LA LAMPARA DE ALHAZRED
H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
__
Siete años habían transcurrido desde la desaparición de su abuelo Whipple cuando Ward Phillips recibió la lámpara. Esta, así como la casa de la calle Angell, donde vivía Ward, habían pertenecido a su abuelo. Phillips había estado habitando en la casa desde la desaparición de su abuelo, pero la lámpara había quedado en manos del abogado hasta pasados los siete años que deberían transcurrir hasta darle definitivamente por muerto. Había sido deseo de su abuelo que la lámpara estuviese bien guardada durante esos años, en manos del ahogado, por si acaeciese algo imprevisto, la muerte o cualquier otro accidente. El caso era que Phillips dispusiese del tiempo necesario para familiarizarse con la imponente biblioteca de Whipple, en la que le esperaba una gran cantidad de sabiduría. El viejo Whipple había decidido que, cuando Phillips hubiese acabado de leer los enormes volúmenes que llenaban las estanterías, habría alcanzado un grado de madurez suficiente para poder heredar el «tesoro más valioso» de su abuelo, según declaración del propio Whipple.
Phillips tenía entonces treinta años y una salud delicada, lo cual era normal, pues desde niño, siempre había sido un poco enfermizo. Había nacido en el seno de una familia medianamente rica, pero los ahorros de su abuelo volaron en unas inversiones desacertadas, de modo que a Phillips lo único que le quedaba era la casa de la calle Angell y lo que ésta encerraba. Phillips trabajaba como redactor en unas revistas de escándalo, y luego, para redondear las pocas ganancias que le producía el oficio, se dedicaba a revisar y corregir los innumerables y poco prometedores manuscritos de prosa o de poesía que otros escritores, más inexpertos que él, le enviaban con la esperanza de llegar a ver su obra publicada, una vez que la pluma de Phillips hubiese obrado un milagro. La vida sedentaria que llevaba no había mejorado su resistencia a la enfermedad; era alto, delgado, llevaba gafas, tenía frecuentes catarros y, una vez, para gran vergüenza suya, enfermó del sarampión.
Cuando los días eran cálidos, le gustaba mucho pasear por los campos donde había jugado de pequeño. En esas ocasiones, solía llevar sus papeles debajo del brazo y trabajar al aire libre, sentado en la encantadora y frondosa ribera del río que, durante su infancia, había sido su escondite predilecto. Esta orilla del río Seekonk no había cambiado en todos esos años, y Phillips, que vivía mucho del pasado, creía que una forma de desafiar el tiempo era permanecer cerca de los lugares que no cambiaban. En una carta a un corresponsal, había descrito esta forma de sentir suya: «Entre esos caminos del bosque que tan bien conozco, el salto entre el presente y los años 1899 ó 1900 desaparece totalmente, de modo que muchas veces me sorprende, al encontrarme nuevamente en la ciudad, constatar que ésta ha perdido su apariencia de fin de siècle». Además de la ribera del Seekonk, otro de los lugares que elegía para sus paseos era la colina de Nentaconhaunt. Le gustaba poder contemplar, desde allí, su ciudad natal a la puesta del sol, y esperar el plácido panorama de la población al recogerse en su vida nocturna, con los campanarios y los tejados de estilo holandés que, progresivamente, iban oscureciéndose sobre el fondo anaranjado y carmín del atardecer. Le emocionaba el brillo esmeralda o perlado en que se fundía el horizonte, y finalmente las luces centelleantes que transformaban la vasta y desigual ciudad en una tierra mágica que ejercía para Phillips una mayor atracción que durante el día.
Hacía mucho tiempo que Phillips había renunciado a alumbrarse con luz eléctrica, pues ésta resultaba excesivamente cara para sus modestos ingresos. Pero como sus largas excursiones diurnas le obligaban a trabajar hasta muy avanzada la noche, la famosa lámpara de su abuelo Whipple, por muy extraña y vieja que fuera, le iba a ser de una gran utilidad. La carta que acompañaba el último regalo del viejo, cuya relación con su nieto había sido muy profunda desde la muerte de los padres del niño, le explicaba que la lámpara provenía de una tumba de Arabia, en los comienzos de la historia. Decía que había pertenecido a un árabe medio loco, llamado Abdul Alhazred. Era obra de la fabulosa tribu de Ad, una de las cuatro misteriosas y poco conocidas de Arabia -Ad estaba en el sur, Thamood en el norte, y el centro de la península estaba ocupado por Tasm y Jadis-. Había sido hallada hace mucho tiempo en una ciudad oculta llamada Irem. Edificada por Shedad, el último de los déspotas de Ad, era la Ciudad de las Columnas, conocida por algunos como la Ciudad Sin Nombre. Decían que se encontraba cerca de Hadramant; según otros, debía estar enterrada bajo las antiquísimas y siempre movedizas arenas de Arabia. De todas maneras, salvo los favoritos del profeta que habían logrado encontrarla, nunca nadie había conseguido verla. Para terminar su larga carta, el viejo Whipple había escrito: «Puede proporcionar tanto placer encendida como apagada. Igualmente puede traer dolor. Es la fuente del éxtasis o del terror.»
El aspecto de la lámpara de Alhazred era poco corriente. Funcionaba con aceite, y parecía ser de oro. Por su forma, se asemejaba a una marmita oblonga, con un asa curvada a un lado y una espita para la llama al otro. Su decoración consistía en unos extraños dibujos, mezclados con letras y colocados de tal manera que parecían formar unas palabras. Pero aquel lenguaje era desconocido para Phillips, que conocía varios dialectos árabes y, sin embargo, no lograba descifrar la inscripción de la lámpara. No era sánscrito. Indudablemente se trataba de un idioma más antiguo; su escritura se componía de letras y jeroglíficos, algunos de los cuales eran pictografías. Phillips dedicó una tarde entera a limpiarla por dentro, por fuera y , después de haberle sacado brillo, la llenó de aceite.
