Cumbres Borrascosas
CAPÍTULO PRIMERO
He
vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va ainquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más
agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros.
Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía
que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus
ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:
-¿El señor Heathcliff?
Él asintió con la cabeza.
-Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la
«Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.
-Puesto que la casa es mía -respondió apartándose de mí- no hubiese consentido que nadie me molestase
sobre ella, si así se me antojaba. Pase.
Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la
puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel
sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena
de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:
-¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!
Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él.
Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas
sus hojas por el ganado.
José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y,
mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro
divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.
A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El
nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no
faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el
hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El
edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes
guardacantones.
Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton
Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la
inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise
aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como
instándome a que entrase de una vez o me marchara.
Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras
piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en
el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no
pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas
de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles
curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y
unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa
y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.
En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.
Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón
corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan
en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía
las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era
erguido y gallardo.
Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de
ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber
disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.
Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su
mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.
Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece
dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer
bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar
mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro
avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada
de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y
suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.
Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa
cuánto error hay en ello.
Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se
acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un
gruñido gutural.
-Déjela -dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está
hecha a caricias ni se la tiene para eso.
Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:
-¡José!
José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca.
Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de
sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una
ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se
precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en
acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones
en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme
con el hurgón de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.
Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no
se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas,
rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos
golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella,
agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.
-¿Qué diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario
acontecimiento.
-De diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más
espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre
un rebaño de tigres.
-Nunca se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de
vino?
-No, gracias.
-¿Le han mordido?
-En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.
-Vaya, vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino.
En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen.
¡Ea, a su salud!
Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y
correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones
de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo
menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo
que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que
repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido
volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi
casa.
CAPÍTULO II
Ayer por la tarde hizo frío y niebla. Primero dudé entre quedarme en casa, junto al fuego, o dirigirme, a
través de cenagales y yermos, a «Cumbres Borrascosas».
Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves, a la que acepté al
alquilar la casa como si fuese una de sus dependencias, no comprende, o no quiere comprender, que ¿eseo
comer a las cinco), al subir a mi cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y esforzándose
en extinguir las llamas mediante masas de ceniza con las que levantaba una polvareda infernal. Semejante
espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y tras una caminata de cuatro millas llegué a casa de Heathcliff
en el preciso instante en que comenzaban a caer los primeros copos de una nevada semilíquida.
El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida, y el viento
estremecía de frío todos mis miembros.
Al ver que mis esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos, saltó la
valla, avancé por el camino bordeado de groselleros, y golpeé con los nudillos la puerta de la casa, hasta
que me dolieron los dedos. Se oía ladrar a los canes.
«Vuestra imbécil inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de vuestros
semejantes, ¡bellacos! -murmuré mentalmente-. Lo menos que se puede hacer es tener abiertas las puertas
durante el día. Pero no me importa. He de entrar.»
Tomada esta decisión, sacudí con fuerza la aldaba. La cara de vinagre de José apareció en una ventana
del granero.
-¿Qué quiere usted? -preguntó-. El amo está en el corral. Dé la vuelta por el ángulo del establo.
-¿No hay quien abra la puerta?
-Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando hasta la noche. Sería
inútil.
-¿Por qué? ¿No puede usted decirle que soy yo?
-¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? -replicó, mientras se retiraba.
Espesábase la nieve. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y
llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un
patio embaldosado en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el
día anterior fui introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la que
estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de ver a «la señorita», persona de cuya
existencia no había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a
sentarme. Ella me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola palabra.
-¡Qué tiempo tan malo! -comenté-. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las
consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo hacerme oír.
Ella no movió los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con otra mirada tan fría, que
resultaba molesta y desagradable.
-Siéntese -gruñó el joven-. Heathcliff vendrá enseguida.
Obedecí, carraspeé y llamé a
Juno, la malvada perra, que esta vez se dignó mover la cola en señal de queme reconocía.
-¡Hermoso animal! -empecé-. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos, señora?
-No son míos -dijo la amable joven con un tono aún más antipático que el que hubiera empleado el
propio Heathcliff.
-Entonces, ¿sus favoritos serán aquéllos? -continué, volviendo la mirada hacia lo que me pareció un cojín
con gatitos.
-Serían unos favoritos bastante extravagantes -contestó la joven desdeñosamente.
Desgraciadamente, los supuestos gatitos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a
carraspear, me aproxime al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la tarde.
-No debía usted haber salido -dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros
pintados que había en la chimenea.
A la claridad de las llamas, pude distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas
había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiese
contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su
delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable.
Por fortuna para mi sensible corazon, aquella mirada no manifestaba en aquel momento más que desdén y
una especie de desesperación, que resultaba increíble en unos ojos tan hermosos.
Como los tarros estaban fuera de su alcance, fui a ayudarla, pero se volvió hacia mí con la airada
expresion de un avaro a quien alguien pretendiera ayudarle a contar su oro.
-No necesito su ayuda -dijo-. Puedo cogerlos yo sola.
-Dispense -me apresuré a contestar.
-¿Está usted invitado a tomar el té? -me preguntó. Se puso un delantal sobre el vestido y se sentó.
Sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había sacado del tarro.
-Tomaré una taza con mucho gusto -repuse.
-¿Está usted invitado? -repitió.
-No -dije, sonriendo-; pero nadie más indicado que usted para invitarme.
Echó el té, con cuchara y todo, en el bote, volvió a sentarse, frunció el entrecejo, e hizo un pucherito con
los labios como un niño a punto de llorar.
El joven, durante esta charla, se había puesto un andrajoso gabán, y en aquel momento me miró como si
hubiese entre nosotros un resentimiento mortal. Yo dudaba de si aquel personaje era un criado o no.
Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de los detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una
clase superior. Su cabellera castaña estaba desgreñadísima, su bigote crecía descuidadamente y sus manos
eran tan toscas como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes ni el modo que tenía de tratar a la
señora eran los de un criado. En la duda, preferí no conjeturar nada sobre él.
Cinco minutos después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta situación en que me veía
situado.
-Como ve, he cumplido mi promesa -dije con acento fingidamente jovial- y temo que el mal tiempo me
haga permanecer aquí media hora, si quiere usted albergarme durante ese rato...
-¿Media hora? -repuso, mientras se sacudía los blancos copos que le cubrían la ropa-. ¡Me asombra que
haya elegido usted el momento de una nevada para pasear! ¿No sabe que corre el peligro de perderse en los
pantanos? Hasta quienes están familiarizados con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no es
probable que el tiempo mejore.
-Acaso uno de sus criados pudiera servirme de guía. Se quedaría en la «Grania» hasta mañana. ¿Puede
proporcionarme uno?
-No, no me es posible.
-Pues entonces habré de confiar en mis propios medios...
-¡Hum!
-¿Qué? ¿Haces el té o no? -preguntó el joven del abrigo haraposo, separando su mirada de mí, para
dirigirla a la mujer.
-¿Le damos a ese señor? -preguntó ella a Heathcliff.
-Vamos, termina, ¿no?
Había hablado de una forma que delataba una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde aquel
momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como un individuo extraordinario.
Cuando el té estuvo preparado, Heathcliff dijo:
-Acerque su silla, señor Lockwood.
Todos nos sentamos a la mesa, incluso el burdo joven. Un silencio absoluto reinó mientras comíamos.
Me pareció que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado, debía ser también quien lo disipase.
Aquella taciturnidad que mostraban no debía ser su modo habitual de comportarse. Por lo tanto, comenté:
-Es curioso el considerar qué ideas tan equivocadas solemos formar a veces sobre el prójimo. Mucha
gente no podría imaginar que fuese feliz una persona que llevara una vida tan apartada del mundo como la
suya, señor Heathcliff. Y, sin embargo, usted es dichoso, rodeado de su familia, con su amable esposa, que,
como un ángel tutelar, reina en su casa y en su corazón...
-¿Mi amable esposa? -interrumpió con diabólica sonrisa-. ¿Y dónde está mi amable esposa, señor?
-Hablo de la señora de Heathcliff --contesté, molesto.
-¡Ah, ya! Quiere usted decir que su espíritu, después de desaparecido su cuerpo, se ha convertido en mi
ángel de la guarda, y custodia «Cumbres Borrascosas». ¿No es eso?
Me di cuenta de la necedad que había dicho y quise rectificarla. Debía haberme dado cuenta de la mucha
edad que llevaba a la mujer, antes de suponer como cosa segura que fuera su esposa. Él contaba alrededor
de cuarenta años, y en esa edad en que el vigor mental se mantiene incólume, no se supone nunca que las
muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En cuanto a la
joven, no representaba arriba de diecisiete años.
De pronto, como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El grosero personaje que se sienta a mi lado,
bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su marido. Éstas son las
consecuencias de vivir lejos del mundo: ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay otros
que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su
elección.»
Una ocurrencia tal podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un aspecto
casi repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era pasablemente agradable.
-Esta joven es mi nuera -dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones. Y, al decirlo, la miro con
expresión de odio.
-Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada, es usted -comenté, volviéndome hacia mi vecino.
Con esto mis palabras acabaron de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con evidente intención
de atacarme. Pero se contuvo, y desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, pero de la que
tuve a bien no darme por aludido.
-Anda usted muy desacertado -dijo Heathcliff-. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser dueños de la
buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he dicho que era mi nuera, debe
ser que estaba casada con mi hijo.
-De modo que este joven, es...
-Mi hijo, desde luego, no.
Y Heathcliff sonrió, como si fuera un disparate atribuirle la paternidad de aquel oso.
-Mi nombre es Hareton Earnshaw -gruñó el otro y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto.
-Creo haberlo respetado -respondí, mientras me reía íntimamente de la dignidad con que había hecho su
presentación aquel extraño sujeto.
Él me miró durante tanto tiempo y con tal fijeza, que me hizo experimentar deseos de abofetearle o de
echarme a reir en sus propias narices. Comenzaba a sentirme a disgusto en aquel agradable círculo familiar.
Tan ingrato ambiente neutralizaba el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver en
mi vida.
Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la ventana para ver
el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable: la noche caía prematuramente y torbellinos de
viento y nieve barrían el paisaje.
-Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa -exclamé, incapaz de contenerme-. Los
caminos deben estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es imposible ver a un pie de
distancia.
-Hareton -dijo Heathcliff-, lleva las ovejas a la entrada del granero, y pon un madero delante. Si pasan la
noche en el corral, amanecerán cubiertas de nieve.
-¿Cómo me arreglaré? continué, sintiendo que mi irritación aumentaba.
Pero nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José, que traía
comida para los perros, y a la señora Heathcliff que, inclinada sobre el fuego, se entretenía en quemar un
paquete de fósforos que habían caído de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio.
José, después de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales, gruñó:
-Me maravilla que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido... Pero con usted
no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará yéndose al infierno de cabeza,
como su madre.
Creí que aquel comentario iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme propósito de
darle de puntapiés y obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me adelantó
-¡Viejo hipócnta! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te advierto que se lo
pediré al demonio como especial favor si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira -agregó, sacando un libro
de un estante-: Cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y,
para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de la bondad de
la Providencia...
-¡Cállese, perversa! -clamó el viejo-. ¡Dios nos libre de todo mal!
-¡Estás condenado, réprobo! Sal de aquí si no quieres que te haga un mal de veras. Voy a modelar
muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se extralimite .... ya verás lo que
le haré... Se acordará de mí... Vete... ¡Que te estoy mirando!
Y la linda bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió precipitadamente, rezando y
temblando, mientras murmuraba:
-¡Malvada, malvada!
Presumí que la joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre y, en cuanto nos quedamos solos,
quise interesarla en mi cuita.
-Señora Heathcliff -dije con seriedad-: perdone que la moleste. Una mujer con una cara como la de usted
tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún jalón de límite de propiedades que me
sirvan para conocer el camino de mi casa. Tengo tanta idea de por donde se va a ella como la que usted
pueda tener de por donde se va a Londres.
-Vuélvase por el mismo camino que vino -me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante sí el
libro y una bujía-. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro mejor.
-En ese caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en un hoyo lleno de nieve,
¿no le remorderá la conciencia?
-¿Por qué había de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la
verja.
-¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para conveniencia mía, en una noche como ésta.
No le pido que me enseñe el camino, sino que me lo indique de palabra o que convenza al señor Heathcliff
de que me proporcione un guía.
-¿Un guía? En la casa no hay nadie más que él mismo, Hareton, Zillah, José y yo. ¿A quién elige usted?
-¿No hay mozos en la granja?
-No hay más gente que la que le digo.
-Entonces me veré obligado a quedarme hasta mañana.
-Eso es cosa de usted y de Heathcliff. Yo no tengo nada que ver con eso.
-Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos -gritó la voz de Heathcliff
desde la cocina-. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con Hareton o con
José en la misma cama.
-Puedo dormir en este cuarto en una silla -repuse.
-¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga guardia en la
plaza cuando yo no estoy de servicio -dijo el miserable.
Mi paciencia llegó a su límite. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al salir tropecé con
Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y mientras la buscaba, presencié
una muestra del modo que tenían de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al
principio se sentia inclinado a ayudarme, porque les dijo:
-Le acompañaré hasta el parque.
-Le acompañarás al diablo -exclamó su pariente, señor o lo que fuera-. ¿Quién va a cuidar entonces de
los caballos?
-La vida de un hombre vale más que el cuidado de los caballos... -dijo la señora Heathcliff con más
amabilidad de la que yo esperaba-. Es necesariamente preciso que vaya alguien...
-Pero no lo haré por orden tuya -se apresuró a responder Hareton-. Más valdrá que te calles.
-Bueno, pues entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff
no encuentre otro inquilino para su «Granja» hasta que ésta se caiga a pedazos! -dijo ella con malignidad.
-¡Está echando maldiciones! -murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento.
El viejo estaba sentado y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité y diciéndole que se la
devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas.
-¡Señor, señor, me ha robado la linterna! -gritó el viejo corriendo detrás de mí-.
¡Gruñón, Lobo! ¡Durocon él!
Cuando yo abría la puertecilla a la que me había dirigido, dos peludos monstruos se arrojaron a mi
garganta, haciéndome caer. La luz se apagó. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo.
Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover las colas. Pero
no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les
antojó. Cuando estuve de pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles
responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su desordenada
violencia evocaban los del rey Lear.
En mi exaltación nerviosa, comencé a sangrar por la nariz. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No sé
cómo hubiera terminado todo aquello, a no haber intervenido una persona más serena que yo y más
bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo
que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de su artillería verbal contra
el mozo.
-No comprendo, señor Earnshaw -exclamó-, qué resentimientos tiene usted contra ese semejante suyo.
¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre
muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chist, chist! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a
curarle. Quieto, quieto...
Mientras hablaba así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a
la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de
regocijo, nos seguía.
El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre
aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y entró en una habitación
interior. La criada, después de traerme la bebida, que me entonó mucho, me condujo a un dormitorio.
CAPÍTULO III
Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer
ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba
que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y
que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades.
En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y
busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas
laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de
una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada
miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya
pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.
Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba
a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa.
Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la
pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían
a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el
apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff »
o «Catalina Linton».
Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw,
Heathcliff, Linton ... » Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad
una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé,
esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de
la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el
ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un
ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y
sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de
veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era
escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no
siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de
comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer,
retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir,
descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos
trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su
letra.
«¡Qué domingo tan malo! -decía uno de los párrafos--. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí ... !
Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos:
esta tarde comenzamos a hacerlo...
»En todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras
Hindley y su mujer permanecian abajo sentados junto a la lumbre -estoy segura de que, aunque hiciesen
algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias- a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos
ordenaron que cogiesemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José
inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza
resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la
desfachatez de decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las tardes de los domingos nos dejan
jugar pero cualquier pequeñez, una simple risa, es motivo para que nos pongan castigados en un rincon
oscuro.
» “Os olvidáis de que aquí hay un jefe -suele decir el tirano-. Al que me saque de mis casillas, le aplasto.
Quiero seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca: tírale de los pelos; le he oído
castañetear los dedos”. Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su
esposo, y los dos empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos
acomodamos, como Dios nos dio a entender, en el hueco que forma el aparador. Colgué nuestros delantales
ante nosotros como si fueran una cortina, pero apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y
pegándome una bofetada, sermoneó:
» “El amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en
vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos,
que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.”
»Mientras nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera
que un rayo de la claridad del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar tal ocupación
que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros
piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.
» “¡Señor Hindley, mire! -gritó José-. La señorita Catalina ha roto las tapas de
La armadura de salvacióny Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de
El camino de perdición. No es posible dejarlesseguir siendo así. ¡Oh! El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. ¡Pero cómo nos falta!”
»Hindley se lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos echó a la
cocina. Allí José nos aseguró que el diablo vendría a buscarnos con toda certeza y nos obligó a sentarnos en
distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido
personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante, y abrí un poco la puerta para tener luz y
poder escribir, pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso
apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena
idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del diablo se ha realizado, y entretanto
nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del viento y de la lluvia.»
El plan de Catalina debió realizarse, porque el siguiente comentario variaba de tema, y adquiría tono de
lamentación.
«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de
que no puedo ni ponerla sobre la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le deja
comer con nosotros ni siquiera sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le
amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber tratado a Heathcliff
demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde.»
Yo me sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un
título grabado en rojo con florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los Setenta y uno.
Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough.» Y me
dormí meditando maquínalmente en lo que diría el reverendo pastor sobre el tema.
Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que
era ya por la mañana y que regresaba a mi casa guiado por José. El camino estaba cubierto de nieve, y cada
vez que yo daba un tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de
peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y enseñándome a la
vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me
parecía absurdo suponer que me fuera necesaria para entrar en casa semejante cosa. De improviso una idea
me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre
Branderham sobre los «Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser
sacados a pública vergüenza y privados de la comunión de los fieles.
Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una
hondonada entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de
momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora, mas hay pocos
clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la
rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin vislumbre alguno, por ende, de que los fieles
contribuyan a las necesidades de su pastor con la adición de un solo penique. Mas en mi sueño una
abundante concurrencia escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa
partes, dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir es de dónde había sacado tantos
pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera
podido figurármelos jamás.
¡Oh, qué pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas, y volvía a despejarme. Me
pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para
preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al
«primero de los setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes
Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre -exclamé-: sentado entre estas cuatro
paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena divisiones de su sermón. Setenta veces siete
cogí el sombrero para marcharme, y setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar. Una vez
más es excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan
pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni indicios de su existencia!»
«Tú eres el réprobo -gritó Jabes, después de un silencio solemne-: Setenta veces siete te he visto hacer
gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero
el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos: ejecutad
en él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»
Emitida esta orden, los concurrentes enarbolaron sus báculas de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al
verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote.
Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se
apaleaban unos a otros y el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham asestaba fuertes puñetazos
en el borde del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme.
Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales
de la ventana cada vez que la agitaba el viento.
Volví a dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.
Recordé que descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol golpeaban la
ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo
conseguí, porque la falleba estaba soldada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para
separar la molesta rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecíta helada. Me poseyó un
intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba mientras una voz insistía:
-¡Déjame entrar, déjame entrar!
-¿Quién eres? -pregunté pugnando por soltarme.
-Catalina Linton -contestó, temblorosa-. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.
Sin saber por qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que había leído veinte veces más el
apellido Earnshaw. Miré, y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar
cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté los puños contra el corte del cristal hasta que la
sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!», y me oprimía la mano.
Mi espanto llegaba al colmo.
-¿Cómo voy a dejarte entrar -dije, por fin- si no me sueltas la mano?
El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné
contra él una pila de libros, y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. Pasé así unos quince
minutos, pero en cuanto volvía a atender, percibía idéntica súplica.
-¡Vete! -exclamé-. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!
-Veinte años han pasado -murmuró-. Veinte años han pasado desde que me perdí.
Y empujó levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos
estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un grito.
Aquel grito no había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la
alcoba. Alguien la abrió, y por las aberturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso,
estremecido aún de miedo.
El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo en el tono de quien no
espera recibir contestación:
-¿Hay alguien ahí ?
Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que, si no,
buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré mucho en poder olvidar el efecto
que mi acción produjo en él.
Heathcliff se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su cara estaba
blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La
vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla.
-Soy Lockwood -dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo-. He gritado sin darme cuenta
mientras soñaba. Lamento haberle molestado.
-¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al... ---empezó él-. ¿Quién le ha traído a esta habitación? -
continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para
dominar la excitación que le poseía-. ¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.
-Su criada Zillah -contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas-. Haga con ella lo que le
parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en efecto está
embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en
tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta habitación.
-¿Qué quiere usted decir y qué está usted haciendo? -replicó Heathcliff-. Acuéstese y pase la noche; pero,
en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene justificación posible, a no ser que le estuvieran
desollando vivo.
-Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado -le respondí-.
No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo
Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina Earnshaw,
o Linton, o como se llamara, ¡buena pieza debía estar hecha! Según me dijo, ha andado errando durante
veinte años, lo que sin duda es justo castigo de sus maldades...
En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que
había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía, pero, como si no me diese cuenta de
haberla cometido, continué:
-El caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes», pero me
corregi, y continué-: repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, para ver si me dormía.
¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -barbotó Heathcliff-. ¿Se habrá vuelto
loco cuando me habla así?
Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome, pero me pareció
tan conmovido, que sentí compasión de él, y proseguí contándole mi sueño, y le aseguré que jamás había
oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó
a corporeizarse al dormirme.
Entretanto que me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que
acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por lo sofocado de su respiración, luchaba para reprimir sus
emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome, y dije:
-No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable.
Verdad es que sólo debían ser las ocho cuando nos acostamos.
-En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replico mi casero,
reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo-. Acuéstese
-añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al
diablo mi sueño.
-A mí me pasa lo mismo -contesté-. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca, y
después me iré. No tema una nueva intrusión de mi parte. La muestra de hoy me ha quitado las ganas de
buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo
mismo.
-¡Magnífica compañía! -murmuró Heathcliff-. Coja la vela y váyase adonde quiera. Me reuniré con usted
enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón porque
Juno está allí de vigilancia.De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo me
reuniré con usted dentro de dos minutos.
Obedecí, y me alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no sabía adonde iban a parar los
estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron,
tratándose de un hombre tan práctico al parecer como aquel personaje.
Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras rompía a llorar.
-¡Oh, Catalina! -decía-, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada de mi corazón, ven, ven al fin!
Pero el fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los espectros, no se dignó aparecer. En
cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y extinguieron la luz.
Tan dolorosa congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el
haberle escuchado, y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera, por razones a
que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el
rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me
saludó con un quejumbroso maullido.
Dos bancos semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el
otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos cuando un instruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba
por una escalera de madera que debía conducir a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo
había encendido, expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a cargar de tabaco una pipa que
medía tres pulgadas de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una desvergüenza tal
que no merecía ni comentarios siquiera.
En absoluto mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí
su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levanto, suspiro, y se fue tan gravemente como
había llegado.
Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la boca para saludar, la cerré de
nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de
tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras se afanaba en un rincón en busca de una azada para
quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí, como al gato que
me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que estaba disponiéndose a salir, abandoné mi
duro lecho y me apresté a seguirle. Él lo notó y con el mango de la azada me señaló una puerta que
comunicaba con el salón. Las mujeres estaban en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle colosal, y la
señora Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano
entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebida en la lectura, que sólo interrumpía de vez en cuando para
reprender a la cocinera si hacía salir chispas sobre ella, o para separar a alguno de los perros que a veces la
rozaba con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al parecer,
concluyendo entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía
su tarea y suspiraba.
-En cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff pronunció una palabra intranscribible dirigiéndose a su nueraya
veo que continúas con tus odiosas mañas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que
comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme. por
la desgracia de estar viéndote siempre ... ! ¿Me oyes, maldita bruta?
-Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no -respondió la joven cerrando el libro y
tirándolo sobre una silla-. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo
lo que me parezca bien.
Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso
de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber
reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de
golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí
permaneció callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que
me hicieron de que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora, salí al
aire libre, que estaba frío y despejado como el hielo.
Heathcliff me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de los
pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba todas
las desigualdades del terreno. La impresion que yo guardaba de la contextura del suelo no respondía en
nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias
del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había
distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo del camino y blanqueadas con cal,
para que sirviesen de referencia en la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la
tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se
percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo saliese
del camino sin notarlo.
Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía
que ya no me extraviaría, y con una simple inclinación de cabeza nos despedimos. En la portería no había
nadie, y recorrer las dos millas que me quedaba por andar hasta la granja me costó dos horas, dadas las
muchas veces que erré el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en nieve hasta la cintura.
Era mediodia cuando llegué a mi casa.
El ama de llaves y sus satélites acudieron con alborozo a recibirme, y me aseguraron que me daban por
muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconseje que se calmaran, puesto que
al fin había regresado. Subí dificultosamente la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta
los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor, y
luego me instalé en el despacho, tal vez apartado en exceso del buen fuego y el confortante café que el ama
de llaves me preparo.
CAPÍTULO IV
El ser humano es tornadizo como una veleta. Yo, que había resuelto mantenerme al margen de toda
sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a un sitio donde mis
propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar bandera después de
aburrirme mortalmente durante toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi
alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un momento con el propósito de
entablar con ella una plática que me animase o me acabara de aburrir.
-Usted vive aquí hace mucho tiempo -empecé-. Me dijo que dieciséis años, ¿no?
-Dieciocho, señor. Vine al servicio de la señora, cuando se casó. Al faltar la señora, el señor me dejó de
ama de llaves.
-¡Ah!
Hubo una pausa. Pensé que le gustaban los comadreos.
Pero, al cabo de algunos instantes, exclamó poniendo las manos sobre las rodillas, mientras una
expresión meditativa se pintaba en su rostro:
-Los tiempos han cambiado mucho desde entonces. -Claro -dije-. Habrá asistido usted a muchas
modificaciones...
-Y a muchas tristezas.
«Procuraremos que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero -pensé-. ¡Debe ser un tema
entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me
parece lo más probable, ya que aquel grosero
indígena no la reconoce como de su raza.»Y con esta intención, pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff alquilaba
la «Granja de los Tordos», reservándose una residencia mucho peor.
-¿Acaso no es bastante rico? -Interrogué.
-¡Rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo bastante rico para
vivir en una casa aún mejor que ésta, pero es... muy ahorrativo... En cuanto ha oído hablar de un buen
inquilino para la «Granja», no ha querido desaprovechar la ocasión de hacerse con unos cuantos de cientos
de libras más. No comprendo que se sea tan codicioso cuando se está solo en la vida.
-¿No tuvo un hijo?
-Sí, pero murió.
-Y la señora Heathcliff, aquella muchacha, ¿es la viuda?
-Sí.
-¿De dónde es?
-¡Es la hija de mi difunto amo ... ! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado
que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí, para estar juntas otra vez.
-¿Catalina Linton? -exclamé asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la
Catalina Linton de la habitación en que dormí-. ¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba
Linton?
-Sí, señor.
-¿Y quién es ese Hareton Eamshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes?
-Hareton es sobrino de la difunta Catalina Linton.
-¿Primo de la joven, entonces.
-Sí. El marido de ella era tambien primo suyo. Uno por parte de madre, otro por parte de padre.
Heathcliff estuvo casado con la hermana del señor Linton.
-En la puerta principal de «Cumbres Borrascosas» he visto una inscripcion que dice: «Earnshaw, 15OO».
Así que supongo que se trata de una familia antigua...
-Muy antigua, señor. Hareton es su último descendiente, y Catalina la última de nosotros... quiero
decir, de los Linton... ¿Ha estado usted en «Cumbres Borrascosas»? Perdone la curiosidad, pero quisiera
saber cómo ha encontrado a la señora.
-La señora Heathcliff me pareció muy bonita, pero creo sinceramente que no vive muy contenta.
-¡Oh, Dios mío, no es de extrañar! Y ¿que opina usted del amo?
-Me parece un tipo bastante áspero, señora Dean.
-Es áspero como el filo de una sierra, y duro como el pedernal.
-Debe haber tenido una vida muy accidentada para haberse vuelto de ese modo... ¿Sabe usted su historia?
-La conozco toda, excepto quienes fueran sus padres y dónde ganó su primer dinero. A Hareton le han
dejado sin nada... El pobre chico es el único de la parroquia que ignora la estafa que ha sufrido.
-Vaya, señora Dean, pues haría usted una buena obra si me contara algo sobre esos vecinos. Si me
acuesto, no podré dormir. Así siéntese usted y charlaremos una hora...
-¡Oh, sí, señorl Precisamente tengo unas cosas que coser. Me sentaré todo el tiempo que usted quiera.
Pero está usted tiritando de frío y es necesario que le prepare algo para reaccionar.
Y la buena señora salió apresuradamente. Me acomodé al lado de la lumbre. Tenía la cabeza ardiendo y
el resto del cuerpo helado. Estaba excitado y sentía los nervios tensísimos. No dejaba de inquietarme el
pensar en las consecuencias que pudieran tener para mi salud los incidentes de aquella visita a «Cumbres
Borrascosas».
El ama de llaves volvió enseguida, trayendo un tazón humeante y un costurero. Colocó la vasija en la
repisa de la chimenea y se sentó, con aire de satisfacción, motivada sin duda por hallar un señor tan
partidario de la confianza.
Antes de instalarme aquí -comenzó, sin esperar que yo volviese a invitarla a contarme la historia-, residí
casi siempre en «Cumbres Borrascosas». Mi madre había criado a Hindley Earnshaw, el padre de Hareton,
y yo solía jugar con los niños. Andaba por toda la finca, ayudaba a las faenas y hacía los recados que me
ordenaban. Una hermosa mañana de verano -recuerdo que era a punto de comenzar la siega- el señor
Earnshaw, el amo antiguo, bajó la escalera con su ropa de viaje, dio instrucciones a José sobre las tareas del
día, y dirigiéndose a Hindley, a Catalina y a mí, que desayunábamos juntos, preguntó a su hijo:
-¿Qué quieres que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo que quieras, con tal de que no abulte mucho,
porque tengo que ir y volver a pie, y son sesenta millas de caminata...
Hindley le pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía todavía seis años ya sabía montar todos los
caballos de la cuadra, le pidió un látigo. A mí, el señor me prometió traerme peras y manzanas. Era bueno,
aunque algo severo.
Luego besó a los niños, y se fue.
En los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no hacía más que preguntar por su padre. La noche
del tercer día, la señora esperaba que su marido llegase a tiempo para la cena, y fue aplazándola horas y
horas. Los niños acabaron cansándose de ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora quería
acostar a los pequeños y ellos le rogaban que les dejara esperar. A las once, el señor aparecio por fin. Se
dejo caer en una silla, diciendo entre risas y quejas, que no volvería a hacer una caminata así por todo
cuanto había en los tres reinos de la Gran Bretaña.
-Creí que reventaba -añadió, abriendo su gabán-. Mira lo que traigo aquí, mujer. No he llevado en mi
vida peso más grande: acógelo como un don que nos envia Dios, aunque, por lo negro que es, parece más
bien un enviado del demonio.
Le rodeamos, y por encima de la cabeza de Catalina pude distinguir un sucio y andrajoso niño de
cabellos negros. Aunque era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que parecía mayor que Catalina,
cuando le pusimos en pie en medio de todos, permaneció inmóvil mirándonos con turbación y hablando en
una jerga ininteligible. Nos dio miedo, y la señora quería echarle de casa. Luego preguntó al amo que cómo
se le había ocurrido traer a aquel gitanito, cuando ellos ya tenían hijos propios que cuidar. ¿Qué significaba
aquello? ¿Se había vuelto loco? El señor intentó explicar lo sucedido, pero como estaba tan fatigado y ella
no dejaba de reprenderle, yo no saqué en limpio sino que el amo había encontrado al chiquillo hambriento y
sin hogar ni familia en las calles de Liverpool, y había resuelto recogerlo y traerlo consigo. La señora acabó
calmándose y el señor Earnshaw me mandó lavarle, ponerle ropa limpia y acostarle en el cuarto de sus
niños.
Hindley y Catalina estuvieron escuchando hasta que la tranquilidad se restableció. Y entonces empezaron
a buscar en los bolsillos de su padre los prometidos regalos. Hindley era ya un rapaz de catorce años, pero
cuando encontró en uno de los bolsillos los restos de lo que había sido un violín, rompió a llorar, y
Catalina, al oír que su padre había perdido el látigo que le traía por atender al intruso, demostró su
contrariedad escupiendo al chiquillo y haciéndole burla. La ocurrencia le valió un bofetón de su padre. Los
hermanos se negaron en absoluto a admitirle en sus lechos, y a mí no se me ocurrió cosa mejor que dejarle
en el rellano de la escalera, esperando que se marchase al llegar la mañana. Bien porque oyese sonar la voz
del señor, o por lo que fuera, el chico se dirigió a la habitación del amo, y éste, al averiguar cómo había
llegado allí, y saber dónde yo le había dejado, castigó mi inhumanidad echándome a la calle.
