REGIONES APARTADAS
William Gibson
* * *
Cuando Hiro activó el látigo, yo soñaba con París, soñaba con calles infernales, oscuras, mojadas. El dolor me subió oscilando desde la base del cráneo, me estalló detrás de los Ojos en una pared de neón azul; salté gritando de la hamaca de red. Siempre grito; de eso nunca me olvido. La retroalimentación me chillaba en el cráneo. El látigo de dolor es un circuito auxiliar del osteófono implantado, conectado directamente a los centros de dolor; lo necesario para atravesar la niebla barbitúrico de un relevo. Mi vida tardó algunos segundos en cobrar forma, mientras unos icebergs de biografía aparecían entre la niebla: quién era, dónde estaba, qué hacía allí, quién me despertaba.
La voz de Hiro me entró crepitando en la cabeza a través del osteoconductor. -Maldita sea, Toby. ¿Sabes lo que me haces en los oídos con esos gritos?
-¿Sabes cuánto me preocupan tus oídos, doctor Nagashima? Me preocupan tanto como...
-No hay tiempo para letanías de amor, muchacho. Tenemos trabajo. A ver ¿qué son esas ondas puntiagudas de cincuenta milivoltios que te salen del temporal? ¿Estás mezclando algo con los calmantes para dar un poco de color a la cosa?
-Tu electroencefalograma no sale bien, Hiro. Estás loco. Sólo quiero dormir... - Me derrumbé en la hamaca y traté de echarme la oscuridad encima, pero la voz de Hiro seguía allí.
- Lo siento, hermano, pero hoy trabajas. Ha vuelto una nave, hace una hora. Los de la esclusa de aire están allí ahora mismo, aserrando el motor de reacción para que la nave quepa por la puerta.
-¿Quién es?
- Leni Hofmannstahl, Toby, fisico-química, ciudadana de la República Federal de Alemania. -Esperó a que yo dejara de gruñir.- Es un disparo de carne confirmado.
Qué agradable terminología de rutina hemos desarrollado aquí. Se refería a una nave que había regresado con telemetría médica activada, y en la que había un (1) cuerpo, caliente, estado psicológico todavía desconocido. Cerré los ojos y me columpié en la oscuridad.
- Parece que tú eres el relevo, Toby. El perfil de ella sincroniza con el de Taylor, pero Taylor está de permiso.
Yo sabía todo acerca del «permiso» de Taylor. Estaba en las cajas agrícolas, atiborrado de amitriptilina, haciendo ejercicios aeróbicos para compensar el último ataque de depresión. Uno de los riesgos laborales de ser un relevo. Taylor y yo no nos llevamos bien. Es curioso, pero suele pasar cuando el perfil psicosexual del tipo es demasiado parecido al de uno.
- Ey, Toby, ¿de dónde sacas toda esa droga? -La pregunta era ya ritual.- ¿Te la da Charmian?
-Me la da tu mamá, Hiro. - Él sabe que es Charmian tan bien como yo.
- Gracias, Toby. Como no estés en el ascensor del Cielo en cinco minutos mandaré al personal de enfermería ruso para que venga a ayudarte. Al personal masculino.
Seguí columpiándome en la hamaca y me entretuve con el juego llamado El Lugar de Toby Halpert en el Universo. No es que sea egotista: pongo el sol en el centro, la luminaria, la esfera del día. A su alrededor pongo en movimiento pulcros planetas, nuestro acogedor sistema natal. Pero justo aquí, en un punto fijo situado a casi un octavo de la distancia que nos separa de la órbita de Marte, cuelgo un grueso cilindro de aleación, como un modelo a un cuarto de escala del Tsiolkovsky 1, el Paraíso de los Trabajadores en L-5. El Tsiolkovsky 1 está emplazado en el punto de liberación entre la gravedad de la Tierra y la de la Luna, pero necesitamos también una vela lumínica que nos mantenga aquí, veinte toneladas de aluminio en forma de hexágono, diez kilómetros de lado a lado. Esa vela nos remolcó fuera de la órbita terrestre, y ahora es nuestra ancla. La usamos para maniobrar contra la corriente de fotones, para mantenernos aquí junto a la cosa -el punto, la singularidad- que llamamos la Autopista.
Los franceses lo llaman le metro, el tren subterráneo, y los rusos lo llaman el río, pero subterráneo no entraña la distancia, y río, para los americanos, no entraña la misma soledad. Llamémoslo las Coordenadas de la Anomalía Tovyevski, si no os molesta meter a Olga en esto. Olga Tovyevski, Nuestra Señora de las Singularidades, Santa Patrona de la Autopista.
Hiro no confiaba en que me levantara solo, justo antes de que entraran los enfermeros rusos encendió las luces de mi cubículo por control remoto, y las dejó titilar y tartamudear unos segundos antes de que iluminaran como una mirada hostil y persistente las imágenes de Santa Olga que Charmian había pegado en el mamparo. Docenas de fotos, la cara repetida en papel de periódico, en brillante papel de revista ilustrada. Nuestra Señora de la Autopista.
La teniente coronel Olga Tovyevski, la mujer más joven de su rango en el esfuerzo espacial soviético, estaba en ruta hacia Marte, sola, en un Alyut 6 modificado. Las modificaciones le permitían llevar el prototipo de un nuevo limpiador de aire que iba a ser sometido a pruebas en el laboratorio orbital marciano donde la URSS había destacado a cuatro hombres. Con la misma facilidad podrían haber manejado el Alyut a distancia, desde Tsiolkovsky, pero Olga quería acumular tiempo en misiones. Se aseguraron de mantenerla ocupada: le asignaron una serie de experimentos de rutina con señales de radio por banda de hidrógeno, la parte más anodina de un intercambio científico soviético-australiano de baja prioridad. Olga sabía que su papel en los experimentos podría haber sido desempeñado por un cronómetro doméstico estándar. Pero ella era una funcionaria eficiente; pulsaba los botones exactamente en los intervalos correctos.
