BLOOD

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miércoles, 29 de abril de 2009

DAGON --- H. P. LOVECRAFT -- MITOS DE CTHULHU

Dagon
(H. P. Lovecraft)
...
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin
dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir
soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo.
Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayáis leído estas
páginas atropelladamente garabateadas, quizá os hagáis idea -aunque no del todo- de por qué tengo que
buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote
en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en
sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación
posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la
deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de
nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y
provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante
poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur de¡
ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se
mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza
de que pasara algún barco, o que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni
barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida
inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque
poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba
medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con
monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto
trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje
tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la
superficie putrefacto una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces
descompuestos y otros animales menos identificabas que se veían emerger en el cieno de la interminable
llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar
en el absoluto silencio y la estéril Inmensa ‘dad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una
vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me
producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la
ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo
una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había
emergido a la superficie, saando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas
bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida
debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído.
Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y
proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el
suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer
fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin
de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad.
El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase
este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día,
caminé constantemente en dirección oeste, guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las
demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia
la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del
cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido
de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie.
Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes de que la luna menguante,
fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un
sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra
vez. Y a la luz de la luna, comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador,
la marcha me habría resultado menos acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de
emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para
mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa
sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el
borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi
terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través
de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan
completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que
proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el
declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé
trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades
estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía
enhiesto corno a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor
blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que
era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran
enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de
expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar
cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un
monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas
vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis
alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los
gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo
formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había
detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya
superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de
jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su
mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos,
moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos
desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la
llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso
de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían
despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres ... al menos,
cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o
rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con
detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que
podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a
pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y
vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la
debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de
matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé como digo, sus formas grotescas y sus
extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de al,-una
tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes de que
naciese el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión
inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé
pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, el ser
surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el
monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos,
al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante
regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo
el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de
los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del
barco americano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis
delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no
sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué
necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y le
divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez;
pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de
preguntar.
Es de noche especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante cuando veo a ese ser. He
intentado olvidarlo con la morfina; pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha
atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo
esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes.
Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a
causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero
siempre se me aparece, en respuesta, una vision monstruosamente vívida. No puedo pensar en las
profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se
arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus
propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan
de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad
exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del
universal pandemónium.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso
y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

CENIZAS -- H. P. LOVECRAFT -- C. M. EDDY JR.

CENIZAS
H. P. LOVECRAFT & C. M. EDDY JR.


...


-Hola, Bruce. Hace siglos que no te veo. Entra.

Dejé la puerta abierta y me siguió al interior de la habitación. Su flaca y desgarbada figura se acomodó con torpeza en la silla que le ofrecía mientras comenzaba a jugar con su sombrero entre los dedos. Sus profundos ojos tenían un mirar asustado, distraído, y atisbaban furtivos por entre los rincones de la habitación, como si buscasen algo escondido dispuesto a echarse sobre él en cualquier momento. Su rostro estaba ojeroso y sin color. Las comisuras de sus labios tenían un rictus espasmódico.

-¿Qué te ocurre, viejo? Parece que has visto un fantasma. ¡Levanta el ánimo!

Me acerqué al mueble bar y llené un pequeño vaso con el vino de una botella.

-¡Bébete esto!

Vació el vaso de un sorbo y continuó jugando con su sombrero.

-Gracias, Prague; no me siento demasiado bien esta noche.

-¡No hace falta que lo digas! ¿Qué es lo que va mal?

Malcolm Bruce se agitó inquieto en su silla.

Lo miré en silencio, preguntándome qué podía haberle afectado de aquella manera. Conocía a Bruce y lo tenía catalogado como un hombre tranquilo y con voluntad de acero. Verlo en aquel estado de nervios no era normal. Le ofrecí un cigarro, y él lo tomó, mecánicamente.

Pero, hasta que Bruce no encendió el segundo cigarrillo, el silencio entre los dos continuó. Su nerviosismo parecía desaparecer poco a poco. Una vez más fue el hombre dominante, seguro de sí mismo, que yo conocía.

-Prague –empezó-, me acaba de suceder la experiencia más diabólica y terrible que puede acontecerle a un hombre. No estoy muy seguro de si debo contártelo o no, pues tengo miedo de que pienses que estoy loco; ¡cosa que no te reprocharía! Pero es cierto, ¡hasta la última palabra!

Hizo una dramática pausa y lanzó al aire unos tenues anillos de humo.

Sonreí. Ya había escuchado más de una historia de miedo en aquella misma mesa. Debía haber alguna especie de peculiaridad en mi forma de ser que inspiraba confianza a los demás; me han contado historias tan extrañas que algunos hombres darían años de su vida por escucharlas. Pero, a pesar de mi gusto por lo sobrenatural y peligroso, de mi atracción por el conocimiento de lejanas e inexploradas regiones, me he visto condenado a una vida prosaica y aburrida, con un trabajo anodino.

-¿Has oído hablar alguna vez del profesor Van Allister? -preguntó Bruce.

-¿Quieres decir de Arthur Van Allister?

-¡El mismo! ¿O sea que le conoces?

-¡Desde luego! Hace años que le conozco. Desde el momento en que renunció a su profesorado de química en la escuela para dedicarse a sus experimentos. Yo le ayudé a diseñar el laboratorio insonorizado en el ático de su casa. Después comenzó a estar tan embebido en su trabajo que no tenía tiempo de ser amable con nadie.

-Recordarás, Prague, que cuando ambos estábamos en la escuela, yo era muy aficionado a la química.

Asentí, y Bruce siguió hablando.

-Hace unos cuatro meses yo estaba buscando trabajo. Van Allister publicó un anuncio en el que requería un ayudante, y yo le contesté. Se acordaba de cuando yo estaba, en el colegio, y pude convencerle de que sabía lo suficiente de química como para serle útil.

«Tenía una joven de secretaria, la señorita Marjorie Purdy. Era la típica mujer que se dedicaba por completo a su trabajo, tan eficiente como bonita. Había ayudado algunas veces a Van Allister en el laboratorio, y pronto descubrí que mostraba mucho interés en este trabajo y que hacia sus propios experimentos. Pasaba casi todo su tiempo libre en el laboratorio con nosotros.

«Sólo era cuestión de tiempo que tanta camaradería se convirtiese en una profunda amistad, de tal forma que llegó un momento en el que yo dependía de su ayuda en mis experimentos más difíciles, cuando el profesor estaba ocupado. Jamás vi que titubease ante mis requerimientos. ¡Aquella chica se desenvolvía con la química como el pato en el agua!

«Hace aproximadamente dos meses el profesor Van Allister dividió el laboratorio en dos estancias, quedando una de ellas para su uso personal. Nos dijo que iba a realizar una serie de experimentos que, si tenían éxito, le darían una fama universal. Se negó firmemente a darnos cualquier tipo de información sobre sus características.