Así se introdujo Heathcliff en la familia. Yo volví a la casa días después, ya que mi expulsión no llegó a
ser definitiva, y encontré que habían dado al intruso el nombre de Heathcliff, que era el de un niño de los
amos que había muerto muy pequeño. Desde entonces, ese «Heathcliff» le sirvió de nombre y de apellido.
Catalina y él hicieron muy buenas migas, pero Hindley le odiaba y yo también. Ambos le maltratábamos
mucho, y la señora no intervino nunca para protegerle.
Él se comportaba como un niño torvo y paciente. Quizá estuviera acostumbrado a sufrir malos tratos.
Aguantaba sin parpadear los golpes de Hindley y no vertía ni una lágrima. Si yo le pellizcaba, no hacia mas
que suspirar profundamente, como si se hubiese hecho daño él solo, por casualidad. Cuando descubrió el
señor Earnshaw que su hijo maltrataba al pobre huérfano, como él le llamaba, se enfureció. Profesaba a
Heathcliff un sorprendente afecto (más incluso que a Catalina, que era muy traviesa), y creía cuanto él le
decía, aunque, desde luego, en lo referente a las persecuciones de que era objeto, no llegaba a contar todas
las que sufría.
De manera que, desde el principio, Heathcliff sembró en la casa semillas de discordia. Cuando dos años
más tarde murió la señora, Hindley consideraba a su padre como un tirano y a Heathcliff como a un intruso
que le había robado el afecto paternal y sus derechos de hijo. Yo compartía sus opiniones, pero cuando los
niños enfermaron del sarampión, modifiqué mis sentimientos. Tuve que cuidar a todos los chiquillos, y
Heathcliff, mientras estuvo grave, quería tenerme siempre a su lado. Debía pensar que yo era muy buena
para él, sin comprender que no hacía más que cumplir con mi obligación. Hay que reconocer que era el
niño más pacífico que haya atendido jamás una enfermera. Mientras Catalina y su hermano me
importunaban continuamente, él era manso como un cordero, quizá ello se debía más a la costumbre de
sufrir que a buenos instintos.
Cuando se curó y el médico aseguró que ello en parte era consecuencia de mis cuidados, me sentí
agradecida hacia quien me había hecho merecer tales alabanzas. Así perdió Hindley la aliada que tenía en
mí. Sin embargo, mi afecto por Heathcliff no era ciego, y frecuentemente me preguntaba para mis adentros
qué sería lo que el amo podría ver en aquel niño que, a lo que recuerdo, nunca recompensó a su protector
con expresión alguna de gratitud. No es que obrase mal con el amo, sino que demostraba indiferencia,
aunque bien sabía que bastaba una frase suya para que toda la casa hubiera de plegarse a sus deseos.
Recuerdo, por ejemplo, una ocasión en que el señor Earnshaw compró dos potros en la feria del pueblo y
regaló uno a cada muchacho. Heathcliff eligió el más hermoso, pero habiendo notado al poco tiempo que
cojeaba, dijo a Hindley:
-Tienes que cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me agrada. Si no lo quieres hacer, le contaré a
tu padre que me has dado esta semana tres palizas y le enseñaré mi brazo, que está amoratado hasta junto al
hombro.
Hindley se burló de él y le dio de bofetadas.
-Lo mejor es que hagas enseguida lo que te digo -continuó Heathcliff, saliendo al portal desde la cuadra,
donde estaban-. ¡Ya sabes que si hablo a tu padre, recibirás estos golpes y muchos más!
-¡Largo de aquí, perro! -gritó Hindley amenazándole con una pesa de hierro que se empleaba para pesar
patatas.
-Atrévete a tirármela -le desafió Heathcliff deteniendose -. Ya diré que te has vanagloriado de que me
echarías a la calle en cuanto tu padre se muera, y veremos si entonces no eres tú el que sales de esta casa
hoy mismo.
Hindley le tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho. Cayó al suelo, pero se levantó enseguida,
pálido y tambaleándose. A no habérselo yo impedido, hubiera ido enseguida a presentarse al amo, para
acusar a Hindley.
-Coge mi caballo, gitano -rugió entonces el joven Earnshaw-, y ¡ojalá te mates con él! ¡Tómalo y maldito
seas, miserable intruso! Anda y arranca a mi padre cuanto tiene, y demuéstrale quién eres después de que lo
hagas, engendro de Satanás. ¡Tómalo, y así te rompa la cabeza a patadas!
Heathcliff se acercó al animal y se puso a desatarlo para cambiarlo de sitio. Hindley, al terminar de
hablar, le derribó de un golpe entre las pezuñas del caballo, y sin detenerse a ver si sus maldiciones se
cumplían, salió corriendo. Me asombró la serenidad con que el niño se levantó, y realizó sus intenciones,
cambiando, antes que nada, los arreos de las caballerías, después de lo cual se sentó en un haz de heno, para
dejar que le pasara el efecto del golpetazo recibido, antes de volver a entrar en la casa. No me fue difícil
convencerle de que atribuyese al caballo la culpa de sus contusiones. Él había conseguido lo que deseaba, y
lo demás le importaba poco. Como rara vez se quejaba de los malos tratos que sufría, yo pensaba que no
era rencoroso, pero pronto verá usted que me engañaba.
CAPÍTULO V
Con el tiempo, el señor Earnshaw empezó a decaer. Había sido un hombre recio y sano, pero cuando sus
fuerzas le abandonaron y se vio obligado a pasarse la vida al lado de la chimenea, se volvió suspicaz e
irritable. -Se ofendia por una pequenez, y se enfurecía ante cualquier imaginaria falta de respeto. Ello podía
apreciarse especialmente cuando alguien pretendía hacer a su favorito objeto de algún engaño o de algún
intento de dominarle. Velaba celosamente para que no le ofendieran con palabra alguna, y parecía que tenía
metida en la cabeza la idea de que el cariño con que distinguía a Heathcliff hacía que todos le odiasen y
deseasen su mal. Esto iba en perjuicio del muchacho, porque como ninguno deseábamos enfadar al amo,
nos plegábamos a todos los caprichos de su preferido, y con ello fomentábamos su soberbia y su mal
carácter. En dos o tres ocasiones, los desprecios que Hindley hacía a Heathcliff en presencia de su padre
excitaron la cólera del anciano, quien cogía su bastón para golpear a su hijo, y se estremecía de furor al no
poder hacerlo por falta de fuerzas.
Finalmente, el párroco (porque entonces había aquí un cura que se ganaba la vida dando lecciones a los
niños de las familias Linton y Earnshaw y labrando él mismo su terreno) aconsejó que se enviara a Hindley
al colegio, y el señor Earnshaw consintió en ello, aunque de mala gana; ya que decía que Hindley era un
obtuso y no se podía sacar partido de él, hiciérase lo que se hiciera.
Yo, dolida, viendo lo caros que el señor pagaba los resultados de su buena obra, esperé que así se
restableciese la paz. Me parecía que los disgustos familiares estaban amargando su vejez. Por lo demás,
hacía cuanto quería, y las cosas no hubieran ido tan mal a no ser por la señorita Catalina y por José, el
criado. Supongo que usted le habrá visto... Era, y debe seguir siendo, el más odioso fariseo que se haya
visto nunca, siempre pronto a creerse objeto de las bendiciones divinas y a lanzar maldiciones sobre su
prójimo en nombre de Dios. Sus sermones producían mucha impresión al señor Earnshaw y a medida que
éste se iba debilitando, crecía el dominio de José sobre él. No cesaba un momento de mortificarle con
consideraciones sobre la salvación eterna y sobre la necesidad de educar bien y rígidamente sus hijos.
Trataba de hacerle considerar a Hindley como un réprobo, y le contaba largos relatos de diabluras de
Heathcliff y Catalina, sin perjuicio de acumular las mayores culpas sobre ésta, con lo que creía adular las
inclinaciones del amo.
Verdaderamente, Catalina era la niña más caprichosa y traviesa que yo haya visto jamás, y nos hacía
perder la paciencia mil veces al día. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, no nos dejaba estar un
minuto tranquilos. Tenía siempre el genio pronto a la disputa y no daba nunca paz a la boca. Cantaba, reía y
se burlaba de todo el que no hiciese lo mismo que ella. De todos modos, creo que no tenía malos
sentimientos, porque cuando hacía sufrir a alguien mucho, se apresuraba a acudir a su lado para consolarle.
Pero tenía hacia Heathcliff un excesivo afecto. No podía aplicársele castigo mayor que separarla de él, a
pesar de que siempre estaban riñéndola por su culpa. Cuando jugaba, le gustaba hacer de señora, y usaba
las manos más de la cuenta para imponer su autoridad. Quería hacer igual conmigo, pero yo le hice saber
que no estaba dispuesta a soportar sus golpes ni sus órdenes.
El señor Earnshaw no soportaba juegos. Siempre había sido severo con sus hijos y Catalina no acertaba a
explicarse por qué en su ancianidad era más regañon que antes. Parecía sentir un perverso placer en
provocarle. Era más feliz que nunca cuando todos la rodeábamos reprochándola, porque podía mirarnos
replicándonos con mordacidad, haciendo burla de las piadosas invocaciones de José, buscándonos las
vueltas y, en suma, haciendo lo que más desagradaba a su padre. Además, obraba como si estuviera
interesada en demostrar que tenía más imperio sobre Heathcliff, a despecho de su insolencia, que su padre
con todas sus bondades hacia él. Después de hacer durante el día todo el mal que le era posible, al llegar la
noche acudía a su padre mimosamente, queriendo reconciliarse con él a fuerza de mimos.
-Vete, vete, Catalina -decía el anciano-: no me es posible quererte. Eres todavía peor que tu hermano.
Anda, vete a rezar y pide a Dios que te perdone. Mucho temo que haya de pesarnos a tu madre y a mí el
haberte dado el ser.
Al principio, estos razonamientos la hacían llorar, pero luego se habituó a ellos, y se echaba a reír cuando
su padre le mandaba que pidiese perdón de sus maldades.
Al fin llegó el momento de que terminasen los dolores del señor Earnshaw en la tierra. Murió una noche
de octubre, plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del fuego. Soplaba un fuerte viento en torno a
la casa, y resonaba en el cañón de la chimenea. Era un aire violento y tempestuoso, pero no frío. Todos
estábamos juntos; yo un poco apartada de la lumbre, haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los
criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas, solían reunirse en el salón con los señores. La
señorita Catalina estaba pacífica, porque había pasado una enfermedad recientemente y permanecía
apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había tumbado en el suelo con la cabeza encima del
regazo de Catalina. El amo, según recuerdo bien, antes de caer en el sopor de que no debía salir, acariciaba
la hermosa cabellera de la muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía:
-¿Por qué no has de ser siempre buena?
Ella le miró, y riendo, contestóle:
-¿Y usted, padre, por qué no había de ser siempre bueno?
Después, viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba a cantar para que se adormeciese.
Empezó, en efecto, a cantar en voz baja. A1 cabo de un rato, los dedos del anciano abandonaron los
cabellos de la niña, y reclinó la cabeza sobre el pecho. Mandé a Catalina que callara y que no se moviera
para no despertar al amo. Durante más de media hora permanecimos en silencio, y aún hubiéramos seguido
más tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que era hora de despertar al señor para rezar y
acostarse. Se adelantó, le llamó y le tocó en el hombro, mas, notando que no se movía, cogió la vela y le
miró. Cuando apartó la luz, comprendí que pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo,
en voz baja, que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él tenía mucho que hacer aquella noche antes
de retirarse.
-Voy primero a dar las buenas noches a papá -dijo Catalina.
Y le echó los brazos al cuello, antes de que pudiéramos evitarlo. Comprendió enseguida lo que pasaba, y
exclamó:
-¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Padre, ha muerto...
Y ambos empezaron a llorar de un modo que desgarraba el corazón.
Empecé también a llorar; pero José nos interrumpió diciéndonos que por qué llorábamos tanto por un
santo que se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y correr a Gimmerton a buscar al
médico y al sacerdote. Yo no podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro, pero, no obstante, salí
presurosamente, a pesar de que hacía una noche muy mala. El médico vino inmediatamente. Dejé a José
explicándose con el doctor, y subí al cuarto de los niños. Habían dejado la puerta abierta y no parecían
pensar en acostarse, aunque era más de medianoche, pero estaban más calmados y no necesitaban que les
consolase yo. En su inocente conversación, sus almas pueriles se describían mutuamente las bellezas del
cielo como ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Yo les oía llorando y agradecía a Dios que
estuviéramos allí los tres, reunidos, seguros...
CAPÍTULO VI
Cuando Hindley acudió a las exequias de su padre, traía una mujer con él, lo que asombró a todos los
vecinos. Nunca nos dijo quién era su esposa ni dónde había nacido. Debía carecer de fortuna y de nombre
distinguido, porque Hindley hubiese anunciado a su padre su casamiento en caso contrario.
La recién llegada no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía allí, excepto
lo atañente al entierro. Viéndola como obraba durante la ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo
acompañarla a su habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó, temblando, y
apretando los puños. No hacía más que repetir:
-¿Se han ido ya?
Y empezó a explicar como una histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y
llorar, le pregunté que qué le pasaba, y me contestó que temía morir. Me pareció que tan expuesta estaba a
morir como yo. Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como dos diamantes.
Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía de vez en cuando, pero yo no
sabía lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además, simpatía alguna hacia ella. En esta tierra
simpatizamos poco con los que vienen de fuera, a no ser que ellos nos muestren simpatía primero.
Hindley parecía otro. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un modo muy diferente. El
mismo día que llegó, nos dijo a José y a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su
uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior, empapelándola y
acondicionándola, pero tanto le gustó a su mujer el salón con su suelo blanco, su enorme chimenea, su
aparador y sus platos, y tanto la satisfizo el desahogo de que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar
aquella habitación como gabinete.
Los primeros días, la mujer de Hindley se manifestó satisfecha de ver a su cuñada. Andaba con ella por la
casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios, pero pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus
muestras de cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto
hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo instalar en compañía de los criados
y le mandó que se aplicase a las mismas faenas agrícolas que los otros mozos.
Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella
aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban creciendo en un abandono completo,
y el joven amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal de que no le estorbaran. Ni siquiera se
ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y José o el cura le
censuraban su descuido, se limitaba a mandar que pegasen a Heathcliff y que castigasen sin comer a
Catalina. Ellos no conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y cuando se les castigaba por
hacerlo lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los
aprendiera de memoria, y aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los muchachos lo
olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez a solas, viéndolos hacerse más
traviesos cada día, pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el poco influjo que aún
conservaba sobre las pobres criaturas. Un domingo por la tarde, les hicieron salir del salón en virtud de
alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarles no les encontré. Registramos la casa, el
patio y el establo sin hallar huella de ellos. Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con
cerrojo y prohibió que nadie les abriese si volvían por la noche. Todos se acostaron, menos yo, que me
quedé en la ventana, aunque llovía, con objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del amo.
No tardé en oír pisadas y vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza y me
apresuré a salir, a fin de que no llamasen y despertaran al señor. El recién llegado era Heathcliff, y el
corazón me dio un salto al verle solo.
-¿Dónde está la señorita? -grité con impaciencia-. Espero que no le haya pasado nada.
-Está en la «Granja de los Tordos» -repuso- y allí estaría yo también si hubiesen tenido la atención de decirme
que me quedase.
-Bueno -le dije-, pues ya pagarás las consecuencias. No pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais
que hacer en la «Granja de los Tordos»?
-Déjame cambiarme de ropa, y ya te lo contaré, Elena.
Le recomendé que procurara no despertar a Hindley y mientras yo esperaba a que se desnudase para
apagar la vela, me explicó:
-Catalina y yo salimos del lavadero pensando en dar unas cuantas vueltas a nuestro gusto. Luego, vimos
las luces de la «Granja», y se nos ocurrio ir a ver si los niños de los Linton se pasan los domingos
escondidos en los rincones y temblando, mientras sus padres comen, beben, ríen, cantan y se queman las
pestañas junto a la lumbre. ¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les dice sermones, les enseña
catecismo y les manda aprenderse de memoria una lista de nombres de la Sagrada Escritura, si no contestan
bien?
-No lo creo -respondí-, porque son niños buenos, y no merecen el trato que recibís vosotros por lo mal
que os portáis.
-¡Bah, bah! -replicó-. Fuimos corriendo desde las «Cumbres» hasta el parque, sin pararnos. Catalina llegó
rendida, porque iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el seto, subimos a tientas el
sendero, y nos subimos a una maceta bajo la ventana del salón. No habían cerrado las maderas, las cortinas
estaban sólo a medio echar, y una espléndida luz salía a través de los cristales. Nos pusimos en pie, y
sujetándonos al antepecho de la ventana, vimos una magnífica habitación con una alfombra carmesí. El
techo era blanco como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal,
suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz de muchas velas pequeñitas. Los viejos Linton
no estaban allí, y Eduardo y su hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no iban a ser
felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en la gloria. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían
esos niños buenos que tú dices. Isabel -que me parece que tiene once años, uno menos que Catalina- estaba
en un rincón, gritando como si las brujas la pinchasen con alfileres calientes. Eduardo estaba junto a la
chimenea llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al
pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se dirigían uno a otro y por las quejas del
animal. ¡Vaya unos tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos tibios! Y en aquel momento lloraban porque,
después de pegarse para cogerlo, ya no lo querían ninguno de los dos. Nosotros nos moríamos de risa viendo
aquello. ¿Cuándo me has visto a mí querer lo que quiere Catalina? ¿Acaso alguna vez, cuando estamos
solos, nos has visto chillar y llorar, y revolcarnos, cada uno en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida
que hace Eduardo Linton en la «Granja de los Tordos» por la que hago yo aquí, ni aunque me diese la
satisfacción de poder tirar a José desde lo alto del tejado y de pintar las paredes de la casa con la sangre de
Hindley!
-¡Cállate, cállate! -le interrumpí---. Y, ¿cómo se ha quedado allí Catalina?
-Como te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron y se precipitaron a la puerta veloces como
flechas. Hubo un momento de silencio y después gritaron: «¡Papá, mamá, venid! ¡Ay! ¡Ay!» Creo que era
algo así lo que gritaban. Hicimos entonces un ruido espantoso para asustarles más aún, y luego nos
soltamos de la ventana y echamos a correr, porque oímos que alguien procuraba abrirla. Yo llevaba a
Catalina de la mano, y le decía que se apresurase, cuando de pronto cayó al suelo. «¡Corre, Heathcliff! -me
dijo-. Han soltado al perro, y me ha agarrado.» El animal la había cogido por el tobillo. Le oí gruñir.
Catalina no gritó. Le había parecido despreciable gritar aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro
bravo. Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones que habría bastante con ellas para espantar a todos los
diablos del infierno. Luego cogí una piedra, y la metí en la boca del animal tratando furiosamente de
introducírsela en la garganta. Salió un animal de criado con un farol y gritó: «¡Sujeta fuerte,
Espía, sujetafuerte!» Pero cuando vio en que situación se hallaba el perro, cambió de tono. El animal tenía un palmo de
lengua fuera de la boca y sangraba a borbotones por el hocico. El hombre cogió a Catalina, que estaba
medio desvanecida, no de miedo, sino de disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase de
insultos y amenazas de vengarme.
»-¿A quién habéis capturado, Roberto? -preguntó Linton desde la puerta.
»-El perro ha cogido a una niña, señor -repuso el criado- y aquí hay también un rapaz que me parece que
no tiene desperdicio -añadió sujetándome-. Seguramente los ladrones se proponian hacerles entrar por la
ventana para que abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos, y poder así asesinarnos impunemente.
¡Calla la lengua, maldito ladronzuelo! Esta hazaña te costará la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.
»-No la suelto, Roberto -contestó el viejo mentecato-. Los bandidos habrán logrado enterarse de que ayer
fue día de cobro y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que los recibiremos bien! Juan: echa
la cadena. Eugenia: dale agua al perro. ¡Han venido a meterse en la boca del lobo! ¡Y en domingo nada
menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño, no temas. Pero tiene tan mala facha, que se haría
un bien a la sociedad ahorcándole antes de que realice los crímenes que ha de cometer a juzgar por su jeta.
»-¡Qué horrible! Enciérrale en el sótano, papá. Se parece al hijo de la gitana que me robó mi faisancito
domesticado. ¿Verdad, Eduardo?
»Mientras me miraban, apareció Catalina, y se rió al oír a Isabel. Eduardo Linton, después de
contemplarla fijamente, llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos hemos encontrado en la
iglesia.
»-¡Es Catalina Earnshaw! -aseguró-. Y mira cómo le sangra el pie, mamá.
»-No digas necedades. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un gitano! ¡Oh, y sin embargo lleva luto!
Pues es ella. ¡Y pensar que podría quedar coja para siempre!
»-¡Qué descuido tan increíble tiene su hermano! -exclamó el señor Linton, volviéndose hacia Catalina-.
Verdad es que he sabido por el padre Shielder que no se ocupan para nada de su educación. ¿Y éste?
¿Quién es éste? ¡Ah, ya: es aquel chicuelo vagabundo que el difunto Earnshaw trajo de Liverpool!
»-De todos modos, es un niño malo, que no debía vivir en una casa distinguida -afirmó la vieja-. ¿Oíste
cómo hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído.
»Volví a maldecirles cuanto pude -no te enfades, Elena y entonces mandaron a Roberto que me echase
fuera. No quise irme sin Catalina, pero él me llevó a la fuerza al jardín, me entregó un farol, me dijo que
iba a hablar al señor Earnshaw de mi comportamiento, y, después de ordenarme que me marchara, atrancó
la puerta.
»Viendo que las cortinas seguían descorridas, volví adonde antes habíamos estado, proponiéndome
romper todos los cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se lo permitían. Pero ella estaba sentada
tranquilamente en el sofá, y la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada, que habíamos
cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que reprendiéndola. Como era una señorita la
trataban de otra forma que a mí. La criada llevó una palangana de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el
señor Linton le ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía en el regazo un plato con tortas y
Eduardo permanecía silencioso a poca distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas
zapatillas que le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así la he dejado, lo más alegre que te
puedes imaginar, repartiendo los dulces con
Espía y con el perro pequeño, y a veces haciéndoles cosquillasen el hocico. Todos estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil veces más que ellos y que
cualquier otra persona. ¿No es cierto?
-Ya verás como esto trae malos resultados, Heathcliff -le contesté, abrigándole y apagando la luz-. Eres
incorregible. El señor Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, no lo dudes.
Mis palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. El lance enfureció a Earnshaw. Además, al día
siguiente el señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal chaparrón sobre su modo de educar a los
niños, que Hindley se consideró obligado a poner a raya a Heathcliff. No dispuso que le pegaran, pero le
comunicó que a la primera palabra que dirigiera a Catalina, le echarían a la calle. La señora Earnshaw
aseguró que cuando Catalina volviese a casa la haría cambiar de modo de ser empleando la persuasión. De
otra forma hubiera sido imposible.
CAPÍTULO VII
En Navidad, después de pasar cinco semanas con los Linton, Catalina volvió curada y con muchas
mejores maneras. Mientras tanto, la señora la visitó frecuentemente, y puso en práctica su propósito de
educación, procurando despertar la estimación de Catalina hacia su propia persona, y haciéndole valiosos
regalos de vestidos y otras cosas. De modo que cuando Catalina volvió, en vez de aquella salvajita que
saltaba por la casa con los cabellos revueltos, vimos apearse de una bonita jaca negra a una digna joven,
cuyos rizos pendían bajo el velo de un sombrero con plumas, envuelta en un manto largo, que tenía que
sostener con las manos para que no lo arrastrase por el suelo. Hindley le ayudó a apearse, y comentó de
buen humor:
-Te has puesto muy guapa, Catalina. No te hubiera conocido. Ahora pareces una verdadera señorita. ¿No
es cierto, Francisca, que Isabel Linton no puede compararse con mi hermana?
-Isabel Linton carece de la gracia natural de Catalina, pero es preciso que ésta se deje conducir y no
vuelva a hacerse intratable -repuso la esposa de Hindley---. Elena: ayuda a desvestirse a la señorita
Catalina. Espera, querida, no te desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.
Cuando la despejó del manto, apareció bajo él un bonito traje de seda a rayas, pantalones blancos y
brillantes polainas. Los canes acudieron a la joven, y aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió
a tocar a los animales por no echarse a perder la ropa. A mí me besó, pero con precaución, pues yo estaba
preparando el bollo de Navidad y me encontraba llena de harina. Después buscó con la mirada a Heathcliff.
Los señores esperaban con ansia el momento de su encuentro con él, a fin de juzgar las posibilidades que
tenían de separarla definitivamente de su compañero.
Heathcliff no tardó en presentarse. Ya de por sí era muy dejado y nadie por su parte se cuidaba de él
antes de la ausencia de Catalina, pero ahora ello sucedía, mucho más. Yo era la única que me preocupaba
de hacer que se aseara una vez a la semana siquiera. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del
agua.
Así que, aparte de su traje, que estaba como puede suponerse después de andar tres meses por el barro y
el polvo tenía el cabello desgreñado y la cara y las manos cubiertas de una capa de mugre. Permanecía
escondido, mirando a la bonita joven que acababa de entrar, asombrado de verla tan bien ataviada y no
hecha una desastrada como él.
-¿Y Heathcliff? -preguntó Catalina, quitándose los guantes y descubriendo unos dedos que de no hacer
nada ni salir de casa nunca, se le habían puesto prodigiosamente blancos.
-Ven, Heathcliff -gritó Hindley, congratulándose por anticipado del mal efecto que el muchacho, con su
traza de pilluelo, iba a producir a la señorita-. Ven a saludar a la señorita Catalina como los demás criados.
Catalina, al ver a su amigo, corrió hacia él, le besó seis o siete veces en cada mejilla, y después,
separándose un poco, le dijo entre risas:
-¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfado tienes! Claro: es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y
a Isabel. ¿Me has olvidado, Heathcliff?
-Dale la mano, Heathcliff -dijo Hindley, con aire de condescendencia-. Por una vez la cosa no importa
que lo hagas.
-Nada de eso -replicó el muchacho-. No quiero que se burlen de mí.
Y trató de alejarse, pero Catalina entonces le detuvo.
-No quise burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu aspecto. Anda, dame la mano siquiera. Si te lavas
la cara y te peinas, estarás muy bien. ¡Pero ahora vas muy sucio!
Contempló los negros dedos que tenía entre los suyos y luego se miró el vestido, temiendo que con aquel
contacto se le hubiese contagiado la mugre del rapaz.
-No tenías por qué tocarme -dijo él, separando su mano de un tirón-. Soy tan sucio como me da la gana, y
me agrada estar sucio. -
Y se lanzó fuera de la habitacion, con gran contento de los amos y gran turbación de Catalina que no
acababa de comprender por qué sus comentarios le habían producido tal exasperación de mal humor.
Después de haber ayudado a desvestirse a la recién llegada, de poner los bollos al horno y de encender la
lumbre, me senté dispuesta a entretenerme cantando villancicos, sin hacer caso a José, que me aseguraba
que el tono que yo empleaba era demasiado mundano. Él se marchó a su cuarto a rezar, y los señores
Earnshaw distraían a la joven enseñándole unos obsequios que habían comprado para los Linton en prueba
de agradecimiento por sus atenciones. Habían invitado a los Linton a pasar el siguiente día en «Cumbres
Borrascosas» y ello había sido aceptado a condición de que los hijos de los Linton no tuvieran que tratar
con aquel «terrible chicuelo que hablaba tan ma1».
Me quedé sola. La cocina olía fuertemente a las especias de los guisos. Yo miraba la brillante batería de
cocina, el reluciente reloj, los vasos de plata alineados en la bandeja y la impecable limpieza del suelo, de
cuyo barrido y fregado me había preocupado con gran atención. Todo me pareció estar bien y merecer
alabanza, y recordé una ocasión en que el amo anciano -que solía revisarlo todo por sí mismo en casos
como aquél-, viendo lo bien que estaba todo, me había regalado un chelín, llamándome a la vez «buena
moza». Luego pensé en el cariño que él había sentido hacia Heathcliff y en el temor que tenía de que fuera
abandonado al faltar él, y pensando en la situación presente del muchacho, casi me dieron ganas de
ponerme a llorar. Considerando, después, que mejor que lamentar sus desdichas sería procurar remediarlas,
me levanté y fui al patio en su busca. Le encontré enseguida: estaba en la cuadra cepillando el lustroso pelo
de la jaca nueva y dando el pienso a los demás animales.
-Date prisa -le animé-. La cocina está muy confortable, y José se ha ido a su cuarto. Procura acabar
pronto, para vestirte decentemente antes de que salga la señorita Catalina. Así podréis estar juntos, y charlar
al lado de la lumbre hasta la hora de retirarse.
Él siguió haciendo su faena. Hacía todos los esfuerzos posibles para apartar los ojos.
-Anda, ven -seguí-. Necesitarás media hora para vestirte. Hay un pastel para cada uno de vosotros.
Esperé otros cinco minutos, pero en vista de que no me contestaba, me fui. Catalina comió con sus
hermanos. José y yo celebramos una cena muy poco cordial, amenizada con censuras suyas y malas
contestaciones mías. El pastel y el queso de Heathcliff estuvieron toda la noche sobre la mesa para alimento
de las hadas. Él estuvo trabajando hasta las nueve, y a esa hora se fue a su habitación, siempre taciturno y
terco. Catalina estuvo hasta muy tarde preparándolo todo para recibir a sus nuevos amigos, y una vez que
entró en la cocina para buscar a su antiguo camarada, viendo que no estaba se contentó con preguntar por él
y marcharse. A la mañana siguiente, Heathcliff se levantó temprano, y como era día de fiesta, se fue malhumorado
a los pantanos, y no volvió a aparecer hasta después de que la familia se hubo marchado a la
iglesia. Pero el ayuno y la soledad debieron hacerle reflexionar y cuando regresó, después de estar un rato
conmigo, me dijo, de súbito:
-Vísteme, Elena. Quiero ser bueno.
-Ya era hora, Heathcliff -contesté-. Has disgustado a Catalina. Cualquiera diría que la envidias porque la
miman mas que a ti.
La idea de sentir envidia hacia Catalina le resultó incomprensible, pero lo de disgustarla lo comprendió
muy bien. Me preguntó, volviéndose grave:
-¿Se ha enfadado?
-Se echó a llorar cuando le dije esta mañana que te habías ido.
-También yo he llorado esta noche -respondió- y con más motivos que Catalina.
-¿Sí? ¿Qué motivos tenías para acostarte con el corazón lleno de soberbia y el estómago vacío? Los
soberbios no hacen más que dañarse a sí mismos. Pero si estás arrepentido, debes pedirle perdón cuando
vuelva. Vas arriba, le pides un beso y le dices... Bueno, ya sabes tú lo que le tienes que decir. Pero hazlo
con naturalidad y no como si ella fuera una extraña por el hecho de que la hayas visto mejor ataviada.
Ahora voy a arreglármelas para vestirte de un modo que Eduardo Linton parezca un muñeco a tu lado. ¡Y
claro que lo parece! Aunque eres más joven que él, eres mucho más alto y doble de fuerte. Podrías tumbarle
de un soplo, ¿no es cierto?
La cara de Heathcliff se iluminó por un momento, pero su alegre expresión se apagó enseguida. Y
suspiró:
-Sí, Elena, pero aunque yo le tumbara veinte veces, no dejaría de ser él mas guapo que yo. Quisiera tener
el cabello rubio y la piel blanca como él, vestir bien y tener modales como los suyos, y ser tan rico como él
llegará a serlo algun día.
-Sí. Y llamar a mamá constantemente, y asustarte siempre que un chico aldeano te amenazase con el
puño y quedarte en casa cada vez que cayeran cuatro gotas. No seas pobre de espíritu, Heathcliff. Mírate al
espejo, y atiende lo que tienes que hacer. ¿Ves esas arrugas que tienes entre los ojos y esas espesas cejas
que siempre se contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios que jamás abren francamente
sus ventanas, sino que centellean bajo ellas corridas, como si fueran espías de Satanás? Proponte y
esfuérzate en suavizar esas arrugas, en levantar esos párpados sin temor, y en convertir esos dos demonios
en dos ángeles que sean siempre amigos en donde quiera que no haya enemigos indudables. No adoptes ese
aspecto de perro cerril que parece justificar la justicia de los puntapiés que recibe, y que odia a todos tanto
como al que le apalea.