Con el pelo castaño peinado hacia atrás y recogido en una red, debía de tener el aspecto de un idealizado camafeo del Pravda que representase el Trabajador del Espacio; fácilmente la cosmonauta más fotogénica de ambos géneros. Verificó una vez más el cronómetro de la Alyut y puso la mano sobre los botones que dispararían la primera señal. La coronel Tovyevski no podía saber que se acercaba al punto del espacio que más tarde se conocería como la Autopista.
Mientras ella pulsaba la secuencia de seis botones, el Alyut recorrió esos kilómetros finales y emitió la señal, una descarga sostenida de energía radial a 1420 megahertz, la frecuencia de transmisión del átomo de hidrógeno. El radiotelescopio de Tsiolkovsky hacía el seguimiento, y retransmitía la señal a los satélites de comunicación geosincrónicos que a su vez la hacían llegar a estaciones al sur de los Urales y en Nueva Gales del Sur. Durante 3,8 segundos la radio imagen del Alyut fue oscurecida por una postimagen de la señal.
Cuando la postimagen se disolvió en las pantallas de los monitores terrestres, el Alyut había desaparecido.
En los Urales, un técnico georgiano de mediana edad rompió con los dientes la cánula de su pipa de espuma de mar favorita. En Nueva Gales del Sur, un joven físico se puso a golpear el costado del monitor como un enfurecido finalista de flíper protestando un TILT.
El ascensor que me esperaba para llevarme al Cielo podía ser la mejor toma de Hollywood de una caja para momias Bauhaus: un sarcófago angosto, vertical, con una tapa acrílica transparente. Tras ella, hileras de consolas idénticas se alejaban como en una ilustración de libro de texto sobre la perspectiva. La acostumbrada multitud de técnicos con sus trajes de payaso de papel amarillo se arremolinaba alrededor con determinación. Vi a Hiro en mono de dril azul, con la camisa de vaquero de botones nacarados abierta sobre una desteñida camiseta de la UCLA. Absorto en el torrente de cifras que bajaba por la pantalla de un monitor, no advirtió mi presencia. Nadie lo hizo.
De modo que me quedé allí mirando el techo, y el fondo del piso del Cielo. No parecía gran cosa. Nuestro gordo cilindro está compuesto en realidad por dos cilindros, uno dentro del otro. Aquí abajo, en el de afuera - hacemos nuestro propio «abajo » mediante rotación axial- están los aspectos más mundanos de nuestra operación: dormitorios, cafeterías, la plataforma de la esclusa de aire, por donde hacemos entrar las naves que regresan, la sala de comunicaciones ... y los pabellones, a los que me cuido de no ir nunca.
El Cielo, el cilindro interior, el improbable corazón verde de este lugar, es el perfecto sueño Disney del regreso al hogar, el famélico oído de una economía global hambrienta de información. Un flujo constante de información bruta sale en pulsaciones hacia la Tierra, una inundación de rumores, susurros, indicios de tráfico transgaláctico. Solía acostarme en la hamaca, rígidamente, a sentir la presión de todos esos datos, a sentir como serpenteaban entre las líneas que imaginaba detrás del mamparo, líneas como tendones, apretados y abultados, a punto de reventar, a punto de aplastarme.
Entonces Charmian vino a vivir conmigo, y cuando le conté lo del miedo, hizo unas cuantas brujerías contra él y colocó sus iconos de santa Olga. Y la presión retrocedió, disminuyó.
-Te voy a conectar un traductor, Toby. Quizá necesites alemán esta mañana. - La voz me sonó como arena en el cráneo, una seca modulación de estática.- Hillary.
- En línea, doctor Nagashima - dijo una voz BBC, límpida como cristal de hielo-. Tienes francés, ¿verdad, Toby? Hofmannstahl tiene francés e inglés.
-A mí no me toques el pelo, Hillary. Habla cuando se te hable, ¿entendido? -El silencio de ella se transformó en una capa más del intrincado, continuo chisporroteo de estática. Hiro me disparó una mirada indecente a través de dos docenas de consolas. Sonreí.
Estaba empezando a suceder: el regocijo, la ráfaga de adrenalina. Lo sentía entre las últimas volutas del barbitúrico. Un muchacho de cara rubia, suave, de surfista, me ayudaba a entrar en el mono. Olía; era nuevo-envejecido, cuidadosamente maltratado, empapado en sudor sintético y feromonas de fábrica. Las dos mangas estaban atiborradas, desde la muñeca hasta el hombro, de parches bordados; casi todos eran logotipos de empresas, patrocinadores de una imaginaria expedición a la Autopista, con el logo del patrocinador principal cosido de hombro a hombro: la empresa que supuestamente había enviado a HALPERT, TOBY a su cita con las estrellas. Por lo menos mi nombre era verdadero, bordado en mayúsculas de nylon escarlata justo encima del corazón.
El surfista tenía esa clase de rasgos atractivos estándar que yo asocio con los jóvenes de la CIA, pero su cinta identificadora decía NEVSKY, y se repetía en cirílico. KGB, entonces. No era un tsiolnik, no tenía ese estilo de articulaciones flojas que confieren veinte años en el hábitat L-5. El chico era puro Moscú, un educado marcador de procedimientos que probablemente supiera ocho maneras de matar con un periódico enrollado. Comenzamos entonces el ritual de drogas y bolsillos; me metió una microjeringa, cargada con uno de los nuevos euforialucinógenos, en el bolsillo de la muñeca izquierda, dio un paso atrás, y marcó el dato en su lista. La silueta impresa de un relevo en traje de trabajo que llevaba en su bloc especial parecía una diana de tiro al blanco. Sacó una ampolla de cinco gramos de opio de la caja que llevaba sujeta a la cintura por una cadena y encontró el bolsillo adecuado. Marca. Catorce bolsillos. La cocaína fue lo último.
