BLOOD

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sábado, 23 de abril de 2011

YO CRISTINA F.


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LA MADRE DE CHRISTIANNE.
Fue un domingo .Aquel domingo en el que vi. el piso del baño salpicado con gotas de sangre y luego examiné el brazo de Christianne. Casi se me cayeron los ojos. Fue un golpe muy duro. Christianne me había demostrado lo absurda que había resultado la educación que le di y de la cual yo me sentía tan orgullosa. Me di cuenta que lo había hecho todo al revés porque quería repetir una sola idea: no repetir los errores educativos de mi padre.
Por ejemplo, cuando Christianne comenzó a frecuentar la “Sound” a mí no me agradó la idea. Pero su amiga Kessi y las chicas del “Hogar Social” iban. Entonces me dije: ¿Y porqué negárselo a Christianne? Pensaba en todos aquellos placeres inocentes de mi juventud de los que me privó mi padre cuando era muchacha.
Y persistí en mi permisividad cuando Christianne me presentó a su amigo Detlev. Se habían conocido en la “Sound”. Me causó muy buena impresión. Tenía buenos modales, un aspecto agradable y era simpático.
En fin, era un muchacho encantador. Y encontré totalmente normal que Christianne se enamorase. Me dije:” Está justo en la edad del primer amor: lo importante es que sea un buen muchacho”. Y yo veía que el amaba de veras a mi hijita.
Si en esa época alguien me hubiera dicho que es par se inyectaba, habría pensado que estaba demente. Aparte de sus sentimientos por Detlev, no reparé nada especial en Christianne.
Por el contrario, me parecía calmada, más equilibrada. Con anterioridad había pasada por una etapa en que andaba peleando hasta con los muros. Lo mismo sucedía en el colegio, daba la impresión de que todo marchaba bien.
Se hablaban por teléfono a diario después de clases y ella me contaba lo que hacía: iba a la casa de una compañera e iba a esperar a Detlev a la salida del taller. Nada de aquello me parecía reprensible.
Durante la semana generalmente cenaba en casa, Si se retrasaba me llamaba para avisarme. De vez en cuando iba por las tardes al “Hogar Social” a juntarse con sus amigos. Al menos, eso era lo que ella me decía….
También había comenzado a ayudarme con el aseo de la casa y yo la recompensaba obsequiándole alguna que otro pequeño obsequio: un disco o le añadía un marco a su mesada. Mi amigo Klaus no estaba de acuerdo en lo que yo hacía. Me aconsejaba que de vez en cuando me preocupara más de mí porque Christiannne no hacía más que explotarme. En cierto sentido, quizás el tenía algo de razón pero yo siempre pensaba que debía hacer algo especial por Christianne, que debía resarcirla de alguna manera. Sólo que en esa época yo no tenía las cosas tan claras.
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Mi amigo también opinaba que me excedía en los permisos para autorizar a Chrirtianne a quedarse a dormir afuera en casa de sus amigas. De hecho, el no le creía cuando ella decía que se alojaría en tal o cual casa. No podía espiarla porque es una modalidad que se riñe con mi personalidad. Mi padre me había espiado siempre y nunca tuvo un motivo para reprocharme.
Y después Christianne me contó que se había acostado con Detlev. “Mamá” me dijo “el fue tan cariñoso conmigo como no te lo puedes imaginar”. Comprendí entonces, al menos eso creí, porque quería alojarse siempre en la casa de la amiga los sábados en la noche.
Bueno, cuando eso sucedió, no me pareció tan espantoso y le di permiso dos o tres veces para dormir en casa de Detlev. ¿Cómo podía impedir que se acostaran juntos?
Los psicólogos repetían constantemente_ tanto en la televisión como en los diarios_ que los jóvenes de hoy eran muchos más maduros y que no se debía reprimir su sexualidad. Y yo compartía esa opinión.
Christianne al menos, tenía una relación estable. Eso, me tranquilizaba. Veía a tantas jovencitas del vecindario que cambiaban de pareja como quién se cambia de ropa.
Por otra parte. Y para ser honesta, a veces andaba muy preocupada. La causa eran los nuevos amigos de Christianne, aquellos que había conocido en la “ Sound”. Me había contado que algunos de ellos se drogaban: Jamás me habló de heroína ni hachís ni de “viajes”. “Me había contado algunas cosas terribles, ella misma me confesó que su amiga Babsi era toxicómana. Pero ella describía todo aquello de tal manera, como si considerara todo aquello tan degradante, que no imaginaba por un instante que ella hacía lo mismo.
Y cuando le preguntaba: “¿Y porqué te juntas con esa gente?” ella me respondía:”Ay mamá, les tengo lástima. Nadie se preocupa de ellas. Necesitan que alguien las ayude. Se sienten tan contentos cuando alguna persona les conversa.” Christianne siempre había tenido buen corazón. Ahora entiendo que se estaba refiriendo a si misma.
Una tarde, a mediados de semana, regresó muy tarde. Alrededor de las once de la noche. Y me dijo:” Mamá, te ruego que no te enojes. Fui a un centro de asistencia para jóvenes drogadictos junto con mis compañeras. Tu sabes, es un lugar donde uno conversa con aquellos drogadictos que desean abandonar el vicio.” Y luego agregó riendo un poco entrecortada. “Así si llegara a drogarme algún día…” Yo la observé espantada. “Ah”, le dije solamente por comentar algo. Por mi lado no hay problema.”
“¿Y por el de Detlev?” le pregunté yo. Ella se indignó. “¿Por Detlev? Ni lo preguntes, el no necesita eso.”
Aquello sucedió a fines de 1976. A partir de esa fecha, yo tenía sospechas pero las rechazaba. Y dejé de escuchar las advertencias de mi amigo. El se atrevía a apostar que Christianne se drogaba. pero era yo la que no quería asumirlo. Nos es tan fácil reconocer el fracaso de una madre y reconocer que todo lo que se ha hecho no ha servido para nada. Me obstiné:” No, mi hija, no”. Intenté acortarle las riendas a y le ordené en buena forma que debía estar de regreso en casa a la hora de cenar. Pero no me hizo caso. ¿Qué más podía hacer? ¿Dónde buscarla en esta ciudad? Pero, igualmente, si yo no hubiera sido tan hábil para rechazar mi subconsciente tampoco habría imaginado jamás que estaba en la estación del Zoo. Me sentía
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contenta cuando me llamaba alrededor de las nueve para decirme: “No te inquietes, mamá. Llegaré de inmediato” Yo no me sorprendía, así de simple.
También debo decir que ella me obedecía de vez en cuando. La escuchaba decir a sus amigas en el teléfono, hasta casi con orgullo: “No, no puedo salir hoy. No me dieron permiso.” Aquello no parecía enojarla… Era realmente curiosa aquella contradicción. Por un lado, rugía como una leona, era tremendamente insolente y no había forma de hablar con ella. Por otra parte, cuando se le trazaba claramente la cancha respecto de la línea de conducta que debía llevar, daba la impresión de querer respetarlas. Pero ya era demasiado tarde.
La hora de la verdad se escuchó un domingo de fines de Enero de 1977. Aquello fue terrible. Quería ir al baño. La puerta estaba cerrada, hecho poco habitual en nuestra casa, Christianne estaba encerrada adentro y no abría. En ese momento lo supe y también supe que hasta entonces me había estado mintiendo a mí misma. . De lo contrario, no habría comprendido de inmediato lo que estaba sucediendo en el baño.
Golpeé más de una vez a la puerta pero Chrstianne no abría nunca. Comencé a enrabiarme, luego le supliqué, después la reté. Finalmente abrió y salió corriendo. Vi una cuchara ennegrecida en la bañera, manchas de sangre sobre el muro. Esa era la prueba, la confirmación de los hechos. Como en las descripciones de la prensa. Mi amigo hizo sólo una observación:” ¿Lo crees ahora”?
La seguí hasta su cuarto. Le dije:”Christianne, ¿Qué hiciste? Yo estaba totalmente quebrada, temblaba todo mi cuerpo, No sabía si ponerme a llorar o a gritar. Pero, antes pregunté: “¿Te inyectas heroína?”. No me respondió. Los sollozos le impedían hablar. Le estiré los brazos a la fuerza y vi las marcas. Sobre los dos brazos. Pero no veía algo tan espantoso. No tenía la piel color azul y no se veían más que dos o tres huellas de pinchazos., incluyendo la última, casi insignificante, era como un punto un poco rojo. Y ella confesó Entre medio de sus lágrimas. En ese mismo instante pensé que me iba a morir. Estaba tan desesperada que era incapaz de pensar. ¿Qué hacía? No tenía la más remota idea. Le dije: ¿Qué vamos a hacer ahora?”Le hice esa pregunta a Christianne porque estaba totalmente anulada.
Entonces sucedió aquello, lo que yo había querido evitar y que siempre postergaba para después. Pero debo decir que yo no podía reconocer los síntomas. Christianne no parecía fatigada, la mayoría de las veces estaba alegre y llena de vida. La única cosa que había observado en el transcurso de las semanas anteriores era que a veces, cuando ella llegaba estresada partía directamente a su cuarto. Yo atribuí eso al hecho de que estaba con la conciencia sucia. Por llegar retrasada….
Cuando estuve un poco más calmada nos pusimos a reflexionar acerca de lo que debíamos hacer. Christianne me confesó que Detlev se drogaba también. Tenían que desintoxicarse juntos, de lo contrario, uno haría recaer al otro. Aquello era comprensible. Resolvimos comenzar de inmediato la abstinencia en casa.
Christianne parecía no ocultar nada. Me contó que Detlev conseguía el dinero prostituyéndose con homosexuales. ¡Qué horror! Yo estaba estupefacta. Pero ella no me dijo lo que hacía ella. Yo no tuve ninguna sospecha: ella amaba a Detlev ¿No era así? “El” dijo “gana siempre suficiente dinero para la droga”.
Christianne no cesaba de repetirme: “Créeme, mamá, yo me voy a liberar de este cuento, te lo aseguro”. Esa misma noche partimos las dos en busca de Detlev. Por primera vez tomé conciencia de aquellas criaturas decadentes, lastimeras, que deambulaban por la estación Zoo. Y Christianne me dijo: “Yo no puedo terminar de
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esa manera. Mira a esos tipos. Están totalmente destruidos.” Ella aún tenía un aspecto físico relativamente bueno. Me sentí casi tranquila al escucharla.
No pudimos dar con Detlev. Nos fuimos entonces a la casa de su padre. El estaba al corriente, estaba enterado por su hijo pero no sabía que Christianne también se drogaba. Le hice algunos reproches. ¿Porque no me había advertido? “Porque tenía vergüenza” fue su respuesta.
Parecía aliviado. Quería ayudarnos con dinero. Hasta entonces no había encontrado a nadie que le diera una mano con su hijo. Debí parecerle un ángel caído del cielo. Yo misma me sentía una mujer fuerte. ¡Si hubiese sabido lo que me esperaba!
A la mañana siguiente partí sola a la búsqueda de personas que pudieran aconsejarme. Primera etapa: “Ayuda para la Infancia”. Les dije:” Mi hija de catorce años se droga con heroína. ¿Qué debo hacer?” No lo sabían. “Póngala en una institución.”. “Por ningún motivo,” respondí “no quisiera que Christianne se sienta rechazada.” En otro sitio no fueron capaces si quiera de darme una dirección. Todo aquello era sinónimo de tomarse un tiempo para enfrentar el problema, y de todos modos, las vacantes en un centro para niños con problemas de personalidad eran pocos. Les dije:” Eso no tiene nada que ver. No tiene problemas conductuales, Ella es toxicómana. Se contentaron con mirarme y levantar los hombros. Para terminar, me aconsejaron llevar a Christianne donde un Consejero Pedagógico.
Cuando le propuse eso a Christianne me dijo:”Esa es una estupidez. Ellos están a favor del abandono de la familia. Lo que necesito es una terapia.” Para aquello, los servicios citados no tuvieron ninguna propuesta. Hice de nuevo otro recorrido completo por los Centros de Información de la Droga. Estuve en la Universidad Técnica, en la Asociación Cáritas y qué se yo en cuántas otras partes. No sabía desde que punto comenzar a enhebrar el hilo de esta madeja.
Me dijeron que una abstinencia en casa podía ser muy riesgosa, que una desintoxicación sin terapia no llegaría muy lejos, pero que debido a la corta edad de Christianne podía intentarlo de todas maneras. Igual, no había ninguna vacante para terapia en menos de tres meses más. Me dieron también algunos consejos dietéticos, para ayudarla a enfrentar mejor los síntomas de la abstinencia.
Aquello resultó. Renacieron en mí las esperanzas. Al cabo de ocho días estaba segura que había capeado el temporal. Dios me había escuchado. Christianne regresó a clases como de costumbre y también, aparentemente, a estudiar.
Pero pronto se dedicó a vagabundear. ¡Ah! Pero siempre decía dónde estaba. Cuando llamaba por teléfono a las ocho de la noche, me explicaba:” Mamá, estoy en el Café Pin o Pon. Me encontré con fulanito o sutanito. Llegaré de inmediato”.
Ahora yo estaba en guardia. Controlaba sus brazos, pero no volví a encontrar huellas de inyecciones. No le di más permiso para alojar en la casa de Detlev los fines de semana. Pero por otra parte, quería demostrarle que confiaba en ella. Entonces le permití que llegara más tarde los sábados por la noche. Yo estaba en guardia pero no sabía cómo hacerlo, qué actitud tomar, Me rompía la cabeza por intentarlo…
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CHRISTIANNE.
La idea de volver a ser dependiente de la heroína me horrorizaba. Pero cuando Detlev andaba volado y yo no, la corriente que nos unía, desaparecía y nos sentíamos como dos extraños. Por eso cuando Detlev me volvió a pasar droga, la cogí. Jeringa en mano, nos prometimos nunca más volver s ser dependientes físicamente de esa droga. Estábamos convencidos que después del verano seríamos perfectamente capaces de terminar con el asunto de la noche a la mañana, a pesar de que ya habíamos comenzado a inquietarnos por conseguir la droga de la mañana siguiente.
Toda la mierda había recomenzado, desde la A hasta la Z. Sólo que no estábamos conscientes de que si llegábamos a estar tan reventados como ya lo estábamos en ese momento no seríamos capaces de manejar nuestra adicción.
Después de algún tiempo, Detlev comenzó a trabajar para nosotros dos. Eso no duró mucho tiempo y yo tuve que regresar a la calle. Pero, al comienzo, tuve una tremenda suerte ya que sólo trabajé para clientes conocidos y eso me pareció menos desagradable.
Desde que me vi obligada a regresar a la prostitución, Detlev me llevaba a casa de Jurgen. Un hombre muy conocido en el ambiente empresarial de Berlín. Gozaba de prestigio y almorzaba con los diputados. Pasaba los treinta pero se conservaba joven. Utilizaba el mismo vocabulario de los jóvenes y comprendía sus problemas. No vivía como los demás “cuadrados”.
La primera vez que fui a la casa de Jurgen vi. a una docena de jóvenes alrededor de una mesa de madera, iluminada por velas colocadas en candelabros de plata y decorada con botellas de vino de las mejores marcas. La conversación era general y muy moderada. Observé que los tipos y las niñitas que estaban sentados alredededor de la mesa eran de clase alta. Jurgen parecía ser el líder y me dije a mi misma que debía tener hábitos bastante excéntricos. En primer lugar, me impresionó ver ese suntuoso departamento donde cada cosa debía costar una fortuna. Luego encontré fantástico que con todo eso, el tipo fuera así tan relajado, tan humano.
Fuimos recibidos en calidad de amigos a pesar de que éramos los únicos toxicómanos… Conversamos un rato y luego una pareja preguntó si podían ir a darse una ducha. Jurgen respondió: “Por supuesto. Las duchas están para eso”.
Las duchas estaban justo a un costado del living. Ellos partieron. Algunos chicos y chicas los siguieron. Y luego regresaron completamente desnudos pidiendo toallas. Yo me decía:” Qué grupo estupendo. Todo el mundo se siente a sus anchas aquí” Y también Detlev y yo podríamos tener un departamento como ese en el futuro, e invitaríamos a nuestros amigos con “clase”. De repente, varios de ellos empezaron a pasearse completamente desnudos o iban cubiertos por una toalla. Y comenzaron a besarse . Una pareja partió al dormitorio principal donde había una
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cama inmensa. Un ancho pasillo ubicado entre la sala y le dormitorio permitía ver todo lo que allí ocurría. La pareja hacía el amor y los otros se le unieron en esa inmensa cama. Los tipos besaban a las niñas, los tipos se besaban entre ellos, Algunos lo hacían sobre la mesa.
Entonces comprendí: era una partuzza. Querían que nosotros participáramos. Pero a mí todo eso no me decía nada, no quería que llegara cualquiera y me besara. No me disgustaron. Me gustó verlos cómo disfrutaban de esa manera. Pero por eso era que a mí me gustaba estar a solas con Detlev.
Detlev y yo nos fuimos a un cuarto. Nos acariciamos y terminamos por desvestirnos. De pronto, allí estaba Jurgen mirándonos. Eso no me molestó. Menos después de lo que había visto en ese departamento… Después de todo el era el que nos pagaba. Lo único que deseaba era que no nos tocara.
El se conformaba con vernos y se masturbaba mientras yo hacía el amor con Detlev. Un poco después nos dimos cuenta que nos había pillado la máquina: yo tenía que regresar a casa. Jurgen deslizó discretamente un billete de cien marcos en la mano de Detlev.
Jurgen se convirtió en nuestro cliente habitual. El era bisexual. La mayor parte del tiempo que íbamos juntos, el estaba conmigo un rato y luego continuaba con Detlev. Nos daba siempre cien marcos. A veces, uno de nosotros iba solo. Por sesenta marcos. Por supuesto, Jurgen era un degenerado y su caso era tan penoso como el de otros como él. Pero fue el único cliente por el que sentí algo parecido a la amistad. En todo caso, lo respetaba. Me gustaba conversar con él porque tenía buenas ideas y sabía analizar bien las cosas. Sabía cómo desenvolverse, encajaba bien en la sociedad.
Yo admiraba, en especial, su modo de administrar el dinero. Quizás eso era lo que más me interesaba de él, oírle relatar cómo había hecho su fortuna y como la multiplicaba casi automáticamente. Al mismo tiempo, era una persona extremadamente generosa. A los otros, no les pagaba directamente por participar en las partuzzas, sin embargo un día vi que le daba a un tipo varios miles de marcos para que se comprara un auto. Jurgen hizo un cheque y le dijo:” Aquí tienes tu Mini-Cooper”. Era el último cliente al que yo podía llegar a su casa sin pedirle nada ni que el me pidiera nada tampoco. Pasaba a veces las noches en su casa para ver la televisión. En esas ocasiones, el mundo no me parecía tan ruin.
Detlev y yo regresamos al mundo de los toxicómanos. Dejamos de frecuentar los centros nocturnos para adolescentes normales. Nos habían dejado de interesar. Cuando no estaba en la estación del Zoo intentaba ir a la Kürfurstendamm. Sobre el andén había un centenar de vendedores de droga. También había degenerados que sólo estaban interesados en los toxicómanos. Pero por sobre todo, era un lugar de encuentro.
Me paseaba por todos los grupos y conversaba con todo el mundo. A veces me paseaba entre medio de otros toxicómanos y al compararme con ellos me encontraba fantástica. Deambulaba en el andén de esa estación como si fuese una estrella rodeada de puros tipos sensacionales. Veía aquellas bolsas plásticas de las grandes tiendas que contenían el mismo envase pero los nuestros eran cautelados con gran resguardo porque nuestros contenidos eran muy diferentes al de ellos. Pero yo me decía: “Nosotros los toxicómanos somos superiores a los demás. Entre nosotros la vida es dura, uno se puede morir de la mañana a la noche y sin embargo no vamos a terminar como un montón de huesos viejos. Porque es la vida que elegimos vivir. Por mi lado, me siento satisfecha”. En esos instantes pensaba en
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todo el dinero que ganaba. Necesitaba cien marcos al día sólo para mi dosis. Con mi trabajaba lograba ganar la suma de cuatro mil marcos al mes y me las ingeniaba para procurarme esa suma. Cuatro mil francos líquidos equivalía a la suma que ganaba el Director de una gran empresa. Y yo ganaba esa cantidad a los catorce años.
Yo practicaba la prostitución, es cierto. Pero cuando estaba drogada no me parecía tan espantoso. Y en el fondo, yo engañaba a los clientes. Al fin de cuentas, ellos estaban lejos de obtener lo que pagaban por su dinero. Yo era la que imponía las condiciones. Mis servicios eran limitados.
Había “vedettes” que me superaban. De acuerdo a lo que contaban ellas podían ganar una suma equivalente a cuatro gramos de heroína diaria. Eso significa ganancias entre quinientos y ochocientos marcos al día. Casi siempre lograban reunir esa cantidad. Ganaban más que el presidente de una empresa sin ser prendidas por la policía. Frecuentaba a esas “vedettes”: las veía a menudo en la Kurfurstendamm y conversábamos de igual a igual.
Aquellos eran mis pensamientos y mi modo de pensar en aquellos meses de Febrero y Marzo de 1977. Al menos, cuando andaba volada. En líneas generales, no me iba muy bien pero tampoco estaba mal. Todavía era capaz de entretenerme soñando con un montón de ilusiones. Había retomado mi rol de toxicómana y me sentía sensacional. No sentía temor de nada.
Antes, yo vivía atemorizada por todo. De mi padre, después del amigo de mi madre, de toda esa porquería de colegio y de los profes, de los guardias de los edificios, los policías que controlaban el tráfico vehicular y de los guardias del metro. Me sentía invulnerable. Lo mismo me ocurría con los policías vestidos de civil que merodeaban algunas veces, en los ándenes del metro. Solían dejarme helada pero hasta la fecha me había logrado librar de todas las redadas.
En esa época comencé a juntarme con unos adictos que daban la impresión de haber tenido una actitud muy valiente ante la drogadicción. Por ejemplo, Atze y Lufo. Atze había sido mi primer novio, el primer muchacho del que estuve enamorada antes de conocer a Detlev. Lufo, al igual que Atze y Detlev era antiguos miembros de la pandilla de fumadores de hachís .De la época de la “Sound”, en el año 1976. Habían comenzado a inyectarse un poco antes de mí. Ahora vivían en un departamento impeca, tenían mucama, una sala y una cama de dos plazas. Lufo, por su padre, tenía un trabajo de verdad: era obrero en un taller de cosméticos. Ellos me aseguraron que nunca habían sido dependientes de la heroína, que habían pasado sin drogarse por períodos de uno o dos meses. Yo les creí a pesar de que cada vez que nos encontrábamos ellos estaban absolutamente volados…
Decidí adoptar como modelo a Atze y Lufo. No quería regresar al estado en el que estaba sumida antes de la abstinencia: completamente destruida. E imaginé que al imitar a Atze y Lufo, Detlev y yo podríamos tener algún día un bello departamento, con una gran cama, una sala y una mucama.
Además, esos tipos no eran tan agresivos como los otros toxicómanos. Y Atze tenía una novia, Simona, que era fantástica y no se inyectaba. Ellos se llevaban súper bien y yo consideraba aquello como algo maravilloso. Me gustaba ir a la casa de ellos, cuando me peleaba con Detlev y dormía allí, tendida en el sofá.
Una noche llegué a mi casa de bastante buen humor y me tocó encontrarme con mi madre en la sala. Sin decir palabra, me pasó un diario. Lo comprendí de inmediato. Siempre hacía lo mismo cuando aparecía una muerte por sobredosis. Esas cosas me enervaban, no quería leer esas payasadas.
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Pero igual cogí el diario. Y leí: “el joven obrero especializado en vidrios, Andreas W. (dieciséis años) quería escapar del negocio de la droga. Su novia, una joven alumna de enfermería de dieciséis años intentó ayudarlo. Los esfuerzos de ambos resultaron en vano. El muchacho se inyectó “la dosis de la muerte” en el bello departamento que su padre, con grandes esfuerzos había instalado para la pareja”
No me di cuenta de inmediato, no podía creerlo. Pero todo encajaba: especializado en vidrios, departamento, novia, Andreas W. No cabía ningún error: se trataba de Andreas Wiczorek, Atze.
“¡Mierda!”fue lo único que se me ocurrió decir. Tenía la garganta seca, comencé a sentirme mal,” ¡No podía ser posible!” No Atze. ¿Por qué lo había hecho? El que se manejaba tan bien con el cuento de la droga…Me esforcé por no demostrarle a mi madre hasta qué punto estaba enloquecida. Ella no estaba al tanto de mi reincidencia. Me largué a mi cuarto y me llevé el diario. No había visto a Atze en el último tiempo y me enteré por los diarios de lo ocurrido. Ya había ingerido una sobredosis la semana anterior y había ido a parar al hospital. Encima, Simona se abrió las venas. Salvaron a ambos. La víspera de su muerte, Atze fue a ver a unos policías y denunció a todos los revendedores que conocía, incluidas dos muchachas que todo el mundo apodaba como “Las gemelas” y que siempre tenían heroína de calidad “extra”. Después escribió una carta de despedida. El diario la reprodujo.:”Me voy a suicidar porque un drogadicto no le aporta a sus padres ni a sus amigos más que sinsabores, preocupaciones,malestares, preocupaciones y desesperación. Uno no sólo se destruye a sí mismo sino que destruye a los demás. Quiero darles las gracias a mis queridos padres, a mi querida abuela. Me he convertido en un despojo humano.Ser toxicómano es lo más denigrante que puede existir. ¿Qué es, por tanto lo que precipita al infortunio a seres jóvenes y llenos de vida? Quisiera poner sobre aviso a todos a aquellos que un día u otro se preguntarán: ¿Qué tal si la pruebo? Mírenme a mí, miren en lo que he llegado a convertirme, pobres cretinos. Adiós Simona. Quedarás liberada de tu desdicha”
Tendida sobre mi cama pensé:” Fíjate bien. Atze fue tu primer novio y ya está bajo tierra.” No lloré más. Ya no me quedaban lágrimas. Ya era incapaz de sentir un sentimiento real.