«Por entonces, la señorita Purdy y yo estábamos solos cada vez más tiempo. El profesor permanecía encerrado en su habitación durante días y no aparecía ni tan siquiera para comer.

«Esto también nos permitía tener más tiempo libre. Nuestra amistad se hizo más fuerte. Sentía una creciente admiración por la delicada joven que parecía moverse con genuina seguridad entre olorosos frascos y densas mezclas químicas, embutida en ropas blancas desde la cabeza a los pies, incluyendo los guantes de goma que llevaba en las manos.

«Anteayer, Van Allister nos invitó a su cuarto de trabajo. "Por fin lo he conseguido", dijo, mostrándonos un pequeño recipiente que contenía un líquido incoloro. "Aquí tengo lo que va a ser el mayor descubrimiento químico jamás conocido. Voy a probar delante de vosotros su eficacia. Bruce, ¿podrías traerme uno de los conejos, por favor?"

«Fui a la otra habitación y cogí uno de los conejos que guardamos, junto con las cobayas, para nuestros experimentos.

«Puso al pequeño animalillo en una caja de cristal lo suficientemente grande para que cupiese y cerró la tapa. Después colocó un embudo de cristal en un pequeño agujero que había sobre la tapa. Nos acercamos para ver mejor.

«Destapó el recipiente y echó su contenido sobre la caja donde estaba el conejillo.

«"¡Ahora vamos a descubrir si mis semanas de esfuerzos continuados han tenido éxito o han fracasado!"

«Lenta, metódicamente, yació el contenido del frasco en el embudo, mientras veíamos cómo el líquido se esparcía por el recipiente donde estaba el aterrado animalillo.

«La señorita Purdy emitió un grito de asombro, mientras que yo parpadeaba para asegurarme de que lo que veía era cierto. ¡Pues en el sitio donde hacía sólo unos momentos había habido un conejo vivo y aterrado, ahora no habla más que un montoncito de livianas, blancas cenizas!

«El profesor Van Allister se volvió hacia nosotros con un aire de triunfal satisfacción. De su rostro emanaba un júbilo malsano y sus ojos brillaban con una expresión salvaje y cruel. Su voz adoptó un tono de superioridad cuando nos dijo:

«"Bruce —y usted también, señorita Purdy— habéis tenido el privilegio de contemplar el éxito de los resultados de una fórmula que revolucionará el mundo. ¡Este preparado reduce instantáneamente a cenizas a cualquier objeto que toque, excepto al cristal! Pensad en lo que puede significar. ¡Un ejército equipado con bombas de cristal llenas con mi fórmula podría ser capaz de aniquilar el mundo! Madera, metal, piedra, ladrillo —cualquier cosa— desaparecerían ante su paso, sin dejar más restos que lo mismo que ha quedado del conejillo con el que he experimentado, ¡un montoncito de tenues, blancas cenizas!"

«Miré a la señorita Purdy. Su rostro estaba tan blanco corno la bata que vestía.

«Esperarnos a que Van Allister recogiera en un pequeño frasco todo lo que había quedado del conejillo. Debo admitir que mi mente estaba helada cuando me dijo que podíamos irnos. Le dejarnos solo tras las pesadas puertas que separaban su cuarto de trabajo.

«Una vez a salvo y solos, la señorita Purdy no pudo contener sus nervios. Sufrió un desmayo y habría caído al suelo si yo no la hubiese sujetado en mis brazos.

«La sensación de su cuerpo delicado y tembloroso sobre el mio era insoportable. La acerqué suavemente hacia mí pegando mi boca a la suya. La besé varias veces presionando con mis labios los suyos, rojos y delicados, hasta que abrió los ojos y vi el amor reflejado en ellos.

«Después de una deliciosa eternidad volvimos de nuevo a la tierra, con el suficiente conocimiento como para darnos cuenta de que aquel laboratorio no era el lugar más idóneo para aquellas ardientes demostraciones. En cualquier momento, el profesor podía salir de su retiro y, dado su estado actual de ánimo, no sabíamos qué podía ocurrir si nos descubría en aquella amorosa aptitud.

«Pasé el resto de la jornada como en un sueño. Me asombraba de que fuese capaz de seguir con mi trabajo en tal estado. Actuaba como un autómata, una máquina bien engrasada, ocupándose mecánicamente de sus tareas, mientras que mi mente vagaba por lejanas y deliciosas regiones de ensueño.

«Marjorie estuvo ocupada con sus tareas de secretaria durante el resto del día, y procuré no mirada ni una sola vez hasta que mis ocupaciones en el laboratorio estuvieron terminadas.

«Aquella noche nos dedicamos a disfrutar de nuestra nueva felicidad. ¡Prague, recordaré esa noche mientras viva! El momento más feliz de mi vida fue cuando Marjorie Purdy me dijo que se casaría conmigo.

«Ayer fue otro día de éxtasis y arrobamiento. Transcurrió la jornada con dulces sentimientos mientras trabajaba. Luego siguió otra noche de amor. ¡Si nunca has amado a una mujer en la vida, Prague, a la única mujer del mundo, no podrás entender el delirio que te produce pensar en ella! Y Marjorie hacía que pensase continuamente en ella. Se dio sin reservas a mí.

«Hacia el mediodía de hoy tuve que salir a la farmacia a comprar unos productos que necesitaba para completar uno de mis experimentos.

«Cuando volví eché de menos la presencia de Marjorie.

Miré si todavía estaban su sombrero y su abrigo, pero no fue así. No había visto al profesor desde el experimento con el conejillo, ya que estaba encerrado en su cuarto de trabajo.

«Pregunté a la servidumbre, pero ninguno la había visto salir de la casa, ni les había dejado ningún mensaje dirigido a mí.

«Según iba atardeciendo, la sensación de angustia se agrandaba. Pronto se hizo de noche y seguía sin rastro de mi querida niña.

«Ya no tenía ganas de trabajar. Comencé a caminar de un lado a otro de la habitación como un tigre enjaulado. En cuanto sonaba el teléfono o el timbre de la puerta renacían en mí las esperanzas de volver a escuchar su voz, pero todas las veces fue en vano. Cada minuto se alargaba una hora; ¡cada hora una eternidad!

«¡Buen Dios, Prague! ¡No puedes imaginarte cuánto he sufrido! Desde las cumbres del amor sublime me he visto sumido en las más oscuras simas de la desesperación. Ante mis ojos aparecían las más horribles visiones, los peores hechos que pudieran acontecer. Y seguía sin volver a escuchar su voz.

«Parecía que había pasado una vida entera, aunque al mirar el reloj me di cuenta de que sólo eran las siete y media, cuando el mayordomo me dijo que Van Allister requería mi presencia en el laboratorio.

«No tenía ningunas ganas de hacer experimentos, pero mientras estuviese bajo su techo él era mi maestro, y me veía obligado a obedecerle.

«El profesor estaba en su cuarto de trabajo, con la puerta ligeramente abierta. Me dijo que me acercase y que cerrara la puerta del laboratorio.

