! A él le doy mi sangre y mi alma. Me
siento tan inflamado por el vino que si la gran diablesa, su hija, acertara a pasar
por aquí, le pediría su amor. —Estas palabras desagradaron a los amigos de
Thibaud que no eran grandes pecadores como él, y uno de ellos le dijo: —
Amigo mío, piensa que el diablo, enemigo de los hombres, causa ya bastantes
males sin que le inviten a hacerlo llamándole por su nombre. —El incorregible
Thibaud respondió: —Haré lo que he dicho.
Un momento después, vieron salir de una calle cercana a una joven dama
velada que prometía muchos encantos y juventud. Un negrito la seguía. En ese
momento el negrito tropezó, cayó de bruces y rompió el farol. Dio la impresión
de que la joven se asustó mucho y se quedó sin saber qué hacer. Thibaud se
apresuró a abordarla lo más cortésmente posible y le ofreció el brazo para
llevarla a casa. Después de algunos remilgos, la desconocida aceptó, y Thibaud,
volviéndose a sus amigos, les dijo a media voz: —Ya veis que a quien he
invocado no me ha hecho esperar, así que... buenas noches. —Los dos amigos
comprendieron lo que quería decir y se retiraron riéndose.
Thibaud ofreció el brazo a su bella acompañante, y el negrito, al que se le
había apagado el farol, caminaba delante de ellos. La joven parecía tan turbada
al principio que guardaba el equilibrio con dificultad, pero poco a poco se fue
tranquilizando y se apoyó con más franqueza en el brazo de su caballero. De
vez en cuando, incluso, tropezaba y le apretaba el brazo para no caerse.
Entonces Thibaud se apresuraba a sostenerla y le ponía la mano en el corazón,
aunque lo hacía con discreción para no asustarla.
Anduvieron tanto tiempo que al final Thibaud empezó a pensar que se
habían perdido por las calles de Lyon. Pero estaba muy a gusto, pues pensó que
sacaría mayor provecho de la bella extraviada. Sin embargo, como sentía
curiosidad por saber con quién estaba tratando y la joven parecía cansada, le
rogó que se sentara en un banco de piedra que se divisaba junto a una puerta.
Ella aceptó, y Thibaud, después de sentarse a su lado, le cogió la mano con aire
galante y le rogó con mucha cortesía que le dijese quién era. La joven pareció
intimidada al principio, pero luego se tranquilizó y le habló en estos términos:
—Me llamo Ordaline; al menos es así como me llamaban las personas que
vivían conmigo en el castillo de Sombre, en los Pirineos. Allí, los únicos seres
humanos que vi fueron mi aya, que era sorda, una criada que tartamudeaba de
tal modo que habría sido preferible que fuese sorda y un viejo portero que era
ciego. El portero no tenía mucho que hacer, pues no abría la puerta más que
una vez al año a un señor que sólo venía a nuestra casa a cogerme de la barbilla
y hablar con mi dueña en lengua vizcaína, que yo desconozco.
Afortunadamente ya sabía hablar cuando me encerraron en el castillo de
Sombre, pues seguramente no habría aprendido con las dos compañeras de mi
prisión. En cuanto al portero, sólo le veía en el momento en que nos pasaba la
cena a través de la verja de la única ventana que teníamos. A decir verdad, mi
aya sorda me gritaba a menudo en el oído no sé qué lecciones de moral, pero la
entendía tan poco como si estuviera tan sorda como ella, pues me hablaba de
los deberes del matrimonio y no me decía lo que era. A menudo también mi
criada tartamuda se esforzaba en contarme alguna historia, asegurándome que
era muy divertida, pero como era incapaz de llegar a la segunda frase se veía
obligada a renunciar y se iba tartamudeándome excusas, de las que salía tan
mal parada como de su historia.
»Ya os he dicho que había un señor que venía a verme una vez cada año.
Cuando cumplí quince años, este señor me hizo subir a una carroza con mi
dueña. Hasta el tercer día no descendimos de ella, o mejor dicho, hasta la
tercera noche, pues la tarde ya estaba muy avanzada. Un hombre abrió la
puerta y nos dijo: "Estáis en la plaza Bellecour, y ésta es la casa del preboste
Jacques de la Jacquière. ¿Dónde queréis que os conduzcan?" "Entrad por la
primera puerta cochera, la siguiente a la del preboste", respondió mi aya.
Aquí el joven Thibaud prestó más atención, pues realmente era vecino de
un gentilhombre llamado el señor de Sombre, que tenía fama de tener un
carácter muy celoso.
—Entramos —continuó Ordaline— por la puerta cochera y subí a unas
habitaciones grandes y hermosas. Después llegué, por una escalera de caracol, a
una torrecilla muy alta cuyas ventanas estaban tapadas con un tela verde muy
gruesa. Por lo demás, la torrecilla estaba bien iluminada. Mi dueña me dijo que
me sentase y me dio un rosario para que me entretuviera; después, salió y cerró
la puerta con llave.
»Cuando me encontré sola, tiré el rosario, cogí unas tijeras que llevaba en
el cinturón e hice una abertura en la tela verde que tapaba la ventana. Entonces
vi, a través de la ventana de una casa vecina, una habitación bien iluminada en
la que estaban cenando tres caballeros con tres chicas. Cantaban, bebían, reían y
se abrazaban...
Ordaline refirió todavía más detalles con los que Thibaud estuvo a punto
de reventar de risa, pues se trataba de una cena que había tenido con sus dos
amigos y tres señoritas de la ciudad.
—Estaba muy atenta a todo lo que pasaba —continuó Ordaline—, y
cuando oí abrir la puerta, cogí rápidamente el rosario en el momento en que
entraba mi dueña. Me tomó otra vez de la mano sin decirme nada y me llevó de
nuevo a la carroza. Llegamos, después de un largo trayecto, a la última casa del
arrabal. Aparentemente no era más que una cabaña, pero el interior era
magnífico, como podréis comprobar si el negrito encuentra el camino, pues veo
que ya ha conseguido lumbre y encendido el farol.
—Bella extraviada —interrumpió Thibaud, besando la mano de la joven—,
hacedme el favor de decirme si vivís sola en esa casita.
—Sí, sola —respondió la dama—, con este negrito y mi aya. Pero no creo
que ella pueda venir esta noche. El señor que me llevó a la choza anoche me ha
enviado recado hace dos horas para que fuera a verle a casa de una de sus
hermanas; pero como no podía enviar su carroza, que había ido a recoger a un
sacerdote, nos dirigíamos a pie a esa casa. Alguien nos paró para decirme un
piropo; mi dueña, que es sorda, creyó que me estaban insultando y le respondió
con insultos. Vino más gente y se mezcló en la pelea. Tuve miedo y huí. El
negrito corrió detrás de mí; se cayó, su farol se rompió, y entonces, señor, tuve
la fortuna de encontraros.
Thibaud iba a responderle con alguna galantería cuando llegó el negrito
con el farol encendido. Se pusieron en marcha y llegaron, al final del arrabal, a
una choza solitaria cuya puerta abrió el negrito con una llave que llevaba en el
cinturón. Había muchos adornos en el interior, y, entre los muebles preciosos,
se podían apreciar sobre todo unos sillones de terciopelo negro con franjas de
oro y una cama de moaré de Venecia. Pero todo esto apenas llamaba la atención
de Thibaud, que sólo tenía ojos para la encantadora Ordaline.
El negrito puso la mesa y preparó la cena. Thibaud se dio cuenta entonces
de que no era un niño, como había pensado al principio, sino una especie de
viejo enano negro con una cara de lo más fea. El hombrecillo trajo una fuente de
plata dorada con cuatro apetitosas perdices y un frasco de excelente vino.
Enseguida se sentaron a comer. Thibaud no había terminado de beber y comer
cuando sintió que un fuego sobrenatural corría por sus venas. Ordaline, por su
parte, comía poco y miraba mucho a su invitado, a veces con una mirada tierna
e ingenua, y otras con unos ojos tan llenos de malicia que el joven estaba casi
atemorizado. Finalmente, el negrito vino a quitar la mesa. Entonces Ordaline
cogió a Thibaud de la mano y le dijo: —Hermoso caballero, ¿cómo queréis que
pasemos nuestra velada...? Se me ocurre una idea: ahí hay un gran espejo.
Hagamos muecas como solía hacer en el castillo de Sombre. Me divertía mucho
viendo que mi aya estaba hecha de forma diferente a mí; ahora quiero saber si
estoy hecha de forma diferente a vos.
Ordaline colocó dos sillas delante del espejo, tras lo cual, quitó a Thibaud
la gorguera y le dijo:
—Tenéis el cuello más o menos como el mío, los hombros también, pero
en cuanto al pecho, ¡qué diferencia! El mío era así el año pasado, pero he
engordado tanto que ya no puedo reconocerme. Quitaos el cinturón..., el
jubón..., ¿por qué tantos cordones... ?
Thibaud, que ya no podía contenerse más, llevó a Ordaline a la cama de
moaré de Venecia, y se creyó el más feliz de los hombres... Pero esta felicidad
no duró mucho... El desgraciado Thibaud sintió unas garras agudas que se
hundían en su cintura... Gritó: «¡Ordaline!» Pero Ordaline ya no estaba entre
sus brazos... En su lugar no encontró más que un horrible conjunto de formas
horrorosas y desconocidas...
—No soy Ordaline —dijo el monstruo con voz formidable—; ¡soy Belcebú!