-Sí: debo proponerme adquirir los ojos y la frente de Eduardo Linton. Ya lo deseo, pero, ¿crees que
haciendo lo que me dices conseguiré tenerlos así?
-Si eres bondadoso de corazón, serás agradable de cara, muchacho, aunque fueras un negro. Y un
corazón perverso hace horrible la cara más agradable. Ahora que estás lavado y peinado y pareces más
alegre, ¿no es verdad que te encuentras más guapo? Te aseguro que sí. Puedes pasar por un príncipe de
incógnito. ¡Cualquiera sabe si tu padre no era emperador de la China y tu madre reina de la India, y si con
sus rentas de una sola semana no podrían comprar «Cumbres Borrascosas» y la «Granja de los Tordos»
reunidas! Quizá te robaran unos marineros y te trajeran a Inglaterna. Yo, si estuviera en tu caso, me haría
figuraciones como esas, y con ellas iría soportando las miserias que tiene que sufrir el campesino.
En tanto que yo hablaba así y conseguía que Heathcliff fuese poco a poco desarrugando el ceño, oímos
un estrépito que al principio sonaba en la carretera y luego llegó al patio. Heathcliff acudió a la ventana y
yo a la puerta, en el mismo momento en que los Linton se apeaban de su carruaje, muy arrebujados en
abrigos de pieles, y los Earnshaw descendían de sus caballos. Catalina cogió a los niños de la mano, y los
llevó a la chimenea, junto a la que se sentaron, y cuyo fuego enrojeció en breve sus blancos rostros.
Alenté a Heathcliff para que acudiera y mostrara su buen porte, pero tuvo la desgracia de que, al abrir la
puerta de la cocina, tropezara con Hindley, que la estaba abriendo por el otro lado. El amo, ya porque le
incomodara verle tan animado y tan arreglado, o quizá por complacer a la señora Linton, le empujó con
violencia y dijo a José:
-Hazle estar en el desván hasta después de que hayamos comido. De lo contrario, tocaría los dulces con
los dedos y robaría las frutas si se le permitiera estar un solo minuto aquí.
-No hará nada de eso -osé replicar-. Y espero que participe de los dulces como nosotros.
-Participará de la paliza que le sacudiré si le veo por acá abajo antes de la noche -gritó Hindley-. Largo,
vagabundo! ¿De modo que quieres lucirte, verdad? Como te eche mano a esos mechones ya verás si te los
pongo más largos aún.
-Ya los tiene bastante largos -observó Eduardo Linton, que acababa de aparecer en la puerta---. Le caen
sobre los ojos como la crin de un caballo. No sé cómo no le producen dolor de cabeza.
Aunque hizo aquella observación sin deseo de molestarle, Heathcliff, cuyo rudo carácter no toleraba
impertinencias, y mas viniendo de alguien a quien ya consideraba como su rival, cogió una fuente llena de
compota caliente y se lo tiró en pleno rostro al muchacho. Éste lanzo un grito que hizo acudir enseguida a
Catalina y a Isabel. El señor Earnshaw cogió a Heathcliff y se lo llevó a su habitación, donde sin duda le
debió aplicar un energico correctivo, ya que cuando bajó estaba sofocado y rojo como la grana. Yo cogí un
trapo de cocina, limpié la cara a Eduardo, y, no sin cierto enojo, le dije que se había merecido la lección por
su inoportunidad. Su hermana se echó a llorar y quiso marcharse; Catalina, a su vez, estaba muy disgustada
con todo aquello.
-No has debido hablarle -dijo al joven Linton-. Estaba de mal humor, ahora le pegarán, y has estropeado
la fiesta... Yo ya no tengo apetito. ¿Por qué le hablaste, Eduardo?
-Yo no le hablé -quejóse el muchacho, desprendiéndose de mis manos y terminando de limpiarse con su
fino pañuelo-. Prometí a mamá no hablarle, y lo he cumplido.
-Bueno -dijo Catalina con desdén-: cállate, que viene mi hermano. No te ha matado, después de todo. No
pongas las cosas peor. Deja de llorar, Isabel. ¿Te ha hecho algo alguien?
-¡A sentarse, niños! -exclamó Hindley reapareciendo-. Ese bruto de chico me ha hecho entrar en calor. La
próxima vez, Eduardo, tómate la venganza con tus propios puños, y eso te abrirá el apetito.
La gente menuda recobró su alegría al servirse los olorosos manjares. Todos sentían apetito después del
paseo, y se consolaron fácilmente, ya que ninguno había sufrido daño grave. El señor Earnshaw trinchaba
con jovialidad, y la señora animaba la mesa con su conversación. Yo atendía al servicio y me entristecía el
ver que Catalina, con ojos enjutos y aire indiferente, partía en aquel momento un ala de pato que tenía ante
sí.
«¡Qué niña tan insensible! -pensé-: Nunca hubiera creído que la suerte de su antiguo compañero de
juegos la preocupara tan poco.»
Ella estaba llevándose en aquel momento un bocado a la boca, pero de pronto lo soltó, las mejillas se le
sonrojaron y por su rostro corrieron las lágrimas. Dejó caer el tenedor y aprovechó la ocasión de inclinarse
para disimular su emoción. Durante todo el día anduvo como un alma en pena buscando a Heathcliff`. Pero
éste había sido encerrado por Hindley, lo que averigüé al querer llevarle a escondidas algo de comer.
Hubo baile por la tarde y Catalina pidió que soltaran a Heathcliff, ya que, si no, Isabel no tendría pareja,
pero no se la atendió y yo fui llamada a llenar la vacante. El baile nos puso de buen humor, y éste creció
más cuando llegó la banda de música de Gimmerton, con sus quince musicos, entre los que había un
trompeta, un trombón, clarinetes, flautas, oboes y un contrabajo, fuera de los cantantes. La banda suele
recorrer en Navidad las casas ricas pidiendo alguinaldos, y su llegada es siempre acogida con alegría.
Primero cantaron los villancicos de costumbre, pero después, como a la señora Earnshaw le gustaba extraordinariamente
la música, les pedimos que tocasen algo más, y lo hicieron durante todo el tiempo que
nos pareció bien.
A pesar de que a Catalina le agradaba también la música, dijo que se oía mejor desde el rellano de la
escalera, y con este pretexto salió seguida por mí. Cerraron la puerta de abajo. No parecían haber reparado
en nuestra falta. Catalina subió hasta el desván donde estaba encerrado Heathcliff. Le llamo, y aunque él al
principio no quiso contestar, acabaron manteniendo una conversación a través de la puerta. Les dejé que
charlaran tranquilamente, y cuando comprendí que el concierto iba a terminar y que se iba a servir la cena a
los músicos, volví al desván con objeto de avisar a Catalina. Pero no la hallé. Por una claraboya había
subido al tejado, y por otra entrado en la buhardilla de Heathcliff`. Me costó mucho convencerla de que
saliera. Al cabo lo hizo en compañía de Heathcliff, y se empeñó en que le llevara a la cocina conmigo, ya
que José se había ido a casa de un vecino, para librarse de la «infernal salmodia», como llamaba a la
música. Yo les advertí que no contaran conmigo para engañar al señor Hindley, pero que por esta vez lo
haría, ya que el cautivo no había probado bocado desde el día antes.
Él bajó, se sentó junto a la lumbre, y yo le ofrecí muchas golosinas. Pero Heathcliff se sentía mal y no
comió apenas, sin que mis intentos de distraerle fuesen más afortunados. Había apoyado los codos en las
rodillas y la barbilla en las manos, y callaba. Le pregunté qué pensaba, y me respondió con gravedad:
-En cómo hacerle pagar esto a Hindley. No sé cuanto habré de esperar, pero no me importa, si lo consigo
al fin. ¡Con tal de que no reviente antes!
-¡Qué vergüenza, Heathcliff! -le dije-. Sólo corresponde a Dios castigar a los malos. Nosotros hemos de
saber perdonarles.
-No será Dios quien tenga esa satisfacción, que yo me reservo -repuso-. Lo único que necesito es saber
cómo la alcanzaré. Pero ya acertaré con el plan conveniente. Este pensamiento me evita sufrir.
Ahora reparo, señor Lockwood, en que estas historias no deben tener interés para usted. No sé cómo he
hablado tanto. Está usted durmiéndose. ¡Hubiera podido contarle en una docena de palabras cuanto le
interesara a usted saber sobre la vida de Heathcliff!
Después de esta interrupción, el ama de llaves, incorporándose, guardó la labor. Yo no me moví de al
lado del fuego. Estaba muy lejos de dormirme.
. -Siéntese, señora Dean -le dije-, y siga con su historia media horita más. Ha hecho bien en contarla a su
manera. Me han interesado mucho sus descripciones.
-Son las once, señor.
-Es igual: yo no suelo acostarme hasta muy tarde. Levantándose a las diez, no importa acostarse a las dos
o a la una.
-Es que no debía usted dormir hasta las diez. Pierde usted lo mejor del día. Cuando a esa hora no se ha
hecho ya la mitad de la faena diaria, es muy probable que no se pueda hacer lo demás en el día.
-Da lo mismo, señora Dean... Ande, siéntese. Creo que tendré mañana que estarme acostado hasta
después de cenar, pues parece que no me escaparé sin un buen catarro.
-Dios haga que no suceda así, señor. Bien, pues daré un salto de tres años, o sea hasta que la señora Earnshaw...
-No, nada de saltos. ¿No sabe usted lo que siente el que se encuentra ocupado en mirar cómo una gata
lava a sus gatitos, y se indigna cuando ve que deja de lamer una de las orejas de uno de ellos?
-Creo que quien haga eso no es más que un ocioso.
-No lo crea... Bueno: yo me encuentro en ese caso ahora. De modo que cuente usted la historia con todo
detalle. En sitios como éste, las gentes adquieren ante el que las observa un valor que puede compararse
con el de una araña a los ojos de quien la contempla en un calabozo. La araña en un calabozo tiene una
importancia que no tendría para un hombre libre. Pero, de todos modos, el cambio no se debe sólo a la
distinta situación del observador. Las gentes, aquí, viven más hondamente, más reconcentradas en sí
mismas y menos atraídas por la parte superficial de las cosas. En un sitio así, yo sería capaz hasta de creer
en un amor eterno, y eso que he creído siempre imposible que una pasión dure arriba de un año.
-Los que habitamos aquí, cuando se nos conoce, somos como los de cualquier otro sitio -contestó la
señora Dean.
-Disculpe, amiga mía -repuse-, pero usted misma es una negación viviente de lo que dice. Usted, aparte
de algunos modismos locales muy secundarios, no suele hablar ni obrar como las personas de su clase.
Tengo la evidencia de que ha pensado mucho más de lo que suelen hacerlo la mayoría de las personas de su
profesión. Como no ha tenido usted que ocuparse de frivolidades, ha debido reflexionarse sobre asuntos
serios.
-Claro que me tengo por una persona razonable -dijo-, pero no creo que sea por vivir recluida entre
montañas y ver sólo un aspecto de las cosas, sino por haberme sometido a una severa disciplina que me
hizo aprender a tener buen criterio. Además, señor Lockwood, he leído más de lo que usted se imagina. No
hay un libro en la biblioteca que yo no haya hojeado, y del que no haya sacado alguna enseñanza, excepto
los libros griegos y latinos, o los franceses... Y hasta éstos sé distinguirlos unos de otros... ¿Qué más puede
usted pedir a la hija de un pobre? De todos modos, si se empeña en que le siga contando la historia como
hasta ahora, lo mejor será que dé un salto, pero no de tres años, sino hasta el verano siguiente. El de 1778.
Veintitrés años han pasado ya.
CAPÍTULO VIII
Una hermosa mañana de junio, vino al mundo el primer niño que yo había de criar y el último vástago de
la antigua raza de los Earnshaw. Estábamos recogiendo heno en un campo apartado de la finca, cuando
vimos llejar con una hora de anticipación a la chica que nos traía habitualmente el desayuno.
-¡Qué niño tan hermoso! -exclamó-. Nunca se ha visto uno más guapo... Pero, según dice el médico, la
señora vivirá muy poco. Al parecer se ha ido consumiendo durante los últimos meses. He oído cómo se lo
decía al señor Hindley, y le ha asegurado que morirá antes del invierno. Venga a casa enseguida, Elena.
Tiene que cuidar al niño, darle leche y azúcar. Me gustaría ser usted porque cuando la señora muera va
usted a quedar completamente encargada del pequeño.
-¿Tan enferma está? -pregunté, soltando la horquilla y anudándome las cintas del sombrero.
-He oído que sí -repuso la muchacha- aunque está muy animada y habla como si fuese a vivir hasta ver al
pequeño hecho un hombre. No cabe en sí de alegría. Verdaderamente, el niño es una hermosura. Si yo
estuviera en su caso, no me moriría. Sólo con mirar al niño, me pondría buena. La señora Archer llevó el
angelito al amo, y no había hecho más que presentárselo, cuando se adelanta el viejo gruñón de Kenneth y
le dice: «Señor Earnshaw, es una fortuna que su mujer le haya dado un hijo. Cuando la vi por primera vez
tuve la seguridad de que no viviria largo tiempo, y ahora puedo decirle que no pasará del invierno. No se
aflija, porque la cosa es irremediable; pero debió haber buscado usted una mujer más sana.»
-¿Y qué contestó el amo? -pregunté a la muchacha.
-Creo que una blasfemia, pero no me fijé, porque estaba muy ocupada en mirar a la criatura.
La moza empezó a describirme al bebé con entusiasmo. Yo me apresuré a correr a casa, ya que tenía
tantos deseos de verlo como ella misma, pero me daba pena de Hindley. Sabía que en su corazón sólo había
lugar para dos afectos: el de su mujer y el de sí mismo. A Francisca la adoraba, y me parecía imposible que
pudiera soportar su muerte.
Al llegar a «Cumbres Borrascosas», él se hallaba de pie ante la puerta. Le pregunté cómo estaba el recién
nacido.
-A punto de echar a correr, Elena -me replicó, sonriendo.
-¿Y la señora? Creo que el médico dice...
-¡Al demonio con el médico! -contestó-. Francisca está bien y la semana próxima se habrá restablecido
del todo. Si subes, dile que ahora iré a verla, siempre que prometa no hablar. Me he ido de la habitación
porque no quería callarse, y es preciso que guarde silencio. Adviértele que el señor Kenneth le prescribe
quietud.
Comuniqué aquella indicación a la señora, y ella, que parecía muy animada, respondió:
-Sólo hablé una palabra, Elena, y a pesar de ello salió dos veces orando de la habitación. Le prometo
callarme, pero ello no me impedirá reírme de él.
La pobre mujer no perdió el humor hasta una semana antes de morir. Su marido seguía obstinándose en
que mejoraba constantemente. El día en que Kenneth le advirtió que ya no recetaba más medicinas, porque
eran totalmente inútiles, dado el grado a que había llegado la enfermedad, Hindley le contestó:
-Bien sé que no las necesita, ni tampoco los cuidados médicos. Nunca ha estado enferma del pecho.
Padeció una fiebre, sí, pero ya ha desaparecido. Su pulso es ahora tan normal como el mío y sus mejillas
están muy frescas.
A su esposa le decía lo mismo, y ella parecía creerlo. Pero una noche, mientras Francisca reclinaba la
cabeza en el hombro de su esposo y le decía que pensaba levantarse al día siguiente, le acometió un leve
ataque de tos. Él la abrazó, ella le echó las manos al cuello, palideció y entregó el alma.
Hareton, el niño, fue entregado a mis cuidados. El señor Earnshaw se conformaba, respecto al pequeño,
con saber que estaba bien y con no oirle llorar. Pero él, por su parte, estaba desesperado. Su dolor era de los
que no se manifiestan con lamentaciones. No sollozaba ni rezaba, sino que maldecía de Dios y de los
hombres, y se entregó a una vida de loco libertinaje. Ningún criado soportó largo tiempo el tiránico
comportamiento que nos daba, y sólo nos quedamos a su lado José y yo. Yo había sido su hermana de
leche, y me faltó valor para abandonarle. En cuanto a José, se quedó porque así podía mandar despóticamente
a los jornaleros y arrendatarios, y también porque siempre se sentía a gusto donde quiera que
hubiese cosas que censurar.
Los malos hábitos y las malas compañías que había contraído el amo constituían un pésimo ejemplo para
Catalina y Heathcliff. Este era tratado de tal manera, que aunque hubiera sido un santo, tenía que acabar
convirtiéndose en un demonio. Y, en verdad, el muchacho parecía endemoniado en aquella época. La
degradación de Hindley le colmaba de placer y su aspereza y tosquedad aumentaban.
Nuestra vida era un infierno. El cura dejó de acudir a la casa, y terminaron imitándole todas las personas
respetables. Nadie nos trataba, excepto Eduardo Linton, que a veces se presentaba a visitar a Catalina. A los
quince años, la joven se transformó en la reina de la comarca. Ninguna podía igualarla, y se convirtió en un
ser terco y caprichoso. Desde que había dejado de ser niña, yo no la quería, y procuraba humillar su
soberbia a todo trance, pero ella no me hacía caso. Conservó un afecto constante hacia Heathcliff, y no
quiso nunca a nadie como a él, ni siquiera al joven Linton. Este fue mi último señor: su retrato está ahí,
sobre la chimenea. Antes, al lado, estaba colgado el de su mujer y es una pena que lo hayan quitado porque
así podría usted haberse hecho una idea de lo que fue. Vamos a repasar eso y verá.
La bujía iluminó un rostro de finas facciones, muy semejante al de la joven de las «Cumbres» pero más
pensativo y menos adusto. Era un cuadro agradable. El cabello era rubio y levemente rizado en las sienes,
los ojos grandes y reflexivos, y en conjunto una figura que resultaba incluso demasiado graciosa. No me
maravillé de que Catalina le hubiese preferido a Heathcliff, pero pensando en que su espíritu debía
corresponder a su aspecto, me asombró que él se hubiese sentido atraído hacia Catalina Earnshaw.
-Es un buen retrato -dije-. ¿Es parecido?
-Sí -repuso el ama de llaves-. En general era así. Cuando estaba animado, parecía más guapo aún.
A raíz de pasar Catalina aquellas cinco semanas con los Linton, siguió manteniendo relaciones de
amistad con ellos. Como disimulaba en su presencia su aspereza acostumbrada, logró cautivarles a todos,
en especial a Isabel, que la admiraba, y a su hermano, que terminó por enamorarse de ella. Como esto la
complacía, tenía que desarrollar un doble modo de ser, aunque no con mal deseo. Cuando oía comentar que
Heathcliff era un rufián y peor que un bruto, se cuidaba mucho de no parecerse a él, pero cuando estaba en
casa mostraba muy poca inclinación a los buenos modales, que, por otra parte, no la hubieran granjeado
elogios de ninguno.
Eduardo no se atrevía a frecuentar mucho «Cumbres Borrascosas», porque la mala fama que tenía
Earnshaw le asustaba, y temía encontrarse con él. Le recibíamos con muchas atenciones, el amo procuraba
también no ofenderle, adivinando la razón de sus asiduidades, y, ya que no le fuera posible mostrarse
amable, a lo menos procuraba no dejarse ver. Aquellas visitas me parece que no complacían mucho a
Catalina. A ésta le faltaba malicia y no sabía ser coqueta, de modo que no le agradaba que sus dos amigos
se encontrasen, porque si Heathcliff mostraba desprecio hacia Linton, ella no podía mostrarse concorde con
él, como lo hacía cuando Eduardo no estaba presente, y si Linton, a su vez, expresaba antipatía hacia
Heathcliff, tampoco osaba llevarle la contraria. Yo me mofé muchas veces de sus indecisiones y de los
disgustos que sufría por causa de ellas, y que trataba de ocultar. Me dirá usted que mi actitud era
censurable, pero aquella joven era tan soberbia, que si se quería hacerla más humilde, era forzoso no
compadecerla nunca. Al cabo, como no encontraba otro confidente mejor, tuvo que franquearse ante mí.
Una tarde en que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff resolvió hacer fiesta aquel día. Creo que
tenía entonces dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto general era desagradable. La
educacion que en sus primeros tiempos recibiera se había disipado. Los trabajos a que le dedicaban habían
extinguido en él todo amor al estudio y el sentimiento de superioridad que en su niñez le infundieran las
atenciones del antiguo amo ya no existía. Largo tiempo se esforzó en mantenerse al nivel cultural de
Catalina, pero al fin tuvo que ceder a la evidencia. Cuando se convenció de que ya no recobraría lo perdido,
se abandonó del todo, y su aspecto reflejaba su rebajamiento moral. Tenía un aspecto innoble y grosero, del
que actualmente no conserva nada, se hizo insociable en extremo y parecía complacerse en inspirar
repulsión antes que simpatía a los pocos con quienes tenía relacion.
Cuando no trabajaba, seguía siendo el eterno compañero de Catalina. Pero él no le expresaba nunca su
afecto verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su amiga sin devolverlas.
El día a que me refiero, entró en la habitación donde yo estaba ayudando a vestirse a la señorita Catalina,
y anunció su decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que no esperaba tal ocurrencia, había citado a
Eduardo, y estaba preparándose para recibirle.
-Tienes algo que hacer esta tarde, Catalina? -le preguntó-. ¿Piensas ir de paseo?
-No; porque está lloviendo.
-Entonces, ¿por qué te has puesto este vestido de seda? Supongo que no esperarás a nadie.
-No espero a nadie, que yo sepa -repuso ella-. Pero, ¿cómo no estás ya en el campo, Heathcliff? Hace
más de una hora que hemos comido. Creía que te habrías marchado ya.
-Hindley no nos libra a menudo de su odiosa presencia -replicó el muchacho-. Hoy no pienso trabajar y
me quedaré contigo.
-Más vale que te vayas -le aconsejó la joven-, no sea que José lo cuente.
-José está cargando tierra en Penninston y no volverá hasta la noche, así que no tiene por qué enterarse.
Y Heathcliff se sentó al lado de la lumbre. Catalina frunció el entrecejo y reflexionó unos momentos. Al
fin encontró una disculpa para preparar la llegada de su amigo, y dijo, tras un minuto de silencio:
--Isabel y Eduardo Linton avisaron de que acaso vendrían esta tarde. Claro que, como llueve, no espero
que lo hagan, pero si se decidieran y te ven, corres el peligro de sufrir una reprensión.
-Que Elena les diga que estás ocupada -insistió el muchacho-. No me hagas irme por esos tontos de tus
amigos. A veces me dan ganas de decirte que ellos... pero prefiero callar.
-¿Qué tienes que decir? -exclamó Catalina, turbada- ¡Ay, Elena! agregó, desasiéndose de mis manos-.
Me has despeinado las ondas. ¡Basta, déjame ¿Qué estabas a punto de decir, Heathcliff?
-Fíjate en ese calendario que hay en la pared -repuso él señalando uno que estaba colgado junto a la
ventana-. Las cruces marcan las tardes que has pasado con Linton y los puntos las que hemos pasado juntos
tú y yo He marcado pacientemente todos los días. ¿Qué te parece?
-¡Vaya, una bobada! -repuso despectivamente Catalina . ¿A qué viene eso?
-A que te des cuenta de que reparo en ello -dijo Heathcliff.
-¿Y por qué he de estar siempre contigo? -replicó ella, cada vez más irritada-. ¿Para qué me vales? ¿De
qué me hablas tú? Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo haría, y lo que dices lo diría un mudo.
-Antes no me decías eso, Catalina -repuso Heathcliff, muy agitado-. No me declarabas que te desagradase
mi compañia.
-¡Vaya una compañía la de una persona que no sabe nada ni dice nada! -comentó la joven.
Heathcliff se incorporó, pero antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, sentimos un rumor de
cascos de caballo, y el señorito Linton entró con la cara rebosando contento. Sin duda en aquel momento
pudo Catalina comparar la diferencia que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de una
cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de ambos confirmaban la primera impresión.
Linton sabía expresarse con dulzura y pronunciar las palabras como usted, es decir, de un modo mas suave
que el que se emplea por estas tierras.
-¿No me habré anticipado a la hora? -preguntó el joven, mirándome.
Yo estaba enjugando los platos y arreglando los cajones del aparador.
-No -repuso Catalina-. ¿Qué haces ahí, Elena?
-Trabajar, señorita -repuse, sin irme, porque tenía orden del señor Hindley de asistir a las entrevistas de
Linton con Catalina.
Ella se me acercó y me dijo en un cuchicheo:
-Vete de aquí y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera, los criados no están en las habitaciones de
los señores.
-Puesto que el amo está fuera, debo trabajar -le dije-, ya que no le gusta verme hacerlo en presencia de él.
Estoy segura de que él me disculparía.
-Tampoco a mí me gusta verte trabajar en presencia mía -replicó Catalina imperiosamente.
Estaba nerviosa a causa de la disputa que había sostenido con Heathcliff.
-Lo siento, señorita Catalina -respondí, continuando en mi ocupación.
Ella, creyendo que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de limpieza de las manos y me aplicó un
pellizco soberbio. Ya he dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía en humillar su orgullo
siempre que me era posible. Así que me incorporé -porque estaba de rodillasy clamé a grito pelado:
-¡Señorita, esto es un atropello, y no estoy dispuesta a consentirlo!
-No te he tocado, embustera -me contestó, mientras sus dedos se aprestaban a repetir la acción. -
La rabia le había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar sus sentimientos, y siempre que se
enfadaba, el rostro se le ponía encarnado como un pimiento.
-Entonces, ¿esto qué es? -le contesté señalándole la señal que el pellizco me había producido en el brazo.
Hirió el suelo con el pie, vaciló un segundo y después, sin poderse contener, me dio una bofetada. Los
ojos se me llenaron de lágrimas.
-¡Por Dios, Catalina! -exclamó Eduardo, disgustado de su violencia y de su mentira, e interponiéndose
entre nosotras.
-¡Márchate, Elena! –ordenó ella, temblando de rabia.
Hareton, que estaba siempre conmigo, comenzó también a llorar y a quejarse de la «mala tía Catalina».
Entonces ella se desbordó contra el niño, le cogió por los hombros y le sacudió terriblemente, hasta que
Eduardo intervino y le sujetó las manos. El niño quedó libre, pero en el mismo momento, el asombrado
Eduardo recibió en sus propias mejillas una replica lo bastante contundente para no ser tomada a juego. Se
apartó consternado.
Cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina, dejando la puerta abierta para ver cómo terminaba aquel
incidente. El visitante, ofendido, pálido y con los labios temblorosos, se dirigió a coger su sombrero.
«Haces bien -pensé para mí-. Aprende, da gracias a Dios de que ella te haya mostrado su verdadero
carácter, y no vuelvas.»
Él quiso pasar, pero ella dijo con energía:
-¡No quiero que te vayas!
-Debo irme.
-No -contestó Catalina, sujetando el picaporte-. No te vayas todavía, Eduardo. Siéntate, no me dejes en
este estado de ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por causa tuya.
-¿Crees que debo quedarme después de haber sido ofendido? -preguntó Linton.
Catalina calló.
-Estoy avergonzado de ti -continuó el joven-. No volveré más.
En los ojos de Catalina relucieron lágrimas.
-Además, has mentido -dijo él.
-No, no -repuso ella-. Lo hice todo sin querer Anda, márchate si quieres... Ahora me pondré a llorar, y
lloraré hasta que no pueda más...
Desplomóse en una silla y rompió en sollozos. Eduardo llegó hasta el patio, y allí se paró. Resolví
infundirle alientos.
-La señorita -le dije- es tan caprichosa como un niño mimado. Vale más que se vaya usted a casa, porque,
si no, es capaz de ponerse enferma con tal de disgustarnos.
Eduardo contempló la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse como un gato lo es de dejar a medio
matar un ratón o a medio devorar un jilguero.
«Estás perdido -pensé-. Te precipitas tú mismo hacia tu destino ... »
No me engañé: se volvió bruscamente, entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un rato fui a
advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y con ganas de armar escándalo, pude comprobar
que lo sucedido no había servido sino para aumentar su intimidad y para romper los diques de su timidez
juvenil, hasta el punto de que habían comprendido que no sólo eran amigos, sino que se querían.
Al oír que Hindley había llegado, Linton se fue rápidamente a buscar su caballo, y Catalina a su alcoba.
Yo me ocupé de esconder al pequeño Hareton y de descargar la escopeta del señor, ya que él tenía la
costumbre, cuando se hallaba en aquel estado, de andar con ella, con grave riesgo de la vida para cualquiera
que le provocara o simplemente le hiciera alguna observación. Mi precaución impediría que Linton causase
algún daño si disparaba.
CAPÍTULO IX
En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A
Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de
que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le
arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba.
-¡Al fin la hallo! -clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro-. ¡Por el
cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado
de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa:
acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como
uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo.
-Vaya, señor Hindley -contesté-, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar arenques.
Más vale que me pegue un tiro, si quiere.
-¡Quiero que te vayas al diablo! -contestó-. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa
decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca!
Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en
que sabía muy mal y no lo tragaría.
-¡Diablo! -exclamó, soltándome de pronto-. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton.
Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí
chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un
padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas
hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas,
constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño...
¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame,
Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper
el cráneo...
Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando
Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me
apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un
rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.
-¿Quién va? -preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera.
Reconocí las pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el
momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacio.
No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff
llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al
causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó
una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al
día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía
claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que,
de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento... Pero, en fin,
gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazon
mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado.
-Tú tienes la culpa -me dijo-. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño?
-¿Daño? -grité, indignada-. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro
al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo!
El quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero Hareton, entonces, comenzó
de nuevo a gritar y a agitarse.
-¡Déjele en paz! -exclamé-. Le odia, como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia tan feliz tiene
usted y a qué bonita situación ha venido a parar!
-¡Más bonita será en adelante, Elena! -replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual
aspecto de dureza-. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo
que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos.
Y se escanció una copa de aguardiente.
-No beba más -le rogué-. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo.
-Con cualquiera le irá mejor que conmigo -me contestó.
-¡Tenga compasión de su propia alma! -dije, intentando quitarle la copa de la mano.
-¡No quiero! Tengo ganas de mandarla al infierno para castigar a su Creador -repuso-. ¡Brindo por su
perdición eterna!
Bebió y nos mandó alejarnos, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no repetir.
-¡Cuánto deploro que no se mate bebiendo! -comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez, otra sarta de
imprecaciones cuando se cerró la puerta-. Él hace todo lo posible para ello, pero es de una naturaleza muy
robusta, y no lo conseguirá. El señor Kenneth asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton, y
que encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo inesperado.
Me senté en la cocina, y empecé a mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó la cocina, y yo
pense que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que se había tumbado en un banco junto a la pared,
y allí permaneció callado.
Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado una canción que dice:
«Era de noche y los niños lloraban; en sus
cuevas los gnomos lo oyeron ... »
De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y preguntó:
-¿Estás sola, Elena?
-Sí, señorita -contesté.
Pasó y se acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se leía la ansiedad. Abrió
los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya
que no había olvidado su comportamiento anterior.
-¿Dónde está Heathcliff? --preguntó.
-Trabajando en la cuadra -dije.
El muchacho no denegó. Tal vez se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de Catalina se
deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada por su conducta, lo cual hubiera constituido un
hecho insólito en ella.
Pero no había tal cosa. No se inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía a ella.
-¡Ay, querida! -dijo por fin-. ¡Qué desgraciada soy!
-Es una pena -repuse- que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones,
tiene motivos de sobra para estar satisfecha.
-¿Me guardarás un secreto, Elena? -me preguntó, mirándome con aquella expresión suya que desarmaba
al más enfadado, por muchos resentimientos que con ella tuviese.
-¿Merece la pena? -pregunté con menos aspereza.
-Sí. Y debo contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case con
él y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que he respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.
-Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho usted
contemplar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de ella todavía le pide relaciones,
es que es que si un tonto completo o que está loco.
-Si sigues hablando así, ya no te diré más -exclamó ella, levantándose malhumorada-. Le he aceptado.
Dime si he hecho mal, y pronto.
-Si le ha aceptado, no veo que haya nada que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra!
-¡Pero quiero que me digas si he obrado con acierto! -insistió con irritado tono, retorciéndose las manos y
frunciendo las cejas.
-Para contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta -dije sentenciosamente-. Ante todo, ¿quiere al
señorito Eduardo?
-¡Naturalmente!
Yo le formulé una serie de preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una
muchacha muy joven.
-¿Por qué le quiere, señorita Catalina?
-¡Vaya una pregunta! Le quiero, y nada más.
-No basta. Dígame por qué.
-Porque es guapo y me gusta estar con él.
-Malo... -comenté.
-Y porque es joven y alegre.
-Más malo aún.
-Y porque él me ama.
-Eso no tiene nada que ver.
-Y porque llegará a ser rico, y me agradará ser la señora más acomodada de la comarca, y porque estaré
orgullosa de tener un marido como él.
