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william hill

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jueves, 15 de abril de 2010

CUMBRES BORRASCOSAS -- 1ªparte

Emily Brontë

Cumbres Borrascosas

CAPÍTULO PRIMERO

He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a

inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más

agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros.

Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía

que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus

ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

-¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

-Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la

«Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.

-Puesto que la casa es mía -respondió apartándose de mí- no hubiese consentido que nadie me molestase

sobre ella, si así se me antojaba. Pase.

Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la

puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel

sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena

de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:

-¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!

Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él.

Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas

sus hojas por el ganado.

José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y,

mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro

divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.

A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El

nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no

faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el

hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El

edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes

guardacantones.

Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton

Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la

inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise

aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como

instándome a que entrase de una vez o me marchara.

Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras

piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en

el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no

pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas

de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles

curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y

unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa

y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.

En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.

Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón

corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan

en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía

las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era

erguido y gallardo.

Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de

ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber

disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.

Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su

mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.

Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece

dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer

bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar

mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro

avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada

de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y

suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.

Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa

cuánto error hay en ello.

Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se

acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un

gruñido gutural.

-Déjela -dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está

hecha a caricias ni se la tiene para eso.

Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:

-¡José!

José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca.

Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de

sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una

ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se

precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en

acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones

en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme

con el hurgón de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.

Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no

se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas,

rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos

golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella,

agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.

-¿Qué diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario

acontecimiento.

-De diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más

espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre

un rebaño de tigres.

-Nunca se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de

vino?

-No, gracias.

-¿Le han mordido?

-En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.

-Vaya, vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino.

En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen.

¡Ea, a su salud!

Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y

correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones

de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo

menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo

que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que

repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido

volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi

casa.

CAPÍTULO II

Ayer por la tarde hizo frío y niebla. Primero dudé entre quedarme en casa, junto al fuego, o dirigirme, a

través de cenagales y yermos, a «Cumbres Borrascosas».

Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves, a la que acepté al

alquilar la casa como si fuese una de sus dependencias, no comprende, o no quiere comprender, que ¿eseo

comer a las cinco), al subir a mi cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y esforzándose

en extinguir las llamas mediante masas de ceniza con las que levantaba una polvareda infernal. Semejante

espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y tras una caminata de cuatro millas llegué a casa de Heathcliff

en el preciso instante en que comenzaban a caer los primeros copos de una nevada semilíquida.

El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida, y el viento

estremecía de frío todos mis miembros.

Al ver que mis esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos, saltó la

valla, avancé por el camino bordeado de groselleros, y golpeé con los nudillos la puerta de la casa, hasta

que me dolieron los dedos. Se oía ladrar a los canes.

«Vuestra imbécil inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de vuestros

semejantes, ¡bellacos! -murmuré mentalmente-. Lo menos que se puede hacer es tener abiertas las puertas

durante el día. Pero no me importa. He de entrar.»

Tomada esta decisión, sacudí con fuerza la aldaba. La cara de vinagre de José apareció en una ventana

del granero.

-¿Qué quiere usted? -preguntó-. El amo está en el corral. Dé la vuelta por el ángulo del establo.

-¿No hay quien abra la puerta?

-Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando hasta la noche. Sería

inútil.

-¿Por qué? ¿No puede usted decirle que soy yo?

-¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? -replicó, mientras se retiraba.

Espesábase la nieve. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y

llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un

patio embaldosado en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el

día anterior fui introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la que

estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de ver a «la señorita», persona de cuya

existencia no había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a

sentarme. Ella me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola palabra.

-¡Qué tiempo tan malo! -comenté-. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las

consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo hacerme oír.

Ella no movió los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con otra mirada tan fría, que

resultaba molesta y desagradable.

-Siéntese -gruñó el joven-. Heathcliff vendrá enseguida.

Obedecí, carraspeé y llamé a Juno, la malvada perra, que esta vez se dignó mover la cola en señal de que

me reconocía.

-¡Hermoso animal! -empecé-. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos, señora?

-No son míos -dijo la amable joven con un tono aún más antipático que el que hubiera empleado el

propio Heathcliff.

-Entonces, ¿sus favoritos serán aquéllos? -continué, volviendo la mirada hacia lo que me pareció un cojín

con gatitos.

-Serían unos favoritos bastante extravagantes -contestó la joven desdeñosamente.

Desgraciadamente, los supuestos gatitos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a

carraspear, me aproxime al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la tarde.

-No debía usted haber salido -dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros

pintados que había en la chimenea.

A la claridad de las llamas, pude distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas

había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiese

contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su

delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable.

Por fortuna para mi sensible corazon, aquella mirada no manifestaba en aquel momento más que desdén y

una especie de desesperación, que resultaba increíble en unos ojos tan hermosos.

Como los tarros estaban fuera de su alcance, fui a ayudarla, pero se volvió hacia mí con la airada

expresion de un avaro a quien alguien pretendiera ayudarle a contar su oro.

-No necesito su ayuda -dijo-. Puedo cogerlos yo sola.

-Dispense -me apresuré a contestar.

-¿Está usted invitado a tomar el té? -me preguntó. Se puso un delantal sobre el vestido y se sentó.

Sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había sacado del tarro.

-Tomaré una taza con mucho gusto -repuse.

-¿Está usted invitado? -repitió.

-No -dije, sonriendo-; pero nadie más indicado que usted para invitarme.

Echó el té, con cuchara y todo, en el bote, volvió a sentarse, frunció el entrecejo, e hizo un pucherito con

los labios como un niño a punto de llorar.

El joven, durante esta charla, se había puesto un andrajoso gabán, y en aquel momento me miró como si

hubiese entre nosotros un resentimiento mortal. Yo dudaba de si aquel personaje era un criado o no.

Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de los detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una

clase superior. Su cabellera castaña estaba desgreñadísima, su bigote crecía descuidadamente y sus manos

eran tan toscas como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes ni el modo que tenía de tratar a la

señora eran los de un criado. En la duda, preferí no conjeturar nada sobre él.

Cinco minutos después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta situación en que me veía

situado.

-Como ve, he cumplido mi promesa -dije con acento fingidamente jovial- y temo que el mal tiempo me

haga permanecer aquí media hora, si quiere usted albergarme durante ese rato...

-¿Media hora? -repuso, mientras se sacudía los blancos copos que le cubrían la ropa-. ¡Me asombra que

haya elegido usted el momento de una nevada para pasear! ¿No sabe que corre el peligro de perderse en los

pantanos? Hasta quienes están familiarizados con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no es

probable que el tiempo mejore.

-Acaso uno de sus criados pudiera servirme de guía. Se quedaría en la «Grania» hasta mañana. ¿Puede

proporcionarme uno?

-No, no me es posible.

-Pues entonces habré de confiar en mis propios medios...

-¡Hum!

-¿Qué? ¿Haces el té o no? -preguntó el joven del abrigo haraposo, separando su mirada de mí, para

dirigirla a la mujer.

-¿Le damos a ese señor? -preguntó ella a Heathcliff.

-Vamos, termina, ¿no?

Había hablado de una forma que delataba una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde aquel

momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como un individuo extraordinario.

Cuando el té estuvo preparado, Heathcliff dijo:

-Acerque su silla, señor Lockwood.

Todos nos sentamos a la mesa, incluso el burdo joven. Un silencio absoluto reinó mientras comíamos.

Me pareció que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado, debía ser también quien lo disipase.

Aquella taciturnidad que mostraban no debía ser su modo habitual de comportarse. Por lo tanto, comenté:

-Es curioso el considerar qué ideas tan equivocadas solemos formar a veces sobre el prójimo. Mucha

gente no podría imaginar que fuese feliz una persona que llevara una vida tan apartada del mundo como la

suya, señor Heathcliff. Y, sin embargo, usted es dichoso, rodeado de su familia, con su amable esposa, que,

como un ángel tutelar, reina en su casa y en su corazón...

-¿Mi amable esposa? -interrumpió con diabólica sonrisa-. ¿Y dónde está mi amable esposa, señor?

-Hablo de la señora de Heathcliff --contesté, molesto.

-¡Ah, ya! Quiere usted decir que su espíritu, después de desaparecido su cuerpo, se ha convertido en mi

ángel de la guarda, y custodia «Cumbres Borrascosas». ¿No es eso?

Me di cuenta de la necedad que había dicho y quise rectificarla. Debía haberme dado cuenta de la mucha

edad que llevaba a la mujer, antes de suponer como cosa segura que fuera su esposa. Él contaba alrededor

de cuarenta años, y en esa edad en que el vigor mental se mantiene incólume, no se supone nunca que las

muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En cuanto a la

joven, no representaba arriba de diecisiete años.

De pronto, como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El grosero personaje que se sienta a mi lado,

bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su marido. Éstas son las

consecuencias de vivir lejos del mundo: ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay otros

que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su

elección.»

Una ocurrencia tal podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un aspecto

casi repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era pasablemente agradable.

-Esta joven es mi nuera -dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones. Y, al decirlo, la miro con

expresión de odio.

-Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada, es usted -comenté, volviéndome hacia mi vecino.

Con esto mis palabras acabaron de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con evidente intención

de atacarme. Pero se contuvo, y desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, pero de la que

tuve a bien no darme por aludido.

-Anda usted muy desacertado -dijo Heathcliff-. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser dueños de la

buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he dicho que era mi nuera, debe

ser que estaba casada con mi hijo.

-De modo que este joven, es...

-Mi hijo, desde luego, no.

Y Heathcliff sonrió, como si fuera un disparate atribuirle la paternidad de aquel oso.

-Mi nombre es Hareton Earnshaw -gruñó el otro y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto.

-Creo haberlo respetado -respondí, mientras me reía íntimamente de la dignidad con que había hecho su

presentación aquel extraño sujeto.

Él me miró durante tanto tiempo y con tal fijeza, que me hizo experimentar deseos de abofetearle o de

echarme a reir en sus propias narices. Comenzaba a sentirme a disgusto en aquel agradable círculo familiar.

Tan ingrato ambiente neutralizaba el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver en

mi vida.

Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la ventana para ver

el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable: la noche caía prematuramente y torbellinos de

viento y nieve barrían el paisaje.

-Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa -exclamé, incapaz de contenerme-. Los

caminos deben estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es imposible ver a un pie de

distancia.

-Hareton -dijo Heathcliff-, lleva las ovejas a la entrada del granero, y pon un madero delante. Si pasan la

noche en el corral, amanecerán cubiertas de nieve.

-¿Cómo me arreglaré? continué, sintiendo que mi irritación aumentaba.

Pero nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José, que traía

comida para los perros, y a la señora Heathcliff que, inclinada sobre el fuego, se entretenía en quemar un

paquete de fósforos que habían caído de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio.

José, después de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales, gruñó:

-Me maravilla que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido... Pero con usted

no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará yéndose al infierno de cabeza,

como su madre.

Creí que aquel comentario iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme propósito de

darle de puntapiés y obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me adelantó

-¡Viejo hipócnta! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te advierto que se lo

pediré al demonio como especial favor si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira -agregó, sacando un libro

de un estante-: Cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y,

para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de la bondad de

la Providencia...

-¡Cállese, perversa! -clamó el viejo-. ¡Dios nos libre de todo mal!

-¡Estás condenado, réprobo! Sal de aquí si no quieres que te haga un mal de veras. Voy a modelar

muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se extralimite .... ya verás lo que

le haré... Se acordará de mí... Vete... ¡Que te estoy mirando!

Y la linda bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió precipitadamente, rezando y

temblando, mientras murmuraba:

-¡Malvada, malvada!

Presumí que la joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre y, en cuanto nos quedamos solos,

quise interesarla en mi cuita.

-Señora Heathcliff -dije con seriedad-: perdone que la moleste. Una mujer con una cara como la de usted

tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún jalón de límite de propiedades que me

sirvan para conocer el camino de mi casa. Tengo tanta idea de por donde se va a ella como la que usted

pueda tener de por donde se va a Londres.

-Vuélvase por el mismo camino que vino -me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante sí el

libro y una bujía-. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro mejor.

-En ese caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en un hoyo lleno de nieve,

¿no le remorderá la conciencia?

-¿Por qué había de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la

verja.

-¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para conveniencia mía, en una noche como ésta.

No le pido que me enseñe el camino, sino que me lo indique de palabra o que convenza al señor Heathcliff

de que me proporcione un guía.

-¿Un guía? En la casa no hay nadie más que él mismo, Hareton, Zillah, José y yo. ¿A quién elige usted?

-¿No hay mozos en la granja?

-No hay más gente que la que le digo.

-Entonces me veré obligado a quedarme hasta mañana.

-Eso es cosa de usted y de Heathcliff. Yo no tengo nada que ver con eso.

-Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos -gritó la voz de Heathcliff

desde la cocina-. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con Hareton o con

José en la misma cama.

-Puedo dormir en este cuarto en una silla -repuse.

-¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga guardia en la

plaza cuando yo no estoy de servicio -dijo el miserable.

Mi paciencia llegó a su límite. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al salir tropecé con

Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y mientras la buscaba, presencié

una muestra del modo que tenían de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al

principio se sentia inclinado a ayudarme, porque les dijo:

-Le acompañaré hasta el parque.

-Le acompañarás al diablo -exclamó su pariente, señor o lo que fuera-. ¿Quién va a cuidar entonces de

los caballos?

-La vida de un hombre vale más que el cuidado de los caballos... -dijo la señora Heathcliff con más

amabilidad de la que yo esperaba-. Es necesariamente preciso que vaya alguien...

-Pero no lo haré por orden tuya -se apresuró a responder Hareton-. Más valdrá que te calles.

-Bueno, pues entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff

no encuentre otro inquilino para su «Granja» hasta que ésta se caiga a pedazos! -dijo ella con malignidad.

-¡Está echando maldiciones! -murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento.

El viejo estaba sentado y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité y diciéndole que se la

devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas.

-¡Señor, señor, me ha robado la linterna! -gritó el viejo corriendo detrás de mí-. ¡Gruñón, Lobo! ¡Duro

con él!

Cuando yo abría la puertecilla a la que me había dirigido, dos peludos monstruos se arrojaron a mi

garganta, haciéndome caer. La luz se apagó. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo.

Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover las colas. Pero

no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les

antojó. Cuando estuve de pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles

responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su desordenada

violencia evocaban los del rey Lear.

En mi exaltación nerviosa, comencé a sangrar por la nariz. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No sé

cómo hubiera terminado todo aquello, a no haber intervenido una persona más serena que yo y más

bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo

que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de su artillería verbal contra

el mozo.

-No comprendo, señor Earnshaw -exclamó-, qué resentimientos tiene usted contra ese semejante suyo.

¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre

muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chist, chist! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a

curarle. Quieto, quieto...

Mientras hablaba así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a

la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de

regocijo, nos seguía.

El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre

aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y entró en una habitación

interior. La criada, después de traerme la bebida, que me entonó mucho, me condujo a un dormitorio.

CAPÍTULO III

Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer

ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba

que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y

que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades.

En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y

busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas

laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de

una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada

miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya

pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.

Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba

a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa.

Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la

pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían

a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el

apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff »

o «Catalina Linton».

Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw,

Heathcliff, Linton ... » Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad

una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé,

esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de

la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el

ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un

ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y

sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de

veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era

escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no

siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de

comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer,

retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir,

descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos

trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su

letra.

«¡Qué domingo tan malo! -decía uno de los párrafos--. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí ... !

Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos:

esta tarde comenzamos a hacerlo...

»En todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras

Hindley y su mujer permanecian abajo sentados junto a la lumbre -estoy segura de que, aunque hiciesen

algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias- a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos

ordenaron que cogiesemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José

inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza

resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la

desfachatez de decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las tardes de los domingos nos dejan

jugar pero cualquier pequeñez, una simple risa, es motivo para que nos pongan castigados en un rincon

oscuro.

» “Os olvidáis de que aquí hay un jefe -suele decir el tirano-. Al que me saque de mis casillas, le aplasto.

Quiero seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca: tírale de los pelos; le he oído

castañetear los dedos”. Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su

esposo, y los dos empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos

acomodamos, como Dios nos dio a entender, en el hueco que forma el aparador. Colgué nuestros delantales

ante nosotros como si fueran una cortina, pero apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y

pegándome una bofetada, sermoneó:

» “El amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en

vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos,

que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.”

»Mientras nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera

que un rayo de la claridad del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar tal ocupación

que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros

piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.

» “¡Señor Hindley, mire! -gritó José-. La señorita Catalina ha roto las tapas de La armadura de salvación

y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de El camino de perdición. No es posible dejarles

seguir siendo así. ¡Oh! El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. ¡Pero cómo nos falta!”

»Hindley se lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos echó a la

cocina. Allí José nos aseguró que el diablo vendría a buscarnos con toda certeza y nos obligó a sentarnos en

distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido

personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante, y abrí un poco la puerta para tener luz y

poder escribir, pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso

apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena

idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del diablo se ha realizado, y entretanto

nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del viento y de la lluvia.»

El plan de Catalina debió realizarse, porque el siguiente comentario variaba de tema, y adquiría tono de

lamentación.

«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de

que no puedo ni ponerla sobre la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le deja

comer con nosotros ni siquiera sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le

amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber tratado a Heathcliff

demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde.»

Yo me sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un

título grabado en rojo con florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los Setenta y uno.

Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough.» Y me

dormí meditando maquínalmente en lo que diría el reverendo pastor sobre el tema.

Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que

era ya por la mañana y que regresaba a mi casa guiado por José. El camino estaba cubierto de nieve, y cada

vez que yo daba un tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de

peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y enseñándome a la

vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me

parecía absurdo suponer que me fuera necesaria para entrar en casa semejante cosa. De improviso una idea

me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre

Branderham sobre los «Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser

sacados a pública vergüenza y privados de la comunión de los fieles.

Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una

hondonada entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de

momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora, mas hay pocos

clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la

rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin vislumbre alguno, por ende, de que los fieles

contribuyan a las necesidades de su pastor con la adición de un solo penique. Mas en mi sueño una

abundante concurrencia escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa

partes, dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir es de dónde había sacado tantos

pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera

podido figurármelos jamás.

¡Oh, qué pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas, y volvía a despejarme. Me

pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para

preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al

«primero de los setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes

Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre -exclamé-: sentado entre estas cuatro

paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena divisiones de su sermón. Setenta veces siete

cogí el sombrero para marcharme, y setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar. Una vez

más es excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan

pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni indicios de su existencia!»

«Tú eres el réprobo -gritó Jabes, después de un silencio solemne-: Setenta veces siete te he visto hacer

gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero

el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos: ejecutad

en él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»

Emitida esta orden, los concurrentes enarbolaron sus báculas de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al

verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote.

Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se

apaleaban unos a otros y el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham asestaba fuertes puñetazos

en el borde del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme.

Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales

de la ventana cada vez que la agitaba el viento.

Volví a dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.

Recordé que descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol golpeaban la

ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo

conseguí, porque la falleba estaba soldada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para

separar la molesta rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecíta helada. Me poseyó un

intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba mientras una voz insistía:

-¡Déjame entrar, déjame entrar!

-¿Quién eres? -pregunté pugnando por soltarme.

-Catalina Linton -contestó, temblorosa-. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.

Sin saber por qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que había leído veinte veces más el

apellido Earnshaw. Miré, y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar

cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté los puños contra el corte del cristal hasta que la

sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!», y me oprimía la mano.

Mi espanto llegaba al colmo.

-¿Cómo voy a dejarte entrar -dije, por fin- si no me sueltas la mano?

El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné

contra él una pila de libros, y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. Pasé así unos quince

minutos, pero en cuanto volvía a atender, percibía idéntica súplica.

-¡Vete! -exclamé-. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!

-Veinte años han pasado -murmuró-. Veinte años han pasado desde que me perdí.

Y empujó levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos

estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un grito.

Aquel grito no había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la

alcoba. Alguien la abrió, y por las aberturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso,

estremecido aún de miedo.

El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo en el tono de quien no

espera recibir contestación:

-¿Hay alguien ahí ?

Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que, si no,

buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré mucho en poder olvidar el efecto

que mi acción produjo en él.

Heathcliff se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su cara estaba

blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La

vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla.

-Soy Lockwood -dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo-. He gritado sin darme cuenta

mientras soñaba. Lamento haberle molestado.

-¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al... ---empezó él-. ¿Quién le ha traído a esta habitación? -

continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para

dominar la excitación que le poseía-. ¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.

-Su criada Zillah -contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas-. Haga con ella lo que le

parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en efecto está

embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en

tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta habitación.

-¿Qué quiere usted decir y qué está usted haciendo? -replicó Heathcliff-. Acuéstese y pase la noche; pero,

en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene justificación posible, a no ser que le estuvieran

desollando vivo.

-Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado -le respondí-.

No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo

Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina Earnshaw,

o Linton, o como se llamara, ¡buena pieza debía estar hecha! Según me dijo, ha andado errando durante

veinte años, lo que sin duda es justo castigo de sus maldades...

En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que

había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía, pero, como si no me diese cuenta de

haberla cometido, continué:

-El caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes», pero me

corregi, y continué-: repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, para ver si me dormía.

¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -barbotó Heathcliff-. ¿Se habrá vuelto

loco cuando me habla así?

Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome, pero me pareció

tan conmovido, que sentí compasión de él, y proseguí contándole mi sueño, y le aseguré que jamás había

oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó

a corporeizarse al dormirme.

Entretanto que me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que

acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por lo sofocado de su respiración, luchaba para reprimir sus

emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome, y dije:

-No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable.

Verdad es que sólo debían ser las ocho cuando nos acostamos.

-En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replico mi casero,

reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo-. Acuéstese

-añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al

diablo mi sueño.

-A mí me pasa lo mismo -contesté-. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca, y

después me iré. No tema una nueva intrusión de mi parte. La muestra de hoy me ha quitado las ganas de

buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo

mismo.

-¡Magnífica compañía! -murmuró Heathcliff-. Coja la vela y váyase adonde quiera. Me reuniré con usted

enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón porque Juno está allí de vigilancia.

De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo me

reuniré con usted dentro de dos minutos.

Obedecí, y me alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no sabía adonde iban a parar los

estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron,

tratándose de un hombre tan práctico al parecer como aquel personaje.

Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras rompía a llorar.

-¡Oh, Catalina! -decía-, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada de mi corazón, ven, ven al fin!

Pero el fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los espectros, no se dignó aparecer. En

cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y extinguieron la luz.

Tan dolorosa congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el

haberle escuchado, y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera, por razones a

que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el

rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me

saludó con un quejumbroso maullido.

Dos bancos semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el

otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos cuando un instruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba

por una escalera de madera que debía conducir a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo

había encendido, expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a cargar de tabaco una pipa que

medía tres pulgadas de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una desvergüenza tal

que no merecía ni comentarios siquiera.

En absoluto mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí

su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levanto, suspiro, y se fue tan gravemente como

había llegado.

Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la boca para saludar, la cerré de

nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de

tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras se afanaba en un rincón en busca de una azada para

quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí, como al gato que

me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que estaba disponiéndose a salir, abandoné mi

duro lecho y me apresté a seguirle. Él lo notó y con el mango de la azada me señaló una puerta que

comunicaba con el salón. Las mujeres estaban en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle colosal, y la

señora Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano

entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebida en la lectura, que sólo interrumpía de vez en cuando para

reprender a la cocinera si hacía salir chispas sobre ella, o para separar a alguno de los perros que a veces la

rozaba con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al parecer,

concluyendo entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía

su tarea y suspiraba.

-En cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff pronunció una palabra intranscribible dirigiéndose a su nueraya

veo que continúas con tus odiosas mañas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que

comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme. por

la desgracia de estar viéndote siempre ... ! ¿Me oyes, maldita bruta?

-Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no -respondió la joven cerrando el libro y

tirándolo sobre una silla-. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo

lo que me parezca bien.

Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso

de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber

reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de

golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí

permaneció callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que

me hicieron de que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora, salí al

aire libre, que estaba frío y despejado como el hielo.

Heathcliff me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de los

pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba todas

las desigualdades del terreno. La impresion que yo guardaba de la contextura del suelo no respondía en

nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias

del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había

distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo del camino y blanqueadas con cal,

para que sirviesen de referencia en la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la

tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se

percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo saliese

del camino sin notarlo.

Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía

que ya no me extraviaría, y con una simple inclinación de cabeza nos despedimos. En la portería no había

nadie, y recorrer las dos millas que me quedaba por andar hasta la granja me costó dos horas, dadas las

muchas veces que erré el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en nieve hasta la cintura.

Era mediodia cuando llegué a mi casa.

El ama de llaves y sus satélites acudieron con alborozo a recibirme, y me aseguraron que me daban por

muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconseje que se calmaran, puesto que

al fin había regresado. Subí dificultosamente la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta

los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor, y

luego me instalé en el despacho, tal vez apartado en exceso del buen fuego y el confortante café que el ama

de llaves me preparo.

CAPÍTULO IV

El ser humano es tornadizo como una veleta. Yo, que había resuelto mantenerme al margen de toda

sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a un sitio donde mis

propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar bandera después de

aburrirme mortalmente durante toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi

alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un momento con el propósito de

entablar con ella una plática que me animase o me acabara de aburrir.

-Usted vive aquí hace mucho tiempo -empecé-. Me dijo que dieciséis años, ¿no?

-Dieciocho, señor. Vine al servicio de la señora, cuando se casó. Al faltar la señora, el señor me dejó de

ama de llaves.

-¡Ah!

Hubo una pausa. Pensé que le gustaban los comadreos.

Pero, al cabo de algunos instantes, exclamó poniendo las manos sobre las rodillas, mientras una

expresión meditativa se pintaba en su rostro:

-Los tiempos han cambiado mucho desde entonces. -Claro -dije-. Habrá asistido usted a muchas

modificaciones...

-Y a muchas tristezas.

«Procuraremos que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero -pensé-. ¡Debe ser un tema

entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me

parece lo más probable, ya que aquel grosero indígena no la reconoce como de su raza.»

Y con esta intención, pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff alquilaba

la «Granja de los Tordos», reservándose una residencia mucho peor.

-¿Acaso no es bastante rico? -Interrogué.

-¡Rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo bastante rico para

vivir en una casa aún mejor que ésta, pero es... muy ahorrativo... En cuanto ha oído hablar de un buen

inquilino para la «Granja», no ha querido desaprovechar la ocasión de hacerse con unos cuantos de cientos

de libras más. No comprendo que se sea tan codicioso cuando se está solo en la vida.

-¿No tuvo un hijo?

-Sí, pero murió.

-Y la señora Heathcliff, aquella muchacha, ¿es la viuda?

-Sí.

-¿De dónde es?

-¡Es la hija de mi difunto amo ... ! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado

que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí, para estar juntas otra vez.

-¿Catalina Linton? -exclamé asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la

Catalina Linton de la habitación en que dormí-. ¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba

Linton?

-Sí, señor.

-¿Y quién es ese Hareton Eamshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes?

-Hareton es sobrino de la difunta Catalina Linton.

-¿Primo de la joven, entonces.

-Sí. El marido de ella era tambien primo suyo. Uno por parte de madre, otro por parte de padre.

Heathcliff estuvo casado con la hermana del señor Linton.

-En la puerta principal de «Cumbres Borrascosas» he visto una inscripcion que dice: «Earnshaw, 15OO».

Así que supongo que se trata de una familia antigua...

-Muy antigua, señor. Hareton es su último descendiente, y Catalina la última de nosotros... quiero

decir, de los Linton... ¿Ha estado usted en «Cumbres Borrascosas»? Perdone la curiosidad, pero quisiera

saber cómo ha encontrado a la señora.

-La señora Heathcliff me pareció muy bonita, pero creo sinceramente que no vive muy contenta.

-¡Oh, Dios mío, no es de extrañar! Y ¿que opina usted del amo?

-Me parece un tipo bastante áspero, señora Dean.

-Es áspero como el filo de una sierra, y duro como el pedernal.

-Debe haber tenido una vida muy accidentada para haberse vuelto de ese modo... ¿Sabe usted su historia?

-La conozco toda, excepto quienes fueran sus padres y dónde ganó su primer dinero. A Hareton le han

dejado sin nada... El pobre chico es el único de la parroquia que ignora la estafa que ha sufrido.

-Vaya, señora Dean, pues haría usted una buena obra si me contara algo sobre esos vecinos. Si me

acuesto, no podré dormir. Así siéntese usted y charlaremos una hora...

-¡Oh, sí, señorl Precisamente tengo unas cosas que coser. Me sentaré todo el tiempo que usted quiera.

Pero está usted tiritando de frío y es necesario que le prepare algo para reaccionar.

Y la buena señora salió apresuradamente. Me acomodé al lado de la lumbre. Tenía la cabeza ardiendo y

el resto del cuerpo helado. Estaba excitado y sentía los nervios tensísimos. No dejaba de inquietarme el

pensar en las consecuencias que pudieran tener para mi salud los incidentes de aquella visita a «Cumbres

Borrascosas».

El ama de llaves volvió enseguida, trayendo un tazón humeante y un costurero. Colocó la vasija en la

repisa de la chimenea y se sentó, con aire de satisfacción, motivada sin duda por hallar un señor tan

partidario de la confianza.

Antes de instalarme aquí -comenzó, sin esperar que yo volviese a invitarla a contarme la historia-, residí

casi siempre en «Cumbres Borrascosas». Mi madre había criado a Hindley Earnshaw, el padre de Hareton,

y yo solía jugar con los niños. Andaba por toda la finca, ayudaba a las faenas y hacía los recados que me

ordenaban. Una hermosa mañana de verano -recuerdo que era a punto de comenzar la siega- el señor

Earnshaw, el amo antiguo, bajó la escalera con su ropa de viaje, dio instrucciones a José sobre las tareas del

día, y dirigiéndose a Hindley, a Catalina y a mí, que desayunábamos juntos, preguntó a su hijo:

-¿Qué quieres que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo que quieras, con tal de que no abulte mucho,

porque tengo que ir y volver a pie, y son sesenta millas de caminata...

Hindley le pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía todavía seis años ya sabía montar todos los

caballos de la cuadra, le pidió un látigo. A mí, el señor me prometió traerme peras y manzanas. Era bueno,

aunque algo severo.

Luego besó a los niños, y se fue.

En los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no hacía más que preguntar por su padre. La noche

del tercer día, la señora esperaba que su marido llegase a tiempo para la cena, y fue aplazándola horas y

horas. Los niños acabaron cansándose de ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora quería

acostar a los pequeños y ellos le rogaban que les dejara esperar. A las once, el señor aparecio por fin. Se

dejo caer en una silla, diciendo entre risas y quejas, que no volvería a hacer una caminata así por todo

cuanto había en los tres reinos de la Gran Bretaña.

-Creí que reventaba -añadió, abriendo su gabán-. Mira lo que traigo aquí, mujer. No he llevado en mi

vida peso más grande: acógelo como un don que nos envia Dios, aunque, por lo negro que es, parece más

bien un enviado del demonio.

Le rodeamos, y por encima de la cabeza de Catalina pude distinguir un sucio y andrajoso niño de

cabellos negros. Aunque era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que parecía mayor que Catalina,

cuando le pusimos en pie en medio de todos, permaneció inmóvil mirándonos con turbación y hablando en

una jerga ininteligible. Nos dio miedo, y la señora quería echarle de casa. Luego preguntó al amo que cómo

se le había ocurrido traer a aquel gitanito, cuando ellos ya tenían hijos propios que cuidar. ¿Qué significaba

aquello? ¿Se había vuelto loco? El señor intentó explicar lo sucedido, pero como estaba tan fatigado y ella

no dejaba de reprenderle, yo no saqué en limpio sino que el amo había encontrado al chiquillo hambriento y

sin hogar ni familia en las calles de Liverpool, y había resuelto recogerlo y traerlo consigo. La señora acabó

calmándose y el señor Earnshaw me mandó lavarle, ponerle ropa limpia y acostarle en el cuarto de sus

niños.

Hindley y Catalina estuvieron escuchando hasta que la tranquilidad se restableció. Y entonces empezaron

a buscar en los bolsillos de su padre los prometidos regalos. Hindley era ya un rapaz de catorce años, pero

cuando encontró en uno de los bolsillos los restos de lo que había sido un violín, rompió a llorar, y

Catalina, al oír que su padre había perdido el látigo que le traía por atender al intruso, demostró su

contrariedad escupiendo al chiquillo y haciéndole burla. La ocurrencia le valió un bofetón de su padre. Los

hermanos se negaron en absoluto a admitirle en sus lechos, y a mí no se me ocurrió cosa mejor que dejarle

en el rellano de la escalera, esperando que se marchase al llegar la mañana. Bien porque oyese sonar la voz

del señor, o por lo que fuera, el chico se dirigió a la habitación del amo, y éste, al averiguar cómo había

llegado allí, y saber dónde yo le había dejado, castigó mi inhumanidad echándome a la calle.