Thibaud quiso pronunciar el nombre de Jesús, pero el diablo, que lo
adivinó, le atenazó la garganta con los dientes y le impidió pronunciar el
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
nombre sagrado...
Al día siguiente por la mañana, unos campesinos que iban a vender
legumbres al mercado de Lyon oyeron unos gemidos en una chabola
abandonada que había junto al camino y que era utilizada como vertedero.
Entraron y encontraron a Thibaud tumbado sobre una carroña medio podrida.
Lo colocaron sobre los cestos y le llevaron así a casa del preboste de Lyon. El
desdichado de la Jacquière reconoció a su hijo... Le metieron en la cama y
pronto recobró el conocimiento. Entonces dijo con voz débil:
—Abrid a ese santo ermitaño.
Al principio no le comprendían, pero finalmente abrieron la puerta y
vieron entrar a un venerable religioso que pidió que le dejasen solo con
Thibaud. Oyeron durante mucho tiempo las exhortaciones del ermitaño y los
suspiros del desgraciado joven. Cuando dejaron de oírlas, entraron en la
habitación. El ermitaño había desaparecido y encontraron a Thibaud muerto en
la cama con un crucifijo entre las manos.
Un rico mercader de Lyon, llamado Jacques de la Jacquière, llegó a ser
preboste de la ciudad a causa de su probidad y de los grandes bienes que había
adquirido sin manchar, por ello, su reputación. Era caritativo con los pobres y
bueno con todo el mundo.
Thibaud de la Jacquière, su único hijo, era de humor diferente. Era un
muchacho apuesto, pero también un tunante que había aprendido a romper
cristales, a seducir a las chicas y a maldecir junto a los hombres de armas del
rey, a quien servía en calidad de banderín. No se hablaba de otra cosa que de
las correrías de Thibaud en París, Fontainebleau y en las demás ciudades donde
residía el rey. Un día, el rey, que era Francisco I, escandalizado también por la
mala conducta del joven Thibaud, le envió a Lyon, a fin de que se reformase un
poco en la casa de su padre. El buen preboste residía entonces en un rincón de
la plaza Bellecour. Thibaud fue recibido en la casa paterna con mucha alegría.
Se ofreció, con motivo de su vuelta, un gran festín a los parientes y amigos de la
casa. Todos bebieron a su salud y le desearon que fuera prudente y buen
cristiano. Pero aquellos deseos caritativos desagradaron al joven. Cogió de la
mesa una taza de oro, la llenó de vino y dijo: —¡Sagrada muerte del gran
diablo! A él quiero entregar, con este vino, mi sangre y mi alma si no llego a ser
más hombre de bien de lo que soy —Estas palabras pusieron los pelos de punta
a los convidados. Todos se santiguaron y algunos se levantaron de la mesa.
Thibaud se levantó también y fue a tomar el aire en la plaza Bellecour, donde se
encontró con dos antiguos camaradas, malos tipos como él. Les abrazó, les
invitó a entrar en casa de su padre y se puso a beber con ellos. Thibaud
continuó llevando una vida que afligía el corazón del buen preboste. Éste se
encomendó a Saint-Jacques, su patrón, y colocó ante su imagen un cirio de diez
libras, adornado con dos anillos de oro que pesaban cinco marcos cada uno.
Pero, cuando quiso colocar el cirio en el altar, se le cayó y tiró una lámpara de
plata que ardía delante del santo. El preboste vio en este doble accidente un mal
presagio y volvió triste a su casa.
Ese día, Thibaud invitó otra vez a sus amigos y, cuando llegó la noche,
salieron a tomar el aire en la plaza Bellecour y se pasearon por las calles en
busca de alguna aventura. Pero la noche era tan oscura que no encontraron ni
doncella ni mujer. Thibaud, irritado por esta soledad, exclamó levantando la
voz: —¡Sagrada muerte del gran diablo! A él le doy mi sangre y mi alma. Me
siento tan inflamado por el vino que si la gran diablesa, su hija, acertara a pasar
por aquí, le pediría su amor. —Estas palabras desagradaron a los amigos de
Thibaud que no eran grandes pecadores como él, y uno de ellos le dijo: —
Amigo mío, piensa que el diablo, enemigo de los hombres, causa ya bastantes
males sin que le inviten a hacerlo llamándole por su nombre. —El incorregible
Thibaud respondió: —Haré lo que he dicho.
Un momento después, vieron salir de una calle cercana a una joven dama
velada que prometía muchos encantos y juventud. Un negrito la seguía. En ese
momento el negrito tropezó, cayó de bruces y rompió el farol. Dio la impresión
de que la joven se asustó mucho y se quedó sin saber qué hacer. Thibaud se
apresuró a abordarla lo más cortésmente posible y le ofreció el brazo para
llevarla a casa. Después de algunos remilgos, la desconocida aceptó, y Thibaud,
volviéndose a sus amigos, les dijo a media voz: —Ya veis que a quien he
invocado no me ha hecho esperar, así que... buenas noches. —Los dos amigos
comprendieron lo que quería decir y se retiraron riéndose.
Thibaud ofreció el brazo a su bella acompañante, y el negrito, al que se le
había apagado el farol, caminaba delante de ellos. La joven parecía tan turbada
al principio que guardaba el equilibrio con dificultad, pero poco a poco se fue
tranquilizando y se apoyó con más franqueza en el brazo de su caballero. De
vez en cuando, incluso, tropezaba y le apretaba el brazo para no caerse.
Entonces Thibaud se apresuraba a sostenerla y le ponía la mano en el corazón,
aunque lo hacía con discreción para no asustarla.
Anduvieron tanto tiempo que al final Thibaud empezó a pensar que se
habían perdido por las calles de Lyon. Pero estaba muy a gusto, pues pensó que
sacaría mayor provecho de la bella extraviada. Sin embargo, como sentía
curiosidad por saber con quién estaba tratando y la joven parecía cansada, le
rogó que se sentara en un banco de piedra que se divisaba junto a una puerta.
Ella aceptó, y Thibaud, después de sentarse a su lado, le cogió la mano con aire
galante y le rogó con mucha cortesía que le dijese quién era. La joven pareció
intimidada al principio, pero luego se tranquilizó y le habló en estos términos:
—Me llamo Ordaline; al menos es así como me llamaban las personas que
vivían conmigo en el castillo de Sombre, en los Pirineos. Allí, los únicos seres
humanos que vi fueron mi aya, que era sorda, una criada que tartamudeaba de
tal modo que habría sido preferible que fuese sorda y un viejo portero que era
ciego. El portero no tenía mucho que hacer, pues no abría la puerta más que
una vez al año a un señor que sólo venía a nuestra casa a cogerme de la barbilla
y hablar con mi dueña en lengua vizcaína, que yo desconozco.
Afortunadamente ya sabía hablar cuando me encerraron en el castillo de
Sombre, pues seguramente no habría aprendido con las dos compañeras de mi
prisión. En cuanto al portero, sólo le veía en el momento en que nos pasaba la
cena a través de la verja de la única ventana que teníamos. A decir verdad, mi
aya sorda me gritaba a menudo en el oído no sé qué lecciones de moral, pero la
entendía tan poco como si estuviera tan sorda como ella, pues me hablaba de
los deberes del matrimonio y no me decía lo que era. A menudo también mi
criada tartamuda se esforzaba en contarme alguna historia, asegurándome que
era muy divertida, pero como era incapaz de llegar a la segunda frase se veía
obligada a renunciar y se iba tartamudeándome excusas, de las que salía tan
mal parada como de su historia.
»Ya os he dicho que había un señor que venía a verme una vez cada año.
Cuando cumplí quince años, este señor me hizo subir a una carroza con mi
dueña. Hasta el tercer día no descendimos de ella, o mejor dicho, hasta la
tercera noche, pues la tarde ya estaba muy avanzada. Un hombre abrió la
puerta y nos dijo: "Estáis en la plaza Bellecour, y ésta es la casa del preboste
Jacques de la Jacquière. ¿Dónde queréis que os conduzcan?" "Entrad por la
primera puerta cochera, la siguiente a la del preboste", respondió mi aya.
Aquí el joven Thibaud prestó más atención, pues realmente era vecino de
un gentilhombre llamado el señor de Sombre, que tenía fama de tener un
carácter muy celoso.
—Entramos —continuó Ordaline— por la puerta cochera y subí a unas
habitaciones grandes y hermosas. Después llegué, por una escalera de caracol, a
una torrecilla muy alta cuyas ventanas estaban tapadas con un tela verde muy
gruesa. Por lo demás, la torrecilla estaba bien iluminada. Mi dueña me dijo que
me sentase y me dio un rosario para que me entretuviera; después, salió y cerró
la puerta con llave.
»Cuando me encontré sola, tiré el rosario, cogí unas tijeras que llevaba en
el cinturón e hice una abertura en la tela verde que tapaba la ventana. Entonces
vi, a través de la ventana de una casa vecina, una habitación bien iluminada en
la que estaban cenando tres caballeros con tres chicas. Cantaban, bebían, reían y
se abrazaban...
Ordaline refirió todavía más detalles con los que Thibaud estuvo a punto
de reventar de risa, pues se trataba de una cena que había tenido con sus dos
amigos y tres señoritas de la ciudad.
—Estaba muy atenta a todo lo que pasaba —continuó Ordaline—, y
cuando oí abrir la puerta, cogí rápidamente el rosario en el momento en que
entraba mi dueña. Me tomó otra vez de la mano sin decirme nada y me llevó de
nuevo a la carroza. Llegamos, después de un largo trayecto, a la última casa del
arrabal. Aparentemente no era más que una cabaña, pero el interior era
magnífico, como podréis comprobar si el negrito encuentra el camino, pues veo
que ya ha conseguido lumbre y encendido el farol.