Hiro se acercó justo cuando el ruso estaba terminando. -Tal vez tenga algunos datos fuertes, Toby; ella es físico química, recuerda. - Era extraño oírlo acústicamente, no por vibraciones óseas del implante.
-Allí arriba todo es fuerte, Hiro.
-¿Me lo dices a mí? - También él lo sentía, ese zumbido especial. Daba la impresión de que no podíamos mirarnos directamente a los ojos. Antes de que la torpeza fuese en aumento, dio media vuelta y dirigió un gesto de aprobación a uno de los payasos amarillos.
Dos de ellos me ayudaron a entrar en el ataúd Bauhaus y retrocedieron cuando la tapa bajó silbando como el visor del escudo de un gigante. Comencé mi ascenso al Cielo, donde sería recibido por una desconocida llamada Leni Hofmannstahl. Un viaje corto, pero que parece durar toda la vida.
Olga, que fue nuestra primera autostopista, la primera en sacar el pulgar por la longitud de onda del hidrógeno, tardó dos años en llegar a casa - En Tyuratam, en Kazakhstan, una mañana gris de invierno, registraron su regreso en dieciocho centímetros de cinta magnética.
Si un religioso -con conocimientos de tecnología cinematográfica-- hubiese estado observando el punto en el espacio donde el Alyut había desaparecido dos años antes, podría haber pensado que Dios había empalmado una cinta de tomas de espacio vacío con tomas de la nave de Olga. Olga reapareció de pronto en nuestro espacio-tiempo como en un atroz efecto especial de aficionado. Una semana más tarde y tal vez no la habrían alcanzado a tiempo; la Tierra habría seguido su rumbo y la habría dejado a la deriva hacia el sol. Cincuenta y tres horas después de su regreso, un nervioso voluntario llamado Kurtz, vistiendo un traje blindado, entró por la escotilla del Alyut. Era un alemán del este, especialista en medicina espacial, y su vicio secreto eran los cigarrillos americanos; se moría por uno mientras manipulaba la esclusa de aire, pasaba junto a una masa rectangular de esencia de limpiador de aire y encendía la luz del casco haciendo presión con el mentón. El Alyut, incluso pasados dos años, parecía estar lleno de aire respirable. A la luz de los haces gemelos que le salían del enorme casco, vio diminutos globos de sangre y vómito que giraban lentamente, formando remolinos, mientras metía el abultado traje por el pasadizo y entraba en el módulo de mando. Entonces la encontró.
Flotaba por encima del tablero de indicadores de navegación, desnuda, aovillada en un rígido nudo fetal. Tenía los ojos abiertos, pero clavados en algo que Kurtz nunca llegaría a ver. Los puños ensangrentados estaban apretados como piedra, y el pelo castaño, suelto ahora, le flotaba alrededor de la cara como unas algas marinas. Muy despacio, con mucho cuidado, Kurtz pasó por encima de las blancas teclas de la consola de mandos y sujetó su traje al tablero de indicadores. Parecía evidente que Olga había intentado tocar el equipo de comunicaciones de la nave con las manos desnudas. Desactivó la garra derecha del traje de trabajo, que se desplegó automáticamente, como dos pares de tenazas que fingiesen ser una flor. Estiró la mano, aún encerrada en un guante quirúrgico presurizado.
Luego, con la mayor suavidad posible, abrió los dedos de la mano izquierda de Olga. Nada.
Pero al abrirle el puño derecho, algo salió cayendo y girando lentamente, a pocos centímetros de la placa facial de Kurtz. Parecía un caracol de mar.
Olga regresó a casa, pero nunca regresó a la vida detrás de aquellos ojos azules. Intentaron reanimarla, por supuesto, pero cuanto más lo intentaban más tenue se volvía, y queriendo saber más, la diseminaron una y otra vez hasta que llegó, en su martirio, a llenar bibliotecas enteras con helados corredores de valiosísimas reliquias. Ningún santo había sido tan cortado; sólo en los laboratorios de Plesetsk, Olga estaba representada por más de dos millones de fragmentos de tejido, archivados y numerados en el subsótano de un complejo de estudios biológicos a prueba de bombas.
Tuvieron más suerte con la caracola. La exobiología se encontró de golpe pisando una tierra estremecedoramente firme: un gramo y siete décimas de información biológica de alta organización, definitivamente extraterrestre. La caracola de Olga generó toda una subrama de la ciencia, dedicada exclusivamente al estudio de.. la caracola de Olga.
Los primeros descubrimientos acerca de la caracola aclararon dos cosas: no era producto de ninguna biosfera terrestre conocida, y como no había otras biosferas conocidas en el sistema solar, procedía sin duda de otra estrella. Olga tenía que haber visitado ese lugar, o había entrado en contacto, por lejos que estuviese, con algo que era, o había sido alguna vez, capaz de hacer el viaje.
Enviaron a un tal mayor Grosz a las Coordenadas Tovyevskí en un Alyut 9 especialmente equipado. Detrás de él salió otra nave. Terminaba de emitir la última de las veinte señales de hidrógeno cuando la nave se esfumó. Grabaron la desaparición y esperaron. Regresó doscientos treinta y cuatro días más tarde. Mientras tanto, habían sondeado la zona constantemente, buscando con desesperación cualquier cosa que pudiese explicar la anomalía específica, el fenómeno irritante en torno al cual se pudiese esbozar una teoría. No había nada: sólo la nave de Grosz, dando tumbos fuera de control. Grosz se suicidó antes de que pudieran llegar a rescatarlo, la segunda víctima de la Autopista.
Después de remolcar el Alyut de regreso a Tsiolkovsky, descubrieron que el sofisticado equipo de grabación no había grabado nada. Todos los componentes estaban en perfecto estado de funcionamiento; ninguno de ellos había funcionado. Grosz fue congelado instantáneamente y puesto a bordo de la primera nave que salió hacia Plesetsk, donde las palas mecánicas ya excavaban un nuevo subsótano.