Esa misma noche, Phillips retiró las velas y la lámpara de petróleo, que le habían alumbrado durante tantas y tantas noches de trabajo, y encendió la lámpara de Alhazred. Le sorprendió un poco lo cálido de su brillo, la estabilidad de su llama, y la calidad de su luz. Pero la cantidad de trabajo que le esperaba era tal que no podía seguir entreteniéndose con la lámpara. Sin perder más tiempo, se puso a revisar una obra en verso, que empezaba de la siguiente manera:
En la brillante y temprana alborada
De un año, mucho antes de nacer yo,
Cuando la tierra era aún el caos,
Mucho antes de cubrirse de luchas...
y continuaba así, en ese mismo estilo arcaico caído completamente en desuso. Sin embargo, era un estilo que a Phillips le gustaba. Vivía tanto en el pasado que sus puntos de vista y su filosofía acerca de la influencia del pasado desbordaban toda fantasía. Su noción del tiempo y del espacio estaba, desde sus primeros recuerdos, tan inextricablemente ligada a sus más profundos pensamientos y sentimientos, que cualquier intento de describir con palabras sus estados de ánimo parecería artificial, exótico o convencional. Durante décadas enteras, los sueños de Phillips estuvieron compuestos por una extraña mezcla de inquietud aventurera unida a paisajes, perspectivas arquitectónicas y efectos de la bóveda celeste. En su mente conservaba cierta imagen de sí mismo a los tres años: se encontraba sobre un puente ferroviario. A través de los huecos de la barandilla, su vista penetraba en la parte más densa de la ciudad. Y entonces sintió la inminencia de algún prodigio, que no podía describir ni llegar a comprender en su totalidad; era la intuición de algo maravilloso, de una liberación escondida en oscuras dimensiones. Presentía que, aunque raras veces y con muchas dificultades, aquellas dimensiones podían alcanzarse mediante ciertas perspectivas visuales, tales como la de una vieja calle vista a través de leguas de campo montañoso; o la de las balaustradas de unas terrazas enfocadas desde abajo, desde el mismo pie de la interminable escalera de mármol que conduce a ellas. Es cierto que Phillips soñaba con vivir en el siglo dieciocho, o incluso antes, cuando todavía había tiempo para el arte de la conversación y cuando el hombre podía vestirse con cierta elegancia sin ser observado con extrañeza por sus vecinos. Pero por muy intenso que fuera su deseo de volver a un tiempo en que el mundo era más joven y menos apurado, la falta de imaginación y las pocas ideas que reflejaban las líneas sobre las cuales estaba trabajando, sumadas a su propio cansancio, le hicieron sentirse incapaz de seguir con su tarea. Reconoció que no podía interesarse por estas líneas tan poco inspiradas; apartó el manuscrito y se inclinó hacia atrás para descansar.
Fue entonces cuando observó el súbito cambio que se había operado a su alrededor.
Las familiares paredes tapizadas de libros, salvo en los huecos de las ventanas -Phillips tenía la manía de taparlas con cortinas para que ninguna luz exterior, ya fuera la del sol, la de la luna, o la de las estrellas, invadiese su santuario- estaban extrañamente cambiadas. No era sólo la claridad difundida sobre ellas por la lámpara de Arabia lo que las había modificado, sino que la misma luz proyectaba contra las paredes objetos desconocidos para Phillips. Dondequiera que iluminara la lámpara, contra las paredes, sobre los tomos de los libros alineados en sus estantes, Phillips contemplaba unas escenas que ni los fondos más misteriosos de su imaginación hubiesen podido crear. En cambio, en todas las zonas oscuras, tales como la gran mancha de sombra que el respaldo de la silla de Phillips proyectaba sobre una parte de los estantes, no veía nada, nada más que la oscuridad de las sombras y en ellas la monotonía de los libros alineados.
Phillips permaneció sentado y, maravillado, contempló las escenas que se desarrollaban ante él. Luego quiso reaccionar y pensó que era víctima de una ilusión óptica. Pero tal explicación a ese fenómeno no le satisfacía, y la rechazó. Por otra parte, tenía el curioso convencimiento de que no deseaba hallar explicación alguna, de que no la necesitaba: algo maravilloso había ocurrido, sabía que tenía que ser pasajero y no quería conocer o sentir más que la admiración por lo que sus ojos presenciaban. El mundo que veía a la luz de la lámpara era de una rareza suprema. Era un mundo al que nunca había tenido acceso, ni por la vista, ni por la lectura, ni siquiera por la vía de sus sueños.
La escena parecía representar la tierra en sus principios, cuando aún estaba en período de formación. Unos chorros de vapor salían de las fisuras de sus rocas. Las huellas dejadas por unos reptiles se veían claramente dibujadas en el barro. Arriba, volando en el aire, unas bestias gigantescas peleaban y se destrozaban entre sí. Entre las rocas de una playa, el tentáculo de algún animal monstruoso se desenroscaba sinuosa y amenazadoramente en la luz roja del día, como una criatura extraída de alguna ficción fantástica.
Entonces, suavemente, la escena cambió. Las rocas fueron sustituidas por un desierto arrasado por el viento, y, como un espejismo, surgió la oculta y desierta Ciudad de las Columnas, conocida también como Irem. Phillips sabía que ahora, cuando ningún pie humano pisaba ya las calles de esa ciudad, unos seres terribles seguían merodeando entre los pilares de piedra de las viviendas, que no estaban en ruinas, sino que permanecían en el estado en que se encontraban cuando sus antiguos habitantes fueron aniquilados o echados de la ciudad por aquellos entes venidos del cielo para asediar Irem y apoderarse de ella. De aquellos seres no se veía nada, tan sólo se adivinaba el angustioso movimiento merodeante, como una sombra fuera del tiempo. Y a lo lejos, detrás de la ciudad y del desierto, se erguían las montañas cuyas cimas estaban cubiertas de nieve; cuando aún las estaba contemplando, Phillips tuvo conocimiento do sus nombres, porque en ese mismo momento se revelaron a su mente. La ciudad en el desierto era la Ciudad Sin Nombre, y las cumbres nevadas eran las Montañas de la Locura, o quizá Kadath en el Páramo Frío. A Phillips le divertía dar sus nombres a estos lugares del paisaje, pues se le ocurrían con facilidad; le venían a la mente como si hubiesen estado rondando el perímetro de sus pensamientos, en espera de la oportunidad que les permitiera encarnar en una vivencia real.
