CONFESIONES DE UN
ARTISTA DE MIERDA
Novela
Philip K. Dick
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CONFESIONES DE UN ARTISTA DE MIERDA
Philip K. Dick
A Tessa,
la muchacha de cabello oscuro que se
preocupó por mí cuando era más importante; esto es, todo el tiempo. Este libro es
para ella con amor.
Uno
Estoy hecho de agua. Jamás se darán
cuenta de ello, porque la tengo contenida. También mis amigos están hechos de
agua. Todos. Para nosotros, el problema no sólo radica en que debemos andar sin
ser absorbidos por la tierra, sino que debemos ganarnos la vida.
En realidad, hay un problema aún mayor.
No nos sentimos cómodos en ninguna parte. ¿Por qué?
La respuesta es la Segunda Guerra
Mundial.
Comenzó el 7 de diciembre de 1941. En
aquella época yo tenía dieciséis años y todavía asistía a la escuela secundaria
de Sevilla. Tan pronto como escuché la noticia en la radio, me di cuenta de que
iba a combatir en ella, de que nuestro presidente ahora tenía la oportunidad de
azotar a los japoneses y a los alemanes, y que haría falta el esfuerzo de
todos, hombro con hombro. La radio la había construido yo mismo. Siempre andaba
montando receptores de tubos de superheterodino. Mi cuarto estaba atestado de
auriculares, cables y condensadores, junto con mucho más material técnico.
El anuncio de la radio interrumpió una
publicidad de pan que decía:
«¡Homer! ¡No te olvides del pan
Homestead!»
Solía odiar esa publicidad, y acababa de
pegar un salto para cambiar de frecuencia cuando, en el acto, la voz de la
mujer fue cortada. Naturalmente, lo noté; no tuve que pensar dos veces para
comprender que pasaba algo. Ahí tenía mi colección de sellos coloniales de
Alemania —los que muestran el yate del Kaiser, el Hohenzollem— desplegados a
muy poca distancia de la luz directa del sol, sabiendo que debía colocarlos en
el álbum antes de que les sucediera algo. Sin embargo, me quedé de pie en medio
de mi cuarto sin hacer absolutamente nada, salvo respirar, y, claro está,
mantener otros procesos normales en marcha. Mantener mi lado físico mientras mi
mente se centraba en la radio.
Por supuesto, mi hermana, mi madre y mi
padre habían salido a pasar la tarde fuera, así que no tenía a nadie a quien
contárselo. Eso me puso lívido de cólera. Después de las noticias sobre los
aviones japoneses que nos bombardeaban, me puse a correr en círculos, tratando
de pensar a quién llamar. Por fin, bajé a toda velocidad por la escalera y
entré en el salón, desde donde telefoneé a Herman Hauck, un amigo de la escuela
de Sevilla que compartía mi pupitre en la clase de Física 2A. Le conté las
noticias y no tardó ni un instante en venir a casa en su bicicleta. Nos
sentamos a la espera delante de la radio y discutimos la situación.
Al mismo tiempo encendimos un par de
Camels.
—Esto significa que Alemania e Italia
también intervendrán —le dije a Hauck—. Significa una guerra contra el Eje, no
sólo contra los japoneses. Desde luego, primero deberemos machacar a los japs,
y luego centrar nuestra atención en Europa.
—Cuánto me alegra ver que aquí tenemos
nuestra oportunidad de darle su merecido a esos japoneses —comentó Hauck. Los
dos nos mostramos de acuerdo—. Estoy ansioso de que entremos en guerra —añadió.
Nos pusimos a dar vueltas por mi habitación, fumando y con los oídos atentos a
la radio—. Miserables enanos de panza amarilla —soltó Herman—. ¿Sabes?, no
tienen una cultura propia. Toda su civilización se la robaron a los chinos. En
realidad descienden más de los monos; no son seres humanos de verdad. No es
como luchar contra humanos reales.
—Es verdad —dije.
Por supuesto, esto era por 1941, y una
afirmación no científica como ésa no se llegaba a cuestionar. En la actualidad
sabemos que los chinos tampoco tienen una cultura. Se hicieron Rojos como la
masa de hormigas que son. Para ellos, es una vida natural. Además, realmente no
importa, porque estábamos destinados a tener problemas con ellos tarde o
temprano. Algún día tendremos que machacarlos como machacamos a los japs. Y
cuando llegue el momento, lo haremos.
No fue mucho después del 7 de diciembre
cuando las autoridades militares transmitieron las noticias por los postes
telefónicos, diciéndole a los japs que debían salir de California para tal y
tal fecha. En Sevilla —que se encuentra a unos sesenta kilómetros de San
Francisco— teníamos cierto número de japoneses haciendo negocios; uno llevaba
un vivero, otro una tienda de comestibles... sus típicas tiendas pequeñas, con
las que ganan unos peniques aquí y allá, haciendo que sus diez hijos realicen
todo el trabajo y, por lo general, manteniéndose con un bol de arroz al día.
Ningún blanco puede competir con ellos, ya que están dispuestos a trabajar por
nada. Bueno, pues ahora tenían que largarse, les gustara o no. En mi opinión,
era por su bien, ya que muchos de nosotros estábamos agitados ante la visión de
los japs saboteando y espiando. En la escuela secundaria de Sevilla, unos
cuantos perseguimos a un chico japonés y lo zarandeamos un poco, para que viera
cómo nos sentíamos. Si no recuerdo mal, su padre era dentista.
El único jap que yo conocía de verdad era
un vendedor de seguros que vivía enfrente de nosotros. Como todos ellos, tenía
un gran jardín a ambos lados de la casa y en la parte de atrás, y por las
tardes y durante los fines de semana solía aparecer con unos pantalones de
color caqui, una camiseta y zapatillas de tenis, llevando una manguera y un
saco de fertilizante, un rastrillo y una pala. Había plantado un montón de
verduras japonesas que jamás reconocí, algunas alubias, calabazas y melones,
más las acostumbradas remolachas y zanahorias. Yo solía observarlo mientras
quitaba las malas hierbas alrededor de las calabazas, y siempre le decía:
—Ahí está Jack Calabacín de nuevo en su
jardín buscando una nueva calabaza.
Con su cuello flaco y su cabeza
redondeada no se parecía a Jack Calabacín; tenía el pelo afeitado, como lo
llevan ahora los estudiantes universitarios, y siempre sonreía. Tenía dientes
enormes que los labios jamás le tapaban.
En aquella época, antes de que sacaran a
los japs de California, me obsesionaba la idea de ese amarillo dando vueltas
por el barrio con una calabaza en descomposición, buscando una fresca. Tenía un
aspecto tan enfermizo —principalmente porque era muy flaco y encorvado— que me
puse a conjeturar cuál podía ser su mal. A mí me parecía que era tuberculosis.
Durante un tiempo temí —me molestó semanas enteras— que un día que estuviera en
su jardín o que bajara por el camino particular en dirección a su coche, se le
rompiera el cuello y se le cayera la cabeza a los pies. Aguardé con temor que
le sucediera, por eso siempre debía estar atento cuando le oía. Y siempre que
andaba cerca podía escucharle, porque constantemente carraspeaba y escupía. Su
mujer también escupía, y era muy pequeña y bonita. Casi se parecía a una
estrella de cine. Pero su inglés, según mi madre, era tan malo que resultaba
inútil que alguien intentara hablar con ella; lo único que hacía era reírse
entre dientes.
La idea de que el señor Watanaba se
parecía a Jack Calabacín jamás se me podría haber ocurrido si no hubiera leído
los libros de Oz en mis años infantiles; de hecho, todavía tenía algunos por mi
habitación bien entrada ya la Segunda Guerra Mundial. Los guardaba con mis
revistas de ciencia-ficción, mi viejo microscopio y mi colección de piedras, y
con el modelo del sistema solar que había construido en la escuela secundaria
para mi clase de ciencia. Cuando se escribieron los libros de Oz, allá por
1900, todo el mundo los tomó por una ficción, igual que sucedió con los libros
de Julio Verne y H.G. Wells. Pero ahora empezamos a ver que aunque los
personajes, como Ozma, el Mago y Dorothy, eran creaciones de la mente de Baum,
la idea de una civilización en el interior del mundo no es algo fantástico.
Recientemente, Richard Shaver ha proporcionado una descripción detallada de una
civilización en el interior del mundo, y otros exploradores están alerta ante
la posibilidad de tales descubrimientos. También puede que se descubra que los
continentes perdidos de Mu y la Atlántida pertenecen a una cultura antigua en
la que las tierras interiores han desempeñado un papel importante.
Hoy en día, en los años 50, la atención
de todo el mundo está dirigida hacia arriba, al cielo. La vida en otros mundos
es lo que centra la atención de la gente. Sin embargo, en cualquier momento el
suelo se puede abrir bajo nuestros pies y surgir extrañas y misteriosas razas
de su interior. Vale la pena pensar en ello... Y en California, con eso de los
terremotos, la situación resulta particularmente acuciante. Cada vez que hay un
terremoto, me pregunto: ¿abrirá éste la grieta en el suelo que, finalmente,
revele el mundo interior? ¿Será éste?
A veces, a la hora de la comida, lo he
discutido con mis compañeros de trabajo, hasta con el señor Poity, el dueño de
la empresa. Mi experiencia me dice que si algunos tienen conciencia de una raza
no terrestre, sólo se preocupan de los ovnis y de las razas con las que nos
encontramos, sin darnos cuenta, en el cielo. Es lo que llamaría intolerancia,
incluso prejuicio, pero requiere mucho tiempo, hasta en estos días, que los
hechos científicos lleguen al conocimiento del público en general. Los mismos
científicos son remisos al cambio, así que depende de nosotros, el público
científicamente entrenado, ser la avanzadilla. No obstante, he descubierto,
incluso entre nosotros, que hay muchos a los que no les importa nada. Mi
hermana, por ejemplo. En los últimos años, ella y su marido han estado viviendo
en la parte norte del Condado de Marin, y lo único que parece preocuparles ahí
arriba es el budismo zen. De modo que aquí, en mi propia familia, hay un
ejemplo de una persona que ha pasado de la curiosidad científica a una religión
asiática que amenaza, igual que el cristianismo, con ahogar la facultad
racional de cuestionamiento.
Sea como fuere, el señor Poity está
interesado, y yo le he prestado unos libros del Coronel Churchward sobre Mu.
Mi trabajo en el Servicio de Ruedas
One-Day Dealer's es interesante, y me obliga a emplear parte de mi destreza con
las herramientas, aunque muy poco de mi entrenamiento científico. Me encargo de
volver a marcar surcos. Lo que hacemos es coger las lisas, es decir, las ruedas
que están tan gastadas que ya casi no les quedan estrías; luego, con una punta
caliente marcamos surcos hasta la misma cubierta, siguiendo el viejo patrón
gastado, de modo que da la impresión de que la rueda aún tiene caucho...
cuando, en realidad, sólo queda el material de la cubierta. Entonces, la
pintamos con pintura negra de caucho, dejándole la apariencia de una rueda en
buenas condiciones. Por supuesto, si la lleváis en vuestro coche, basta con que
piséis una cerilla caliente y ¡boom! Tenéis una rueda pinchada. Sin embargo,
por lo general, una rueda vuelta a marcar aguanta un mes. De paso, no podéis
comprar ruedas como las que yo hago. Tratamos sólo al por mayor, esto es, con
agencias de coches usados.
El
trabajo no paga mucho, pero resulta divertido descubrir el viejo patrón de
surcos... a veces casi ni se ve. De hecho, a veces sólo un experto, un técnico
entrenado como yo, puede verlo y rastrearlo. Y hay que hacerlo a la perfección,
porque si te apartas del patrón original, queda una marca que hasta un idiota
puede reconocer que no ha sido hecha por la máquina original. Cuando termino
con una rueda, no parece marcada a mano. Muestra el aspecto exacto que tendría
si lo hubiera hecho una máquina, lo cual, para un marcador de surcos, es la
sensación más satisfactoria del mundo.
Dos
Sevilla, California, tiene una buena
biblioteca pública pero lo mejor de vivir en Sevilla es que sólo en veinte
minutos en coche llegas a Santa Cruz, donde está la playa y el parque de
atracciones. Y durante todo el trayecto hay cuatro carriles.
Para mí, sin embargo, la biblioteca ha
sido importante en la formación de mi educación y convicciones. Los viernes,
que es mi día libre, voy a eso de las diez de la mañana y leo Life y las
viñetas del Saturday Evening Post, y luego, si los bibliotecarios no me están
mirando, saco de las estanterías las revistas de fotografía y las inspecciono
con el propósito de encontrar esas poses especiales de arte en que aparecen
chicas. Y si miras con atención al principio y al final de las revistas de
fotografía, encuentras anuncios que casi nadie ve, anuncios que están ahí para
ti. Sin embargo, debes estar familiarizado con el estilo. Sea como fuere, lo
que esos anuncios te consiguen, si les envías el dólar, es algo distinto de lo
que ves incluso en las mejores revistas, como Playboy o Esquire. Recibes las
fotos de chicas haciendo algo completamente diferente, y en algunos aspectos
son mejores, aunque por lo general las chicas son más viejas —a veces incluso
brujas arrugadas— y nunca son bonitas y, lo peor de todo, es que tienen pechos
grandes y caídos. Sin embargo, aparecen haciendo cosas inusuales de verdad,
cosas que no esperas que las chicas hagan en las fotos —no se trata de cosas
especialmente sucias, pues, después de todo, vienen por correo Federal desde
Los Angeles y Glendale—, como una que recuerdo en la que una chica estaba
echada sobre el suelo, con un sujetador negro de encajes, medias negras y
zapatos de tacón alto, y otra chica la limpiaba con una fregona aclarada en un
cubo lleno de espuma. Eso me tuvo concentrado durante meses. Y recuerdo otra de
una chica vestida con lo habitual —como arriba— que empujaba a otra igualmente
ataviada por una escalera, de modo que la víctima-chica (si es que se la llama
así; al menos es como yo suelo pensar en ella) estaba toda doblada y ladeada,
como si tuviera los brazos y las piernas rotas... una muñeca de trapo o algo
por el estilo, como si la hubieran atropellado con un coche.
Y siempre están aquellas en que la chica
más fuerte, el ama, tiene atada a la otra. Se les llama fotos de disciplina. Y
mejores aún son los dibujos de disciplina. Los que las realizan son artistas
realmente competentes... algunos sí que valen la pena verse. Otros, de hecho la
mayoría, son basura mediocre, son tan vulgares que no se les debería permitir
ir por correo.
Durante años he tenido un sentimiento
extraño al mirar esas fotografías, no un sentimiento sucio —nada que ver con la
sexualidad o las relaciones—, sino el que experimentas en lo alto de una montaña
respirando aire puro, como en Big Basin Park, donde están las secoyas y las
corrientes de la montaña. Por esas secoyas solíamos ir de caza, aunque,
naturalmente, es ilegal cazar en un parque Estatal o Federal. De vez en cuando
conseguíamos algún ciervo. Sin embargo, las armas que usábamos no eran mías. A
mí me la prestaba Harvey St. James.
Por lo general, cuando hay algo que vale
la pena hacer, nosotros tres, yo, St. James y Bob Paddleford, lo hacemos juntos
en el Ford convertible del 57 de St. James, con los tubos de escape dobles, los
faros gemelos y el parachoques trasero caído. Es todo un coche, famoso en
Sevilla y Santa Cruz; tiene pintura metalizada dorada, con los rebordes de
color púrpura que pintamos nosotros a mano. Para conseguir esas líneas tan
brillantes empleamos moldes de fibra de vidrio. Se parece más a un cohete
espacial que a un coche; tiene el aspecto del espacio exterior y velocidades
que se aproximan a la de la luz.
Para pasarlo bien de verdad, cruzamos las
Sierras en dirección a Reno. Salimos el viernes por la noche, cuando St. James
termina de vender trajes en Hapsberg's Menswear, vamos a San José a recoger a
Paddleford —trabaja para la Shell Oil, en el departamento de programación— y,
entonces, partimos hacia Reno. Esa noche no dormimos nada; llegamos tarde y nos
vamos directamente a jugar en las máquinas tragaperras o al blackjack. Luego, a
eso de las diez de la mañana del sábado, nos echamos una cabezadita en el
coche, localizamos unos servicios públicos para afeitarnos, cambiarnos las
camisas y las corbatas, y salimos en busca de mujeres. Siempre se puede
encontrar ese tipo de mujer en Reno; es una ciudad realmente sucia.
Francamente, a mí no me gusta mucho esa
parte. No tiene ningún papel importante en mi vida, no más que cualquier otra
actividad física. Sólo con mirarme reconoceríais que mi energía principal se
encuentra en la mente.
Cuando estaba en sexto grado empecé a
usar gafas, ya que leía demasiadas historias divertidas. Tip Top Comics, King
Comics y Popular Comics... esos fueron los primeros cómics que aparecieron,
allá a mediados de los años treinta, y luego les siguieron muchos más. Yo los
leí todos en la escuela primaria, y los cambiaba con otros chicos. Más tarde,
en la escuela secundaria, empecé a leer Astonishing Stories, que era una
revista de pseudo-ciencia, y Amazing Stories y Thrilling Wonder. De hecho,
tenía la colección casi completa de Thrilling Wonder, que era mi favorita. En
un anuncio en Thrilling conseguí mi imán de la suerte, que todavía llevo
conmigo. Eso fue en 1939.
Toda mi familia había sido delgada, a
excepción de mi madre, y en cuanto me puse esas gafas de montura plateada que
siempre le daban a los chicos por aquella época, adquirí un aire erudito, como
el de un verdadero empollón. Además, tenía una frente ancha. Más tarde, en la
secundaria, tenía bastante caspa, lo cual hacía que mi pelo pareciera mucho más
claro de lo que era en realidad. De vez en cuando mostraba un tartamudeo que me
molestaba, aunque descubrí que si me agachaba de repente, como si estuviera
quitándome algo de la pierna, era capaz de pronunciar bien la palabra, de modo
que cogí ese hábito. Tenía, y todavía tengo, una marca en la mejilla, al lado
de la nariz, una cicatriz debida a la viruela. En la escuela secundaria me
sentía nervioso la mayor parte del tiempo, y solía rascármela hasta que se
infectó. También tenía otros problemas de piel, del tipo del acné, aunque en mi
caso, los puntos mostraban una textura púrpura que el dermatólogo dijo que se
debía a una infección ligera de todo mi cuerpo. De hecho, a pesar de que tengo
treinta y cuatro años, de vez en cuando, y de manera súbita, me salen granos,
no en la cara, sino en el culo o en las axilas.
En la secundaria llevaba ropa bastante
buena, lo cual hizo posible que sobresaliera y fuera popular. En particular
tenía un jersey azul de cachemira que usé durante casi cuatro años, hasta que
olió tan mal que el profesor de gimnasia me obligó a tirarlo. De todas formas,
me tenía sentenciado, ya que nunca me duchaba en el gimnasio.
Fue el American Weekly, ninguna otra
revista, la que despertó mi interés por la ciencia.
Posiblemente, recordaréis el artículo que
sacaron en el número del 4 de mayo de 1935, sobre el Mar de los Sargazos. Por
aquel entonces, yo contaba diez años de edad y estaba en cuarto grado. Por lo
tanto, apenas era lo suficientemente mayor para leer otra cosa que no fueran
historietas. Había un dibujo enorme, en seis o siete colores, que abarcaba dos
páginas enteras abiertas: mostraba barcos encallados en el Mar de los Sargazos
que llevaban ahí cientos de años. Mostraba los esqueletos de los marineros,
cubiertos de algas. Las velas podridas y los mástiles. Había todo tipo de
barcos, incluso algunos de la antigua Grecia y Roma, y algunos de la época de
Colón, y los barcos de los vikingos. Todos juntos. Inmóviles. Encallados allí
para siempre, atrapados por el Mar de los Sargazos.
El artículo contaba cómo los barcos eran
atraídos hacia allí y quedaban atrapados, y cómo ninguno jamás conseguía
escapar. Había tantos que estaban uno al lado del otro a lo largo de
kilómetros. Todas las clases de barcos que existieron, aunque más adelante,
cuando aparecieron los buques a vapor, se redujo la cantidad de los que
encallaban, obviamente porque no dependían de las corrientes del viento, sino
que disponían de su propia energía de propulsión.
El artículo me afectó porque, en muchos
aspectos, me recordó un episodio de Jack Armstrong, el Chico Americano, que me
había parecido muy importante y tenía que ver con el Cementerio Perdido de los
Elefantes. Recuerdo que Jack tenía una llave de metal que cuando la golpeabas
resonaba de forma extraña, y era la clave para el cementerio. Durante mucho
tiempo golpeé todo trozo de metal con el que me topaba para hacer que resonara,
tratando de producir ese sonido y dar por mi cuenta con el Cementerio Perdido
de los Elefantes (se suponía que en alguna parte de las rocas se abría una
puerta). Cuando leí el artículo sobre el Mar de los Sargazos advertí un
parecido importante; se buscaba el Cementerio Perdido de los Elefantes por el
marfil, y en el Mar de los Sargazos había millones de dólares en joyas y oro,
el cargamento de los barcos encallados, que sólo esperaban que alguien los
encontrara y los reclamara. Y la diferencia entre los dos era que el Cementerio
Perdido de los Elefantes no era un hecho científico, sino un mito contado por
exploradores y nativos comidos por la fiebre, mientras que el Mar de los
Sargazos estaba científicamente establecido.
Extendí el artículo en el suelo de
nuestro salón, en la casa que teníamos alquilada en aquella época en la Avenida
Illinois, y cuando mi hermana regresó a casa en compañía de mi madre y mi
padre, traté de interesarla en él. Pero por aquel entonces ella sólo tenía ocho
años. Nos enzarzamos en una pelea terrible a causa del artículo, y el resultado
fue que mi padre cogió el American Weekly y lo tiró al cubo de la basura que
había debajo de la pila. Eso me irritó tanto que tuve una fantasía sobre él en
el Mar de los Sargazos. Era tan desagradable que ni siquiera ahora soporto
recordarla. Fue uno de los peores días de mi vida, y siempre pensé que Fay, mi
hermana, era responsable de lo que sucedió; si hubiera leído el artículo y me
hubiera escuchado, como deseaba que hiciera, nada habría salido mal. De verdad
me deprimió que algo tan importante y, en cierto sentido, hermoso, fuera
degradado tal como ocurrió aquel día. Fue como si pisotearan y aplastaran un
sueño delicado.
Ni mi padre ni mi madre estaban
interesados en la ciencia. Mi padre trabajaba con otro hombre, un italiano,
como carpintero y pintor de casas, y durante unos cuantos años estuvo empleado
en los Ferrocarriles Southern Pacific en el departamento de mantenimiento.
Nunca leyó nada salvo el Examiner, de San Francisco, el Reader's Digest y el
National Geographic. Mi madre estaba suscrita a Liberty, y, luego, cuando la
revista dejó de publicarse, se puso a leer Good Housekeeping. Ninguno de los
dos recibió una educación científica ni de ningún tipo. Siempre nos desanimaron
a mí y a Fay de leer, y de vez en cuando, en mi infancia, hacían incursiones a
mi cuarto y quemaban todo material de lectura que pudieran capturar, incluso
los libros de la biblioteca. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando estaba
de servicio en el ejército, en ultramar, luchando en Okinawa, entraron en mi
dormitorio, el cuarto que siempre me había pertenecido, amontonaron todas mis
revistas de ciencia-ficción y mis álbumes de fotos de chicas, hasta mis libros
de Oz y las revistas de Popular Science, y los quemaron, tal como habían hecho
en mi niñez. Cuando regresé de defenderlos contra el enemigo, descubrí que no
había nada para leer en toda la casa. Y todos mis valiosos ficheros de
referencia de hechos científicos inusuales habían desaparecido para siempre.
Sin embargo, recuerdo el que, probablemente, era el hecho más sorprendente de
aquel fichero de miles de datos. La luz del sol tiene peso. Cada año la Tierra
pesa cinco mil kilos más, debido a la luz del sol que se posa en ella. Nunca lo
olvidé, y el otro día calculé que desde la primera vez que lo leí, en 1940,
casi novecientos mil kilos de luz del sol han caído sobre la Tierra.
Y luego, también, un hecho que cada vez
es más evidente entre las personas inteligentes: ¡la aplicación del poder
mental puede mover a distancia un objeto! Es algo que siempre he sabido, porque
de niño solía hacerlo. De hecho, toda mi familia lo hacía, hasta mi padre. Se
trataba de una actividad que practicábamos con regularidad, en especial en
lugares públicos, como los restaurantes. En una ocasión, nos concentramos todos
en un hombre que llevaba un traje gris e hicimos que se llevara la mano derecha
atrás y se rascara el cuello. Otra vez, en un autobús, influimos para que una
vieja gorda de color se pusiera de pie y bajara del vehículo, aunque requirió
cierto esfuerzo, probablemente porque era muy pesada. No obstante, un día se
nos estropeó por culpa de mi hermana: estábamos concentrados en un hombre que
aguardaba para entrar en el lavabo, que se hallaba enfrente de nuestra mesa, y
mi hermana dijo de repente:
—Qué montón de mierda.
Tanto mi madre como mi padre se
enfurecieron con ella, y mi padre le dio una bofetada, no tanto por emplear una
palabra como esa a su edad (tenía unos once años), sino por interrumpir nuestra
concentración mental. Creo que oyó la palabra a uno de los chicos de la Escuela
Elemental Millard Fillmore, en la cual cursaba quinto grado por entonces.
Siendo tan joven, ya había empezado a ser grosera y dura; le gustaba jugar al
fútbol y al béisbol, y siempre estaba en el campo de juego con los chicos en
vez de con las chicas. Igual que yo, siempre había sido delgada. Solía correr
muy bien, casi como un atleta profesional, y tenía la costumbre de coger algo,
digamos mi paquete semanal de Jujubees, que yo compraba los sábados por la
mañana con mi asignación, y salía corriendo para ocultarse en alguna parte y
comérselos. Nunca consiguió lo que llamaríamos una figura, ni siquiera ahora
que tiene más de treinta años. Sin embargo, tiene unas piernas bonitas y
largas, y un andar elástico, y dos veces por semana va a una clase de baile
moderno y hace ejercicio. Pesa unos cincuenta y cinco kilos.
Debido a su afición a los juegos
masculinos, siempre empleó palabras de hombres, y cuando se casó por primera
vez, lo hizo con un hombre que se ganaba la vida como propietario de una
fábrica pequeña de letreros y puertas metálicas. Hasta que le dio un ataque al
corazón, fue un tipo duro. Los dos solían subir y bajar por los riscos de Point
Reyes, por la zona en la que viven, en el Condado de Marin, y durante un tiempo
tuvieron dos caballos árabes en los que cabalgaban. Extrañamente, sufrió el
ataque al corazón jugando al badmington, un juego de niños. El pajarito pasó
por encima de su cabeza —era un tiro de Fay— y él corrió hacia atrás, tropezó
con un agujero de una ardilla y cayó de espaldas. Luego se levantó, soltó unas
cuantas maldiciones vehementes cuando vio que su raqueta se había roto por la
mitad, se dirigió a la casa para coger otra, y tuvo el ataque al corazón
precisamente cuando volvió a salir al patio.
Por supuesto, él y Fay habían estado
peleando, como de costumbre, y eso pudo haber tenido algo que ver. Cuando se
enfurecía no tenía control sobre el lenguaje que empleaba, y Fay siempre había
sido igual, no por emplear sólo palabras soeces, sino por la elección indiscriminada
de insultos, que se lanzaban a sus puntos débiles, diciendo cualquier cosa que
pudiera hacer daño, fuera o no verdad... en otras palabras, diciendo cualquier
cosa, y en voz alta, de modo que sus dos hijas les oyeran con claridad. Incluso
en su conversación normal, Charley siempre había sido malhablado, algo que cabe
esperar de un hombre que creció en un pueblo de Colorado. Y Fay siempre
disfrutó con su lenguaje. Los dos formaban toda una pareja. Recuerdo que un día
estábamos los tres en su patio, disfrutando del sol, y yo comenté algo, creo
que tenía que ver con el viaje espacial, y Charley me dijo:
—Isidore, sí que eres un artista de
mierda.
Fay se rió, porque me dolió mucho. A ella
le daba lo mismo que yo fuera su hermano; no le importaba a quién insultaba
Charley. La ironía de un patán como ése, de un ignorante barrigudo y bebedor de
cerveza del medio-oeste que nunca terminó la escuela secundaria, llamándome un
«artista de mierda» se quedó en mi cabeza e hizo que eligiera el título irónico
para este trabajo. Puedo ver claramente a todos los Charley Hume del mundo, con
sus radios portátiles sintonizadas en los bailes de los Giants, con un cigarro
enorme colgando de sus bocas, y esa expresión apagada y vacía en sus gordas y
rojas caras... Y son esos patanes los que dirigen este país y sus industrias
más importantes, el ejército y la marina, de hecho, todo. Para mí es un
misterio eterno. Charley sólo empleaba a siete tipos en su fundición, pero
pensad en ello: siete seres humanos que dependían de un granjero como ese para
su subsistencia. Un hombre semejante, en una posición en la que pudiera
limpiarse la nariz sobre el resto de nosotros, sobre cualquiera que tuviera
sensibilidad o talento.
Su casa, en el Condado de Marin, les
costó un montón de dinero porque la construyeron ellos. Allá por 1951, recién
casados, compraron diez acres, y luego, mientras vivían en Petaluma, donde se
encuentra la fábrica de Charley, contrataron a un arquitecto e hicieron que les
trazara los planos para su casa.
En mi opinión, el motivo para que Fay se
mezclara con un tipo así fue, en primer lugar, para terminar, finalmente, con
una casa como la que terminó. Después de todo, cuando la conoció, él ya era el
propietario de la fábrica y ganaba sus buenos cuarenta mil dólares al año (al
menos es lo que él decía). Nuestra familia jamás tuvo dinero; durante años
compramos la comida en las tiendas baratas y creo que en ningún momento de su
vida mi padre se puso un traje nuevo. Por supuesto, al ganar una beca y poder
ir a la universidad, Fay empezó a conocer a hombres de buenas familias: los
chicos de las fraternidades que siempre pasan el tiempo con las luminarias
importantes y tipos parecidos. Durante un año, más o menos, salió regularmente
con un chico que estudiaba derecho, una criatura delicada que jamás me atrajo
mucho, aunque le gustaba jugar en las máquinas de pinball... para conocer las
probabilidades matemáticas, según lo explicaba él. Charley la conoció por
casualidad, en una tienda de comestibles de la autopista Uno, cerca de Fort
Ross. Ella estaba delante de él en la cola, comprando panecillos de
hamburguesa, Coca-Cola y cigarrillos, y tarareando una melodía de Mozart que
había aprendido en un curso de música de la universidad. Charley pensó que se
trataba de un viejo himno que él había cantado en Canon City, Colorado, y se
puso a hablar con ella. Afuera tenía aparcado su Mercedes Benz, y mi hermana
podía verlo, con la estrella de tres puntas saliendo del radiador.
Naturalmente, Charley llevaba el alfiler de la Mercedes Benz en su camisa, de
modo que mi hermana y el resto del mundo pudieran ver de quién era el coche. Y
ella siempre había querido tener un coche bueno, en especial uno importado.
Mientras la reconstruyo, basada en el
detallado conocimiento que poseo de ambos personajes, la conversación fue así:
—¿Ese coche de ahí es un seis o un ocho?
—le preguntó Fay.
—Un seis —contestó Charley.
—Santo cielo —dijo Fay—. ¿Sólo un seis?
—Hasta el Rolls Royce es un seis —dijo
Charley—. Esos europeos no fabrican de ocho. ¿Para qué necesitas ocho
cilindros?
—Santo cielo. El Rolls Royce es un seis.
Toda su vida Fay había querido montar en
un Rolls Royce. En una ocasión había visto uno, aparcado ante un restaurante
lujoso de San Francisco. Los tres, ella, yo y Charley, dimos la vuelta
alrededor de él, observándolo.
—Es un coche estupendo —comentó Charley,
y pasó a darnos detalles de cómo funcionaba.
A mí no me interesaba. Si me dan a
elegir, me gustaría un Thunderbird o un Corvette. Fay le escuchó mientras
seguimos caminando, y me di cuenta de que ella tampoco estaba muy interesada.
Algo la había angustiado.
—Son tan llamativos —dijo—. Siempre pensé
en un Rolls como en un coche de aspecto clásico. Como un sedán militar de la
Primera Guerra Mundial. Un coche de oficiales.
Si alguna vez habéis visto un Rolls
nuevo, pensadlo. Son pequeños, metálicos, aerodinámicos, pero también gordos.
De apariencia pesada. Como algunos de los modelos de salón de Jaguar, sólo que
más impresionantes. Una aerodinámica británica, para entendernos.
Personalmente, jamás compraría uno, y me di cuenta de que Fay también luchaba,
presa de la misma reacción. El Rolls tenía un acabado plata azulado, con un
montón de cromo. De hecho, todo el coche tenía un aspecto demasiado brillante,
lo que atraía sobremanera a Charley, a quien le gustaba el metal y no la madera
o el plástico.
—Es un coche de verdad —alabó. Resultaba
evidente que se daba cuenta de que no lograba llegar a ninguno de nosotros; lo
único que era capaz de hacer era repetirse a su manera habitual y torpe. Aparte
de sus palabras soeces, poseía el vocabulario de un niño de seis años, sólo
unas cuantas palabras para abarcar todo—. Ése es un coche —dijo por último,
cuando llegamos a la casa que habíamos ido a visitar a San Francisco—. Sin
embargo, parecería fuera de lugar en Petaluma.
—En especial aparcado en tu planta —dije.
—Qué desperdicio sería... —comentó Fay—,
gastar todo ese dinero en un coche. Doce mil dólares.
—Demonios, yo podría comprar uno por
mucho menos —indicó Charley—. Conozco al tipo que lleva la Agencia de la
British Motor Car aquí.
No cabía duda de que lo quería y, si
dependiera de él, posiblemente lo habría comprado. Pero su dinero tenía que
gastarse en la casa, sin importar que a Charley le gustara o no. Fay no le
dejaría comprar más coches. Había tenido, aparte del Mercedes, un Triumph y un
Studebaker Golden Hawk, y, por supuesto, varios camiones para el negocio. Fay
le había dicho al arquitecto que pusiera radiadores en toda la casa, y allí, en
el campo, les costaría una fortuna en electricidad. Todo el mundo allí usa
butano o leña. En las tierras de pastoreo, Fay estaba consiguiendo que le
construyeran una lujosa casa moderna al estilo de San Francisco, con bañeras
empotradas en nichos, paneles de pared de loseta y caoba, iluminación
fluorescente, cocina de lujo, provista de lavaplatos con secador incorporado...
Todo, incluyendo un equipo de música último modelo con los altavoces camuflados
en la pared. La casa tenía un lateral de cristal que dominaba sus tierras, y un
hogar en el centro del salón, circular, tipo barbacoa, con una enorme y negra
chimenea. Naturalmente, el suelo tenía que ser de baldosas de asfalto, por si
algún tronco se caía del fuego. Fay había hecho que construyeran cuatro baños,
uno para los niños, uno para invitados, uno para ella y otro para Charley. Y un
cuarto de costura, otro destinado a mil usos, una sala de estar, un comedor...
hasta un cuarto para la nevera. Y, desde luego, un cuarto para la TV.
Toda la casa descansaba sobre una plancha
de cemento. Eso, junto con las baldosas de asfalto, la hacían tan fría que
nunca se podían apagar los radiadores de la calefacción, salvo en el período
más caluroso del verano. Si la apagabas antes de acostarte, por la mañana la
casa era como una cámara frigorífica. Después de que la construyeran, de que
Charley y Fay se hubieran mudado con los dos niños, descubrieron que incluso
con la chimenea y la calefacción estaba fría desde octubre hasta abril, y que
durante la estación húmeda el agua no era absorbida por la tierra, sino que se
filtraba a la casa alrededor del marco de los cristales y por debajo de las
puertas. Tuvieron que llamar a un contratista para que les construyera un nuevo
sistema de desagüe con el fin de desviar el agua que entraba en la casa. En
1956 pusieron por fin unos calentadores de pared de 220 voltios con
interruptores manuales y termostatos en todas las habitaciones de la casa; la
humedad y el frío habían comenzado a enmollecer la ropa y las sábanas de la
cama. También descubrieron que en invierno la corriente eléctrica era
interrumpida durante varios días seguidos, y que mientras tanto no podían
preparar comida en la cocina eléctrica, y la bomba que les suministraba agua,
que era eléctrica, dejaba de bombear; también el calentador de agua era eléctrico,
de modo que todo tenía que ser cocinado y hervido en la chimenea. Fay incluso
se veía obligada a lavar ropa en un cubo de cinc colgado sobre el hogar. Y los
cuatro cogieron la gripe cada año que vivieron allí. Disponían de tres sistemas
separados de calefacción, y a pesar de ello, la casa seguía expuesta a las
corrientes de aire; por ejemplo, el largo vestíbulo que había entre los
dormitorios de los niños y la parte frontal de la casa no recibía nada de
calor, y cuando las chicas salían corriendo en sus pijamas de noche, tenían que
pasar de sus habitaciones calientes al frío del vestíbulo, y de nuevo al calor
del salón. Y lo hacían todas las noches seis veces por lo menos.
Lo peor de todo es que Fay jamás podía
encontrar una chica que le cuidara a los niños ahí en el campo, y las
consecuencias fueron que ella y Charley dejaron de ir a visitar a otra gente
gradualmente. Tenían que ir a visitarlos a ellos, y llegar a Drake's Landing
desde San Francisco suponía una hora y media de complicada conducción.
No obstante, les encantaba la casa.
Tenían cuatro ovejas de cara negra pastando al otro lado del gran ventanal, sus
caballos árabes, un perro collie, tan grande como un pony, que ganaba premios
en las exposiciones caninas, y algunos de los patos importados más hermosos del
mundo. Durante la primera época que viví allí, disfruté de algunos de los
momentos más interesantes de mi vida.
Tres
Conducía con Elsie a su lado en la
furgoneta ford, que saltó arriba y abajo al pasar por el bordillo y cambiar el
asfalto por la grava. En las laderas de las colinas pastaban las ovejas. Había
una granja blanca.
—¿Me comprarías unos chicles en la
tienda? —preguntó Elsie—. ¿Me comprarías unos chicles Black Jack?
—Chicles —repitió, aferrando el volante.
Aceleró; el volante giró en sus manos.
Tengo que comprar una caja de Tampax, se dijo. Tampax y chicles. ¿Qué iban a
decir en el supermercado Mayfair? ¿Cómo puedo hacerlo?
¿Cómo puede pedirme que lo haga?, pensó.
Comprar Tampax por ella.
—¿Qué tenemos que comprar en la tienda?
—entonó Elsie.
—Tampax —contestó—. Y tus chicles.
Habló con tal furia que la niña se volvió
para mirarle con cara temerosa.
—¿Q-qué? —murmuró, encogiéndose y
apoyándose contra la puerta.
—A ella le da vergüenza —dijo—, así que
debo hacerlo yo por ella. Me obliga a entrar en la tienda y comprarlos.
Y pensó: voy a matarla.
Por supuesto, tenía una buena excusa. Él
tenía el coche —se encontraba en casa de unos amigos, en Olema—, y ella
telefoneó y le pidió que los comprara de regreso. Y el Mayfair cerraba más o
menos en una hora; a las cinco o las seis, no pudo recordar con exactitud. A
veces a una hora, algunos días —los de semana— a otra.
¿Qué pasa si no se los llevo?, se
preguntó. ¿Se desangran hasta morir? El Tampax es un freno, como un corcho.
O... intentó imaginarlo. Pero no sabía de dónde venía la sangre. De una de esas
zonas. Demonios, no se supone que yo deba saber esas cosas. Es asunto de ella.
Pero, pensó, cuando los necesitan, los
necesitan. Tienen que contenerlo.
Aparecieron edificios con letreros. Entró
en la estación de Point Reyes cruzando el puente de Paper Mili Creek. Luego,
las marismas a su izquierda... el camino giró a la izquierda, dejando atrás el
garaje de Cheda y Harold's Market. Después el viejo hotel abandonado.
En el siguiente descampado, que era el
aparcamiento del Mayfair, aparcó al lado de un camión de transporte de heno
vacío.
—Vamos —le dijo a Elsie, manteniendo la
puerta abierta.
Elsie no se movió. La cogió del brazo, la
levantó del asiento y la bajó. Elsie trastabilló, pero él no la soltó y la
condujo lejos del coche, hacia la calle.
Puedo comprar un montón de cosas, pensó.
Llenar un carro para que no se den cuenta.
En la entrada del Mayfair el miedo se
apoderó de él. Se detuvo y se agachó, fingiendo que se anudaba los cordones del
zapato.
—¿Tienes el zapato desabrochado?
—preguntó Elsie.
—Por todos los demonios, sabes que sí
—contestó.
Se soltó los cordones y volvió a atarlos.
—No te olvides de comprar el Tampax —le
dijo Elsie.
—¡Cállate! —ordenó con furia.
—Eres malo —dijo Elsie, echándose a
llorar. Su voz se convirtió en un grito—. Vete —empezó a golpearle; él se
incorporó y ella retrocedió, golpeándole todavía.
La cogió del brazo y la metió en la
tienda, más allá de los mostradores de madera, en dirección a las estanterías
de comida enlatada.
—Escucha, maldita sea —le dijo,
inclinándose—. Quédate quieta y mantente pegada a mí, o cuando volvamos al
coche sabrás lo que es bueno, ¿me oyes? ¿Lo entiendes? Si te quedas quieta te
compraré los chicles. ¿Quieres los chicles? ¿Quieres los chicles? —La llevó
hasta el expositor de golosinas que había al lado de la puerta. Alargando el
brazo, cogió dos cajas de chicle Black Jack y se las dio—. Y ahora quédate
quieta, para que pueda pensar. Tengo que pensar. —Al rato, añadió—: He de
recordar lo que se supone que debo comprar.
Puso pan, una lechuga y un paquete de
cereales en el carro; compró varias cosas que sabía que siempre eran
necesarias, zumo de naranja congelado y un cartón de Pall Mall. Luego se
dirigió al mostrador donde estaban los Tampax. No había nadie. Puso una caja en
el carrito, junto con los otros productos.
—Muy bien —le dijo a Elsie—. Ya está.
Sin aminorar la marcha, empujó el carro
hasta la caja.
En la caja, dos de las dependientas, con
sus batas azules, estaban inclinadas mirando una instantánea. Una clienta, una
mujer mayor, se la estaba enseñando; las tres discutían sobre la fotografía. Y,
justo enfrente de la caja, una mujer examinaba los diferentes vinos. Así que
giró el carrito y lo llevó hasta el fondo de la tienda y comenzó a descargar
los diversos artículos que llevaba. Entonces se dio cuenta de que las
dependientas le habían visto con el carrito, de modo que no podía vaciarlo;
tenía que comprar algo, o les resultaría extraño que lo llenara y se marchara
sin comprar nada. Podían pensar que estaba enfadado. Así que sólo devolvió la
caja de Tampax y dejó el resto en el carrito. Regresó a la caja y se puso en la
cola.
—¿Qué pasa con el Tampax? —preguntó Elsie
con una voz tan cargada de cautela que, si no hubiera sabido lo que significaba
la palabra, no habría sido capaz de entenderla.
—Olvídalo —dijo.
Después de pagarle a la dependienta,
cruzó la calle con la bolsa, en dirección a la furgoneta. ¿Y ahora qué?, se
preguntó, sintiéndose desesperado. Tengo que comprarla. Pero si regreso seré
más conspicuo que nunca. Quizá pueda conducir hasta Fairfax y comprarla allí,
en uno de esos nuevos y enormes drugstores.
Así, de pie, no pudo decidirse. Entonces
vio el Western Bar. Qué demonios, pensó. Voy a sentarme allí y tomar una
decisión. Cogió la mano de Elsie y la condujo calle abajo hasta el bar. Pero al
llegar a los escalones de ladrillo se dio cuenta de que no podría entrar con la
niña.
—Tendrás que quedarte en el coche —le
dijo, emprendiendo el regreso. De inmediato ella empezó a llorar y a negarse a
andar—. Sólo por unos segundos... sabes que no te dejarán entrar en el bar.
—¡No! —aulló la niña, mientras él la
arrastraba y la hacía cruzar de nuevo la calle—. No quiero esperar sentada en
el coche. ¡Quiero ir contigo!
La metió en la cabina de la furgoneta y
cerró las puertas.
Malditas sean, pensó. Las dos. Me están
sacando de mis jodidas casillas.
En el bar se bebió un Gin Buck. No había
nadie más, así que se sintió relajado y capaz de pensar. El local estaba como
siempre, oscuro y espacioso.
Podría ir a la ferretería, pensó, y
comprarle una especie de regalo. Una fuente o algo así. Algo para la cocina.
Entonces volvió la idea de matarla.
Regresaré, entraré en la casa y la moleré a palos, pensó. La golpearé; lo haré.
Pidió un segundo Gin Buck.
—¿Qué hora es? —le preguntó al camarero.
—Las cinco y cuarto —le dijo el hombre.
Otros clientes habían llegado ya y
tomaban cervezas.
—¿Sabe a qué hora cierra el Mayfair?
Uno de los clientes le dijo que creía que
a las seis. Se inició una discusión entre éste y el camarero.
—Olvídelo —indicó Charley Hume.
Después de haberse bebido un tercer Gin
Buck, decidió volver al Mayfair y comprar los Tampax. Pagó las copas y salió
del bar. Al rato se encontró de nuevo en el Mayfair, recorriendo las
estanterías, dejando atrás las sopas enlatadas y las cajas de espaguetis.
Además de los Tampax compró un tarro de
ostras ahumadas, uno de los platos favoritos de Fay. Luego regresó a la
furgoneta. Elsie se había quedado dormida apoyada contra la puerta. Tiró de la
palanca, tratando de abrirla, y entonces recordó que había echado el seguro.
¿Dónde demonios tenía las llaves? Dejó en el suelo la bolsa de papel y hurgó en
los bolsillos. No estarían en el encendido... Pegó la cara a la ventanilla.
Santo Dios, tampoco se veían ahí. Entonces, ¿dónde podían estar? Golpeó el
cristal y dijo en voz alta:
—Eh, despierta, ¿quieres? —Volvió a
golpear. Por fin Elsie se irguió y lo vio. Señaló la guantera—. Mira si las
llaves están ahí —aulló—. Sube el seguro —gritó, señalando el seguro del
interior de la puerta—. Súbelo para que pueda entrar.
Por fin Elsie abrió la puerta.
—¿Qué compraste? —preguntó, alargando los
brazos hacia la bolsa—. ¿Algo para mí?
Había una llave de repuesto bajo la
alfombrilla; la guardaba ahí siempre. Por fin arrancó el coche. Nunca
averiguaré adónde fueron a parar, decidió. Debo hacer unas copias. De nuevo
buscó en los bolsillos... y ahí estaban, en el interior, donde se suponía que
debían estar. Jesús, donde las había guardado, pensó. Debo estar realmente
colgado. Salió del aparcamiento y se metió en la Autopista Uno, en la dirección
por la que había venido.
Cuando llegó a casa y aparcó en el
garaje, al lado del Buick de Fay, cogió las dos bolsas de comestibles y subió por
el sendero hacia la puerta delantera. Estaba abierta y se escuchaba música
clásica. Pudo ver a Fay por el costado acristalado de la casa; estaba lavando
platos, de espaldas a él. Su collie, Bing, se levantó de la estera que había
delante de la puerta para saludarlos. Frotó su rabo suave con placer contra él,
casi haciéndole perder el equilibrio y tirar una de las bolsas. Con el canto
del zapato apartó al perro y se dirigió a la puerta y entró en el salón. Elsie
siguió por el sendero hasta el patio trasero, dejándole solo.
—Hola —saludó Fay desde el otro extremo
de la casa, con la voz apagada por la música.
Durante un instante no consiguió captar
que era la voz de ella lo que oía; durante un instante, pareció únicamente un
ruido, un defecto en la música. Entonces apareció, dirigiéndose hacia él con su
andar vivo y flexible, secándose al mismo tiempo las manos con un trapo. Se
había anudado un pañuelo a la cintura; llevaba pantalones ceñidos y sandalias,
y tenía el pelo suelto. Dios, qué hermosa está, pensó. Ese maravilloso andar
alerta... dispuesto a girar en la dirección opuesta. Siempre consciente del
suelo que había bajo ella.
Mientras abría las bolsas con las compras
contempló sus piernas, recordando cuánto las abría, por las mañanas, al hacer
sus ejercicios. Una pierna alzada mientras estaba sentada en el suelo...
rodeando el tobillo con los dedos mientras se agachaba a un costado. Qué
músculos tan fuertes tenía, pensó. Suficientes para cortar a un hombre en dos.
Biseccionarlo, desexualizarlo. Parte de ello adquirido gracias al caballo... al
montar a pelo y clavar las piernas en los flancos del animal.
—Mira lo que te he traído —dijo,
mostrando el frasco de ostras ahumadas.
—Oh... —dijo Fay.
Cogió el frasco, aceptándolo de una
manera que daba a entender que comprendía que se lo había comprado con un
objetivo profundo, con el deseo de expresar sus sentimientos. De todas las
personas del mundo, ella era la mejor en aceptar regalos. Comprendía cómo se
sentía él, o cómo se sentían los niños, los vecinos o cualquiera.
Nunca decía mucho, nunca se pasaba, y
siempre remarcaba los rasgos importantes del regalo, por qué era tan valioso
para ella. Alzó la cara y le miró, y su boca esbozó esa sonrisa rápida, casi un
gesto... echando la cabeza a un lado.
—Y esto —dijo, sacando los Tampax.
—Gracias —contestó, aceptándolos.
Cuando cogió la caja, él retrocedió y,
escuchándose a sí mismo jadear, la golpeó en el pecho. Ella voló hacia atrás,
lejos de él, y soltó el frasco de ostras ahumadas. Entonces corrió tras ella
—se deslizaba hacia el suelo por el costado de la mesa, tirando la lámpara
mientras intentaba sujetarse— y volvió a golpearla, esta vez haciendo que las
gafas salieran disparadas de su cara. En el acto ella se desplomó en el suelo,
y las cosas que había sobre la mesa le cayeron encima.
Elsie comenzó a gritar en la puerta.
Apareció Bonnie —vio su cara pálida, los ojos abiertos—, pero no dijo nada; se
quedó de pie apretando con fuerza el pomo de la puerta... había estado en el
dormitorio.
—Ocupaos de vuestras cosas —les gritó a
las niñas—. Vamos —aulló—. Largaos de aquí.
Avanzó unos pasos hacia ellas; Bonnie no
se movió, pero la pequeña dio media vuelta y huyó.
Arrodillándose, agarró con fuerza a su
mujer y la levantó hasta sentarla. Se había roto un cenicero de cerámica que
había hecho ella y empezó a recoger las piezas con la mano izquierda, al tiempo
que la sostenía con la derecha. Fay se apoyó contra él, con los ojos abiertos y
la boca floja. Parecía estar mirando el suelo, con la frente arrugada, como si
intentara encontrar algún sentido a lo que había sucedido. Al rato desabrochó
dos botones de la blusa y metió la mano dentro, masajeándose el pecho. Sin
embargo, estaba demasiado atontada para hablar.
—Ya sabes cómo me siento por tener que
comprar eso —dijo Charley a modo de explicación—. ¿Por qué no puedes
comprártelo tú? ¿Por qué he de ir yo?
Fay levantó la cabeza hasta mirarle
directamente a la cara. El color oscuro de sus ojos le recordó el de las niñas:
el mismo tamaño, la misma profundidad. Los ojos de las tres reaccionaban
alejándose de él, volando cada vez más lejos a lo largo de una línea que él era
incapaz de imaginar o seguir. Las tres juntas... y él se quedaba solo, al
margen, mirando únicamente esa superficie exterior. ¿Adónde habían ido? A la
comuna, a conferenciar. A acusarle... No oyó nada, pero lo vio muy claramente.
Hasta las paredes tenían ojos.
En ese momento, ella se puso de pie y se
alejó de él, empujándole con la mano. Tenía una fuerza terrible en movimiento,
y le arrolló con el fin de alejarse. Le apartó de una patada para saltar. Pies,
manos... caminó sobre él y atravesó el salón, no con movimientos ligeros, sino
golpeando el suelo de baldosas de asfalto con los talones, impactando con el
fin de obtener una buena tracción... no podía permitirse el lujo de caer. En la
puerta cometió un error con el pomo; hubo un momento en el que no pudo avanzar
más.
En el acto salió tras ella, hablando todo
el tiempo.
—¿Adónde vas? —No se podía esperar
ninguna réplica; ni siquiera la esperaba—. Has de reconocer que sabes cómo me
siento. Apuesto a que piensas que entré a tomar unas copas en el Western.
Bueno, pues no.
Por entonces ella había abierto la
puerta. Bajó por el sendero de agujas de ciprés, sólo visible su espalda, el
cabello, los hombros, el pañuelo, las piernas y los tacones. Me ha mostrado sus
tacones, pensó. Se metió en el coche, en el Buick aparcado en el garaje. De pie
en la puerta, observó cómo daba marcha atrás. Dios, a qué velocidad puede ir en
marcha atrás con ese coche... el largo y gris Buick bajando por el sendero, con
el morro, la parrilla y los faros de cara a él. Después por el portón abierto a
la carretera. ¿En qué dirección? ¿Hacia la casa del sheriff? Va a denunciarme,
pensó. Me lo merezco. Delito: propinarle una paliza a la esposa.
El Buick desapareció de vista, y sólo
quedó flotando el humo del tubo de escape. El ruido del motor seguía siendo
audible para él; se lo imaginó por el camino estrecho, girando aquí y allá,
coche y camino girando juntos. Ella lo conocía tan bien que jamás se saldría,
ni siquiera con una niebla densa. Qué conductora tan buena era, pensó. Me quito
el sombrero.
Bueno, regresará con el sheriff Chisholm
o se le pasará.
Sin embargo, en ese momento vio algo que
no esperaba: el Buick reapareció y se metió en el sendero, casi rozando el
portón. ¡Jesús! Frenó, deteniéndose justo delante de él. Fay bajó de un salto y
se acercó.
—¿Cómo es que has vuelto? —preguntó con
tanta naturalidad como pudo.
—No quiero dejar a las niñas aquí contigo
—contestó Fay.
—Demonios —dijo él, atónito.
—¿Puedo llevármelas? —le preguntó,
mirándole—. ¿Te importa? —Las palabras salieron con energía.
—Como te plazca —contestó con
dificultad—. ¿A cuánto tiempo te refieres? ¿Sólo por hoy?
—No lo sé.
—Creo que deberíamos ser capaces de
solucionar todo esto —dijo él—. Deberíamos. Vayamos dentro, ¿de acuerdo?
Pasando a su lado y entrando en la casa,
Fay dijo:
—¿Te importa si intento tranquilizar a
las niñas?
Desapareció más allá del borde de los
armarios de la cocina; al rato, oyó que llamaba a las chicas, en alguna parte
de la zona de los dormitorios de la casa.
—Ya no tienes que preocuparte por recibir
más golpes —comentó, siguiéndola.
—¿Qué? —preguntó ella desde el interior
de uno de los baños, el suyo, que se encontraba fuera del dormitorio y que las
niñas usaban en ocasiones.
—Era algo que tenía que quitarme de
encima —explicó, bloqueando la puerta cuando ella iba a salir del baño.
—¿Las chicas salieron fuera? —preguntó
Fay.
—Es muy posible.
—¿Te importaría dejarme pasar? —su voz
revelaba la tensión que sentía. Y él vio que mantenía la mano dentro de la
camisa, contra el pecho—. Creo que me rompiste una costilla —dijo, respirando
por la boca—. Apenas puedo respirar.
Pero se la notaba tranquila. Se había
impuesto un control absoluto sobre sí misma; vio que no le tenía miedo, que
sólo era cautela. Esa perfecta cautela de Fay... la rapidez de sus respuestas.
Pero le había dejado moverse y volar... no había sido lo suficientemente
precavida. Por lo tanto, pensó, después de todo no es un espécimen tan preparado.
Si se encuentra en un estado físico tan jodidamente bueno —si esos ejercicios
que hace por la mañana sirven para algo—, debió de haber sido capaz de bloquear
mi derecha. Por supuesto, es buena al tenis y al golf, y al ping pong... así
que está bien. Mantiene su figura mejor que cualquiera de las mujeres que viven
por aquí... apuesto a que tiene la mejor figura de toda la asociación de padres
y maestros del Condado de Marin.
Mientras Fay encontraba y calmaba a las
niñas, él dio vueltas por la casa, buscando algo que hacer. Llevó una caja de
cartón llena de basura hasta el incinerador y la quemó. Luego, cogiendo un
destornillador del cuarto de herramientas, apretó los grandes tornillos de
latón que sostenían la correa del nuevo bolso de piel de Fay... cada dos por
tres se aflojaban, soltando un extremo del bolso en momentos inoportunos. ¿Algo
más?, se preguntó, haciendo una pausa.
En el salón, la radio había dejado de
transmitir música clásica y había empezado con jazz. Así que fue a poner otra
emisora. Entonces, mientras giraba el dial, pensó en la cena. Se le ocurrió ir
a la cocina y ver cómo iban las cosas.
Descubrió que la había interrumpido
mientras preparaba la ensalada. Había una lata medio abierta de anchoas sobre
el aparador, al lado de una lechuga, tomates y un pimiento verde. Sobre el
hornillo eléctrico —una instalación que él mismo había supervisado—, hervía una
olla con agua. Giró el mando de máximo a mínimo. Después cogió un cuchillo de
mondar y se puso a pelar un aguacate. Fay nunca había sido buena para eso, era
demasiado impaciente. Él hacía siempre ese trabajo.