Al día siguiente después de almuerzo, me fui a juntar con los demás. Ninguno lloró a Atze. Eso no estaba de moda entre los toxicómanos. Pero había personas que lamentaban que Atze hubiera denunciado a los revendedores de la mejor droga (ya estaban en prisión). Y también le debía dinero a varios muchachos.
Lo más extraño de esta historia es que una semana después de la muerte del pobre infeliz de Atze, Simona, que jamás había probado la droga comenzó a inyectarse. Algunas semanas más tarde abandonó sus estudios de enfermería y comenzó a prostituirse.
Lupo murió algunos meses más tarde, en Enero de 1978. De una sobredosis.
La muerte de Atze puso fin al período rosa. Se acabó el cuento de sentirse la estrella entre los toxicómanos y de la niñita que podía inyectarse sin caer en la dependencia. El miedo y la desconfianza hicieron presa de nuestra pandilla, donde todo el mundo conocía a Atze. Antes, si nos drogábamos todos juntos y no había suficientes jeringas, todos se peleaban por ser el primero en inyectarse. De repente, todos se peleaban por ser lo segundos. Nadie podía confesar que tenía miedo. Pero todos teníamos pavor. ¿Qué sucedería si el polvo estaba demasiado puro o sucio o si contenía estricnina? Porque uno no se podía morir de sobredosis
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solamente, también podía ser porque la dosis estaba demasiado purificada o demasiado inmunda.
Para abreviar, estábamos de nuevo metidos con la mierda hasta el cuello. Las cosas comenzaron a ocurrir tal como lo había descrito Atze en su carta. Terminé por demoler a mi madre también. Comencé a regresar de nuevo cuando se me daba la gana. Y mi madre me esperaba. Después comenzó a engullir Valiums para poder dormir durante algunas horas. Creo que se sostenía de pie a fuerza de tragarse los Valiums.
Comencé a estar cada día más segura de que terminaría como Atze. De vez en cuando, aparecía un pequeño fulgor de esperanza y lo atrapaba de inmediato. Tuve un profe que me quería, el Señor Mucke. Nos hacía jugar_ como en el teatro_ las situaciones que enfrentaba un joven en el transcurso de su vida. Por ejemplo, en una entrevista de trabajo.
Uno de nosotros era siempre el jefe y el otro, el que solicitaba el empleo. Yo, yo no me dejé intimidar por el jefe: le di vueltas sutilmente todos sus argumentos. El muchacho que hacía las veces de empleador terminó muy bajoneado, De repente me dije:” Quizás logres salir adelante en la vida”.
El señor Mucke nos llevó también al Centro de Orientación Profesional. Nos detuvimos antes para asistir a un desfile de las tropas marciales. Los muchachos quedaron encantados con los carros, la tecnología y todo lo demás. A mí me cargaba todo aquello: tanto el estrépito como la inutilidad: sólo servía para matar personas. Pero me agradó mucho el Centro de Orientación Profesional. Leí todo lo relacionado con los animales, Y regresé al día siguiente con Detlev, para solicitar fotocopias de toda la información que me interesaba. Detlev también encontró diversos temas de su interés. El era como yo en algunas cosas, tenía muchos deseos de trabajar con animales y también en la onda agrícola. Nos pusimos a realizar planes y estábamos tan entusiasmados que olvidamos que no teníamos dinero para comprar nuestra próxima dosis. Más tarde, cuando estábamos en la estación del Zoo intentando escuchar a un cliente, todo aquello terminó transformándose en algo completamente irreal. Decidí guardar la información del Centro de Orientación Profesional en mi bolso. Porque si las cosas continuaban de esa manera, tampoco obtendría mi licenciatura escolar.
A la mañana del día siguiente compré un ejemplar del “Playboy” al tomar el metro para ir a clases. Se la compré a Detlev porque le gustaba mucho esa revista aunque yo también la leía. No sabía muy bien porqué el “Playboy” nos interesaba tanto_ en honor a la verdad_, hoy me resulta incomprensible. Pero en esa época, “Playboy” nos parecía reflejar la imagen de un mundo limpio. De un sexo limpio. De mujeres hermosas, sin problemas. Nada de maricas ni degenerados. Los tipos fumaban pipa, conducían vehículos deportivos, estaban atiborrados de dinero. Y las mujeres se acostaban con ellos porque les provocaba placer. Detlev me dijo una vez que todos esos eran cuentos, estupideces, pero no por eso dejaba de leer “Playboy”.
Esa mañana leí en el metro una historia que me gustó. No comprendí todo porque estaba totalmente volada_ venía de inyectarme temprano en la mañana_, pero me gustó mucho la ambientación. Todo transcurría en alguna parte lejana, donde el cielo era azul y había un sol ardiente. Cuando llegué al pasaje en el que la feliz muchacha esperaba impacientemente que regresara su amado de la oficina…, me llené de lágrimas. Lloré durante todo el resto del trayecto.
En clases, no paraba de soñar. Quería irme lejos, muy lejos con Detlev. Se lo conté esa tarde cuando nos encontramos en la estación del Zoo. Me dijo que tenía un tío y
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una tía en Canadá. Ellos vivían a las orillas de un inmenso lago, donde la vista podía abarcar sólo bosques rodeados de vegetación. Era muy probable que ellos nos pudieran albergar. Pero dijo que sería conveniente que yo terminara mis estudios antes de partir. El se iría primero, buscaría trabajo_ en Canadá ese no era un problema_, y cuando yo llegara iríamos a vivir a una bonita casa en el bosque. Si en ese entonces no la podía comprar, la arrendaría.
Le respondí que yo, efectivamente, tenía la intención de terminar mi secundaria. Por otra parte, me estaba yendo mucho mejor en la escuela. Y a partir de ese momento, ni hablar de dármelas de payaso en clases. Me concentraría en mis deberes y obtendría una libreta con buenas calificaciones escolares.
Detlev se fue con un cliente y yo me quedé allí. De repente, dos tipos que estaban detrás mío me preguntaron: “Y tú, ¿qué haces aquí? Me percaté de inmediato: eran dos policías vestidos de civil. Como no había sido atrapada aún, no les tuve miedo. Hasta la fecha, siempre me habían dejado en paz. Hacía muchos meses que estaba metida en el cuento de la prostitución con otras chicas de mi edad en la estación del Zoo y los policías patrullaban a diario. Estaban interesados en capturar a unos tipos que llevaban una botella de aguardiente o un cartón de cigarrillos a Berlín Oriental. A esos personajes si que los atrapaban.
Muy canchera les respondí: “Espero a mi novio”
Uno de los policías de civil: ¿Te dedicas a “patinar”?
Yo:”¿Pero qué idea es esa.? ¿Acaso tengo el aspecto de una de esas chicas?”
Me preguntaron mi edad:”catorce años”- Después quisieron ver mi carné de identidad. “¿No se les habrá escapado una de dieciséis?”
El que parecía ser el jefe me ordenó que le entregara mi bolso de plástico. Lo primero que apareció fue mi cuchara. Me preguntó que porqué la llevaba conmigo.
Yo: “Para comer yogur”.
Pero después encontró la jeringa y lo demás y me llevaron a la Comisaría. No sentí miedo. Sabía bien que no me podían llevar a la cárcel porque era una menor de catorce años. ¡Qué puercos eran esos policías de civil!
Me encerraron en una celda, justo al lado de la oficina del Jefe. Tampoco intenté hacer desaparecer la droga. que llevaba disimulada en el bolsillo de mi jean. Arrojar la droga estaba muy por encima de mis fuerzas. Llegó un agente de policía femenina, me hizo desvestirme completamente, calzón y sostén comprendidos_, y me examinó por todas partes y finalmente descubrió la dosis de heroína en el jean.
Un policía escribía a máquina un detallado informe. Lo colocó después dentro de un grueso archivador. Había quedado fichada como toxicómana.
En el fondo, los policías fueron bastante amables conmigo pero todos machacaban lo mismo:” ¿Y a ti qué te pasó, pequeñita? Si apenas tienes catorce años. Una chica tan joven y tan bonita y ya estás medio enviciada”.
Tenía que darles el teléfono de la oficina de mi madre. La previnieron
.Mi madre llegó a las cinco y media, al salir de su trabajo. Estaba completamente estresada. Y allí se dedicó a entablar conversaciones con los policías. Se puso a decir esas reiteradas y consabidas frases tales como: “¡Ah! ¡Estos niños!”…dijo…”ya no sé qué hacer con ella. Intenté su abstinencia pero ella no quiere abandonar el vicio”.Eso fue el colmo. “No quiere dejar el vicio”. Por supuesto que quería. Ella se puso de frentón del lado de los otros. ¡Mi madre! No había comprendido nada., no de mí ni de la heroína. Por supuesto que quería abandonar la droga. Pero ¿cómo? Deseaba mucho que ella me lo explicara.
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Una vez afuera se dedicó a saturarme de preguntas.”¿Dónde andabas vagabundeando?” En la estación del Zoo. “No deberías ir a ese sitio. Lo sabes de sobra.” “ Esperaba a Detlev. ¿Acaso no tengo derecho de hacerlo?” Ella señaló:” No deberías ver más a ese perdido, a ese antisocial que no desea trabajar. Y después añadió otra pregunta: “¿Sales a patinar?”
La insulté como si ella fuese un monstruo.”¿Estás loca?” Inténtalo de nuevo. Repite la pregunta. ¿Podrías explicarme qué te hizo decir semejante cosa? ¿Acaso me tomas por una puta o qué? “.
No volvió a insistir. Pero ahora mi libertad parecía comprometida. Y el frío aspecto de mi madre me impresionó. Tuve pavor de que ella me abandonase, ella también, que no quisiera ayudarme más. Pero ¿en que me ayudaba ella con sus sermones? “No irás más a la estación del Zoo.” “Deja de ver a ese perdido de Detlev”.
Me llevó a casa. No tenía droga para la mañana siguiente. Ella vino a despertarme al alba. Me miró con insistencia.”Se nota en tus ojos, mi niña. Totalmente sin expresión. Llenos de angustia y desesperación”. Cuando mamá se fue a la oficina fui a mirarme al espejo del baño. Era la primera vez que me miraba al espejo con una crisis de abstinencia en el cuerpo. Mis ojos eran un par de pupilas negras y sombrías. Efectivamente, sin ninguna expresión. Tenía calor, quería refrescarme la cara. Tenía frío. Me sumergí en un abrasador baño de tina. No me atrevía a salirme porque hacía demasiado frío afuera. Volví a añadir agua caliente en forma permanente.
Tenía que hacer tiempo hasta el mediodía. Por las mañanas, la estación del metro Zoo estaba vacía. Imposible enganchar un cliente o que alguien me soltara una dosis. Nadie tenía mercadería por las mañanas. De todos modos, cada vez resultaba más y más extraño que alguien convidara heroína. Axel y Bernd se hacían un montón de rollos. Decían estar de mal en peor para conseguir mercadería para ellos mismos. Lo mismo Detlev, se había convertido en un gran avaro. En cuanto a los demás, preferían arrojárselas a los caníbales antes que dársela a uno.
La crisis de abstinencia me hacía sufrir cada vez un poco más. Me forcé en salir de la bañera para registrar el departamento. Tenía que encontrar dinero. Aunque fuese poco. La sala estaba cerrada con llave: un cuento que Klaus, el amigo de mamá, que temía que arruinase sus discos. Pero yo había aprendido hace mucho tiempo a trampear la cerradura. No me sirvió de nada. No había ni una moneda en esa ridícula sala. De repente, me acordé que mamá coleccionaba monedas de cinco marcos nuevas, las amontonaba en una lata de cerveza que estaba encima del aparador de la cocina.
La caja pesaba demasiado en mi mano. Temblaba. En parte porque estaba con crisis de abstinencia y quizás porque pensaba robarle a mi madre. Era la primera vez que ocurría, aquello siempre me había aparecido abominable.
Pero yo estaba ahora en la misma situación que la de otros toxicómanos que conocía. Bernd, por ejemplo, había vaciado prácticamente el departamento de sus padres_ la televisión, la cafetera eléctrica, el cuchillo eléctrico, en fin. Todo aquello que podía ser vendible. Las liquidó para conseguir dinero para la droga. Hasta la fecha, yo había vendido solamente mis joyas y mis discos.
Las monedas de cinco marcos rodaron de la lata. El cuarto de gramo de heroína había bajado de precio ahora: ahora costaba treinta y cinco marcos, cinco marcos de menos. Hice el cálculo. Necesitaba siete monedas y como cobraba cuarenta marcos por cliente, me iban a sobrar cinco. Todos los días repondría una moneda. En una semana estaría todo el dinero repuesto, y con un poco de suerte, mi madre
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no lo advertiría. Me enfilé entonces, premunida de mis siete monedas de a cinco, al restaurante de la Universidad Técnica de Berlín. Allí se podría encontrar drogas por las mañanas.
Como mi madre inspeccionaba mis brazos todas las noches, me inyecté en la mano. Siempre en el mismo lugar. Se me formó una costra pero le conté a mi madre que era una herida que no quería cerrar. Sin embargo, terminó por visualizar una marca que estaba recién hecha. Reconocí los hechos: “Fue un pinchazo aislado. Me hago uno muy de vez en cuando, una vez a las perdidas, eso no me puede dañar.”
Mi madre me largó una verdadera filípica. No me defendí. Por otro lado, me daba lo mismo. De todos modos, ella me trató como si fuese un saco de mierda, no perdió la ocasión para discursear acerca de la moral y las buenas costumbres. Instintivamente había logrado acertar con la técnica adecuada. Porque un drogadicto sabe cómo salir de su embrollo cuando está con la mierda hasta el cuello. Es entonces cuando está dispuesto a cambiar seriamente de situación. Entonces tiene dos alternativas: o se suicida o se beneficia de las escasas oportunidades de salir adelante, de desintoxicarse. Evidentemente, en aquella época yo estaba lejos de comprenderlo.
Mi madre había encontrado otra esperanza para sacarme de la droga. Quería enviarme a pasar un mes de vacaciones, quizás por adelantado, por decirlo de alguna manera, donde mi abuela y mis primos, Iría al campo, en Hesse. Empecé a sentirme dividida por la alegría y la angustia. ¿Cómo iba a soportar la separación de Detlev y la abstinencia? Pero finalmente hice lo que querían que hiciera. No obstante, conseguí permiso para pasar la última noche con Detlev.
Aquella última noche con Detlev me reconfortó un poco. Después que hicimos el amor, le dije a Detlev: “Nosotros hecho siempre todo juntos. Quiero aprovechar estas cuatro semanas para desintoxicarme definitivamente. Es una ocasión que nunca más se volverá a presentar. Y quisiera que tú hicieras lo mismo. Cuando regrese los dos estaremos “limpios” y comenzaremos una nueva vida.
Detlev estuvo de acuerdo. De todos modos _dijo_, el ya había adoptado la misma resolución y quería hablarme de aquello. Sabía ya cómo conseguirse el Valeron. Al día siguiente, o quizás al subsiguiente, dejaría de “patinar” y se pondría a buscar trabajo.
A la mañana siguiente, me mandé un súper pinchazo antes de partir hacia mi nueva vida junto con la abuela. Todavía no estaba con crisis de abstinencia cuando llegué, no realmente… Pero me sentía encerrada dentro de un cuerpo extraño cuando estaba en la idílica cocina de la granja. Todo me exasperaba, mi primito que quería saltar sobre mis rodillas, los rústicos baños que había encontrado tan románticos durante mi anterior estadía…
A la mañana del día siguiente estaba en plena crisis de abstinencia. Me deslicé fuera de la casa y me largué a buscar refugio en el bosque. El canto de los pájaros me enervaba, la visión de un conejo me aterrorizaba. Salté sobre el palo de un gallinero para fumar un cigarrillo. No alcancé a terminarlo. Hubiese podido morir en ese instante. Al cabo de un rato, logré arrastrarme hacia la casa, me metí en la cama. Le conté a mi abuela que estaba con gripe. Me escuchó quejarme pero no se inquietó mayormente al verme en ese lamentable estado.
Encima de mi cama había un póster: una mano de esqueleto atravesada por una jeringa. Y debajo, la siguiente frase: “Miren cómo se termina. Aquello comenzó como una simple curiosidad”.
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Mi prima aseguraba que le habían dado ese afiche en la escuela. Yo ignoraba que mi madre había puesto al corriente a mi abuela. Cuando miraba el póster, veía solamente la jeringa, no así la inscripción ni la mano. Me la imaginaba llena de polvo extra. La jeringa se alejaba del papel y avanzaba hacia mi encuentro. Pasaba horas mirando fijamente aquella porquería, ya me tenía media loca…
Mi prima vino a verme en numerosas ocasiones. Aparentaba no reparar en mi estado. Quería que escuchara canciones de moda, ella creía que eso me distraía. Cuando me pongo a reflexionar, me conmuevo al pensar cómo se preocupaba la familia por mí.
Ese primer día de abstinencia fue interminable. Me adormecí finalmente. Soñé con un tipo que había visto en Berlín . A fuerza de drogarse tenía todo su cuerpo en carne viva. Una pudrición humana. Sus pies estaban totalmente ennegrecidos, casi paralizados.
Apenas podía caminar. Apestaba de tal forma que uno no se podía aproximar a menos de dos metros. Cuando le decían que se fuera a atender a un hospital, se sonreía y se diría que era como hablar con una calavera. De hecho, esperaba la muerte. Ese tipo me obsesionaba, tenía su imagen delante de mis ojos todo el tiempo, salvo cuando estaba perturbada por la jeringa o media desvanecida de dolor.Todo recomenzó como la vez anterior: transpiré, olía mal y vomitaba.
Al día siguiente por la mañana no me podía sostener en pié. Me arrastré hacia la cabina telefónica del pueblo y llamé a mi madre. Llorando como una loca le supliqué que me dejara regresar a Berlín.
Mi madre se mostró muy fría. “¡Ah! ¿Así que aquello ya no te gusta? ¿Pero no dijiste que sólo probabas un poco de droga una vez a las perdidas? Entonces no debía ser tan grave.” Capitulé. Pero al menos podía hacerme el favor de mandarme somníferos por expreso.
Sabía que podía encontrar un poco de heroína en el pueblo vecino_ ya lo había hecho en mi anterior estadía_, pero no tenía la fuerza para ir hasta allí. Además, no conocía a nadie en ese lugar, Fuera del entorno familiar, un adicto está completamente aislado y desamparado.
Mi “pavo frío” no duró, afortunadamente, más de cuatro días. Después me sentí completamente vacía, incapaz de apreciar la sensación física de estar liberada del veneno.
Berlín me asqueaba pero en el pueblo tampoco me sentía en casa. Tenía la impresión de que no encontraría jamás un lugar donde me sintiera cómoda.
Para evadirme un poco tenía los somníferos_ mi madre me los envió demasiado tarde para la abstinencia_ y sidra (la abuela tenía cantidades en su bodega) Me lancé en otra aventura loca_ un viaje como los otros. Me engullía cuatro o cinco panecillos al desayuno. A la hora de almuerzo, una buena docena de rebanadas de lomo de chancho con puré de manzanas. En la noche me aperaba con un buen stock de frutas en almíbar: ciruelas, melocotones, fresas. Con crema Chantilly encima.
Con ese régimen alimenticio subí diez kilos. En la familia estaban todos felices de ver cómo mi vientre desbordaba desde la cintura de mis pantalones. Se redondearon mis nalgas. Mis brazos y piernas permanecieron tan obstinadamente delgados como antes. Todo eso me importaba un soberano bledo. Me puse bulímica. Ya no entraba en mis jeans. Mi prima me prestó unos ridículos pantalones a cuadros que yo había dejado en el campo hacía tres años. Eso también me dio lo mismo. Poco a poco me fui integrando a la comunidad infantil del pueblo.
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Pero todo aquello me parecía bastante irreal: era como un viaje, como una hermosa película, pero la palabra “final” era más bien sinónimo de “hasta pronto”.
Yo jamás hablé de la droga y por otra parte dejé de pensar en aquello. En una de esas, justo después de mi abstinencia le escribí a Detlev para que me mandara heroína. Le puse veinte marcos dentro del sobre. Yo, yo estaba haciendo todo eso después de decirle a Detlev que se desenganchara. La verdad es que no despaché la carta porque pensé que Detlev no me iba a mandar la heroína y se quedaría con el dinero.
Andaba a caballo casi todos los días y junto con mi prima visitamos los antiguos castillos de los alrededores. También fuimos con los otros chicos a divertirnos a la antigua cantera que había pertenecido a mi abuelo .El alcoholismo barrió con la cantera y con su vida. Mi madre debió tener una infancia difícil.
Sólo mi abuela sabía que en alguna parte de esa cantera había una puerta de fierro y que detrás de ésta estaban amontonados todos los papeles de nuestra familia, incluidos los de varias generaciones.
Buscábamos esa puerta casi todas las noches. Los obreros olvidaron en una ocasión retirar la llave del bulldozer, y así fue como se hicieron humo la puerta y los papeles dentro de la cantera…
Mi prima tenía mi edad y comenzamos a llevarnos muy bien entre nosotras. Le hablé de Detlev, tal como una adolescente normal habla de su enamorado. Le confié que me acostaba con Detlev y conté con su total aprobación.
Ella me contó que un muchacho de Düsserldorf venía todos los veranos para acampar en los alrededores. A ella le gustaba bastante pero el quería hacer el amor con ella y ella no había aflojado. ¿Se condujo como una estúpida? Le dije que no, ella tenía toda la razón. Era mejor que se guardara para el verdadero amor. Mi prima y todos sus amigos venían a contarme sus problemas. Pasé a convertirme en Christianne la Consejera. Impartía líneas de conducta y les recalcaba que no había que tomarse las cosas en forma trágica. Los problemas de ellos me parecían muy simplones, pero sabía escucharlos y siempre los aconsejaba. Yo era fantástica cuando se trataba de los problemas de los demás. Sólo que nunca supe resolver los míos.
Una noche recibí un llamado de Detlev. Estaba loca de alegría. Me explicó que estaba llamando de la casa de un cliente, un tipo extraordinariamente generoso, y podíamos conversar durante largo rato. Le conté lo de mi abstinencia y que por poco termino volviéndome loca. ¿Y él? El, el todavía no se había desenganchado, que todo aquello era una buena mierda. Le dije que estaba contenta de volverlo a ver pronto. Como me había prometido escribir, quise saber si lo había hecho. Detlev estaba sin ganas pero prometió volverme a llamar por teléfono cuando regresara a la casa de ese cliente.
Después de esa conversación volví a tener la convicción de que Detlev y yo éramos como una pareja de casados. Estábamos unidos para lo mejor y para lo peor. Después, en la noche acostada en mi cama pasé largos minutos pensando en él. Solamente en él. Y contaba los días que faltaban para volvernos a ver.
La abuela me daba regularmente dinero para el bolsillo. Hice unas economías bárbaras. No sabía muy bien porqué ya que las economías no eran mi fuerte. Pero me di cuenta que había llegado a reunir cuarenta marcos. Estaba muy orgullosa de mí misma y las tenía celosamente guardadas. Porque cuarenta era mi número mágico. Era el precio de una dosis de una heroína. Era la suma que requería de mis clientes.
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Entonces me dije:” ¡Eso no es posible! ¿No estarás guardando el dinero para tu primera dosis?” Corrí a comprarme una polera de veinte marcos, sólo para librarme del maleficio del número cuarenta. Después de todo, había ido al campo para desengancharme definitivamente de la droga.
Se terminó el mes de las vacaciones. Mi madre llamó por teléfono:” ¿Deseas quedarte un poco más?” Impulsivamente respondí que no. Si me hubiera preguntado:” ¿Deseas quedarte para siempre?” seguramente habría reflexionado la respuesta…
Desde el comienzo había considerado todo este asunto como un viaje que se inició con horror y había terminado con belleza y dulzura. Pero aquello no podía durar más de un mes, y yo lo sabía muy bien. Ya estaba preparada. Ahora quería regresar junto a Detlev. Nosotros éramos como un matrimonio. El día de la partida, mi abuela y mi prima insistían en que trajera de regreso los pantalones a cuadros que ahora me quedaban justos en mi talla. Me tenía que retorcer para que me cupieran los jeans. Luego las costuras se reventaron y resultaba imposible subir la cremallera. Tanto peor, regresaría entonces a Berlín con la bragueta abierta. Me puse mi largo abrigo negro _ era una chaqueta de hombre_ y mis botas de tacones altos. Eso fue todo: me había vuelto a colocar mi uniforme de toxicómana.
A la mañana siguiente de mi regreso a Berlín me dirigí a la estación del Zoo. Detlev y Bernd estaban allí. Axel no estaba. Debía estar con un cliente.
Los muchachos me hicieron un recibimiento grandioso. Estaban realmente felices de volver a verme. Sobretodo Detlev, evidentemente. Le pregunté: “¿Te fue bien con la abstinencia? ¿Encontraste trabajo?” Rompimos a reír los tres juntos. Y después les pregunté por Axel. Me miraron de un modo extraño. Al cabo de un momento, Detlev murmuró:” ¿No sabías que Axel está muerto?”
¡Qué golpe! Se me cortó la respiración. Les dije:” ¡Ah! Esas son bromas. “Pero yo sabía que era verdad.
Y ahora Axel. Axel, que cada semana me preparaba la cama con sábanas impecablemente limpias en su cuchitril de toxicómano. Axel, a quién le llevaba siempre atún en lata, un cuento absolutamente infantil y quién a su vez me compraba los yogures Dannon. Al único que le podía confiar mis peleas con Detlev . Mi único refugio cuando tenía ganas de llorar. Porque al menos él, jamás había sido agresivo ni hiriente , al menos con los compañeros de la pandilla.
¿Qué había ocurrido?