«Debido a mi estado de ánimo en aquellos momentos, mi mente actuó como una cámara fotográfica, registrando todos los hechos que sucedieron a continuación. En el centro de la habitación, sobre una alta mesa de mármol, habla un recipiente de cristal del tamaño y forma aproximados de un ataúd. Rebosaba del mismo líquido incoloro que había estado dentro de la pequeña botella, dos días antes.

«A la izquierda, sobre un taburete de cristal, había otro frasco de cristal. No pude reprimir un escalofrío involuntario cuando vi que estaba lleno de ligeras, blancas cenizas. ¡De repente, vi algo más que hizo que mi corazón dejase de latir!

«Sobre una silla, en un rincón de la habitación, reposaban el sombrero y el abrigo de la mujer que había decidido unir su vida a la mía; ¡la mujer a la que yo había jurado lealtad y protección mientras durasen nuestras vidas!

«Mis sentidos se nublaron, mi alma se colmó de pánico, cuando me di cuenta de lo que había sucedido. No podía haber otra explicación. ¡Las cenizas del frasco era todo lo que había quedado de Marjorie Purdy!

«El mundo quedó suspendido durante unos largos, terribles instantes; ¡después me volví un loco, un loco ceñudo con un solo objetivo!

«Lo siguiente que soy capaz de recordar es la imagen del profesor y la mía forcejeando desesperadamente. Aunque ya era viejo, aún conservaba una fuerza similar a la mía, y además tenía la ventaja añadida de su estado de tranquilidad y autocontrol.

«Poco a poco fue empujándome hacia el recipiente de cristal. En breves instantes, mis cenizas se mezclarían con las de la mujer que había amado. Choqué contra el taburete y mis dedos se cerraron sobre el frasco que contenía las cenizas. ¡Con un último y supremo esfuerzo, lo levanté por encima de mi cabeza y golpeé el cráneo de mi oponente con todas las fuerzas que me quedaban! Sus brazos se relajaron de inmediato y su desvaída figura cayó al suelo inconsciente.

«Aún bajo los efectos del acaloramiento, levanté el silencioso cuerpo del profesor y con mucho cuidado, bastante más del que había mostrado al golpearle, ¡introduje el cuerpo en el cajón de la muerte!

«Desapareció en un instante. Tanto el líquido como el profesor se habían esfumado, ¡y en su lugar sólo quedaba un pequeño montoncito de livianas, blancas cenizas!

«Pero, mientras contemplaba el resultado de mi acción y fueron pasando los efectos de mi locura, tuve que enfrentarme ante la dura y fría verdad: había asesinado a una persona. Una calma antinatural se apoderó de mí. Sabía que no quedaba ni un sólo rastro que pudiera delatarme, exceptuando el hecho de que yo había sido la última persona que había sido vista con el profesor. Por otra parte, ¡no había más que cenizas!

«Me puse el sombrero y el abrigo, y le dije al mayordomo que el profesor me había dado estrictas órdenes de que no se le molestase, indicándome también que podía tomarme el resto de la tarde. Una vez en el exterior, todo mi autocontrol se vino abajo. No había forma de contener mis nervios. No sabía dónde dirigirme; sólo recuerdo que vagué de aquí para allá hasta darme cuenta de que me hallaba en tu apartamento, hace unos minutos.

«Necesitaba hablar con alguien, Prague; sólo quiero aliviar mi torturado cerebro. Se que puedo confiar en ti, viejo amigo, así que te he contado toda la verdad. Aquí estoy; puedes hacer lo que prefieras. ¡Ahora que Marjorie no está, la vida ya no significa nada para mí!
La voz de Bruce se estremeció por la emoción cuando pronunció el nombre de la mujer a la que amaba.

Me incliné sobre la mesa y observé con atención la mirada del hombre desesperado que se acurrucaba alicaído en el sillón. Me levanté, me puse el sombrero y el abrigo y me acerqué a Bruce, que sacudía la cabeza, oculta entre las manos, y profería débiles lamentos.

-¡Bruce!

Malcolm Bruce levantó la vista.

-Bruce, escúchame. ¿Estás seguro de que Marjorie Purdy ha muerto?

-Estoy seguro... -Sus ojos se dilataron ante tal sugerencia y su cuerpo se puso rígido.

Insistí:

-¿Estás total y absolutamente seguro que las cenizas que contenía el frasco eran las de Marjorie Purdy?

-¡Pues... yo... las vi, Prague! ¿Adónde quieres ir a parar?

-Entonces no estás totalmente seguro. Viste el sombrero y el abrigo de la mujer sobre la silla y, en tu estado de ánimo, tomaste una conclusión precipitada. "Las cenizas tienen que ser las de la mujer desaparecida... El profesor ha experimentado con ella..." y cosas por el estilo. Vamos, seguramente Van Allister te dijo algo.

-No sé qué pudo decir. ¡Ya te he dicho que me convertí en un loco salvaje!

-Entonces tienes que venir conmigo. Si no ha muerto, tiene que hallarse en algún rincón de la casa, y si está allí, ¡tenemos que encontrarla!

Ya en la calle, paramos un taxi y en breves instantes el mayordomo nos permitió entrar en la casa de Van Allister. Bruce abrió el laboratorio con su llave. La puerta del cuarto de trabajo del profesor aún estaba entornada.

Mis ojos barrieron la habitación reconociendo todos sus rincones. A la izquierda, cerca de la ventana, había una puerta cerrada. Atravesé la habitación y tiré del manillar, pero ni tan siquiera se movió.

-¿Adónde da?

-Es sólo una antesala donde el profesor acostumbra a guardar sus aparatos.

-Es igual, hay que abrir esta puerta, insistí, ceñudo. Retrocedí unos pasos y di una fuerte patada sobre la madera. Después de varios intentos, la cerradura saltó, dejándonos el paso libre.

Bruce, con un grito inarticulado, atravesó la habitación hasta situarse ante un arca de caoba. Escogió una de las llaves de su llavero, la metió en la cerradura y abrió la tapa con manos temblorosas.

-Aquí está, Prague; ¡rápido! ¡Tiene que darle el aire!

Entre los dos llevamos el desmayado cuerpo de la mujer hasta el laboratorio. Bruce preparó una infusión que hizo resbalar por entre sus labios. Después de unos momentos, sus ojos comenzaron a abrirse.

Miró asombrada el cuarto donde se hallaba, hasta que reparó en Bruce y sus ojos se iluminaron de repente con la felicidad de encontrarle allí. Más tarde, después de los primeros intercambios de palabras, la mujer nos contó todo lo que habla sucedido:

-Cuando Malcolm se fue, al atardecer, el profesor me hizo llamar a su cuarto de trabajo. Como me mandaba frecuentemente a hacer algún que otro recado, pensé que éste era el motivo y cogí el abrigo y el sombrero para ganar tiempo. Cerró la puerta del pequeño cuarto y, sin previo aviso, me atacó por detrás. Pronto me dominó y me ató las manos y los pies. Era imposible que nadie me oyese. Como ya sabes, el laboratorio está totalmente insonorizado.