Permaneció sentado durante mucho tiempo, fascinado, hasta que una leve sensación de alarma le removió. Los paisajes que desfilaban ante sus ojos eran similares a los que podrían aparecer en un sueño, y sin embargo, Phillips sentía crecer su inquietud. Intuía algo parecido a la presencia de lo maligno, a la vez que tomaba conciencia de ciertos inconfundibles indicios de los horribles seres que ocupaban estos parajes. Finalmente, no pudo resistir más tiempo a esa angustia envolvente; apagó la luz y, algo tembloroso, encendió una vela. Se sintió inmediatamente confortado por su brillo descolorido y familiar.
Estuvo meditando largo rato sobre todo cuanto había visto. Su abuelo le había dicho de la lámpara que era su «más valiosa posesión»; con lo cual resultaba evidente que sus propiedades le eran conocidas. ¿Y qué eran esas propiedades sino el poder de transmitir el recuerdo ancestral y mágico de una revelación, de tal modo que quien se sentara a su luz podía contemplar los lugares de terror y belleza que sus dueños habían conocido? Phillips estaba convencido de que los paisajes que había podido ver eran lugares familiares a Alhazred. Pero esta explicación tenía muy poca lógica. Y cuantas más vueltas le daba, más aumentaba su perplejidad. Decidió volver al trabajo que había apartado; se volcó en él y consiguió alejar de sí todas las fantasías y alarmas que empezaban a instalarse en su mente.
Al día siguiente, Phillips salió a la declinante luz de octubre para pasearse fuera de la ciudad. Tomó el coche de línea hasta el final del barrio residencial, y después caminó en dirección al campo. Llegó a un lugar que no conocía, y que distaba por lo menos una milla de cualquier lugar por donde hubiera paseado antes. Siguió una carretera hasta la bifurcación al noroeste de Plainfield Pike y subió por la falda oeste del Nentaconhaunt. Allí pudo disfrutar de una vista realmente idílica. Era un panorama de praderas, de viejas paredes de piedra, de blancas alamedas y de lejanos tejados al oeste y al sur. Phillips se encontraba a menos de tres millas del corazón de la ciudad y sin embargo, estaba como sumergido en la primaria Nueva Inglaterra rural de los primeros colonizadores.
Antes de la puesta del sol, subió hasta arriba de la colina en dirección a uno de sus escondrijos familiares, que siempre le había atraído. Nunca hasta entonces se había percatado ante la perspectiva que tenía del extenso campo. Todo era resplandor de riachuelos, bosques lejanos y cielo naranja místico, con el gran disco solar rojo hundiéndose entre las franjas de estratos de nubes. Se adentró en el bosque y pudo contemplar la misma puesta del sol a través de los árboles. Luego volvió hacia el este para cruzar la colina en dirección a uno de sus escondrijos familiares y que siempre le había atraído. Nunca hasta entonces se había percatado de la inmensa extensión de Nentaconhaunt. Más que una simple colina, era una verdadera planicie en miniatura, con sus valles, sus cordilleras, y sus cimas propias. Desde alguna de sus praderas ocultas -tan alejadas de toda señal de vida humana- la vista que se le ofrecía sobre el remoto cielo urbano le maravilló: era un sueño de picachos encantados y de cúpulas medio flotando en el
aire y rodeadas de un oscuro aura de misterio. Las ventanas superiores de algunas de las torres más altas conservaban la incandescencia que el sol ya había perdido, y ofrecían una visión de resplandor irreal. Seguidamente, Phillips pudo admirar el gran disco de la luna de Orión flotando alrededor de los campanarios y alminares, mientras que al oeste, en el horizonte brillantemente anaranjado, Venus y Júpiter empezaban a parpadear. Se adentró en la llanura. El camino atravesaba unos paisajes muy variados: algunas veces serpenteaba por el interior, y otras penetraba en los bosques y los cruzaba para acercarse a los valles oscuros que se deslizaban hacia la llanura inferior. Los grandes pedruscos que se balanceaban en las alturas rocosas producían un efecto espectral, druídico, al recortarse en el crepúsculo.
Finalmente llegó a unos parajes que le eran más familiares. Allí, recubierto por la hierba, el promontorio de un viejo acueducto enterrado le daba la ilusión de pisar los restos de una carretera romana; y allí estaba la cima de la colina que siempre habla conocido. Extendida a sus pies, la ciudad se iluminaba rápidamente y se asemejaba a una constelación yaciendo en el profundo anochecer. La luna derramaba una inundación de oro pálido, y, al oeste, el resplandor de Venus y de Júpiter se acrecentaba con intensidad en el horizonte cada vez más difuso. El camino que le conduciría a su casa estaba ante él; no tenía más que bajar esa última pendiente para llegar al coche de línea que le llevaría a los prosaicos lugares frecuentados por el hombre.
Pero durante todas estas horas apacibles, Phillips no había olvidado un solo instante su experiencia de la noche anterior, y no podía negar que ansiaba anticipar la llegada de la noche. La sensación de alarma que se había apoderado de él se había convertido en la promesa de una nueva experiencia nocturna de naturaleza desconocida.
Esa noche, tomó su solitaria cena con más rapidez que de costumbre para poder acudir en seguida al estudio, donde las hileras de libros, que llegaban al techo, le esperaban con su saludo permanente. Pero él no miró siquiera el trabajo que había abandonado sobre la mesa, sino que encendió la lámpara de Alhazred y se sentó a esperar lo que pudiese ocurrir.
El suave resplandor amarillento de la lámpara se extendía sobre las paredes cubiertas de estantes. La llama no se movía; ardía tranquila y establemente, e igual que la víspera, la primera impresión que Phillips recibió fue la de un calor confortante y arrullador. Entonces, con suavidad, los libros y los estantes parecieron difuminarse, desteñirse, y dieron paso a escenas de otro mundo y otros tiempos. Aunque le fueran completamente desconocidos, los nombres de las escenas y de los lugares que veía afloraban con naturalidad a su mente, como si el resplandor de la lámpara de Alhazred estimulase su imaginación. Vio una casa muy bella, coronada de humo, en un promontorio como el cercano Gloucester. Vio un antiguo pueblo de estilo holandés, con un oscuro río que lo atravesaba, un pueblo como Salem, pero más malvado y misterioso, y llamó al pueblo Arkham, y al río Miskatonic. Vio la oscura ciudad costera de Innsmouth, y detrás de ella el Arrecife del Diablo. Vio las profundidades acuáticas de R'lyeh donde el difunto Cthulhu yacía durmiendo. Contempló la Meseta de Leng, arrasada por el viento, y las oscuras islas de los Mares del Sur. Pudo apreciar las Tierras del Ensueño, los paisajes de otros lugares, del espacio, así como las formas de vida que habían existido en otros tiempos y que, más viejos que la propia tierra, remontaban a los Primordiales, hasta Hali, e incluso más allá.