-Eso es lo peor de todo. Y dígame: ¿cómo le ama usted?
-Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces boba!
-No lo crea... Contésteme.
-Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y todas las palabras
que pronuncia, y todo lo que mira y todo lo que hace... ¡Le amo enteramente!
-¿Y qué más?
-Está bien, lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! ¡Pero para mí no se trata de una broma! -dijo la
joven, enojada, mirando al fuego.
-No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted dice que quiere al señorito Eduardo porque es guapo, y
joven, y alegre, y rico, y porque el la ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría igual
aunque ello no fuera así, y únicamente por eso no le querría si no reuniese las demás cualidades.
-¡Naturalmente! Me daría lástima, y puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera un hombre
ordinario.
-Pues en el mundo hay otros muchachos guapos y ricos, y más que el señorito Eduardo.
-Quizá, pero yo sólo he visto uno y es Eduardo.
-Más tarde puede usted conocer algún otro, y él, además, no será siempre joven y guapo. También podría
dejar de ser rico.
-Yo no tengo por qué pensar en el futuro. Ya podrías hablar con más sentido común.
-Pues entonces, nada... Si no piensa usted más que en el presente, cásese con el señorito Eduardo.
-Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún si hago bien o
no.
-Me parece bien si usted se casa pensando sólo en el momento. Ahora contésteme usted: ¿de qué se
preocupa? Su hermano se alegrará, los ancianos Linton no creo que pongan reparo alguno, va usted a salir
de una casa desordenada para ir a otra muy agradable, ama usted a su novio y él la ama a usted. Todo está
claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?
-¡Aquí y aquí, o donde pueda estar el alma! -repuso Catalina golpeándose la frente y el pecho-. Tengo la
impresión de que no obro bien.
-¡Qué cosa tan rara! No me la explico.
-Pues te la explicaré lo mejor que pueda, si me prometes que no te vas a burlar de mí.
Catalina se sentó a mi lado. Estaba triste y noté que sus manos, que mantenía enlazadas, temblaban.
-Elena: ¿no sueñas nunca cosas extrañas? -me dijo, después de reflexionar un instante.
-A veces -respondí.
-También yo. En ocasiones he soñado cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi modo de
pensar. Han pasado por mi alma y le han dado un color nuevo, como cuando al agua se le agrega vino. Y
uno que he tenido es de esa clase. Te lo voy a contar, pero líbrate de sonreír ni un solo instante.
-No me lo cuente, señorita -le interrumpí-. Ya tenemos aquí bastantes congojas para andar con pesadillas
que nos angustien más. Ea, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña nada triste! ¿Ve con
cuánta dulzura sonríe?
-¡También sé con cuanta dulzura reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando era tan pequeño
como este niño. De todos modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo. Además, no me siento
jovial hoy.
-¡No quiero oírlo! -me apresure a contestar.
Porque yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante de Catalina se había
puesto tan sombrío, que temí escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se enfadó, al parecer,
y no continuó. Pasando a otra cosa, expuso:
-Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo.
-Porque no es usted digna de ir a él -contesté-. Todos los pecadores serían muy desgraciados en el cielo.
-No es por eso. Una vez soñé que estaba en el cielo.
-Ya le he dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus sueños. Voy a acostarme.
Se echó a reír y me obligó a permanecer sentada.
-Pues soñé -dijo- que estaba en el cielo, que comprendía y notaba que aquello no era mi casa, que se me
partía el corazón de tanto llorar por volver a la tierra, y que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto, que me
echaron fuera. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más alto de «Cumbres Borrascosas», y me desperté
llorando de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi secreto. Tanto interés tengo en
casarme con Eduardo Linton como en ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al
pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca. Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero él
nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí
misma. No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la suya es igual a la mía, y
en cambio la de Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la luz de la luna, o la nieve de la llama.
No había concluido de hablar, cuando noté la presencia de Heathcliff, que en aquel momento se
incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina que le rebajaría casarse con él.
Inmediatamente se levantó y se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni en
su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que enmudeciera.
-¿Por qué? -preguntó, mirando, inquieta en torno suyo.
-Porque viene José -respondí, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad oí avanzar por el
camino- y Heathcliff vendrá con- él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás de la puerta!
-Desde la puerta no ha podido oírme -contestó-. Dame a Hareton para que le tenga mientras preparas la
cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta de estas cosas, y que no sabe
lo que es el cariño?
-No veo por qué ha de conocer todos estos sentimientos -repuse- y si es de usted de quien está enamorado,
seguramente será muy infeliz, pues en cuanto usted se case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin
todo... ¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que
queda enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?
-¿Qué hablas de separarnos ni de quedarse solo en el mundo? -replicó, indignada---. ¿Quién había de
separamos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de todos los Linton del
mundo. No me propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando
me case, lo que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien o tendrá por lo menos que soportarle. Y
lo hará cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero
debes comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos viviríamos como unos pordioseros. En cambio, si
me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano.
-¿Y eso con los bienes de su marido? No será eso tan fácil como le parece. No tengo autoridad para
opinar, pero me parece que ése es el peor motivo que ha dado para explicar su matrimonio con el señorito
Eduardo.
-Es el mejor -dijo ella-. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo... Yo no
puedo explicarme pero creo que tú y todos tenéis la idea de qué después de esta vida hay otra. ¿Para qué
había yo de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este
mundo han consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a paso desde que
empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría
viviendo, pero si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es
como las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo, pero mi cariño a Heathcliff es como
son las rocas del fondo de la tierra, que permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto
del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi pensamiento,
aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a mí misma. No hables más
de separarnos, porque eso es irrealizable.
Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho perder la
paciencia con sus numerosas insensateces.
-Lo único que veo, señorita -le dije-, es, o que ignora usted los deberes de una casada o que no tiene conciencia.
Y no me cuente más cosas, porque las diré.
-Pero de ésta no hablarás...
Ella iba a insistir, pero entró José y suspendimos la conversación. Catalina, con Hareton, se fue a un
extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a punto, José y yo
empezamos a discutir acerca de quién debía llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo
cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya que ambos
temíamos mucho tratar con él cuando se encerraba en su cuarto.
-Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué holgazán! --dijo
el viejo, al notar que Heathcliff no estaba presente.
-Voy a buscarle -contesté-. Debe de estar en el granero.
Aunque le llamé, no me contestó. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que seguramente el
muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto salir de la cocina en el
momento en que ella se refería al comportamiento de su hermano con él.
Dio un salto, dejó a Hareton en un asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar siquiera
en la causa de la turbación que le embargaba. Tanto tiempo estuvo ausente, que José propuso que no les
esperásemos mas, suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener
que asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Agregó, pues, en bien de las almas de los
jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera aumentado otra en acción de gracias de no
haber reaparecido la señorita ordenádole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que
estuviese y hacerle volver.
-Quiero hablarle antes de subir --dijo-. La puerta está abierta, y él debe encontrarse lejos, pues le llamé
desde el corral, y no responde.
Aunque José hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando, al verla tan
excitada que no admitía contradicción.
Catalina empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, exclamando:
-¿Qué será de él? ¿Dónde habrá ido? ¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará ofendido
por lo de la tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Quiero que venga. Quiero verle.
-¡Cuánto barullo para nada! -repuse, aunque me sentía también bastante inquieta-. Se apura usted por
poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la luz de la luna, o que
esté tendido en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a buscarle.
Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió diciendo:
-¡Qué imposible es ese muchacho! Ha dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita se ha escapado a la
pradera, después de estropear dos haces de grano. Ya le castigará el amo mañana por esos juegos
endemoniados, y hará bien. Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá
siempre igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está haciendo todo lo posible para poner al amo fuera de
juicio!
-Bueno, ¿lo has encontrado o no, animal? -le interrumpió Catalina---. ¿Le has buscado como te mandé?
-Mejor hubiera buscado al caballo, y hubiera sido más razonable -respondió él-. Pero no puedo encontrar
ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien seguro es que no
vendrá. Puede que no se haga el sordo si le silba usted.
Corría el verano, pero la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que
nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de que nos
ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina no se calmó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a
otro. Al fin, se apoyó en el muro, junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis observaciones, unas
veces llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de sentirle volver, y otras llorando
desconsoladamente como un niño.
A medianoche, la tormenta se abatió sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo o del
vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre la techumbre,
derrumbando el tubo de la chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogon un alud de piedras y
hollín. Creíamos que había caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas, para pedir a Dios que
se acordara de Noé y Lot y, al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros
íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y
temiendo que hubiese muerto llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que José hubo de
impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna separación entre
justos como él y pecadores como su amo. En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos
causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina que, por haberse obstinado en continuar bajo la
lluvia sin siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el
respaldo del banco y puso las manos a la lumbre.
-Ea, señorita -le dije, tocándole en un hombro-: usted se ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué hora es?
Las doce y media. Váyase a la cama. No es cosa de seguir aguardando a ese memo. Se habrá largado a
Gimmerton y dormirá allí. Ya comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá
que el señor esté despierto, y que sea él quien le abra.
-No debe estar en Gimmerton -repuso José- y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga.
Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le tocará a usted. Demos
gracias a Dios por todo. Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen los
textos sacros...
Empezó a repetir pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos correspondientes.
Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé, a ella con su tiritona y
a José con sus sermones, y me fui a acostar con Hareton, que estaba profundamente dormido. Oí a José
leer, luego le sentí subir la escalera, y enseguida me dormí yo misma.
Al día siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que
seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina
también, y decía:
-¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan mojada y tan
descolorida?
-No me pasa otra cosa -contestó, malhumorada Catalina- sino que he cogido una mojadura y siento frío.
Vi que el señor estaba ya sereno, y exclame:
-¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado en quedarse toda
la noche junto al fuego.
-¿Toda la noche? ---:-exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw-. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a
la tempestad...
Ni Catalina ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos impedirlo, de modo que
respondí que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo nada.
La mañana era fresca. Abrí las ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina
me dijo-
-Cierra, Elena. Estoy agotada.
Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre casi fría.
-Está enferma -aseguró Hindley, tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita sea! Está visto que
no puedo estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste a la lluvia?
-Por andar detrás de los mozos, como de costumbre -se apresuró a decir José, dando suelta a su
maldiciente lengua-. Si yo estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en las narices a todos
ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días que usted sale, el Linton se mete aquí como un gato. Mientras
tanto, Elena -¡que es buena también!- vigila desde la cocina, y cuando usted entra por una puerta, él sale
por la opuesta. Y entonces esta buena pieza se va al lado del otro. ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la
noche a campo traviesa con ese endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que estoy ciego, pero se
equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y venir, y te he visto a ti, ¡mala bruja! (añadió, mirándome), estar
atenta y avisarles en cuanto los cascos del caballo del señor sonaron en el camino.
-¡Silencio, insolente! -gritó Catalina-. Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y le dije que se fuera
cuando viniste, porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que llegabas.
-Mientes, Catalina, estoy seguro... Y eres una condenada idiota -repuso su hermano-. No me hables de
Linton por el momento... Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No temas que le maltrate. Le odio,
pero hace poco me hizo un servicio y eso me impide partirle la cabeza. Lo que haré será echarle a la calle
hoy mismo. Y entonces andad con ojo los demás, porque todo mi mal humor caerá sobre vosotros.
-No he visto a Heathcliff esta noche -contestó Catalina, entre lágrimas-. Si le echas de casa, me iré con él.
Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya marchado...
Presa de congoja, empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un diluvio de groserías, y la
hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice
que le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el
punto de que pensé que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor
Kenneth pronosticó un comienzo de delirio, dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría, para
disminuir la calentura, y me encargó que le diese solamente leche y agua de cebada, y que la vigilase
mucho, para impedir que se arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía
excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus enfermos mediaban a veces dos o tres millas.
Reconozco que no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo hicieron mejor
que yo, pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la gravedad de su estado. La
madre de Eduardo nos hizo varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa, estaba siempre dándonos
órdenes y reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la «Granja»,
lo que por cierto le agradecimos mucho. Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza.
Ella y su marido contrajeron la fiebre y fallecieron en pocos días.
La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a saber nada de
Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la paciencia, tuve la torpeza de acusarla de la
desaparición del chico. Era verdad, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo
todo trato, excepto el preciso para las cosas de la casa. Ello duró varios meses. José cayó también en
desgracia. No sabía callarse sus pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si Catalina
fuese una niña, cuando en realidad era una mujer hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el
médico había recomendado que no se la contrariase, y ella consideraba que cometíamos un delito cuando la
contradecíamos en algo. No, trataba tampoco a su hermano ni a los amigos de su hermano. Hindley a quien
Kenneth había hablado seriamente, procuraba dominar sus arrebatos y no excitar el mal temple de Catalina.
Incluso se portaba con demasiada indulgencia, aunque, más que por afecto, lo hacía porque deseaba que
ella honrase a la familia casándose con Linton. Le importaba muy poco que Catalina nos tratara a nosotros
como a esclavos, siempre que a él le dejara en paz.
Eduardo se sintió tan entontecido como tantos otros lo han estado antes que él y lo seguirán estando en lo
sucesivo, el día en que llevó al altar a Catalina, tres años después de la muerte de sus padres.
Hube de abandonar «Cumbres Borrascosas» para acompañar a Catalina. El pequeño Hareton tenía entonces
cinco años, y yo había empezado a enseñarle a leer. La despedida fue muy triste. Pero las lágrimas de
Catalina pesaban más que las nuestras. Al principio,, no quise marcharme con ella, y viendo que sus ruegos
no me conmovían, fue a quejarse a su novio y a su hermano. El primero me ofreció un magnífico sueldo y
el segundo me ordenó que me largase, ya que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De Hareton se
haría cargo el párroco. Así que no tuve más remedio que obedecer. Dije al amo que lo que se proponía era
alejar de su lado a todas las personas decentes para precipitarse más pronto en su catástrofe; besé al niño y
salí. Desde entonces Hareton fue para mí un extraño. Por increíble que sea, creo que ha olvidado por
completo a Elena Dean, y que no se acuerda de aquellos tiempos en que él era todo en el mundo para ella, y
ella lo único que él conocía en el mundo.
En esto mi ama de llaves miró el reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y media. Se
negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo me sentía también bastante propicioa que
suspendiera la narración. Y voy a acostarme ya. Mi cabeza está muy embotada y mis miembros
entorpecidos.
CAPÍTULO X
El comienzo de mi vida de ermitaño ha sido poco venturoso. ¡Cuatro semanas enfermo, tosiendo
constantemente! ¡Oh, estos implacables vientos y estos sombríos cielos del Norte! ¡Oh, los intransitables
senderos y los calmosos médicos rurales! Pero peor que todo, incluso que la privación de todo semblante
humano en torno mío, es la conminación de Kenneth de que debo permanecer en casa, sin salir, hasta que
empiece el buen tiempo...
Heathcliff me ha hecho el honor de visitarme. Hace siete días me envió un par de guacos, que, al parecer,
son los últimos de la estación. El muy villano no está exento de responsabilidades en mi enfermedad, y no
me faltaban deseos de decírselo, pero, ¿cómo ofender a un hombre que tuvo la bondad de pasarse una hora
a mi cabecera hablándome de cosas que no son medicamentos? Su visita constituyó para mí un grato
paréntesis en mi enfermedad.
Todavía estoy demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a la señora Dean que continúe
relatándome la historia de mi vecino? La dejamos en el momento en que el protagonista se había fugado y
en que la heroína se casaba. Voy a llamar a mi ama de llaves: seguramente le agradará que charlemos.
La señora Dean acudió.
-De aquí a veinte minutos le corresponde tomar la medicina, señor -dijo.
-¡Déjeme de medicinas! Quiero...
-Dice el doctor que debe usted suspender los polvos...
-¡Encantado! Siéntese. No acerque los dedos a esa odiosa hilera de frascos. Saque la costura y continúe
relatándome la historia del señor Heathcliff desde el punto en que la suspendió el otro día. ¿Concluyó su
educación en el continente y volvió hecho un caballero? ¿O bien emigró a América y alcanzó una posición
exprimiendo la sangre de los naturales de aquel país? ¿O es que se enriqueció más deprisa dedicándose a
salteador de caminos?
-Quizá hiciera un poco de todo, señor Lockwood, pero no puedo garantizárselo. Como antes le dije, no sé
cómo ganó dinero, ni cómo se las arregló para salir de la ignorancia en que había llegado a caer. Si le
parece, continuaré explicándole a mi modo, si cree usted que no se fatigará y qué encontrará en ello algún
entretenimiento. ¿Se siente usted mejor hoy?
-Mucho mejor.
-Cuánto me alegro.
Catalina y yo nos trasladamos a la «Granja de los Tordos», y ella comenzó portándose mejor de lo que yo
esperaba, lo que me sorprendió bastante. Parecía hallarse enamoradísima del señor Linton, y también
demostraba mucho afecto a su hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos para con Catalina. Aquí no
se trataba del espino inclinándose hacia la madreselva, sino de la madreselva abrazando al espino. No es
que los unos se hiciesen concesiones a los otros, sino que ella se mantenía en pie y los otros se inclinaban.
¿Quién va a demostrar mal genio cuando no encuentra oposición en nadie? Porque bien se veía que
Eduardo temía horrorosamente verla irritada.
Procuraba disimularlo ante ella, pero si me oía contestarle destempladamente, o notaba ofenderse a algún
sirviente cuando recibía alguna orden imperiosa de su mujer, expresaba su descontento con un frucimiento
de cejas que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le afectasen personalmente. A veces me
reprendía mi acritud, diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor efecto que recibir una
cuchillada. Procuré dominarme, a fin de no contrariar a un amo tan bondadoso. En seis meses, la pólvora, al
no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan inofensiva como si fuese arena. Eduardo respetaba los
accesos hipocondriacos que invadían de vez en cuando a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en
ella por la enfermedad, ya que antes no los había padecido nunca. Y cuando ella se recobraba, ambos eran
perfectamente felices y para su marido parecía que hubiera lucido el sol por primera vez.
Pero aquello se acabó. La verdad es que cada uno debe mirar por sí mismo. Precisamente los buenos son
más egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando una de las partes se apercibió de que
no era el objeto de los desvelos de la otra. En una tarde serena de septiembre yo volvía del huerto con un
cesto de manzanas que acababa de recoger.
La tarde oscurecía ya y la luna brillaba por encima de la tapia del corral pintando vagas sombras en los
salientes de la fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los peldaños de la escalera de la cocina y me pare un
momento para aspirar el aire tranquilo y suave. Mientras miraba la luna, oí tras de mi una voz que
preguntaba:
-Elena, ¿eres tú?
El acento profundo de aquella voz no me era desconocido del todo. Me volví para ver quien hablaba,
algo desconcertada, ya que la puerta estaba cerrada y no había visto aproximarse a nadie a la escalera. En el
portal distinguí una silueta. Acercándome, hallé un hombre alto y moreno, con un traje negro. Estaba
apoyado en la puerta y tenía puesta la mano en el picaporte, como para abrir.
«¿Quién será? -pensé-. No es la voz del señor Earnshaw.»
-He pasado una hora esperando -me dijo-, quieto como un muerto. No me atrevía a entrar. ¿Es que no me
conoces? ¡No soy un extraño para ti!
La luz de la luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y negras patillas las adornaban. Sus
cejas eran sombrías y sus ojos profundos, inconfundibles. Yo recordaba muy bien la expresión de aquellos
ojos.
-¡Oh! -exclamé, levantando las manos con sorpresa, y aún dudando de si debía considerarle como a un
visitante corriente-. ¿Es posible que sea usted?
-Sí, soy Heathcliff -respondió dirigiendo la vista a las ventanas, en las que se reflejaba la luna, pero de las
que no salía ninguna luz-. ¿Están en casa? ¿Está Catalina? ¿No te satisface verme, Elena? No te asustes. Ea,
dime si ella está aquí. Necesito hablar a tu señora. Anúnciale que una persona de Gimmerton desea
visitarla.
-No sé lo que le parecerá -dije-. Estoy asombrada. Esto le va a hacer perder la cabeza. Sí; usted es
Heathcliff... ¡Pero qué cambiado está! Me parece imposible. ¿Ha sido usted soldado?
-¡Anda, anda! -me interrumpió impacientemente-. ¡Estoy que no vivo!
Entré, pero al llegar al salón donde estaban los señores me quedé parada sin saber qué decir. Al fin les
pregunté, como pretexto, si querían que encendiese la luz, y, sin esperar su respuesta, abrí la puerta.
Se hallaban junto a una ventana abierta desde la que se veían los árboles del jardín, las incultas frondas
del parque, el valle de Gimmerton cubierto por la bruma... «Cumbres Borrascosas» se alzaba al fondo,
sobre la neblina. El edificio no se veía, pues está construido en la otra ladera de la colina. El paisaje, la
habitación y los que había en ella estaban sumidos en una portentosa paz. Me era muy violento dar el
recado, y ya principiaba a iniciar la marcha sin transmitirlo, cuando un impulso de demencia me hizo
volverme y anunciar:
-Hay ahí una persona de Gimmerton que desea verla, señora.
-¿Qué desea?
-No se lo he preguntado -respondí.
-Bueno. Corre las cortinas y trae el té. Enseguida vengo.
Salió de la habitación y el señor me preguntó que quién había venido.
-Una persona que la señora no esperaba -dije-. Heathcliff, ¿no se acuerda? Aquél que vivía en casa del
señor Earnshaw.
-¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo, pues, no le has dicho a Catalina quién era?
-No le llame por esos nombres, señor -le rogué-, porque ella se enfadaría si le oyera. Cuando se fue,
estuvo muy disgustada. Seguramente se alegrará de verle.
El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y gritó a su mujer.
-Haz entrar a ese visitante.
Oí rechinar el picaporte, y Catalina subió velozmente, sofocada, y con una excitación tal, que hasta
borraba de su rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía por su exaltación que le había ocurrido
una tremenda desgracia.
-¡Eduardo, Eduardo! -exclamó, jadeante-. ¡Eduardo, querido mío, Heathcliff ha vuelto! -Y le abrazaba
hasta casi ahogarle.
-Bien, bien -repuso su esposo, un poco mohíno-. No creo que por eso hayas de estrangularme. No me parece
que ese Heathcliff sea un tesoro tan valioso. ¡No es como para volverse locos porque haya vuelto!
-Recuerdo que no te simpatizaba mucho -contestó Catalina-. Pero habéis de ser amigos ahora, aunque
sólo sea por mí. ¿Le digo que pase?
-¿Al salón?
Pues adónde va a ser? -contestó ella.
Él algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la cocina. Catalina le miró, contrariada.
-No -dijo-. No voy a estar yo en la cocina. Elena: trae dos mesas... Una para el señor y la señorita Isabel,
que son nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos. ¿Te parece bien, querido? ¿O
prefieres que le reciba en otra parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me parece mentira
tanta felicidad!
Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo.
-Hazle subir -me ordenó-, y tú, Catalina, alégrate, si quieres, pero no hagas absurdidades. No hay por qué
dar el espectáculo de recibir a un criado huido como a un hermano.
Bajé y encontré a Heathcliff esperando en el portal a que le mandaran subir. Me siguió en silencio, y le
conduje a presencia de los amos, cuyas encendidas mejillas delataban la reciente discusión. La señora se
ruborizó más aún, corrió hacia Heathcliff, le cogió las manos, e hizo que Linton y él se las estrechasen a
regañadientes. A la luz de la lumbre y de las bujías, me asombró más aún la transformación de Heathcliff.
Se había convertido en un hombre, alto, atlético y bien constituido. Mi amo parecía un mozalbete a su lado.
Viendo su erguido continente, se pensaba que debía haber servido en el ejército. Su semblante mostraba
una expresión más firme y resuelta que el señor Linton, dejaba transparentar inteligencia y no conservaba
huella alguna de su antigua inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de sus ojos persistía su
natural fiereza, pero refrenada. Sus modales eran dignos y sobrios, aunque no graciosos. Mi amo quedó, al
notar todo aquello, tan estupefacto como yo misma. Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo dirigirse
a él. Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por hablarle.
-Siéntese -dijo, al fin-. Mi mujer, recordando los viejos tiempos, me ha pedido que le reciba con cordialidad.
No hay que decir que cuanto a ella le satisface, me complace a mí.
-Lo mismo digo -repuso Heathcliff-. Estaré con mucho gusto aquí una o dos horas.
Catalina no le quitaba la vista de encima, como si temiese que se desvaneciera- cuando dejara de
contemplarle. Heathcliff sólo la miraba de vez en cuando y en sus ojos se pintaba el placer que le producía
el volver a ver a su amiga. Estaban tan satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse turbados.
El señor Linton, al contrario, palidecía cada vez mas, y su enojo llegó al extremo cuando su mujer se puso
en pie, cruzó la habitación, cogió las manos de Heathcliff y comenzó a reír.
-Mañana pensaré haber soñado -exclamó-. Me parecerá imposible haberte visto, tocado y oído otra vez.
Ni te merecías esta acogida, Heathcliff. ¡En tres años de ausencia, nunca te has acordado de mí!
-Más de lo que tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco supe de tu matrimonio, y entonces, Mientras
esperaba abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu mirada de sorpresa y de acaso fingido
placer, arreglar las cuentas que tengo pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis propias
manos. La manera que has tenido de recibirme ha disipado estas ideas en mi, pero procura no recibirme la
próxima vez de otro modo. Mas no... Creo que no me despedirás otra vez. ¿Te disgustó mi ausencia
realmente? Había motivos. Desde que me separé de ti he vivido tristemente. Perdóname... ¡Todo lo he
hecho por ti!
-Haz el favor de sentarte, Catalina, porque de lo contrario vamos a tomar el té frío -dijo el señor Linton,
que se esforzaba por dominarse-. Doquiera que el señor Heathcliff vaya a pasar esta noche, tendrá
seguramente que andar mucho, y yo, por mi parte, siento sed.
Catalina se sentó, vino Isabel, y yo me retiré. La colación no duró más de diez minutos. La señora no
probó el bocado y Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una hora. Cuando salió, le pregunté si se
iba a Gimmerton.
-Voy a «Cumbres Borrascosas» -repuso-. El señor Earnshaw me invitó cuando estuve esta tarde a visitarle.
¡De manera que había visitado al señor Earnshaw y éste le había invitado! Acaso Heathcliff había
adquirido hábitos hipócritas y regresaba con el propósito de actuar perversamente, pero de una forma
disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de que hubiera sido preferible que permaneciera lejos de
nosotros.
A medianoche la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto a mi lecho y me tiró del cabello.
-No puedo dormirme, Elena -me dijo como explicación-. Siento la necesidad de que alguien comparta mi
dicha. Eduardo está apenado porque me alegro de una cosa que no le interesa, se niega a hablar y no dice
más que tonterías y cosas rencorosas, y me trata de cruel porque quiero hablarle de esto cuando se
encuentra, segun él, cansado y muerto de sueño. Dice que se siente mal: en cuanto algo le contraría siempre
sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le
duela la cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he ido.
-No debía usted elogiar a Heathcliff en presencia suya -contesté-. Ya sabe que de muchachos se odiaban.
Tampoco a Heathcliff le hubiera agradado oír elogios de su esposo. Los hombres son así. No hable usted a
su esposo de Heathcliff, a no ser que quiera usted provocar un choque entre ellos.
-Eso es signo de inferioridad -dijo Catalina-. Yo no envidio el rubio cabello de Isabel, ni su piel blanca,
ni el cariño que toda la familia siente hacia ella. Cuando discuto por algo con Isabel, tú te pones de parte
suya, y yo cedo en todo, como una madre débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos
buenas amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados, que se figuran que el mundo ha sido creado
para complacerles. Yo trato de complacerles, sí, pero no dejo de pensar que les sentaría bien una lección.
-Está usted en un error, señora Linton -dije-: son ellos los que procuran complacerla a usted. Me consta
lo que pasaría en caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho, pero en cambio no hacen más que
amoldarse a todos sus deseos. Y desee usted, señora, que no se presente ninguna ocasión de probar su
carácter, porque si llega el caso, ésos que usted supone inferiores y débiles demostrarán tanta energía como
usted misma.
-Si es así lucharemos hasta la muerte, ¿no? -repuso Catalina, echándose a reír-. Tengo tanta confianza en
el amor de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que él se defendiese.
Yo entonces le aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto valía.
-Ya lo estimo -dijo-, pero él no debería romper en lágrimas por pequeñeces. Eso es una niñería. Cuando
le he dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de todos y que cualquiera se honraría con su amistad, ha
debido mostrarse conforme conmigo. Tiene que habituarse a él y hasta podría llegar a apreciarle. Heathcliff
se portó bien con él, si tenemos en cuenta los motivos que tiene para no sentir simpatía hacia su persona.
-¿Qué opina de su visita a «Cumbres Borrascosas»? -pregunté-. Al parecer, se ha corregido en todo y perdona
a sus enemigos, como buen cristiano.
-Estoy tan admirada como tú -respondió ella-. Según él ha explicado, fue allí para preguntar por mí,
pensando que tú continuarías viviendo en la casa. José se lo dijo a Hindley, y éste salió y comenzó a
hacerle preguntas sobre su vida. Luego le mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas y
Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún dinero y viendo que lo tenía en abundancia le
pidió que volviese de nuevo. Hindley es tan abandonado que no comprenderá la imprudencia que comete
buscando la amistad de aquél a quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que accede a reanudar las
relaciones con mi hermano para poder verme con más frecuencia de lo que le sería posible si viviese en
Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su estancia en «Cumbres Borrascosas» y esto satisfará a mi
hermano, que es tan codicioso, a pesar de que cuanto coge con una mano lo tira con la otra.
-Mal sitio es para vivir un joven -dije-. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton?
-Para mi amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de todo riesgo. Si algo temo es por Hindley,
pero tan bajo ha caído moralmente, que dudo que pueda descender más. Respecto a daño físico, yo medio
entre ambos. La vuelta de Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He sufrido mucho,
Elena! Si él comprende cuánto, sentirá vergüenza de ensombrecer mi alegría con sus rencores. Y todo lo he
soportado por cariño hacia él. Pero ya pasó. En adelante, estoy dispuesta a resistirlo todo. Si el más ínfimo
de los seres me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría, además, que
me perdonase. Y, para demostrarlo, voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo. Buenas noches. ¡Soy
tan buena como un ángel!
Se marchó, pues, muy contenta de sí misma, y a la mañana siguiente quedó evidente el resultado de su
decisión. Eduardo, aunque algo violento aún por la excesiva animación de Catalina, había cejado en su
enfado, y hasta consintió en que ella fuese aquella tarde con Isabel a «Cumbres Borrascosas». Ella, en
cambio, le demostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la casa durante varios días fue un verdadero
paraíso.
Heathcliff -en realidad debo decir ya el señor Heathcliff- era discreto al principio en las visitas que hacía
a la «Granja de los Tordos», como si midiese hasta donde podía llegar con su presencia sin incomodar al
señor. Catalina, a su vez, trató de moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él y así consiguió
Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter reservado que le distinguía desde la infancia le permitía
reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó momentáneamente. Pero pronto había de
encontrar otros motivos de inquietud.
El nuevo manantial de sus pesadumbres fue el amor que de repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff.
Isabel era una hermosa muchacha de dieciocho años, de traza muy infantil, muy inteligente y también de
genio muy violento, si se la irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado cuando notó sus
sentimientos. Aparte de la bajeza que suponía un matrimonio con un hombre basto y la posibilidad de que
sus bienes, si no tenía hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo se daba cuenta de que, en el fondo,
el carácter de Heathcliff, pese a las apariencias, no había variado. Y temblaba ante la idea de entregarle a
Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de Heathcliff, aunque en verdad Isabel se había enamorado
espontáneamente, sin que Heathcliff la correspondiera.
Hacía tiempo que todos veníamos notando que un secreto disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo
huraña y susceptible, y con cualquier motivo reñía con Catalina, a riesgo de acabar con la poca paciencia de
su cuñada. Al principio supimos que no estaba bien de salud, ya que la veíamos adelgazar y decaer
ostensiblemente. Pero al fin, un día se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a tomar el desayuno,
diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se ocupaba de ella y que Catalina la tenía
cohibida. Añadió que se había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las puertas abiertas
expresamente para molestarla, y aún dijo varias vaciedades más. En respuesta, la señora Linton le mandó
que se acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de Kenneth, la joven contestó en el acto
que disfrutaba de una excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que le hacía sufrir.
-¿Qué soy dura contigo, niña mimada? -dijo la señora-. ¿Cuándo he sido dura contigo?
-Ayer.
-¿Ayer? -exclamó su cuñada-. ¿Cuándo?
-Cuando salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste que podía irme adonde quisiera, para
quedarte sola con él..