Tres años después, a la mañana siguiente de haber perdido al séptimo cosmonauta, sonó un teléfono en Moscú. Era el director de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Estaba autorizado, dijo, a hacer una oferta: bajo ciertas condiciones muy específicas, la Unión Soviética podría contar con los mejores cerebros de la psiquiatría occidental. La Agencia consideraba, prosiguió, que actualmente dicha ayuda podría ser muy bien recibida.
Su dominio del ruso era excelente.
La estática del osteófono era una tormenta de arena subliminal. El ascensor se deslizó subiendo por su estrecho conducto a través de la planta del Cielo. Fui contando luces azules a intervalos de dos metros. Después de la quinta luz, oscuridad y suspensión.
Escondido en la hueca consola de mandos de la falsa nave de la Autopista, esperé en el ascensor como el secreto que se oculta detrás de un cuento infantil de misterio en un falso estante de libros. La nave era una pieza de utilería, como la cabaña bávara pegada a los Alpes de yeso de algunos parques de diversiones: un toque simpático, pero no del todo necesario. Si los que regresan nos aceptan, nos toman por lo que somos; nuestras noticias de primera plana y nuestros accesorios teatrales no parecen importar demasiado.
-Todo está libre - dijo Hiro-. No queda nadie por ahí. -Me masajeé reflexivamente la cicatriz que tengo detrás de la oreja izquierda, donde me implantaron el osteófono. El costado de la falsa consola se abrió y dejó entrar la luz gris del amanecer del Cielo. El interior del bote de imitación resultaba familiar y a la vez extraño. Corno tu propio apartamento cuando hace una semana que no lo ves. Una de las nuevas enredaderas brasileñas había atravesado la ventanilla izquierda; ése parecía ser el último cambio escénico desde mi última subida.
Hubo grandes discusiones por esas enredaderas en las reuniones de biotectura: los ecólogos americanos chillaban anunciando posibles deficiencias de hidrógeno. Los rusos se han mostrado muy susceptibles en el tema del biodiseño desde que tuvieron que pedir americanos prestados para que los ayudaran con el programa biótico en Tsiolkovsky 1. Tenían un feo problema con la descomposición, que les arruinaba el trigo hidropónico; tanta ingeniería soviética supersofisticada y no podían establecer un ecosistema funcional. De nada sirve que aquella debacle inicial nos haya abierto el camino para poder estar ahora aquí con ellos. Eso los fastidia; entonces insisten con lo de las enredaderas brasileñas, lo que sea, cualquier cosa que les sirva de pretexto para discutir. Pero a mí esas enredaderas me gustan: las hojas tienen forma de corazón, y si se las frota entre las manos, huelen a canela.
Desde la portilla miré cómo aclaraba a medida que la luz solar reflejada entraba en el Cielo. El Cielo se rige por la hora de Greenwich; en alguna parte había enormes espejos Mylar girando en un vacío brillante, sincronizados para reflejar un amanecer de Greenwich. Los trinos de pájaros grabados empezaron a oírse en los árboles. Los pájaros lo pasan muy mal en ausencia de auténtica gravedad. No podemos tener pájaros verdaderos, porque se vuelven locos tratando de arreglárselas con la fuerza centrífuga.
La primera vez que lo ves, el Cielo hace honor a su nombre: exuberante, fresco y luminoso, la hierba larga, salpicada de flores silvestres. Es mejor si no sabes que la mayoría de los árboles son artificiales, o que para mantener ciertas cosas como el equilibrio óptimo entre las algas verdiazules y las algas diatomeas del estanque, hace falta una constante atención. Charmian dice que espera ver a Bambi salir de entre los árboles haciendo cabriolas, y Hiro sostiene que sabe exactamente cuántos ingenieros de la Disney fueron obligados a jurar que mantendrían el secreto, bajo el Acta de Seguridad Nacional.
-Estamos recibiendo fragmentos de Hofmannstahl - dijo Hiro. Casi podía estar hablando para sí mismo; la gestalt entrenador-relevo surtía efecto, y no tardaríamos en dejar de sentir la presencia del otro. El nivel de adrenalina comenzaba a disminuir -. Nada muy coherente. «Schöne Maschine», algo así... «Hermosa máquina»... Hillary dice que parece muy tranquila, pero aturdida.
-No me expliques nada. No quiero esperar nada concreto, ¿de acuerdo? Entremos directamente. - Abrí la escotilla y aspiré una bocanada de aire del Cielo; fue como un trago de vino blanco frío.- ¿Dónde está Charmian?
Hiro suspiró, una suave ráfaga de estática. - Charmian debería estar en el Claro Cinco ocupándose de un chileno que llegó hace tres días, pero no está, porque se enteró de que vendrías. Te espera junto al estanque de las carpas. Zorra testaruda. - agregó.
Charmian arrojaba guijarros a la orgullosa carpa china. Llevaba un ramillete de flores blancas detrás de una oreja, un marchito Marlboro detrás de la otra. Tenía los pies descalzos y embarrados, y se había cortado las piernas del mono por la mitad del muslo. Llevaba el pelo negro recogido en una cola de caballo.
Nos habíamos conocido en una fiesta en uno de los talleres de soldadura; voces ebrias resonaban en el cuenco de la esfera metálica, vodka artesanal en gravedad cero. Había uno que tenía una bolsa de agua para suavizar el trago, y sacó un buen puñado y lanzó diestramente una bola rodante y movediza de tensión superficial. Las viejas bromas acerca de pasar el agua. Pero yo soy un torpe en gravedad cero. La atravesé con la mano cuando pasó cerca. Me sacudí del pelo mil bolitas plateadas, aturdido, tropezando; y la mujer que estaba a mi lado se reía y daba lentos saltos mortales, muchacha larga, delgada, de pelo negro. Llevaba uno de esos holgados pantalones de cordón que los turistas se llevan de Tsiolkovsky, y una desteñida camiseta de la NASA tres tallas más grande de lo necesario. Un minuto después me hablaba de vuelos en ala-delta con los adolescentes tsiolniki, y de lo orgullosos que estaban de la floja marihuana que cultivaban en una de las cestas de maíz. No me había dado cuenta de que ella era otro relevo hasta que Hiro entró a decirnos que la fiesta había terminado. Se fue a vivir conmigo una semana más tarde.