Pero presenciaba estas escenas como a través de una ventana que parecía invitarle a abandonar su propio mundo para viajar a estos reinos de maravilla y belleza; y en Phillips la tentación era cada vez más fuerte: temblaba con el deseo de obedecer, de dejar de ser lo que era, de intentar ser lo que tal vez podría ser. Pero, como la noche anterior, apagó la luz y agradeció la aparición de las paredes llenas de libros del estudio de su abuelo Whipple.
Renunció a las monótonas revisiones que le esperaban, y se pasó el resto de la noche, a la luz de la vela, escribiendo relatos cortos, inspirándose en las escenas y los seres que había visto a la luz de la lámpara de Alhazred.
Pasó toda la noche escribiendo, y todo el día siguiente durmiendo, exhausto.
Y a la noche, antes de ponerse de nuevo a escribir, estuvo contestando unas cartas. En ellas hablaba de sus «sueños», como ignorando si había visto realmente las imágenes que habían pasado ante sus ojos, o si las había soñado. Reconocía que los mundos de su propia ficción se entretejían con los mundos de la lámpara. Los deseos y anhelos de su juventud se habían fundido en su mente con las visiones de sus intentos creativos, que habían absorbido de igual forma los lugares de la lámpara y los secretos ocultos de su corazón, el cual, como la lámpara de Alhazred, había alcanzado los lejanos extremos del universo.
Pasaron muchas noches sin que Phillips volviese a encender la lámpara.
Las noches se sumaron, llegando a formar meses, y los meses años.
Envejeció, sus relatos de ficción fueron publicados, y con ellos las mitologías de Cthulhu; de Hastur el Inefable; de Yog-Sothoth; de Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques con sus Mil Crías; de Hypnos, el dios del sueño; de los Primigenios Mayores y de su mensajero, Nyarlathotep; todos esos seres mitológicos, con el oscuro mundo de sombras que representaban, llegaron a formar parte integrante de la intimidad de Phillips. Su conocimiento de ellos era tal que pudo traer Arkham a la realidad. Descubrió la sombra sobre Innsmouth, habló de los murmullos en la oscuridad y del moho de Yuggoth, y dio a conocer el horror de Dunwich. Y en toda su prosa, en todos sus versos, la luz de la lámpara de Alhazred brillaba, aun cuando Phillips ya no la utilizara.
Dieciséis años transcurrieron de esta forma, hasta que, una noche, Ward Phillips se acercó a donde había dejado la lámpara, detrás de una fila de libros, sobre uno de los estantes inferiores de la biblioteca de su abuelo Whipple. La sacó de allí, e inmediatamente todos los viejos encantos y todas las maravillas se reavivaron para él. Volvió a limpiarla y la colocó sobre la mesa. En los últimos años, el estado de salud de Phillips había empeorado mucho. Padecía una enfermedad incurable y sabía que sus días estaban contados; pero no quería morir sin volver a contemplar, una última vez, los mundos de belleza y de terror que encerraba la lámpara de Alhazred.
Encendió la lámpara otra vez y miró hacia las paredes. Pero sucedió algo extraño. En las mismas paredes donde antes le habían sido presentados los lugares y seres relacionados con la vida de Alhazred, surgía ahora la aparición mágica de un lugar muy conocido por Ward Phillips, pero no del tiempo actual, sino tal como era en una época pasada, un tiempo querido y perdido, cuando retozaba de chiquillo en las orillas del Seekonk, ocupado con los juegos que inspiraba a su imaginación la mitología griega. Allí estaba otra vez la niñez; allí estaban las ensenadas donde había pasado sus años de juventud; allí estaba la glorieta que había construido en honor del gran Pan; toda la irresponsabilidad y la feliz libertad de aquella niñez se reproducían sobre las paredes, porque lo que la lámpara reflejaba ahora eran sus propios recuerdos.
Anhelante, pensó que quizá siempre le había proporcionado la lámpara recuerdos ancestrales, pues ¿quién podía negar que su abuelo Whipple, cuando era joven, o los que le precedieron en la línea de Ward Phillips, habían visto todos aquellos lugares iluminados por la lámpara?
Y otra vez fue como si mirase por una puerta abierta. La escena le invitaba. Se levantó dificultosamente y caminó hacia la pared. No dudó más que un instante; luego siguió hacia los libros.
La luz del sol irrumpió repentinamente a su alrededor. Se sintió libre de sus cadenas y empezó a correr ligeramente a lo largo de la orilla del Seekonk, donde los escenarios de sus primeros años le esperaban para que rejuveneciese, para que volviera a empezar una vida en los tiempos apacibles, cuando el mundo era joven...
Se descubrió la desaparición de Ward Phillips cuando un admirador de sus cuentos, que sentía curiosidad por conocerle, vino a la ciudad a hacerle una visita. Se llegó a la conclusión de que se había sentido mal en el bosque y había fallecido allí, pues sus paseos solitarios eran bien conocidos por los vecinos de la calle Angell, así como el paulatino agravamiento de su salud.
Organizaron varias excursiones para explorar los alrededores de Nentaconhaunt y las orillas, pero no encontraron rastro de Ward Phillips. La policía confiaba en que algún día se encontrarían sus restos, pero nada descubrió y, con el tiempo, el misterio sin resolver se perdió en los archivos.
Los años pasaron. La casa de la calle Angell fue derribada, la biblioteca adquirida por algunas librerías, y lo que había en la casa se vendió como chatarra, incluyendo una vieja y antigua lámpara árabe, por la que nadie, en un mundo tecnológico posterior a la época de Phillips, se interesó y a la que no se encontró utilidad alguna.
