EN EL CREPUSCULO
LORD DUNSANY
La esclusa estaba atestada de botes cuando zozobramos. Me hundí unos pocos pies antes de que me pusiera a nadar y luego ascendí confundido hacia la luz; pero, en lugar de alcanzar la superficie, di con la cabeza contra la quilla de un bote y volví a hundirme, Tomé impulso casi de inmediato y ascendí, pero antes de alcanzar la superficie, mi cabeza chocó contra un bote por segunda vez y me hundí hasta el fondo. Estaba aturdido y totalmente atemorizado. Tenía una desesperada necesidad de aire y sabía que si chocaba con un bote por tercera vez, nunca volvería a ver la superficie. La muerte por ahogo es horrible por más que se haya dicho lo contrario. No se me hizo presente mi vida pasada, pero pensé en cambio en muchas cosas triviales que nunca volvería a hacer o ver si me ahogaba. Nadé hacia lo alto siguiendo una dirección oblicua en la esperanza de evitar el bote con el que me había golpeado. De pronto vi con toda claridad todos los botes en la esclusa por encima de mí y cada una de sus tablas curvadas y barnizadas y los rasguños y las melladuras de sus quillas. Vi varios espacios abiertos entre los botes por los que podría haber alcanzado la superficie, pero no parecía valer la pena intentarlo y llegar allí; me había olvidado del motivo por el que había querido hacerlo. Entonces toda la gente se inclinó por sobre sus botes: vi los trajes de franela clara de los hombres y las coloridas flores de los sombreros de las mujeres; pude observar con toda distinción los detalles de sus vestidos. Todo el mundo en los botes me miraba; entonces todos se dijeron los unos a los otros:
—Ahora debemos dejarlo.
Y partieron en sus botes y nada más había sobre mí salvo el río y el cielo; a cada uno de mis lados había algas verdes que crecían en el limo, porque, de algún modo, había vuelto a hundirme hasta el fondo. El río, al fluir junto a mí, murmuraba en mis oídos de un modo que no me desagradaba y los juncos parecían musitar muy quedo entre sí. De pronto el murmullo del río adquirió la forma de palabras y lo oí decir:
—Debemos ir al mar; ahora tenemos que dejarlo.
Entonces el río partió y ambas sus orillas; y los juncos musitaron:
—Sí, ahora tenemos que dejarlo.
Y también ellos partieron y quedé en un gran vacío mirando fijamente al cielo azul en lo alto. Entonces el cielo inmenso se inclinó hacia mí y habló muy dulcemente, como una bondadosa nodriza que consuela a un pequeño tontuelo diciendo:
—Adiós. Todo estará bien. Adiós.
Y sentí pena de perder al cielo azul, pero el cielo se fue. Entonces me encontré solo, con nada alrededor de mí; no veía luz alguna, pero no estaba oscuro: no había absolutamente nada, ni sobre mí ni por debajo ni a los lados. Pensé que quizá habría muerto y esto fuera la eternidad; cuando de pronto, algunos altas colinas australes surgieron alrededor de mí y estaba tendido sobre la cálida ladera de una colina cubierta de hierba en Inglaterra. Era el valle que había conocido en la niñez, pero no lo había vuelto a ver en años. Junto a mí crecía alto la flor de la hierbabuena; vi la flor del tomillo de dulce aroma y una o dos fresas silvestres. Desde los campos a mis pies me llegaba el hermoso olor del heno y había paz en la voz del cuclillo. Se tenía sensación de verano, de atardecer, de demora y de sabat en el aire; el cielo estaba sereno y un extraño color lo iluminaba; el sol estaba bajo; las campanas de la iglesia de la aldea tocaban todas a duelo y el eco de los tañidos iba errante ascendiendo por el valle hacia el sol, y dondequiera un eco moría, un nuevo tañido nacía. Y toda la gente de la aldea caminaba por un sendero pavimentado de piedras bajo una galería de encina negra y entraba en la iglesia; y los tañidos cesaron y la gente de la aldea empezó a cantar; la serena luz del sol brilló sobre las lápidas blancas que rodeaban a la iglesia. Entonces la aldea se sumió en el silencio y ya no llegaban gritos ni risas del valle, sólo el ocasional sonido del órgano o del canto. Y las mariposas azules, esas que aman la greda, vinieron y se posaron en las altas hojas de hierba, de a cinco o de a seis, a veces, en una sola de ellas, y cerraban sus alas y se dormían, y la hierba se inclinaba un tanto bajo su peso. Y desde los bosques que crecían en lo alto de las colinas, venían conejos saltando y mordisqueando la hierba; y se alejaban saltando un poco más y volvían a mordisquear la hierba; las grandes margaritas cerraban sus pétalos y los pájaros empezaron a cantar.
Entonces las colinas hablaron, todas las altas colinas de greda que yo amaba, y con profunda voz solemne dijeron:
—Nos llegamos a ti para decirte Adiós.