-¿Y a eso le llamas dureza? Era una indirecta para que nos dejaras solos, porque nuestra conversación no
era interesante para ti -dijo Catalina, riendo.
-No -repuso la joven-. Querías que me fuera porque sabías que me agradaba estar allí.
-¿Se habrá vuelto loca? -me dijo la señora Linton-. Voy a repetir nuestra conversación palabra por
palabra, Isabel, y luego me dirás qué interés podía ofrecerte.
-No me interesaba la conversación -repuso Isabel-. Me interesaba estar con...
-¿Con ... ? -interrogó Catalina.
-Con él, y por eso me obligaste a marchar -repuso Isabel-. Tú obras como el perro del hortelano,
Catalina, y no puedes soportar que amen a nadie más que a ti misma.
-Eres una impertinente -dijo la señora Linton-. No puedo creer en tanta idiotez. ¿Es posible que desees
que Heathcliff te admire y que le consideres un hombre agradable? Supongo que no...
-Le amo más de lo que tú puedas amar a Eduardo -contestó la muchacha- y estoy segura de que él me
amaría si tú no te mezclaras entre ambos.
-¡Ni por un reino quisiera estar en tu caso! -dijo Catalina-. Elena, ayúdame a hacerle comprender que está
loca. Dile, dile quién es Heathcliff: un ser rebelde, sin cultura, sin refinamiento, un campo árido cubierto de
abrojos y piedras. Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del parque un día de invierno, que
aprobar que te enamores de Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza porque no le
conoces. Atiende: no te figures que oculta tesoros de bondad y ternura bajo una apariencia tosca. No
imagines que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla, no. Es un hombre implacable y
sanguinario como un lobo. Yo jamás le digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en
nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de mi voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y
encontrara que le estorbas, te pisotearía como si fueses un huevo de gorrión. Es absolutamente incapaz de
casarse contigo sino es por tu fortuna y por lo que puedes llegar a tener. El vicio que le domina ahora es el
amor del dinero. Te lo he retratado tal como es. Fíjate en que soy amiga suya, y en que si él realmente
hubiera pensado en casarse contigo, puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus redes.
Pero la señorita Linton miró con indignación a su cuñada.
-¡Qué vergüenzal --exclamó-. ¡Eres muchísimo peor que veinte enemigos, pérfida amiga!
-¿No me crees? ¿Te figuras que hablo así por egoísmo?
-Estoy segura -repuso Isabel-, y me horroriza verte.
-Está bien -contestó Catalina-. Yo te he dicho lo que debía. Ahora haz lo que quieras.
-¡Cuánto egoísmo tengo que aguantar! -exclamó Isabel llorando, cuando su cuñada salió de la habitación-.
Todos están contra mí. Ella ha procurado truncar mi última esperanza. Pero ha mentido, ¿verdad,
Elena? El señor Heathcliff es un alma digna y sincera y no un demonio. De lo contrario, no hubiera vuelto a
acordarse de Catalina.
-No se acuerde más de él, señorita -le aconsejé-. El señor Heathcliff es un pajaro de mal agüero: no le
conviene a usted. No puedo negar que es verdad cuanto ha dicho la señora Linton. Ella lo conoce mejor que
yo y que nadie, y jamás le hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus
actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido? ¿Qué hace en «Cumbres Borrascosas», en donde vive el hombre a
quien odia? Se asegura que el señor Earnshaw marcha cada vez peor desde que vino Heathcliff. Los dos se
pasan la noche en vela. Hindley ha hipotecado todas sus tierras y no hace más que jugar y beber. Supe esto
hace una semana: me lo contó José, a quien encontré en Gimmerton. Me dijo: «Vamos a acabar viendo al
juzgado en casa, Elena. El uno antes se dejaría cortar un dedo que ayudar al otro a salir del pantano en que
se hunde más cada vez. Y éste es el amo, Elena. Y la cosa avanza deprisa. No teme ni a la justicia, ni a san
Juan, ni a san Pedro, ni a nadie. Al contrario: se ríe de ellos. Y, ¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede
reírse, ya, de ese juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida que se da entre nosotros?
Pues se levantan al atardecer, cierran las ventanas, juegan y beben brandy hasta el mediodía del día
siguiente. Entonces, aquel loco se marcha a su alcoba jurando, y el otro miserable se guarda los dineros,
duerme, se harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su vecino. Por supuesto que cuenta a
doña Catalina cómo se está hinchando la bolsa con el dinero del amo que en paz descanse. Hindley se
precipita por el camino de perdición, a lo que él le estimula cuanto puede.» José, señorita Isabel, es un viejo
bribón, pero no un mentiroso, y, ¿verdad que, si su relato sobre Heathcliff es cierto, usted no se casaría jamás
con un hombre así?
-No te quiero oír, Elena -me contestó Isabel-. Te has puesto de acuerdo con los demás... ¡Con qué
malevolencia tratáis todos de convencerme de que no hay dicha posible en el mundo!
No sé si hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque tuvo poco tiempo para reflexionar sobre él.
Al día siguiente se celebró un juicio en la villa cercana, y mi amo tuvo que asistir. Heathcliff, enterado de
ello, nos visitó más temprano que de costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca y permanecían
calladas, mirándose con hostilidad. Isabel estaba alarmada por la indiscreta revelación que había hecho, y
Catalina realmente ofendida contra su cuñada, de la que se burlaba, pero a la que no quería permitir que se
burlase de ella a su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se alegró. Yo estaba limpiando
la chimenea y descubrí en sus labios una maligna sonrisa. Isabel, absorta en sus reflexiones o en la lectura,
no percibió a Heathcliff hasta que éste entró y cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho sin duda
de buena gana.
-Llegas en momento oportuno --exclamó jovialmente la señora, acercándole una silla-. Aquí tienes a dos
mujeres necesitadas de un tercero que rompa el hielo que se ha establecido entre ellas. Heathcliff: me
enorgullezco de haber encontrado a alguien que aún te quiere mas que yo. Sin duda te sentirás halagado.
No, no es Elena, no la mires... Se trata de mi pobre cuñadita, a la que se le parte el corazón sólo con verte.
¡En tus manos está llegar a ser hermano de Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! -exclamó, sujetando a la joven
que, indignada, quería marcharse-. Nos peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha vencido en
nuestro torneo de alabanzas y de admiraciones. Aún me ha dicho más, y es que si yo me separara de
vosotros por un instante, te flecharía de tal modo, que tu alma quedaría eternamente unida a la suya,
mientras que yo sería relegada al olvido.
-¡Catalina! -replicó Isabel, procurando apelar a toda su dignidad-. Te agradeceré que te atengas a la verdad,
y que no te chancees de mí ni aun en broma. Señor Heathcliff. tenga la bondad de pedir a su amiga que
me suelte. Ella olvida que usted y yo no somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que le divierte a
ella.
Pero el visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la admiración que había despertado. Isabel se
volvio a su cuñada y le rogó que la dejase libre.
-¡Quizá! -contestó la señora Linton-. No quiero que me llames otra vez el perro del hortelano. Tienes que
quedarte. Heathcliff: ¿no te alegran mis agradables noticias? Isabel dice que el amor que Eduardo siente
hacia mí no es nada en comparación al que siente ella hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad, Elena? Y no ha
querido comer desde que ayer le hice separarse de tu lado.
-Creo -dijo Heathcliff, volviéndose hacia ella- que no está de acuerdo contigo y que, al menos por ahora,
no siente deseo alguno de estar a mi lado.
Y miró fijamente a Isabel con la expresión con que pudiera mirar a uno de esos extraños y repulsivos
animales que se contemplan por su rareza a pesar de la repugnancia que producen. La jovencita no podía
más. Enrojeció y palideció en el espacio de pocos segundos, y, al ver que no lograba soltarse de Catalina,
esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada varias sangrientas señales.
-¡Caramba, qué tigresa! -exclamó la señora Linton soltándola al sentir el dolor-. ¡Por amor de Dios, vete
y que no te vea yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu preferido ... ! ¡Eres tonta! ¿No comprendes lo
que él pensará? Fíjate, Heathcliff, qué instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los ojosl
-Le cortaría los dedos como osara amenazarme -respondió él brutalmente una vez que la joven hubo salido-.
Pero, ¿por qué has atormentado a esa muchacha, Catalina? No hablabas en serio, ¿eh?
-Digo la verdad -repuso ella-. Está sufriendo por ti hace varias semanas. Esta mañana se puso irritada
porque le conté todos tus defectos a fin de aminorar la pasión que siente hacia ti. No pienses más en ello.
Sólo me he propuesto castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff, para dejarte que la
caces y la devores.
-Y yo la quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo -contestó él-, a no ser que lo hiciera para
proceder con ella como un vampiro. Oirías cosas extraordinarias si yo viviera con esa asquerosa muneca.
Lo habitual sería pintarle en la cara todos los colores del arco iris, ponerle negros cada dos días esos ojos
azules tan odiosamente parecidos a los de su hermano.
-¡Pero si son encantadores! -le interrumpió Catalina-. Son ojos de paloma, ojos de ángel...
-Es la heredera de su hermano, ¿no? -preguntó él tras un corto silencio.
-Sentiría que lo fuese --contestó Catalina-. ¡Quiera el cielo que antes de que eso suceda, media docena de
sobrinos lo hereden todo! No pienses en esto, y recuerda que codiciar los bienes de tu prójimo equivale, en
este caso, a codiciar los míos.
-No serían menos tuyos si los tuviera yo -observó Heathcliff-. Pero aunque Isabel sea boba, no creo que
sea tan loca como todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú dices.
No hablaron más de ello, y Catalina debió incluso olvidarlo. Pero el otro debió recordar aquello varias
veces durante la tarde. Le vi sonreír sin motivo aparente y caer en una meditación de mal agüero cada vez
que la señora Linton salía de la habitación.
Decidí vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a Catalina, ya que él era bueno y honrado. Es
verdad que respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero yo confiaba muy poco en sus principios y
tenía muy poca simpatía hacia sus sentimientos. Deseaba con ansiedad algo que librase a la «Granja» y a la
vez a «Cumbres Borrascosas» de la mala influencia de Heathcliff. Las visitas de éste eran una obsesión
para mí. Y creo que también para el amo. Su estancia en «Cumbres Borrascosas» nos preocupaba
extraordinariamente. Yo tenía la impresión de que Dios había abandonado allí en pleno extravío a la oveja
descarriada, y que el lobo acechaba, atento, el momento oportuno para precipitarse sobre ella y destrozarla.
CAPÍTULO XI
En ocasiones, pensando a solas en todas estas cosas, me sentía presa de un terror repentino y,
levantándome y poniéndome el sombrero, pensaba en ir a ver lo que sucedía en «Cumbres Borrascosas».
Tenía la convicción de que mi deber era hablar a Hindley de lo que la gente decía de él. Pero cuando
recordaba lo empedernido que estaba en sus vicios, me faltaba el valor para entrar en la casa,
comprendiendo que mis palabras sólo podrían lograr efectos muy dudosos.
Una vez, yendo a Gimmerton, me desvié un tanto de mi camino y me paré ante la cerca de la propiedad.
Era una tarde clara y fría. La tierra estaba triste por el invierno y el suelo del camino se extendía ante mi
vista endurecido y seco. Llegué a una bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra arenisca, que
tiene grabadas las letras C. B. en su cara que mira al Norte; G., en la que mira al Este, y G. T. en la que da
al Sudoeste. Esta piedra sirve para marcar las distintas direcciones: las «Cumbres», el pueblo y la «Granja».
El sol bañaba con sus dorados rayos la parte alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de
infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el preferido por Hindley y por mí veinte años atrás.
Durante largo rato estuve contemplando el jalón de piedra. Inclinándome, vi junto a su base un agujero
donde solíamos almacenar guijarros, conchas de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí.
Y tuve la visión de que mi antiguo compañero de juegos aparecía excavando la tierra con un pedazo de
pizarra.
-¡Pobre Hindley! -murmuré sin querer.
Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara. La visión desapareció al instante, pero en
el acto experimenté un vivo deseo de ir a «Cumbres Borrascosas». Un sentimiento supersticioso me
impulsaba.
«¡Podría haber muerto, o estar a punto de morir!», pensé, relacionando aquella alucinación con un
presagio fatídico.
Mi angustia aumentaba a medida que me iba acercando a la casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al
ver un niño desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja, tuve la impresión de que la
aparición se había adelantado a mí. Pero, pensando más despacio, comprendí que debía ser Hareton, mi
Hareton, al que no veía hacía tiempo.
-¡Dios te bendiga, querido! -exclamé-. Hareton: soy Elena, tu ama.
Se apartó de mí y cogió un grueso pedrusco.
-Vengo a ver a tu padre, Hareton -le dije, comprendiendo que, si se acordaba de Elena, al menos de mi
figura no se acordaba.
Esgrimió la piedra, y, aunque intenté calmarle, la lanzó y me dio en el sombrero. A la vez, el pequeño
soltó una retahila de maldiciones que, conscientes o no, emitía con la firmeza de quien sabe lo que dice.
Sentí más dolor que ira y me faltó poco para llorar. Saqué una naranja del bolsillo y se la ofrecí. Dudó un
momento y de pronto me la quitó bruscamente de las manos, como si creyera que intentaba engañarle. Le
enseñé otra, pero guardándome bien de ponerla al alcance de su mano.
-¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, hijo? -le pregunté-. ¿El cura?
¡Malditos seáis el cura y tú! -contestó . ¡Dame eso!
-Si me dices quién te ha enseñado a hablar así te lo daré.
-El demonio de papá -contestó.
-Y papá, ¿qué te enseña? -seguí preguntando.
Se alzó sobre la fruta, pero yo la levanté.
-Nada -me contestó-. No quiere que esté a su lado, porque le maldigo y juro.
-¿Y es el diablo quien te enseña a maldecir a papá?
-¡Ah! No...
-¿Quién entonces?
-Heathcliff.
Le pregunté si quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al preguntarle por qué respondió:
-Porque él trata mal a papá como papá me trata a mí, y porque él reniega de papá como papá reniega de
mí, y porque me deja hacer todo lo que quiero.
-Entonces, ¿el cura no te enseña a leer y escribir?
-No. Han dicho que le partirían la cabeza si entrara por la puerta. ¡Heathcliff lo ha jurado!
Le di la naranja y le encargué que dijera a su padre que una mujer llamada Elena Dean quería verle. Se
encaminó a la casa por el sendero, pero en lugar de Hindley salió Heathcliff. Al verle, eché a correr como si
hubiera visto a un fantasma. Esto no tiene relación con el asunto de la señorita Isabel mas que porque
influyó para que yo aumentara mis precauciones y para que procurara que el influjo pernicioso de aquel
hombre no se extendiera a la «Granja», lo cual me costó, por cierto, una riña con la señora Linton.
El primer día que Heathcliff volvió a la casa, la señorita Isabel estaba en el corral dando de comer a las
palomas. Hacía tres días que no hablaba con su cuñada, pero había suprimido también sus protestas, con
gran contento de todos. Heathcliff generalmente no decía a Isabel ni una palabra inútil, pero esta vez,
después de lanzar una ojeada a la casa -yo estaba en la ventana de la cocina, pero me retiré para que no me
viera- se acercó a ella y le habló. La joven estaba turbada y parecía deseosa de alejarse, pero él la retuvo
sujetándola por el brazo. Isabel separó la cara. Él le hizo una pregunta a la que la señorita no quería
responder, al parecer. El volvió a mirar a la casa, y, creyendo que nadie le veía, tuvo el descaro de besar a
Isabel.
-¡Oh, Judas, traidor! -proferí-. ¿Con que eres también un villano, un hipócrita burlador?
-¿Qué pasa, Elena? -dijo Catalina, que entraba en aquel momento, sin que yo, absorta en la escena que
contemplaba, lo hubiese notado.
-¡El miserable amigo de usted! -exclamé furiosa-. ¡El miserable Heathcliff! Ya entra: nos ha visto... ¡A
ver qué excusa le da a usted para explicar por qué hace el amor a la señorita después de haber dicho que la
despreciaba!
La señora Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr. Heathcliff entró inmediatamente. Yo di
rienda suelta a mi indignación, pero Catalina me mandó callar, amenazándome con echarme de la cocina.
-¡Cualquiera diría que tú eres la señora! -exclamó-. Haz por no meterte en lo que no te atañe. -Y añadió,
dirigiéndose a Heathcliff-: ¿Qué te propones? Ya te he advertido que dejes en paz a Isabel. Procura hacerlo,
a no ser que te hayas cansado de venir aquí y quieras que Linton te prohiba la entrada.
-¡Dios lo haga! -respondió aquel rufián-. ¡Le odio cada día más! Si Dios no le conserva paciente y
pacífico, acabaré por no resistir al deseo que siento de enviarle a la eternidad.
-¡Cállate y no me desesperes! -ordenó Catalina-. ¿Por qué has olvidado lo que te dije? ¿Fue Isabel la que
te buscó?
-¿Qué te importa? -contestó él-. Tengo el derecho de besarla, si ella no se opone. No soy tu marido: no
tienes derecho a estar celosa.
-No estoy celosa de ti, sino por ti -contestó la señora-. Tranquilízate. Si te gusta Isabel, te casarás con
ella.
Pero dime si te gusta de verdad, Heathcliff. ¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no te agrada.
-¿Consentiría el señor Linton que su hermana se casase con ese hombre? -interrogué.
-Lo consentiría -repuso Catalina con tono decisivo.
-También podría evitarse esa molestia -dijo Heathcliff-, porque yo no necesito su consentimiento para
nada. Y a ti, Catalina, te diré dos palabras, ya que se presenta la oportunidad. Entérate de que me consta
que me has tratado horriblemente, ¿te enteras?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres una necia, y si
te imaginas que me consuelas con palabras dulces, eres una idiota, y si piensas que no me tomaré venganza
de ello, pronto te convencerás de lo contrario. Me alegro de que me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y
te juro que sabré sacar partido de él. ¡No te interpongas en mi camino!
-Pero, ¿qué es esto? -exclamó, asombrada, la señora Linton-. ¡Que te he tratado horriblemente y vas a
vengarte! ¿Cómo vas a vengarte, torpe ingrato? ¿Cuándo te he tratado horriblemente yo?
-No me vengaré de ti -dijo Heathcliff con menos violencia-. No es ese mi plan. El tirano oprime a sus esclavos,
y éstos, en lugar de volverse contra él, se vengan en los que están debajo. Atorméntame cuanto
quieras, si ello te divierte, pero déjame a mí divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de burlarte
de mí. Ya que has destruido mi palacio, no te empeñes en edificar en sus ruinas una choza y hacerme
habitar en ella por caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me casase con Isabel, me daría un tajo en
la garganta antes de hacerlo.
-¿Así que lo que te ofende es que yo no esté celosa? -gritó Catalina-. Pues no me volveré a preocupar de
buscarte esposa, no te preocupes. Sería como ofrecer al diablo un alma condenada. Te entusiasma causar
desgracias. Ahora que Eduardo ha dominado el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar
tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con Eduardo, si quieres, y engaña a su hermana, y así te
habrás vengado de mí, y mucho más de lo que pudieras imaginarte.
La discusión cesó por el momento. La señora Linton se sentó, hosca y silenciosa, al lado del fuego. El
demonio que había estado sumiso a ella se había convertido en indomable. Heathcliff permaneció de pie
ante la lumbre, cruzado de brazos, maquínando, sin duda, diabólicos planes, y yo les abandoné y me fui a
buscar al amo. Éste estaba extrañado de no ver a su mujer.
-¿Has visto a la señora, Elena? -me preguntó.
-Está en la cocina, señor -repuse-. Está enfadada por la conducta que observa el señor Heathcliff, y, si me
quiere usted hacer caso, creo que convendría poner coto a sus visitas. A veces es peligroso ser demasiado
bueno...
Le conté la escena del patio y la disputa que se había producido a continuación, tan exactamente como
me lo permitió mi atrevimiento. Pensaba que no causaría mucho perjuicio a la señora, a no ser que ella
misma se empeñase en causárselo tomando la defensa del intruso. El señor Linton tuvo que contenerse
mucho para oírme hasta el fin. Y sus frases indicaban claramente que no dejaba de achacar a su mujer la
culpa de lo ocurrido.
-¡Esto es insoportable! -exclamó-. ¡Es ignominioso que le tenga por amigo y que me obligue a aceptar su
trato! Llama a dos de los criados, Elena. Catalina no seguirá discutiendo con ese rufián. ¡Ya he sido
demasiado condescendiente!
Mandó a los sirvientes que aguardasen en el pasillo, y, seguido por mí, se dirigió a la cocina. La señora,
en aquel instante, hablaba acaloradamente. Heathcliff estaba junto a la ventana, algo acobardado, al
parecer, por los reproches de Catalina. Fue el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase.
Ella le obedeció inmediatamente.
-¿Qué es esto? -preguntó Linton dirigiéndose a ella-. ¿Qué idea tienes del decoro para permanecer aquí
después de lo que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das importancia a sus palabras porque estás
acostumbrada a su clase de conversación. Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo.
-¿Has estado escuchando a la puerta Eduardo? -preguntó ella en tono calculadamente frío, a fin de provocar
a su esposo, mostrándole a la vez su desprecio.
Heafficliff, al oír hablar a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al hablar Catalina, soltó la
carcajada, con el propósito de que Linton reparara en él. Y lo consiguió, pero no que Eduardo perdiera el
dominio de sí mismo.
-Hasta hoy le he soportado a usted, señor -pronunció mi amo serenamente-. No porque desconociera su
miserable carácter, sino porque creía que no toda la culpa de tenerlo era suya. Y también porque Catalina
deseaba conservar su amistad. Pero si accedí a ello, no pienso continuar obrando como hasta ahora. Su sola
presencia es un veneno moral capaz de contagiar al ser más virtuoso. Por tanto, y para evitar más graves
consecuencias, le prohibo desde hoy que vuelva a poner los pies en esta casa y le exijo que salga de ella
inmediatamente. Si tarda en hacerlo más de tres minutos, saldrá de un modo ignominioso: a viva fuerza.
-Catalina, tu corderito me amenaza como un toro. Está exponiéndose a tener un tropezón con mis puños.
¡Por Dios, señor Linton, que siento de veras que no tenga usted ni un mal puñetazo!
El amo miró hacia el pasillo y me hizo una seña para que fuese a llamar a los criados. No quería, sin
duda, exponerse a un choque directo. Obedecí. Pero la señora, dándose cuenta, me siguió, y, al ir yo a
llamarles, me empujó, me apartó y cerró la puerta con llave.
-¡Magnífico procedimiento! -dijo como contestando a la irritada y asombrada mirada que le dirigió su
marido-. Si no tienes valor para combatir con él, preséntale tus excusas o date por vencido. Será tu justo
castigo por afectar una valentía que no tienes. ¡Antes me tragare la llave que entregártela! Así recompensais
mis bondades los dos. Mi benevolencia hacia el débil carácter de uno y el mal carácter de otro, la pagáis
así. Estaba defendiéndolos a ti y a tu hermana, Eduardo... ¡Ojalá te azote Heathcliff hasta tundirte, ya que
has pensado tan mal de mí!
Eduardo trató de arrancar la llave de Catalina, pero ella la arrojó al fuego, y él, asaltado de un temblor
nervioso, y después de hacer esfuerzos sobrehumanos para dominarse, angustiado y humillado, hubo de
dejarse caer en una silla, tapándose la cara con las manos.
-¡Oh, cielos! En los antiguos tiempos este suceso habría valido para que te armaran caballero... -exclamó
la señora . Estamos vencidos... Tan capaz sería Heathcliff ahora de alzar un dedo contra ti, como un rey de
enviar su ejército contra una madriguera de ratones. Levántate, hombre, que nadie te va a herir... No, no
eres un cordero, sino una liebre...
-¡Goza en paz de este cobarde que tiene la sangre de horchata! -dijo su amigo-. Te felicito por tu
elección. ¿De modo que me dejaste por un pobre diablo como éste? No le daré de puñetazos, pero me
complacerá pegarle un puntapié. Y ¿qué hace? ¿Está llorando o se ha desmayado del susto?
Se acercó a Linton y empujó la silla en que éste estaba sentado. Hubiese hecho mejor en mantenerse a
distancia. Mi amo se levantó y le asestó en plena garganta un golpe capaz de derribar al hombre mas
vigoroso. Durante un minuto, Heathcliff quedó sin respiración. El señor Linton, entretanto, salió al patio
por la puerta de escape y se dirigió hacia la entrada principal.
-¿Ves? ¡Se acabaron tus visitas! -chilló Catalina-. ¡Vete inmediatamente! Eduardo volverá con dos
pistolas y media docena de criados. Si nos ha oído, no nos perdonará jamás. ¡Qué mala pasada me has
jugado, Heathcliff! Vete, vete. No quiero verte en la situación en que ha estado Eduardo antes.
-¿Crees que voy a tragarme el golpe que me ha dado? -rugió él-. ¡No, en nombre del diablo! Antes de
salir le machacaré como a una avellana podrida... ¡Si no le aplasto ahora contra el suelo, tendré que acabar
matándole ... ! Así que si aprecias en algo su existencia, déjame esperarle.
-No vendrá -dije, no dudando en arriesgar una mentira . Allí vienen el cochero y los dos jardineros con
sendos garrotes. ¡Supongo que no le agradará a usted que le arrojen violentamente de la casa! El amo,
probablemente, se limitará a ver desde las ventanas del salón cómo se cumplen sus órdenes.
El cochero y los jardineros estaban, en efecto, allí, pero Linton les acompañaba. Ya habían entrado en el
patío. Heathcliff meditó un momento y le pareció mejor evitar una lucha contra tres subalternos. Cogió el
atizador de la lumbre, saltó la cerradura de la puerta y se escapó por un lado mientras los demás entraban
por otro.
La señora, presa de una gran agitación, me pidió que la acompañara a su aposento. Ignoraba mi
intervención en lo sucedido, y procuré mantenerla en su ignorancia.
-Estoy loca, Elena -exclamó, dejándose caer en en sofá-. Parece que están golpeándome la cabeza mil
martillos de herrería. Que Isabel no aparezca ante mi vista, porque ella es la culpable de todo. Cuando veas
a Eduardo, dile que estoy a punto de enfermar gravemente. ¡Así sea verdad! No sabes lo angustiada que me
siento. Si viene, me injuriará o me reprochará. Yo le replicaré y no sé adónde iríamos a parar. Hazlo, Elena.
Tú sabes que no he obrado mal en todo este asunto. ¿Qué mal espíritu movió a Eduardo a escuchar a la
puerta? Es verdad que, después de que tú saliste, Heathcliff habló de un modo ofensivo pero yo hubiera
conseguido quitarle de la cabeza la idea de lo de Isabel, y no hubiera pasado nada. Todo se ha estropeado
por esa obsesión de oír hablar mal de sí mismas que constituye la manía de ciertas personas. Si Eduardo no
hubiese oído lo que hablábamos, ¿le hubiese sucedido algún mal por ello? Después de que me soltó aquella
rociada, cuando yo acababa de reñir con Heathcliff por él, ya no me importaba nada lo que pasase entre
ellos, puesto que, sucediera lo que sucediera, quedaríamos distanciados durante mucho tiempo. Ya que no
puedo seguir siendo amiga de Heathcliff, y ya que Eduardo no deja de ser celoso, procuraré desgarrarles el
corazón a los dos desgarrando el mío propio. ¡Así acabaremos antes! Pero eso sólo lo haré en caso extremo,
y no quiero que a Linton le coja de sorpresa. Hasta ahora ha procedido con discreción y ha procurado no
provocarme. Hazle comprender que sería peligroso abandonar esa línea de conducta. Recuérdale la
violencia de mi carácter y lo fácilmente que me enfurezco. ¡Si consiguieras que desapareciese esa
expresión de frialdad que tiene en el semblante y lograras que me tratase con más afecto!
Debía resultar exasperante para la señora la serena indiferencia con que recibí sus instrucciones. Yo
presumí que una persona que podía especular de antemano sobre el giro que daría a sus arrebatos de ira
podría, de proponérselo, dominar también esos arrebatos. Y no me pareció ser yo la llamada a multiplicar
los disgustos de su marido mediante aquella especie de coacción. Así que nada dije al amo, cuando éste
acudió, pero me atreví a escuchar a fin de ver si disputaban. El amo habló primero.
-Quédate donde estás, Catalina -dijo, sin rencor, y muy, abatido-. No he venido ni a disputar ni a hacer
las paces. Sólo deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes el propósito de seguir siendo amiga
de...
-¡Y yo te pido que me dejes en paz! -respondió ella golpeando el suelo con el pie-. No hablemos de ello
ahora. Tú no perderás tu sangre fría, porque por tus venas no corre más que agua helada, pero mi sangre
está hirviendo y tu frialdad me excita hasta lo inconcebible.
-Responde a mi pregunta -repuso el señor-. Tus violencias no me asustan. Ya he visto que, cuando te lo
propones, permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás dispuesta a prescindir de Heathcliff, o
prefieres prescindir de mí? No cabe ser amiga de los dos a la vez, y te exijo que te decidas por uno de
nosotros.
-Y yo te exijo que me dejes en paz -respondió ella enfureciéndose-. ¡Te lo ruego! ¿No ves que casi no
puedo sostenerme en pie,? ¡Déjame, Eduardo ... !
Tiró violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna. Aquellos locos arrebatos de cólera
ponían a prueba la paciencia de un santo. Lo vi golpearse la cabeza contra el brazo del sofá y rechinar los
dientes de tal modo que parecía que iba a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi
arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de agua. Ella no podía casi hablar. No quiso
beber, y entonces le mojé el rostro con el agua. Un instante después se tendió en el sofá, puso los ojos en
blanco, y sus mejillas palidecieron como las de una muerta. Linton estaba aterrado.
-No es nada -murmuré.
Quería evitar que él cediera, pero en el fondo me sentía angustiada.
-Está sangrando por la boca -me dijo el señor, estremeciéndose.
No haga caso -contesté.
Y le conté que ella se había propuesto, antes de entrar el, darle el espectáculo de un ataque de locura.
Cometí la imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se puso repentinamente de pie. Los
cabellos despeinados le caían sobre los hombros, y los tendones del cuello y de los brazos se le habían
hinchado de un modo horrible. Me preparé, por lo menos, a que me rompiese los huesos. Pero no fue así: se
limitó a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la siguiera, y lo hice hasta la puerta de su
alcoba, cuya puerta cerró para librarse de mí.
Al día siguiente, pasó la mañana sin bajar a desayunar. Subí a preguntarle si le llevaba el desayuno y me
contestó categóricamente que no. Lo mismo sucedió a las horas de comer y de tomar el té. Al otro día
recibí la misma contestación. El señor Linton se pasaba el tiempo en la biblioteca sin preguntar por su
esposa. Había sostenido con Isabel una conversación de una hora, durante la cual pretendió obtener de ella
una contestación definitiva respecto a que rechazaría a Heathcliff, sin lograr más que evasivas. Entonces él
le juró solemnemente que si ella persistía en la locura de dar esperanzas a aquel indigno sujeto, las
relaciones entre los dos hermanos terminarían completamente.
CAPÍTULO XII
Mientras la señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín y su hermano permanecía encerrado en la
biblíoteca, probablemente aguardando que Catalina se arrepíntiese y pidiese perdón, ella continuaba
obstinada en prolongar su ayuno. Sin duda creía que Eduardo estaba medio muerto de nostalgia y que sólo
el orgullo le impedía arrojarse a sus pies. Por mi parte, me limitaba a cumplir con mis obligaciones,
convencida de que el único espíritu razonable que había entre los muros de la «Granja» se albergaba en mi
cuerpo. No empleé, pues, palabras de compasión con la señora, ni intenté consolar al señor que se sentía
ansioso de oír nombrar a su esposa, ya que no podía oír su voz. Decidí dejar que se las compusieran como
pudiesen, y mi decisión dio resultado, como yo había creído desde un principio.
Transcurridos tres días, la señora se asomó a la puerta de su habitación y pidió que le renovase el agua,
que se le había terminado, y que le llevase un tazón de sopa de leche, porque se sentía desfallecer. Supuse
que esta exclamación iba dirigida a los oídos de su esposo. Mas como no creía en ella, me guardé bien de
transmitirla, y me limité a llevar a Catalina un té y una torta seca. Comió y bebió ávidamente, y luego se
recostó sobre la almohada, apretó los puños y empezó a llorar.
-Quisiera morirme -decía-. No le importo nada a nadie. No debía haber comido eso. -Y continuó-: No, no
quiero morir. Él no me quiere y me olvidaría.
-¿Necesita algo, señora? -pregunté, haciendo caso omiso de sus exageraciones. .
-¿Qué hace mi flemático marido? -respondió ella, apartándose del rostro, que se le había demacrado
mucho en aquellos días, sus enmarañados cabellos-. ¿Se ha muerto o está aletargado?