H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
__
Siete años habían transcurrido desde la desaparición de su abuelo Whipple cuando Ward Phillips recibió la lámpara. Esta, así como la casa de la calle Angell, donde vivía Ward, habían pertenecido a su abuelo. Phillips había estado habitando en la casa desde la desaparición de su abuelo, pero la lámpara había quedado en manos del abogado hasta pasados los siete años que deberían transcurrir hasta darle definitivamente por muerto. Había sido deseo de su abuelo que la lámpara estuviese bien guardada durante esos años, en manos del ahogado, por si acaeciese algo imprevisto, la muerte o cualquier otro accidente. El caso era que Phillips dispusiese del tiempo necesario para familiarizarse con la imponente biblioteca de Whipple, en la que le esperaba una gran cantidad de sabiduría. El viejo Whipple había decidido que, cuando Phillips hubiese acabado de leer los enormes volúmenes que llenaban las estanterías, habría alcanzado un grado de madurez suficiente para poder heredar el «tesoro más valioso» de su abuelo, según declaración del propio Whipple.
Phillips tenía entonces treinta años y una salud delicada, lo cual era normal, pues desde niño, siempre había sido un poco enfermizo. Había nacido en el seno de una familia medianamente rica, pero los ahorros de su abuelo volaron en unas inversiones desacertadas, de modo que a Phillips lo único que le quedaba era la casa de la calle Angell y lo que ésta encerraba. Phillips trabajaba como redactor en unas revistas de escándalo, y luego, para redondear las pocas ganancias que le producía el oficio, se dedicaba a revisar y corregir los innumerables y poco prometedores manuscritos de prosa o de poesía que otros escritores, más inexpertos que él, le enviaban con la esperanza de llegar a ver su obra publicada, una vez que la pluma de Phillips hubiese obrado un milagro. La vida sedentaria que llevaba no había mejorado su resistencia a la enfermedad; era alto, delgado, llevaba gafas, tenía frecuentes catarros y, una vez, para gran vergüenza suya, enfermó del sarampión.
Cuando los días eran cálidos, le gustaba mucho pasear por los campos donde había jugado de pequeño. En esas ocasiones, solía llevar sus papeles debajo del brazo y trabajar al aire libre, sentado en la encantadora y frondosa ribera del río que, durante su infancia, había sido su escondite predilecto. Esta orilla del río Seekonk no había cambiado en todos esos años, y Phillips, que vivía mucho del pasado, creía que una forma de desafiar el tiempo era permanecer cerca de los lugares que no cambiaban. En una carta a un corresponsal, había descrito esta forma de sentir suya: «Entre esos caminos del bosque que tan bien conozco, el salto entre el presente y los años 1899 ó 1900 desaparece totalmente, de modo que muchas veces me sorprende, al encontrarme nuevamente en la ciudad, constatar que ésta ha perdido su apariencia de fin de siècle». Además de la ribera del Seekonk, otro de los lugares que elegía para sus paseos era la colina de Nentaconhaunt. Le gustaba poder contemplar, desde allí, su ciudad natal a la puesta del sol, y esperar el plácido panorama de la población al recogerse en su vida nocturna, con los campanarios y los tejados de estilo holandés que, progresivamente, iban oscureciéndose sobre el fondo anaranjado y carmín del atardecer. Le emocionaba el brillo esmeralda o perlado en que se fundía el horizonte, y finalmente las luces centelleantes que transformaban la vasta y desigual ciudad en una tierra mágica que ejercía para Phillips una mayor atracción que durante el día.
Hacía mucho tiempo que Phillips había renunciado a alumbrarse con luz eléctrica, pues ésta resultaba excesivamente cara para sus modestos ingresos. Pero como sus largas excursiones diurnas le obligaban a trabajar hasta muy avanzada la noche, la famosa lámpara de su abuelo Whipple, por muy extraña y vieja que fuera, le iba a ser de una gran utilidad. La carta que acompañaba el último regalo del viejo, cuya relación con su nieto había sido muy profunda desde la muerte de los padres del niño, le explicaba que la lámpara provenía de una tumba de Arabia, en los comienzos de la historia. Decía que había pertenecido a un árabe medio loco, llamado Abdul Alhazred. Era obra de la fabulosa tribu de Ad, una de las cuatro misteriosas y poco conocidas de Arabia -Ad estaba en el sur, Thamood en el norte, y el centro de la península estaba ocupado por Tasm y Jadis-. Había sido hallada hace mucho tiempo en una ciudad oculta llamada Irem. Edificada por Shedad, el último de los déspotas de Ad, era la Ciudad de las Columnas, conocida por algunos como la Ciudad Sin Nombre. Decían que se encontraba cerca de Hadramant; según otros, debía estar enterrada bajo las antiquísimas y siempre movedizas arenas de Arabia. De todas maneras, salvo los favoritos del profeta que habían logrado encontrarla, nunca nadie había conseguido verla. Para terminar su larga carta, el viejo Whipple había escrito: «Puede proporcionar tanto placer encendida como apagada. Igualmente puede traer dolor. Es la fuente del éxtasis o del terror.»
El aspecto de la lámpara de Alhazred era poco corriente. Funcionaba con aceite, y parecía ser de oro. Por su forma, se asemejaba a una marmita oblonga, con un asa curvada a un lado y una espita para la llama al otro. Su decoración consistía en unos extraños dibujos, mezclados con letras y colocados de tal manera que parecían formar unas palabras. Pero aquel lenguaje era desconocido para Phillips, que conocía varios dialectos árabes y, sin embargo, no lograba descifrar la inscripción de la lámpara. No era sánscrito. Indudablemente se trataba de un idioma más antiguo; su escritura se componía de letras y jeroglíficos, algunos de los cuales eran pictografías. Phillips dedicó una tarde entera a limpiarla por dentro, por fuera y , después de haberle sacado brillo, la llenó de aceite.