—Bella extraviada —interrumpió Thibaud, besando la mano de la joven—,
hacedme el favor de decirme si vivís sola en esa casita.
—Sí, sola —respondió la dama—, con este negrito y mi aya. Pero no creo
que ella pueda venir esta noche. El señor que me llevó a la choza anoche me ha
enviado recado hace dos horas para que fuera a verle a casa de una de sus
hermanas; pero como no podía enviar su carroza, que había ido a recoger a un
sacerdote, nos dirigíamos a pie a esa casa. Alguien nos paró para decirme un
piropo; mi dueña, que es sorda, creyó que me estaban insultando y le respondió
con insultos. Vino más gente y se mezcló en la pelea. Tuve miedo y huí. El
negrito corrió detrás de mí; se cayó, su farol se rompió, y entonces, señor, tuve
la fortuna de encontraros.
Thibaud iba a responderle con alguna galantería cuando llegó el negrito
con el farol encendido. Se pusieron en marcha y llegaron, al final del arrabal, a
una choza solitaria cuya puerta abrió el negrito con una llave que llevaba en el
cinturón. Había muchos adornos en el interior, y, entre los muebles preciosos,
se podían apreciar sobre todo unos sillones de terciopelo negro con franjas de
oro y una cama de moaré de Venecia. Pero todo esto apenas llamaba la atención
de Thibaud, que sólo tenía ojos para la encantadora Ordaline.
El negrito puso la mesa y preparó la cena. Thibaud se dio cuenta entonces
de que no era un niño, como había pensado al principio, sino una especie de
viejo enano negro con una cara de lo más fea. El hombrecillo trajo una fuente de
plata dorada con cuatro apetitosas perdices y un frasco de excelente vino.
Enseguida se sentaron a comer. Thibaud no había terminado de beber y comer
cuando sintió que un fuego sobrenatural corría por sus venas. Ordaline, por su
parte, comía poco y miraba mucho a su invitado, a veces con una mirada tierna
e ingenua, y otras con unos ojos tan llenos de malicia que el joven estaba casi
atemorizado. Finalmente, el negrito vino a quitar la mesa. Entonces Ordaline
cogió a Thibaud de la mano y le dijo: —Hermoso caballero, ¿cómo queréis que
pasemos nuestra velada...? Se me ocurre una idea: ahí hay un gran espejo.
Hagamos muecas como solía hacer en el castillo de Sombre. Me divertía mucho
viendo que mi aya estaba hecha de forma diferente a mí; ahora quiero saber si
estoy hecha de forma diferente a vos.
Ordaline colocó dos sillas delante del espejo, tras lo cual, quitó a Thibaud
la gorguera y le dijo:
—Tenéis el cuello más o menos como el mío, los hombros también, pero
en cuanto al pecho, ¡qué diferencia! El mío era así el año pasado, pero he
engordado tanto que ya no puedo reconocerme. Quitaos el cinturón..., el
jubón..., ¿por qué tantos cordones... ?
Thibaud, que ya no podía contenerse más, llevó a Ordaline a la cama de
moaré de Venecia, y se creyó el más feliz de los hombres... Pero esta felicidad
no duró mucho... El desgraciado Thibaud sintió unas garras agudas que se
hundían en su cintura... Gritó: «¡Ordaline!» Pero Ordaline ya no estaba entre
sus brazos... En su lugar no encontró más que un horrible conjunto de formas
horrorosas y desconocidas...
—No soy Ordaline —dijo el monstruo con voz formidable—; ¡soy Belcebú!
Thibaud quiso pronunciar el nombre de Jesús, pero el diablo, que lo
adivinó, le atenazó la garganta con los dientes y le impidió pronunciar el
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
nombre sagrado...
Al día siguiente por la mañana, unos campesinos que iban a vender
legumbres al mercado de Lyon oyeron unos gemidos en una chabola
abandonada que había junto al camino y que era utilizada como vertedero.
Entraron y encontraron a Thibaud tumbado sobre una carroña medio podrida.
Lo colocaron sobre los cestos y le llevaron así a casa del preboste de Lyon. El
desdichado de la Jacquière reconoció a su hijo... Le metieron en la cama y
pronto recobró el conocimiento. Entonces dijo con voz débil:
—Abrid a ese santo ermitaño.
Al principio no le comprendían, pero finalmente abrieron la puerta y
vieron entrar a un venerable religioso que pidió que le dejasen solo con
Thibaud. Oyeron durante mucho tiempo las exhortaciones del ermitaño y los
suspiros del desgraciado joven. Cuando dejaron de oírlas, entraron en la
habitación. El ermitaño había desaparecido y encontraron a Thibaud muerto en
la cama con un crucifijo entre las manos.
.
Espectro Que Pide Venganza
.
En el siglo XIII, el conde de Belmonte (en el Montferrat) concibió un amor
violento por la hija de uno de sus siervos. Se llamaba Abelina. El conde debía
disfrutar del derecho de señor que sobre ella tenía; pero nadie parecía tener
prisa por casarla y su impaciente llama se ofendía por aquella lentitud.
Un día, mientras estaba de caza, encontró a la joven Abelina guardando
los rebaños de su padre; el conde le preguntó que por qué no le daban esposo.
—Vos sois la causa de ello, mi señor —respondió—. Los jóvenes no quieren
sufrir más la deshonra y la vergüenza del derecho que tenéis a pasar con sus
mujeres la primera noche de bodas; y nuestros padres ya no quieren casarnos
hasta que el derecho de pernada sea abolido.
El señor de Belmonte ocultó su despecho y mandó que dijesen al padre de
la joven que quería verle.
El viejo Ceceo (éste era el nombre del padre de Abelina) se dirigió
inmediatamente al castillo. La noche llega y, en contra de su prudencia, Ceceo
no vuelve a casa. Dan las doce, Ceceo no ha vuelto; ¿estará muerto...? En el
momento en que su mujer y su hija empezaban a perder toda esperanza, una
sombra de un tamaño desmesurado apareció sin hacer ruido en medio de la
habitación. Las dos mujeres, horrorizadas, apenas se atreven a levantar los ojos.
El fantasma se acerca y les dice:—Soy el alma de vuestro Ceceo.
—¡Oh, padre mío! —exclama Abelina—. ¿Qué bárbaro os ha quitado la
vida?
—El tirano de Belmonte acaba de asesinarme —respondió el fantasma—, y
tú eres la causa inocente de mi muerte. Me dirigía, pues tú me trajiste la orden,
al castillo del monstruo. ¡Ojalá nunca hubiera encontrado la entrada! Pero no
podía escapar de sus manos crueles. En cuanto me introduje en una habitación
un poco oscura, puse el pie en una trampilla que se hundió; caí en un pozo
profundo lleno de hierros afilados, en donde pronto abandoné la vida. He
franqueado las puertas de la terrible eternidad. Estoy esperando mi sentencia,
voy a ser juzgado por mis obras, pero cuento con la clemencia inefable de mi
Dios, y mi conciencia está limpia. Si quieres a tu padre, si lloras su muerte, ¡oh,
hija mía!, piensa en vengarme y en liberar a tu patria. Y tú, esposa bien amada,
seca tus lágrimas y queda en paz. Los días apacibles se aproximan, la tiranía va
a caer...
Entonces la sombra resplandeció llena de luz y desapareció en medio de
una nube. La única huella que quedó de su aparición fue la marca de la mano
que había apoyado en el respaldo de una silla.
La profecía del espectro se cumplió: poco tiempo después, los campesinos
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
de Belmonte, se alzaron en armas y mataron a su señor, destruyeron la
ciudadela y fundaron libremente la pequeña ciudad de Nice de la Paille.
En el siglo XIII, el conde de Belmonte (en el Montferrat) concibió un amor
violento por la hija de uno de sus siervos. Se llamaba Abelina. El conde debía
disfrutar del derecho de señor que sobre ella tenía; pero nadie parecía tener
prisa por casarla y su impaciente llama se ofendía por aquella lentitud.
Un día, mientras estaba de caza, encontró a la joven Abelina guardando
los rebaños de su padre; el conde le preguntó que por qué no le daban esposo.
—Vos sois la causa de ello, mi señor —respondió—. Los jóvenes no quieren
sufrir más la deshonra y la vergüenza del derecho que tenéis a pasar con sus
mujeres la primera noche de bodas; y nuestros padres ya no quieren casarnos
hasta que el derecho de pernada sea abolido.
El señor de Belmonte ocultó su despecho y mandó que dijesen al padre de
la joven que quería verle.
El viejo Ceceo (éste era el nombre del padre de Abelina) se dirigió
inmediatamente al castillo. La noche llega y, en contra de su prudencia, Ceceo
no vuelve a casa. Dan las doce, Ceceo no ha vuelto; ¿estará muerto...? En el
momento en que su mujer y su hija empezaban a perder toda esperanza, una
sombra de un tamaño desmesurado apareció sin hacer ruido en medio de la
habitación. Las dos mujeres, horrorizadas, apenas se atreven a levantar los ojos.
El fantasma se acerca y les dice:—Soy el alma de vuestro Ceceo.
—¡Oh, padre mío! —exclama Abelina—. ¿Qué bárbaro os ha quitado la
vida?