-Espera un minuto, ¿de acuerdo? -Hiro hizo chirriar los dientes, un sonido horrible.- Uno, one. -Y se fue, saliendo totalmente fuera del circuito; tal vez ni siquiera escuchaba.
-¿Cómo van las cosas en el Claro Cinco?
Me puse en cuclillas junto a ella y busqué también algunos guijarros.
-No muy divertidas. Tuve que alejarme de él por un rato; le inyecté hipnóticos. Mi intérprete me dijo que subías. -Tiene ese acento de Texas que hace que ice suene como ass.
-Creí que hablabas español. El tipo es chileno, ¿verdad? - Arrojé uno de mis guijarros al estanque.
- Yo hablo mejicano. Los buitres de la cultura dijeron que no le gustaría mi acento. Qué bueno. Y no puedo seguirlo cuando habla rápido. - Uno de sus guijarros siguió el mío y abrió aros en la superficie mientras se hundía.- Es decir, constantemente - agregó. Una carpa se acercó para ver si el guijarro era comestible-. De ésta no sale. -Charmian no me miraba. Su tono de voz era perfectamente neutro.- No hay duda de que de ésta el pequeño Jorge no sale.
Escogí el guijarro más plano y traté de hacerlo rebotar hasta el otro lado del estanque, pero se hundió. Cuanto menos supiera de Jorge el chileno, mejor sería. Sabía que era uno de los vivos, parte de ese diez por ciento. Nuestro índice de muertos al llegar es de un veinte por ciento. Suicidio. Un setenta por ciento son candidatos inmediatos a los pabellones: los casos de regresión, los que llegan balbuceando. Charmian y yo somos los relevos de ese diez por ciento.
Si los primeros que regresaron hubiesen traído sólo caracoles de mar, dudo que ahora el Cielo estuviese aquí. El Cielo fue construido después de que un francés regresó con un aro de acero de doce centímetros de diámetro, codificado magnéticamente y cerrado en torno a la mano fría, negra parodia del niño afortunado que gana una vuelta gratis en el tiovivo. Puede que nunca descubramos dónde o cómo lo encontró, pero aquel aro fue la piedra de Rosetta para el cáncer. De modo que ahora le ha llegado a la especie humana la hora del culto de cargo. Aquí afuera podemos recoger cosas con las que no tropezaríamos ni en mil años de investigación en la Tierra. Charmian dice que somos como esos pobres imbéciles de las islas, que se pasan toda la vida construyendo pistas de aterrizaje para que regresen los grandes pájaros de plata. Charmian dice que el contacto con civilizaciones «superiores» es algo que no se le desea ni al peor enemigo.
-¿Te has preguntado alguna vez cómo se montó toda esta estafa, Toby? -Charmian miraba entornando los ojos a la luz solar, hacia el este, donde se extendía nuestro país cilíndrico, verde y sin horizonte.- Seguro que reunieron a todos los pesos pesados, a la élite de la psiquiatría, y los sentaron alrededor de una larga mesa de auténtica imitación de palo de rosa, típico asunto del Pentágono. Cada uno recibió un cuaderno de apuntes en blanco y un lápiz nuevo, especialmente afilado para la ocasión. Allí estaban todos: freudianos, junguianos, adlerianos, los hombres rata de Skinner, todo lo que se te ocurra. Y todos y cada uno de aquellos desgraciados sabían de sobra que era hora de hacer el mejor papel. No sólo como representantes de una facción determinada sino como profesionales. Allí están, la encarnación de la psiquiatría occidental. ¡Y no pasa nada! La gente sale de repente muerta de la Autopista, y si no, regresa babeando, cantando canciones de cuna. Los vivos duran alrededor de tres días, no dicen una palabra y después se pegan un tiro o entran en estado catatónico. -Sacó una pequeña linterna del cinturón y rompió con naturalidad la cáscara de plástico para extraer el reflector parabólico.- El Kremlin chilla. La CIA se vuelve loca. Y lo peor de todo, las multinacionales que quieren patrocinar el show están perdiendo entusiasmo. «¿Astronautas muertos? ¿No hay información? No hay trato, amigos.» Se están poniendo nerviosos, todos esos superpsiquiatras, hasta que algún listo, quién sabe, uno de esos lunáticos sonrientes de Berkeley aparece y dice- y aquí el acento de Charmain se cargó de paródica suavidad-: «Eh, ¿por qué no llevamos a esta gente a un sitio agradable, y la llenamos de buena droga y le damos a alguien con quien pueda relacionarse ¿eh? -Charmain se rió, sacudió la cabeza. Usaba el reflector para encender el cigarrillo, concentrando la luz solar. No nos dan cerillas: el fuego destruye el oxígeno, el equilibrio del dióxido de carbono. Del candente punto focal brotó un diminuto rizo de humo gris.
-Está bien -dijo Hiro-, ya pasó vuestro minuto. -Consulté mi reloj: habían sido casi tres minutos.
-Buena suerte, cariño -dijo Charmian en voz baja, fingiendo estar absorta en el cigarrillo-. Que te vaya bien.
La promesa de dolor. Está ahí cada vez. Sabes qué va a pasar, pero no sabes cuándo, ni exactamente cómo. Uno trata de aferrarse a esas incertidumbres, de mecerlas en la oscuridad. Pero si te preparas para el dolor, no funcionas. Ese poema que Hiro cita: Enséñanos a preocuparnos y a no preocuparnos.