«Entonces sacó un mastín que debía haber atrapado de algún sitio y lo redujo a cenizas delante de mis ojos. Luego puso las cenizas en un frasco de cristal sobre el taburete que hay en el laboratorio.

«Se dirigió a la pequeña antesala y sacó esa especie de ataúd de cristal del arca que habéis visto. ¡Por lo menos eso parecía a mis aterrados sentidos! Vertió la suficiente cantidad de ese horrible líquido como para rebosar el recipiente.

«Entonces me dijo algo que es lo único que recuerdo. ¡Tenía la intención de experimentar su compuesto con una persona humana!

Se estremeció ante el recuerdo.

«Empezó a ponderar sobre el privilegio que era ser la primera persona en dar su vida por una causa tan digna. Después, con toda la calma del mundo, me comunicó que te había elegido a ti como conejillo de indias, ¡y que yo sería la testigo de su éxito! Me desmayé.

«El profesor debía tener miedo de que alguien se enterase, pues lo siguiente que recuerdo es que me desperté dentro del arcón en donde me habéis encontrado. ¡Era sofocante! Cada vez me costaba más respirar. Pensaba en ti, Malcolm, en las horas maravillosas y felices que habíamos pasado juntos los últimos días. ¡No sabía qué haría cuando tú no estuvieses! ¡Rogué, incluso, que me matara a mí también! Tenía la garganta dolorida y seca; todo comenzó a oscurecerse.

«Por fin, desperté para encontrarme a tu lado, Malcolm

Su voz era un susurro nervioso y ronco.

« ¿Dónde está el profesor?

Bruce la llevó en silencio hasta el laboratorio. Ella se estremeció ante la visión del ataúd de cristal. Todavía en silencio, Bruce se dirigió directamente al recipiente, ¡y, cogiendo en su mano un puñado de livianas, blancas cenizas, dejó que resbalasen suavemente entre sus dedos!

ARTHUR JERMYN -- H. P. LOVECRAFT

ARTHUR JERMYN
H. P. LOVECRAFT


I

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana —si es que somos una especie aparte—; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo sir Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que le conocían niegan incluso que haya existido jamás.
Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de Africa. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que le impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, Sir Robert Jermyn, baronet, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, sir Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, sir Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de Africa. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.
Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jcrmyn jamás tuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a sir Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con sir Wade, cuyas extravagantes historias sobre Africa hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que había conocido en Africa, y no compartía las costumbres inglesas. Sc la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en Africa, al volver del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella le acompañó en el tercero y último, del que no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota, y fue atendida tan sólo por su marido. Sir Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresó de Africa, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.
Pero fueron las palabras de sir Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razon como e! siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbas inconcebibles. especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante dc los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía... seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de su último viaje, sir Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que le internaron en el manicomio. No manifestó gran pesar, cuando le encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente parecía amedrentarle. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuando le encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él representase una protección. Tres años después, murió.
Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doce años de recibir su título se casó cori la hija de su guardabosque, persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en Africa, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.
Con el hijo de sir Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de reliquias que su abuelo demente había traído de Africa, haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, sir Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de Africa. En 1849, su segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn.
Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Sir Robert Jermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de alguna forma las extravagantes historias de sir Wade sobre una ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando sir Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerle, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que sc había fugado. Nevil Jerrnyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano. El propio sir Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión.
Sir Alfred Jermyn fue baronet antes de cumplir los Cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió sir Alfred, ni verle agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarle con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en su peluda garganta. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un baronet había quedado irreconocible.

II

Arthur Jermyn era hijo de Sir Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando el marido y padrc abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de sir Wade Jermyn afirmaban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, a la que no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de Arthur Jermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una viva repugnancia en quienes le veían por primera vez.
L inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético que científico, proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de sir Wade. Llevado de su mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantes anotaciones. Pues las brumosas paIabra sobre una atroz y desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, al especular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.
Fn 1911, después de la muerte de su madre, sir Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no solo una gran memoria, sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar.
Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se habían llevado a la diosa disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero estaba Convencido de que eran ellas quienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.
La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba del retorno del hijo, ya hombre —o mono, o dios, según el caso—, aunque ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo que fuese.
Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Sir Wade había descrito; y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas que sir Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero ffie un europeo quien pudo arnpliarle los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerles para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantes aún a sir Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.
Arthur Jermyn aguardé pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con sir Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de su estancia en la Mansión Jcrmyn. Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser la enajenación mental del marido. Recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en Africa. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, le habían movido a burlarse de las historias que contaba sir Wade sobre el interior; y eso era algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en Africa, adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores.
En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaerer en la que le notificaba que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, ecía el belga, de un objeto dc lo más extraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun as¡, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta.
El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde deI 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran ordenados por sir Robert y sir Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después. De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor, sir Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jcrmyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro —un rostro bastante horrible ya de por sí— era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regreso. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y e! mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.
La razón por la que no se recogieron los restos car bonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada Constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano... asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas notas de Sir Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror, nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Sir Wade Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Institutode Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de eIIos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.





***

WRONG INGLES -- ESPAÑOL EQUIVOCADO

WRONG INGLES -- ESPAÑOL EQUIVOCADO



...
Wrong
I was born with the wrong sign
In the wrong house
With the wrong ascendancy
I took the wrong road
That led to the wrong tendencies
I was in the wrong place
at the wrong time
For the wrong reason
and the wrong rhyme
On the wrong day of the wrong week
Using the wrong method
with the wrong technique
Wrong
.
There’s something wrong with me
Chemically
Something wrong with me
Inherently
The wrong mix in the wrong genes
I reached the wrong ends
by the wrong means
It was the wrong plan
In the wrong hands
With the wrong theory
for the wrong man
The wrong lies, on the wrong vibes
The wrong questions
with the wrong replies
Wrong
.
I was marching to the wrong drum
With the wrong scum
Pissing out the wrong energy
Using all the wrong lines
And the wrong signs
With the wrong intensity
I was on the wrong page
of the wrong book
With the wrong rendition
of the wrong hook
Made the wrong move,
every wrong night
With the wrong tune played
till it sounded right
Wrong
.
Too long
Wrong


...