Luego partieron y otra vez no hubo nada alrededor de mí. Miré en todas direcciones en busca de algo sobre lo que pudiera reposar la mirada. Nada. De pronto un bajo cielo gris me cubrió y un aire húmedo me bañó la cara; desde el borde de las nubes una gran llanura se precipitó hacia mí; sobre dos lados tocaba el cielo y sobre dos lados, entre él y las nubes, se tendía una línea de colinas bajas. Una línea de colinas reflexionaba gris a la distancia; la otra se cubría de retazos formados de pequeños campos verdes y cuadrados con unas pocas cabañas alrededor de sí. La llanura era un archipiélago de un millón de islas, cada una de las cuales de una yarda aproximadamente o menos aún, y todas estaban enrojecidas de brazos. Volvía a estar en el Pantano de Allen al cabo de muchos años y nada había cambiado en él, aunque había oído decir que lo estaban drenando. Estaba con un viejo amigo al que me alegraba ver nuevamente, porque, según me habían dicho, había muerto ya desde hacía años. Su aspecto era extrañamente juvenil, pero lo que más me sorprendió es que estaba de pie sobre un brillante musgo verde que, de acuerdo con lo que se me había enseñado, jamás podría haber soportado su peso. También me alegraba volver a ver el viejo pantano y todas las hermosas criaturas que crecían en él: los musgos escarlatas, los musgos verdes, los brazos firmes y amistosos y el agua profunda y silenciosa. Vi una pequeña corriente que serpenteaba errante en medio del pantano y pequeñas conchillas blancas en sus claras profundidades; algo más lejos vi uno de los grandes estanques en los que no hay islas, con juncos alrededor, donde los patos gustan reposarse. Contemplé ese imperturbable mundo de brazos y luego miré las blancas cabañas de la colina y vi que el humo subía rizado desde sus chimeneas; sabía que allí quemaban turba y sentí deseos de volver a olerla. Y a lo lejos se oyó el extraño grito de voces salvajes y felices de una bandada de gansos que venía acercándose hasta que los vi aparecer del Norte. Entonces sus gritos se unieron en una gran voz de exultación, la voz de la libertad, la voz de Irlanda, la voz del Descampado; y esa voz decía:
—¡Adiós! ¡Adiós!
Y se perdió en la distancia; y cuando desaparecieron, los gansos domesticados de las granjas llamaron a sus hermanos libres en lo alto. Entonces las colinas partieron, y el pantano y el cielo se fueron con ellas y me quedé solo otra vez como se quedan solas las almas perdidas.
Entonces junto a mí se elevaron los edificios de ladrillo rojo de mi primera escuela y la capilla vecina. Los campos del derredor estaban llenos de niños vestidos de franela blanca que jugaban al cricket. En el terreno de juego de cemento, junto a las ventanas de las aulas, estaban Agamenón, Aquiles y Odiseo con los argivos armados detrás; pero Héctor bajó de la ventana de la planta baja, y en el aula se encontraban los hijos de Príamo, los aqueos y la rubia Helena; y algo más lejos los Diez Mil se trasladaban por el campo de juego desde el corazón de Persia para poner a Ciro en el trono de su hermano. Y los niños que yo conocía me llamaban desde el campo y me decían:
—¡Adiós!
Y ellos y el campo partían; y los Diez Mil iban diciéndome fila por fila a medida que pasaban a mi lado marchando de prisa y desaparecían:
—¡Adiós!
Y Héctor y Agamenón decían:
—¡Adiós!
Y también el ejército de los argivos y de los aqueos; y todos ellos partieron al igual que la vieja escuela; y de nuevo me encontré solo.
La escena siguiente que llenó el vacío resultó más bien confusa: mi nodriza me conducía por un senderito de un terreno comunal en Surrey. Era muy joven. Muy cerca una tribu de gitanos había encendido una fogata; junto a ellos estaba su romántica caravana y el caballo desuncido pastaba en las cercanías. Era la hora del atardecer y los gitanos hablaban en voz baja en torno al fuego en una lengua desconocida y extraña. Luego todos dijeron en inglés:
—¡Adiós!
Y la tarde, el terreno comunal y el campamento partieron. Y en su reemplazo apareció un camino real blanco con oscuridad y estrellas por debajo, que conducía a la oscuridad y a las estrellas, pero en el extremo cercano del camino había campos comunales y jardines, y allí estaba yo, junto a mucha gente, hombres y mujeres. Y vi a un hombre que se alejaba solo de mí por el camino, al encuentro de la oscuridad y las estrellas, y toda la gente lo llamaba por su nombre, pero el hombre no la escuchaba, sino que seguía avanzando por el camino y la gente seguía llamándolo por su nombre.
Pero yo me enfadé con el hombre pues no se detenía ni se volvía cuando tanta gente lo llamaba por su nombre; y era el suyo un nombre muy extraño. Y yo me cansé de oír ese nombre extraño tan frecuentemente repetido, de modo que hice un gran esfuerzo por llamarlo, para que él escuchara y la gente dejara de repetir ese nombre tan extraño. Y con el esfuerzo abrí grandes los ojos, y el nombre que la gente gritaba era mi propio nombre, y yo yacía a orillas del río rodeado por hombres y mujeres que se inclinaban sobre mí. Tenia los cabellos mojados.