Somos como moscas inteligentes que deambulan por un aeropuerto internacional; algunas conseguimos colarnos en algún vuelo a Londres o a Río, quizá hasta sobrevivir al viaje y regresar luego. -Eh -dicen las otras moscas-, ¿qué pasa del otro lado de esa puerta? ¿Qué saben ellos que no sepamos nosotros? -Al llegar al borde de la Autopista, todos los lenguajes humanos se te desenmarañan en las manos... excepto, quizás, el lenguaje del chamán, del cabalista, el lenguaje del místico decidido a cartografiar jerarquías de ángeles, de santos, de demonios.
Pero la Autopista tiene sus reglas, y hemos aprendido algunas de ellas. Eso nos da algo a que aferrarnos.
Primera regla: Una entidad por viaje; nada de equipos, nada de parejas.
Segunda regla: Nada de inteligencias artificiales; lo que está ahí afuera, sea lo que sea, no se fija en máquinas listas, al menos en el tipo de máquinas que sabemos construir.
Tercera regla: Los instrumentos de grabación son un despilfarro de espacio; siempre vuelven sin uso.
Tras los pasos de Santa Olga han surgido docenas de nuevas escuelas de física, herejías cada vez más raras y elegantes, que esperan abrirse paso hasta el centro del misterio. Una por una, fracasan. En el susurrante silencio de las noches del Cielo, uno imagina que los paradigmas estallan en pedazos, que los añicos de teorías tintinean convirtiéndose en polvo brillante mientras el trabajo de toda una vida de algún grupo de expertos se reduce a la más sucinta y breve nota de pie de página, y todo en el tiempo que tarda tu dañado viajero en musitar algunas palabras en la oscuridad.
Moscas en un aeropuerto, pidiendo que las lleven. Se recomienda a las moscas que no hagan demasiadas preguntas; se recomienda a las moscas que no intenten llegar a la Gran Imagen. Repetidos intentos en esa dirección llevan al lento, inexorable florecimiento de la paranoia; la mente proyecta formas enormes, oscuras, sobre las paredes de la noche, formas que tienden a solidificarse, a convertirse en locura, a convertirse en religión. Las moscas listas se quedan con la teoría de la Caja Negra; la Caja Negra es la metáfora aprobada, y la Autopista sigue siendo x en cualquier ecuación normal. Se supone que no debemos preocuparnos por lo que es la Autopista, o por quién la puso allí, y concentramos en cambio en lo que metemos en la Caja y en lo que sacamos de ella. Hay cosas que nosotros enviamos por la Autopista (una mujer llamada Olga, su nave, y tantos más que la han seguido) y cosas que nos llegan a nosotros (una loca, un caracol de mar, artefactos, fragmentos de tecnologías extrañas). Los teóricos de la Caja Negra nos aseguran que nuestra tarea principal consiste en optimizar ese intercambio. Estamos aquí para asegurarnos de que nuestra especie recupera lo que invierte. Con todo, algunas cosas se hacen cada vez más evidentes; una de ellas es que no somos las únicas moscas que han logrado meterse en un aeropuerto. Hemos recogido artefactos que pertenecen por lo menos a media docena de culturas inmensamente divergentes. «Más patanes», los llama Charmian. Somos como ratas en la bodega de un carguero, intercambiando baratijas con ratas de otros puertos. Soñando con las luces brillantes, con la gran ciudad.
Para no complicarnos, digamos que todo es asunto de Dentro y Fuera. Lení Hofmannstahl: Fuera.
Organizamos el recibimiento de Leni Hofmannstahl en el Claro Tres, también conocido como el Elíseo. Yo me agazapé bajo un emparrado de meticulosas reproducciones de arce joven y me dediqué a estudiar la nave. En un principio había tenido el aspecto de una libélula sin alas, con un abdomen estilizado de diez metros de largo donde iba el motor a reacción. Ahora, sin el motor, parecía una pupa blanco mate, con los ojos larvales, prominentes, llenos del acostumbrado e inútil surtido de sensores y sondas. Estaba apoyada en una suave elevación en el centro del claro, un montículo especialmente diseñado para sostener diversos formatos de nave. Los botes más recientes son más pequeños, como lavadoras Grand Prix, cápsulas minimalistas que no pretenden ser naves de exploración. Módulos para disparos de carne.
-No me gusta -dijo Hiro-. Ésta no me gusta. Me da mala espina... -Tal vez estuviera hablando para sí mismo; casi podría haber sido yo hablando para mí, lo cual significaba que la gestalt entrenador-relevo estaba casi a punto de funcionar. Encerrado en mi papel, dejo de ser el hombre de avanzada del hambriento oído del Cielo, una sonda especializada conectada por radio con un psiquiatra todavía más especializado; cuando la gestalt entra en acción, Hiro y yo nos fundimos y somos otra cosa, algo que nunca podemos admitir mutuamente, ni siquiera mientras sucede. Nuestra relación representaría la clásica pesadilla freudiana. Pero sabía que él tenía razón: esta vez se sentía que algo andaba muy mal.
El claro era más o menos circular. Tenía que serlo; en realidad era un corte redondo de quince metros de diámetro practicado en el piso del Cielo, un ascensor circular disfrazado de mini pradera alpina. Habían aserrado el motor de Leni; habían remolcado su nave hacia el cilindro exterior, bajando el claro hasta la esclusa de aire, y luego la habían subido hasta el Cielo sobre una inmensa plataforma decorada con hierba y flores silvestres. Habían borrado sus sensores con sobrecargas de transmisión y sellado sus puertas y escotillas; se supone que el Cielo es una sorpresa para el recién llegado.