Detlev me explicó. Lo habían encontrado en un WC público, la aguja la tenía todavía clavada en su brazo. Los dos muchachos recordaban la muerte de Axel como si fuese un suceso acaecido hacía mucho tiempo. Parecían no tener ganas de hablar sobre el tema.
Yo no dejaba de pensar en esas latas de atún en conserva. Me dije que jamás volvería a comprarlas. De pronto pensé en Detlev.¿Dónde dormiría ahora? La madre de Axel vendió el departamento, me informó Detlev, “Yo estoy viviendo con un cliente”.
Yo:” ¡Ah, mierda!”. Eso me trastornó tanto como la muerte de Axel. Después pensé para mis adentros que había perdido a Detlev definitivamente.
El prosiguió: “Es un tipo decente. Todavía joven, tiene unos veinticinco y no anda con rollos. Le hablé de ti. Podrás venir a alojarte conmigo a su casa”.
Detlev quería comprar heroína. Lo acompañé. Nos encontramos con varios compañeros y yo no dejaba de repetir la misma frase:” Lo que le ocurrió a Axel es espantoso”.
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Después fuimos a los baños públicos. Detlev quería inyectarse de inmediato. Fui con él para acompañarlo. Esperé que me ofreciera un poco de droga. Quizás para poder decirle “No” y demostrar mi fortaleza… Pero no me convidó. Yo estaba enferma todavía con el cuento de Axel. Me había dado una tremenda envidia ver cómo se inyectaba Detlev. Un pinchazo cortito, no me podía hacer mucho daño y eso me ayudaría a no pensar más en Axel ni que Detlev se alojaba en la casa de un cliente.
“¿Ahora?” me dijo Detlev. “Creí que lo habías dejado”. “Por cierto, viejito. Estoy desenganchada. Tú sabes de sobra lo fácil que es. Tú también lo hiciste ¿verdad?
Mientras yo estaba en el campo… Te aseguro, amigo mío, que después de todas las cosas de las que me he enterado, extrañamente necesito un poco de droga.”
De inmediato se inyectó su dosis. Me dejó una pequeña dosis en la jeringa. Eso era suficiente para evadirme un poco_ hacía tanto tiempo que no consumía nada que casi logré olvidarme de Axel.
Recaí mucho más rápido que la primera vez. Mi madre no dudaba de nada. Estaba contenta de verme tan robusta. De hecho, me mantuve durante un tiempo con aquellos inútiles kilos.
Iba a menudo donde Rolf, el famoso cliente de Detlev. Teníamos que aceptarlo de buena gana ya que no teníamos otro sitio donde estar juntos en la misma cama.
Rolf me desagradó desde el primer instante. Estaba agarrado de Detlev y por supuesto, celoso de mí. Se lo veía encantado cuando disputaba con Detlev y siempre se ponía de su parte. Eso me daba una rabia espantosa. Detlev se comportaba con ese Rolf como si éste fuese su amo y señor: lo mandaba a hacer las compras, le pedía que cocinara y que lavase la vajilla. Yo estaba dispuesta a hacer las compras y a cocinar por Detlev.
Le expliqué a Detlev que era imposible continuar de esa manera. Me respondió que no tenía otro sitio donde ir. Rolf era un buen tipo, en general, y de todos modos, menos enervante que el resto de sus clientes.
Detlev hacía lo que quería con Rolf y se lo manifestaba cada vez que podía:”Deberías darte por afortunado que estamos viviendo bajo el mismo techo”. Sólo se acostaba con él cuando necesitaba dinero. Detlev y yo dormíamos en el mismo cuarto que Rolf. Cuando hacíamos el amor, Rolf miraba la tele o bien, simplemente nos daba la espalda. Era un pederasta con todas las de la ley y no soportaba que Detlev se acostase conmigo. Los tres habíamos caído muy bajo.
¿Y si Detlev terminaba siendo maricón? Esa idea me obsesionaba. Una noche creí que aquello ya era una realidad. Como ya no le quedaba ni cobre, se fue a juntar con Rolf. Yo estaba en la otra cama. Detlev apagó la luz, como solía hacerlo en aquellas ocasiones. Encontré que tardaban mucho tiempo, me pareció oír que Detlev suspiraba. Me levanté y encendí una ampolleta. Estaban sobre el cubrecama y parecían estar manoseándose. Eso era un atentado a lo que había convenido con Detlev. El no debía dejarse manosear. Yo estaba furiosa. Quería decirle a Detlev que viniera por mí pero no fui capaz. Les grité: “Lo deben estar pasando bomba”.
Detlev no respondió. Rolf, loco de rabia, apagó la ampolleta. Detlev pasó toda la noche con Rolf. Con mis lágrimas, humedecí la almohada, pero en silencio. No quería que los otros dos se percataran de mi dolor. Al día siguiente, por la mañana, estaba tan triste, tan amargada, que consideré seriamente la idea de terminar con Detlev. La droga estaba minando día a día nuestro amor.
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Comprendí que mientras continuáramos consumiendo heroína, no podría tener a Detlev exclusivamente para mí. Tenía que compartirlo con sus clientes y, muy en particular, con Rolf.
Por mi parte, todo había cambiado considerablemente. Había recaído nuevamente en la prostitución y la practicaba a diario_ imposible de otra manera_, y como generalmente estaba presionada, había dejado de mostrarme tan exigente en la selección de mis clientes, ni tampoco cacareaba mis condiciones.
Dejé de acudir en forma asidua a la casa de Rolf. Reanudé mis relaciones con los otros de la pandilla, sobretodo con Babsi y Stella. Pero ya no nos llevábamos tan bien como antes. Cada cual estaba sólo interesada en hablar de si misma (y durante horas) sin escuchar siquiera durante dos minutos a la compañera. Por ejemplo: Babsi hablaba largo y tendido sobre el significado de un tratado de unión sobre la dirección del tránsito. Entonces Stella y yo nos consumíamos para poder referir nuestra tragicómica historia del revendedor que nos pasó harina en vez de heroína. A fuerza de gritarle:”Se te acabó el tiempo” lográbamos acallarla. Pero después, las dos nos consumíamos para referir nuestra versión individual del cuento y nos disputábamos el turno para hablar. La mayoría de nuestras tentativas de conversación terminaban muy rápido, cuando alguien nos largaba la consigna:”Se te acabó el tiempo”. Cada una de nosotras tenía una tremenda necesidad de ser escuchadas pero era precisamente lo que ya no encontrábamos en nuestro grupo. Anteriormente nos comprendíamos. Ahora eso se había acabado. La única forma de hacer escuchar era contando nuestras aventuras con los policías. Todos estaban en contra de ellos, en contra de esos asquerosos. Y yo era la que tenía más experiencia en la materia. A comienzos del verano de 1977 fui arrestada por tercera vez.
Eso había ocurrido en la estación Kurfurstendamm. Detlev y yo regresábamos de la casa de un cliente. Estábamos muy contentos. Habíamos obtenido ciento cincuenta marcos por muy poca cosa: sólo una pequeña exhibición. Andábamos con nuestra bolsita con droga en el bolsillo y nos quedaba bastante dinero. Noté afluencia de policías de civil sobre el andén del metro. Una redada. Un tren llegó a la estación. Aterrada, me largué a correr a todo dar, _Detlev, atónito detrás de mí_ y me precipité dentro del tren. Pero atropellé a un anciano que se puso a gritar: “¿Qué te pasa? ¡Eres una inmunda drogadicta! “Eso fue lo que dijo. Los diarios hablaban con frecuencia de lo que estaba ocurriendo en la estación Kurfurstendamm y la gente estaba al corriente.
Dos policías de civil entraron detrás de nosotros. Evidentemente, nuestro comportamiento les había llamado la atención. Pero se habrían fijado igual en nosotros porque las personas que se encontraban allí se precipitaron encima nuestro, tenían sus manos encima de nuestras ropas y gritaban como histéricos:”Señores agentes_ los tenemos aquí”. Se habían dado cuenta de inmediato que se trataba de una redada. Yo tuve la impresión de estar fuera de la ley al más puro estilo western: me estaba viendo colgada del primer árbol a la vista. Me estreché junto a Detlev. Uno de los policías nos dijo:” No vale la pena que simulen ser Romeo y Julieta. Vamos, vamos ya”. Nos metieron dentro de un mini-bus y nos llevaron a la estación de policía. Los policías fueron muy desagradables conmigo pero no me hicieron preguntas. Se conformaron con decirme que era la tercera vez que me atrapaban, que ya tenían mi expediente. Tampoco se molestaron en avisarle a mi madre. Me incluyeron dentro de los casos
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desesperados: pensaban engrosar su archivo con dos arrestos más para terminar añadiéndole una cruz a mi nombre.
Nos relajamos al cabo de una hora. Como nos quitaron la droga, había que volver a comprar. Felizmente, aún teníamos bastante dinero.
La policía de civil de la estación del Zoo había terminado por conocerme y no me molestaron mucho. También eran bastante amables, al menos había uno joven que tenía un acento sureño que era muy gentil. Un día, caminó sigilosamente a mis espaldas y después plantificó su insignia delante de mis ojos. Después rompió a reír y me preguntó si me dedicaba a patinar. Le respondí con mi frase habitual:”No. ¿Acaso lo parezco?”
No era tonto pero tampoco intentó echarle una ojeada a mi bolso plástico. Me dijo simplemente:” No vengas a merodear por estos lados durante algunos días. De lo contrario, me veré obligado a arrestarte”. Quizás no lo hacía por amabilidad sino por negligencia. A lo mejor no tenía ganas de llevarme a la estación de policía y los tipos de la estación no tenían ganas de escribir treinta y seis veces el mismo informe acerca de una joven medio muerta de catorce años.
Después de nuestro arresto en la estación Kurfurstendamm, Detlev y yo partimos a comprar mercadería donde un revendedor_ nuestro proveedor habitual estaba inubicable. Decidimos inyectarnos en los baños de la Winterfeldplatz. Estaban en un estado lamentable. A esas alturas, ningún grifo funcionaba.
Limpié mi jeringa con la lluvia del depósito de agua del retrete, en la palangana de una caseta vomitada. Eso me ocurría a menudo, cuando había mucho público y no podía limpiarla en el lavamanos.
El cuento del revendedor desconocido me apaleó. Me derrumbé, caí cuán larga sobre el embaldosado sucio. Me levanté de inmediato aunque estuve aturdida durante un buen rato.
Por primera vez, después de mucho tiempo, fuimos a darnos una vuelta por la “Sound”. Detlev se dirigió a la pista de baile y yo me senté al costado de la máquina que fabricaba el jugo de naranja. Había un agujero en el suelo. Me apoyé en el piso y hundí dos pajillas para beber dentro del agujero. Después me atiborré de jugo de naranja hasta que me dieron ganas de vomitar. Me dirigí al baño.
A mi regreso, uno de los gerentes se me dejó caer encima, me trató de drogadicta inmunda y me ordenó seguirlo. Tuve mucho miedo. Me agarró por el brazo, me arrastró y luego abrió una puerta que daba a una pieza donde depositaban las cajas de bebidas. También había un taburete del bar.
Sabía lo que ocurriría después. Me habían contado la historia.
A los drogadictos y a otros indeseables, los desnudaban y los amarraban al taburete del bar. Después de eso, los golpeaban, a veces a latigazos. Yo había escuchado hablar de unos tipos que habían pasado por el depósito de la “Sound”, habían ido a parar al hospital después por un período mínimo de quince días, con fracturas de cráneo, Los desgraciados quedaban tan aterrados que tampoco se atrevían a denunciarlos. Esos rufianes de la Gerencia hacían eso por sadismo, pero también por alejar a los viciosos de su negocio. La policía amenazaba en forma permanente con clausurar la “Sound”.Por supuesto, a los drogadictos que se acostaban con ellos los dejaban tranquilos. La “Sound” era un sitio de perversión. ¡Si los padres se hubieran enterado de lo que ocurría realmente en “la discoteca más moderna de Europa! Incitaban a los jóvenes a drogarse, los adolescentes caían en manos de alcahuetes sin que la Dirección levantara un solo dedo.
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Cuando vi ese depósito siniestro, el pánico se apoderó de mí. Reuní fuerzas, me arranqué de las manos del tipo y arremetí hacia la salida. Había logrado llegar a la calle antes de que me pusiera las manos encima. Entonces me tiró en contra de un auto. No sentí el impacto. Pensaba en Detlev. Sentí mucho temor por él. Sabían que habíamos llegado juntos y no había visto a Detlev después que se lanzó totalmente volado, a la pista de baile.
Corrí a una cabina telefónica, llamé a la policía, les expliqué que mi novio estaba a punto de ser maltratado en la “Sound”. Los policías estaban embelesados con la noticia. ¡Por fin podrían clausurar la “Sound”! Llegaron algunos minutos después, en un vehículo repleto de guardias. Recorrieron la “Sound” de principio a fin y no dieron con Detlev.Tuve una idea: llamé a Rolf. Detlev ya estaba acostado.
Los policías me aconsejaron que no volviera a realizar ese tipo de bromas. Regresé a casa convencida de que la droga me iba a terminar volviendo loca.
Después de mis numerosos arrestos_ esa era la única consecuencia_ fui citada a la Brigada Criminal Gothaerstrasse, oficina 314. No podría olvidar el número, regresé tantas veces allí…
A la salida de la escuela me fui a casa. Quería inyectarme antes de ir a la policía. Si estaba volada, no me impresionaría. Pero no tenía limón y la droga no parecía estar muy limpia. Por otra parte, es esa época la estaban vendiendo bastante adulterada... la mercadería pasaba de mano en mano: de mayoristas a intermediarios, de intermediarios a pequeños revendedores y cada uno le añadía algo, con el propósito de incrementar sus ganancias.
¿Cómo podía disolver esa porquería de droga? Cogí vinagre, así de simple. Eso contenía ácido ¿No era así? Lo vertí directamente de la botella sobre la cuchara con polvo. Le coloqué una dosis excesiva. Pero como no quería arrojar una dosis de heroína, me inyecté la solución.
El efecto fue fulminante. No desperté hasta una hora después. Con la aguja aún enterrada en mi brazo. Me dolía la cabeza de una manera atroz. Me resultaba imposible levantarme. Así como estaba, sólo deseaba morir. Me puse a llorar tirada a lo largo del suelo. Tenía miedo. No quería morir de esa forma, totalmente sola. Me arrastré a cuatro pies hasta el teléfono. Me tomó al menos, diez minutos discar para la oficina de mi madre. No le pude decir otra cosa que:” Ven, mamá. Te lo ruego. Voy a morir”.
Mi madre llegó. Logré levantarme. Todavía estaba con la sensación de que mi cabeza iba a estallar, pero apreté los dientes.Le dije a mi madre: “Todavía tengo problemas de circulación”
Ella comprendió perfectamente que me había inyectado.Su rostro denotaba un a desesperación terrible. No dijo nada, me miraba. No soportaba más ver esos ojos tristes, desesperados. Eso me reventaba la cabeza.
Al cabo de un rato me preguntó si deseaba alguna cosa. “Si, fresas”. Ella salió y me trajo una cesta repleta.
Creí que verdaderamente había llegado mi fin. Pero no había sido una sobredosis, sólo el vinagre. Mi cuerpo había perdido toda capacidad de resistencia, ya no podía más. De esa forma les había ocurrido a aquellos que habían muerto. Muchas veces, después del pinchazo, perdían el conocimiento. Y un día no despertaron más. Yo no entendía porqué tenía tanto miedo de morir. De morir sola. Los toxicómanos mueren solos. Lo más frecuente eran diarreas pestilentes. Tenía verdaderas ganas de morir. En el fondo no esperaba nada de los otros. No sabía porqué estaba en este mundo. Tampoco lo sabría muy bien después. Pero un adicto, ¿para qué vivía?
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Para destruirse y para destruir a los demás. Esa tarde me dije que era mejor morir, al menos morir por amor a mi madre. De todas maneras, ya no era consciente si existía…
A la mañana del día siguiente, las cosas anduvieron mejor. Después de todo, quizás todavía podía detener el golpe a tiempo. Tenía que ir a ver a los policías o de lo contrario, vendrían ellos por mí. Pero no tenía fuerzas para ir sola. Telefoneé a todos lados para dar con Stella. Tuve la suerte de encontrarla en casa de uno de nuestros clientes comunes. Aceptó acompañarme. Su madre había ido más de una vez a la policía para informar su desaparición. Pero Stella no le temía a nada, se sentaba encima del mundo.
Sentadas sobre un banco de madera, en un largo corredor, esperamos prudentemente a que me llamaran a la oficina 314. Hice mi entrada como niñita modelo_ un poco más y me sale una reverencia. Una señora Schipke me tendió la mano, fuerte, amablemente, mientras me contaba que tenía una hija un poco mayor que yo_ tenía quince años_ pero que no se drogaba. Bueno, la mujer policía se mandó su numerito maternal. Se informó acerca de mi salud, me ofreció una taza de chocolate, pasteles y frutas.
La señora Schipke prosiguió la conversación con sus aires maternales y me habló de otros toxicómanos y me trataba de sonsacar información. Me mostró fotografías de toxicómanos y revendedores y no le dije nada más que:” Si, los conozco de vista”. Ella señaló que algunas personas del mundo de la droga habían hablado muy mal acerca de mí. De repente, me pillé hablando. Me di cuenta que tenía que hacer esa porquería, pero hablé. Mucho. Después de eso, firmé una declaración_ llena de cuentos que en cierta forma, ella me ayudó a decir…
Después otro policía vino a interrogarme acerca de la “Sound”. En esa ocasión desembuché de frentón. Hablé de todas las personas que conocía y que habían sido arrastradas al mundo de la droga y también acerca de las brutalidades de la Gerencia... A petición mía, hicieron entrar a Stella. Ella confirmó todo lo que yo había contado y declaró estar dispuesta a testimoniar bajo juramento delante de cualquier tribunal.
La señora Schipke, que no había cesado de husmear en sus papeles, identificó rápidamente a Stella y le dio un sermón. Stella la mandó a la cresta con tal insolencia que yo me dije:” Va a lograr hacer que me encierren” Pero la jornada de la señora Schipke había finalizado. Citó a Stella para el día siguiente. Por supuesto, Stella no iría. Al despedirse, la Señora Schipke me dijo:” Y bien pequeña, estoy segura que nos volveremos a ver muy pronto”. Tuvo la desfachatez de decírmelo con el mismo tono dulzón que había utilizado anteriormente. Me anunció después, de golpe, que yo figuraba entre los casos desesperados.
Me había dejado manipular por aquella policía, por su chocolate, sus pasteles y sus sonrisas. Tenía ganas de llorar de rabia. Me hice dos clientes, compré droga y regresé a casa. Mi gato estaba tirado en la cocina, incapaz de pararse en sus patas. Hacía varios días que estaba enfermo. Tenía un aspecto tan miserable y lanzó unos maullidos tan quejumbrosos, que pensé que también mi gato se iba a morir.
Me preocupaba más por mi gato que de mi persona.El veterinario me dio un extracto con sangre de vacuno pero el pobre bicho no quiso comer más: el platillo con su alimento permaneció intacto.
Decidí inyectarme de inmediato. Preparé mis instrumentos y entonces se me ocurrió una idea. Puse un poco de sangre de vacuno en la jeringa y la vacié
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directamente en el hocico del gato. Se quedó un buen rato sin reaccionar. Después me tocó un buen rato limpiar la jeringa.
Me inyecté pensando que el resultado no fue muy positivo. Tenía ganas de morir, pero sentía pavor antes de cada pinchazo. Quizás estaba impresionada por lo de mi gato. Es terrible morir cuando aún no se ha empezado a vivir. Por mi parte, no veía salida de ningún lado. Mi madre y yo no intercambiábamos más de una palabra sensata después del día en que se enteró que yo había reincididito. Yo vociferaba y ella me miraba con cara de desesperada. La policía me vigilaba. La declaración firmada por mí que describía ampliamente mis delitos podía hacerme comparecer ante el Tribunal de Menores: me podían condenar en cualquier momento.
Y después pensé que no sería tan malo que me condenaran. Mi madre estaría contenta de que por fin me largara. Se había dado cuenta que ya no podía hacer nada por mí. Se mataba llamando a todas partes, al Servicio Social por un lado, al Centro Anti-Drogas por el otro y cada vez parecía estar más desesperada porque se daba cuenta que nadie podía ayudarnos, ni a ella ni a mí. Todo lo que pudo hacer para mantenerme amenazada fue decirme que me enviaría a vivir con su familia, lejos de Berlín.
En fin, un buen día de Mayo 1977, mi pobre cerebro terminó por concluir que no me quedaban más que dos soluciones: la sobredosis (a breve plazo) o una seria desintoxicación. Tenía que decidirlo por mí misma. Ya no podía contar con Detlev y sobretodo, no quería hacerlo responsable de mi decisión.
Me dirigí a Gropius. Fui al Hogar Social, aquel centro de jóvenes dirigidos por un pastor, allí comencé mi carrera de toxicómana. El Hogar estaba cerrado. Al sentirse completamente sobrepasados por el problema de la heroína tuvieron que reemplazar ese lugar por un Centro Anti-Drogas. Un Centro Anti- Drogas sólo para aquellos que vivían en Gropius... La heroína había causado tal cantidad de estragos que la cantidad de víctimas de la droga que se habían iniciado en el sótano del Hogar Social había sido particularmente alta. Ellos me hicieron saber que lo único que me podía ayudar sería una buena terapia. Yo ya sabía eso hacía mucho tiempo. Me dieron las direcciones de Info-droga y de Synanon porque eran los que habían logrado los mayores aciertos.
No quedé muy convencida. Por lo que me habían contado esas terapias eran increíblemente estrictas: Los primeros meses eran peores que la cárcel. En Synanon acostumbraban rasurarle la cabeza a los recién llegados. Era como el símbolo del inicio de una vida nueva. Pasearme con el cráneo, al estilo de Kojak, era algo que no podría resistir. Lo que más cuidaba de mí misma eran, precisamente, mis cabellos. Detrás de ellos disimulaba mi rostro. Si me lo cortaban, era como autosuprimirme desde el comienzo.
La Consejera estimó que tenía pocas oportunidades de entrar a Info-Drogas o a Synanon porque no tenían vacantes. Las condiciones para entrar eran draconianas: había que estar en buen estado físico y uno debía demostrar, a través de una eficiente autodisciplina, que tenía fuerzas para desengancharse. La Consejera dijo también que a mi edad_ apenas quince años, todavía una niña_ tenía mucho en mi contra para responder a las solicitudes de las instituciones. De hecho, todavía no tenían terapia para niños.
Le propuse ir a Narconon. Era el centro terapéutico de la Iglesia Cientológica, una secta. Yo había conocido a algunos drogadictos que habían estado allí y me habían dicho que no era malo. Si se pagaba por adelantado, no ponían condiciones
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en la admisión. Había derecho de libertad en el vestuario, llevar sus propios discos, e incluso aceptaban animales.
La Consejera me dijo que lo pensara bien, que me preguntara a mí misma porqué porque tantos adictos contaban que en Narconon la terapia era increíblemente relajada, y porqué continuaban inyectándose felices de la vida. Ella, al menos, no conocía ningún resultado positivo que hubiera emergido de Narconon.
Cuando regresé a mi casa, volvía inyectarle sangre de vacuno al gato con mi jeringa. Cuando mi madre regresó de la oficina, le anuncié: “Voy a desintoxicarme definitivamente”. En Narconon. Tomará algunos meses, quizás un año. Después quedaré limpia para siempre”-
Mi madre parecía no creer una palabra de lo que contaba. Tampoco se colgó al teléfono para averiguar información acerca de Narconon.
Me puse de cabeza a intentar lo mejor de mí para todo este cuento de la terapia. Tuve la impresión de que iba a renacer. Esa tarde no me hice ningún cliente y tampoco tomé nada. Tenía que abstenerme antes de entrar a Narconon. No quería empezar por la Cámara del Pavo Frío. Tenía que llegar “limpia” para conseguir mi primera ventaja sobre los demás postulantes. Quería probarles a la brevedad que estaba muy dispuesta a desengancharme.
Me fui a acostar a una hora prudente. Mi pobre gato seguía de mal en peor. Lo instalé a mi lado, sobre mi almohada. Estaba bastante orgullosa de mi persona. Hice mi abstinencia completamente sola, por mi propia voluntad. ¿Qué otro adicto podría decir lo mismo? Cuando le anuncié mi decisión a mi madre, reaccionó con una tenue sonrisa, incrédula. No tomó ninguna licencia. Para ella, mi abstinencia era una parte casi de lo cotidiano. Y ella ya no creía en nada. Estaba totalmente sola.
Al día siguiente, por la mañana, comencé a sufrir la abstinencia. Quizás fue peor que las veces anteriores. Pero yo estaba segura que me iba a resultar. Cuando me sentía mal y estaba a punto de estallar, me decía:” Es sólo el veneno que supura por tu cuerpo. Vas a vivir porque nunca más volverás a envenenarte.” Cuando me adormecí no se me repitieron las pesadillas, soñaba cómo sería mi vida después de la terapia. ¡Maravillosa!
El tercer día el dolor fue más soportable y las imágenes del futuro más y más concretas: preparaba mi bachillerato, tenía un departamento propio y un automóvil descapotable que lo manejaba descubierto.
Mi departamento quedaba en un barrio donde abundaba la vegetación. Era un edificio antiguo... pero no era de esos edificios aburguesados en donde los techos eran increíblemente altos con cemento por doquier. No era una de esas casas con un hall de entrada inmenso, alfombra roja en las escaleras, con mármoles, espejos y el nombre de uno impreso en letras doradas. No quería vivir en una casa que apestara a riqueza. Porque la riqueza era, a mi juicio, sinónimo de falsedad, de agitación y de stress.