Así se introdujo Heathcliff en la familia. Yo volví a la casa días después, ya que mi expulsión no llegó a

ser definitiva, y encontré que habían dado al intruso el nombre de Heathcliff, que era el de un niño de los

amos que había muerto muy pequeño. Desde entonces, ese «Heathcliff» le sirvió de nombre y de apellido.

Catalina y él hicieron muy buenas migas, pero Hindley le odiaba y yo también. Ambos le maltratábamos

mucho, y la señora no intervino nunca para protegerle.

Él se comportaba como un niño torvo y paciente. Quizá estuviera acostumbrado a sufrir malos tratos.

Aguantaba sin parpadear los golpes de Hindley y no vertía ni una lágrima. Si yo le pellizcaba, no hacia mas

que suspirar profundamente, como si se hubiese hecho daño él solo, por casualidad. Cuando descubrió el

señor Earnshaw que su hijo maltrataba al pobre huérfano, como él le llamaba, se enfureció. Profesaba a

Heathcliff un sorprendente afecto (más incluso que a Catalina, que era muy traviesa), y creía cuanto él le

decía, aunque, desde luego, en lo referente a las persecuciones de que era objeto, no llegaba a contar todas

las que sufría.

De manera que, desde el principio, Heathcliff sembró en la casa semillas de discordia. Cuando dos años

más tarde murió la señora, Hindley consideraba a su padre como un tirano y a Heathcliff como a un intruso

que le había robado el afecto paternal y sus derechos de hijo. Yo compartía sus opiniones, pero cuando los

niños enfermaron del sarampión, modifiqué mis sentimientos. Tuve que cuidar a todos los chiquillos, y

Heathcliff, mientras estuvo grave, quería tenerme siempre a su lado. Debía pensar que yo era muy buena

para él, sin comprender que no hacía más que cumplir con mi obligación. Hay que reconocer que era el

niño más pacífico que haya atendido jamás una enfermera. Mientras Catalina y su hermano me

importunaban continuamente, él era manso como un cordero, quizá ello se debía más a la costumbre de

sufrir que a buenos instintos.

Cuando se curó y el médico aseguró que ello en parte era consecuencia de mis cuidados, me sentí

agradecida hacia quien me había hecho merecer tales alabanzas. Así perdió Hindley la aliada que tenía en

mí. Sin embargo, mi afecto por Heathcliff no era ciego, y frecuentemente me preguntaba para mis adentros

qué sería lo que el amo podría ver en aquel niño que, a lo que recuerdo, nunca recompensó a su protector

con expresión alguna de gratitud. No es que obrase mal con el amo, sino que demostraba indiferencia,

aunque bien sabía que bastaba una frase suya para que toda la casa hubiera de plegarse a sus deseos.

Recuerdo, por ejemplo, una ocasión en que el señor Earnshaw compró dos potros en la feria del pueblo y

regaló uno a cada muchacho. Heathcliff eligió el más hermoso, pero habiendo notado al poco tiempo que

cojeaba, dijo a Hindley:

-Tienes que cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me agrada. Si no lo quieres hacer, le contaré a

tu padre que me has dado esta semana tres palizas y le enseñaré mi brazo, que está amoratado hasta junto al

hombro.

Hindley se burló de él y le dio de bofetadas.

-Lo mejor es que hagas enseguida lo que te digo -continuó Heathcliff, saliendo al portal desde la cuadra,

donde estaban-. ¡Ya sabes que si hablo a tu padre, recibirás estos golpes y muchos más!

-¡Largo de aquí, perro! -gritó Hindley amenazándole con una pesa de hierro que se empleaba para pesar

patatas.

-Atrévete a tirármela -le desafió Heathcliff deteniendose -. Ya diré que te has vanagloriado de que me

echarías a la calle en cuanto tu padre se muera, y veremos si entonces no eres tú el que sales de esta casa

hoy mismo.

Hindley le tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho. Cayó al suelo, pero se levantó enseguida,

pálido y tambaleándose. A no habérselo yo impedido, hubiera ido enseguida a presentarse al amo, para

acusar a Hindley.

-Coge mi caballo, gitano -rugió entonces el joven Earnshaw-, y ¡ojalá te mates con él! ¡Tómalo y maldito

seas, miserable intruso! Anda y arranca a mi padre cuanto tiene, y demuéstrale quién eres después de que lo

hagas, engendro de Satanás. ¡Tómalo, y así te rompa la cabeza a patadas!

Heathcliff se acercó al animal y se puso a desatarlo para cambiarlo de sitio. Hindley, al terminar de

hablar, le derribó de un golpe entre las pezuñas del caballo, y sin detenerse a ver si sus maldiciones se

cumplían, salió corriendo. Me asombró la serenidad con que el niño se levantó, y realizó sus intenciones,

cambiando, antes que nada, los arreos de las caballerías, después de lo cual se sentó en un haz de heno, para

dejar que le pasara el efecto del golpetazo recibido, antes de volver a entrar en la casa. No me fue difícil

convencerle de que atribuyese al caballo la culpa de sus contusiones. Él había conseguido lo que deseaba, y

lo demás le importaba poco. Como rara vez se quejaba de los malos tratos que sufría, yo pensaba que no

era rencoroso, pero pronto verá usted que me engañaba.

CAPÍTULO V

Con el tiempo, el señor Earnshaw empezó a decaer. Había sido un hombre recio y sano, pero cuando sus

fuerzas le abandonaron y se vio obligado a pasarse la vida al lado de la chimenea, se volvió suspicaz e

irritable. -Se ofendia por una pequenez, y se enfurecía ante cualquier imaginaria falta de respeto. Ello podía

apreciarse especialmente cuando alguien pretendía hacer a su favorito objeto de algún engaño o de algún

intento de dominarle. Velaba celosamente para que no le ofendieran con palabra alguna, y parecía que tenía

metida en la cabeza la idea de que el cariño con que distinguía a Heathcliff hacía que todos le odiasen y

deseasen su mal. Esto iba en perjuicio del muchacho, porque como ninguno deseábamos enfadar al amo,

nos plegábamos a todos los caprichos de su preferido, y con ello fomentábamos su soberbia y su mal

carácter. En dos o tres ocasiones, los desprecios que Hindley hacía a Heathcliff en presencia de su padre

excitaron la cólera del anciano, quien cogía su bastón para golpear a su hijo, y se estremecía de furor al no

poder hacerlo por falta de fuerzas.

Finalmente, el párroco (porque entonces había aquí un cura que se ganaba la vida dando lecciones a los

niños de las familias Linton y Earnshaw y labrando él mismo su terreno) aconsejó que se enviara a Hindley

al colegio, y el señor Earnshaw consintió en ello, aunque de mala gana; ya que decía que Hindley era un

obtuso y no se podía sacar partido de él, hiciérase lo que se hiciera.

Yo, dolida, viendo lo caros que el señor pagaba los resultados de su buena obra, esperé que así se

restableciese la paz. Me parecía que los disgustos familiares estaban amargando su vejez. Por lo demás,

hacía cuanto quería, y las cosas no hubieran ido tan mal a no ser por la señorita Catalina y por José, el

criado. Supongo que usted le habrá visto... Era, y debe seguir siendo, el más odioso fariseo que se haya

visto nunca, siempre pronto a creerse objeto de las bendiciones divinas y a lanzar maldiciones sobre su

prójimo en nombre de Dios. Sus sermones producían mucha impresión al señor Earnshaw y a medida que

éste se iba debilitando, crecía el dominio de José sobre él. No cesaba un momento de mortificarle con

consideraciones sobre la salvación eterna y sobre la necesidad de educar bien y rígidamente sus hijos.

Trataba de hacerle considerar a Hindley como un réprobo, y le contaba largos relatos de diabluras de

Heathcliff y Catalina, sin perjuicio de acumular las mayores culpas sobre ésta, con lo que creía adular las

inclinaciones del amo.

Verdaderamente, Catalina era la niña más caprichosa y traviesa que yo haya visto jamás, y nos hacía

perder la paciencia mil veces al día. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, no nos dejaba estar un

minuto tranquilos. Tenía siempre el genio pronto a la disputa y no daba nunca paz a la boca. Cantaba, reía y

se burlaba de todo el que no hiciese lo mismo que ella. De todos modos, creo que no tenía malos

sentimientos, porque cuando hacía sufrir a alguien mucho, se apresuraba a acudir a su lado para consolarle.

Pero tenía hacia Heathcliff un excesivo afecto. No podía aplicársele castigo mayor que separarla de él, a

pesar de que siempre estaban riñéndola por su culpa. Cuando jugaba, le gustaba hacer de señora, y usaba

las manos más de la cuenta para imponer su autoridad. Quería hacer igual conmigo, pero yo le hice saber

que no estaba dispuesta a soportar sus golpes ni sus órdenes.

El señor Earnshaw no soportaba juegos. Siempre había sido severo con sus hijos y Catalina no acertaba a

explicarse por qué en su ancianidad era más regañon que antes. Parecía sentir un perverso placer en

provocarle. Era más feliz que nunca cuando todos la rodeábamos reprochándola, porque podía mirarnos

replicándonos con mordacidad, haciendo burla de las piadosas invocaciones de José, buscándonos las

vueltas y, en suma, haciendo lo que más desagradaba a su padre. Además, obraba como si estuviera

interesada en demostrar que tenía más imperio sobre Heathcliff, a despecho de su insolencia, que su padre

con todas sus bondades hacia él. Después de hacer durante el día todo el mal que le era posible, al llegar la

noche acudía a su padre mimosamente, queriendo reconciliarse con él a fuerza de mimos.

-Vete, vete, Catalina -decía el anciano-: no me es posible quererte. Eres todavía peor que tu hermano.

Anda, vete a rezar y pide a Dios que te perdone. Mucho temo que haya de pesarnos a tu madre y a mí el

haberte dado el ser.

Al principio, estos razonamientos la hacían llorar, pero luego se habituó a ellos, y se echaba a reír cuando

su padre le mandaba que pidiese perdón de sus maldades.

Al fin llegó el momento de que terminasen los dolores del señor Earnshaw en la tierra. Murió una noche

de octubre, plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del fuego. Soplaba un fuerte viento en torno a

la casa, y resonaba en el cañón de la chimenea. Era un aire violento y tempestuoso, pero no frío. Todos

estábamos juntos; yo un poco apartada de la lumbre, haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los

criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas, solían reunirse en el salón con los señores. La

señorita Catalina estaba pacífica, porque había pasado una enfermedad recientemente y permanecía

apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había tumbado en el suelo con la cabeza encima del

regazo de Catalina. El amo, según recuerdo bien, antes de caer en el sopor de que no debía salir, acariciaba

la hermosa cabellera de la muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía:

-¿Por qué no has de ser siempre buena?

Ella le miró, y riendo, contestóle:

-¿Y usted, padre, por qué no había de ser siempre bueno?

Después, viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba a cantar para que se adormeciese.

Empezó, en efecto, a cantar en voz baja. A1 cabo de un rato, los dedos del anciano abandonaron los

cabellos de la niña, y reclinó la cabeza sobre el pecho. Mandé a Catalina que callara y que no se moviera

para no despertar al amo. Durante más de media hora permanecimos en silencio, y aún hubiéramos seguido

más tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que era hora de despertar al señor para rezar y

acostarse. Se adelantó, le llamó y le tocó en el hombro, mas, notando que no se movía, cogió la vela y le

miró. Cuando apartó la luz, comprendí que pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo,

en voz baja, que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él tenía mucho que hacer aquella noche antes

de retirarse.

-Voy primero a dar las buenas noches a papá -dijo Catalina.

Y le echó los brazos al cuello, antes de que pudiéramos evitarlo. Comprendió enseguida lo que pasaba, y

exclamó:

-¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Padre, ha muerto...

Y ambos empezaron a llorar de un modo que desgarraba el corazón.

Empecé también a llorar; pero José nos interrumpió diciéndonos que por qué llorábamos tanto por un

santo que se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y correr a Gimmerton a buscar al

médico y al sacerdote. Yo no podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro, pero, no obstante, salí

presurosamente, a pesar de que hacía una noche muy mala. El médico vino inmediatamente. Dejé a José

explicándose con el doctor, y subí al cuarto de los niños. Habían dejado la puerta abierta y no parecían

pensar en acostarse, aunque era más de medianoche, pero estaban más calmados y no necesitaban que les

consolase yo. En su inocente conversación, sus almas pueriles se describían mutuamente las bellezas del

cielo como ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Yo les oía llorando y agradecía a Dios que

estuviéramos allí los tres, reunidos, seguros...

CAPÍTULO VI

Cuando Hindley acudió a las exequias de su padre, traía una mujer con él, lo que asombró a todos los

vecinos. Nunca nos dijo quién era su esposa ni dónde había nacido. Debía carecer de fortuna y de nombre

distinguido, porque Hindley hubiese anunciado a su padre su casamiento en caso contrario.

La recién llegada no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía allí, excepto

lo atañente al entierro. Viéndola como obraba durante la ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo

acompañarla a su habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó, temblando, y

apretando los puños. No hacía más que repetir:

-¿Se han ido ya?

Y empezó a explicar como una histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y

llorar, le pregunté que qué le pasaba, y me contestó que temía morir. Me pareció que tan expuesta estaba a

morir como yo. Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como dos diamantes.

Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía de vez en cuando, pero yo no

sabía lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además, simpatía alguna hacia ella. En esta tierra

simpatizamos poco con los que vienen de fuera, a no ser que ellos nos muestren simpatía primero.

Hindley parecía otro. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un modo muy diferente. El

mismo día que llegó, nos dijo a José y a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su

uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior, empapelándola y

acondicionándola, pero tanto le gustó a su mujer el salón con su suelo blanco, su enorme chimenea, su

aparador y sus platos, y tanto la satisfizo el desahogo de que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar

aquella habitación como gabinete.

Los primeros días, la mujer de Hindley se manifestó satisfecha de ver a su cuñada. Andaba con ella por la

casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios, pero pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus

muestras de cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto

hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo instalar en compañía de los criados

y le mandó que se aplicase a las mismas faenas agrícolas que los otros mozos.

Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella

aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban creciendo en un abandono completo,

y el joven amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal de que no le estorbaran. Ni siquiera se

ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y José o el cura le

censuraban su descuido, se limitaba a mandar que pegasen a Heathcliff y que castigasen sin comer a

Catalina. Ellos no conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y cuando se les castigaba por

hacerlo lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los

aprendiera de memoria, y aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los muchachos lo

olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez a solas, viéndolos hacerse más

traviesos cada día, pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el poco influjo que aún

conservaba sobre las pobres criaturas. Un domingo por la tarde, les hicieron salir del salón en virtud de

alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarles no les encontré. Registramos la casa, el

patio y el establo sin hallar huella de ellos. Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con

cerrojo y prohibió que nadie les abriese si volvían por la noche. Todos se acostaron, menos yo, que me

quedé en la ventana, aunque llovía, con objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del amo.

No tardé en oír pisadas y vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza y me

apresuré a salir, a fin de que no llamasen y despertaran al señor. El recién llegado era Heathcliff, y el

corazón me dio un salto al verle solo.

-¿Dónde está la señorita? -grité con impaciencia-. Espero que no le haya pasado nada.

-Está en la «Granja de los Tordos» -repuso- y allí estaría yo también si hubiesen tenido la atención de decirme

que me quedase.

-Bueno -le dije-, pues ya pagarás las consecuencias. No pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais

que hacer en la «Granja de los Tordos»?

-Déjame cambiarme de ropa, y ya te lo contaré, Elena.

Le recomendé que procurara no despertar a Hindley y mientras yo esperaba a que se desnudase para

apagar la vela, me explicó:

-Catalina y yo salimos del lavadero pensando en dar unas cuantas vueltas a nuestro gusto. Luego, vimos

las luces de la «Granja», y se nos ocurrio ir a ver si los niños de los Linton se pasan los domingos

escondidos en los rincones y temblando, mientras sus padres comen, beben, ríen, cantan y se queman las

pestañas junto a la lumbre. ¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les dice sermones, les enseña

catecismo y les manda aprenderse de memoria una lista de nombres de la Sagrada Escritura, si no contestan

bien?

-No lo creo -respondí-, porque son niños buenos, y no merecen el trato que recibís vosotros por lo mal

que os portáis.

-¡Bah, bah! -replicó-. Fuimos corriendo desde las «Cumbres» hasta el parque, sin pararnos. Catalina llegó

rendida, porque iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el seto, subimos a tientas el

sendero, y nos subimos a una maceta bajo la ventana del salón. No habían cerrado las maderas, las cortinas

estaban sólo a medio echar, y una espléndida luz salía a través de los cristales. Nos pusimos en pie, y

sujetándonos al antepecho de la ventana, vimos una magnífica habitación con una alfombra carmesí. El

techo era blanco como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal,

suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz de muchas velas pequeñitas. Los viejos Linton

no estaban allí, y Eduardo y su hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no iban a ser

felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en la gloria. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían

esos niños buenos que tú dices. Isabel -que me parece que tiene once años, uno menos que Catalina- estaba

en un rincón, gritando como si las brujas la pinchasen con alfileres calientes. Eduardo estaba junto a la

chimenea llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al

pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se dirigían uno a otro y por las quejas del

animal. ¡Vaya unos tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos tibios! Y en aquel momento lloraban porque,

después de pegarse para cogerlo, ya no lo querían ninguno de los dos. Nosotros nos moríamos de risa viendo

aquello. ¿Cuándo me has visto a mí querer lo que quiere Catalina? ¿Acaso alguna vez, cuando estamos

solos, nos has visto chillar y llorar, y revolcarnos, cada uno en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida

que hace Eduardo Linton en la «Granja de los Tordos» por la que hago yo aquí, ni aunque me diese la

satisfacción de poder tirar a José desde lo alto del tejado y de pintar las paredes de la casa con la sangre de

Hindley!

-¡Cállate, cállate! -le interrumpí---. Y, ¿cómo se ha quedado allí Catalina?

-Como te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron y se precipitaron a la puerta veloces como

flechas. Hubo un momento de silencio y después gritaron: «¡Papá, mamá, venid! ¡Ay! ¡Ay!» Creo que era

algo así lo que gritaban. Hicimos entonces un ruido espantoso para asustarles más aún, y luego nos

soltamos de la ventana y echamos a correr, porque oímos que alguien procuraba abrirla. Yo llevaba a

Catalina de la mano, y le decía que se apresurase, cuando de pronto cayó al suelo. «¡Corre, Heathcliff! -me

dijo-. Han soltado al perro, y me ha agarrado.» El animal la había cogido por el tobillo. Le oí gruñir.

Catalina no gritó. Le había parecido despreciable gritar aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro

bravo. Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones que habría bastante con ellas para espantar a todos los

diablos del infierno. Luego cogí una piedra, y la metí en la boca del animal tratando furiosamente de

introducírsela en la garganta. Salió un animal de criado con un farol y gritó: «¡Sujeta fuerte, Espía, sujeta

fuerte!» Pero cuando vio en que situación se hallaba el perro, cambió de tono. El animal tenía un palmo de

lengua fuera de la boca y sangraba a borbotones por el hocico. El hombre cogió a Catalina, que estaba

medio desvanecida, no de miedo, sino de disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase de

insultos y amenazas de vengarme.

»-¿A quién habéis capturado, Roberto? -preguntó Linton desde la puerta.

»-El perro ha cogido a una niña, señor -repuso el criado- y aquí hay también un rapaz que me parece que

no tiene desperdicio -añadió sujetándome-. Seguramente los ladrones se proponian hacerles entrar por la

ventana para que abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos, y poder así asesinarnos impunemente.

¡Calla la lengua, maldito ladronzuelo! Esta hazaña te costará la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.

»-No la suelto, Roberto -contestó el viejo mentecato-. Los bandidos habrán logrado enterarse de que ayer

fue día de cobro y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que los recibiremos bien! Juan: echa

la cadena. Eugenia: dale agua al perro. ¡Han venido a meterse en la boca del lobo! ¡Y en domingo nada

menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño, no temas. Pero tiene tan mala facha, que se haría

un bien a la sociedad ahorcándole antes de que realice los crímenes que ha de cometer a juzgar por su jeta.

»-¡Qué horrible! Enciérrale en el sótano, papá. Se parece al hijo de la gitana que me robó mi faisancito

domesticado. ¿Verdad, Eduardo?

»Mientras me miraban, apareció Catalina, y se rió al oír a Isabel. Eduardo Linton, después de

contemplarla fijamente, llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos hemos encontrado en la

iglesia.

»-¡Es Catalina Earnshaw! -aseguró-. Y mira cómo le sangra el pie, mamá.

»-No digas necedades. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un gitano! ¡Oh, y sin embargo lleva luto!

Pues es ella. ¡Y pensar que podría quedar coja para siempre!

»-¡Qué descuido tan increíble tiene su hermano! -exclamó el señor Linton, volviéndose hacia Catalina-.

Verdad es que he sabido por el padre Shielder que no se ocupan para nada de su educación. ¿Y éste?

¿Quién es éste? ¡Ah, ya: es aquel chicuelo vagabundo que el difunto Earnshaw trajo de Liverpool!

»-De todos modos, es un niño malo, que no debía vivir en una casa distinguida -afirmó la vieja-. ¿Oíste

cómo hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído.

»Volví a maldecirles cuanto pude -no te enfades, Elena y entonces mandaron a Roberto que me echase

fuera. No quise irme sin Catalina, pero él me llevó a la fuerza al jardín, me entregó un farol, me dijo que

iba a hablar al señor Earnshaw de mi comportamiento, y, después de ordenarme que me marchara, atrancó

la puerta.

»Viendo que las cortinas seguían descorridas, volví adonde antes habíamos estado, proponiéndome

romper todos los cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se lo permitían. Pero ella estaba sentada

tranquilamente en el sofá, y la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada, que habíamos

cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que reprendiéndola. Como era una señorita la

trataban de otra forma que a mí. La criada llevó una palangana de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el

señor Linton le ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía en el regazo un plato con tortas y

Eduardo permanecía silencioso a poca distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas

zapatillas que le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así la he dejado, lo más alegre que te

puedes imaginar, repartiendo los dulces con Espía y con el perro pequeño, y a veces haciéndoles cosquillas

en el hocico. Todos estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil veces más que ellos y que

cualquier otra persona. ¿No es cierto?

-Ya verás como esto trae malos resultados, Heathcliff -le contesté, abrigándole y apagando la luz-. Eres

incorregible. El señor Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, no lo dudes.

Mis palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. El lance enfureció a Earnshaw. Además, al día

siguiente el señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal chaparrón sobre su modo de educar a los

niños, que Hindley se consideró obligado a poner a raya a Heathcliff. No dispuso que le pegaran, pero le

comunicó que a la primera palabra que dirigiera a Catalina, le echarían a la calle. La señora Earnshaw

aseguró que cuando Catalina volviese a casa la haría cambiar de modo de ser empleando la persuasión. De

otra forma hubiera sido imposible.

CAPÍTULO VII

En Navidad, después de pasar cinco semanas con los Linton, Catalina volvió curada y con muchas

mejores maneras. Mientras tanto, la señora la visitó frecuentemente, y puso en práctica su propósito de

educación, procurando despertar la estimación de Catalina hacia su propia persona, y haciéndole valiosos

regalos de vestidos y otras cosas. De modo que cuando Catalina volvió, en vez de aquella salvajita que

saltaba por la casa con los cabellos revueltos, vimos apearse de una bonita jaca negra a una digna joven,

cuyos rizos pendían bajo el velo de un sombrero con plumas, envuelta en un manto largo, que tenía que

sostener con las manos para que no lo arrastrase por el suelo. Hindley le ayudó a apearse, y comentó de

buen humor:

-Te has puesto muy guapa, Catalina. No te hubiera conocido. Ahora pareces una verdadera señorita. ¿No

es cierto, Francisca, que Isabel Linton no puede compararse con mi hermana?

-Isabel Linton carece de la gracia natural de Catalina, pero es preciso que ésta se deje conducir y no

vuelva a hacerse intratable -repuso la esposa de Hindley---. Elena: ayuda a desvestirse a la señorita

Catalina. Espera, querida, no te desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.

Cuando la despejó del manto, apareció bajo él un bonito traje de seda a rayas, pantalones blancos y

brillantes polainas. Los canes acudieron a la joven, y aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió

a tocar a los animales por no echarse a perder la ropa. A mí me besó, pero con precaución, pues yo estaba

preparando el bollo de Navidad y me encontraba llena de harina. Después buscó con la mirada a Heathcliff.

Los señores esperaban con ansia el momento de su encuentro con él, a fin de juzgar las posibilidades que

tenían de separarla definitivamente de su compañero.

Heathcliff no tardó en presentarse. Ya de por sí era muy dejado y nadie por su parte se cuidaba de él

antes de la ausencia de Catalina, pero ahora ello sucedía, mucho más. Yo era la única que me preocupaba

de hacer que se aseara una vez a la semana siquiera. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del

agua.

Así que, aparte de su traje, que estaba como puede suponerse después de andar tres meses por el barro y

el polvo tenía el cabello desgreñado y la cara y las manos cubiertas de una capa de mugre. Permanecía

escondido, mirando a la bonita joven que acababa de entrar, asombrado de verla tan bien ataviada y no

hecha una desastrada como él.

-¿Y Heathcliff? -preguntó Catalina, quitándose los guantes y descubriendo unos dedos que de no hacer

nada ni salir de casa nunca, se le habían puesto prodigiosamente blancos.

-Ven, Heathcliff -gritó Hindley, congratulándose por anticipado del mal efecto que el muchacho, con su

traza de pilluelo, iba a producir a la señorita-. Ven a saludar a la señorita Catalina como los demás criados.

Catalina, al ver a su amigo, corrió hacia él, le besó seis o siete veces en cada mejilla, y después,

separándose un poco, le dijo entre risas:

-¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfado tienes! Claro: es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y

a Isabel. ¿Me has olvidado, Heathcliff?

-Dale la mano, Heathcliff -dijo Hindley, con aire de condescendencia-. Por una vez la cosa no importa

que lo hagas.

-Nada de eso -replicó el muchacho-. No quiero que se burlen de mí.

Y trató de alejarse, pero Catalina entonces le detuvo.

-No quise burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu aspecto. Anda, dame la mano siquiera. Si te lavas

la cara y te peinas, estarás muy bien. ¡Pero ahora vas muy sucio!

Contempló los negros dedos que tenía entre los suyos y luego se miró el vestido, temiendo que con aquel

contacto se le hubiese contagiado la mugre del rapaz.

-No tenías por qué tocarme -dijo él, separando su mano de un tirón-. Soy tan sucio como me da la gana, y

me agrada estar sucio. -

Y se lanzó fuera de la habitacion, con gran contento de los amos y gran turbación de Catalina que no

acababa de comprender por qué sus comentarios le habían producido tal exasperación de mal humor.

Después de haber ayudado a desvestirse a la recién llegada, de poner los bollos al horno y de encender la

lumbre, me senté dispuesta a entretenerme cantando villancicos, sin hacer caso a José, que me aseguraba

que el tono que yo empleaba era demasiado mundano. Él se marchó a su cuarto a rezar, y los señores

Earnshaw distraían a la joven enseñándole unos obsequios que habían comprado para los Linton en prueba

de agradecimiento por sus atenciones. Habían invitado a los Linton a pasar el siguiente día en «Cumbres

Borrascosas» y ello había sido aceptado a condición de que los hijos de los Linton no tuvieran que tratar

con aquel «terrible chicuelo que hablaba tan ma1».

Me quedé sola. La cocina olía fuertemente a las especias de los guisos. Yo miraba la brillante batería de

cocina, el reluciente reloj, los vasos de plata alineados en la bandeja y la impecable limpieza del suelo, de

cuyo barrido y fregado me había preocupado con gran atención. Todo me pareció estar bien y merecer

alabanza, y recordé una ocasión en que el amo anciano -que solía revisarlo todo por sí mismo en casos

como aquél-, viendo lo bien que estaba todo, me había regalado un chelín, llamándome a la vez «buena

moza». Luego pensé en el cariño que él había sentido hacia Heathcliff y en el temor que tenía de que fuera

abandonado al faltar él, y pensando en la situación presente del muchacho, casi me dieron ganas de

ponerme a llorar. Considerando, después, que mejor que lamentar sus desdichas sería procurar remediarlas,

me levanté y fui al patio en su busca. Le encontré enseguida: estaba en la cuadra cepillando el lustroso pelo

de la jaca nueva y dando el pienso a los demás animales.

-Date prisa -le animé-. La cocina está muy confortable, y José se ha ido a su cuarto. Procura acabar

pronto, para vestirte decentemente antes de que salga la señorita Catalina. Así podréis estar juntos, y charlar

al lado de la lumbre hasta la hora de retirarse.

Él siguió haciendo su faena. Hacía todos los esfuerzos posibles para apartar los ojos.

-Anda, ven -seguí-. Necesitarás media hora para vestirte. Hay un pastel para cada uno de vosotros.

Esperé otros cinco minutos, pero en vista de que no me contestaba, me fui. Catalina comió con sus

hermanos. José y yo celebramos una cena muy poco cordial, amenizada con censuras suyas y malas

contestaciones mías. El pastel y el queso de Heathcliff estuvieron toda la noche sobre la mesa para alimento

de las hadas. Él estuvo trabajando hasta las nueve, y a esa hora se fue a su habitación, siempre taciturno y

terco. Catalina estuvo hasta muy tarde preparándolo todo para recibir a sus nuevos amigos, y una vez que

entró en la cocina para buscar a su antiguo camarada, viendo que no estaba se contentó con preguntar por él

y marcharse. A la mañana siguiente, Heathcliff se levantó temprano, y como era día de fiesta, se fue malhumorado

a los pantanos, y no volvió a aparecer hasta después de que la familia se hubo marchado a la

iglesia. Pero el ayuno y la soledad debieron hacerle reflexionar y cuando regresó, después de estar un rato

conmigo, me dijo, de súbito:

-Vísteme, Elena. Quiero ser bueno.

-Ya era hora, Heathcliff -contesté-. Has disgustado a Catalina. Cualquiera diría que la envidias porque la

miman mas que a ti.

La idea de sentir envidia hacia Catalina le resultó incomprensible, pero lo de disgustarla lo comprendió

muy bien. Me preguntó, volviéndose grave:

-¿Se ha enfadado?

-Se echó a llorar cuando le dije esta mañana que te habías ido.

-También yo he llorado esta noche -respondió- y con más motivos que Catalina.

-¿Sí? ¿Qué motivos tenías para acostarte con el corazón lleno de soberbia y el estómago vacío? Los

soberbios no hacen más que dañarse a sí mismos. Pero si estás arrepentido, debes pedirle perdón cuando

vuelva. Vas arriba, le pides un beso y le dices... Bueno, ya sabes tú lo que le tienes que decir. Pero hazlo

con naturalidad y no como si ella fuera una extraña por el hecho de que la hayas visto mejor ataviada.

Ahora voy a arreglármelas para vestirte de un modo que Eduardo Linton parezca un muñeco a tu lado. ¡Y

claro que lo parece! Aunque eres más joven que él, eres mucho más alto y doble de fuerte. Podrías tumbarle

de un soplo, ¿no es cierto?

La cara de Heathcliff se iluminó por un momento, pero su alegre expresión se apagó enseguida. Y

suspiró:

-Sí, Elena, pero aunque yo le tumbara veinte veces, no dejaría de ser él mas guapo que yo. Quisiera tener

el cabello rubio y la piel blanca como él, vestir bien y tener modales como los suyos, y ser tan rico como él

llegará a serlo algun día.

-Sí. Y llamar a mamá constantemente, y asustarte siempre que un chico aldeano te amenazase con el

puño y quedarte en casa cada vez que cayeran cuatro gotas. No seas pobre de espíritu, Heathcliff. Mírate al

espejo, y atiende lo que tienes que hacer. ¿Ves esas arrugas que tienes entre los ojos y esas espesas cejas

que siempre se contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios que jamás abren francamente

sus ventanas, sino que centellean bajo ellas corridas, como si fueran espías de Satanás? Proponte y

esfuérzate en suavizar esas arrugas, en levantar esos párpados sin temor, y en convertir esos dos demonios

en dos ángeles que sean siempre amigos en donde quiera que no haya enemigos indudables. No adoptes ese

aspecto de perro cerril que parece justificar la justicia de los puntapiés que recibe, y que odia a todos tanto

como al que le apalea.

-Sí: debo proponerme adquirir los ojos y la frente de Eduardo Linton. Ya lo deseo, pero, ¿crees que

haciendo lo que me dices conseguiré tenerlos así?