—El tirano de Belmonte acaba de asesinarme —respondió el fantasma—, y
tú eres la causa inocente de mi muerte. Me dirigía, pues tú me trajiste la orden,
al castillo del monstruo. ¡Ojalá nunca hubiera encontrado la entrada! Pero no
podía escapar de sus manos crueles. En cuanto me introduje en una habitación
un poco oscura, puse el pie en una trampilla que se hundió; caí en un pozo
profundo lleno de hierros afilados, en donde pronto abandoné la vida. He
franqueado las puertas de la terrible eternidad. Estoy esperando mi sentencia,
voy a ser juzgado por mis obras, pero cuento con la clemencia inefable de mi
Dios, y mi conciencia está limpia. Si quieres a tu padre, si lloras su muerte, ¡oh,
hija mía!, piensa en vengarme y en liberar a tu patria. Y tú, esposa bien amada,
seca tus lágrimas y queda en paz. Los días apacibles se aproximan, la tiranía va
a caer...
Entonces la sombra resplandeció llena de luz y desapareció en medio de
una nube. La única huella que quedó de su aparición fue la marca de la mano
que había apoyado en el respaldo de una silla.
La profecía del espectro se cumplió: poco tiempo después, los campesinos
L a Monja Sangrienta Y Otros Relatos C harles Nodier
de Belmonte, se alzaron en armas y mataron a su señor, destruyeron la
ciudadela y fundaron libremente la pequeña ciudad de Nice de la Paille.
.
Caroline
.
Una joven de dieciocho años, llamada Caroline, inspiró la más violenta
pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se
dice, más enamoradizo que a los veinte —aunque con muchos menos medios
para complacer—, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a la joven
Caroline, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos. Pero esta
muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y
atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad
y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos
tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que
aquel funesto amor fue en gran parte el origen.
Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Caroline se
dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este
ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría
bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus
consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego,
añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Caroline más por el interés de ella
que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el
primero.
La amiga de Caroline, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la
acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos
hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como
expiación. Caroline, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de
muy mala gana y dijo: —Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo
estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los
muertos.
Las dos amigas partieron finalmente. El moribundo, al ver entrar a
Caroline, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada: —Ya no
hay tiempo, señorita —dijo—, me habéis negado con crueldad la dicha de veros
cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora
me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis
tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita...
Hasta esta noche.
Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito
pronunciar, expiró.
Caroline, presa de horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los
medios posibles para calmar su extrema agitación. Caroline le suplicó que
pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron
los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir,
estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la
medianoche, las luces se apagaron por sí solas. Caroline exclama con terror: —
¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! —Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros,
seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente;
acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil. Al
cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias,
suena el reloj. Caroline lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un
largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y
Caroline, con una voz agonizante, dice: —¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
—¿Lo has visto entonces?
—Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
—¡Y qué! ¿Te ha hablado?
—Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a
pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré
ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien
habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.
La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma
escena, se negó a pasar las noches siguientes con Caroline, quien le reprochó
que la abandonase a un vampiro. Las visitas nocturnas continuaron.
Caroline, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso
casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones
hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de
Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a
aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había
transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no
formaban parte de ella.
La amiga de Caroline, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la
consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su
penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería
más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La
muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre
a Caroline para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo
que la hizo totalmente feliz.
Una joven de dieciocho años, llamada Caroline, inspiró la más violenta
pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se
dice, más enamoradizo que a los veinte —aunque con muchos menos medios
para complacer—, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a la joven
Caroline, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos. Pero esta
muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y
atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad
y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos
tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que
aquel funesto amor fue en gran parte el origen.
Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Caroline se
dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este
ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría
bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus
consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego,
añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Caroline más por el interés de ella
que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el
primero.
La amiga de Caroline, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la
acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos
hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como
expiación. Caroline, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de
muy mala gana y dijo: —Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo
estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los
muertos.
Las dos amigas partieron finalmente. El moribundo, al ver entrar a
Caroline, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada: —Ya no
hay tiempo, señorita —dijo—, me habéis negado con crueldad la dicha de veros
cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora
me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis
tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita...
Hasta esta noche.
Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito
pronunciar, expiró.
Caroline, presa de horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los
medios posibles para calmar su extrema agitación. Caroline le suplicó que
pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron
los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir,
estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la
medianoche, las luces se apagaron por sí solas. Caroline exclama con terror: —
¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! —Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros,
seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente;
acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil. Al
cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias,
suena el reloj. Caroline lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un
largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y
Caroline, con una voz agonizante, dice: —¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
—¿Lo has visto entonces?
—Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
—¡Y qué! ¿Te ha hablado?
—Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a
pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré
ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien
habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.
La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma
escena, se negó a pasar las noches siguientes con Caroline, quien le reprochó
que la abandonase a un vampiro. Las visitas nocturnas continuaron.
Caroline, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso
casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones
hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de
Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a
aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había
transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no
formaban parte de ella.
La amiga de Caroline, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la
consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su
penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería
más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La
muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre
a Caroline para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo
que la hizo totalmente feliz.
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Flaxbinder Enmendado Por Un Espectro
Flaxbinder Enmendado Por Un Espectro
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El señor Hanor, ilustre profesor y bibliotecario de Dantzig, ha combatido,
con todas las ventajas que puede dar la verdad, las supersticiones y prejuicios
de la mayor parte de los pueblos antiguos y modernos, relativos al retorno de
las almas y a las apariciones; y, sin embargo, cuenta con la mayor gravedad la
fabulosa aventura que, según él, le ocurrió a un joven llamado Flaxbinder.
Este joven, cuya incontinencia y libertinaje eran sus únicas ocupaciones, se
encontraba ausente una noche de su casa; su madre, al entrar en la habitación,
percibió a un espectro que se parecía tanto a su hijo, en la cara y en el aspecto,
que le confundió con él. El espectro estaba sentado junto a una mesa llena de
libros y parecía profundamente absorto en la meditación y la lectura.
La buena madre, persuadida de que veía a su hijo, y agradablemente
sorprendida, estaba disfrutando de la alegría que le proporcionaba este
inesperado cambio, cuando, de repente, oyó en la calle la voz del propio
Flaxbinder, que estaba viendo al mismo tiempo en la habitación...
Al principio, se asustó horriblemente, después, al observar que el que
interpretaba el papel de su hijo no hablaba, tenía el semblante sombrío y
taciturno, y los ojos extraviados, concluyó que debía de ser un espectro; y como
esta evidencia aumentó su terror, corrió a abrir la puerta al verdadero
Flaxbinder.
El joven, que venía de pasar una noche de desenfreno, entró haciendo
ruido en la habitación. Ve al fantasma... se acerca... y el espíritu no se inmuta...
Flaxbinder, petrificado por la visión de este espectáculo, toma al momento,
temblando, la resolución de alejarse del vicio, renunciar a los desórdenes y
entregarse al estudio; en una palabra: promete imitar al fantasma.
Apenas concibió este loable propósito, el espectro sonrió de una manera
horrible, arrojó los libros y se desvaneció. En cuanto a Flaxbinder, cumplió su
palabra y se convirtió.
El señor Hanor, ilustre profesor y bibliotecario de Dantzig, ha combatido,
con todas las ventajas que puede dar la verdad, las supersticiones y prejuicios
de la mayor parte de los pueblos antiguos y modernos, relativos al retorno de
las almas y a las apariciones; y, sin embargo, cuenta con la mayor gravedad la
fabulosa aventura que, según él, le ocurrió a un joven llamado Flaxbinder.
Este joven, cuya incontinencia y libertinaje eran sus únicas ocupaciones, se
encontraba ausente una noche de su casa; su madre, al entrar en la habitación,
percibió a un espectro que se parecía tanto a su hijo, en la cara y en el aspecto,
que le confundió con él. El espectro estaba sentado junto a una mesa llena de
libros y parecía profundamente absorto en la meditación y la lectura.
La buena madre, persuadida de que veía a su hijo, y agradablemente
sorprendida, estaba disfrutando de la alegría que le proporcionaba este
inesperado cambio, cuando, de repente, oyó en la calle la voz del propio
Flaxbinder, que estaba viendo al mismo tiempo en la habitación...
Al principio, se asustó horriblemente, después, al observar que el que
interpretaba el papel de su hijo no hablaba, tenía el semblante sombrío y
taciturno, y los ojos extraviados, concluyó que debía de ser un espectro; y como
esta evidencia aumentó su terror, corrió a abrir la puerta al verdadero
Flaxbinder.
El joven, que venía de pasar una noche de desenfreno, entró haciendo
ruido en la habitación. Ve al fantasma... se acerca... y el espíritu no se inmuta...
Flaxbinder, petrificado por la visión de este espectáculo, toma al momento,
temblando, la resolución de alejarse del vicio, renunciar a los desórdenes y
entregarse al estudio; en una palabra: promete imitar al fantasma.
Apenas concibió este loable propósito, el espectro sonrió de una manera
horrible, arrojó los libros y se desvaneció. En cuanto a Flaxbinder, cumplió su
palabra y se convirtió.
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El Castillo Del Lago
El Castillo Del Lago
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Paseándome sobre el lago de Ginebra vi, al pasar por delante de un viejo
castillo abandonado, el terror impreso en el rostro de mi barquero que remó con
todas sus fuerzas para alejarse del lugar.
—¿Qué te ocurre? —le dije.