Me encontré preguntándome si Charmian ya habría regresado con Jorge. Tal vez le estaría preparando algo de comer, uno de los peces que «atrapamos» cuando nos los sueltan en las manos desde jaulas que hay en el fondo del estanque. Imaginé el olor a pescado frito, cerré los ojos e imaginé a Charmian caminando por las aguas poco profundas, con los muslos perlados por gotas brillantes: muchacha de piernas largas en un vivero en el Cielo.
-¡Adelante, Toby! ¡entra ahora!
El volumen me resonó en la cabeza; el entrenamiento y el reflejo gestáltico ya me habían llevado a mitad de camino del claro. -Maldición, maldición, maldición... -El mantra de Hiro, y supe entonces que todo había salido mal. Hillary, la intérprete, era un sonido de fondo estridente, hielo BBC que crujía mientras ella farfullaba algo a toda velocidad, algo sobre diagramas anatómicos. Hiro debió de haber usado los mandos a distancia para abrir la escotilla, pero no esperó a que se desatornillara sola. Hizo detonar seis pernos explosivos empotrados en el casco y voló todo el mecanismo de la escotilla intacto, que por poco no me alcanzó. Instintivamente, me había apartado de su trayectoria. Luego me puse a escalar la lisa superficie del bote, tratando de asirme a las piezas de la estructura metálica con forma de panal que había justo en la entrada; el mecanismo de la compuerta había arrastrado consigo la escalerilla de metal.
Y allí quedé inmóvil, agazapado en el olor de plástico de los pernos, pues fue entonces cuando el Miedo -me encontró, cuando me encontró de verdad, por primera vez.
Lo había sentido antes, el Miedo, pero sólo los bordes, las extremidades. Ahora era enorme, la propia oquedad de la noche, un vacío frío e implacable. Estaba hecho de últimas palabras, espacio profundo, todos los largos adioses en la historia de nuestra especie. Hizo que me encogiera, gimiendo. Temblaba, me arrastraba, lloraba. Nos dan clases sobre esto, nos advierten, tratan de explicarlo como una especie de agorafobia temporal endémica. Pero nosotros sabemos lo que es; los relevos lo saben y los entrenadores no. Hasta hoy no hay nada que lo explique, ni remotamente.
Es el Miedo. Es el dedo largo de la Gran Noche, la oscuridad que alimenta con murmurantes condenados las dulces y blancas fauces de los pabellones. Olga, santa Olga, fue la primera que lo supo. Trató de ocultárnoslo, arañando el equipo de radio, ensangrentándose las manos para destruir la capacidad de transmisión de la nave, rogando que la Tierra la perdiese, la dejase morir..
Hiro estaba histérico, pero debe de haber entendido, y supo qué hacer.
Me aplicó el látigo de dolor. Fuerte. Una y otra vez, como una picana eléctrica para el ganado. Me hizo entrar en el bote. Me llevó a través del Miedo.
Más allá del Miedo, había una habitación. Silencio y un olor a desconocido, olor a mujer.
El estrecho módulo estaba usado, y tenía un aspecto casi doméstico; habían remendado el fatigado plástico del asiento de aceleración con despegadas tiras de cinta adhesiva plateada. Pero todo parecía amoldarse alrededor de una ausencia. Ella no estaba allí. Entonces vi el demencial friso de rasguños hechos con punta de bolígrafo, símbolos garrapateados, miles de diminutas figuras rectangulares, retorcidas, entrelazadas y yuxtapuestas. Manchado con huellas dactilares, patético, cubría la mayor parte del mamparo trasero.
Hiro estaba estático, susurrando, implorando. Encuéntrala, Toby, por favor, Toby, encuéntrala, encuentra, encuéntrala...
La encontré en el compartimiento de cirugía, una estrecha alcoba a un lado del pasadizo. Encima de ella, la Schöne Maschine, el manipulador quirúrgico, relucía con los brazos delgados y brillantes perfectamente plegados, extremidades cromadas de una centolla rematadas en hemostatos, fórceps, bisturí láser. Hillary estaba histérica, y apenas se la oía por un débil canal, diciendo algo acerca de la anatomía del brazo humano, los tendones, las arterias, taxonomía elemental. Hillary gritaba.
No había nada de sangre. El manipulador es una máquina pulcra, capaz de hacer un trabajo limpio en gravedad cero aspirando la sangre. Leni había muerto justo antes de que Hiro volase la compuerta; tenía el brazo derecho extendido sobre la superficie de plástico blanco como en un dibujo medieval, desollado, músculos y otros tejidos estirados hacia afuera en un diseño claro y simétrico, sujetos con una docena de pinzas de disección de acero inoxidable. Murió desangrado. Un manipulador quirúrgico está cuidadosamente programado contra el suicidio, pero puede funcionar como robot disecador, preparando órganos para su almacenamiento.
Había encontrado la manera de engañarlo. Generalmente se puede hacer eso con las máquinas, si se dispone de tiempo. Ella había tenido ocho años.
Yacía allí en una estructura plegable, una cosa parecida al esqueleto fósil de un sillón de dentista; a través de ella vi el descolorido bordado que le cruzaba la espalda del traje: la marca de un fabricante de piezas electrónicas germano-occidental. Traté de hablarle. Le dije: -Por favor, estás muerta. Perdónanos, vinimos para tratar de ayudarte, Hiro y yo. ¿Entiendes? Sabes que él, Hiro, te conoce, y está aquí, en mi cabeza. Ha leído tu expediente, tu perfil sexual, tus colores favoritos; conoce los miedos de tu infancia, a tu primer amante, el nombre del profesor que te gustaba. Y yo tengo exactamente las feromonas adecuadas, y soy un arsenal de drogas ambulante, algo que aquí seguramente te gustará. Y podemos mentir, Hiro y yo; somos unos campeones de la mentira. Por favor. Tienes que ver. Perfectos desconocidos, pero Hiro y yo, para ti, somos el perfecto desconocido, Leni.