Cuatro
En la primavera de 1958, mi hermano
mayor, Jack, que vivía en Sevilla, California, y que entonces tenía treinta y
tres años, robó de un supermercado una lata de hormigas cubiertas de chocolate,
y el director lo descubrió y lo entregó a la policía.
Mi marido y yo fuimos en coche desde el
Condado de Marin para cerciorarnos de que todo había terminado bien.
La policía le había dejado en libertad; el
supermercado no había presentado cargos, aunque le hicieron firmar una
declaración en la que reconocía que había robado las hormigas. La idea era que
así jamás volvería a atreverse a robarles una lata de hormigas, ya que si le
cogían una segunda vez, su declaración firmada lo enviaría a la cárcel de la
ciudad. Era un trato de beneficio recíproco; él conseguía irse a casa —que era
en lo único que estaría pensando, con su cerebro limitado— y, a partir de ese
momento, el supermercado podía contar con su ausencia... pues no se atrevería a
que le vieran allí, ni siquiera junto a las cajas vacías de naranjas que había
en el muelle de carga de la parte de atrás.
Durante varios meses Jack había alquilado
una habitación en la calle Oil, cerca de Tyler, que está situada en el distrito
de color de Sevilla; pero, aunque habitada por negros, es una de las pocas
zonas interesantes de la ciudad. Hay tiendas, alrededor de veinte por calle,
que cada mañana colocan a la venta en la acera somieres para camas, bañeras de
hierro galvanizado y cuchillos de caza. De jóvenes solíamos imaginar que cada
tienda era la tapadera de algo. Además, el alquiler allí también es barato, y
con el asqueroso trabajo que tenía en ese miserable negocio de ruedas, más los
gastos de ropa y las salidas con sus amigos, siempre tenía que vivir en lugares
semejantes.
Aparcamos ante un parquímetro de
veinticinco centavos la hora y cruzamos la calle de manera imprudente, por
entre los autobuses amarillos, hasta llegar a la pensión. A Charley le ponía
nervioso estar en un distrito así; no dejaba de mirarse los pantalones para ver
si había pisado alguna cosa... era obvio que se trataba de algo psicológico,
porque en su trabajo siempre se mete hasta el culo en limaduras de metal,
chispas y grasa. El pavimento estaba lleno de envoltorios de chicle,
escupitajos, orina de perro y preservativos usados, y Charley adoptó esa
sombría y desaprobadora expresión protestante.
—No olvides lavarte las manos después de
marcharnos —dije.
—¿Puedes contagiarte enfermedades venéreas
de farolas o buzones? —me preguntó.
—Si tienes esa clase de mentalidad, sí
—contesté.
Arriba, en el pasillo húmedo y oscuro,
llamamos a la puerta de Jack. Yo sólo había ido una vez, pero reconocí su
cuarto por la gran mancha en el techo, probablemente causada por un viejo
inodoro desbordado.
—¿Crees que pensó que se trataba de
alguna delicia? —me preguntó Charley—. ¿O desaprobaba que el supermercado
vendiera hormigas?
—Ya sabes que siempre amó a los animales
—contesté.
Oímos unos resortes provenientes del
interior de la habitación, como si Jack estuviera en la cama. Era la una y
media del mediodía. Sin embargo, la puerta no se abrió, y al rato cesaron los
ruidos.
—Soy Fay —dije, cerca de la puerta.
Una pausa; luego se abrió.
El cuarto estaba limpio, como, por
supuesto, tendría que estarlo si Jack iba a vivir allí. Todo se veía
reluciente; todos los objetos estaban bien guardados, donde él pudiera
encontrarlos, y, desde luego, también tenía los cupones de rebajas de compras:
apilados al lado de la ventana. Guardaba todo, en especial el papel de plata y
las cuerdas. Había acercado la cama a la ventana para airearla, y él mismo se
hallaba sentado sobre las sábanas. Con las manos en las rodillas, nos miró.
Debido a esta crisis, había vuelto a usar
la ropa que llevaba de joven por la casa. De nuevo tenía esos pantalones de
pana marrón que nuestra madre le había comprado a principios de los años
cuarenta. Y llevaba puesta la camisa azul de algodón... limpia, pero lavada
tantas veces que se había vuelto blanca. El cuello estaba totalmente
deshilachado y no le quedaba ni un botón. Sujetaba la pechera con clips.
—Pareces un pelagatos —dije.
Mirando a su alrededor, Charley comentó:
—¿Por qué guardas toda esta basura? —Se
había acercado a una mesa llena de pequeñas rocas lavadas.
—Las cogí debido a la posibilidad de que
fueran minerales radiactivos —explicó Jack.
Eso significaba que, incluso con su
trabajo, seguía dando sus largos paseos. Para confirmarlo, en el armario, bajo
un montón de jerseys que se habían caído de las perchas, en una caja de cartón
de sobrantes del ejército había unas botas cuidadosamente atadas con cordones
de bramante y marcadas con la inclinada letra de Jack. Más o menos cada mes,
cuando iba a la escuela secundaria, había gastado un par de botas, de esas
antiguas con la lengüeta alta.
Para mí esto era más serio que el robo,
así que quité un montón de revistas Life de una silla y me senté, con la
decisión de quedarme el tiempo suficiente para hablar en serio con él. Charley,
naturalmente, permaneció de pie para que yo no olvidara que quería irse. Jack
le ponía nervioso. No se conocían nada, pero así como Jack no le prestaba
atención, Charley siempre parecía imaginar que iba a ocurrir algo en perjuicio
suyo. Después de ver a Jack por primera vez, me dijo sin tapujos —Charley era
incapaz de guardarse algo para sí mismo— que mi hermano era la persona más
chalada que había visto jamás. Cuando le pregunté por qué lo decía, contestó
que sabía bien que Jack no tenía por qué actuar como lo hacía; que se
comportaba así porque lo deseaba. Para mí la distinción no tenía sentido, pero
Charley siempre le dio mucha importancia a esas cosas.
Los largos paseos habían empezado en la
escuela secundaria elemental, allá por los años treinta, antes de la Segunda
Guerra Mundial. Vivíamos en una calle llamada Garibaldi, y durante la Guerra
Civil Española, debido a los sentimientos en contra de los italianos, el nombre
de la calle se cambió por el de Cervantes. Jack tuvo pronto la intuición de que
se iban a cambiar todas las calles, y durante un tiempo pareció vivir entre los
nombres nuevos —sin duda todos de escritores y poetas antiguos—, pero cuando
comprobó que no se cambió el de ninguna otra, se le pasó la fiebre. Sea como
fuere, durante un mes o así, había hecho que la situación del mundo pareciera
real para él, y pensamos en ello como una mejoría, pues hasta entonces no había
sido capaz de imaginar que la guerra era un suceso verdadero, y que el mundo en
el que tenía lugar también lo era. Nunca había podido distinguir entre lo que
leía y lo que realmente experimentaba. Para él, la intensidad era el criterio,
y esos nauseabundos relatos que aparecían en el suplemento dominical sobre
continentes perdidos y diosas de la selva siempre le habían resultado más
atractivos y convincentes que los titulares diarios.
—¿Sigues trabajando? —le preguntó Charley
a su espalda.
—Claro que sí —dije yo.
—He dejado temporalmente mi puesto en el
servicio de neumáticos —contestó Jack.
—¿Por qué? —pregunté.
—Estoy demasiado ocupado —contestó.
—¿Haciendo qué?
Señaló un montón de cuadernos de notas,
llenos de páginas manuscritas. En una época había pasado todo su tiempo libre
escribiendo cartas a los periódicos, y ahora, una vez más, se hallaba
involucrado en algún proyecto descabellado y demente, elaborando,
probablemente, algún plan para irrigar el desierto del Sahara. Charley cogió el
primer cuaderno de notas y lo hojeó, para volver a tirarlo sobre la mesa.
—Es un diario —dijo.
—No —corrigió Jack, poniéndose de pie. Su
cara delgada y marcada adquirió ese aire frío y superior, esa imitación de la
arrogancia del erudito que se enfrenta al profano—. Es una relación científica
de hechos probados —afirmó.
—¿Cómo te mantienes? —inquirí.
De forma instintiva supe cómo lo hacía;
de nuevo dependía de lo que le mandaran de casa, de nuestros padres... quienes,
en este momento de sus vidas, no podían permitirse el lujo de mantener a
alguien más, casi ni a ellos mismos.
—Estoy bien —dijo Jack.
Por supuesto que diría eso; tan pronto
como entraba el dinero se lo gastaba, habitualmente en ropas llamativas. Y si
no, lo perdía, lo prestaba o lo invertía en alguna estupidez que hubiera leído
en una revista pulp: en algún hongo gigante, quizá, o en algún ungüento que
curaba la piel y que vendían de puerta a puerta. Al menos el trabajo de los
neumáticos, aunque al límite de la estafa, había sido fijo.
—¿Cuánto dinero tienes? —quise saber, sin
darle un respiro.
—Veré —contestó.
Abrió el cajón de una cómoda. Del
interior sacó una caja de cigarros. Se sentó en la cama, de nuevo sobre las
sábanas, y la abrió apoyándola sobre su regazo. La caja estaba vacía salvo por
una docena de peniques y tres níqueles.
—¿Estás buscando otro trabajo? —pregunté.
—Sí.
En el pasado había tenido los trabajos
más bajos: había ayudado en un comercio en la entrega de lavadoras; había
sacado verduras de sus cajas para una tienda de comestibles; había barrido un
drugstore; en una ocasión, incluso había servido como repartidor de
herramientas en la Alameda Naval Air Station. Durante el verano, de vez en
cuando se ofrecía como recolector de frutas, y lo transportaban en un camión
abierto al interior del campo. Ese era su trabajo favorito, porque se
atiborraba de fruta. Y en otoño, invariablemente, se dirigía a la enlatadora
Heinz, cerca de San José, y enlataba peras.
—¿Sabes lo que eres? —dije—. Eres el
individuo más ignorante e inepto de la faz de la tierra. En toda mi vida no he
visto a alguien con tanta basura en la cabeza. ¿Cómo consigues mantenerte con
vida? ¿Cómo demonios llegaste a nacer en mi familia? Antes que tú, jamás
tuvimos un loco.
—Tranquila —dijo Charley.
—Es verdad —me dirigí a él—. Santo cielo,
seguro que piensa que esto es el fondo del océano y que estamos viviendo en un
castillo de la Atlántida. ¿En qué año estamos? —le pregunté a Jack—. ¿Por qué
robaste esas hormigas? ¿Por qué? Dímelo.
Empecé a sacudirlo, como había hecho de
niña cuando le oí por primera vez soltar esa basura demente que llenaba su
cerebro, cuando, exasperada y asustada, me había dado cuenta de que su cerebro
estaba torcido, que entre distinguir la realidad de la ficción, elegía la
ficción, y entre el buen sentido y la estupidez, prefería la estupidez. Él
podía conocer la diferencia... pero prefería la basura; se llenaba de ella con
meticulosa sistematización. Como si fuera un fanático de la Edad Media
memorizando todo ese sistema absurdo de Santo Tomás de Aquino sobre el
universo, esa endeble y falsa estructura que se derrumbó finalmente... excepto
en algunas cloacas intelectuales, como el cerebro de mi hermano.
—Necesitaba realizar un experimento
—anunció Jack.
—¿De qué tipo? —pregunté.
—Existen casos verificados de sapos que
siguen vivos en animación suspendida en el barro durante siglos —explicó.
Entonces vi lo que su mente había
concebido: que las hormigas, al estar sumergidas en chocolate, quizá se
encontraran preservadas, embalsamadas, y se las pudiera volver a la vida.
—Sácame de aquí —le pedí a Charley.
Abrí la puerta y salí al pasillo.
Temblaba de verdad; no era capaz de soportarlo. Charley me siguió y dijo en voz
baja:
—Resulta evidente que no puede cuidar de
sí mismo.
—Está claro —acordé.
Sentí que si no iba a algún lugar a tomar
una copa perdería la razón. Deseé por todos los demonios que no hubiéramos
salido del Condado de Marin; no había visto a Jack durante meses y, en lo que
se refiere a este punto, me habría encantado no verle nunca más.
—Mira, Fay —dijo Charley—, es de tu
sangre y carne. No puedes dejarlo.
—Seguro que puedo —afirmé.
—Debería vivir en el campo —indicó
Charley—. Al aire libre, donde pueda estar con animales.
Charley había intentado varias veces
llevar a mi hermano a la zona rural de Petaluma; quería meterlo en una de las
grandes granjas lecheras como ordeñador. Lo único que Jack tendría que hacer
era abrir una puerta de madera, meter a una vaca dentro, ponerle los artilugios
eléctricos en las tetillas, encender el ordeño al vacío, pararlo en el momento
adecuado, quitarle los aparatos a la vaca, y pasar a la siguiente. Una y otra
vez... Era el escalafón más bajo, en lo que a trabajos creativos se refería,
pero algo que Jack podría manejar. Pagaban más o menos un dólar y medio la
hora, y los ordeñadores recibían comida y cama gratis. ¿Por qué no? Y estaría
en compañía de animales... grandes y sucias vacas cagando y meando, cagando y
meando.
—No estoy en contra de ello —comenté.
Conocíamos a varios rancheros; nos sería
fácil conseguir que lo contrataran como aprendiz de ordeñador.
—Llevémosle con nosotros —dijo Charley.
Para llevarlo al Condado de Marin tuvimos
que guardar todas sus cosas valiosas, su colección de hechos científicos, sus
rocas, sus escritos y dibujos, y toda su ropa llamativa, sus elegantes jerseys
y los pantalones que se ponía para deslumbrar a los indeseables de Reno durante
los fines de semana... todo se metió en cajas y se cargó en la parte de atrás
del Buick. Cuando terminó —Charley hizo todo el trabajo; yo me senté a leer en
el asiento delantero del coche, y Jack desapareció durante una hora para
despedirse de algunos de sus amigos—, el cuarto estaba casi vacío, salvo por
las hojas de los cupones, que me negué a dejarle traer.
Igual que la habitación que tenía de
niño, pensé. Durante la guerra, cuando estuvo unos pocos meses en el ejército,
habíamos entrado en ella y limpiado todo, destruyéndolo. Naturalmente, al
regresar —con una baja médica debido a sus alergias... tenía ataques de asma—
experimentó un arrebato terrible, seguido de retraimiento y depresión.
Languideció por su basura desaparecida. Y después, en vez de crecer e interesarse
por algo más razonable, se había marchado, alquilado una habitación para él y
vuelto a empezar de nuevo.
Mientras Charley conducía hacia la
autopista que iba en dirección norte, conmigo a su lado y Jack en la parte
trasera junto a sus cajas, temí lo que le podría pasar a mi casa si mi hermano
chiflado residiera en ella, incluso por unos pocos días. Sin embargo, podíamos
meterlo en el trastero. Ya las niñas mantenían su parte de la casa hecha un
desastre. Seguro que él no podría hacer algo peor que dibujar en las paredes,
manchar las cortinas y almohadones de arcilla, derramar pintura sobre el
cemento del patio, dejar los calcetines del mes pasado en el azucarero,
estornudar con la sopa en la boca, caerse mientras sacaba la basura y quitarse
medio ojo con el borde de una tapa de lata de sardinas. Un niño es un animal
asqueroso y amoral, sin instintos o sentidos, que ensucia su propio nido si se
le da una oportunidad. No se me ocurría ninguna cualidad que redimiera a un
niño, salvo que le puedes zurrar mientras es pequeño. Charley y yo vivíamos en
la parte delantera de la casa, y, en la de atrás, poco a poco las niñas iban
empujando su desorden, centímetro a centímetro... hasta que nosotros y la
señora Mendini entrábamos y limpiábamos todo, tirábamos todo, quemábamos la
basura, y el proceso volvía a comenzar. Jack, sencillamente, añadiría más
material al caos; no aportaría nada nuevo, sólo más de lo mismo.
Claro está que, siendo físicamente
maduro, no se lo podría manejar como manejábamos a las chicas, lo cual me
asustaba. En algunos aspectos, me tenía asustada desde hacía años; siempre tuve
la certeza de que nunca sería capaz de anticipar qué podría hacer o decir, qué
ideas antinaturales saldrían de su cerebro... quizá que consideraba a las
farolas como figuras de autoridad, y a los policías como objetos hechos de
cables. Sé que de niño había tenido la idea de que las cabezas de varias
personas iban a caerse; nos lo había contado. Y sé que creía que su maestro de
geometría de la secundaria era un gallo vestido con traje... noción que tal vez
sacó al ver una vieja película de Charlie Chaplin. Ciertamente, aquel maestro
sí que andaba como un gallo cuando recorría la clase.
Supón, por ejemplo, que le entrara una
locura homicida y se comiera las ovejas de los vecinos. En las zonas rurales,
matar ovejas es un delito grave, y a cualquier cosa que mate a una se la abate
de un disparo. En una ocasión, un chico granjero había ido por ahí rompiéndole
el cuello a todo tipo de crías en una extensión de kilómetros a la redonda...
Nadie había sido capaz de imaginar por qué, pero, sin duda, era el equivalente
rural de los chicos de ciudad que rompen ventanas o pinchan ruedas. Sin
embargo, el vandalismo en el campo casi siempre involucra matanzas, ya que la
propiedad granjera se expresa en términos de patos y de pollos, rebaños de
vacas lecheras, corderos y ovejas, incluso cabras. A nuestra derecha, los
Lardner, una pareja de viejos, tenían cabras, y a menudo mataban una y se la
comían, preparándose cosas como guiso y sopa de cabra. Para la gente del campo
una oveja o una vaca campeonas debían ser protegidas contra cualquier amenaza;
están acostumbrados a envenenar a las ratas, disparar a los zorros y mapaches,
a los perros y a los gatos que entran en su propiedad, e imaginé a Jack, alguna
noche, recibiendo disparos mientras se arrastraba por debajo de una valla de
alambre de espinos con un ensangrentado cordero en sus fauces.
Así que ahora, conduciendo de regreso a
Drake's Landing, empezaba a experimentar fantasías mórbidas de ansiedad...
supongo que las tenía por Jack, ya que él se encontraba más bien tranquilo e
impasible.
Pero ése es un aspecto de la vida en el
campo. Yo he estado sentada en el salón, escuchando a Bach en el equipo de
música, y he mirado por las ventanas, a través del campo, hacia el rancho que
había al pie de la colina del otro lado, y he visto algunas cosas horribles: un
viejo ranchero con sus vaqueros, botas y sombrero impregnados de estiércol,
salir con un hacha y despedazarle el cráneo a un perro que merodeaba por su
gallinero. No había nada que hacer salvo seguir escuchando a Bach y tratar de
leer «By Love Possessed». Y, por supuesto, nosotros matábamos a nuestros
propios patos cuando llegaba el momento de comerlos, y el perro mataba tuzas y
ardillas a diario. Y, al menos una vez a la semana, encontrábamos la cabeza
medio devorada de un ciervo ante la puerta delantera, transportada allí por el
perro desde el cubo de la basura de alguna casa del vecindario.
Desde luego, el problema radicaba en
tener a un necio como Jack en tu camino todo el tiempo. Para Charley era fácil;
se pasaba el día en la planta, y al anochecer se encerraba en su estudio a
revisar papeles, y los fines de semana, por lo general, salía y se dedicaba a
usar la cortadora giratoria o a podar algún árbol con la sierra. Analizar la
idea de tener a mi hermano todo el día en casa hizo que me diera cuenta de lo
aislado que estás realmente en el campo; no hay ningún lugar al que ir ni nadie
a quien visitar... te quedas sentada todo el día en casa leyendo, trabajando o
cuidando de las niñas. ¿Cuándo salía de la casa? Las noches de los martes y
jueves tenía mis clases de escultura en San Rafael. Los miércoles por la tarde
venían los Bluebird para hornear pan o tejer alfombras. Los lunes por la mañana
iba a San Francisco para ver al doctor Andrews, mi analista. Los viernes por la
mañana conducía hasta Petaluma para comprar en el Purity Market. Y los martes
por la tarde tenía mis clases de baile moderno. Y eso era todo, a excepción de
las cenas ocasionales con los Fineburg o los Meritan, o ir los fines de semana
en coche hasta la playa. Lo más excitante que había ocurrido en años fue el
camión de heno que perdió su carga en el camino a Petaluma y chocó contra la
furgoneta de Alise Hatfield, con ella y los tres niños dentro. Y los cuatro
adolescentes que recibieron una paliza en Olema por parte de veinte leñadores.
Éste es el campo. Esto no es la ciudad.
Eres afortunada al vivir donde vivimos,
al poder comprar todos los días el Chronicle de San Francisco; no lo reparten...
tienes que ir en coche hasta el Mayfair y adquirirlo en los kioscos.
Mientras conducíamos por San Francisco,
Jack se estiró y comenzó a hacer comentarios sobre los edificios y el tráfico.
Resultaba evidente que la ciudad le estimulaba, sin duda de manera malsana. Vio
las pequeñas y apiñadas tiendas que hay a lo largo de Mission y quiso parar.
Afortunadamente, salimos del distrito Market y nos metimos en Van Ness. Charley
observó los diversos coches importados que había en los expositores de las agencias
de automóviles, pero Jack no pareció interesado. Cuando entramos en el Golden
Gate, ninguno de los dos le prestó atención a la increíble vista de la ciudad y
la bahía y las colinas de Marin; carecían de capacidad para disfrutar
estéticamente de algo... Para Charley las cosas debían ser financieramente
valiosas, y para Jack tenían que ser... ¿qué? Sólo Dios lo sabía. Hechos
extraños, como la lluvia de ranas. Milagros y cosas por el estilo. Esta vista
espectacular se perdía para los dos, pero yo mantuve los ojos en el paisaje
todo lo que pude, hasta que, por último, dejamos atrás las colinas y los
fuertes, y nos adentramos de nuevo entre la porquería de los pequeños pueblos
suburbanos, Mili Valley, San Rafael... en lo que a mí respecta, el fondo del pozo.
Algo realmente vulgar, con la suciedad y la contaminación, y siempre las
maquinarias del Condado destruyendo los caminos para una nueva autopista.
Despacio, pasamos por Ross y San Anselmo,
luchando con el tráfico. Luego, dejamos atrás Fairfax, las tiendas y los
apartamentos, y salimos a la extensión de la primera tierra de pastoreo, los
primeros desfiladeros. De pronto había vacas en vez de estaciones de servicio.
—¿Qué te parece? —le preguntó Charley a
mi hermano.
—Está desierto —contestó Jack.
—Bueno, ¿quién querría vivir aquí con las
vacas? —dije con amargura.
—Una vaca tiene cuatro estómagos —comentó
Jack.
White's Hill le impresionó, con su
pendiente terriblemente escarpada y sinuosa, y al otro lado, el Valle de San
Jerónimo hizo que los tres nos sintiéramos a gusto. En el tramo recto del
camino, Charley puso el coche a ciento veinte, y el viento cálido del mediodía,
el viento puro del campo sopló a nuestro alrededor y limpió el coche del olor a
papel mohoso y ropa vieja. Los campos a ambos lados se habían tornado marrones
por el sol y la falta de agua, pero entre los grupos de robles, entremezclados
con las rocas, vimos hierba y flores silvestres.
Nos habría gustado vivir por aquí, más
cerca de San Francisco, pero el terreno era demasiado caro, y el tráfico en
verano contenía un elemento deprimente: la multitud de los fines de semana que
iba a Lagunitas y a las cabañas que alquilaban allí, y los excursionistas del
Parque Samuel Taylor. En ese momento pasamos por Lagunitas, con su única
tienda, y luego el camino giró, con la misma brusquedad de siempre, haciendo
que Charley frenara de forma tan radical que el morro del Buick bajó y las
cuatro ruedas chirriaron. La cálida y seca luz del sol desapareció y nos
encontramos en el corazón de las secuoyas, oliendo el arroyo, las hojas
húmedas, los lugares oscuros y fríos donde los helechos crecían en julio.
—Eh, ¿no vinimos de picnic aquí en una
ocasión? —dijo Jack, despertándose.
Ladeó el cuello ante la vista de las
mesas y los hoyos para las barbacoas.
—No —contesté—. Fue en Muir Woods. Tú
tenías nueve años.
Después de llegar a las colinas que dan a
Olema y la Bahía de Tómales, Jack comenzó a darse cuenta de que ya había salido
por completo de la zona de ciudad y que había entrado en el campo. Vio los
viejos y descascarados molinos de viento de madera, los albergues abandonados,
los pollos en los senderos, y esa típica señal del campo: los tanques de butano
montados detrás de cada casa. Allí, también, estaba el letrero, a la derecha
del camino, justo antes de llegar a Inverness Wye, que indicaba la perforación
de pozos.
Al pasar por Paper Mili Creek, observó a
los pescadores en el agua y vio, por primera vez en su vida, un airón, de un
blanco centelleante, pescar en los marjales.
—Por aquí se ven garzas azules —dije—. Y
en una ocasión vimos una bandada de cisnes silvestres. Dieciocho en total, en
una cala cerca de Drake's Estero.
Después de haber cruzado Drake's Landing
y empezado a subir por el estrecho camino recubierto de alquitrán, Saw Mili
Road, en dirección a nuestra casa, Jack comentó:
—Sí que reina la tranquilidad aquí.
—Sí —corroboró Charley—. De noche oyes el
mugido de las vacas.
—Suenan como dinosaurios atrapados en la
ciénaga —indiqué.
Encaramado sobre los cables telefónicos,
en el último recodo del camino, había un halcón. Le conté a Jack cómo ese
halcón en particular se pasaba el tiempo sobre el cable, un año tras otro,
cazando ranas y saltamontes. A veces se le veía muy lustroso, pero otras, las
plumas mostraban una apariencia fea, como si fuera a cambiarlas. Y no lejos de
nuestra casa, los Hallinan perdían las carpas doradas que tenían en su estanque
particular ante el martín pescador que se posicionaba en el ciprés cercano.
No hace muchos años, los alces y los osos
solían vagar por las colinas que daban a la Bahía Tómales, y el invierno pasado
Charley afirmó haber divisado una enorme y negra pata en la periferia de los
faros del coche; algo se había metido en el bosque, y si no era un oso, se
trataba de un hombre con una piel de oso. Pero no lo discutí con Jack. No tenía
sentido proporcionarle los mitos locales, porque pronto se inventaría mitos
propios; y no serían alces u osos los que se adentrarían en la huerta una vez
que oscureciera para comerse los ruibarbos... serían marcianos cuyos platillos
volantes habían aterrizado en los desfiladeros de Inverness. Y ahora se me
ocurrió pensar en la enfebrecida actividad sobre platillos volantes que había
en Inverness Park; ya existía un grupo rabioso que sin duda atraería a Jack a
sus filas y le suministraría el beneficio de sus dos sesiones por semana de
exploraciones en la hipnosis, la reencarnación, el budismo Zen, los poderes
extrasensoriales y, por supuesto, los ovnis.
Cinco
El chico y la chica, que llevaban unos
jerseys de lana de cuello vuelto, de color rojo, y vaqueros, apoyaron sus
bicicletas contra el edificio de la farmacia y se abrazaron. La chica levantó
un dedo y quitó una mota del ojo de él. Conversaron pausadamente. El perfil de
la chica, con sus bucles de cabello castaño, era el de una moneda antigua,
quizá una de los años veinte o de comienzos de siglo... un perfil arcaico, la
cara de la alegoría: suave, introspectiva, impersonal, delicada. El pelo del
joven había sido cortado según la forma de la cabeza, una taza negra. Los dos
eran delgados. Él era un poco más alto.
Cerca de ellos, Fay observó a través del
parabrisas del coche mientras el chico y la chica se alejaban juntos.
—Tengo que conocerlos —dijo—. Creo que
bajaré y los invitaré a casa a tomar un Martini. —Empezó a abrir la puerta—.
¿No son hermosos? —preguntó—. Como salidos de un libro de Nietzsche. —Su cara
había adquirido una expresión despiadada; no les dejaría marchar, y él vio que
no les quitaba los ojos de encima, que no los perdía de vista. Los tenía a su
alcance visual; los había localizado—. Quédate aquí —dijo, poniendo los pies en
la acera y empezando a cerrar la puerta a su espalda; el bolso, que colgaba de
su correa de cuero, chocó contra el coche.
Justo cuando iba a ir tras ellos, las
gafas de sol que le habían prescrito se le cayeron de la mano y fueron a parar
al suelo de grava del aparcamiento. Las recogió rápidamente, sin mirar si los
cristales seguían intactos. Tan preocupada estaba por contactar con el chico y
la chica que comenzó a andar al trote. Sin embargo, no perdió su gracia, el
equilibrio de sus hermosas piernas. Corrió tras ellos consciente de sí misma,
tratando de imaginar la impresión que su aparición les causaría, a ellos y a
las personas que pudieran estar mirando.
Asomándose por la ventanilla, él la
llamó:
—Espera. —Fay se detuvo con mirada
inquisitiva, impaciente—. Vuelve —dijo con un tono de voz impostado, dando a
entender que ella iba a la tienda y que él había recordado algo que debía
comprar. Ella sacudió la cabeza con un gesto negativo—. Vamos —insistió,
saliendo ahora del coche.
Sin dirigirse hacia él ni continuar la
marcha, le esperó mientras se acercaba.
—Maldito seas, cabrón —dijo cuando la
alcanzó—. Van a subirse a sus jodidas bicicletas e irse pedaleando.
—Déjalos —dijo—. No los conocemos. —Su
decidido interés por ellos, el alcance de la fascinación que se veía en su
rostro, le habían hecho sospechar—. ¿Qué te importan? —preguntó—. Son sólo unos
chicos... como mucho tendrán dieciocho años. Probablemente van a nadar un rato
a la bahía.
—Me pregunto si serán hermanos —comentó
Fay—. O si se han casado y están disfrutando de su luna de miel. No pueden
vivir por aquí. Deben de estar de visita. ¿Quién los conocerá? ¿Viste de dónde
vinieron? ¿Desde qué lado de la ciudad? —Los observó pedalear por la colina en
dirección a la autopista Uno—. Quizá estén recorriendo los Estados Unidos en
bicicleta —aventuró, llevándose una mano a la frente para poder ver mejor. En
cuanto los perdió de vista, regresó al coche con él. Mientras iban a casa,
dijo—: Se lo puedo preguntar a Pete, el cartero. Si alguien los conoce, debe
ser él. O a Florence Rhodes.
—Maldita seas —exclamó él—, ¿para qué
quieres conocerlos? ¿Pretendes follártelos? ¿A cuál? ¿A los dos?
—Son tan hermosos —anunció Fay—. Son como
algo que hubiera caído del cielo; si no los conozco, moriré. —Habló con voz
apagada, dura, sin sentimentalismo—. La próxima vez que los vea me acercaré a
ellos y les diré sin rodeos que no soporto no llegar a conocer a dos personas
tan fascinantes, y quién demonios son y por qué.
—Supongo que estás muy sola aquí —comentó
él por fin, sintiendo indignación y melancolía—, en el campo, donde no hay nada
que hacer y nadie a quien merezca la pena conocer.
—No pienso pasar por alto la oportunidad
de conocer a alguien —dijo Fay—. ¿Tú lo harías si fueras yo? Sabes que me gusta
que venga gente a cenar a casa... si no, no hay otra cosa que hacer más que
alimentar a las niñas, lavar los platos, limpiar las alfombras y sacar la
basura.
—Echas de menos la vida social —comentó
él.
Ante ese comentario, su mujer se rió.
—La echo de menos como loca. Por eso
pierdo la chaveta. Es la razón por la que me paso casi todo el tiempo en el
jardín. Por lo que siempre voy por ahí en vaqueros.
—Vosotras, matronas del Condado de Marin
—dijo, entre bromista y colérico—. Bebiendo café y cotilleando.
—¿Es así como me ves?
—Antigua reina de la universidad
—continuó—. Antigua chica de fraternidad femenina se casa con hombre acomodado,
se traslada al Condado de Marin y funda un grupo de danza moderna. —Giró la
cabeza a la derecha, hacia el edificio de tres plantas donde se reunía el grupo
de baile—. La cultura a los granjeros y lecheros.
—Bésame el culo —dijo Fay. Después de eso
los dos guardaron silencio y clavaron la vista al frente, ignorándose
mutuamente hasta que él entró por el sendero de su casa y aparcó—. Una de las
chicas dejó la puerta abierta —anunció Fay en voz baja mientras descendía del
coche.
La puerta de entrada estaba abierta, y se
podía ver el rabo del collie por ella. Sin esperarle, se dirigió a la casa,
dejándole solo.
Me molesta, pensó él. Su reacción hacia
aquellos dos jóvenes. Porque... ¿Porqué? Demuestra que le falta algo. No está
recibiendo algo que debería recibir.
Cierto, reconoció. Ninguno de los dos.
Los dos lo deseamos con vehemencia... Fue él quien advirtió primero la
presencia del chico y de la chica, quien dirigió la atención de su mujer a
ellos. Los jerseys de lana suave. Los colores cálidos. La piel pura, ese
frescor. ¿De qué habían hablado en voz tan baja? La chica acariciando la cara
de él, calmándolo y cuidándolo... sumergidos en su mundo compartido, mientras
se hallaban de pie ante la farmacia de la Bahía de Tómales, en una tarde de
sábado, bañados por los rayos del sol. Y ninguno de los dos sudaba...
Apenas tocados por nosotros, pensó. Ni
siquiera conscientes de nuestra presencia. Somos sombras a la deriva, que no
van a ninguna parte.
Al día siguiente, mientras compraba
sellos en la oficina de correos, volvió a verlos. En esta ocasión había venido
solo, dejando a Fay en casa. Los vio en la esquina, con sus bicicletas,
tratando de decidirse por algo. Estaban parados ante el bordillo.
Le invadió el impulso de salir de la
oficina de correos y acercarse a ellos. ¿Estáis perdidos?, les preguntaría.
¿Tratáis de encontrar una casa en particular? No hay numeración, es una ciudad
muy pequeña.
Pero no lo hizo. Se quedó en la oficina
de correos. Y al rato apartaron las bicis del bordillo y pedalearon hasta
perderse de vista.
Se sintió vacío.
Una pena, pensó. Oportunidad perdida. Si
Fay hubiera estado aquí, no habría dudado en salir. Ésa es la diferencia entre
nosotros: yo lo pensaría, ella lo haría. Lo estaría haciendo mientras yo seguía
pensando cómo hacerlo. Simplemente, empezaría a hacerlo... no lo pensaría.
Es lo que admiro de ella, pensó. Donde es
superior a mí. Aquella vez... cuando la conocí. Me habría quedado allí para
siempre, mirándola, deseando conocerla. Pero ella empezó a hablarme, me
preguntó por el coche. Sin titubeos.
Se le ocurrió que si Fay no hubiera
iniciado la conversación aquel día en la tienda, allá por 1951, jamás se
habrían conocido. Ahora no estarían casados; no existiría ninguna Bonnie y
Elsie; ninguna casa; ni siquiera él viviría en el Condado de Marin. Ella domina
la vida, pensó. Controla la vida, mientras que yo me quedo sentado y dejo que
pase.
Dios, pensó. Y, ciertamente, tiene un
control firme sobre mí; ¿no planeó todo este asunto? ¿No me consiguió, no
consiguió la casa?
Todo el dinero que gano, pensó, va
destinado a mantener esa maldita casa y lo que hay dentro. Lo chupa, lo
absorbe. Me devora a mí y todo lo que gano. ¿Y quién se beneficia de ello? Yo
no.
Como la vez que se deshizo de mi gato. Lo
había encontrado escondiéndose en una barraca de suministros de la planta, y
durante casi un año lo había alimentado en su despacho, comprándole comida para
gatos y llevándole los restos del almuerzo. Había sido un gato grande y peludo,
gris y blanco, un macho, y en aquel año se había entregado a él, le seguía a
todas partes, lo cual le divertía, a él y a sus empleados. Jamás le prestaba
atención a otro. Un día, Fay fue a la oficina en busca de algo y vio al gato, y
en seguida se dio cuenta de la devoción que le tenía.
—¿Por qué no lo traes a casa? —preguntó,
escrutándolo mientras se acomodaba sobre el escritorio.
—Me hace compañía aquí —contestó—. Cuando
me quedo a trabajar hasta tarde.
—¿Tiene algún nombre?
Intentó acariciarlo, pero el gato se
apartó de ella.
—Yo lo llamo Porky.
—¿Por qué?
—Porque se come todo lo que le dan —dijo,
sintiéndose avergonzado, como si lo hubieran cogido en una inmodestia o algo
femenino.
—A las chicas les encantará —dijo Fay—.
Ya sabes cuanto tiempo llevan deseando tener un gato. Bing es demasiado grande
para ellas, y ese conejillo de indias que compraron en el museo no hacía otra
cosa que cagarse y esconderse todo el tiempo.
—Se escaparía —indicó él—. El perro lo
asustaría.
—No —contestó ella con firmeza—. Tráelo a
casa. Lo mantendremos dentro. Yo le daré de comer; allí será mucho más feliz.
Ya sabes que tú te quedas aquí una noche por semana, como mucho... Mira, estará
en un lugar caliente, algo que a los gatos les encanta, y dispondrá de todos
los huesos y restos de tres comidas... —Palmeando al gato, añadió—: Y yo
también quiero uno.
Al final lo convenció. Sin embargo,
mientras observaba cómo intentaba acariciarlo, tuvo la certeza de que realmente
no deseaba tener al gato por la casa; estaba celosa porque a él le gustaba y
trataba de mantenerlo apartado de ella al dejarlo en la planta. Lo mantenía
separado de su vida con ella, y para Fay aquello era intolerable; se afanaba
por convertirlo en una parte de su mundo, y hacer que dependiera de ella. Tuvo
una imagen fugaz de Fay separando al gato de él, mimándolo, alimentándolo en
exceso, haciendo que durmiera en su regazo... no porque lo amara, sino porque
para ella era importante pensar que le pertenecía.
Aquella noche llevó al gato a casa metido
en una caja. Las niñas quedaron encantadas y le pusieron leche y una lata de
sardinas nórdicas. El gato se quedó dentro toda la noche y durmió en el sofá,
satisfecho en apariencia. Encerraron al perro arriba, en el baño, y los
animales no entraron en contacto. Durante uno o dos días Fay lo alimentó y se
ocupó de él; entonces, una noche, al llegar a casa encontró la puerta de
entrada abierta.
Con aprensión, buscó a su mujer. La
encontró cosiendo en el patio.
—¿Por qué está abierta la puerta?
—preguntó—. Sabías que íbamos a mantener al gato dentro durante un par de días
más.
—Deseaba salir —contestó Fay, con
expresión perdida detrás de las enormes gafas de sol—. No dejaba de maullar, y
las chicas querían dejarlo salir, así que lo hicimos. Debe andar por alguna
parte, probablemente cerca de los cipreses, persiguiendo ardillas.
Durante varias horas lo buscó con una
linterna, llamándolo, tratando de verlo. No descubrió ninguna señal. El gato se
había escapado. Fay no parecía preocupada y sirvió la cena impasible. Las niñas
no lo mencionaron ni una sola vez. Tenían la cabeza en la fiesta de una amiga,
que se celebraría el domingo por la mañana. Engulló la cena con tristeza y
rabia, y se levantó en seguida para reanudar la búsqueda.
—No te preocupes —le dijo Fay mientras
tomaba el postre—. Es un gato adulto, no le pasará nada. Aparecerá por la
mañana. Si no aquí, en la planta.
—¿Crees que podrá recorrer cuarenta
kilómetros hasta Petaluma? —preguntó agitado.
—Los gatos viajan miles de kilómetros.
Nunca más supieron nada de él. Puso un
anuncio en la Bay Wood Press, pero nadie llamó para decir que lo había visto.
Durante una semana, todas las noches condujo despacio por los alrededores,
llamándolo y buscándolo.
Y todo el tiempo experimentó la profunda
e intuitiva sensación de que ella lo había hecho adrede. Trajo al gato a casa
con la intención de dejarlo escapar. Se había deshecho deliberadamente de él
por celos.
Una noche, cansado, le dijo a Fay:
—No pareces especialmente inquieta.
—¿Por qué? —contestó, levantando la vista
de sus cacharros.
Estaba concentrada sobre la gran mesa del
comedor haciendo cuencos de arcilla. Llevaba la camisa azul, los pantalones
cortos y las sandalias; estaba muy bonita. Apoyado sobre el borde de la mesa,
casi todo ceniza ya, se consumía su cigarrillo.
—Por la desaparición del gato —dijo.
—Las niñas se quedaron muy mal —comentó—.
Pero yo les dije que un gato está más preparado para cuidar de sí mismo que
cualquier otra clase de mascota que se escape. Además, por aquí hay ardillas y
conejos... —Echándose el cabello hacia atrás, concluyó—: Lo más probable es que
recuperara el instinto de la caza y ahora se haya vuelto salvaje y se lo esté
pasando de miedo en el bosque. Dicen que a muchos gatos que han traído aquí les
ha sucedido lo mismo.
—No mencionaste eso cuando me convenciste
para que lo trajera a casa —comentó con cuidado.
Ella ni se molestó en contestar. Sus dedos
fuertes y eficaces modelaban la arcilla; la observó y notó cuánta presión era
capaz de ejercer sobre el material. Le sobresalían los tendones.
—En cualquier caso —dijo Fay—, tú te
habías involucrado emocionalmente demasiado con él. No es bueno apegarse tanto
a un animal.
—¡Entonces te deshiciste de él a
propósito! —exclamó en voz alta.
—No. Sólo era un comentario. Quizá sea
mejor que se haya escapado. Esto demuestra que te habías involucrado demasiado;
de lo contrario, no insistirías tanto. Dios mío, era sólo un gato. Tienes una
mujer y dos hijas y te obsesionas por un gato.
El agudo desprecio de su voz le hizo
temblar. Era su tono más efectivo, el que contenía el peso de la autoridad; le
recordaba a sus maestros de escuela, a su madre, a todo ese grupo.
Incapaz de seguir discutiendo, dio media
vuelta y se marchó a comprar la última edición del periódico.
En la oficina de correos, al recordar a
su gato perdido, experimentó una terrible sensación de soledad, una especie de
sensación de desposeimiento. Compró unos sellos y regresó al coche aparcado,
reconociendo que su fracaso en contactar con el chico y la chica se había
unido, en su mente, con la pérdida del gato. La ruptura de relaciones entre
seres vivos... el abismo entre él y otros seres vivos. ¿Por qué?, se preguntó
mientras subía al vehículo.
A la mierda todo, pensó con amargura.
Condujo pensativo, sacando el coche a la
calle con dificultad. Luego, justo al pasar delante del Mayfair, vio apoyadas
contra el muelle de descarga dos bicicletas de carrera. Sus bicicletas...
habían ido al Mayfair. Sin pensárselo, acercó el coche al bordillo, bajó de un
salto y cruzó corriendo la calle, atravesó la puerta abierta y entró en el
fresco edificio de madera, metiéndose entre las verduras y expositores de
botellas de vino y estanterías de revistas.
El chico y la chica se hallaban en la
parte de atrás, ante el mueble de las verduras enlatadas. Se dirigió hacia
ellos; tenía que encararlos o soportar el peso de su conciencia durante meses.
Fay nunca le perdonaría... Empujado hacia ellos, llegó mientras llenaban una
cesta de alambre con latas, cajas y una barra de pan.
—Eh —dijo, con las orejas rojas de
vergüenza. Sorprendidos, aunque de un modo controlado, se volvieron en su
dirección—. Escuchad —empezó, tirando de la hebilla de su cinturón y mirando el
suelo; al instante, alzó los ojos—. Mi mujer y yo os vimos ayer... o anteayer,
quiero decir. Vivimos aquí, en Drake's Landing, a unos ocho kilómetros camino
abajo, cerca de Paper Mili Creek, detrás de Inverness Park. Mi mujer está sola
en casa siempre y se muere por tener compañía. Tenemos un caballo, si os gusta
montar —añadió—. ¿Qué os parece si vamos y charlamos un poco? ¿Podría
convenceros para que os quedarais a cenar?
En silencio, el chico y la chica
intercambiaron miradas. Mientras él estaba allí de pie, se comunicaron sin
palabras y llegaron a una conclusión.
—Acabamos de mudarnos aquí —dijo la chica
con voz suave y baja.
—¿Sois recién casados? —preguntó Charley.
Asintieron. Los dos parecían tímidos y
reservados, aunque contentos de que se les hubiera acercado.
—Es difícil llegar a conocer gente aquí
—les dijo, sintiéndose inmensamente satisfecho consigo mismo por haber
establecido el contacto; lo había hecho, había tenido éxito. Fay estaría llena
de respeto—. ¿Tenéis coche? Oh, claro, vais en bici. Nos fijamos en las
bicicletas. —Se oyó reír entre dientes—. Bueno, podemos meterlas en la parte de
atrás del coche.
Terminaron de hacer sus compras con
pesada deliberación. Charley se quedó en un rincón con cierta sensación de
ridículo, fumando un cigarrillo y mirando a su alrededor.
Al rato, los tres se dirigieron hacia las
bicicletas, y luego al coche.
El nombre del joven era Nat Anteil. El de
su mujer Gwen. Nat trabajaba por las mañanas para una inmobiliaria pequeña y
moderna en Mili Valley, y por las tardes volvía hasta Point Reyes y pasaba el
tiempo estudiando. Estaba en el segundo año de unos cursos a distancia que
realizaba la Universidad de Chicago. Cuando terminara, explicó, tendría una
licenciatura en historia.
—¿Y qué vas a hacer con eso? —preguntó
Charley.
Con cierta timidez, Nat contestó:
—Quizá dedicarme a la enseñanza.
—Es más para su propia formación que para
ganar dinero —dijo Gwen—. Los dos queremos ser conscientes de lo que sucede en el
mundo.
—Yo estoy en el negocio del hierro
—indicó Charley—. Pero no dejéis que eso os engañe. Mi mujer es la que trajo la
cultura a esta zona; es la que mueve todos los acontecimientos culturales aquí.
—Ya veo —comentó Gwen, moviendo la
cabeza.
—Como el grupo de danza moderna —continuó
Charley—. Y yo soy socio del Yatch Club de Inverness. Tenemos un equipo de alta
fidelidad... montado en un nicho en la pared. Hicimos que nos construyeran la
casa; contratamos a nuestro propio arquitecto. Dios, me mandó una factura de
casi cuarenta mil dólares. Esperad a verla; sólo tiene cuatro años. Y tenemos
diez acres.
Mientras conducía, les contó todo sobre
las ovejas y el collie, soltando las palabras a más y más velocidad, incapaz de
detenerse.
Los Anteil le escucharon arrobados.
—Podemos jugar al badmington en la parte
de atrás —dijo Charley cuando los cipreses aparecieron a la vista—. Esperad a
ver a mi esposa. Es la mujer más atractiva de la zona. Comparadas con ella, las
demás son una manada de perras. Demonios, incluso después de tener dos niñas
mantiene la talla doce. —Eso le sonó correcto. ¿O era la talla dieciséis?—. De
verdad que no pierde la figura —añadió al salir del camino y meterse en el
sendero particular.
—Qué árboles tan hermosos —comentó Gwen,
mirando los cipreses—. ¿Son vuestros? —Y después a su marido, en tono
excitado—: Nat, mira ese collie. Es azul.
—Ese perro vale quinientos pavos —anunció
Charley, deleitado con la reacción de los muchachos. Los vio afanarse por
contemplar la casa, percibiendo la silueta del caballo mientras pastaba en el
campo—. Vamos —dijo, abriendo la puerta para ellos—, seguro que a mi mujer le
encantará veros.
Mientras caminaban hacia la casa, les
explicó, con frases inconexas, cómo había reaccionado Fay al verlos y lo mucho
que los dos habían querido conocerlos.
Seis
Cuando vi a Charley subiendo por el
sendero con aquellas dos hermosas apariciones, no pude creer lo que mis ojos me
mostraban. Era el mejor regalo que podía hacerme, y lo adoré por ello sin
reservas. Dejé a un lado mi libro, corrí al dormitorio y me miré en el espejo.
¿Por qué, justo en esta ocasión, esa pequeña zorra de Fairfax había elegido
cortarme el pelo de un lado más que del otro? Saqué la blusa azul a rayas del
armario y comencé a abotonármela por encima de la camiseta y a meterla bajo los
pantalones cortos.
—¡Cariño! —llamó Charley desde el salón—.
¡Eh, mira a quiénes he traído conmigo!
Me pinté los labios ante el espejo, me
los sequé, me eché el pelo hacia atrás y me quité las gafas oscuras que había
estado usando fuera de la casa; luego me dirigí rápidamente al salón.
Allí estaban, mirando con timidez las
estanterías con libros y discos, como una pareja de niños ante un altar
histórico... tal como yo me había sentido cuando visitamos la misión en Sonoma
y me encontré de pie en la vieja capilla, contemplando la paja que sobresalía
del adobe en los lugares en que éste se había roto. Me alegró que a la señora
Mendini le hubiera parecido adecuado limpiar bien el suelo; al menos la casa
tenía buen aspecto, aunque yo no estuviera muy arreglada.
Les sonreí y ellos me devolvieron la
sonrisa. Esto es histórico, pensé. Como el encuentro de Lewis y Clarke. O el de
Gilbert y Sullivan.
—Hola —dije.
—Qué casa tan hermosa —comentó la joven.
—Gracias —repuse. Me dirigí hacia el bar
y pregunté—: ¿Qué os gustaría beber? —Abrí el mueble de los licores y saqué la
botella de Gin y el Vermuth. No sé por qué me sentía nerviosa, y derramé un
poco de Gin mientras llenaba la coctelera—. Soy Fay Hume —dije—. ¿Cómo os llamáis?
¿Estáis casados o sois hermanos? Estoy impaciente por averiguarlo.
—Ésta es mi esposa Gwen —anunció el
joven—. Yo soy Nathan Anteil.
Entraron unos pasos en la cocina y se
quedaron allí de pie, nerviosos, observándome preparar los Martinis, como si no
desearan beber pero no supieran cómo pararme. Así que seguí mezclando las
copas. Casados, pensé.
—Te pareces a mi hermano —le dije al
chico. Y pensé sorprendida: no se parece en nada a Jack, ni un poco. Jack tiene
un aspecto horrible, y este chico es arrebatador; ¿qué me pasa?— ¿No crees que
podría ser mi hermano? —le comenté a Charley.
—Bueno —contestó—, los dos sois delgados.
—También él parecía incómodo, pero, evidentemente, satisfecho de haber
conseguido que le acompañaran—. Yo tomaré una cerveza danesa —dijo, y después a
los Anteil—: ¿Qué os parece una cerveza negra importada? —Pasó a mi lado y
abrió la nevera—. Probadla —comentó, cogiendo el abridor.
Al rato todos estábamos sentados en el
salón. Charley y yo en los sillones, los Anteil en el sofá. Gwen y yo tomábamos
Martini; ellos cerveza.
—Nat trabaja en una inmobiliaria —indicó
Charley.
Ante eso, el chico adoptó una expresión
malhumorada. Tanto él como su mujer parecieron acalorarse.
—Eso se presta a equívocos —dijo Gwen—.
Nat está estudiando historia —me explicó—. Simplemente, trabaja allí para pagar
las facturas.
—No hay nada de malo en una inmobiliaria
—comentó Charley, incómodo, dándose cuenta, en apariencia, de que los había
ofendido.
—Historia —repetí, deslumbrada por
nuestra buena suerte—. Aquí vive un profesor de historia retirado de la
Universidad de California... cultiva melocotones. Os lo tenemos que presentar.
Él y yo jugamos al ajedrez una vez al mes. Y hay un arqueólogo al otro lado de
la bahía, en Point Reyes Station. ¿Vosotros dónde vivís?
—En Point Reyes —contestó él—. Hemos
alquilado una casa pequeña, situada sobre la colina que da a la lechería.
—Y en Olema —intervino Charley— hay un
tipo que solía escribir artículos para Harper's. Y un viejo que todavía hace
ilustraciones para el Saturday Evening Post... vive en lo que antes era el
ayuntamiento de Olema. Lo compró por cuatro mil dólares.
Hablando con los Anteil, averigüé que
venían de Berkeley. Los padres de la chica tenían una cabaña de verano en
Inverness, y los dos —Nat y ella—, habían ido de vacaciones allí, y les llegó a
gustar... naturalmente, como les sucede a todos los que visitan la zona.
Conocían a algunas personas de por aquí, en su mayoría de Inverness, y también
las playas públicas, el parque y los pájaros que podían esperar ver. Pero no
habían estado en ninguna de las playas privadas; no conocían a ninguno de los
grandes rancheros y jamás habían oído hablar del Bear Valley Ranch.
—Santo Dios —dije—. Bueno, tendremos que
llevaros a verlo. El camino está cerrado por tres puertas con candados, pero yo
puedo conseguir las llaves; los conocemos y nos dejan pasar por la colina para
ir a su playa. Es tan grande que tiene unos seis mil ciervos salvajes.
—Es un lugar enorme —corroboró Charley.
Durante un rato hablamos de la región, y
luego le conté algo a Nat sobre un artículo que había escrito en la universidad
acerca del general romano Estilicón.
—Oh, sí —dijo, asintiendo—. Se trata de
un período interesante.
Discutimos sobre Roma, y Gwen dio vueltas
por el salón. Entonces, después de haberlos tenido tan cerca durante un rato,
descubrí que existía una diferencia entre ellos, una diferencia que no noté al
principio. Cuando los vi por primera vez, espiándolos de lejos, los uní
mentalmente, para encontrarlos igualmente atractivos y deseables. Pero ahora
comprendí que en Gwen había una cierta ausencia, casi insipidez. Carecía de la
agudeza de su marido. Y me pareció que gran parte de su parecido no era
accidental; la chica, deliberadamente, había modificado su estilo de vestir
para que hiciera juego con él, y también descubrí que las ideas —el material
intelectual— comunes a ambos se originaban en él. Gwen apenas participaba en
las discusiones. Se retiraba, igual que muchas esposas.
Me dio la impresión de que a Nat le
encantaba charlar con una mujer capaz de medirse con él en su terreno, en un
tema de su elección. Mientras hablábamos se tornó más riguroso; se le arrugó la
frente y su voz bajó, adquiriendo un tono decidido. Sopesando con cuidado las
palabras, me ofreció una larga teoría propia sobre la situación económica en
Roma durante el reinado de Teodorico. Me pareció fascinante, pero al final mi
atención empezó a vagar.
Durante una pausa, mientras Nat intentaba
recordar el nombre de un distrito administrativo romano, no pude contenerme:
—¿Sabes?, eres tan joven —le dije.
Al escucharme, abrió mucho los ojos y me
miró.
—¿Por qué dices eso? —preguntó despacio.
—Bueno, te tomas todo tan en serio...
—contesté.
—Es mi especialidad —contestó con
brusquedad.
—Sí, lo sé —comenté—. Pero eres tan
intenso. ¿Cuántos años tienes? Vamos, dímelo. Pareces mucho más joven que
nosotros.
—Veintiocho —respondió Nat con aparente
dificultad.
Eso me sorprendió.
—Santo Dios. Pensamos que sólo teníais
dieciocho o diecinueve años. Que erais de otra generación. —Su rostro, al oír
esas palabras, se ensombreció más—. Resulta difícil creer que de verdad tienes
veintiocho años. Yo tengo treinta y uno. Sólo soy tres años mayor que tú; pero,
Dios mío, es otra generación.
Hablamos un poco más de la región, y
después los Anteil se pusieron de pie y anunciaron que debían marcharse. Yo me
sentía cansada ya. Lamentaba que tuvieran que irse, pero, al mismo tiempo, en
el análisis final, el encuentro me había decepcionado. No había surgido nada de
importancia de él, aunque sólo Dios sabe lo que yo había esperado. Establecimos
más o menos una fecha para cenar juntos a finales de la semana, y le dije a
Charley que los llevara a su casa.
Cuando se marcharon, fui al baño y me
tomé un par de Anacin. Me dolía la cabeza y decidí que probablemente se debía a
la fatiga visual. No obstante, volví al salón y saqué de la biblioteca un libro
de Robert Graves que trataba sobre el período romano; salí al patio, me acomodé
en la chaise-longue y me dediqué a releer el libro... habían pasado años desde
la última vez que leyera algo sobre el período romano, y supe que si iba a
discutirlo con Nat, debía estudiarlo a fondo.
Qué extraño era... Habíamos estado tan
ansiosos por conocer a los Anteil; nos habíamos visto atraídos hacia ellos con
tanta intensidad, y ahora que ya había sucedido... no era aburrimiento, seguro,
pero... de algún modo, tampoco lo que habíamos esperado. Sin embargo, me sentía
terriblemente tensa. Todos mis músculos estaban contraídos y tensos. Dejé el
libro a un lado, fui a la cocina y me serví otro Martini. Aquí estaba, agitada
e irritable. El sol hacía daño a mis ojos, y eso siempre indicaba que empezaba
a ponerme de mal humor. O quizá estaba embarazada de nuevo. Ciertamente, me
dolían las piernas; todos esos músculos grandes de los muslos me dolían, como
si durante la última hora hubiera llevado un gran peso.
Me eché sobre el cemento en el patio y
comencé a hacer ejercicios. Aún podía subir las piernas tan bien como siempre,
aunque sentía el estómago algo hinchado. Así que cogí las tijeras y me puse a
arreglar el jardín; un buen ejercicio ese de agacharte y podar. El mejor del
mundo.
Uno o dos días después, por la tarde,
recibí una llamada telefónica de Mary Woulden sobre la subasta que iban a hacer
los Bluebird para recolectar fondos. Mientras hablábamos, mencionó que los
Anteil le habían comentado que nos habían conocido.