-Ni una cosa ni otra, señora. Está bien, aunque según parece, algo ocupado, ya que se pasa el día entre
sus libros desde que no tiene otra compañía.
Si yo hubiera sabido el estado en que Catalina se encontraba realmente, no le hubiese hablado en aquella
forma, pero creí que ella-fingía su estado anormal.
-¡De modo que entre sus libros --exclamó -mientras yo me hallo al borde del sepulcro! Pero, ¡Dios mío!,
¿no sabe lo enferma que estoy? -Y, mirándose a un espejo, continuó-: ¿Es ésta Catalina Linton? Quizá él
crea que se trata de algún contratiempo sin importancia. Debes decirle que es algo muy grave. Mira, Elena:
si no es tarde para todo, una vez que yo conozca cuáles son sus sentimientos hacia mí, he de adoptar una de
estas dos soluciones: o dejarme morir, o procurar restablecerme y marcharme. ¿No has mentido? ¿Es cierto
que se preocupa tan poco de mí?
-El señor no se figura que esté usted tan loca que vaya a dejarse morir de inanición.
-¿Crees que no? ¡Persuádele, convéncele, de que estoy decidida a hacerlo!
-No recuerda usted, señora, que hoy mismo ha tomado ya algún alimento...
-Me mataría ahora mismo -respondió- si estuviese segura de que con ello conseguiría matarlo a él también.
Llevo tres noches sin poder cerrar los párpados. ¡Cuánto he padecido! Empiezo a imaginarme que tú
tampoco me quieres. ¡Y yo que me imaginaba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían dejar
de quererme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han convertido en enemigos míos. ¡Es terrible morir
rodeada de esos rostros impasibles! Isabel no se atreve a entrar en mi habitación por miedo a contemplar el
espectáculo de Catalina muerta. ¡Ya me parece oír a Eduardo, de pie a su lado, dando gracias a Dios porque
la paz se ha restablecido en su casa, y volviendo a sus librotes! ¡Parece mentira que se ocupe de sus libros
mientras yo estoy aquí muriéndome!
La idea de que su marido permanecía filosóficamente resignado, como yo le había dicho, le resultaba
inaguantable. A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro, se puso frenética, y en su desvarío rasgó el
almohadón con los dientes. Luego se irguió toda encendida y me mandó que abriese la ventana. Le opuse
objeciones, porque estábamos en pleno invierno y el viento nordeste soplaba con fuerza. Pero la expresión
de su cara y sus bruscos cambios de tono me alarmaron mucho. Recordé las indicaciones del doctor
respecto a que no debíamos contrariarla. El minuto antes estaba furiosa, y, en cambio, ahora, sin darse
cuenta de que no le había hecho caso, se había apoyado sobre mi brazo y se entretenía en sacar las plumas
de la almohada por los desgarrones que había hecho con los dientes. Colocaba las plumas sobre la sábana y
las reunía con arreglo a sus diferentes clases.
-Ésta es de pavo -murmuraba para sí- y ésta de pato silvestre y ésta de pichón. ¡Claro: cómo voy a morirme
si me ponen plumas de pichón en las almohadas! Pero cuando me acueste, las tiraré. Ésta es de cerceta,
y ésta de avefría. La reconocería entre mil: este pájaro solía revolotear sobre nuestras cabezas cuando
íbamos por en medio de los pantanos. Buscaba su nido porque las nubes bajas le hacían presentir la lluvia.
Esta pluma ha sido cogida en los matorrales. En invierno encontramos una vez su nido lleno de pequeños
esqueletos. Heathcliff había puesto junto a él una trampa y los pájaros padres no se atrevieron a entrar.
Desde entonces le hice prometer que no volvería a matar ninguna avefría, y me obedeció. ¡Hay más!
¿Habrá disparado sobre mis avefrías, Elena? ¿No están sucias de sangre algunas de estas plumas? Déjame
que lo vea...
-Vamos, no se dedique a esa tarea pueril -le dije, mientras volvía el almohadón del otro lado, ya que por
encima estaba lleno de agujeros-. Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué torbellino ha
armado usted! Las plumas vuelan como copos de nieve.
Comencé a recogerlas.
-Me pareces una vieja, Elena -dijo ella, delirando-. Tienes el cabello gris y estás encorvada. Esta cama es
la cueva encantada que hay al pie de la colina de Penninston y tú andas cogiendo guijarros para arrojárselos
a los novillos. Me aseguras que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así, aunque ahora no lo
seas. Te engañas, no estoy delirando. Si delirara, me hubiera figurado que eras en efecto una bruja y
hubiera creído encontrarme realmente en la cueva de la colina de Penninston. Percibo muy bien que ahora
es de noche y que en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario tan negro como el ébano.
-¿Qué armario negro? -pregunté-. ¿Está usted soñando?
-El armario está apoyado en la pared, como siempre -replicó- ¡Qué raro es! Distingo en él una cara.
-En este cuarto no ha habido un armario nunca -respondí. Y levanté las cortinas del lecho para poder vigilarla
mejor.
-¿Pero no ves aquella cara? -me dijo, señalando a la suya propia, que se reflejaba en el espejo.
En vista de que no me era posible hacerle comprender que el rostro que veía era el suyo, me levanté y
tapé el espejo con un chal.
-La cara sigue estando detrás -dijo, anhelante- y se ha movido. ¿Quién será? Temo que aparezca cuando
te vayas. ¡Elena: este cuarto está embrujado! Me asusta quedarme sola.
Le así las manos y traté de calmarla. Se estremecía convulsivamente y miraba hacia el espejo con fijeza.
-No hay nadie en el cuarto, señora -repetí-. Era su propio rostro, como sabe usted muy bien.
-¡Yo misma! -exclamó suspirando-. Y el reloj da las doce... ¡Es horrible!
Y se cubrió los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la puerta para avisar a su marido, pero me
detuvo un penetranté grito de Catalina. El chal acababa de caer al suelo.
-¡Vamos! -exclamé-. ¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde ahora? ¿No ve usted, señora, que es su cara la
que se refleja en el espejo?
Se asió a mi, y unos momentos después su semblante se había tranquilizado y a su lividez sucedía el
rubor.
-¡Oh, querida! -dijo-. Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto de «Cumbres Borrascosas». Como estoy tan
floja, se me turbó el cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo digas a nadie y siéntate a mi lado. Tengo
miedo de volver a sufrir estas horribles pesadillas.
-Le convendría dormir, señora -le aconsejé-. Estos padecimientos le enseñaran a no probar otra vez a
morirse de hambre.
-¡Quién estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! -lamentó amargamente, retorciéndose las manos-. ¡Oh,
aquel viento que sopla entre los abetos, bajo las ventanas! Abre para que pueda aspirarlo: viene de los
pantanos directamente.
Para tranquilizarla, abrí la ventana por unos minutos y una helada ráfaga de aire penetró en la habitación.
Cerré la ventana y me volví a mi lugar. La joven permanecía inmóvil, con el rostro cubierto de lágrimas,
con el espíri tu abatido por la debilidad que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina estaba a
la altura de un niño miedoso.
-¿Cuánto tiempo hace que me encerré aquí? -me preguntó, de pronto.
-Se encerró el lunes por la tarde -respondí- y ahora estamos en la noche del jueves, o más exactamente,
en la madrugada del viernes.
-¿De la misma semana? -comentó con extrañeza---. ¿Es posible que sólo haya pasado tan poco tiempo?
-Demasiado, sin embargo, para alimentarse durante él sólo de agua y de mal humor.
-Han sido horas interminables ella, dubitativa-. Debe de haber transcurrido más tiempo. Recuerdo que
después de que ellos riñeron yo me fui al salón, que Eduardo estuvo muy cruel y muy provocativo y que
vine a este cuarto desesperada. En cuanto eché el cerrojo se me oscureció la cabeza y caí al suelo. No pude
advertir a Eduardo que estaba segura de sufrir un arrebato de locura si seguía desesperándome, porque
perdí el uso de la lengua y del pensamiento. No sentía más impulso que el de huir de él. Antes de que
pudiese recobrarme, empezó a oscurecer, y te diré lo que pensé y lo que he seguido imaginándome, hasta el
punto de hacermetemer perder el sentido. Mientras estaba tendida al pie de la mesa, distinguiendo
confusamente el marco gris de la ventana, me figuraba estar en mi lecho de tablas de «Cumbres Borrascosas
» y mi corazón sentía un dolor agudo. Traté de comprender lo que me sucedía, pensé y me pareció
como si los siete últimos años de mi vida no hubieran existido. Yo era todavía una niña, papá acababa de
morir y el disgusto que sentía era por la orden de Hindley de que me separase de Heathcliff. Me encontraba
sola por primera vez, y al despertar tras una noche de llanto, alcé la mano para separar las tablas del lecho.
Tropecé con la mesa, pasé la mano por la alfombra y entonces recuperé la memoria. Y aquella angustia se
anuló ante un frenesí de mayor desesperación... No comprendo por qué me sentía tan desdichada... Pero
imagínate que a los doce años de edad me hubieran sacado de «Cumbres Borrascosas» y me hubleras traído
a la «Granja de los Tordos» para ser mujer de Eduardo Linton, y tendrás una idea del hondo abismo en que
me sentí lanzada... Menea cuanto quieras la cabeza, que no por ello dejarás de tener parte de culpa. Si
hubieras hablado a Eduardo como debías habrías conseguido que me dejara tranquila. ¡Me estoy abrasando!
Quisie estar al aire libre, ser una niña fuerte y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando
se me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras, me bulle tumultuosamente toda la sangre. ¡Y yo
volvería a ser la de siempre si me hallase de nuevo entre los matorrales y los pantanos! Abre otra vez la
ventana de par en par y déjala abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me atiendes?
-Porque no quiero matarla de frío -contesté.
-Querrás decir que porque no quieres darme una probabilidad de revivir -respondió ella, con rencor---.
Pero aún no estoy impedida, yo misma la abriré.
Saltó del lecho y, antes de que yo pudiera oponerme, cruzó la habitación y abrió la ventana, sin cuidarse
del aire glacial que soplaba alrededor de sus hombros y que cortaba como un cuchillo. Le pedí que se
retirara, se nego y quise obligarla a la fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera
desarrollar. No había luna y una oscura bruma lo invadía todo. No brillaba una sola luz. En «Cumbres
Borrascosas» no se veía resplandor alguno, mas ella aseguraba que distinguía las luces del edificio.
-¡Mira! -gritó-. Aquella luz es la de mi cuarto, y aquella otra la del desván donde duerme José. Sin duda
está esperando que yo vuelva a casa para cerrar la verja. Aún tendrá que esperar un buen rato. Es un mal
camino, muy desagradable de recorrer. Hay que pasar por la iglesia de Gimmerton. Con frecuencia nos
hemos desafiado a permanecer entre las tumbas llamando a los muertos. Heathcliff: si te desafío ahora, ¿te
atreverás? Podrán sepultarme, si quieren, a doce pies de profundidad y hasta ponerme la iglesia encima,
pero yo no me quedaré allí hasta que tú no estés conmigo.
Hizo una pausa, y dijo luego, con una singular sonrisa:
-Estás pensando en que sería mejor que fuese yo a buscarte... Bueno, pues encuéntrame un camino que
no pase por el cementerio. ¡Qué despacio vas! Cálmate: me seguirás siempre.
Pensando que era inútil razonar con ella, ya que evidentemente tenía la razón alterada, me ocupaba en
buscar algo con que cubrirla, cuando sentí rechinar el picaporte, y entró el señor Linton, con gran
consternación por mi parte.
Pasaba por el corredor, y al oírnos hablar, la curiosidad o el temor de que sucediera algo le impulsaron a
penetrar en la alcoba.
-¡Oh, señor! -exclamé, ahogando así la exclamación que le asomaba a los labios ante el espectáculo que
distinguía en la habitación-. La señora está enferma y no puedo con ella. Haga el favor de venir y
convénzala de que se acueste. Olvide su enfado: ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que ella
quiere.
-¿Está enferma Catalina? -dijo él, corriendo hacia nosotras-. Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te sucede,
Catalina?
Se detuvo. El aspecto de la señora le dejó horrorosamente sorprendido, y volvió hacia mí sus ojos
asombrados.
-Lleva consumiéndose aquí varios días -dije-, negándose a tomar alimentos y sin quejarse de nada. Hasta
hoy no ha permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a usted del estado en que se encuentra, porque
nosotros mismos lo ignorábamos. No creo que sea nada de gravedad...
Yo misma comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo frunció las cejas.
-¿Que no es nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás mejor tu silencio sobre esto -dijo con
severidad.
Tomó en brazos a su mujer y la miró angustiado. Al principio ella no daba señales de reconocerle. Pero el
delirio que la embargaba no era permanente todavía. Sus ojos, un momento velados por la contemplación
de la oscuridad del exterior, acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus brazos.
-¿A qué vienes, Eduardo Linton? -dijo con colérica vivacidad-. Eres de esos que siempre llegan cuando
no hacen falta, y nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar ahora con lamentaciones,
pero no por ello conseguirás que deje de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la primavera. Y
no reposaré en el panteón de los Linton, sino en una fosa al aire libre, con una simple losa encima. Tú, por
tu parte, haz lo que quieras: vete con los Linton o ven conmigo.
-¿Qué estás diciendo, Catalina? -comenzó el amo-. ¿Es que ya no soy nada para ti? ¿Acaso estás enamorada
de ese miserable Heath ... ?
-¡Silencio! -gritó la señora-. ¡Cállate, o me arrojo ahora mismo por la ventana! Y tú podrás entonces tener
mi cuerpo, pero mi alma estará allí, en las «Cumbres», antes de que puedas volver a tocarme. No te
necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de tus libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de
volver a servirte de consuelo.
-Señor -interrumpí-: la señora está delirando. Ha estado desvariando toda la tarde. Cuidémosla bien, procuremos
que esté tranquila, y pronto se restablecerá. En lo sucesivo debemos tener cuidado de no
disgustarla.
-No sigas dándome consejos -interrumpió el señor-. Conocías el modo de ser de la señora, y sin embargo
me has incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que no me hayas dicho nada de su estado durante estos tres
días! ¡Qué crueldad! ¡Oh, Catalina está desfigurada como si hubiese padecido una enfermedad de muchos
meses!
Me defendí de aquellas acusaciones. ¿Qué culpa tenía yo de la aviesa inclinación de Catalina?
-Sabía -dije- que la señora era terca y dominante, pero ignoraba que usted desease fomentar su mal carácter.
No sabía que debiese tolerar los abusos del señor Heathcliff por no contrariar a la señora. ¡Así me paga
usted el haber cumplido mis deberes de sirvienta leal! Aprenderé mejor para otra vez. En lo sucesivo, se
informará de las cosas por sus propios ojos.
-Si vuelves a venirme con chismes, prescindiré de tus servicios -repuso él.
-Ya entiendo -repuse-. Por lo visto el señor Heathcliff está autorizado para hacer el amor a la señorita y
para predisponer a la señora contra el señor cuando usted está ausente.
Catalina, no por tener la mente algo perturbada, dejaba de prestar oído atento a nuestra conversación.
-¡Oh, traidora Elena! -exclamó-. Ella es mi solapada enemiga. ¡Bruja! ¡Déjame, Eduardo, y verás como
la hago arrepentirse!
Bajo sus párpados fulguró un relámpago de demencia y trató de soltarse de los brazos de Linton. Yo
resolví ir a buscar al médico por propia iniciativa, y salí de la estancia. Al atravesar por el jardín, distinguí,
colgado de un garfio de la pared, un objeto blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase en
la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro mundo, y, a pesar de mi prisa, me paré a averiguar de
qué se trataba. Quedé estupefacta al reconocer al galguito de la señorita Isabel, colgado con un pañuelo al
cuello y medio ahogado. Solté al animal y lo liberté. Cuando Isabel se había ido a acostar, yo vi subir al
galgo detrás de ella, y no me podía explicar quién fuera el malvado que le había hecho objeto de tal
barbarie. Mientras lo desataba, creí sentir el lejano galope de un caballo, ruido asaz inusitado para ser oído
a las dos de la madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no lo advertí.
Encontré al señor Kermeth saliendo de su casa para visitar a un enfermo, y lo que relaté de la dolencia de
Catalina le indujo a acompañarme inmediatamente. Como Kenneth es un hombre sencillo y franco, me
confesó que dudaba mucho de que Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque.
-Esto debe tener alguna causa especial, Elena -me dijo-. ¿Qué ha pasado? Una mujer tan fuerte como Catalina
no enferma por pequeñeces. Personas como ella enferman rara vez, pero cuando ello sucede es ardua
empresa librarles de sus males. ¿Cómo comenzó esto?
-El amo le informará --contesté-. Usted conoce el violento carácter de los Earnshaw, y no ignora que la
señorita Catalina les deja a todos en mantillas. Lo único que puedo decirle es que todo comenzo por una
disputa, y que, después de una explosión de furor, sufrió un ataque. Ella lo ha explicado así; nosotros no lo
vimos, porque se encerró en su alcoba. Luego se negó a tomar alimento y ahora delira unas veces y otras se
entrega a sueños fantásticos. Áún nos reconoce, pero su cabeza está llena de ideas muy raras.
-¿El señor Linton estará muy, disgustado?
-¡Tanto, que se rompería la cabeza si pasase algo! Procure no alarmarle en exceso.
-Ya advertí que se anduviera con cuidado, y ahora hay que atenerse a las consecuencias de no haberme
atendido -repuso el médico-. ¿Ha intimado el señor Linton con Heathcliff últimamente?
-Heathcliff iba a la «Granja» -reconocí-, pero no porque ello le agradara al amo, sino aprovechando su
amistad de la infancia con la señora. Ahora se le ha invitado a no molestar con visitas, como consecuencia
de ciertas intolerables aspiraciones que manifestó respecto a la señorita Isabel. No creo que vuelva otra vez
por casa.
-¿Le ha rechazado la señorita Linton? -preguntó el médico.
-Ella no me hace confidencias -respondí.
-Sí, Isabel hace lo que se le antoja -dijo él-, pero obra como una locuela. Me consta que anoche -¡qué
hermosa noche hacía, por cierto!- estuvo paseando con Heathcliff por el jardín, y que él la quiso convencer
de que huyeran juntos. Ella se nego, pero accedió a hacerlo el próximo día que se vieran. Lo sé de buena
tinta. Lo que no sé es a qué día se referían.
Asaltada por nuevos temores al saber aquella noticia, me adelanté a Kenneth y eché a correr. En el jardín
encontré al perrito ladrando. Cuando abrí la verja, empezo a correr de un lado a otro, olfateando la hierba, y
hasta se hubiera marchado al camino de no impedírselo yo. Subí al cuarto de Isabel: estaba vacío. Acaso de
haber sabido a tiempo la enfermedad de la señora, ello hubiera evitado que realizara su loca determinación.
Pero ya no había nada que hacer. No era posible alcanzar a los fugitivos. Yo no proponía perseguirles, ni
era cosa de aumentar con una angustia más la zozobra que ya padecía mi amo. No me quedaba más remedio
que callar y dejar correr las cosas. Me apresuré a anunciar al señor la llegada del médico. Catalina se
había dormido con un sueño agitado. Su marido había logrado tranquilizarla un poco y permanecía
inclinado sobre ella examinando las más leves contracciones de su rostro.
El médico, después de reconocer a la enferma, nos dio esperanzas sobre su estado, siempre que le
procuráramos una tranquilidad absoluta. Yo creí entender que, más que un peligro mortal, temía la locura
incurable.
Ni el señor Linton ni yo pudimos dormir en toda la noche. No nos acostamos. Los criados se levantaron
más pronto que de costumbre y se les veía entregados a comentarios en voz baja. Al notar que la señorita
Isabel no estaba levantada aún, comentaron también el caso. Su hermano, a su vez, pareció ofenderse del
poco interés que Isabel demostraba a su cuñada. Yo quería no ser la primera en avisar la fuga. Ello corrió a
cargo de una doncella que había ido a Gimmerton a hacer un recado, y que al regresar se precipitó hacia
nosotros llena de excitación y diciendo a gritos:
-¡Ay, señor! ¡Amo, la señorita ... !
-¡No alborotes tanto! -exclamé.
-Habla bajo, María -dijo el señor-. ¿Qué pasa?
-¡La señorita ha huido con Heathcliff! -exclamó la muchacha.
-No es verdad -profirió Linton, agitadísimo-. ¡No puede ser verdad! ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa?
¡Vete a buscarla, Elena! ¡Es increible!
Mientras hablaba, se llevó a la criada hasta la puerta y allí le preguntó que qué motivos tenía para hacer
aquella afirmación.
-Vi en el camino a un mozo que trae leche a la granja, y me preguntó si estábamos disgustados. Creyendo
que se refería a la enfermedad de la señora, le dije que sí. Entonces me contestó: «¿Habrán enviado a
alguien en su persecucion?» Me quedé asombrada. Él, notando que yo no sabía nada, me dijo que una
señora y un caballero se habían detenido a la puerta de un herrero para clavar la herradura de un caballo,
cerca de Gimmerton. La hija del herrero se asomó a la puerta y vio que el hombre era Heathcliff. Este
entregó una moneda de oro para pagar. La señora tenía el rostro cubierto con un manto, pero, al ir a beber
un vaso de agua que había pedido, se descubrió, y entonces pudieron verla. Luego Heathcliff y la señorita
huyeron. La moza lo había contado ya a todo el pueblo.
Yo, por cubrir el expediente, me asomé al cuarto de Isabel, y al volver confirmé el relato de la sirvienta.
El señor se hallaba otra vez a la cabecera de la cama, y cuando me vio entrar comprendió por mi aspecto lo
sucedido.
-¿Qué hacemos? -pregunté.
-Isabel se ha ido voluntariamente -me respondió el señor-. Era libre de hacerlo. No me menciones más su
nombre. Ha renegado de mí.
No habló más sobre el asunto. No realizó busca alguna, limitándose a ordenarme que, cuando se supiese
su nueva morada, mandase a Isabel cuanto le pertenecía.
CAPÍTULO XIII
Dos meses estuvieron fuera los fugitivos. Durante aquel intervalo la señora sufrió y dominó lo más agudo
de una fiebre cerebral, que fue cómo diagnosticaron su dolencia. Ninguna madre hubiera cuidado a su hijo
con más devoción que Eduardo cuidó a su esposa. Día y noche estuvo a su lado, soportando cuantas
molestias le producía. Kenneth no ignoraba que aquello que él salvaba de la tumba sólo serviría para
aumentar los desvelos de Linton con un nuevo manantial de preocupaciones. Eduardo sacrificaba su salud y
sus energías para conservar la vida de una piltrafa humana. No obstante, su gratitud y su alegría fueron
inmensas cuando Catalina estuvo fuera de peligro. Horas enteras permanecia sentado a su lado, vigilando
los progresos de su salud, y esperando en el fondo que su esposa recobrase también el equilibrio mental y
tornase a ser lo que había sido.
La primera vez que ella salió de su habitación fue a principios de marzo. El señor, por la mañana, había
puesto en su almohada un ramillete de flores de azafrán. Los ojos de Catalina las contemplaron con fijeza.
-Son las primeras flores que brotan en las «Cumbres» -exclamó-. Me recuerdan los vientos templados
que funden los hielos, el cálido sol y las últimas nieves. Eduardo, ¿sopla el viento del sur? ¿Se ha fundido
la nieve?
-Aquí ya no hay nieve, querida -contestó su marido-. Sólo se divisan dos manchas blancas en toda la extensión
de los pantanos. El cielo está azul, las alondras cantan y los arroyos llevan mucha corriente. La
primavera del año pasado, Catalina, yo temblaba de impaciencia de tenerte conmigo bajo este techo. Ahora,
en cambio, quisiera verte en aquellas colinas. El aire es allí tan puro, que sin duda te curaría.
El señor me mandó que encendiera la chimenea del salón hacía tanto tiempo abandonado, y que colocara
en él su sillón junto a la ventana. Catalina pasó un largo rato en esta habitación y se reanimó con el calor y
con la vista de los objetos que le rodeaban, los cuales, aunque le eran familiares, diferían de los que veía a
diario y que asociaba con sus delirios. No pudiendo al oscurecer convencerlade volver a su cuarto, al que se
negó a ir de nuevo, le arreglé un lecho en el sofá, en tanto que disponíamos otro aposento. Este cuarto
donde está ahora usted fue el que arreglamos. Poco después, Catalina ya estaba lo suficientemente aliviada
para andar por la casa apoyándose en el brazo de Eduardo. Yo estaba persuadida de que se curaría. De ello
dependería también que el señor encontrase un nuevo consuelo en sus tribulaciones, ya que todos esperábamos
el próximo nacimiento de un hijo.
Isabel, seis semanas después de su fuga, envio a su hermano una nota participándole su matrimonio con
Heathcliff. Era una carta muy seca, pero llevaba una posdata a lápiz que dejaba entrever el remoto deseo de
una reconciliación agregando que no había estado en su voluntad evitar lo sucedido, y que ahora ya no tenía
remedio. Linton no contestó, según se me figura, y quince días después yo recibí una larga carta, increíble
en una recién casada que debía estar aún en plena luna de miel. Voy a leérsela porque la conservo. Todo
recuerdo de un difunto es precioso, si se le sigue estimando como cuando vivía.
«Querida Elena: Al llegar anoche a «Cumbres Borrascosas», me informo por primera vez de que Catalina
ha estado y está todavía muy enferma. No creo oportuno escribirle. Me parece que mi hermano está muy
disgustado conmigo, puesto que no me escribe. Como, no obstante, siento la necesidad de dirigirme a
alguien, te escribo a ti.
»Dile a Eduardo que desearía, con todo mi corazón volverle a ver, que mi alma volvió a la «Granja de los
Tordos» a las veinticuatro horas de haber salido de ella, y que en ella está en este momento. Dile que
experimento el mayor afecto hacia él y hacia Catalina y que yo no
puedo hacer lo que hace mi alma (estaspalabras están subrayadas en la carta), aunque creo que tampoco nadie en esa casa tiene por qué esperarme.
Pero que Eduardo no piense que es por olvido o por falta de cariño. Que se figure lo que le parezca más
justo.
»El resto de esta carta va dirigido a ti. Contéstame, ante todo, a dos preguntas.
»La primera es ésta: ¿Cómo te las arreglabas para llevarte bien con todos cuando vivías aquí? Porque yo
no encuentro el modo de entenderme con los que me rodean.
»La segunda pregunta me interesa mucho: dime, Heathcliff, ¿es un ser humano? Y si lo es, ¿está loco?
¿O es un demonio? No hace falta que te explique los motivos de estas preguntas. Explícame tú, si puedes,
cuando vengas a verme, qué clase de ser es éste con el que me he casado. No me escribas, pero cuando
vengas procura que Eduardo te dé algún recado para mí.
»Te voy a relatar la acogida que me han hecho en la «Cumbres», mi nueva casa, al parecer. Te lo cuento
por entretenerme, no para quejarme de tales o cuales faltas de comodidad. ¡Si yo fuera lo único que hubiera
de malo y lo demás no existiera, creo que me pondría a bailar de jubilo!
»Al terminar de cruzar los pantanos, ya se ponía el sol debían ser sobre las seis. Heathcliff perdió media
hora en inspeccionar el parque y los jardines, con lo cual era ya de noche cuando nos apeamos en el patio
enlosado de la quinta. Vuestro antiguo criado, José, salió a recibirnos de un modo que habla muy alto de su
cortesía. Lo primero que hizo fue levantar hasta la altura de mi rostro la bujía que llevaba en la mano,
esbozar un guiño maligno, sacar hacia delante el labio inferior y volver la espalda. Después se hizo cargo
de los caballos, los llevó a la cuadra, y reapareció al fin para cerrar la puerta exterior, como si viviéramos
en un castillo antiguo.
»Heathcliff habló un rato con él, y yo entretanto entré en la cocina, que es una especie de sucia cueva que
probablemente no conocerías si volvieras a verla, pues ha cambiado mucho. Cerca del fuego estaba un niño
robusto, con aspecto de pilluelo, algo parecido a Catalina en los ojos y la boca.
»Debe ser el sobrino de Eduardo -pensé- y, por tanto, es pariente mío hasta cierto punto. Así que debo
darle la mano y besarle. Procuremos establecer desde el principio relaciones amistosas en esta casa.
»Me acerqué a él, y tratando de cogerle la mano, le dije:
,¿Cómo estás, queridito?
»El me replicó con unas palabras ininteligibles.
»-¿Seremos amigos, Hareton? -agregué.
»Me respondió con un juramento y añadió la amenaza de lanzar a
Tragón contra mí si no me marchaba.»-¡Arriba,
Tragón! -gritó el desventurado, azuzando a un perro que había en un rincón. Y añadió,mirándome-: ¿Qué? ¿Te marchas?
»El instinto de conservación me llevó a complacerle.
»Salí y esperé que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado alguno, y José, a quien le
pedí que me acompañase a mi cuarto, contestó:
»-¡Cha, cha, cha ... ! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta manera? ¡Qué chachareo! ¡Cualquiera la
entiende!
»-¡Digo que me acompañe a la casa! -grité, creyendo que sería sordo, y bastante enojada de su grosería.
»-¡Quiá! Tengo cosas más importantes que hacer. »Y siguió ocupándose en sus menesteres, moviendo las
mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi rostro. Creo que tanto como el primero tenía de
bonito debía tener el segundo de apenado.
»Di la vuelta al patio y llegué a otra puerta, a la que llamé, esperando que acudiese algún criado más
servicial.
Al poco rato, abrióse la puerta y apareció un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y tenía un
aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que caían hasta sus hombros desfiguraba su
semblante. Sus ojos parecían una reproducción de los de Catalina.
»-¿Qué quiere? -me preguntó-. ¿Quién es usted?
»-Mi nombre de soltera era Isabel Linton -repuse-. Ya me conoce usted. Me he casado hace poco con el
señor Heathcliff, que es quien me ha traído aquí, supongo que con el consentimiento de usted.
»-¿De manera que él ha vuelto? -preguntó el solitario, con un repentino fulgor en su mirada de lobo hambriento.
»-Sí -dije-, pero me dejó a la puerta de la cocina, y cuando quise entrar, su hijo me ahuyentó azuzando un
perro contra mí.
»-¡Veo que el maldito miserable ha cumplido su palabra! -rezongó el hombre mirando tras de mí como si
buscase a Heathcliff.
»Ya me arrepentía de haber llamado a aquella puerta y me disponía a marcharme, cuando él me mandó
pasar y cerró la puerta con llave. En la habitación había un gran fuego, que constituía la única iluminación
de la estancia. El suelo era de un tono gris y los platos que, siendo niña yo, me llamaban tanto la atencion
por su brillo, estaban cubiertos de polvo y de moho. Pregunté si podía llamar a la doncella para que me
llevase a mi habitación. Earnshaw no se dignó contestarme. Se paseaba con las manos en los bolsillos,
completamente ajeno a mi presencia al parecer, y tal era su profunda abstracción y tan misantrópico aspecto
presentaba, que no me atreví a importunarle ya más.
»No te extrañarás, Elena, cuando te diga que me sentí muy triste en aquel hogar inhospitalario, mil veces
peor que la sociedad, y, sin embargo, situado a solo cuatro millas de mi antigua y agradable casa, donde
habitan las únicas personas a quienes quiero en el mundo. Pero era lo mismo que si en lugar de cuatro
millas nos separara el océano. Un abismo infranqueable, en todo caso...
»La pena que más me angustiaba era la de no tener a quien recurrir para hallar un amigo o un aliado
contra Heathcliff. Por un lado, me alegraba de haber ido a vivir a «Cumbres Borrascosas» para no tener que
estar sola con él, por él sabía ya cómo era la gente de esta casa, y no temía que interviniese en nuestros
asuntos.
»Durante un prolongado y angustioso rato permanecí entregada a mis reflexiones. Sonaron las ocho, las
nueve, y mi acompanante continuaba entregado a su paseo, inclinando la cabeza sobre el pecho y
guardando absoluto silencio, excepto alguna amarga exclamación que se le escapaba de vez en cuando.
Procuré escuchar con la esperanza de oír en la casa la voz de alguna mujer, y me sentí embargada de tan
lúgubres angustias y tan dolorosos pensamientos, que al fin no pude contener una crisis de lágrimas. Ni yo
misma me di cuenta de cuánta era mi aflicción hasta que Earnshaw, sorprendido, se detuvo ante mí.
Aprovechando aquel instante, exclamé:
»-Estoy fatigada y quisiera descansar. ¿Quiere decirme, por favor, dónde está la doncella para ir a
buscarla, ya que ella no viene a buscarme a mí?
»-No tenemos doncella -repuso-. Tendrá usted que cuidarse a sí misma.
»-¿Y dónde voy a dormir? -dije, sollozando.