—¡Ah! señor, permítame huir lo más pronto posible; vea aquel fantasma
de la ventana que me está amenazando.
Vi en efecto, un espectro que hacía gestos amenazantes.
—¡Esta sí que es buena! Cuéntame pues qué sucede de extraordinario en
este castillo.
—Señor, —prosiguió el barquero— hace tiempo yo era pescador, y muy
intrépido; cien veces me habían dicho mis compañeros: «Honoré no te acerques
al viejo castillo; aunque los peces sean muy abundantes en ese lugar, no te dejes
tentar, porque todas las almas del otro mundo habitan allí». Despreciaba sus
consejos y, como veía a diario mis redes bien llenas, regresaba todos los días a
aquel nefasto lugar; había visto en numerosas ocasiones a los aparecidos, pero
me burlaba de ellos y, desde mi barca, les plantaba cara. Una noche, ¡noche
funesta! estaba sacando mi traína cuando vi a un fantasma horroroso andar
sobre el lago; no me asusté y agarré mi remo para hacer retroceder al espectro
(el mismo que acaba de ver) pero ¡oh, horror!, el monstruo sacude su brazo y
origina una llama que iluminó todo el lago; en ese mismo instante llenó mi
barca de reptiles; el fuego salía de su boca, de sus fosas nasales, de sus ojos, y su
voz se asemejaba al trueno. Luego, con una mano vigorosa agarró mi barca y,
en un abrir y cerrar de ojos, la hizo desaparecer. Mientras toda mi pequeña
fortuna desaparecía, escuché al fantasma decir: «Temerario, el infierno va a
recibirte; que este ejemplo enseñe a los débiles humanos a no luchar jamás
contra los espíritus infernales». Mientras tanto, yo nadaba con todas mis fuerzas
sin saber hacia dónde iba; por fortuna para mí encontré a un pescador que me
recogió, me hizo volver a la vida (pues había caído casi muerto en su barca) y
me condujo a mi casa. Desgraciadamente, yo me salvé, pero mi barca, mis
redes, mi hermano pequeño, todo pereció. Eso es lo que me sucedió, señor; por
eso no me acerco jamás a ese maldito castillo si no es por orden expresa de los
viajeros. Desde entonces, llevo una triste existencia, soy criado, mientras que
antes me ganaba bien la vida y la de mi pobre familia.
—Amigo mío, siento mucho tu desgracia, pero quiero ir a ver el espectro.
—¡Que el cielo le proteja, señor, no regresará de allí con vida!
—¿Vienes conmigo?
—¡No! Ya recibí una buena lección.
—Entonces desembárcame.
—No haga esa locura, por Dios.
—Vamos, desembárcame.
—De acuerdo, pero lo esperaré a una cierta distancia.
Y ahí me tienen, al anochecer, al pie de la torre del castillo. Iba armado
hasta los dientes, no contra los fantasmas —porque no creía en absoluto en ellos
— sino por miedo a encontrarme con habitantes de este mundo ocupados en
cualquier cosa que no fuera rogar a Dios. Entro, todo estaba tranquilo en el
castillo, enciendo una vela, me paseo por todas partes, lo veo todo en orden, me
instalo en una habitación y, con las armas sobre la mesa, espero al enemigo con
pie firme. Empezaba a creer que los diablos o los espíritus me respetarían,
cuando oí caer algo por la chimenea: me levanto para mirar, era una cabeza de
muerto; un instante después le siguió una pierna, luego los brazos y finalmente
el resto del cadáver. «¡Oh! ¡oh! —me dije— no se está demasiado bien aquí;
estos espíritus hacen algo más que dar miedo». Estaba pensando en retirarme,
cuando se oyó un ruido de cadenas; presto atención, y muy pronto veo a mi
espectro que me dirige estas palabras:
—Incrédulo, ¿no te bastaba el terrible castigo de tu barquero, tenías que
venir a esta casa?... ¡Tiembla temerario! Todo el infierno se ha desencadenado
contra ti.
No pierdo la cabeza, le disparo al fantasma; él se ríe de mi cólera, y tras un
gesto suyo, una multitud de demonios entra en el aposento. Producían un ruido
horroroso. Huyo de aquella maldita habitación, llego a una escalera, subo, me
precipito en otra y en ésta encuentro a un espectro envuelto en un sudario
manchado de sangre; huyo de nuevo, miles de esqueletos me agarran con sus
manos descarnadas; les ataco con mi sable, pero mis golpes no producen
ningún efecto; un espectro monstruoso quiere arrojarse sobre mí, lo evito,
escapo; pero no sé muy bien hacia dónde ir, pues una humareda densa e infecta
llena toda la estancia: perseguido sin cesar por un ejército de fantasmas, me
precipito hacia una habitación vecina; pero tan pronto como he puesto el pie
dentro, el suelo se hunde y caigo no sé dónde. Estuve sin conocimiento y sólo
me recuperé cuando estuve a orillas del lago. Mis ropas estaban hechas
harapos, y me encontraba tan débil que no podía tenerme en pie. Mi pobre
barquero vino a recogerme y me dijo que desde el lago había visto cosas que lo
habían dejado helado de pánico, y que creía firmemente que yo no era ya de
este mundo. Tomamos tristemente el camino de regreso hacia Ginebra; allí, le di
a mi conductor una suma lo suficientemente fuerte como para permitirle volver
a su primera profesión.
Por lo que a mí respecta, fui en numerosas ocasiones a pasearme por el
lago, pero jamás me sentí tentado de volver a visitar el infernal castillo.
Paseándome sobre el lago de Ginebra vi, al pasar por delante de un viejo
castillo abandonado, el terror impreso en el rostro de mi barquero que remó con
todas sus fuerzas para alejarse del lugar.
—¿Qué te ocurre? —le dije.
—¡Ah! señor, permítame huir lo más pronto posible; vea aquel fantasma
de la ventana que me está amenazando.
Vi en efecto, un espectro que hacía gestos amenazantes.
—¡Esta sí que es buena! Cuéntame pues qué sucede de extraordinario en
este castillo.
—Señor, —prosiguió el barquero— hace tiempo yo era pescador, y muy
intrépido; cien veces me habían dicho mis compañeros: «Honoré no te acerques
al viejo castillo; aunque los peces sean muy abundantes en ese lugar, no te dejes
tentar, porque todas las almas del otro mundo habitan allí». Despreciaba sus
consejos y, como veía a diario mis redes bien llenas, regresaba todos los días a
aquel nefasto lugar; había visto en numerosas ocasiones a los aparecidos, pero
me burlaba de ellos y, desde mi barca, les plantaba cara. Una noche, ¡noche
funesta! estaba sacando mi traína cuando vi a un fantasma horroroso andar
sobre el lago; no me asusté y agarré mi remo para hacer retroceder al espectro
(el mismo que acaba de ver) pero ¡oh, horror!, el monstruo sacude su brazo y
origina una llama que iluminó todo el lago; en ese mismo instante llenó mi
barca de reptiles; el fuego salía de su boca, de sus fosas nasales, de sus ojos, y su
voz se asemejaba al trueno. Luego, con una mano vigorosa agarró mi barca y,
en un abrir y cerrar de ojos, la hizo desaparecer. Mientras toda mi pequeña
fortuna desaparecía, escuché al fantasma decir: «Temerario, el infierno va a
recibirte; que este ejemplo enseñe a los débiles humanos a no luchar jamás
contra los espíritus infernales». Mientras tanto, yo nadaba con todas mis fuerzas
sin saber hacia dónde iba; por fortuna para mí encontré a un pescador que me
recogió, me hizo volver a la vida (pues había caído casi muerto en su barca) y
me condujo a mi casa. Desgraciadamente, yo me salvé, pero mi barca, mis
redes, mi hermano pequeño, todo pereció. Eso es lo que me sucedió, señor; por
eso no me acerco jamás a ese maldito castillo si no es por orden expresa de los
viajeros. Desde entonces, llevo una triste existencia, soy criado, mientras que
antes me ganaba bien la vida y la de mi pobre familia.
—Amigo mío, siento mucho tu desgracia, pero quiero ir a ver el espectro.
—¡Que el cielo le proteja, señor, no regresará de allí con vida!
—¿Vienes conmigo?
—¡No! Ya recibí una buena lección.
—Entonces desembárcame.
—No haga esa locura, por Dios.
—Vamos, desembárcame.
—De acuerdo, pero lo esperaré a una cierta distancia.
Y ahí me tienen, al anochecer, al pie de la torre del castillo. Iba armado
hasta los dientes, no contra los fantasmas —porque no creía en absoluto en ellos
— sino por miedo a encontrarme con habitantes de este mundo ocupados en
cualquier cosa que no fuera rogar a Dios. Entro, todo estaba tranquilo en el
castillo, enciendo una vela, me paseo por todas partes, lo veo todo en orden, me
instalo en una habitación y, con las armas sobre la mesa, espero al enemigo con
pie firme. Empezaba a creer que los diablos o los espíritus me respetarían,
cuando oí caer algo por la chimenea: me levanto para mirar, era una cabeza de
muerto; un instante después le siguió una pierna, luego los brazos y finalmente
el resto del cadáver. «¡Oh! ¡oh! —me dije— no se está demasiado bien aquí;
estos espíritus hacen algo más que dar miedo». Estaba pensando en retirarme,
cuando se oyó un ruido de cadenas; presto atención, y muy pronto veo a mi
espectro que me dirige estas palabras:
—Incrédulo, ¿no te bastaba el terrible castigo de tu barquero, tenías que
venir a esta casa?... ¡Tiembla temerario! Todo el infierno se ha desencadenado
contra ti.