—Oh, Dios mío —dije—, ¿los conoces? ¿Por
qué no lo mencionaste? Revolvimos cielo y tierra para tratar de conocerlos...
Apenas los vimos, juramos que íbamos a conocerlos e invitarlos a casa, y, al
final tuvimos que abordarlos en frío, presentarnos y pedirles que vinieran
aquí.
—Son unas personas muy agradables —dijo
Mary—. Llevan viniendo a Inverness años, pero ahora han alquilado una casa para
todo el año. Sólo eran veraneantes; ésa es la razón por la que nunca los viste.
Ya sabes cómo son los veraneantes, se pasan todo el tiempo en la playa McClure.
—Entonces me la dio en medio de los ojos, sin advertencia previa—. En
apariencia, a él no le impresionaste mucho —soltó Mary.
—¿Por qué? —pregunté, en guardia y con
aprensión. En el acto, empecé a tener imágenes ardientes y frías—. Parecían
estar pasándolo bien... nos esforzamos para que se sintieran cómodos. Y, santo
Dios, prácticamente los recogimos de la calle.
—A ella le caes bien —dijo Mary—. Y creo
que también a él. Lo que dijo, si lo recuerdo bien... algo así como que le
pareciste una persona dominante. En realidad —añadió—, comentó que le dabas
igual.
—Bueno, discutimos de historia —dije,
sintiendo que la nuca me hervía—. Posiblemente, le moleste la idea de que una
mujer le discuta sobre su tema favorito.
Hablamos de cosas diversas y colgué. Tan
pronto como se cortó la comunicación, llamé a la operadora y conseguí el número
de los Anteil. Los llamé, sentada en la cama, viendo cómo me temblaban las
manos. De hecho, todo mi cuerpo temblaba de indignación, y con una variedad de
emociones que no tenía tiempo de descifrar.
Respondió el chico en persona.
—Hola.
—Escucha —dije, tratando de mantener la
voz tranquila. Me pareció que lo conseguí—. Quizá no comprenda la mentalidad
masculina, pero en mi agenda, cualquiera que habla de una tercera persona a sus
espaldas carece de integridad para decirle lo que piensa a la cara... —Tuve
problemas para terminar lo que quería decir—. ¿No os tratamos con hospitalidad?
—pregunté, y en ese momento se me quebró la voz.
—¿Quién es? —preguntó Anteil.
—Fay Hume.
Después de una pausa, comentó:
—Es evidente que te han llegado algunos
comentarios descuidados.
—Sí —dije, respirando con dificultad,
tratando de que los jadeos no se escucharan por el auricular.
—Fay —dijo en voz baja, lúgubre—, lamento
que estés tan irritada. Permite que te asegure que es innecesario.
—Es irritante —indiqué— tener a alguien
fingiendo disfrutar de tu hospitalidad y que luego hable de ti. ¿Te molesta que
intente discutir contigo en tu propio terreno? Hice un curso de historia en la
universidad; me gusta hablar de Roma. Puede que no sea muy competente para
hacerlo, pero...
—Esto resulta difícil de discutir por
teléfono —interrumpió Anteil.
—Bueno, ¿pues qué propones? Francamente,
no tengo un interés particular en discutirlo contigo, sólo quería que supieras
cómo me sentía. —Y colgué.
Casi en el acto sentí con precisión que
era una loca histérica. No deberían confiarte el teléfono, me dije a mí misma.
Me levanté de la cama y di vueltas por el dormitorio, dándome cuenta que ahora
lo sabrían en toda la ciudad. Fay Hume llama a algunas personas de Point Reyes
y desvaría como una borracha. Eso es lo que comentarán: que estaba borracha.
Vendrá el sheriff Chisholm y me arrestará. Tal vez debería llamarle yo y
eliminar al intermediario.
No sabía qué hacer, pero tuve la aguda
sensación de que lo había dejado en un mal punto, que alguien tenía que hacer
algo. Y aquí estaba yo, la anfitriona, la mujer de esta casa bastante notable,
poniendo un gran énfasis en dar a unas personas una cena y una conversación que
recordarían... unos pocos incidentes más como estos y ya podía olvidarme de
considerarme anfitriona de alguien. Qué faux pas. Sólo eres una niña, una niña,
me dije. Peor que Elsie o Bonnie. Hasta el perro tiene más autocontrol, más
diplomacia.
Aquella noche, Gwen Anteil apareció en la
puerta. Charley y yo estábamos preparando la cena. Las niñas habían ido a ver
la televisión.
—Lamento molestaros —se disculpó a su
manera dulce pero algo hueca—. ¿Puedo pasar un momento?
Había apoyado la bici contra el porche, y
llevaba unos pantalones capri y una camiseta. Tenía el cabello echado hacia
atrás y la cara acalorada, probablemente por haber estado pedaleando.
—Pasa —dijo Charley.
Yo no le había contado lo de la llamada
de Mary o la mía a Anteil, así que durante un instante titubeé. De inmediato
supe que la visita de Gwen tenía que ver con el asunto entre su esposo y yo, y
también que iba a ser algo incómodo. Debía deshacerme de Charley, así que dije:
—Cariño, hay algo de lo que tenemos que
discutir y que no te concierne. —Apoyando la mano sobre su hombro, le empujé en
dirección a su estudio—. Déjanos a solas un rato, ¿de acuerdo?
Y antes de que se diera cuenta de lo que
pasaba, le había llevado a su estudio y cerraba la puerta tras él.
Malhumorado, comentó:
—Malditas mujeres y vuestros temas de
mujeres. —Pero ya había encendido la lámpara de su escritorio—. ¿Vino sola?
—preguntó—. Si aparece Nat, envíalo aquí.
Se quejó un poco más, pero yo cerré
definitivamente la puerta y, volviéndome hacia Gwen, me olvidé de él.
—Le debo una disculpa a tu marido —le
dije.
—Por eso he venido. Nat se encuentra
terriblemente perturbado porque algo que dijo pudiera causarte molestias. Los
dos fuisteis tan amables con nosotros la otra noche. —No hizo ningún movimiento
para sentarse, sino que se quedó en la puerta, como una colegiala recitando de
memoria—. No le mencioné que pensaba venir a tratar de arreglarlo —añadió—. Es
una de esas cosas que una tercera persona puede estropear si todo se saca de
quicio. A Nat le caéis bien, tú y tu esposo, y le preocupa que esto se
solucione cuanto antes. Le dije que iba a visitar a los McRae. Creo que los
conoces.
—Sí —dije distraída. Intentaba calcular
si la había mandado Nat, o si había sido idea de ella. Quizá a él no le
preocupara mucho disculparse, quizá a ella le pareciera que en una zona rural
como ésta, que contaba con tan pocas familias, nadie podía permitirse un vacío
social de este tipo, en especial una nueva pareja que acababa de mudarse e
intentaba establecerse y ser aceptada por la gente que ya vivía aquí. Después
de todo, toda su vida social dependía de cerrar una grieta de esta clase; yo
podía permitirme el lujo de ignorarlos, pero, ¿podían ellos permitirse el lujo
de ignorar a los Hume? Sin duda, tales pensamientos habían pasado por la mente
de la muchacha; los vi escritos en su cara más bien fatua—. Me encantaría
mantener buenas relaciones con tu marido —dije—. Creo que es terco y está
demasiado centrado en sí mismo y en lo que piensa, pero los dos sois personas
maravillosas. Sólo fue un malentendido —le sonreí.
Pero en vez de devolverme la sonrisa,
Gwen dijo:
—Creo que deberías tener cuidado de no
tratar tan despóticamente a la gente, sólo por poseer una casa grande.
Y sin pronunciar otra palabra, dio media
vuelta, se subió a la bici, encendió el faro y se puso a pedalear. Santo Dios.
Me quedé en el umbral, mirándola,
preguntándome quién estaba loca, si ella o yo. Entonces cogí el bolso, corrí
hasta el Buick, entré de un salto, encendí el motor y fui tras ella. Y ahí
estaba, pedaleando con todas sus fuerzas por el camino. Me situé a su lado,
aminoré la velocidad, me asomé por la ventanilla y dije:
—En nombre de Dios, ¿qué he hecho ahora?
—Sin pronunciar una palabra, sencillamente pedaleando, ella continuó la
marcha—. Mira —proseguí—, ésta es una ciudad pequeña y todos debemos
mantenernos en buenos términos. Descubrirás que no es como en la ciudad; no
puedes ser tan selectiva. Y ahora, ¿qué dije? No lo entiendo.
—Vuelve a tu casa grande —contestó Gwen
al cabo de un rato.
—Sabes que sois bienvenidos en mi casa.
—Claro —comentó.
—Lo sois —repetí—. Te juro que lo sois.
¿Qué he de hacer para demostrártelo? ¿Tengo que arrodillarme y rogarte que
vuelvas? De acuerdo, si tengo que hacerlo, lo haré. Te ruego que vuelvas y
hables como una adulta y dejes de actuar como una niña. ¿Qué os pasa a vosotros
dos, sois adultos, una pareja casada, o sois un par de chiquillos? —Entonces,
levanté el tono de voz—. Todo esto es demasiado para mí. ¿Por qué no podemos
ser amigas? Si estoy loca por ti y tu marido. ¿Cómo empezó todo este
desacuerdo?
Después de una larga pausa, Gwen comentó:
—Bueno, quizá los dos somos demasiado
sensibles por parecer tan jóvenes.
—¡Dios! —exclamé—. Ojalá yo pareciera tan
joven como tú; eres algo caído del cielo. Jamás habíamos visto a una pareja tan
hermosa antes. Desearía abrazaros a los dos... me gustaría poder adoptaros o
algo así. Por favor, vuelve. Mira —insistí, acercándome a su bicicleta todo lo
posible—. Vayamos a recoger a tu marido, y os llevaré al Western y cenaremos
mariscos. ¿Habéis cenado? O iremos a cenar al Drake's Arms. Por favor. Deja que
os invite a cenar. Hazlo como un favor hacia mí. —Empleé mi tono más
persuasivo.
Por último, cedió.
—No tienes por qué invitarnos a cenar.
—¿Habéis ido alguna vez al Drake's Arms?
Jugaremos a los dardos... ya sé, os desafiaré a los dos, un dólar por partida.
Le gano a todos menos a Oko.
Al final se rindió. Metí su bici en la
parte de atrás del coche y a ella en el asiento delantero —echaba humo por el
sudor debido al esfuerzo realizado— y aceleré. Ahora me sentía feliz, realmente
feliz por primera vez en meses. Sentí que había conseguido algo de verdad al
romper las barreras y llegar a estas personas agradables y hermosas, que eran
tan tímidas y sensibles, y a las que se hería con tanta facilidad. Mentalmente,
me juré que iría con más cuidado y que no los insultaría con mi forma de ser
tan brusca. Ahora que había cedido —de hecho, me había humillado— para
recuperar su amistad, no quería echarlo a perder.
Y ya sabes cómo eres, Fay, me dije a mí
misma. Ya sabes cómo tu lengua estúpida te mete en problemas; siempre sueltas
lo que te viene a la mente, sin pensar en las consecuencias.
—Cuando llegues a conocerme mejor —le
dije—, aprenderás a no prestarme atención. Soy una persona tosca, vulgar.
Recuerdo que un día en la biblioteca pública dije la palabra «joder» delante de
una bibliotecaria. Quise morirme. Quise que me tragara la tierra. Nunca volví;
nunca fui capaz de mirarla otra vez a la cara. —Gwen se rió un poco, pensé que
con cierta incomodidad—. Saco ese lenguaje de Charley —le expliqué, y,
entonces, le describí la fábrica, cuántos hombres empleaba, lo que ganaba en un
año.
Pareció interesada, al menos hasta cierto
punto.
Siete
El viaje hasta su casa en el condado de
Marin me mareó debido a las curvas cerradas por todo el Parque Samuel P.
Taylor. A cada giro del volante pensaba que Charley iba a salirse del camino.
Tanto él como Fay lo conocían tan bien que sabían exactamente hasta dónde
podían pisar el acelerador en cada curva. Un kilómetro más por hora y el coche
habría caído al arroyo. En una ocasión, llegó hasta los cien kilómetros por
hora. La mayoría de los conductores habrían tenido que ir a cuarenta, en
especial los de los fines de semana, que son los más numerosos. Y Charley no
sólo utilizaba su carril, sino que cruzaba toda la superficie y se situaba en el
borde opuesto. Parecía saber si venía un coche o no, a pesar de que yo sólo era
capaz de ver árboles. Fay no mostraba ninguna señal de nerviosismo yendo a su
lado en el asiento delantero; de hecho, daba la impresión de estar medio
dormida.
Pero a mi alrededor mis posesiones
resbalaban y se sacudían. Qué sensación tan extraña era tenerlas conmigo en
movimiento, no en mi cuarto. Prácticamente lo había dejado; ahora iba a vivir
con mi hermana y su marido en su casa... yo no tenía ningún lugar mío de verdad.
Era como regresar a la infancia, y me sentí deprimido e inquieto. Sin embargo,
el paisaje me animó. Y sabía, de acuerdo con la descripción que me dieron, qué
clase de casa era; sabía que era muy lujosa, con los aparatos más modernos.
Para mantener en alto la moral, pensé en
los animales. En una ocasión, en la escuela secundaria, había trabajado para un
veterinario, barriendo la consulta, limpiando las jaulas, ayudando a la gente a
sacar sus mascotas de los coches, alimentando a los animales ingresados y deshaciéndome
de los que morían. Había disfrutado cerca de ellos. Y hace tiempo, cuando tenía
once años, me había pasado un montón de tiempo atrapando insectos y
analizándolos. Había diseccionado esas babosas gigantes y amarillas. Solía
atrapar moscas y colgarlas de lazos hechos con hilo... sin embargo, por lo
general, el peso del cuerpo resultaba demasiado ligero para conseguir que el
lazo se cerrara, así que casi siempre me veía obligado a tirar hacia abajo de
la mosca. Entonces se le saltaban los ojos y la cabeza se desprendía de su
cuerpo.
Cuando llegamos a la casa, Charley me
ayudó a llevar mis cajas de pertenencias dentro, a un cuarto situado en la
parte de atrás que habían decidido destinar para mi uso personal. Era evidente
que lo habían empleado como almacén; tuvimos que sacar en varios viajes
herramientas de jardín, juegos y muñecas que las niñas ya habían descartado,
incluso una cama que había pertenecido al collie.
Me encerré en el cuarto y comencé a
guardar mi ropa en el armario y a colocar mis cosas, tratando de darle a esta
nueva habitación un aire de familiaridad. Con cinta scotch pegué varios hechos
científicos importantes en las paredes. Acomodé algunas rocas de mi colección
en los rincones. Y por último, metí la cabeza en la bolsa que contenía mi
colección de tapas de botellas de leche y respiré el rico y agrio olor que
soltaban, un aroma que había estado conmigo desde cuarto grado. Eso levantó mi
ánimo y por primera vez miré por la ventana.
Aquella noche la cena me hizo ser
consciente del lujo en el que vivía ahora mi hermana. Fuera, en el patio,
Charley estaba asando unos chuletones en la barbacoa, mientras ella preparaba
unos canapés de picadillo de almejas y unas tostadas con crema de queso,
Martinis, ensalada de aguacate, patatas al horno, habas italianas sacadas de la
nevera y que ellos mismos habían cultivado... y, de postre, grosellas que
habían recogido el verano pasado en algún lugar cerca de Point Reyes. Ellos
tomaron café; las niñas y yo leche. Y las niñas y yo acompañamos las grosellas
con crema batida.
Después de la cena llevé a las niñas
sobre mi espalda un rato, mientras Fay y Charley se sentaban en el salón a
tomar un segundo Martini y a escuchar música clásica en el equipo de alta
fidelidad. Habían encendido un fuego en el hogar con leños de roble que
guardaban en la leñera que había junto a la casa. Creo que jamás disfruté de
tal confort, y me centré en jugar con las niñas, pasándomelo en grande mientras
las lanzaba al aire y las volvía a coger, escondiéndome y dejando que me
encontraran. Los gritos que daban parecieron irritar a Fay, que se levantó
bruscamente y fue a meter los platos en el lavavajillas automático.
Más tarde ayudé a que las niñas se
durmieran. Les leí una historia del libro de Oz. Hizo que me sintiera muy
extraño leerles una de las historias que tan bien conocía... libros que eran
una parte importante de mi vida, y estas niñas ni siquiera habían nacido hasta
entrados los cincuenta. Ni siquiera estaban vivas durante la Segunda Guerra
Mundial.
Me di cuenta de que era la primera vez
que tenía algo que ver con niños.
—Tienes unas hijas encantadoras —le dije
a Fay cuando salimos del dormitorio de las niñas.
—Todo el mundo lo dice —comentó—, así que
debe de ser verdad. Personalmente, encuentro que dan un sinfín de trabajo.
Disfrutas jugando con ellas, pero después de darte la lata un día tras otro
durante años... Espera hasta que tengas que levantarte todas las mañanas a las
siete para prepararles el desayuno.
Preparar el desayuno era una de las cosas
que mi hermana odiaba; le gustaba quedarse en la cama hasta tarde, hasta las
nueve o las diez, y cuando las niñas iban a la escuela no tenía más remedio que
levantarse temprano. Por supuesto, Charley tenía que irse a la fábrica, de modo
que no podía asumir la responsabilidad de vestirlas, cepillarles el pelo,
prepararles el almuerzo, cerciorarse de que llevaban los libros, y todo lo
demás.
Después de algo así como una semana,
descubrí que no me importaba levantarme temprano y poner la mesa, servirles el
Cream of Wheat, hacerles los sándwichs de mantequilla de cacahuete y mermelada,
llenar los termos con sopa de tomate, descorrer las cortinas, freír bacon,
cortar en dos los pomelos, abotonar los vestidos de las niñas, y después de
haberles servido el desayuno, levantar la mesa, lavar los platos, sacar la
basura y, por último, barrer el suelo alrededor de la mesa. Mientras tanto,
Charley se afeitaba, se vestía, se comía los huevos pasados por agua y las
tostadas, se tomaba el café, y se marchaba a Petaluma. A eso de las nueve Fay
se levantaba, tomaba una ducha, se vestía, sacaba una taza de café y un bol con
compota de manzana al patio, comía, leía el Chronicle —si a alguien se le había
ocurrido ir a comprárselo— y se fumaba un cigarrillo.
No sólo disfrutaba preparando el
desayuno, sino que también disfrutaba cuidando a las niñas por las noches, y
eso fue un regalo de Dios para Fay. Significaba que de nuevo podía empezar a
salir y a visitar gente; podía bajar al Área de la Bahía para ir al cine, al teatro
y a sus clases, incluso podía ir tres veces por semana a su analista en San
Francisco en lugar de una sola, y debido a que no tenían que preocuparse por
mantenerme despierto hasta tarde, como les había sucedido con las niñeras
adolescentes, podían quedarse en la ciudad hasta la hora que les apeteciera,
asistiendo a fiestas o tomando copas. Y los viernes por la mañana acompañaba a
mi hermana a Petaluma y llevaba las bolsas de la compra por ella, guardando
todo en su sitio cuando llegábamos a casa e incluso sacando las cajas vacías y
quemándolas en el incinerador.
A cambio recibía unas comidas
maravillosas, y podía montar en el caballo y jugar con las niñas. Se había
erigido un poste de metal afuera para el Tether Ball, y las niñas y yo
jugábamos casi todas las tardes. Me volví un experto.
—¿Sabes? —me dijo Charley una vez—,
equivocaste tu vocación. Deberías haber sido director de campamento o trabajado
para la YMCA. Nunca vi a nadie a quien le encantaran tanto los niños. El ruido
no te molesta. Es lo que más me fastidia a mí.
Por la noche, siempre parecía agotado.
—Creo que los padres deberían pasar más
tiempo con sus hijos —comenté.
—¿Y cómo pueden evitarlo? —intervino
Fay—. Santo Dios, siempre los tienes en medio. Los niños crecen mejor si los
adultos no interfieren demasiado con ellos. Tendrían que dejarlos solos.
Le encantaba que fuera su niñera y que
jugara con sus hijas, pero no aprobaba que me metiera en las continuas peleas
de las niñas. Siempre había dejado que las solventaran entre ellas; sin embargo,
pronto me di cuenta de que la mayor, al estar más avanzada intelectualmente y
ser mucho más fuerte físicamente, las ganaba todas. No era justo, y sentí que
era mi obligación intervenir.
—La única forma de que los niños aprendan
qué es la justicia es que se lo enseñan los adultos —le dije a Fay.
—¿Qué sabes tú de justicia? —preguntó—.
Aquí estás en mi casa viviendo de gorra. Además, ¿cómo viniste aquí? —Me miró
con ojos centelleantes, con esa exasperación medio en serio, medio en broma,
que tan bien conocía yo; tenía esa costumbre de mezclar una declaración seria
con la ironía, de modo que nunca resultaba posible descubrir cuan en serio
hablaba—. ¿Quién te trajo aquí? —preguntó.
Yo no experimentaba culpa alguna. Le
estaba devolviendo suficiente por lo que recibía; realizaba casi todo el
trabajo de la casa por Fay, y conseguía que se ahorraran mucho dinero haciendo
de niñera. Como media, sólo contratar a una niñera les había costado tres
dólares por noche, y en un período de un mes la cuenta a veces ascendía a
sesenta o setenta dólares. Todas esas cifras las registraba en mi libro de
notas; calculé cuánto les costaba y cuánto les ahorraba. El único coste real
que añadía a su presupuesto era el de la comida. Pero yo no comía por valor de
sesenta dólares al mes, de modo que sólo por cuidar de las niñas me ganaba el
alojamiento. No incrementaba mucho las facturas eléctricas o de agua, aunque,
desde luego, me bañaba y lavaba, y mi ropa tenía que meterse en la lavadora
automática. Y siempre iba por la casa apagando luces que no se usaban, bajando
los termostatos cuando la gente salía de los cuartos, así que según mis
cálculos —he de reconocer que algo semejante resulta difícil de calcular— en
realidad les ahorraba dinero en sus facturas. Y al montar su caballo le
prolongaba la vida, ya que de permanecer quieto empezaría a engordar, lo cual
provocaría una tensión antinatural en su corazón.
Sin embargo, más que cualquier otra cosa,
y algo que no se podía calcular en dólares y centavos, mejoré la atmósfera en
la que se movían las niñas. En mí tenían a alguien que se preocupaba por ellas,
que disfrutaba jugando con ellas y escuchándolas, que les daba afecto... yo no
lo consideraba una tarea o un deber. Las llevaba a dar largos paseos, les
compraba chicles en la tienda, veía en la tele «La Ley del Revólver» con ellas,
limpiaba sus cuartos...
Y hay otra cosa: al realizar el trabajo
pesado de la casa, como fregar los suelos, hice posible que Fay despidiera a la
señora Mendini, su asistenta. Considerad que su presencia siempre la había
irritado; tenía la impresión de que la señora Mendini espiaba todo lo que se
hablaba, y a mi hermana siempre le había gustado la intimidad. Era uno de los
motivos principales para desear una casa aislada en el campo.
Un sábado por la tarde, cuando Fay se
había ido a San Rafael de compras, y las niñas se encontraban en casa de Edith
Keever jugando con sus hijos, Charley se puso a hablar conmigo en el campo,
cerca del corral de los patos. Había estado tendiendo una nueva tubería hacia
el canal de agua de los patos.
—¿No te molesta hacer el trabajo de la
casa? —me preguntó.
—No —contesté.
—Yo no creo que un hombre tenga que hacer
esas cosas —dijo. Luego, continuó—: Tampoco creo que las niñas deban ver a un
hombre haciéndolas. Les da la idea de que un hombre puede ser mandado por una
mujer.
Ante eso no dije nada; no se me ocurrió
nada pertinente.
—Desde luego, yo no estoy dispuesto a
hacer sus malditos recados —añadió.
—Ya veo —comenté educadamente.
—Un hombre debe mantener su autoestima
—anunció Charley—. El trabajo de la casa le roba su masculinidad.
Me había dado cuenta, casi en el acto de
instalarme con ellos, de lo quisquilloso que era Charley con ella. Parecía
sentirse agraviado cada vez que ella le pedía algo, hasta que le ayudara en el
jardín. Una noche, cuando le pidió que le abriera una lata o un tarro —no lo vi
con claridad, aunque salí de mi cuarto para observar—, él estalló, tiró el
frasco al suelo y empezó a insultarla. Lo apunté en mis registros, porque pude
percibir una línea de conducta.
Casi una vez por semana, Charley solía
salir solo, por lo general al Western Bar, o a un bar de Olema que le
encantaba, y se atiborraba de cerveza. Parecía ser su sistema para descargar el
resentimiento hacia mi hermana; de lo contrario, se metía poco a poco en su
interior, y se volvía pendenciero y sombrío. Pero cuando había tomado unas
copas, era capaz de amenazarla físicamente. En realidad, nunca vi que le
pegara, pero notaba, por la respuesta de ella cuando llegaba a casa del bar,
que en tales ocasiones le tenía un miedo real. No creo que ella se diera cuenta
de por qué bebía, que estaba liberando un resentimiento acumulado; pensaba que
se trataba más de un defecto de carácter y, posiblemente, de un defecto común a
todos los hombres.
Cada vez que Charley iba a beber, ella le
trataba de forma fría. Le mortificaba con reprimendas tranquilas, racionales.
Pasado un tiempo conseguía convencerle de que había algo malo en él por
marcharse a beber y volver a casa para atacarla; en lugar de verlo como una especie
de desahogo, prefería considerarlo como un profundo y penetrante —incluso
peligroso— síntoma de deformación.
O, con toda probabilidad, sólo fingía
pensarlo. En cualquier caso, era su política considerarlo como un hombre
deformado, un hombre al que debía enfrentarse, y siguiendo esa línea de
argumentación, montaba un tremendo alboroto con cada una de sus juergas. Cuanto
más se le resistía saliendo y emborrachándose para volver a casa y atacarla,
ella aumentaba el cuadro que había hecho de él, y era un cuadro que, cuando no
estaba borracho, también Charley tenía que aceptar. La casa estaba impregnada
de esa atmósfera de una mujer sosegada y adulta y un hombre que cedía a sus
impulsos animales. Le informaba con todo detalle de lo que su analista, el doctor
Andrews, de San Francisco, decía sobre sus juergas y su hostilidad. Utilizaba
el dinero de Charley para pagarle al doctor Andrews por el catálogo de las
anormalidades de Charley. Y, por supuesto, Charley jamás oyó una palabra que
procediera directamente del doctor; no tenía modo alguno de impedir que ella
informara sólo de lo que servía a sus propósitos y se reservara lo que no.
Tampoco el doctor tenía modo alguno de descubrir la verdad de lo que Fay le
contaba; sin duda que sólo le proporcionaba los hechos que encajaban con su
cuadro, de forma que la visión que tenía el doctor de Charley se basaba en lo
que ella quería que supiera. Una vez que Fay había preparado lo que debía
relatar en ambas direcciones, poco quedaba que no estuviera bajo su control.
Como cualquier otro patán, Charley se
quejaba de que fuera al analista y, al mismo tiempo, aceptaba como si fuera
algo sagrado cada cosa que ella le decía. Cualquier hombre que cobrara veinte
dólares la hora debía de ser bueno.
A veces me preguntaba qué se proponía mi
hermana, si es que planeaba algo. Disponía de tiempo libre todas las tardes,
después de haber lavado los platos de la comida, y esporádicamente me sentaba a
ver cómo moldeaba potes de arcilla, tejía o leía. Había crecido para
convertirse en una mujer atractiva, aunque apenas tenía pechos, y vivía en esta
casa grande y moderna, con diez acres de terreno y todo lo demás... más allá de
toda duda era feliz. Pero le faltaba algo. Después de un mes o algo así llegué
a la conclusión de que, sencillamente, quería que Charley fuera distinto de
como era; tenía profundamente grabada la imagen de cómo debía ser un marido
—siempre había sido muy exigente—, y, aunque en algunos aspectos Charley
cumplía sus requisitos, en otros no. Por ejemplo, tenía el dinero suficiente
para construirle esta casa, y hacía casi todas las cosas que ella deseaba. Y
era razonablemente atractivo. Pero, por otro lado, era un patán, y en Fay
siempre había existido esa tendencia aristocrática, desaprobadora, que juzgaba
todo. Se mostró con fuerza en la escuela secundaria, cuando empezó a planear ir
a la universidad. Hizo cursos de literatura e historia, y creía que las chicas
que realizaban cursos de cocina —y los chicos que hacían cursos de taller— eran
la chusma del mundo.
Más allá de toda duda, a Charley no le
interesaba lo que Fay consideraba las cosas civilizadas de la vida, como la
música clásica que escuchaba en el equipo de alta fidelidad. Reconozco que era
un patán. Pero ya lo era cuando se casó con él; era un patán el día que lo vio
en la tienda de la carretera, cuando confundió la melodía de Mozart con un
himno. Si ella lo sabía, entonces se equivocaba en condenarle como si fuera un
rasgo secreto que él le hubiera ocultado para destaparlo una vez que se
hubieron casado. Dios mío, Charley siempre había sido honesto con ella... y le
había dado todo lo que estaba a su alcance. Y ahora, en vez de conducir su
mercedes, llevaba un Buick porque ella prefería los colores de los Buicks y el
cambio automático. En su propio campo, como con los coches, sabía más que mi
hermana; ahí era ella la bárbara, la palurda. Pero eso no le ayudaba en nada,
ya que Fay no consideraba que esos temas fueran importantes. El hecho de que
fuera capaz de tender una buena tubería hacia el canal de desagüe de los patos
no la impresionaba; sólo los patanes eran buenos en eso, y así se demostraba su
punto de vista.
Y, no obstante, ella aceptaba, incluso
usaba, su lenguaje.
Supongo que era ambivalente respecto a
él, que de alguna manera lo consideraba tosco y masculino, algo vital para
ella... le calificaba sexualmente como un hombre. Lo que ansiaba era, me parece
a mí, paradójico; quería que fuera un hombre, pero, al mismo tiempo, que
estuviera a la altura de sus propias normas, y éstas, al haberlas establecido
para ella, no eran las normas de un hombre. En ese punto —su sexo—, ella
también tenía cierta confusión. Creo que odiaba hacer los trabajos de la casa
porque la hacían sentirse como una mujer, lo cual era intolerable para ella. No
es de extrañar que Charley despreciara hacer tales tareas; si resultaba
degradante que ella las hiciera, seguro que era más degradante para él —no por
lo que sintiera al respecto, puede que en el pasado no le hubiera importado—,
sino por el significado que tenían para ella. Hacer el trabajo de la casa
demostraba que una persona era un esclavo, un sirviente, una doncella; ella era
incapaz de realizarlas, pero estaba dispuesta a dejar que su marido las llevara
a cabo. Por ejemplo, no soportaba bajar a la tienda a comprarse Tampax; era la prueba
sine quo non de su condición de mujer, de modo que le obligaba a ir a Charley.
Naturalmente, volvió a casa y la golpeó.
Sin embargo, a mí no me molestaba hacer
las tareas de la casa, porque para mí era un trabajo, no un símbolo. A cambio
me daban comida y una casa cálida... recibía algo en compensación, y me parecía
justo. Viviendo con ellos era mucho más feliz y estaba más satisfecho de lo que
había estado en cualquier momento de mi vida, antes o después. Me gustaba estar
con las niñas y los animales; me gustaba encender el fuego en el hogar... me
gustaban los chuletones en la barbacoa. ¿No resultaba más degradante para mí
trabajar para Poity marcando neumáticos?
La parte más extraña era la sensación de
Fay de que la casa le pertenecía a ella y que Charley, su marido, era alguien
que llegaba, se sentaba en un sillón y lo ensuciaba, y sudaba en los muebles.
No obstante, quizá ésta no fuera su actitud real, sino más una pose; quizá,
sencillamente, habría querido mantener viva la idea de que ésta era su casa, y
que en ella funcionaban sus leyes. En su interior, puede haber reconocido con
claridad que sin Charley y su dinero no habría existido ninguna casa... pero,
al igual que con la bebida, una teoría particular encajaba con sus necesidades
y, de ese modo, ella potenciaba dicha teoría. Le hacía saber que la casa era su
esfera... y eso, ¿qué le dejaba a él? Un despacho en la fábrica en el que
trabajar por las noches, más la misma fábrica... y, posiblemente, el entorno
exterior de la casa, los campos pelados y sin trabajar.
Y esto también tendía a aceptarlo
Charley, porque, por encima de todo, no era tan rápido con la lengua como
ella... y, en el análisis final, imaginaba que al ser ella más inteligente y
culta que él debía tener razón. La consideraba de la misma forma que un libro o
un periódico: podía quejarse de ellos, denunciarlos, pero, en última instancia,
lo que decían era verdad. Carecía de fe en sus propias ideas. Como todos los
demás, se reconocía a sí mismo como un patán de primer grado.
Por ejemplo, mirad a sus amigos: los
Anteil. Resultaba obvio que los dos, Gwen y Nat, eran universitarios que
compartían los intereses de Fay en temas culturales y eruditos. Aquí había un
hombre, otro hombre, no una mujer, que les visitaba y discutía —no de negocios
o de técnicas de arado— de sectas religiosas medievales. Fay y los Anteil
podían comunicarse, y, entonces, se convirtieron en tres contra uno, no uno
contra uno. Charley solía escuchar un rato, y después se iba a su estudio a
revisar papeles. Y esto era verdad no sólo con los Anteil, sino con los
Fineburg y los Meritan y todos los demás: artistas, diseñadores de ropa,
universitarios que se habían mudado a Inverness... todos pertenecían a ella, no
a él.
Ocho
Se tomaron una hora libre para ir a volar
cometas. La suya se alzó del suelo y permaneció en el aire, sin caerse, pero
sin subir más alto. Corrió por la hierba soltando cordel, pero su cometa se
mantuvo a la misma altura, sólo que ahora el cordel se quedó extendido,
paralelo al suelo.
A cierta distancia del establo del
caballo, Fay corría como un insecto de agua sobre un estanque: sus pies
aterrizaban y se levantaban, transportándola a una velocidad enorme. Su cometa
salió disparada hacia arriba. Cuando se detuvo ante la valla, se volvió y, en
un principio, ninguno de los dos vio nada: la cometa había subido tan alto que
durante un momento no pudieron vislumbrarla. Se hallaba directamente encima de
sus cabezas, un verdadero objeto celestial lanzado fuera de la gravedad del
mundo.
Las niñas gritaron para coger el cordel
de la cometa de Fay y la maldijeron porque no las dejaba hacerlo, pero, al
mismo tiempo, estaban maravilladas de su éxito. Admiración y furia... él se
quedó jadeando, sosteniendo su cometa de segunda clase con el cordel flojo.
Después de pasarle el hilo de su cometa a
las niñas, Fay se acercó a él, con las manos metidas en los bolsillos
delanteros de los vaqueros. Sonriendo contra el resplandor de la luz del
mediodía, llegó a su lado, se detuvo y dijo:
—Podríamos ponerte a ti en el extremo de
un cordel. Yo te haría volar.
Eso le llenó de ira, una ira terrible.
Pero, al mismo tiempo, se sentía tan extenuado por el esfuerzo realizado con la
cometa que no pudo expresarla; ni siquiera fue capaz de gritarle. Lo único que
pudo hacer fue darle la espalda y dirigirse despacio hacia la casa, sin decir
nada.
—¿Qué sucede? —preguntó Fay tras él—.
¿Estás enfadado de nuevo?
Siguió sin decir nada. Se sentía
deprimido, embargado por una completa desesperanza. De repente, deseó morir;
deseó estar muerto.
—¿No sabes aceptar una broma? —dijo Fay,
alcanzándole—. Eh, pareces enfermo. —Alzando la mano, le tocó la frente, igual
que lo hacía con las niñas—. Quizá sea gripe —dijo—. ¿Por qué te has enfadado?
—No lo sé —contestó.
—Recuerda —comentó caminando a su lado—
aquella vez que te metiste en el corral de los patos para alimentarlos... debió
de ser la primera vez que les dabas de comer, poco después de haberlos
comprado, y yo me encontraba de pie en el exterior, mirándote, cuando de
repente dije: «¿Sabes?, pienso en ti como en un pato; quédate ahí que te
alimentaré.» ¿Estarías pensando en eso? ¿Mi comentario sobre la cometa te lo
recordó? Sé que aquello te irritó. Realmente, fue algo horrible; no tengo ni
idea de por qué lo hice. Ya sabes que digo todo tipo de cosas... no tengo
control sobre mi lengua. —Cogiéndole del brazo, se pegó a él—. Ya sabes que lo
que digo no significa nada. ¿Bien? ¿Mal? ¿En medio?
—Déjame solo —dijo él, apartándose con un
movimiento brusco.
—No te metas en la casa —pidió ella—. Por
favor. Por lo menos juega al badmington conmigo durante un rato... recuerda que
los Anteil vendrán a cenar esta noche, así que si no jugamos ahora ya no
podremos hacerlo... y mañana tengo que ir a la ciudad. ¿Es que no puedes jugar
un minuto?
—Estoy muy cansado —dijo—. No me siento
bien.
—Te hará bien. Sólo un minuto.
Dejándole atrás, corrió por el campo,
atravesó el patio y se metió en la casa. Cuando él llegó a la puerta, allí
estaba ella, con las raquetas y la red del badmington.
Las dos niñas aparecieron, gritando.
—¿Podemos jugar? ¿Dónde están las otras
raquetas?
Al ver que Fay tenía las cuatro, se
esforzaron por quitarle dos.
Al final, jugaron. Pero la raqueta de él
se había roto por la mitad. Se quedó de pie sosteniendo las piezas y tratando
de recuperar el aliento; le dolía el pecho y parecía que los huesos estaban
clavados en sus pulmones.
—Hay otra raqueta en la casa —dijo Fay
desde el otro lado de la red—. Leslie O'Neill la trajo para jugar y la olvidó.
Está en el armario del estudio.
Fue a buscarla. La encontró al cabo de un
rato. De regreso al patio sintió que le daba vueltas la cabeza y que sus
piernas se tambaleaban como si fueran de plástico barato, la basura que usaban
para hacer los juguetes de regalo, pensó. Los juguetes que dan gratis en las
cajas de cereales o en las tiendas...
Entonces, cayó de bruces. Mientras caía,
estiró las manos hacia la hierba; las hundió en ella y las cerró. Después
arrancó la hierba y se atiborró: la comió, la bebió y la respiró; perdió el
aliento, tratando de respirarla... no pudo metérsela dentro, en sus pulmones.
Y, después de eso, no pudo hacer nada.
Lo siguiente que supo era que se hallaba
en una cama grande, con la cara y el cuerpo afeitados. Las manos, con los dedos
sobre la colcha, se asemejaban a los dedos rosados de un cerdo. Me he
convertido en un cerdo, pensó. Se llevaron mi pelo y rizaron lo que quedaba; he
estado chillando durante un buen rato.
Intentó chillar, pero lo único que le
salió fue un sonido áspero.
Entonces apareció una figura. Su cuñado
Jack Isidore le escudriñó desde arriba; llevaba una chaqueta de tela y unos
pantalones marrones, con una mochila a la espalda. Se había limpiado la cara.
—Has tenido una oclusión —dijo Jack.
—¿Qué es eso? —preguntó, pensando que
alguien le había golpeado.
—Tuviste un ataque al corazón —explicó
Jack, y pasó a exponer una serie de detalles técnicos. Transcurrido un rato, se
marchó. Una enfermera ocupó su lugar y luego, por fin, un médico.
—¿Cómo me encuentro? —preguntó Charley—.
Bastante robusto para un viejo. Queda un montón de vida en el viejo marco,
¿verdad?
—Sí, se encuentra en buena forma —dijo el
médico, y se fue.
Se quedó allí solo, tumbado, pensando,
esperando que viniera alguien. Pasado un tiempo regresó el médico.
—Escuche —dijo Charley—: mi mujer es la
responsable de que esté aquí. Fue su idea desde el principio. Quiere la casa y
la fábrica, y la única manera de obtenerlas es mi muerte, así que lo preparó
todo para que me diera este ataque al corazón y cayera muerto, de acuerdo con
sus planes. —El médico se agachó para escuchar—. Y yo iba a matarla. Maldita
sea.
El médico se marchó.
Después de un largo espacio de tiempo,
varios días evidentemente —vio que la habitación se oscurecía, volvía a tener
luz, se oscurecía, y que le afeitaban y lavaban con agua tibia y una esponja, y
que le hacían orinar y le alimentaban—, varias personas entraron en la
habitación y se mantuvieron en un rincón, hablando. Por fin, al lado de la
cama, apareció Fay.
Su mujer llevaba una chaqueta azul, una
falda pesada y leotardos, y sus zapatos italianos de punta. Tenía la cara
pálida y con un tono anaranjado, tal como aparecía a menudo a primeras horas de
la mañana. Hasta sus ojos eran anaranjados, y su cabello. El cuello tenía
arrugas, como si la cabeza no hubiera parado de moverse hacia adelante y atrás.
Tenía el bolso grande de piel bajo el brazo, y cuando se acercó a la cama olió
el cuero.
Al verla, empezó a llorar. El agua cálida
de sus ojos se deslizó por las mejillas. Fay sacó un Kleenex del bolso, tirando
cosas del interior al suelo, se agachó y le secó la cara con aspereza. Se la
frotó hasta que le ardió.
—Estoy enfermo —le dijo, deseando alzar
los brazos y acariciarla.
—Las niñas te hicieron un cenicero y yo
lo cocí en el horno —comentó Fay. Su voz sonó con la misma aspereza que la de
él, como si hubiera estado fumando mucho de nuevo. No intentó aclararse la
garganta como solía hacer—. ¿Puedo traerte algo? ¿Tu cepillo de dientes y el
pijama? No me dejaron hasta que te lo preguntara. Tengo correo para ti. —Sobre
su pecho, cerca de la mano derecha, dejó unas cartas—. Todo el mundo te
escribe, incluso tu tía de Washington, D.C. El perro se encuentra bien, las
niñas te echan de menos, pero no están asustadas ni nada parecido, el caballo
está bien, una de las ovejas se escapó y tuvimos que llamar a Tom Sibley para
que la recogiera con su camioneta. —Giraba la cabeza hacia aquí y allí para
mirarle.
—¿Cómo va la planta? —preguntó.
—Todos te envían sus saludos. Marcha
bien.
Más tarde, en la misma semana, se le consideró
suficientemente bien como para permitir que se sentara y bebiera leche a través
de un tubo de cristal doblado. Apoyado sobre almohadas tomó el sol. Le pusieron
en una silla de ruedas y le dieron paseos. Gente diferente, su familia, hombres
de la planta, amigos, Fay y las niñas, gente de la zona donde vivían, fueron a
verle.
Un día, mientras se encontraba en el
solario, tomando el sol a través de las ventanas dobles, Nathan y Gwen Anteil
fueron a visitarle, llevándole un frasco de loción para después del afeitado.
Leyó la etiqueta del frasco. Era de Inglaterra.
—Gracias —dijo.
—¿Hay algo más que podamos traerte?
—preguntó Nat Anteil.
—No —contestó—. Quizá los números
atrasados del Chronicle.
—De acuerdo —dijo Nat.
—¿Se ha apolillado la casa?
—La hierba necesita que la corten
—comentó Nat—. Eso es todo.
—Nat iba a preguntarte si querías que lo
hiciera él —comentó Gwen.
—Fay puede poner en marcha la cortadora
—contestó. Durante un rato pensó en ello, la maleza, el recipiente de cinco
litros de gasolina, el tiempo que la cortadora giratoria llevaba sin usarse—.
No podrá activar el carburador. Quizá se lo puedas encender tú. Es difícil
conseguir la mezcla justa cuando lleva tiempo sin usarse.
—Los médicos dicen que vas bien —dijo
Gwen—. Tendrás que quedarte un poco más aquí y recuperarte, eso es todo.
—De acuerdo —comentó.
—Están haciendo todo lo posible para que
recuperes las fuerzas —continuó ella—. No necesitarás mucho tiempo. Son muy
buenos; el Hospital U. C. tiene buena fama.
Asintió.
—Hace frío aquí en San Francisco —indicó
Nat—. La niebla. Pero el viento no es tan duro como en Point Reyes.
—¿Cómo lo lleva Fay? —preguntó.
—Ha sido muy fuerte —respondió Nat.
—El camino desde Point Reyes es bastante
malo —intervino Gwen—. En especial con las niñas en el coche.
—Sí. Es un viaje de unos ciento veinte
kilómetros ida y vuelta.
—Ha bajado todos los días —señaló Nat.
Asintió.
—Incluso cuando sabía que no podría verte
—añadió Gwen—, venía, con las niñas en la parte de atrás del coche.
—¿Cómo va con la casa? —inquirió—. ¿Se
las arregla con una casa tan grande?
—Me comentó que había estado un poco
nerviosa por las noches —explicó Gwen—. Tuvo un par de pesadillas. Pero
mantiene al perro dando vueltas por la casa.
Y se ha llevado a las niñas a dormir con
ella. Al principio empezó a cerrar las puertas con llave, pero el doctor
Andrews le dijo que en cuanto se metiera en eso, no sería capaz de ponerle fin,
así que consiguió hacer a un lado sus temores y ahora ya no cierra ninguna con
llave: las deja abiertas.
—Hay diez puertas que dan acceso a la
casa —comentó.
—Diez —repitió Gwen—. Así es.
—Tres al salón —dijo Charley—. Una al
cuarto de estar. Tres a su dormitorio. Ya van siete. Dos a los cuartos de las
niñas. Van nueve. Así que hay más de diez. Dos al vestíbulo, una a cada lado de
la casa.
—Hasta ahora van once —sumó Gwen.
—Una al trastero —añadió Charley.
—Doce.
—Ninguna al estudio. Creo que son doce.
Cómo mínimo, doce. Siempre hay una abierta, dejando escapar el calor.
—Su hermano ha ayudado mucho —dijo Gwen—.
Se ha encargado de las compras y de la limpieza, y le hace todo tipo de
recados.
—Así es —afirmó Charley—. Me había
olvidado por completo de él. Si sucede algo, está ahí. —Había pensado que Fay y
las niñas eran las únicas, solas ahora en la casa, sin un hombre. También los
Anteil lo habían pasado por alto. Ninguno lo consideraba igual que si hubiera
un hombre en la casa, y, en apariencia, Fay había sentido lo mismo. Pero, en
cualquier caso, Jack le hacía las cosas, de modo que no tenía que añadir la
carga del trabajo en la casa a la preocupación—. No habéis oído que hubiera
ningún problema financiero, ¿verdad? —preguntó—. No debería. Dispone de la
cuenta conjunta, y mi seguro ya debe de estar a punto de pagar.
—Si existe alguno, ella no lo ha
mencionado —contestó Gwen—. Parece tener dinero.
—Siempre baja al Mayfair a cambiar un
cheque —comentó Nat con una sonrisa.
—Se las ingeniará bien para gastarlo
—dijo Charley.
—Sí, parece arreglárselas bien —acordó
Nat.
—Espero que recuerde las facturas —indicó
Charley.
—Tiene toda una caja llena con facturas
—intervino Gwen—; la vi en el escritorio del estudio. Las estaba repasando,
tratando de decidir cuáles pagar.
—Normalmente soy yo quien lo hace —dijo
Charley—. Decidle que pague las de la casa. Ésa es la regla. Siempre pagarlas
primero.
—Bueno, no hay problema, ¿no? —inquirió
Nat—. Dispone de capital para pagarlas todas, ¿verdad?
—Probablemente, sí —contestó Charley—. A
menos que esta maldita hospitalización esté subiendo demasiado.
—Siempre puede pedir un préstamo al banco
—indicó Gwen.
—Sí —afirmó Charley—. Pero no debería
verse en esa situación. Tenemos bastante dinero. A menos que ella lo
despilfarre.
—Es una mujer de recursos —dijo Nat—.
Bueno, es la impresión que da y yo supongo que lo es.
—Lo es —corroboró Charley—. Es buena en
una crisis. Entonces aflora lo mejor de ella. En una ocasión, nos encontrábamos
navegando en un bote de vela en la Bahía de Tómales y no podíamos achicar agua.
La bomba se había estropeado. Entraba agua. Ella manejó el timón mientras yo
achicaba a mano. No se asustó en ningún momento. No obstante, podríamos
habernos hundido.
—Nos lo contaste —dijo Gwen, asintiendo.
—Siempre consigue que alguien la ayude
—comentó Charley—. Si se queda tirada en el camino, siempre logra que alguien
se detenga.
—Un montón de mujeres son así —comentó
Nat—. Tienen que serlo. Es casi imposible para una mujer cambiar una rueda.
—Ella no lo haría —indicó Charley—.
Conseguiría que alguien la cambiara. ¿Acaso crees que cambiaría una rueda?
¿Estás bromeando?
—Es una buena conductora —dijo Nat.
—Sí que lo es. Le gusta conducir. Es
buena en cualquier cosa que le guste —añadió—. Pero si no le gusta hacerlo, no
lo hace; consigue que alguien lo haga por ella. Nunca la vi realizar algo que
no deseara. Ésa es su filosofía. Ya debes saberlo, siempre estás hablando de
filosofía con ella.
—Ha conducido hasta aquí —indicó Gwen—.
No hay nada agradable en eso.
—Claro que ha venido —dijo Charley—.
¿Sabes que es lo que nunca ha hecho y jamás hará? Pensar en otra persona aparte
de sí misma. La gente está ahí para hacerle cosas.
—Oh, yo no diría eso —comentó Gwen.
—No me digas cómo es mi esposa. La
conozco; llevo casado con ella siete años. Todas las personas del mundo son
sirvientes. Es lo que son, sirvientes. Yo soy un sirviente. Su hermano es un
sirviente. Hará que la esperes. Se quedará allí sentada y conseguirá que hagas
las cosas por ella.
Entró el médico y dijo que los Anteil
tenían que irse. O quizá fue la enfermera. Vio que se acercaba una figura de
blanco, y los oyó hablar. Entonces los Anteil se despidieron con un rápido
adiós y se marcharon.
Yació en la cama, pensando. Fay le visitó
varias veces durante los siguientes días, con y sin las niñas, y también Jack,
y algunos amigos.
También le visitó Nat, sin su mujer.
Explicó que Gwen tenía que ir al dentista en San Francisco, y que le había
llevado hasta allí, al Hospital U. C.
—¿Dónde se encuentra este hospital?
—preguntó Charley—. ¿En qué parte de San Francisco?
—Entre Parnaso y la Cuarta —contestó
Nat—. En dirección a la playa. Estamos en lo alto, de cara a uno de los
extremos del Parque Golden Gate. Es un trayecto largo.
—Ah. Podía ver casas, pero no lograba
descubrir en qué parte de la ciudad estábamos. No conozco muy bien San
Francisco. El verde que vi debía ser el parque.
—El comienzo del parque —dijo Nat.
—Escucha —dijo Charley después de una
pausa—, ¿te ha convencido ya para que empezaras a hacerle cosas?
—No estoy seguro de lo que quieres decir
—contestó Nat con lentitud—. Tanto Gwen como yo estamos encantados de hacer lo
que esté a nuestro alcance, no por ella, sino por vosotros dos. Por la familia.
—No permitas que te obligue a hacer cosas
por ella —dijo.
—Es algo natural —comentó Nat—, bueno, es
natural hacer ciertas cosas. Por supuesto, hay un límite. Los dos nos damos
cuenta, Gwen y yo, de que es impulsiva. Es franca; habla directamente.
—Tiene la mente de una niña —señaló
Charley—. Si quiere algo, va por ello. No acepta un no. —Nat guardó silencio—.
¿Te molesta que diga eso? —preguntó—. Santo Dios, no quiero que trotes detrás
de ella haciéndole los recados. No quiero ver cómo te roba tu autoestima.
Ningún hombre debería hacer las cosas de una mujer por ella.
—De acuerdo —aceptó Nat en voz baja.
—Lo siento, si esto te perturba —dijo
Charley.
—No, está bien.
—Sólo quiero hacerte una advertencia. Es
una persona excitante y la gente se siente atraída hacia ella. No estoy
diciendo nada en su contra. La amo. Si tuviera que hacerlo, me volvería a casar
con ella. —No, pensó. Si pudiera, la mataría. Si pudiera salir de esta cama la
mataría. En voz alta dijo—: Maldita sea.
—Está bien —dijo Nat para conseguir que
parara.
—No —contestó—, no está bien. Esa zorra
devoradora... Me secó. Cuando vuelva, voy a despedazarla. Dios, ya sabes cuál
fue tu reacción original hacia ella. La conozco. Le contaste a Betty Heinz que
era una mujer dominante, exigente, y que no te gustaba mucho.
—Le dije a Mary Woulden que tenía
dificultad en tratar con ella porque era muy intensa —explicó Nat—. Y dije que
era dominante. Hicimos las paces.
—Sí —comentó Charley—. Estaba dolida. No
soporta eso.
—No hemos tenido ninguna dificultad en
mantener una relación con tu esposa. Ha sido muy equitativa. No estamos muy
unidos a ella, pero disfrutamos de su compañía; nos gustan las niñas y la
casa... nos gusta estar allí.
Charley guardó silencio.
—Hasta cierto punto, entiendo lo que
quieres decir —añadió Nat al rato.
—En cualquier caso, ya no importa —dijo
Charley—. Porque cuando salga de aquí voy a matarla. No me importa quién lo
sepa. No me importa si lo sabe el sheriff Chisholm. Puede solicitar una orden
de detención. ¿Te contó que una vez la pegué?
Nat asintió.
—Puede solicitar una orden de detención
por malos tratos —continuó—. Para mí es igual. Puede hacer que ese psicoanalista
de veinte dólares la hora jure en el juzgado que todo es imaginación mía, que
estoy carcomido por la hostilidad, que estoy resentido con ella porque tiene
buen gusto y es refinada. No me importa una mierda nada. Ni siquiera mis hijas.
No me importa si no vuelvo a verlas jamás. No espero ver de nuevo la casa, te
lo aseguro. Aunque es probable que vuelva a ver a las niñas; ella las traerá
aquí.
—Sí —dijo Nat—. Las ha estado trayendo
con regularidad.
—Nunca saldré de este hospital. Lo sé.
—Claro que sí —aseguró Nat.
—Dile que lo sé —pidió—, y que no me
importa. Dile que es lo mismo, que no me importa una mierda. Puede quedarse con
la casa. Puede volver a casarse con quien le apetezca. Puede hacer lo que
quiera.
—Más adelante te sentirás mejor —musitó
Nat, palmeándole el brazo.
—No —contestó—, no me sentiré mejor.
Nueve
Por la noche, Nathan Anteil se sentó a
estudiar a la mesa de la cocina de su casa de un dormitorio. Acababa de cerrar
la puerta que daba al salón para amortiguar el sonido del televisor. Gwen
estaba viendo Playhouse 90. El horno abierto soltaba calor para calentar la
cocina. Tenía una taza de café a su alcance, pero se había concentrado
demasiado en los estudios y ya se había enfriado.
Como de lejos, notó que Gwen había
abierto la puerta y entrado.
—¿Qué sucede? —preguntó al fin, soltando
la pluma.
—Fay Hume está al teléfono —indicó Gwen.
Ni siquiera había sido consciente de que
hubiera sonado.
—¿Qué quiere?
La última vez que la vieron, hizo
hincapié en que estaría ocupado toda la semana estudiando; tenía un examen que
se iba a celebrar en la biblioteca pública de San Rafael.
—Ha recibido la hoja de movimientos del
banco y no logra cuadrarla con su chequera —dijo Gwen.
—Así que quiere que vayamos a ayudarla.
—Sí.
—Dile que no podemos.
—Iré yo —indicó Gwen—. Le conté que tú
estabas estudiando.
—Ya lo sabe. —Cogió la pluma y continuó
tomando notas.
—Sí —acordó Gwen—, dijo que se lo
mencionaste. Pensó que quizá podía ir yo. Realmente es incapaz de hacer ese
tipo de cosas... sabes que no tiene cabeza para las finanzas.
—¿No puede hacérselo su hermano?
—Ese papanatas... —dijo Gwen.
—Ve y hazlo —comentó. Pero sabía que su
mujer no podría, porque no era mejor en cuadrar una chequera que Fay Hume, y
puede que hasta fuera peor—. Ve —repitió, irritado—. Sabes que yo no puedo.
—Dice que vendrá a recogerte —anunció
Gwen, titubeando—. De verdad creo que deberías ir... sólo te llevará media
hora... lo sabes. Y te preparará un sándwich de carne; lo prometió. Por favor.
Creo que deberías ir.
—¿Por qué?
—Bueno, está ahí sola por las noches, y
se pone nerviosa; ya sabes lo nerviosa que se pone con su marido en el
hospital. Es probable que sólo se trate de una excusa para hablar con alguien.
En serio: necesita compañía. Ahora va a ver al analista tres veces por semana,
¿lo sabías?
—Sí. —Siguió escribiendo. Pero Gwen no se
marchó de la cocina—. ¿Todavía está al teléfono? —preguntó—. ¿Está esperando?
—Sí.
—De acuerdo. Si me recoge y me trae de
vuelta.
—Claro que lo hará —dijo Gwen—. Se pondrá
tan contenta... Y sólo te llevará quince minutos: eres tan bueno con las
matemáticas.
Salió del cuarto y la oyó, en el salón,
decirle a Fay Hume que estaría encantado de ayudarla.
Si es simplemente un pretexto para tener
compañía, pensó, entonces, ¿por qué no puede ir Gwen? Porque, se dio cuenta,
aunque desea compañía —y, en un sentido, es un pretexto—, también quiere a
alguien que le cuadre la chequera. Quiere las dos cosas. Muy eficiente. Las dos
cosas conseguidas al mismo tiempo.