Mi departamento estaba en una de aquellas antiguas casas habitadas por obreros. Tenía dos o tres cuartos, no muy grandes, techos bajos, iluminados por pequeñas ventanas. La escalera, con escalones de madera ligeramente desgastados, los que despiden olor a limpieza. Los vecinos vendrían a desearme los “buenos días” y a preguntarme:” ¿Cómo está usted?”. Todo el mundo trabajaría mucho pero estarán contentos: no sentirán envidia los unos de los otros, por el contrario, se ayudarián mutuamente y no ambicionarán tener siempre más. En resumen, no
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sería ni al estilo de los ricos ni como viven los obreros en Gropius. Mi hogar sería apacible.
En mi departamento, la habitación principal sería el dormitorio. Mi cama sería muy ancha y la mantendría recubierta con un tapiz oscuro. Estaría adosada al muro del lado derecho. A los costados, la acompañan dos veladores_ el segundo es de Detlev_ que están cubiertos por dos vasijas con sus correspondientes palmeras. El espacio restante estaría cubierto con plantas y flores. El muro de mi cabecera está tapizado con papel exclusivo que no se encuentra en el comercio: las imágenes me trasladarían a un desierto donde hay gigantescas dunas de arena y un oasis. Bajo las palmeras, beduinos vestidos de blanco toman el té. Están sentados en círculo y se ven relajados. Sus espíritus están en paz. A la izquierda de mi alcoba_ justo debajo de una mansarda_ está mi rincón. Lo decoré al estilo árabe o indio: rodeado de cojines que rodean la mesa de centro, la que es baja y circular. Paso mis noches allí en completa calma. Lejos de la agitación sin deseos, sin problemas.
Mi sala de estar es semejante a mi alcoba. Tiene alfombras y plantas. En el centro hay una gran mesa de madera rodeada de sillas de Viena. Cocinaré para los amigos. En los muros hay estanterías repletas de libros antiguos. Son libros sensacionales escritos por personas que han buscado la paz y aman la naturaleza y a los animales. Yo confeccioné las estanterías, así como la mayoría de los muebles porque los que vendían en las tiendas no eran de mi agrado. Me cansé de aquellos objetos que entran por la vista., de muebles que tienen como función primordial demostrar que costaron una fortuna. Y en mi departamento no hay puertas, sólo cortinas_ las puertas crujen, meten ruido y provocan desasosiego.
Tengo un perro, un Rottweiler, y dos gatos. Voy a sacar el asiento posterior de mi auto para que mi perro se sienta a sus anchas. En la noche, preparo la cena. Tranquilamente, me tomo mi tiempo, no como mamá que cocina a toda prisa. De repente se escucha un ruido de llaves en la cerradura. Es Detlev quién regresa de su trabajo. El perro salta y se le arroja al cuello. Los gatos, con sus lomos redondos, se frotan contra sus piernas. Detlev me besa y se sienta a la mesa para cenar.
Desperté pero no tenía la sensación de estar despierta. Para mí, aquella era la realidad del pasado. Mi futuro después de la terapia. No podía imaginar un instante diferente. Estaba tan convencida de que al tercer día de mi abstinencia le anuncié a mi madre que mi proceso de abstinencia había terminado perfectamente y que me mudaba. Me iría a mi propio departamento.
Al cuarto día me sentía bastante mejor y decidí levantarme. Todavía me quedaban veinte marcos en el bolsillo del jean. Me quemaban las manos: veinte marcos era la mitad de cuarenta y si conseguía otros veinte, me podía solventar un pinchazo_, el último antes de ingresar a Narconon.
Lo conversé con mi gato. Le expliqué que lo dejaría solo por un par de horas, que aquello no era nada terrible. Lo hice tragar, siempre con mi jeringa, un poco de azúcar de uva y una infusión de camomila. (no soportaba otros alimentos) y le aseguré:”Quédate tranquilo. No vas a morir”.
Tuve ganas de irrumpir por la Kudamm para luego pasearme por allí. Sabía muy bien que una vez que estuviera en Narconon no iba a tener libertad para salir como a mi me gustaba, ni menos aún sola. Y quería inyectarme la última dosis porque la Kudamm sin heroína era muy aburrida... Tenía, por tanto, que resolver el problema de los veinte marcos. Un cliente. Pero no quería ir a la estación del Zoo. Tampoco
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me veía diciéndole a Detlev: “¿Sabes que fue fantástico con la abstinencia? Fue increíblemente agradable. Vine en busca de un cliente porque necesito veinte marcos para inyectarme.” Detlev no lo comprendería. Seguramente se mofaría de mí y me respondería:” Y bien, veo que sigues siendo una drogadicta”.
La idea se me ocurrió en el metro: la solución estaba en un automovilista. Pensé que por veinte marcos lo encontraría con facilidad. Stella y Babsi lo hacían a menudo pero yo sentía horror de sólo pensarlo. Al fin de cuentas, uno no debía mirar al conductor: el asunto era subirse al auto de cualquiera.
Lo peor que a uno podía ocurrirle era caer manos de un proxeneta. Fingían ser clientes. Y una vez dentro del auto, no había salvación... No era porque querían emplear a los toxicómanos, eso no les interesaba. Desembolsaban mucho dinero en la droga. Les gustaba engancharlos en la Kurfurstrentrasse para que el pobre inocente que caía en la trampa trabajara gratis para quedar en libertad.
Babsi se había subido en una ocasión en el vehículo de un cabrón. La secuestró durante tres días. La torturó y luego la obligó a realizar numerosas porquerías con una montonera de hombres, maricas, con borrachos, con cualquiera. Y durante todos esos días, Babsi estaba sufriendo una crisis de abstinencia. Vivió un verdadero infierno durante aquellos días. Cuando regresó a la Kurfurstentrasse era la misma. Siempre fue la reina de ese lugar, con su cara de ángel y su figura plana, sin senos y sin nalgas.
Las putas profesionales eran tan peligrosas como los cabrones. La calle Postdamer, el cuartel general de la putas de la peor calaña, no estaba más allá donde estaban las chicas que practicaban la prostitución infantil en la Kurfurstentrasse. De vez en cuando realizaban una verdadera cacería de toxicómanos. Si atrapaban a uno de ellos, se les arrojaban encima, los arañaban y le transfiguraban el rostro.
Me bajé en la estación Kurfurstentrasse. Estaba muerta de miedo. Pensaba en las advertencias de Babsi y Stella. Debía evitar a los tipos jóvenes con autos deportivos y a los que andaban vestidos con ambos: podían ser cabrones. Los viejos con traje y corbata y medio torpes eran bastante pasables, sobretodo si andaban con sombrero. Sin embargo, los mejores eran esos infelices que llevaban un asiento para niños en la parte trasera: eran valientes padres de familia, sólo andaban tirando una cana al aire y estaban más asustados que nosotras.
Tomé la calle en dirección a la “Sound”, no por el lado de la acera sino por donde había una hilera de casas. No quería dar la impresión de andar cazando un cliente. Sin embargo, un tipo me hizo una seña casi de inmediato. Lo encontré extraño, con un aspecto agresivo. Quizás porque tenía barba. Lo mandé de paseo y continué mi camino.
No había otra chica a la vista. Porque todavía no era mediodía. Babsi y Stella me habían dicho que aquellos tipos se volvían locos cuando se las habían arreglado para coger media hora libre y no encontraban una chica. A veces, en la Kurfurstentrasse había más clientes que chicas. Se detuvieron mucho otros autos. Yo aparentaba no verlos.
Me puse a contemplar la vitrina de una tienda de muebles. Me puse a soñar de nuevo. Pero me dije:” Christianne, hija mía, domínate. Tienes que hallar pronto esos veinte marcos. Concéntrate.” En aquella ocasión tenía que estar muy concentrada para poder liberarme definitivamente después.
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Un Commodore blanco se detuvo. No tenía asiento para niños en el asiento trasero pero el tipo tenía un aspecto decente. Me subí sin pensarlo mucho.Acordamos una tarifa de treinta y cinco marcos.
Nos fuimos a la Plaza Askanischen donde antiguamente hubo una estación. El asunto funcionó muy rápido. El tipo eran gentil, hasta me olvidé que era un cliente. Me dijo que le agradaría mucho volver a verme pero que dentro de tres días partía a Noruega de vacaciones con su esposa y sus dos niños.
Le pregunté si le importaba dejarme en la Universidad Técnica_ era allí donde se compraba la mercadería por las mañanas. Aceptó de inmediato.
Hacía buen tiempo, era el 18 de mayo de 1977. Recuerdo la fecha porque me faltaban dos días para cumplir los quince años. Caminé, conversé largo rato con dos o tres muchachos, acaricié un perro. ¡Qué felicidad! Aquella sensación era formidable. No estaba presionada, podía inyectarme en el momento que quisiera. Ya no estaba condicionada por la heroína…
Al cabo de un rato, pasó un tipo que me preguntó si quería comprar droga. Le dije que si, le compré cuarenta marcos. Bajé a inyectarme en el baño para damas de la Plaza Ernst Reuter. Era bastante limpio. No vertí más de la mitad de la dosis en la cuchara porque después de la abstinencia tenía que actuar con moderación. Me di un pinchazo con cierta solemnidad. Me dije que sería el último.
Desperté dos horas después con mi trasero en el tazón del WC y la aguja en el brazo. Mis cosas estaban tiradas en el suelo. Pero de inmediato me sentí relativamente segura. En el fondo, yo había podido ser capaz de elegir el momento adecuado para desengancharme. Estaba todavía justo a tiempo. Mi paseo por la Kudamm se arruinó. Comí en un restaurante por dos marcos y medio: puré de manzanas y puerros.Vomité todo algunos momentos después. Me arrastré a la estación del Zoo para despedirme de Detlev pero no lo encontré. Tenía que regresar a casa, mi gato me necesitaba.
El pobre gato no se había movido, permanecía sobre mi almohada. Limpié mi jeringa, le volvía a dar una infusión de camomila y azúcar de uva, No era así como me había imaginado el último día de una toxicómana ¿Y si me tomaba otro día?
Sentí la llegada de mi madre. Me preguntó que dónde había pasado la tarde. “En la Kundamm”.No le agradó mi respuesta. “Dijiste que pasarías por las informaciones de Narconon”
Enceguecida de rabia me puse a aullar:” Déjame en paz. No tuve tiempo. ¿Me entendiste?”. Ella gritó a su vez: “Arregla tus cosas y te largas de inmediato a Narconon. Y te quedas allí!”
Yo terminaba de prepararme una chuleta con puré. Llevé mi plato al baño, me encerré y comí. Así fue la última noche que pasé en la casa de mi madre. Grité porque me fastidió saber que mi madre se había enterado que me había vuelto a inyectar.
Ordené algunas cosas dentro de un gran cesto de mimbre. Escondí la jeringa, la cuchara y el resto de la droga en mi calzón. Nos fuimos a Narconon en taxi. No me hizo ninguna pregunta. Antes de admitirme quisieron enterarse de nuestra situación económica: mil quinientos marcos por adelantado. Naturalmente, mi madre no contaba con esa suma. Prometió reunirlos a la mañana del día siguiente. Solicitaría un préstamo bancario. Ellos estuvieron de acuerdo, naturalmente. Mamá les suplicó que me cuidaran. Respondieron afirmativamente.
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Pedí autorización para ir al baño. Me la dieron. En aquel entonces no registraban. No devolvían, _ como en otras partes_, los utensilios que uno llevaba para drogarse. Me mandé un pinchazo de inmediato. Cuando regresé, se dieron cuenta que estaba volada pero no hicieron ninguna observación. Les entregué la jeringa y lo demás. El tipo pareció sorprendido y me felicitó.
Me llevaron a la Cámara del Pavo Frío. Había otros tres. Uno de ellos se había mandado a cambiar esa mañana. Una estupenda publicidad para Narconon.
Me dieron un libro sobre la doctrina de la Iglesia Cientológica.
¡Sorprendente me resultó esta secta! Las historias podrían resultar creíbles o inverosímiles pero yo necesitaba creer en algo.
Al cabo de dos días me permitieron salir de la Cámara del Pavo Frío. Debía compartir mi cuarto con un tal Christa. Una tipa enferma de chiflada. La mantenían privada de terapia porque se había mofado de las terapias y de los terapeutas. Ella registraba el zócalo de nuestra habitación porque decía que podíamos hallar droga escondida en algún sitio. Me llevó al desván. “Con sólo instalar unos cojines podríamos organizar una de esos bailes modernos, con hachís y todo lo demás”. Esa mujer me deprimía. Yo fui a Narconon con el objeto de desintoxicarme, de liberarme de la droga y ella no dejaba de hablar acerca del tema de la droga. Para colmo, consideraba pésima a la institución que nos albergaba.
Al segundo día, un llamado telefónico de mi madre. Me anunció que mi gato se había muerto. Después me deseó felicidades por mi cumpleaños. Todo aquello que estaba sucediendo estaba descomponiendo su sistema nervioso…Pasé el resto de la mañana llorando en mi cuarto.
Cuando los tipos se dieron cuenta, decidieron que necesitaba una sesión. Me encerraron en un cuarto con un fulano que había sido toxicómano: me bombardeó de órdenes descabelladas. Estaba obligada a realizarlas.
Me dijo:” ¿Ves este muro? Aproxímate a él. Tócalo.” E insistía con lo mismo. Durante horas. Yo tanteaba los cuatro muros de la habitación. En un momento dado, estuve a punto de reventar. “¡Qué estúpido me está resultando todo esto! ¿Está usted chiflado o qué? Déjeme en paz. ¡Ya tengo suficiente!”. Sin dejar de sonreír me sugería continuar. Después me hizo tocar diferentes objetos. Hasta el momento en que caí al suelo completamente extenuada y me arrojé al suelo llorando.
El sonrió. Y cuando vio que me había comenzado a calmar proseguimos con lo mismo. Estaba embotada. Toqué el muro antes de recibir la orden. El único pensamiento que asomaba a mi mente era:” Sería bueno que este cuento se acabe”.
Al cabo de cinco horas de penuria me dijo:”Okay, es suficiente por el día de hoy.” Me sentí extrañamente bien. Me llevó a otro cuarto donde había un extraño aparato, de fabricación artesanal: una especie de péndulo suspendido entre dos hojas de hojalata.
El tipo me ordenó que pusiera mi mano encima del aparato y me preguntó:” ¿Te sientes bien?”
“Si. Ahora tengo conciencia real de todo lo que me rodea”.
El tipo dirigió la vista hacia el péndulo.” No se movió de su sitio. Por lo tanto, no has mentido. La sesión fue positiva”.
El extraño aparato era un detector de mentiras. Uno de los objetos de culto de aquella secta. En todo caso, me sentí contenta de que el péndulo no se hubiera movido. Para mí era la prueba palpable de que me sentía realmente bien. Yo estaba dispuesto a creer cualquier cosa con tal de liberarme de la heroína.
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Ellos hacían toda clase de asuntos sorprendentes. Por ejemplo, esa misma noche, Christa estaba con mucha fiebre: la hicieron tocar una botella y decir si estaba más fría o más caliente. Al cabo de una hora, la fiebre declinó.
Todo aquella me tenía tan consternada a tal punto que a la mañana siguiente me precipité a la oficina para solicitar una nueva sesión. Durante una semana me dediqué a fondo con todo el tema de la secta. Tenía muchísima fe en la terapia. Había un programa sin descanso que incluía: sesiones, después se realizaba el aseo, para terminar como ayudante de la cocina. Eso nos hacía concluir nuestra faena como a las diez de la noche. No teníamos un minuto para pensar.
Lo único que me enervaba era la comida. Yo no era exigente en materias culinarias pero no podía engullir la comida que nos servían allí. Además, cobraban honorarios que justificaban una comida de mejor calidad. Después de todo, ellos no incurrían en gastos mayores. Las asistentes eran en su mayoría antiguos toxicómanos a los que se les señalaba que el trabajo que realizaban era parte de su terapia. Lo único que recibían era dinero para el bolsillo. Los directivos de Narconon comían aparte. Un día los cuando almorzaban pude observar que se estaban pegando una feroz comilona.
Un domingo, finalmente, tuve la oportunidad de reflexionar. Primero pensé en Detlev. Eso me puso triste. Luego me formulé algunas preguntas: ¿Qué haría después de la terapia? Aquellas sesiones ¿me estaban ayudando realmente? Tenía muchas preguntas y ninguna respuesta. Tenía muchos deseos de hablar con alguien pero en Narconon estaba prohibido trabar amistad. Era uno de los principios básicos de la casa. Si uno intentaba discutir sus problemas con los asistentes de Narconon, la mandaban en el acto a participar en una sesión. Después de ingresar a ese presidio me di cuenta de que nunca pude mantener una verdadera conversación.
El lunes me anoté en la oficina y les escupí todo lo que pensaba de un solo viaje. En primer lugar, la comida. Después, que alguien me había robado mis cuadros. La imposibilidad de entrar en el lavadero porque la encargada andaba aperándose de droga en la ciudad. Por otra parte, ella no era la única que hacía esa gracia. Ese tipo de actitudes me rebelaban. Y finalmente, el encarnizado ritmo de las sesiones y el trabajo doméstico. Me habían esquilmado, ya ni siquiera disfrutaba de una sana ración de sueño.”OK” les dije “sus terapias son muy buenas pero no le aportan ninguna solución a mis problemas. Todo esto, en el fondo, es un amaestramiento. Ustedes intentan enderezarnos. Pero yo necesito contar con alguien que escuche mis problemas. Necesito tiempo para ir solucionando poco a poco todos mis problemas.”
Me escucharon sin decir una palabra y conservaron esa eterna sonrisa. Después de eso tuve derecho a una sesión adicional. Duró todo el día, hasta las diez de la noche. Salí nuevamente en estado total de apatía. Después de todo, quizás ellos sabían lo que hacían. Mi madre me contó en el transcurso de una visita, que la Seguridad Social le había reembolsado el dinero de mi estadía en Narconon. Si el Estado estaba subvencionando aquella institución, eso quería decir que cumplía con todas las de la ley, al menos, con casi todas…
Los otros internos de Narconon tenían mayores problemas que los míos. Gaby, por ejemplo, se enamoró de un asistente y se quería acostar con él a como diera lugar. Partió como una imbécil a contárselo a un directivo. El resultado fue una sesión adicional. Por cierto, ellos ya se habían besado y era de conocimiento público. Sin embargo, la ridiculizaron delante de todo el mundo y Gaby se fue para
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siempre esa misma noche. El tipo, un asistente, que decía estar “limpio” desde hacía varios años se mandó a cambiar algunos días después. Volvió a la toxicomanía y se drogaba hasta reventar.
En realidad, a los directivos de Narconon no les inquietaba demasiado el cuento de los besos. Lo importante para ellos era impedir que se fomentaran lazos de unión entre los internos.
Pero ese tipo trabajaba con ellos hacía más de un año. ¿Cómo podía soportar durante tanto tiempo el estar en ese aislamiento?
Tarde por la noche teníamos algunos momentos de esparcimiento. Yo los compartía siempre con los internos más jóvenes. Éramos tres y aunque yo era la menor de todos, los otros todavía no cumplían los diecisiete. Pertenecíamos a la nueva oleada de drogadictos y nos caracterizábamos por haber empezado a ingerir drogas fuertes desde que éramos apenas unos niños. Y nos convertimos en unos pingajos al cabo de unos dos años: la edad de la pubertad es la más vulnerable para los efectos de la ingestión de la droga. El veneno resulta mucho más perjudicial para el organismo en ese período.
Si nos encontrábamos allí era por la misma razón: no había vacantes para terapia en otro lugar. Al igual que yo, todos compartían la opinión de que las sesiones no aportaban mayor cosa. De todos modos, en aquellas en las que ponían en terapia a dos personas simultáneamente, era un verdadero desastre. Nos reíamos a gritos después. ¿Y cómo no hacerlo si nos hacían insultar una pelota de fútbol o mirarnos a los ojos durante dos horas? Renunciar al acto de hacernos pasar por el detector de mentiras ¿Y con qué fin podían hacerlo si nosotros sosteníamos que las sesiones de terapia no nos habían servido de nada? Los resultados no asomaban a la vista. Y los infelices asistentes se sentían cada vez más impotentes.
Por lo tanto, sólo teníamos un tema en común para debatir: la heroína. A veces, cuando estábamos reunidos en grupos más íntimos, yo hablaba acerca de la posibilidad de fugarnos.
Al cabo de estar quince días en Narconon, ideé un plan. Dos muchachos y yo nos ocultaríamos con la vestimenta del “Gran Comando de Limpieza”: gracias a nuestro arsenal de baldes, escobillones y delantales de arpillera, franqueamos todas las puertas sin tropiezos. Estábamos locos de alegría. Estábamos impacientes por inyectarnos que por poco nos hicimos pis de la emoción. Nos separamos a la entrada del metro. Yo me dirigí a la estación del Zoo. Iba en busca de Detlev.
No estaba allí. Stella si y festejó mucho mi llegada. No había visto a Detlev en mucho tiempo_ me contó. Yo temí que estuviese en prisión. En cuánto a los clientes, escaseaban en ese lugar. Nos fuimos a la Kurfurstenstrasse. Allí tampoco pasaba nada. Al fin se detuvo un coche. Lo ubicamos y el conductor también nos reconoció. Un tipo que nos había seguida muchas veces, tanto en el camino a los WC públicos como cuando nos íbamos a inyectar. Inicialmente los habíamos tomado por un policía de civil. Pero se trataba solamente de un novicio en busca de chicas toxicómanas.
Se interesó solamente en mí pero autorizó a Stella para que se subiera al auto.
Le dije:”Treinta y cinco marcos por una chupada. No hago nada más”.
“Te doy cien”.
Quedé perpleja. Nunca me había ocurrido un cuento como aquel. Los tipos que manejaban los Mercedes regateaban por cinco marcos. Y este personaje, en un roñoso Wolkswagen, me propuso espontáneamente cien.
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Me explicó que era agente de información. Bueno, un megalómano. Esos eran mis mejores clientes, ellos no escatimaban en el dinero, por el contrario, lo que hacían constituía un medio de reafirmarse.
Me entregó efectivamente los cien marcos. Stella fue de inmediato a comprar la droga y nos inyectamos en el auto. Luego fuimos a un hotel. Me tomé mi tiempo con el fulano (Stella me esperaba abajo en el hall) porque había sido generoso y porque estaba en pleno “vuelo”, además. Hacía dos semanas que no ingería nada. Por otra parte, me gustaba la sensación de amparo que me brindaba aquel plumón que me cubría en ese ruinoso cuarto de hotel.
Conversé un poco con el tipo. Era una persona verdaderamente sorprendente. Terminó por contarme que tenía medio gramo de heroína en su casa y que nos la daría si volvíamos a encontrarnos dentro de tres horas en la Kurfurstentrasse.
Le quise sacar treinta marcos más. Le dije que necesitaba almorzar como Dios mandaba: una cantidad semejante no podía contar para un ricachón como él, yo comprendía que tenía que movilizarse en ese cacharro para despistar a los demás, que se notaba que el era un espía notable, patatí, patatá… Me aflojó los treinta marcos.
Stella y yo regresamos a la estación del Zoo. Yo no abandonaba la esperanza de reencontrar a Detlev. De pronto, un pequeño perro negro con blanco, totalmente desgreñado, se me arrojó a los brazos. Debí recordarle a alguien. Ese perro era muy especial, se diría que tenía el aspecto de un perro de trineo un poco subdesarrollado. Un tipo que andaba totalmente despeinado me preguntó si quería comprarlo. Por supuesto que quería. Me pidió setenta marcos, regateé y al final me lo vendió por cuarenta. ¡Qué suerte! Estaba enferma de volada y tenía un perro nuevo. Stella propuso que le pusiera Lord John. Decidí ponerle Yianni.
Almorzamos en un restaurante de la Kurfurstentrasse. Yianni consumió la mitad de nuestras raciones. El “espía” llegó puntualísimo a la cita. Me trajo un bello y radiante medio gramo de heroína. Era un loco: sólo la mercadería valía cien marcos.
Regresamos a la estación del Zoo. No pudimos dar con Detlev pero nos encontramos con Babsi. Yo estaba súper contenta: era grato juntarse a conversar con las mejores amigas. Subimos a la terraza. Babsi tenía muy mal semblante, sus piernas parecían fósforos, totalmente plana por delante, no pesaba más de 31 kilos. Sin embargo, su rostro aún permanecía hermoso.
Les conté de Narconon. Les dije que era un presidio bastante sensacional. Stella no quería escuchar más: ella había nacido toxicómana y quería morir toxicómana, fue lo que dijo. Pero Babsi estaba embalada con la idea de que podían desintoxicarse juntas. Sus padres y su abuela habían intentado en vano encontrarla una vacante en terapia. Le fastidiaba que se metieran en sus cosas pero ella estaba muy dispuesta a desengancharse para siempre.
Estaba en un estado deplorable. Después de charlar bastante nos separamos. Mi Yanni aún estaba atado. Fui a realizar unas compras a un almacén de lujo que era extraordinariamente caro pero estaba abierto por las noches. Compré dos bolsas de alimento para perros y una gran partida de postres instantáneos para mí. Después llamé por teléfono a Narconon. Autorizaron mi regreso. Anuncié que llevaría compañía sin aclarar que se trataba de un perro.
No lo había pensado mucho pero sabía de sobra que regresaría a Narconon. ¿Y dónde más podía ir? ¿A mi casa? Me imaginé la cara de mi madre al verme llegar. Además, mi hermana había regresado_ no quiso permanecer más junto a mi padre_
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y ocupaba mi cuarto y mi cama. ¿Vagabundear? No estaba dispuesta a hacerlo…Dormir en la casa de un cliente, eso significaba en cuerpo y alma a su disposición, y a tener que acostarme de frentón. Aún no había pernoctado en la casa de un cliente. Y sobretodo, estaba decidida a desengancharme para siempre.
Por lo tanto, el camino a Narconon era inevitable., porque de todos modos, no tenía otra alternativa.