Equivocado
Nací con el signo equivocado
En la casa equivocada
Con la ascendencia equivocada
Tomé el camino equivocado
Que me llevó a tendencias equivocadas
Estuve en el lugar equivocado en el momento equivocado
Por la razón equivocada y la rima equivocada
En el día equivocado de la semana equivocada
Utilice el método equivocado con la técnica equivocada
Equivocado
Equivocado

.
Hay algo malo conmigo
Que no puede ser algo malo conmigo
Intrínsecamente
La combinacion equivocada en los genes equivocados
Alcancé los fines equivocados por los medios equivocados
Fue el plan equivocado
En las manos equivocadas
Con la teoría equivocada por el hombre equivocado
Las mentiras equivocadas, en las vibraciones equivocadas
Las preguntas equivocadas con las respuestas equivocadas
Equivocado
Equivocado
.
Marchaba a la bateria equivocada
Con la espuma equivocada
Perdiendo a la energía equivocada
Usando todas las líneas equivocadas
Y los signos equivocados
Con la intensidad equivocada
Estuve en la página equivocada del libro equivocado
Con la interpretación equivocada del gancho equivocado
Haciendo el movimiento equivocado, cada noche
Con la melodia equivocada tocada hasta que sonara bien, yeah
Equivocado
Equivocado
.
Demasiado tiempo
Equivocado

.
Nací con el signo equivocado
En la casa equivocada
Con la ascendencia equivocada
Tomé el camino equivocado
Que me llevó a tendencias equivocadas
Estuve en el lugar equivocado en el momento equivocado
Por la razón equivocada y la rima equivocada
En el día equivocado de la semana equivocada
Utilice el método equivocado con la técnica equivocada
Equivocado
Equivocado
DEPECHE
MODE