No pierdo la cabeza, le disparo al fantasma; él se ríe de mi cólera, y tras un
gesto suyo, una multitud de demonios entra en el aposento. Producían un ruido
horroroso. Huyo de aquella maldita habitación, llego a una escalera, subo, me
precipito en otra y en ésta encuentro a un espectro envuelto en un sudario
manchado de sangre; huyo de nuevo, miles de esqueletos me agarran con sus
manos descarnadas; les ataco con mi sable, pero mis golpes no producen
ningún efecto; un espectro monstruoso quiere arrojarse sobre mí, lo evito,
escapo; pero no sé muy bien hacia dónde ir, pues una humareda densa e infecta
llena toda la estancia: perseguido sin cesar por un ejército de fantasmas, me
precipito hacia una habitación vecina; pero tan pronto como he puesto el pie
dentro, el suelo se hunde y caigo no sé dónde. Estuve sin conocimiento y sólo
me recuperé cuando estuve a orillas del lago. Mis ropas estaban hechas
harapos, y me encontraba tan débil que no podía tenerme en pie. Mi pobre
barquero vino a recogerme y me dijo que desde el lago había visto cosas que lo
habían dejado helado de pánico, y que creía firmemente que yo no era ya de
este mundo. Tomamos tristemente el camino de regreso hacia Ginebra; allí, le di
a mi conductor una suma lo suficientemente fuerte como para permitirle volver
a su primera profesión.
Por lo que a mí respecta, fui en numerosas ocasiones a pasearme por el
lago, pero jamás me sentí tentado de volver a visitar el infernal castillo.
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El Tesoro
El Tesoro
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Encontrándome en una gran ciudad de provincias, alojado en casa de un
amigo, éste me comentó que desde la muerte del propietario nadie podía vivir
en paz en la casa porque todas las noches se organizaba un tremento aquelarre.
«Oiremos el aquelarre —le dije— y tal vez podamos descubrir al aparecido.»
— «No es difícil —respondió mi amigo— puesto que todas las noches vemos su
sombra.» — «¡Ah! ¡ah! tanto mejor.»
Ahí me tienen al acecho desde el atardecer. Había tenido la precaución de
coger un arma. Hacia las once, cuando nos encontrábamos cenando, un gran
fantasma entró cubierto con un sudario; todos se echaron a temblar menos yo
que me eché a reír. Cuando el espectro me hizo un gesto para que lo siguiera le
contesté: «De acuerdo, vamos.»
Bajamos; me conduce al sótano, allí me señala una piocha y me dice:
«Excava». Me decido a obedecerlo; apenas había dado cincuenta golpes, cuando
encuentro una olla de hierro herméticamente cerrada. «Coge esa olla —me dice
el fantasma— y mira lo que contiene». Cual no fue mi sorpresa al hallarla
repleta de oro. «Contiene mil luises de oro —prosiguió mi interlocutor—
llévaselos a mi hijo y dile que no me imite; devorado por el demonio de la
avaricia, mi única pasión fue la de amontonar oro sobre oro; ahora pago las
consecuencias, pues estoy condenado a cien años de sufrimiento. Dile además a
mi hijo que mande decir cincuenta misas anuales por mi alma, eso abreviará mi
penitencia. Adiós.» Al terminar, desapareció. Le entregué fielmente a su hijo el
tesoro que había encontrado y a partir de entonces, la paz quedó restablecida en
la morada de mi amigo.
Encontrándome en una gran ciudad de provincias, alojado en casa de un
amigo, éste me comentó que desde la muerte del propietario nadie podía vivir
en paz en la casa porque todas las noches se organizaba un tremento aquelarre.
«Oiremos el aquelarre —le dije— y tal vez podamos descubrir al aparecido.»
— «No es difícil —respondió mi amigo— puesto que todas las noches vemos su
sombra.» — «¡Ah! ¡ah! tanto mejor.»
Ahí me tienen al acecho desde el atardecer. Había tenido la precaución de
coger un arma. Hacia las once, cuando nos encontrábamos cenando, un gran
fantasma entró cubierto con un sudario; todos se echaron a temblar menos yo
que me eché a reír. Cuando el espectro me hizo un gesto para que lo siguiera le
contesté: «De acuerdo, vamos.»
Bajamos; me conduce al sótano, allí me señala una piocha y me dice:
«Excava». Me decido a obedecerlo; apenas había dado cincuenta golpes, cuando
encuentro una olla de hierro herméticamente cerrada. «Coge esa olla —me dice
el fantasma— y mira lo que contiene». Cual no fue mi sorpresa al hallarla
repleta de oro. «Contiene mil luises de oro —prosiguió mi interlocutor—
llévaselos a mi hijo y dile que no me imite; devorado por el demonio de la
avaricia, mi única pasión fue la de amontonar oro sobre oro; ahora pago las
consecuencias, pues estoy condenado a cien años de sufrimiento. Dile además a
mi hijo que mande decir cincuenta misas anuales por mi alma, eso abreviará mi
penitencia. Adiós.» Al terminar, desapareció. Le entregué fielmente a su hijo el
tesoro que había encontrado y a partir de entonces, la paz quedó restablecida en
la morada de mi amigo.
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La Ahijada Del Señor O La Nueva Wertheria
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Hace un año, mis investigaciones botánicas me condujeron a los
alrededores de un pueblito no lejos de Loudun. Una mujer de unos cuarenta
años me encontró en la montaña e imaginó que yo estaba cogiendo simples. Me
percaté de que tenía ganas de hablar conmigo y, sin adivinar qué podía originar
aquel deseo, inicié yo mismo la conversación. Me dijo entonces que era muy
desgraciada, que tenía una hija que era su único consuelo, a la que amaba más
que a ella misma y a la que estaba a punto de perder, pues estaba muy enferma
y desahuciada por los médicos. A continuación, me rogó llorando que fuera a
visitarla y no le negara mi auxilio. Habría resultado inútil negarme; y además
¿por qué iba a privarla del encanto de un momento de esperanza,
compensación estéril pero dulce, de muchos meses de incertidumbre y de
lágrimas? Caminé detrás de ella entre las giniestas en flor y las marañas de
brezos, hasta que llegamos a la aldea. Finalmente, me indicó la puerta de su
casucha, y entré en un recinto en el que la chica yacía sobre un viejo catre, entre
dos cortinas verdes. Estaba apoyada sobre uno de los brazos; sus ojos eran
huraños, sus mejillas rojas y ardientes, su boca jadeante y pálida. Parecía tener
dieciséis o diecisiete años como mucho, pero sus facciones eran poco
agraciadas; sólo destacaba una expresión conmovedora y apasionada que tiene
el poder de embellecerlo todo.
—Suzanne —le dijo su madre— aquí tienes a un señor que tiene grandes
conocimientos y que, sin duda, curará tu enfermedad—. Ella se volvió hacia la
pared sonriendo dulcemente.
—Suzanne —le dije tomando su mano—, no se abandone a una injusta
depresión; hay remedios para todo.—Ella levantó la cabeza y me miró
fijamente.
—Si examino unos minutos los síntomas de su enfermedad, encontraré sin
duda la forma de aliviarla.
Sonrió de nuevo y retiró su mano de la mía con un ligero esfuerzo. Su
madre salió. No sé qué inquietud se había adueñado de mí. Caminaba a
grandes pasos por la casilla, y mi imaginación sólo me presentaba
pensamientos vagos e inquietos. Sin embargo, aquella chica me interesaba.
Regresé a su lado, y me senté. Oí un suspiro. Busqué la mano que antes me
había retirado. La mía estaba ardiendo; ella la apretó.
—Suzanne —exclamé apoyando la mano sobre su corazón— es aquí
donde está tu padecimiento.—Sus párpados se bajaron con calma melancólica;
estaban inflamados y tirantes. Las pestañas, reunidas en manojillos, brillaban
aún por la humedad del llanto.
—Estás enamorada —dije a media voz. Su pecho palpitaba. Deslizó sus
dedos por un bucle de cabellos negros y lo colocó sobre el rostro. Yo la rodeé
con uno de mis brazos. La aproximé a mi pecho con un casto gesto. Mi
respiración rozaba sus labios. Ella habló; apenas la oía.
—No es él —decía.
—No, no es él —le respondí—; pero ¿no va a venir?
Y Suzanne movió la mano alrededor de la cabeza.
—Tal vez lo veas mañana —le dije. No contestó. Yo temía agriar su pena y
guardé silencio. Me seguía mirando y yo lloraba. Había una lágrima en su
mejilla; la secó con el dorso de la mano. Otra había caído sobre su mano y la
recogió con los labios.
—Eres muy dichoso —me dijo—; creo que has llorado. Y luego,
observándome con mayor atención, comentó: «Podría enamorarme de ti,
porque tienes alma de ángel. Dime, no obstante, si eres noble». Yo dudaba en
confesarlo. Cuesta decirlo ante el camastro de la miseria.
—¡Oh! —prosiguió— noble y hombre; doble error. Pero tú eres aún
joven... me gusta ver como te ruborizas.
Quise decirle: «Explícame esas palabras». Pero no pronuncié la frase,
¿necesitaba una aclaración dolorosa para ofrecerle mi piedad? Nos entendíamos
bien así. Un poco más tarde vi a la madre que esperaba las palabras que yo iba a
pronunciar como un oráculo salvador.
—¿Ha estado enamorada?