En la casa_ así le decíamos a Narconon, “La casa”_ la acogida fue bastante fría pero sin comentarios. No dijeron nada tampoco por la llegada de Yianni. En aquel entonces, tenían veinte gatos ya en el edificio de atrás.
Fui por frazadas viejas al sótano e instalé la cama de Yianni al lado de la mía. Al día siguiente, por la mañana, se hizo pipí y caca por todas partes. Yianni nunca fue muy limpio. Ese animal era súper especial, Pero yo lo quería tal como era y no me importaba andar limpiando todo lo que ensuciaba.
De inmediato fui enviada a una sesión adicional. Eso también me daba lo mismo. Ejecutaba las órdenes como una autómata. Lo único que me desagradaba era pasar todo ese tiempo alejada de Yianni., Los otros se ocupaban de él y jugaba con cualquiera_ en el fondo era un seductor. Tanto los internos como los asistentes se preocupaban de alimentarlo y engordaba a la vista y paciencia de todos. Pero yo era la única que le hablaba. Ahora, al menos tenía con quién hablar.
Me volví a fugar otras dos veces. La última vez desaparecí durante cuatro días. Me quedé a dormir en la casa de Stella_ su madre estaba en la clínica para practicarse una desintoxicación alcohólica. Y comencé de nuevo una vida de mierda: cliente, pinchazo, cliente, pinchazo. Fue entonces cuando me entré que Detlev y Bernd estaban en París.
En ese instante perdí los estribos. ¿Cómo era posible que el tipo que era en cierta forma mi marido, se hubiera largado a París sin haberme avisado siquiera? Nosotros siempre soñamos con ir a París. Queríamos arrendar un departamento en Montmatre y después nos íbamos a desintoxicar. Nunca escuchamos hablar de la existencia de droga en París y pensábamos que allí no la consumían… En París sólo había artistas. Unos tipos sensacionales, tomaban café o un vaso de agua de vez en cuando.
¡Así que Detlev estaba en París con Bernd! Había dejado tener novio y estaba sola en el mundo. Con Babsi y Stella resurgieron las disputas, ya fuera porque sí o porque no. Sólo contaba con Yianni.
Llamé por teléfono a Narconon. Me dijeron que mi mamá había pasado a recoger mis cosas. Ella también me abandonaba. Me bajó una rabia tremenda. Decidí demostrarles a todos que iba a salir adelante completamente sola.
Regresé a Narconon, me volvieron a aceptar. Me arrojé como una posesa a las instrucciones de la terapia. Hacía todo lo que me decían. Me convertí en una verdadera alumna modelo. Volví a compartir los honores con el detector de mentiras. Y el péndulo no se movía jamás cuando afirmaba que la sesión me había resultado extremadamente beneficiosa. Yo me decía: “Esta vez sí que lo vas lograr. Estás a punto de lograrlo. Estás a punto de liberarte del vicio”. No llamé a mi madre. Me prestaron ropa. Usaba calzoncillos de hombre pero me daba lo mismo. No quería rogarle a mi madre para me devolviera mi ropa.
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Un día recibí un llamado telefónico de mi padre. “Hola Christianne. ¿Dónde has estado metida? Acabo de enterarme de tu dirección y además te diré que di con ésta por casualidad.
“Estoy impresionada de escuchar que te interesas por mí.”
“Dime ¿esperas permanecer durante mucho tiempo encerrada en esa tribu?”
“Por supuesto”.
Mi padre tenía la respiración entrecortada. Pasó un buen rato antes de pronunciar la siguiente frase. Después me preguntó si quería almorzar con él y uno de sus amigos. Acepté.
Media horas después me llamaron a la oficina. ¿Quién se encontraba allí? Mi querido papá, al que no veía después de muchos meses. Subió conmigo al cuarto que compartía con las otras muchachas. Sus primeras palabras: “¿Qué significa todo este despelote?”. El siempre fue un maniático del orden, Y nuestro cuarto, como el resto de la casa, era una verdadera cafarnaúm, no se había hecho la limpieza y había trapos tirados por todas partes.
Nos aprestamos para salir a almorzar cuando uno de los responsables le dijo a mi padre: “Tiene que firmar un documento que registre que traerá de regreso a Christianne”
Mi padre, furioso, se puso a gritar: el era el padre, sólo el tenía derecho a indicar en qué lugar debería vivir su hija, su hija jamás volvería a poner los pies allí.
Entonces desistimos de salir. Yo sólo quería regresar a la sala de terapia y le suplicaba a mi padre a más no poder:” Quiero quedarme aquí, papá. No quiero morir, papá. Déjame aquí, te lo ruego”.
Los funcionarios de Narconon aparecieron cuando escucharon los gritos. Tomaron mi partido. Mi padre salió vociferando: “Voy a llamar a la policía”.
Yo sabía que lo haría. Trepé hasta el techo. Había una especie de plataforma para los deshollinadores. Me acurruqué allí, mientras temblaba de frío. Me mandaron dos cestas con ensaladas. Los policías y mis padres registraron la casa de arriba a abajo. La gente de Narconon estaba inquieta, me llamaban. Nadie subió al techo. Mi padre y los policías se marcharon.
Al día siguiente por la mañana llamé por teléfono a mi madre a la oficina. Sollozando le pregunté qué era lo que sucedía.
Su voz parecía de hielo:”No me interesa en lo absoluto lo que te pueda suceder”.
_Pero tú eres mi tutora. No me puedes abandonar de esta forma. No me quiero ir con mi padre. Quiero permanecer aquí, no volveré a fugarme. Te lo juro. Te ruego que hagas algo. Tengo que quedarme aquí, mamá, de lo contrario me voy a morir. Me tienes que creer, mamá.”
Escuché la voz irritada de mi madre:” No, no hay nada que hacer”.Y colgó.
Me sentí completamente bajoneada. Después monté en cólera. Me dije:” Y bien de ahora en adelante, mándalos a la mierda. Ellos nunca se ocuparon de ti y ahora que se les cantó, se te dejan caer. Esos pobres aves hacen puras estupideces. La madre de Kessi, ella, ella impidió que su hija se hundiera en la mierda. Esos pobres mequetrefes de tus padres no levantaron ni el dedo meñique y de repente se imaginan que saben lo que es mejor para ti”:
Solicité una sesión adicional, me entregué por entero a realizar la terapia. Quería permanecer en Narconon y quizás posteriormente podría enrolarme como un miembro de la Iglesia Cientológica. En todo caso, no permitiría que nadie me sacara de allí. No quería que mis padres continuaran destruyéndome.
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Tres días después fui convocada nuevamente a la oficina. Mi padre estaba allí, muy calmado. Explicó que debía llevarme a la Oficina de la Seguridad Social por el asunto de reembolso de Narconon.
Yo:” No. No te voy a acompañar. Te conozco, papá, no me dejarás regresar. Y no deseo morir.”
Mi padre mostró un papel a los responsables de Narconon. Estaba firmado por mi madre y ella lo autorizaba para retirarme de allí. El directivo de Narconon dijo que el no podía hacer nada, que era imposible que permaneciera en contra de la voluntad de mi padre. Me aconsejo que no olvidara de hacer mis ejercicios. Que pensara siempre en la confrontación de ideas. La confrontación, esa era la palabra maestra en Narconon. Había que estar en permanente confrontación. ¡Qué idiotas! Yo no tenía nada que confrontar porque me iba a morir y ya no tendría valor para hacerlo. Dentro de quince días estaría reventada de nuevo. Totalmente sola, ya nunca más tendría otra oportunidad para salir a flote. En eso estaba pensando cuando me retiré de Narconon: fue uno de los momentos más lúcidos de mi existencia. Sólo mi angustia y desamparo me habían convencido que Narconon era mi tabla se salvación. Lloré de rabia y desesperación. Ya no podía más…
LA MADRE DE CHRISTIANNE.
Después del fiasco de Narconon, mi ex marido decidió llevarse a Christianne a vivir con él” para hacerla entrar en razón”, esa fue la expresión.
Desde mi punto de vista, esa no era la mejor solución. En primer lugar, no podía vigilarla durante las veinticuatro horas del día. Además que mis relaciones con él no habían sido de las mejores y me disgustaba la idea de confiarle a Christianne. Más aún cuando nuestra hija menor se alejó de su lado porque dijo que su padre era demasiado duro con ella.
Pero ya no sabía a qué santo encomendarme y me dije que quizás sus métodos podían ser más eficaces que los míos. Podría ser también_ no excluyo esa posibilidad_ que tenía ganas de convencerme que tenía que deshacerme de la responsabilidad de Christianne. Después de su primer intento de abstinencia yo estaba en permanente estado de alerta. Pasé por períodos en que me sentía
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esperanzada para luego recaer en la más profunda desesperación. Cuando le solicité al padre que interviniera, me encontraba física y moralmente al borde de un abismo.
Tres semanas después de aquella dolorosa “limpieza” (aquella que Christianne y Detlev realizaron en mi casa), la primera recaída me provocó el efecto de un martillazo en la cabeza. La policía me llamó a la oficina para informarme acerca del arresto de Christianne, y me pidieron que la fuera a buscar.
Me quedé sentada en mi escritorio, tiritando entera, miraba la hora cada dos minutos. No me atrevía a solicitar permiso para salir de inmediato. No podía confiarle a nadie lo que ocurría. ¿Qué diría mi jefe? De pronto comprendí al padre de Detlev. En el fondo me sentía avergonzada, terriblemente avergonzada.
En la Comisaría encontré a Christianne con los ojos hinchados de lágrimas. El policía me mostró la huella del pinchazo todavía reciente sobre su brazo. Agregó que la habían detenido en la estación del Zoo donde estaba en “una actitud equivocada”. ¿Qué había querido decir con “una actitud equivocada”? No podía imaginarlo_ quizás no quería cejar en mi obstinación. Christianne se sentía terriblemente desgraciada por haber recaído. Intentó practicarse una “limpieza”. Sin Detlev. No se movía de casa, parecía haber tomado el asunto en serio. Me armé de coraje como pude y me dirigí al colegio para informarle al profesor sobre lo ocurrido. El se espantó pero agradeció mi franqueza ya que los otros padres no actuaban de esa manera. Me informó, además, que había otros alumnos que se drogaban. También me dijo que le gustaría mucho ayudar a Christiane pero que no sabía cómo hacerlo.
Siempre sucedía lo mismo: a dónde iba, los demás estaban tan desconcertados como yo, o bien, se desinteresaban totalmente de personas como Christianne. Fue una experiencia que me tocó vivir con frecuencia.
Poco a poco me fui enterando de lo fácil que resultaba que un adolescente se aprovisionara de heroína. Bastaba con observar lo que sucedía en el camino a la escuela. Ví a los revendedores que aguardaban en Hermannplatz, en Neuköln. No podía creer lo que escuchaba cuando uno de ellos abordó a Christianne en mi presencia al salir de clases. Algunos eran extranjeros pero había alemanes entre aquellos traficantes. Christianne me contó cómo los había conocido, qué vendía, a quiénes y todo lo demás.
Todo esto me pareció completamente de locos. ¿En qué mundo estábamos viviendo?
Quise que Christianne se cambiara de colegio para evitar al menos esos encuentros en el camino a la escuela. Las vacaciones de la Semana Santa estaban próximas y yo esperaba que en un ambiente diferente, ella pudiera correr menos riesgos. Se trataba de una buena idea pero algo ingenua al final de cuentas, pero de todas maneras, no fue admitida en otra escuela.
Estaba muy decepcionada pero se limitaba a decir:” Todo esto no tiene ningún sentido. Lo único que me puede ayudar es una terapia”. Pero ¿dónde se podía encontrar una vacante? Llamé a todos los servicios posibles e imaginables. En el mejor de los casos, me daban la dirección de un Consultorio Anti-Drogas. Allí, exigían que Christianne se presentara por su propia voluntad. Hablaban por lo general, muy mal de sus colegas pero todos coincidían en un punto: era indispensable que la decisión proviniera del postulante, de lo contrario, no habría sanación.
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Christianne se indignó muchísimo cuando le dije que acudiera al Consultorio Anti- Droga. “¿Porqué hacerlo? No tienen vacantes para mí. No pienso someterme a sus caprichos durante semanas”.
¿Qué hacer? No podía obligarla a ir por la fuerza para que permaneciera en un Consultorio porque eso atentaba contra los principios de aquellas instituciones. Hoy en día comprendo muy bien su actitud en esa época. Christianne no estaba lo suficientemente madura para seguir con seriedad una terapia. Por otro lado, estimo que los niños toxicómanos como Christianne tenían derecho a solicitar toda la ayuda posible, incluso si debían asumirlas en contra de su voluntad.
Más tarde, cuando Christianne estaba tan mal que ella misma decidió tratarse con terapeutas muy estrictos nos decían:” Está todo copado. Deberán esperar seis u ocho semanas. “Cada vez que los escuchaba me enfermaba porque me tocó decirles:” ¿Y si mi pequeña fallece antes…?” “Si, por supuesto. Entonces dígale que se venga a entrevistar con nuestros Consejeros. Comprobaremos si sus intenciones son serias”.
Con el tiempo me di cuenta que no los podía culpar: había tan pocas vacantes que estaban obligados a realizar una selección.
Por lo tanto, durante ese período, no encontré nada para que Christianne pudiera tratarse. Pero cuando regresó de sus vacaciones tuve la impresión de que no iba a requerir de terapia alguna. Tenía un espléndido aspecto físico. Creí que había ganado la partida.
Ella me hablaba a menudo de de su amiga Babsi, la que se vendía a los viejos verdes para costearse su aprovisionamiento de heroína. Ella consideraba que todo aquello era repugnante. Ella, ella no podría jamás… Ella estaba tan contenta de estar alejada de toda esa mugre_ me decía. Parecía sincera. Yo habría jurado por mi vida que ella decía todo aquello de verdad.
Pero eso no duró más que unos pocos días. Le miré sus pupilas que parecían cabezas de alfiler. Ya no soportaba su falsedad.:”Pero ¿de qué me estás hablando si solamente fumé un pito?” Ese fue el inicio de un período tremendo. Ella se dedicó a soltarme unos feroces embustes a pesar de que la perseguía todo el día. Le prohibí salir pero ella no me tomaba en cuenta. Fracasé al intentar encerrarla dentro del departamento porque tenía miedo que se arrojara por la ventana.
Yo estaba con los nervios de punta. Ya no soportaba más ver sus minúsculas pupilas. Transcurrieron tres meses después del día en que la sorprendí en el baño. Los periódicos anunciaban por lo menos una vez a la semana una nueve muerte por sobredosis. En breves palabras, las víctimas de la heroína habían pasado a ser unos hechos noticiosos tan corrientes como los del tránsito.
Sentía un miedo horroroso. Sobretodo porque Christianne había dejado de confiar en mí, negaba las evidencias. Eso me enloquecía. Cuando se sentía desenmascarada se transformaba en un ser grosero y agresivo. Poco a poco, su personalidad se fue modificando.
Comencé a temblar por su vida. Decidí entregarle su mesada_ 20 marcos al mes_ en pequeñas cantidades. Si le entregaba toda esa cantidad de una vez era capaz de comprarse una dosis de heroína para inyectarse. Podía ser la última. Lo peor no era saber que ella era toxicómana_ ya que casi había llegado a hacerme la idea_ si no que había llegado al punto de que su próxima dosis podía ser la fatal. Debo reconocer que ella pasaba en casa de vez en cuando, al contrario de su amiga Babsi. La madre de Babsi me llamaba a menudo, llorando, para saber dónde podía hallar a su hija.
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Yo vivía eternamente sobresaltada. Me aterraba cada vez que sonaba el teléfono: podía ser la policía, la morgue u otro horror por el estilo. Hoy, todavía salto cuando escucho el primer campanenilleo.
Christianne rechazó todo diálogo, Si yo intentaba abordar el asunto de la droga, la respuesta era invariablemente:” Déjame en paz”. Me daba la impresión de que se quería hundir…
Sin embargo afirmaba que no se inyectaba más y que se mantenía perfectamente con el hachís. Pero yo no me hacía mucha ilusión. Registraba continuamente su cuarto y encontraba casi siempre algún utensilio sospechoso. En dos o tres ocasiones, descubrí una jeringa. Se la arrojé delante de sus narices y ella se puso a chillar, tremendamente ofendida, que era de Detlev. Ella se la había confiscado.
Un día, al regresar de la oficina, los encontré sentados, a ella y a Detlev, el uno al lado del otro en la cama de Christianne, en su dormitorio, dispuestos a calentar una cuchara. Me quedé anonadada ante tal desfachatez y sólo atiné a gritarles:”Mándense a cambiar. ¡De inmediato!”
Ellos partieron y yo me fundí en lágrimas. Súbitamente me sentí abandonado por todos, invadida de una rabia enloquecida en contra de la policía y del gobierno. Esa mañana, el diario había anunciado la muerte de una joven drogadicta. Otra más. Ya sumaban treinta y siete víctimas en lo que iba corrido del año. Y recién estábamos a Mayo. No comprendía nada: la televisión transmitía informaciones acerca de fabulosas sumas de dinero que financiaban la lucha contra el terrorismo, y durante aquella misma época, los revendedores se paseaban libremente por Berlín vendiendo heroína en plena calle. De pronto me escuché exclamar en voz alta: “¡Esos puercos!”.
Eran tanto los pensamientos que se arremolinaban en mi mente que no ataba ni desataba. Sentada en mi sala, me puse a mirar mis muebles, uno por uno. Tenía ganas de romperlos todos. “Mírate_ me decía a mí misma_ tú eres la culpable de todo” y me puse sollozar.
Esa noche golpeé a Christianne. Le di una tremenda paliza. La escuché sentada en mi cama, derecha como un palo. Me sentí devorada por la angustia y los remordimientos. Había fracasado en todo. Mi matrimonio había sido un error. Estaba demasiado absorbida por mi vida laboral. Y durante mucho tiempo había cerrado mis ojos acerca de la situación de Christianne. Y lo había hecho por cobardía.
Aquella noche perdí mis ultimas ilusiones.
Christianne no regresó hasta las doce y media de la noche. Desde mi ventana la vi descender desde un Mercedes. Justo delante de la puerta de nuestro edificio.. “Mi Dios_ pensé_ esto es el fin de todo”. Mi hija había perdido hasta los últimos vestigios de respeto con ella misma. ¡Era la catástrofe! Yo estaba anonadada.. La cogí y la golpeé hasta que me dolieron las manos. Después nos desplomamos ambas en la alfombra y nos pusimos a llorar juntas. Christianne estaba liquidada. Le había dicho en su cara que ella era una puta. “No me lo niegues porque ya lo sé”. Se limitó a sacudir la cabeza y a sollozar.”Pero no como lo imaginas, mamá”
No le pedí que entrara en detalles. La mandé a bañarse y después a su cama. Lo que experimenté en esos instantes nadie lo podría imaginar.¡Christianne se vendía a los hombres! Creo que ese golpe fue más terrible que cuando me enteré que se inyectaba.
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No cerré un ojo en toda la noche. En mi desesperación consideré la idea de hallarle una vacante en alguna institución. Pero aquello no haría más que agravar las cosas. Debía internarla a la espera de que la recibieran, en definitiva, en el Centro Médico de Psicología de Ollenhauerstrasse. Fue en ese lugar donde un profesor me dijo que el mayor de los males_ y muy marcado_ era que las chicas se incitaban mutuamente a sumergirse en el mundo de la prostitución.
No veía más que una sola posibilidad: alejar a Christianne de Berlín. Definitivamente. Aún en contra suya. Había que sacarla de ese pantano, enviarla a un sitio en el que no hubiese heroína.
Mi madre, que vivía en Hesse, aceptó acogerla de inmediato, y mi hermana_ ella vive en Scheleswig-Holstein_ también. Desde que le anuncié a Christianne mi decisión lucía desconcertada. Comencé a hacer los preparativos. Fue entonces que Christianne, la que andaba muy apesadumbrada, me declaró que deseaba practicarse una terapia. Ella misma había conseguido una vacante en Narconon.
¡Qué alivio! Tenía mucho temor de que Christianne, sin terapia, fuese incapaz de contenerse por si misma y su estadía en la casa de mi madre o de mi hermana fuese inútil. En ese instante no tenía información precisa acerca de Narconon. Solamente sabía que era muy cara. El día antes de la víspera del decimoquinto cumpleaños de Christianne la llevé a Narconon en un taxi. Nos recibió un hombre joven el que posteriormente efectuó la entrevista de admisión. Luego nos felicito por nuestra decisión y me aseguró que no tendría que inquietarme en el futuro: la terapia de Narconon estaba coronada de éxitos. Podía irme tranquila.¡Al fin!
A continuación me extendió un papel para la firma. Se trataba de un compromiso de pago: cincuenta y dos marcos diarios, cuatro semanas por adelantado. Era más de lo que yo ganaba al mes.¿Y qué importancia tenía? Por otra parte, el hombre me afirmó que me reembolsarían el dinero en el Seguro Social.
A la mañana siguiente reuní quinientos marcos y los llevé a Narconon. Después solicité un préstamo por mil marcos en el banco. Les entregaría un cheque en la próxima reunión de apoderados.
El conductor de aquellas reuniones de padres era un antiguo toxicómano, como el mismo lo señaló. Su pasado parecía no haber dejado ninguna huella en él. Gracias a Narconon se había convertido en un hombre nuevo._ nos explicó. Aquello nos impresionó. Me señaló que Christianne estaba realizando grandes progresos.
La verdad era que todo parecía de película. Pero lo que deseaban realmente era quedarse con nuestro dinero. Más tarde me enteré a través de la prensa que Narconon pertenecía a una secta norteamericana bastante dudosa y que había hecho una suculenta fortuna explotando la angustia de los padres de familia.
Pero como de costumbre, lo comprendí demasiado tarde, y una vez que el mal ya estaba hecho. Y yo que imaginaba que Christianne estaba en buenas manos… Quería que Christianne permaneciera allí durante un buen tiempo. Contaba en ese momento con bastante dinero.
Hice el recorrido por los servicios administrativos. Al parecer, ninguno era competente. Y en ninguna parte me dijeron la verdad acerca de Narconon. Estaba desanimada de verme tambaleando de ventanilla en ventanilla. Tenía la impresión de que le estaba robando el tiempo a todas aquellas personas.
Finalmente, alguien me dijo que lo primero que tenía que hacer era obtener un certificado médico extendido por el Servicio de Salud Pública que acreditase que Christianne era toxicómana. Premunida de ese documento podía solicitar a la brevedad una terapia. Pensé que se trataba de una tremenda broma: la angustia de
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Christianne saltaba ante la vista de cualquiera que no estuviera al corriente de su problema. Pero ese era el requerimiento administrativo. Sólo, cuando al cabo de dos semanas de esfuerzos logré conseguir una entrevista con un médico idóneo. Christianne huyó de Narconon por tercera vez.
Lloré hasta que me dio puntada. Me dije:”Esto recomenzó y volvimos a partir de cero”. Mi pareja y yo decidimos ir por ella. En las mañanas rastreábamos hasta los confines del centro de la ciudad (también fuimos a los WC públicos), a las discotecas, a las estaciones y a los paraderos del Metro. Fuimos a todos los lugares frecuentados por los drogadictos. Día tras día, noche tras noche,
Informamos a la policía de su desaparición. Dijeron que la inscribirían en la lista de personas desaparecidas, que la terminarían de ubicar en algún lugar.
¡Si me hubiera podido hundir bajo la tierra, lo habría hecho! Lo único que sentía era angustia. Temor de que alguien me llamara por teléfono para decirme que mi hija estaba muerta. Me convertí en un manojo de nervios. No tenía deseos de nada, interés por nada, me esforzaba por desempeñarme en mi trabajo. No quise tomar una licencia por enfermedad. Comencé a tener problemas cardíacos, no podía mover el brazo izquierdo, el que se me adormecía por las noches. Mi estómago protestaba, me enfermé de los riñones, mi cabeza amenazaba con estallar. No era más que un atado de calamidades .
Fui a ver a un médico quién me asestó el golpe de gracia. Después de examinarme me dijo que todos mis malestares tenían un origen nervioso y me prescribió una receta de Valium. Cuando le conté porqué me encontraba en ese estado, me relató que hacía unos algunos días una chica había acudido a su consulta. Le confesó que se drogaba. Ella le preguntó cómo podía curarse.
“¿Y qué le dijo usted?” le pregunté.
Que lo sigiuera haciéndo” me respondió. “ No tenía remedio” agregó.
LA MADRE DE CHRISTIANNE
Al cabo de una semana, Christianne regresó a Narconon. No pude alegrarme con la noticia. Algo se había muerto dentro de mí. Pensaba que había hecho todo lo humanamente posible.Pero aquello no había servido de nada. Por el contrario.
En Narconon, Christianne había cambiado. Pero no de manera positiva. Había dejado de ser una muchachita y se había convertido en un ser vulgar_ casi repulsivo.
Quedé choqueada después de mis primeras visitas a Narconon. De golpe, Christianne se había convertido en una extraña. Algo se había resquebrajado. Hasta entonces, ella mantenía un cierto lazo conmigo. Eso se había acabado, se había roto y me daba la impresión de que le habían lavado el cerebro.
Fue entonces que le rogué a mi ex –marido que la llevara a reunirse con mi familia. Pero el prefirió que se fueses a vivir con él. Dijo que pensaba domarla y que para eso se requería de mano dura.
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No protesté de vuelta. Sentí que terminaba de revolcarme. Había cometido tantos errores que temía que por mi obstinación en mandar a Christianne a la casa de mi madre, la teleserie pudiese prolongarse.
CHRISTIANNE
Antes de llevarme a casa, mi padre hizo un alto en su bar favorito, cerca de la Estación Wützkyalles. Estuvo a punto de pedirme una bebida alcohólica pero yo sólo quería beber un jugo de manzanas. Me dijo que si no quería morir debía abandonar las drogas.”Esa es precisamente la razón por la quería estar en Narconon”, le respondí.