Dejó a un lado la pluma y fue a buscar la
chaqueta al armario.
—Te molesta, ¿verdad? —preguntó Gwen
mientras esperaba en la puerta para ver los faros del Buick de Fay aparecer por
la esquina.
—Estoy ocupado —contestó.
—Pero muchas veces que también estás
ocupado no te importa parar y hacer cosas.
—No —repitió—. Lo que pasa es que estoy
concentrado, y no me gusta que me descentren.
Pero ella tenía razón. Había algo más.
La bocina del Buick le sacó al porche.
Mientras bajaba los escalones, Fay se asomó por la ventanilla y dijo:
—Eres tan amable... sé que estás
estudiando. Pero esto no te llevará nada de tiempo. —Mantuvo la puerta abierta
para él, que se sentó a su lado. Arrancando el coche, continuó—: En realidad,
supongo que podía haberlo hecho yo misma; hay un cheque en particular... es
evidente que me olvidé de apuntarlo. Es uno de cien dólares que cambié en el
Purity, en Petaluma.
—Ya veo.
No tenía muchas ganas de hablar. Mirando
por la ventanilla, observó las calles y los setos oscuros que iban dejando
atrás. Conducía muy bien; el coche se deslizaba por las curvas.
—¿Sigues pensando en tus estudios?
—Un poco.
—Te traeré tan pronto como pueda. Te juro
que no te retendré mucho tiempo. Dudé bastante antes de llamar... de hecho,
casi no llamo. Odio molestarte cuando estudias.
No mencionó a Gwen, y él lo notó. Sin
duda sabía que Gwen se encontraba al margen por completo.
No debería estar haciendo esto, pensó.
Una tarde, en casa de Fay, vio por
casualidad una factura que había sobre la mesita del salón. Era de una tienda
de ropa en San Rafael, de ropa para niñas. La cantidad habría cubierto las
facturas de todo un mes de Gwen y de él, todas. Y sólo era de vestidos para las
niñas.
Sus ingresos, procedentes de su trabajo
de media jornada, más los de Gwen del trabajo de dos días por semana en San
Anselmo, sumaban unos doscientos dólares al mes. Apenas les alcanzaba para
sobrevivir a duras penas. Para los Hume doscientos dólares no eran nada; sabía
que la factura de su psiquiatra a menudo era más alta. Y la de electricidad... hasta
una factura de la casa, pensó. Una sola. Ese dinero nos mantendría a nosotros
vivos. Y quiere que le revise los cheques del mes. Tendré que mirar con lupa
cada uno. Ver todo ese dinero, todo ese despilfarro. Cosas que no necesitan...
Una noche en que Gwen y él cenaron en
casa de los Hume, se había quedado mirando mientras Fay le daba al perro un
chuletón que había descongelado, junto con los demás, pero que no había entrado
en la barbacoa. Le había preguntado, intentando mantener ocultos sus sentimientos,
por qué no volvía a guardar el chuletón intacto en la nevera y se lo comía al
día siguiente. Fay le había mirado y respondido:
—No soporto las sobras. Lo que queda de
la cena se lo doy al perro. Si él no se lo come, va a la basura.
La había visto tirar a la basura ostras
ahumadas y corazones de alcachofas; al perro no le gustaron.
Ahora, en voz alta, le dijo:
—Pase lo que pase, deberías apuntar en la
chequera cada cheque que libres.
—Oh, lo sé. A veces en el banco estoy en
números rojos de doscientos o trescientos dólares. Pero siempre los cubren;
nunca los devuelven. Me conocen. Saben que soy de fiar. Dios, si alguna vez
devolvieran uno de mis cheques no volvería a hablarles, armaría tal escándalo
que jamás lo olvidarían.
—Si no tienes fondos —dijo él—, deberían
devolverlos.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no son buenos.
—Oh, sí que son buenos. ¿Es que no lo
sabes? ¿Qué quieres decir con que no son buenos? ¿Crees que no los cubriría?
Se rindió y volvió a guardar silencio.
—¿Por qué vas tan callado?
—Te los cubren a ti —contestó—, pero si
yo no tuviera fondos no me los cubrirían. Los devolverían.
—¿Sabes por qué? —preguntó Fay.
—¿Por qué?
—Porque nunca han oído hablar de ti
—explicó.
Se volvió hacia ella y la miró. Pero no
había malicia en su cara, sólo la precaución necesaria para el camino.
—Bueno —comentó con dura ironía—, es el
precio que pagas por ser una nulidad. Por no ser una persona importante en la
comunidad.
—¿Sabes lo que yo he hecho por está
comunidad? —preguntó Fay—. Más que nadie. Cuando intentaban despedir al
director de la escuela elemental, fui a San Rafael, hablé con mi abogado y le
pagué para que revisara las leyes y viera cómo se podía mantener al señor Pars,
el director, en su puesto a pesar de la junta; encontramos seis o siete
maneras.
—Bien por ti —dijo.
—Claro que sí —afirmó Fay—. Y también
hice circular una petición para que colocaran farolas en las calles. Cuando nos
mudamos aquí, no había ni una en Drake's Landing. Y luchamos un montón para que
derribaran la vieja estación de bomberos y construyeran una nueva.
—Increíble.
—¿Por qué lo dices? —Le lanzó una mirada
fugaz.
—Prácticamente, tú sola has hecho esta
zona —comentó.
—Suena como si te molestara.
—Me molesta que alardees tanto de ello.
Fay guardó silencio, pareció encogerse.
Entonces, cuando hubo metido el Buick en el sendero de su casa flanqueado por
cipreses, dijo:
—¿Sabes?, no estabas obligado a venir; sé
lo que piensas de mí. Crees que soy egoísta, exigente e indiferente al
bienestar de otras personas. Pero yo he hecho más por el bienestar de otras
personas que todos los que viven por aquí. Desde que te mudaste, ¿qué has hecho
tú por esta zona? —Todo lo pronunció con calma, pero él se dio cuenta de que
estaba enfadada—. ¿Bien? —insistió.
Creo que él tiene razón, pensó. Charley
tiene razón sobre ella. Por lo menos, hasta cierto punto. Posee una cualidad
infantil, una especie de temeridad.
Entonces, ¿por qué estoy aquí?, se
preguntó.
¿Puedo decirle no a ella?
—¿Quieres regresar? —inquirió Fay.
Frenó el coche y puso el cambio automático
en marcha atrás. Con un chirrido de ruedas, retrocedió por el sendero, ladeando
el coche frenéticamente en una curva que lo metió en el camino. El parachoques
delantero pasó a unos centímetros del buzón, y Nat se puso tenso de forma
automática, aguardando el sonido del metal contra la madera.
—Te llevaré de vuelta a casa —dijo,
poniendo la marcha adelante y emprendiendo el retorno por el camino—. No voy a
obligarte a hacer algo que no quieres. La decisión es tuya.
—No me molesta ayudarte con tus facturas
—dijo, sintiendo como si le hablara a una niña furiosa.
Ante eso, y para su sorpresa, ella dijo:
—No te pedí que vinieras a ayudarme con
las facturas. Que se vayan al infierno. —Alzó la voz—. ¿Qué me importan las
facturas? No son asunto mío. Esas malditas facturas las tiene que pagar él.
Quise que vinieras porque estoy sola. Santo Dios... —La voz se tornó áspera—.
Charley lleva en el hospital más de un mes y yo me estoy volviendo loca en
casa; estoy a punto de perder la razón. ¡Enjaulada con las niñas, que me
vuelven loca! Y ese cabrón y chiflado hermano mío.
Parecía tan crispada, tan harta y
exasperada, que le divirtió. Ese clamor estridente de ella... no iba con su
aspecto, su elasticidad, su cuerpo ligero, casi no desarrollado. Entonces,
empezó a toser; toses profundas, roncas, como si hubiera un hombre sentado a su
lado y tosiera.
—He estado fumando tres paquetes de
L&M al día —le informó—. ¡Santo Dios, jamás en toda mi vida había fumado
tanto! No me extraña que no pueda ganar peso. Dios —dijo con perplejidad
atontada—. ¿Para qué le pago a ese patán de psiquiatra trescientos dólares al
mes? Ese gilipollas...
—Tranquilízate —le dijo—. Ve a tu casa y
cuadraremos las facturas. Después tomaremos una copa o una taza de café y
volveré a casa a estudiar.
—¿Por qué no te trajiste los libros,
gilipollas? —preguntó ella.
—Creí que venía a trabajar.
—Dios. Santo Dios. En toda mi vida no
había oído algo tan ridículo. Cielos. —Pareció completamente derrotada—. Me
esforcé tanto por encontrar algo que no supusiera que ella te acompañara... esa
mujer tuya de 1926. No te molesta si hablo de tu esposa, ¿verdad? —Aminorando
la velocidad del coche, se volvió hacia él y dijo—: Sabes que me has estimulado
desde la primera vez que te vi. ¿Lo sabes? Dios mío, ya te lo he dicho una
docena de veces. ¿Recuerdas la noche que te pedí que lucharas conmigo? ¿Para
qué creías que quería luchar contigo? Estaba segura de que tu mujer lo cogería.
Y, santo Dios, lo único que hiciste fue tirarme al suelo, largarte y dejarme
ahí. ¿Sabías que durante una semana tuve un moretón en el culo?
Nat guardó silencio, la cabeza le daba
vueltas.
—Dios —continuó ella, más compuesta ya—.
Nunca me sentí tan atraída por un hombre. Me sentí atraída hacia los dos, con
vuestros grandes y viejos jerseys de lana... ¿dónde los conseguisteis? ¿Por qué
vas en bici? ¿No tuviste una de pequeño? ¿Tu familia no te compró una
bicicleta?
—No hay nada malo en que un adulto vaya
en bicicleta —contestó.
—¿Podré montarla alguna vez?
—Claro. Por supuesto que sí.
—¿Es difícil?
—¿Nunca has montado en bicicleta?
—preguntó.
—No.
—Esta tiene cambios —explicó—. Es
inglesa.
Pero ella ya no parecía estar
escuchándole; conducía con aire preocupado y el rostro sombrío.
—Escucha —dijo al cabo de un rato—,
¿piensas ir corriendo a tu casa y contarle a tu mujer que te he hecho una
proposición?
—¿Me estás haciendo una proposición?
—No —contestó ella—. Claro que no. Tú lo
hiciste. ¿No lo recuerdas? —anunció con absoluta convicción—. ¿No es ésa la
razón por la que viniste? Santo Dios, no me atrevería a dejarte entrar en casa.
Por eso me di media vuelta. —Ya casi habían llegado a casa de Nat, y él se dio
cuenta súbitamente de que ella pensaba dejarlo allí—. No te dejaré entrar en mi
casa —afirmó—. No sin tu mujer. Si quieres venir a visitarme, debes traerla.
Furioso, dijo en voz alta:
—Estás loca. Estás loca de verdad.
—¿Qué? —preguntó ella, titubeando.
—¿Es que no le prestas atención a nada de
lo que dices?
El comentario pareció aplastarla.
—No me regañes. No te enfades. ¿Por qué
me atormentas?
El tono de su voz le recordó el de su
hija más pequeña, ese tono gimoteante, autocompasivo. Quizá estaba imitando de
forma calculada el tono de la niña, y tuvo la intuición de que así era. Se
trataba tanto de una sátira como de un plagio. Lo usaba y, al mismo tiempo, lo
satirizaba, a la espera de ver cómo reaccionaba él.
—Creo que eres realmente una caprichosa
—dijo.
Y lo creía. Ella le intrigaba, con sus
estados de ánimo cambiantes; y Nat se reconocía incapaz de averiguar por dónde
iba a saltar. Parecía tener una cantidad de energía infinita. Seguía y seguía,
sin fatigarse.
—No me tomas nada en serio —comentó ella;
entonces, le sonrió, una sonrisa mecánica, hasta formal—. Bueno, gracias por
querer ayudarme. —Habían llegado su casa y empezó a frenar el coche. Era
evidente que estaba muy enfadada con él, muy fría—. De verdad que estoy furiosa
contigo —anunció con voz tranquila, gélida—. En serio que lo estoy. Nunca te
perdonaré el modo en que me has tratado. Vete al infierno. —Se estiró y cogió
el manillar de la puerta—. Adiós.
—Adiós —dijo él, bajando.
Ella cerró de un portazo; el coche se
alejó con un rugido. Como en las nubes, subió los escalones hasta el porche.
Al día siguiente la llamó por teléfono,
no desde su casa, sino desde la oficina de la inmobiliaria.
—Hola, Fay. Espero no haberte
interrumpido en algo.
—No —dijo ella—. No estoy ocupada. —Por
el auricular, su voz tenía una cualidad aguda, enérgica, como si hablara con
una mujer acostumbrada a realizar gran parte de sus transacciones de negocios
por teléfono—. ¿Quién es? ¿No será ese desagradable de Nat Anteil?
Y ésta es una mujer de treinta y dos
años, pensó.
—Fay, empleaste el peor lenguaje que
jamás he oído en una mujer.
—¡Métetelo por el culo! —exclamó animada—.
¿Me llamaste para reprenderme un poco más o qué? Sí, ¿por qué me has llamado?
Aguarda un segundo. —La oyó soltar el auricular e ir a cerrar una puerta. De
vuelta, dijo atronadoramente en su oreja—: He estado sentada reviviendo lo que
pasó anoche. Es evidente que no entiendo la mentalidad masculina. ¿Qué te pasó?
Y ya que estamos en eso, ¿qué me pasó a mí?
Hoy parecía hallarse en un estado alegre,
sin tomarse nada en serio. Conociéndola, parecía encontrarse en un estado de
ánimo relativamente bueno.
—¿Por qué no voy a visitarte un rato esta
noche? —dijo él, sintiendo cómo se ponía tenso—. Sólo un rato.
—De acuerdo —aceptó ella—. ¿Quieres que
te recoja?
—No. —Tenía un viejo Studebaker con el
que solía ir a Mili Valley a trabajar—. Iré en mi coche.
—No traerás a esa mujer tuya, ¿verdad?
Como se llame. Repítemelo... ¿cómo se llama?
—Te veré luego —dijo, y colgó.
El tono de voz de ella, en cuanto se dio
cuenta de quién llamaba y por qué lo hacía, había sido rígido y alto. Lo sabe,
pensó. Los dos lo sabemos.
¿Qué sabemos?
Que hay algo; que estamos haciendo algo.
Y en ello no entran ni mi mujer ni su marido.
¿Qué es? ¿Qué tengo en mente?, se
preguntó. ¿Hasta dónde quiero llegar? ¿Hasta dónde quiere llegar Fay Hume?
Quizá ninguno de los dos lo sepa.
Se preguntó por qué lo estaba haciendo.
Tengo una mujer realmente maravillosa. Y me cae bien Charley Hume. Y, pensó,
Fay está casada y tiene dos hijas.
Entonces, ¿por qué?
Porque quiero, decidió.
Más tarde, mientras regresaba a la zona
noroeste del Condado de Marin, pensó: y porque ella quiere.
Diez
Para visitar a Charley en el hospital de
la universidad de California, situado en la Cuarta y Parnaso, en San Francisco,
tenía que coger el autobús de las 6:20 de la Greyhound desde Inverness. Me deja
en San Francisco a las 8:00 de la mañana. Habitualmente iba a la biblioteca
pública de San Francisco, donde leía las revistas nuevas, sacaba libros que a
Charley podían gustarle, y realizaba trabajo de investigación. Ahora que había
sufrido el ataque al corazón, investigaba sobre el sistema circulatorio,
copiando información científica en mis cuadernos de notas y, cuando era
posible, llevándome los libros de referencia y los artículos para que los
leyera él.
Cuando me veía entrar en su habitación,
con la mochila llena de libros y revistas técnicas de la biblioteca, casi
siempre decía:
—Bueno, Isidore, ¿qué es lo último sobre
mi corazón?
Yo le proporcionaba la información que
había podido sonsacarle al personal del hospital sobre su condición y sobre
cuándo era factible esperar que saliera y regresara a casa. Daba la impresión
de que apreciaba ese informe detallado. Sin mi ayuda, recibía los tópicos
usuales sobre su estado, de modo que, hasta cierto punto, dependía de mí.
En cuanto le había dado la información
científica, sacaba el cuaderno de notas que empleaba para la información
concerniente a la situación en Drake's Landing.
—Oigamos las últimas noticias de la vieja
casa —decía casi siempre.
En esta ocasión en particular, abrí el
cuaderno para ordenar los hechos y empecé:
—Tu mujer empieza a mantener una relación
extramarital con Nathan Anteil.
Mi intención había sido la de continuar,
pero Charley me detuvo.
—¿Qué quieres decir?
—Durante los últimos cuatro días
—contesté, comprobando mis datos—, Nathan Anteil ha venido por la noche sin su
esposa. Y él y Fay han hablado de una forma que sugiere que hay un romance
entre ellos.
No disfrutaba dándole esa información,
pero me había propuesto mantenerle al tanto de la situación en casa; lo había
convertido en parte de mi trabajo, a cambio de lo que recibía en comida y
alojamiento. Junto con mis otras tareas, llevarle información era mi deber, y
debía hacerse de manera escrupulosa, tomando en consideración sólo la exactitud
y la integridad.
—El martes por la noche estuvieron
juntos, tomando Martinis, hasta las dos de la madrugada —le informé.
—Bien —dijo al rato—. Sigue.
—En cierto momento, estaban sentados
juntos en el sofá, él le pasó el brazo por el hombro y la besó. En la boca.
Charley no dijo nada. Pero era obvio que
estaba escuchando. Así que continué:
—Nathan no llegó a decir que amaba a tu
mujer...
—No me importa una mierda —interrumpió
Charley.
—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que
no te importa una mierda esta información en particular o...?
—No me importa una mierda todo el tema
—indicó. Guardó silencio un buen rato; luego, dijo—: ¿Qué más pasó en la vieja
casa durante la semana? Y no me digas nada más sobre ese tema... Háblame de los
patos.
—Los patos —musité, mirando las notas—.
Los patos pusieron un total de treinta huevos desde mi último informe. Los
chinos fueron los que más pusieron, los franceses los que menos.
No comentó nada.
—¿Qué más te gustaría saber? —pregunté—.
¿Cuánto han comido? —Lo tenía apuntado por peso y volumen.
—De acuerdo. Cuéntamelo.
Sentí que el fracaso en interesarle en un
tema tan importante como la relación de su mujer con Nathan Anteil se debía a
mi incapacidad para relatarlo de la forma adecuada. Era evidente que yo no
había conseguido hacerle justicia: no le había presentado un cuadro
convincente. Si él hubiera estado presente, habría reaccionado, pero sólo
disponía de las áridas declaraciones que yo le exponía. Cuando un periódico o
una revista quieren producir una reacción emocional en sus lectores, realizan
un trabajo profesional en la presentación de un tema; no se dedican,
sencillamente, a listar hechos en orden cronológico, como era mi tendencia.
En ese momento, y allí mismo, me di
cuenta de la limitación de mi método sistemático. Como medio para registrar
datos importantes, resultaba insuperable, pero como medio para transmitir esos
datos a otra persona carecía de mérito. Hasta ahora, el registro y
mantenimiento de hechos significativos que yo había realizado había sido para
mi uso personal... sin embargo, ahora estaba reuniendo hechos para el uso de
otra persona, en este caso un hombre que tenía poca o ninguna educación
científica. Mirando hacia atrás, recordé que en el pasado una gran cantidad de
hechos que me impresionaron habían sido transmitidos en artículos altamente
dramatizados, como los del American Weekly, y otros en formas de ficción, como
las historias que leía en Thrilling Wonder y Astonishing.
Resultaba obvio que tenía que aprender
una o dos cosas. Me fui del hospital sintiéndome mortificado y, por primera vez
en años, cuestionando las bases de mis métodos y a mí mismo.
Un día después, mientras pasaba la tarde
solo en casa, oí el timbre de la puerta. Había estado doblando la ropa limpia
que acababa de sacar de la secadora. La dejé sobre la mesa y fui a abrir la
puerta, pensando que con toda probabilidad se trataba de Fay, que había
regresado de la ciudad y quería que la ayudara con alguna bolsa del coche.
Al abrir la puerta me encontré de cara
con una mujer que nunca antes había visto.
—Hola —dijo.
—Hola —contesté.
Era bastante pequeña, con una enorme
coleta que sujetaba un pelo tan pesado que pensé que debía de tratarse de una
extranjera. Su cara tenía una cualidad oscura, como la de una italiana, pero
con la nariz y la prominencia ósea de una india americana. Poseía una barbilla
bastante fuerte y ojos grandes y castaños que me miraron con tanta intensidad y
fijeza que me pusieron nervioso. Después de decir hola, guardó silencio, aunque
me sonrió. Tenía unos dientes afilados, como los de un salvaje, y también eso
me hizo sentir incómodo. Llevaba una camisa verde, de hombre, suelta en la
cintura, pantalones cortos, sandalias doradas, y llevaba un bolso, un sobre de
papel manila y unas gafas de sol. En el sendero vi aparcada una furgoneta Ford
nueva, pintada de un rojo brillante. En algunos aspectos la mujer me pareció
arrebatadoramente hermosa, pero al mismo tiempo fui consciente de que había
algo raro en sus proporciones. La cabeza era un poco grande para sus hombros
—aunque podía tratarse de una ilusión debido al cabello pesado y negro—, y el
pecho algo cóncavo, de hecho, hueco, nada parecido al pecho de una mujer. Y las
caderas eran demasiado estrechas en proporción a sus hombros. Además, en orden,
las piernas eran demasiado cortas para sus caderas, y los pies demasiado
pequeños para sus piernas. Así que se asemejaba a una pirámide invertida.
Se me ocurrió que, aunque esta mujer
pasaba de los treinta años, tenía la figura de una chica de catorce algo escasa
de peso pero muy atractiva. Su cuerpo no había madurado, sólo su cara. No se
había desarrollado más allá de cierto punto, y este efecto no era una ilusión.
Si sólo le mirabas la cara, parecía absoluta y arrebatadoramente hermosa, pero
si tus ojos la abarcaban en su totalidad, entonces eras consciente de que había
algo mal en ella, algo fundamentalmente desproporcionado.
La voz tenía una cualidad áspera, ronca,
muy baja. Como sus ojos, poseía una autoridad fuerte e intensa, y me descubrí
incapaz de apartar los ojos de su mirada. Aunque nunca antes me había visto
—posado los ojos en mí, como se dice—, actuaba como si hubiera esperado verme,
como si yo le resultara familiar. Su sonrisa mostraba una certeza solapada.
Después de un momento, avanzó, y yo me hice a un lado y ella entró en la casa,
deslizándose con pasos muy cortos y en completo silencio. En apariencia, ya
había estado aquí, pues pasó al salón sin ningún titubeo y dejó el bolso sobre
una de las mesas, la misma en la que lo dejaba Fay. Luego se volvió para
mirarme y dijo:
—¿Has tenido algún dolor de la cabeza
últimamente? ¿Por las sienes? —Levantó la mano y trazó una línea a través de su
frente, de ojo a ojo—. Yo sí. ¿Sabes lo que es? —Se deslizó hacia mí y se
detuvo a corta distancia—. Es la corona de espinas. Todos tenemos que llevarla
antes de que el mundo termine y uno nuevo ocupe su lugar. Yo la llevo ahora. La
tengo desde el viernes pasado, cuando subí a la cruz y fui crucificada, y pasé
una noche en la tumba. —Sonriéndome, y manteniendo sus ojos grandes y castaños
clavados en mí, continuó—: Dormí toda la noche fuera, en el frío, y ni siquiera
me enteré. Mi marido y mi hijo no supieron que falté; era como si no hubiera
transcurrido tiempo. He sido transfigurada en la eternidad. Toda la casa
vibraba... yo la vi vibrar, Dios mío, como si fuera a volar al cielo igual que
una nave espacial.
—Ya veo —comenté, incapaz de apartar mis
ojos de los de ella.
—Por encima de la casa —prosiguió—
colgaba una luz enorme y azul, como un crepitante fuego eléctrico. Me tumbé en
el suelo y el fuego me consumió, venía de esa nave espacial. Toda la casa se
convirtió en una nave espacial preparada para partir al espacio.
No pude evitar asentir.
Con el mismo tono de voz, continuó:
—Soy la señora Hambro. Claudia Hambro.
Vivo en Inverness Park. Tú eres el hermano de Fay, ¿verdad?
—Sí. Fay no se encuentra aquí, fue a la
ciudad.
—Lo sé —dijo la señora Hambro—. Lo supe
cuando me desperté esta mañana. —Se dirigió a la ventana y observó las ovejas,
que pastaban al lado de la valla. Luego dio media vuelta y se sentó en una
silla, cruzando las piernas desnudas y apoyando el bolso en el regazo; lo
abrió, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno—. ¿Por qué has venido
aquí? —preguntó—. A
Drake's Landing. ¿Conoces la
razón?
Negué con la cabeza.
—Es la fuerza que nos está juntando a
todos —indicó—. En todo el mundo. Por todas partes se están formando grupos. El
mensaje es el mismo: sufrir y morir para salvar al mundo. Cristo no sufrió por
nuestros pecados, sufrió para mostrarnos el camino. Todos tenemos que sufrir.
Todos hemos de subir a la cruz para ganar la vida eterna, cada uno a su manera.
—Soltó humo por la nariz en mi dirección—. Cristo era de otro planeta. De una
raza más evolucionada. La Tierra es el planeta más atrasado del universo. Por
la noche puedo quedarme despierta, a veces me asusta de verdad, y oírles
hablar. La otra noche comenzaron a abrirme la cabeza. Cortaron un colgajo aquí
y otro aquí. —Con la mano trazó líneas a lo largo de su cabeza—. Y oí ese ruido
terrible; fue el ruido más fuerte que escuché jamás. Me dejó sorda. ¿Sabes qué
era? Era la vara de Aarón, que descendía; apareció en el aire ante mí. Desde
entonces no he sido capaz de mirar al sol. La intensidad de los rayos cósmicos
es demasiado fuerte; nos está abrasando los cerebros. A finales de mayo alcanzará
su clímax y el mundo llegará a su fin, según los científicos. Los polos
cambiarán posiciones. ¿Lo sabías? San Francisco se está acercando a Los
Angeles.
—Sí —dije. Recordé haberlo leído en el
periódico.
—Los seres más evolucionados de todos
viven en el sol —prosiguió la señora Hambro—. Han estado entrando en mi cabeza
cada noche. Soy una iniciada. Pronto conoceré todo el misterio. Es muy
excitante. —De repente, se rió, mostrándome sus dientes afilados—. ¿Crees que estoy
loca? ¿Piensas llamar al manicomio?
—No —contesté.
—He sufrido, pero vale la pena —comentó—.
Nadie puede ocultarse: es el destino. Tú te has ocultado toda la vida, ¿no?
Pero el destino te trajo aquí. Mira esto. —Apoyando el cigarrillo en el borde
de la mesita, abrió el sobre de papel manila y sacó una hoja doblada; la
desplegó y vi un intrincado dibujo de un chino hecho a lápiz—. Es nuestro gurú.
Nunca le hemos visto, pero Bárbara Mulchy lo realizó bajo sugestión hipnótica
cuando le pedimos ver a Aquel Que Nos Conduce. Nadie ha sido capaz de leer la
inscripción. Es anterior a cualquier lengua conocida. —Señaló una escritura de
aspecto chino que había al pie del dibujo—. Él te atrajo hasta Drake's Landing
—dijo—. Ha estado guiándote toda tu vida.
En muchos aspectos, lo que dijo era
difícil de aceptar. Pero es cierto que yo había sentido que no entendía el
propósito real de mi vida. Y, ciertamente, había venido a Drake's Landing no
por propia voluntad...
—Nuestro grupo ha realizado varias
observaciones científicamente autentificadas —continuó la señora Hambro—. Hemos
establecido contacto con estos evolucionados seres superiores que controlan el
universo y que dirigen la radiación cósmica hacia aquí en un esfuerzo por
salvarnos de nuestro propio anticristo. Vi al anticristo anoche. He venido por
ellos. Supe entonces que tenía que ponerme en contacto contigo e introducirte
en el grupo. En la última semana, once o doce personas han contactado con
nosotros, por diversos artículos aparecidos en los periódicos, algunos con tono
inoportunamente humorístico.
Sacó un recorte de periódico del sobre y
me lo pasó:
GRUPO LOCAL DE INVESTIGACIÓN SOBRE
PLATILLOS VOLANTES DICE QUE SERES SUPERIORES CONTROLAN AL HOMBRE Y LE CONDUCEN
A LA III GUERRA MUNDIAL
Inverness Park. La Tercera Guerra Mundial
comenzará antes de finales de mayo, y no para destruir al hombre, sino para
salvarlo, según la señora Hambro, de Inverness Park, Condado de Marin. El grupo
de los platillos volantes de quien es portavoz, declara que se han establecido varios
contactos psíquicos con los «seres superiores que controlan nuestras vidas», y
que «nos están conduciendo a la destrucción material con el propósito de
nuestra salvación espiritual», de acuerdo con las palabras de la señora Hambro.
El grupo se reúne una vez por semana para informar de observaciones de OVNIS,
objetos voladores no identificados. Lo forman doce miembros, procedentes de
Inverness Park y los pueblos del noroeste del Condado de Marin. Se reúnen en
casa de la señora Hambro. «Los científicos saben que el mundo está a punto de
explotar», declaró ésta. «Ya sea por un incremento de la presión interna, o por
la radiación atómica producida por el hombre. Sea cual sea el caso, el hombre
ha de prepararse para el fin del mundo».
Le devolví el recorte y ella lo volvió a
guardar en el sobre.
—Apareció en el Journal de San Rafael
—explicó—. También en periódicos de Petaluma y Sacramento. No dieron una
impresión justa de lo que yo dije.
—Ya veo —comenté, sintiéndome raro y
débil.
La fuerza de su mirada hacía que me
zumbara la cabeza. Hasta hoy jamás he conocido a una persona que me afectara
tanto como la señora Hambro. La luz del sol, cuando alcanzaba sus ojos, no se
reflejaba de la manera habitual, sino que se astillaba. Eso me fascinó.
Sentándome frente a ella, no muy lejos, vi una parte de la estancia reflejada
en sus ojos, y no era igual. En vez de un solo plano, la realidad se convirtió
en trozos. Mientras hablaba, seguí observando la luz fragmentada. Y en todo ese
tiempo no parpadeó ni una sola vez.
—¿Has tenido sensaciones extrañas
últimamente, como si te pasaran seda por el estómago? —me preguntó—. ¿O has
oído silbatos agudos o gente hablando? Yo los oigo decir «No te despiertes,
Claudia. Aún no ha llegado la hora de que ella despierte».
—He experimentado algunas sensaciones
—dije.
Durante el último mes he tenido una
terrible sensación de compresión alrededor de la cabeza, como si estuviera a
punto de estallarme la frente. Y mi nariz ha estado tan constreñida que casi me
ha sido imposible respirar. Fay dijo que se trataba de la habitual inflamación
de los senos, que se siente al estar tan cerca del océano, con el viento fuerte
y el polen de las flores y los árboles, pero no llegó a convencerme.
—¿Se hacen más fuertes? —inquirió la
señora Hambro.
—Sí.
—¿Irás el viernes por la tarde?
—preguntó—. ¿A la reunión de nuestro grupo?
Asentí.
Entonces se puso de pie y apagó el
cigarrillo.
—Si Fay desea ir —añadió—, será
bienvenida. Dile que siempre es bien recibida.
Sin pronunciar otra palabra, se marchó.
Me quedé donde estaba sentado,
completamente abrumado.
Aquella noche, cuando Fay se enteró de
que Claudia Hambro había pasado por casa, tuvo un ataque terrible.
—¡Esa mujer está loca! —gritó. Estaba en
el baño, lavándose la cabeza; yo le sostenía el mango de la ducha y ella se
quitaba el champú. Las niñas se habían ido a sus dormitorios a ver la
televisión—. De verdad que está chiflada. Dios mío, hace un par de años le
dieron tratamiento de choque y en una ocasión intentó suicidarse. Cree que los
marcianos están en contacto con nosotros... tiene un grupo de lunáticos que se
reúne en Inverness Park... hipnotizan a gente. Su padre es uno de los más
archireaccionarios del Condado de Marin, propietario de una de las granjas
lecheras más grandes que hay en Point Reyes y responsable de que tengamos la
peor escuela secundaria de los catorce estados del oeste.
—Me pidió que fuera el viernes y
participara en una de las reuniones —dije.
—Claro que te lo pidió. Va a ver a todas
las personas que se mudan aquí. Apuesto a que te dijo que fue «el destino el
que te trajo aquí», ¿verdad? —Asentí—. Creen que son peones en manos de seres
superiores —continuó Fay—. Cuando en realidad son peones en manos de sus
propios subconscientes, que se han desbocado. Debería estar ingresada en una institución
mental. —Cogiendo una toalla, me empujó y pasó a mi lado. Salió del baño y fue
por el vestíbulo hasta el salón. La seguí y la encontré arrodillada ante la
chimenea, secándose el pelo—. Supongo que son inofensivos. Quizá sea mejor para
su esquizofrenia sistematizada adoptar la forma de engaños sobre seres
superiores que pasar a una paranoia abierta de un tipo persecutorio e imaginar
que la gente intenta matarlos.
Al oír a Fay tuve que reconocer que había
buena parte de verdad en lo que decía. Muchas de las cosas que la señora Hambro
había dicho no me habían sonado bien; tenían el toque del desorden mental.
Pero, por otro lado, todos los profetas y
santos habían sido llamados «locos» por sus contemporáneos. Naturalmente, un
profeta parecería loco porque oiría, vería y entendería cosas que nadie más era
capaz de comprender. Serían lapidados y escarnecidos en vida, tal como lo había
sido Cristo. Comprendía lo que Fay quería decir, pero también podía vislumbrar
un poco de lógica en lo que había dicho Claudia Hambro.
—¿Vas a ir? —preguntó Fay.
—Tal vez —contesté, sintiéndome
avergonzado de reconocerlo.
—Sabía que esto iba a pasar —fue lo único
que comentó.
Durante el resto de la noche se negó a
dirigirme la palabra; de hecho, hasta la mañana siguiente, cuando quiso que
bajara al Mayfair y realizara las compras por ella, no me volvió a hablar.
—Toda su familia es como ella —dijo Fay.
Estaba sacando del armario su chaqueta de ante—. Su hermana, su padre, su
tía... lo llevan en la sangre. Escucha, la locura es una infección. Mira cómo a
infectado esta zona, todo lo que hay alrededor de la Bahía de Tómales. Toda una
comunidad de personas influenciadas por esa loca. Cuando la vi por primera vez
hace tres años pensé, Dios mío, qué mujer tan atractiva. Es hermosa de verdad.
Se parece a una princesa de la selva o algo así. Pero me dio la impresión de
ser fría. No tiene emociones. Carece de la capacidad de experimentar emociones
humanas normales. Tiene seis hijos y, sin embargo, odia a los niños; no los
quiere, y tampoco a Ed. Y siempre está preñada. Está loca. Es la mente de un
crío de dos años la que controla al mundo.
No dije nada.
—Tiene el aspecto de un ama de casa de
los suburbios, triunfadora y perteneciente a la clase media alta del Condado de
Marin, esa clase de gente que da barbacoas. Pero, a cambio, es una loca de
primer grado. —Abrió la puerta delantera y salió—. Me voy a San Francisco
—anunció—. Visitaré a Charley. Cerciórate de estar aquí cuando lleguen las
niñas. Ya sabes cuánto las asusta llegar a casa y no encontrar a nadie.
—Sí —afirmé.
Desde el ataque al corazón de su padre
las dos niñas habían experimentado mucha ansiedad durante la noche, pesadillas,
por ejemplo, y períodos en los que eran difíciles de manejar. Y Elsie había
empezado a hacerse pis de nuevo en la cama. Ahora las dos pedían un vaso de
leche cada noche antes de irse a la cama. Probablemente eso tenía mucho que ver
con hacerse pis.
Sabía que en realidad no bajaba a San
Francisco para ver a Charley, sino que iba a reunirse con Nat Anteil, quizá en
alguna parte entre Point Reyes y Mili Valley, posiblemente en Fairfax, para
almorzar con él. Habían tenido problemas para verse desde que su mujer, Gwen,
empezara a sospechar del tiempo que pasaban juntos e insistiera en acompañarle
por las noches. Como su mujer ya no le dejaba seguir visitando a Fay a solas,
Nat y mi hermana se veían a escondidas.
Y en una ciudad pequeña, donde todo el
mundo se conoce, resultaba muy difícil, si no imposible, mantener una relación
secreta. Si entras en un bar con la mujer de otro, todo el mundo presente te
reconoce, y al día siguiente aparece escrito en la Baywood Press. Si te
detienes a comprar gasolina, Earl Frankis, propietario de la Standard Station,
reconoce tu coche y a ti. Si vas a la oficina de correos, te reconocen, ya que
el cartero conoce a todo el mundo de la zona, es su trabajo. El barbero te ve
cuando pasas delante de su local. El hombre del mercado se sienta ante la caja
y mira la calle todo el día. Todas las dependientas del Mayfair conocen a todo
el mundo, ya que compran allí. Así que Fay y Nat tenían que verse fuera de la
zona si es que querían verse. Y si su relación se convirtió en un asunto
público, no fue culpa mía.
Sin embargo, se las habían apañado
bastante bien para mantenerlo en secreto. Cuando bajaba a la ciudad de compras,
no oía a nadie comentarlo, ya fuera en el Mayfair, la oficina de correos o el
drugstore. Varias personas me preguntaron cómo estaba Charley. Así que habían
sido discretos. Después de todo, incluso la esposa de Nat lo ignoraba. Lo único
que sabía con certeza era que él y Fay habían estado en casa de ésta solos
varias veces, y sin duda que Nat le había contado que yo me encontraba
presente, y, posiblemente, también las niñas. Resultaba probable que él y Fay
se hubieran inventado una historia para explicarlo... Fay tenía la Enciclopedia
Británica, por ejemplo, y el gran diccionario Webster, y Nat siempre podía
aducir que iba a usar sus diversos libros de referencia. Y ella ya había dado
el pretexto de que necesitaba ayuda para cuadrar la chequera. Y todo el mundo
al noroeste del Condado de Marin sabía que Fay los llamaba a todos y les pedía
favores; utilizaba a todo el que conociera, y la visión de Nat Anteil
conduciendo hasta su casa o siendo llevado por ella no podía despertar
comentarios, pues para ellos se convertía en otra persona atrapada, que le
hacía el trabajo mientras ella se sentaba en el patio a fumar y leer el New
Yorker.
El hecho real es que, a pesar de todas
sus actividades enérgicas, como las subidas a los riscos, la jardinería y el
badmington, mi hermana siempre había sido perezosa. Si pudiera, dormiría hasta
el mediodía. Su idea del trabajo es el de pasar dos noches por semana —cuatro
horas— haciendo marmitas de arcilla, algo que los Bluebird hacían por la tarde
con el mismo esfuerzo... y para ellos era una diversión. La casa tenía cinco o
seis estatuas que Fay había realizado, y a mis ojos no se parecían a nada que
hubiera en la Tierra. Cuando construí un sintonizador en mis días de escuela,
solía pasarme días enteros enfrascado en ello, diez horas ininterrumpidas.
Jamás vi a Fay pasarse más de una hora con algo; pasado de ese tiempo se
aburría, lo dejaba y se ponía a hacer otra cosa. Por ejemplo, no soportaba
planchar. Le resultaba tedioso. Quiso que yo lo intentara, pero, sencillamente,
no conseguí adquirir el toque necesario, de modo que había que llevar la ropa a
que la plancharan en la tintorería de San Rafael. Su idea del trabajo, del
trabajo creativo, provenía de los parvularios progresistas a los que había ido
de niña allá por los años treinta. Nunca había tenido que trabajar, como yo lo
había hecho y todavía lo hago.
Pero yo no ponía objeción a hacer el
trabajo por ella, como le sucedía a Charley y, hasta cierto punto, a Nat. No
estaba muy seguro de cómo se sentía Nat, o si comprendía que además de mantener
una relación emocional con él también le utilizaba del mismo modo que utilizaba
a todo el mundo que la rodeaba. De hecho, utilizaba a sus hijas. Las había
convencido de que era su trabajo prepararse el desayuno los sábados y los
domingos, y hasta que llegué yo sencillamente se negaba a hacérselo los fines
de semana, sin importarle lo hambrientas que estuvieran. Por lo general ellas
se preparaban leche con cacao y sándwichs de mermelada y se iban a ver la
televisión hasta la tarde. Yo puse fin a esa costumbre, por supuesto,
haciéndoles incluso unos desayunos más completos que los que les hacía durante
la semana. Me daba la impresión de que los domingos en especial debían tomar un
desayuno realmente importante, de modo que les hacía tortitas con bacon... y
otras veces tortitas con fresas... En otras palabras, algo que constituía un
genuino desayuno dominical. También Charley, antes de su ataque al corazón, lo
apreciaba. Sin embargo, Fay se quejaba de que preparaba tanta comida que ya
empezaba a engordar. De hecho, se irritaba cuando entraba en la cocina y veía
que en vez del pomelo, las tostadas, el café y la compota de manzana yo había
preparado bacon, huevos, cereales y tortitas. Se enfurecía porque quería
comerlo, y al carecer de la capacidad de negarse algo, tarde o temprano se
comía lo que yo había cocinado, manteniendo el labio inferior hacia delante en
un gesto petulante durante todo el desayuno.
Una mañana, cuando me levanté como
siempre antes que los demás —a eso de las siete de la mañana— y fui del
dormitorio a la cocina para descorrer las cortinas, poner agua al fuego para el
café de Fay y comenzar a preparar el desayuno, vi que la puerta del estudio
había sido cerrada con llave desde el interior. Lo supe nada más verla, ya que,
a menos que se la cerrara, siempre se quedaba un poco abierta. Tenía que haber
alguien dentro, y sospeché que se trataba de Nathan Anteil. Para corroborarlo,
a eso de las siete y media, cuando las niñas se habían levantado y Fay se
estaba cepillando el pelo, Nat apareció por la parte delantera de la casa.
—Hola —nos saludó.
Las niñas se le quedaron mirando; luego
Elsie preguntó:
—¿De dónde has salido? ¿Dormiste aquí
anoche?
—No —contestó Nat—, acabo de entrar por
la puerta delantera. Nadie me oyó. —Se sentó a la mesa y dijo—: ¿Puedo
desayunar con vosotros?
—Claro —dijo Fay, sin mostrar sorpresa
alguna por verlo.
¿Por qué iba a mostrarla? Pero ni
siquiera lo fingió, no le preguntó por qué había venido tan temprano... Después
de todo, nadie va a visitarte a las siete y media de la mañana.
Coloqué un plato, cubiertos y taza extras
para él, y, al rato, ahí estaba Nat comiendo con nosotros, tomando su melón,
cereales, tostadas, bacon y huevos. Como siempre, tenía un buen apetito;
disfrutaba con ganas de la comida que ingería, la comida que Charley Hume,
enfermo en el hospital, le suministraba.
Tan pronto como acabé de limpiar la mesa
y lavar los platos, fui a mi cuarto y me senté en la cama para registrar en mi
cuaderno de notas el hecho de que Nathan Anteil había pasado la noche allí.
Más tarde, aquella misma mañana, después
de que Nat se marchara y yo estuviera ocupado barriendo el patio, Fay se me
acercó.
—¿Te molestó tener que prepararle el
desayuno? —preguntó.
—No.
Con agitación mal disimulada, se quedó
conmigo mientras yo trabajaba. De repente, estalló con su temperamento
impaciente.
—Sin duda eres consciente de que pasó la
noche en el estudio. Estaba trabajando en sus estudios, y se encontraba tan
cansado que no era capaz de ir a su casa, así que le dije que podía dormir en
el estudio. No pasa nada, pero cuando vayas a ver a Charley no se lo cuentes,
podría alterarse por nada. —Asentí sin dejar de trabajar—. ¿De acuerdo?
—insistió.
—No es asunto mío —comenté—. No es mi
casa.
—Cierto —dijo—. Pero eres tan insensato
que no se sabe qué podrías hacer.
No le respondí. Sin embargo, mientras
continuaba con mi tarea, me concentré en construir mentalmente un método mucho
más vivido para presentarle los hechos verdaderos a Charley. Una dramatización,
como las que se ven en televisión cuando te muestran, digamos, los efectos del
Anacin o la aspirina. Algo que de verdad le transmitiera el mensaje.
Once
En la cabeza de Nat Anteil había
aparecido una sospecha, y no podía hacer nada para quitársela de encima. Le
parecía que Fay Hume se había involucrado con él porque su marido se estaba
muriendo y quería tener la seguridad que, cuando ello sucediera, tendría a otro
hombre que ocuparía su lugar.
Pero, pensó, ¿qué hay de malo en ello?
¿Es antinatural para una mujer con dos hijas que cuidar, más una casa grande,
más todos esos animales y esa tierra, querer un hombre que le descargue la
responsabilidad de los hombros?
Era la intencionalidad del acto lo que le
molestaba. Ella le había visto, y le había elegido y preparado para conseguirle
a pesar del hecho de que estaba casado y ya tenía una vida planeada. A ella no
le importaba que deseara conseguir una carrera universitaria y que su mujer y
él se mantuvieran de forma tan modesta; ella sólo le veía como un apoyo a su
vida. O, al menos, es lo que sospechaba. No lograba entender su posición;
parecía genuina y emocionalmente involucrada con él, y era posible que lo
estuviera incluso contra su propia voluntad. Después de todo, corría un riesgo
terrible, poniendo en peligro su casa y hogar, su vida entera, por los
encuentros que mantenía en secreto.
Cuando llego a esa conclusión, no logro
entenderla del todo, pensó. No hay manera de saber con cuánta intencionalidad
actúa, lo consciente que es de las consecuencias de sus actos. En la superficie
parece impaciente, infantil, que desea algo en el presente inmediato, sin
preocuparse por el futuro. Juega para la ganancia a corto plazo. Decididamente,
nos vio a Gwen y a mí y quiso conocernos; nunca ha habido dudas al respecto. Y
ella misma reconoce que es egoísta, que está acostumbrada a salirse con la
suya. Que si se le niega algo, le da un ataque de rabia. El mantener una
relación conmigo —cuando es un pilar de la comunidad, propietaria de un hogar tan
grande e importante, que conoce a todo el mundo y tiene a dos niñas en la
escuela— demuestra lo corta de vista que es. ¿Es éste el acto de una mujer que
piensa en las consecuencias a largo plazo?
Sin embargo, pensó, yo me considero una
persona madura y responsable, y me he involucrado con ella. Tengo mujer,
familia, una carrera en la que pensar y, no obstante, estoy poniendo todo en
peligro con esta relación; estoy tirando —posiblemente— el futuro por algo del
presente.
¿Podemos llegar a conocer nuestros
propios motivos?
En realidad, un ser humano es un
organismo biológico que se va desplegando, que muy a menudo se ve atrapado por
fuerzas instintivas. No es capaz de percibir el objetivo de esas fuerzas, cuál
es su meta. De lo único que es consciente es de la tensión que ponen en él, la
presión. Le obligan a hacer algo. Pero, ¿por qué?... Es incapaz de contestar en
ese momento. Quizá después. Algún día tal vez sea capaz de mirar hacia atrás y
ver exactamente por qué me involucré con Fay Hume, y por qué ella arriesgó todo
para relacionarse conmigo.
En cualquier caso, tengo la convicción de
que sea cual fuere la razón, es un asunto profundamente serio, profundamente
responsable y calculado, y no el capricho del momento. Ella sabe lo que está
haciendo, mejor que yo.
Y me está utilizando; es la principal
manipuladora en este asunto, siempre lo ha sido, y yo no soy más que su
instrumento. ¿En qué me convierte eso? ¿Dónde me coloca? ¿Mi vida ha de
modificarse para ponerse al servicio de otra persona, de una mujer que está
decidida a mantener a su familia sobre una base operativa segura y a la que no
le importa destrozar el matrimonio de otro, su futuro, sus sueños, con el fin
de conseguirlo?
Pero si no es consciente de ello, si
actúa de manera instintiva, ¿puedo considerarla moralmente responsable?
¿Estoy pensando como el universitario que
soy?
Llevaba días atormentándose con tales
ideas. Y parecía que cada vez se hundía más en la ciénaga circular del
raciocinio puro. De nuevo se encontraba en su clase de filosofía, donde el
debate no llevaba a la solución o la comprensión, sino a más y más preguntas.
Las palabras engendraban palabras. Los pensamientos engendraban una
preocupación febril con el pensamiento, con la lógica como tal.
¿Quién lo sabría? ¿Fay? ¿Su hermano? ¿Charley?
Si alguien lo sabe, debe ser Charley
Hume, allí tumbado en la cama del hospital.
O quizá él tampoco lo resolvió nunca. Por
lo que Fay había dicho, en apariencia Charley había sido ambivalente hacia
ella, a veces amándola con perdida devoción y otras sintiéndose tan atrapado,
tan victimizado y degradado, convertido en un objeto, que le había tirado una
cosa tras otra a la cabeza. Charley, ingresado en el hospital, sabía más de lo
que él había sabido jamás; poseía la débil intuición —a veces— de que su mujer
le había utilizado por motivos personales para construirle una gran casa, que
también utilizaba a sus hijas, y a todo el mundo... pero, entonces, esa
intuición se desvanecía y se quedaba sólo en el amor desesperado que sentía por
ella. ¿No se trataba de un patrón histórico entre hombres y mujeres? Las
mujeres obtenían la ventaja de forma indirecta, por medio de la astucia.
Y el problema es, se dio cuenta, que una
vez que empiezas a pensar así, que empiezas a buscar indicios de que estás
siendo utilizado, encuentras evidencias por todas partes. Paranoia. Si ella te
pide que la lleves a Petaluma para recoger un saco de cincuenta kilos de
alimento para patos, que, claramente, no puede levantar, ¿es una señal de que
ya no eres un hombre, un ser humano, sino sólo una máquina capaz de levantar un
saco de cincuenta kilos y meterlo en la parte de atrás del coche?
¿Es que no elige todo el mundo a sus
amigos porque les son útiles? ¿Un hombre no se casa con una mujer que le
halaga, que le hace cosas como cocinar y comprarle ropa? ¿No es natural? ¿El
amor es natural cuando une a personas que, de lo contrario, no serían de valor
práctico la una para la otra? Continuó razonando de esta forma.
Un domingo por la mañana, él y Fay fueron
hasta el Point, al rancho de los McClure. Esta zona quizá se convierta algún
día en un parque estatal, esta altiplanicie salvaje, parecida a un marjal, que
llegaba hasta el borde del océano, una de las partes más desoladas de los
Estados Unidos, con un clima distinto al del resto de California. De momento,
sin embargo, pertenecía a las diversas ramas de la familia McClure y se usaba,
como la mayoría de la tierra del Point, para la cría de vacas lecheras de
primera calidad. Los McClure ya habían donado una extensión de costa al estado,
y se había convertido en una playa pública. Pero el estado quería el resto de
su rancho. Los McClure amaban la región y su rancho, y la batalla por la tierra
ya llevaba bastante tiempo desatada, con el problema aún sin resolver. Casi
todo el mundo de la zona quería que los McClure se quedaran con su rancho.
En aquellos días hacía falta tener
amistad con alguien de la familia McClure para obtener permiso para cruzar el
rancho hasta la costa. El camino que lo atravesaba —quizá de unos dieciséis
kilómetros de largo— era de grava roja apisonada, profundamente marcada debido
a las lluvias de invierno. Un coche que se metiera en uno de los surcos o en la
tierra de pastoreo se quedaba atascado. Y no había ningún teléfono para llamar
a la AAA.
Mientras conducían, saltando a medida que
el coche se deslizaba de un lado a otro, Nat fue cada vez más consciente de lo
aislados que se encontraban aquí. Si les sucediera algo, sería imposible
conseguir ayuda. A cada lado del camino se veía ganado en estado semisalvaje.
No vio ningún poste de telégrafo, ningún cable o señal de electricidad. Sólo
las colinas rocosas cubiertas de pasto. En alguna parte más adelante estaba el
océano y el fin del camino. Nunca había venido hasta aquí. Fay, por supuesto,
sí, varias veces, para recoger orejas de mar. El camino no parecía molestarla;
llevaba el volante confiada, charlando de diversos temas.
—El problema de tener un VW o cualquier
coche deportivo en esta zona —le dijo—, es que si chocas con un ciervo,
vuelcas. Estás muerto. O con una vaca. Algunas de esas vacas pesan lo mismo que
un VW.
A él le pareció una exageración, pero no
dijo nada. El trayecto le había mareado y se sentía de nuevo como un niño, con
su madre al volante.
En algunos aspectos eso resumía su
relación con ella. Tenía una actitud hacia los hombres similar al de una madre
hacia los niños; daba por hecho que eran más frágiles, que vivían menos, que
eran peores que las mujeres para solucionar los problemas. Comprendió que se
trataba de un mito de la época. Todos los productos de consumo iban dirigidos
al mercado femenino... las mujeres controlaban el dinero y los fabricantes lo
sabían. En los dramas de la tele, se mostraba a las mujeres como las
responsables, mientras que a los hombres les daban los papeles más estúpidos...
Me esforcé tanto, pensó, en cortar con mi
familia —en particular con mi madre— y emprender mi camino, en ser
económicamente independiente, en establecer mi propia familia. Y ahora me he
mezclado con una mujer fuerte, exigente, calculadora, que ni siquiera
parpadearía en devolverme otra vez a aquella vieja situación. De hecho, para
ella resultaría perfectamente natural.
Cada vez que salían juntos en público,
Fay le elegía de antemano la ropa. Estaba en su papel darle su aprobación. «¿No
crees que deberías ponerte una corbata?», decía. A él jamás se le había pasado
por la cabeza emitir un juicio sobre lo que ella se ponía, decirle, por
ejemplo, que creía que unos pantalones cortos y una camiseta no eran adecuados
para un supermercado, o que una chaqueta de ante, unos pantalones verdes, gafas
oscuras y sandalias constituían un conjunto grotesco, que no debía llevarse en
ninguna parte. Si usaba colores que chocaban entre sí, él, sencillamente, los
aceptaba como una parte de ella, los tomaba como un postulado de su existencia.
Los surcos marcados en la roca del
sendero terminaron ante una arboleda de cipreses que había en el borde de los
riscos que daban al océano. En el centro de la arboleda vio una granja vieja y
pequeña, bien cuidada, con un jardín y una palmera a la entrada, y
construcciones laterales que parecían mucho más antiguas que cualquiera que
hubiera visto en California, a excepción de los edificios españoles de adobe
que, por supuesto, eran ahora monumentos históricos. La granja y las
construcciones laterales —a diferencia de otras estructuras que había visto—,
estaban pintadas de color oscuro. También el jardín tenía un tono marrón, y la
palmera mostraba la cualidad espesa y velluda de los árboles de su especie. Los
edificios parecían abandonados, tanto, que se preguntó si alguien había estado
allí en el último mes. Pero todo había quedado en perfecto orden. Aquí, tan
apartados de los coches y la gente, nadie se aventuraba a causar daño. Ni los
merodeadores llegaban tan lejos.
—Algunas de estas construcciones tienen
cien años de antigüedad —le dijo Fay mientras sacaba el coche del camino, que
terminaba en un portón cerrado, y lo metía en un pequeño campo herboso. Se
detuvo delante de una valla de alambres de espino y apagó el motor—. Desde aquí
vamos a pie.
Llevaron el equipo de pesca y sus
almuerzos desde el coche a la valla. Fay alzó un alambre y se deslizó con
facilidad entre ése y el de abajo, pero él tuvo que usar el portón; no se
sentía tan delgado como ella. Después siguieron un sendero a través de la
hierba y comenzaron a descender por una pendiente arenosa cubierta con
escarchada. Entonces oyó el oleaje del océano. El viento sopló más fuerte. Bajo
sus pies, la arena crujió y cedió; tuvo que echarse al suelo y aferrarse a un
manojo de escarchada. Delante de él, Fay resbaló y trastabilló, recuperó el
equilibrio y continuó sin detenerse, sin dejar de decirle cómo ella, Charley,
las niñas y diversos amigos habían venido a esta playa; lo que les había
costado bajar, qué habían atrapado, cuáles eran los peligros, quién había
estado asustado y quién no... Nat siguió bajando esforzadamente tras ella,
pensando que las mujeres podían ser divididas en dos clases: las que eran
buenas escaladoras y las que se apelotonaban juntas. Una mujer que escalaba
bien no era igual que las demás. Probablemente, la diferencia impregnaba cada
parte de sus aparatos físicos y mentales; en este momento le pareció algo
crucial, vital para él.
Fay ya había llegado a unas salientes
rocosas. Detrás de ella vio lo que parecía ser una caída en picado y, luego, la
superficie de las rocas muy abajo, y el oleaje. Acuclillándose, Fay descendió
paso a paso hasta un reborde, y allí, entre la arena y las piedras que habían
caído, cogió una cuerda sujeta a una estaca metálica empotrada en la roca.
—A partir de ahora —gritó desde donde se
encontraba—, se baja con cuerda. —Santo Dios, pensó él—. Las niñas lo hacen
—añadió.
—Te diré la verdad —indicó él,
deteniéndose con los pies bien abiertos y manteniendo el equilibrio con
cuidado—. Yo no estoy seguro de poder hacerlo.
—Yo bajaré las cosas —indicó Fay—. Pásame
las mochilas y las cañas de pescar.