EL GRABADO EN LA CASA -- H. P. LOVECRAFT

EL GRABADO EN LA CASA
H. P. LOVECRAFT
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LOS amantes del horror rondan extraños, apartados lugares. Suyas son las catacumbas
de Ptolemaida y los cincelados mausoleos de los reinos de pesadilla. A la luz de la luna
ascienden las torres de los castillos en ruinas del Rin y trastabillean al descender escaleras
llenas de telarañas bajo las derrumbadas piedras de ignotas ciudades en el Asia. Sus santuarios
son el bosque embrujado y la desolada montaña, y frecuentan siniestros monolitos en islas
deshabitadas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, aquel para quien un nuevo espasmo de
indecible espanto resulta la meta y la justificación de la vida, gusta ante todo de las viejas y
solitarias casas de labor que se levantan en las regiones más apartadas de Nueva Inglaterra, ya
que allí es donde los tétricos factores de fuerza, aislamiento, extravagancia e ignorancia se
conjugan para llegar a la cumbre de lo espantoso.
El más temible de todos los panoramas lo constituyen esas remotas casitas de madera
vista, lejos de caminos transitados, normalmente agazapadas sobre alguna ladera húmeda y
herbosa, o recostadas contra algún gigantesco afloramiento rocoso. Han permanecido así,
recostadas o agazapadas, durante doscientos años o más, mientras medraban las plantas
rastreras y los árboles crecían y se multiplicaban. Ahora están casi ocultas tras la desbocada
explosión de verdor y bajo el amparo de sudarios de sombra; pero las ventanas de pequeños
recuadros aún vigilan de forma temible, como parpadeando presas de un letal estupor
destinado a mantener a raya la locura atenuando el recuerdo de indescriptibles sucesos.
Esas casas han sido morada de generaciones de los personajes más extraños que el
mundo haya podido ver. Sosteniendo lúgubres y fanáticas creencias que los exiliaron de entre
los suyos, sus antepasados buscaron la libertad en lo virgen. Ellos son los vástagos de una
raza de conquistadores crecidos, en la práctica, libres de las restricciones de los suyos, y no
obstante sujetos a la espantosa esclavitud de los inaprensibles fantasmas de su interior.
Divorciados de la luz de la civilización, el empuje de estos puritanos se vertió en cauces
singulares y, debido a su aislamiento, su morbosa autorrepresión, su lucha por la vida en
medio de una naturaleza despiadada, reaparecieron en ellos ciertos rasgos oscuros y furtivos,
fruto de las prehistóricas profundidades de su herencia norteña. Esta gente, tanto por
necesidad práctica como por austeridad filosófica, abominaba de sus debilidades. Flaqueando
como cualquier mortal, su rígido código los empujaba a preferir la ocultación de sus fallos, de
forma que cada vez les disgustaba más lo que escondían. Tan sólo las silenciosas,
somnolientas, vigilantes casas de las regiones remotas podrían desvelar lo que había estado
oculto desde los primeros días; pero ellas no hablan, estando poco predispuestas a sacudirse la
somnolencia que les ayuda a olvidar. A veces uno llega apensar que sería de misericordia
derribar tales casas, ya que deben soñar con frecuencia.
Hacia uno de esos edificios carcomidos por el tiempo me vi empujado una tarde de
noviembre, en 1896, por culpa de un chaparrón tan fuerte y helado que cualquier refugio
resultaba preferible a la intemperie. Había viajado algún tiempo entre las gentes del valle
Miskatonic buscando cierta información genealógica, y, debido a lo problemático de mi ruta,
remota e intrincada, había creído conveniente usar una bicicleta a pesar de lo avanzado de la
estación. Me encontraba en un camino aparentemente abandonado que tomé al creerlo el atajo
más corto hacia Arkam, y no había encontrado otro refugio que la antigua y repulsiva
edificación de madera que parpadeaba con sus fatigadas ventanas bajo dos olmos inmensos y
deshojados al pie de una colina rocosa. Aunque apartada de la carretera abandonada, aquella
casa no pudo por' menos que impresionarme de forma desagradable desde el instante en que
le puse los ojos encima. Con sinceridad, las construcciones saludables no acechan el paso del
viajero de una forma tan furtiva y atenta, y en mis investigaciones genealógicas me había
topado con leyendas del siglo pasado que me ponían en guardia contra lugares de tal catadura.
Pero la fuerza de los elementos arreciaba de tal manera que venció mis reparos y no dudé en
pedalear cuesta arriba por una ladera llena de malezas hacia esa puerta cerrada que resultaba a
un tiempo sugerente y reservada.
Al principio hubiera jurado que la casa estaba abandonada, pero según me acercaba ya
no estuve tan seguro, ya que aunque los senderos estaban cubiertos de hierbas, parecían
conservar demasiado bien su perfil como para considerarlos completamente desiertos. Así que
en vez de tantear la puerta, llamé, sintiendo al hacerlo un estremecimiento difícil de explicar.
Mientras esperaba plantado sobre la piedra tosca y musgosa que hacía la vez de umbral,
observé a través de las ventanas más próximas
y por el recuadro de cristal en el travesaño situado sobre mi cabeza, notando que, a
pesar de encontrarse envejecidos, arañados y casi opacos por el polvo, los cristales no estaban
rotos. Así pues, la edificación debía estar habitada a pesar de su aislamiento y general estado
de abandono. Sin embargo, mis golpes no obtuvieron respuesta, por lo que, tras repetir la
llamada, agité el herrumbroso picaporte, encontrando que la puerta no tenía puesto el pestillo.
En el interior había un pequeño vestíbulo con paredes de las que se desprendía el yeso, y por
la entrada llegaba un olor débil, aunque notablemente hediondo. Entré empujando la bicicleta
y cerré la puerta a mis espaldas. Delante nacía una escalera estrecha, flanqueada por una
puerta pequeña que sin duda llevaba al sótano, mientras que a diestra y siniestra había puertas
cerradas conduciendo a habitaciones de la planta baja.
Apoyando mi bicicleta en la pared, abrí la puerta de la izquierda y pasé a una pequeña
estancia de techo bajo, débilmente iluminada a través de dos ventanas polvorientas y amueblada
de la forma más somera y primitiva que uno pueda imaginar. Parecía ser una especie de
sala de estar, ya que contenía una mesa y algunas sillas, así como un inmenso hogar sobre
cuya repisa sonaba un viejo reloj. Había pocos libros o periódicos, y en las tinieblas no pude
leer sus títulos. Lo que más me llamó la atención fue el tremendo primitivismo de cada uno de
los detalles expuestos. Yo había encontrado que casi todas las casas de esta parte eran ricas en
recuerdos del pasado, pero en ésta la antigüedad resultaba completa hasta un extremo
excepcional, ya que no pude encontrar en toda la estancia un solo artículo manufacturado en
épocas posteriores a la independencia. De haber dispuesto de un mobiliario menos humilde,
aquel lugar hubiera resultado el paraíso de un coleccionista.
Inspeccionando esa pintoresca morada, sentí aumentar la aversión que antes me
despertara su poco acogedor aspecto. No sabría decir con exactitud qué me producía temor o
rechazo,pero algo en su atmósfera parecía apestar a vejez impía, a desagradable tosquedad, a
secretos que debieran ser olvidados. Me sentía poco inclinado a sentarme, y fui de un lado
para otro examinando los diversos artículos antes vistos. Lo primero que inspeccioné fue un
libro de mediano tamaño que estaba sobre la mesa, mostrando un aspecto tan antediluviano
que me sorprendí de encontrarlo fuera de un museo o una biblioteca. Estaba encuadernado en
cuero, con refuerzos de metal, y gozaba de excelente estado de conservación, siendo además
de esa clase de volúmenes que uno no suele encontrar en una casa tan pobre. Al abrir la
primera página, mi asombro no hizo sino crecer, ya que se reveló como nada menos que la
relación de Pigafetta sobre la región del Congo, escrito en latín a partir de las notas del marino
López, e impreso en Francfort en 1598. Yo había oído hablar a menudo del libro, con sus
curiosas ilustraciones obra de los hermanos De Bry, por lo que por un instante olvidé mi
desasosiego llevado del deseo de pasar las páginas que tenía ante mí. Los grabados eran en
efecto interesantes, repletos de imaginación y descripciones inexactas, mostrando negros de
piel blanca y rasgos caucásicos; no habría cerrado tan pronto el libro de no mediar una
circunstancia, completamente trivial, pero que sacudió mis cansados nervios haciendo
rebrotar la inquietud. Lo que me disgustó fue sencillamente la tendencia del tomo a abrirse
por la lámina XII, que mostraba con rudeza la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Sentí cierta vergüenza de mi susceptibilidad a algo tan liviano, pero, no obstante, el
dibujo me turbaba, especialmente al sumarle algunos pasajes cercanos que describían la
gastronomía de los anziques.
Me había vuelto a un estante cercano y me encontraba examinando su escaso
contenido de libros -una biblia del dieciocho; un Pilgrim's Progress de la misma época,
ilustrado con toscos grabados en madera e impreso por el fabricante de almanaques Isaiah
Thomas; el degenerado mamotreto de Cotton
Mather, el Magnalia Christi Americana, y unos cuantos libros más, todos
evidentemente de la misma edad- cuando mi atención se vio desviada por el inconfundible
sonido de pasos en la estancia del piso de arriba. Al principio me vi presa del asombro y el
sobresalto, habida cuenta de la falta de respuesta a mi anterior llamada a la puerta, e
inmediatamente después concluí que esos pasos procedían de alguien que acabada de
despertar de un profundo sueño, así que escuché menos sorprendido cómo las pisadas
sonaban en las crujientes escaleras. El paso resultaba firme, aunque parecía teñido de una
curiosa prevención, algo que resultaba más inquietante por cuanto las pisadas eran firmes.
Al entrar en la habitación había cerrado la puerta a mis espaldas. Ahora, tras un instante de
silencio en el que el caminante debió demorarse inspeccionando la bicicleta que había
dejado en el vestíbulo, escuché manipular con torpeza el picaporte y vi que la puerta de
paneles se abría de nuevo.
El umbral fue ocupado por un personaje de tan singular apariencia que hubiera
proferido una exclamación en voz alta de no mediar las ataduras de la buena educación.