Como telón de fondo, una vieja máquina musical tocaba música moderna. Algunos jóvenes jugaban con los flippers y al billar. “¡Aquí tienes”_ afirmó mi padre_ a jóvenes normales!” Por otra parte, debía encontrar nuevos amigos a la brevedad posible y así comprendería por mí misma que había sido una estúpida en drogarme.
Yo lo escuchaba apenas. Estaba reventada, amargada y tenía un solo deseo: estar a solas. Odiaba al mundo entero. Narconon me parecía nuevamente la puerta del paraíso, y mi padre me la acababa de cerrar en las narices. Cogí a Yianni y lo llevé conmigo a mi cama y le pregunté:”Yianni:¿Conoces al ser humano?” Respondí por él: “¡Ah! ¡No…!”
Yianni era así. Partía alborozado a cualquier parte agitando su cola: pensaba que todo el mundo era bueno. Aquello era lo que me gustaba de él. Yo hubiera preferido que hubiese gruñido y que desafiara a medio mundo.
Cuando desperté me di cuenta que Yianni no había hecho sus necesidades en mi cuarto. Por lo tanto, debía salir con él y pronto. Mi padre se había ido a su trabajo.
La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Me arrojé encima y me puse a golpearla con los puños. Se mantuvo cerrada. Me esforcé para conservar la calma. Mi padre no podía haberme encerrado como a una bestia salvaje. El sabía muy bien que tenía que sacar al perro.
Registré todo el departamento en busca de alguna llave. Debía haber al menos una en algún lugar. Podía surgir alguna emergencia, como una emergencia, como un incendio. Miré bajo la cama, detrás de las cortinas, en el refrigerador. No había ninguna llave.
No tuve tiempo para ponerme de mal humor porque tenía que encontrar una solución para Yianni antes de que ensuciara todo el departamento. Mi padre no estaba habituado a esas cosas. Lo llevé al balcón. Comprendió lo que tenía que hacer…
Volví a inspeccionar el departamento. Descubrí algunos cambios desde que me había ido. La alcoba matrimonial esta vacía: mi madre se había llevado la cama. En la sala había un diván desconocido para mí_ allí dormía mi padre_ y un televisor a color, absolutamente nuevo. La vara de caucho había desaparecido y también la de
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bambú con la que mi padre me había golpeado tantas veces en el trasero. En su lugar había un “baobab”.
En el cuarto de los niños, el viejo armario aún permanecía allí: sólo se podía abrir una de sus puertas porque de lo contrario se veía abajo. El lecho, al igual que antaño, crujía con cualquier movimiento. Mi padre me había encerrado para que me convirtiera en una joven normal y el ni siquiera había sido capaz de amueblar debidamente su departamento. Yianni y yo regresamos al balcón. Colocó sus patas en la baranda que miraba a la calle, se podían ver once pisos debajo y aquellas siniestras torres que nos rodeaban.
Necesitaba hablar con alguien. Llamé a Narconon. Me anunciaron una sorpresa: había llegado Babsi. Ella quería abandonar definitivamente la droga. Me contó además que le habían asignado mi cama. Yo estaba terriblemente apenada de no poder junto a ella en Narconon. Estuvimos conversando durante largo rato.
Cuando mi padre regresó no le dije una sola palabra. El hablaba por los dos. No había perdido su tiempo: había planificado mi existencia completa. Me asignó deberes para todos los días de la semana: hacer el aseo, las compras, alimentar a sus palomas mensajeras, limpiar la palomera, etc. Y control telefónico para chequear la correcta ejecución de mis obligaciones. Para mis ratos de ocio me había conseguido una chaperona, una de mis antiguas compañeras, Catherina. Era un tallarín incapaz de hablar mal ni siquiera de las paredes.
Mi viejo me prometió también una recompensa: me llevaría a Tailandia. Tailandia era un lugar fantástico. El iba, por lo menos, una vez al año. En parte por las mujeres que había en ese país y también por la ropa que allá era botada de barata. Todos sus ahorros estaban concentrados en la realización de sus viajes a Tailandia. Esa era su droga.
Escuchaba a mi padre y me decía a mí misma que por entonces, no me quedaba otra alternativa que obedecerlo. Aquello era más positivo que permanecer encerrada.
A partir de la mañana siguiente, entraron en vigor nuevas disposiciones. Conforme al programa debía limpiar la casa y hacer las compras. Después llegó Catherine. Primero la hice correr como un caballo y después le anuncié que debía alimentar a las palomas. Se declaró vencida y renunció a ser mi dama de compañía.
De allí en adelante, comencé a tener el mediodía libre. Mi moral se mantenía en cero. Tenía unos enormes deseos de andar volada y no me importaba precisamente el tipo de droga que pudiera consumir. Me fui a pasear durante una hora al parque Hasenheide, en el barrio Neukölln. Allí había hachís y un ambiente demasiado entretenido. Me dieron ganas de hacer la intentona con un pito…
Pero no tenía dinero. Sabía como hallarlo. Mi padre tenía más de cien marcos en monedas dentro de una botella: era su alcancía para el próximo viaje a Tailandia. Saqué cincuenta para dejar un margen al descubierto. Pensé que si economizaba dinero de las compras podría rellenar pronto el vacío que había quedado…
Apenas a unos pasos del parque, me encontré con Piet, el muchacho del Hogar Social que me acompañó a fumar mi primer pito. El también había caído en las garras de las drogas duras. Le pregunté si conocía algún vendedor.
El:” ¿Tienes dinero?”
Yo: “Si”.
El: “Ven conmigo”. Me acompañó a un lugar donde se encontraba un grupo de proveedores y les compré un saquito de un cuarto. Me quedaron diez marcos. Nos dirigimos a los baños del Parque. Piet me pasó su artillería, es decir, todos sus
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utensilios para inyectarse la droga, a cambio de la mitad de mi porción de droga._ se había convertido en un toxicómano de tomo y lomo. Ambos nos inyectamos una pequeña dosis.
Me sentí formidablemente bien. La Hasenheide era el escenario más atrayente de Berlín. No como el panorama podrido que ofrecía la Kürfurstensdamm. Se consumía casi puro hachís... Fumadores y drogadictos convivían en absoluta calma. Por otra parte, en la Kudamm el hachís pasaba por ser una droga para recién nacidos y despreciaban a las personas que fumaban esa hierba.
En el Parque Hasenheide, a nadie le importaba con qué se drogaba cada individuo que circulaba por allí. También circulaban personas que no se drogaban con nada. Lo importante era tener ganas de brillar de alguna u otra forma. Había grupos que interpretaban música, algunos el la flauta, otros el bongo.
Era una gran comunidad en donde todo el mundo_ y entre ellos también los proveedores_ se llevaban bien. Así debió ser Woodstock.
Regresé a casa a la hora prevista. Mi padre llegó a las seis y no se percató que estaba drogada. Tenía remordimiento por descuidar a las palomas ya que ese día ayunaron. Al día siguiente les daría ración doble.
Decidí no volverme a inyectar. Uno no era mal considerada si fumaba hachís en el Parque Hasenheide. Y aquello me venía de perillas. No deseaba volver a las Kurfurstendamm, era un sitio demasiado asqueroso. En el Parque Hasenheide lograría desengancharme. Estaba convencida de ello.
Regresaba todas las tardes con Yianni. Mi perro amaba ese lugar porque había numerosos perros tan tiernos como él. Hasta los perros eran encantadores. Y todo el mundo quería a Yianni y lo acariciaba.
A las palomas de mi padre las alimentaba día por medio. A veces, cada tres días. Eso era suficiente siempre que las dejara atiborrarse y luego les repartía algunas provisiones en la palomera.
Comencé a fumar hierba cuando me la ofrecían. Siempre había alguien que me la brindaba. Esa era la otra gran diferencia entre fumadores y drogadictos: los primeros comparten.
Me puse más tolerante después de conocer al extranjero que me vendió la dosis de heroína el primer día. Me instalé al costado de la manta que estaba tendida sobre el piso. Allí estaba sentado él con sus amigos. Me invitó a tomar asiento y se presentó: se llamaba Mustafá, era turco y sus amigos árabes. Todos ellos tenían entre diecisiete y veinte años. Estaban comiendo galletas con queso acompañadas de melón: me convidaron un poco y también a Yianni.
A Mustafá lo encontré bacán. Era un revendedor pero la forma que utilizaba para desempeñar su oficio era sutil: nada que ver con la agitación y el espectáculo que daban los traficantes alemanes.
Mustafá apartaba unos manojos de hierba y los colocaba dentro de su bolso. Eso iba encima y estaba a la vista. La droga estaba oculta debajo. Los policías podían llegar y no encontraban nada de peligro. Si venía algún cliente, Mustafá, tan tranquilo como si nada, registraba el césped hasta que recuperaba su mercadería.
Tampoco confeccionaba bolsitas preparadas con anticipación como los revendedores de la Kundamm. Tenía su droga a granel y su instrumento de medición era la punta de su cuchillo. Sus dosis eran siempre correctas. Limpiaba con el dedo el polvo que quedaba pegado a la hoja de su cuchilla y me lo daba para inhalar.
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Mustafá me dijo de inmediato que inyectarse era algo asqueroso. Si no se deseaba caer en la dependencia física, había que conformarse con aspirar. Tanto él como los árabes se mantenían en buen estado físico y ninguno estaba enganchado. Por otra parte, ellos aspiraban sólo cuando tenían deseos de hacerlo.
Por temor a recaer en la dependencia física, Mustafá no me autorizaba siempre a consumir hierba. Pude constatar que esos extranjeros sabían servirse de la droga. No como los europeos. Para nosotros, los europeos, la heroína representaba poco menos lo que simbolizaba el agua y el fuego para los indios. Llegué a creer que los orientales podían exterminar a los europeos y a los norteamericanos con aquello, tal como lo hicieron los europeos durante una época, cuando los individuos del Viejo Continente durante una época alcoholizaron a los indios.
Así fue como descubrí a los extranjeros. No eran tan simples como eso de: “Tú, acuéstate conmigo” como solíamos caracterizarlos con Babsi y Stella. Pensábamos que eran lo que botó la ola…
Mustafá y sus amigos eran hombres muy orgullosos y delicados. Me aceptaron porque yo me comportaba con dignidad. Comprendí rápidamente cómo debía comportarme ante ellos. Por ejemplo: uno nunca debía solicitar nada porque conservaban el espíritu de hospitalidad de sus pueblos. Aquello era muy importante para ellos. Si uno deseaba algo se podía servir, no importaba si se trataba de semillas de girasol o heroína. Pero no se debía abusar. Así fue como nunca se me habría ocurrido llevarme una dosis de heroína conmigo.Lo que uno sacaba lo fumaba o lo aspiraba de inmediato.
Terminaron por aceptarme definitivamente, a pesar de que ellos no tenían una buena impresión de las muchachas alemanas. También aprendí que en determinados asuntos aventajaban a los alemanes.
Encontré que todo aquello era maravillosamente ideal. Y nunca tuve la sensación de ser una drogadicta entre ellos. Hasta el día en que comprobé que había recaído en la dependencia física.
En las noches me comportaba como la hija pródiga ante los ojos de mi padre. Lo acompañaba a menudo al bar y de vez en cuando, para complacerlo, me tomaba una cerveza. La clientela de ese lugar me reventaba._ le tenía horror a los alcohólicos_ pero yo quería que ellos también me tuvieran consideración. Quería reafirmarme en una vida que podía ser la mía, en un porvenir, en el que la droga no tendría presencia. Por tanto, me ejercitaba en el flipper y me adiestraba en el billar con mucha vehemencia.
También quise aprender a jugar sisca. Quería adiestrarme en todos los juegos masculinos. Quería ser mejor que los hombres. Si me veía obligada a convivir con aquellos clientes habituales del bar “Schluckspecht” quería, al menos, hacerme respetar.
Sería una vedette. Tendría mi orgullo. Como los árabes. No le pediría jamás nada a nadie. No estaría jamás en inferioridad de condiciones.
Pero no aprendí a jugar sisca. Me comencé a sentir nuevamente agobiada por otras preocupaciones. Las primeras manifestaciones de la crisis de abstinencia se hicieron sentir. Tenía que ir al Parque todos los días y eso me tomaba tiempo: no podía visitar a Mustafá, coger mi heroína y largarme. Las palomas de mi padre comían ya cada tres días. A diario debía hallar una excusa para deshacerme de mi chaperona, Catherine. Y tenía que estar en casa a la hora que llamaba mi padre para controlarme. En caso de ausencia, no me quedaba otra alternativa que
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inventar una excusa creíble y, por cierto, no podía repetirla. No me sentía bien con esta nueva actitud que había asumido.
Una tarde, en el Parque Hasenheide, dos manos se posaron delante de mis ojos. Me di vuelta. ¡Detlev! Nos dimos un tremendo abrazo… Yianni nos festejó hecho un loco. Detlev lucía bien. Estaba “limpio” , dijo. Lo miré a los ojos:” Mi pobre viejo. ¡Qué ingenuo eres! “me dije…tus ojos te delatan”. Detlev se había desenganchado definitivamente durante su estadía en París. Sin embargo, al llegar, partió directamente a la Estación Zoo para inyectarse.
Nos fuimos a mi casa. Teníamos tiempo antes de que llegara mi padre. Como mi lecho era demasiado caluroso, saqué el cubrecama y lo tendí en el suelo. Nos hicimos el amor, felices de la vida. Después conversamos acerca de nuestra futura desintoxicación. La realizaríamos la semana entrante. Detlev me contó que Bernd y el habían conseguido dinero para ir a París de la siguiente manera: encerraron a un cliente en la cocina, le robaron tranquilamente sus Euro Cheques y los revendieron por mil marcos a un comprador. Bernd se dejó apresar. A él no lo podían detener porque el tipo ignoraba su nombre.
Comenzamos a reencontrarnos a diario en el Parque Hasenheide. Después, por lo general, llevaba a Detlev a mi casa. Dejamos de hablar de la desintoxicación porque nos sentíamos muy felices en ese entonces. Sólo que cada vez empecé a sentirme más presionada por mi carné de responsabilidades y por la falta de tiempo.
Mi padre multiplicó sus controles y me cargó con un montón de nuevas tareas. Por mi parte, necesitaba tiempo para compartir con la pandilla de los árabes, sobretodo ahora que tenía conseguir algo de mercadería para Detlev. Y necesitaba otro tanto _ y más aún_ para dedicárselo a Detlev. Nuevamente comencé a sentirme estresada.
Por lo tanto, me di cuenta que no tenía otra alternativa que hacerme de un cliente en la estación del Zoo. A la hora de almorzar. No le dije nada a Detlev. Pero la alegría que me embargaba entonces se había esfumado para darle entrada nuevamente a los gajes del oficio de la drogadicción. A raíz de que ambos aún no estábamos en estado de dependencia_ no temíamos sufrir crisis de abstinencia y no sentíamos necesidad obligatoria de drogarnos _pudimos disfrutar de varias jornadas sin la compulsión de tener que inyectarnos. Pero eran cada vez más escasas. Una semana después del regreso de Detlev ¿Quién hizo sorpresivamente su aparición? Rolf, el marica, el que alojaba a Detlev en su casa. Tenía un aspecto muy sombrío y pronunció sólo estas tres palabras: “Lo encarcelaron hoy”. Lo habían cogido en una redada y de inmediato le endosaron el cuento de los Euro- Cheques. El comprador había dado su nombre.
Partí a encerrarme en los baños públicos para poder llorar a destajo. Nuevamente el futuro cargado de alegría, desaparecía de nuestros horizontes. La realidad hizo valer sus derechos y eso significaba que no había esperanza alguna. Para colmo me sentí amenazada por una crisis de abstinencia. Me resultaba imposible ir tan tranquila donde los árabes a masticar semillas de girasol para que después me soltaran un poco de heroína. Me fui a la estación del Metro, me coloqué delante de una vitrina para atraer a los clientes. Pero en esos momentos había una calma total: un partido de fútbol por la tele. Tampoco había extranjeros a la vista.
De pronto apareció un tipo que conocía: Henri, el maduro cliente de Stella y Babsi. El tipo que pagaba siempre con mercadería, además de jeringas, pero exigía acostarse. En esos momentos, cuando me había enterado que Detlev estaba preso_ y para rato_ todo me daba igual. Henri no me reconoció pero cuando le dije: “Yo
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soy Christianne, la amiga de Stella y Babsi” reaccionó de inmediato. Me propuso acompañarlo. Ofreció dos cuartos. No estaba mal, era el equivalente a ochenta marcos. Discutí acerca de las condiciones para pagar: necesitaba efectivo para cigarrillos, Coca-Cola, etc. Estuvo de acuerdo. Partimos.
Henri se detuvo en el camino para comprar la droga_ su provisión se había acabado. Era sorprendente ver a aquel hombre pervertido, con su grave aspecto de contador, pasearse entre medio de los toxicómanos. Pero el sabía lo que hacía: se dirigió a su vendedor habitual que lo abastecía siempre de heroína “extra”.
Yo sentía venir la crisis. Si hubiese sido más lista, me habría inyectado de inmediato en el auto. Pero Henri no había aflojaba ni un gramo de heroína aún.
Me llevó a visitar su industria de papel. Abrió una gaveta y sacó un paquete con fotos. El las había tomado. Eran pornos. Muy patéticas. Había retratado, a lo menos, una docena de chicas. A veces, de cuerpo entero, totalmente desnudas. En otras, desde la cintura hacia abajo. ¡Pobre cretino! ¡Pobre viejo puerco! En esos instantes me puse a pensar particularmente en la droga que ese asqueroso llevaba siempre en su bolsillo. Miré el resto de las fotografías bastante distraída. Hasta que vi aquellas en las aparecía Babsi, Stella y Henri en plena acción.
Le dije:” Formidables tus fotos. Ahora vayamos porque necesito inyectarme”. Subimos a su departamento. Me entregó una dosis de un cuarto y se puso a calentar una cuchara. Se disculpó porque era una cuchara sopera: ya no le quedaban cucharas de postre porque se las habían robado las drogadictas. Me inyecté. Me trajo cerveza de malta y me dejó sola durante un cuarto de hora. Tenía la suficiente experiencia con los adictos para saber que después de un pinchazo se requería de al menos un cuarto de hora para relajarse.
Babsi y Stella me contaban siempre que Henri era un gran hombre de negocios. Sin embargo, su apartamento no parecía ser el de un hombre de negocios... Las cortinas de la sala estaban amarillas de mugre. Y permanecían cerradas para evitar las miradas indiscretas. En un armario viejo estaban apiladas una suerte de baratijas y unas porcelanas siúticas; había botellas revestidas de mimbre que anteriormente contenían vino italiano y en un rincón colgaban las corbatas. Dos viejos divanes, apegados contra el muro, estaban cubiertos con una vieja manta escocesa con flecos. Allí nos instalamos.
El tal Henri no era un tipo desagradable. Desgraciadamente_ aunque para el constituía su gran fortaleza_ era bastante inoportuno. A fuerza de curtirme obtuvo lo que deseaba: me acosté con él para que me dejara en paz y poder regresar a casa. Además, se empecinó en que probase algo diferente. Le hice creer que lo había disfrutado_ después de todo, había sido generoso.
Así fue cómo me llegó el turno, después de Stella y Babsi, pasé a ser la chica de Henri. Además me resultaba práctico: podía ganar mucho tiempo y no tendría necesidad de permanecer horas en las reuniones con los árabes. Esas sutiles aspiraciones ya no me servían de nada. Tampoco necesitaba esperar a que llegase un cliente, ni correr a comprar la droga. Era una buena posibilidad que me ofrecía la oportunidad de acabar con mis numerosos deberes: la limpieza, las compras, las palomas, etc., sin demasiada dificultad.
Iba a la casa de Henri casi todas las tardes. Comencé a cobrarle aprecio. A su manera, el me amaba. Me lo repetía siempre y deseaba escuchar que era un sentimiento recíproco. Era terriblemente celoso. Siempre tuvo temor que regresara a la estación del Zoo. En el fondo, era agradable.
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En aquel entonces, yo tampoco tenía con quién hablar. Detlev estaba preso. Bernd también, Babsi en Narconon y Stella parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Mi madre se había desinteresado por mí(al menos era lo que yo pensaba). En cuánto a mi padre, a él le mentía todo el tiempo. No me quedaba más que Henri: podía hablarle de lo que se me ocurría, no tenía nada que ocultarle_ o casi. La única cosa de la que no podía hablar abiertamente, y de corazón, era respecto de mis sentimientos por él.
En ocasiones, me sentía realmente muy contenta cuando me tomaba entre sus brazos. Tenía la impresión de contar con él y me sentía respetada. ¿Quién otro me respetaba? Por otra parte, cuando me encontraba en su roñoso diván, me sentía más su hija que su amante. Pero el estaba cada vez más agarrado: quería que estuviese todo el tiempo con él_ para que lo ayudase en su negocio, para presentarme a sus amistades. Tenía verdaderos amigos, no era un solitario.
De repente, de nuevo me sentí atrapada por las manijas del reloj. Tanto fue así que mi padre comenzó a ponerse cada vez más sospechoso. Registraba todas mis cosas. Tenía que ser más cautelosa para evitar las sospechas... Tuve que inventar un código especial para las direcciones y
los números telefónicos. Por ejemplo: Henri vivía en la calle Los Pinos_ entonces yo dibujaba varios árboles encima de mi carné. El número de la calle como el número telefónico estaban camuflados en mi cuaderno de cálculo. El 3 95 47 73 se traducía en 3,95 marcos+ 47 pfennings+ 73 pfennings.
Un día Henri descubrió la misteriosa desaparición de Stella. Estaba en la cárcel. Aquello fue como si le hubieran dado una patada en la cara. No por Stella si no porque ella podía arriesgarse a contarle todo a la policía. Así fue cómo me enteré que Henri ya tenía un expediente en el cuerpo. Por corrupción de menores. Hasta el momento el asunto no lo había inquietado. Su abogado_ dijo_ era el mejor de Berlín. El problema se agravaba si a Stella se le ocurría decir que pagaba con heroína los servicios prestados. Más grave aún si se trataba de menores.
A mi también me provocó un schock la noticia. Y tal como lo hizo Henri, dejé de preocuparme por la pobre Stella y me puse a pensar en mí. Si la policía la había metida presa a pesar de sus catorce años, a mí no me reducirían el plazo. Y yo no tenía ningún deseo de ir a la cárcel.
Llamé a Narconon para darle la noticia a Babsi. La llamaba por teléfono casi a diario. Hasta esa fecha, se encontraba bien, a pesar de haber realizado dos intentos de fuga. El motivo: pegarse una volada. Ese día no pudo hablarme: estaba hospitalizada. Una ictericia.
A Babsi y a mí nos ocurrían los mismos cuentos: cuando decidíamos tomarnos en serio la abstinencia, nos enfermábamos de ictericia. Babsi iba en su enésima tentativa. La última vez había estado en Tübingen, acompañada de un consejero del centro Anti-Drogas, para practicarse una terapia. En el último momento se aterró porque le dijeron que el Internado Tübingen era muy estricto. Babsi se encontraba en el mismo lamentable estado físico que yo.Por eso que siempre nos vigilábamos la una con la otra. Nos servía como espejo para comprobar la dimensión de los estragos de la droga en nuestros cuerpos.
Al día siguiente por la mañana, partí zumbada para ver a Babsi en el Hospital Westend. Yianni y yo tomamos el metro hasta la Plaza Theodor-Heüss, después caminamos a paso acelerado. Era un barrio bastante elegante. Con unas mansiones fabulosas, rodeadas de césped y árboles. Yo no tenía la menor idea de que en Berlín existían semejantes sitios. En el fondo, no conocía Berlín. Sólo Gropius y sus
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alrededores, el barrio Kreutzberg donde vivía mi madre y las cuatro cuadras que circundaban la “Sound”. Llovía a cántaros. Yianni y yo estábamos mojados pero contentos porque corrimos por el pasto y _ al menos yo_ vería a Babsi.
No dejaron entrar a Yianni dentro del hospital. No se me había ocurrido. Pero uno de los porteros era simpático: aceptó cuidarlo mientras yo regresaba. Subí por la escalera de servicio y busqué en vano a Babsi. Finalmente le pregunté al primer médico que vi pasar: “Yo también quisiera saberlo” me respondió. Me dijo que ella había escapado el día anterior. Además, corría el riesgo de liquidarse porque a la menor ingestión de droga, de cualquier droga, su organismo sería incapaz de absorberlo. Ella no se había curado de la ictericia y su hígado estaba hecho una miseria.
Recuperé a Yianni y nos fuimos del Hospital. En el vagón del metro me puse a pensar: si el hígado de Babsi estaba destruido, el mío también lo estaba. Nosotras dos siempre corríamos de a parejas. ¡Si pudiera encontrarla! _pensaba para mis adentros. Me había olvidado de todas nuestras disputas. Yo pensaba que nos necesitábamos la una con la otra. Ella seguramente tendría una gran necesidad de hablar y por otra parte, la podría convencer de que regresara al hospital. Pero volví a la realidad: me di cuenta que ella no iba a regresar a ese lugar después de haberse fugado hacía dos días y menos si se había drogado. Yo tampoco lo hubiera hecho. También sabía dónde encontrarla: en el hipódromo, al costado de la Scene o en casa de un cliente. No tenía tiempo para andar averiguando por todas partes, mi padre no tardaría en telefonear. Me conformé con la moral del drogadicto: uno debe preocuparse sólo de sí mismo. Entré a la casa. Yo, por otro lado, no tenía ganas de ir a arrastrarme por el escenario de la droga. Henri proveía bien mis necesidades.
A la mañana del día siguiente partí a comprar el “Bild Zeitung”. Lo hacía todas las semanas. Después que mi madre había dejado de leerme los titulares que anunciaban con regularidad:” Una nueva víctima de la droga”, no había tomado conciencia que después era lo primero que leía. Los artículos cada vez eran más breves y más frecuentes. Sin embargo, los nombres de los jóvenes que encontraban muertos con una aguja plantificada en el brazo me resultaban más y más familiares.