Empezó a alcanzarle las cosas con
cautela. Fay se puso las mochilas a la espalda y desapareció después de aferrarse
a la cuerda. Pasado un rato, reapareció, en esta ocasión bastante más abajo, de
pie en la playa y mirándole casi directamente a los ojos, una figura pequeña
entre las rocas.
—Todo bien —gritó, llevándose las manos a
los lados de la boca.
Maldiciendo, totalmente asustado, medio
se deslizó, medio saltó hasta el reborde donde estaba la cuerda. La encontró
bastante corroída, y eso no mejoró su moral. Pero por primera vez descubrió que
el risco no bajaba en picado, que tenía puntos de apoyo fáciles para los pies,
y la cuerda sólo era una medida de seguridad. Incluso sin ella, en una
situación de emergencia, una persona podía bajar y subir. La cogió y empezó a
bajar, con un pie detrás del otro, hasta la playa. Cuando llegó, observó que
Fay, mientras tanto, se había ido a buscar un sitio donde las aguas fueran algo
profundas para pescar. Ni siquiera se molestó en verle descender.
Más tarde, con las cañas metidas entre
rocas, pescaron en un estanque formado por la marea. Varios cangrejos se movían
en el agua, y vio una estrella de mar de muchas puntas, de una clase que nunca
antes había visto. Doce puntas... de un anaranjado brillante.
—Es una babosa de mar —dijo Fay,
señalando un bulto pequeño indescriptible.
Usaron mejillones como cebo. Según Fay,
era posible coger truchas de mar. Pero no vieron ningún pez en el estanque, y
tanto él como ella no esperaban tener mucha fortuna. En cualquier caso,
resultaba estimulante estar en esta playa desierta en la base de un risco, que
sólo era accesible por cuerda... y no había latas de cerveza, ni cáscaras de
naranjas, sólo conchas de orejas de mar y de berberechos, y las rocas negras y
resbaladizas en las que se podían encontrar los berberechos y las orejas de
mar.
—Deja que te haga una pregunta —comentó
él.
—De acuerdo —contestó ella somnolienta.
Casi se había quedado dormida apoyada
contra las rocas. Llevaba una camisa de algodón, unos pantalones de lona con
manchas de agua y unas viejas zapatillas de tenis.
—¿Adónde va nuestra relación?
—El tiempo lo dirá —contestó Fay.
—¿Tú adónde quieres que vaya?
Ella abrió un ojo y lo miró
detenidamente.
—¿No eres feliz? Santo Dios... recibes
unas comidas gloriosas, usas mi coche, mi tarjeta de crédito, te he comprado un
traje decente de última moda con mi dinero... y, además, me follas, ¿no es
verdad?
Esa palabra siempre le había molestado,
desde la primera vez que oyó a Fay emplearla. Ahora, por supuesto, ya no
dejaría de usarla; se había dado cuenta de la reacción que provocaba en él.
—¿Qué más quieres? —preguntó ella.
—Pero, ¿qué es lo que quieres tú de la
relación? —insistió él.
—Tengo un hombre agradable. Un hombre muy
atractivo. Tú lo sabes. Eres el hombre más guapo que he visto en toda mi vida;
apenas te vi aquel día quise llevarte a la cama y follarte. ¿No te lo dije?
—Echémosle un vistazo a las posibilidades
—comentó él con paciencia—. Primero, tu marido se recuperará, o no lo hará. Lo
cual significa que puede llegar a salir del hospital, o no. ¿Te das cuenta de
que no sé qué sientes hacia él? Si prefieres que regrese, y si lo hace...
—¿Sabes?, podríamos echarnos en la arena
y follar —le interrumpió.
—Maldita seas.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Porque estoy
usando las mismas palabras que tú? Lo haces, y no importa cómo lo llames. Me
follas; me has follado... cinco veces. Escucha —dijo, poniéndose seria de
golpe—. La última vez, mientras lavaba mi diafragma después de acabar... ¿te lo
conté?
—No —contestó con aprensión.
—Estaba comido. Corroído. ¿Estás seguro
de que tu esperma no tiene una especie de ácido sulfúrico? Santo Dios, estaba
totalmente estropeado... me vi obligada a ir hasta Fairfax y comprar otro, y
tuvieron que medirme otra vez... me dijo que siempre deberían medirme cuando
usara un diafragma nuevo. No lo sabía. He cambiado de diafragma seis o siete
veces sin que me midieran. Me dijo que había estado usando uno demasiado
pequeño. Es una suerte que se haya desgastado.
Después de una pausa, él intentó reanudar
su propio tema.
—Quiero saber si estás interesada en mí
sobre una base permanente.
—¿Qué pasaría si dijera que no? —preguntó
ella.
—Bueno, sólo siento curiosidad.
—¿Importa? ¿Por qué necesitas estas
respuestas importantes? Santo Dios.
—Recuerda, tengo una esposa —dijo con
furia creciente—. Para mí es importante saber dónde estamos tú y yo.
—¿Te refieres a si «mis intenciones son
honorables»?
—Sí —aceptó finalmente.
—Estoy enamorada de ti —dijo Fay—. Tú
sabes cómo influyes en mí; nadie ha influido así en toda mi vida. Pero... te
refieres a que estás pensando en el matrimonio, ¿verdad? ¿Podrías mantenerme?
Los gastos de la casa son de doce mil dólares al año, ¿lo sabías?
—Sí.
—¿Podrías mantenernos a mí y a las niñas
con tu sueldo?
—Es de suponer que habría algún tipo de
acuerdo —indicó él.
—Yo soy dueña de la mitad de la casa
—comentó ella—. Bienes comunes. Mi capital es de unos quince mil dólares. Y
tengo acciones de la compañía Ford que Charley me regaló. Recibo unos cien al
mes de las acciones. Y otros ciento cincuenta de un apartamento en Tampa,
Florida. Así que ingreso doscientos cincuenta al mes, y eso es todo lo que
tengo, excepto que me quedo con el Buick; es mío.
—¿Considerarías separarte de Charley?
—preguntó—. ¿Si se recupera?
—Bueno —comenzó ella—, a las niñas les
gustas. Le tienen miedo a Charley porque le han visto pegarme. Tú nunca me has
pegado. ¿Lo harías? De verdad que no lo soporto; casi le dejé en un par de
ocasiones. Estuve a punto de ir a ver al sheriff Chisholm para que le arrestara
por comportamiento violento... quizá tendría que haberlo hecho. —Calló un
instante, concentrada—. Realmente, debería quedarme con la casa. Es mía.
Debería dármela.
—Es una casa bonita —dijo él.
Imaginó cómo sería. En parte —tal vez en
su totalidad— vivirían del dinero de Fay, y en la casa de Fay. Las niñas serían
de ella. También el coche. Por supuesto, comería bien... dando por sentado que
el acuerdo con Charley se resolviera a favor de ella. Pero, ¿y si Charley
contrataba abogados y la acusaba de adulterio? ¿Si la acusaban de no ser una
buena madre? Posiblemente, acabaría sin ningún acuerdo, sin recibir ninguna pensión,
sin nada para mantener a las niñas.
—Tú no tendrías que mantener a las niñas.
Sé que él se ocuparía siempre de su bienestar. —asintió—. ¿Cómo te sentirías
teniendo que vivir de mi dinero?
—¿Cómo te sentirías tú?
—No me molestaría. El dinero es dinero,
nada más. Sería dinero que recibiría de él.
—Supón que algo saliera mal y no
obtuvieras nada —comentó él—. Que terminaras sin un centavo, que tuvieras que
vivir sólo con lo que gano yo.
—Podrías abandonar los estudios
—contestó—. Dedicarte a un trabajo de jornada completa. ¿No serías capaz de
ganar lo suficiente en el terreno inmobiliario para mantenernos? Conozco a un
hombre, de San Francisco, que gana catorce mil al año en los bienes inmuebles.
Los hombres hacen fortunas en ese campo.
Entonces, pasó a contarle todos los
tratos, todas las fortunas rápidas y vidas cómodas que según había oído
llevaban los corredores de fincas y los especuladores de terrenos. Por ejemplo,
el apartamento que tenían en Tampa. Casi no les había costado nada. Charley era
muy bueno en seleccionar propiedades baratas... sus diez acres aquí, en el
Condado de Marin, no les habían costado demasiado, y durante un tiempo tuvieron
opciones para comprar todo tipo de tierra alrededor de esta zona, incluyendo
alguna muy selecta.
—En última instancia —dijo él—, creo que
me iría mucho mejor si consiguiera la licenciatura.
—Oh, mierda. Yo tengo una en artes y no
podría ganar ni un centavo con ella. No estaba cualificada para ningún trabajo
de remuneración alta, para ningún trabajo profesional, y cuando solicité uno de
esos trabajos que le dan a las graduadas, mecanografía, cosas de oficina, se
mostraron suspicaces conmigo porque tenía una licenciatura. Me dijeron que «no
sería feliz». Fue antes de que me casara, por supuesto. Preferiría estar muerta
antes que trabajar en una oficina, ahora que he tenido la oportunidad de llevar
una vida verdaderamente feliz. Me encanta el campo, ésta es una zona tan
hermosa... No volvería a la ciudad por nada del mundo. Acabaría conmigo.
El mensaje está claro, pensó él. No haría
ningún esfuerzo por verme acabar la carrera. No permitiría que su nivel de vida
bajara un ápice. Ni siquiera estaría dispuesta a dejar el Condado de Marin ni
su casa; querría —esperaría— continuar exactamente de la misma manera, pero
conmigo como marido, en vez de Charley.
De hecho, obtendría todo lo que ha
recibido de Charley, pero sin él. Es la única parte que no le interesa. Le
gustaría tenerme en su lugar. Pero con todo lo demás exactamente igual.
No tendríamos una vida compartida.
Sencillamente, yo encajaría en una ranura de la que Charley había sido
expulsado. Entraría en su vida y ocuparía una zona específica.
Pero, ¿sería una vida tan terrible?, se
preguntó.
La casa era mucho mejor que la que él
podría esperar comprar, construir o alquilar, con su limitada capacidad de
ganar dinero. Y, sin duda alguna, ella era una persona excepcional. Era una
compañera extraordinaria para un hombre: maldecía, le gustaba la escalada,
practicaba deportes... estaba dispuesta a probar cualquier cosa. Tenía un
verdadero sentido de la aventura, de la exploración.
Un día habían ido juntos hasta los
puestos de ostras para comprar un cuarto de kilo de ostras frescas. Cuando vio
el bote y los rastrillos que empleaban para su captura, de inmediato quiso
salir y acompañar a los hombres que las recogían. Preguntó a qué hora partía el
bote —se trataba de una barca que llevaba a dos o tres hombres y su equipo—, y
si los podía acompañar. Todos ellos, el mexicano que abría las ostras, el
patrón y él mismo, habían quedado impresionados por esa mujer delgada que no
tenía ningún reparo, ninguna ansiedad.
Era tan intenso estar con ella, pensó.
Descubre tantas cosas en cada situación. Cuando conducían veía cosas que a él
se le pasaban por alto... vivía con mucha más intensidad. Por supuesto, sólo
vivía en el presente. Y carecía de habilidad para reflexionar. O, más aún, para
acabar una lectura o para contemplar. Poseía un alcance limitado de atención,
como un niño. Pero, a diferencia de un niño, poseía la habilidad de perseguir
una meta durante un largo período de tiempo... y de nuevo se encontró
preguntándose: ¿Durante qué período de tiempo? ¿Años? ¿Toda su vida? Cuando
quiere algo, ¿se rinde alguna vez?
Intuía que jamás se rendía, que cuando
parecía ceder sólo estaba tomándose un descanso.
Y todos nosotros somos cosas que ella
quiere o no quiere, pensó. Da la casualidad de que yo soy algo que quiere: me
quiere como su marido.
¿No soy afortunado? ¿No es posible que un
hombre pueda tener una vida más completa, feliz, siendo utilizado por una mujer
excitante como ésta en vez de vivir su propia vida monótona y limitada? ¿No es
ésta la tendencia de nuestra época, el nuevo papel que han de desempeñar los
hombres? ¿Es necesario que sea yo quien persiga los objetivos que me he
propuesto alcanzar? ¿Puedo acceder a otra persona más vital y activa y
permitirle que me establezca los objetivos?
¿Qué hay de malo en ello?
Sin embargo, sintió que estaba mal.
Incluso en asuntos insignificantes... Por ejemplo, cuando le servía ensalada,
que a él no le gustaba, porque ella creía que tenía que comerla. No le servía
lo que él deseaba; incluso en esto le trataba como a un niño y le servía lo que
debía comer.
—Las patatas tienen vitaminas y minerales
—le había informado Elsie.
Y las dos niñas, juguetonamente, decían
que era «un chico grande y bueno». El chico más grande —el único— que cenaba
con ellas. Nada de un papaíto. No como el hombre del hospital. Me pregunto si
terminaré pegándola. Jamás había golpeado a una mujer; no obstante, ya empezaba
a sentir que Fay era la clase de mujer que impulsaba a un hombre a golpearla.
Que no le dejaba otra alternativa. Sin duda que ella no se daba cuenta: no
resultaría ventajoso para ella darse cuenta...
Y el ataque al corazón que sufrió Charley.
Cuando llegue el momento en que le haya dado lo que quiere, que se canse, o me
tenga miedo y quiera deshacerse de mí, ¿también yo sufriré un ataque al
corazón?
Hasta cierto punto, sentía miedo de ella.
Si es capaz de hacerme ir tan lejos,
pensó, de que me arriesgue a perder a mi esposa por tener una relación con
ella, entonces sí que conseguirá que llegue hasta el final. ¿Por qué no?
Divorciarme de Gwen y casarme con ella. Dando por hecho, claro está, que se
haya librado de Charley de manera más permanente. Y si yo no quisiera recorrer
todo el camino, si, en algún momento, deseara liberarme...
No tendría mucha suerte, pensó.
Enfrentémonos a la situación... seguro
que es demasiado tarde. Ahora ya no podría librarme de ella.
Pero, ¿por qué no? Sencillamente, lo
único que tendría que hacer sería dejar de verla. ¿Soy tan débil que me resulta
imposible hacerlo?
Llegó a la conclusión de que en algún
momento, si Fay lo deseaba, encontraría los medios para atraerle de nuevo.
Alguna noche llamaría y diría algo, pediría algo, y él sería incapaz de
negarse; es decir, no querría negarse.
Es una persona tan peculiar, pensó. Tan
compleja. Por una parte parece tan ágil, tan atlética y, sin embargo, la he
visto parecer tan torpe que me ha avergonzado. Da la impresión de poseer una
habilidad tan dura, mundana, y en algunas situaciones es como una adolescente:
rígida, con viejas actitudes de clase media, incapaz de pensar por sí misma,
alguien que recurre a las viejas certezas... una víctima de las enseñanzas de su
familia, escandalizada por lo que escandaliza a la gente, deseando lo que
habitualmente desea la gente. Quiere un hogar, un marido, y su idea de un
marido es un hombre que gana una cierta cantidad de dinero, que la ayuda con el
jardín, lava los platos... la idea de un buen marido que se encuentra en las
tiras cómicas de la revista This Week; un punto de vista que procede del
estrato más vulgar, ese mundo inmenso y ubicuo de la vida familiar burguesa,
transmitido de generación en generación. A pesar de su lenguaje soez.
Igual que una pequeña ama de casa... así
se había calificado un día, mientras se quitaba la ropa para acostarse con él.
Fue por la tarde, cuando su hermano se hallaba de compras en Petaluma. Se había
reído al escucharla referirse a sí misma como una pequeña ama de casa.
¿Por qué me siento tan atraído hacia
ella?, se preguntó. ¿Es atracción física? En el pasado jamás se había sentido
atraído por mujeres delgadas, y sin duda ella lo era; a veces incluso parecía
flacucha. ¿Se trataba, quizá, de esos valores de clase media? Le daba la
impresión de que en ella había algo fuerte y sensato. Posiblemente admiro esos
valores, pensó. Creo que sería una buena esposa porque cree en lo que cree,
porque es de tan clase media. Desde luego es un asunto muy poco revolucionario,
conservador. El matrimonio es un asunto muy conservador.
En un nivel profundo, confío en ella. Es
decir, confío en el entrenamiento que ha sido grabado en ella, en la herencia.
Cosas que no inventó y que apenas controla. No obstante, entiende que bajo toda
su extravagancia es una persona bastante corriente... en el mejor de los
sentidos posibles. No es atractiva porque sea inusual y estimulante, sino
porque ha encontrado algo estimulante en lo corriente... es decir, en ella
misma.
—Eres una conservadora, ¿verdad? —le
preguntó.
—¿Es que no lo sabías? —contestó Fay—.
Santo Dios, ¿qué creías que era? ¿Una beatnik?
—¿Por qué estás tan interesada en mí?
—exigió.
—Porque eres un buen material como marido
—contestó Fay—. Estoy siendo muy astuta; no hay nada romántico en ello.
Eso le dejó sin una réplica. Ella se echó
hacia atrás, se apoyó contra la roca, cerró los ojos y disfrutó del sol y del
ruido de las olas, mientras él se atormentaba. Pasaron el resto de la tarde de
esa manera.
Doce
El viernes, a pesar de las maldiciones de
mi hermana, subí andando por el camino hasta Inverness Park, a casa de Claudia
Hambro, y asistí a la reunión del grupo.
Había sido construida en uno de los
desfiladeros, a mitad de altura sobre una de las caras, en uno de los caminos
serpenteantes que eran demasiado estrechos para aceptar el paso de un coche. El
exterior de la casa tenía un aspecto húmedo, como si la madera, a pesar de la
pintura, hubiera absorbido la humedad de la tierra y los árboles. La mayoría de
las casas construidas en los desfiladeros jamás se secaban. Los helechos
crecían en todos los lados de la casa de los Hambro, algunos tan altos y
densamente apiñados contra las paredes de la casa que parecían estar
consumiéndola. En realidad, era grande: tenía tres plantas, y un porche con
barandillas que recorría uno de los lados. Pero el follaje hacía que se
mezclara con la pared del desfiladero y resultara indistinguible. Vi varios
coches aparcados delante, en el borde del camino, y así es cómo supe adónde debía
ir.
La señora Hambro me abrió la puerta de
entrada. Llevaba unos pantalones de seda china y sandalias, y su cabello, en
esta ocasión, había sido peinado hacia atrás hasta formar una lustrosa y negra
cola que le llegaba a la cintura. Observé que sus uñas estaban pintadas de
plata y que eran largas y afiladas. Lucía bastante maquillaje; los ojos
parecían más oscuros y grandes, y los labios estaban tan rojos que parecían
casi marrones.
Dos puertas de cristal, mantenidas
abiertas con pilas de libros, daban al salón, que tenía paredes y techo de
madera oscura, con estanterías por doquier, más sillas y sillones, y un hogar
en un extremo, sobre el cual los Hambro habían colgado un tapiz chino que
mostraba la rama de un árbol y una montaña en la distancia. Había seis o siete
personas sentadas en las sillas. Mientras recorría el salón, vi una grabadora y
cierto número de carretes de cinta, y unos cuantos números de la revista Fate,
que se dedicada a los hechos científicos inusuales.
Las personas que había en el cuarto
parecían tensas, y considerando la razón por la que nos habíamos reunido, no
pude culparlas. La señora Hambro me los presentó. Un hombre mayor, con ropas de
aspecto rústico, trabajaba en la ferretería de Point Reyes. Otro, me dijo ella,
era carpintero en Inverness. El último era casi tan joven como yo, rubio y con
el cabello corto. Según la señora Hambro, era el propietario de una pequeña
granja lechera en la costa, al otro lado de la bahía, cerca de Marshall. Las
otras personas eran mujeres. Una, enorme y bien vestida, que rondaría los
cincuenta y tantos, era la mujer del dueño de la tienda de café en Inverness
Park. Otra era la mujer de un técnico del transmisor RCA situado en el Point.
Otra la mujer de un mecánico del garaje Point Reyes Station.
En cuanto me hube sentado entró una
pareja de mediana edad. La señora Hambro nos contó que acababan de mudarse a
Inverness; el hombre era paisajista y su mujer modista. Se habían trasladado a
la zona norte del Condado de Marin por razones de salud. Era evidente que así
se completaba el grupo. La señora Hambro cerró las puertas de cristal detrás de
la pareja y se sentó en medio de nosotros.
La reunión comenzó. Se bajaron las
persianas y la señora Hambro hizo que la mujer grande y bien vestida —cuyo
nombre era señora Bruce— se echara en el sofá. Entonces, la señora Hambro la
hipnotizó y la obligó a recordar cierto número de vidas pasadas, con el objeto
de establecer contacto con una personalidad interior que muy raramente salía a
la superficie y que tenía la capacidad de recibir información acerca de los
seres evolucionados que controlan nuestras vidas. Se nos explicó a mí y a la
pareja que había llegado después que yo, que a través de esta personalidad
interior de la señora Bruce el grupo había sido capaz de reunir información
exacta sobre los planes que los seres tenían para la disposición de la Tierra y
sus habitantes.
Después de un intervalo de suspiros y
murmullos, la señora Bruce dijo que los seres evolucionados habían decidido
acabar definitivamente con la Tierra, y que sólo se salvarían aquellos que
habían establecido contacto con las fuerzas auténticas del universo. Serían
evacuados de la Tierra en un platillo volante más o menos un día antes de la
conflagración. Después, la señora Bruce entró en un sueño profundo, durante el
cual roncó. Por último, la señora Hambro hizo que despertara contando hasta
diez y palmeando las manos.
Naturalmente, todos nosotros estábamos
agitados por las noticias. Si había tenido alguna duda antes, la visión real
—de la que fui testigo en persona— de esta personalidad interior de la señora
Bruce, que respondía a las transmisiones directas de los seres superiores
evolucionados procedentes de otros planetas, había hecho que me decidiera.
Después de todo, ahora tenía una verificación empírica, la mejor prueba
científica del mundo.
El problema que ahora se le planteaba al
grupo era el de descifrar la fecha exacta en la que el mundo sería destruido.
La señora Hambro escribió doce papelitos con el nombre de cada mes, más treinta
y un papelitos con una fecha del uno al treinta y uno, y los colocó en dos
montoncitos sobre la mesa. Luego volvió a sumir a la señora Bruce en trance y
preguntó a quién se debería enviar como instrumento del conocimiento iniciado
para elegir entre los papeles.
La señora Bruce declaró que la persona
que debía hacerlo acababa de ingresar en el grupo aquel día, y que había venido
sola. Resultaba evidente que se refería a mí. Cuando hubo despertado a la
señora Bruce, la señora Hambro me dijo que cerrara los ojos, me acercara a la
mesa y cogiera un pedazo de papel de cada montón.
Con todo el grupo observándome, me dirigí
a la mesa y elegí dos papeles. En el primero ponía abril. En el segundo
veintitrés. Así que el mundo, de acuerdo con los seres superiores evolucionados
que controlan el universo, llegaría a su fin el veintitrés de abril.
Me sentí raro al darme cuenta de que
había sido escogido para elegir y anunciar la fecha en la que el mundo
acabaría. Pero, como ya he reconocido, estas fuerzas superiores habían estado controlándome
todo el tiempo; sin duda me habían llevado de Sevilla a Drake's Landing con
este propósito. De modo que, en cierto sentido, no había nada raro en que me
acercara a la mesa para decidir la fecha. En realidad, en este punto nos
encontrábamos bastante tranquilos. Todo el mundo en el salón tenía los
sentimientos bajo control. Tomamos café y nos sentamos en silencio, meditando.
Discutimos un poco si debíamos notificar
la noticia al Journal de San Rafael y a la Baywood Press. Al final llegamos a
la conclusión que no tenía sentido realizar una declaración pública, ya que los
que iban a ser salvados por los seres superiores evolucionados —a los que nos
referíamos como SSE— tendrían noticias de ello por telepatía mental directa.
En una especie de neblina aturdida, dimos
por finalizada la reunión y nos fuimos de la casa de la señora Hambre en
silencio, como los miembros de una congregación al salir de la iglesia. Uno del
grupo, el hombre que trabajaba en la ferretería, me llevó en coche y me dejó en
la puerta de casa. Nunca me enteré de su nombre, y ambos estábamos demasiado
ocupados con nuestros pensamientos como para hablar.
Cuando entré en casa, encontré a Fay
limpiando el salón. Suponía que me iba a preguntar cómo había ido la reunión,
pero no me prestó atención. A juzgar por el ritmo agitado con que quitaba el
polvo, me di cuenta que la atormentaba algún problema personal y no estaba
interesada en mí o en lo que yo tuviera que decir.
—Llamaron del hospital —anunció
finalmente—. Quieren que vaya; quieren hablarme de algo sobre Charley.
—¿Malas noticias? —pregunté, pensando que
fueran cuales fueren, apenas podían compararse con las que yo tenía que
comunicarle. No obstante, aun cuando sabía que sólo nos quedaba un mes, me
sentí preocupado por las posibles noticias sobre Charley—. ¿Qué dijeron?
—pregunté, siguiéndola al dormitorio.
—Oh —comentó con vaguedad—, no lo sé.
Desean discutir si puede venir a casa.
—¿Quieres que te acompañe?
—No me siento con ánimos de conducir
—dijo Fay—. He llamado a los Anteil y me llevarán ellos. En el estado en que me
encuentro no podría manejar el coche.
Desapareció en el baño, cerrando con
llave la puerta detrás de ella. Oí correr agua; se estaba dando una ducha y
cambiándose de ropa.
—Suena como si las noticias no fueran muy
malas —comenté cuando reapareció—. Si ya hablan de traerlo a casa...
—Calla —dijo en el tono de voz que
empleaba con las niñas—. Quiero pensar. —Y entonces, deteniéndose, me miró y
preguntó—: No le contaste nada a Charley de que Nathan vino aquí, ¿verdad?
—No —contesté.
—Maldito seas —dijo, sin quitarme los
ojos de encima—. Apuesto a que sí lo hiciste. Sé que sí.
—Es mi trabajo informar de hechos
científicos —dije—. ¿Qué hay de malo en que Nathan venga aquí para que no pueda
contárselo a Charley? Después de todo, ésta es su casa. Tiene derecho a saber
quién entra en ella.
Mirándome con ojos centelleantes, se
golpeó el pecho y dijo en voz alta:
—Ésta es mi casa. Éste es asunto mío.
Al ver la expresión en su cara, con tal
preocupación y animosidad, me sentí perturbado. No sabía qué decir y me fui a
jugar con el perro. Lo siguiente que supe fue que el Studebaker de los Anteil
había aparecido por el sendero, y vi a Nathan Anteil y a su mujer en el
interior, con Nat al volante. Tocó la bocina y Fay salió, con su traje, su
abrigo y sus tacones altos, y se metió en el coche.
Mientras el coche marchaba hacia atrás,
Fay bajó la ventanilla de su lado y me dijo:
—Asegúrate de estar aquí cuando las niñas
regresen a casa. Y si yo no he vuelto a las cinco, empieza a preparar la cena.
Será mejor que saques carne del congelador para que se descongele ya. Y hay
unas patatas...
Y el coche se perdió de vista enseguida.
Para mi insatisfacción, no tuve
oportunidad de hablarle sobre la reunión y lo que habíamos decidido, y que yo,
personalmente, había sido seleccionado por los SSE para elegir la fecha del fin
del mundo. Me sentía frustrado, así que entré en casa y me senté en el salón a
leer el periódico de ayer. También me sentía irritable y culpable por la acusación
de Fay; por supuesto que se lo había dicho a Charley, como consecuencia de la
presión del deber, pero me molestaba que ella estuviera tan enfadada conmigo.
Aunque no tuviera razón, resultaba una situación desagradable. No me gusta que
alguien esté enojado conmigo.
Durante la ausencia de Fay pasé el tiempo
en el estudio utilizando la máquina de escribir para plasmar en papel la nueva
y más vivida presentación de hechos que creía que Charley debía tener ante sí.
Después de todo, la elección humana es imposible sin el conocimiento, y la
elección adecuada sólo es posible allí donde el conocimiento es completo y está
científicamente organizado. Eso es lo que nos diferencia de las bestias.
Como referencia —como prototipo o
modelo—, saqué algunas de las pocas revistas que me quedaban del Thrilling
Wonder Stories y seleccioné historias que me habían impresionado de manera
especial. Después de estudiarlas, fui capaz de percibir los métodos por los
cuales los autores habían dramatizado sus puntos de vista. Así que me puse a
trabajar con las revistas abiertas sobre el escritorio delante de mí.
Si Charley iba a regresar pronto a casa,
resultaba imperativo presentarle casi en el acto mi descripción convertida en
ficción. La necesitaría como base sobre la que actuar en referencia a la
situación.
Cuando Fay volvió aquella noche anunció
que posiblemente en una semana Charley estaría en casa. Por fortuna yo había
avanzado bastante en mi trabajo durante el día, y tenía la certeza de que lo
terminaría a tiempo. Resultó que acabé la narración al día siguiente, y el
viernes cogí el autobús a San Francisco, llevando mi trabajo enrollado y sujeto
con unas gomitas.
Después de pasar un rato en la biblioteca
pública estudiando las revistas recientes, cogí un autobús hasta el Hospital
U.C. Encontré a Charley en la terraza, tomando el sol en la silla de ruedas y
enfundado en una bata.
—Hola —dije.
Me miró. En el acto sus ojos se posaron
en las hojas enrolladas que llevaba, y vi que entendía —por lo menos, de una
manera general— qué era lo que traía para él. Empezó a hablar; luego cambió de
parecer.
—Ya no falta mucho —comenté— para que
vuelvas a casa.
Asintió con un movimiento ligero de la
cabeza.
Acercando una silla, me senté frente a
él.
—No me leas eso —dijo.
—Son hechos dramatizados —indiqué.
—Lárgate de aquí.
Eso me perturbó y me confundió. Me quedé
sentado jugueteando con las gomitas, sintiéndome estúpido. Había hecho todo
este trabajo... ¿y para qué? Finalmente, dije:
—La diferencia entre nosotros y los animales
es que nosotros podemos emplear palabras. ¿Correcto? —De mala gana, asintió—.
Nosotros expandimos nuestro entorno —continué—. Aprendemos a través de la
palabra escrita. Jamás llegaríamos a saber nada sobre lugares lejanos como Siam
si no pudiéramos leer.
Proseguí, ampliando esta idea. Me
escuchó, pero no pronunció palabra. Una vez finalizada mi exposición, siguió en
silencio. Esperé, y luego quité las gomitas, desplegué las hojas de papel y
empecé a leer con precisión.
Cuando terminé, me quedé a la espera de
su reacción.
—¿Cómo has podido redactar algo así?
—preguntó, con un tono de voz que sugería que estaba a punto de estallar en una
carcajada. Parecía que toda su cara estaba retorcida y los ojos le brillaban
como si al mismo tiempo se sintiera furioso. Vi que le temblaban las manos—.
Suena como algo salido de una vieja revista pulp. ¿De dónde sacaste esas frases
de «pechos como montículos de crema batida» y «conos de éxtasis puro de puntas
rojizas»?
No podría haberme sentido más
avergonzado. Dejando a un lado las hojas de papel, musité:
—Sólo intentaba animarlo.
Me miró con esa misma mezcla de
expresiones en la cara. Había empezado a ponerse rojo, y la respiración se le
hizo más rápida. Durante un instante pensé que iba a estornudar. Pero,
entonces, se rió. Sentí que mi cara enrojecía de humillación. Charley se rió
con más y más ganas.
—Vuelve a leerme esa parte —dijo por
último con voz ahogada—. Esa de «Vi que su camisón se abría hasta la cintura y
sólo quedaba sujeto con una joya en el ombligo».
Otra vez entró en un paroxismo de risa.
Su reacción me horrorizó. No tenía ni
idea de que iba a responder de esa manera, y me desconcertó por completo; Me vi
a mí mismo retorciéndome las manos y farfullando, incapaz de hablar.
—También esa parte que pone... —Intentó
recordarla; vi que sus labios se movían—. Esa de «mientras besaba sus labios
ardientes, dulces, la empujé hacia atrás, al sofá. Su cuerpo se entregó...»
Le interrumpí.
—No es justo detenerse en frases
aisladas. Lo que importa es el trabajo en su conjunto. Intenté ser
absolutamente exacto en esta narración. Se trata de una información vital que
debes tener a tu disposición para que puedas actuar. ¿No es así? Necesitas
información para actuar.
—Actuar —repitió—. ¿Qué quieres decir?
—Cuando vuelvas a casa —dije, sin ver que
hubiera nada complejo en ello.
—Escucha —dijo Charley—. Todo está en tu
imaginación. Estás chiflado. Eres un psicópata. Cualquiera que escriba algo así
sobre su hermana es un psicópata. Enfréntate a ello. ¿Es que no lo sabes?
¿Nunca te has enfrentado al hecho de que eres un tipo tocado, atrofiado, un
idiota?
Un ordenanza o una enfermera —o alguien—
pasó por el corredor. Charley alzó la voz:
—¡Sacad a este idiota de aquí! —gritó—.
¡Me está volviendo loco!
Entonces, de forma voluntaria, me levanté
y me fui. Me alegró salir de ahí. Durante el trayecto de regreso a casa en el
autobús temblaba de ira e incredulidad; fue uno de los peores días de mi vida,
y supe que mientras viviera jamás lo olvidaría.
Cuando el autobús atravesaba el Parque Samuel
P. Taylor me vino la idea de recurrir a una persona imparcial. Plantearle toda
la situación, mis esfuerzos y la respuesta de Charley... todo el asunto, y
dejar que juzgara de forma imparcial si no había hecho lo que era correcto.
Primero pensé en escribir una carta al
Journal de San Rafael o a la Bay Wood Press. Incluso empecé a componerla
mentalmente.
Pero entonces se me ocurrió una solución
mejor. Desenrollé mi narración y la repasé con cuidado, tachando algunas de las
frases que Charley había mencionado. Luego volví a enrollarla y escribí el
nombre y la dirección de Claudia Hambro.
Cuando el autobús llegó a Inverness Park,
me bajé y subí por el camino que llevaba a casa de la señora Hambro. Sin hacer
ningún ruido que pudiera atraer la atención de alguien en el interior, pasé las
hojas por debajo de la puerta y me marché.
Cuando ya casi había recorrido todo el
camino hasta Inverness —ir caminando llevaba más tiempo que en autobús—, de
pronto me di cuenta de que no había escrito mi nombre en la presentación. Me
detuve durante un momento y jugué con la idea de regresar. Entonces comprendí
que la señora Hambro sabría de quién procedía; habría una comunicación
telepática entre ella y yo tan pronto como la viera. Y, en la propia narración,
aparecía el nombre de Fay y el de Nat Anteil, por supuesto. Así que no tendría
ningún problema en descubrir quién la había dejado.
Animado, llegué a casa con pasos rápidos.
Ya había abierto la puerta principal y comenzado a entrar cuando recordé, de
repente, que dentro de un mes el mundo iba a llegar a su fin, en una fecha que
había decidido yo, y que todas estas personas, Charley y Fay, Nat Anteil y
Gwen... que todos ellos estarían muertos. Y así, en cierto sentido, no
importaba. No importaba si llegaba a presentarle los hechos a Charley o no. No
importaba lo que hiciera Charley como resultado del conocimiento de esos
hechos. Nada de lo que hicieran importaba. Sólo eran polvo radiactivo, todos.
Sólo un puñado de polvo negro, fino, radiactivo.
Esa visión, esa imagen de ellos,
permaneció en mi mente de forma vivida durante días. No podía quitármela de la
cabeza, ni aunque lo deseara. Varias veces traté de pensar en otra cosa, pero
siempre volvía esa imagen.
Trece
Una tarde, cuando Nathan Anteil fue a
casa de los hume, las dos niñas le recibieron muy animadas al aparcar el coche.
—¡Una de las ovejas ha tenido un cordero!
—gritó Bonnie cuando salía del vehículo—. ¡Ha tenido un cordero hace sólo unos
minutos!
—¡Lo vimos por la ventana! —gritó Elsie—.
Los Bluebird lo vieron. Estábamos haciendo pan cuando vimos cuatro patas negras
y yo dije: Mirad, hay un cordero, y lo había. Mamá dice que es una hembra, un
cordero niña. Están en el patio de atrás con ella.
Las niñas corrieron detrás de él cuando
entró en la casa y abrió la puerta trasera que daba al patio.
Fay estaba sentada con sus pantalones
cortos amarillos, sus sandalias y camiseta, sobre una silla de hierro y loneta,
bebiendo un Martini.
—Una de las ovejas dio a luz —dijo por
encima del hombro— mientras los Bluebird aún estaban aquí.
—Me lo contaron las niñas.
Ella siguió mirando el campo, más allá de
la valla y la red del badmington. Pasado un momento, él captó la forma de la
oveja. Estaba echada de costado, como una gran maleta gris y negra. No pudo ver
al cordero. El único movimiento era la esporádica sacudida de una de las orejas
de la oveja.
—Eso significa que están agitadas —dijo
Fay—. Cuando sacuden las orejas. En las ovejas es una señal de angustia.
Al rato, la oveja se levantó y vio una
diminuta mancha negra en la hierba. Era el cordero. La oveja lo empujó, primero
con el hocico, y luego con una pata. El cordero se levantó tembloroso y la
oveja lo empujó hacia sus bolsas de leche.
—Ya lo ha limpiado —dijo Fay—. Encerré al
perro en el baño, así que si entras no lo dejes salir. El año pasado el maldito
perro mató a todos los corderos. Los encontró justo cuando habían nacido. Es
evidente que aún estaban cubiertos de sangre, y parece que el perro creyó que
sólo se trataba de carne.
—Comprendo —comentó.
Se sentó en una mecedora para observar la
escena. Las dos niñas, después de quedarse en el patio un rato, se marcharon
montadas en los triciclos.
—Me da la impresión de que va a parir a
otro. Mira lo gorda que está todavía —indicó Fay.
—¿No crees que se debe a la leche? —preguntó
él.
—No.
Más tarde, a la puesta del sol, mientras
él llevaba los triciclos de las niñas a la casa, vio que la oveja estaba de
nuevo echada de costado. Esta vez le temblaba la parte de atrás de forma
rítmica, y se dio cuenta de que Fay estaba en lo cierto. Fue a la cocina. Fay
estaba preparando una ensalada.
—Tenías razón —dijo—. Está de parto.
—Nacerá muerto —contestó Fay—. Si se
produce un intervalo superior a una hora entre los alumbramientos, siempre
nacen muertos. —Dejó la ensalada y fue a coger la chaqueta.
—Quizá no —comentó él, que no sabía nada
de ovejas, pero con intención de decir algo que la animara.
Cogieron la linterna —el cielo se había
oscurecido y empezaban a aparecer estrellas— y atravesaron la hierba en
dirección a la oveja. Ya se había levantado y estaba pastando. El cordero yacía
cerca, con la cabeza alzada.
—Llamaré al veterinario —dijo Fay.
Le telefoneó y habló con él durante un
buen rato. Nat dio vueltas por la casa, mirando de vez en cuando hacia el
campo. Desde ahí sólo podía distinguir el contorno del eucalipto, lejos, junto
a la autopista.
—Ha dicho que si no sucede nada en una
hora, le llamara —dijo Fay, saliendo del dormitorio—. Que, debemos hacerla
caminar; quizá eso acelere el parto. Pero se mostró de acuerdo en que si ha
pasado tanto tiempo, no hay muchas posibilidades.
Cenaron. Y después, antes de limpiar la
mesa, se pusieron las chaquetas, cogieron la linterna y salieron fuera.
La luz se posó primero en una oveja;
luego en otra.
—No —indicó Fay, reanudando la marcha—.
Alumbra por allí.
A la luz de la linterna Nat vio a la
oveja de pie, arrastrando detrás de ella un tejido de negrura. El tejido,
hundiéndose como una hamaca de tela, conducía a un charco negro en la hierba.
Le pareció un deshecho, algo descartado. Pero Fay, acercándose, dijo con voz
monótona y vacía:
—Es un cordero muerto. Un cordero grande.
—Se agachó y añadió—: Un cordero perfecto. Parece un macho. Debe haber nacido
ahora mismo. —Con las dos manos empezó a quitarle el tejido húmedo y sangriento
del cuerpo. Rastros de mucosidad cubrían la cara del cordero—. Un macho
—repitió, dándole la vuelta.
—Es una pena —comentó él, sin sentir
emoción alguna, sólo una reacción física: revulsión por la sangre y el tejido
de mucus. Como no quería tocar aquella cosa, se mantuvo más atrás, sintiéndose
algo culpable.
Fay metió la mano en la boca del cordero
muerto y le abrió la quijada. Entonces se puso a presionarle la caja torácica,
una y otra vez.
—Todavía está caliente. Por lo general,
cuando salgo me encuentro con sus cuerpos rígidos. Éste era demasiado grande.
Le llevó cinco horas. —Entonces, alzó al cordero por sus cuartos traseros y le
dio palmadas—. Se hace esto con los bebés. No. Es inútil. Qué pena. Un cordero
grande y perfecto. ¿No es extraño? Llega hasta aquí, se pasa cinco meses
creciendo, y muere. Qué pena. —Continuó dándole masajes, limpiándole la cara y
dándole palmadas. La oveja se había alejado con su cordero superviviente.
—Saben cuándo están muertos. A veces lo mueven con el hocico durante una hora,
tratando de que se levante. Sabe que éste está muerto. No intenta levantarlo.
—Se incorporó—. Mira mis manos. Todas llenas de sangre.
—¿Quieres que lo meta en el cubo de la
basura? —preguntó él.
—Habrá que enterrarlo.
Ya no se sentía tan asqueado. Lo levantó
por las patas traseras. Qué pesado era. Llevándolo con los brazos estirados,
regresó hacia la casa. Fay le siguió a uno o dos pasos, iluminando con la
linterna.
—Es probable que, de todas formas, sólo
hubiera podido amamantar a uno —dijo—. Los metíamos en la casa cuando estaban
demasiado débiles para levantarse... los lavábamos, secábamos y alimentábamos
con jarabe y agua, y luego los sacábamos fuera. Nunca conseguimos un cordero
macho. Son tan frágiles. Siempre hay muchas probabilidades de que el macho
muera... son demasiado grandes para salir.
Utilizando el rastrillo y la pala cavó un
agujero cerca de los cipreses, donde la tierra estaba húmeda.
—De todas formas —comentó él—, aún tienes
el otro. —Ella guardó silencio—. Fue impresionante —continuó él— verte quitarle
ese tejido sin ningún tipo de titubeo.
Como una granjera, pensó. Y con sus
pantalones cortos, sandalias y chaqueta azul. Sin confusión ni asco... había
sacado esa clase de firmeza que tanto apreciaba. La firmeza que sabía que existía
en ella, una de sus mejores cualidades. Siempre saldría, por supuesto, en una
situación como ésa. A ella jamás se le había ocurrido mantenerse al margen.
—Debí haberle hecho la respiración boca a
boca —dijo ella—. Pero no podía soportarlo. Con todo esa mucosidad. Creo que
será mejor que vuelva a llamar al veterinario y le cuente lo que ha pasado.
Dejó la linterna apoyada en el suelo para
que iluminara a Nat y se dirigió a la casa.
Después de enterrar al cordero, se lavó
las manos en un grifo del patio y la siguió dentro. Las niñas se habían metido
en sus cuartos a ver la televisión. En la mesa del comedor los platos de la
cena seguían donde habían estado; recogió algunos y los llevó al fregadero. Se
preguntó dónde estaba Jack. Seguro que en su cuarto; su hermano se mantenía
fuera de vista, solo, siempre que él venía a visitar a Fay. Ni siquiera comía
con ellos.
—Yo lo haré —dijo Fay, apareciendo—.
Déjalos. —Encendió un cigarrillo—. Sentémonos un rato en el salón.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó cuando
se sentaron.
—En casa de Claudia Hambro. En una
reunión del grupo. Una sesión especial de emergencia. —Fumó con gesto
pensativo.
—¿Estás deprimida? —le preguntó.
Ella se movió a su lado.
—Un poco. Con ganas de pensar.
—Lo del cordero deprimiría a cualquiera
—comentó él.
—No es el cordero. Te vi dispuesto a
limpiar los platos. No deberías hacerlo.
—¿Por qué no?
—Un hombre no debería hacer cosas como
lavar los platos.
—Creí que tú querías que lo hiciera
—contestó.
Sabía cuánto detestaba levantar la mesa.
Siempre conseguía que alguien lo hiciera por ella, si no su hermano, entonces
él.
—Nunca quise que lo hicieras tú —declaró
Fay, y apagó el cigarrillo—. Deberías haber dicho que no. —Se puso de pie y
caminó de un lado a otro—. ¿Te importa si camino? —preguntó con una sonrisa
rápida, mecánica, casi una mueca.
—Me lo pides —dijo perturbado—, pero
deseas que diga que no. Quieres que te diga a ti que no.
—No deberías permitir que te convenza de
hacer cosas. Está mal... el hombre debería ser el más fuerte. Debería ejercitar
su autoridad. El hombre es la autoridad última en el matrimonio. La mujer le
sigue... ¿cómo se supone que ella va a saber lo que está bien o mal si él no se
lo dice? Yo espero que tú me lo digas. Dependo de ti.
—Y por hacer cosas para ti, cosas que tú
has pedido, te he defraudado.
—Te has defraudado a ti mismo —corrigió
ella—. Así que supongo que sí, que me has defraudado. El mejor modo de ayudarme
es siendo tú mismo y haciendo lo que sabes que está bien. Te respetaré más si
impones tu autoridad moral. Las niñas necesitan eso.
—¿Es malo para las niñas ver a un hombre
lavar los platos?
—Hacer cualquier cosa que le diga la
mujer. Deberían verle diciéndole a la mujer lo que debe hacer. Eso es lo
principal que veo en ti... una profunda autoridad moral. Es lo que tú aportas a
esta casa. Todos la necesitamos.
—Y por esa «profunda autoridad moral»
—dijo, con problemas para respirar—, quieres que adopte una postura firme y me
oponga a ti. ¿Bien? ¿Y si me opongo? ¿Qué harías?
—Respetarte —contestó.
—No. No te gustaría. ¿No ves la paradoja?
Si yo hago lo que tú dices...
—Está bien —interrumpió ella—. Pásame la
responsabilidad.
—¿Qué?
—Soy culpable —dijo Fay.
Se la quedó mirando, sin poder seguir su
cambio anímico.
—No —comentó al final—. Esto es algo en
lo que nos hemos involucrado mutuamente. Por ello deberíamos luchar, por un
sentido mutuo de responsabilidad y autoridad. No uno de nosotros manipulando al
otro.
—Tú me manipulas. Intentas cambiarme.
—¿Cuándo? —preguntó él.
—Ahora mismo. Ahora mismo estás
intentando cambiarme.
—Sólo quiero que veas la contradicción
que hay en lo que deseas.
—Ya veo —comentó ella—. Veo que estás
resentido conmigo.
—Quieres pelear, ¿verdad? —preguntó Nat.
—Sólo estoy harta de tu hostilidad
disimulada. Desearía que fueras honesto. Querría que expresaras tu hostilidad
de forma directa en vez de utilizar esas maneras tortuosas, esas piadosas
maneras pedagógicas. —Él guardó silencio durante un rato—. Puedes irte —dijo
ella—. No tienes por qué quedarte aquí. ¿Por qué deberías hacerlo? Además, éste
no es tu hogar. Es el mío. Es mi casa, mi comida, mi dinero. ¿Qué estás
haciendo aquí? ¿Cómo has venido aquí?
No podía creer que estuviera oyendo lo
que parecía oír.
—Sabes que no te gusto —continuó ella—.
Lo has insinuado de mil formas distintas. Crees que no asumo la
responsabilidad; crees que soy exigente, egoísta e infantil, que siempre quiero
salirme con la mía, que no soy madura, que no te amo de verdad... que sólo
quiero utilizarte. ¿No es verdad?
—Hasta... cierto punto —contestó.
—¿Por qué no me haces frente? —preguntó
ella.
—Yo... no me involucré contigo para
«hacerte frente» —contestó—. Te amo. —Ante eso, ella no tuvo nada que decir—.
No lo entiendo —prosiguió Nat—. ¿Qué pasa? —Poniéndose de pie, se acercó a
ella; quiso rodearla con los brazos y besarla—. ¿Por qué estás así?
—Oh —comentó ella, apoyando la cabeza
contra su hombro—, es por algo que mencionó hoy el doctor Andrews. —Le rodeó
con los brazos—. Dijo que siempre que hablaba de ti, en realidad no describía nada.
Como si nunca te viera realmente. Como si nadie fuera real de verdad para mí.
Fue algo tan parecido a algo que tú me dijiste... quizá sea verdad. Dios, si
por un sólo momento pensara que es verdad... —Apartándose, alzó la vista y le
miró—. Supón que es cierto lo que Charley siempre ha dicho de mí y que yo nunca
he aceptado. Que lo he degradado y utilizado y absorbido para conseguir lo que
deseaba. Fui tan malcriada de niña... Siempre conseguí lo que quería. Y si no,
me daban rabietas. Y él tenía que emborracharse para regresar a casa y pegarme;
era el único modo que tenía de luchar. —Le miró con expresión lúgubre—. Y que
yo le ponía enfermo. Y... posiblemente quiero que muera porque ya no lo quiero;
ya no le necesito más. Y que de forma deliberada me involucré contigo, arruiné
tu matrimonio... sin mostrar ninguna preocupación por Gwen, ni siquiera por ti,
para conseguirte, porque eres un buen material como marido y yo necesito un
marido nuevo ahora que he agotado al anterior. Y si te quedas conmigo, te trataré
igual que lo traté a él. Volverá a ser lo mismo otra vez; tú harás mis compras
y mis tareas... te humillaré, y entonces no te quedará otro recurso que
emborracharte y pegarme. Si alguna vez llegas a eso, moriría. Me mataría si me
pegaras alguna vez. —En ese momento dejó de hablar, y su mirada se perdió,
ausente, detrás de él.
—Nunca te pegaré —dijo él, acariciándole
el cabello corto, seco.
—Charley no le había pegado a nadie
antes.
—Lo importante es que tú y yo podemos
hablar. Podemos discutir esto. Verbalizamos de la misma manera. Él no. —Ella
asintió—. Podemos expresar nuestros resentimientos, tal como lo estás haciendo
ahora. Somos capaces de tratar con ellos de forma directa.
—Enfrentémonos a ello —dijo Fay—: Soy
torpe y vulgar. ¿Por qué me quieres?
—Porque eres una mujer inteligente y
valiente. Me recuerdas a una de esas mujeres pioneras. —Pensó en ella con el
cordero.
—¿No crees que te convertiré en un
sirviente doméstico? —Se apartó y cogió un leño para encender la chimenea—. Eso
es lo que quiero, un ejército de hombres: decoradores para que pinten cosas,
para que pinten la casa, jardineros, electricistas, hombres que me corten el
pelo, que arreglen la cocina... que añadan un nuevo cuarto a la casa cuando yo
quiera un cuarto en el que trabajar con mi arcilla. ¿Me construirías tú un
cuarto en el que trabajar?
—Claro —contestó, sonriendo.
—Supón que te arruinara. Que te hiciera
abandonar las esperanzas de ir a la universidad. Que te pusiera un peso
financiero encima y te atara el resto de tu vida... manteniéndome a mí y a las
niñas, y que quisiera tener más hijos tan pronto como sea posible. De paso, ¿te
conté lo de mi diafragma?
—Sí.
—Que te obligara a seguir en el negocio
inmobiliario —continuó ella—, cuando en realidad tú quieres... —titubeó—, seguir
una carrera... la que sea. —Con los ojos brillantes, preguntó—: ¿Qué dijiste
que querías ser?
—Quizá abogado.
—Oh, Dios, entonces podrías demandarme.
—Quiero casarme contigo. Quiero
divorciarme de Gwen y casarme contigo.
—¿Qué haremos con Charley?
—¿No le puedes pedir el divorcio?
—preguntó, sintiendo la tensión en todo su cuerpo.
—Está mal —contestó Fay—. Sé que es muy
burgués por mi parte... que muestra lo burguesa inútil que soy, pero creo que
el divorcio está mal: el matrimonio es de por vida.
—Bueno —comentó él, sintiéndose fútil—,
entonces, eso es todo.
—Supongo que es una lealtad equivocada
—dijo ella—. Pero no puedo evitarlo. Cuando me casé con él, lo hice para lo
bueno y lo malo; me tomé en serio esas palabras.
—De modo que la única forma en que
podrías dejarlo sería si muriera —indicó.
—Si muriera, tendría que volver a
casarme. Por el bien de las niñas. Necesitan un padre; es el padre el que
establece la autoridad en el hogar. Relaciona a la familia con el mundo
exterior, con la sociedad. La madre no hace más que mantener a todo el mundo
alimentado, vestido y con calor.
Después de una pausa, y con cierta
ansiedad, él dijo:
—¿Y por qué no se lo preguntas?
—¿Preguntarle qué?
—Qué preferiría —indicó él, sintiendo que
estaba cometiendo un error al decirlo, pero, al mismo tiempo, deseando
hacerlo—: Estar muerto o divorciado.
Al escuchar estas palabras, Fay exhibió
esa mirada fiera y fría que él sólo le había visto una o dos veces con
anterioridad. Pero cuando habló, su voz estaba totalmente bajo control, más
tranquila que nunca. De hecho, tenía un tono profundamente racional, como si
hablara desde las profundidades de su sabiduría y experiencia, desde su parte
más educada. No desde la emoción, sino desde el conocimiento más ampliamente
aceptado, más incontrovertible.
—Bueno —dijo—, quizá sea pedirle
demasiado a un hombre que acepte la responsabilidad de los niños, en especial
los hijos de otro hombre. No te culpo. Tú tienes una vida relativamente fácil.
A la larga, dudo que fueras capaz de mantener a mi familia. En realidad,
tendría que casarme con un hombre que pudiera mantenerme. Enfrentémonos a ello.
Tú no tienes capacidad para hacerlo. —Le sonrió, la sonrisa breve y distante
que él había aprendido a reconocer. Casi una sonrisa benigna.
A Nat no le quedaba mucho que decir. Se
dirigió al armario y cogió la chaqueta.
—¿Es que me dejas? —preguntó ella.
—No veo ningún sentido en quedarme
—contestó Nat.
—Lo mejor es que me dejes ahora. Y a la
larga, probablemente también sea mejor para ti. En cualquier caso, es más
fácil. ¿Verdad?
—No —contestó—. No lo es.
—Oh, sí que lo es —le contradijo ella—.
Es lo más fácil del mundo. Lo único que tienes que hacer es ponerte la chaqueta
y regresar a casa junto a Gwen. —Le siguió hasta la puerta. Su cara estaba
pálida, casi palpitante—. ¿No me das un beso de despedida?
La besó.
—Ya nos veremos.
—Saluda a Gwen. Quizá podamos reunimos
todos alguna vez para cenar. Charley volverá del hospital dentro de una semana
o así.
—De acuerdo —dijo él.
Sin creerse que estuviera sucediendo,
cerró la puerta a su espalda y atravesó la grava en dirección al coche. La luz
de fuera se encendió; ella la había encendido para él. Se mantuvo hasta que
salió marcha atrás por el sendero; después, en cuanto el coche alcanzó el
camino, se apagó.
Volvió a casa atontado.
Y si no hubiera empezado a recoger los
platos de la cena, pensó. ¿No habría sucedido? Llegó a la conclusión que sí
habría pasado. Tarde o temprano. Nuestras hostilidades y dudas mutuas habrían
emergido y chocado; sólo era una cuestión de tiempo. Es inevitable.
Pero todavía no podía creérselo, y ahora,
mientras conducía, comenzó a tener miedo de cómo se sentiría cuando lo creyera,
de cómo le afectaría cuando comenzara a ser real.
Al detenerse delante de su propia casa,
vio un coche desconocido aparcado allí. Bajó del vehículo, subió los escalones
y entró.
En la cocina, Gwen estaba sentada a la
mesa con una copa de vino. Al otro lado se sentaba un hombre al que no había
visto jamás, un joven rubio que llevaba gafas. Los dos alzaron la vista con
consternación. Pero casi en el acto Gwen recuperó la compostura.
—Has llegado temprano —dijo con voz seca,
hostil—. Pensé que tardarías más.
—¿Quién es éste? —preguntó Nat, señalando
al joven. El corazón le palpitaba con fuerza—. No me gusta llegar a casa y
encontrarme un coche desconocido aparcado a la puerta.
—Oh —dijo Gwen con la misma voz; su
veneno, el enorme desprecio que mostraba hacia él, le asombró. Nunca la había
oído hablar con tal sarcasmo, dándole a cada sílaba tanta crueldad, una articulación
de crueldad hacia él, crueldad hacia todo. Como si en este momento de su
relación no fuera capaz de sentir otra cosa. No quedaba nada más. Era todo su
sentimiento—. Lo siento. Creí que tú y Fay estaríais juntos el resto de la
velada. Tal vez el resto de la noche.
El joven empezó a ponerse de pie.
—No te vayas —dijo Gwen, dirigiendo su
atención a él, pero empleando aún la misma voz—. ¿Por qué deberías irte? —Miró
a Nat y dijo—: Estamos a punto de establecer algo. ¿Por qué no te vas y vuelves
un poco más tarde?
—¿Estableciendo algo? —repitió él.
—Un entendimiento entre los dos. Éste es
Robert Altrocchi. Vive en la esquina. Donde está la tienda de pájaros. Cría
periquitos y los vende a las tiendas de San Francisco. —Nat guardó silencio—.
¿Te importa —continuó Gwen— si seguimos adelante? —Le hizo un gesto de
despedida—. Ve a dar un paseo.
—Lárgate —le dijo Nat al joven.
Incorporándose con lentitud deliberada,
Altrocchi apartó su copa de vino y comentó:
—Ya me iba. Tengo trabajo. —En la puerta
se detuvo y le dijo a Gwen—. Entonces, ¿nos vemos a la hora de siempre?