-Si eres bondadoso de corazón, serás agradable de cara, muchacho, aunque fueras un negro. Y un

corazón perverso hace horrible la cara más agradable. Ahora que estás lavado y peinado y pareces más

alegre, ¿no es verdad que te encuentras más guapo? Te aseguro que sí. Puedes pasar por un príncipe de

incógnito. ¡Cualquiera sabe si tu padre no era emperador de la China y tu madre reina de la India, y si con

sus rentas de una sola semana no podrían comprar «Cumbres Borrascosas» y la «Granja de los Tordos»

reunidas! Quizá te robaran unos marineros y te trajeran a Inglaterna. Yo, si estuviera en tu caso, me haría

figuraciones como esas, y con ellas iría soportando las miserias que tiene que sufrir el campesino.

En tanto que yo hablaba así y conseguía que Heathcliff fuese poco a poco desarrugando el ceño, oímos

un estrépito que al principio sonaba en la carretera y luego llegó al patio. Heathcliff acudió a la ventana y

yo a la puerta, en el mismo momento en que los Linton se apeaban de su carruaje, muy arrebujados en

abrigos de pieles, y los Earnshaw descendían de sus caballos. Catalina cogió a los niños de la mano, y los

llevó a la chimenea, junto a la que se sentaron, y cuyo fuego enrojeció en breve sus blancos rostros.

Alenté a Heathcliff para que acudiera y mostrara su buen porte, pero tuvo la desgracia de que, al abrir la

puerta de la cocina, tropezara con Hindley, que la estaba abriendo por el otro lado. El amo, ya porque le

incomodara verle tan animado y tan arreglado, o quizá por complacer a la señora Linton, le empujó con

violencia y dijo a José:

-Hazle estar en el desván hasta después de que hayamos comido. De lo contrario, tocaría los dulces con

los dedos y robaría las frutas si se le permitiera estar un solo minuto aquí.

-No hará nada de eso -osé replicar-. Y espero que participe de los dulces como nosotros.

-Participará de la paliza que le sacudiré si le veo por acá abajo antes de la noche -gritó Hindley-. Largo,

vagabundo! ¿De modo que quieres lucirte, verdad? Como te eche mano a esos mechones ya verás si te los

pongo más largos aún.

-Ya los tiene bastante largos -observó Eduardo Linton, que acababa de aparecer en la puerta---. Le caen

sobre los ojos como la crin de un caballo. No sé cómo no le producen dolor de cabeza.

Aunque hizo aquella observación sin deseo de molestarle, Heathcliff, cuyo rudo carácter no toleraba

impertinencias, y mas viniendo de alguien a quien ya consideraba como su rival, cogió una fuente llena de

compota caliente y se lo tiró en pleno rostro al muchacho. Éste lanzo un grito que hizo acudir enseguida a

Catalina y a Isabel. El señor Earnshaw cogió a Heathcliff y se lo llevó a su habitación, donde sin duda le

debió aplicar un energico correctivo, ya que cuando bajó estaba sofocado y rojo como la grana. Yo cogí un

trapo de cocina, limpié la cara a Eduardo, y, no sin cierto enojo, le dije que se había merecido la lección por

su inoportunidad. Su hermana se echó a llorar y quiso marcharse; Catalina, a su vez, estaba muy disgustada

con todo aquello.

-No has debido hablarle -dijo al joven Linton-. Estaba de mal humor, ahora le pegarán, y has estropeado

la fiesta... Yo ya no tengo apetito. ¿Por qué le hablaste, Eduardo?

-Yo no le hablé -quejóse el muchacho, desprendiéndose de mis manos y terminando de limpiarse con su

fino pañuelo-. Prometí a mamá no hablarle, y lo he cumplido.

-Bueno -dijo Catalina con desdén-: cállate, que viene mi hermano. No te ha matado, después de todo. No

pongas las cosas peor. Deja de llorar, Isabel. ¿Te ha hecho algo alguien?

-¡A sentarse, niños! -exclamó Hindley reapareciendo-. Ese bruto de chico me ha hecho entrar en calor. La

próxima vez, Eduardo, tómate la venganza con tus propios puños, y eso te abrirá el apetito.

La gente menuda recobró su alegría al servirse los olorosos manjares. Todos sentían apetito después del

paseo, y se consolaron fácilmente, ya que ninguno había sufrido daño grave. El señor Earnshaw trinchaba

con jovialidad, y la señora animaba la mesa con su conversación. Yo atendía al servicio y me entristecía el

ver que Catalina, con ojos enjutos y aire indiferente, partía en aquel momento un ala de pato que tenía ante

sí.

«¡Qué niña tan insensible! -pensé-: Nunca hubiera creído que la suerte de su antiguo compañero de

juegos la preocupara tan poco.»

Ella estaba llevándose en aquel momento un bocado a la boca, pero de pronto lo soltó, las mejillas se le

sonrojaron y por su rostro corrieron las lágrimas. Dejó caer el tenedor y aprovechó la ocasión de inclinarse

para disimular su emoción. Durante todo el día anduvo como un alma en pena buscando a Heathcliff`. Pero

éste había sido encerrado por Hindley, lo que averigüé al querer llevarle a escondidas algo de comer.

Hubo baile por la tarde y Catalina pidió que soltaran a Heathcliff, ya que, si no, Isabel no tendría pareja,

pero no se la atendió y yo fui llamada a llenar la vacante. El baile nos puso de buen humor, y éste creció

más cuando llegó la banda de música de Gimmerton, con sus quince musicos, entre los que había un

trompeta, un trombón, clarinetes, flautas, oboes y un contrabajo, fuera de los cantantes. La banda suele

recorrer en Navidad las casas ricas pidiendo alguinaldos, y su llegada es siempre acogida con alegría.

Primero cantaron los villancicos de costumbre, pero después, como a la señora Earnshaw le gustaba extraordinariamente

la música, les pedimos que tocasen algo más, y lo hicieron durante todo el tiempo que

nos pareció bien.

A pesar de que a Catalina le agradaba también la música, dijo que se oía mejor desde el rellano de la

escalera, y con este pretexto salió seguida por mí. Cerraron la puerta de abajo. No parecían haber reparado

en nuestra falta. Catalina subió hasta el desván donde estaba encerrado Heathcliff. Le llamo, y aunque él al

principio no quiso contestar, acabaron manteniendo una conversación a través de la puerta. Les dejé que

charlaran tranquilamente, y cuando comprendí que el concierto iba a terminar y que se iba a servir la cena a

los músicos, volví al desván con objeto de avisar a Catalina. Pero no la hallé. Por una claraboya había

subido al tejado, y por otra entrado en la buhardilla de Heathcliff`. Me costó mucho convencerla de que

saliera. Al cabo lo hizo en compañía de Heathcliff, y se empeñó en que le llevara a la cocina conmigo, ya

que José se había ido a casa de un vecino, para librarse de la «infernal salmodia», como llamaba a la

música. Yo les advertí que no contaran conmigo para engañar al señor Hindley, pero que por esta vez lo

haría, ya que el cautivo no había probado bocado desde el día antes.

Él bajó, se sentó junto a la lumbre, y yo le ofrecí muchas golosinas. Pero Heathcliff se sentía mal y no

comió apenas, sin que mis intentos de distraerle fuesen más afortunados. Había apoyado los codos en las

rodillas y la barbilla en las manos, y callaba. Le pregunté qué pensaba, y me respondió con gravedad:

-En cómo hacerle pagar esto a Hindley. No sé cuanto habré de esperar, pero no me importa, si lo consigo

al fin. ¡Con tal de que no reviente antes!

-¡Qué vergüenza, Heathcliff! -le dije-. Sólo corresponde a Dios castigar a los malos. Nosotros hemos de

saber perdonarles.

-No será Dios quien tenga esa satisfacción, que yo me reservo -repuso-. Lo único que necesito es saber

cómo la alcanzaré. Pero ya acertaré con el plan conveniente. Este pensamiento me evita sufrir.

Ahora reparo, señor Lockwood, en que estas historias no deben tener interés para usted. No sé cómo he

hablado tanto. Está usted durmiéndose. ¡Hubiera podido contarle en una docena de palabras cuanto le

interesara a usted saber sobre la vida de Heathcliff!

Después de esta interrupción, el ama de llaves, incorporándose, guardó la labor. Yo no me moví de al

lado del fuego. Estaba muy lejos de dormirme.

. -Siéntese, señora Dean -le dije-, y siga con su historia media horita más. Ha hecho bien en contarla a su

manera. Me han interesado mucho sus descripciones.

-Son las once, señor.

-Es igual: yo no suelo acostarme hasta muy tarde. Levantándose a las diez, no importa acostarse a las dos

o a la una.

-Es que no debía usted dormir hasta las diez. Pierde usted lo mejor del día. Cuando a esa hora no se ha

hecho ya la mitad de la faena diaria, es muy probable que no se pueda hacer lo demás en el día.

-Da lo mismo, señora Dean... Ande, siéntese. Creo que tendré mañana que estarme acostado hasta

después de cenar, pues parece que no me escaparé sin un buen catarro.

-Dios haga que no suceda así, señor. Bien, pues daré un salto de tres años, o sea hasta que la señora Earnshaw...

-No, nada de saltos. ¿No sabe usted lo que siente el que se encuentra ocupado en mirar cómo una gata

lava a sus gatitos, y se indigna cuando ve que deja de lamer una de las orejas de uno de ellos?

-Creo que quien haga eso no es más que un ocioso.

-No lo crea... Bueno: yo me encuentro en ese caso ahora. De modo que cuente usted la historia con todo

detalle. En sitios como éste, las gentes adquieren ante el que las observa un valor que puede compararse

con el de una araña a los ojos de quien la contempla en un calabozo. La araña en un calabozo tiene una

importancia que no tendría para un hombre libre. Pero, de todos modos, el cambio no se debe sólo a la

distinta situación del observador. Las gentes, aquí, viven más hondamente, más reconcentradas en sí

mismas y menos atraídas por la parte superficial de las cosas. En un sitio así, yo sería capaz hasta de creer

en un amor eterno, y eso que he creído siempre imposible que una pasión dure arriba de un año.

-Los que habitamos aquí, cuando se nos conoce, somos como los de cualquier otro sitio -contestó la

señora Dean.

-Disculpe, amiga mía -repuse-, pero usted misma es una negación viviente de lo que dice. Usted, aparte

de algunos modismos locales muy secundarios, no suele hablar ni obrar como las personas de su clase.

Tengo la evidencia de que ha pensado mucho más de lo que suelen hacerlo la mayoría de las personas de su

profesión. Como no ha tenido usted que ocuparse de frivolidades, ha debido reflexionarse sobre asuntos

serios.

-Claro que me tengo por una persona razonable -dijo-, pero no creo que sea por vivir recluida entre

montañas y ver sólo un aspecto de las cosas, sino por haberme sometido a una severa disciplina que me

hizo aprender a tener buen criterio. Además, señor Lockwood, he leído más de lo que usted se imagina. No

hay un libro en la biblioteca que yo no haya hojeado, y del que no haya sacado alguna enseñanza, excepto

los libros griegos y latinos, o los franceses... Y hasta éstos sé distinguirlos unos de otros... ¿Qué más puede

usted pedir a la hija de un pobre? De todos modos, si se empeña en que le siga contando la historia como

hasta ahora, lo mejor será que dé un salto, pero no de tres años, sino hasta el verano siguiente. El de 1778.

Veintitrés años han pasado ya.

CAPÍTULO VIII

Una hermosa mañana de junio, vino al mundo el primer niño que yo había de criar y el último vástago de

la antigua raza de los Earnshaw. Estábamos recogiendo heno en un campo apartado de la finca, cuando

vimos llejar con una hora de anticipación a la chica que nos traía habitualmente el desayuno.

-¡Qué niño tan hermoso! -exclamó-. Nunca se ha visto uno más guapo... Pero, según dice el médico, la

señora vivirá muy poco. Al parecer se ha ido consumiendo durante los últimos meses. He oído cómo se lo

decía al señor Hindley, y le ha asegurado que morirá antes del invierno. Venga a casa enseguida, Elena.

Tiene que cuidar al niño, darle leche y azúcar. Me gustaría ser usted porque cuando la señora muera va

usted a quedar completamente encargada del pequeño.

-¿Tan enferma está? -pregunté, soltando la horquilla y anudándome las cintas del sombrero.

-He oído que sí -repuso la muchacha- aunque está muy animada y habla como si fuese a vivir hasta ver al

pequeño hecho un hombre. No cabe en sí de alegría. Verdaderamente, el niño es una hermosura. Si yo

estuviera en su caso, no me moriría. Sólo con mirar al niño, me pondría buena. La señora Archer llevó el

angelito al amo, y no había hecho más que presentárselo, cuando se adelanta el viejo gruñón de Kenneth y

le dice: «Señor Earnshaw, es una fortuna que su mujer le haya dado un hijo. Cuando la vi por primera vez

tuve la seguridad de que no viviria largo tiempo, y ahora puedo decirle que no pasará del invierno. No se

aflija, porque la cosa es irremediable; pero debió haber buscado usted una mujer más sana.»

-¿Y qué contestó el amo? -pregunté a la muchacha.

-Creo que una blasfemia, pero no me fijé, porque estaba muy ocupada en mirar a la criatura.

La moza empezó a describirme al bebé con entusiasmo. Yo me apresuré a correr a casa, ya que tenía

tantos deseos de verlo como ella misma, pero me daba pena de Hindley. Sabía que en su corazón sólo había

lugar para dos afectos: el de su mujer y el de sí mismo. A Francisca la adoraba, y me parecía imposible que

pudiera soportar su muerte.

Al llegar a «Cumbres Borrascosas», él se hallaba de pie ante la puerta. Le pregunté cómo estaba el recién

nacido.

-A punto de echar a correr, Elena -me replicó, sonriendo.

-¿Y la señora? Creo que el médico dice...

-¡Al demonio con el médico! -contestó-. Francisca está bien y la semana próxima se habrá restablecido

del todo. Si subes, dile que ahora iré a verla, siempre que prometa no hablar. Me he ido de la habitación

porque no quería callarse, y es preciso que guarde silencio. Adviértele que el señor Kenneth le prescribe

quietud.

Comuniqué aquella indicación a la señora, y ella, que parecía muy animada, respondió:

-Sólo hablé una palabra, Elena, y a pesar de ello salió dos veces orando de la habitación. Le prometo

callarme, pero ello no me impedirá reírme de él.

La pobre mujer no perdió el humor hasta una semana antes de morir. Su marido seguía obstinándose en

que mejoraba constantemente. El día en que Kenneth le advirtió que ya no recetaba más medicinas, porque

eran totalmente inútiles, dado el grado a que había llegado la enfermedad, Hindley le contestó:

-Bien sé que no las necesita, ni tampoco los cuidados médicos. Nunca ha estado enferma del pecho.

Padeció una fiebre, sí, pero ya ha desaparecido. Su pulso es ahora tan normal como el mío y sus mejillas

están muy frescas.

A su esposa le decía lo mismo, y ella parecía creerlo. Pero una noche, mientras Francisca reclinaba la

cabeza en el hombro de su esposo y le decía que pensaba levantarse al día siguiente, le acometió un leve

ataque de tos. Él la abrazó, ella le echó las manos al cuello, palideció y entregó el alma.

Hareton, el niño, fue entregado a mis cuidados. El señor Earnshaw se conformaba, respecto al pequeño,

con saber que estaba bien y con no oirle llorar. Pero él, por su parte, estaba desesperado. Su dolor era de los

que no se manifiestan con lamentaciones. No sollozaba ni rezaba, sino que maldecía de Dios y de los

hombres, y se entregó a una vida de loco libertinaje. Ningún criado soportó largo tiempo el tiránico

comportamiento que nos daba, y sólo nos quedamos a su lado José y yo. Yo había sido su hermana de

leche, y me faltó valor para abandonarle. En cuanto a José, se quedó porque así podía mandar despóticamente

a los jornaleros y arrendatarios, y también porque siempre se sentía a gusto donde quiera que

hubiese cosas que censurar.

Los malos hábitos y las malas compañías que había contraído el amo constituían un pésimo ejemplo para

Catalina y Heathcliff. Este era tratado de tal manera, que aunque hubiera sido un santo, tenía que acabar

convirtiéndose en un demonio. Y, en verdad, el muchacho parecía endemoniado en aquella época. La

degradación de Hindley le colmaba de placer y su aspereza y tosquedad aumentaban.

Nuestra vida era un infierno. El cura dejó de acudir a la casa, y terminaron imitándole todas las personas

respetables. Nadie nos trataba, excepto Eduardo Linton, que a veces se presentaba a visitar a Catalina. A los

quince años, la joven se transformó en la reina de la comarca. Ninguna podía igualarla, y se convirtió en un

ser terco y caprichoso. Desde que había dejado de ser niña, yo no la quería, y procuraba humillar su

soberbia a todo trance, pero ella no me hacía caso. Conservó un afecto constante hacia Heathcliff, y no

quiso nunca a nadie como a él, ni siquiera al joven Linton. Este fue mi último señor: su retrato está ahí,

sobre la chimenea. Antes, al lado, estaba colgado el de su mujer y es una pena que lo hayan quitado porque

así podría usted haberse hecho una idea de lo que fue. Vamos a repasar eso y verá.

La bujía iluminó un rostro de finas facciones, muy semejante al de la joven de las «Cumbres» pero más

pensativo y menos adusto. Era un cuadro agradable. El cabello era rubio y levemente rizado en las sienes,

los ojos grandes y reflexivos, y en conjunto una figura que resultaba incluso demasiado graciosa. No me

maravillé de que Catalina le hubiese preferido a Heathcliff, pero pensando en que su espíritu debía

corresponder a su aspecto, me asombró que él se hubiese sentido atraído hacia Catalina Earnshaw.

-Es un buen retrato -dije-. ¿Es parecido?

-Sí -repuso el ama de llaves-. En general era así. Cuando estaba animado, parecía más guapo aún.

A raíz de pasar Catalina aquellas cinco semanas con los Linton, siguió manteniendo relaciones de

amistad con ellos. Como disimulaba en su presencia su aspereza acostumbrada, logró cautivarles a todos,

en especial a Isabel, que la admiraba, y a su hermano, que terminó por enamorarse de ella. Como esto la

complacía, tenía que desarrollar un doble modo de ser, aunque no con mal deseo. Cuando oía comentar que

Heathcliff era un rufián y peor que un bruto, se cuidaba mucho de no parecerse a él, pero cuando estaba en

casa mostraba muy poca inclinación a los buenos modales, que, por otra parte, no la hubieran granjeado

elogios de ninguno.

Eduardo no se atrevía a frecuentar mucho «Cumbres Borrascosas», porque la mala fama que tenía

Earnshaw le asustaba, y temía encontrarse con él. Le recibíamos con muchas atenciones, el amo procuraba

también no ofenderle, adivinando la razón de sus asiduidades, y, ya que no le fuera posible mostrarse

amable, a lo menos procuraba no dejarse ver. Aquellas visitas me parece que no complacían mucho a

Catalina. A ésta le faltaba malicia y no sabía ser coqueta, de modo que no le agradaba que sus dos amigos

se encontrasen, porque si Heathcliff mostraba desprecio hacia Linton, ella no podía mostrarse concorde con

él, como lo hacía cuando Eduardo no estaba presente, y si Linton, a su vez, expresaba antipatía hacia

Heathcliff, tampoco osaba llevarle la contraria. Yo me mofé muchas veces de sus indecisiones y de los

disgustos que sufría por causa de ellas, y que trataba de ocultar. Me dirá usted que mi actitud era

censurable, pero aquella joven era tan soberbia, que si se quería hacerla más humilde, era forzoso no

compadecerla nunca. Al cabo, como no encontraba otro confidente mejor, tuvo que franquearse ante mí.

Una tarde en que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff resolvió hacer fiesta aquel día. Creo que

tenía entonces dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto general era desagradable. La

educacion que en sus primeros tiempos recibiera se había disipado. Los trabajos a que le dedicaban habían

extinguido en él todo amor al estudio y el sentimiento de superioridad que en su niñez le infundieran las

atenciones del antiguo amo ya no existía. Largo tiempo se esforzó en mantenerse al nivel cultural de

Catalina, pero al fin tuvo que ceder a la evidencia. Cuando se convenció de que ya no recobraría lo perdido,

se abandonó del todo, y su aspecto reflejaba su rebajamiento moral. Tenía un aspecto innoble y grosero, del

que actualmente no conserva nada, se hizo insociable en extremo y parecía complacerse en inspirar

repulsión antes que simpatía a los pocos con quienes tenía relacion.

Cuando no trabajaba, seguía siendo el eterno compañero de Catalina. Pero él no le expresaba nunca su

afecto verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su amiga sin devolverlas.

El día a que me refiero, entró en la habitación donde yo estaba ayudando a vestirse a la señorita Catalina,

y anunció su decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que no esperaba tal ocurrencia, había citado a

Eduardo, y estaba preparándose para recibirle.

-Tienes algo que hacer esta tarde, Catalina? -le preguntó-. ¿Piensas ir de paseo?

-No; porque está lloviendo.

-Entonces, ¿por qué te has puesto este vestido de seda? Supongo que no esperarás a nadie.

-No espero a nadie, que yo sepa -repuso ella-. Pero, ¿cómo no estás ya en el campo, Heathcliff? Hace

más de una hora que hemos comido. Creía que te habrías marchado ya.

-Hindley no nos libra a menudo de su odiosa presencia -replicó el muchacho-. Hoy no pienso trabajar y

me quedaré contigo.

-Más vale que te vayas -le aconsejó la joven-, no sea que José lo cuente.

-José está cargando tierra en Penninston y no volverá hasta la noche, así que no tiene por qué enterarse.

Y Heathcliff se sentó al lado de la lumbre. Catalina frunció el entrecejo y reflexionó unos momentos. Al

fin encontró una disculpa para preparar la llegada de su amigo, y dijo, tras un minuto de silencio:

--Isabel y Eduardo Linton avisaron de que acaso vendrían esta tarde. Claro que, como llueve, no espero

que lo hagan, pero si se decidieran y te ven, corres el peligro de sufrir una reprensión.

-Que Elena les diga que estás ocupada -insistió el muchacho-. No me hagas irme por esos tontos de tus

amigos. A veces me dan ganas de decirte que ellos... pero prefiero callar.

-¿Qué tienes que decir? -exclamó Catalina, turbada- ¡Ay, Elena! agregó, desasiéndose de mis manos-.

Me has despeinado las ondas. ¡Basta, déjame ¿Qué estabas a punto de decir, Heathcliff?

-Fíjate en ese calendario que hay en la pared -repuso él señalando uno que estaba colgado junto a la

ventana-. Las cruces marcan las tardes que has pasado con Linton y los puntos las que hemos pasado juntos

tú y yo He marcado pacientemente todos los días. ¿Qué te parece?

-¡Vaya, una bobada! -repuso despectivamente Catalina . ¿A qué viene eso?

-A que te des cuenta de que reparo en ello -dijo Heathcliff.

-¿Y por qué he de estar siempre contigo? -replicó ella, cada vez más irritada-. ¿Para qué me vales? ¿De

qué me hablas tú? Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo haría, y lo que dices lo diría un mudo.

-Antes no me decías eso, Catalina -repuso Heathcliff, muy agitado-. No me declarabas que te desagradase

mi compañia.

-¡Vaya una compañía la de una persona que no sabe nada ni dice nada! -comentó la joven.

Heathcliff se incorporó, pero antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, sentimos un rumor de

cascos de caballo, y el señorito Linton entró con la cara rebosando contento. Sin duda en aquel momento

pudo Catalina comparar la diferencia que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de una

cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de ambos confirmaban la primera impresión.

Linton sabía expresarse con dulzura y pronunciar las palabras como usted, es decir, de un modo mas suave

que el que se emplea por estas tierras.

-¿No me habré anticipado a la hora? -preguntó el joven, mirándome.

Yo estaba enjugando los platos y arreglando los cajones del aparador.

-No -repuso Catalina-. ¿Qué haces ahí, Elena?

-Trabajar, señorita -repuse, sin irme, porque tenía orden del señor Hindley de asistir a las entrevistas de

Linton con Catalina.

Ella se me acercó y me dijo en un cuchicheo:

-Vete de aquí y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera, los criados no están en las habitaciones de

los señores.

-Puesto que el amo está fuera, debo trabajar -le dije-, ya que no le gusta verme hacerlo en presencia de él.

Estoy segura de que él me disculparía.

-Tampoco a mí me gusta verte trabajar en presencia mía -replicó Catalina imperiosamente.

Estaba nerviosa a causa de la disputa que había sostenido con Heathcliff.

-Lo siento, señorita Catalina -respondí, continuando en mi ocupación.

Ella, creyendo que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de limpieza de las manos y me aplicó un

pellizco soberbio. Ya he dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía en humillar su orgullo

siempre que me era posible. Así que me incorporé -porque estaba de rodillasy clamé a grito pelado:

-¡Señorita, esto es un atropello, y no estoy dispuesta a consentirlo!

-No te he tocado, embustera -me contestó, mientras sus dedos se aprestaban a repetir la acción. -

La rabia le había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar sus sentimientos, y siempre que se

enfadaba, el rostro se le ponía encarnado como un pimiento.

-Entonces, ¿esto qué es? -le contesté señalándole la señal que el pellizco me había producido en el brazo.

Hirió el suelo con el pie, vaciló un segundo y después, sin poderse contener, me dio una bofetada. Los

ojos se me llenaron de lágrimas.

-¡Por Dios, Catalina! -exclamó Eduardo, disgustado de su violencia y de su mentira, e interponiéndose

entre nosotras.

-¡Márchate, Elena! –ordenó ella, temblando de rabia.

Hareton, que estaba siempre conmigo, comenzó también a llorar y a quejarse de la «mala tía Catalina».

Entonces ella se desbordó contra el niño, le cogió por los hombros y le sacudió terriblemente, hasta que

Eduardo intervino y le sujetó las manos. El niño quedó libre, pero en el mismo momento, el asombrado

Eduardo recibió en sus propias mejillas una replica lo bastante contundente para no ser tomada a juego. Se

apartó consternado.

Cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina, dejando la puerta abierta para ver cómo terminaba aquel

incidente. El visitante, ofendido, pálido y con los labios temblorosos, se dirigió a coger su sombrero.

«Haces bien -pensé para mí-. Aprende, da gracias a Dios de que ella te haya mostrado su verdadero

carácter, y no vuelvas.»

Él quiso pasar, pero ella dijo con energía:

-¡No quiero que te vayas!

-Debo irme.

-No -contestó Catalina, sujetando el picaporte-. No te vayas todavía, Eduardo. Siéntate, no me dejes en

este estado de ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por causa tuya.

-¿Crees que debo quedarme después de haber sido ofendido? -preguntó Linton.

Catalina calló.

-Estoy avergonzado de ti -continuó el joven-. No volveré más.

En los ojos de Catalina relucieron lágrimas.

-Además, has mentido -dijo él.

-No, no -repuso ella-. Lo hice todo sin querer Anda, márchate si quieres... Ahora me pondré a llorar, y

lloraré hasta que no pueda más...

Desplomóse en una silla y rompió en sollozos. Eduardo llegó hasta el patio, y allí se paró. Resolví

infundirle alientos.

-La señorita -le dije- es tan caprichosa como un niño mimado. Vale más que se vaya usted a casa, porque,

si no, es capaz de ponerse enferma con tal de disgustarnos.

Eduardo contempló la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse como un gato lo es de dejar a medio

matar un ratón o a medio devorar un jilguero.

«Estás perdido -pensé-. Te precipitas tú mismo hacia tu destino ... »

No me engañé: se volvió bruscamente, entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un rato fui a

advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y con ganas de armar escándalo, pude comprobar

que lo sucedido no había servido sino para aumentar su intimidad y para romper los diques de su timidez

juvenil, hasta el punto de que habían comprendido que no sólo eran amigos, sino que se querían.

Al oír que Hindley había llegado, Linton se fue rápidamente a buscar su caballo, y Catalina a su alcoba.

Yo me ocupé de esconder al pequeño Hareton y de descargar la escopeta del señor, ya que él tenía la

costumbre, cuando se hallaba en aquel estado, de andar con ella, con grave riesgo de la vida para cualquiera

que le provocara o simplemente le hiciera alguna observación. Mi precaución impediría que Linton causase

algún daño si disparaba.

CAPÍTULO IX

En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A

Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de

que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le

arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba.

-¡Al fin la hallo! -clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro-. ¡Por el

cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado

de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa:

acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como

uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo.

-Vaya, señor Hindley -contesté-, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar arenques.

Más vale que me pegue un tiro, si quiere.

-¡Quiero que te vayas al diablo! -contestó-. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa

decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca!

Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en

que sabía muy mal y no lo tragaría.

-¡Diablo! -exclamó, soltándome de pronto-. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton.

Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí

chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un

padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas

hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas,

constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño...

¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame,

Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper

el cráneo...

Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando

Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me

apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un

rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.

-¿Quién va? -preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera.

Reconocí las pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el

momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacio.

No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff

llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al

causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó

una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al

día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía

claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que,

de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento... Pero, en fin,

gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazon

mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado.

-Tú tienes la culpa -me dijo-. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño?

-¿Daño? -grité, indignada-. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro

al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo!

El quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero Hareton, entonces, comenzó

de nuevo a gritar y a agitarse.

-¡Déjele en paz! -exclamé-. Le odia, como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia tan feliz tiene

usted y a qué bonita situación ha venido a parar!

-¡Más bonita será en adelante, Elena! -replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual

aspecto de dureza-. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo

que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos.

Y se escanció una copa de aguardiente.

-No beba más -le rogué-. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo.

-Con cualquiera le irá mejor que conmigo -me contestó.

-¡Tenga compasión de su propia alma! -dije, intentando quitarle la copa de la mano.

-¡No quiero! Tengo ganas de mandarla al infierno para castigar a su Creador -repuso-. ¡Brindo por su

perdición eterna!

Bebió y nos mandó alejarnos, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no repetir.

-¡Cuánto deploro que no se mate bebiendo! -comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez, otra sarta de

imprecaciones cuando se cerró la puerta-. Él hace todo lo posible para ello, pero es de una naturaleza muy

robusta, y no lo conseguirá. El señor Kenneth asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton, y

que encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo inesperado.

Me senté en la cocina, y empecé a mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó la cocina, y yo

pense que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que se había tumbado en un banco junto a la pared,

y allí permaneció callado.

Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado una canción que dice:

«Era de noche y los niños lloraban; en sus

cuevas los gnomos lo oyeron ... »

De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y preguntó:

-¿Estás sola, Elena?

-Sí, señorita -contesté.

Pasó y se acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se leía la ansiedad. Abrió

los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya

que no había olvidado su comportamiento anterior.

-¿Dónde está Heathcliff? --preguntó.

-Trabajando en la cuadra -dije.

El muchacho no denegó. Tal vez se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de Catalina se

deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada por su conducta, lo cual hubiera constituido un

hecho insólito en ella.

Pero no había tal cosa. No se inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía a ella.

-¡Ay, querida! -dijo por fin-. ¡Qué desgraciada soy!

-Es una pena -repuse- que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones,

tiene motivos de sobra para estar satisfecha.

-¿Me guardarás un secreto, Elena? -me preguntó, mirándome con aquella expresión suya que desarmaba

al más enfadado, por muchos resentimientos que con ella tuviese.

-¿Merece la pena? -pregunté con menos aspereza.

-Sí. Y debo contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case con

él y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que he respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.

-Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho usted

contemplar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de ella todavía le pide relaciones,

es que es que si un tonto completo o que está loco.

-Si sigues hablando así, ya no te diré más -exclamó ella, levantándose malhumorada-. Le he aceptado.

Dime si he hecho mal, y pronto.

-Si le ha aceptado, no veo que haya nada que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra!

-¡Pero quiero que me digas si he obrado con acierto! -insistió con irritado tono, retorciéndose las manos y

frunciendo las cejas.

-Para contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta -dije sentenciosamente-. Ante todo, ¿quiere al

señorito Eduardo?

-¡Naturalmente!

Yo le formulé una serie de preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una

muchacha muy joven.

-¿Por qué le quiere, señorita Catalina?

-¡Vaya una pregunta! Le quiero, y nada más.

-No basta. Dígame por qué.

-Porque es guapo y me gusta estar con él.

-Malo... -comenté.

-Y porque es joven y alegre.

-Más malo aún.

-Y porque él me ama.

-Eso no tiene nada que ver.

-Y porque llegará a ser rico, y me agradará ser la señora más acomodada de la comarca, y porque estaré

orgullosa de tener un marido como él.

-Eso es lo peor de todo. Y dígame: ¿cómo le ama usted?

-Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces boba!

-No lo crea... Contésteme.

-Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y todas las palabras

que pronuncia, y todo lo que mira y todo lo que hace... ¡Le amo enteramente!

-¿Y qué más?

-Está bien, lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! ¡Pero para mí no se trata de una broma! -dijo la

joven, enojada, mirando al fuego.

-No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted dice que quiere al señorito Eduardo porque es guapo, y

joven, y alegre, y rico, y porque el la ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría igual

aunque ello no fuera así, y únicamente por eso no le querría si no reuniese las demás cualidades.

-¡Naturalmente! Me daría lástima, y puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera un hombre

ordinario.

-Pues en el mundo hay otros muchachos guapos y ricos, y más que el señorito Eduardo.

-Quizá, pero yo sólo he visto uno y es Eduardo.

-Más tarde puede usted conocer algún otro, y él, además, no será siempre joven y guapo. También podría

dejar de ser rico.

-Yo no tengo por qué pensar en el futuro. Ya podrías hablar con más sentido común.

-Pues entonces, nada... Si no piensa usted más que en el presente, cásese con el señorito Eduardo.

-Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún si hago bien o

no.

-Me parece bien si usted se casa pensando sólo en el momento. Ahora contésteme usted: ¿de qué se

preocupa? Su hermano se alegrará, los ancianos Linton no creo que pongan reparo alguno, va usted a salir

de una casa desordenada para ir a otra muy agradable, ama usted a su novio y él la ama a usted. Todo está

claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?

-¡Aquí y aquí, o donde pueda estar el alma! -repuso Catalina golpeándose la frente y el pecho-. Tengo la

impresión de que no obro bien.

-¡Qué cosa tan rara! No me la explico.

-Pues te la explicaré lo mejor que pueda, si me prometes que no te vas a burlar de mí.

Catalina se sentó a mi lado. Estaba triste y noté que sus manos, que mantenía enlazadas, temblaban.

-Elena: ¿no sueñas nunca cosas extrañas? -me dijo, después de reflexionar un instante.

-A veces -respondí.

-También yo. En ocasiones he soñado cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi modo de

pensar. Han pasado por mi alma y le han dado un color nuevo, como cuando al agua se le agrega vino. Y

uno que he tenido es de esa clase. Te lo voy a contar, pero líbrate de sonreír ni un solo instante.

-No me lo cuente, señorita -le interrumpí-. Ya tenemos aquí bastantes congojas para andar con pesadillas

que nos angustien más. Ea, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña nada triste! ¿Ve con

cuánta dulzura sonríe?

-¡También sé con cuanta dulzura reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando era tan pequeño

como este niño. De todos modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo. Además, no me siento

jovial hoy.

-¡No quiero oírlo! -me apresure a contestar.

Porque yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante de Catalina se había

puesto tan sombrío, que temí escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se enfadó, al parecer,

y no continuó. Pasando a otra cosa, expuso:

-Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo.

-Porque no es usted digna de ir a él -contesté-. Todos los pecadores serían muy desgraciados en el cielo.

-No es por eso. Una vez soñé que estaba en el cielo.

-Ya le he dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus sueños. Voy a acostarme.

Se echó a reír y me obligó a permanecer sentada.

-Pues soñé -dijo- que estaba en el cielo, que comprendía y notaba que aquello no era mi casa, que se me

partía el corazón de tanto llorar por volver a la tierra, y que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto, que me

echaron fuera. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más alto de «Cumbres Borrascosas», y me desperté

llorando de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi secreto. Tanto interés tengo en

casarme con Eduardo Linton como en ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al

pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca. Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero él

nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí

misma. No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la suya es igual a la mía, y

en cambio la de Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la luz de la luna, o la nieve de la llama.

No había concluido de hablar, cuando noté la presencia de Heathcliff, que en aquel momento se

incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina que le rebajaría casarse con él.

Inmediatamente se levantó y se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni en

su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que enmudeciera.

-¿Por qué? -preguntó, mirando, inquieta en torno suyo.

-Porque viene José -respondí, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad oí avanzar por el

camino- y Heathcliff vendrá con- él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás de la puerta!

-Desde la puerta no ha podido oírme -contestó-. Dame a Hareton para que le tenga mientras preparas la

cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta de estas cosas, y que no sabe

lo que es el cariño?

-No veo por qué ha de conocer todos estos sentimientos -repuse- y si es de usted de quien está enamorado,

seguramente será muy infeliz, pues en cuanto usted se case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin

todo... ¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que

queda enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?

-¿Qué hablas de separarnos ni de quedarse solo en el mundo? -replicó, indignada---. ¿Quién había de

separamos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de todos los Linton del

mundo. No me propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando

me case, lo que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien o tendrá por lo menos que soportarle. Y

lo hará cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero

debes comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos viviríamos como unos pordioseros. En cambio, si

me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano.

-¿Y eso con los bienes de su marido? No será eso tan fácil como le parece. No tengo autoridad para

opinar, pero me parece que ése es el peor motivo que ha dado para explicar su matrimonio con el señorito

Eduardo.

-Es el mejor -dijo ella-. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo... Yo no

puedo explicarme pero creo que tú y todos tenéis la idea de qué después de esta vida hay otra. ¿Para qué

había yo de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este

mundo han consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a paso desde que

empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría

viviendo, pero si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es

como las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo, pero mi cariño a Heathcliff es como

son las rocas del fondo de la tierra, que permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto

del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi pensamiento,

aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a mí misma. No hables más

de separarnos, porque eso es irrealizable.

Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho perder la

paciencia con sus numerosas insensateces.

-Lo único que veo, señorita -le dije-, es, o que ignora usted los deberes de una casada o que no tiene conciencia.

Y no me cuente más cosas, porque las diré.

-Pero de ésta no hablarás...

Ella iba a insistir, pero entró José y suspendimos la conversación. Catalina, con Hareton, se fue a un

extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a punto, José y yo

empezamos a discutir acerca de quién debía llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo

cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya que ambos

temíamos mucho tratar con él cuando se encerraba en su cuarto.

-Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué holgazán! --dijo

el viejo, al notar que Heathcliff no estaba presente.

-Voy a buscarle -contesté-. Debe de estar en el granero.

Aunque le llamé, no me contestó. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que seguramente el

muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto salir de la cocina en el

momento en que ella se refería al comportamiento de su hermano con él.

Dio un salto, dejó a Hareton en un asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar siquiera

en la causa de la turbación que le embargaba. Tanto tiempo estuvo ausente, que José propuso que no les

esperásemos mas, suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener

que asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Agregó, pues, en bien de las almas de los

jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera aumentado otra en acción de gracias de no

haber reaparecido la señorita ordenádole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que

estuviese y hacerle volver.

-Quiero hablarle antes de subir --dijo-. La puerta está abierta, y él debe encontrarse lejos, pues le llamé

desde el corral, y no responde.

Aunque José hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando, al verla tan

excitada que no admitía contradicción.

Catalina empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, exclamando:

-¿Qué será de él? ¿Dónde habrá ido? ¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará ofendido

por lo de la tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Quiero que venga. Quiero verle.

-¡Cuánto barullo para nada! -repuse, aunque me sentía también bastante inquieta-. Se apura usted por

poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la luz de la luna, o que

esté tendido en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a buscarle.

Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió diciendo:

-¡Qué imposible es ese muchacho! Ha dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita se ha escapado a la

pradera, después de estropear dos haces de grano. Ya le castigará el amo mañana por esos juegos

endemoniados, y hará bien. Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá

siempre igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está haciendo todo lo posible para poner al amo fuera de

juicio!

-Bueno, ¿lo has encontrado o no, animal? -le interrumpió Catalina---. ¿Le has buscado como te mandé?

-Mejor hubiera buscado al caballo, y hubiera sido más razonable -respondió él-. Pero no puedo encontrar

ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien seguro es que no

vendrá. Puede que no se haga el sordo si le silba usted.

Corría el verano, pero la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que

nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de que nos

ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina no se calmó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a

otro. Al fin, se apoyó en el muro, junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis observaciones, unas

veces llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de sentirle volver, y otras llorando

desconsoladamente como un niño.

A medianoche, la tormenta se abatió sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo o del

vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre la techumbre,

derrumbando el tubo de la chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogon un alud de piedras y

hollín. Creíamos que había caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas, para pedir a Dios que

se acordara de Noé y Lot y, al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros

íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y

temiendo que hubiese muerto llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que José hubo de

impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna separación entre

justos como él y pecadores como su amo. En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos

causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina que, por haberse obstinado en continuar bajo la

lluvia sin siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el

respaldo del banco y puso las manos a la lumbre.

-Ea, señorita -le dije, tocándole en un hombro-: usted se ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué hora es?

Las doce y media. Váyase a la cama. No es cosa de seguir aguardando a ese memo. Se habrá largado a

Gimmerton y dormirá allí. Ya comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá

que el señor esté despierto, y que sea él quien le abra.

-No debe estar en Gimmerton -repuso José- y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga.

Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le tocará a usted. Demos

gracias a Dios por todo. Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen los

textos sacros...

Empezó a repetir pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos correspondientes.

Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé, a ella con su tiritona y

a José con sus sermones, y me fui a acostar con Hareton, que estaba profundamente dormido. Oí a José

leer, luego le sentí subir la escalera, y enseguida me dormí yo misma.

Al día siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que

seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina

también, y decía:

-¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan mojada y tan

descolorida?

-No me pasa otra cosa -contestó, malhumorada Catalina- sino que he cogido una mojadura y siento frío.

Vi que el señor estaba ya sereno, y exclame:

-¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado en quedarse toda

la noche junto al fuego.

-¿Toda la noche? ---:-exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw-. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a

la tempestad...

Ni Catalina ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos impedirlo, de modo que

respondí que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo nada.

La mañana era fresca. Abrí las ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina

me dijo-

-Cierra, Elena. Estoy agotada.

Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre casi fría.

-Está enferma -aseguró Hindley, tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita sea! Está visto que

no puedo estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste a la lluvia?

-Por andar detrás de los mozos, como de costumbre -se apresuró a decir José, dando suelta a su

maldiciente lengua-. Si yo estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en las narices a todos

ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días que usted sale, el Linton se mete aquí como un gato. Mientras

tanto, Elena -¡que es buena también!- vigila desde la cocina, y cuando usted entra por una puerta, él sale

por la opuesta. Y entonces esta buena pieza se va al lado del otro. ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la

noche a campo traviesa con ese endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que estoy ciego, pero se

equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y venir, y te he visto a ti, ¡mala bruja! (añadió, mirándome), estar

atenta y avisarles en cuanto los cascos del caballo del señor sonaron en el camino.

-¡Silencio, insolente! -gritó Catalina-. Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y le dije que se fuera

cuando viniste, porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que llegabas.

-Mientes, Catalina, estoy seguro... Y eres una condenada idiota -repuso su hermano-. No me hables de

Linton por el momento... Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No temas que le maltrate. Le odio,

pero hace poco me hizo un servicio y eso me impide partirle la cabeza. Lo que haré será echarle a la calle

hoy mismo. Y entonces andad con ojo los demás, porque todo mi mal humor caerá sobre vosotros.

-No he visto a Heathcliff esta noche -contestó Catalina, entre lágrimas-. Si le echas de casa, me iré con él.

Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya marchado...

Presa de congoja, empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un diluvio de groserías, y la

hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice

que le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el

punto de que pensé que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor

Kenneth pronosticó un comienzo de delirio, dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría, para

disminuir la calentura, y me encargó que le diese solamente leche y agua de cebada, y que la vigilase

mucho, para impedir que se arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía

excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus enfermos mediaban a veces dos o tres millas.

Reconozco que no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo hicieron mejor

que yo, pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la gravedad de su estado. La

madre de Eduardo nos hizo varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa, estaba siempre dándonos

órdenes y reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la «Granja»,

lo que por cierto le agradecimos mucho. Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza.

Ella y su marido contrajeron la fiebre y fallecieron en pocos días.

La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a saber nada de

Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la paciencia, tuve la torpeza de acusarla de la

desaparición del chico. Era verdad, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo

todo trato, excepto el preciso para las cosas de la casa. Ello duró varios meses. José cayó también en

desgracia. No sabía callarse sus pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si Catalina

fuese una niña, cuando en realidad era una mujer hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el

médico había recomendado que no se la contrariase, y ella consideraba que cometíamos un delito cuando la

contradecíamos en algo. No, trataba tampoco a su hermano ni a los amigos de su hermano. Hindley a quien

Kenneth había hablado seriamente, procuraba dominar sus arrebatos y no excitar el mal temple de Catalina.

Incluso se portaba con demasiada indulgencia, aunque, más que por afecto, lo hacía porque deseaba que

ella honrase a la familia casándose con Linton. Le importaba muy poco que Catalina nos tratara a nosotros

como a esclavos, siempre que a él le dejara en paz.

Eduardo se sintió tan entontecido como tantos otros lo han estado antes que él y lo seguirán estando en lo

sucesivo, el día en que llevó al altar a Catalina, tres años después de la muerte de sus padres.

Hube de abandonar «Cumbres Borrascosas» para acompañar a Catalina. El pequeño Hareton tenía entonces

cinco años, y yo había empezado a enseñarle a leer. La despedida fue muy triste. Pero las lágrimas de

Catalina pesaban más que las nuestras. Al principio,, no quise marcharme con ella, y viendo que sus ruegos

no me conmovían, fue a quejarse a su novio y a su hermano. El primero me ofreció un magnífico sueldo y

el segundo me ordenó que me largase, ya que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De Hareton se

haría cargo el párroco. Así que no tuve más remedio que obedecer. Dije al amo que lo que se proponía era

alejar de su lado a todas las personas decentes para precipitarse más pronto en su catástrofe; besé al niño y

salí. Desde entonces Hareton fue para mí un extraño. Por increíble que sea, creo que ha olvidado por

completo a Elena Dean, y que no se acuerda de aquellos tiempos en que él era todo en el mundo para ella, y

ella lo único que él conocía en el mundo.

En esto mi ama de llaves miró el reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y media. Se

negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo me sentía también bastante propicioa que

suspendiera la narración. Y voy a acostarme ya. Mi cabeza está muy embotada y mis miembros

entorpecidos.

CAPÍTULO X

El comienzo de mi vida de ermitaño ha sido poco venturoso. ¡Cuatro semanas enfermo, tosiendo

constantemente! ¡Oh, estos implacables vientos y estos sombríos cielos del Norte! ¡Oh, los intransitables

senderos y los calmosos médicos rurales! Pero peor que todo, incluso que la privación de todo semblante

humano en torno mío, es la conminación de Kenneth de que debo permanecer en casa, sin salir, hasta que

empiece el buen tiempo...

Heathcliff me ha hecho el honor de visitarme. Hace siete días me envió un par de guacos, que, al parecer,

son los últimos de la estación. El muy villano no está exento de responsabilidades en mi enfermedad, y no

me faltaban deseos de decírselo, pero, ¿cómo ofender a un hombre que tuvo la bondad de pasarse una hora

a mi cabecera hablándome de cosas que no son medicamentos? Su visita constituyó para mí un grato

paréntesis en mi enfermedad.

Todavía estoy demasiado débil para leer. ¿Por qué, pues, no pedir a la señora Dean que continúe

relatándome la historia de mi vecino? La dejamos en el momento en que el protagonista se había fugado y

en que la heroína se casaba. Voy a llamar a mi ama de llaves: seguramente le agradará que charlemos.

La señora Dean acudió.

-De aquí a veinte minutos le corresponde tomar la medicina, señor -dijo.

-¡Déjeme de medicinas! Quiero...

-Dice el doctor que debe usted suspender los polvos...

-¡Encantado! Siéntese. No acerque los dedos a esa odiosa hilera de frascos. Saque la costura y continúe

relatándome la historia del señor Heathcliff desde el punto en que la suspendió el otro día. ¿Concluyó su

educación en el continente y volvió hecho un caballero? ¿O bien emigró a América y alcanzó una posición

exprimiendo la sangre de los naturales de aquel país? ¿O es que se enriqueció más deprisa dedicándose a

salteador de caminos?

-Quizá hiciera un poco de todo, señor Lockwood, pero no puedo garantizárselo. Como antes le dije, no sé

cómo ganó dinero, ni cómo se las arregló para salir de la ignorancia en que había llegado a caer. Si le

parece, continuaré explicándole a mi modo, si cree usted que no se fatigará y qué encontrará en ello algún

entretenimiento. ¿Se siente usted mejor hoy?

-Mucho mejor.

-Cuánto me alegro.

Catalina y yo nos trasladamos a la «Granja de los Tordos», y ella comenzó portándose mejor de lo que yo

esperaba, lo que me sorprendió bastante. Parecía hallarse enamoradísima del señor Linton, y también

demostraba mucho afecto a su hermana. Verdad es que ellos eran muy buenos para con Catalina. Aquí no

se trataba del espino inclinándose hacia la madreselva, sino de la madreselva abrazando al espino. No es

que los unos se hiciesen concesiones a los otros, sino que ella se mantenía en pie y los otros se inclinaban.

¿Quién va a demostrar mal genio cuando no encuentra oposición en nadie? Porque bien se veía que

Eduardo temía horrorosamente verla irritada.

Procuraba disimularlo ante ella, pero si me oía contestarle destempladamente, o notaba ofenderse a algún

sirviente cuando recibía alguna orden imperiosa de su mujer, expresaba su descontento con un frucimiento

de cejas que no era corriente en él cuando se trataba de cosas que le afectasen personalmente. A veces me

reprendía mi acritud, diciéndome que el ver disgustada a su esposa le producía peor efecto que recibir una

cuchillada. Procuré dominarme, a fin de no contrariar a un amo tan bondadoso. En seis meses, la pólvora, al

no acercarse a ella ninguna chispa, permaneció tan inofensiva como si fuese arena. Eduardo respetaba los

accesos hipocondriacos que invadían de vez en cuando a su esposa, y los atribuía a un cambio producido en

ella por la enfermedad, ya que antes no los había padecido nunca. Y cuando ella se recobraba, ambos eran

perfectamente felices y para su marido parecía que hubiera lucido el sol por primera vez.

Pero aquello se acabó. La verdad es que cada uno debe mirar por sí mismo. Precisamente los buenos son

más egoístas que los dominantes. Y aquella dicha tuvo su fin cuando una de las partes se apercibió de que

no era el objeto de los desvelos de la otra. En una tarde serena de septiembre yo volvía del huerto con un

cesto de manzanas que acababa de recoger.

La tarde oscurecía ya y la luna brillaba por encima de la tapia del corral pintando vagas sombras en los

salientes de la fachada del edificio. Yo dejé el cesto en los peldaños de la escalera de la cocina y me pare un

momento para aspirar el aire tranquilo y suave. Mientras miraba la luna, oí tras de mi una voz que

preguntaba:

-Elena, ¿eres tú?

El acento profundo de aquella voz no me era desconocido del todo. Me volví para ver quien hablaba,

algo desconcertada, ya que la puerta estaba cerrada y no había visto aproximarse a nadie a la escalera. En el

portal distinguí una silueta. Acercándome, hallé un hombre alto y moreno, con un traje negro. Estaba

apoyado en la puerta y tenía puesta la mano en el picaporte, como para abrir.

«¿Quién será? -pensé-. No es la voz del señor Earnshaw.»

-He pasado una hora esperando -me dijo-, quieto como un muerto. No me atrevía a entrar. ¿Es que no me

conoces? ¡No soy un extraño para ti!

La luz de la luna iluminó sus facciones. Tenía las mejillas lívidas y negras patillas las adornaban. Sus

cejas eran sombrías y sus ojos profundos, inconfundibles. Yo recordaba muy bien la expresión de aquellos

ojos.

-¡Oh! -exclamé, levantando las manos con sorpresa, y aún dudando de si debía considerarle como a un

visitante corriente-. ¿Es posible que sea usted?

-Sí, soy Heathcliff -respondió dirigiendo la vista a las ventanas, en las que se reflejaba la luna, pero de las

que no salía ninguna luz-. ¿Están en casa? ¿Está Catalina? ¿No te satisface verme, Elena? No te asustes. Ea,

dime si ella está aquí. Necesito hablar a tu señora. Anúnciale que una persona de Gimmerton desea

visitarla.

-No sé lo que le parecerá -dije-. Estoy asombrada. Esto le va a hacer perder la cabeza. Sí; usted es

Heathcliff... ¡Pero qué cambiado está! Me parece imposible. ¿Ha sido usted soldado?

-¡Anda, anda! -me interrumpió impacientemente-. ¡Estoy que no vivo!

Entré, pero al llegar al salón donde estaban los señores me quedé parada sin saber qué decir. Al fin les

pregunté, como pretexto, si querían que encendiese la luz, y, sin esperar su respuesta, abrí la puerta.

Se hallaban junto a una ventana abierta desde la que se veían los árboles del jardín, las incultas frondas

del parque, el valle de Gimmerton cubierto por la bruma... «Cumbres Borrascosas» se alzaba al fondo,

sobre la neblina. El edificio no se veía, pues está construido en la otra ladera de la colina. El paisaje, la

habitación y los que había en ella estaban sumidos en una portentosa paz. Me era muy violento dar el

recado, y ya principiaba a iniciar la marcha sin transmitirlo, cuando un impulso de demencia me hizo

volverme y anunciar:

-Hay ahí una persona de Gimmerton que desea verla, señora.

-¿Qué desea?

-No se lo he preguntado -respondí.

-Bueno. Corre las cortinas y trae el té. Enseguida vengo.

Salió de la habitación y el señor me preguntó que quién había venido.

-Una persona que la señora no esperaba -dije-. Heathcliff, ¿no se acuerda? Aquél que vivía en casa del

señor Earnshaw.

-¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo, pues, no le has dicho a Catalina quién era?

-No le llame por esos nombres, señor -le rogué-, porque ella se enfadaría si le oyera. Cuando se fue,

estuvo muy disgustada. Seguramente se alegrará de verle.

El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y gritó a su mujer.

-Haz entrar a ese visitante.

Oí rechinar el picaporte, y Catalina subió velozmente, sofocada, y con una excitación tal, que hasta

borraba de su rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía por su exaltación que le había ocurrido

una tremenda desgracia.

-¡Eduardo, Eduardo! -exclamó, jadeante-. ¡Eduardo, querido mío, Heathcliff ha vuelto! -Y le abrazaba

hasta casi ahogarle.

-Bien, bien -repuso su esposo, un poco mohíno-. No creo que por eso hayas de estrangularme. No me parece

que ese Heathcliff sea un tesoro tan valioso. ¡No es como para volverse locos porque haya vuelto!

-Recuerdo que no te simpatizaba mucho -contestó Catalina-. Pero habéis de ser amigos ahora, aunque

sólo sea por mí. ¿Le digo que pase?

-¿Al salón?

Pues adónde va a ser? -contestó ella.

Él algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la cocina. Catalina le miró, contrariada.

-No -dijo-. No voy a estar yo en la cocina. Elena: trae dos mesas... Una para el señor y la señorita Isabel,

que son nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos. ¿Te parece bien, querido? ¿O

prefieres que le reciba en otra parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me parece mentira

tanta felicidad!

Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo.

-Hazle subir -me ordenó-, y tú, Catalina, alégrate, si quieres, pero no hagas absurdidades. No hay por qué

dar el espectáculo de recibir a un criado huido como a un hermano.

Bajé y encontré a Heathcliff esperando en el portal a que le mandaran subir. Me siguió en silencio, y le

conduje a presencia de los amos, cuyas encendidas mejillas delataban la reciente discusión. La señora se

ruborizó más aún, corrió hacia Heathcliff, le cogió las manos, e hizo que Linton y él se las estrechasen a

regañadientes. A la luz de la lumbre y de las bujías, me asombró más aún la transformación de Heathcliff.

Se había convertido en un hombre, alto, atlético y bien constituido. Mi amo parecía un mozalbete a su lado.

Viendo su erguido continente, se pensaba que debía haber servido en el ejército. Su semblante mostraba

una expresión más firme y resuelta que el señor Linton, dejaba transparentar inteligencia y no conservaba

huella alguna de su antigua inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de sus ojos persistía su

natural fiereza, pero refrenada. Sus modales eran dignos y sobrios, aunque no graciosos. Mi amo quedó, al

notar todo aquello, tan estupefacto como yo misma. Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo dirigirse

a él. Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por hablarle.

-Siéntese -dijo, al fin-. Mi mujer, recordando los viejos tiempos, me ha pedido que le reciba con cordialidad.

No hay que decir que cuanto a ella le satisface, me complace a mí.

-Lo mismo digo -repuso Heathcliff-. Estaré con mucho gusto aquí una o dos horas.

Catalina no le quitaba la vista de encima, como si temiese que se desvaneciera- cuando dejara de

contemplarle. Heathcliff sólo la miraba de vez en cuando y en sus ojos se pintaba el placer que le producía

el volver a ver a su amiga. Estaban tan satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse turbados.

El señor Linton, al contrario, palidecía cada vez mas, y su enojo llegó al extremo cuando su mujer se puso

en pie, cruzó la habitación, cogió las manos de Heathcliff y comenzó a reír.

-Mañana pensaré haber soñado -exclamó-. Me parecerá imposible haberte visto, tocado y oído otra vez.

Ni te merecías esta acogida, Heathcliff. ¡En tres años de ausencia, nunca te has acordado de mí!

-Más de lo que tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco supe de tu matrimonio, y entonces, Mientras

esperaba abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu mirada de sorpresa y de acaso fingido

placer, arreglar las cuentas que tengo pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis propias

manos. La manera que has tenido de recibirme ha disipado estas ideas en mi, pero procura no recibirme la

próxima vez de otro modo. Mas no... Creo que no me despedirás otra vez. ¿Te disgustó mi ausencia

realmente? Había motivos. Desde que me separé de ti he vivido tristemente. Perdóname... ¡Todo lo he

hecho por ti!

-Haz el favor de sentarte, Catalina, porque de lo contrario vamos a tomar el té frío -dijo el señor Linton,

que se esforzaba por dominarse-. Doquiera que el señor Heathcliff vaya a pasar esta noche, tendrá

seguramente que andar mucho, y yo, por mi parte, siento sed.

Catalina se sentó, vino Isabel, y yo me retiré. La colación no duró más de diez minutos. La señora no

probó el bocado y Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una hora. Cuando salió, le pregunté si se

iba a Gimmerton.

-Voy a «Cumbres Borrascosas» -repuso-. El señor Earnshaw me invitó cuando estuve esta tarde a visitarle.

¡De manera que había visitado al señor Earnshaw y éste le había invitado! Acaso Heathcliff había

adquirido hábitos hipócritas y regresaba con el propósito de actuar perversamente, pero de una forma

disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de que hubiera sido preferible que permaneciera lejos de

nosotros.

A medianoche la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto a mi lecho y me tiró del cabello.

-No puedo dormirme, Elena -me dijo como explicación-. Siento la necesidad de que alguien comparta mi

dicha. Eduardo está apenado porque me alegro de una cosa que no le interesa, se niega a hablar y no dice

más que tonterías y cosas rencorosas, y me trata de cruel porque quiero hablarle de esto cuando se

encuentra, segun él, cansado y muerto de sueño. Dice que se siente mal: en cuanto algo le contraría siempre

sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le

duela la cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he ido.

-No debía usted elogiar a Heathcliff en presencia suya -contesté-. Ya sabe que de muchachos se odiaban.

Tampoco a Heathcliff le hubiera agradado oír elogios de su esposo. Los hombres son así. No hable usted a

su esposo de Heathcliff, a no ser que quiera usted provocar un choque entre ellos.

-Eso es signo de inferioridad -dijo Catalina-. Yo no envidio el rubio cabello de Isabel, ni su piel blanca,

ni el cariño que toda la familia siente hacia ella. Cuando discuto por algo con Isabel, tú te pones de parte

suya, y yo cedo en todo, como una madre débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos

buenas amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados, que se figuran que el mundo ha sido creado

para complacerles. Yo trato de complacerles, sí, pero no dejo de pensar que les sentaría bien una lección.

-Está usted en un error, señora Linton -dije-: son ellos los que procuran complacerla a usted. Me consta

lo que pasaría en caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho, pero en cambio no hacen más que

amoldarse a todos sus deseos. Y desee usted, señora, que no se presente ninguna ocasión de probar su

carácter, porque si llega el caso, ésos que usted supone inferiores y débiles demostrarán tanta energía como

usted misma.

-Si es así lucharemos hasta la muerte, ¿no? -repuso Catalina, echándose a reír-. Tengo tanta confianza en

el amor de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que él se defendiese.

Yo entonces le aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto valía.

-Ya lo estimo -dijo-, pero él no debería romper en lágrimas por pequeñeces. Eso es una niñería. Cuando

le he dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de todos y que cualquiera se honraría con su amistad, ha

debido mostrarse conforme conmigo. Tiene que habituarse a él y hasta podría llegar a apreciarle. Heathcliff

se portó bien con él, si tenemos en cuenta los motivos que tiene para no sentir simpatía hacia su persona.

-¿Qué opina de su visita a «Cumbres Borrascosas»? -pregunté-. Al parecer, se ha corregido en todo y perdona

a sus enemigos, como buen cristiano.

-Estoy tan admirada como tú -respondió ella-. Según él ha explicado, fue allí para preguntar por mí,

pensando que tú continuarías viviendo en la casa. José se lo dijo a Hindley, y éste salió y comenzó a

hacerle preguntas sobre su vida. Luego le mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas y

Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún dinero y viendo que lo tenía en abundancia le

pidió que volviese de nuevo. Hindley es tan abandonado que no comprenderá la imprudencia que comete

buscando la amistad de aquél a quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que accede a reanudar las

relaciones con mi hermano para poder verme con más frecuencia de lo que le sería posible si viviese en

Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su estancia en «Cumbres Borrascosas» y esto satisfará a mi

hermano, que es tan codicioso, a pesar de que cuanto coge con una mano lo tira con la otra.

-Mal sitio es para vivir un joven -dije-. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton?

-Para mi amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de todo riesgo. Si algo temo es por Hindley,

pero tan bajo ha caído moralmente, que dudo que pueda descender más. Respecto a daño físico, yo medio

entre ambos. La vuelta de Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He sufrido mucho,

Elena! Si él comprende cuánto, sentirá vergüenza de ensombrecer mi alegría con sus rencores. Y todo lo he

soportado por cariño hacia él. Pero ya pasó. En adelante, estoy dispuesta a resistirlo todo. Si el más ínfimo

de los seres me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría, además, que

me perdonase. Y, para demostrarlo, voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo. Buenas noches. ¡Soy

tan buena como un ángel!

Se marchó, pues, muy contenta de sí misma, y a la mañana siguiente quedó evidente el resultado de su

decisión. Eduardo, aunque algo violento aún por la excesiva animación de Catalina, había cejado en su

enfado, y hasta consintió en que ella fuese aquella tarde con Isabel a «Cumbres Borrascosas». Ella, en

cambio, le demostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la casa durante varios días fue un verdadero

paraíso.

Heathcliff -en realidad debo decir ya el señor Heathcliff- era discreto al principio en las visitas que hacía

a la «Granja de los Tordos», como si midiese hasta donde podía llegar con su presencia sin incomodar al

señor. Catalina, a su vez, trató de moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él y así consiguió

Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter reservado que le distinguía desde la infancia le permitía

reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó momentáneamente. Pero pronto había de

encontrar otros motivos de inquietud.

El nuevo manantial de sus pesadumbres fue el amor que de repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff.

Isabel era una hermosa muchacha de dieciocho años, de traza muy infantil, muy inteligente y también de

genio muy violento, si se la irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado cuando notó sus

sentimientos. Aparte de la bajeza que suponía un matrimonio con un hombre basto y la posibilidad de que

sus bienes, si no tenía hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo se daba cuenta de que, en el fondo,

el carácter de Heathcliff, pese a las apariencias, no había variado. Y temblaba ante la idea de entregarle a

Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de Heathcliff, aunque en verdad Isabel se había enamorado

espontáneamente, sin que Heathcliff la correspondiera.

Hacía tiempo que todos veníamos notando que un secreto disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo

huraña y susceptible, y con cualquier motivo reñía con Catalina, a riesgo de acabar con la poca paciencia de

su cuñada. Al principio supimos que no estaba bien de salud, ya que la veíamos adelgazar y decaer

ostensiblemente. Pero al fin, un día se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a tomar el desayuno,

diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se ocupaba de ella y que Catalina la tenía

cohibida. Añadió que se había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las puertas abiertas

expresamente para molestarla, y aún dijo varias vaciedades más. En respuesta, la señora Linton le mandó

que se acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de Kenneth, la joven contestó en el acto

que disfrutaba de una excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que le hacía sufrir.

-¿Qué soy dura contigo, niña mimada? -dijo la señora-. ¿Cuándo he sido dura contigo?

-Ayer.