Bueno, aquella mañana me había preparado una galleta con mermelada para comer mientras hojeaba el diario. Un titular destacado en la primera página señalaba:” Ella sólo tenía catorce años”. Lo comprendí de inmediato. Sin leer la información. Babsi. Tenía el presentimiento…Era incapaz de comprender lo que sentí en ese momento. Muerta. Tenía la impresión de haber leído el titular de mi propia muerte.
Corrí al baño a inyectarme. Después logré que las lágrimas brotaran hacia el exterior. Ya no sabía si lloraba por Babsi o por mí. Me volvía a acostar. Me fumé un cigarrillo para tener valor para leer el reportaje completo. Estaba redactado de una manera diferente, no era un artículo sensacionalista: “…la jeringa tenía un solo uso…, era de plástico, de un color blanco lechoso, estaba puesta en la mano izquierda. Babette D., una escolar de catorce años, está muerta. La joven, la víctima más joven de la droga_ fue encontrada inanimada en un departamento de la calle Brotteroder. Nadjy R. (30 años) declaró a la policía que la había recogido en la discoteca “Sound” de la calle Genthiner. Como no tenía donde alojar, el le había ofrecido que esa noche se quedara en su departamento. Babette es la víctima número cuarenta y seis de la droga en Berlín desde comienzos de año, etc.”
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Después agregaron el mismo cuento de siempre: la confusión y el desorden habitual del mundo de los drogadictos. Era así de simple ¿Verdad? Después le tocaría el turno a las revistas: tejerían un montón de historias acerca de Babsi, “La víctima más joven de la droga en Berlín”.
Alrededor del mediodía me repuse un poco del impacto. Lo que experimenté después fue una tremenda cólera. Estaba convencida de que algún infeliz le había vendido a Babsi la mercadería adulterada. Quizás estaba mezclada con estricnina. La droga con estricnina había comenzado a invadir Berlín. No lo pensé más. Fui a la policía, entré sin golpear a la oficina de la Schipke y me largué a “cantar”. Les conté todo lo que sabía acerca de aquellos revendedores inescrupulosos, los intermediarios del comercio de la droga, la “Sound”. Todo aquello no pareció interesarles mucho. Al final, ella me salió con su eterno: “Hasta la próxima vez, Christianne”.
Yo me dije a mí misma que todo eso de la droga le daba igual a la policía. Aquello de la venta de droga adulterada. Lo único que hacían era esperar que apareciera el nombre de algún drogadicto muerto por sobredosis en los diarios para poder tirarle una raya encima a la lista que ellos manejaban. Me juré encontrar entonces al asesino de Babsi.
El tipo con el que habían encontrado a Babsi quedó fuera del proceso. Lo conocía bien. Tenía mucha droga y era un tipo muy repelente. Le gustaban las chicas muy menores. En una ocasión me había llevado en su automóvil a dar un paseo, me invitó a almorzar y después me pagó por eso. Sólo se acostaba con las niñas que deseaban hacerlo. A mí me podía esperar la vida entera… Era un hombre de negocios pero nunca comprendió que la prostitución era un modo de comerciar y nada más que eso.
Después me fui a patinar a la Kurfurstentrasse. Mi objetivo era ganar bastante dinero para poder probar la droga de todos los revendedores sospechosos. Y efectivamente, compré heroína a numerosos tipos y de pronto descubrí que estaba totalmente volada. De todos modos, nadie sabía, o quería saber, a quién le había comprado Babsi su última dosis. Me imaginé en una eterna búsqueda del asesino de Babsi cuando en el fondo lo que estaba buscando era drogarme hasta las muelas. Lo hacía en forma bien intencionada y me repetía discursos de la siguiente índole: “Debes encontrar a ese canalla, así debas abandonar tus huesos en este cuento”. De golpe, no volví a sentir temor por inyectarme.
BERND GEORGE THAMM.
Director del Centro de Información y de Ayuda Psicológica y Social de la Asociación Cáritas de Berlín.
HORST BROMER.
Psicólogo. Consejero del Servicio “Drogas” de la Asociación Cáritas de Berlín.
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De acuerdo a nuestras estimaciones, la proporción de drogadicción de adolescentes entre los doce ay los dieciséis años de la República Federal de Alemania y de Berlín Occidental ascendió del 0 al 20% durante los tres últimos años. Christianne es una típica representante de este nuevo blanco explotado por los traficantes de drogas, al igual que su amiga Babsi, quién nos consultó en 1977 y murió dos meses después de una sobredosis. Nos habíamos sentido impotentes al tratar de ayudar a una muchacha de catorce años. Después Stella y otros adictos de la pandilla de Christianne vinieron a consultarnos. Ellos tipificaban las características de esta nueva generación de pre-adolescentes: eran manifiestamente agresivos, además, poseían aún el infantil deseo de sentirse protegidos, considerados; estaban ávidos de afecto y calidez.
Nos trajeron a Babsi en Mayo de 1977 que habían asumido, en su consideración, sus responsabilidades educativas. Su comportamiento era el de una niñita triste, apegada todavía a las polleras de su madre. En realidad, ella había conocido todos los altos y bajos de la vida de los toxicómanos: una vida que comenzó a llevar a partir de los diez años.
En algún momento de sus vidas, todos los drogadictos intentan liberarse de la esclavitud de la heroína y de sus consecuencias: prostitución, delincuencia, debilidad fisiológica. Los de mayor edad _ aquellos que han caído en la dependencia física alrededor de los diecisiete, dieciocho o diecinueve años_ después de intentar numerosas e infructuosas tentativas para salir adelante solos, recurren a los servicios especializados. Hasta la fecha, ellos tienen a su disposición todo un abanico de probabilidades: consejería, curación y terapia, los que se han elaborado en función de la salud de los adultos jóvenes de nuestra población. El principio básico era que llegaran por su propia voluntad y que nuestro trabajo consistiera en brindarles ayuda para salir adelante.
Nosotros disponemos de 180 plazas para terapia de una población aproximada de 50.000 drogadictos en el sector público y 1.100 del sector privado (clínicas, comunidades, etc.). Los que fueron drogadictos viven en colectividad y están sujetos a un programa riguroso.
No tenemos cifras confiables sobre la proporción de éxitos entre las terapias practicadas. Se estima que el orden de la reincidencia alcanza el 80%. Destacamos este hecho porque al finalizar la desintoxicación, estas personas están sumergidas en el mismo entorno que cuando iniciaron su desintoxicación: es por eso que reinciden en el vicio.
En cuanto a los grupos, cada vez son más numerosos aquellos que cuentan en sus filas con adictos entre los doce y los dieciséis años, los que no disponen de ayuda ninguna. Es efectivo que recibimos consultas de niñas como Babsi, las que llegan bajo la presión de un educador o de un visitador social. El problema que presentan es que rechazan las severas reglas de los actuales centros de terapia y luego, no cumplen la condición obligatoria para ser admitidos: presentarse por su propia voluntad.
Después de escuchar los relatos de los adictos que han reincidido acerca de las “atrocidades” que se cometen en los centros terapéuticos, se sienten atemorizados y huyen despavoridos. La misma Babsi se mostró llena de desconfianza ante nuestros servicios y permaneció totalmente indiferente en la entrevista inicial. Nosotros éramos incapaces de disipar su temor porque actuaba a la defensiva. Es una decisión difícil para cualquier drogadicto entrar a un centro de terapia. Lo reconocemos. De
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hecho, ellos sufren por su adicción y por todas sus consecuencias, y el sufrimiento ha dejado de ser algo desconocido para ellos.
Dentro de una comunidad terapéutica se ven obligados a renunciar a su entorno familiar, a sus relaciones habituales, pero además deben aceptar que un extraño les diga lo que deben y no deben dejar de hacer, lo que atenta contra sus libertades individuales. Por ejemplo; deben cortar sus cabellos como símbolo de ruptura con el mundo de la droga. Además, deberán cambiar su modo de vestirse y renunciar definitivamente a la música que los estimulaba.
Sin embargo, para un chico de catorce años, el peinado, la ropa y la música son muchísimos más importantes que para un adicto de veinte años. Lo más probable es que hayan batallado durante dos años en contra de sus padres para llevar el cabello largo, jeans ajustados y escuchar sus discos. Y por eso se sienten contrariados cuando solicitan con angustia lo que ellos desean en los centros terapéuticos. En síntesis, se les solicita el sacrificio de aquellos atributos conquistados después de una ardua lucha, los que les ha valido la consideración de sus amigos, de sus relaciones y de su pandilla. Desde nuestro punto de vista, las exigencias son excesivas.
La afectividad de los adolescentes toxicómanos está poco estructurada. Ellos oscilan entre sueños y aspiraciones infantiles junto a un mundo de seguridades y comportamientos adultos en situación de competencia. Los conflictos inherentes al ser humano en el período de la pubertad son, por así decirlo, “compensados” por la dependencia física y psíquica de la droga. Estos niños no viven la experiencia del progresivo desapego de la casa paterna y la lenta pero segura adquisición de su autonomía. Ellos sólo desean escapar de la realidad cada vez que sufren alguna crisis en sus vidas.
A pesar de las duras condiciones de vida que conocen estos muchachos entre los doce y los dieciséis años a través de la jungla de la droga, y a pesar de todo lo que llegan a conocer , permanecen en un estado afectivo infantil. Y reaccionan como niños testarudos cuando deben someterse a las actuales terapias, efectivamente mal adaptadas para aquellos muchachos.
Babsi, como tantos otros, no pudo someterse a las exigencias de una terapia de larga duración. En el inter tanto, nosotros habíamos intentado prepararla a través de numerosas y reiteradas entrevistas. Después de su desintoxicación en un establecimiento Neuro-Siquiátrico la llevamos a la Asociación, la Tübingen, uno de los escasos centros que aceptaban, excepcionalmente, jóvenes de su edad. Babsi nos pareció deprimida durante la mayor parte del tiempo, y sus estados de ánimo alternaban entre la tristeza y la alegría. Nosotros conversábamos extensamente acerca de Dios y de la vida. La desintoxicación física le había brindado alegría y confianza en si misma. Poco después de su llegada a Tubingen manifestó inquietud y nerviosismo.
Cuando llegamos, Babsi fue acogida por un ex-drogadicto quién la condujo a la sala de atención reservada para los recién llegados. Durante la entrevista de admisión, Babsi declaró que deseaba regresar a Berlín. Se había enterado de todo aquello que debía aceptar: venía de pasar por una inspección de hábitos (equipaje, vestuario pero también un examen corporal) para evitar la introducción de drogas en el establecimiento. Después, debía cortar sus largos cabellos. Cuando se dio cuenta que se aproximaba el peluquero armado de sus tijeras, no pudo resistirlo. Una persona del Centro mantuvo una nueva entrevista con ella, pero nadie logró cambiar su decisión. No era razonable conservar a Babsi en esas condiciones: se negaría a la
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terapia, y de paso, sus resistencias habrían constituido un peligro para los otros. Además, se habría fugado ante la primera oportunidad.
Babsi murió cuarenta y cuatro días más tarde de una sobredosis de heroína. La víctima más joven de las ochenta y cuatro_ aquella era la cifra oficial_ que la heroína había causado en Berlín en el año 1977.
La muerte de Babsi ha reforzado nuestra convicción de que es urgente extender los servicios terapéuticos en los adolescentes menores, entre los doce y los dieciséis años.
Debemos aplicar la red de ayuda de los toxicómanos mayores y adaptarla a la población de los menores o bien, crear u nuevo esquema.
Sin afán de dramatizar, se podría decir que el futuro de la lucha contra la droga en Alemania se está jugando aquí. Si las cosas permanecen en el estado actual, los adolescentes menores continuarían atrapados en la red. Hay que desarrollar nuevas concepciones terapéuticas especialmente diseñadas para niños, y menos rígidas para que se involucren en una auto-decisión. Si nosotros no logramos conseguirlo, caeremos en una realidad semejante a la de los Estados Unidos: las muertes infantiles por sobredosis de heroína dejarán de ser casos excepcionales.
No obstante, la solución del problema no sólo está en manos de consejeros y terapeutas: también se deberían involucrar a los servicios policiales. No podemos seguir pensando que la toxicomanía es similar a una enfermedad infecciosa, se asemeja más a una fractura moral. Mediante una Inter.-Colaboración se podría reducir y consolidar la problemática psíquica y ética de los jóvenes toxicómanos.
La mayoría de las terapias que se practican hoy en día son incapaces de realizar milagros y constituyen una ayuda eficaz para un muy reducido número de adolescentes.
La droga, que se ha infiltrado ya en los colegios, en las discotecas, y en los centros de esparcimiento juveniles seguirá provocando estragos en una población cada vez menor. Lo más grave es que no podemos afirmar que el problema radica en que jóvenes entre doce y diecisiete años son proclives solamente a sumergirse en el azaroso mundo de la droga. Han surgido problemas y consecuencias paralelas. Por ejemplo: en la actualidad sólo el azar decide_ y con frecuencia_, como sorteará una niña de trece años el temporal de la pubertad, sin sufrir notables perjuicios como el alcoholismo, la heroína, la incorporación a una secta o a un grupo anarquista, apóstoles de la violencia. La juventud actual está expuesta a dejarse seducir por la droga tal como los adultos se sienten atraídos por la industria farmacéutica.
Cada muchacho o muchacha conoce a alguien, ya sea amigo o conocido que consume droga o está en vías de hacerlo. Las motivaciones de los drogadictos de hoy son muy diferentes a la de aquellos novatos que ingerían hachís y se “volaban” en los años sesentas. Ellos no actúan como los hippis de antaño que buscaban una prolongación de la conciencia. En la actualidad se busca una supresión de la realidad. Lo mismo está ocurriendo con el alcoholismo o las drogas dulces. Es por eso que hoy no se puede clasificar a los jóvenes en peligro de ser “alcohólicos”, “fumadores de hachís” y “yunkis”. Ellos pasan con suma facilidad de lo uno a lo otro y persiguen el mismo fin.
Por lo tanto, estamos forzados a señalar que la opinión pública esta insuficientemente informada de la verdadera dimensión del problema de la drogadicción, incluyendo los caracteres cuantitativos y cualitativos de ésta. La mayoría de los políticos manejan una imagen de una suerte de vago sin destino, próximo a recaer. También los parlamentarios nos hablan de “reprimir” el fenómeno de la droga como si se tratara de cerrar la llave de una cañería.
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En la realidad, nuestra sociedad produce cada vez mayor cantidad de marginales voluntarios. Muchos jóvenes se refugian porque no encuentran una respuesta a sus necesidades en el colegio, ni en el mundo laboral, menos aún en sus tiempos libres.
Paralelo a este proceso (el que se desarrolla con una progresiva rapidez) hay que agregar que las drogas ilegales como el hachís, el LSD, y la heroína han pasado a convertirse junto con el alcohol, en una fuente de ingresos de primera magnitud. Su comercio está aparentemente, extraordinariamente bien administrado. Si consideramos_ y en esto realizamos un cálculo modesto_ que sólo en Berlín Occidental_ un grupo aproximado de 5.000 personas que constituyen el núcleo de consumidores forzosos de heroína, movilizan a diario medio millón de marcos (por la prostitución y por el robo simple o a mano armada) debemos presuponer que la cifra que alcanza a nivel nacional es aún mucho más alta. Los criminales que obtienen beneficios de la toxicomanía no están, evidentemente dispuestos a renunciar a éstos, y los policías locales y regionales no son capaces de contenerlos. Las cantidades de heroína como de drogas dulces que caen manos de la policía no representan más que una mínima fracción del consumo real.
El tráfico de droga extendido hoy en día sobre la República Federal Alemana y en Berlín Occidental opera a través de una cerrada red de distribución. De tal modo que si existe alguna empresa dedicada a la distribución de las drogas dulces, las de heroína arrasan en todas partes. Por lo tanto, no existen, prácticamente, zonas preservadas: con excepción de las provincias, el peligro de contagio es casi inminente.
Cada ciudad ya tiene su propia “Scene”. En las zonas rurales, los revendedores han instalado sus cuarteles generales en las discotecas y en los lugares de reunión de los jóvenes.
La omnipresencia de la droga es ciertamente un factor decisivo de su creciente consumo: el joven que busca un comportamiento compensatorio lo encuentra sin mayor dificultad. Tanto en la ciudad como en el campo, muchos jóvenes están profundamente aburridos, o tienen un sentimiento confuso acerca del sentido de sus existencias. Su única distracción consiste en la obligada visita semanal a una discoteca. Pero allí los muchachos encuentran escasas formas de comunicarse, y quedan marginados de la comunicación verbal. Después de dejarse aturdir por la música, el joven sale decepcionado una vez más porque no experimentó una experiencia de valor.
Esos años y esos jóvenes, insatisfechos del presente, no buscan un estímulo en sus perspectivas del futuro y no pueden extraer de su pasado. Porque su infancia, _ese período de espontaneidad y regocijo relativamente libre y garantizado de manipulaciones y por lo tanto, estabilizador_ ha llegado a su término con la entrada a la escuela. A partir de ese momento, su universo pasa a ser el de la competencia y el del consumo pasivo. Comienzan a correr de estímulo en estímulo, incapaces de proveerse de defensas para resistir las múltiples tentaciones de la sociedad de consumo, tentaciones a la que están expuestos desde su más tierna infancia.
Entre aquellos jóvenes frustrados desde su infancia se vislumbran las siguientes características: pobreza de imaginación, escasa confianza en si mismos, reducida capacidad de autonomía.
Por otra parte, la selección escolar es cada vez más rigurosa, y cuando llegan al período de la pubertad, comprueban que todos sus esfuerzos, sus futuros medios económicos, no les permitirán acceder a los encantos prometidos a través de las vitrinas y de la publicidad, a ese mundo que los ha fascinado desde sus primeros años de vida. Desde luego, simularán algunas veces menospreciar todo aquello, y harán
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alarde con orgullo de su voluntad de “vivir diferente”. Pero en la mayoría de ellos predomina la amargura de verse privados de los beneficios del consumismo.
El dinero juega un rol cada vez más determinante, incluyendo las relaciones humanas. Para conocer a una chica, el joven varón deberá contar con diez, veinte o treinta marcos en una discoteca. Capítulo aparte constituye el vestuario juvenil masculino: el que le exige andar a la última moda, tener discos, asistir a conciertos “pops”, etc. Es una vida difícil para un muchacho de clase media baja. Así es como nacen _pequeñas causas, grandes efectos_, grandes problemas y los jóvenes buscan satisfacer sus deseos de otra manera.
Los padres son incapaces de indicarles el camino porque ellos mismos están a menudo confundidos en eternas contradicciones. El fruto de su trabajo_ en el pasado y en presente_ no les ofrece lo que ellos anhelan o que han aprendido a anhelar. Pero al contrario de sus hijos, no abandonan la carrera, estiran sus fuerzas y redoblan esfuerzos en su misión al estilo Sísifo ( personaje de la mitología griega, hijo de Eolo y rey de Corinto, condenado a los Infiernos después de su muerte, deberá subir una enorme piedra a la cima de una montaña de donde volverá a caer sin cesar). En el inter tanto han abandonado valores tales como la amistad, la ayuda mutua, la lealtad, el dolor y reconocimiento del sufrimiento de los otros, etc.
El proceso de destrucción de la vida familiar ha adquirido alarmantes proporciones. En Berlín ya se ha tomado la providencia de enviar “auxiliares familiares” (psicólogos, trabajadores sociales, estudiantes) a numerosos hogares. Así fue cómo se conoció la increíble miseria moral producida por la falta de comunicación y la hostilidad. El divorcio (la proporción aumenta a pasos agigantados), la televisión encendida en forma permanente, los suicidios, el alcoholismo, el abuso de medicamentos (verdaderas muletas psíquicas): es el entorno que rodea a muchos jóvenes que se ven envueltos en sus problemas adolescentes. Ese chico o esa chica se encuentra en un laberinto con numerosas salidas e inmersos en un embrollo de galerías, llamadas por así decirlo, familias, asuetos, perspectivas de trabajo, competencia escolar, sexualidad y sueños. La pregunta es: ¿Como logrará escapar? La salida que encuentre puede desembocar en una secta, en una pandilla de alcohólicos, incluida la drogadicción. La heroína, la más peligrosa de las drogas, es también la más eficaz en “resolver” todos sus problemas con una rapidez vertiginosa.
El obstáculo decisivo para muchos de aquellos que se encuentran en peligro, lo constituye el alto precio de la droga. Es por eso que las niñas se han convertido en el blanco privilegiado de los traficantes. Durante estos últimos años, la proporción de adolescentes menores que se encuentran entre los consumidores de drogas_ doce y dieciséis años_ ha aumentado en mayor cantidad que los varones.
Como resulta más fácil ganar el dinero necesario pata consumir drogas prostituyéndose, las chicas son víctimas de la selección realizada por los vendedores de drogas, los llamados “dealers”, los que las inducen deliberadamente a la dependencia.
Aquellos se inician en una discoteca, seguido de un mecanismo muy simple. Un hombre joven hace su aparición: físico conveniente, vestuario de acuerdo a los últimos imperativos de la moda del establecimiento en cuestión. Entra en conversación con las chicas jóvenes. Ellas lo encuentran sensacional, increíblemente espectacular. Luego, le ofrece la primera dosis de heroína a la víctima elegida. En forma gratuita. Repite la operación en numerosas ocasiones. Y ya hay otra chica “enganchada” (estar habitualmente acostumbrada a una sustancia y no poder pasar
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sin ésta), la que por su lado va a introducir eventualmente la droga entre su círculo de amistades.
Ese modo de prospección es característico en el revendedor de pequeña escala, el que ocasionalmente paga una pequeña comisión. Al contrario de los intermediarios y de los mayoristas, el mismo es un toxicómano y sus ganancias le permiten vivir al justo; en ocasiones, apenas alcanza a cubrir sus propias raciones de heroína. No requiere de gran talento de persuasión. Los jóvenes aman el riesgo y en su anhelo muy comprensible de vivir sus experiencias personales en un mundo que les resulta cada vez más extraño, se agarran de la “caritativa” mano del “dealer”. Y efectivamente, a través de los primeros encuentros con la heroína, llegaron a conocer aquellos sentimientos de éxtasis unidos a la sensación de estar liberados de toda preocupación.
Ellos desean tantas cosas menos renunciar a ese “súper-asiento” que les permite ver la realidad totalmente opuesta. Después de la tercera incursión, ya están sumergidos en la dependencia psíquica. A continuación, de acuerdo a la frecuencia con que utilizan el nuevo descubrimiento, al cabo de algunas semanas caerá en la dependencia física. El toxicómano no podrá pasar más sin la heroína, bajo pena de sufrir dolorosos síntomas provocados por la crisis de abstinencia y así pasará a engrosar las filas de los clientes muy formales de su revendedor.
Para la mayor parte de los toxicómanos se trata de un asunto de engranaje. Si un traficante de pequeña monta es arrestado, lo reemplazan al día siguiente. Todos los toxicómanos aspiran, por consiguiente, a convertirse ellos mismos en revendedores para poder satisfacer sus necesidades como comerciante sin tener que entregarse al robo y a la prostitución. En otras palabras, el comercio de la heroína gana en todos los sentidos porque el que compra no es sólo un cliente sino que un potencial vendedor. En Berlín ya existen numerosos revendedores entre los catorce y dieciséis años.
El problema de la droga en las zonas rurales es subestimado con creces. Especialmente porque sus manifestaciones son menos visibles que en la ciudad.
En un plazo relativamente breve, un gran número de jóvenes campesinos contaminados están llegando a los grandes centros urbanos para conseguir de alguna forma las grandes sumas de dinero que les demanda la toxicomanía y su mantención.
La drogadicción conduce generalmente a las adolescentes y a las mujeres, en general, a la drogadicción. Los adictos masculinos se especializan, en su gran mayoría, en la sustracción de bienes: algunos se dedican a desvalijar almacenes, centros de estudios, o a robar autos; los otros roban carteras de mano o escaparates. Y cada uno tiene su encubridor habitual, y al menos, casi todos tienen “en reserva” algún sitio donde guardan todas esas calculadoras, máquinas fotográficas, toca cintas, aspiradoras, licores, etc. Todo aquello no le aportaba
al drogadicto grandes ganancias, (no obstante el valor real de su botín) salvo que lo hiciera por órdenes de un tercero, y finalmente apenas logrará extraer la cantidad justa para su dosis habitual de heroína.
Como esa cantidad varía entre los cuarenta y los doscientos marcos, la Scene es el testigo de las perpetuas carreras por el dinero.
Muy molestos por verse obligados a procurarse a diario de dinero, los drogadictos se tornan brutales, agresivos, se aíslan los unos de los otros. Y a pesar del continuo del continuo aumento de las dosis, el efecto euforizante de la heroína decrece poco a
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poco. Terminan, asimismo, por desaparecer del todo. Entonces sólo se inyectan por escapar de los crueles sufrimientos de las crisis de abstinencia.
CHRISTIANNE.
Ya no me importaba abusar de mi padre. De todos modos, desde hacía un tiempo, se había puesto desconfiado y algo sospechoso. Creo que esperaba la prueba decisiva. No tardó en hallarla…
Una tarde me di cuenta que no tenía droga para la mañana del día siguiente. Me era imposible salir, mi padre estaba en casa. Llamé a escondidas a Henri y quedamos de juntarnos en Gropius. Mi padre me sorprendió delante de Schlückspecht. Henri se arrancó pero mi padre descubrió la droga.
Confesé todo. Comencé por mis relaciones con Henri.Ya no me quedaban fuerzas para mentir. Mi padre me ordenó que llamara a Henri para decirle que nos juntáramos al día siguiente en el Parque Hasenheide para pedirle más droga. Le quería hacer una encerrona. Luego se dirigió a la estación de la policía, les contó todo y exigió que fuesen a arrestar a Henri al parque. Le respondieron que…que ellos no podían actuar de esa manera. Había que proceder a realizar una redada en grande y organizarla de otra forma, ese tipo de operaciones no se organizaban de la mañana a la noche. Entonces no estaban terriblemente interesados a un “sobornador de menores”, fue la expresión que utilizó mi padre. Era demasiado trabajo. me quedé muy contenta de que no me endosaron el sucio rol de provocadora.