Sin prestarle atención a Nat, Gwen
contestó:
—Sí. Llámame, o te llamo yo. —Ahora su
voz había adquirido, sin duda que con gran esfuerzo, un tono de afecto—. Buenas
noches, Bob.
—Buenas noches.
Al rato oyeron que la puerta de entrada
se cerraba, y el coche del hombre al alejarse.
—¿Cómo está Fay? —preguntó Gwen, todavía
sentada a la mesa. Dio un sorbo al vino, y le miró por encima del borde de la
copa.
—Bien.
—Tú puedes verla —comentó Gwen con voz
temblorosa—, pero yo no puedo ver a otro.
—No me gusta llegar a casa y encontrarme
con el coche de un extraño —dijo—. Yo nunca traje a Fay aquí. No está bien
traer a alguien aquí. Es injusto. Puedes salir y ver a quien quieras, pero no
los traigas aquí. También es mi casa.
—No podemos ir a su casa —indicó Gwen,
alzando la voz—. Está casado y tienen un bebé de seis meses.
Al escuchar eso, experimentó una
aplastante melancolía y desesperación. Así que ésta era la consecuencia de su
relación con Fay. No sólo había estropeado y arruinado su matrimonio, sino el
de otro, el de un hombre al que nunca antes en su vida había visto, un hombre
con un recién nacido.
—Si es está bien para ti... —comenzó
Gwen.
—Yo te di el ejemplo —la interrumpió.
Ella no contestó nada—. Me lo estás devolviendo. Es mi paga. Un tipo al que
nunca vi. Su mujer y su hijo tienen que sufrir para que tú puedas atacarme. Yo
quiero casarme con Fay. Voy en serio. Tú no. ¿O sí? Sabes que no.
Gwen guardó silencio.
—Es terrible —prosiguió él—. Es lo peor
que he oído jamás. ¿Cómo puedes hacer algo así? —En la cara de su mujer la
expresión de sufrimiento y determinación aumentó. Todo lo que decía hacía que
los sentimientos de ella fueran más fuertes—. Uno de los dos tiene que irse.
—Muy bien. Vete tú.
—Lo haré —dijo. Se dirigió al dormitorio
y se sentó en la cama—. No me siento bien para hacerlo ahora. Después.
—No —indicó Gwen—. Ahora.
—Vete al infierno —dijo, sintiendo el
sudor en la frente—. Cállate —añadió con voz débil—. No me hables más, o no
seré responsable de mis actos.
—No me amenaces —contestó Gwen, pero dejó
de hablarle y se fue al salón.
La oyó sentarse en el sofá.
La casa estaba en silencio.
Santo Dios, pensó. Hemos terminado. Mi
matrimonio está roto. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido?
Mientras seguía sentado en el dormitorio,
Gwen reapareció.
—Me iré yo. Así no tendrás que estar
lejos de ella. Me iré a Sacramento y me quedaré con mi familia. ¿Puedo llevarme
el coche?
—Si te llevas el coche, ¿cómo iré a
trabajar? —El corazón le latía tan rápidamente y con tanta fuerza que le
resultó un gran esfuerzo hablar; le agotaba todas sus energías, y después de
cada palabra tenía que descansar.
—Entonces, llévame a Sacramento y vuelve.
—De acuerdo.
—Deja que vea qué tengo que coger. No
intentaré llevarme todo esta noche. Regresaré mañana. Quizá no vaya a
Sacramento esta noche. Está demasiado lejos. Tardaremos toda la noche en llegar
allí. Me quedaré en un motel. Hay uno en Point Reyes, aquí mismo.
—No —dijo él—. Te llevaré a Sacramento.
Ella le estudió y, luego, sin decir una
sola palabra, volvió a dirigirse al otro cuarto. Al principio no escuchó nada;
después se dio cuenta de que ella empezaba a empacar sus cosas. Oyó el sonido
de la maleta al ser arrastrada fuera del armario.
—He decidido que tienes razón —comentó
sin moverse de su sitio—. No puedo llevarte a Sacramento esta noche. Espera
hasta mañana... duerme aquí, y lo hablaremos por la mañana.
Desde el otro cuarto, Gwen dijo:
—No pienso dormir contigo aquí esta
noche. Si quieres que me quede, vete a su casa y duerme con ella.
—Puedes dormir en el sofá —dijo él—. O lo
haré yo.
—¿Por qué no vuelves a su casa? —Gwen
apareció en el umbral—. ¿Por qué volviste tan pronto?
—Tuvimos una pelea. —No la miró, pero
podía sentir sus ojos clavados en él—. Nada importante. Hubo un cordero que
nació muerto y eso la perturbó. Fue horrible; parecía una cosa hecha de
alquitrán líquido. —Entonces, empezó a contárselo. Durante un momento, Gwen le
escuchó, y luego desapareció. Había ido al salón para seguir guardando sus cosas.
Sintiendo rabia, se puso en pie de un salto y fue tras ella—. ¿No quieres
oírlo? —preguntó.
—Tengo suficiente en qué pensar —dijo
Gwen.
—Podrías escuchar esto —dijo, de pie en
el centro de la estancia mientras ella hacía la maleta—. ¿Por qué no escuchas?
Para mí es algo infernalmente importante, muy importante, y ni siquiera quieres
escucharme. De verdad que me hace sentirme mal.
—Siento lo del cordero muerto. Pero no
veo qué importancia tiene. Te dejé ir y quedarte con ella, y no dije nada; te
dejé hacer lo que querías, y cuando venía alguien a visitarnos y preguntaba
dónde estabas tú, yo decía que te habías quedado en Mili Valley a trabajar
hasta tarde; nunca le conté a nadie lo vuestro.
—Gracias.
—No sé lo que vas a hacer cuando salga
del hospital —dijo Gwen—. ¿Qué vas a hacer? ¿No lo descubrirá? Alguien se lo
dirá... sabes que nadie puede guardar un secreto en estas ciudades pequeñas.
Todo el mundo se conoce.
—Si te vas —comentó él—, entonces sí que
no habrá ninguna duda. Ninguna en absoluto.
—¿Quieres que me quede para salvarte
cuando venga a matarte, o de lo que se le ocurra hacerte cuando vuelva a su
casa?
—No hará nada —contestó Nat—. Es un
hombre enfermo. Permanecerá en cama durante meses, recuperándose. Estuvo a
punto de morir. Aún puede morir. No haría falta mucho.
—Quizá la impresión de descubrirlo sea
suficiente —dijo Gwen con amargura—. Entonces tendrás el camino despejado.
—La amo. Quiero casarme con ella. Es algo
de lo que me siento orgulloso. Sé que suena increíble...
—No —cortó ella—. No suena increíble. Te
sientes atraído hacia ella porque ves a las niñas, y sé que quieres tener
hijos, pero no pudimos tenerlos por tus estudios. ¿Te va a pagar ella la
universidad? De esa forma podrías tenerlo todo... ir a la universidad, y al
mismo tiempo vivir en una casa grande y bonita con niñas y todo lo que deseas.
Y chuletones para cenar. ¿Correcto?
—Quiero un hogar estable y una familia.
—¿Sabes lo que creo que será de ti si te
casas con ella?
—¿Qué? —no pudo evitar preguntarlo.
—Serás un criado y un esclavo, y harás
que ese lugar funcione. Mantendrás la casa en funcionamiento. Cuadrarás su
presupuesto, bajarás los termostatos para ahorrar en la factura eléctrica...
—No —la interrumpió—. Sencillamente se ha
acabado. No la volveré a ver más. Nos hemos separado.
—¿Porqué?
—Por lo que tú acabas de decir
—contestó—. No quiero terminar como un sirviente, lavando los platos por ella.
Al decirlo sintió que todo el peso de su
deslealtad le caía encima. Su traición hacia Fay, no hacia su mujer. Era Fay
quien ahora tenía su lealtad, su sentido de estar moralmente obligado. Allí de
pie en su propio salón, con su propia mujer, contándole a su esposa que había
acabado con Fay, supo que la historia no había terminado, no si podía evitarlo.
La atracción era demasiado fuerte. La anhelaba fervientemente. Anhelaba estar
de vuelta en aquella casa con ella. El resto sólo era palabrería.
—No lo creo —comentó Gwen—. Nunca tendrás
la fuerza necesaria para romper con ella. Te tiene completamente atrapado.
Siempre se sale con la suya; tiene la mente de una niña de dos años... quiere
lo que ve y lo consigue porque no le importa manipular a todo el mundo.
—Lo reconoce. Es la razón por la que va a
la consulta del doctor Andrews. Está luchando contra ello.
Gwen se rió.
—¿Oh? ¿Eres optimista? Entonces, ¿por qué
te has separado de ella? —No supo qué responder a eso—. No sé cómo te puedes
relacionar con una mujer así. ¿Quieres que te manejen el resto de tu vida?
¿Anhelas volver a una relación de hijo-madre?
—Estoy cansado de oír hablar de eso
—dijo.
—No me sorprende que estés cansado de
escucharlo. Lo que me pregunto es si alguna vez te cansarás de vivirlo.
Saliendo fuera, se sentó en el coche y la
esperó mientras hacía la maleta.
Catorce
En la cama del hospital, Charley Hume
levantó la vista sorprendido de ver a Nathan Anteil en el cuarto.
—Hola, Charley —dijo Nathan.
—Qué me aspen —dijo Charley Hume, y
volvió a echar la cabeza hacia atrás.
—Te he traído un par de revistas. —Dejó
un ejemplar de Life y True al lado de la cama—. Dicen que vas a volver a casa
en un par de días.
—Así es —acordó Charley—. Estoy preparado
para el gran momento. —Se quedó observando a Nathan—. Me alegra verte. ¿Qué te
trae hasta San Francisco?
—Pensé en hacerte una visita. Se me
ocurrió que sólo había venido a verte una o dos veces, y siempre con alguien
más. Tienes buen aspecto, ¿lo sabes?
—Estaré sometido a una dieta —dijo
Charley—. ¿No es espantoso? Una dieta asquerosa. Para evitar que engorde.
—Alargó la mano y cogió las revistas, dándose cuenta al hacerlo de que ya había
leído Life. Su cuñado se la había traído de la biblioteca en su última visita.
Sin embargo, le echó un vistazo—. ¿Cómo ha ido todo? —preguntó.
—Perfecto —contestó Nat.
—¿El mundo te trata bien?
—No tengo motivos para quejarme.
—Escucha, muchacho —empezó Charley;
entonces se decidió a coger al toro por los cuernos—. Sé lo tuyo con mi mujer.
Vio que la cara de Nathan mostraba el
impacto.
—¿De verdad? —preguntó Anteil. Juntó las
manos, entrelazando los dedos... la carne se tornó blanca mientras las
apretaba. Durante un momento no miró a Charley; después levantó la cabeza,
diciendo—: Es la razón por la que estoy aquí. Quise venir y decírtelo, cara a
cara.
—Y una mierda —comentó Charley—. Ésa no
es la razón por la que estás aquí; has venido para averiguar qué voy a hacer
cuando vuelva a casa. Te voy a decir lo que haré. Cuando regrese... —Bajó la
voz y miró más allá de Nathan para comprobar si pasaba alguien por la puerta
abierta que daba al pasillo—. ¿Por qué no cierras esa puerta?
Nathan se puso de pie, fue a cerrarla y
volvió.
—Cuando vuelva a Drake's Landing
—continuó Charley—, voy a matar a esa mujer.
Después de una larga pausa, Nathan se
humedeció los labios y preguntó:
—¿Por qué? ¿Por mí?
—Demonios, no. Porque es una perra. Tomé
la decisión en cuanto me recuperé, después del ataque al corazón. Uno de
nosotros ha de matar al otro. ¿No lo sabías? ¿No te lo contó? Ella lo sabe.
Cristo, no podemos vivir en la misma casa, y la única forma de que alguien se
vaya, es estar muerto. Yo no me iré de otra manera. Y ella tampoco. No tiene
nada que ver contigo. Palabra de honor. —Nathan guardó silencio. Miró el
suelo—. Ella me metió aquí —prosiguió Charley—. Ella provocó este ataque al
corazón. No tengo ganas de sufrir otro. El próximo será mi fin.
—No creo que la mates. Sientes ganas de
matarla, pero eso es distinto.
—Te estaré haciendo el mayor favor que
jamás te haya hecho alguien. No te opongas. Algún día me agradecerás haberte
liberado de ella. No tienes las agallas de separarte por decisión propia. Lo sé
sólo con mirarte. Dios todopoderoso, estás ahí sentado prácticamente
suplicándomelo. Quieres que lo haga... porque sabes jodidamente bien que si no
lo hago te verás envuelto en toda esta porquería... con ella... el resto de tu
vida, y nunca tendrás paz. —Se detuvo para descansar. Hablar tanto le dejaba
sin aliento y exhausto.
—No creo que lo hagas —repitió Nat.
Charley guardó silencio—. Ella tiene rasgos esencialmente sanos.
—¡Por mi jodida espalda! —exclamó
Charley—. No te engañes. Jamás alzó un dedo en toda su vida salvo para aumentar
el poder sobre alguien de modo que pudiera usarlo en el futuro.
—Creo que soy capaz de tratar con ella
—dijo Nat—. No me hago ilusiones falsas.
—Tienes una ilusión. No, dos. La primera
es que la vencerás. La segunda es que dispondrás de tiempo para averiguarlo.
Será mejor que te revuelques con ella durante los próximos días, porque es de
lo único de que dispondrás. Ella lo sabe. Y si no, es más estúpida de lo que
creía.
—Supón que rompemos. Supón que dejo de
verla.
—Eso no marca ninguna diferencia. No
tiene nada que ver contigo; yo no tengo nada en contra de ti. ¿Qué me importa
si ella quiere revolcarse contigo? No significa nada para mí. Sólo es una mujer
de mierda con la que da la casualidad de que estoy casado y con la que tengo
mucho en contra, y con este corazón ahora sé que tarde o temprano me desplomaré
muerto, así que no puedo esperar para siempre. Ya lo he postergado mucho
tiempo. Debí haberlo hecho hace años, pero no dejé de postergarlo. Casi estuve
a punto de perder mi oportunidad para hacerlo alguna vez. —Calló para recuperar
el aliento.
—No me creo que se te hubiera pasado esa
idea por la cabeza, esa idea de matarla, de no ser por la situación entre ella
y yo.
—¿Me estás llamando mentiroso? —preguntó
Charley.
—Sé que es por mí —insistió Nathan,
gesticulando.
—Pues te equivocas. Créeme. Yo no te
mentiría. ¿Por qué habría de mentirte?
—Si la matas —dijo Nathan—, me iré a la
tumba considerándome responsable.
Ante eso, Charley tuvo que reírse.
—¿Tú? ¿Qué crees que significas tú en
todo esto? ¿Cuándo te mezclaste en el asunto? Yo te lo diré. Hace unos diez
minutos. ¡Diez segundos! Por mi jodida espalda. —Entonces, guardó silencio.
—Siempre sabré que fue por mezclarme con
ella —repitió Nathan—. Tú, sencillamente, estás tan furioso porque has perdido
el control de tus propios procesos mentales. Ya no sabes realmente cuáles son
tus motivos.
—Sé cuáles son mis motivos —afirmó
Charley.
En ese instante entró una enfermera en la
habitación con una sonrisa de disculpa, examinó la mesita en busca de algo, les
sonrió a los dos y se marchó, dejando la puerta abierta. Nathan se puso de pie
y la cerró.
—Bueno, yo te lo diré —comentó despacio
mientras regresaba—. Si intentas hacerle algo, la defenderé.
—¿Cómo defenderías a Cristo? —inquirió
Charley.
—Haré lo que pueda para detenerte —indicó
Nat.
—Ahora ya he oído todo —contestó
Charley—. Tío, sí que lo he oído. Un jodido mocoso, un universitario, viene
aquí y me dice que me va a frenar en una situación que sólo incumbe a mi mujer
y a mí. ¿Por qué, jodido crío de mierda? No es asunto tuyo. ¿Quién demonios te
crees que eres? Si no estuviera echado aquí, recuperándome para volver a
Drake's Landing, me levantaría y te patearía las pelotas por el pasillo y te
mandaría a la planta baja dando tumbos por las escaleras.
—Es una maldita lástima —dijo Nathan—,
pero en lo que a mí respecta, eres un ser irracional, compulsivo... —Buscó las
palabras—. En cualquier caso —continuó—, tengo la certeza de que podré manejar
este asunto cuando llegue el momento. En mis libros, el tipo de hombre que le
pega a una mujer es un montón de mierda blanda a la hora de la verdad.
—Poniéndose de pie, se dirigió hacia la salida.
—Te tiene enganchado de verdad —dijo
Charley.
—Nos veremos —anunció Nathan desde la
puerta.
—Muchacho, sí que te tiene —intentó
silbar para mostrar su incredulidad, pero sus labios estaban demasiado secos—.
Escucha, te voy a decir lo que es esa perra. He leído libros. No sois los
únicos que pueden hablar y discutir de cosas intelectuales. Os he visto
sentados, hablando de Picasso y Freud. Escucha. Es una psicópata. ¿Lo sabes?
Fay es una psicópata. Piénsalo.
Nathan no dijo nada.
—¿Sabes qué es una psicópata? —preguntó
Charley.
—Claro.
—No, no lo sabes, porque si no, la
reconocerías en el acto. La razón de que yo lo sepa es que he hablado con el
doctor Andrews y él me lo dijo. —En realidad, era mentira. Pero estaba
demasiado furioso para ceñirse a la verdad. Había leído el término hacía varios
años en un artículo de la revista This Week, y la descripción encajaba bastante
bien con Fay para despertar su interés—. No me hace falta estudiar en la
universidad a distancia para saberlo. ¿Cuál es la clave de su conducta? Siempre
quiere salirse con la suya. —Señaló a Nathan con un dedo—. Y no puede esperar,
¿verdad? Es como una niña; siempre quiere salirse con la suya y no es capaz de
esperar. ¿No es una psicópata? Y no le importa nadie más. Eso es ser una
psicópata. Sí. No te engaño. —asintió con gesto triunfal, jadeando—. El mundo
es algo hecho para que ella exprima, y la gente... —Se rió—. Eso lo demuestra.
La forma en que trata a la gente. Compruébalo.
—Reconozco que posee ciertas
perturbaciones en su carácter —dijo Nathan.
—¿Sabes por qué se ha interesado en ti?
De paso, no pensarás ni por un instante que engancharte con ella fue idea tuya,
¿verdad?
Nathan se encogió de hombros, todavía
ante la puerta.
—Te necesita —prosiguió Charley—, porque
sabía que si este ataque al corazón no me mataba, regresaría y la mataría a
ella, y quiere un hombre que se interponga y la proteja. Exactamente lo que tú
estás haciendo. —Pero incluso a él eso le sonó pobre e insatisfactorio—. Ésa es
la razón —dijo, pero su tono carecía de convicción, y supo que no podría convencer
a Nathan. Durante un momento lo tuvo, pero ahora lo había perdido—. Ésa es una
de las razones —corrigió la afirmación—. Hay otras. También piensa que
necesitará un marido cuando yo haya muerto. Es otra razón importante. Vosotros
dos podéis pasar veladas charlando, cha-cha-cha, el resto de vuestras vidas. Os
veo sentados a la mesa del comedor. —Mentalmente vio con tanta claridad la
mesa, los ventanales que daban al patio, el campo... vio las ovejas, el caballo
(su caballo) y el perro. El perro meneándole el rabo a Nathan tal como se lo
había meneado a él, saludándole de la misma manera. Vio a Nathan colgando su
chaqueta en el armario donde él colgaba sus chaquetas... donde las había
colgado. Lo vio lavándose la cara y las manos en su baño, usando su toalla;
abriendo el horno para ver qué había para cenar. Lo vio jugando con las niñas a
los aviones... llevándolas con los brazos extendidos... Lo vio con sus hijas,
su perro, su mujer, sentado en su mecedora, escuchando música en el equipo de
alta fidelidad. Lo vio por toda la casa, usándola, disfrutando de ella, cómodo,
viviendo en ella como su marido, como el padre de las niñas—. Pero no eres su
padre —dijo en voz alta.
Y de pronto le importó un bledo vengarse
de Fay; lo único que deseaba era estar en casa, en su salón, aferrándose a su
vida. Ni siquiera quería montar el caballo o jugar con el perro o estar en la
cama follando a su mujer... al demonio con eso; lo único que pedía era estar en
casa, sentado, mirando por los ventanales. Mirando a las niñas, por ejemplo,
mientras volaban sus cometas como aquel último día, con Fay corriendo por el
campo con esas largas piernas suyas, corriendo con gracilidad, deslizándose
sobre el terreno cada vez a más velocidad...
Se dio cuenta de que Nathan estaba
hablando. ¿Qué decía? Algo como que comprendía que no era el padre de ellas. Se
esforzó por escuchar, pero no pudo; se sentía demasiado mareado y cansado para
escuchar. Así que se quedó mirando el pie de la cama, mientras Nathan hablaba.
Si tan sólo pudiera volver, pensó. Por
favor. Nada más. Sólo volver. Con mi Elsie. Conducir mi furgoneta. Hacer las
compras, colocar una tubería de desagüe para los patos... cualquier cosa.
Limpiar las bañeras y las pilas y los retretes, sacar la basura... No me
importa una jodida mierda lo que sea. Por favor.
A la mierda todo, pensó. Ya no queda
nada. Nunca volveré; lo sé. Nunca veré de nuevo esa casa, nunca en un millón de
años. Y este otro tipo, este mocoso sabelotodo, se irá a vivir allí y se
apoderará de todo, y lo tendrá el resto de su vida.
Debería matarlos a todos, pensó. A ella y
a él, y a ese hermano chiflado de ella, con esa ridícula historia pulp que
escribió para obtener el placer sádico de leérmela. Ese chiflado. Es una
familia de chiflados. Llenan el mundo. Como los chiflados de los platillos
volantes de Inverness Park. Todos juntos trabajando como un equipo, como el
equipo Eisenhower-Dulles.
Maldita sea, pensó, volveré y me los
cargaré. Y aunque no regrese... también me los cargaré. De algún modo lo
conseguiré.
—Escucha —dijo—. ¿Sabes quién soy? Soy la
única persona en el mundo, la única que te puede salvar de esa jodida mujer.
¿No es verdad? Tú lo sabes. ¿Cierto? ¿Cierto?
Nathan permaneció en silencio.
—Nadie más puede hacerlo —afirmó
Charley—. Tú no puedes, tu mujer no puede, el doctor Sebastian, ese viejo y
anticuado párroco, no puede, su chiflado hermano no puede, los Fineburg no
pueden... nadie en el Condado de Marin o en el Condado de Contra Costa o en el
Condado de Sonoma puede, excepto yo, porque la mataría, y por Dios tú sabes que
lo haré. Así que será mejor que reces por mí; será mejor que vayas a casa, te
sientes en tu salón y veas la televisión y esperes y reces porque yo vuelva a
mi casa y viva lo suficiente, porque tú eres el que va a beneficiarse; tú solo
y nadie más. Y dentro de diez años, ¡demonios, diez días!, estarás tan
contento. De verdad que lo estarás. Y hay algo en tu mente que te lo está
diciendo. Es tu subconsciente. Así que vete a casa. No te metas donde no debes.
Cuando te llame por teléfono, no lo cojas. Cuando se detenga delante de tu casa
y toque la bocina del coche, no salgas. No le prestes atención. Sólo durante
una semana. —Gritó las palabras—. ¡Una semana, y estarás bien! Entonces podrás
seguir adelante y obtener tu licenciatura y convertirte en lo que te
apetezca... de lo contrario, ¿sabes lo que será de ti?
Nathan no dijo nada.
—No tengo que decírtelo —comentó Charley,
y en su interior experimentó la mayor sensación de triunfo y placer que había
sentido en todo lo que había pasado. Casi fue una sensación mística. No tenía
que decirlo, porque la expresión en la cara de Nathan mostraba que ya lo
sabía—. ¿Sabes lo que eso significa? —le gritó Charley—. Que yo tenía razón. Si
no, tú no lo sabrías. No está en mi cabeza. Es la verdad. Los dos lo sabemos.
Los dos la conocemos, tú y yo, así que eso lo demuestra. ¿Verdad?
Nathan no dijo nada.
Por primera vez, pensó Charley, lo veo
con claridad y sé que ella de verdad es así; no está en mi cabeza. De verdad es
una perra de primera categoría, porque puedo leer en la cara de este chico y él
puede leer en la mía, y las dos lo demuestran.
Gracias a Dios, pensó. Ya lo sé con
certeza.
—¿Verdad? —repitió.
—Yo he reconocido sus defectos —contestó
Nathan—. La primera vez que la vi no me gustó. Vi todas esas cualidades.
—Y el culo de un cerdo —dijo Charley—. Te
colgaste con ella apenas la viste.
—No —dijo Nathan, alzando los ojos.
Y Charley vio que se había equivocado. Lo
he perdido de nuevo, pensó. Maldición.
—Así que tuviste una sospecha —comentó.
Pero había dicho lo que no debía, y ya no podía corregirlo—. Indica que en tu
interior sabes que tengo razón.
—Nos veremos —se despidió Nathan. Abrió
la puerta, salió del cuarto y la volvió a cerrar a su espalda.
Después de un rato, Charley pensó: quizá
siga adelante y se quede con ella. El estúpido hijo de puta.
Estoy enfermo. Es verdad. ¿Qué voy a
hacer si decide enfrentarse a mí? Antes del ataque al corazón, podría haberlo
manejado con una mano; podría haberle partido el cráneo. Pero ahora estoy
demasiado débil. De hecho, entre los dos, con la mente astuta de Fay, con su
agudeza y sus atributos físicos, podrán conmigo. Tal como me encuentro ahora,
entre los dos me superarían. Cabrones.
Mi problema, pensó, es que soy un
estúpido. No sé hablar bien, no como ellos. La he jodido.
Quince
Mientras estaba en mi dormitorio cosiendo
un corte en la falda azul de Elsie, oí el timbre y los ladridos de Bing. Seguí
cosiendo, esperando que Jack fuera a abrir, pero al final me di cuenta de que
se había encerrado en su habitación y no lo escuchaba, así que dejé las cosas y
atravesé deprisa la casa en dirección a la puerta.
En el porche estaba Maud Mayberry, que
vivía en Inverness Park. Era una mujer grande de tez rubicunda, cuyo marido
trabaja en la fábrica de hilados cerca de Olema. La conocía de la asociación de
padres y maestros.
—Pasa —dije—. Siento no haber oído el
timbre en el acto.
Nos sentamos a la mesa del salón con unas
tazas de café. Seguí cosiendo la falda de Elsie mientras la señora Mayberry
charlaba de varios eventos que tuvieron lugar al noroeste de Marin.
—¿Has oído hablar del grupo de los
platillos volantes? —preguntó al rato—. El de Claudia Hambro.
—¿A quién le importan esos lunáticos?
—Están prediciendo el fin del mundo
—indicó la señora Mayberry.
Al escuchar eso dejé mi costura.
—Bueno, he de reconocérselo a Claudia
Hambro —comenté—. Me quito el sombrero ante ella. Justo cuando empiezo a pensar
que mi vida es un desastre y que soy una idiota incapaz de manejar la situación
más sencilla, escucho algo así. Son unos psicóticos; de verdad que lo son.
Deberían recibir tratamiento médico.
La señora Mayberry pasó a contarme los
detalles. Los había obtenido de segunda mano, pero parecía creer que eran
exactos. De hecho, se los había contado la mujer del joven reverendo que vivía
en Point Reyes Station. Era evidente que el grupo de los platillos volantes
esperaba ser evacuado al espacio exterior antes de que tuviera lugar la
calamidad. Era la mierda más descabellada que jamás oí en toda mi vida; de
verdad.
—Deberían encerrar a Claudia Hambro
—dije—. Está diseminando esta infección como una plaga. Lo siguiente será que
todos los que viven al noroeste del Condado de Marin subirán a Noren's Acres a
esperar al platillo. Quiero decir, esto va a aparecer en los periódicos. Son las
cosas que siempre lees. Ocurre cada década. Nunca pensé que sucedería con gente
que yo conozco. Santo Dios... si hace unos días la hija de Claudia Hambro
estuvo aquí, junto con las hijas de los Bluebird. Santo Dios. —Sacudí la
cabeza; de verdad que era el fin. Y en esto se había mezclado mi hermano.
—Tu hermano está en el grupo, ¿no?
—comentó la señora Mayberry.
—Sí.
—Pero tú no muestras ninguna simpatía.
—Mi hermano está tan chiflado como el
resto del grupo, y no me importa quién me oiga decirlo. Desearía no haberlo
traído aquí, no haber dejado que Charley me convenciera.
—¿Estás enterada de la historia que tu
hermano escribió para el grupo?
—¿Qué historia?
—Bueno, según lo que dijo la señora
Barón... fue ella quien me la contó, hizo un trabajo de escritura automática
bajo hipnosis o bajo influencia telepática de su líder espiritual... que vive,
según tengo entendido, en San Anselmo. Bueno, le llevó esa historia al grupo y
la han estado leyendo y pasándosela, tratando de captar el significado
simbolista que hay en ella.
—Cristo —comenté fascinada.
—Me sorprende que no hayas oído hablar de
ella —dijo la señora Mayberry—. Han celebrado un par de reuniones especiales al
respecto.
—¿Cómo iba a enterarme? —pregunté—.
¿Cuándo salgo? Santo Dios, tengo que bajar a San Francisco tres veces por
semana, y ahora que mi marido está en el hospital...
—Es sobre ti y ese joven que se mudó aquí
hace poco. Nathan Anteil, que alquiló la vieja casa de los Moldavi.
Sentí que el frío inundaba todo mi cuerpo.
—¿Qué quieres decir con eso de que es
sobre mí y el señor Anteil? —pregunté.
—Bueno, no se la han enseñado a nadie
fuera del grupo. Era lo único que sabía la señora Barón.
—¿Has oído algo sobre mí y el señor
Anteil de otras fuentes? —inquirí.
—No —contestó—. ¿Cómo qué?
—Esa jodida Claudia Hambro —dije, y
entonces, al ver la expresión de la cara de la señora Mayberry, me disculpé—:
Lo siento. —Dejé a un lado la costura; estaba tan furiosa que apenas podía ver.
Cogí el bolso, saqué un cigarrillo, lo encendí y al instante lo tiré a la
chimenea—. Lo siento. Tengo que salir.
Fui corriendo al dormitorio, me quité los
vaqueros y la camiseta y me puse una falda y una blusa; me cepillé el pelo, me
pinté los labios, cogí el bolso y las llaves del coche y me preparé para salir
de casa. Allí, a la mesa del comedor, estaba sentado todavía ese culo gordo de
caballo, la señora Mayberry, mirándome como si fuera un bicho raro.
—He de salir un rato —le dije—. Adiós.
Bajé corriendo por el sendero y entré en
el Buick de un salto. Un minuto más tarde conducía por la carretera a toda
velocidad, en dirección a Inverness Park.
Encontré a Claudia en su jardín de
cactus, limpiando la maleza.
—Escuche —empecé—, creo que si tuviera
alguna responsabilidad social me habría telefoneado tan pronto como hubiera
puesto las manos en esa cosa que escribió. Que Jack escribió. —Estaba sin
aliento, después de subir corriendo por el sendero de baldosas desde el coche—.
¿Lo puedo ver, por favor?
Claudia se puso de pie, sosteniendo la
paleta de limpiar.
—¿Se refiere a esa historia?
—Así es.
—La están leyendo. Se la hemos ido
pasando al grupo. No sé quién la tiene.
—¿La ha leído? —pregunté—. ¿Qué dice
sobre mí y Nat Anteil?
—Está redactada en la forma habitual de
la escritura telepática. Puede leerla. Apuntaré su nombre, y cuando me la
devuelvan se la llevaré.
Tenía una calma asombrosa, he de
reconocérselo. De verdad que mantenía su pose.
—La demandaré. La llevaré a los
tribunales.
—Ah, sí —dijo Claudia—. Usted tiene a ese
abogado importante en San Rafael. ¿Sabe, señora Hume?, dentro de un mes nadie
recordará o le importará nada de esto. Será destruido.
Exhibió su hermosa y desconcertante
sonrisa. Con toda probabilidad no había otra mujer tan hermosa físicamente en
el norte de California. Y parecía claro que no estaba asustada. No parpadeó, y
yo sé que jamás he estado tan furiosa y trastornada en toda mi vida. Tuve la
certeza de que sólo en un par de segundos pasados conmigo ya había cobrado
ventaja. Era esa personalidad magnética suya, ese aplomo. De verdad es una
mujer fuerte, pensé. No me extrañaba que controlara al grupo. Además, yo nunca
fui buena en tratar con otras mujeres. Todo lo que podía hacer era mantener a
raya mi genio y hablar lo más racionalmente posible.
—Le agradecería que me lo devolviera
—dije—. Posiblemente usted puede contactar con los diferentes miembros de su
grupo y averiguar quién lo tiene, y yo vendría a recogerlo. Con franqueza, no
creo que resulte tan difícil. Si me da los nombres de la gente de su grupo, yo
podría llamarlos ahora mismo.
—Volverá a mí. A su debido tiempo —dijo
Claudia.
Me fui sintiéndome como una niña que ha
sido reprendida por su maestra. Santo Dios, pensé. Esa mujer se adueña por
completo de la situación; no se puede hacer nada. Sé que no tiene derecho a
poner en circulación esa maldita historia, y ella también lo sabe, pero actuó
como si hubiera solicitado algo del todo ridículo. ¿Cómo lo consiguió? Ahora me
siento más deprimida que furiosa. Ni siquiera estaba asustada. Sólo noté lo
incompetente e idiota que era, lo incapaz que era de manejar mis propios
asuntos.
Al repasarlo mentalmente, comprendí que
debería haber sido capaz de enfrentarme a ella y exigir, sencillamente, que me
la diera, no amenazarla o gritar, sólo alargar mi mano sin decir nada.
Tan pronto como subí al coche decidí que
iría a ver a Nathan para que él me consiguiera esa maldita cosa.
Después de todo, también lo involucraba a
él.
Fui hasta su casa, aparqué y toqué la
bocina. No apareció nadie en el porche. Apagué el motor, salí y subí los
escalones. Nadie contestó a mi llamada, así que abrí la puerta, me asomé y
grité su nombre. Nadie. El cabrón, pensé. Volví al coche y me puse a conducir
sin rumbo fijo, sin más idea de lo que hacer que un bebé de un año.
Al cabo de media hora regresé a mi casa;
eran las dos y media y las niñas estaban a punto de llegar. Gracias a Dios, la
señora Mayberry se había ido. Me asomé al cuarto de Jack, pero no estaba ahí;
seguro que escuchó mi conversación con la señora Mayberry y tuvo el buen
sentido de largarse.
Fui a la cocina y me serví una copa.
Este es el pozo real, pensé. Lo saben en
toda la ciudad, y no sólo eso, sino que está circulando entre los gilipollas
más dementes y chiflados de toda Norteamérica. De todos los que podrían haberlo
leído, tenían que ser ellos precisamente. Pero, ¿qué crees que dice? ¿Qué
escribió el imbécil?
Llamé a mi abogado, Sam Cohen. Después de
contarle la situación, me aconsejó que no hiciera nada hasta que hubiera visto
el documento o como se llame. Le di las gracias y fui a servirme otra copa.
Luego llamé al doctor Andrews. La recepcionista me informó que no podría hablar
con él hasta las cuatro, que ahora tenía un paciente y que le volviera a
llamar. Las niñas ya habían llegado. Colgué y salí al patio, y miré cómo uno de
los patos franceses perseguía a la hembra almizclada por el corral. Primero la
persiguió hasta el lugar donde estaba la comida; luego voló hasta el otro
extremo, al abrevadero. El pato la siguió y ella volvió al lugar donde estaba
antes.
A las cuatro y diez pude contactar con el
doctor Andrews. Me dijo que me tomara un Sparine de los que me había recetado y
que esperara hasta ver la maldita historia.
—Por entonces las granjas más alejadas ya
sabrán lo mío con Nat —dije.
Con su habitual tono impasible farfulló
algo sobre mantener la calma y estudiar la situación con la perspectiva que da
el tiempo.
—Es lo que estoy haciendo, gilipollas —le
dije—. Palurdo. Mi reputación en esta ciudad va a quedar arruinada. Usted nunca
ha vivido en una ciudad pequeña; para usted es fácil decirlo, viviendo en San
Francisco. Allí puedes joder a quien quieras que a nadie le importa. Aquí
arriba, ya te están echando de la asociación de padres y maestros antes de que
te hayas subido la cremallera. Dios mío, tengo a los Bluebird, y al grupo de
baile... dejarán de mandar a sus hijos a mi casa, y ya no me entregarán el
correo, me cortarán la electricidad... no me venderán comida en el Mayfair;
tendré que ir hasta Petaluma cada vez que quiera una barra de pan... ¡ni siquiera
podré llenar de gasolina el coche!
Andrews me indicó que me estaba excitando
demasiado. Finalmente le dije que se fuera al infierno y colgué. Además, pensé,
para eso están los analistas, para que te descargues con ellos.
En un sentido, tiene razón. Me estoy
excitando demasiado.
A las seis, mientras las niñas y yo
cenábamos —Jack aún seguía escondido en alguna parte—, se abrió la puerta
delantera y Nat Anteil entró en la casa.
—¿Dónde has estado? —pregunté,
incorporándome de un salto—. He tratado de hablar contigo todo el día.
—Entonces, por la expresión de su cara, me di cuenta de que lo sabía—. ¿Podemos
demandarlos? Por difamación o algo.
—No sé de qué estás hablando —contestó
Nat.
—Espera. —Le saqué del comedor y lo llevé
al estudio. Cerrando la puerta para que las niñas no nos oyeran, pregunté—:
¿Qué pasa?
—Bajé a San Francisco y estuve hablando
con tu marido. Es evidente que Jack le contó lo nuestro; sea como sea, lo sabe.
—Jack se lo contó a todo el mundo
—anuncié—. Lo escribió y le dio la historia a Claudia Hambro.
—Charley y yo mantuvimos una larga charla
—dijo Nat, pero le interrumpí antes de que pudiera enfrascarse en uno de sus
discursos de dos horas.
—Tienes que ir a casa de Claudia Hambro y
recuperarla. Ofrécele cien pavos por la historia: eso será suficiente para que
te la entregue. —Fui al escritorio, saqué la chequera, me senté y rellené un
cheque—. ¿De acuerdo? Te lo encargo a ti. Está completamente en tus manos; es
tu responsabilidad.
—Haré lo que pueda.
Sin embargo, se quedó de pie sosteniendo
el cheque, sin hacer una maldita cosa.
—Vamos —dije—. Ve a conseguirla. ¿O se
trata de una de esas tareas domésticas degradantes que tanto te ofenden?
—Tu marido dice que va a matarte cuando
vuelva.
—Oh, y una mierda —comenté—. Yo lo
mataré. Compraré una pistola y le pegaré un tiro. Ve a sacarle esa historia a
Claudia Hambro, ¿quieres? No te preocupes por Charley; probablemente se muera
de un ataque al corazón camino de casa. Lleva diciéndolo años. Un día que lo
mandé a comprarme Tampax vino a casa y casi me mata. Es la clase de solución
que se le ocurre a un hombre de ese tipo; resulta predecible, y cuando llevas
casada con él...
Nat salió del estudio con el cheque en la
mano.
—¿Vas a hacerlo? —pregunté, yendo tras
él—. ¿La recuperarás? ¿Por mí? ¿Por nosotros?
—De acuerdo —dijo con voz muy cansada—.
Lo intentaré.
—Despliega todo tu encanto sexy con ella.
¿La conoces? ¿La has visto alguna vez? Ve a casa y ponte ese maravilloso jersey
rojo de esquiar que tienes, el que llevabas el primer día que te vi... Dios, te
aguarda toda una experiencia cuando conozcas a Claudia Hambro. —Le seguí al
exterior, hasta su coche—. Es la mujer más sensacionalmente hermosa que he
visto en toda mi vida. Parece una princesa de la selva, con esa mata de pelo y
esos dientes afilados.
Le expliqué cómo llegar y se marchó sin
decir una palabra más.
Sintiéndome más alegre, entré en casa.
Las niñas estaban jugando alrededor de la mesa, tirándose pelotitas de
espinaca. Le di un azote a cada una y volví a sentarme, encendiendo un cigarrillo.
Estoy fumando demasiado, pensé. Tengo que
conseguir que Nat me ayude a bajar un poco. En cuanto le dé un poco de
confianza, es probable que me obligue a dejarlo por completo. Seguro que,
además, piensa que es muy caro.
Más tarde, como Jack no había aparecido,
limpié la mesa y le dije a las niñas que lavaran los platos. Sentada en el
salón delante de la chimenea, me puse a meditar sobre lo que había comentado
Nat acerca de Charley.
Y una mierda me va a matar, pensé. Aunque
tal vez sí. Tendré que advertírselo al sheriff o algo. Hacer que alguien venga
a casa y vigile.
Pensé en llamar al doctor Andrews a su
casa y mencionarle lo de Charley. En el pasado había sido capaz de predecir lo
que iba a hacer; entraba en su terreno profesional saber esas cosas. ¿Cómo
demonios iba a saberlo yo? Quizá el ataque al corazón le había asustado tanto
que podría llegar a hacerlo.
La puerta delantera se abrió. Durante un
momento pensé que se trataba de Nat que regresaba con el documento, pero
resultó ser Jack, con su vieja cazadora del ejército y las botas de montaña.
Poniéndome en pie de un salto, exclamé:
—Maldito seas, no me importa que se lo
cuentes a Charley, pero, ¿por qué demonios tenías que contárselo a todo el
grupo de los platillos volantes de Inverness Park?
Bajó la vista avergonzado y sonrió de ese
modo idiota.
—¿Qué escribiste en esa historia
chiflada? —pregunté—. ¿Tienes una copia? ¿Sí? ¿No? ¿La recuerdas? Seguro que ya
ni siquiera recuerdas lo que ponía, maldito... —No se me ocurrió ninguna
palabra que le encajara—. Lárgate de aquí. Sal de mi casa. Vamos, ve a recoger
tus cosas y vete. Mételas en el coche y yo te llevaré hasta San Francisco.
Hablo en serio. —Por su reacción comprendí que no creía que hablara en serio—.
No te quiero por aquí, lunático.
—Estoy invitado a quedarme con los Hambro
—dijo con su voz aguda.
—¡Entonces vete con ellos! —grité—. Y haz
que esa mujer venga a recoger tu mierda; dile que venga a buscarte. —Cogí algo,
parecía uno de los juguetes de las niñas, y se lo tiré. Estaba tan furiosa que
me había salido virtualmente fuera de mis casillas. Si se quedaba en casa de
los Hambro jamás conseguiríamos que se fuera de la ciudad... podría quedarse
con ellos y proporcionarles toda nuestra vida desde dentro, escribir un
artículo telepático tras otro, suministrarles mierda para un número
interminable de reuniones—. Y no esperes que te lleve yo —aullé, y corrí hasta
la entrada y abrí la puerta—. Ve a su casa por tus propios medios. Y saca toda
tu mierda de aquí esta noche.
Exhibiendo todavía esa estúpida sonrisa,
pasó a mi lado y salió. Sin pronunciar una palabra —después de todo, ¿qué podía
decir?—, se fue arrastrando los pies por el sendero y desapareció más allá de
la oscuridad que se cernía detrás de los cipreses. Cerré de un portazo y me
dirigí a toda velocidad a su cuarto, donde comencé a juntar toda su porquería.
Al principio traté de sacarla fuera, al
sendero. Pero después de algunos viajes, lo dejé. ¿Por qué iba a sacar sus
cosas por él? Matarme por un montón de basura...
Poniéndome más y más furiosa, lo tiré
todo a la caja de cartón que habíamos intentado usar como jaula para el
conejillo de indias de las niñas. Cogí un extremo y la saqué a rastras por la
puerta de su cuarto, que daba a la parte de atrás de la casa, en dirección al
campo y al incinerador. Entonces hice algo que al instante supe que estaba mal.
Cogí la lata de cinco litros de gasolina que usábamos para la cortadora
giratoria, vertí gasolina sobre la caja y le prendí fuego con mi encendedor. En
diez minutos no eran más que rescoldos ardientes. A excepción de su colección
de piedras, todo se había quemado, y me sentí aliviada. Ahora que lo había
hecho dejé de sentirme mal; estaba contenta.
Más tarde oí que un coche se detenía en
la entrada. Al rato Jack abrió la puerta delantera.
—¿Dónde están mis cosas? —preguntó—. Sólo
veo unas pocas en el porche.
Yo me había sentado en la mecedora
grande, de cara a él.
—Las quemé —contesté—. Las arrojé al
incinerador... toda esa maldita porquería.
Me miró con esa expresión estúpida en la
cara, con esa sonrisita.
—¿Las quemaste? —inquirió.
—¿Por qué no te vas? —dije—. ¿Qué te
retiene aquí?
Después de quedarse ahí un poco nervioso,
salió, dejando la puerta abierta. Le vi recoger la basura que yo había sacado
fuera y meterla en el coche de Claudia. Luego Claudia dio marcha atrás por el
sendero y se metió en el camino.
Guau, pensé. Bueno, ya está.
Saqué la botella de bourbon del armario
de la cocina y, con una copa y un cubo con hielo, la llevé al salón, dejándolo
todo en la mesita que había junto al sillón grande. Durante un tiempo me quedé
allí sentada, bebiendo y sintiéndome cada vez mejor. Por lo menos había echado
de la casa al imbécil de mi hermano, y eso era algo. Podría hacer que Nathan me
ayudara en las muchas tareas que Jack había realizado. Las niñas le echarían de
menos, pero Nat ocuparía su lugar.
Y entonces empecé a pensar en Nat y en
Claudia Hambro, y dejé de sentirme mejor, para pasar a sentirme mucho peor.
¿Estaba en su casa? ¿Estaba todo el mundo allí, mi hermano y Nat? ¿Invitados de
los Hambro?
No cabía duda de que Claudia Hambro era
diez veces más atractiva que yo. Y Nat no la había visto antes. Su personalidad
magnética... su habilidad para influir en las personas —mira cómo había cobrado
ventaja conmigo—, y Nat era una persona mucho más débil que yo. No sólo eso,
siempre había sido evidente que se trataba de la clase de hombre que una mujer
puede manejar con facilidad. Yo lo descubrí desde el principio. Si una mujer de
aspecto corriente como yo, con un encanto e inteligencia normales, podía
obtener tal reacción de él, ¿qué podría conseguir Claudia?
Pensando en ello, me puse a beber como
nunca antes lo había hecho. Después de un rato perdí la cuenta. En lo único que
podía pensar era en Nat y en Claudia Hambro, y luego eso se mezcló con el
regreso de Charley, que me mataría, y, posiblemente, también a las niñas... Vi
a Charley de vuelta, en la puerta de entrada, con el frasco de ostras ahumadas,
y me vi poniéndome de pie y yendo hacia él, alargando el brazo para coger las
ostras, tan contenta porque me hubiera traído un regalo.
Comprendí que de verdad me iba a matar.
Esta vez, cuando aparezca en la puerta, no me pegará: me matará.
Me levanté del sillón y le dije a las
niñas que se metieran en la cama. Luego fui al fregadero, donde choqué con la
lavadora y la secadora, y cogí el hacha pequeña que solía usar para cortar las
ramas. Me dirigí al estudio y cerré la puerta y las ventanas, y me senté en la
cama con el hacha en el regazo.
Seguía sentada allí cuando oí la llegada
de un hombre a la puerta delantera. ¿Es él? ¿Es Charley, o Jack, o Nat? No
podía salir del hospital esta noche; se supone que no va a salir hasta pasado
mañana. Y Jack no tiene coche. ¿Oí un coche? Fui a la ventana y traté de ver el
sendero, pero un ciprés me bloqueaba la visión.
—¿Fay? —llamó la voz de un hombre desde
alguna parte de la casa.
—Estoy aquí —indiqué.
Al rato, el hombre llegó a la puerta.
—¿Estás ahí, Fay? —preguntó.
—Sí.
Intentó abrir la puerta y descubrió que
estaba cerrada.
—Soy yo —dijo—. Nat Anteil.
Entonces me levanté y fui a abrirla.
Cuando vio el hacha, dijo:
—¿Qué sucede? —Al quitármela de las manos
vio la botella vacía de bourbon; la había llevado conmigo al dormitorio, y la
había acabado—. Santo Dios —musitó, y me rodeó con los brazos.
—No me abraces —dije—. Ve a abrazar a
Claudia Hambro. —Con toda mi fuerza, lo aparté—. ¿Cómo fue? —pregunté—. ¿Un
buen polvo?
Me cogió por el hombro y, llevándome y
empujándome a medias, me condujo hasta la cocina. Allí me sentó a la mesa y
puso agua a hervir.
—Vete al infierno —dije—. No quiero café.
La cafeína me provoca palpitaciones nocturnas.
—Entonces te prepararé algo de Sanka
—comentó, sacando el frasco de Sanka instantáneo.
—Esa imitación de café —contesté.
Sin embargo, dejé que me preparara una
taza.
Dieciséis
A la una del mediodía su mujer iba a
recogerle a la entrada principal del hospital y le llevaría a casa. Pero la
noche anterior, él llamó a Bill Jaffers, el capataz de su planta en Petaluma, y
le dijo que viniera al hospital con una furgoneta a las nueve de la mañana. Le
explicó que su mujer estaba demasiado nerviosa para asumir la responsabilidad
de conducirle a casa.
Así que a las ocho treinta se levantó de
la cama del hospital, se vistió —corbata y camisa blanca, zapatos negros
relucientes—, se cercioró de que tenía todas sus posesiones en la maleta, pagó
la factura en la administración, y se sentó en los escalones de fuera esperando
a Jaffers. El día era fresco y luminoso, sin niebla.
Finalmente, la furgoneta de la planta
apareció y aparcó. Jaffers, un hombre corpulento y de pelo oscuro, con poco más
de treinta años, salió del vehículo y subió hasta donde se encontraba Charley
Hume.
—Eh, tiene un buen aspecto —dijo.
Empezó a recoger las cosas que había
junto a Charley y a colocarlas en la parte de atrás de la furgoneta.
—Me siento bien —repuso Charley,
poniéndose de pie.
Se sentía débil y con el estómago
revuelto, y esperó a Jaffers para que le ayudara a meterse en la cabina.
Pronto se encontraron atravesando la
parte baja de San Francisco, en dirección al Golden Gate. Como siempre, el
tráfico era pesado.
—Tómate tu tiempo —le dijo a Jaffers.
Según sus cálculos, Fay se iría de casa a eso de las once. No quería llegar
antes de que ella se marchara, así que disponía de dos horas—. No vayas
esquivando a todos como lo haces en horas de trabajo, gastando las ruedas que a
ti no te cuesta nada reponer. —Se sentía muy abatido y se apoyó contra la
puerta para mirar los coches, las casas y las calles—. Además, tengo que parar
en el camino y comprar algunas cosas.
—¿Qué tiene que comprar? —preguntó
Jaffers.
—No es asunto tuyo —contestó Charley—.
Las compraré yo.
Un poco después aparcaron en el distrito
comercial de uno de los suburbios de Marin. Dejando allí a Jaffers, bajó de la
furgoneta y caminó con cuidado calle abajo, doblando por una esquina en
dirección a una gran ferretería que conocía. Allí compró un revólver del 22 y
dos cajas de balas. En casa tenía varias armas, tanto rifles como pistolas,
pero sin duda Fay las habría cogido y escondido. Hizo que el dependiente le
envolviera el revólver y las municiones de tal forma que nadie pudiera adivinar
qué era; luego pagó en efectivo y salió de la tienda. Volvió a la furgoneta y
acomodó el paquete en el regazo.
Mientras conducía, Jaffers dijo:
—Apuesto a que eso es para su mujer.
—Y no te equivocas.
—Tiene toda una mujer.
En Fairfax se detuvieron a comer algo en
un restaurante con servicio para automóviles. Jaffers tomó dos hamburguesas y
un batido de vainilla, pero él sólo una taza de sopa.
Mientras iban por la Autopista Sir
Francis Drake, atravesando el parque, Jaffers comentó:
—Esto es hermoso. Solíamos subir hasta
aquí siempre, cerca de Inverness, a pescar. Cogíamos salmones y róbalos.
—Siguió describiendo el equipo de pesca que le gustaba. Charley escuchaba a
medias—. Así que lo que pienso sobre el carrete giratorio —concluyó— es que es
bueno, digamos, para la pesca en el mar, pero en corrientes de río no le veo la
utilidad. Y Jesús, los buenos pueden costarte noventa y cinco pavos, sólo por
el carrete.
—Seguro —murmuró Charley.
Eran las once y diez cuando llegaron a
Drake's Landing. Debe haberse marchado, decidió. Pero cuando la furgoneta entró
en el camino de los cipreses que daba a la casa, vio entre los árboles el
destello del sol en el capó del Buick. Maldita sea, no se había ido.
—Pasa de largo —le dijo a Jaffers.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Jaffers,
aminorando y girando para meterse en el sendero.
—No pares, esquirol —dijo con ferocidad—.
Sigue conduciendo. No te metas en el sendero.
Confundido, Jaffers volvió a sacar la
furgoneta al camino y prosiguió la marcha. Mirando hacia atrás, Charley vio que
la puerta delantera de la casa se encontraba abierta. Era evidente que estaba a
punto de salir.
—No lo entiendo —comentó Jaffers. Parecía
que había unido la visión del Buick en el sendero con el deseo de Charley de
continuar y no parar—. ¿No sabe ella que yo iba a recogerle? Por el amor de
Cristo, ¿no quiere pararla antes de que se marche?
—Métete en tus asuntos o estás despedido
—espetó Charley—. ¿Quieres quedarte sin trabajo? Así que ayúdame o te
despediré; te escribiré la notificación con dos semanas de antelación ahora
mismo.
—De acuerdo —dijo Jaffers—. Pero es una
faena dejar que recorra todo el trayecto hasta Prisco ida y vuelta por nada.
—Guardó un silencio lúgubre y siguió conduciendo.
—Aparca aquí —indicó Charley cuando
llegaron a la parte alta de una subida—. Métete en el arcén. No, da la vuelta.
Aparcaron de una forma que le permitía
seguir el camino hasta Inverness Park. Cuando el Buick saliera del sendero, lo
vería.
—¿Puedo fumar? —preguntó Jaffers.
—Claro.
Quince minutos después, el Buick apareció
en el camino y salió disparado hacia la autopista Uno.
—Ahí va —comentó—. Muy bien. Regresemos.
Estoy cansado. Vamos, ponlo en marcha.
Esta vez encontraron el sendero vacío.
Jaffers aparcó la furgoneta y empezó a trasladar las posesiones de Charley a la
casa. Espero que no se haya olvidado nada, pensó Charley. Que no dé media
vuelta y regrese. Bajó de la cabina del vehículo y, ayudado por Jaffers, subió
por el sendero hacia la casa. Dentro, en el salón, se sentó despacio en el
sofá.
—Gracias —le dijo a Jaffers—. Ya puedes
marcharte.
—Quiere meterse en la cama, ¿verdad?
—preguntó éste, haciendo tiempo.
—No. No quiero meterme en la cama. Si lo
quisiera, me iría a la cama ya. Deseo quedarme sentado aquí. Puedes irte.
Después de titubear un rato, Jaffers se
marchó. Allí en el sofá, Charley oyó cómo la furgoneta retrocedía por el
sendero y salía al camino.
Fuera de dudas, disponía de todo el
tiempo del mundo. Ella no llegaría al Hospital U.C. hasta la una, y luego
necesitaría dos horas más para volver. Así que estaría solo hasta las tres de
la tarde. No tenía por qué apresurarse. Podía descansar y recuperar las
fuerzas; incluso podría echarse una siesta.
Subiendo los pies al sofá, se echó y
apoyó la cabeza sobre un almohadón. Luego se volvió y miró por el ventanal al
campo.
Allí, tan grande como la vida, estaba su
caballo, pastando. Y por detrás vio a una de las ovejas. Cerca de ella había
una forma pequeña y oscura que se movía de vez en cuando. Dios mío, pensó, un
cordero. Esa oveja ha tenido un cordero. Trató de distinguir a las otras
ovejas, ver si también ellas habían tenido sus corderos. Pero sólo fue capaz de
dar con ésa. Daba la impresión de ser Alice, la más vieja de las tres. Es una
buena oveja, se dijo, observándola. Con casi ocho años, y lista como mil
demonios. Más inteligente que algunos humanos.
Vio que se le acercaba otra oveja, y cómo
su cordero se dirigía hacia ella. La otra oveja lo empujó con el hocico en
dirección a su madre. Creerías que un golpe así lo partiría en dos, pensó, pero
no. Tiene que embestirlo hacia atrás, necesita su leche para sus propios
corderos.
La vieja oveja grande y lista, de cara
negra... Recordó a las niñas alimentando a Alice con la mano, esa cara grande,
tranquila e inteligente a medida que agachaba el cuello para apoyar el hocico
contra sus palmas lisas. No dobléis los dedos, les dijo. Como cuando le dais de
comer al caballo... no levantéis nada que pueda arrancar. Tienen mucha fuerza
en esas mandíbulas... trituran el pasto, como hojas giratorias. Cortadoras
giratorias de hueso, y duran mucho más que esa pieza de mierda de hojalata.
De repente pensó: claro, cuando llegue al
hospital y descubra que no estoy, llamará a Anteil y le enviará de inmediato
aquí. Será aproximadamente a la una. Así que, después de todo, quizá no
disponga de tanto tiempo.