—¡No! ¡Jamás! Ha tenido ricos pretendientes y, pese a nuestra indigencia,
han solicitado con ardor el amor de mi Suzanne. Pero ha sido indiferente con
todos. Le habría gustado que hubiera por aquí claustros en los que enterrar su
juventud, porque el mundo le parecía desagradable, y consideraba que la vida
era larga y difícil. Creo que ningún hombre ha conseguido ni un solo beso de
Suzanne, si no es su padrino. Tiene doce años más que ella, y es el hijo del
antiguo señor del pueblo. Cuando él se encontraba ausente sirviendo al rey, ella
decía: «Estoy segura de que mi padrino regresará, porque Dios me lo ha
prometido; y cuando él, mi Frédéric, regrese le regalaré un cordero muy blanco
con cintas azules y rosas y guirnaldas de flores según la estación». Fue, en
efecto, a su encuentro y cuando él la vio, bajó de su caballo para besarla en la
frente. «¡Mirad qué hermosa es Suzanne! —decía—. No quiero que conduzca
los rebaños a lo largo de los setos ni que queme su tez bajo los rayos del sol,
pues la quiero como a mi hermana».
Al día siguiente regresé muy temprano. La encontré peor.
—Oye, —me dijo besándome— debes ser tan bueno como bello, y voy a
pedirte algo más importante que la vida. Convence a mi madre para que me dé
mi vestido blanco, mi toca de muselina y mi crucecita de cristal. Cógeme aciano
en el jardín y un iris a la orilla del arroyo. Hoy es el aniversario de mi
nacimiento.
Hice lo que me había pedido, y su madre la vistió. Pero al bajar de la
cama, se sintió muy débil. La campana sonaba muy cerca, pues la iglesia estaba
enfrente. La madre dijo: «Sabes bien que es la boda de Frédéric; si no estuvieras
enferma, bailarías como las señoritas en los grandes salones del castillo. ¿Por
qué no te animas?». ¡Ya no escuchaba, la pobre Suzanne! No obstante nos dijo
que se encontraba mejor. La madre y yo nos acercamos a la puerta para ver
pasar a los novios. La novia elegía, con atención temerosa, el lugar en el que
debía posar sus pies para no estropear los bordados de sus zapatos. Todos sus
movimientos eran lentos y afectados; todos sus gestos soberbios y desdeñosos.
En sus pasos, en sus miradas, en el arreglo de su cabello, en los pliegues de sus
ropas, sólo había simetría. ¡Oh! ¡Qué desagrado le inspiraban los cuidados de
una fiesta sencilla y de una ceremonia común! Frédéric caminaba detrás. Sus
grandes ojos estaban entornados, su aspecto descuidado, su andar lento y
preocupado. Al pasar por delante de la casa, miró con expresión sombría y
descontenta; retrocedió medio paso mordiéndose los labios, deshojó un ramo de
flores que llevaba en las manos, y prosiguió su camino. La iglesia se abrió. Me
había quedado solo y estaba reflexionando sobre todo aquello, cuando oí un
grito prolongado. Corrí. La madre estaba de rodillas. La hija en la cama.
—¿Está segura?
—¡Mire! —me dijo la madre...
Suzanne estaba inmóvil, pálida, inanimada, muerta. La toqué, estaba ya
casi fría. Apliqué el oído para asegurarme de que había dejado de respirar.
Y esto es lo que me sucedió en un pueblito de los alrededores de Loudun.
Hace un año, mis investigaciones botánicas me condujeron a los
alrededores de un pueblito no lejos de Loudun. Una mujer de unos cuarenta
años me encontró en la montaña e imaginó que yo estaba cogiendo simples. Me
percaté de que tenía ganas de hablar conmigo y, sin adivinar qué podía originar
aquel deseo, inicié yo mismo la conversación. Me dijo entonces que era muy
desgraciada, que tenía una hija que era su único consuelo, a la que amaba más
que a ella misma y a la que estaba a punto de perder, pues estaba muy enferma
y desahuciada por los médicos. A continuación, me rogó llorando que fuera a
visitarla y no le negara mi auxilio. Habría resultado inútil negarme; y además
¿por qué iba a privarla del encanto de un momento de esperanza,
compensación estéril pero dulce, de muchos meses de incertidumbre y de
lágrimas? Caminé detrás de ella entre las giniestas en flor y las marañas de
brezos, hasta que llegamos a la aldea. Finalmente, me indicó la puerta de su
casucha, y entré en un recinto en el que la chica yacía sobre un viejo catre, entre
dos cortinas verdes. Estaba apoyada sobre uno de los brazos; sus ojos eran
huraños, sus mejillas rojas y ardientes, su boca jadeante y pálida. Parecía tener
dieciséis o diecisiete años como mucho, pero sus facciones eran poco
agraciadas; sólo destacaba una expresión conmovedora y apasionada que tiene
el poder de embellecerlo todo.
—Suzanne —le dijo su madre— aquí tienes a un señor que tiene grandes
conocimientos y que, sin duda, curará tu enfermedad—. Ella se volvió hacia la
pared sonriendo dulcemente.
—Suzanne —le dije tomando su mano—, no se abandone a una injusta
depresión; hay remedios para todo.—Ella levantó la cabeza y me miró
fijamente.
—Si examino unos minutos los síntomas de su enfermedad, encontraré sin
duda la forma de aliviarla.
Sonrió de nuevo y retiró su mano de la mía con un ligero esfuerzo. Su
madre salió. No sé qué inquietud se había adueñado de mí. Caminaba a
grandes pasos por la casilla, y mi imaginación sólo me presentaba
pensamientos vagos e inquietos. Sin embargo, aquella chica me interesaba.
Regresé a su lado, y me senté. Oí un suspiro. Busqué la mano que antes me
había retirado. La mía estaba ardiendo; ella la apretó.
—Suzanne —exclamé apoyando la mano sobre su corazón— es aquí
donde está tu padecimiento.—Sus párpados se bajaron con calma melancólica;
estaban inflamados y tirantes. Las pestañas, reunidas en manojillos, brillaban
aún por la humedad del llanto.
—Estás enamorada —dije a media voz. Su pecho palpitaba. Deslizó sus
dedos por un bucle de cabellos negros y lo colocó sobre el rostro. Yo la rodeé
con uno de mis brazos. La aproximé a mi pecho con un casto gesto. Mi
respiración rozaba sus labios. Ella habló; apenas la oía.
—No es él —decía.
—No, no es él —le respondí—; pero ¿no va a venir?
Y Suzanne movió la mano alrededor de la cabeza.
—Tal vez lo veas mañana —le dije. No contestó. Yo temía agriar su pena y
guardé silencio. Me seguía mirando y yo lloraba. Había una lágrima en su
mejilla; la secó con el dorso de la mano. Otra había caído sobre su mano y la
recogió con los labios.
—Eres muy dichoso —me dijo—; creo que has llorado. Y luego,
observándome con mayor atención, comentó: «Podría enamorarme de ti,
porque tienes alma de ángel. Dime, no obstante, si eres noble». Yo dudaba en
confesarlo. Cuesta decirlo ante el camastro de la miseria.
—¡Oh! —prosiguió— noble y hombre; doble error. Pero tú eres aún
joven... me gusta ver como te ruborizas.
Quise decirle: «Explícame esas palabras». Pero no pronuncié la frase,
¿necesitaba una aclaración dolorosa para ofrecerle mi piedad? Nos entendíamos
bien así. Un poco más tarde vi a la madre que esperaba las palabras que yo iba a
pronunciar como un oráculo salvador.
—¿Ha estado enamorada?
—¡No! ¡Jamás! Ha tenido ricos pretendientes y, pese a nuestra indigencia,
han solicitado con ardor el amor de mi Suzanne. Pero ha sido indiferente con
todos. Le habría gustado que hubiera por aquí claustros en los que enterrar su
juventud, porque el mundo le parecía desagradable, y consideraba que la vida
era larga y difícil. Creo que ningún hombre ha conseguido ni un solo beso de
Suzanne, si no es su padrino. Tiene doce años más que ella, y es el hijo del
antiguo señor del pueblo. Cuando él se encontraba ausente sirviendo al rey, ella
decía: «Estoy segura de que mi padrino regresará, porque Dios me lo ha
prometido; y cuando él, mi Frédéric, regrese le regalaré un cordero muy blanco
con cintas azules y rosas y guirnaldas de flores según la estación». Fue, en
efecto, a su encuentro y cuando él la vio, bajó de su caballo para besarla en la
frente. «¡Mirad qué hermosa es Suzanne! —decía—. No quiero que conduzca
los rebaños a lo largo de los setos ni que queme su tez bajo los rayos del sol,
pues la quiero como a mi hermana».
Al día siguiente regresé muy temprano. La encontré peor.
—Oye, —me dijo besándome— debes ser tan bueno como bello, y voy a
pedirte algo más importante que la vida. Convence a mi madre para que me dé
mi vestido blanco, mi toca de muselina y mi crucecita de cristal. Cógeme aciano
en el jardín y un iris a la orilla del arroyo. Hoy es el aniversario de mi
nacimiento.