-¿Ayer? -exclamó su cuñada-. ¿Cuándo?

-Cuando salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste que podía irme adonde quisiera, para

quedarte sola con él..

-¿Y a eso le llamas dureza? Era una indirecta para que nos dejaras solos, porque nuestra conversación no

era interesante para ti -dijo Catalina, riendo.

-No -repuso la joven-. Querías que me fuera porque sabías que me agradaba estar allí.

-¿Se habrá vuelto loca? -me dijo la señora Linton-. Voy a repetir nuestra conversación palabra por

palabra, Isabel, y luego me dirás qué interés podía ofrecerte.

-No me interesaba la conversación -repuso Isabel-. Me interesaba estar con...

-¿Con ... ? -interrogó Catalina.

-Con él, y por eso me obligaste a marchar -repuso Isabel-. Tú obras como el perro del hortelano,

Catalina, y no puedes soportar que amen a nadie más que a ti misma.

-Eres una impertinente -dijo la señora Linton-. No puedo creer en tanta idiotez. ¿Es posible que desees

que Heathcliff te admire y que le consideres un hombre agradable? Supongo que no...

-Le amo más de lo que tú puedas amar a Eduardo -contestó la muchacha- y estoy segura de que él me

amaría si tú no te mezclaras entre ambos.

-¡Ni por un reino quisiera estar en tu caso! -dijo Catalina-. Elena, ayúdame a hacerle comprender que está

loca. Dile, dile quién es Heathcliff: un ser rebelde, sin cultura, sin refinamiento, un campo árido cubierto de

abrojos y piedras. Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del parque un día de invierno, que

aprobar que te enamores de Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza porque no le

conoces. Atiende: no te figures que oculta tesoros de bondad y ternura bajo una apariencia tosca. No

imagines que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla, no. Es un hombre implacable y

sanguinario como un lobo. Yo jamás le digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en

nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de mi voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y

encontrara que le estorbas, te pisotearía como si fueses un huevo de gorrión. Es absolutamente incapaz de

casarse contigo sino es por tu fortuna y por lo que puedes llegar a tener. El vicio que le domina ahora es el

amor del dinero. Te lo he retratado tal como es. Fíjate en que soy amiga suya, y en que si él realmente

hubiera pensado en casarse contigo, puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus redes.

Pero la señorita Linton miró con indignación a su cuñada.

-¡Qué vergüenzal --exclamó-. ¡Eres muchísimo peor que veinte enemigos, pérfida amiga!

-¿No me crees? ¿Te figuras que hablo así por egoísmo?

-Estoy segura -repuso Isabel-, y me horroriza verte.

-Está bien -contestó Catalina-. Yo te he dicho lo que debía. Ahora haz lo que quieras.

-¡Cuánto egoísmo tengo que aguantar! -exclamó Isabel llorando, cuando su cuñada salió de la habitación-.

Todos están contra mí. Ella ha procurado truncar mi última esperanza. Pero ha mentido, ¿verdad,

Elena? El señor Heathcliff es un alma digna y sincera y no un demonio. De lo contrario, no hubiera vuelto a

acordarse de Catalina.

-No se acuerde más de él, señorita -le aconsejé-. El señor Heathcliff es un pajaro de mal agüero: no le

conviene a usted. No puedo negar que es verdad cuanto ha dicho la señora Linton. Ella lo conoce mejor que

yo y que nadie, y jamás le hubiera pintado más malo de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus

actos. Y él, ¿cómo se ha enriquecido? ¿Qué hace en «Cumbres Borrascosas», en donde vive el hombre a

quien odia? Se asegura que el señor Earnshaw marcha cada vez peor desde que vino Heathcliff. Los dos se

pasan la noche en vela. Hindley ha hipotecado todas sus tierras y no hace más que jugar y beber. Supe esto

hace una semana: me lo contó José, a quien encontré en Gimmerton. Me dijo: «Vamos a acabar viendo al

juzgado en casa, Elena. El uno antes se dejaría cortar un dedo que ayudar al otro a salir del pantano en que

se hunde más cada vez. Y éste es el amo, Elena. Y la cosa avanza deprisa. No teme ni a la justicia, ni a san

Juan, ni a san Pedro, ni a nadie. Al contrario: se ríe de ellos. Y, ¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede

reírse, ya, de ese juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida que se da entre nosotros?

Pues se levantan al atardecer, cierran las ventanas, juegan y beben brandy hasta el mediodía del día

siguiente. Entonces, aquel loco se marcha a su alcoba jurando, y el otro miserable se guarda los dineros,

duerme, se harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su vecino. Por supuesto que cuenta a

doña Catalina cómo se está hinchando la bolsa con el dinero del amo que en paz descanse. Hindley se

precipita por el camino de perdición, a lo que él le estimula cuanto puede.» José, señorita Isabel, es un viejo

bribón, pero no un mentiroso, y, ¿verdad que, si su relato sobre Heathcliff es cierto, usted no se casaría jamás

con un hombre así?

-No te quiero oír, Elena -me contestó Isabel-. Te has puesto de acuerdo con los demás... ¡Con qué

malevolencia tratáis todos de convencerme de que no hay dicha posible en el mundo!

No sé si hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque tuvo poco tiempo para reflexionar sobre él.

Al día siguiente se celebró un juicio en la villa cercana, y mi amo tuvo que asistir. Heathcliff, enterado de

ello, nos visitó más temprano que de costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca y permanecían

calladas, mirándose con hostilidad. Isabel estaba alarmada por la indiscreta revelación que había hecho, y

Catalina realmente ofendida contra su cuñada, de la que se burlaba, pero a la que no quería permitir que se

burlase de ella a su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se alegró. Yo estaba limpiando

la chimenea y descubrí en sus labios una maligna sonrisa. Isabel, absorta en sus reflexiones o en la lectura,

no percibió a Heathcliff hasta que éste entró y cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho sin duda

de buena gana.

-Llegas en momento oportuno --exclamó jovialmente la señora, acercándole una silla-. Aquí tienes a dos

mujeres necesitadas de un tercero que rompa el hielo que se ha establecido entre ellas. Heathcliff: me

enorgullezco de haber encontrado a alguien que aún te quiere mas que yo. Sin duda te sentirás halagado.

No, no es Elena, no la mires... Se trata de mi pobre cuñadita, a la que se le parte el corazón sólo con verte.

¡En tus manos está llegar a ser hermano de Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! -exclamó, sujetando a la joven

que, indignada, quería marcharse-. Nos peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha vencido en

nuestro torneo de alabanzas y de admiraciones. Aún me ha dicho más, y es que si yo me separara de

vosotros por un instante, te flecharía de tal modo, que tu alma quedaría eternamente unida a la suya,

mientras que yo sería relegada al olvido.

-¡Catalina! -replicó Isabel, procurando apelar a toda su dignidad-. Te agradeceré que te atengas a la verdad,

y que no te chancees de mí ni aun en broma. Señor Heathcliff. tenga la bondad de pedir a su amiga que

me suelte. Ella olvida que usted y yo no somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que le divierte a

ella.

Pero el visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la admiración que había despertado. Isabel se

volvio a su cuñada y le rogó que la dejase libre.

-¡Quizá! -contestó la señora Linton-. No quiero que me llames otra vez el perro del hortelano. Tienes que

quedarte. Heathcliff: ¿no te alegran mis agradables noticias? Isabel dice que el amor que Eduardo siente

hacia mí no es nada en comparación al que siente ella hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad, Elena? Y no ha

querido comer desde que ayer le hice separarse de tu lado.

-Creo -dijo Heathcliff, volviéndose hacia ella- que no está de acuerdo contigo y que, al menos por ahora,

no siente deseo alguno de estar a mi lado.

Y miró fijamente a Isabel con la expresión con que pudiera mirar a uno de esos extraños y repulsivos

animales que se contemplan por su rareza a pesar de la repugnancia que producen. La jovencita no podía

más. Enrojeció y palideció en el espacio de pocos segundos, y, al ver que no lograba soltarse de Catalina,

esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada varias sangrientas señales.

-¡Caramba, qué tigresa! -exclamó la señora Linton soltándola al sentir el dolor-. ¡Por amor de Dios, vete

y que no te vea yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu preferido ... ! ¡Eres tonta! ¿No comprendes lo

que él pensará? Fíjate, Heathcliff, qué instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los ojosl

-Le cortaría los dedos como osara amenazarme -respondió él brutalmente una vez que la joven hubo salido-.

Pero, ¿por qué has atormentado a esa muchacha, Catalina? No hablabas en serio, ¿eh?

-Digo la verdad -repuso ella-. Está sufriendo por ti hace varias semanas. Esta mañana se puso irritada

porque le conté todos tus defectos a fin de aminorar la pasión que siente hacia ti. No pienses más en ello.

Sólo me he propuesto castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff, para dejarte que la

caces y la devores.

-Y yo la quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo -contestó él-, a no ser que lo hiciera para

proceder con ella como un vampiro. Oirías cosas extraordinarias si yo viviera con esa asquerosa muneca.

Lo habitual sería pintarle en la cara todos los colores del arco iris, ponerle negros cada dos días esos ojos

azules tan odiosamente parecidos a los de su hermano.

-¡Pero si son encantadores! -le interrumpió Catalina-. Son ojos de paloma, ojos de ángel...

-Es la heredera de su hermano, ¿no? -preguntó él tras un corto silencio.

-Sentiría que lo fuese --contestó Catalina-. ¡Quiera el cielo que antes de que eso suceda, media docena de

sobrinos lo hereden todo! No pienses en esto, y recuerda que codiciar los bienes de tu prójimo equivale, en

este caso, a codiciar los míos.

-No serían menos tuyos si los tuviera yo -observó Heathcliff-. Pero aunque Isabel sea boba, no creo que

sea tan loca como todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú dices.

No hablaron más de ello, y Catalina debió incluso olvidarlo. Pero el otro debió recordar aquello varias

veces durante la tarde. Le vi sonreír sin motivo aparente y caer en una meditación de mal agüero cada vez

que la señora Linton salía de la habitación.

Decidí vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a Catalina, ya que él era bueno y honrado. Es

verdad que respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero yo confiaba muy poco en sus principios y

tenía muy poca simpatía hacia sus sentimientos. Deseaba con ansiedad algo que librase a la «Granja» y a la

vez a «Cumbres Borrascosas» de la mala influencia de Heathcliff. Las visitas de éste eran una obsesión

para mí. Y creo que también para el amo. Su estancia en «Cumbres Borrascosas» nos preocupaba

extraordinariamente. Yo tenía la impresión de que Dios había abandonado allí en pleno extravío a la oveja

descarriada, y que el lobo acechaba, atento, el momento oportuno para precipitarse sobre ella y destrozarla.

CAPÍTULO XI

En ocasiones, pensando a solas en todas estas cosas, me sentía presa de un terror repentino y,

levantándome y poniéndome el sombrero, pensaba en ir a ver lo que sucedía en «Cumbres Borrascosas».

Tenía la convicción de que mi deber era hablar a Hindley de lo que la gente decía de él. Pero cuando

recordaba lo empedernido que estaba en sus vicios, me faltaba el valor para entrar en la casa,

comprendiendo que mis palabras sólo podrían lograr efectos muy dudosos.

Una vez, yendo a Gimmerton, me desvié un tanto de mi camino y me paré ante la cerca de la propiedad.

Era una tarde clara y fría. La tierra estaba triste por el invierno y el suelo del camino se extendía ante mi

vista endurecido y seco. Llegué a una bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra arenisca, que

tiene grabadas las letras C. B. en su cara que mira al Norte; G., en la que mira al Este, y G. T. en la que da

al Sudoeste. Esta piedra sirve para marcar las distintas direcciones: las «Cumbres», el pueblo y la «Granja».

El sol bañaba con sus dorados rayos la parte alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de

infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el preferido por Hindley y por mí veinte años atrás.

Durante largo rato estuve contemplando el jalón de piedra. Inclinándome, vi junto a su base un agujero

donde solíamos almacenar guijarros, conchas de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí.

Y tuve la visión de que mi antiguo compañero de juegos aparecía excavando la tierra con un pedazo de

pizarra.

-¡Pobre Hindley! -murmuré sin querer.

Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara. La visión desapareció al instante, pero en

el acto experimenté un vivo deseo de ir a «Cumbres Borrascosas». Un sentimiento supersticioso me

impulsaba.

«¡Podría haber muerto, o estar a punto de morir!», pensé, relacionando aquella alucinación con un

presagio fatídico.

Mi angustia aumentaba a medida que me iba acercando a la casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al

ver un niño desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja, tuve la impresión de que la

aparición se había adelantado a mí. Pero, pensando más despacio, comprendí que debía ser Hareton, mi

Hareton, al que no veía hacía tiempo.

-¡Dios te bendiga, querido! -exclamé-. Hareton: soy Elena, tu ama.

Se apartó de mí y cogió un grueso pedrusco.

-Vengo a ver a tu padre, Hareton -le dije, comprendiendo que, si se acordaba de Elena, al menos de mi

figura no se acordaba.

Esgrimió la piedra, y, aunque intenté calmarle, la lanzó y me dio en el sombrero. A la vez, el pequeño

soltó una retahila de maldiciones que, conscientes o no, emitía con la firmeza de quien sabe lo que dice.

Sentí más dolor que ira y me faltó poco para llorar. Saqué una naranja del bolsillo y se la ofrecí. Dudó un

momento y de pronto me la quitó bruscamente de las manos, como si creyera que intentaba engañarle. Le

enseñé otra, pero guardándome bien de ponerla al alcance de su mano.

-¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, hijo? -le pregunté-. ¿El cura?

¡Malditos seáis el cura y tú! -contestó . ¡Dame eso!

-Si me dices quién te ha enseñado a hablar así te lo daré.

-El demonio de papá -contestó.

-Y papá, ¿qué te enseña? -seguí preguntando.

Se alzó sobre la fruta, pero yo la levanté.

-Nada -me contestó-. No quiere que esté a su lado, porque le maldigo y juro.

-¿Y es el diablo quien te enseña a maldecir a papá?

-¡Ah! No...

-¿Quién entonces?

-Heathcliff.

Le pregunté si quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al preguntarle por qué respondió:

-Porque él trata mal a papá como papá me trata a mí, y porque él reniega de papá como papá reniega de

mí, y porque me deja hacer todo lo que quiero.

-Entonces, ¿el cura no te enseña a leer y escribir?

-No. Han dicho que le partirían la cabeza si entrara por la puerta. ¡Heathcliff lo ha jurado!

Le di la naranja y le encargué que dijera a su padre que una mujer llamada Elena Dean quería verle. Se

encaminó a la casa por el sendero, pero en lugar de Hindley salió Heathcliff. Al verle, eché a correr como si

hubiera visto a un fantasma. Esto no tiene relación con el asunto de la señorita Isabel mas que porque

influyó para que yo aumentara mis precauciones y para que procurara que el influjo pernicioso de aquel

hombre no se extendiera a la «Granja», lo cual me costó, por cierto, una riña con la señora Linton.

El primer día que Heathcliff volvió a la casa, la señorita Isabel estaba en el corral dando de comer a las

palomas. Hacía tres días que no hablaba con su cuñada, pero había suprimido también sus protestas, con

gran contento de todos. Heathcliff generalmente no decía a Isabel ni una palabra inútil, pero esta vez,

después de lanzar una ojeada a la casa -yo estaba en la ventana de la cocina, pero me retiré para que no me

viera- se acercó a ella y le habló. La joven estaba turbada y parecía deseosa de alejarse, pero él la retuvo

sujetándola por el brazo. Isabel separó la cara. Él le hizo una pregunta a la que la señorita no quería

responder, al parecer. El volvió a mirar a la casa, y, creyendo que nadie le veía, tuvo el descaro de besar a

Isabel.

-¡Oh, Judas, traidor! -proferí-. ¿Con que eres también un villano, un hipócrita burlador?

-¿Qué pasa, Elena? -dijo Catalina, que entraba en aquel momento, sin que yo, absorta en la escena que

contemplaba, lo hubiese notado.

-¡El miserable amigo de usted! -exclamé furiosa-. ¡El miserable Heathcliff! Ya entra: nos ha visto... ¡A

ver qué excusa le da a usted para explicar por qué hace el amor a la señorita después de haber dicho que la

despreciaba!

La señora Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr. Heathcliff entró inmediatamente. Yo di

rienda suelta a mi indignación, pero Catalina me mandó callar, amenazándome con echarme de la cocina.

-¡Cualquiera diría que tú eres la señora! -exclamó-. Haz por no meterte en lo que no te atañe. -Y añadió,

dirigiéndose a Heathcliff-: ¿Qué te propones? Ya te he advertido que dejes en paz a Isabel. Procura hacerlo,

a no ser que te hayas cansado de venir aquí y quieras que Linton te prohiba la entrada.

-¡Dios lo haga! -respondió aquel rufián-. ¡Le odio cada día más! Si Dios no le conserva paciente y

pacífico, acabaré por no resistir al deseo que siento de enviarle a la eternidad.

-¡Cállate y no me desesperes! -ordenó Catalina-. ¿Por qué has olvidado lo que te dije? ¿Fue Isabel la que

te buscó?

-¿Qué te importa? -contestó él-. Tengo el derecho de besarla, si ella no se opone. No soy tu marido: no

tienes derecho a estar celosa.

-No estoy celosa de ti, sino por ti -contestó la señora-. Tranquilízate. Si te gusta Isabel, te casarás con

ella.

Pero dime si te gusta de verdad, Heathcliff. ¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no te agrada.

-¿Consentiría el señor Linton que su hermana se casase con ese hombre? -interrogué.

-Lo consentiría -repuso Catalina con tono decisivo.

-También podría evitarse esa molestia -dijo Heathcliff-, porque yo no necesito su consentimiento para

nada. Y a ti, Catalina, te diré dos palabras, ya que se presenta la oportunidad. Entérate de que me consta

que me has tratado horriblemente, ¿te enteras?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres una necia, y si

te imaginas que me consuelas con palabras dulces, eres una idiota, y si piensas que no me tomaré venganza

de ello, pronto te convencerás de lo contrario. Me alegro de que me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y

te juro que sabré sacar partido de él. ¡No te interpongas en mi camino!

-Pero, ¿qué es esto? -exclamó, asombrada, la señora Linton-. ¡Que te he tratado horriblemente y vas a

vengarte! ¿Cómo vas a vengarte, torpe ingrato? ¿Cuándo te he tratado horriblemente yo?

-No me vengaré de ti -dijo Heathcliff con menos violencia-. No es ese mi plan. El tirano oprime a sus esclavos,

y éstos, en lugar de volverse contra él, se vengan en los que están debajo. Atorméntame cuanto

quieras, si ello te divierte, pero déjame a mí divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de burlarte

de mí. Ya que has destruido mi palacio, no te empeñes en edificar en sus ruinas una choza y hacerme

habitar en ella por caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me casase con Isabel, me daría un tajo en

la garganta antes de hacerlo.

-¿Así que lo que te ofende es que yo no esté celosa? -gritó Catalina-. Pues no me volveré a preocupar de

buscarte esposa, no te preocupes. Sería como ofrecer al diablo un alma condenada. Te entusiasma causar

desgracias. Ahora que Eduardo ha dominado el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar

tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con Eduardo, si quieres, y engaña a su hermana, y así te

habrás vengado de mí, y mucho más de lo que pudieras imaginarte.

La discusión cesó por el momento. La señora Linton se sentó, hosca y silenciosa, al lado del fuego. El

demonio que había estado sumiso a ella se había convertido en indomable. Heathcliff permaneció de pie

ante la lumbre, cruzado de brazos, maquínando, sin duda, diabólicos planes, y yo les abandoné y me fui a

buscar al amo. Éste estaba extrañado de no ver a su mujer.

-¿Has visto a la señora, Elena? -me preguntó.

-Está en la cocina, señor -repuse-. Está enfadada por la conducta que observa el señor Heathcliff, y, si me

quiere usted hacer caso, creo que convendría poner coto a sus visitas. A veces es peligroso ser demasiado

bueno...

Le conté la escena del patio y la disputa que se había producido a continuación, tan exactamente como

me lo permitió mi atrevimiento. Pensaba que no causaría mucho perjuicio a la señora, a no ser que ella

misma se empeñase en causárselo tomando la defensa del intruso. El señor Linton tuvo que contenerse

mucho para oírme hasta el fin. Y sus frases indicaban claramente que no dejaba de achacar a su mujer la

culpa de lo ocurrido.

-¡Esto es insoportable! -exclamó-. ¡Es ignominioso que le tenga por amigo y que me obligue a aceptar su

trato! Llama a dos de los criados, Elena. Catalina no seguirá discutiendo con ese rufián. ¡Ya he sido

demasiado condescendiente!

Mandó a los sirvientes que aguardasen en el pasillo, y, seguido por mí, se dirigió a la cocina. La señora,

en aquel instante, hablaba acaloradamente. Heathcliff estaba junto a la ventana, algo acobardado, al

parecer, por los reproches de Catalina. Fue el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase.

Ella le obedeció inmediatamente.

-¿Qué es esto? -preguntó Linton dirigiéndose a ella-. ¿Qué idea tienes del decoro para permanecer aquí

después de lo que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das importancia a sus palabras porque estás

acostumbrada a su clase de conversación. Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo.

-¿Has estado escuchando a la puerta Eduardo? -preguntó ella en tono calculadamente frío, a fin de provocar

a su esposo, mostrándole a la vez su desprecio.

Heafficliff, al oír hablar a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al hablar Catalina, soltó la

carcajada, con el propósito de que Linton reparara en él. Y lo consiguió, pero no que Eduardo perdiera el

dominio de sí mismo.

-Hasta hoy le he soportado a usted, señor -pronunció mi amo serenamente-. No porque desconociera su

miserable carácter, sino porque creía que no toda la culpa de tenerlo era suya. Y también porque Catalina

deseaba conservar su amistad. Pero si accedí a ello, no pienso continuar obrando como hasta ahora. Su sola

presencia es un veneno moral capaz de contagiar al ser más virtuoso. Por tanto, y para evitar más graves

consecuencias, le prohibo desde hoy que vuelva a poner los pies en esta casa y le exijo que salga de ella

inmediatamente. Si tarda en hacerlo más de tres minutos, saldrá de un modo ignominioso: a viva fuerza.

-Catalina, tu corderito me amenaza como un toro. Está exponiéndose a tener un tropezón con mis puños.

¡Por Dios, señor Linton, que siento de veras que no tenga usted ni un mal puñetazo!

El amo miró hacia el pasillo y me hizo una seña para que fuese a llamar a los criados. No quería, sin

duda, exponerse a un choque directo. Obedecí. Pero la señora, dándose cuenta, me siguió, y, al ir yo a

llamarles, me empujó, me apartó y cerró la puerta con llave.

-¡Magnífico procedimiento! -dijo como contestando a la irritada y asombrada mirada que le dirigió su

marido-. Si no tienes valor para combatir con él, preséntale tus excusas o date por vencido. Será tu justo

castigo por afectar una valentía que no tienes. ¡Antes me tragare la llave que entregártela! Así recompensais

mis bondades los dos. Mi benevolencia hacia el débil carácter de uno y el mal carácter de otro, la pagáis

así. Estaba defendiéndolos a ti y a tu hermana, Eduardo... ¡Ojalá te azote Heathcliff hasta tundirte, ya que

has pensado tan mal de mí!

Eduardo trató de arrancar la llave de Catalina, pero ella la arrojó al fuego, y él, asaltado de un temblor

nervioso, y después de hacer esfuerzos sobrehumanos para dominarse, angustiado y humillado, hubo de

dejarse caer en una silla, tapándose la cara con las manos.

-¡Oh, cielos! En los antiguos tiempos este suceso habría valido para que te armaran caballero... -exclamó

la señora . Estamos vencidos... Tan capaz sería Heathcliff ahora de alzar un dedo contra ti, como un rey de

enviar su ejército contra una madriguera de ratones. Levántate, hombre, que nadie te va a herir... No, no

eres un cordero, sino una liebre...

-¡Goza en paz de este cobarde que tiene la sangre de horchata! -dijo su amigo-. Te felicito por tu

elección. ¿De modo que me dejaste por un pobre diablo como éste? No le daré de puñetazos, pero me

complacerá pegarle un puntapié. Y ¿qué hace? ¿Está llorando o se ha desmayado del susto?

Se acercó a Linton y empujó la silla en que éste estaba sentado. Hubiese hecho mejor en mantenerse a

distancia. Mi amo se levantó y le asestó en plena garganta un golpe capaz de derribar al hombre mas

vigoroso. Durante un minuto, Heathcliff quedó sin respiración. El señor Linton, entretanto, salió al patio

por la puerta de escape y se dirigió hacia la entrada principal.

-¿Ves? ¡Se acabaron tus visitas! -chilló Catalina-. ¡Vete inmediatamente! Eduardo volverá con dos

pistolas y media docena de criados. Si nos ha oído, no nos perdonará jamás. ¡Qué mala pasada me has

jugado, Heathcliff! Vete, vete. No quiero verte en la situación en que ha estado Eduardo antes.

-¿Crees que voy a tragarme el golpe que me ha dado? -rugió él-. ¡No, en nombre del diablo! Antes de

salir le machacaré como a una avellana podrida... ¡Si no le aplasto ahora contra el suelo, tendré que acabar

matándole ... ! Así que si aprecias en algo su existencia, déjame esperarle.

-No vendrá -dije, no dudando en arriesgar una mentira . Allí vienen el cochero y los dos jardineros con

sendos garrotes. ¡Supongo que no le agradará a usted que le arrojen violentamente de la casa! El amo,

probablemente, se limitará a ver desde las ventanas del salón cómo se cumplen sus órdenes.

El cochero y los jardineros estaban, en efecto, allí, pero Linton les acompañaba. Ya habían entrado en el

patío. Heathcliff meditó un momento y le pareció mejor evitar una lucha contra tres subalternos. Cogió el

atizador de la lumbre, saltó la cerradura de la puerta y se escapó por un lado mientras los demás entraban

por otro.

La señora, presa de una gran agitación, me pidió que la acompañara a su aposento. Ignoraba mi

intervención en lo sucedido, y procuré mantenerla en su ignorancia.

-Estoy loca, Elena -exclamó, dejándose caer en en sofá-. Parece que están golpeándome la cabeza mil

martillos de herrería. Que Isabel no aparezca ante mi vista, porque ella es la culpable de todo. Cuando veas

a Eduardo, dile que estoy a punto de enfermar gravemente. ¡Así sea verdad! No sabes lo angustiada que me

siento. Si viene, me injuriará o me reprochará. Yo le replicaré y no sé adónde iríamos a parar. Hazlo, Elena.

Tú sabes que no he obrado mal en todo este asunto. ¿Qué mal espíritu movió a Eduardo a escuchar a la

puerta? Es verdad que, después de que tú saliste, Heathcliff habló de un modo ofensivo pero yo hubiera

conseguido quitarle de la cabeza la idea de lo de Isabel, y no hubiera pasado nada. Todo se ha estropeado

por esa obsesión de oír hablar mal de sí mismas que constituye la manía de ciertas personas. Si Eduardo no

hubiese oído lo que hablábamos, ¿le hubiese sucedido algún mal por ello? Después de que me soltó aquella

rociada, cuando yo acababa de reñir con Heathcliff por él, ya no me importaba nada lo que pasase entre

ellos, puesto que, sucediera lo que sucediera, quedaríamos distanciados durante mucho tiempo. Ya que no

puedo seguir siendo amiga de Heathcliff, y ya que Eduardo no deja de ser celoso, procuraré desgarrarles el

corazón a los dos desgarrando el mío propio. ¡Así acabaremos antes! Pero eso sólo lo haré en caso extremo,

y no quiero que a Linton le coja de sorpresa. Hasta ahora ha procedido con discreción y ha procurado no

provocarme. Hazle comprender que sería peligroso abandonar esa línea de conducta. Recuérdale la

violencia de mi carácter y lo fácilmente que me enfurezco. ¡Si consiguieras que desapareciese esa

expresión de frialdad que tiene en el semblante y lograras que me tratase con más afecto!

Debía resultar exasperante para la señora la serena indiferencia con que recibí sus instrucciones. Yo

presumí que una persona que podía especular de antemano sobre el giro que daría a sus arrebatos de ira

podría, de proponérselo, dominar también esos arrebatos. Y no me pareció ser yo la llamada a multiplicar

los disgustos de su marido mediante aquella especie de coacción. Así que nada dije al amo, cuando éste

acudió, pero me atreví a escuchar a fin de ver si disputaban. El amo habló primero.

-Quédate donde estás, Catalina -dijo, sin rencor, y muy, abatido-. No he venido ni a disputar ni a hacer

las paces. Sólo deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes el propósito de seguir siendo amiga

de...

-¡Y yo te pido que me dejes en paz! -respondió ella golpeando el suelo con el pie-. No hablemos de ello

ahora. Tú no perderás tu sangre fría, porque por tus venas no corre más que agua helada, pero mi sangre

está hirviendo y tu frialdad me excita hasta lo inconcebible.

-Responde a mi pregunta -repuso el señor-. Tus violencias no me asustan. Ya he visto que, cuando te lo

propones, permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás dispuesta a prescindir de Heathcliff, o

prefieres prescindir de mí? No cabe ser amiga de los dos a la vez, y te exijo que te decidas por uno de

nosotros.

-Y yo te exijo que me dejes en paz -respondió ella enfureciéndose-. ¡Te lo ruego! ¿No ves que casi no

puedo sostenerme en pie,? ¡Déjame, Eduardo ... !

Tiró violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna. Aquellos locos arrebatos de cólera

ponían a prueba la paciencia de un santo. Lo vi golpearse la cabeza contra el brazo del sofá y rechinar los

dientes de tal modo que parecía que iba a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi

arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de agua. Ella no podía casi hablar. No quiso

beber, y entonces le mojé el rostro con el agua. Un instante después se tendió en el sofá, puso los ojos en

blanco, y sus mejillas palidecieron como las de una muerta. Linton estaba aterrado.

-No es nada -murmuré.

Quería evitar que él cediera, pero en el fondo me sentía angustiada.

-Está sangrando por la boca -me dijo el señor, estremeciéndose.

No haga caso -contesté.

Y le conté que ella se había propuesto, antes de entrar el, darle el espectáculo de un ataque de locura.

Cometí la imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se puso repentinamente de pie. Los

cabellos despeinados le caían sobre los hombros, y los tendones del cuello y de los brazos se le habían

hinchado de un modo horrible. Me preparé, por lo menos, a que me rompiese los huesos. Pero no fue así: se

limitó a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la siguiera, y lo hice hasta la puerta de su

alcoba, cuya puerta cerró para librarse de mí.

Al día siguiente, pasó la mañana sin bajar a desayunar. Subí a preguntarle si le llevaba el desayuno y me

contestó categóricamente que no. Lo mismo sucedió a las horas de comer y de tomar el té. Al otro día

recibí la misma contestación. El señor Linton se pasaba el tiempo en la biblioteca sin preguntar por su

esposa. Había sostenido con Isabel una conversación de una hora, durante la cual pretendió obtener de ella

una contestación definitiva respecto a que rechazaría a Heathcliff, sin lograr más que evasivas. Entonces él

le juró solemnemente que si ella persistía en la locura de dar esperanzas a aquel indigno sujeto, las

relaciones entre los dos hermanos terminarían completamente.

CAPÍTULO XII

Mientras la señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín y su hermano permanecía encerrado en la

biblíoteca, probablemente aguardando que Catalina se arrepíntiese y pidiese perdón, ella continuaba

obstinada en prolongar su ayuno. Sin duda creía que Eduardo estaba medio muerto de nostalgia y que sólo

el orgullo le impedía arrojarse a sus pies. Por mi parte, me limitaba a cumplir con mis obligaciones,

convencida de que el único espíritu razonable que había entre los muros de la «Granja» se albergaba en mi

cuerpo. No empleé, pues, palabras de compasión con la señora, ni intenté consolar al señor que se sentía

ansioso de oír nombrar a su esposa, ya que no podía oír su voz. Decidí dejar que se las compusieran como

pudiesen, y mi decisión dio resultado, como yo había creído desde un principio.

Transcurridos tres días, la señora se asomó a la puerta de su habitación y pidió que le renovase el agua,

que se le había terminado, y que le llevase un tazón de sopa de leche, porque se sentía desfallecer. Supuse

que esta exclamación iba dirigida a los oídos de su esposo. Mas como no creía en ella, me guardé bien de

transmitirla, y me limité a llevar a Catalina un té y una torta seca. Comió y bebió ávidamente, y luego se

recostó sobre la almohada, apretó los puños y empezó a llorar.

-Quisiera morirme -decía-. No le importo nada a nadie. No debía haber comido eso. -Y continuó-: No, no

quiero morir. Él no me quiere y me olvidaría.