Esa misma noche, Phillips retiró las velas y la lámpara de petróleo, que le habían alumbrado durante tantas y tantas noches de trabajo, y encendió la lámpara de Alhazred. Le sorprendió un poco lo cálido de su brillo, la estabilidad de su llama, y la calidad de su luz. Pero la cantidad de trabajo que le esperaba era tal que no podía seguir entreteniéndose con la lámpara. Sin perder más tiempo, se puso a revisar una obra en verso, que empezaba de la siguiente manera:
En la brillante y temprana alborada
De un año, mucho antes de nacer yo,
Cuando la tierra era aún el caos,
Mucho antes de cubrirse de luchas...
y continuaba así, en ese mismo estilo arcaico caído completamente en desuso. Sin embargo, era un estilo que a Phillips le gustaba. Vivía tanto en el pasado que sus puntos de vista y su filosofía acerca de la influencia del pasado desbordaban toda fantasía. Su noción del tiempo y del espacio estaba, desde sus primeros recuerdos, tan inextricablemente ligada a sus más profundos pensamientos y sentimientos, que cualquier intento de describir con palabras sus estados de ánimo parecería artificial, exótico o convencional. Durante décadas enteras, los sueños de Phillips estuvieron compuestos por una extraña mezcla de inquietud aventurera unida a paisajes, perspectivas arquitectónicas y efectos de la bóveda celeste. En su mente conservaba cierta imagen de sí mismo a los tres años: se encontraba sobre un puente ferroviario. A través de los huecos de la barandilla, su vista penetraba en la parte más densa de la ciudad. Y entonces sintió la inminencia de algún prodigio, que no podía describir ni llegar a comprender en su totalidad; era la intuición de algo maravilloso, de una liberación escondida en oscuras dimensiones. Presentía que, aunque raras veces y con muchas dificultades, aquellas dimensiones podían alcanzarse mediante ciertas perspectivas visuales, tales como la de una vieja calle vista a través de leguas de campo montañoso; o la de las balaustradas de unas terrazas enfocadas desde abajo, desde el mismo pie de la interminable escalera de mármol que conduce a ellas. Es cierto que Phillips soñaba con vivir en el siglo dieciocho, o incluso antes, cuando todavía había tiempo para el arte de la conversación y cuando el hombre podía vestirse con cierta elegancia sin ser observado con extrañeza por sus vecinos. Pero por muy intenso que fuera su deseo de volver a un tiempo en que el mundo era más joven y menos apurado, la falta de imaginación y las pocas ideas que reflejaban las líneas sobre las cuales estaba trabajando, sumadas a su propio cansancio, le hicieron sentirse incapaz de seguir con su tarea. Reconoció que no podía interesarse por estas líneas tan poco inspiradas; apartó el manuscrito y se inclinó hacia atrás para descansar.
Fue entonces cuando observó el súbito cambio que se había operado a su alrededor.
Las familiares paredes tapizadas de libros, salvo en los huecos de las ventanas -Phillips tenía la manía de taparlas con cortinas para que ninguna luz exterior, ya fuera la del sol, la de la luna, o la de las estrellas, invadiese su santuario- estaban extrañamente cambiadas. No era sólo la claridad difundida sobre ellas por la lámpara de Arabia lo que las había modificado, sino que la misma luz proyectaba contra las paredes objetos desconocidos para Phillips. Dondequiera que iluminara la lámpara, contra las paredes, sobre los tomos de los libros alineados en sus estantes, Phillips contemplaba unas escenas que ni los fondos más misteriosos de su imaginación hubiesen podido crear. En cambio, en todas las zonas oscuras, tales como la gran mancha de sombra que el respaldo de la silla de Phillips proyectaba sobre una parte de los estantes, no veía nada, nada más que la oscuridad de las sombras y en ellas la monotonía de los libros alineados.
Phillips permaneció sentado y, maravillado, contempló las escenas que se desarrollaban ante él. Luego quiso reaccionar y pensó que era víctima de una ilusión óptica. Pero tal explicación a ese fenómeno no le satisfacía, y la rechazó. Por otra parte, tenía el curioso convencimiento de que no deseaba hallar explicación alguna, de que no la necesitaba: algo maravilloso había ocurrido, sabía que tenía que ser pasajero y no quería conocer o sentir más que la admiración por lo que sus ojos presenciaban. El mundo que veía a la luz de la lámpara era de una rareza suprema. Era un mundo al que nunca había tenido acceso, ni por la vista, ni por la lectura, ni siquiera por la vía de sus sueños.
La escena parecía representar la tierra en sus principios, cuando aún estaba en período de formación. Unos chorros de vapor salían de las fisuras de sus rocas. Las huellas dejadas por unos reptiles se veían claramente dibujadas en el barro. Arriba, volando en el aire, unas bestias gigantescas peleaban y se destrozaban entre sí. Entre las rocas de una playa, el tentáculo de algún animal monstruoso se desenroscaba sinuosa y amenazadoramente en la luz roja del día, como una criatura extraída de alguna ficción fantástica.
Entonces, suavemente, la escena cambió. Las rocas fueron sustituidas por un desierto arrasado por el viento, y, como un espejismo, surgió la oculta y desierta Ciudad de las Columnas, conocida también como Irem. Phillips sabía que ahora, cuando ningún pie humano pisaba ya las calles de esa ciudad, unos seres terribles seguían merodeando entre los pilares de piedra de las viviendas, que no estaban en ruinas, sino que permanecían en el estado en que se encontraban cuando sus antiguos habitantes fueron aniquilados o echados de la ciudad por aquellos entes venidos del cielo para asediar Irem y apoderarse de ella. De aquellos seres no se veía nada, tan sólo se adivinaba el angustioso movimiento merodeante, como una sombra fuera del tiempo. Y a lo lejos, detrás de la ciudad y del desierto, se erguían las montañas cuyas cimas estaban cubiertas de nieve; cuando aún las estaba contemplando, Phillips tuvo conocimiento do sus nombres, porque en ese mismo momento se revelaron a su mente. La ciudad en el desierto era la Ciudad Sin Nombre, y las cumbres nevadas eran las Montañas de la Locura, o quizá Kadath en el Páramo Frío. A Phillips le divertía dar sus nombres a estos lugares del paisaje, pues se le ocurrían con facilidad; le venían a la mente como si hubiesen estado rondando el perímetro de sus pensamientos, en espera de la oportunidad que les permitiera encarnar en una vivencia real.