Anciano, con barbas blancas, harapiento, mi anfitrión gozaba de un físico y un continente
que despertaban asombro y respeto a un tiempo. No bajaba del metro ochenta de altura y,
pese a su general aspecto de vejez y pobreza, sus proporciones resultaban fuertes y
poderosas. El rostro, casi oculto por una larga y espesa barba, parecía anormalmente
rubicundo y menos surcado de arrugas de lo que cabría esperar, mientras que sobre su frente
alta caía una mata de blancos cabellos apenas clareados por los años. Sus ojos azules, si bien
algo inyectados en sangre, resultaban inexplicablemente agudos y ardientes. A pesar de su
desaliño, el hombre podría haber gozado de un aspecto tan distinguido como imponente. Ese
desaliño, no obstante, resultaba ofensivo a pesar de su rostro y su porte. Apenas puedo decir
qué eran sus ropas, ya que parecían poco más que un puñado de andrajos sobre un par de
botas altas y pesadas, y su falta de limpieza se encuentra más allá de cualquier descripción.
El aspecto de este hombre, y el miedo instintivo que me despertaba, por lo que me
habían dispuesto de antemano para algo parecido a la hostilidad; por lo que me vi cogido por
la sorpresa, así como por una sensación de extraña incongruencia, cuando me señaló una silla
dirigiéndose a mí, con una voz débil y suave llena de respeto adulador y hospitalidad
conciliadora. Su habla era de lo más curiosa, una variante extrema del dialecto yanqui, que
yo había creído ya extinta; así que lo estudié con más detenimiento mientras se arrellanaba
enfrente para hablar.
-Alcanzao por la lluvia, ¿eh? -dijo a modo de saludo-. Suerte qu'estaba a la vera de la
casa y se l'ocurrió allegarse. Creo que dormía, o l'habría escuchao... ya no soy mozo y
necesito mis buenas cabezás estos días. ¿Y s'encamina pa lejos? No se ve a mucho por esta
vereda desde que nos privaron del coche d'Arkham.
Contesté que me dirigía a Arkham, disculpándome por mi desconsiderada irrupción en
su domicilio, lo que le llevó a proseguir.
-Merced que m'hace, señorito... se ven pocas caras nuevas po aquí, y no hay demasio
pa entretenerse estos días. Me da qu'es usté bostoniano, ¿eh? Nunca estuve acullá, pero sé
decí quién es de ciudá na más echarle l'ojo encima... tuvimos un maestro d'aldea allá po
l'ochenta y cuatro, pero fuese de sopetón y nadie tuvo nuevas d'el desde'ntonces -aquí el viejo
se echó a reír entre dientes, sin dar explicación alguna a mis preguntas. Parecía hallarse de
excelente humor, aunque teñido por esa extravagancia que su aspecto hacía suponer. Divagó
durante algún tiempo en forma casi febril, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había
adquirido un libro tan raro como el Regnum Congo de Pigafetta. No se me había pasado la
impresión causada por tal volumen y sentía cierta renuencia a mencionarlo, pero la
curiosidad venció a los indeterminados temores que había ido acumulando sin descanso
desde el momento en que puse los ojos en la casa. Para mi alivio, la pregunta no provocó una
situación embarazosa, ya que el viejo respondió abierta y veleidosamente.
-Oh, ¿ese libro africano? El capitán Ebenezer Holt vendiómelo n'el sesenta y ocho... le
dieron muerte en la guerra.
La mención del nombre de Ebenezer Holt me hizo prestarle mayor atención, ya que me
había topado con él durante mi trabajo genealógico, aunque no había ningún dato posterior a
la independencia. Me pregunté si mi anfitrión no podría ayudarme con mi tarea, y decidí
preguntarle más tarde. Él continuaba.
-Ebenecer estuvo muchos años en un mercante de Salem, y en cá puerto echaba mano a
algo raro. Trajo esto de Londres, me da... le gustaba hurgar en las tiendas. Estaba una vez en
casa suya, en la colina, chalaneando, cuando l'eché l'ojo a este libro. M'encapriché de los
grabaos, así que hicimos un trueque. Es un libro raro... esto, déjeme buscar las lentes... -el
viejo rebuscó en sus andrajos, sacando unas gafas sucias y asombrosamente antiguas, con
pequeños cristales octogonales y arco metálico. Calándoselas, se acercó al volumen de la
mesa y pasó cuidadosamente las páginas.
-Ebenezer podía leer algo d'esto... latines... pero yo no pueo. Dos o tres maestros me
leyeron algo y el reverendo Clark, ése que dicen que s'ahogo en la poza... entiende usté algo?
Manifesté ser capaz y le traduje un párrafo del principio. Si erré, él no era erudito
capaz de corregirme, ya que parecía puerilmente complacido con mi versión inglesa. Su
proximidad iba resultando bastante ofensiva, pero no veía la forma de apartarme sin
ofenderlo. Me resultaba divertido la infantil querencia de este viejo ignorante por las
imágenes de un libro que no podía leer, y me pregunté hasta qué punto sería capaz de
descifrar lospocos volúmenes en inglés que adornaban el cuarto. Esa demostración de
simpleza aquietó mucha de la indefinible aprensión que había sentido, y me sonreí mientras
mi anfitrión parloteaba.
-Raro cómo los dibujos le hacen pensar a uno. Repare n'este cerca d'el principio. ¿Vio
nunca árboles así, con hojas tan grandes meneándose. Y hombres así... no puén ser negros...
mira que es raro; como pieles rojas, a fe mía, aunque'sten en África. Algunos d'estos
bichejos se ven como monos, o medio monos medio hombres, pero nunca supe de ná como
esto -entonces señaló a una fabulosa criatura, fruto de la imaginación del artista, que podría
describirse como un dragón con cabeza de caimán.
-Pero ahora l'enseño lo mejó... a la mitá -el habla del viejo se hizo más espesa, y el
resplandor de sus ojos más brillante; pero' sus manos temblorosas, aunque más desmañadas
que antes, aún fueron capaces de lograr su objetivo. El libro se abrió, casi por propio
impulso, como si se debiera a la frecuencia con que esa página era consultada, por la
repulsiva lámina duodécima que mostraba la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Mi desasosiego volvió, aunque no di muestras de ello. Lo más extravagante de
todo era que el dibujante había representado a estos africanos como hombres blancos... los
miembros y los cuartos colgados de los muros de la carnicería resultaban espantosos, al
tiempo que el carnicero con su hacha aparecía odiosamente incongruente. Pero a mi
anfitrión la imagen parecía deleitarle tanto como a mí me desagradaba.
-Qué le paece? ¿A que nunca se vió ná igual por estos pagos? En cuanto leché Tojo le
dije a Eb Holt: «Aquesto's algo que te despierta y te hace agita la sangre.» Cuando leo en
las Escrituras sobre matanzas... como cuando acabaron con los madianitas... pienso en estas
cosas, pero no las tengo dibujás. Aquí pué uno ver tó eso... me dá qu'es pecao, ¿pero no
nacemos y vivimos en pecao?... ese tio cortao en cachos me da cosquilleo cá vez que lo
miro... no pueo dejá de mirá... ¿ve cómo l'a cortao el carnicero los pies? Ahí en la banqueta
está la cabeza con un brazo al lao, el otro está tirao en el suelo junto a del tajo.
Según aquel hombre farfullaba presa de un éxtasis extremecedor, la expresión de su
rostro barbudo y cubierto con gafas se tornó indescriptible, mientras que el tono de su voz
bajaba en vez de subir. Apenas puedo recordar mis propias sensaciones. Todo el terror que
antes sintiera de difusa forma, me acució ahora activa y vívidamente, y comprendí que odiaba
a aquella criatura anciana y horrenda que me agobiaba de forma terrible. Su locura, o al
menos su perversión parcial, estaban más allá de toda duda. Apenas musitaba ahora,
empleando un tono bajo, más terrible que el grito, y yo temblaba escuchándolo.
-Como digo, hay que vé lo que l'hace pensa a uno estos dibujos raros. ¿Sabe, señorito?
Éste es el que me gusta. Cuando troqué'l libro a Eb lo miraba mucho, especialmente cuando
escuchaba a despotricar cada domingo con su gran peluca. Una vez probé algo distinto...
espero, señorito, que no s'asuste... tó lo qu'hice era mirá el dibujo antes de matá las ovejas p'al
mercao... matá ovejas era más divertío después de mirar esto.
El tono del viejo se había vuelto extremadamente bajo, resultando a veces tan débil que
las palabras apenas eran audibles. Oía la lluvia y el golpeteo contra las sucias ventanas de
pequeños recuadros, y sentí el retumbar de un trueno acercándose, algo bastante insólito para
la estación. Un relámpago y un estruendo terroríficos hicieron retemblar la frágil casa hasta
sus cimientos, pero el murmurador pareció no percatarse.
-Matá ovejas era más divertío... pero unté sabe, no era bastante satisfactorio. Extraño
cómo un antojo le engancha a uno... por el amor de Dios, joven, no lo cuente por ahí, pero
juro por el Serió que este dibujo iba despertándome hambre de cosas que no podía plantar ni
comprar... oiga, tranquilo, qué le pasa... no hicé na, sólo me preguntaba qué pasaría de
hacerlo... dicen quela carne hace carne y sangre y le da a uno nueva vida, así que me pregunté
si esto no le haría a un hombre vivir más y más tiempo de ser ese el caso....
Pero el susurro no llegó a continuar. La interrupción no fue debida a mi espanto, ni a la
tormenta que arreciaba con rapidez y en cuya furia abrí repentinamente los ojos entre una
humeante soledad de ruinas ennegrecidas. Fue debido a un suceso muy sencillo aunque de lo
más insólito.
El libro estaba abierto. ante nosotros, con el dibujo vuelto repulsivamente hacia arriba.
Al tiempo que el viejo susurraba «de ser ése el caso», se escuchó un débil golpe de chapoteo,
y apareció algo sobre el amarillento papel del abierto volumen. Pensé en la lluvia y en
goteras, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales anziques relucía
llamativamente una pequeña salpicadura roja, prestando credibilidad al horror del grabado. El
viejo se percató, dejando de susurrar aun antes de que le obligara a ello mi expresión de
horror; lo vio y alzó rapidamente la vista hacia el suelo de la habitación que abandonara una
hora antes. Yo seguí su mirada y pude contemplar sobre nuestras cabezas, en el
descascarillado yeso del viejo cielo raso, una gran mancha irregular de húmedo carmesí que
parecía crecer ante nuestros ojos. Ni grité ni me moví, limitándome simplemente a cerrar los
ojos. Y un instante después llegó el titánico rayo de rayos, haciendo estallar aquella maldita
casa de indecibles secretos y trayéndome lo único que podía salvar mi cordura, la
inconsciencia.