Se levantó del sofá y se quedó un momento
de pie. Dios, estoy débil. Uhh. Con pasos inseguros, se dirigió al baño. Allí,
con la puerta cerrada, abrió el paquete. Se sentó en la taza y cargó el
revólver.
Con el arma en el bolsillo de la
chaqueta, salió al patio. El día se había vuelto cálido y el sol le hizo
sentirse más fuerte. Fue a la valla, abrió el portón y se metió en el terreno
de pastoreo.
El caballo, al verlo, trotó en su
dirección.
Cree que tengo algo de comer para él,
pensó. Un terrón de azúcar. El caballo ganó velocidad, trotando y resollando
excitado.
Oh, santo Dios, pensó cuando se detuvo a
unos centímetros de él, mirándole. ¿Cómo puedo hacerlo? Jodido caballo. Si son
tan inteligentes, ¿por qué no sale corriendo? Sacó el revólver y quitó el
seguro. Mejor que sea el primero, decidió. Alzando el arma —la mano le temblaba
frenéticamente—, le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. No hubo retroceso,
pero el ruido le hizo temblar. El caballo sacudió la cabeza, pateó el suelo,
dio media vuelta y partió el galope. No le he dado, pensó. Le disparé a
bocajarro y no le he dado. Pero, de pronto, cayó mientras corría; cayó de
bruces, dio media vuelta y quedó tendido de costado, con espasmos en las patas.
Relinchó. Charley se quedó donde estaba, observándolo. Entonces volvió a
dispararle desde lejos. El caballo siguió dando coces, y fue hacia él para
dispararle desde cerca. Pero cuando llegó ya había dejado de mover las patas.
Todavía seguía con vida; lo supo por los ojos. Sin embargo, se estaba muriendo.
La sangre le corría cabeza abajo, desde la herida del cráneo.
En el campo las tres ovejas miraban.
Caminó hacia la primera. Durante un rato
no se movió; casi había llegado hasta ella antes de que —como siempre— agachara
la cabeza y se alejara al trote, con sus anchos flancos sobresaliendo como
alforjas. Ésta no había tenido corderos. Levantó el revólver y le disparó. Dio
un salto violento y cobró velocidad. De manera errática, giró levemente hacia
un lado. Le apuntó a la cabeza y volvió a disparar. La oveja cayó hacia
delante, agitando las patas.
Con menos problemas se acercó a la
segunda. Había estado tumbada, y cuando llegó a su lado empezó a levantarse.
Consiguió dispararle antes de que se incorporara del todo; su peso, el peso de
los corderos nonatos, la lastró.
Ahora tenía el problema de la oveja más
vieja con su cordero. Sabía que no se espantaría porque estaba acostumbrada a
que él se le acercara. Se dirigió hacia ella, y no se movió. Mantuvo los ojos
clavados en él. Cuando aún se encontraba a unos metros, lanzó un balido. El
cordero emitió su grito agudo, metálico. ¿Qué pasaba con él?, se preguntó. No
lo había pensado. Bueno, tenía que estar incluido, concluyó. Aunque nunca antes
lo he visto. Es tan mío como cualquiera de las ovejas. Levantó el revólver y le
disparó a la oveja, pero ya se había quedado sin balas. El percutor sólo hizo
un ruido seco.
Allí, de pie, cargó el arma. A lo lejos,
los eucaliptos se agitaban con el viento del mediodía. La oveja y el cordero lo
observaron y esperaron hasta que terminó de cargar el revólver y guardara la
caja de balas en el bolsillo. Entonces, apuntó el arma y le disparó. Se le
doblaron las patas y cayó de lado. En el acto le disparó al cordero, antes de
que empezara a lanzar sus berridos. Como su madre, murió en silencio, y eso le
hizo sentirse mejor. Regresó despacio a la casa, manteniendo las fuerzas. En la
hierba no quedaba nada que estuviera erguido; ninguna forma de animal pastando.
Había barrido el campo.
¿Dónde estaba el perro?, se preguntó. ¿Se
lo habría llevado con ella? Eso le enfureció. Atravesó la casa y salió al porche
delantero. A veces el perro pasaba el rato sendero abajo o al otro lado del
camino. Soplando el silbato que llevaba en el llavero, lo llamó. Finalmente, un
ladrido apagado sonó desde alguna parte de la casa. Ella lo había encerrado
dentro, probablemente en uno de los baños.
Y, tal como pensara, encontró al collie
en el baño del cuarto de invitados, meneando el rabo, contento de verle.
Lo sacó al patio y le disparó apoyando el
cañón del revólver contra la oreja. Soltó un chillido, como un freno mecánico,
tan agudo que apenas pudo oírlo. Dio un brinco, giró y se desplomó, agitando
las patas.
Luego se dirigió al corral de los patos.
Mientras se hallaba ocupado disparándoles
a través de la alambrada, pensó si alguien escucharía los disparos y llamaría al
sheriff Chisholm. No, decidió. Siempre hay cazadores en esta época del año,
disparándole a codornices, conejos o ciervos... lo que esté permitido cazar en
ese momento.
Una vez que hubo concluido con los patos,
buscó con la vista a las gallinas. Se habían alejado y no pudo verlas. Malditas
sean, pensó. Las llamó, empleando el sonido que él y Fay hacían cuando les iban
a dar de comer, pero no apareció ninguna. En cierto momento le pareció ver una
cola roja moviéndose entre los cipreses... Posiblemente las gallinas se habían
subido a los árboles para anidar y observarle. Sin duda que el ruido de los
disparos las había espantado. Tan jodidamente astutas.
No quedaba nada a lo que dispararle, así
que regresó a la casa.
El asunto de liquidar a los animales le
había dejado exhausto. Tan pronto como entró en el salón, se quitó la chaqueta,
tiró el revólver, se echó en el sofá y se quedó de espaldas con los ojos
cerrados. Seguro que el corazón iba a dejar de funcionar; sentía cómo se
preparaba para dejar de latir. Maldito seas, rezó, no pares, hijo de puta.
Pasado un rato se sintió mejor. Pero no
se movió, continuó tumbado.
Quizá dos horas, pensó. Por entonces, o
estaría muerto o tendría las suficientes fuerzas para ponerse otra vez de pie.
Desde el exterior, más allá del patio,
oyó un sonido que le sugirió que uno de los animales no se encontraba muerto
del todo. Escuchó gemidos, pero aunque prestó atención, no pudo discernir de
qué animal se trataba. Probablemente el caballo, concluyó. ¿Debería salir y
dispararle de nuevo? Por supuesto. Pero, ¿sería capaz? No, decidió. No puedo.
Me caería muerto al ir o al volver. Tendrá que morir por su propia cuenta.
Yació en el sofá, escuchando los débiles
sonidos del animal que moría en el campo, al tiempo que intentaba no morir él.
De repente, el ruido de un motor le
despertó.
Bajó los pies al suelo y se levantó,
mientras el corazón le latía con fuerza. Tanteó a su alrededor en busca del
revólver, pero no consiguió encontrarlo.
Fuera, detrás de los ventanales, Fay
apareció en el patio. Enfundada en su largo abrigo verde, se quedó mirando en
dirección a la tierra de pastoreo. Entonces se puso de puntillas y se llevó la
mano a la frente para protegerse los ojos. Comprendió que había visto a los
animales.
El grito que lanzó le resultó audible. Se
volvió y le vio a través de los ventanales. Maldito revólver, pensó; todavía no
lo había encontrado. Fay iba cargada con el bolso y algunos paquetes. Los dejó
caer y corrió con sus tacones altos hacia el portón. Al llegar tuvo algunos
problemas; no conseguía abrir el cerrojo. Él atravesó el salón a toda velocidad
y abrió la puerta que daba al patio.
Al lado de la barbacoa, erguido, estaba
el largo tenedor de dos puntas que usaban para sacar los chuletones. Lo cogió y
fue a toda prisa hacia ella. Ya había conseguido abrir el portón, y se detuvo
al otro lado para quitarse los zapatos. Tenía los ojos llenos de cautela.
Cuando casi había llegado hasta ella, se alejó de un salto y se enfrentó a él
sin quitarle los ojos de encima. Si tuviera el revólver, comprendió, ahora
estaría muerta. Llegó a la valla y cruzó el portón abierto, saliendo al campo.
Fay, sin hablarle a él sino a alguien que
había a su espalda, gritó con voz aguda:
—Quedaos donde estáis.
Eran las niñas. Girando la cabeza a
medias, las vio, juntas en una esquina de la casa. Las dos iban vestidas con
sus abrigos rojos y sus bonitas faldas con rebordes de encaje, y los zapatos de
dos colores. El cabello cepillado. Mirándole a él, mirándole y mirándole.
Ninguna lloraba.
Retrocediendo, Fay le dijo a las niñas:
—Marchaos. Id por el camino hasta la casa
de la señora Silva. ¡Marchaos! —Su voz adquirió ese tono de mando, esa
aspereza. Las dos niñas dieron un salto, dirigiéndose de manera automática
hacia ella—. ¡Id a la casa de la señora Silva! —repitió Fay, gesticulando hacia
el camino. En esta ocasión las niñas comprendieron.
Desaparecieron alrededor de la esquina de
la casa.
Miró a su mujer.
—Oh —dijo ella casi con placer; tenía el
rostro iluminado—. Ya veo... tú les disparaste. —Había retrocedido hasta el
caballo muerto y echado una mirada rápida—. Vaya. Santo cielo.
El dió unos pasos más. Ella retrocedió la
misma distancia.
—Hijo de puta —dijo—. Pederasta. Cabrón.
Cabeza de mierda... —continuó sin parar, sin quitarle en ningún momento los
ojos de encima.
Mientras le insultaba, se mantenía bajo
control. Y él no dejaba de avanzar. Por supuesto, ella retrocedía a su ritmo.
Con cautela.
—Llámame lo que quieras.
—Te diré a quién voy a llamar. Voy a
llamar al sheriff Chisholm y haré que te encierren. Haré que venga la policía.
Te enviaré a la cárcel. Chiflado. Loco. Enfermo de mierda.
No dejaba de marchar hacia atrás, sin
permitir que se acercara a más de tres metros. Ya había recuperado el aliento.
La vio girar la cabeza, calculando la distancia de la valla de alambre de
espinos que había a su espalda y que marcaba el fin de sus tierras. Más allá,
el terreno bajaba en una pendiente pronunciada e iba a parar a una zona de
árboles y maleza, y luego a unos marjales y una corriente de aguas rápidas. En
una ocasión los dos habían perseguido al pato ruso hasta allí, que se había
refugiado entre las raíces de los sauces y les había llevado todo el día
capturarlo. Entonces los pies se le habían hundido quince centímetros a cada
paso...
No puedo, se dijo a sí mismo. Ella ahora
retrocedía rápidamente; se estaba preparando para saltar la valla. Como un
animal. Mirando primero. Cerciorándose. Un salto y al otro lado. Entonces
huiría a la velocidad de la luz.
Pero todavía marchaba paso a paso. No se
hallaba lo suficientemente cerca de la valla como para darle la espalda.
Él aceleró el ritmo.
—Ah —dijo ella, excitada.
Y dio media vuelta y atravesó la valla de
un salto. Su cuerpo giró y se encontró al otro lado, aún girando, recuperando
el equilibrio. Cayó de rodillas, salpicando barro y mierda de vaca. Se levantó
de inmediato y corrió. Me muestra sus talones, pensó él, dirigiéndose a la
valla y agachándose para arrastrarse entre los alambres.
Le llevó mucho, mucho tiempo atravesarla.
Y, una vez al otro lado, apenas pudo erguirse.
Allí, a menos de tres metros, ella le
observaba. ¿Por qué? ¿Por qué no salía corriendo...?
De nuevo avanzó, apuntándole con el largo
tenedor. Ella reanudó la lenta retirada.
¿Por qué?, volvió a preguntarse mientras
resbalaba un poco en la húmeda pendiente. Y entonces lo comprendió. Las niñas y
los Silva se hallaban en el terreno que había detrás de la casa de los Silva,
observando. Cuatro personas. Y ahora una quinta, una persona mayor, se les
unió. Lo entendió. Ella quiere que lo vean. Dios, pensó, está haciendo que me
vean. No saldrá corriendo, no huirá; quiere que yo siga y siga adelante. Es la
prueba que necesita. Aquí. Aquí estoy. En campo abierto, persiguiéndola con
este tenedor. Comprendiéndolo, lo agitó en dirección a ella.
—Maldita seas —le gritó. Ella exhibió su
sonrisa fugaz, reflexiva—. Te mataré.
Ella retrocedió, un paso tras otro.
Dio media vuelta y emprendió el regreso
hacia la casa. Ella se quedó donde estaba, sin alejarse más y sin seguirlo. Por
fin llegó de nuevo a la valla. Se arrastró entre los alambres y entró otra vez
en sus tierras. Estábamos en la propiedad de los Brackett. Ella todavía lo
está. De pie en el campo de Bob Brackett, en su marjal de cuarenta acres sobre
el que una vez tuvimos una opción de compra y dejamos pasar.
Cuando llegó al patio miró hacia atrás.
Tres hombres, que habían salido de una de las casas que había camino arriba,
marchaban decididos hacia él a través del campo de los Brackett. Fay caminaba
rezagada detrás de ellos.
Abrió la puerta de atrás y se metió en la
casa. Cerró la puerta a su espalda y tiró el tenedor de la barbacoa. Y los
animales muertos, comprendió, son una prueba. Todos esos cuerpos muertos ahí
afuera. Y todos oyeron mi amenaza. El doctor. Anteil. Las niñas me vieron pegarle
aquel día. Demonios, lo saben todos.
En el suelo, al lado del sofá, encontró
el revólver. Lo levantó y se quedó de pie con él en la mano, meditando. Luego
se sentó. Los hombres se habían detenido junto a la valla; podían verle a
través de los ventanales, sentado en el sofá con el arma.
Con ellos vio al sheriff Chisholm, que
les decía que dieran media vuelta. El sheriff pasó por el costado de la casa y
desapareció de la vista. Me cogerá en menos tiempo del que tarda una oveja en
mover el rabo dos veces, pensó. Conoce su trabajo. Malditos granjeros palurdos.
Poniendo el cañón del revólver en su
boca, apretó el gatillo.
Se encendió una luz. En vez de sonido.
Por primera vez, lo vio. Lo vio todo. Vio cómo ella le había manipulado. Le
había conducido a esto.
Lo veo, dijo.
Sí, lo veo.
Al morir, lo comprendió todo.
Diecisiete
Eso de quemarme las cosas fue algo muy
sucio. Y no era la primera vez. Me hicieron exactamente lo mismo durante la
Segunda Guerra Mundial e incluso antes. Es un patrón. Probablemente tendría que
haberlo esperado. En cualquier caso, pude salvar mi colección geológica. Por
supuesto, ninguna de las piezas que la formaban había sido consumida.
El día que Charley Hume se suicidó yo me
había sentido inusualmente deprimido desde que me levanté. Por supuesto, en ese
momento no sabía cuál era la razón de mi depresión. De hecho, la señora Hambro
comentó mi estado de ánimo poco habitual. Pasé el día fuera, trabajando en los
jardines terraplenados de los Hambro, una de las tareas que había asumido como
forma de pagarles por su hospitalidad. Además, realizaba un trabajo similar
para los otros miembros del grupo, incluyendo el cuidado de varios animales,
como vacas, cabras, ovejas y pollos. Mi experiencia con los animales de Charley
indicaba que tenía un talento natural para ello, e incluso pensaba en hacer un
curso de cuidado de animales en Santa Rosa.
Mientras tanto mantenía mi vida
espiritual a través del contacto con el grupo. Y la señora Hambro me había
presentado a otros individuos sensibles del Área de la Bahía.
Mi depresión se hizo tan intensa a las
cuatro de la tarde que dejé de trabajar y me senté en los escalones del porche
delantero a leer el periódico. Poco después llegó la señora Hambro en su coche,
aparcó y bajó muy excitada del vehículo. Me preguntó si había oído la noticia
de que había sucedido algo terrible en casa de mi hermana. Le dije que no. Ella
no sabía qué era —la había recibido de forma indirecta—, aunque tenía la idea
de que o Charley había matado a Fay o había muerto de un segundo ataque al
corazón, o algo parecido. El sheriff Chisholm estaba allí, y cierto número de
coches que no eran de la ciudad, y también hombres que parecían ser
funcionarios del Condado. En cualquier caso, se los había visto con trajes y corbatas
oscuros delante de la casa.
Se me ocurrió que quizá debía ir, ya que
Fay era mi hermana. Pero no lo hice. Después de todo, me había echado. Así que
me quedé en casa de los Hambro el resto del día, y aquella noche cené con
ellos.
A las ocho y media, Dorothy Bentely, que
vivía un poco más abajo de Charley y Fay, nos comunicó las noticias. Era
terrible. Apenas podía creérmelo. La señora Hambro consideró que debía ir, o,
por lo menos, llamar por teléfono. Lo discutimos, y luego convocó una reunión
especial del grupo para considerar toda la situación y ver qué significado
tenía en el programa cósmico que se estaba desarrollando.
El grupo, después de discutirlo, llegó a
la conclusión de que la muerte era un síntoma de la anarquía y disolución
presentes en las últimas agonías de la Tierra antes de ser sustituida. Pero aún
no habíamos decidido si yo tenía que ir allí. Pusimos a Marion Lane en trance
—la señora Hambro fue quien la hipnotizó— y dijo que, probablemente, debía
tratar de entrar en contacto con Nathan Anteil y averiguar si Fay quería verme.
Debido a los datos que yo le había pasado al grupo acerca de Fay y Nat, éste
había tomado un interés activo en su situación, viéndola como una manifestación
en un plano terrestre de ciertas fuerzas supernaturales. Ninguno de nosotros
tenía una idea muy clara sobre la naturaleza o el plan de estas fuerzas; no
esperábamos que el objetivo se revelara hasta el momento final. Es decir, hacia
últimos de abril de 1959. Mientras tanto, nos habíamos mantenido en contacto, como
hacíamos con todo lo demás que estaba sucediendo.
Utilizando el teléfono que había en la
biblioteca de la señora Hambro, llamé a Nat Anteil. Habíamos descubierto que
siempre que empleábamos aquel teléfono —en contraste con la extensión que había
en la cocina o el salón—, obteníamos mejores resultados. Era el teléfono con
más suerte de la casa, y en una situación tan grave como ésta, quería que todo
lo posible del universo fuera favorable.
Sin embargo, no hubo contestación a mi
llamada. No cabía duda de que Nathan se hallaba en casa de los Hume.
Al día siguiente marqué el número de Fay
varias veces, y por fin logré una respuesta. Sólo me dijo que estaba demasiado
ocupada para hablar y que volvería a llamarme. Después colgó, pero no llamó. El
siguiente contacto fue una nota impresa, que me envió por correo, en el que se
fijaba el día y horario de los oficios religiosos.
No asistí, porque me parece, como dice
Pitágoras, que el cuerpo es la tumba del alma y que por el hecho de nacer una
persona ya ha empezado a morir. El atributo físico de Charley que estaría
expuesto en el mausoleo carecía de importancia para alguien como yo, que está
preocupado no con este mundo, sino con lo real, es decir, lo eterno. Charley
Hume, o su esencia, el alma, la chispa, no se había extinguido; existía como
siempre había existido, aunque ahora ya no podíamos verlo. Tal como lo dijera
la señora Hambro, el hombre corruptible debía ponerse la inmortalidad, y yo
pensaba que ésa era una buena manera de expresarlo. Así que yo no sentía que
Charley nos hubiera dejado; aún seguía flotando en el cielo cerca de Drake's
Landing. Y no pasarían muchos días más antes de que el resto de nosotros se
uniera a él... un hecho que desconocía cuando se quitó su propia vida.
Durante aquella época, el tema de
especulación por toda la zona de Point Reyes y la Bahía de Tómales era si Nat y
Fay seguirían juntos o si la muerte de Charley haría que rompieran por el
remordimiento. Al principio parecía haber dudas. Vecinos suyos, en especial la
señora Bentely, informaron que Nat no pasaba mucho tiempo en casa de los Hume.
Las niñas, temporalmente, habían dejado de ir a la escuela, así que no se les
podía preguntar qué pasaba. Pero, luego se volvió a ver su coche yendo y
viniendo de nuevo, y el consenso general fue que habían reanudado sus
relaciones.
El artículo publicado en la Bay wood
Press apenas mencionaba que Charley Hume, de Drake's Landing, se había «quitado
la vida» debido al abatimiento producido por su mala salud. Mencionaba que
había tenido un ataque al corazón y acababa de ser dado de alta en el hospital.
No decía nada de Nat, sólo que le «sobrevivían su mujer, Fay, y sus dos hijas,
Bonnie y Elsie.» El titular decía:
C. B. HUME SE SUICIDA
El grupo creyó que se podría haber dado
una descripción mucho más completa, y yo preparé una presentación exhaustiva,
describiendo en detalle la relación de Fay con Nathan e informando al público
en general de que la verdadera causa de la muerte de Charley no había sido el
abatimiento producido por su precaria salud, sino descubrir que durante el
período de convalecencia en el hospital su mujer le había engañado con otro
hombre. Sin embargo, la Baywood Press declinó publicarlo; de hecho, ni siquiera
comunicaron haberlo recibido... aunque para ser justos con ellos, he de reconocer
que tuvimos cuidado de no dar nuestros nombres o direcciones en caso de que se
tomara una acción legal por el uso del correo, etc.
No obstante, no importaba si la Baywood
Press prefería no publicarlo, ya que todo el mundo en la zona conocía la verdadera
historia. Fue el tema principal de discusión en la oficina de correos y en la
tienda de alimentación durante semanas. Y, ciertamente, en una democracia eso
está bien. El público debe conocer los hechos. De lo contrario, no puede
juzgar.
En referencia al elemento de juicio,
observamos que la opinión media en la zona estaba muy en contra de Fay y Nat, y
bastante a menudo oímos palabras de censura... aunque, por supuesto, no se les
dijo nada directamente a la cara, y, decididamente, no en presencia de las
niñas. Los Bluebird continuaron visitando la casa de Fay. Fay siguió dirigiendo
el grupo de baile, y ninguna de las mujeres renunció o sacó a sus hijas. La
única acción abierta tomada en contra de Fay y Nat fue que algunos residentes
dejaron de saludarlos en la calle cuando los veían pasar en coche, y dos o tres
madres que yo conozco dejaron de autorizar que sus hijas fueran recogidas por
Fay para ir a jugar por las tardes a casa de los Hume. Pero, por supuesto, esto
había comenzado antes de la muerte de Charley; tuvo lugar tan pronto como el
grupo promulgó la presentación dramatizada original que yo les suministré. La
señora Hambro la hizo mimeografiar y se la envió por correo a una lista de
residentes que había obtenido del Partido Republicano en el Condado de Marin,
de modo que personas que vivían tan lejos como Novato recibieron la
información.
No creo que Fay o Nat fueran muy
conscientes de esta desaprobación pública, ya que tenían muchos problemas
personales que solventar. Como un hecho, sé que estaban preocupados porque las
niñas oyeran algo desagradable, pero cuando eso no sucedió, su aprensión
disminuyó. Aparte de aquello, parecían más interesados en cómo arreglar sus
propias vidas, y no les culpé por estar concentrados en ello; no cabía duda de
que tenían abrumadores problemas morales y prácticos que resolver.
Más o menos una semana después recibí una
carta de un abogado de San Rafael llamado Walter W. Sipe, en la que me
informaba que se me requería a las diez de la mañana del 6 de abril en su despacho
de la Calle B. Tenía que ver con el testamento de C. B. Hume.
La señora Hambro expuso su firme
convicción de que debía asistir. No sólo me urgió a hacerlo, sino que prometió
que me llevaría en coche. Así que la mañana estipulada, habiéndome puesto una
chaqueta, pantalones y corbata del señor Hambro, Claudia me dejó en la puerta
del edificio del despacho del abogado.
En la oficina encontré a Fay y a las
niñas y a algunos adultos que nunca antes había visto. Luego descubrí que unos
habían trabajado para Charley en su planta de Petaluma y otros eran parientes
que habían venido desde Chicago.
Nat, por supuesto, no se hallaba
presente.
Trajeron unas sillas, nos sentamos y el
abogado nos leyó el testamento de Charley. Apenas entendí algo de lo que decía.
Siendo como es el lenguaje legal, todavía no estoy seguro de algunos detalles.
En cualquier caso, el núcleo de la disposición de sus bienes es el siguiente.
En su mayor parte, se preocupaba por sus dos hijas, lo cual es comprensible.
Como durante años había desconfiado bastante de Fay —algo que yo ya había
descubierto—, había iniciado un proceso de retirada de capital de su planta,
colocándolo en acciones y valores a nombre de ellas. Todo lo hizo antes de su
muerte. La fábrica, entonces, no valía ni la mitad de lo que se habría pensado;
de hecho, estaba casi toda descapitalizada.
Según la ley de Propiedades de
California, la mitad de los bienes adquiridos durante el matrimonio pertenecía
a Fay. Charley, en su testamento, no podía disponer de ellos. Pero las acciones
y valores ya no eran de él o de Fay, pertenecían a las niñas. De modo que había
trasladado la mayoría de los bienes fuera de las manos de los dos, pasándolo a
sus hijas. Además, había dejado instrucciones de que el grueso de sus bienes se
colocara en un fondo para ser administrado por el señor Sipe en beneficio de
las niñas, y que al cumplir veintiún años pasara directamente a ellas.
Así que las niñas no sólo eran
propietarias de las acciones y valores, sino que tenían una parte de la fábrica
de Petaluma. Las acciones, aunque les pertenecían a ellas, estarían manejadas
por el hermano de Charley, que había volado desde Chicago. De acuerdo con las
necesidades que tuvieran, él se encargaría de suministrarles fondos. Se debía
permitir que las niñas vivieran con su madre, y al respecto Charley tenía mucho
que decir.
Lo único que le había dejado a Fay era el
Buick... es decir, su mitad, ya que la otra le pertenecía a ella. Mi hermana,
por supuesto, según la ley de California, ya era propietaria de la otra mitad
de la casa, y de la mitad de la propiedad personal que hubiera en ella. Charley
no podía disponer de ello. Pero esto es lo que hizo con su mitad: me había
dejado su parte de la casa a mí.
A mí, de toda la gente que había en el
mundo. Así que Fay era dueña de una mitad y yo de la otra.
En lo referente a la propiedad personal
que era de él, se la había dejado directamente a las niñas.
Me había dejado a mí tanto como a Fay, a
menos que incluyáis el Buick, que no valía gran cosa.
En el testamento había una cláusula
respecto a la tenencia de la casa. Ni Fay ni yo podíamos excluir a la fuerza al
otro de las premisas. No obstante, sí podíamos llegar a un acuerdo sobre su
venta o su uso. Por ejemplo, podíamos vender nuestra mitad al otro. O
alquilársela por una suma que establecería como razonable el Bank of America de
Point Reyes. También había establecido diversas sumas de dinero de su cuenta
conjunta, una mitad de la cual le pertenecía para disponer como deseara. Me
había dejado casi mil dólares para recibir ayuda psiquiátrica, si elegía
aceptarla, y, si no, debía ser entregada a las niñas. Y había dejado dinero
para los gastos del entierro.
Al haberse suicidado, se anulaban las
pólizas de seguro, así que Fay no recibió nada de ellas.
En resumen, le había dejado todo a las
niñas y nada a Fay. Y la propiedad de ella, bajo la ley de California,
consistía en su mitad de la casa —sobre la cual había que pagar una alta
hipoteca— y de la planta, que no ascendía a nada de lo que ella había esperado,
ya que de ésta se había ido sacando capital a lo largo de los años. Por
supuesto, podía contratar a un abogado, ir ajuicio y reclamar que gran parte de
las acciones y valores en realidad le pertenecían a ella, ya que habían sido
comprados tanto con su dinero como con el de Charley. Y podía recusar el
testamento de muchas otras formas, por ejemplo, que le había dejado el Buick
cuando no tenía derecho a hacerlo, pues ella lo había comprado antes de
casarse. Tengo entendido que un testamento con esas cláusulas puede ser anulado.
Pero Charley había establecido una que preveía la posible recusación de ella.
Si la empleaba, el administrador de la parte de las niñas —esto es, su hermano
Sam— debía ejercer acción legal contra Fay acusándola de ser una madre
incompetente, y separar a las niñas de su cuidado, quedando su familia como
custodios. Es muy posible que esa cláusula fuera invalidada, ya que era
punitiva. Pero sólo por investigarla corría el riesgo de que entrara en vigor,
ya que Sam se declaró dispuesto a seguir con los requisitos que establecía.
Charley se había extendido en describir en el testamento —aunque vagamente— la
relación que tenía con Nat, y también me mencionaba a mí como testigo
específico de ello. No cabía duda de que la casa y los fondos que me dejara eran
un incentivo para que yo cooperara en todo a favor de la cláusula de «madre
incompetente» si Fay recusaba el testamento; por lo menos, así lo vi yo.
No lo hizo, aunque durante un tiempo ella
y Nat lo discutieron. Sé que lo hicieron porque me encontraba presente. ¿Cómo
no iba a ser así? Casi en el acto, tan pronto como conseguí transporte, me mudé
de nuevo a la casa con Fay y las niñas, y, por supuesto, con Nat Anteil, ya que
él estaba viviendo allí. Y esta vez no podían echarme, pues era tanto mía como
de ella. Y no era para nada de Nat Anteil; no tenía ningún derecho legal a
estar allí, y yo sí.
Así que cuando Claudia Hambro me llevó de
vuelta en su furgoneta, junto con mis pertenencias, me estaba llevando de
regreso a mi casa.
Cuando aparecí ante la puerta delantera,
Fay y Nat se quedaron asombrados al verme. Sin decir una palabra —así de
afectados estaban—, miraron mientras yo descargaba mis cosas de la furgoneta y
me despedía de Claudia. Con voz lo suficientemente alta para que me oyeran,
insistí en que Claudia y su marido, y el resto del grupo, vinieran a verme, que
usaran la casa como lugar de reunión o para visitarme. Luego, agitando la mano
en mi dirección, se marchó.
—¿Quieres decir que te vas a instalar
así? —preguntó Fay—. ¿Sin discutir primero todo el asunto?
—¿Qué hay que discutir? —contesté,
sintiéndome de maravilla—. Tengo el mismo derecho legal que tú para estar aquí.
Y en esta ocasión no había razón para que
ocupara el trastero, como un sirviente. Ni tenía por qué realizar las tareas
desagradables por ellos, como sacar la basura o fregar el suelo.
Me sentía en la cima del mundo.
Los dos se quedaron en el salón mientras
yo empecé a preparar el estudio. Ésa era la habitación que había elegido como
dormitorio. No hicieron movimiento de interferir, pero les oí hablar en voz
baja y malhumorada.
Mientras colgaba la ropa en el armario
del estudio, se me acercó Nat.
—Ven al salón y lo discutiremos —dijo.
Divertido, aunque deseando acabar de
poner en orden mis cosas, le seguí. Fue agradable sentarme en el sofá y no
verme obligado a retirarme a la parte de atrás mientras otros hacían lo que les
daba la gana.
—¿Cómo demonios piensas pagar tu parte de
la casa? —espetó Fay—. Son doscientos cuarenta dólares por mes, incluyendo
intereses. Tú debes pagar la mitad. Ciento veinte dólares al mes. Lo cual no
incluye impuestos ni seguro contra incendios. ¿Cómo podrás pagarlo? —Su voz
salió aguda, llena de furia contra mí.
En realidad, yo no había pensado mucho en
ello. Saberlo disminuyó algo el placer que experimentaba.
—Al adquirir la mitad de esta propiedad
—dijo Nathan—, has adquirido la mitad de sus deudas. Eres responsable de los
costes de mantenimiento y de las facturas, igual que Fay. ¿Sabes lo que cuesta
la calefacción de esta casa? Ella no va a pagarlo todo, tenlo por seguro.
—Cincuenta dólares al mes —intervino mi
hermana—. A eso ascenderá tu parte de la calefacción. Dios mío, te costará
otros cien dólares al mes de facturas... llegará a trescientos al mes ser dueño
de la mitad de esta casa. Como mínimo trescientos.
—Oh, vamos —dije—. No cuesta seiscientos
dólares al mes mantener la casa.
Entonces, Nat sacó la gran caja de cartón
en la que Fay guardaba las facturas del mes; también tenía la chequera y los
cheques y facturas pasados.
—Asciende a eso —indicó—. Sabes que no
tienes dinero. Tu parte va a caducar. ¿Cómo no iba a hacerlo? No puedes vivir
aquí. Es imposible.
Lo único en lo que pude pensar fue en
sonreírles, para dejar clara mi falta de ansiedad.
—Gilipollas —dijo Fay, y su voz siguió
subiendo en tono acusador. Entonces le dijo a Nat—: Esto pasa por pagarle para
que fuera a los tribunales a contar un montón de mentiras sobre nosotros...
Santo Dios, Charley debía de estar fuera de sus cabales; al final debía de
haberse vuelto paranoico, allí en el hospital, para creer toda esta mierda.
—Tranquilízate —la calmó Nat. Parecía el
más racional—. Será mejor que vendas tu parte ahora mismo —me aconsejó—. Antes
de que se te acumulen las deudas. —Hizo unos números en un trozo de papel—. Tu
parte asciende a unos siete mil dólares. Y tendrás que pagar impuesto de
herencia sobre ella... ¿lo sabías?
—¿Quieres decir que vosotros compraréis
mi parte? —pregunté.
—Sí —contestó Fay—. De lo contrario, el
banco se quedará con tu parte y no sacarás ni un centavo de todo esto. —Dirigiéndose
a Nat, añadió—: Y entonces estaremos viviendo con el Bank of America.
—No tengo ganas de vender —repuse.
—No te queda elección —afirmó Nat.
—Ahora mismo hay que hacerle un pago al
banco —dijo Fay—. Uno de ellos. Son ciento cincuenta y cinco dólares. ¿Tienes
la mitad? Tienes que tenerla. Es tu parte. Ni te imagines que la voy a pagar
yo... —Me agasajó con un nombre inimaginablemente vil. Hasta Nat pareció
avergonzado.
Discutimos durante casi una hora sin
llegar a ningún acuerdo. Entonces Fay se fue a la cocina a prepararse una copa.
Mientras tanto, las niñas habían llegado de casa de alguna amiga. Las dos
dieron la impresión de alegrarse al verme, y me puse a jugar con ellas al
avión. Fay y Nat observaron con rostros lúgubres.
En cierto momento oí que Fay decía:
—...está jugando con mis hijas, ¿y qué
puedo hacer yo al respecto? Nada.
Tiró el cigarrillo a la chimenea, falló y
aterrizó en el suelo. Nat fue a recogerlo. Ella se puso a andar de un lado a
otro del salón mientras Nat se quedaba sentado, mirando con ojos sombríos el
suelo, cruzando y descruzando de vez en cuando las piernas.
Cuando me cansé de jugar con las niñas,
las envié a sus habitaciones a ver la televisión, y luego me uní a Nat y a Fay
en el salón. Me senté en la mullida mecedora que había sido la favorita de
Charley. Acomodé las manos detrás de la cabeza, me eché hacia atrás y me puse
cómodo.
Después de un rato de silencio, Fay habló
de repente.
—Bueno, te diré una cosa: no voy a vivir
en esta casa con este gilipollas dando vueltas por aquí. Y no permitiré que
juegue con mis hijas. —Nat no comentó nada. Yo fingí no oírla—. Preferiría
perder mi parte de la casa. La venderé o la regalaré.
—Puedes venderla —indicó Nat—. No te
resultaría muy difícil.
—¿Y qué pasa ahora? —preguntó—. Ahora
mismo. Esta noche. ¿Cómo voy a dormir aquí? —Mirando a Nat, dijo—: Dios, no
podemos movernos; ni siquiera podemos comer o darnos un baño... nada.
—Vamos —dijo Nat, poniéndose en pie y
haciéndole un gesto.
Salieron juntos al patio y se quedaron
allí, lejos de la casa, para que yo no pudiera escucharlos.
El resultado de la conversación fue que
decidieron abandonar la casa y mudarse a la más pequeña que alquilaba Nat, en
la que él y Gwen habían vivido juntos. En lo que a mi concernía, era perfecto.
Pero, ¿y las niñas? Esa casa era demasiado pequeña para cuatro personas,
incluso para dos adultos y dos niñas. Al menos es lo que yo había oído. Sólo
disponía de un dormitorio y un pequeña trastero en el que Nat se quedaba hasta
altas horas de la madrugada haciendo trabajos para la facultad. Y, por
supuesto, un salón, un baño y una cocina.
Aquella noche, a eso de las nueve, se
llevaron a las niñas. Si se quedaron en casa de Nat o en un motel, no lo sé. En
cualquier caso me preparé para acostarme solo en la casa vacía.
Experimenté una sensación extraña aquella
noche mientras me quitaba la ropa, me ponía el pijama y me preparaba para
acostarme en la cama de invitados que había en el estudio. Después de todo,
había sido el estudio de Charley, un lugar donde había pasado mucho tiempo.
Ahora estaba muerto y su mujer se había ido, llevándose a las niñas y dejándome
a mí solo en la casa. Todos se habían ido. Todos habían abandonado esta casa
que tanto esfuerzo les costó construir. ¿Y quién era yo? Durante un tiempo,
mientras yacía en la cama, me sentí confundido. En realidad yo no era uno de
los dueños de la casa... por lo menos, no en un sentido real. Quizá fuera
propietario legal de una parte de ella, pero, ciertamente, jamás la consideré
algo mío. Era como si alguien me señalara un cine o una gasolinera y me dijera
que una parte me pertenecía. En algunos aspectos era como cuando de niño me
dijeron que como ciudadano americano algún día sería «propietario» de una parte
de cada puente, dique o calle públicos...
Durante un corto espacio de tiempo había
vivido a gusto en ella. Pero no por la casa en sí misma, sino por las buenas
comidas y el calor. Ahora, si quería calor, tendría que pagar la mitad de la
factura. Y tendría que comprar mi propia comida, tal como tuve que hacer cuando
vivía en un cuarto alquilado en Sevilla. Nadie me prepararía un chuletón en la
barbacoa y me lo daría gratis.
Y los animales estaban muertos. Excepto
las gallinas. Ahora, por la noche, habían entrado en su corral a dormir. No
había patos. Ni caballo. Ni ovejas. Ni siquiera el perro. Se habían llevado sus
cuerpos para hacer fertilizante.
La casa y la tierra que la rodeaba se
encontraban en absoluto silencio, salvo por el esporádico ruido de las
codornices entre los cipreses. Oí cómo se llamaban mutuamente, un sonido que
imitan los adolescentes de Oklahoma: ah-ha-whoo-whoo. Una especie de grito de
Okie.
Y entonces, tumbado en la casa oscura y
vacía, oyendo la nevera en la cocina activarse de vez en cuando, y los
termostatos de pared abrirse y cerrarse, sentí algo. Fay, las niñas y los
animales se habían ido, pero alguien, aparte de mí, seguía allí. Charley
todavía estaba en la casa, viviendo en ella como siempre había hecho desde que
la construyera. La nevera que oía le pertenecía. Él había supervisado la instalación
de los radiadores. Los diferentes sonidos eran producidos por objetos que le
pertenecían, y Charley nunca los había abandonado. Lo sabía. No se trataba de
una mera idea. Era una conciencia de Charley, tal como antes, durante su
estancia en el mundo físico, había sido consciente de él. Por la vista, el
olfato, el sonido, el tacto.
Durante toda la noche estuve tumbado,
siendo consciente de su presencia en la casa. Nunca la dejó, ni siquiera por un
momento. Su presencia era constante; jamás se atenuó.
Dieciocho
A las siete de la mañana del día
siguiente me despertó el teléfono. Era Fay, que me llamaba desde donde
estuvieran.
—Te compraremos tu parte de la casa
—anunció—. Esto es lo que puedo darte: Mil dólares en efectivo y el resto en
pagos mensuales de treinta y ocho dólares. Nos pasamos la mitad de la noche
discutiéndolo.
—Lo que sucede es que quiero quedarme
aquí —dije.
—No puedes. ¿Se te ha ocurrido pensar que
todo lo que hay en la casa le pertenece a las niñas o a mí? Y que si lo
deseamos podemos impedirte que uses la nevera o la pila... ni siquiera puedes
usar las toallas del baño o comer en los platos que hay en la cocina. Santo
Dios, ni siquiera puedes sentarte en una silla... esa cama en la que estás
durmiendo no viene con la casa: forma parte de la propiedad personal, y Charley
sólo te dejó la mitad de la casa. Las sábanas de la cama. ¡Los ceniceros! —No
paró de enumerar las cosas, acalorándose progresivamente—. ¿Y cómo vas a comer?
Apuesto a que crees que entrarás en la cocina y abrirás unas latas y paquetes
de comida. ¿Piensas que la comida es tuya? No lo es. Y si comes, aunque sólo
sea un bocado, te demandaré. ¡Te llevaré ajuicio!
No me había dado cuenta de ello. Lo que
decía era verdad.
—Tienes razón —comenté—. Tendré que traer
mis propios muebles.
—Creo que mandaré a los transportistas de
Fairfax a que saquen todo lo que hay en la casa.
—De acuerdo —contesté, perplejo y con
dificultad para pensar.
—Idiota. Todo lo que tienes en este mundo
es la estructura vacía de esa casa... la mitad de su estructura. Y nosotros sí
que podemos pagar nuestra parte de los recibos con lo que ganamos de la
fábrica. —Y colgó.
Me vestí y me peiné. Luego fui a la
cocina y me quedé allí de pie, preguntándome si debería prepararme el desayuno
o no. Supón que mientras comía aparecía Fay con el sheriff o alguien. En cierto
sentido, ¿no estaría robando comida?
Incapaz de decidirme, finalmente abandoné
la idea de hacerme el desayuno. A cambio salí y me dirigí al corral de las
gallinas para alimentarlas.
Qué vacío se veía el corral de los patos.
Aún estaba el abrevadero que Charley les había construido, la pila de porcelana
que les había puesto, y el sistema de drenaje en el que había estado
trabajando. Incluso se veía un huevo de pato, enterrado a medias entre las
hierbas con las que los patos habían hecho un nido. Y, en el cubo de basura,
media saca de comida para patos. Casi veinticinco kilos.
Vagué por allí y fui hasta el establo que
Charley había construido para el caballo. Ahí estaba la silla de montar colgada
de la pared y el resto del equipo. Material por más de trescientos dólares.
Volví a la casa, me senté en el suelo,
cerca del hogar, y me puse a pensar. Pasé la mayor parte de la mañana sumido en
profunda meditación, y por fin llegué a la conclusión de que lo que tenía que
hacer era encontrar un modo de ganar el suficiente dinero para cubrir mis pagos
mensuales de la casa, incluyendo los impuestos y el seguro. También necesitaba
el dinero suficiente para comprar comida, pues era evidente que Fay y Nat no me
darían nada de la suya. Se me había pasado por la cabeza la idea de que
podríamos retornar a algo parecido al viejo sistema, yo cuidando a las niñas
—aunque no el trabajo sucio, como la limpieza— y ellos proporcionándome una
cantidad justa de suministros. No obstante, eso ya quedaba descartado.
Después de hacer unos cálculos, llegué a
la conclusión de que debería ganar casi quinientos dólares al mes para cubrir
mis gastos de la casa, y no incluía las inesperadas facturas médicas o de mantenimiento.
En cualquier caso, podría cubrir los recibos, comer, comprar ropa, etc., y
adquirir algunos muebles de segunda mano.
Salí al camino e hice autostop hasta
Point Reyes. Allí empecé a buscar trabajo.
El primer sitio en el que probé fue el
garaje de la esquina. Les conté que no era mecánico, pero que tenía cierta
disposición científica y era bueno para analizar y diagnosticar. Me dijeron que
no disponían de ninguna vacante, así que crucé la calle y me dirigí al mercado.
Allí tampoco había nada, ni siquiera un trabajo para abrir cajas y colocar la
mercancía en los estantes. Luego probé en el gran almacén general. Dijeron que
tal vez necesitarían a alguien que supiera conducir. Después fui a la oficina
de correos, pero allí me explicaron que se requería un examen del servicio
civil federal. Probé en los otros garajes y gasolineras, la farmacia, la
cafetería —al menos tendría que haber habido un trabajo disponible como
lavaplatos— y la tienda de ropa, hasta en la pequeña biblioteca pública. No
había trabajo en ninguna parte. Probé en la tienda de ultramarinos, en el gran
muelle de alquiler de máquinas de construcción, y por último en el banco.
El hombre del banco fue muy amable. Me
reconoció como el hermano de Fay y nos sentamos a su mesa y hablamos durante
largo rato. Le expliqué mi situación, por qué quería trabajar y cuánto tenía
que ganar. El hombre me dijo que era casi imposible encontrar trabajo en
cualquiera de las tiendas de la zona debido al pequeño volumen de negocios que
realizaban. Mi mejor apuesta, me informó, era los ranchos lecheros del Point, o
en Olema, en la fábrica de tejidos, o en el trabajo de pavimentación que se
estaba llevando a cabo en la carretera de Petaluma, o en la estación RCA, sita
en el camino del faro. Si sabía conducir, dijo, era probable que consiguiera un
puesto como conductor del autobús escolar, pero, obviamente, eso quedaba
descartado. En el verano podía recoger la cosecha, pero estábamos en abril.
De las diversas alternativas, me pareció
que un trabajo en una de las granjas lecheras sería la mejor, pues me encantan
los animales. Le di las gracias al hombre, regresé haciendo autostop al lado de
la bahía de Inverness, y después, gracias a que me recogieron varias veces,
logré llegar a algunos de los ranchos. Me llevó todo el día. El único trabajo
disponible era el de ordeñador, lo cual me recordó lo que originalmente había
dicho Charley, que el ordeño sería mi mejor posibilidad aquí en el campo.
Sin embargo, aunque ordeñar sonaba a
trabajo interesante, sólo pagaban un dólar treinta la hora, y no sería
suficiente para cubrir mis gastos. Además, tendría que vivir en los ranchos, y
eso estropearía mi objetivo. Así que el ordeño quedaba descartado. Al
anochecer, sintiéndome desanimado y cansado, empecé a hacer autostop para volver
a la ciudad. Afortunadamente la gente de uno de los ranchos fue lo bastante
amable como para darme un buen almuerzo, de lo contrario, no habría comido nada
en todo el día. Llegué a casa a las nueve y media de la noche, completamente
deprimido y extenuado, sin ningún proyecto de trabajo.
Encendí la luz del salón, y como la casa
estaba tan fría, encendí un fuego en la chimenea, aunque era consciente de que
la madera pertenecía a Fay y a las niñas, no a mí. Ni siquiera los periódicos
viejos con los que solíamos iniciar el fuego eran míos, ni los cartones de
leche que no tirábamos a la basura. Sólo eran mías las cosas que había traído
al estudio desde casa de los Hambro.
Pensando en ello, me pregunté si algún
miembro del grupo podría ayudarme a encontrar un trabajo que me proporcionara
quinientos dólares al mes. Por lo tanto, me arriesgué y llamé por teléfono a la
señora Hambro. Aunque se mostró receptiva, le pareció que no existía ninguna
posibilidad de que encontrara un trabajo en el que pagaran esa cantidad. Dijo
que en una zona rural los sueldos, por lo general, eran más bajos que en la
ciudad, y que hasta para San Francisco quinientos dólares al mes era un salario
bastante alto.
A las diez, mientras permanecía sentado
delante del fuego, sonó el teléfono. Contesté. Era Fay de nuevo, que me llamaba
desde donde estuvieran viviendo.
—Fui durante el día —dijo—. ¿Dónde
estabas?
—Fuera.
—¿Vas a buscar ayuda psiquiátrica?
—preguntó.
—No lo he pensado.
—Tal vez si fueras a ver al doctor
Andrews comprenderías mejor tu situación. ¿Por qué no vendes tu parte de la
casa? Hoy hablé con él y dice que te identificas con Charley y que te estás
vengando de nosotros por su muerte. Nos consideras responsables de su suicidio.
¿Es ésa la razón por la que no quieres vender? Santo Dios, piensa en las niñas.
Han vivido en esa casa desde que se construyó... En realidad, la hicimos para
ellas, no para nosotros. Y realmente es lo único que me dejó ese hijo de puta,
excepto esa fábrica que no vale nada y que apenas cubre sus propios gastos. He
de tener la casa... la mitad es mía, y puedes apostar el culo a que jamás me
desprenderé de mi mitad. Además, tú no podrías comprármela. ¿O sí podrías? Dios
mío, ni siquiera puedes pagar tu mitad de la factura del agua del caballo.
Guardé silencio.
—Creo que iremos allí y lo discutiremos
contigo —continuó Fay—. Te veremos en unos quince minutos.
Se cortó la comunicación antes de que
pudiera decirle que me encontraba absolutamente agotado y a punto de irme a la
cama. Había colgado. Nunca se le pasó por la cabeza preguntar si yo quería
discutirlo con ella o no. Así es como siempre ha sido: jamás cambiará.
Aún más deprimido que antes, me senté a
la espera de que llegaran. En cierto sentido tenía razón: el lugar adecuado
para las niñas era esta casa, y como ella se negaba a vivir conmigo, las niñas
no vivirían aquí a menos que yo me fuera. Fay, por supuesto, la consideraba su
casa, y hasta cierto punto así era. Pero, ciertamente, no lo era en el sentido
que daba a entender: que le pertenecía a ella y a nadie más. El hecho es que la
casa pertenecía a Charley, y que él la había dividido entre ella y yo, con la
idea obvia de que los dos viviéramos aquí. Charley dio por supuesto que como
Fay y yo éramos hermanos, seríamos capaces de convivir. No tengo ni idea de lo
que pensó que haría Nat Anteil. Es posible que no se diera cuenta de que su
esposa le había abandonado y que su matrimonio se había acabado. Quizá
supusiera que la relación entre Fay y Nat era sólo un asunto pasajero. No fue
el único: ninguno de nosotros había pensado que continuaría. Si Charley hubiera
vuelto y no se hubiera suicidado —y tampoco matado a Fay—, sin duda que sus
citas con Anteil habrían llegado a su fin. En algunos aspectos, es una pena que
Charley no lo viera. Para acabar con la situación sólo tenía que regresar a la
casa... por lo menos, para impedir que se reunieran físicamente. Por supuesto,
el lazo entre ellos quizá continuara, y ésa es la causa de que hiciera lo que
hizo. Había querido castigarla. Yo creo que tenía razón. Ella se merecía todo
lo que le pasó. Sin embargo, en última instancia, había sido más inteligente
que él y, a cambio, consiguió que se suicidara. Aunque Charley hubiera
redactado un testamento que la excluía de sus bienes, ella aún tenía su vida,
su mitad de la casa, sus hijas y las pertenencias de la casa... hasta el coche.
Y todo lo que quedaba de Charley era la presencia eterna que impregnaba la
casa, la presencia que yo sentía con tanta intensidad cada vez que me
encontraba allí.
De hecho, incluso ahora, mientras estaba
sentado tratando de encontrar una salida a este dilema, sentía a Charley
alrededor de la casa, en cada parte de ella, proporcional a la intensidad de su
existencia mientras su parte física estuvo con vida. En especial en el estudio,
donde había trabajado por la noche... ahí era donde más la sentía. Y la cocina,
donde comía; el salón, donde se sentaba. No tanto en los dormitorios de las
niñas, ni en el que ambos compartieron. Y casi nada en el cuarto de trabajo de
Fay, donde ella hacía sus potes de arcilla. Su trabajo creativo.
Lo que Charley no había comprendido era
que si la mataba nadie volvería a gozar jamás de un momento de felicidad.
Pensad en el efecto que habría tenido sobre las niñas. Sus vidas se habrían
arruinado. Él mismo no tendría nada, salvo la muerte como consecuencia de su
débil corazón, a menos que también hubiera planeado suicidarse después. Nat
Anteil ya había dejado a su mujer, y su breve matrimonio se había acabado, y,
con Fay muerta, ¿qué podía esperar? ¿Quién habría ganado?
El nihilismo de la conducta de Charley
quedaba demostrado con la matanza de los animales. Es lo que más me afectó;
apenas conseguía entenderlo.
Es seguro que no había odiado a los
animales tanto como a Fay; no podía haber pensado que éstos le habían traicionado...
aunque, claro está, el perro había aprendido a recibir con alegría a Anteil en
vez de ladrarle. Sin embargo, para seguir esa lógica, tendría que haber matado
a sus propias hijas, ya que a las dos les caía bien Anteil, y, quizá, tendría
que haberme matado a mí, ya que las niñas me querían mucho. Quizá lo planeara.
En cualquier caso, a las ovejas no les importaba nadie en la Tierra, y los
patos, hasta donde era posible llegar con sus mentes limitadas, le eran leales
a él. Después de todo, fue él quien les construyó los corrales.
Después de meditarlo, llegué a la
conclusión que no había tenido conciencia de que estaba matando a los animales,
que sólo sabía que cuando regresara a casa después de haber permanecido en el
hospital, habría cambios importantes que él mismo se encargaría de provocar, y
dichos cambios afectarían a toda criatura viviente de la casa. Mató a los
animales para demostrar que lo que hacía importaba. Que era capaz de hacer algo
irreparable. Y, sin embargo, incluso al aceptar esa decisión, sentí entonces —y
todavía siento ahora—, que las razones reales para sus actos se encuentran más
allá de mi comprensión. No entiendo su tipo de mente ilógica, bárbara. No era
un problema de razón científica; era instinto bruto. Quizá identificaba a los
animales consigo mismo. Posiblemente ya empezaba a recorrer el sendero que le
llevaría al suicidio. En alguna parte de su menté sabía que jamás mataría a
Fay, que sería él quien al final recibiría el disparo, no ella. O, tal vez, ni
siquiera había deseado matarla, sólo lo había fingido. Quizá todo el tiempo
tuvo la idea de suicidarse, desde el instante en que compró el revólver.
En ese caso, ella no era culpable. Al
menos, no tanto.
Pero siempre surge una confusión así
cuando está involucrado un individuo nada científico. La ciencia se queda
desconcertada por la irracionalidad del populacho. Los estados de ánimo de las
masas son inescrutables: eso es un hecho.
Mientras analizaba en profundidad toda la
situación, esperando a Fay y a Nat, escuché la llegada de su coche. Así que me
puse en pie y me dirigí a la puerta delantera para encender las luces de fuera.
Sólo una persona salió del coche. Era Nat
Anteil; mi hermana no había venido.
—¿Dónde está Fay? —pregunté.
—Alguien tenía que quedarse con las niñas
—entró en la casa y cerró la puerta a su espalda.
Su explicación, aunque razonable, no me
convenció. Tuve la intuición de que Fay no era capaz de obligarse a poner un
pie en la casa mientras yo estuviera allí. Y eso hizo que me sintiera mucho
peor.
—A veces resulta más fácil para dos
hombres discutir asuntos de negocios —comentó Nat—. Sin una mujer.
—Es cierto.
Nos sentamos en el salón, uno frente al
otro. Al mirarle, me pregunté cuántos años tendría. ¿Era mayor, o más joven que
yo? Más o menos de la misma edad, decidí. Y mira lo que ha hecho con su vida.
Un matrimonio que no había durado nada. Una relación con una mujer casada que
había terminado en la muerte de un hombre inocente. Y, por lo que había oído,
una posición económica bastante insegura. En lo único que me superaba, para ser
sincero, era que se trataba de un hombre mucho más atractivo que yo. Tenía esa
cara dulce, abierta, ovalada, y el cabello negro corto. También era alto, sin
dar la impresión de ser flaco o huesudo. De hecho, a mí me parecía un jugador
de tenis, con brazos y piernas muy largos, pero al mismo tiempo manteniéndose
en buena condición física.
Además, respetaba su inteligencia.
—Bueno —dije—, es una situación difícil.
—Sin duda alguna.
Estuvimos un rato en silencio. Nat
encendió un cigarrillo.
—Tú no quieres ser un perro enjaulado
—comentó—. Es irrefutable que no puedes reunir el dinero para comprar la parte
de Fay y, aunque fueras capaz, no podrías permitirte el lujo de vivir aquí; el
mantenimiento de este lugar es enorme. Es una casa muy poco práctica.
Personalmente, no me entusiasma la idea de que Fay se la quede. Es demasiado
cara de calentar. Preferiría que la vendiera y nos mudáramos a una más pequeña,
quizá una casa más antigua.
—Pero Fay tiene puesto su corazón aquí
—comenté.
—Sí. Le gusta. Pero si se ve obligada a
hacerlo, la venderá. Creo que a la larga se desprenderá de ella, ahora que hay
que mantenerla sin la ayuda de Charley. En algunos aspectos, es más una carga
que una inversión. —Se puso en pie y dio vueltas por el salón—. Es bonita. De
verdad que es una casa maravillosa. Sin embargo, necesita a alguien muy
desahogado económicamente para mantenerla. Es un drenaje constante. Una persona
podría terminar siendo su esclava. No creo que eso me guste; por todos los
infiernos, espero no llegar a esa posición.
No parecía estar habiéndome directamente
a mí; sentí que en realidad pensaba en voz alta.
—¿Tú y Fay vais a casaros? —inquirí.
Asintió.
—Tan pronto como obtenga el divorcio de
Gwen. Seguro que conseguiremos un divorcio en Méjico y nos volveremos a casar.
Allí no exigen un período de espera.
—Pero Charley no le dejó mucho dinero...
¿no tendrás que buscarte un trabajo de horario completo para mantenerla a ella
y a las niñas?
—Hay un fondo para la manutención de las
niñas. Y ella obtendrá suficiente de la fábrica y de su propiedad en Florida
para mantener esta casa.