Permaneció sentado durante mucho tiempo, fascinado, hasta que una leve sensación de alarma le removió. Los paisajes que desfilaban ante sus ojos eran similares a los que podrían aparecer en un sueño, y sin embargo, Phillips sentía crecer su inquietud. Intuía algo parecido a la presencia de lo maligno, a la vez que tomaba conciencia de ciertos inconfundibles indicios de los horribles seres que ocupaban estos parajes. Finalmente, no pudo resistir más tiempo a esa angustia envolvente; apagó la luz y, algo tembloroso, encendió una vela. Se sintió inmediatamente confortado por su brillo descolorido y familiar.
Estuvo meditando largo rato sobre todo cuanto había visto. Su abuelo le había dicho de la lámpara que era su «más valiosa posesión»; con lo cual resultaba evidente que sus propiedades le eran conocidas. ¿Y qué eran esas propiedades sino el poder de transmitir el recuerdo ancestral y mágico de una revelación, de tal modo que quien se sentara a su luz podía contemplar los lugares de terror y belleza que sus dueños habían conocido? Phillips estaba convencido de que los paisajes que había podido ver eran lugares familiares a Alhazred. Pero esta explicación tenía muy poca lógica. Y cuantas más vueltas le daba, más aumentaba su perplejidad. Decidió volver al trabajo que había apartado; se volcó en él y consiguió alejar de sí todas las fantasías y alarmas que empezaban a instalarse en su mente.
Al día siguiente, Phillips salió a la declinante luz de octubre para pasearse fuera de la ciudad. Tomó el coche de línea hasta el final del barrio residencial, y después caminó en dirección al campo. Llegó a un lugar que no conocía, y que distaba por lo menos una milla de cualquier lugar por donde hubiera paseado antes. Siguió una carretera hasta la bifurcación al noroeste de Plainfield Pike y subió por la falda oeste del Nentaconhaunt. Allí pudo disfrutar de una vista realmente idílica. Era un panorama de praderas, de viejas paredes de piedra, de blancas alamedas y de lejanos tejados al oeste y al sur. Phillips se encontraba a menos de tres millas del corazón de la ciudad y sin embargo, estaba como sumergido en la primaria Nueva Inglaterra rural de los primeros colonizadores.
Antes de la puesta del sol, subió hasta arriba de la colina en dirección a uno de sus escondrijos familiares, que siempre le había atraído. Nunca hasta entonces se había percatado ante la perspectiva que tenía del extenso campo. Todo era resplandor de riachuelos, bosques lejanos y cielo naranja místico, con el gran disco solar rojo hundiéndose entre las franjas de estratos de nubes. Se adentró en el bosque y pudo contemplar la misma puesta del sol a través de los árboles. Luego volvió hacia el este para cruzar la colina en dirección a uno de sus escondrijos familiares y que siempre le había atraído. Nunca hasta entonces se había percatado de la inmensa extensión de Nentaconhaunt. Más que una simple colina, era una verdadera planicie en miniatura, con sus valles, sus cordilleras, y sus cimas propias. Desde alguna de sus praderas ocultas -tan alejadas de toda señal de vida humana- la vista que se le ofrecía sobre el remoto cielo urbano le maravilló: era un sueño de picachos encantados y de cúpulas medio flotando en el
aire y rodeadas de un oscuro aura de misterio. Las ventanas superiores de algunas de las torres más altas conservaban la incandescencia que el sol ya había perdido, y ofrecían una visión de resplandor irreal. Seguidamente, Phillips pudo admirar el gran disco de la luna de Orión flotando alrededor de los campanarios y alminares, mientras que al oeste, en el horizonte brillantemente anaranjado, Venus y Júpiter empezaban a parpadear. Se adentró en la llanura. El camino atravesaba unos paisajes muy variados: algunas veces serpenteaba por el interior, y otras penetraba en los bosques y los cruzaba para acercarse a los valles oscuros que se deslizaban hacia la llanura inferior. Los grandes pedruscos que se balanceaban en las alturas rocosas producían un efecto espectral, druídico, al recortarse en el crepúsculo.
Finalmente llegó a unos parajes que le eran más familiares. Allí, recubierto por la hierba, el promontorio de un viejo acueducto enterrado le daba la ilusión de pisar los restos de una carretera romana; y allí estaba la cima de la colina que siempre habla conocido. Extendida a sus pies, la ciudad se iluminaba rápidamente y se asemejaba a una constelación yaciendo en el profundo anochecer. La luna derramaba una inundación de oro pálido, y, al oeste, el resplandor de Venus y de Júpiter se acrecentaba con intensidad en el horizonte cada vez más difuso. El camino que le conduciría a su casa estaba ante él; no tenía más que bajar esa última pendiente para llegar al coche de línea que le llevaría a los prosaicos lugares frecuentados por el hombre.
Pero durante todas estas horas apacibles, Phillips no había olvidado un solo instante su experiencia de la noche anterior, y no podía negar que ansiaba anticipar la llegada de la noche. La sensación de alarma que se había apoderado de él se había convertido en la promesa de una nueva experiencia nocturna de naturaleza desconocida.
Esa noche, tomó su solitaria cena con más rapidez que de costumbre para poder acudir en seguida al estudio, donde las hileras de libros, que llegaban al techo, le esperaban con su saludo permanente. Pero él no miró siquiera el trabajo que había abandonado sobre la mesa, sino que encendió la lámpara de Alhazred y se sentó a esperar lo que pudiese ocurrir.
El suave resplandor amarillento de la lámpara se extendía sobre las paredes cubiertas de estantes. La llama no se movía; ardía tranquila y establemente, e igual que la víspera, la primera impresión que Phillips recibió fue la de un calor confortante y arrullador. Entonces, con suavidad, los libros y los estantes parecieron difuminarse, desteñirse, y dieron paso a escenas de otro mundo y otros tiempos. Aunque le fueran completamente desconocidos, los nombres de las escenas y de los lugares que veía afloraban con naturalidad a su mente, como si el resplandor de la lámpara de Alhazred estimulase su imaginación. Vio una casa muy bella, coronada de humo, en un promontorio como el cercano Gloucester. Vio un antiguo pueblo de estilo holandés, con un oscuro río que lo atravesaba, un pueblo como Salem, pero más malvado y misterioso, y llamó al pueblo Arkham, y al río Miskatonic. Vio la oscura ciudad costera de Innsmouth, y detrás de ella el Arrecife del Diablo. Vio las profundidades acuáticas de R'lyeh donde el difunto Cthulhu yacía durmiendo. Contempló la Meseta de Leng, arrasada por el viento, y las oscuras islas de los Mares del Sur. Pudo apreciar las Tierras del Ensueño, los paisajes de otros lugares, del espacio, así como las formas de vida que habían existido en otros tiempos y que, más viejos que la propia tierra, remontaban a los Primordiales, hasta Hali, e incluso más allá.