»El cansancio y la pena me habían hecho perder ya hasta la dignidad.
. »-José le enseñará el cuarto de Heathcliff -contestó-. Abra la puerta, y le hallará allí.
»Cuando iba a obedecerle, agregó, con singular acento:
»-Cierre la puerta con llave y cerrojo. No lo olvide.
»-¿Por qué, señor Earnshaw? -inquirí, ya que la idea de encerrarme con Heathcliff a solas no me seducía.
»-¡Mire esto! -contestó, sacando del bolsillo una pistola con una navaja de muelles de doble filo, que iba
unida al arma-. ¿Verdad que constituye una tentación para un hombre desesperado? Pues no hay ni una sola
noche que pueda dominar el deseo de ir a probarla a la puerta de Heathcliff. El día que la encuentre abierta,
es hombre perdido. Todas las noches lo hago inevitablemente, aunque antes no dejo de pensar en múltiples
razones que me aconsejan no efectuarlo. Hay sin duda algún demonio que quiere que le mate para
desbaratar mis propios planes. Procure usted, si ama a Heathcliff, luchar contra este demonio, porque,
cuando le llegue la hora, ni todos los ángeles del cielo reunidos podrían salvarle.
»Miré el arma con curiosidad, y un horrible pensamiento vino a mi mente: lo fuerte que yo me sentiría si
tuviese semejante artefacto en mi poder. La expresión, no de asombro, sino de codicia que mi cara adoptó
durante un segundo, asombró a aquel hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo había cogido
para examinarla, cerró la navaja y escondió el arma.
»-No me importa que le hable de esto -dijo-. Puede ponerle en guardia y velar por él. Ya veo que sabe usted
las relaciones que nos unen, puesto que no se espanta del peligro que él corre.
»-¿Qué le ha hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? -pregunté-. ¿No valdría más decirle que se
fuera?
»-¡No! ---clamó Earnshaw-. Si trata de abandonarme, le mato. Intente usted persuadirle de hacerlo y sera
usted responsable de su asesinato. ¿Cree usted que voy a perder todo lo mío sin esperanza de recuperarlo?
¿Cree que voy a consentir que Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo devuelva
todo, y luego le arrancaré también su sangre, y después el diablo se apoderará de su alma. ¡Cuando vaya al
infierno, éste se volverá mil veces más horrible con su presencia!
»Yo sabía por ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo estaba, por lo menos, la noche pasada.
Tal miedo me producía su proximidad, que hasta la aspereza de José me parecía agradable en comparación.
»Él volvió a sus silenciosos paseos, y yo entonces empuñé el picaporte y corrí a la cocina. José atendía la
lumbre, sobre la que había colgada una olla, y tenía a su lado un cuenco de madera con sopa de avena. El
contenido de la olla principiaba a hervir, y él dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el cazo.
Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena, resolví cocinar algo que resultara comestible, ya
que me sentía con apetito, y exclamé:
»-Voy a preparar la sopa.
»Le quité la vasija y comence a despojarme de la ropa de montar.
»-El señor Earnshaw agregué- me ha dicho que debo cuidarme yo misma. No voy a andar aquí con remilgos,
porque temo que me moriría de hambre.
»-¡Dios mío! -profirió-. ¡Si ahora que he conseguido acostumbrarme a los dos amos, voy a tener que
empezar a soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora, será cosa de marcharse! Creía que no
tendría que marcharme nunca de esta casa, pero no habrá más remedio que hacerlo.
»Me apliqué a la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no pude por menos que suspirar al recordar
las épocas en que tal trabajo hubiera sido un entretenimiento para mí. El recuerdo de las aventuras perdidas
me angustiaba, y a más angustia, más vivamente agitaba el batidor, y más deprisa caían en el agua los
puñados de harina. José contemplaba furioso cómo cocinaba yo.
»-¡Qué barbaridad! -comentaba-. Te quedas sin sopa esta noche. Hareton. ¡Otra vez! En su lugar, yo
echaría cazo y todo. Vamos, eche usted de una vez toda esa porquería, y así concluirá antes. ¡Sí, hombre,
sí! ¡Plaf! Me asombra que no se haya torcido el fondo del cacharro.
»El preparado que vertí en los tazones era, lo confieso, mucho menos que mediano. Había en la mesa
cuatro tazones y un jarro de leche. Hareton lo cogió, se lo aplicó a los labios y comenzó a beber dejando
caer parte por las comisuras de la boca. Yo le reprendí y le dije que la leche se bebía en vasos, y que yo no
la tomaría después de llevarse él el jarro a la boca. El viejo rufián se mostró muy enojado por mis
escrúpulos, y me aseguró con insistencia que el chico valía tanto como yo y que estaba sano. El chiquillo
continuaba sorbiendo y babeando y me miraba con acritud.
»-Me voy a cenar a otro sitio -dije-. ¿No hay aquí algo parecido a un salón?
»-¡Salón! -se mofó José-. No, no hay salón. Si nuestra compañía no le conviene, tiene la de los amos, y si
no le gusta la de los amos, la nuestra.
»-Me voy arriba -repuse-. Enséñeme una habitacion.
»Coloqué mi tazón en una bandeja y me fui a buscar más leche yo misma. El hombre se levanto a regañadientes
y me acompañó al piso superior. Llegamos al desván y me fue mostrando sus distintas divisiones.
»-Aquí hay un cuarto que no está mal para comer en él una sopa -dijo-. En ese rincón hay un montón de
trigo limpio. De todos modos, ponga encima el pañuelo si quiere preservar su elegante vestido.
»Aquel cuarto era una buhardilla oliente a cebada y a trigo, y contra las paredes se apilaban sacos de
cereal.
»-¡Vaya! -dije molesta-. No voy a dormir aquí. Muéstreme una alcoba.
»-¡Una alcoba! Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquélla es la mía.
»Y me mostró otro camarachón sólo distinto del primero porque había en él una cama baja y grande, sin
cortinas y con una colcha de color.
»-Su alcoba no me interesa -dije-. Enséñeme la alcoba del señor Heathcliff.
»-Haberlo dicho antes -replicó, como si le hubiese hablado de algo extraordinario-. Ya le hubiera
contestado que no perdiera el tiempo, puesto que es seguro que allí no le dejará entrar. Este hombre no
permite el paso a nadie.
»-¡Bonita casa y magníficos habitantes! -repuse-. Ya veo que la quinta esencia de la locura humana
invadió mi alma el día que me casé con ese hombre. En fin, ¡no importa!, otras habitaciones habrá. ¡Dese
prisa y muéstreme algún sitio donde poder instalarme!
»Bajó sin contestar y me llevó a una habitación que, por las trazas, debía ser la mejor. Había una buena
alfombra, aunque cubierta de polvo, una chimenea con una orla de papel pintado que se caía a pedazos, una
excelente cama de encina con cortinas carmesí modernas y costosas... Pero todo tenía el aspecto de haber
sido maltratadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier manera, medio arrancadas de sus anillas, y la
varilla metálica que las sustentaba estaba torcida, de modo que los cortinajes arrastraban por el suelo. Las
sillas estaban estropeadas y grandes desperfectos afeaban los papeles de los muros.
»Me disponía a posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a mi torpe guía:
»-Esta es la habitación del amo.
»Mientras, la cena se me había enfriado, el apetito se me había disipado, y se me había agotado la
paciencia. Insistí violentamente en que se me diese un sitio donde descansar.
»-¿Dónde demonios ... ? -comenzó el bendito viejo-. ¡Dios me perdone! ¿Dónde demonios quiere instalarse
usted? ¡Vaya una lata! Ya le he enseñado todo, menos el tabuco de Hareton. No hay en toda la casa
otro sitio donde dormir.
»Furiosa ya, tiré al suelo la bandeja y cuanto contenía. Después me senté en el descansillo de la escalera
y rompi a llorar.
»-¡Muy bien, señorita, muy bien! -dijo José-. Ahora, cuando el amo encuentre los restos de los cacharros,
verá la que se arma. ¡Qué mujer tan necia! Merece usted no comer hasta Navidad, ya que ha arrojado al
suelo el pan nuestro de cada día. Pero me parece que no le durarán mucho esos arranques. ¿Se figura que
Heathcliff le va a aguantar semejantes modales? No quisiera otra cosa sino que la hubiera visto en este
momento. Era bastante.
»Mientras me reprendía, cogió la vela, se dirigió a su cuchitril y me dejó sumida en tinieblas.
»Después de mi arrebato de cólera, medité y comprendí que era preciso dominar mi orgullo y procurar no
excitarme. Encontré un auxilio imprevisto en
Tragón, al que no tardé en reconocer como hijo de nuestroviejo
Espía. De cachorrillo había estado en la granja y mi padre se lo había regalado al señor Hindley.Debió conocerme, porque me frotó la nariz con su hocico como saludo, y luego empezó a comerse la sopa
derramada, mientras yo andaba por los peldaños cogiendo los cacharros que tirara y limpiando con el
pañuelo las manchas de leche de la baranda.
»Estábamos terminando la faena cuando sentíamos los pasos de Earnshaw en el pasillo. El perro encogió
la cola y se acurrucó contra la pared. Yo me deslicé por la puerta más cercana. El ruido de una caída
escaleras abajo y varios lastimeros aullidos me hicieron comprender que el perro no había podido esquivar
el encuentro. Earnshaw no me vio a mí; fui más afortunada. Pero un momento después llegó José con
Hareton, en cuyo cuarto yo me había refugiado, y me dijo:
»-Me parece que ya está la casa vacía. Queda sitio para las dos: usted y su soberbia. Ocúpelo y
permanezca con el que todo lo ve y todo lo sabe y no desprecia ni aun las malas compañías.
»Me instalé en una silla al lado del fuego, y a poco me dormí profundamente. Pero mi sueño, aunque
agradable, duró muy poco. Heathcliff al llegar me despertó y me preguntó amablemente qué hacía allí. Le
dije que no me había acostado todavía porque él tenía en el bolsillo la llave de nuestro cuarto. La expresión
“nuestro” le ofendió inmensamente. Juró que no era ni sería jamás mío, y dijo... Pero te hago gracia de su
lenguaje y de su comportamiento habitual. El procura excitar mi odio por todos los medios. Su modo de
obrar me produce a veces una estupefacción que me hace olvidar el terror que siento. Y eso que un tigre o
una serpiente no me atemorizarian mas que él. Me habló de la enfermedad de Catalina y culpó a mi
hermano de ser el causante de ella, agregándome que me considerase como si yo fuese el propio Eduardo a
efectos de vengarse...
»¡Le aborrezco! ¡Qué desgraciada soy y qué necia he sido! Pero no hables en casa de todo esto. Te
espero con ansia. No faltes.
Isabel.-
CAPÍTULO XIV
Tan pronto como leí la carta me fui a ver al amo y le dije que su hermana estaba en «Cumbres
Borrascosas» y que me había escrito interesándose por Catalina, manifestándome que tenía interés en verle
a él y que deseaba recibir alguna indicación de haber sido perdonada.
-Nada tengo que perdonarle -contestó Linton- Vete a verla si quieres, y dile que no estoy enfadado sino
entristecido, porque pienso, además, que es imposible que sea feliz. Pero que no piense que voy a ir a verla
Nos hemos separado para siempre. Sólo me haría rectificar si el puerco con quien se ha casado se marchara
de aquí.
-¿Por qué no le escribe unas líneas? -insinué suplicante.
-Porque no quiero tener nada en común con la familia Heathcliff -respondió.
Tal frialdad me deprimió infinitamente. En todo e tiempo que duró mi camino hacia las «Cumbres» no
hice más que pensar en la manera de repetir, suavizadas, a Isabel las palabras de su hermano. Dijérase que
ella había estado esperando mi visita desde primera hora. Al subir por la senda del jardín la distinguí detrás
de una persiana y le hice un signo con la cabeza, pero ella desapareció, como si desease que no se la viera.
Entré sin llamar, sin más dilación. Aquella casa, antes tan alegre, ofrecía un lúgubre aspecto de
desolación.
Creo que yo en el caso de mi señora hubiera procurado limpiar algo la cocina y quitar el polvo de los
muebles, pero el ambiente se había apoderado de ella. Su hermoso rostro estaba descuidado y pálido y tenía
desgarrados los cabellos. Al parecer, no se había arreglado la ropa desde el día antes.
Hindley no estaba. Heathcliff se hallaba sentado ante una mesa revolviendo unos papeles de su cartera.
Al verme me saludó con amabilidad y me ofreció una silla. Era el único que tenía buen aspecto en aquella
casa; creo que mejor aspecto que nunca. Tanto había cambiado la decoración, que cualquier forastero le
habría tomado a él por un caballero y a su esposa por una mendiga.
Isabel se adelantó impacientemente hacia mí, alargando la mano como si esperase recibir la carta que
aguardaba que le escribiese su hermano. Volví la cabeza negativamente. A pesar de todo, me siguió hasta el
mueble donde fui a poner mi sombrero, y me preguntó en voz baja si no traía algo para ella.
Heathcliff comprendió el objeto de sus evoluciones, y dijo:
-Si tienes algo que dar a Isabel, dáselo Elena. Entre nosotros no hay secretos.
-No traigo nada -repuse, suponiendo que lo mejor era decir la verdad-. Mi amo me ha encargado que diga
a su hermana que por el momento no debe contar con visitas ni cartas suyas. Le envía la expresión de su
afecto, le desea que sea muy feliz y le perdona el dolor que le causó. Pero entiende que debe evitarse toda
relación que, según dice, no valdría para nada.
La mujer de Heathcliff volvió a sentarse junto a la ventana. Sus labios temblaban ligeramente. Su esposo
se sentó a mi lado y comenzó a hacerme preguntas relativas a Catalina. Traté de contarle sólo lo que me
pareciera oportuno, pero él logró averiguar casi todo lo relativo al origen de la enfermedad. Censuré a
Catalina como culpable de su propio mal, y acabé manifestando mi opinión de que el propio Heathcliff
seguiría el ejemplo de Linton y evitaría todo trato con la familia.
-La señora Linton ha empezado a convalecer -termine-, pero aunque ha salvado la vida, no volverá nunca
a ser la Catalina de antes. Si tiene usted afecto hacia ella, no debe interponerse más en su camino. Es más:
creo que debería usted marcharse de la comarca. La Catalina Linton de ahora se parece a la Catalina
Earnshaw de antes como yo. Tanto ha cambiado, que el hombre que vive con ella sólo podrá hacerlo
recordando lo que fue anteriormente y en nombre del deber.
-Puede ser -respondió Heathcliff- que tu amo no sienta otros impulsos que los del deber hacia su mujer.
Pero ¿crees que dejaré a Catalina entregada a esos sentimientos? ¿Crees que mi cariño a Catalina es
comparable con el suyo? Antes de salir de esta casa has de prometerme que me proporcionarás una
entrevista con ella. De todos modos, la veré, quieras o no.
-Ni usted debe hacerlo -contesté-, ni podrá nunca contar conmigo para ello. La señora no resistiría otro
choque entre usted y el señor.
-Tú puedes evitarlo -dijo él- y, en último caso, si fuera así, me parece que habría motivos para apelar a un
recurso extremo. ¿Crees que Catalina sufriría mucho si perdiese a su marido? Sólo me contiene el temor de
la pena que ello pudiera causarle. Ya ves lo diferentes que son nuestros sentimientos. De haber estado él en
mi lugar y yo en el suyo, jamás hubiera osado alzar mi mano contra él. Mírame con toda la incredulidad
que quieras, pero es así. Jamás le hubiera arrojado de su companía mientras ella le recibiera con
satisfacción. Ahora que, apenas hubiera dejado de mostrarle afecto, ¡le habría arrancado el corazón y
bebido su sangre! Pero hasta ese momento, me hubiera dejado descuartizar antes que tocar un pelo de su
cabeza.
-Sí -le atajé-, pero le tiene sin cuidado a usted deshacer toda esperanza de curación volviendo a
producirle nuevos disgustos con su presencia.
-Tú bien sabes, Elena -contestó-, que no me ha olvidado. Te consta que por cada pensamiento que dedica
a Linton, me dedica mil a mí. Sólo dudé un momento: al volver, este verano. Pero sólo hubiera confirmado
tal idea si Catalina me declarase que era verdad. Y en ese caso, no existirían ya, ni Linton, ni Hindley, ni
nada... Mi existencia se resumiría en dos frases: condenación y muerte. La existencia sin ella sería un
infierno. Pero fui un estúpido al suponer, aunque fuese por un solo momento, que ella preferiría el afecto de
Eduardo Linton al mío. Si él la amase con toda la fuerza de su alma mezquina, no la amaría en ochenta
años tanto como yo en un día. Y Catalina tiene un corazón como el mío. Ante se podría meter el mar en un
cubo que el amor de ella pudiera reducirse a él. Le quiere poco más que a su perro o a su caballo. No le
amará nunca como a mí. ¿Cómo va a amar en él lo que no existe?
-Catalina y Eduardo se aman tanto como cualquier otro matrimonio -exclamó bruscamente Isabel-. Nadie
posee el derecho de hablar así, y no te consentiré que desprecies de esa forma a mi hermano en presencia
mía.
-También a ti tu hermano te quiere mucho, ¿no? -contestó Heathcliff despreciativamente-. Mira cómo se
apresura a dejarte abandonada a tu propia suerte.
-Porque ignora mi situación ya que no he querido decírselo... -repuso Isabel.
-Eso quiere decir que le has contado algo.
-Le escribí para anunciarle que me casaba. Tú mismo leíste la carta.
-¿No has vuelto a escribirle?
-No.
-Me duele ver lo desmejorada que está la señorita -intervine yo-. Se ve que le falta el amor de alguien,
aunque no esté yo autorizada para decir de quién.
-Me parece -repuso Heafficliff- que el amor que le falta es el amor propio. ¡Está convertida en una verdadera
fregona! Se ha cansado enseguida de complacerme. Aunque te parezca mentira, el mismo día de
nuestra boda ya estaba llorando por volver a su casa. Pero precisamente por lo poco limpia que es, se
sentirá a sus anchas en esta casa, y ya me preocuparé yo de que no me ridiculice escapándose de ella.
-Debía usted recordar -repliqué- que la señora Heathcliff está acostumbrada a que la atiendan y cuiden,
ya que la educaron, como hija única que era, en medio de mimos y regalos. Usted debe proporcionarle una
doncella y la debe tratar con benevolencia. Piense usted lo que piense sobre Eduardo, no tiene derecho a
dudar del amor de la señorita, ya que, si no, no hubiese abandonado, para seguirle, las comodidades en las
que vivía, ni hubiese dejado a los suyos para acompañarle en esta horrible soledad.
-Si abandonó su casa -argumentó él- fue porque creyo que yo era un héroe de novela y esperaba toda
clase de cosas de mi hidalga pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se comporta respecto a mi carácter y
tales ideas se ha formado sobre mí, que dudo en suponerla un ser dotado de razón. Pero empieza a
conocerme ya. Ha prescindido de las estúpidas sonrisas y de las muecas extravagantes con que quería
fascinarme al principio y noto que disminuye la incapacidad que padecía de comprender que yo hablaba en
serio cuando expresaba mis opiniones sobre su estupidez. Para averiguar que no la amaba tuvo que hacer
un inmenso esfuerzo de imaginación. Hasta temí que no hubiera modo humano de hacérselo comprender.
Pero, en fin, lo ha comprendido mal o bien, Puesto que esta mañana me dio la admirable prueba de talento
de manifestarme que he logrado conseguir que ella me aborrezca. ¡Te garantizo que ha sido un trabajo de
Hércules! Si cumple lo que me ha dicho, se lo agradeceré en el alma. Vaya, Isabel, ¿has dicho la verdad?
¿Estás segura de que me odias? Sospecho que ella hubiera preferido que yo me comportara ante ti con
dulzura, porque la verdad desnuda ofende su soberbia. Me tiene sin cuidado. Ella sabe que el amor no era
mutuo. Nunca la engañé a este respecto. No dirá que le haya dado ni una prueba de amor. Lo primero que
hice cuando salimos de la granja juntos fue ahorcar a su perro, y cuando quiso defenderle, me oyo expresar
claramente su deseo de ahorcar a todo cuanto se relacionara con los Linton, excepto un solo ser. Quiza
creyera que la excepción se refería a ella misma, y le tuviera sin cuidado que se hiciera mal a todos los
demás, con tal de que su valiosa persona quedase libre de mal. Y dime: ¿no constituye el colmo de la
mentecatez de esta despreciable mujer el suponer que yo podría llegar a amarla? Puedes decir a tu amo,
Elena, que jamás he tropezado con nadie más vil que su hermana. Deshonra hasta el propio nombre de los
Linton. Alguna vez he probado a suavizar mis experimentos para probar hasta dónde llegaba su paciencia,
y siempre he visto que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante mí. Agrega, para tranquilidad de
su fraternal corazón, que me mantengo estrictamente dentro de los límites que me permite la ley. Hasta el
presente he evitado todo pretexto que le valiera para pedir la separación, aunque, si quiere irse, no seré yo
quien me oponga a ello. La satisfacción de poderla atormentar no equivale al disgusto de tener que soportar
su presencia.
-Habla usted como hablaría un loco, señor Heathcliff -le dije-. Su mujer está, sin duda, convencida de
ello y por esa causa le ha aguantado tanto. Pero ya que usted dice que se puede marchar, supongo que
aprovechará la ocasión. Opino, señora, que no estará usted tan loca como para quedarse voluntariamente
con él.
-Elena -replicó Isabel, con una expresion en sus ojos que patentizaba que, en efecto, el éxito de su marido
en hacerse odiar había sido absoluto-: no creas ni una palabra de cuanto dice. Es un diablo, un monstruo, y
no un ser humano. Ya he probado antes a irme y no me ha dejado deseos de repetir la experiencia. Te
ruego, Elena, que no menciones esta vil conversación ni a mi hermano ni a Catalina. Que diga lo que
quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a Eduardo. Asegura que se ha casado conmigo para
cobrar ascendiente sobre mi hermano, pero antes de darle el placer de conseguirlo preferiré que me mate.
¡Así lo haga! No aspiro a otra felicidad que a la de morir yo o verle muerto a él.
-Todo eso es magnífico -dijo Heathcliff-. Si alguna vez te citan como testigo, ya sabes lo que piensa Isabel,
Elena. Anota lo que me dice: me conviene. No, Isabel, no... Siendo así que no estás en condiciones de
cuidar de ti misma, yo, como protector tuyo según la ley, debo ser el encargado de tenerte bajo mi guardia.
Y ahora, sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no: te he dicho que arriba. ¿No ves que
ese es el camino de la escalera?
La cogió de un brazo, la arrojó de la habitación, y al volver exclamó:
-No puedo ser compasivo, no puedo... Cuanto más veo retorcerse a los gusanos, más ansío aplastarlos, y
cuanto más los pisoteo, más aumenta el dolor...
-Pero, ¿sabe usted acaso lo que es ser compasivo? -respondí, mientras cogía precipitadamente el sombrero-.
¿Lo ha sido alguna vez en su existencia?
-No te vayas aún -dijo, al notar mis preparativos de marcha-. Escucha un momento. O te persuado a que
me procures una entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E inmediatamente. No me propongo causar
daño alguno. Ni siquiera molestar a Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra y
preguntarle si puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis horas rondando el jardín de la «Granja» y
hoy volveré, y siempre, hasta que logre entrar. Si me encuentro con Eduardo, no titubearé en golpearle
hasta dejarle incapacitado de impedirme la entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos
con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea necesario chocar con ellos o con tu señor? Y a ti
te es tan fácil. Yo te diría cuándo me propongo ir, tú podrías facilitarme la entrada, vigilar y después verme
marchar sin que tuvieses nada de que reprocharte.
Yo me negué a desempeñar tan bajo papel y le repetí su intención de volver a destruir la tranquilidad de
la señora Linton.
-Cualquier cosa le causa un trastorno enorme -le aseguré-. Está hecha un verdadero manojo de nervios.
No resistirá la sorpresa: estoy segura de que no... ¡Y no insista, señor, porque tendré que avisar de ello a mi
amo y él tomará disposiciones para impedir lo que se propone usted!
-Y yo a mi vez tomaré disposiciones para asegurarme de ti -dijo Heathcliff-. No saldrás de «Cumbres
Borrascosas» hasta mañana por la mañana. ¿Qué es eso de que Catalina no podrá resistir la sorpresa de
volver a verme? Además, no me propongo sorprenderla. Tú la puedes preparar y preguntarle si me permite
ir. Me has dicho que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre... ¡Cómo lo va a hacer si está
prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se imagina qué todos vosotros sois espías de su marido. Tengo la
evidencia de que estáis haciéndole la vida imposible. Sólo en el hecho de que le calle, percibo una prueba
de lo que siente. ¡Vaya una demostración de sosiego que es el que suele sentir angustias y preocupaciones!
¿Cómo diablos dejaría de sentirse trastornada viviendo en ese horrible aislamiento? Y, luego, ese
despreciable ser que la cuida «porque es su deber ... » «¡Su deber!» Antes germinaría en un tiesto una
semilla de roble que él logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados. Vaya: concluyamos.
¿Optas por quedarte aquí mientras yo me abro paso a la fuerza, entre Linton y sus criados, hasta Catalina?
¿O prefieres obrar amistosamente, como hasta ahora? Decídete pronto. Porque, si continúas encerrada en tu
obstinación, no tengo un minuto que perder.
Por mucho que argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder. Consentí en llevar a mi señora una
carta de Heathcliff, y en avisarle si ella accedía a verle aprovechando la primera ocasión en que Linton
estuviera fuera de casa. Yo me quedaría aparte y procuraría que la servidumbre no se diese cuenta de la
visita.
Ignoro si obré bien o mal. Tal vez mal. Pero yo me proponía con ello evitar otras violencias y hasta pensé
que acaso el encuentro produjese una reacción favorable en la dolencia de Catalina. Después, al recordar
los reproches que el señor Linton me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé algo más,
y me prometí finalmente que aquella traición, si así podía llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a
casa más triste de lo que había salido de ella y no muy resuelta a entregar la carta de Heathcliff a la señora
Linton.
-Ya veo venir al médico. Voy a bajar y a decirle que se encuentra usted mejor, señor Lockwood. Este
relato es un poco prolijo, y todavía durará otra mañana el contarlo.
-Prolijo y lúgubre -me dije mientras la buena señora bajaba a recibir al médico-. No es del estilo que yo
hubiera elegido para entretenerme. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Convertiré las amargas hierbas que me
propina la señora Dean en saludables medicinas, y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes ojos de
Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable que se me ocurriera enamorarme de esa joven y la hija resultase
una nueva edición de su madre!
CAPÍTULO XV
Ha pasado ya otra semana. Estoy más cerca, pues, de la salud y de la primavera. Ya he oído en todas sus
partes la historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo relato reproduciré, aunque procurando
extractarlo un poco. Pero conservaré su estilo, porque encuentro que narra muy bien y no me siento lo
bastante fuerte para mejorarlo.
La tarde que fui a «Cumbres Borrascosas» -siguió ella contándome- estaba tan segura como si lo hubiera
visto de que Heathcliff rondaba por los alrededores. Procuré no salir de casa, en consecuencia, ya que
llevaba su carta en el bolsillo y no quería exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla entregado.
Pero yo había resuelto no dársela a Catalina hasta que el amo no estuviese fuera, pues no sabía cómo iba a
reaccionar la señora. De modo que no se la entregué hasta tres días más tarde. Al cuarto, que era domingo,
se la llevé a su habitación cuando todos se marcharon para ir a la iglesia.
En la casa sólo habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas las puertas, pero aquel día
era tan agradable, que las dejamos abiertas. Y con objeto de cumplir mi misión encargué al criado que
fuese a comprar naranjas al pueblo para la señora. El criado se fue, y yo subí.
La señora Linton estaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía de blanco y llevaba un chal sobre los
hombros. Su espeso y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, reposaba en trenzas sobre sus
hombros. Había cambiado mucho, como yo dije a Heathcliff, pero, no obstante, cuando estaba serena,
ostentaba una especie de hermosura sobrenatural. En lugar de su antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una
melancólica dulzura. No parecía que mirase lo que le rodeaba, sino que contemplase cosas muy lejanas,
algo que no fuera ya de este mundo. Su rostro estaba aún pálido, pero no tan demacrado como antes, y el
aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba dolorosamente, despertaba más interés aún
hacia ella en los que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo claro que estaba condenada a
la muerte.
En el alféizar de la ventana había un libro, y el viento agitaba sus páginas. Debió ser Linton quien lo puso
allí, ya que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a pesar de que él intentaba distraerla por
todos los medios. Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente cuando estaba de buen
humor, aunque a veces dejaba escapar un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le impedía
continuar haciendo aquello que él pensaba que la distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara
entre las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que saliese, lo que él se apresuraba a hacer,
creyendo preferible en tales casos que estuviese sola.
Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton y el melodioso rumor del arroyo que regaba el valle
acariciaba dulcemente los oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor de la fronda
agitada por el viento apagaba el del fluir del arroyo. En «Cumbres Borrascosas» se escuchaba con gran
intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a una temporada de lluvias. Sin duda oyendo el
ruido del arroyo, Catalina debía estar pensando en «Cumbres Borrascosas», en el supuesto de que pensara y
oyera algo puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que estaba ausente de toda clase de cosas
materiales.
-Me han dado una carta para usted -le dije, depositándola en su mano, que tenía apoyada en la rodilla-.
Conviene que la lea enseguida, porque espera contestación. ¿Quiere que la abra?
-Sí -repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada.
La abrí. Era un mensaje brevísimo.
-Léala usted -proseguí.
Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo, y esperé, pero viendo que no prestaba atención
alguna, le dije:
-¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff.
Se sobresaltó y cruzo por sus ojos un relámpago que indicaba que luchaba para coordinar las ideas.
Cogió la carta, la repasó suficientemente, y suspiró al leer la firma. Pero no se había dado cuenta de su
contenido, porque al preguntarle qué contestación debía transmitir me miró con una expresion interrogativa
y angustiada.
-Quiere verla -repuse, adivinando lo que quería significarme-. Está esperando en el jardín con la mayor
impaciencia.
En tanto que yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín se erguía, estiraba las orejas, y luego,
desistiendo de ladrar y meneando la cola, daba a entender que quien se acercaba le era conocido. La señora
Linton se asomó a la ventana, y escuchó conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos en
el vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación harto fuerte para Heathcliff. Sin duda pensó que
yo no había cumplido mi promesa y resolvió confiar en su propia osadía.
Catalina miraba ansiosamente hacia la entrada de la habitación. Heathcliff, al principio, no encontraba el
cuarto, y la señora me hizo una señal para que fuera a recibirle, pero él apareció antes de que llegase yo a la
puerta, y un momento después ambos se estrechaban en un apretado abrazo.
Durante cinco minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y a besarla más veces que lo hubiese hecho
en toda su vida. En otra ocasión, mi señora habría sido la primera en besarle. Bien eché de ver que él sentía,
al verla, la misma impresión que yo, y que estaba convencido de que Catalina no recobraría más la salud.
-¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! -dijo, al cabo, con desesperación. Y la miró con tal
intensidad, que creí que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus ojos, aunque ardían de
angustia, permanecían secos.
-Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff -dijo Catalina, mirándole ceñuda-. Y
ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te compadezco. Has conseguido tu
objeto: me has matado. Tú eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo me muera?
Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero ella le sujetó por el
cabello y le forzó a permanecer en aquella postura.
-Quisiera tenerte así --dijo- hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que sufras. ¿Por qué no
has de sufrir? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de veinte años dirás
quiza: «Aquí está la tumba de Catalina Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado todo.
Luego he amado a otras muchas. Quiero más a mis hijos que lo que la quise a ella, y me apenará más morir
y dejarles que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?
-No me atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú -gritó él.
Había desprendido la cabeza de las manos de su amiga y le rechinaban los dientes.
La escena que ambos presentaban era singular y terrible. Catalina podía, en verdad, considerar que el
cielo sería un destierro para ella, a no ser que su mal carácter quedara sepultado con su carne perecedera.
En sus pálidas mejillas, sus labios exangües y sus brillantes ojos se pintaba una expresión rencorosa.
Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del cabello de Heathcliff, que había arrancado al aferrarle.
Él, por su parte, la había cogido ahora por el brazo, y de tal manera la oprimía, que, cuando la soltó,
distinguí cuatro huellas amoratadas en los brazos de Catalina.
-Sin duda te hallas poseída del demonio -dijo él con ferocidad- al hablarme de esa manera cuando te estás
muriendo. ¿No comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria como un hierro ardiendo, y que
seguiré acordándome de ellas cuando tú ya no existas? Te consta que mientes al decir que yo te he matado,
y te consta también que tanto podré olvidarte como olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico
egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del averno?