—Realmente no quiero dar mi parte —dije—.
Quiero vivir aquí.
—¿Por qué? —me preguntó, volviéndose para
mirarme—. Dios mío, tiene tres baños y cuatro dormitorios... vivirías solo, en
esta casa enorme. Fue construida para que vivieran cinco o seis personas. Sólo
necesitas un cuarto alquilado. —Guardé silencio—. Aquí solo te volverías loco.
Cuando Charley ingresó en el hospital, Fay casi se volvió loca, y eso que tenía
a las niñas.
—Y a ti —comenté. No dijo nada—. Siento
que debo quedarme aquí.
—¿Por qué?
—Porque es mi deber.
—¿Tu deber?
—Mi deber hacia él —contesté, soltándolo
antes de darme cuenta de lo que había hecho.
Entendió sin dificultad a quién me
refería.
—¿Quieres decir que sientes la obligación
de vivir aquí porque te dejó la mitad de la casa?
—No exactamente.
No quería decirle que sabía que Charley
aún estaba en la casa.
—Como no puedes hacerlo, poco importa si
es o no tu deber —afirmó Nat—. Tal como yo lo veo, tu elección no radica en si
vendes tu parte: radica en si la vendes y obtienes algún beneficio, o,
sencillamente, la pierdes y no recibes nada. Con mil dólares en efectivo y
treinta y ocho dólares al mes podrías establecerte muy bien en la ciudad.
Alquilar un apartamento bonito, comprarte ropa, comer en buenos restaurantes.
Salir por la noche y pasártelo bien. ¿Correcto? Y, mientras tanto, podrías
utilizar el dinero que te dejó para ayuda psiquiátrica. Si recibieras ayuda
psiquiátrica estarías mucho mejor, enfrentémonos a ello.
Había adoptado esa frase de
«enfrentémonos a ello» de mi hermana. Es interesante observar cómo el
vocabulario de una persona afecta al de otra. Todo el mundo que alguna vez ha
tenido algo que ver con ella termina diciendo eso, y «en toda mi vida». Y
«Santo Dios». Por no mencionar el lenguaje verdaderamente soez.
—Lo que pasa es que no quiero abandonar
esta casa —repetí.
Y de pronto recordé algo que había
olvidado. Y era algo que Nat desconocía. O si lo sabía, no lo aceptaba.
El mundo iba a llegar a su fin en un mes.
Así que no importaba qué sucediera después. Yo sólo tenía que quedarme aquí un
mes, no para siempre. Entonces ya no habría casa.
Le dije a Nat que no me podía decidir,
que aún tenía que pensármelo. Regresó a su casa, y yo me quedé sentado en el
salón casi toda la noche, meditando.
Por fin, a eso de las cuatro de la
madrugada, tomé una decisión. Me metí en la cama del estudio y dormí, pues
realmente necesitaba dormir. A la mañana siguiente me levanté a las ocho, tomé
un baño y me afeité, me vestí, comí un poco de cereales Post's 40 Bran Flakes,
tostadas y jamón —del que quedaba poco—, y luego emprendí la marcha por el
camino en dirección a Inverness Wye. Existía la posibilidad de un trabajo que
había pasado por alto y que quería intentar. En el Wye había un veterinario, no
uno que sólo trabajaba con perros y gatos enfermos, como los de la ciudad, sino
con ovejas, vacas, caballos y ganado más pequeño. Como ya en una ocasión había
trabajado para un veterinario, me pareció que quizá ahí tuviera una
oportunidad.
No obstante, después de hablar con el
veterinario, descubrí que era algo familiar: el doctor, su mujer, su hijo de
diez años y su padre. El chico alimentaba a los animales y barría el suelo,
justamente lo que yo había pensado hacer, así que regresé a Drake's Landing.
Al menos había explorado esa posibilidad.
A eso de las doce y media llegué a casa.
En el acto marqué el número de teléfono de Nat Anteil.
Contestó Fay. Era evidente que Nat estaba
en el trabajo o estudiando.
—He tomado una decisión —le dije a mi
hermana.
—Santo cielo.
—Te venderé mi mitad de la casa por los
mil dólares de anticipo y el resto en pagos mensuales, si me dejas vivir en la
casa todo el mes que viene. Y he de disponer de los muebles, la comida y todo,
de modo que pueda vivir aquí de verdad.
—Es un trato —aceptó Fay—. Gilipollas,
será mejor que no te comas ni uno de esos chuletones que hay en el congelador.
Ninguno de los chuletones o los solomillos. Ahí hay carne por valor de cuarenta
dólares.
—Muy bien —acordé—. Los chuletones no
entran. Pero puedo comer cualquier otra cosa que encuentre. Y quiero el dinero
de inmediato. Dentro de un día o dos, no más. Y no tendré que pagar ninguna
factura este mes.
—Necesitamos algunas cosas —indicó Fay—.
Todas las cosas de las niñas. Su ropa... santo Dios, mi ropa, un millón de
cosas. No quiero sacarlas y tener que volver a llevarlas. ¿Por qué quieres
tenerla por un mes? ¿No puedes volver a vivir con esos chiflados de los Hambro?
A pesar de que se había mostrado de
acuerdo, intentaba echarme. Me di cuenta de la futilidad de tratar de
establecer un pacto racional con ella.
—Dile a Nat que acepto si puedo quedarme
un mes —dije—. Lo arreglaré con él. Tú no eres nada científica.
Después de algún intercambio más de palabras,
se despidió y colgamos. En cualquier caso, yo lo consideré como un trato,
aunque no hubiera nada escrito. La casa sería mía hasta finales de abril... o,
con más precisión y realismo, hasta el veintitrés de abril.
Diecinueve
A las nueve de la mañana, Nat Anteil se
reunió con su abogado en el pasillo de la tercera planta del juzgado de San
Rafael. Le acompañaba su testigo, un hombre rollizo, de aspecto intelectual,
que les conocía, a él y a Gwen, desde hacía varios años.
Los tres salieron del juzgado y cruzaron
la calle hasta una cafetería. Se sentaron a discutir lo que el abogado deseaba
y cómo lo quería. Era la primera vez en su vida que Nat y su testigo habían
entrado en un juzgado.
—No hay nada por lo que ponerse nervioso
—explicó el abogado—. Sube al estrado y yo le hago un montón de preguntas que
usted contesta con un sí. Por ejemplo, ¿no es verdad que se casó el 10 de
octubre de 1958?, y usted responde sí. Después le pregunto si no es verdad que
ha sido residente del Condado de Marin por un período superior a tres meses,
etc. Le pregunto si su mujer le trató de manera cruel y sin afecto, causándole
una profunda humillación en público y ante amigos, y que dicho trato tuvo como
resultado que sufriera privaciones mentales y físicas, lo cual le causó una
incapacidad para realizar su trabajo, y que el resultado de todo esto fue que
no pudo continuar con su vida y cumplir con sus obligaciones de forma
satisfactoria para usted.
El abogado continuó, gesticulando con
movimientos rápidos y cortos de la mano derecha. Nat notó que las manos del
hombre eran inusualmente blancas y pequeñas, y que la muñeca no tenía vello.
Las uñas mostraban una perfecta manicura, y pensó que casi eran las manos de
una mujer. Resultaba evidente que el abogado no realizaba trabajo físico de
ningún tipo.
—¿Qué hago yo? —preguntó el testigo.
—Bueno, usted subirá a declarar después
del señor Anteil. Le pedirán que pronuncie el mismo juramento. Entonces yo le
preguntaré si no es verdad que usted vivió en el Condado de Alameda durante
tres meses y en el estado de California más de un año, y usted contestará que
sí. Luego le pregunto si no es verdad que en su presencia usted vio a la
demandada, la señora Anteil, comportarse hacia el señor Anteil de una manera
que le produjo una profunda humillación, y que debido a ello usted le vio
angustiarse psíquicamente y padecer privaciones físicas y mentales que le
condujeron a consultar a un médico, y que hubo un cambio perceptible en él que
a usted le llevó a comentar que no parecía... —el abogado gesticuló—, que ya no
parecía encontrarse en el mismo estado de salud, y que sufría visiblemente como
resultado del comportamiento de la señora Anteil hacia él. —Después se dirigió
a los dos—. Verán, debemos establecer la influencia del comportamiento de la
señora Anteil. No basta con declarar que ella le trató mal, por ejemplo, que
dormía fuera, bebía o algo parecido, sino que usted en realidad sufrió un
cambio perceptible como resultado de ello.
—Un cambio a peor —comentó el testigo.
—Sí —corroboró el abogado—. Un cambio a
peor. —Y le dijo a Nat—: A usted voy a preguntarle si no es verdad que intentó
salvar el matrimonio hasta donde le fue posible, pero que su mujer evidenció de
forma clara y perceptible que no le interesaba su salud y felicidad, que no
aparecía en su casa durante largos períodos de tiempo, que se mostraba reacia a
informarle de su paradero durante esos prolongados intervalos, y que, en
general, no se comportó de la forma que se espera de una esposa fiel.
Bebiendo el café, Nat pensó que iba a ser
una prueba terrible; no sabía si sería capaz de cumplirla cuando llegara el
momento.
—No se preocupe —comentó el abogado,
tocándole el hombro—. Se trata sólo de un ritual. Suba al estrado y entone la
fórmula adecuada. Entonces recibirá lo que desea... un veredicto de divorcio.
No tendrá que decir otra cosa que no sea sí; sencillamente, conteste sí a las
preguntas que le formule y los dos saldremos del juzgado en veinte minutos.
—Miró su reloj—. Deberíamos volver. No conozco a este juez, pero les gusta
empezar a las nueve y media.
El abogado era del Condado de Alameda, y
Nat le había llamado porque en una ocasión los representó a él y a Gwen en una
disputa sobre una propiedad que entablaron contra algunos vecinos. A los dos
les caía bien. Les había ganado aquel juicio.
Regresaron al juzgado. Mientras subían
los escalones, el testigo discutió algunos asuntos triviales con el abogado,
cosas que tenían que ver con el factor económico que había detrás de las
decisiones de los juzgados. Nat no prestó atención. Observó a un hombre mayor
que estaba sentado en un banco con el bastón sobre el regazo, y a un grupo de
personas que caminaban por la calle.
El día era cálido y soleado. El aire olía
bien. Alrededor del edificio del juzgado unos pintores habían subido lonetas y
escaleras; era evidente que el edificio estaba siendo remozado. Al entrar, los
tres tuvieron que agacharse para pasar por debajo de unas cuerdas.
Cuando su abogado y testigo entraban en
la sala, Nat le preguntó al primero:
—¿Tengo tiempo para ir al cuarto de baño?
—Si se da prisa —repuso el otro.
En el lavabo —un lugar notablemente
limpio—, se tomó una pastilla que le había dado Fay, un tranquilizante, y
regresó a toda velocidad a la sala. Se encontró con ellos cuando salían. El
abogado le cogió del brazo y le condujo al pasillo con el ceño fruncido.
—Hablé con el alguacil —dijo en voz
baja—. Este juez no permite que la vista sea conducida por el abogado.
—¿Qué significa eso? —preguntó Nat.
—Que yo no podré hacerles ninguna
pregunta. Cuando suban al estrado, dependerán de ustedes mismos.
—¿No podrá guiarnos con sus preguntas?
—preguntó el testigo.
—No, tendrán que contar sus propias
historias. —El abogado los llevó de nuevo hacia la sala—. Lo más probable es
que no seamos los primeros. Estudien los otros casos y traten de extraer de lo
que escuchen lo que deben decir ustedes. —Mantuvo la puerta abierta; Nat pasó
antes que su testigo.
Al rato se encontró sentado en un banco
parecido al de una iglesia, mirando a una mujer de mediana edad situada en el
estrado de los testigos que contaba cómo un tal señor George Heathers o
Feathers había volcado el café sobre la señora Feathers en una barbacoa en San
Anselmo, y que en vez de disculparse, la había llamado estúpida y mala madre
delante de diez personas.
La testigo calló y el juez, un hombre
corpulento y de pelo cano bien entrado en los sesenta años, con un traje a
rayas, hizo una mueca de desagrado y dijo:
—Bien, ¿cómo afectó eso a la demandante?
¿Produjo algún cambio en ella?
—Sí —contestó la testigo—. Le quitó la
felicidad. Y dijo que no podía soportar estar con un hombre que la trataba de
esa manera y la hacía tan desdichada.
El caso continuó hasta el final. Después
vino otro caso, muy parecido, con mujeres diferentes y un abogado distinto.
—Es un juez duro —musitó el abogado de
Nathan por la comisura de los labios—. Mire, está revisando el acuerdo de
bienes. Está planteando muchos problemas.
Nat apenas le oyó. El tranquilizante
había empezado a surtir efecto, y miró por la ventana de la sala, en dirección
al césped. Vio que los coches pasaban por la calle y los escaparates de las
tiendas.
—Diga que tuvo que ir a ver a un médico
—le murmuró el abogado—. Que ella le hizo enfermar físicamente. Diga que se
ausentaba durante una semana entera.
Asintió.
En el estrado, una mujer joven,
violentamente nerviosa y de pelo oscuro, contaba con voz apagada que su marido
le había pegado.
Bueno, Gwen nunca me pegó, pensó Nathan.
Sin embargo, estaba con ese estúpido en la cocina aquella noche que regresé
pronto a casa. Puedo decir que tenía la costumbre de salir con otros hombres, y
que cuando la interrogaba sobre quiénes eran y qué hacían, me gritaba y me
insultaba.
—Usted preste atención a lo que diga el
señor Anteil y corrobore sus afirmaciones —le susurró el abogado al testigo.
—De acuerdo.
Me provocó angustia y humillación, pensó
Nathan. Perdí peso y empecé a tomar tranquilizantes. Me quedaba hasta tarde sin
poder dormir, preocupándome por el dinero. Pedía dinero prestado y no me lo
decía. Cuando no regresaba a casa por la noche, me veía obligado a llamar a
todas las personas que conocíamos, informándole así a todo el mundo que no
sabía dónde estaba mi mujer, o con quién se encontraba.
Cargaba elevadas facturas de gasolina en
nuestras tarjetas de crédito. Me pegaba, me arañaba, me insultaba delante de la
gente. Dejaba bien claro que prefería la compañía de otros hombres a la mía, y
que no me respetaba.
Lo repasó una y otra vez mentalmente.
Poco después se encontró de pie en el estrado,
de cara a las filas de bancos vacías y a las pocas personas presentes. Un poco
a su izquierda y más abajo, se hallaba su abogado, tenso, sosteniendo un manojo
de papeles y hablando a gran velocidad con el juez. Su testigo se sentaba
incómodo en el primer asiento destinado al jurado.
—¿Su nombre completo es Nathan Rubén
Anteil? —preguntó su abogado.
—Sí.
—¿Y vive en Point Reyes Station, en el
Condado de Marin?
—Sí.
—¿Y ha sido residente en California
durante un período superior a un año y residente del Condado de Marin por un
período superior a tres meses? ¿Y usted es el demandante en esta disputa en la
que solicita el divorcio de la señora Anteil ante el Juzgado Superior del
Condado de Marin? ¿Y que el matrimonio entre usted y la señora Anteil terminó a
efectos prácticos alrededor del 10 de marzo de 1959, y que en este momento
usted y ella ya no viven juntos?
Respondió sí a cada pregunta.
—Quiere contarle a la sala —dijo su
abogado— los motivos por los que desea divorciarse de la señora Anteil.
Entonces, el abogado retrocedió un poco.
En la sala había algo de ruido, ya que en la parte de atrás un abogado
consultaba en voz baja con su cliente, y dos personas en la parte delantera
hablaban y movían los pies. Nat empezó a responder.
—Bueno —comenzó—, los motivos son que en
su mayor parte... —Se detuvo, sintiendo la fatiga y la languidez provocadas por
la pastilla... una sensación de peso—. Los motivos son... que ella nunca estaba
en casa. Siempre estaba fuera, y cuando volvía, aun cuando yo le preguntaba
dónde había estado, lo único que hacía era insultarme y decirme que no era
asunto mío. En repetidas ocasiones dejó bien claro que prefería la compañía de
otros hombres a la mía.
Trató de pensar qué más decir. Cómo
continuar. Lo único que parecía capaz de hacer era mirar a la hierba que había
detrás de las ventanas, al césped cálido, verde y seco. Se sentía terriblemente
somnoliento, y los ojos empezaron a cerrársele. Su voz se había apagado, y sólo
con un gran esfuerzo fue capaz de reanudar algún tipo de declaración.
—Me daba la impresión —prosiguió— que
todo el tiempo sentía desprecio hacia mí. No podía contar nunca con ella para
que me apoyara en algo. Seguía su propio camino. Jamás se comportó como una
mujer casada. Era como si no estuviera casada. El resultado fue que ya no pude
ganar mi sustento. Enfermé y me vi obligado a acudir a un médico. —Calló, y
luego pensó en el nombre del médico—. El doctor Robert Andrews, de San
Francisco.
—¿Cuál fue la naturaleza de esa
enfermedad? —preguntó el juez.
—Lo que se llama un mal psiconeurótico
—contestó Nathan. Aguardó, pero el juez no hizo ningún comentario. Entonces,
continuó—: Era incapaz de concentrarme o de trabajar, y todos mis amigos lo
advirtieron. Duró bastante tiempo. En una ocasión, de pie en el porche, ella me
lanzó tantos insultos que hasta el párroco de la ciudad los oyó. Dio la
casualidad de que venía a visitarnos.
Eso sucedió el día en que Gwen se llevó
sus cosas. Era evidente que algún vecino se dio cuenta de lo que estaba
pasando, que su matrimonio se disolvía, y había llamado al viejo doctor
Sebastian. El anciano había llegado en su antiguo Hudson del 49 justo cuando
estaban en el momento más acalorado de la discusión. Gwen, en el porche
delantero, sostenía unas cuantas toallas y le estaba gritando que era un
bastardo inútil y que en lo que a ella concernía se podía ir al infierno. El
anciano volvió a subir al Hudson y se marchó. En apariencia, había abandonado
la idea de ayudarles, bien porque considerara que ya era demasiado tarde y nada
podía hacer, o porque los insultos de Gwen eran demasiado fuertes para él.
Sencillamente, era muy frágil para soportar la tensión.
En cualquier caso, pensó Nat, mientras
observaba el cálido césped bajo los rayos del sol, las tiendas y la gente, Gwen
terminó de guardar sus cosas y la llevó en coche a casa de su familia en
Sacramento. Incluso le devolví las fotos de ella que llevaba en mi cartera.
La sala se hallaba en silencio, esperando
oír lo que tuviera que añadir sobre la ruptura de su matrimonio.
—Me resultó intolerable ser tratado de
esa forma —dijo—, como si en relación con otros hombres yo no tuviera
importancia. A veces encontraba coches de desconocidos aparcados delante de mi
propia casa, y cuando regresaba a mi hogar descubría que dentro había hombres que
nunca había visto. Y cuando le preguntaba quiénes eran, se encolerizaba tanto y
me insultaba de manera tan completa que hasta ellos se sentían avergonzados. Le
pedían permiso para marcharse, pero ella les decía que se quedaran.
Qué extraño es, pensó, estar aquí arriba
contando estas cosas.
—En cualquier caso —prosiguió—, le daban
ataques en los que deliberadamente destruía objetos que eran importantes para
mí.
Mientras guardaba sus cosas, se encontró
con un gato de escayola que habían ganado en el Parque de Atracciones. Lo
sostenía en las manos, preguntándose cómo empaquetarlo, cuando él le dijo que
lo consideraba suyo. En ese instante, ella dio media vuelta y se lo arrojó. El
gato se estrelló contra la pared, a su espalda.
—Le daban ataques violentos —indicó—, en
los que no era capaz de controlarse.
Su abogado le hizo un gesto de
asentimiento —le pareció que con impaciencia—, y de pronto se dio cuenta de que
había terminado. Se puso de pie y bajó del estrado. El abogado llamó a declarar
al testigo, y Nathan se vio sentado en la primera silla del jurado, escuchando
cómo su amigo contaba que había llegado a casa de los Anteil para encontrar
allí al señor Anteil solo, y cómo, en frecuentes ocasiones, cuando los había
encontrado juntos, se había visto forzado a escuchar lo que consideraba
andanadas injustas y humillantes por parte de la señora Anteil, dirigidas a su
marido.
El juez firmó el documento. Después, el
abogado y el juez intercambiaron unas pocas palabras. Finalmente, Nathan, su
testigo y el abogado atravesaron el pasillo y salieron de la sala.
—¿Lo concedió? —le preguntó.
—Oh, claro —contestó el abogado—. Ahora
vamos a secretaría a solicitar el decreto interlocutorio para usted.
Mientras bajaban las escaleras, el
testigo comentó:
—¿Sabes?, Gwen es una de las mujeres más
tranquilas que he conocido. Me sentí raro ahí en el estrado hablando de sus
«andanadas» verbales. En mi vida la oí alzar la voz.
El abogado emitió una risita. Nathan no
dijo nada, pero experimentó una sensación de liberación, después de haber
soportado la tensión de la sala. Entraron en la secretaría, un lugar inmenso y
muy iluminado, en el que hileras de personas trabajaban ante escritorios y
archivos. En un mostrador que abarcaba todo el ancho de la habitación, unos
cuantos individuos solucionaban sus asuntos con los diversos ayudantes del
secretario.
—Bueno, ya se ha acabado —comentó el
testigo mientras el abogado esperaba los documentos.
¿Hubo alguna verdad en lo que dije?, se
preguntó Nathan. Alguna. Parte era verdad, parte invención. Es extraño perder
la visión, mezclarlo todo. Ya no sé lo que sucedió, sólo tuve que hablar,
contar lo que parecía apropiado. En voz alta, dijo:
—Como los juicios de Moscú. Confesar
cualquier cosa que quisieran.
De nuevo el abogado se rió entre dientes.
El testigo le guiñó un ojo.
Pero sí se sentía mejor. El temor de la
prueba... ya había terminado, igual que una representación teatral de la
escuela. Un discurso en un congreso.
—Es estupendo que terminara —le comentó a
su abogado.
—Muchacho, ese juez sí que fue duro —dijo
éste al salir de secretaría—. No me dejó dirigir el interrogatorio...
probablemente tenía mal las tripas y quería vengarse del mundo.
Se separaron en el exterior, bajo los
rayos del sol. Se dijeron adiós y se dirigieron a sus respectivos coches.
Eran las once menos veinte. Sólo había
pasado una hora y diez minutos desde que la sala iniciara sus sesiones.
Divorciado, pensó Nathan. Se acabó. Ahora
debe de estar declarando otra persona.
Llegó al coche, abrió la puerta y se
sentó.
No obstante, una historia extraña para
contar, pensó. ¿Cuándo no estuvo ella en casa? Sólo cuando nos separamos.
Debería sentirme culpable por haber
subido al estrado y soltar todas esas mentiras, esa sarta de embustes. Ese
recital sin inspiración. Sin embargo, la sensación de libertad superó a la
culpa. Maldita sea. Estoy tan contento de que haya acabado...
En el acto le invadió la duda. ¿Cómo
puede haber terminado? ¿Quieres decir que ya no estoy casado? ¿Qué le pasó a
Gwen? No lo entiendo. ¿Qué pasó? ¿Cómo pudo suceder algo así?
No es posible, pensó. ¿Qué quieres decir
con que ya no estoy casado?
Miró por la ventanilla del coche. No
tiene sentido. La desesperación, como si estuviera a punto de venirse abajo y
llorar, surgió en su interior, apareció por todos los lados, en todo su cuerpo.
Maldita sea, no puede ser. No es posible.
Esto es lo más terrible que me ha pasado
jamás, pensó. Es raro. Es mi fin, el de mi vida. ¿Y ahora qué voy a hacer?
¿Cómo llegué a meterme en esta situación?
Permaneció sentado mirando pasar a la
gente, preguntándose como podía haber sucedido algo así. Me dejé liar en algo
terrible. Es como si todo el cielo fuera una red que hubiera caído sobre mí
para atraparme. Probablemente fue ella quien lo hizo, Fay planeó esto y yo no
tuve nada que ver con el asunto. No tengo control sobre mí mismo, ni sobre nada
de lo que ha sucedido. Y ahora empiezo a despertar. Estoy despierto. Y descubro
que todo me ha sido arrebatado. Me han destruido, y ahora que estoy despierto
lo único que puedo hacer es darme cuenta de ello; no puedo hacer nada más. Ya
es demasiado tarde. Ya ha sucedido. El impacto de subir al estrado y soltar esa
historia me lo hizo ver. Una mezcla de mentiras y fragmentos de verdad.
Entretejidos. Incapaz de ver dónde empieza cada uno.
Finalmente, colocando la llave en el
contacto, puso en marcha el coche. Pronto se encontró conduciendo por San
Rafael, de regreso a Point Reyes Station.
Al llegar a su casa la vio en el patio
delantero. Había encontrado un cubo con bulbos de gladiolos y tulipanes que
Gwen había traído de la ciudad. Llevaba vaqueros, sandalias y una camisa de
algodón, y estaba excavando con una paleta unos surcos poco profundos para los
bulbos a lo largo de la entrada. No se veía a las niñas.
Al abrir la puerta de la valla le oyó y
se volvió, alzando la cabeza.
—No lo conseguiste —dijo, cuando percibió
la expresión de su cara.
—Lo conseguí.
Dejó la paleta en el suelo y se puso de
pie.
—Debe de haber sido una prueba terrible
—comentó—. Santo Dios, estás muy pálido.
—No sé qué hacer.
No era lo que había querido decir, pero
no fue capaz de pensar en otra cosa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella,
acercándose a él y rodeándole con sus brazos delgados y fuertes.
—Abrázame —dijo, sintiendo sus brazos, su
autoridad y convicción.
—Te estoy abrazando, estúpido.
—Mira dónde estoy —comentó él,
contemplando por encima de ella los bulbos que aún quedaban. Ya los había
plantado casi todos. En una ocasión el cubo había estado lleno—. Me tienes
colocado en un punto terrible. No puedo hacer nada. Realmente me tienes jodido.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—No tengo matrimonio.
—Pobrecito. Estás asustado. —Los brazos
le apretaron con más fuerza—. Pero, ¿lo conseguiste? ¿Te lo concedió?
—Estaban obligados a concedérmelo
—contestó—. Se presentó de forma apropiada. Para eso están los abogados.
—¡Estás divorciado! —exclamó Fay.
—Tengo un decreto interlocutorio. Dentro
de un año estaré divorciado.
—¿Te causó algún problema el juez?
—No dejó que el abogado dirigiera el
interrogatorio. Estuve solo ahí arriba.
Empezó a contárselo todo, cómo había sido
la sesión, pero sus ojos mostraban esa expresión arrobada, distante; no estaba
escuchando.
—Quería decírtelo —comentó ella cuando él
se detuvo—. Las niñas te han hecho una tarta. Una celebración. Una vela. Tu
primer divorcio. Ahora están dentro, peleándose por la capa que le pondrán para
decorarla. Les dije que lo mejor era esperar a que llegaras tú y te preguntaran
cuál preferías.
—No quiero nada. Me siento completamente
exhausto.
—No entraría en un juzgado ni en un
millón de años —comentó ella—. Preferiría morirme. Te sería imposible
arrastrarme a un juzgado. —Soltándole, se dirigió hacia la casa—. Las niñas
estaban tan preocupadas... Temían que algo saliera mal.
—Deja de hablar y escúchame.
Ella se detuvo; tanto sus palabras como
su movimiento en dirección a la casa cesaron. Esperó con curiosidad. No parecía
tensa. Ahora que él había vuelto con su decreto, se sentía aliviada; no parecía
que hubiera prestado verdadera atención a lo que había dicho.
—Maldita seas —exclamó—. Nunca escuchas.
¿No te importa lo que tengo que decir? Te diré qué es: me salgo de todo esto,
de todo este maldito asunto.
—¿Qué? —preguntó con voz entrecortada.
—He llegado hasta donde he podido. Ya no
aguanto más. Cuando salí de la sala del juzgado lo comprendí. Al final lo
comprendí.
—Vaya, santo cielo.
Se quedaron cara a cara, sin hablar. Con
la punta de una sandalia ella pateó un montoncito de tierra. Nunca antes la
había visto tan abatida.
—¿Cómo te funcionó el Sparine? —preguntó
por último.
—Bien.
—¿Pudiste tomártelo antes de entrar en la
sala? Me alegro de que lo llevaras. Es muy bueno, en especial para algo así,
que te sobrecarga. —Entonces, recobrándose, dijo—: No comprendo cómo me puedes
dejar. ¿Qué sería de ti? Este es el peor de todos los momentos posibles. Has
pasado por una situación terriblemente traumática estas dos últimas semanas.
Los dos. Y este asunto del divorcio, tener que ir al juzgado, fue lo
definitivo. —Se mostró atenta; bajó la voz, y su expresión cambió a una de profunda
agudeza. Le cogió del brazo y lo condujo hacia la casa—. No has comido nada,
¿verdad?
—No —contestó. Se puso tenso, negándose a
dejar que ella lo manejara.
—Realmente estás furioso, ¿no? Nunca me
habías mostrado tanta hostilidad.
—Así es.
—Supongo que debió de haber estado en ti
todo el tiempo, enterrada en tu subconsciente. El doctor Andrews afirma que, si
sientes hostilidad, es mejor soltarla antes que guardártela. —No sonó furiosa;
parecía resignada—. No te culpo —comentó, mirándolo, de pie, muy cerca de él,
con la cabeza ladeada y las manos a la espalda. La transpiración, por el calor
del día, brillaba en su garganta; vio cómo aparecía, se evaporaba y reaparecía,
palpitante—. ¿No podemos hablarlo un poco más? —preguntó. En vez de adoptar su
pose infantil, se puso muy racional—. Una decisión tan sería debería
discutirse. Entra, siéntate y come. Además, ¿adónde piensas ir? Si alguien
tiene que irse, santo Dios, ésta es tu casa... No puedes dejar que nos quedemos
aquí si sientes eso hacia mí. Nos iremos a un motel. Quiero decir, no es
problema.
Ante eso, guardó silencio.
—Si me dejas, no tendrás ni una maldita
cosa —continuó Fay—. Quizá posea unos rasgos de personalidad que deberían
cambiarse... es la razón por la que voy a ver al doctor Andrews, ¿no? Y si mi
conducta es equivocada, ¿no puedes indicarme la forma correcta de actuar? ¿No
puedes ponerme en mi sitio? Quiero que me digas lo que debo hacer. ¿Piensas que
respeto a un hombre al que puedo empujar de un lado a otro?
—Entonces, déjame ir —contestó.
—Creo que estás chiflado si te vas.
—Quizá. —Dio media vuelta y se alejó.
Con voz firme, Fay dijo a su espalda:
—Le prometí a las niñas que las
llevaríamos esta tarde a Fairyland.
Apenas pudo creer lo que escuchaban sus
oídos.
—¿Qué? ¿Qué demonios es «Fairyland»?
—Está en Oakland —le dijo, mirándole con
serenidad—. Lo oyeron en el programa de Popeye. Quieren ver el castillo del Rey
Fuddle. Les dije que iríamos cuando regresaras.
—Yo no lo prometí. Tú no me lo dijiste.
—Bueno —comentó—, sé que no te gusta que
te molesten.
—Maldita seas —exclamó—. Me has
comprometido sin mi consentimiento.
—Sólo será un par de horas. Está a una
hora de coche de aquí.
—Es más probable que sean dos.
—Nunca deberías romperle una promesa a un
niño. Además, si vas a dejarnos, deberías hacer algo para que te recuerden.
¿Quieres que la última impresión que tengan de ti sea que te importan un bledo
sus intereses?
—No importa qué última impresión tengan
de mí, porque tú conseguirás contarles algo que me haga parecer débil y
horrible...
—Están oyendo —interrumpió Fay.
Habían aparecido las niñas en el porche.
Traían la tarta en una bandeja.
—¡Mira! —gritó Bonnie.
Las dos le miraron con ojos
resplandecientes.
—Preciosa —comentó.
—Bueno, ¿es pedirte demasiado? —preguntó
Fay—. Luego, nos puedes dejar.
Las niñas, que obviamente no prestaban
atención a lo que estaban hablando los adultos, gritaron:
—¿Qué capa te gustaría que le pusiéramos?
Mamá dijo que te esperáramos y que te lo preguntáramos a ti directamente.
—¿Queréis ir a Fairyland? —Entonces,
bajaron corriendo los escalones, colocaron la tarta sobre la balaustrada y la
dejaron allí abandonada—. Muy bien —afirmó por encima del griterío—, iremos.
Pero salimos inmediatamente.
Fay se quedó observando con los brazos
cruzados.
—Iré a coger una chaqueta —anunció. Y
después a las niñas—: Y vosotras coged una chaqueta también.
Las niñas entraron corriendo en la casa.
Se metió en el coche, sin decirle nada a
Fay, que se quedó esperando a las niñas. Mientras lo hacía, cogió los
cigarrillos de donde los había dejado, encendió uno y levantó un poco más de
tierra.
Los aullidos de los niños le agotaban.
Por doquier había niños gritando y corriendo, entrando y saliendo de los
edificios con forma de libro, brillantes y recién pintados, que conformaban la
idea que tenía el Oakland Park Department de Fairyland. Había aparcado a
bastante distancia, ya que no estaba seguro de por dónde se entraba, y la
caminata ya le había agotado.
Bonnie y Elsie aparecieron al final de un
tobogán, les saludaron agitando las manos y se apresuraron a ir a unirse con
los otros niños en la escalera que las volvía a llevar al interior.
—Es un lugar agradable —comentó Fay.
En el centro de Fairyland, los corderos
de Little Bo Peep estaban siendo alimentados con un biberón. La voz de mediana
edad de una mujer, amplificada por los altavoces, sugirió a los niños que
fueran corriendo a verlo.
—¿No es gracioso? —dijo Fay—. Venimos
hasta aquí para ver cómo alimentan a unos corderos. Me pregunto por qué los alimentarán
con biberones. Supongo que creen que queda mejor.
Después de que las niñas hubieran
terminado con el tobogán, siguieron correteando. Ahora habían encontrado la
fuente de los deseos y tonteaban allí; él apenas notó su presencia.
—Me pregunto cuál será el castillo de
Fuddle —inquirió Fay. Él no respondió—. Esto es agotador. Supongo que tú ya has
tenido suficiente por un día.
Al rato llegaron a un puesto de
refrescos. Las niñas pidieron zumos de naranja y perritos calientes. Justo
detrás, vieron la ventanilla de venta de billetes y la estación del pequeño
ferrocarril. Sus vías estrechas entraban y salían de Fairyland, adentrándose
entre los árboles de más allá. Cuando venían hacia aquí, habían visto las vías
desde el coche; de hecho, las habían seguido hasta la entrada principal, que,
por supuesto, se hallaba en el extremo opuesto de donde estaban. Tuvieron que
rodearlo a pie.
Mientras andaban, buscando en vano el
portón, Fay le había dicho:
—¿Sabes?, eres un schlimozl.
—¿Qué es eso? —preguntaron las dos niñas.
—Un Schlimozl es una persona que siempre
llega a la ventanilla de venta de billetes justo cuando se ha vendido el último
asiento del graderío. Y no tiene dinero suficiente para reservar un sitio.
—Ése soy yo —contestó él.
—Veréis —le explicó Fay a las niñas—, ha
aparcado en el lado opuesto de la entrada, y hemos tenido que dar la vuelta a
pie. Si hubiera conducido yo, habría aparcado, nos habríamos bajado y la
habríamos tenido allí mismo. Justo delante de nosotros. Pero un Schlimozl
siempre tiene mala suerte. En él es un instinto.
Sí, pensó. Es verdad en mi caso. Hay una
mala suerte que me mete en cosas en las que yo no quiero meterme, y me mantiene
dentro. Me retiene allí. Y no puedo hacer nada para salir.
—Es mi destino —siguió Fay—, casarme con
un Schlimozl. Aunque quizá nuestra suerte se equilibre.
Se puso en la cola con ella y las niñas
para comprar billetes para el pequeño tren. Le dolían las piernas y se preguntó
si sobreviviría a la cola, y después a la espera del regreso del tren y la
recogida de pasajeros. En este momento se hallaba en alguna parte del parque,
fuera de vista. Un sinnúmero de niños que ya habían comprado los billetes
esperaban ansiosos en la plataforma detrás de la ventanilla.
—Nos llevará por lo menos media hora —le
dijo a Fay—. ¿Vale la pena?
—Es la atracción principal —contestó
Fay—. ¿No es lo que hacen todos? Las niñas tienen que montar en el tren.
Así que esperaron.
Por fin llegó ante la ventanilla y compró
cuatro billetes. Luego se abrieron paso hacia la plataforma. El tren ya había
regresado; los niños y sus padres bajaban en tropel, y el acomodador les
señalaba el camino de salida. Una nueva carga de pasajeros corrió a los coches
y empezó a subir. Eran pequeños y de forma irregular. Las cabezas de los
ocupantes casi estaban forzadas a chocar, como si por montar en los coches se
volvieran viejos, dando cabezadas y durmiéndose.
—En cierto sentido, esta Fairyland es una
desilusión —comentó Fay—. No me parece que les proporcione a los niños mucho
que hacer; en realidad, no pueden meterse en esas casitas... sólo pueden
mirarlas. Como en un museo.
El cansancio le impidió responder. Ya no
sentía ninguna relación con el ruido y el movimiento a su alrededor, el
enjambre de niños.
Un acomodador empezó a recorrer la
plataforma, recogiendo los billetes. Contaba en voz alta. Al llegar a Nathan,
se detuvo.
—Treinta y tres. —Entonces cogió el
billete de Elsie y le dijo a Nathan—. ¿Van todos juntos?
—Sí —contestó Fay.
—Bueno, espero poder meterlos a todos
—comentó, cogiendo el billete de ella, el de Bonnie y el de Nathan.
—¿A cuántos puede acomodar? —preguntó
Fay.
—Depende del número de adultos —contestó
el acomodador—. Si la mayoría son niños, los podemos meter apretados. Pero un
adulto es otra cuestión. —Se marchó con los billetes.
—Creo que entraremos —dijo Fay—. Se llevó
nuestros billetes.
Sus billetes habían sido los últimos
recogidos. A su espalda, una familia de cinco miembros se mostraba inquieta y
preocupada.
No subirán esta vez, pensó Nathan.
Tendrán que esperar. Miró más allá del puesto de refrescos, a la casa robusta
que había construido el tercer cerdito.
Cuando regresó el tren, atravesaron con
los demás el portón y salieron a la plataforma exterior, al lado de la vía. Los
nuevos pasajeros subían a medida que los coches se vaciaban. El acomodador
empezó a cerrar las puertas de alambre de los coches. La familia con billetes
se detuvo ante el portón.
—No —indicó el ayudante—. No pueden pasar
si tienen billetes.
Qué extraño, pensó Nathan, viendo a un
niño pequeño al que no le habían recogido el billete y que estaba de pie,
esperanzado, al lado del tren, manteniendo el billete en alto. Aquí, si tenías
billete, te impedían el paso. Si no, podías pasar. Las niñas y Fay se
apresuraron en ir hacia los coches de atrás, junto con los demás. A él le
pesaban los pies y se quedó rezagado. Los niños pasaban rozándole y montaban en
los coches.
Cuando llegó al último coche descubrió
que Fay y Elsie ya habían encontrado sitio. El acomodador empezó a cerrar la
puerta y, luego, al ver a Bonnie, le dijo:
—Sitio para una más.
La levantó y se la paso a Fay, dentro del
coche.
Alrededor de Nathan, los otros niños sin
billete desaparecieron en el interior de los coches. Sólo quedaron unos pocos;
y al rato sólo quedó él en la plataforma. Todo el mundo se había sentado menos
él. La puerta de alambre del coche de Fay ya había sido cerrada, y el
acomodador empezaba a alejarse.
—Me olvidé de usted —dijo de repente el
acomodador.
Nathan sonrió. A su espalda, detrás del
portón, la gente agitaba las manos y gritaba con simpatía. ¿O no era simpatía?
No lo sabía. Se vio caminando al lado del hombre, hasta el comienzo del tren.
Éste no dejaba de hablar, contándole cómo se había olvidado de él. Al llegar al
primer coche, el acomodador miró dentro y dijo:
—Aquí. Puede subir aquí.
Subió, empujado a través de la pequeña
entrada, y se encontró de cara a cuatro Boy Scouts con uniformes azules. Le
miraron mientras intentaba sentarse. Por último, le dijo al primer Boy Scout:
—¿Por qué no te corres un poco?
En el acto éste se corrió y pudo
sentarse. La cabeza rozaba el techo del coche y se veía obligado a encorvarse
hacia delante. No quedaba más alto que los exploradores; sólo más grande, más
torpe, llenando más espacio... como había indicado el acomodador. Se cerró la
puerta de alambre y el acomodador le hizo una señal al maquinista.
Después de una serie de ruidos, el tren
dio una sacudida y empezó a moverse.
El suelo vibraba bajo los pies de Nathan,
con regularidad, sin variación. Se alejaron de la plataforma y de la gente que
agitaba las manos y gritaba. Casi de inmediato se encontraron fuera de
Fairyland, entre los robles y la hierba.
Sentado en la parte delantera del tren,
podía mirar más allá de la locomotora y ver la zona hacia la que se dirigían.
Vio las vías delante, las pendientes de hierba, un camino a la derecha. Detrás
del camino había más robles y, más allá, el lago. De vez en cuando captaba la
silueta de unos excursionistas. Miraban el tren y, en cierto momento, el Boy
Scout que tenía a su lado empezó a saludar con la mano y, luego, nervioso,
cambió de parecer. Nadie habló en el coche. El ruido de las ruedas era tan
constante que nadie esperaba que se detuviera; todos seguían con paciencia el
paseo, contemplando el paisaje.
El tren siguió con decisión, siempre a la
misma velocidad.
El ruido, la vibración invariable y el
ritmo le atenuaron la fatiga de las piernas. A pesar de lo apretado que estaba,
empezó a sentirse más cómodo. Los robles lo adormecían. La inevitabilidad del
avance del tren... Siempre delante de ellos veía las vías, y el tren no podía
hacer otra cosa que seguirlas. Y ellos no podían hacer otra cosa que permanecer
donde estaban, enjaulados en los pequeños e irregulares coches, encerrados
detrás de las puertas de alambre, encorvados y recogidos en las posturas que
habían adoptado. Sus rodillas se tocaban; sus cabezas casi se tocaban; ni
siquiera eran capaces de mirarse, a menos que la suerte les hubiera colocado en
aquella postura. No obstante, nadie se quejaba. Nadie intentaba moverse.
Qué raro debo parecer, pensó. Aquí, con
estos Boy Scouts con sus uniformes azules. Un adulto deformado y doblado donde
no debería estar. Donde debería haber varios niños, en un tren infantil, en un
parque de atracciones para niños. ¿La ciudad de Oakland pensó en mí? Ciertamente,
no. Ésta es la suerte del schlimozl. Encerrado aquí, lejos de Fay y las niñas.
Solo aquí, mientras ellas van juntas atrás.
Sin embargo, no despertaba emociones
reales en él. Experimentó una relajación de la tensión física: nada más.
¿Es lo único que está mal?, se preguntó.
¿Sólo la acumulación de tensiones, preocupaciones y miedos? ¿Nada de
importancia duradera? ¿Puede la vibración constante del tren para niños
calmarme y llevarse lo que sea que está confrontándome? Esta sensación de
desesperación y perdición...
Ya no sentía el miedo, sólo la intuición
de que había sido manipulado contra su voluntad y arrastrado a una situación
planeada para el libre uso de otra persona.
Ciertamente, no queda esperanza de salir
de aquí, pensó. Y ni siquiera es terrible; posiblemente, de ser algo, sea
gracioso. Embarazoso. Eso es todo. Un poco de vergüenza para comprobar que ya
no controlo mi vida, que las decisiones importantes ya han sido tomadas, mucho
antes de que yo fuera consciente de que estaba teniendo lugar algún cambio.
Cuando la conocí, o, más bien, cuando
ella miró por la ventanilla de su coche y nos vio a Gwen y a mí... ahí es
cuando se tomó la decisión, si es que se tomó alguna vez. Ella la tomó tan
pronto como nos vio, y el resto fue inevitable.
Es probable que sea una buena esposa.
Será leal, e intentará ayudarme a hacer lo que quiero hacer. Al final, su
pasión por controlarme decrecerá; toda esa energía que tiene se desvanecerá. Yo
también produciré cambios sustanciales en ella. Nos alteraremos el uno al otro.
Y algún día será imposible saber quién condujo a quién. Y por qué.
El único hecho, comprendió, será que
estaremos casados y viviendo juntos, que yo me ganaré la vida, que tendremos
dos hijas de un matrimonio anterior y, quizá, hijos nuestros. Una pregunta
válida será: ¿Somos felices? Pero sólo el tiempo lo dirá. Y ni siquiera Fay
puede asegurar esa respuesta; en ese aspecto final, es tan dependiente como yo.
Ella puede conseguir todo lo que desea y
todavía ser desdichada, pensó. Quizá sea yo quien salga de esto con prosperidad
y paz. Y ninguno de los dos tiene la capacidad de saberlo con certeza.
Cuando el tren terminó su viaje y
regresaba a la plataforma, vio a la gente en fila para emprender su recorrido.
El Boy Scout próximo a él por fin hizo acopio de valor y saludó con la mano;
algunas personas le devolvieron el gesto, y ello animó a otros a seguir su
ejemplo.
Nathan también agitó la mano.
Veinte
Con el dinero que recibí de mi hermana
como anticipo en efectivo por mi parte de la casa, abrí una cuenta en el Bank
of America de Point Reyes Station. Tan pronto como fue posible —después de
todo, no quedaba mucho tiempo—, empecé a comprar las cosas que necesitaba.
Primero pagué doscientos dólares por un
caballo y lo hice llevar en camión a la casa, donde lo solté en las tierras de
pastoreo. Tenía casi el mismo color del caballo de Charley, tal vez un poco más
oscuro, pero el mismo tamaño, hasta donde yo podía recordar, y con la misma
buena condición física. Estuvo corriendo todo un día; luego se calmó y comenzó
a comer hierba. Entonces, dio la impresión de sentirse en casa.
Después me dediqué a comprar ovejas de
cara negra. Con eso tuve más problemas. Al final, me vi obligado a ir a
Petaluma para adquirirlas. Pagué unos cincuenta dólares por ejemplar: tres
ovejas. En cuanto a los corderos, me encontraba indeciso. Finalmente, llegué a
la conclusión de que Charley no los había considerado suyos, así que no compré
ninguno.
Adquirir un collie como Bing resultó
francamente difícil. Tuve que coger el autobús hasta San Francisco y recorrer
varios criaderos antes de encontrar uno de su clase. Hay todo tipo de collies,
y alcanzan diferentes precios. El que se parecía a Bing costó unos doscientos
dólares, virtualmente casi lo mismo que el caballo.
Por los patos pagué sólo un dólar y medio
por ejemplar. Los compré cerca de casa.
Mi razonamiento consistía en que todo
estuviera como se suponía que debía estar. Me parecía que existía una buena
probabilidad de que el veintitrés de abril Charley Hume regresara a la vida.
Por supuesto, no era una certeza. El futuro jamás lo es. En cualquier caso,
creía que esto aumentaba las probabilidades. Según la Biblia, cuando el mundo
llegue a su fin, los muertos se levantarán de sus tumbas ante el sonido de la
última trompeta. De hecho, cuando los muertos empiecen a levantarse será una de
las señales por las que se sabrá que está llegando el fin del mundo. Es una de
las verificaciones firmes de la teoría. Durante el mes que viví en la casa,
sentí que su presencia se hacía más y más fuerte, más real, a medida que
Charley se acercaba al momento de su retorno a la vida.
Lo sentía especialmente por la noche. Más
allá de toda duda, estaba próximo a reanudar su existencia en este mundo. Sus
cenizas —había sido cremado, de acuerdo con los términos de su testamento—, por
error, habían sido enviadas al Mayfair, y allí las había recogido el doctor
Sebastian (los dependientes del Mayfair le habían llamado y explicado la
situación), quien se las llevó a Fay. Ella llevó la urna al rancho de los McClure
y dispersó las cenizas sobre el océano. Así que cuando regresara, lo haría en
la zona de Point Reyes, y encontraría su casa tal como había estado, con el
caballo, el perro, las ovejas y los patos, todo lo cual le había pertenecido...
Era seguro que se levantaría allí.
Por las tardes, cuando el viento
procedente del Point soplaba con más fuerza, podía salir al patio y ver restos
de ceniza en el aire. De hecho, varias personas de la vecindad comentaron sobre
la inusual concentración de ceniza que había en el aire a la puesta del sol.
Esto le daba al sol poniente una profunda tonalidad rojiza. Más allá de
cualquier duda, algo de tremenda importancia estaba a punto de suceder; se
podía sentir incluso si no habías recibido ninguna advertencia previa.
Cada día que pasaba mi estado de
excitación aumentaba. Hacia finales de mes apenas dormía ya.
Cuando llegó el veintitrés de abril,
desperté antes de que hubiera salido el sol. Me quedé un rato en la cama, tan
nervioso que apenas podía contener mi agitación. Entonces, a las cinco y media
de la mañana me levanté, me vestí y tomé el desayuno. Lo único que fui capaz de
comer fue un cuenco de Wheat Chex, y un plato de compota de manzana. Encendí un
fuego en la chimenea, y empecé a dar vueltas alrededor de la casa. No sabía con
exactitud dónde vería por primera vez a Charley, así que intenté cubrir todas
las partes de la casa, visitando las habitaciones por lo menos una vez cada
quince minutos.
Al mediodía tenía tal conciencia de él
que no paraba de dar vueltas con la cabeza y percibirlo con el rabillo del ojo.
Sin embargo, a las dos experimenté una definitiva sensación de desilusión. Comí
un sándwich de queso y un vaso de leche, lo cual me hizo sentir mejor, pero la
sensación de su presencia no se reforzó.
Cuando dieron las seis de la tarde, y
todavía no había vuelto a la vida, empecé a inquietarme. Así que llamé a la
señora Hambro.
—Hola —saludó con su áspera voz.
—Soy Jack Sevilla —anuncié (que quería
decir, por supuesto, Jack Isidore)—. Me preguntaba si habías sentido algo
concreto.
—Estamos meditando. Creí que ibas a estar
con nosotros. ¿No recibiste nuestro mensaje telepático?
—¿Cuándo me lo enviasteis? —pregunté.
—Hace dos días. A medianoche, cuando las
líneas son más fuertes.
—No lo recibí —indiqué con cierta agitación—.
En cualquier caso, debía quedarme aquí. Estoy esperando que Charley Hume vuelva
a la vida.
—Bueno, yo creo que deberías estar aquí
—insistió, y percibí un deje de enfado en su voz—. Quizá exista una buena razón
para que no obtengamos los resultados esperados.
—¿Quieres decir que es por mi culpa?
—pregunté—. ¿Por no estar allí?
—Tiene que haber algún motivo —repuso—.
No entiendo por qué has de estar allí y esperar que una persona en especial
vuelva a la vida.
Discutimos un rato, y colgamos en un
estado de ánimo que no se acercaba a los sentimientos amistosos. De nuevo me
puse a dar vueltas por la casa, en esta ocasión inspeccionando cada armario,
por si hubiera regresado y estuviera encerrado en un lugar del que no pudiera
salir.
A las once y media de la noche ya me
encontraba seriamente preocupado. Una vez más llamé a la señora Hambro, pero
nadie cogió el teléfono.
A las doce menos cuarto la preocupación
me tenía virtualmente fuera de mí mismo. La radio estaba encendida y escuchaba
un programa de música y noticias. Finalmente, el locutor anunció que en un
minuto sería medianoche y pasó una publicidad de la United Airlines. Entonces
dieron las doce. Charley no había regresado a la vida. Y era el veinticuatro de
abril. El mundo no había acabado.
Jamás en mi vida estuve tan
desconcertado.
Mirando hacia atrás, lo que de verdad me
enfurece es que había vendido mi parte de la casa casi por nada. Mi hermana me
la había arrebatado, aprovechándose de mí de la forma en que se aprovecha de
todo el mundo. Y yo había vuelto a renovar el lugar con un caballo, un perro,
ovejas y patos. ¿Qué obtuve de ello? Muy poco.
Me senté en la gran mecedora del salón,
sintiendo que había alcanzado de verdad el punto más bajo de mi vida. Estaba
tan deprimido que apenas podía pensar; mi mente se hallaba en un estado de
completo caos. Todos los datos que poseía me parecían una matraca y carecían de
sentido.
Comprendí que, sencillamente, ya no
quedaba duda: el grupo había estado equivocado.
No sólo Charley Hume no había retornado a
la vida, sino que el mundo no se había acabado, y vi que Charley tenía razón en
lo que dijo hace tiempo sobre mí: a saber, que yo era un artista de mierda.
Todos los hechos que había aprendido no eran más que un montón de mierda.
Allí sentado, me di cuenta de que era un
chiflado.
¡Vaya descubrimiento! Todos estos años
desperdiciados. Lo vi con tanta claridad como el infierno; todo eso sobre el
Mar de los Sargazos, la perdida Atlántida, los platillos volantes y la gente que
salía del interior de la Tierra... no eran más que mierda sin sentido. Así que
el título supuestamente irónico de mi trabajo no resultaba nada irónico. O,
quizá, era el doble de irónico. Pues era mierda de verdad y yo no lo veía, etc.
Sea como fuere, me sentía realmente horrorizado. Toda esas personas de
Inverness Park eran un puñado de lunáticos. La señora Hambro era una psicópata
o algo por el estilo. Tal vez algo peor que yo.
No me extrañaba que Charley me hubiera
dejado mil dólares para psicoanálisis. De verdad que me encontraba al borde del
precipicio.
Santo Dios, ni siquiera se produjo un
terremoto.
Y ahora, ¿qué me quedaba por hacer?
Disponía de unos pocos días más en la casa, y tenía un par de cientos de
dólares en efectivo de lo que Fay y Nathan me habían dado. Dinero suficiente
para volver al Área de la Bahía e instalarme en un apartamento decente, y quizá
encontrar algún tipo de trabajo. Probablemente, podría volver a trabajar para
el señor Poity en el Servicio de Neumáticos One-Day Dealer's, aunque ya había
saturado a mi jefe con toda mi mierda.
Así que no había quedado tan mal parado.
Por supuesto, no es inteligente pasarse
en eso de echarte la culpa. Yo había tenido una teoría que no podía ser
verificada hasta el veintitrés de abril, y, por lo tanto, hasta ese momento no
se podía afirmar rotundamente que estaba loco por creerla. Después de todo, el
mundo podría haber llegado a su fin. En cualquier caso, no fue así. Todos
ellos, Fay, Charley y Nathan tenían razón.
Tenían razón; pero, pensando en ellos,
llegué a la conclusión, después de un período de dura meditación, de que ellos
no eran mucho mejor que yo. Quiero decir, también hay un montón de basura en lo
que ellos tienen que decir. A su manera, están muy cerca de ser un grupo de
lunáticos, aunque, posiblemente, no resulte tan evidente como en mi caso.
Por ejemplo, cualquiera que se suicida es
un chiflado. Enfrentémonos a ello (como dice Fay). E incluso en aquel momento
fui consciente de que matar a esos animales desvalidos fue un ejemplo del cerebro
lunático en marcha. Y, luego, está ese chiflado de Nathan Anteil, que se
acababa de casar con una chica muy agradable y se deshace de ella en cuanto se
mezcla con mi hermana... eso no es exactamente un modelo de lógica. Separarte
de una mujer dulce e inofensiva y cambiarla por una arpía como Fay.
En lo que a mí respecta, mi hermana es la
más loca de todos, y sigue siendo la peor; aceptad mi palabra. Es una
psicópata. Para ella, las personas no son más que objetos que puede manejar a
placer. Tiene la mente de una niña de tres años. ¿Es eso cordura?
De modo que no me parece que yo deba ser
la única persona que ha de cargar con la responsabilidad de creer en una idea
reconocidamente ridícula. Lo único que deseo es que la culpa se reparta con
justicia. Durante uno o dos días consideré la idea de escribir a los periódicos
de San Rafael para contarles la historia en forma de una carta al editor;
después de todo, están obligados a publicarla. Es su deber, como servicio
público que son. Pero al final lo descarté. Al demonio con los periódicos.
Nadie lee las cartas al editor salvo otros locos. De hecho, el mundo está lleno
de locos. Es suficiente para deprimirte.
Después de meditarlo y sopesar todos los
aspectos, decidí hacer uso de la cláusula del testamento de Charley Hume y
aceptar los mil dólares para el psicoanálisis. Así que reuní todas mis cosas,
las empaqueté y le pedí a un vecino que me llevara a la terminal de autobuses
de la Greyhound. Un par de días antes de lo que debía, abandoné la casa que
Charley y Fay habían construido —la casa de Fay— y regresé al Área de la Bahía.
En el autobús consideré cómo localizar al
mejor analista. Al final me decidí por buscar los nombres de los que ejercían
en el Área de la Bahía y visitarlos a todos. Empecé a desarrollar mentalmente
un cuestionario para que rellenaran, diciendo el número de pacientes que habían
tenido, el número de curas, el número de fracasos absolutos, extensión de
tiempo involucrada en las curas, número de curas parciales, etc., con intención
de trazar un gráfico sobre esa base y calcular qué analista sería el más idóneo
para ayudarme.
Me parecía que lo menos que podía hacer
era emplear el dinero de Charley de forma inteligente y no despilfarrarlo en
algún charlatán. Y, considerando las elecciones realizadas en el pasado,
resulta bastante obvio que mi juicio no es de los mejores.
FIN