Pero presenciaba estas escenas como a través de una ventana que parecía invitarle a abandonar su propio mundo para viajar a estos reinos de maravilla y belleza; y en Phillips la tentación era cada vez más fuerte: temblaba con el deseo de obedecer, de dejar de ser lo que era, de intentar ser lo que tal vez podría ser. Pero, como la noche anterior, apagó la luz y agradeció la aparición de las paredes llenas de libros del estudio de su abuelo Whipple.
Renunció a las monótonas revisiones que le esperaban, y se pasó el resto de la noche, a la luz de la vela, escribiendo relatos cortos, inspirándose en las escenas y los seres que había visto a la luz de la lámpara de Alhazred.
Pasó toda la noche escribiendo, y todo el día siguiente durmiendo, exhausto.
Y a la noche, antes de ponerse de nuevo a escribir, estuvo contestando unas cartas. En ellas hablaba de sus «sueños», como ignorando si había visto realmente las imágenes que habían pasado ante sus ojos, o si las había soñado. Reconocía que los mundos de su propia ficción se entretejían con los mundos de la lámpara. Los deseos y anhelos de su juventud se habían fundido en su mente con las visiones de sus intentos creativos, que habían absorbido de igual forma los lugares de la lámpara y los secretos ocultos de su corazón, el cual, como la lámpara de Alhazred, había alcanzado los lejanos extremos del universo.
Pasaron muchas noches sin que Phillips volviese a encender la lámpara.
Las noches se sumaron, llegando a formar meses, y los meses años.
Envejeció, sus relatos de ficción fueron publicados, y con ellos las mitologías de Cthulhu; de Hastur el Inefable; de Yog-Sothoth; de Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques con sus Mil Crías; de Hypnos, el dios del sueño; de los Primigenios Mayores y de su mensajero, Nyarlathotep; todos esos seres mitológicos, con el oscuro mundo de sombras que representaban, llegaron a formar parte integrante de la intimidad de Phillips. Su conocimiento de ellos era tal que pudo traer Arkham a la realidad. Descubrió la sombra sobre Innsmouth, habló de los murmullos en la oscuridad y del moho de Yuggoth, y dio a conocer el horror de Dunwich. Y en toda su prosa, en todos sus versos, la luz de la lámpara de Alhazred brillaba, aun cuando Phillips ya no la utilizara.
Dieciséis años transcurrieron de esta forma, hasta que, una noche, Ward Phillips se acercó a donde había dejado la lámpara, detrás de una fila de libros, sobre uno de los estantes inferiores de la biblioteca de su abuelo Whipple. La sacó de allí, e inmediatamente todos los viejos encantos y todas las maravillas se reavivaron para él. Volvió a limpiarla y la colocó sobre la mesa. En los últimos años, el estado de salud de Phillips había empeorado mucho. Padecía una enfermedad incurable y sabía que sus días estaban contados; pero no quería morir sin volver a contemplar, una última vez, los mundos de belleza y de terror que encerraba la lámpara de Alhazred.
Encendió la lámpara otra vez y miró hacia las paredes. Pero sucedió algo extraño. En las mismas paredes donde antes le habían sido presentados los lugares y seres relacionados con la vida de Alhazred, surgía ahora la aparición mágica de un lugar muy conocido por Ward Phillips, pero no del tiempo actual, sino tal como era en una época pasada, un tiempo querido y perdido, cuando retozaba de chiquillo en las orillas del Seekonk, ocupado con los juegos que inspiraba a su imaginación la mitología griega. Allí estaba otra vez la niñez; allí estaban las ensenadas donde había pasado sus años de juventud; allí estaba la glorieta que había construido en honor del gran Pan; toda la irresponsabilidad y la feliz libertad de aquella niñez se reproducían sobre las paredes, porque lo que la lámpara reflejaba ahora eran sus propios recuerdos.
Anhelante, pensó que quizá siempre le había proporcionado la lámpara recuerdos ancestrales, pues ¿quién podía negar que su abuelo Whipple, cuando era joven, o los que le precedieron en la línea de Ward Phillips, habían visto todos aquellos lugares iluminados por la lámpara?
Y otra vez fue como si mirase por una puerta abierta. La escena le invitaba. Se levantó dificultosamente y caminó hacia la pared. No dudó más que un instante; luego siguió hacia los libros.
La luz del sol irrumpió repentinamente a su alrededor. Se sintió libre de sus cadenas y empezó a correr ligeramente a lo largo de la orilla del Seekonk, donde los escenarios de sus primeros años le esperaban para que rejuveneciese, para que volviera a empezar una vida en los tiempos apacibles, cuando el mundo era joven...
Se descubrió la desaparición de Ward Phillips cuando un admirador de sus cuentos, que sentía curiosidad por conocerle, vino a la ciudad a hacerle una visita. Se llegó a la conclusión de que se había sentido mal en el bosque y había fallecido allí, pues sus paseos solitarios eran bien conocidos por los vecinos de la calle Angell, así como el paulatino agravamiento de su salud.
Organizaron varias excursiones para explorar los alrededores de Nentaconhaunt y las orillas, pero no encontraron rastro de Ward Phillips. La policía confiaba en que algún día se encontrarían sus restos, pero nada descubrió y, con el tiempo, el misterio sin resolver se perdió en los archivos.
Los años pasaron. La casa de la calle Angell fue derribada, la biblioteca adquirida por algunas librerías, y lo que había en la casa se vendió como chatarra, incluyendo una vieja y antigua lámpara árabe, por la que nadie, en un mundo tecnológico posterior a la época de Phillips, se interesó y a la que no se encontró utilidad alguna.