Hice lo que me había pedido, y su madre la vistió. Pero al bajar de la
cama, se sintió muy débil. La campana sonaba muy cerca, pues la iglesia estaba
enfrente. La madre dijo: «Sabes bien que es la boda de Frédéric; si no estuvieras
enferma, bailarías como las señoritas en los grandes salones del castillo. ¿Por
qué no te animas?». ¡Ya no escuchaba, la pobre Suzanne! No obstante nos dijo
que se encontraba mejor. La madre y yo nos acercamos a la puerta para ver
pasar a los novios. La novia elegía, con atención temerosa, el lugar en el que
debía posar sus pies para no estropear los bordados de sus zapatos. Todos sus
movimientos eran lentos y afectados; todos sus gestos soberbios y desdeñosos.
En sus pasos, en sus miradas, en el arreglo de su cabello, en los pliegues de sus
ropas, sólo había simetría. ¡Oh! ¡Qué desagrado le inspiraban los cuidados de
una fiesta sencilla y de una ceremonia común! Frédéric caminaba detrás. Sus
grandes ojos estaban entornados, su aspecto descuidado, su andar lento y
preocupado. Al pasar por delante de la casa, miró con expresión sombría y
descontenta; retrocedió medio paso mordiéndose los labios, deshojó un ramo de
flores que llevaba en las manos, y prosiguió su camino. La iglesia se abrió. Me
había quedado solo y estaba reflexionando sobre todo aquello, cuando oí un
grito prolongado. Corrí. La madre estaba de rodillas. La hija en la cama.
—¿Está segura?
—¡Mire! —me dijo la madre...
Suzanne estaba inmóvil, pálida, inanimada, muerta. La toqué, estaba ya
casi fría. Apliqué el oído para asegurarme de que había dejado de respirar.
Y esto es lo que me sucedió en un pueblito de los alrededores de Loudun.
.
La Liebre
La Liebre
.
Un amigo mío, honesto agricultor, eran un empedernido cazador ; lo
veían, desde el amanecer saltar zanjas, subir colinas y perseguir a su presa hasta
en sus últimos atrincheramientos.
Una tarde en que roto de cansancio, y de muy mal humor, tomaba
tristemente el camino de regreso a casa con el morral vacío, una liebre sale a sus
pies, mi amigo dispara y yerra el tiro: su mal humor aumenta; éste desaparece
no obstante cuando ve que la liebre se agazapa a cien pasos de él. Recarga su
escopeta, se acerca, dispara y yerra de nuevo los dos tiros; no comprendía cómo
había podido ser tan torpe, él que no disparaba nunca en falso. Retoma el
camino refunfuñando, cuando vuelve a ver a la liebre, sentada sobre su trasero
atusándose apaciblemente los bigotes. «Esta vez —dijo el cazador— no me
desafiarás más»; entonces, apuntándole con una precisión que no lo engañó
jamás, lanza el disparo y cree haber abatido a su víctima: vana ilusión, pues sale
huyendo unos pasos y parece burlarse de su enemigo. El intrépido cazador,
arrebatado de ira, jura perseguirla hasta el fin del mundo; cumplió su palabra y
tan bien que al cabo de dos horas había consumido toda su munición, aunque
veía aún al maligno animal plantarle cara insolentemente, a unos pasos de él.
Sin contenerse más de rabia, mi amigo busca hasta el fondo del zurrón y
encuentra una carga de pólvora, pero sin plomo; no sabía qué hacer, cuando se
le ocurrió la idea de retorcer monedas de seis liards y de seis sous y hacer con
ellas balas. Había llegado a recargar su escopeta a fuerza empeño y paciencia y
se disponía a disparar, cuando la liebre cambió de repente de aspecto y fue
reemplazada por un hombre que dirigió estas palabras al cazador: «Deja de
perseguirme, desgraciado; el cielo ha permitido que vuelva a ser criatura
humana para impedir que cometas un crimen. Yo soy tu abuelo: desde hace
cincuenta años vivo en esta llanura bajo el aspecto de una liebre, y mi
penitencia debe prolongarse aún por cincuenta más. Si no quieres sufrir la
misma pena, evita tus pecados.» Cuando concluyó estas palabras, se convirtió
de nuevo en liebre y dejó a su nieto estupefacto y temblando de
espanto.numerosas montañas boscosas. Se quedó muy sorprendido cuando,
creyéndose solo, oyó que alguien lo llamaba por su nombre. La voz no le
resultaba desconocida. Pero como no parecía demasiado dispuesto a responder,
lo llamaron por segunda vez. Creyó reconocer la voz de su padre, recién
fallecido. Pese a su miedo, no dejó de dar unos pasos hacia adelante. Pero cuál
no sería su sorpresa al ver una gran caverna o una especie de abismo, en la que
había una escalera muy larga que iba de arriba abajo. El espectro de su padre se
apareció en los primeros peldaños y le dijo que Dios había permitido que se le
apareciera para darle instrucciones acerca de lo que debía hacer por su propia
salvación y por la liberación de quien le hablaba, así como por la de su abuelo,
que se encontraba unos cuantos peldaños más abajo. Añadió que la justicia
divina los castigaba y los retenía donde estaban hasta que no restituyera a un
determinado monasterio una herencia usurpada por sus antepasados...
Recomendó a su hijo que realizara dicha restitución lo antes posible para evitar
el castigo divino, pues de no hacerlo su lugar estaba ya reservado en aquel
lugar de tormento. Tras aquella amenaza, la escalera y el espectro empezaron a
desaparecer insensiblemente, y la entrada de la caverna volvió a cerrarse. El
señor, cuyo pavor había llegado al límite, regresó inmediatamente a su casa; la
agitación de su espíritu no le permitió intentar profundizar en aquel misterio.
Devolvió a los monjes los bienes que le habían indicado, dejó a su hijo el resto
de su herencia e ingresó en un monasterio donde pasó santamente el resto de su
vida.
Un amigo mío, honesto agricultor, eran un empedernido cazador ; lo
veían, desde el amanecer saltar zanjas, subir colinas y perseguir a su presa hasta
en sus últimos atrincheramientos.
Una tarde en que roto de cansancio, y de muy mal humor, tomaba
tristemente el camino de regreso a casa con el morral vacío, una liebre sale a sus
pies, mi amigo dispara y yerra el tiro: su mal humor aumenta; éste desaparece
no obstante cuando ve que la liebre se agazapa a cien pasos de él. Recarga su
escopeta, se acerca, dispara y yerra de nuevo los dos tiros; no comprendía cómo
había podido ser tan torpe, él que no disparaba nunca en falso. Retoma el
camino refunfuñando, cuando vuelve a ver a la liebre, sentada sobre su trasero
atusándose apaciblemente los bigotes. «Esta vez —dijo el cazador— no me
desafiarás más»; entonces, apuntándole con una precisión que no lo engañó
jamás, lanza el disparo y cree haber abatido a su víctima: vana ilusión, pues sale
huyendo unos pasos y parece burlarse de su enemigo. El intrépido cazador,
arrebatado de ira, jura perseguirla hasta el fin del mundo; cumplió su palabra y
tan bien que al cabo de dos horas había consumido toda su munición, aunque
veía aún al maligno animal plantarle cara insolentemente, a unos pasos de él.
Sin contenerse más de rabia, mi amigo busca hasta el fondo del zurrón y
encuentra una carga de pólvora, pero sin plomo; no sabía qué hacer, cuando se
le ocurrió la idea de retorcer monedas de seis liards y de seis sous y hacer con
ellas balas. Había llegado a recargar su escopeta a fuerza empeño y paciencia y
se disponía a disparar, cuando la liebre cambió de repente de aspecto y fue
reemplazada por un hombre que dirigió estas palabras al cazador: «Deja de
perseguirme, desgraciado; el cielo ha permitido que vuelva a ser criatura
humana para impedir que cometas un crimen. Yo soy tu abuelo: desde hace
cincuenta años vivo en esta llanura bajo el aspecto de una liebre, y mi
penitencia debe prolongarse aún por cincuenta más. Si no quieres sufrir la
misma pena, evita tus pecados.» Cuando concluyó estas palabras, se convirtió
de nuevo en liebre y dejó a su nieto estupefacto y temblando de
espanto.numerosas montañas boscosas. Se quedó muy sorprendido cuando,
creyéndose solo, oyó que alguien lo llamaba por su nombre. La voz no le
resultaba desconocida. Pero como no parecía demasiado dispuesto a responder,
lo llamaron por segunda vez. Creyó reconocer la voz de su padre, recién
fallecido. Pese a su miedo, no dejó de dar unos pasos hacia adelante. Pero cuál
no sería su sorpresa al ver una gran caverna o una especie de abismo, en la que
había una escalera muy larga que iba de arriba abajo. El espectro de su padre se
apareció en los primeros peldaños y le dijo que Dios había permitido que se le
apareciera para darle instrucciones acerca de lo que debía hacer por su propia
salvación y por la liberación de quien le hablaba, así como por la de su abuelo,
que se encontraba unos cuantos peldaños más abajo. Añadió que la justicia
divina los castigaba y los retenía donde estaban hasta que no restituyera a un
determinado monasterio una herencia usurpada por sus antepasados...
Recomendó a su hijo que realizara dicha restitución lo antes posible para evitar
el castigo divino, pues de no hacerlo su lugar estaba ya reservado en aquel
lugar de tormento. Tras aquella amenaza, la escalera y el espectro empezaron a
desaparecer insensiblemente, y la entrada de la caverna volvió a cerrarse. El
señor, cuyo pavor había llegado al límite, regresó inmediatamente a su casa; la
agitación de su espíritu no le permitió intentar profundizar en aquel misterio.
Devolvió a los monjes los bienes que le habían indicado, dejó a su hijo el resto
de su herencia e ingresó en un monasterio donde pasó santamente el resto de su
vida.