POEMA NOVEL -- EL FINAL -- Sandy Lopez Juarez

EL FINAL
Sandy Lopez Juarez


De nuevo otra vez en la nada
De nuevo solo y vacío una vez mas
Escogí la verdad y la mentira me tachó
en cara que todos me mienten
Fui leal y la traición me dijo que todos traicionan
Y ahora estoy aquí, una vez más
En la mansión de lágrimas
Volví a sederle la victoria a mis enemigos
Volví a ser la víctima
Volví a encadenarme a ellos con cadenas de culpas
Volví a perder una criatura de luz
Volví a perder mi hogar
Volví a ser ...a ser... un cobarde nadamas
Y todo por que? por no tener el suficiente poder
Y todo por que? por no aferarme lo suficientemente fuerte a mi destino
Y todo por que? Por tener personas que se preocupan por mi y me dejan a la deriva de una calle más sombria que la anterior
Y todo por que? por creer que puedo ser feliz con personas corrientes
Cuando mi destino por ser fuerte es sombrio y solitario
No me hubiera dado cuenta
Si el, el inmonbrable
Vio mi poder
Vio mi pasado
Vio mi interminable anhelo de venganza
Vio que en mi corazón existía la maldad
Vio que tenía una insasiable necesidad de poder
Me ofreció de su poder
De su poder para vengarme
Así recuperar lo que por derecho es mío
De su poder para recuperar mi reino
Así tenerlo una vez más, o tener miles de ellos y mejores
Y así ser poderoso, ser un héroe , ser leyenda y ser un rey
Con la condición que sea su servidor
Y lo ayude a cumplir su misión
Pero entonces conocí a una bella criatura de luz
Me dio su amor, su calor, y su luz
Me amo sin esperar nada más que algún día llegase a amarlo así
Gracias por hacer que mi dolor fuera alegría
Gracias por hacer que mis cicatrices sanaran con un beso
Gracias por carne paz
A tu lado fui feliz hace tanto tiempo que no sonreía sin tener que fingir
Me enseñaste que la venganza no siempre es buena
Me enseñaste que el dinero y el poder no siempre son todo
Pero el, el inombrable vio que en mi corazón la luz volvía a envolverme una vez mas
Que yo no me tenía encadenado
Y que la maldad en mi estaba marchita
Envío a sus servidores
A vigilarme
A hacecharme como fiera
A perseguirme
A cazarme
Comenzaron entonces a devorar mi vida
Poco a poco fluyendo en felicidad
Poco a poco subsionando sangre como vampiros
Pobres diablos aún me río en sus caras
Pobres diablos en una batalla contra mi duraban nada
Pobres diablos creyeron que era un tierno corderito
Creyeron que eta débil igual que todos
Que era insignificanteal igual que todos
A los que antes habían devorado sus vidas
Pero yo no soy así... yo soy linaje escogido
Como estas batallas he tenido cientas y he sobrevido vicorioso
He pasado por un infierno y he vivido traquilo
Aún así cren que podían contra mi
Que he luchado con los buenos y con los malos
Que he pertenecido a ambos bandos
Que he luchado por la justicia y por la vengana
Esta vez los viva a ser añicos
Y su vida esta tierra posaría como un suspiro y su destrucsion serviría como advertencia a mis enemigos
Que no tengo tiempo de jugar con ellos
Pero el inmonbrable me dijo aslos añicos si quieres por que pasaría lo que quiero que vuelvas hacer esclavo de tu propia maldad y te ahogues en ella
Además eso le quita lo divertido
Aún así no me importo siempre y cuando haga ver a mis enemigos que quien se mete conmigo sufre sin siquiera saber la razón
Pero un dios celoso no quiso que se levantarán héroes en tierra donde a los héroes los hacen dioses
Pero a tu lado criatura de luz
No puedo amarte si en mi corazon existe la maldad
Rechaze el poder,aguante mi propia ambision y sometí mi placer y elegí la luz
El innombrable me dijo tarde o temprano vendras a mi suplicando poder por que no eres nada sin el deseo de tu corazón
Por que te darás cuenta de quede que un linaje real es desprecioso entre mendigos
Y te daras cuenta que tu destino es sublime y solitario
... En el fondo se que eso pasará ...
Los diablos siguieron devorando mi vida
Vanagloriandose de que les sedi mi victoria
Me hicieron su prisionero
Se burlaron de mi diciendo que cual linaje escogido
Me trataron como su mendigo
Me trataron como si fuera sangre sucia
Me trataron como si fuéramos iguales...un nadie
Me aprisionaron con cadenas de culpas
Y lagrimas escarlatas
Pero aún así creí que hice lo correcto
Cuando mas necesite un hombro donde llorar
Cuando mas necesite el calor de un abrazo
Cuando mas necesite la luz de un beso
Cuando mas necesite tu cuidado
Tu te alejaste me dejaste morir solo
Sellaste tus palabras con la verdad
No te importo que de mi vida solo los recuerdos quedaban
Me dejaste
Me negaste tu luz
Tal vez si te hubiera dicho que me hiva
Tal vez me hubiese rogado que me quedará
Me hubieras dado tu mano y me hubieras dicho no temas estoy contigo y juntos podremos vencer esto
Y tal vez aún estaría ahí
Ahora me doy las gracias por no haberme despedido
gracias por mostrarme que mi destino no era quedarme y ser feliz así tan fácil
Que no puedo conformarme con ser mendigo
Ocultando mi verdadera naturaleza y mas si soy un linaje escogido
Aunque aún anhelo estar ahí...
Como el dijo mi destino es sublime y solitario
Ahora voy a ir con el ha pedirle poder...
Si es que me extranas no lo se
No soy el único líder que ha partiso ni el último que partira
Los sueños que tenía en esta tierra ha muerto
Desde que me di cuenta que mi destino es sublime y solitario

Pero quizá no lo hize por que me justa sufrí


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