-¿Necesita algo, señora? -pregunté, haciendo caso omiso de sus exageraciones. .

-¿Qué hace mi flemático marido? -respondió ella, apartándose del rostro, que se le había demacrado

mucho en aquellos días, sus enmarañados cabellos-. ¿Se ha muerto o está aletargado?

-Ni una cosa ni otra, señora. Está bien, aunque según parece, algo ocupado, ya que se pasa el día entre

sus libros desde que no tiene otra compañía.

Si yo hubiera sabido el estado en que Catalina se encontraba realmente, no le hubiese hablado en aquella

forma, pero creí que ella-fingía su estado anormal.

-¡De modo que entre sus libros --exclamó -mientras yo me hallo al borde del sepulcro! Pero, ¡Dios mío!,

¿no sabe lo enferma que estoy? -Y, mirándose a un espejo, continuó-: ¿Es ésta Catalina Linton? Quizá él

crea que se trata de algún contratiempo sin importancia. Debes decirle que es algo muy grave. Mira, Elena:

si no es tarde para todo, una vez que yo conozca cuáles son sus sentimientos hacia mí, he de adoptar una de

estas dos soluciones: o dejarme morir, o procurar restablecerme y marcharme. ¿No has mentido? ¿Es cierto

que se preocupa tan poco de mí?

-El señor no se figura que esté usted tan loca que vaya a dejarse morir de inanición.

-¿Crees que no? ¡Persuádele, convéncele, de que estoy decidida a hacerlo!

-No recuerda usted, señora, que hoy mismo ha tomado ya algún alimento...

-Me mataría ahora mismo -respondió- si estuviese segura de que con ello conseguiría matarlo a él también.

Llevo tres noches sin poder cerrar los párpados. ¡Cuánto he padecido! Empiezo a imaginarme que tú

tampoco me quieres. ¡Y yo que me imaginaba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían dejar

de quererme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han convertido en enemigos míos. ¡Es terrible morir

rodeada de esos rostros impasibles! Isabel no se atreve a entrar en mi habitación por miedo a contemplar el

espectáculo de Catalina muerta. ¡Ya me parece oír a Eduardo, de pie a su lado, dando gracias a Dios porque

la paz se ha restablecido en su casa, y volviendo a sus librotes! ¡Parece mentira que se ocupe de sus libros

mientras yo estoy aquí muriéndome!

La idea de que su marido permanecía filosóficamente resignado, como yo le había dicho, le resultaba

inaguantable. A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro, se puso frenética, y en su desvarío rasgó el

almohadón con los dientes. Luego se irguió toda encendida y me mandó que abriese la ventana. Le opuse

objeciones, porque estábamos en pleno invierno y el viento nordeste soplaba con fuerza. Pero la expresión

de su cara y sus bruscos cambios de tono me alarmaron mucho. Recordé las indicaciones del doctor

respecto a que no debíamos contrariarla. El minuto antes estaba furiosa, y, en cambio, ahora, sin darse

cuenta de que no le había hecho caso, se había apoyado sobre mi brazo y se entretenía en sacar las plumas

de la almohada por los desgarrones que había hecho con los dientes. Colocaba las plumas sobre la sábana y

las reunía con arreglo a sus diferentes clases.

-Ésta es de pavo -murmuraba para sí- y ésta de pato silvestre y ésta de pichón. ¡Claro: cómo voy a morirme

si me ponen plumas de pichón en las almohadas! Pero cuando me acueste, las tiraré. Ésta es de cerceta,

y ésta de avefría. La reconocería entre mil: este pájaro solía revolotear sobre nuestras cabezas cuando

íbamos por en medio de los pantanos. Buscaba su nido porque las nubes bajas le hacían presentir la lluvia.

Esta pluma ha sido cogida en los matorrales. En invierno encontramos una vez su nido lleno de pequeños

esqueletos. Heathcliff había puesto junto a él una trampa y los pájaros padres no se atrevieron a entrar.

Desde entonces le hice prometer que no volvería a matar ninguna avefría, y me obedeció. ¡Hay más!

¿Habrá disparado sobre mis avefrías, Elena? ¿No están sucias de sangre algunas de estas plumas? Déjame

que lo vea...

-Vamos, no se dedique a esa tarea pueril -le dije, mientras volvía el almohadón del otro lado, ya que por

encima estaba lleno de agujeros-. Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué torbellino ha

armado usted! Las plumas vuelan como copos de nieve.

Comencé a recogerlas.

-Me pareces una vieja, Elena -dijo ella, delirando-. Tienes el cabello gris y estás encorvada. Esta cama es

la cueva encantada que hay al pie de la colina de Penninston y tú andas cogiendo guijarros para arrojárselos

a los novillos. Me aseguras que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así, aunque ahora no lo

seas. Te engañas, no estoy delirando. Si delirara, me hubiera figurado que eras en efecto una bruja y

hubiera creído encontrarme realmente en la cueva de la colina de Penninston. Percibo muy bien que ahora

es de noche y que en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario tan negro como el ébano.

-¿Qué armario negro? -pregunté-. ¿Está usted soñando?

-El armario está apoyado en la pared, como siempre -replicó- ¡Qué raro es! Distingo en él una cara.

-En este cuarto no ha habido un armario nunca -respondí. Y levanté las cortinas del lecho para poder vigilarla

mejor.

-¿Pero no ves aquella cara? -me dijo, señalando a la suya propia, que se reflejaba en el espejo.

En vista de que no me era posible hacerle comprender que el rostro que veía era el suyo, me levanté y

tapé el espejo con un chal.

-La cara sigue estando detrás -dijo, anhelante- y se ha movido. ¿Quién será? Temo que aparezca cuando

te vayas. ¡Elena: este cuarto está embrujado! Me asusta quedarme sola.

Le así las manos y traté de calmarla. Se estremecía convulsivamente y miraba hacia el espejo con fijeza.

-No hay nadie en el cuarto, señora -repetí-. Era su propio rostro, como sabe usted muy bien.

-¡Yo misma! -exclamó suspirando-. Y el reloj da las doce... ¡Es horrible!

Y se cubrió los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la puerta para avisar a su marido, pero me

detuvo un penetranté grito de Catalina. El chal acababa de caer al suelo.

-¡Vamos! -exclamé-. ¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde ahora? ¿No ve usted, señora, que es su cara la

que se refleja en el espejo?

Se asió a mi, y unos momentos después su semblante se había tranquilizado y a su lividez sucedía el

rubor.

-¡Oh, querida! -dijo-. Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto de «Cumbres Borrascosas». Como estoy tan

floja, se me turbó el cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo digas a nadie y siéntate a mi lado. Tengo

miedo de volver a sufrir estas horribles pesadillas.

-Le convendría dormir, señora -le aconsejé-. Estos padecimientos le enseñaran a no probar otra vez a

morirse de hambre.

-¡Quién estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! -lamentó amargamente, retorciéndose las manos-. ¡Oh,

aquel viento que sopla entre los abetos, bajo las ventanas! Abre para que pueda aspirarlo: viene de los

pantanos directamente.

Para tranquilizarla, abrí la ventana por unos minutos y una helada ráfaga de aire penetró en la habitación.

Cerré la ventana y me volví a mi lugar. La joven permanecía inmóvil, con el rostro cubierto de lágrimas,

con el espíri tu abatido por la debilidad que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina estaba a

la altura de un niño miedoso.

-¿Cuánto tiempo hace que me encerré aquí? -me preguntó, de pronto.

-Se encerró el lunes por la tarde -respondí- y ahora estamos en la noche del jueves, o más exactamente,

en la madrugada del viernes.

-¿De la misma semana? -comentó con extrañeza---. ¿Es posible que sólo haya pasado tan poco tiempo?

-Demasiado, sin embargo, para alimentarse durante él sólo de agua y de mal humor.

-Han sido horas interminables ella, dubitativa-. Debe de haber transcurrido más tiempo. Recuerdo que

después de que ellos riñeron yo me fui al salón, que Eduardo estuvo muy cruel y muy provocativo y que

vine a este cuarto desesperada. En cuanto eché el cerrojo se me oscureció la cabeza y caí al suelo. No pude

advertir a Eduardo que estaba segura de sufrir un arrebato de locura si seguía desesperándome, porque

perdí el uso de la lengua y del pensamiento. No sentía más impulso que el de huir de él. Antes de que

pudiese recobrarme, empezó a oscurecer, y te diré lo que pensé y lo que he seguido imaginándome, hasta el

punto de hacermetemer perder el sentido. Mientras estaba tendida al pie de la mesa, distinguiendo

confusamente el marco gris de la ventana, me figuraba estar en mi lecho de tablas de «Cumbres Borrascosas

» y mi corazón sentía un dolor agudo. Traté de comprender lo que me sucedía, pensé y me pareció

como si los siete últimos años de mi vida no hubieran existido. Yo era todavía una niña, papá acababa de

morir y el disgusto que sentía era por la orden de Hindley de que me separase de Heathcliff. Me encontraba

sola por primera vez, y al despertar tras una noche de llanto, alcé la mano para separar las tablas del lecho.

Tropecé con la mesa, pasé la mano por la alfombra y entonces recuperé la memoria. Y aquella angustia se

anuló ante un frenesí de mayor desesperación... No comprendo por qué me sentía tan desdichada... Pero

imagínate que a los doce años de edad me hubieran sacado de «Cumbres Borrascosas» y me hubleras traído

a la «Granja de los Tordos» para ser mujer de Eduardo Linton, y tendrás una idea del hondo abismo en que

me sentí lanzada... Menea cuanto quieras la cabeza, que no por ello dejarás de tener parte de culpa. Si

hubieras hablado a Eduardo como debías habrías conseguido que me dejara tranquila. ¡Me estoy abrasando!

Quisie estar al aire libre, ser una niña fuerte y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando

se me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras, me bulle tumultuosamente toda la sangre. ¡Y yo

volvería a ser la de siempre si me hallase de nuevo entre los matorrales y los pantanos! Abre otra vez la

ventana de par en par y déjala abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me atiendes?

-Porque no quiero matarla de frío -contesté.

-Querrás decir que porque no quieres darme una probabilidad de revivir -respondió ella, con rencor---.

Pero aún no estoy impedida, yo misma la abriré.

Saltó del lecho y, antes de que yo pudiera oponerme, cruzó la habitación y abrió la ventana, sin cuidarse

del aire glacial que soplaba alrededor de sus hombros y que cortaba como un cuchillo. Le pedí que se

retirara, se nego y quise obligarla a la fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera

desarrollar. No había luna y una oscura bruma lo invadía todo. No brillaba una sola luz. En «Cumbres

Borrascosas» no se veía resplandor alguno, mas ella aseguraba que distinguía las luces del edificio.

-¡Mira! -gritó-. Aquella luz es la de mi cuarto, y aquella otra la del desván donde duerme José. Sin duda

está esperando que yo vuelva a casa para cerrar la verja. Aún tendrá que esperar un buen rato. Es un mal

camino, muy desagradable de recorrer. Hay que pasar por la iglesia de Gimmerton. Con frecuencia nos

hemos desafiado a permanecer entre las tumbas llamando a los muertos. Heathcliff: si te desafío ahora, ¿te

atreverás? Podrán sepultarme, si quieren, a doce pies de profundidad y hasta ponerme la iglesia encima,

pero yo no me quedaré allí hasta que tú no estés conmigo.

Hizo una pausa, y dijo luego, con una singular sonrisa:

-Estás pensando en que sería mejor que fuese yo a buscarte... Bueno, pues encuéntrame un camino que

no pase por el cementerio. ¡Qué despacio vas! Cálmate: me seguirás siempre.

Pensando que era inútil razonar con ella, ya que evidentemente tenía la razón alterada, me ocupaba en

buscar algo con que cubrirla, cuando sentí rechinar el picaporte, y entró el señor Linton, con gran

consternación por mi parte.

Pasaba por el corredor, y al oírnos hablar, la curiosidad o el temor de que sucediera algo le impulsaron a

penetrar en la alcoba.

-¡Oh, señor! -exclamé, ahogando así la exclamación que le asomaba a los labios ante el espectáculo que

distinguía en la habitación-. La señora está enferma y no puedo con ella. Haga el favor de venir y

convénzala de que se acueste. Olvide su enfado: ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que ella

quiere.

-¿Está enferma Catalina? -dijo él, corriendo hacia nosotras-. Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te sucede,

Catalina?

Se detuvo. El aspecto de la señora le dejó horrorosamente sorprendido, y volvió hacia mí sus ojos

asombrados.

-Lleva consumiéndose aquí varios días -dije-, negándose a tomar alimentos y sin quejarse de nada. Hasta

hoy no ha permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a usted del estado en que se encuentra, porque

nosotros mismos lo ignorábamos. No creo que sea nada de gravedad...

Yo misma comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo frunció las cejas.

-¿Que no es nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás mejor tu silencio sobre esto -dijo con

severidad.

Tomó en brazos a su mujer y la miró angustiado. Al principio ella no daba señales de reconocerle. Pero el

delirio que la embargaba no era permanente todavía. Sus ojos, un momento velados por la contemplación

de la oscuridad del exterior, acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus brazos.

-¿A qué vienes, Eduardo Linton? -dijo con colérica vivacidad-. Eres de esos que siempre llegan cuando

no hacen falta, y nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar ahora con lamentaciones,

pero no por ello conseguirás que deje de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la primavera. Y

no reposaré en el panteón de los Linton, sino en una fosa al aire libre, con una simple losa encima. Tú, por

tu parte, haz lo que quieras: vete con los Linton o ven conmigo.

-¿Qué estás diciendo, Catalina? -comenzó el amo-. ¿Es que ya no soy nada para ti? ¿Acaso estás enamorada

de ese miserable Heath ... ?

-¡Silencio! -gritó la señora-. ¡Cállate, o me arrojo ahora mismo por la ventana! Y tú podrás entonces tener

mi cuerpo, pero mi alma estará allí, en las «Cumbres», antes de que puedas volver a tocarme. No te

necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de tus libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de

volver a servirte de consuelo.

-Señor -interrumpí-: la señora está delirando. Ha estado desvariando toda la tarde. Cuidémosla bien, procuremos

que esté tranquila, y pronto se restablecerá. En lo sucesivo debemos tener cuidado de no

disgustarla.

-No sigas dándome consejos -interrumpió el señor-. Conocías el modo de ser de la señora, y sin embargo

me has incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que no me hayas dicho nada de su estado durante estos tres

días! ¡Qué crueldad! ¡Oh, Catalina está desfigurada como si hubiese padecido una enfermedad de muchos

meses!

Me defendí de aquellas acusaciones. ¿Qué culpa tenía yo de la aviesa inclinación de Catalina?

-Sabía -dije- que la señora era terca y dominante, pero ignoraba que usted desease fomentar su mal carácter.

No sabía que debiese tolerar los abusos del señor Heathcliff por no contrariar a la señora. ¡Así me paga

usted el haber cumplido mis deberes de sirvienta leal! Aprenderé mejor para otra vez. En lo sucesivo, se

informará de las cosas por sus propios ojos.

-Si vuelves a venirme con chismes, prescindiré de tus servicios -repuso él.

-Ya entiendo -repuse-. Por lo visto el señor Heathcliff está autorizado para hacer el amor a la señorita y

para predisponer a la señora contra el señor cuando usted está ausente.

Catalina, no por tener la mente algo perturbada, dejaba de prestar oído atento a nuestra conversación.

-¡Oh, traidora Elena! -exclamó-. Ella es mi solapada enemiga. ¡Bruja! ¡Déjame, Eduardo, y verás como

la hago arrepentirse!

Bajo sus párpados fulguró un relámpago de demencia y trató de soltarse de los brazos de Linton. Yo

resolví ir a buscar al médico por propia iniciativa, y salí de la estancia. Al atravesar por el jardín, distinguí,

colgado de un garfio de la pared, un objeto blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase en

la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro mundo, y, a pesar de mi prisa, me paré a averiguar de

qué se trataba. Quedé estupefacta al reconocer al galguito de la señorita Isabel, colgado con un pañuelo al

cuello y medio ahogado. Solté al animal y lo liberté. Cuando Isabel se había ido a acostar, yo vi subir al

galgo detrás de ella, y no me podía explicar quién fuera el malvado que le había hecho objeto de tal

barbarie. Mientras lo desataba, creí sentir el lejano galope de un caballo, ruido asaz inusitado para ser oído

a las dos de la madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no lo advertí.

Encontré al señor Kermeth saliendo de su casa para visitar a un enfermo, y lo que relaté de la dolencia de

Catalina le indujo a acompañarme inmediatamente. Como Kenneth es un hombre sencillo y franco, me

confesó que dudaba mucho de que Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque.

-Esto debe tener alguna causa especial, Elena -me dijo-. ¿Qué ha pasado? Una mujer tan fuerte como Catalina

no enferma por pequeñeces. Personas como ella enferman rara vez, pero cuando ello sucede es ardua

empresa librarles de sus males. ¿Cómo comenzó esto?

-El amo le informará --contesté-. Usted conoce el violento carácter de los Earnshaw, y no ignora que la

señorita Catalina les deja a todos en mantillas. Lo único que puedo decirle es que todo comenzo por una

disputa, y que, después de una explosión de furor, sufrió un ataque. Ella lo ha explicado así; nosotros no lo

vimos, porque se encerró en su alcoba. Luego se negó a tomar alimento y ahora delira unas veces y otras se

entrega a sueños fantásticos. Áún nos reconoce, pero su cabeza está llena de ideas muy raras.

-¿El señor Linton estará muy, disgustado?

-¡Tanto, que se rompería la cabeza si pasase algo! Procure no alarmarle en exceso.

-Ya advertí que se anduviera con cuidado, y ahora hay que atenerse a las consecuencias de no haberme

atendido -repuso el médico-. ¿Ha intimado el señor Linton con Heathcliff últimamente?

-Heathcliff iba a la «Granja» -reconocí-, pero no porque ello le agradara al amo, sino aprovechando su

amistad de la infancia con la señora. Ahora se le ha invitado a no molestar con visitas, como consecuencia

de ciertas intolerables aspiraciones que manifestó respecto a la señorita Isabel. No creo que vuelva otra vez

por casa.

-¿Le ha rechazado la señorita Linton? -preguntó el médico.

-Ella no me hace confidencias -respondí.

-Sí, Isabel hace lo que se le antoja -dijo él-, pero obra como una locuela. Me consta que anoche -¡qué

hermosa noche hacía, por cierto!- estuvo paseando con Heathcliff por el jardín, y que él la quiso convencer

de que huyeran juntos. Ella se nego, pero accedió a hacerlo el próximo día que se vieran. Lo sé de buena

tinta. Lo que no sé es a qué día se referían.

Asaltada por nuevos temores al saber aquella noticia, me adelanté a Kenneth y eché a correr. En el jardín

encontré al perrito ladrando. Cuando abrí la verja, empezo a correr de un lado a otro, olfateando la hierba, y

hasta se hubiera marchado al camino de no impedírselo yo. Subí al cuarto de Isabel: estaba vacío. Acaso de

haber sabido a tiempo la enfermedad de la señora, ello hubiera evitado que realizara su loca determinación.

Pero ya no había nada que hacer. No era posible alcanzar a los fugitivos. Yo no proponía perseguirles, ni

era cosa de aumentar con una angustia más la zozobra que ya padecía mi amo. No me quedaba más remedio

que callar y dejar correr las cosas. Me apresuré a anunciar al señor la llegada del médico. Catalina se

había dormido con un sueño agitado. Su marido había logrado tranquilizarla un poco y permanecía

inclinado sobre ella examinando las más leves contracciones de su rostro.

El médico, después de reconocer a la enferma, nos dio esperanzas sobre su estado, siempre que le

procuráramos una tranquilidad absoluta. Yo creí entender que, más que un peligro mortal, temía la locura

incurable.

Ni el señor Linton ni yo pudimos dormir en toda la noche. No nos acostamos. Los criados se levantaron

más pronto que de costumbre y se les veía entregados a comentarios en voz baja. Al notar que la señorita

Isabel no estaba levantada aún, comentaron también el caso. Su hermano, a su vez, pareció ofenderse del

poco interés que Isabel demostraba a su cuñada. Yo quería no ser la primera en avisar la fuga. Ello corrió a

cargo de una doncella que había ido a Gimmerton a hacer un recado, y que al regresar se precipitó hacia

nosotros llena de excitación y diciendo a gritos:

-¡Ay, señor! ¡Amo, la señorita ... !

-¡No alborotes tanto! -exclamé.

-Habla bajo, María -dijo el señor-. ¿Qué pasa?

-¡La señorita ha huido con Heathcliff! -exclamó la muchacha.

-No es verdad -profirió Linton, agitadísimo-. ¡No puede ser verdad! ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa?

¡Vete a buscarla, Elena! ¡Es increible!

Mientras hablaba, se llevó a la criada hasta la puerta y allí le preguntó que qué motivos tenía para hacer

aquella afirmación.

-Vi en el camino a un mozo que trae leche a la granja, y me preguntó si estábamos disgustados. Creyendo

que se refería a la enfermedad de la señora, le dije que sí. Entonces me contestó: «¿Habrán enviado a

alguien en su persecucion?» Me quedé asombrada. Él, notando que yo no sabía nada, me dijo que una

señora y un caballero se habían detenido a la puerta de un herrero para clavar la herradura de un caballo,

cerca de Gimmerton. La hija del herrero se asomó a la puerta y vio que el hombre era Heathcliff. Este

entregó una moneda de oro para pagar. La señora tenía el rostro cubierto con un manto, pero, al ir a beber

un vaso de agua que había pedido, se descubrió, y entonces pudieron verla. Luego Heathcliff y la señorita

huyeron. La moza lo había contado ya a todo el pueblo.

Yo, por cubrir el expediente, me asomé al cuarto de Isabel, y al volver confirmé el relato de la sirvienta.

El señor se hallaba otra vez a la cabecera de la cama, y cuando me vio entrar comprendió por mi aspecto lo

sucedido.

-¿Qué hacemos? -pregunté.

-Isabel se ha ido voluntariamente -me respondió el señor-. Era libre de hacerlo. No me menciones más su

nombre. Ha renegado de mí.

No habló más sobre el asunto. No realizó busca alguna, limitándose a ordenarme que, cuando se supiese

su nueva morada, mandase a Isabel cuanto le pertenecía.

CAPÍTULO XIII

Dos meses estuvieron fuera los fugitivos. Durante aquel intervalo la señora sufrió y dominó lo más agudo

de una fiebre cerebral, que fue cómo diagnosticaron su dolencia. Ninguna madre hubiera cuidado a su hijo

con más devoción que Eduardo cuidó a su esposa. Día y noche estuvo a su lado, soportando cuantas

molestias le producía. Kenneth no ignoraba que aquello que él salvaba de la tumba sólo serviría para

aumentar los desvelos de Linton con un nuevo manantial de preocupaciones. Eduardo sacrificaba su salud y

sus energías para conservar la vida de una piltrafa humana. No obstante, su gratitud y su alegría fueron

inmensas cuando Catalina estuvo fuera de peligro. Horas enteras permanecia sentado a su lado, vigilando

los progresos de su salud, y esperando en el fondo que su esposa recobrase también el equilibrio mental y

tornase a ser lo que había sido.

La primera vez que ella salió de su habitación fue a principios de marzo. El señor, por la mañana, había

puesto en su almohada un ramillete de flores de azafrán. Los ojos de Catalina las contemplaron con fijeza.

-Son las primeras flores que brotan en las «Cumbres» -exclamó-. Me recuerdan los vientos templados

que funden los hielos, el cálido sol y las últimas nieves. Eduardo, ¿sopla el viento del sur? ¿Se ha fundido

la nieve?

-Aquí ya no hay nieve, querida -contestó su marido-. Sólo se divisan dos manchas blancas en toda la extensión

de los pantanos. El cielo está azul, las alondras cantan y los arroyos llevan mucha corriente. La

primavera del año pasado, Catalina, yo temblaba de impaciencia de tenerte conmigo bajo este techo. Ahora,

en cambio, quisiera verte en aquellas colinas. El aire es allí tan puro, que sin duda te curaría.

El señor me mandó que encendiera la chimenea del salón hacía tanto tiempo abandonado, y que colocara

en él su sillón junto a la ventana. Catalina pasó un largo rato en esta habitación y se reanimó con el calor y

con la vista de los objetos que le rodeaban, los cuales, aunque le eran familiares, diferían de los que veía a

diario y que asociaba con sus delirios. No pudiendo al oscurecer convencerlade volver a su cuarto, al que se

negó a ir de nuevo, le arreglé un lecho en el sofá, en tanto que disponíamos otro aposento. Este cuarto

donde está ahora usted fue el que arreglamos. Poco después, Catalina ya estaba lo suficientemente aliviada

para andar por la casa apoyándose en el brazo de Eduardo. Yo estaba persuadida de que se curaría. De ello

dependería también que el señor encontrase un nuevo consuelo en sus tribulaciones, ya que todos esperábamos

el próximo nacimiento de un hijo.

Isabel, seis semanas después de su fuga, envio a su hermano una nota participándole su matrimonio con

Heathcliff. Era una carta muy seca, pero llevaba una posdata a lápiz que dejaba entrever el remoto deseo de

una reconciliación agregando que no había estado en su voluntad evitar lo sucedido, y que ahora ya no tenía

remedio. Linton no contestó, según se me figura, y quince días después yo recibí una larga carta, increíble

en una recién casada que debía estar aún en plena luna de miel. Voy a leérsela porque la conservo. Todo

recuerdo de un difunto es precioso, si se le sigue estimando como cuando vivía.

«Querida Elena: Al llegar anoche a «Cumbres Borrascosas», me informo por primera vez de que Catalina

ha estado y está todavía muy enferma. No creo oportuno escribirle. Me parece que mi hermano está muy

disgustado conmigo, puesto que no me escribe. Como, no obstante, siento la necesidad de dirigirme a

alguien, te escribo a ti.

»Dile a Eduardo que desearía, con todo mi corazón volverle a ver, que mi alma volvió a la «Granja de los

Tordos» a las veinticuatro horas de haber salido de ella, y que en ella está en este momento. Dile que

experimento el mayor afecto hacia él y hacia Catalina y que yo no puedo hacer lo que hace mi alma (estas

palabras están subrayadas en la carta), aunque creo que tampoco nadie en esa casa tiene por qué esperarme.

Pero que Eduardo no piense que es por olvido o por falta de cariño. Que se figure lo que le parezca más

justo.

»El resto de esta carta va dirigido a ti. Contéstame, ante todo, a dos preguntas.

»La primera es ésta: ¿Cómo te las arreglabas para llevarte bien con todos cuando vivías aquí? Porque yo

no encuentro el modo de entenderme con los que me rodean.

»La segunda pregunta me interesa mucho: dime, Heathcliff, ¿es un ser humano? Y si lo es, ¿está loco?

¿O es un demonio? No hace falta que te explique los motivos de estas preguntas. Explícame tú, si puedes,

cuando vengas a verme, qué clase de ser es éste con el que me he casado. No me escribas, pero cuando

vengas procura que Eduardo te dé algún recado para mí.

»Te voy a relatar la acogida que me han hecho en la «Cumbres», mi nueva casa, al parecer. Te lo cuento

por entretenerme, no para quejarme de tales o cuales faltas de comodidad. ¡Si yo fuera lo único que hubiera

de malo y lo demás no existiera, creo que me pondría a bailar de jubilo!

»Al terminar de cruzar los pantanos, ya se ponía el sol debían ser sobre las seis. Heathcliff perdió media

hora en inspeccionar el parque y los jardines, con lo cual era ya de noche cuando nos apeamos en el patio

enlosado de la quinta. Vuestro antiguo criado, José, salió a recibirnos de un modo que habla muy alto de su

cortesía. Lo primero que hizo fue levantar hasta la altura de mi rostro la bujía que llevaba en la mano,

esbozar un guiño maligno, sacar hacia delante el labio inferior y volver la espalda. Después se hizo cargo

de los caballos, los llevó a la cuadra, y reapareció al fin para cerrar la puerta exterior, como si viviéramos

en un castillo antiguo.

»Heathcliff habló un rato con él, y yo entretanto entré en la cocina, que es una especie de sucia cueva que

probablemente no conocerías si volvieras a verla, pues ha cambiado mucho. Cerca del fuego estaba un niño

robusto, con aspecto de pilluelo, algo parecido a Catalina en los ojos y la boca.

»Debe ser el sobrino de Eduardo -pensé- y, por tanto, es pariente mío hasta cierto punto. Así que debo

darle la mano y besarle. Procuremos establecer desde el principio relaciones amistosas en esta casa.

»Me acerqué a él, y tratando de cogerle la mano, le dije:

,¿Cómo estás, queridito?

»El me replicó con unas palabras ininteligibles.

»-¿Seremos amigos, Hareton? -agregué.

»Me respondió con un juramento y añadió la amenaza de lanzar a Tragón contra mí si no me marchaba.

»-¡Arriba, Tragón! -gritó el desventurado, azuzando a un perro que había en un rincón. Y añadió,

mirándome-: ¿Qué? ¿Te marchas?

»El instinto de conservación me llevó a complacerle.

»Salí y esperé que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado alguno, y José, a quien le

pedí que me acompañase a mi cuarto, contestó:

»-¡Cha, cha, cha ... ! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta manera? ¡Qué chachareo! ¡Cualquiera la

entiende!

»-¡Digo que me acompañe a la casa! -grité, creyendo que sería sordo, y bastante enojada de su grosería.

»-¡Quiá! Tengo cosas más importantes que hacer. »Y siguió ocupándose en sus menesteres, moviendo las

mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi rostro. Creo que tanto como el primero tenía de

bonito debía tener el segundo de apenado.

»Di la vuelta al patio y llegué a otra puerta, a la que llamé, esperando que acudiese algún criado más

servicial.

Al poco rato, abrióse la puerta y apareció un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y tenía un

aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que caían hasta sus hombros desfiguraba su

semblante. Sus ojos parecían una reproducción de los de Catalina.

»-¿Qué quiere? -me preguntó-. ¿Quién es usted?

»-Mi nombre de soltera era Isabel Linton -repuse-. Ya me conoce usted. Me he casado hace poco con el

señor Heathcliff, que es quien me ha traído aquí, supongo que con el consentimiento de usted.

»-¿De manera que él ha vuelto? -preguntó el solitario, con un repentino fulgor en su mirada de lobo hambriento.

»-Sí -dije-, pero me dejó a la puerta de la cocina, y cuando quise entrar, su hijo me ahuyentó azuzando un

perro contra mí.

»-¡Veo que el maldito miserable ha cumplido su palabra! -rezongó el hombre mirando tras de mí como si

buscase a Heathcliff.

»Ya me arrepentía de haber llamado a aquella puerta y me disponía a marcharme, cuando él me mandó

pasar y cerró la puerta con llave. En la habitación había un gran fuego, que constituía la única iluminación

de la estancia. El suelo era de un tono gris y los platos que, siendo niña yo, me llamaban tanto la atencion

por su brillo, estaban cubiertos de polvo y de moho. Pregunté si podía llamar a la doncella para que me

llevase a mi habitación. Earnshaw no se dignó contestarme. Se paseaba con las manos en los bolsillos,

completamente ajeno a mi presencia al parecer, y tal era su profunda abstracción y tan misantrópico aspecto

presentaba, que no me atreví a importunarle ya más.

»No te extrañarás, Elena, cuando te diga que me sentí muy triste en aquel hogar inhospitalario, mil veces

peor que la sociedad, y, sin embargo, situado a solo cuatro millas de mi antigua y agradable casa, donde

habitan las únicas personas a quienes quiero en el mundo. Pero era lo mismo que si en lugar de cuatro

millas nos separara el océano. Un abismo infranqueable, en todo caso...

»La pena que más me angustiaba era la de no tener a quien recurrir para hallar un amigo o un aliado

contra Heathcliff. Por un lado, me alegraba de haber ido a vivir a «Cumbres Borrascosas» para no tener que

estar sola con él, por él sabía ya cómo era la gente de esta casa, y no temía que interviniese en nuestros

asuntos.

»Durante un prolongado y angustioso rato permanecí entregada a mis reflexiones. Sonaron las ocho, las

nueve, y mi acompanante continuaba entregado a su paseo, inclinando la cabeza sobre el pecho y

guardando absoluto silencio, excepto alguna amarga exclamación que se le escapaba de vez en cuando.

Procuré escuchar con la esperanza de oír en la casa la voz de alguna mujer, y me sentí embargada de tan

lúgubres angustias y tan dolorosos pensamientos, que al fin no pude contener una crisis de lágrimas. Ni yo

misma me di cuenta de cuánta era mi aflicción hasta que Earnshaw, sorprendido, se detuvo ante mí.

Aprovechando aquel instante, exclamé:

»-Estoy fatigada y quisiera descansar. ¿Quiere decirme, por favor, dónde está la doncella para ir a

buscarla, ya que ella no viene a buscarme a mí?