-Es que no descansaré en paz --dijo lastimeramente Catalina.
Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su corazón con tumultuosa irregularidad.
Cuando pudo dominar el frenesí que la embargaba, dijo mas suavemente:
-No te deseo, Heathcliff, penas más grandes que las que he padecido yo. Sólo quisiera que nunca nos
separáramos. Si una sola palabra mía te doliera, piensa que yo sentiré cuando esté bajo tierra tu mismo
dolor. ¡Perdóname: ven! Arrodíllate. Nunca me has hecho daño alguno. Si estás ofendido, ello me dolerá a
mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No quieres?
Heathcliff se recostó en el respaldo de la silla de Catalinay volvió el rostro. Ella se ladeó para poder
verle, pero él, para impedirlo, se volvió de espaldas, se acercó a la chimenea y permaneció callado.
La señora Linton le siguió con los ojos. Encontrados sentimientos nacían en su alma. Al fin, tras una
prolongada pausa, exclamó, dirigiéndose a mí:
-¿Ves, Elena? No es capaz de ceder un solo instante, ni aun tratándose de retardar el momento de mi
muerte. ¡Qué modo de amarme! Me da igual... Pero éste no es mi Heathcliff. Yo seguiré amándole como si
lo fuera, y será esa imagen la que llevaré conmigo, ya que ella es la que habita en mi alma. Esta prisión en
que me hallo es lo que me fatiga -añadió-. Estoy harta de este encierro. Ansío volar al mundo esplendoroso
que hay más allá de él. Lo vislumbro entre lágrimas y sufrimientos, y sin embargo, Elena, me parece tan
glorioso, que siento pena de ti, que te consideras satisfecha de estar fuerte y sana... Dentro de poco me
habré remontado sobre todos vosotros. ¡Y pienso que él no estará conmigo entonces! -continuó como si
hablase consigo misma-. Yo creía que él quería estar también conmigo en el más allá. Heathcliff, querido
mío, no quiero que te enfades... ¡Ven a mi lado, Heathcliff!
Se levantó y se apoyó en uno de los brazos del sillón. Heathcliff se volvió hacia ella con una expresión de
inmensa desesperanza en la mirada. Sus ojos, ahora húmedos, centelleaban al contemplarla, y su pecho se
agitaba convulsivamente. Un instante estuvieron separados; luego Catalina se precipitó hacia él, y él la
abrazó de tal modo, que temí que mi señora no saliera con vida de sus brazos. Cuando se separaron, ella
cayó como exánime sobre la silla, y Heathcliff se desplomó en otra inmediata. Me acerqué a ver si la señora
se había desmayado, y él, rechinando los dientes, echando espuma por la boca, me separó con furor. Me
pareció que no me hallaba en compañía de seres humanos. Traté de hablarle, pero no parecía entenderme, y
acabé apartándome llena de turbación.
Pero después Catalina hizo un movimiento, y esto me tranquilizó. Levantó la mano, cogió la cabeza de
Heathcliff, y acercó su mejilla a la suya. Heathcliff la cubrió de exasperadas caricias y le dijo, con un
acento feroz:
-Ahora me demuestras lo cruel y falsa que has sido conmigo. ¿Por qué me desdeñaste? ¿Por qué hiciste
traición a tu propia alma? No sé decirte ni una palabra de consuelo, no te la mereces... Bésame y llora todo
lo que quieras, arráncame besos y lágrimas, que ellas te abrasarán y serán tu condenación. Tú misma te has
matado. Si me querías, ¿con qué derecho me abandonaste? ¡Y por un mezquino capricho que sentiste hacia
Linton! Ni la miseria, ni la bajeza, ni aun la muerte nos hubieran separado, y tú, sin embargo, nos separaste
por tu propia voluntad. No soy yo quien ha desgarrado tu corazón. Te lo has desgarrado tú, y al
desgarrártelo has desgarrado el mío... Y si yo soy más fuerte, ¡peor para mí! ¿Para qué quiero vivir cuando
tú ... ? ¡Oh, Dios, quisiera estar contigo en la tumba!
-¡Déjame! -respondió Catalina sollozando-. Si he causado mal, lo pago con mi muerte. Basta. También tú
me abandonaste, pero no te lo reprocho y te he perdonado. ¡Perdóname tú también!
-¡Perdonarte cuando veo esos ojos y toco esas manos enflaquecidas! Bésame, pero no me mires. Sí; te
perdono. ¡Amo a quien me mata! Pero ¿cómo puedo perdonar a quien te mata a ti?
Callaron, juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en lágrimas. No sé si me equivoqué al suponer
que Heathcliff lloraba también, pero, en verdad, el caso no era para menos.
Yo me hallaba inquieta. Caía la tarde y se veía salir ya a la gente de la iglesia de Gimmerton y esparcirse
por el valle. El criado que enviara al pueblo estaba de regreso.
-El oficio religioso ha concluido -anuncié- y el señor volverá antes de media hora.
Heathcliff lanzo un juramento y abrazó más apretadamente aún a Catalina, que permaneció inmóvil. A
poco, distinguí a los criados, que avanzaban en grupo por el camino. El señor Linton les seguía a corta
distancia. Abrió por sí mismo la verja. Parecía extasiado en contemplar la hermosura de la tarde de verano
y aspirar sus dulces perfumes.
-Ya ha llegado -exclamé-. ¡Baje enseguida, por Dios! No encontrará usted a nadie en la escalera principal.
Ocúltese entre los árboles hasta que el señor haya entrado.
-Debo irme, Catalina -dijo Heathcliff separándose de sus brazos-. Pero, de no morirme, te volveré a ver
antes de que te hayas dormido... No me separare ni cinco yardas de tu ventana.
-No te irás -repuso ella, sujetándole con todas sus fuerzas-. No tienes por qué irte.
-Vuelvo antes de una hora seguró él.
-No te irás ni siquiera por un minuto -insistió la señora.
-Es forzoso que me vaya -repitió, alarmado, Heathcliff-. Linton estará aquí dentro de un momento.
Por su gusto, él se hubiera levantado y desprendido de ella a viva fuerza, pero Catalina le sujetó
firmemente, mientras pronunciaba expresiones entrecortadas. En su rostro se transparentaba una decidida
resolución.
-¡No! -gritó-. ¡No te vayas! Eduardo no nos hará nada. ¡Es la última vez, Heathcliff: me muero!
-¡Maldito necio! Ya ha llegado -exclamó Heathcliff dejándose caer otra vez en la silla-. ¡Calla, Catalina!
¡Calla, alma mía! Si me matase ahora, moriría bendiciéndole.
Y volvieron a unirse en un estrecho abrazo. Sentí subir a mi amo por la escalera. Un sudor frío bañaba mi
frente. Estaba horrorizada.
-¿Pero es que va usted a hacer caso de sus delirios? -dije a Heathcliff, fuera de mí-. No sabe lo que dice.
¿Es que se propone usted perderla aprovechando que le falta la razón? Levántese y márchese
inmediatamente. Este crimen sería el más odioso de cuantos haya cometido usted. Todos nos perderemos
por culpa suya: el señor, la señora y yo.
Grité y me retorcí las manos con desesperación. Al oírme gritar, el señor Linton se apresuró más aún. No
dejó de aliviar un tanto mi turbación el ver que los brazos de Catalina, dejando de oprimir a Heathcliff,
caían lánguidamente y su cabeza se inclinaba con laxitud.
«Se ha desmayado o se ha muerto -pensé-. Mejor. Vale más que muera que no que siga siendo una causa
de desgracias para todos los que la rodean.»
Eduardo, lívido de estupor y de ira al divisar al inesperado visitante, se lanzó hacia él. No sé lo que se
proponía. Pero Heathcliff le detuvo en seco poniéndole entre los brazos el inmóvil cuerpo de su esposa.
-Si no es usted un demonio -dijo Linton- ayúdeme primero a atenderla, y ya hablaremos después.
Heathcliff se marchó al salón y permaneció sentado. El señor Linton recurrió a mí, y entre los dos, con
grandes esfuerzos, logramos reanimar a Catalina. Pero había perdido la razón completamente: suspiraba,
emitía quejidos inarticulados y no reconocía a nadie. Eduardo, en su ansiedad por su esposa, se olvidó de su
odiado rival. Aproveché la primera oportunidad que tuve para pedirle que se fuese, afirmándole que
Catalina estaba un poco repuesta y que a la mañana siguiente le llevaría noticias suyas.
-Saldré de la casa -dijo él- pero permaneceré en el jardín. No te olvides de cumplir tu palabra mañana,
Elena. Estaré bajo aquellos pinos: tenlo en cuenta. De lo contrario, volveré, esté Linton o no.
Lanzó una rápida mirada por la puerta entreabierta de la alcoba, y al comprobar que, al parecer, yo no
había faltado a la verdad, se fue, librando a la casa de su malvada presencia.
CAPÍTULO XVI
A medianoche de aquel día nació la Catalina que usted ha conocido en «Cumbres Borrascosas»: una niña
de siete meses. Dos horas después moría su madre, sin haber llegado a recobrar el sentido suficiente Para
reconocer a Eduardo o echar de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de dolor por la
pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello: es demasiado doloroso. Aumentaba su disgusto, a lo que se
me alcanza, la pena de no tener un heredero varón. También yo lamentaba lo mismo mientras contemplaba
a la huerfanita y maldecía mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que en aquel caso fuese
heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a mi juicio, resultado lo más lógico.
Aquella niña llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita se hubiese muerto llorando en las
primeras horas de su existencia, a todos en aquel momento nos hubiera tenido sin cuidado. Más tarde
rectificamos, pero el principio de su vida fue tan lamentable como probablemente será su fin.
La mañana siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se filtraba a través de las persianas e
iluminaba el lecho y a la que en él yacía con un dulce resplandor.
Eduardo tenía los ojos cerrados y apoyaba la cabeza en la almohada. Sus hermosas facciones estaban tan
pálidas como las del cuerpo que yacía a su lado. Su rostro transparentaba una angustia infinita, y en
cambio, el rostro de la muerta reflejaba una paz infinita. Tenía los párpados cerrados y los labios
ligeramente sonrientes. Creo que un ángel no hubiese estado más bello de lo que ella lo estaba. Aquella
serenidad que emanaba de la difunta me contagió. Jamás sentí más serena mi alma que mientras estuve
contemplando aquella inmóvil imagen del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetí las palabras que
Catalina pronunciara poco antes: se había remontado sobre todos nosotros. Fuese que se encontrara en la
tierra todavía, o ya en el cielo su espíritu, indudablemente estaba con Dios.
Quizá sea una cosa peculiar mía, pero el caso es que muy pocas veces dejo de sentir una impresion
interna de beatitud cuando velo un muerto, salvo si algún afligido allegado suyo me acompaña. Me parece
apreciar en la muerte un reposo que ni el infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la
sensación de un futuro eterno y sin sombras. Sí; la Eternidad. Allí donde la vida no tiene límite en su
duración, ni el amor en sus transportes, ni la felicidad en su plenitud. Y entonces comprendí el egoísmo que
encerraba un amor como el de Linton, que de tan amarga manera lamentaba la liberación de Catalina.
Cierto es que, en rigor, teniendo en cuenta la agitada y rebelde vida que había llevado, cabía dudar de si
entraría o no en el reino de los cielos, pero la contemplación de aquel cadáver con su aspecto sereno
facilitaba toda vacilación.
-¿Usted cree -me preguntó la señora Dean- que personas así pueden ser felices en el otro mundo? Daría
algo por saberlo.
No contesté a la pregunta de mi ama de llaves, pregunta que me pareció un tanto poco ortodoxa. Y ella
continuó:
-Temo, al pensar en la vida de Catalina Linton, que no sea muy dichosa en el otro mundo. Pero, en fin,
dejémosla tranquila, ya que está en presencia de su Creador...
En vista de que el amo parecía dormir, me aventuré, poco después de salir el sol, a escaparme al exterior.
Los criados de la «Granja» se imaginaron que yo salía para desentumecer mis sentidos, fatigados de la
larga vela, pero en realidad lo que me proponía era hablar al señor Heathcliff, quien había pasado la noche
entre los pinos, y no debía haber sentido el movimiento en la «Granja», a no ser que hubiese oído el galope
del caballo del criado que enviáramos a Gimmerton. De estar más cerca, el movimiento de puertas y luces
le habría hecho probablemente comprender que pasaba algo grave. Yo sentía a la vez deseo y temor de
encontrarle. Por un lado, me urgia comunicarle la terrible noticia, y por otro no sabía de qué modo hacerlo
para no enojarle.
Le vi en el parque, apoyado contra un añoso fresno, sin sombrero, con el cabello empapado por el rocío
que, goteando desde las ramas, le iba empapando lentamente. Debía llevar mucho tiempo en aquella
postura, porque reparé en una pareja de mirlos que iban y venían a menos de tres pies de distancia de él,
ocupándose en construir su nido, y tan ajenos a la presencia de Heathcliff como si fuera un árbol. Al
acercarme, echaron a volar y él alzando los ojos, me dijo:
-¡Ha muerto! ¡Tanto esperar para acabar recibiendo esa noticia! Vamos, fuera ese pañuelo; no me vengas
con llantos... ¡Iros todos al diablo! ¿Para qué le valdrán ya vuestras lágrimas?
Yo lloraba tanto por él como por ella. Es frecuente compadecer a personas que son incapaces de
experimentar tal sentimiento hacia el prójimo y hasta hacia sí mismos. Al verle se me ocurrió que quizá
sabía ya lo sucedido y que se había resignado y rezaba, porque movía los labios y bajaba la vista.
-Ha muerto -contesté, secando mi llanto- y está en el cielo, adonde todos iríamos a reunirnos con ella si
aprovecháramos la lección y dejáramos el mal camino para seguir el bueno.
-¿Acaso ha muerto como una santa? Vaya. Cuéntame ¿Cómo ha muerto ... ? -preguntó sarcásticamente
Heathcliff.
Fue a pronunciar el nombre de la señora, pero la voz expiró en sus labios y se los mordió. Se notaba en él
una silenciosa lucha interna.
-¿Cómo ha muerto? -volvió a preguntar.
Noté que pese a toda su audacia insolente, se sentía más tranquilo teniendo a alguien a su lado. Un
profundo temblor recorría todo su cuerpo.
«¡Desdichado! -pensé-. Tienes corazon y nervios como cualquier otro. ¿Por qué ese empeño en
ocultarlos? ¡Tu soberbia no engañará a Dios! Le estás tentando a que te atormente y te humille hasta
hacerte estallar.
-Murió como un cordero -repuse.
Suspiró, hizo un movimiento como un niño al despertar y cayó aletargado. A los cinco minutos, sentí que
su corazón palpitaba fuerte... Y luego, nada...
-¿Habló de mí? -preguntó él, vacilante, como si temiera oír los detalles que me pedía.
-Desde que usted se separó de ella, no volvió en sí ni reconoció a nadie. Sus ideas eran confusas y había
retrocedido en sus pensamientos a los años de su infancia. Su vida ha concluido en un sueño dulce. ¡Así
despierte de la misma manera en el otro mundo!
-¡Así despierte entre mil tormentos! -gritó él con espantosa vehemencia, pateando y vociferando en un
brusco acceso de furor-. Ha sido falsa hasta el fin. ¿Dónde estás? En la vida imperecedera del cielo, no.
¿Dónde estás? Me has dicho que no te importan mis sufrimientos. Pero yo no repetiré más que una
plegaria: «¡Catalina! ¡Haga Dios que no reposes mientras yo viva!» Si es cierto que yo te maté, persígueme.
Se asegura que la víctima persigue a su asesino. Hazlo, pues, sigueme, hasta que me enloquezcas. Pero no
me dejes solo en este abismo. ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!
Apoyó la cabeza contra el árbol y cerró los ojos. No parecía un hombre sino una fiera acosada cuyas
carnes desgarran las armas de los cazadores. En el tronco del árbol distinguí varias manchas de sangre y sus
manos y frente estaban manchadas también. Escenas idénticas a aquélla debían haber sucedido durante la
noche. Más que compasión, sentí miedo, pero me era penoso dejarle en aquel estado. Él fue quien, al darse
cuenta de que yo seguía allí, me exhortó a que me fuera, lo que hice enseguida, puesto que no podía
consolarle ni devolverle la tranquilidad. Hasta el siguiente viernes -día en que había de celebrarse el
funeral- Catalina permaneció en su ataúd, en el salón, que estaba cubierto de plantas y flores. Todos menos
yo ignoraron que Linton pasó allí todo aquel tiempo sin descansar apenas un momento. A su vez, Heathcliff
pasaba fuera también, por lo menos las noches, sin reposar tampoco ni un minuto. El martes, aprovechando
un instante en que el amo, rendido de fatiga, se había retirado para dormir dos horas, abrí una de las
ventanas a fin de que Heathcliff pudiera dar a su adorada un último adiós. Aprovechó la oportunidad, y
entró sin hacer el más ligero ruido. Sólo pude darme cuenta de que había penetrado al apreciar lo
desordenado que estaban las ropas en torno al rostro del cadáver y al hallar en el suelo un rizo de cabello
rubio. Examinando con cuidado, comprobé que había sido arrancado de un dije que Catalina llevaba al
cuello, y sustituido por un negro mechón de los cabellos de Heathcliff. Yo uní ambos cabellos y los
introduje en el medallón.
Se invitó al señor Earnshaw a que acudiese al entierro de su hermana, pero no apareció ni se excuso
siquiera. A Isabel no se la avisó. De modo que el duelo estuvo compuesto, aparte de mi amo, solamente de
criados y colonos.
Con gran extrañeza de los labriegos, Catalina no fue enterrada en el panteón de la familia Linton, ni entre
las tumbas de los Earnshaw. Se abrió la fosa en un verde rincón del cementerio. El muro es tan bajo por
aquel lado, que los matorrales trepan sobre él y se inclinan sobre la tumba. Su esposo yace ahora en el
mismo sitio, y una sencilla lápida con una piedra gris al pie cubre el sepulcro de cada uno.
CAPÍTULO XVII
El día del sepelio fue el único bueno que hubo en aquel mes. Al anochecer comenzó el mal tiempo. El
viento cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que
hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores quedaron ocultas bajo la nieve, las
alondras enmudecieron, y las hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si hubieran sido
heridas de muerte. ¡Aquella mañana pasó muy triste y muy lúgubre! El señor no salió de su habitación. Yo
me instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras la mecía miraba caer la nieve a través de la
ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me enfurecí y me asombré.
Pensando al principio que era una de las criadas, grité:
-¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír?
-Perdona -contestó una voz que me era conocida-, pero sé que Eduardo está acostado y no he podido
contenerme.
Mientras hablaba, se acercó a calentarse junto a la lumbre, oprimiéndose los costados con las manos.
-He volado más que corrido desde las «Cumbres» aquí -continuó- y me he caído no sé cuántas veces. Ya
te lo explicaré todo. únicamente quiero que ordenes que enganchen el coche para irme a Gimmerton y qué
me busquen algunos vestidos en el armario.
La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía sobre los hombros y estaba empapada en
agua y en nieve. Llevaba el vestido que solía usar de soltera: un vestido descotado, de manga corta, y no
tenía cubierta la cabeza ni llevaba nada al cuello. En los pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo, tenía
una herida junto a una oreja, aunque no sangraba porque el frío congelaba la sangre, y su rostro estaba
blanco como el papel, y lleno de arañazos y magulladuras.
-¡Oh, señorita! -exclamé-. No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya cambiado esa ropa
mojada. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace falta enganchar el coche.
-Me iré aunque sea a pie -repuso-. Respecto a mudarme, está bien. Mira como sangro ahora por el cuello.
Con el calor, me duele.
Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas, se negó a que la
atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego ante una taza de té, y dijo:
-Siéntate, Elena. Quítame de delante a la niña de Catalina. No quiero verla. No creas que no me ha
afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos enfadadas, y no me
lo perdono. Esto bastaría para que no pudiese querer a ese ser odioso. Mira lo que hago con lo único que
llevo de él.
Se quitó de los dedos un anillo de oro y lo tiró.
-Quiero pisotearla y quemarla luego -dijo con rabia pueril.
Y arrojó la sortija a la lumbre.
-¡Así! Ya me comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de venir con tal de perturbar a Eduardo. No
me atrevo a quedarme por temor a que acuda esa idea a su malvada cabeza. Además, Eduardo no se ha
portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que
estaba levantado, me habría quedado en la cocina, para calentarme y pedirte que me llevases lo más
necesario a fin de huir de mi... ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba, furioso! ¡Si llega a
cogerme! Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él, porque, en ese caso, no me hubiera marchado hasta
ver cómo le aniquilaba.
-Hable más despacio, señorita -interrumpí-. De lo contrario, se le va a caer el pañuelo que le he puesto y
va a volver a sangrarle ese corte. Beba el te, respire y no se ría tanto. No va bien, ni con su estado ni con lo
ocurrido en esta casa.
-Tienes razón -repuso-. Pero oye cómo llora esa niña. Haz que se la lleven siquiera por una hora. No estaré
aquí mucho más tiempo.
Llamé a una criada, le entregué a la niña y pregunté a Isabel qué era lo que la había decidido a abandonar
«Cumbres Borrascosas» en una noche como aquélla, y por qué no quería quedarse.
-Debiera y quisiera hacerlo para atender y consolar a Eduardo y cuidar de la niña, ya que ésta es mi
verdadera casa. Pero Heathcliff no me dejaría. ¿Crees que soportaría el saber que yo estaba tranquila, y que
aquí reinaba la paz? ¡Se apresuraría a venir a perturbarnos! Estoy segura de que me odia tanto que no puede
soportar mi presencia. Cada vez que me ve, los músculos de su cara se contraen en una expresión de odio.
Ahora bien: como no puede soportarme, estoy segura de que no va a perseguirme a través de toda
Inglaterra. Así pues, debo irme muy lejos. Ya no deseo que me mate: prefiero que se mate él. Ha
conseguido extinguir mi amor. Ahora me siento libre. Sólo puedo recordar cómo le amaba, pero de un
modo vago, y aun imaginar como le amaría si... Pero no: aunque me hubiese adorado, no habría dejado de
mostrar su infernal carácter. Sólo un gusto tan pervertido como el de Catalina podía llegar a tener afecto
hacia este hombre. ¡Qué monstruo! Quisiera verle, completamente borrado del mundo y de mi memoria.
-Vamos, calle -le dije-. Sea más compasiva. Es un ser humano, al fin. Hay otros peores que él.
-No es un ser humano -repuso- y no tiene derecho a mi piedad. Le entregué mi corazón y después de
desgarrármelo me lo ha tirado a la cara. Los humanos sentimos con el corazón, Elena, y desde que desgarró
el mío, no me es posible sentir nada hacia él, ni sentiría nada, mientras él no muera, aunque llorase lágrimas
de sangre. ¡No, no soy capaz de sentir nada!
Isabel rompió a llorar. Pero se secó las lágrimas inmediatamente, y continuó:
-Te diré por qué tuve que huir. Llegué a excitar su ira hasta un extremo que sobrepasó Su infernal
prudencia y se entregó a violencias contra mí. Al ver que había logrado exasperarle, sentí cierta
satisfacción, luego despertó en mí el instinto de conservación, y huí. ¡Ojalá no vuelva a caer en sus manos
de nuevo!
»Como supondrás -prosiguió-, Earnshaw se proponía ir al entierro. No bebió -quiero decir que sólo se
emborrachó a medias- y así estuvo hasta las seis, en que se acostó. A las doce se levantó con lo que se
llama la resaca de la embriaguez: de un humor de perros, por tanto, y con tantas ganas de ir a la iglesia
como al baile. De modo que se sentó al fuego y empezó a beber. Heathcliff -¡me escalofría pronunciar su
nombre!- casi no apareció por casa desde el domingo. No sé si le daban de comer los duendes o quién. Pero
con nosotros no come hace una semana. Al apuntar el alba se encerraba en su habitación -¡como si temiese
que alguien buscara su agradable compañía!- y allí se entregaba a fervientes plegarias. Pero te advierto que
el dios que invocaba es sólo polvo y ceniza, y al invocarle lo confundía de extraña manera con el propio
demonio que le engendró a él. Terminadas estas magníficas oraciones -que duraban hasta enronquecer y
ahogársele la voz en la garganta- se iba inmediatamente camino de la «Granja». ¡Cómo que me extraña que
Eduardo no le haya hecho vigilar por un condestable! Por mi parte, aunque lo de Catalina me entristecía
mucho, me sentía como si tuviese una fiesta al disfrutar de tal libertad. Así que recuperé mis energías hasta
el punto de poder escuchar los sermones de José sin echarme a llorar y de poder andar por la casa con más
seguridad de la acostumbrada. José y Hareton son detestables hasta el punto de que la horrible charla de
Hindley me resultaba mejor que estar con ellos.
»Cuando Heathcliff está en casa -continuó diciendo Isabel- muchas veces tengo que reunirme con los dos
en la cocina, para no morirme de hambre y para no tener que vagar a solas por las lóbregas y solitarias
habitaciones. En cambio, ahora que no estaba, pude permanecer tranquilamente sentada ante una mesa al
lado del hogar, sin ocuparme del señor Earnshaw, que a su vez no se preocupa de mí. Ahora está más
tranquilo que antes, aunque más huraño aun, y no se enfurece si no se le provoca. José asegura que Dios le
ha tocado en el corazón y que se ha salvado como por la prueba del fuego. Pero, en fin, eso no me importa.
Anoche estuve en mi rincón leyendo hasta cerca de las doce. Me asustaba subir, y fuera se sentía caer la
nieve a torbellinos. Yo pensaba en el cementerio y en la fosa recién abierta. Tan pronto como separaba los
ojos del libro, la escena acudia a mi imaginación. En cuanto a Hindley, estaba sentado delante de mi, y
acaso pensara en lo mismo. Cuando estuvo suficientemente embriagado, dejó de beber, y permaneció dos o
tres horas sin despegar los labios. En la casa no se oía otro rumor que el del viento batiendo en las ventanas,
el chirrido de la lumbre y el chasquido que yo hacía a veces al despabilar la vela. Hareton y José debían
estar durmiendo. Yo me sentía muy triste, y de cuando en cuando suspiraba profundamente. De pronto, en
medio del silencio, se sintió el ruido del picaporte de la cocina. Sin duda la tempestad había hecho regresar
a Heathcliff más pronto de lo habitual. Pero como aquella puerta estaba cerrada con llave, hubo de desistir,
y le oímos dar la vuelta para entrar por la otra. Me levanté, casi sin poder sofocar la exclamación que
acudía a mis labios, lo que hizo que, mi compañero se volviera y me mirara.
»-Si no tiene usted nada que objetar -me dijo- haré esperar a Heathcliff cinco minutos.
-Por mí puede usted hacerle esperar toda la noche repuse-. ¡Ea, eche la llave y corra el cerrojo!
»Earnshaw lo hizo así antes de que el otro llegase a la puerta principal. Luego acercó su silla a la mesa, y
me miró como si quisiera hallar en mis ojos un reflejo del ardiente odio que llameaba en los suyos. Claro
está que como él en aquel momento tenía la expresión y los sentimientos de un asesino, no pudo hallar
completa correspondencia en mi mirada, pero aun así encontró en ella lo suficiente para animarle.
»-Usted y yo -expuso- tenemos cuentas que arreglar con el hombre que está ahí fuera. Si no fuésemos cobardes,
podríamos ponernos de acuerdo para la venganza. ¿Es usted tan mansa como su hermano y está
dispuesta a sufrir eternamente sin intentar desquitarse?
»-Estoy harta de soportarle -repliqué-, pero emplear la traición y la violencia es exponerse a emplear un
arma de dos filos con la que puede herirse el mismo que las maneja.
»-¡La traición y la violencia son los medios que ha de utilizarse con quien emplea violencia y traición!
-gritó Hindley-. Señora Heathcliff: no necesito de usted sino de que no intervenga ni grite. ¿Se siente capaz
de hacerlo? Creo que debiera usted experimentar tanto placer como yo en asistir a la muerte de ese
demonio. Él acarreará, de lo contrario, la muerte de usted y la ruina mía. ¡Maldito sea! ¡Está llamando a la
puerta como si fuera el amo! Prométame estar callada, y antes de que dé la una aquel reloj -y sólo faltan
tres minutos- habrá quedado usted libre de ese hombre.
»Hablando de este modo, sacó el instrumento que te he descrito otra vez, Elena, y se dispuso a apagar la
vela, pero yo se lo impedí.
»-No callaré -le dije-. No le toque. ¡Deje la puerta cerrada, pero no le haga nada!
»-¡Estoy resuelto y cumpliré lo que me propongo!-exclamó Hindley-. Haré justicia a Hareton y un favor
a usted misma, aunque no quiera. Y ni siquiera tiene usted que preocuparse de salvarme. Catalina ya no
vive, y nadie tiene por qué avergonzarse de mí. Ha llegado el momento de acabar.
»Tan fácil como con él me hubiera sido luchar con un oso o razonar con un perturbado. Sólo me quedaba
una solución. Correr a la ventana y avisar a la presunta víctima.
»-Mejor sera que no insistas en entrar -le avisé desde la ventana-. Si lo haces, el señor Earnshaw está dispuesto
a dispararte un tiro.
»-Más te valdría abrirme la puerta -replicó Heathcliff, añadiendo algunas “galantes” expresiones que más
vale no repetir.
»-Bien: pues allá tú -repliqué-. Yo he hecho lo que debía. Ahora, entra y que te mate si quiere.
»Cerré la ventana y me volví junto a la lumbre sin afectar por su suerte una hipócrita ansiedad que estaba
muy lejos de sentir. Earnshaw, furioso, me increpó con violencia, acusándome de cobarde y diciéndome
que aún amaba al villano. Pero en lo que yo pensaba en el fondo, sin sentir remordimiento alguno de
conciencia, era en lo muy conveniente que sería para Earnshaw que Heathcliff le librara del peso de la vida
y en lo muy conveniente que sería para mí que Hindley me librase de Heathcliff. Mientras yo reflexionaba
sobre estos temas, el cristal de la ventana saltó en pedazos, y a través del agujero apareció el negro rostro
de aquel hombre. Pero como el batiente era demasiado estrecho para que pasase, sonreí, pensando que me
hallaba a salvo de él. Heathcliff tenía el cabello, y la ropa cubiertos de nieve, y sus dientes agudos como los
de un antropófago brillaban en la oscuridad.
»-Abreme, Isabel, o te arrepentirás -rugió.
»-No quiero cometer un crimen -repuse-. El señor Hindley te espera con un cuchillo y una pistola.
» -Ábreme la puerta de la cocina -respondió.
»-Hindley llegará antes que yo -alegué-. ¡Poco vale ese cariño que tienes hacia Catalina, cuando no
arrostras por él un poco de nieve! En tu lugar, Heathcliff, yo iría a tenderme sobre su tumba como un perro
fiel. ¿No es verdad que ahora te parece que no vale la pena vivir? Me has hecho comprender que Catalina
era la única alegría de tu vida. No sé cómo vas a poder existir sin ella.
»-¡Ah! -exclamó Hindley dirigiéndose hacia mi-. ¿Está ahí Heathcliff? Si logro sacar el brazo podré...
»Temo que me consideres como una malvada, Elena. El caso es que yo no hubiera contribuido a que
atentaran contra la vida de aquel hombre por nada del mundo. Pero confieso que experimenté una
desilusión cuando alargó el brazo hacia Earnshaw a través de la ventana y le arrancó el arma.
»Al hacerlo, la pistola se disparó y el cuchillo fue a cerrarse clavándose en la mano de su propio dueño.
Heathcliff se lo quitó a viva fuerza, sin cuidarse de que, al hacerlo, el filo desgarraba la carne de Hindley.
Después, con una piedra rompió las maderas de la ventana y pudo pasar. Su adversario, agotado por el
dolor y por la pérdida de sangre, había caído desvanecido. El miserable le pateó y pisoteó y le golpeó
fuertemente la cabeza contra el suelo, mientras me sujetaba con la otra mano para impedirme que llamara a
José. Le costó un verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin aliento, lo arrastró y comenzó
a vendarle la herida con brutales movimientos, maldiciéndole y escupiéndole a la vez con tanta violencia
como antes le había pateado. Entonces, al soltarme, corrí a buscar al viejo, quien me comprendió enseguida
y bajó las escaleras a saltos.
»-¿Qué pasa? -preguntó.
»-Pasa que tu amo está loco -respondió Heathcliff-, y que como siga así le haré encerrar en un manicomio.
Y tú, perro, ¿cómo es que me has cerrado la puerta? ¿Qué rezongas ahí? Ea, no voy a ser yo quien le
cure. Lávale eso, y ten cuidado con las chispas de la bujía. Ten en cuenta que la mitad de la sangre de este
hombre está convertida en aguardiente.