Era una mujer pequeña, rubia, de pelo suave, lacio, prematuramente veteado de gris. Le toqué el pelo, una vez, y salí al claro. Una vez allí, la larga hierba tembló, las flores empezaron a agitarse, e iniciamos el descenso, con el bote centrado en el ascensor circular. El claro se deslizó hacia abajo, saliendo del Cielo, y la luz solar se perdió en el resplandor de enormes arcos de vapor que arrojaban duras sombras sobre la amplia plataforma de la esclusa, de aire. Siluetas con trajes rojos, corriendo. Un carrito de rojo giró en redondo sobre gruesas ruedas de caucho, apartándose de nuestro camino.
Nevsky, el súrfer de la KGB, esperaba al pie de la pasarela que habían empujado hacia el borde del claro. No lo vi hasta que llegamos a la plataforma.
-Debo llevarme las drogas ahora, señor Halpert.
Me quedé allí, balanceándome, parpadeando para quitarme las lágrimas. Él se acercó a tranquilizarme. Me pregunté si sabría siquiera por qué estaba allí en la plataforma, un traje amarillo en territorio rojo. Pero quizá no le importase; nada parecía importarle demasiado; tenía la tablilla preparada.
-Debo llevármelas, señor Halpert.
Me quité el traje, lo doblé y se lo di. Nevsky lo metió en un bolso plástico de cremallera. Guardó el bolso en una caja que llevaba esposada a la muñeca, y cerró la combinación.
-No las tomes todas al mismo tiempo, muchacho -dije. Y me desmayé.
Tarde, aquella noche, Charmian trajo una clase especial de oscuridad a mi cubículo, dosis individuales envueltas en papel metálico grueso. No tenía nada que ver con la oscuridad de la Gran Noche, esa oscuridad sensible, acechante, que espera para arrastrar a los viajeros a los Pabellones, la oscuridad que incuba el Miedo. Era una oscuridad como la de las sombras que se movían en el asiento trasero del coche de tus padres, una noche de lluvia cuando tenías cinco años, cálido y seguro. Charmian es mucho más hábil que yo cuando se trata de eludir a burócratas como Nevsky.
No le pregunté por qué había regresado del Cielo, ni qué le había pasado a Jorge. Ella no me preguntó nada sobre Leni.
Hiro no estaba, había desaparecido por completo de la transmisión. Lo había visto por la tarde durante el informe; como de costumbre, nuestras miradas no se encontraron. No importaba. Sabía que volvería. Todo había sido como siempre. Un mal día en el Cielo, pero eso nunca resulta fácil. Es muy duro cuando se siente el Miedo por primera vez, pero yo siempre supe que estaba ahí, esperando. Se ha hablado mucho de los diagramas de Leni y de los dibujos de cadenas moleculares que cambian de sitio ante una orden. Moléculas que pueden funcionar como conmutadores, elementos lógicos, incluso una especie de instalación formada por capas que constituyen una única y enorme molécula, un diminuto ordenador. Quizá no sepamos nunca qué fue lo que encontró allí afuera; quizá no conozcamos nunca los detalles de la transacción. Podríamos lamentarlo si alguna vez lo descubrimos. No somos la única tribu de regiones apartadas, los únicos que buscan sobras.
Maldita Leni, maldito aquel francés, malditos todos los que traen cosas, remedios para el cáncer, caracoles marinos, objetos sin nombre: que nos hacen estar aquí esperando, que llenan pabellones, que nos traen el Miedo. Pero aférrate a esta oscuridad cálida y cercana, a la lenta respiración de Charmian, al ritmo del mar. Aquí la experiencia es fuerte; oirás el mar, muy por detrás de la constante estática de caracol marino del osteófono. Es algo que llevamos con nosotros, por lejos que estemos de casa.
Charmian se movió a mi lado, murmuró el nombre de un desconocido, el nombre de algún viajero maltrecho que desde hace mucho tiempo está en los pabellones. Ella tiene el récord actual: mantuvo a un hombre con vida durante dos semanas, hasta que ese hombre se sacó los Ojos con los pulgares. Charmian no dejó de gritar hasta que llegó abajo, se rompió las uñas en la tapa plástica del ascensor. Después le dieron algún tranquilizante.
Pero los dos tenemos el impulso, esa necesidad especial, esa maniática dinámica que nos permite seguir yendo al Cielo. Ambos hicimos lo mismo, nos quedamos allí fuera en nuestros botes durante semanas, esperando a que la Autopista nos recogiera. Y cuando se nos acabaron las señales, nos remolcaron de vuelta hasta aquí. A algunos no los recoge la Autopista, y nadie sabe por qué. Y nunca hay una segunda oportunidad. Dicen que es demasiado costoso, pero lo que en verdad quieren decir, mientras te miran los vendajes de las muñecas, es que ahora eres demasiado valioso, demasiado útil como relevo potencial. No te preocupes por lo del intento de suicidio, te dirán; ocurre todo el tiempo. Muy comprensible: sentimiento de profundo rechazo. Pero yo había deseado ir, lo había deseado con mucha fuerza. Charmian también. Ella lo intentó con pastillas. Pero ellos nos cambiaron, nos torcieron un poco, alinearon nuestros impulsos, nos implantaron los osteófonos, nos asignaron entrenadores.
Olga tuvo que saberlo, debió de haberlo visto todo; trataba de impedir que descubriéramos cómo llegar hasta allí, que llegáramos a donde ella había estado. Sabía que si la encontrábamos, tendríamos que ir. Incluso ahora, sabiendo lo que sé, quiero ir. Nunca iré. Pero podemos hamacarnos aquí en esta oscuridad que se eleva sobre nosotros, la mano de Charmian en la mía. Entre nuestras palmas, el arrugado envoltorio de la droga. Y santa Olga nos sonríe desde las paredes; se la siente, todas esas copias de la misma foto publicitaria, rotas y pegadas con cinta adhesiva en las paredes de la noche, esa sonrisa blanca, para siempre.