»-No tenemos doncella -repuso-. Tendrá usted que cuidarse a sí misma.

»-¿Y dónde voy a dormir? -dije, sollozando.

»El cansancio y la pena me habían hecho perder ya hasta la dignidad.

. »-José le enseñará el cuarto de Heathcliff -contestó-. Abra la puerta, y le hallará allí.

»Cuando iba a obedecerle, agregó, con singular acento:

»-Cierre la puerta con llave y cerrojo. No lo olvide.

»-¿Por qué, señor Earnshaw? -inquirí, ya que la idea de encerrarme con Heathcliff a solas no me seducía.

»-¡Mire esto! -contestó, sacando del bolsillo una pistola con una navaja de muelles de doble filo, que iba

unida al arma-. ¿Verdad que constituye una tentación para un hombre desesperado? Pues no hay ni una sola

noche que pueda dominar el deseo de ir a probarla a la puerta de Heathcliff. El día que la encuentre abierta,

es hombre perdido. Todas las noches lo hago inevitablemente, aunque antes no dejo de pensar en múltiples

razones que me aconsejan no efectuarlo. Hay sin duda algún demonio que quiere que le mate para

desbaratar mis propios planes. Procure usted, si ama a Heathcliff, luchar contra este demonio, porque,

cuando le llegue la hora, ni todos los ángeles del cielo reunidos podrían salvarle.

»Miré el arma con curiosidad, y un horrible pensamiento vino a mi mente: lo fuerte que yo me sentiría si

tuviese semejante artefacto en mi poder. La expresión, no de asombro, sino de codicia que mi cara adoptó

durante un segundo, asombró a aquel hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo había cogido

para examinarla, cerró la navaja y escondió el arma.

»-No me importa que le hable de esto -dijo-. Puede ponerle en guardia y velar por él. Ya veo que sabe usted

las relaciones que nos unen, puesto que no se espanta del peligro que él corre.

»-¿Qué le ha hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? -pregunté-. ¿No valdría más decirle que se

fuera?

»-¡No! ---clamó Earnshaw-. Si trata de abandonarme, le mato. Intente usted persuadirle de hacerlo y sera

usted responsable de su asesinato. ¿Cree usted que voy a perder todo lo mío sin esperanza de recuperarlo?

¿Cree que voy a consentir que Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo devuelva

todo, y luego le arrancaré también su sangre, y después el diablo se apoderará de su alma. ¡Cuando vaya al

infierno, éste se volverá mil veces más horrible con su presencia!

»Yo sabía por ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo estaba, por lo menos, la noche pasada.

Tal miedo me producía su proximidad, que hasta la aspereza de José me parecía agradable en comparación.

»Él volvió a sus silenciosos paseos, y yo entonces empuñé el picaporte y corrí a la cocina. José atendía la

lumbre, sobre la que había colgada una olla, y tenía a su lado un cuenco de madera con sopa de avena. El

contenido de la olla principiaba a hervir, y él dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el cazo.

Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena, resolví cocinar algo que resultara comestible, ya

que me sentía con apetito, y exclamé:

»-Voy a preparar la sopa.

»Le quité la vasija y comence a despojarme de la ropa de montar.

»-El señor Earnshaw agregué- me ha dicho que debo cuidarme yo misma. No voy a andar aquí con remilgos,

porque temo que me moriría de hambre.

»-¡Dios mío! -profirió-. ¡Si ahora que he conseguido acostumbrarme a los dos amos, voy a tener que

empezar a soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora, será cosa de marcharse! Creía que no

tendría que marcharme nunca de esta casa, pero no habrá más remedio que hacerlo.

»Me apliqué a la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no pude por menos que suspirar al recordar

las épocas en que tal trabajo hubiera sido un entretenimiento para mí. El recuerdo de las aventuras perdidas

me angustiaba, y a más angustia, más vivamente agitaba el batidor, y más deprisa caían en el agua los

puñados de harina. José contemplaba furioso cómo cocinaba yo.

»-¡Qué barbaridad! -comentaba-. Te quedas sin sopa esta noche. Hareton. ¡Otra vez! En su lugar, yo

echaría cazo y todo. Vamos, eche usted de una vez toda esa porquería, y así concluirá antes. ¡Sí, hombre,

sí! ¡Plaf! Me asombra que no se haya torcido el fondo del cacharro.

»El preparado que vertí en los tazones era, lo confieso, mucho menos que mediano. Había en la mesa

cuatro tazones y un jarro de leche. Hareton lo cogió, se lo aplicó a los labios y comenzó a beber dejando

caer parte por las comisuras de la boca. Yo le reprendí y le dije que la leche se bebía en vasos, y que yo no

la tomaría después de llevarse él el jarro a la boca. El viejo rufián se mostró muy enojado por mis

escrúpulos, y me aseguró con insistencia que el chico valía tanto como yo y que estaba sano. El chiquillo

continuaba sorbiendo y babeando y me miraba con acritud.

»-Me voy a cenar a otro sitio -dije-. ¿No hay aquí algo parecido a un salón?

»-¡Salón! -se mofó José-. No, no hay salón. Si nuestra compañía no le conviene, tiene la de los amos, y si

no le gusta la de los amos, la nuestra.

»-Me voy arriba -repuse-. Enséñeme una habitacion.

»Coloqué mi tazón en una bandeja y me fui a buscar más leche yo misma. El hombre se levanto a regañadientes

y me acompañó al piso superior. Llegamos al desván y me fue mostrando sus distintas divisiones.

»-Aquí hay un cuarto que no está mal para comer en él una sopa -dijo-. En ese rincón hay un montón de

trigo limpio. De todos modos, ponga encima el pañuelo si quiere preservar su elegante vestido.

»Aquel cuarto era una buhardilla oliente a cebada y a trigo, y contra las paredes se apilaban sacos de

cereal.

»-¡Vaya! -dije molesta-. No voy a dormir aquí. Muéstreme una alcoba.

»-¡Una alcoba! Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquélla es la mía.

»Y me mostró otro camarachón sólo distinto del primero porque había en él una cama baja y grande, sin

cortinas y con una colcha de color.

»-Su alcoba no me interesa -dije-. Enséñeme la alcoba del señor Heathcliff.

»-Haberlo dicho antes -replicó, como si le hubiese hablado de algo extraordinario-. Ya le hubiera

contestado que no perdiera el tiempo, puesto que es seguro que allí no le dejará entrar. Este hombre no

permite el paso a nadie.

»-¡Bonita casa y magníficos habitantes! -repuse-. Ya veo que la quinta esencia de la locura humana

invadió mi alma el día que me casé con ese hombre. En fin, ¡no importa!, otras habitaciones habrá. ¡Dese

prisa y muéstreme algún sitio donde poder instalarme!

»Bajó sin contestar y me llevó a una habitación que, por las trazas, debía ser la mejor. Había una buena

alfombra, aunque cubierta de polvo, una chimenea con una orla de papel pintado que se caía a pedazos, una

excelente cama de encina con cortinas carmesí modernas y costosas... Pero todo tenía el aspecto de haber

sido maltratadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier manera, medio arrancadas de sus anillas, y la

varilla metálica que las sustentaba estaba torcida, de modo que los cortinajes arrastraban por el suelo. Las

sillas estaban estropeadas y grandes desperfectos afeaban los papeles de los muros.

»Me disponía a posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a mi torpe guía:

»-Esta es la habitación del amo.

»Mientras, la cena se me había enfriado, el apetito se me había disipado, y se me había agotado la

paciencia. Insistí violentamente en que se me diese un sitio donde descansar.

»-¿Dónde demonios ... ? -comenzó el bendito viejo-. ¡Dios me perdone! ¿Dónde demonios quiere instalarse

usted? ¡Vaya una lata! Ya le he enseñado todo, menos el tabuco de Hareton. No hay en toda la casa

otro sitio donde dormir.

»Furiosa ya, tiré al suelo la bandeja y cuanto contenía. Después me senté en el descansillo de la escalera

y rompi a llorar.

»-¡Muy bien, señorita, muy bien! -dijo José-. Ahora, cuando el amo encuentre los restos de los cacharros,

verá la que se arma. ¡Qué mujer tan necia! Merece usted no comer hasta Navidad, ya que ha arrojado al

suelo el pan nuestro de cada día. Pero me parece que no le durarán mucho esos arranques. ¿Se figura que

Heathcliff le va a aguantar semejantes modales? No quisiera otra cosa sino que la hubiera visto en este

momento. Era bastante.

»Mientras me reprendía, cogió la vela, se dirigió a su cuchitril y me dejó sumida en tinieblas.

»Después de mi arrebato de cólera, medité y comprendí que era preciso dominar mi orgullo y procurar no

excitarme. Encontré un auxilio imprevisto en Tragón, al que no tardé en reconocer como hijo de nuestro

viejo Espía. De cachorrillo había estado en la granja y mi padre se lo había regalado al señor Hindley.

Debió conocerme, porque me frotó la nariz con su hocico como saludo, y luego empezó a comerse la sopa

derramada, mientras yo andaba por los peldaños cogiendo los cacharros que tirara y limpiando con el

pañuelo las manchas de leche de la baranda.

»Estábamos terminando la faena cuando sentíamos los pasos de Earnshaw en el pasillo. El perro encogió

la cola y se acurrucó contra la pared. Yo me deslicé por la puerta más cercana. El ruido de una caída

escaleras abajo y varios lastimeros aullidos me hicieron comprender que el perro no había podido esquivar

el encuentro. Earnshaw no me vio a mí; fui más afortunada. Pero un momento después llegó José con

Hareton, en cuyo cuarto yo me había refugiado, y me dijo:

»-Me parece que ya está la casa vacía. Queda sitio para las dos: usted y su soberbia. Ocúpelo y

permanezca con el que todo lo ve y todo lo sabe y no desprecia ni aun las malas compañías.

»Me instalé en una silla al lado del fuego, y a poco me dormí profundamente. Pero mi sueño, aunque

agradable, duró muy poco. Heathcliff al llegar me despertó y me preguntó amablemente qué hacía allí. Le

dije que no me había acostado todavía porque él tenía en el bolsillo la llave de nuestro cuarto. La expresión

“nuestro” le ofendió inmensamente. Juró que no era ni sería jamás mío, y dijo... Pero te hago gracia de su

lenguaje y de su comportamiento habitual. El procura excitar mi odio por todos los medios. Su modo de

obrar me produce a veces una estupefacción que me hace olvidar el terror que siento. Y eso que un tigre o

una serpiente no me atemorizarian mas que él. Me habló de la enfermedad de Catalina y culpó a mi

hermano de ser el causante de ella, agregándome que me considerase como si yo fuese el propio Eduardo a

efectos de vengarse...

»¡Le aborrezco! ¡Qué desgraciada soy y qué necia he sido! Pero no hables en casa de todo esto. Te

espero con ansia. No faltes.

Isabel.-

CAPÍTULO XIV

Tan pronto como leí la carta me fui a ver al amo y le dije que su hermana estaba en «Cumbres

Borrascosas» y que me había escrito interesándose por Catalina, manifestándome que tenía interés en verle

a él y que deseaba recibir alguna indicación de haber sido perdonada.

-Nada tengo que perdonarle -contestó Linton- Vete a verla si quieres, y dile que no estoy enfadado sino

entristecido, porque pienso, además, que es imposible que sea feliz. Pero que no piense que voy a ir a verla

Nos hemos separado para siempre. Sólo me haría rectificar si el puerco con quien se ha casado se marchara

de aquí.

-¿Por qué no le escribe unas líneas? -insinué suplicante.

-Porque no quiero tener nada en común con la familia Heathcliff -respondió.

Tal frialdad me deprimió infinitamente. En todo e tiempo que duró mi camino hacia las «Cumbres» no

hice más que pensar en la manera de repetir, suavizadas, a Isabel las palabras de su hermano. Dijérase que

ella había estado esperando mi visita desde primera hora. Al subir por la senda del jardín la distinguí detrás

de una persiana y le hice un signo con la cabeza, pero ella desapareció, como si desease que no se la viera.

Entré sin llamar, sin más dilación. Aquella casa, antes tan alegre, ofrecía un lúgubre aspecto de

desolación.

Creo que yo en el caso de mi señora hubiera procurado limpiar algo la cocina y quitar el polvo de los

muebles, pero el ambiente se había apoderado de ella. Su hermoso rostro estaba descuidado y pálido y tenía

desgarrados los cabellos. Al parecer, no se había arreglado la ropa desde el día antes.

Hindley no estaba. Heathcliff se hallaba sentado ante una mesa revolviendo unos papeles de su cartera.

Al verme me saludó con amabilidad y me ofreció una silla. Era el único que tenía buen aspecto en aquella

casa; creo que mejor aspecto que nunca. Tanto había cambiado la decoración, que cualquier forastero le

habría tomado a él por un caballero y a su esposa por una mendiga.

Isabel se adelantó impacientemente hacia mí, alargando la mano como si esperase recibir la carta que

aguardaba que le escribiese su hermano. Volví la cabeza negativamente. A pesar de todo, me siguió hasta el

mueble donde fui a poner mi sombrero, y me preguntó en voz baja si no traía algo para ella.

Heathcliff comprendió el objeto de sus evoluciones, y dijo:

-Si tienes algo que dar a Isabel, dáselo Elena. Entre nosotros no hay secretos.

-No traigo nada -repuse, suponiendo que lo mejor era decir la verdad-. Mi amo me ha encargado que diga

a su hermana que por el momento no debe contar con visitas ni cartas suyas. Le envía la expresión de su

afecto, le desea que sea muy feliz y le perdona el dolor que le causó. Pero entiende que debe evitarse toda

relación que, según dice, no valdría para nada.

La mujer de Heathcliff volvió a sentarse junto a la ventana. Sus labios temblaban ligeramente. Su esposo

se sentó a mi lado y comenzó a hacerme preguntas relativas a Catalina. Traté de contarle sólo lo que me

pareciera oportuno, pero él logró averiguar casi todo lo relativo al origen de la enfermedad. Censuré a

Catalina como culpable de su propio mal, y acabé manifestando mi opinión de que el propio Heathcliff

seguiría el ejemplo de Linton y evitaría todo trato con la familia.

-La señora Linton ha empezado a convalecer -termine-, pero aunque ha salvado la vida, no volverá nunca

a ser la Catalina de antes. Si tiene usted afecto hacia ella, no debe interponerse más en su camino. Es más:

creo que debería usted marcharse de la comarca. La Catalina Linton de ahora se parece a la Catalina

Earnshaw de antes como yo. Tanto ha cambiado, que el hombre que vive con ella sólo podrá hacerlo

recordando lo que fue anteriormente y en nombre del deber.

-Puede ser -respondió Heathcliff- que tu amo no sienta otros impulsos que los del deber hacia su mujer.

Pero ¿crees que dejaré a Catalina entregada a esos sentimientos? ¿Crees que mi cariño a Catalina es

comparable con el suyo? Antes de salir de esta casa has de prometerme que me proporcionarás una

entrevista con ella. De todos modos, la veré, quieras o no.

-Ni usted debe hacerlo -contesté-, ni podrá nunca contar conmigo para ello. La señora no resistiría otro

choque entre usted y el señor.

-Tú puedes evitarlo -dijo él- y, en último caso, si fuera así, me parece que habría motivos para apelar a un

recurso extremo. ¿Crees que Catalina sufriría mucho si perdiese a su marido? Sólo me contiene el temor de

la pena que ello pudiera causarle. Ya ves lo diferentes que son nuestros sentimientos. De haber estado él en

mi lugar y yo en el suyo, jamás hubiera osado alzar mi mano contra él. Mírame con toda la incredulidad

que quieras, pero es así. Jamás le hubiera arrojado de su companía mientras ella le recibiera con

satisfacción. Ahora que, apenas hubiera dejado de mostrarle afecto, ¡le habría arrancado el corazón y

bebido su sangre! Pero hasta ese momento, me hubiera dejado descuartizar antes que tocar un pelo de su

cabeza.

-Sí -le atajé-, pero le tiene sin cuidado a usted deshacer toda esperanza de curación volviendo a

producirle nuevos disgustos con su presencia.

-Tú bien sabes, Elena -contestó-, que no me ha olvidado. Te consta que por cada pensamiento que dedica

a Linton, me dedica mil a mí. Sólo dudé un momento: al volver, este verano. Pero sólo hubiera confirmado

tal idea si Catalina me declarase que era verdad. Y en ese caso, no existirían ya, ni Linton, ni Hindley, ni

nada... Mi existencia se resumiría en dos frases: condenación y muerte. La existencia sin ella sería un

infierno. Pero fui un estúpido al suponer, aunque fuese por un solo momento, que ella preferiría el afecto de

Eduardo Linton al mío. Si él la amase con toda la fuerza de su alma mezquina, no la amaría en ochenta

años tanto como yo en un día. Y Catalina tiene un corazón como el mío. Ante se podría meter el mar en un

cubo que el amor de ella pudiera reducirse a él. Le quiere poco más que a su perro o a su caballo. No le

amará nunca como a mí. ¿Cómo va a amar en él lo que no existe?

-Catalina y Eduardo se aman tanto como cualquier otro matrimonio -exclamó bruscamente Isabel-. Nadie

posee el derecho de hablar así, y no te consentiré que desprecies de esa forma a mi hermano en presencia

mía.

-También a ti tu hermano te quiere mucho, ¿no? -contestó Heathcliff despreciativamente-. Mira cómo se

apresura a dejarte abandonada a tu propia suerte.

-Porque ignora mi situación ya que no he querido decírselo... -repuso Isabel.

-Eso quiere decir que le has contado algo.

-Le escribí para anunciarle que me casaba. Tú mismo leíste la carta.

-¿No has vuelto a escribirle?

-No.

-Me duele ver lo desmejorada que está la señorita -intervine yo-. Se ve que le falta el amor de alguien,

aunque no esté yo autorizada para decir de quién.

-Me parece -repuso Heafficliff- que el amor que le falta es el amor propio. ¡Está convertida en una verdadera

fregona! Se ha cansado enseguida de complacerme. Aunque te parezca mentira, el mismo día de

nuestra boda ya estaba llorando por volver a su casa. Pero precisamente por lo poco limpia que es, se

sentirá a sus anchas en esta casa, y ya me preocuparé yo de que no me ridiculice escapándose de ella.

-Debía usted recordar -repliqué- que la señora Heathcliff está acostumbrada a que la atiendan y cuiden,

ya que la educaron, como hija única que era, en medio de mimos y regalos. Usted debe proporcionarle una

doncella y la debe tratar con benevolencia. Piense usted lo que piense sobre Eduardo, no tiene derecho a

dudar del amor de la señorita, ya que, si no, no hubiese abandonado, para seguirle, las comodidades en las

que vivía, ni hubiese dejado a los suyos para acompañarle en esta horrible soledad.

-Si abandonó su casa -argumentó él- fue porque creyo que yo era un héroe de novela y esperaba toda

clase de cosas de mi hidalga pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se comporta respecto a mi carácter y

tales ideas se ha formado sobre mí, que dudo en suponerla un ser dotado de razón. Pero empieza a

conocerme ya. Ha prescindido de las estúpidas sonrisas y de las muecas extravagantes con que quería

fascinarme al principio y noto que disminuye la incapacidad que padecía de comprender que yo hablaba en

serio cuando expresaba mis opiniones sobre su estupidez. Para averiguar que no la amaba tuvo que hacer

un inmenso esfuerzo de imaginación. Hasta temí que no hubiera modo humano de hacérselo comprender.

Pero, en fin, lo ha comprendido mal o bien, Puesto que esta mañana me dio la admirable prueba de talento

de manifestarme que he logrado conseguir que ella me aborrezca. ¡Te garantizo que ha sido un trabajo de

Hércules! Si cumple lo que me ha dicho, se lo agradeceré en el alma. Vaya, Isabel, ¿has dicho la verdad?

¿Estás segura de que me odias? Sospecho que ella hubiera preferido que yo me comportara ante ti con

dulzura, porque la verdad desnuda ofende su soberbia. Me tiene sin cuidado. Ella sabe que el amor no era

mutuo. Nunca la engañé a este respecto. No dirá que le haya dado ni una prueba de amor. Lo primero que

hice cuando salimos de la granja juntos fue ahorcar a su perro, y cuando quiso defenderle, me oyo expresar

claramente su deseo de ahorcar a todo cuanto se relacionara con los Linton, excepto un solo ser. Quiza

creyera que la excepción se refería a ella misma, y le tuviera sin cuidado que se hiciera mal a todos los

demás, con tal de que su valiosa persona quedase libre de mal. Y dime: ¿no constituye el colmo de la

mentecatez de esta despreciable mujer el suponer que yo podría llegar a amarla? Puedes decir a tu amo,

Elena, que jamás he tropezado con nadie más vil que su hermana. Deshonra hasta el propio nombre de los

Linton. Alguna vez he probado a suavizar mis experimentos para probar hasta dónde llegaba su paciencia,

y siempre he visto que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante mí. Agrega, para tranquilidad de

su fraternal corazón, que me mantengo estrictamente dentro de los límites que me permite la ley. Hasta el

presente he evitado todo pretexto que le valiera para pedir la separación, aunque, si quiere irse, no seré yo

quien me oponga a ello. La satisfacción de poderla atormentar no equivale al disgusto de tener que soportar

su presencia.

-Habla usted como hablaría un loco, señor Heathcliff -le dije-. Su mujer está, sin duda, convencida de

ello y por esa causa le ha aguantado tanto. Pero ya que usted dice que se puede marchar, supongo que

aprovechará la ocasión. Opino, señora, que no estará usted tan loca como para quedarse voluntariamente

con él.

-Elena -replicó Isabel, con una expresion en sus ojos que patentizaba que, en efecto, el éxito de su marido

en hacerse odiar había sido absoluto-: no creas ni una palabra de cuanto dice. Es un diablo, un monstruo, y

no un ser humano. Ya he probado antes a irme y no me ha dejado deseos de repetir la experiencia. Te

ruego, Elena, que no menciones esta vil conversación ni a mi hermano ni a Catalina. Que diga lo que

quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a Eduardo. Asegura que se ha casado conmigo para

cobrar ascendiente sobre mi hermano, pero antes de darle el placer de conseguirlo preferiré que me mate.

¡Así lo haga! No aspiro a otra felicidad que a la de morir yo o verle muerto a él.

-Todo eso es magnífico -dijo Heathcliff-. Si alguna vez te citan como testigo, ya sabes lo que piensa Isabel,

Elena. Anota lo que me dice: me conviene. No, Isabel, no... Siendo así que no estás en condiciones de

cuidar de ti misma, yo, como protector tuyo según la ley, debo ser el encargado de tenerte bajo mi guardia.

Y ahora, sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no: te he dicho que arriba. ¿No ves que

ese es el camino de la escalera?

La cogió de un brazo, la arrojó de la habitación, y al volver exclamó:

-No puedo ser compasivo, no puedo... Cuanto más veo retorcerse a los gusanos, más ansío aplastarlos, y

cuanto más los pisoteo, más aumenta el dolor...

-Pero, ¿sabe usted acaso lo que es ser compasivo? -respondí, mientras cogía precipitadamente el sombrero-.

¿Lo ha sido alguna vez en su existencia?

-No te vayas aún -dijo, al notar mis preparativos de marcha-. Escucha un momento. O te persuado a que

me procures una entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E inmediatamente. No me propongo causar

daño alguno. Ni siquiera molestar a Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra y

preguntarle si puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis horas rondando el jardín de la «Granja» y

hoy volveré, y siempre, hasta que logre entrar. Si me encuentro con Eduardo, no titubearé en golpearle

hasta dejarle incapacitado de impedirme la entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos

con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea necesario chocar con ellos o con tu señor? Y a ti

te es tan fácil. Yo te diría cuándo me propongo ir, tú podrías facilitarme la entrada, vigilar y después verme

marchar sin que tuvieses nada de que reprocharte.

Yo me negué a desempeñar tan bajo papel y le repetí su intención de volver a destruir la tranquilidad de

la señora Linton.

-Cualquier cosa le causa un trastorno enorme -le aseguré-. Está hecha un verdadero manojo de nervios.

No resistirá la sorpresa: estoy segura de que no... ¡Y no insista, señor, porque tendré que avisar de ello a mi

amo y él tomará disposiciones para impedir lo que se propone usted!

-Y yo a mi vez tomaré disposiciones para asegurarme de ti -dijo Heathcliff-. No saldrás de «Cumbres

Borrascosas» hasta mañana por la mañana. ¿Qué es eso de que Catalina no podrá resistir la sorpresa de

volver a verme? Además, no me propongo sorprenderla. Tú la puedes preparar y preguntarle si me permite

ir. Me has dicho que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre... ¡Cómo lo va a hacer si está

prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se imagina qué todos vosotros sois espías de su marido. Tengo la

evidencia de que estáis haciéndole la vida imposible. Sólo en el hecho de que le calle, percibo una prueba

de lo que siente. ¡Vaya una demostración de sosiego que es el que suele sentir angustias y preocupaciones!

¿Cómo diablos dejaría de sentirse trastornada viviendo en ese horrible aislamiento? Y, luego, ese

despreciable ser que la cuida «porque es su deber ... » «¡Su deber!» Antes germinaría en un tiesto una

semilla de roble que él logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados. Vaya: concluyamos.

¿Optas por quedarte aquí mientras yo me abro paso a la fuerza, entre Linton y sus criados, hasta Catalina?

¿O prefieres obrar amistosamente, como hasta ahora? Decídete pronto. Porque, si continúas encerrada en tu

obstinación, no tengo un minuto que perder.

Por mucho que argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder. Consentí en llevar a mi señora una

carta de Heathcliff, y en avisarle si ella accedía a verle aprovechando la primera ocasión en que Linton

estuviera fuera de casa. Yo me quedaría aparte y procuraría que la servidumbre no se diese cuenta de la

visita.

Ignoro si obré bien o mal. Tal vez mal. Pero yo me proponía con ello evitar otras violencias y hasta pensé

que acaso el encuentro produjese una reacción favorable en la dolencia de Catalina. Después, al recordar

los reproches que el señor Linton me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé algo más,

y me prometí finalmente que aquella traición, si así podía llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a

casa más triste de lo que había salido de ella y no muy resuelta a entregar la carta de Heathcliff a la señora

Linton.

-Ya veo venir al médico. Voy a bajar y a decirle que se encuentra usted mejor, señor Lockwood. Este

relato es un poco prolijo, y todavía durará otra mañana el contarlo.

-Prolijo y lúgubre -me dije mientras la buena señora bajaba a recibir al médico-. No es del estilo que yo

hubiera elegido para entretenerme. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Convertiré las amargas hierbas que me

propina la señora Dean en saludables medicinas, y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes ojos de

Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable que se me ocurriera enamorarme de esa joven y la hija resultase

una nueva edición de su madre!

CAPÍTULO XV

Ha pasado ya otra semana. Estoy más cerca, pues, de la salud y de la primavera. Ya he oído en todas sus

partes la historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo relato reproduciré, aunque procurando

extractarlo un poco. Pero conservaré su estilo, porque encuentro que narra muy bien y no me siento lo

bastante fuerte para mejorarlo.

La tarde que fui a «Cumbres Borrascosas» -siguió ella contándome- estaba tan segura como si lo hubiera

visto de que Heathcliff rondaba por los alrededores. Procuré no salir de casa, en consecuencia, ya que

llevaba su carta en el bolsillo y no quería exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla entregado.

Pero yo había resuelto no dársela a Catalina hasta que el amo no estuviese fuera, pues no sabía cómo iba a

reaccionar la señora. De modo que no se la entregué hasta tres días más tarde. Al cuarto, que era domingo,

se la llevé a su habitación cuando todos se marcharon para ir a la iglesia.

En la casa sólo habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas las puertas, pero aquel día

era tan agradable, que las dejamos abiertas. Y con objeto de cumplir mi misión encargué al criado que

fuese a comprar naranjas al pueblo para la señora. El criado se fue, y yo subí.

La señora Linton estaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía de blanco y llevaba un chal sobre los

hombros. Su espeso y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, reposaba en trenzas sobre sus

hombros. Había cambiado mucho, como yo dije a Heathcliff, pero, no obstante, cuando estaba serena,

ostentaba una especie de hermosura sobrenatural. En lugar de su antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una

melancólica dulzura. No parecía que mirase lo que le rodeaba, sino que contemplase cosas muy lejanas,

algo que no fuera ya de este mundo. Su rostro estaba aún pálido, pero no tan demacrado como antes, y el

aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba dolorosamente, despertaba más interés aún

hacia ella en los que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo claro que estaba condenada a

la muerte.

En el alféizar de la ventana había un libro, y el viento agitaba sus páginas. Debió ser Linton quien lo puso

allí, ya que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a pesar de que él intentaba distraerla por

todos los medios. Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente cuando estaba de buen

humor, aunque a veces dejaba escapar un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le impedía

continuar haciendo aquello que él pensaba que la distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara

entre las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que saliese, lo que él se apresuraba a hacer,

creyendo preferible en tales casos que estuviese sola.

Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton y el melodioso rumor del arroyo que regaba el valle

acariciaba dulcemente los oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor de la fronda

agitada por el viento apagaba el del fluir del arroyo. En «Cumbres Borrascosas» se escuchaba con gran

intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a una temporada de lluvias. Sin duda oyendo el

ruido del arroyo, Catalina debía estar pensando en «Cumbres Borrascosas», en el supuesto de que pensara y

oyera algo puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que estaba ausente de toda clase de cosas

materiales.

-Me han dado una carta para usted -le dije, depositándola en su mano, que tenía apoyada en la rodilla-.

Conviene que la lea enseguida, porque espera contestación. ¿Quiere que la abra?

-Sí -repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada.

La abrí. Era un mensaje brevísimo.

-Léala usted -proseguí.

Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo, y esperé, pero viendo que no prestaba atención

alguna, le dije:

-¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff.

Se sobresaltó y cruzo por sus ojos un relámpago que indicaba que luchaba para coordinar las ideas.

Cogió la carta, la repasó suficientemente, y suspiró al leer la firma. Pero no se había dado cuenta de su

contenido, porque al preguntarle qué contestación debía transmitir me miró con una expresion interrogativa

y angustiada.

-Quiere verla -repuse, adivinando lo que quería significarme-. Está esperando en el jardín con la mayor

impaciencia.

En tanto que yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín se erguía, estiraba las orejas, y luego,

desistiendo de ladrar y meneando la cola, daba a entender que quien se acercaba le era conocido. La señora

Linton se asomó a la ventana, y escuchó conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos en

el vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación harto fuerte para Heathcliff. Sin duda pensó que

yo no había cumplido mi promesa y resolvió confiar en su propia osadía.

Catalina miraba ansiosamente hacia la entrada de la habitación. Heathcliff, al principio, no encontraba el

cuarto, y la señora me hizo una señal para que fuera a recibirle, pero él apareció antes de que llegase yo a la

puerta, y un momento después ambos se estrechaban en un apretado abrazo.

Durante cinco minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y a besarla más veces que lo hubiese hecho

en toda su vida. En otra ocasión, mi señora habría sido la primera en besarle. Bien eché de ver que él sentía,

al verla, la misma impresión que yo, y que estaba convencido de que Catalina no recobraría más la salud.

-¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! -dijo, al cabo, con desesperación. Y la miró con tal

intensidad, que creí que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus ojos, aunque ardían de

angustia, permanecían secos.

-Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff -dijo Catalina, mirándole ceñuda-. Y

ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te compadezco. Has conseguido tu

objeto: me has matado. Tú eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo me muera?

Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero ella le sujetó por el

cabello y le forzó a permanecer en aquella postura.

-Quisiera tenerte así --dijo- hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que sufras. ¿Por qué no

has de sufrir? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de veinte años dirás

quiza: «Aquí está la tumba de Catalina Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado todo.

Luego he amado a otras muchas. Quiero más a mis hijos que lo que la quise a ella, y me apenará más morir

y dejarles que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?

-No me atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú -gritó él.

Había desprendido la cabeza de las manos de su amiga y le rechinaban los dientes.

La escena que ambos presentaban era singular y terrible. Catalina podía, en verdad, considerar que el

cielo sería un destierro para ella, a no ser que su mal carácter quedara sepultado con su carne perecedera.

En sus pálidas mejillas, sus labios exangües y sus brillantes ojos se pintaba una expresión rencorosa.

Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del cabello de Heathcliff, que había arrancado al aferrarle.

Él, por su parte, la había cogido ahora por el brazo, y de tal manera la oprimía, que, cuando la soltó,

distinguí cuatro huellas amoratadas en los brazos de Catalina.

-Sin duda te hallas poseída del demonio -dijo él con ferocidad- al hablarme de esa manera cuando te estás

muriendo. ¿No comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria como un hierro ardiendo, y que

seguiré acordándome de ellas cuando tú ya no existas? Te consta que mientes al decir que yo te he matado,

y te consta también que tanto podré olvidarte como olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico

egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del averno?

-Es que no descansaré en paz --dijo lastimeramente Catalina.

Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su corazón con tumultuosa irregularidad.

Cuando pudo dominar el frenesí que la embargaba, dijo mas suavemente:

-No te deseo, Heathcliff, penas más grandes que las que he padecido yo. Sólo quisiera que nunca nos

separáramos. Si una sola palabra mía te doliera, piensa que yo sentiré cuando esté bajo tierra tu mismo

dolor. ¡Perdóname: ven! Arrodíllate. Nunca me has hecho daño alguno. Si estás ofendido, ello me dolerá a

mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No quieres?

Heathcliff se recostó en el respaldo de la silla de Catalinay volvió el rostro. Ella se ladeó para poder

verle, pero él, para impedirlo, se volvió de espaldas, se acercó a la chimenea y permaneció callado.

La señora Linton le siguió con los ojos. Encontrados sentimientos nacían en su alma. Al fin, tras una

prolongada pausa, exclamó, dirigiéndose a mí:

-¿Ves, Elena? No es capaz de ceder un solo instante, ni aun tratándose de retardar el momento de mi

muerte. ¡Qué modo de amarme! Me da igual... Pero éste no es mi Heathcliff. Yo seguiré amándole como si

lo fuera, y será esa imagen la que llevaré conmigo, ya que ella es la que habita en mi alma. Esta prisión en

que me hallo es lo que me fatiga -añadió-. Estoy harta de este encierro. Ansío volar al mundo esplendoroso

que hay más allá de él. Lo vislumbro entre lágrimas y sufrimientos, y sin embargo, Elena, me parece tan

glorioso, que siento pena de ti, que te consideras satisfecha de estar fuerte y sana... Dentro de poco me

habré remontado sobre todos vosotros. ¡Y pienso que él no estará conmigo entonces! -continuó como si

hablase consigo misma-. Yo creía que él quería estar también conmigo en el más allá. Heathcliff, querido

mío, no quiero que te enfades... ¡Ven a mi lado, Heathcliff!

Se levantó y se apoyó en uno de los brazos del sillón. Heathcliff se volvió hacia ella con una expresión de

inmensa desesperanza en la mirada. Sus ojos, ahora húmedos, centelleaban al contemplarla, y su pecho se

agitaba convulsivamente. Un instante estuvieron separados; luego Catalina se precipitó hacia él, y él la

abrazó de tal modo, que temí que mi señora no saliera con vida de sus brazos. Cuando se separaron, ella

cayó como exánime sobre la silla, y Heathcliff se desplomó en otra inmediata. Me acerqué a ver si la señora

se había desmayado, y él, rechinando los dientes, echando espuma por la boca, me separó con furor. Me

pareció que no me hallaba en compañía de seres humanos. Traté de hablarle, pero no parecía entenderme, y

acabé apartándome llena de turbación.

Pero después Catalina hizo un movimiento, y esto me tranquilizó. Levantó la mano, cogió la cabeza de

Heathcliff, y acercó su mejilla a la suya. Heathcliff la cubrió de exasperadas caricias y le dijo, con un

acento feroz:

-Ahora me demuestras lo cruel y falsa que has sido conmigo. ¿Por qué me desdeñaste? ¿Por qué hiciste

traición a tu propia alma? No sé decirte ni una palabra de consuelo, no te la mereces... Bésame y llora todo

lo que quieras, arráncame besos y lágrimas, que ellas te abrasarán y serán tu condenación. Tú misma te has

matado. Si me querías, ¿con qué derecho me abandonaste? ¡Y por un mezquino capricho que sentiste hacia

Linton! Ni la miseria, ni la bajeza, ni aun la muerte nos hubieran separado, y tú, sin embargo, nos separaste

por tu propia voluntad. No soy yo quien ha desgarrado tu corazón. Te lo has desgarrado tú, y al

desgarrártelo has desgarrado el mío... Y si yo soy más fuerte, ¡peor para mí! ¿Para qué quiero vivir cuando

tú ... ? ¡Oh, Dios, quisiera estar contigo en la tumba!

-¡Déjame! -respondió Catalina sollozando-. Si he causado mal, lo pago con mi muerte. Basta. También tú

me abandonaste, pero no te lo reprocho y te he perdonado. ¡Perdóname tú también!

-¡Perdonarte cuando veo esos ojos y toco esas manos enflaquecidas! Bésame, pero no me mires. Sí; te

perdono. ¡Amo a quien me mata! Pero ¿cómo puedo perdonar a quien te mata a ti?

Callaron, juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en lágrimas. No sé si me equivoqué al suponer

que Heathcliff lloraba también, pero, en verdad, el caso no era para menos.

Yo me hallaba inquieta. Caía la tarde y se veía salir ya a la gente de la iglesia de Gimmerton y esparcirse

por el valle. El criado que enviara al pueblo estaba de regreso.

-El oficio religioso ha concluido -anuncié- y el señor volverá antes de media hora.

Heathcliff lanzo un juramento y abrazó más apretadamente aún a Catalina, que permaneció inmóvil. A

poco, distinguí a los criados, que avanzaban en grupo por el camino. El señor Linton les seguía a corta

distancia. Abrió por sí mismo la verja. Parecía extasiado en contemplar la hermosura de la tarde de verano

y aspirar sus dulces perfumes.

-Ya ha llegado -exclamé-. ¡Baje enseguida, por Dios! No encontrará usted a nadie en la escalera principal.

Ocúltese entre los árboles hasta que el señor haya entrado.

-Debo irme, Catalina -dijo Heathcliff separándose de sus brazos-. Pero, de no morirme, te volveré a ver

antes de que te hayas dormido... No me separare ni cinco yardas de tu ventana.

-No te irás -repuso ella, sujetándole con todas sus fuerzas-. No tienes por qué irte.

-Vuelvo antes de una hora seguró él.

-No te irás ni siquiera por un minuto -insistió la señora.

-Es forzoso que me vaya -repitió, alarmado, Heathcliff-. Linton estará aquí dentro de un momento.

Por su gusto, él se hubiera levantado y desprendido de ella a viva fuerza, pero Catalina le sujetó

firmemente, mientras pronunciaba expresiones entrecortadas. En su rostro se transparentaba una decidida

resolución.

-¡No! -gritó-. ¡No te vayas! Eduardo no nos hará nada. ¡Es la última vez, Heathcliff: me muero!

-¡Maldito necio! Ya ha llegado -exclamó Heathcliff dejándose caer otra vez en la silla-. ¡Calla, Catalina!

¡Calla, alma mía! Si me matase ahora, moriría bendiciéndole.

Y volvieron a unirse en un estrecho abrazo. Sentí subir a mi amo por la escalera. Un sudor frío bañaba mi

frente. Estaba horrorizada.

-¿Pero es que va usted a hacer caso de sus delirios? -dije a Heathcliff, fuera de mí-. No sabe lo que dice.

¿Es que se propone usted perderla aprovechando que le falta la razón? Levántese y márchese

inmediatamente. Este crimen sería el más odioso de cuantos haya cometido usted. Todos nos perderemos

por culpa suya: el señor, la señora y yo.

Grité y me retorcí las manos con desesperación. Al oírme gritar, el señor Linton se apresuró más aún. No

dejó de aliviar un tanto mi turbación el ver que los brazos de Catalina, dejando de oprimir a Heathcliff,

caían lánguidamente y su cabeza se inclinaba con laxitud.

«Se ha desmayado o se ha muerto -pensé-. Mejor. Vale más que muera que no que siga siendo una causa

de desgracias para todos los que la rodean.»

Eduardo, lívido de estupor y de ira al divisar al inesperado visitante, se lanzó hacia él. No sé lo que se

proponía. Pero Heathcliff le detuvo en seco poniéndole entre los brazos el inmóvil cuerpo de su esposa.

-Si no es usted un demonio -dijo Linton- ayúdeme primero a atenderla, y ya hablaremos después.

Heathcliff se marchó al salón y permaneció sentado. El señor Linton recurrió a mí, y entre los dos, con

grandes esfuerzos, logramos reanimar a Catalina. Pero había perdido la razón completamente: suspiraba,

emitía quejidos inarticulados y no reconocía a nadie. Eduardo, en su ansiedad por su esposa, se olvidó de su

odiado rival. Aproveché la primera oportunidad que tuve para pedirle que se fuese, afirmándole que

Catalina estaba un poco repuesta y que a la mañana siguiente le llevaría noticias suyas.

-Saldré de la casa -dijo él- pero permaneceré en el jardín. No te olvides de cumplir tu palabra mañana,

Elena. Estaré bajo aquellos pinos: tenlo en cuenta. De lo contrario, volveré, esté Linton o no.

Lanzó una rápida mirada por la puerta entreabierta de la alcoba, y al comprobar que, al parecer, yo no

había faltado a la verdad, se fue, librando a la casa de su malvada presencia.

CAPÍTULO XVI

A medianoche de aquel día nació la Catalina que usted ha conocido en «Cumbres Borrascosas»: una niña

de siete meses. Dos horas después moría su madre, sin haber llegado a recobrar el sentido suficiente Para

reconocer a Eduardo o echar de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de dolor por la

pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello: es demasiado doloroso. Aumentaba su disgusto, a lo que se

me alcanza, la pena de no tener un heredero varón. También yo lamentaba lo mismo mientras contemplaba

a la huerfanita y maldecía mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que en aquel caso fuese

heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a mi juicio, resultado lo más lógico.

Aquella niña llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita se hubiese muerto llorando en las

primeras horas de su existencia, a todos en aquel momento nos hubiera tenido sin cuidado. Más tarde

rectificamos, pero el principio de su vida fue tan lamentable como probablemente será su fin.

La mañana siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se filtraba a través de las persianas e

iluminaba el lecho y a la que en él yacía con un dulce resplandor.

Eduardo tenía los ojos cerrados y apoyaba la cabeza en la almohada. Sus hermosas facciones estaban tan

pálidas como las del cuerpo que yacía a su lado. Su rostro transparentaba una angustia infinita, y en

cambio, el rostro de la muerta reflejaba una paz infinita. Tenía los párpados cerrados y los labios

ligeramente sonrientes. Creo que un ángel no hubiese estado más bello de lo que ella lo estaba. Aquella

serenidad que emanaba de la difunta me contagió. Jamás sentí más serena mi alma que mientras estuve

contemplando aquella inmóvil imagen del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetí las palabras que

Catalina pronunciara poco antes: se había remontado sobre todos nosotros. Fuese que se encontrara en la

tierra todavía, o ya en el cielo su espíritu, indudablemente estaba con Dios.

Quizá sea una cosa peculiar mía, pero el caso es que muy pocas veces dejo de sentir una impresion

interna de beatitud cuando velo un muerto, salvo si algún afligido allegado suyo me acompaña. Me parece

apreciar en la muerte un reposo que ni el infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la

sensación de un futuro eterno y sin sombras. Sí; la Eternidad. Allí donde la vida no tiene límite en su

duración, ni el amor en sus transportes, ni la felicidad en su plenitud. Y entonces comprendí el egoísmo que

encerraba un amor como el de Linton, que de tan amarga manera lamentaba la liberación de Catalina.

Cierto es que, en rigor, teniendo en cuenta la agitada y rebelde vida que había llevado, cabía dudar de si

entraría o no en el reino de los cielos, pero la contemplación de aquel cadáver con su aspecto sereno

facilitaba toda vacilación.

-¿Usted cree -me preguntó la señora Dean- que personas así pueden ser felices en el otro mundo? Daría

algo por saberlo.

No contesté a la pregunta de mi ama de llaves, pregunta que me pareció un tanto poco ortodoxa. Y ella

continuó:

-Temo, al pensar en la vida de Catalina Linton, que no sea muy dichosa en el otro mundo. Pero, en fin,

dejémosla tranquila, ya que está en presencia de su Creador...

En vista de que el amo parecía dormir, me aventuré, poco después de salir el sol, a escaparme al exterior.

Los criados de la «Granja» se imaginaron que yo salía para desentumecer mis sentidos, fatigados de la

larga vela, pero en realidad lo que me proponía era hablar al señor Heathcliff, quien había pasado la noche

entre los pinos, y no debía haber sentido el movimiento en la «Granja», a no ser que hubiese oído el galope

del caballo del criado que enviáramos a Gimmerton. De estar más cerca, el movimiento de puertas y luces

le habría hecho probablemente comprender que pasaba algo grave. Yo sentía a la vez deseo y temor de

encontrarle. Por un lado, me urgia comunicarle la terrible noticia, y por otro no sabía de qué modo hacerlo

para no enojarle.

Le vi en el parque, apoyado contra un añoso fresno, sin sombrero, con el cabello empapado por el rocío

que, goteando desde las ramas, le iba empapando lentamente. Debía llevar mucho tiempo en aquella

postura, porque reparé en una pareja de mirlos que iban y venían a menos de tres pies de distancia de él,

ocupándose en construir su nido, y tan ajenos a la presencia de Heathcliff como si fuera un árbol. Al

acercarme, echaron a volar y él alzando los ojos, me dijo:

-¡Ha muerto! ¡Tanto esperar para acabar recibiendo esa noticia! Vamos, fuera ese pañuelo; no me vengas

con llantos... ¡Iros todos al diablo! ¿Para qué le valdrán ya vuestras lágrimas?

Yo lloraba tanto por él como por ella. Es frecuente compadecer a personas que son incapaces de

experimentar tal sentimiento hacia el prójimo y hasta hacia sí mismos. Al verle se me ocurrió que quizá

sabía ya lo sucedido y que se había resignado y rezaba, porque movía los labios y bajaba la vista.

-Ha muerto -contesté, secando mi llanto- y está en el cielo, adonde todos iríamos a reunirnos con ella si

aprovecháramos la lección y dejáramos el mal camino para seguir el bueno.

-¿Acaso ha muerto como una santa? Vaya. Cuéntame ¿Cómo ha muerto ... ? -preguntó sarcásticamente

Heathcliff.

Fue a pronunciar el nombre de la señora, pero la voz expiró en sus labios y se los mordió. Se notaba en él

una silenciosa lucha interna.

-¿Cómo ha muerto? -volvió a preguntar.

Noté que pese a toda su audacia insolente, se sentía más tranquilo teniendo a alguien a su lado. Un

profundo temblor recorría todo su cuerpo.

«¡Desdichado! -pensé-. Tienes corazon y nervios como cualquier otro. ¿Por qué ese empeño en

ocultarlos? ¡Tu soberbia no engañará a Dios! Le estás tentando a que te atormente y te humille hasta

hacerte estallar.

-Murió como un cordero -repuse.

Suspiró, hizo un movimiento como un niño al despertar y cayó aletargado. A los cinco minutos, sentí que

su corazón palpitaba fuerte... Y luego, nada...

-¿Habló de mí? -preguntó él, vacilante, como si temiera oír los detalles que me pedía.

-Desde que usted se separó de ella, no volvió en sí ni reconoció a nadie. Sus ideas eran confusas y había

retrocedido en sus pensamientos a los años de su infancia. Su vida ha concluido en un sueño dulce. ¡Así

despierte de la misma manera en el otro mundo!

-¡Así despierte entre mil tormentos! -gritó él con espantosa vehemencia, pateando y vociferando en un

brusco acceso de furor-. Ha sido falsa hasta el fin. ¿Dónde estás? En la vida imperecedera del cielo, no.

¿Dónde estás? Me has dicho que no te importan mis sufrimientos. Pero yo no repetiré más que una

plegaria: «¡Catalina! ¡Haga Dios que no reposes mientras yo viva!» Si es cierto que yo te maté, persígueme.

Se asegura que la víctima persigue a su asesino. Hazlo, pues, sigueme, hasta que me enloquezcas. Pero no

me dejes solo en este abismo. ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!

Apoyó la cabeza contra el árbol y cerró los ojos. No parecía un hombre sino una fiera acosada cuyas

carnes desgarran las armas de los cazadores. En el tronco del árbol distinguí varias manchas de sangre y sus

manos y frente estaban manchadas también. Escenas idénticas a aquélla debían haber sucedido durante la

noche. Más que compasión, sentí miedo, pero me era penoso dejarle en aquel estado. Él fue quien, al darse

cuenta de que yo seguía allí, me exhortó a que me fuera, lo que hice enseguida, puesto que no podía

consolarle ni devolverle la tranquilidad. Hasta el siguiente viernes -día en que había de celebrarse el

funeral- Catalina permaneció en su ataúd, en el salón, que estaba cubierto de plantas y flores. Todos menos

yo ignoraron que Linton pasó allí todo aquel tiempo sin descansar apenas un momento. A su vez, Heathcliff

pasaba fuera también, por lo menos las noches, sin reposar tampoco ni un minuto. El martes, aprovechando

un instante en que el amo, rendido de fatiga, se había retirado para dormir dos horas, abrí una de las

ventanas a fin de que Heathcliff pudiera dar a su adorada un último adiós. Aprovechó la oportunidad, y

entró sin hacer el más ligero ruido. Sólo pude darme cuenta de que había penetrado al apreciar lo

desordenado que estaban las ropas en torno al rostro del cadáver y al hallar en el suelo un rizo de cabello

rubio. Examinando con cuidado, comprobé que había sido arrancado de un dije que Catalina llevaba al

cuello, y sustituido por un negro mechón de los cabellos de Heathcliff. Yo uní ambos cabellos y los

introduje en el medallón.

Se invitó al señor Earnshaw a que acudiese al entierro de su hermana, pero no apareció ni se excuso

siquiera. A Isabel no se la avisó. De modo que el duelo estuvo compuesto, aparte de mi amo, solamente de

criados y colonos.

Con gran extrañeza de los labriegos, Catalina no fue enterrada en el panteón de la familia Linton, ni entre

las tumbas de los Earnshaw. Se abrió la fosa en un verde rincón del cementerio. El muro es tan bajo por

aquel lado, que los matorrales trepan sobre él y se inclinan sobre la tumba. Su esposo yace ahora en el

mismo sitio, y una sencilla lápida con una piedra gris al pie cubre el sepulcro de cada uno.

CAPÍTULO XVII

El día del sepelio fue el único bueno que hubo en aquel mes. Al anochecer comenzó el mal tiempo. El

viento cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que

hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores quedaron ocultas bajo la nieve, las

alondras enmudecieron, y las hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si hubieran sido

heridas de muerte. ¡Aquella mañana pasó muy triste y muy lúgubre! El señor no salió de su habitación. Yo

me instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras la mecía miraba caer la nieve a través de la

ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me enfurecí y me asombré.

Pensando al principio que era una de las criadas, grité:

-¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír?

-Perdona -contestó una voz que me era conocida-, pero sé que Eduardo está acostado y no he podido

contenerme.

Mientras hablaba, se acercó a calentarse junto a la lumbre, oprimiéndose los costados con las manos.

-He volado más que corrido desde las «Cumbres» aquí -continuó- y me he caído no sé cuántas veces. Ya

te lo explicaré todo. únicamente quiero que ordenes que enganchen el coche para irme a Gimmerton y qué

me busquen algunos vestidos en el armario.

La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía sobre los hombros y estaba empapada en

agua y en nieve. Llevaba el vestido que solía usar de soltera: un vestido descotado, de manga corta, y no

tenía cubierta la cabeza ni llevaba nada al cuello. En los pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo, tenía

una herida junto a una oreja, aunque no sangraba porque el frío congelaba la sangre, y su rostro estaba

blanco como el papel, y lleno de arañazos y magulladuras.

-¡Oh, señorita! -exclamé-. No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya cambiado esa ropa

mojada. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace falta enganchar el coche.

-Me iré aunque sea a pie -repuso-. Respecto a mudarme, está bien. Mira como sangro ahora por el cuello.

Con el calor, me duele.

Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas, se negó a que la

atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego ante una taza de té, y dijo:

-Siéntate, Elena. Quítame de delante a la niña de Catalina. No quiero verla. No creas que no me ha

afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos enfadadas, y no me

lo perdono. Esto bastaría para que no pudiese querer a ese ser odioso. Mira lo que hago con lo único que

llevo de él.

Se quitó de los dedos un anillo de oro y lo tiró.

-Quiero pisotearla y quemarla luego -dijo con rabia pueril.

Y arrojó la sortija a la lumbre.

-¡Así! Ya me comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de venir con tal de perturbar a Eduardo. No

me atrevo a quedarme por temor a que acuda esa idea a su malvada cabeza. Además, Eduardo no se ha

portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que

estaba levantado, me habría quedado en la cocina, para calentarme y pedirte que me llevases lo más

necesario a fin de huir de mi... ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba, furioso! ¡Si llega a

cogerme! Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él, porque, en ese caso, no me hubiera marchado hasta

ver cómo le aniquilaba.

-Hable más despacio, señorita -interrumpí-. De lo contrario, se le va a caer el pañuelo que le he puesto y

va a volver a sangrarle ese corte. Beba el te, respire y no se ría tanto. No va bien, ni con su estado ni con lo

ocurrido en esta casa.

-Tienes razón -repuso-. Pero oye cómo llora esa niña. Haz que se la lleven siquiera por una hora. No estaré

aquí mucho más tiempo.

Llamé a una criada, le entregué a la niña y pregunté a Isabel qué era lo que la había decidido a abandonar

«Cumbres Borrascosas» en una noche como aquélla, y por qué no quería quedarse.

-Debiera y quisiera hacerlo para atender y consolar a Eduardo y cuidar de la niña, ya que ésta es mi

verdadera casa. Pero Heathcliff no me dejaría. ¿Crees que soportaría el saber que yo estaba tranquila, y que

aquí reinaba la paz? ¡Se apresuraría a venir a perturbarnos! Estoy segura de que me odia tanto que no puede

soportar mi presencia. Cada vez que me ve, los músculos de su cara se contraen en una expresión de odio.

Ahora bien: como no puede soportarme, estoy segura de que no va a perseguirme a través de toda

Inglaterra. Así pues, debo irme muy lejos. Ya no deseo que me mate: prefiero que se mate él. Ha

conseguido extinguir mi amor. Ahora me siento libre. Sólo puedo recordar cómo le amaba, pero de un

modo vago, y aun imaginar como le amaría si... Pero no: aunque me hubiese adorado, no habría dejado de

mostrar su infernal carácter. Sólo un gusto tan pervertido como el de Catalina podía llegar a tener afecto

hacia este hombre. ¡Qué monstruo! Quisiera verle, completamente borrado del mundo y de mi memoria.

-Vamos, calle -le dije-. Sea más compasiva. Es un ser humano, al fin. Hay otros peores que él.

-No es un ser humano -repuso- y no tiene derecho a mi piedad. Le entregué mi corazón y después de

desgarrármelo me lo ha tirado a la cara. Los humanos sentimos con el corazón, Elena, y desde que desgarró

el mío, no me es posible sentir nada hacia él, ni sentiría nada, mientras él no muera, aunque llorase lágrimas

de sangre. ¡No, no soy capaz de sentir nada!

Isabel rompió a llorar. Pero se secó las lágrimas inmediatamente, y continuó:

-Te diré por qué tuve que huir. Llegué a excitar su ira hasta un extremo que sobrepasó Su infernal

prudencia y se entregó a violencias contra mí. Al ver que había logrado exasperarle, sentí cierta

satisfacción, luego despertó en mí el instinto de conservación, y huí. ¡Ojalá no vuelva a caer en sus manos

de nuevo!

»Como supondrás -prosiguió-, Earnshaw se proponía ir al entierro. No bebió -quiero decir que sólo se

emborrachó a medias- y así estuvo hasta las seis, en que se acostó. A las doce se levantó con lo que se

llama la resaca de la embriaguez: de un humor de perros, por tanto, y con tantas ganas de ir a la iglesia

como al baile. De modo que se sentó al fuego y empezó a beber. Heathcliff -¡me escalofría pronunciar su

nombre!- casi no apareció por casa desde el domingo. No sé si le daban de comer los duendes o quién. Pero

con nosotros no come hace una semana. Al apuntar el alba se encerraba en su habitación -¡como si temiese

que alguien buscara su agradable compañía!- y allí se entregaba a fervientes plegarias. Pero te advierto que

el dios que invocaba es sólo polvo y ceniza, y al invocarle lo confundía de extraña manera con el propio

demonio que le engendró a él. Terminadas estas magníficas oraciones -que duraban hasta enronquecer y

ahogársele la voz en la garganta- se iba inmediatamente camino de la «Granja». ¡Cómo que me extraña que

Eduardo no le haya hecho vigilar por un condestable! Por mi parte, aunque lo de Catalina me entristecía

mucho, me sentía como si tuviese una fiesta al disfrutar de tal libertad. Así que recuperé mis energías hasta

el punto de poder escuchar los sermones de José sin echarme a llorar y de poder andar por la casa con más

seguridad de la acostumbrada. José y Hareton son detestables hasta el punto de que la horrible charla de

Hindley me resultaba mejor que estar con ellos.

»Cuando Heathcliff está en casa -continuó diciendo Isabel- muchas veces tengo que reunirme con los dos

en la cocina, para no morirme de hambre y para no tener que vagar a solas por las lóbregas y solitarias

habitaciones. En cambio, ahora que no estaba, pude permanecer tranquilamente sentada ante una mesa al

lado del hogar, sin ocuparme del señor Earnshaw, que a su vez no se preocupa de mí. Ahora está más

tranquilo que antes, aunque más huraño aun, y no se enfurece si no se le provoca. José asegura que Dios le

ha tocado en el corazón y que se ha salvado como por la prueba del fuego. Pero, en fin, eso no me importa.

Anoche estuve en mi rincón leyendo hasta cerca de las doce. Me asustaba subir, y fuera se sentía caer la

nieve a torbellinos. Yo pensaba en el cementerio y en la fosa recién abierta. Tan pronto como separaba los

ojos del libro, la escena acudia a mi imaginación. En cuanto a Hindley, estaba sentado delante de mi, y

acaso pensara en lo mismo. Cuando estuvo suficientemente embriagado, dejó de beber, y permaneció dos o

tres horas sin despegar los labios. En la casa no se oía otro rumor que el del viento batiendo en las ventanas,

el chirrido de la lumbre y el chasquido que yo hacía a veces al despabilar la vela. Hareton y José debían

estar durmiendo. Yo me sentía muy triste, y de cuando en cuando suspiraba profundamente. De pronto, en

medio del silencio, se sintió el ruido del picaporte de la cocina. Sin duda la tempestad había hecho regresar

a Heathcliff más pronto de lo habitual. Pero como aquella puerta estaba cerrada con llave, hubo de desistir,

y le oímos dar la vuelta para entrar por la otra. Me levanté, casi sin poder sofocar la exclamación que

acudía a mis labios, lo que hizo que, mi compañero se volviera y me mirara.

»-Si no tiene usted nada que objetar -me dijo- haré esperar a Heathcliff cinco minutos.

-Por mí puede usted hacerle esperar toda la noche repuse-. ¡Ea, eche la llave y corra el cerrojo!

»Earnshaw lo hizo así antes de que el otro llegase a la puerta principal. Luego acercó su silla a la mesa, y

me miró como si quisiera hallar en mis ojos un reflejo del ardiente odio que llameaba en los suyos. Claro

está que como él en aquel momento tenía la expresión y los sentimientos de un asesino, no pudo hallar

completa correspondencia en mi mirada, pero aun así encontró en ella lo suficiente para animarle.

»-Usted y yo -expuso- tenemos cuentas que arreglar con el hombre que está ahí fuera. Si no fuésemos cobardes,

podríamos ponernos de acuerdo para la venganza. ¿Es usted tan mansa como su hermano y está

dispuesta a sufrir eternamente sin intentar desquitarse?

»-Estoy harta de soportarle -repliqué-, pero emplear la traición y la violencia es exponerse a emplear un

arma de dos filos con la que puede herirse el mismo que las maneja.

»-¡La traición y la violencia son los medios que ha de utilizarse con quien emplea violencia y traición!

-gritó Hindley-. Señora Heathcliff: no necesito de usted sino de que no intervenga ni grite. ¿Se siente capaz

de hacerlo? Creo que debiera usted experimentar tanto placer como yo en asistir a la muerte de ese

demonio. Él acarreará, de lo contrario, la muerte de usted y la ruina mía. ¡Maldito sea! ¡Está llamando a la

puerta como si fuera el amo! Prométame estar callada, y antes de que dé la una aquel reloj -y sólo faltan

tres minutos- habrá quedado usted libre de ese hombre.

»Hablando de este modo, sacó el instrumento que te he descrito otra vez, Elena, y se dispuso a apagar la

vela, pero yo se lo impedí.

»-No callaré -le dije-. No le toque. ¡Deje la puerta cerrada, pero no le haga nada!

»-¡Estoy resuelto y cumpliré lo que me propongo!-exclamó Hindley-. Haré justicia a Hareton y un favor

a usted misma, aunque no quiera. Y ni siquiera tiene usted que preocuparse de salvarme. Catalina ya no

vive, y nadie tiene por qué avergonzarse de mí. Ha llegado el momento de acabar.

»Tan fácil como con él me hubiera sido luchar con un oso o razonar con un perturbado. Sólo me quedaba

una solución. Correr a la ventana y avisar a la presunta víctima.

»-Mejor sera que no insistas en entrar -le avisé desde la ventana-. Si lo haces, el señor Earnshaw está dispuesto

a dispararte un tiro.

»-Más te valdría abrirme la puerta -replicó Heathcliff, añadiendo algunas “galantes” expresiones que más

vale no repetir.

»-Bien: pues allá tú -repliqué-. Yo he hecho lo que debía. Ahora, entra y que te mate si quiere.

»Cerré la ventana y me volví junto a la lumbre sin afectar por su suerte una hipócrita ansiedad que estaba

muy lejos de sentir. Earnshaw, furioso, me increpó con violencia, acusándome de cobarde y diciéndome

que aún amaba al villano. Pero en lo que yo pensaba en el fondo, sin sentir remordimiento alguno de

conciencia, era en lo muy conveniente que sería para Earnshaw que Heathcliff le librara del peso de la vida

y en lo muy conveniente que sería para mí que Hindley me librase de Heathcliff. Mientras yo reflexionaba

sobre estos temas, el cristal de la ventana saltó en pedazos, y a través del agujero apareció el negro rostro

de aquel hombre. Pero como el batiente era demasiado estrecho para que pasase, sonreí, pensando que me

hallaba a salvo de él. Heathcliff tenía el cabello, y la ropa cubiertos de nieve, y sus dientes agudos como los

de un antropófago brillaban en la oscuridad.

»-Abreme, Isabel, o te arrepentirás -rugió.

»-No quiero cometer un crimen -repuse-. El señor Hindley te espera con un cuchillo y una pistola.

» -Ábreme la puerta de la cocina -respondió.

»-Hindley llegará antes que yo -alegué-. ¡Poco vale ese cariño que tienes hacia Catalina, cuando no

arrostras por él un poco de nieve! En tu lugar, Heathcliff, yo iría a tenderme sobre su tumba como un perro

fiel. ¿No es verdad que ahora te parece que no vale la pena vivir? Me has hecho comprender que Catalina

era la única alegría de tu vida. No sé cómo vas a poder existir sin ella.

»-¡Ah! -exclamó Hindley dirigiéndose hacia mi-. ¿Está ahí Heathcliff? Si logro sacar el brazo podré...

»Temo que me consideres como una malvada, Elena. El caso es que yo no hubiera contribuido a que

atentaran contra la vida de aquel hombre por nada del mundo. Pero confieso que experimenté una

desilusión cuando alargó el brazo hacia Earnshaw a través de la ventana y le arrancó el arma.

»Al hacerlo, la pistola se disparó y el cuchillo fue a cerrarse clavándose en la mano de su propio dueño.

Heathcliff se lo quitó a viva fuerza, sin cuidarse de que, al hacerlo, el filo desgarraba la carne de Hindley.

Después, con una piedra rompió las maderas de la ventana y pudo pasar. Su adversario, agotado por el

dolor y por la pérdida de sangre, había caído desvanecido. El miserable le pateó y pisoteó y le golpeó

fuertemente la cabeza contra el suelo, mientras me sujetaba con la otra mano para impedirme que llamara a

José. Le costó un verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin aliento, lo arrastró y comenzó

a vendarle la herida con brutales movimientos, maldiciéndole y escupiéndole a la vez con tanta violencia

como antes le había pateado. Entonces, al soltarme, corrí a buscar al viejo, quien me comprendió enseguida

y bajó las escaleras a saltos.

»-¿Qué pasa? -preguntó.

»-Pasa que tu amo está loco -respondió Heathcliff-, y que como siga así le haré encerrar en un manicomio.

Y tú, perro, ¿cómo es que me has cerrado la puerta? ¿Qué rezongas ahí? Ea, no voy a ser yo quien le

cure. Lávale eso, y ten cuidado con las chispas de la bujía. Ten en cuenta que la mitad de la sangre de este

hombre está convertida en aguardiente.

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