Siempre pensé que el día que mi padre me descubriera me dejaría medio muerta tirada en la baldosa. Pero su reacción fue muy diferente. Me pareció embargado por la desesperación. Casi tanto como mi madre. Me habló con mucha suavidad. Había terminado por comprender que aunque yo no lo deseara era difícil que me deshiciera definitivamente de la heroína. Pero no abandonó la esperanza de alejarme del vicio.
Al día siguiente me encerró de nuevo en el departamento. Se llevó a Yianni. Nunca más lo volvería a ver. Tuve una abominable crisis de abstinencia. Al mediodía ya no pude contenerme y llamé por teléfono a Henri. Le supliqué que me trajera heroína. Como la puerta de entrada estaba con llave, haría descender una cuerda desde mi ventana, desde el onceavo piso. Terminé por convencerlo. Me pidió a cambio le escribiera una carta de amor y que se la hiciera llegar con uno de mis calzones. El no daba jamás algo a cambio de nada. ¿Acaso no era un hombre de negocios?
Registré el departamento en busca de todo lo aquello que pudiese oficiar de cuerda y di con unas cuerdas de plástico para envolver la ropa del lavado y otra de la bata de levantar de mi padre. Las anudé juntas. El trabajo era interminable: había que hacer muchos nudos y probar permanentemente para comprobar si
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resistirían la prueba. El asunto, además, era fabricar un cuento con la suficiente longitud. Después garabateé la famosa carta. En plena crisis de abstinencia.
Henri llegó puntual a la cita. Saqué del armario un calzón bordado_ estaba bordado por mis propias manos_ lo embutí, al igual que la carta, en la caja de mi secador de pelo y lancé mi despacho aéreo por la ventana desde el cuarto de los niños. Y funcionó. Henri cogió lo suyo, metió la bolsita con la droga en la caja. Muchas personas se interesaron en nuestro cambalache pero Henri no parecía molesto. En lo que a mí se refería, pues yo estaba en mi onda propia, lo único que me interesaba era la droga. El resto me importaba un pito. Finalmente, mi encargo estaba en mis manos. Me apresuré a inyectarme cuando sonó el teléfono. Era Henri. Había un malentendido: quería un calzón usado. Yo tenía la heroína y todo lo demás me daba lo mismo. Para que el tipo me dejara tranquilo cogí el calzón más viejo que tenía y se lo puse en la cesta de la ropa para lavar. A continuación la tiré por la ventana.
El asunto fue a parar a un matorral. Henri parecía dispuesto a irse sin el envío pero finalmente se lanzó en su búsqueda.
El tipo estaba completamente chiflado. Después del cuento de la cuerda me enteré que hacía tres semanas que estaba bajo orden de arresto. Los policías, simplemente, no habían contado con el factor tiempo para apresarlo. Su abogado también le había advertido que estaba metido en un asunto peliagudo. Pero cuando se trataba de chicas, Henri perdía completamente la cabeza. Me tocó ser testigo de su proceso. Dije la verdad. Por un lado, me deshice de él como de varios clientes. Por el otro, sentí lástima y me costó declarar en su contra. En todo caso, el no era peor que los otros traficantes: esos sabían que los toxicómanos dependíamos de su dinero para comprar la droga. Todos ellos eran asquerosos. Pero Henri sufría de una drogadicción perversa. Su droga eran las chicas. Yo creo que el lugar que el lugar que le correspondía calzaba perfectamente mejor con una clínica psiquiátrica en vez de una cárcel. Henri G. fue condenado el 10 de febrero de 1978 por el Tribunal de Mayor Cuantía de Berlín a permanecer en prisión por un período de tres años y medio por proveer de drogas a Babsi y a mí así como atentar en contra del pudor de una menor.
Permanecí encerrada en el departamento durante varios días: Pero como Henri me había traído una buena provisión de heroína, no sufrí crisis alguna. Una mañana, mi padre salió y me dejó la puerta sin llave. Me largué de inmediato a la calle. Me escondí durante toda una semana antes que diera conmigo y me llevara de vuelta a casa. Contra todo lo previsto, no me golpeó. Sólo daba la impresión de estar cada vez más desesperado.
Le dije entonces que no regresaría sola. Que era demasiado duro estar todo el día sola en la casa. Babsi estaba muerta. Detlev en la cárcel, Stella en la cárcel. Le hablé de Stella. Ella estaba por cumplir los catorce años. Le dije que acababa de ser liberada y quién había sido su compañera de celda. Stella tenía una sola idea en la cabeza: matarse. Su único apoyo eran los terroristas_ las niñas de la Fracción Armada Roja, detenidas en esa misma prisión. Ella se juntaba muchas veces con Mónica Barberich y estaba fascinada con esa mujer. Muchos adictos encontraban fantásticos a los terroristas. Varios de ellos habían intentado entrar a un grupo terrorista antes de reventarse con las drogas. Durante un período, cunado ocurrió lo de Scheleyer, también me sentí tentada por el terrorismo. Pero yo odiaba la violencia. Jamás hubiese podido hacerle a daño a nadie y el sólo ver un acto de
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violencia me enfermaba. Yo pensaba entonces que los miembros de la pandilla de Baader realizaban un acertado análisis de la realidad actual. Que no se podía cambiar esta sociedad podrida si no era a través de la violencia.
La historia de Stella logró conmover a mi padre. Dijo que se contentaría con sacarla de la cárcel y adoptarla. Por mi parte, lo convencí de que si no estábamos juntas, Stella y yo, volveríamos a reincidir en la droga. El cuento lo ponía ante la evidencia de estar enfrentado ante el último intento de lucha. Una suerte de última oportunidad. Era un razonamiento idiota pero ¿cómo podía llegar a saberlo? Mi padre no empleó, ciertamente, el método adecuado conmigo durante el tiempo que permanecí junto a él pero hizo lo que pudo. Igual que mi madre.
Mi padre se dedicó a tramitar la tutela de Stella a través de visitadoras sociales. Estas últimas se negaban a dejarla en libertad. Decían que se encontraban al borde del arroyo, tanto físicamente como psicológicamente. Peor aún que antes de ser arrestada.
Yo me había prometido estar “limpia” para cuando llegara a nuestra casa, pero no fue así. Y también hice recaer a Stella a partir del primer día. Pero ella habría reincidido de todas maneras. Después de algunos días hablamos seriamente de nuestro desenganche. Después adquirimos una técnica perfecta para engañar a mi padre. Para nosotras nos resultaba fácil, nos repartíamos todas las tareas e igual íbamos al hipódromo por turnos. Siempre en la Kurfurstentrasse. A buscar clientes en automóvil.
Todo me provocaba tal indiferencia que aquello no me disgustaba. Éramos un grupo de cuatro chicas: Stella y yo además de las dos Tinas. El destino quiso que ambas se llamaran Tina. Una tenía un año menos que yo, había cumplido recién catorce años. Trabajábamos al menos de a dos. Cuando una partía con un cliente, la otra anotaba en forma ostensible el número de la patente_ eso desalentaba a los tipos que deseaban jugarnos alguna jugarreta. También servía como sistema de protección contra los cabrones. Ya no le teníamos miedo a los policías. Algunos nos hacían una seña amistosa con la mano cuando salían a patrullar. Uno de ellos pasó a convertirse en uno de mis clientes habituales. Un fulano enfermo de divertido. Todo el tiempo reclamaba porque aspiraba a recibir amor: había que explicarle que la prostitución juvenil era un asunto de trabajo y totalmente ajeno al amor.
El no era el único cliente que se formaba expectativas amorosas. La mayoría deseaban conversar un poco. Por supuesto, tendían a repetir el mismo cuento: ¿Cómo era posible que una chica tan bonita como yo hubiera terminado en esto? Debería haber alguna solución, etc. Era el tipo de infelices que más me exasperaba. A algunos se les metía en la cabeza la idea de salvarme. Recibí montones de proposiciones matrimoniales. Y en debida forma. Sin embargo, todos aquellos bellos sentimientos no les impedían explotar el desamparo de las toxicómanas para su satisfacción personal, con pleno conocimiento de causa. Eran mentirosos como la noche oscura. ¡Qué tipos! Se imaginaban que nos podrían ayudar cuando ellos mismos estaban embromados hasta el cuello con sus propios problemas.
La mayoría de ellos eran unos cobardes que no se atrevían a ir con las profesionales. Por lo general, tenían dificultades con las mujeres hechas y derechas y por eso recurrían a la prostitución infantil. Ellos no contaban que se sentían terriblemente frustrados por causa de su esposa, o de su familia, o bien por causa de la vida que llevaban donde nada cambiaba jamás. En ocasiones, ellos también nos daban la impresión de desearnos, al menos, porque éramos jóvenes. Nos
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interrogaban acerca de la juventud actual, sobre sus gustos, su música, su lenguaje, la moda, la vestimenta, etc.
Una vez, uno de esos tipos, un tipo de unos cincuenta y tantos, quería fumar hachís en forma muy insistente porque se figuraba que todos los jóvenes lo hacían. Y me pagó para que lo acompañara. Me entregó el doble de la tarifa y nos fuimos en busca de un revendedor. Recorrimos la mitad de Berlín y yo no había considerado que en aquella ciudad uno encontraba heroína en todos los rincones. Sin embargo, en ninguna parte había hachís.
Uno se encontraba con ejemplares retorcidos en este oficio. Había un tipo que me pedía que lo golpeara con una varilla de acero que, por lo general, llevaba puesta en una de sus piernas después de sufrir un accidente en motocicleta. Otro llevaba siempre consigo un papel con un sello azul que tenía aspecto de documento oficial: era un certificado de esterilidad_ por lo que no usaba preservativos. Había otro, el más puerco de todos, me contó que dentro de una sala de cine podía simular un asalto. Acto seguido, sacó una pistola y me obligó a ocuparme de él en forma gratuita.
Mis clientes favoritos eran los estudiantes. Ellos iban de a pié. Figuraban entre los clientes más reprimidos. Pero a mí me gustaba mucho conversar con ellos. Discutíamos el tema de la pudrición de la sociedad actual. Sólo a ellos los acompañaba a sus habitaciones. Con los otros, el asunto se arreglaba dentro de un coche o en el cuarto de un hotel. Allí la cosa era bastante desagradable: le costaba diez marcos extras al cliente, y por la tarifa no daban derecho a ocupar la cama, nos instalábamos en una litera del lado asignada para estos usos.
Stella y yo nos comunicábamos a través de palabritas transcritas de un lenguaje codificado que garrapateábamos sobre un muro o sobre una columna Morris. Así siempre estábamos al tanto de nuestros respectivos relevos. Era la mejor forma de protegernos en contra de la astucia de mi padre. En ocasiones, cuando me agotaba de la Kurfurstenstrasse, la que me llegaba a revolver el estómago, me dirigía a una tienda que se llamaba “Teen Challenge”. A uno le daban folletos y libros que contaban la historia de pequeños toxicómanos y putitas norteamericanas que habían ayudado a terceras personas a encontrar el camino de Dios. Las personas que trabajan en ese sitio iban a alojarse a dos pasos del sitio donde se practicaba la prostitución infantil y de la “Sound” para hacer proselitismo sobre el terreno. Yo tomaba té y comía buñuelos en “Teen Challenge” al compás de una cháchara pero cuando se largaban a hablar del buen Dios, yo ahuecaba el ala y me largaba. En el fondo, ellos también querían explotar a los adictos: cuando veían que uno estaba al borde del abismo, intentaban reclutarnos en una secta.
Justo al lado del “Teen Challenge” estaba una agrupación del partido Comunista. A veces leía sus enunciados en la vitrina. Querían cambios absolutos en lo social. ¡Eso me agradó! Pero en la situación en la que me encontraba, su jerigonza no me servía de ayuda alguna.
También miraba las vitrinas de las grandes tiendas de muebles de la Kurfurstenstrasse y de la calle Genthiner. Me recordaban mis antiguos sueños de un departamento nuestro, de Detlev y mío. Eso me hacía sentir cada vez más desgraciada.
Había llegado a decaer a tal punto que me encontraba casi en la etapa final de la carrera de un toxicómano. Cuando los clientes eran escasos ya no retrocedía ante la delincuencia. Pero eso no llegó muy lejos, no había nacido para aquello, tenía el sistema nervioso en mal estado.
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El día en que una pandilla de drogadictos quiso llevarme a robar, me sentí desinflada. Mi mayor proeza consistió en robar una radio a transistores de un auto después de plantarle unos puñetazos al vidrio a la ventana del coche. Además, me tragué tres cuartas partes de una botella de vermouth para envalentonarme. Por lo general, ayudaba a los adictos, a esconder la mercadería después del robo. Los prevenía también cuando descubría que había un exceso de mercadería de mala calidad. Guardaba el usufructo de los robos dentro de unas cajas automáticas y después iba a retirarlas, Eso me reportaba como mucho veinte marcos de ganancia y era más peligroso que robar. Pero de todos modos, en aquel entonces no sabía ya ni donde estaba parada.
En casa, a mi padre le contaba sólo mentiras y me disputaba con Stella. Habíamos convenido repartir el trabajo y la droga, pero ambas pensábamos que nos engañábamos mutuamente. Eso fue un verdadero infierno. Mi padre, evidentemente, sabía todo. Desde hacía tiempo, pero se encontraba totalmente desamparado. Yo también. De la única cosa que estaba segura era que mis padres no podían ayudarme más.
No soportaba la escuela. Me daba lo mismo ir para hacer simple acto de presencia. Ya no soportaba más el estar sentada y no hacer nada. Por otro lado, no soportaba nada ni a nadie. Los clientes me ponían los pelos de punta. Era incapaz de irme a pasear tranquilamente por la Scene, como antes. Ya no toleraba a mi padre.
Ese era el estado en que se encuentra un toxicómano al borde del abismo. Una depresión negra. La idea del suicidio me rondaba. Pero era demasiado floja para inyectarme el “schock caliente” _ la dosis mortal. Buscaba siempre una salida.
Decidí entrar al Hospital Psiquiátrico. Al Hospital Bonhoëffer., llamado “Bonnie¨s Ranch”. Para un toxicómano no podía existir un sitio más tenebroso . Siempre había escuchado que más valía pasar cuatro años en la cárcel que cuatro semanas en “Bonnie¨s Ranch”. Algunos adictos habían estado internos después de ser descubiertos en plena calle, derrumbados. Cuando salían contaban unos cuentos espantosos.
Pero yo me decía, ingenuamente, que si me entregaba voluntariamente, al menos, alguien se ocuparía de mí. Por otra parte, en el Servicio de Ayuda al Menor, deberían tener la obligación de preocuparse de una niña que necesitaba ayuda. Y con urgencia, sobretodo cunado los padres no eran capaces de brindarle ayuda. Mi decisión de dirigirme al “Bonnie¨s Ranch” se parecía a aquellas tentativas de suicidio en las que se esperaba secretamente ser salvada. En ocasiones, las personas dicen: “Pobre de ella. No nos habíamos preocupado lo suficiente de ella. Nunca más volveremos a ser tan malvados con ella”.
Fui a ver a mi madre para hacerla partícipe de mi decisión. Se mostró muy fría conmigo. Me puse a llorar de inmediato. Luego, intenté contarle mi historia, sin deformar demasiado la verdad. Ella, por su lado, se puso a llorar, me tomó entre sus brazos y no me dejaba. Nos pusimos a llorar juntas como dos Magdalenas, y fue realmente estupendo para ambas. Mi hermana, ella estaba feliz de volverme a ver. Dormimos juntas en mi antigua cama.
Muy pronto comencé a sentir los primeros síntomas de abstinencia. Me iniciaba en una nueva abstinencia. Ya ni recordaba la cantidad de veces que las había hecho antes. Yo era, probablemente, la campeona mundial de las abstinencias. De todos modos, no había conocido a nadie que lo hubiera hecho y por su propia voluntad, menos aún. Y sin ninguna posibilidad de éxito hasta la fecha.
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Fue casi como la primera vez. Mi madre se tomó una licencia y me trajo todo lo que le pedí: Valium, vino, flanes, frutas. Después, al cuarto día, me llevó al “Bonnie¨s Ranch”. Me quedé allí porque sabía oportunamente que si no lo hacía, estaría inyectándome al día siguiente.
Me hicieron entrar de inmediato completamente desnuda y me despacharon al baño. Como a una leprosa. Había dos abuelitas totalmente rayadas dándose un baño. Me sumergí en la tercera bañera y me observaron mientras me fregaba. No me devolvieron mis cosas. En cambio, me hicieron entrega de una camisa de dormir antigualla_ la que distaba de ser nueva_ y un calzón que me cubría las costillas. Y que me llegaba hasta el piso. Tenía que sujetarlo para que no se me perdiera. Me llevaron al servicio de Admisión para observarme. Yo era la única enferma menor de sesenta años. Y las demás estaban totalmente rayadas, salvo una a la que todo el mundo le decía “Muñeca”.
Muñeca estaba ocupada de la mañana a la noche. Se mostraba como una persona muy servicial y ayudaba muchísimo a las enfermeras. Muñeca era una persona con la que se podía conversar. No estaba rayada. Su problema era que reaccionaba en forma lenta. Estaba allí desde los quince años. Sus hermanos y hermanas habían decidido llevarla al “Bonnie¨s Ranch”. Aparentemente, ella no requería de ningún tratamiento. Simplemente la habían depositado en el Servicio de Admisión. Quizás para que llegara a ser una persona realmente útil. Pero de repente sentí que algo no me cuadraba. Si alguien permanecía quince años en un Servicio de Admisión, era lógico que empezara a pensar en forma más lenta…
Durante el transcurso del primer día, fui inspeccionada por un pelotón de médicos. En realidad, la mayoría de las Camisas Blancas eran estudiantes, que me miraban de reojo sin ninguna vergüenza mientras yo lucía mi camisa “retro”. El Jefe me hizo algunas preguntas Ingenuamente respondí que estaba dispuesta a seguir un tratamiento durante algunos días. Después acudiría a un internado que me permitiera preparar mi bachillerato. Respondió: “Si, si” como se hace con los locos. Recordé algunos cuentos de locos. Me pregunté que era lo que había hecho para que me trataran como alguien que se cree Napoleón. De repente, sentí miedo ¿Y si me dejaban interna para el resto de mi vida, vestida con esa ridícula camisa “retro” y ese calzón para un gigante?
Como dejé de tener síntomas de abstinencia, dos días después me enviaron al Servicio B donde me hicieron entrega de mis ropas y tenía derecho a comer con tenedor y cuchillo (en el Servicio de Admisión sólo se podía utilizar una cuchara para las papillas. Encontré allí a otras tres toxicómanas que había conocido con anterioridad. Nos sentábamos en la misma mesa e inmediatamente fuimos bautizadas por las abuelas como “la mesa de las terroristas”.
Una de las chicas, Liana, había estado en la cárcel donde lo pasó muy mal. Ella aseguraba que el “Bonnies´s Ranch” era aún peor. Sobretodo porque en la cárcel uno de las podía ingeniar para conseguir heroína mientras que en el sitio que nos hallábamos entonces era casi imposible.
Aparte de eso, a pesar de que éramos cuatro, comencé a hastiarme. Por lo tanto, poco a poco, volví a sentir pánico. Me fue imposible escuchar una frase sensata de parte de los médicos cuando les preguntaba acerca de mi terapia. Siempre era lo mismo:”Ya veremos” o ese tipo de respuestas. Repulsivas que les soltaban a los locos durante el día.
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Mi madre había convenido con la Ayuda para la Infancia que permanecería cuatro días en “Bonnie´s Ranch”_ el tiempo para asegurarse que yo estaba “limpia”_ para pasar después a practicarme una terapia. Pero no se hizo cuestión de la vacante prometida en el Centro de Terapia. Por lo tanto, yo me había hecho mi propia abstinencia totalmente sola y había llegado casi “limpia”.
Y un buen día, querían hacerme firmar un papel que señalaba que aceptaba por mi propia voluntad una estadía de tres meses en el Hospital Bonhoeffer. Me rehusé a hacerlo, y dije que deseaba irme de inmediato: si yo era ahora dueña de mis actos, podía irme cuando se me antojara. Más encima, apareció el Médico Jefe y me señaló que si no firmaba, solicitaría una vacante por oficio por un período de seis meses.
Me sentí atrapada. Loca de angustia, me di cuenta de que estaba entregada, sin defensa alguna, en las manos de esos estúpidos médicos. Ellos me podían colgar cualquier diagnóstico: neurosis aguda, esquizofrenia, qué se yo qué otras enfermedades. Uno no tiene ningún derecho cuando está internada en un asilo para alienados mentales. Me iba a ocurrir lo mismo que a Muñeca.
Lo peor era que yo no sabía tampoco hasta qué grado estaba chiflada. Yo era nerviosa, eso era efectivo. Mis entrevistas con los Consejeros del Centro Anti-Droga me enseñaron al menos eso: la toxicomanía era una neurosis, un impulso obsesivo. Eso fue lo que se me aclaró en esos momentos. Había hecho tantas abstinencias para recomenzar en seguida, y sabía perfectamente bien que aquello terminaría por matarme. Todo lo que tuvo que aguantar mi madre, la forma en que me comportaba con los demás. Sin lugar a dudas, aquello no era normal. Yo debía estar extremadamente deteriorada.
¡Y allí estaba yo intentando impedir que los médicos y enfermeras se dieran cuenta que yo estaba rayada de frentón! Las enfermeras me trataban como a una idiota. En fin como a los otros chalados. Me reprimía para no mostrarme nunca agresiva en presencia de ellos. Cuando los médicos me hacían preguntas, las respondía todo lo contrario de lo que pensaba en forma espontánea. Intentaba con todas mis fuerzas no mostrarme a mí misma, sino todo lo contrario, aparentaba ser una persona totalmente normal. Y cuando ellos me dieron la espalda me arrepentí de haber dicho tantas tonterías. Seguramente pensaron que estaba completamente chiflada.
Todo lo que me propusieron en materia de terapia fue tejer. Pero aquello no me llamaba la atención para nada y tampoco creo que me hubiera servido de gran ayuda.
En las ventanas había barrotes, como era de suponer. Pero “Bonnie´s Ranch” no era una cárcel y las habían colocado para resaltar la belleza del decorado. Al girar mi cabeza de cierta manera, podía introducirla bien entre dos barrotes y mirar hacia fuera. Mientras pasaba durante horas con mi cuello rodeado de ese collar de metal, pude sentir la llegada del otoño. Las hojas se tiñeron de amarillo y rojo. Los rayos del sol bajaban directamente sobre mi ventana durante una hora al día.
A veces, envolvía una taza de metal con un trozo de género y la llevaba a la ventana para que chocara contra el muro. Me alegraba sentirla chocar contra el muro. O bien, durante toda una tarde, intentaba en vano atrapar una rama con un cordelillo, con la esperanza de coger una hoja. En las noches me decía: “Si aún no estás rayada, te falta bien poco…”
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Tampoco tenía permiso para salir al jardín para hacer una ronda con las abuelitas. Los terroristas tenían derecho a una píldora de aire al día. Yo no. Intentaría arrancarme…
Por otra parte, reconozco que tenían razón.
Encontré un viejo balón de fútbol en el closet. Lo lanzaba incansablemente contra los paneles de vidrio de una puerta sin cerrojo. Podía terminar por quebrarla. No tardaron en quitarme el balón. Entonces arremetí mi cabeza contra el vidrio _seguramente provisto de armadura metálica. Tenía la impresión de ser una fiera enjaulada, en una jaula minúscula. Corría a lo largo de los muros durante horas enteras. En una ocasión, me sentí presa de unas tremendas ganas de correr. Y corrí casi como un galgo desde un extremo al otro del corredor. Ida y regreso, de ida y de regreso, hasta que me derrumbé de agotamiento.
Un día me robé un cuchillo. En la noche Liana y yo tratamos de socavar la base de cemento de una ventana que no tenía barrotes. El vidrio no se movió ni un milímetro. A la noche siguiente, después de aterrorizar a las abuelas, que no osaban moverse (algunas nos tomaron por terroristas de verdad), desarmamos una cama para intentar desempotrar los barrotes de una ventana que estaba permanentemente abierta. La tentativa estaba destinada, evidentemente, al fracaso e hicimos tanto ruido que nos cayó encima el guardia nocturno. Al comportarme de esa manera no tenía esperanza alguna de poder salir algún día de esa casa de locos. Me había esforzado en vano por no drogarme: mi salud estaba cada vez más deteriorada. Tenía unas enormes ojeras, mi rostro estaba fofo e hinchado, mi tez descolorida. Cuando me miraba al espejo me encontraba con la cabeza de alguien que estaba arrestado hace quince días en “Bonnie ´s Ranch”. Dormía muy poco. Por otra parte, estábamos despiertas casi toda la noche a causa de un incidente que había ocurrido en el Servicio. Y yo esperaba la oportunidad para escapar de ese lugar. Todo eso a sabiendas que era algo inútil. Me engalanaba por las mañanas como para ir a la Scène: me cepillaba el pelo durante largo rato, me maquillaba y me ponía la chaqueta de drogadicta.
Un día recibí la visita de un tipo de Ayuda para la Infancia. El tampoco encontró algo mejor para decirme que: “Ya veremos”. Pero al menos me informó dónde se encontraba Detlev. En seguida le escribí una carta muy larga. Y cuando la despaché en el buzón comencé a escribirle otra. Era bueno poder vaciar el corazón…
En fin, en la vida no había nada perfecto: sabía que abrirían esas cartas. Probablemente desde el punto de partida, en “Bonnie ´s Ranch”. Y seguramente cuando llegaban a la prisión. Estaba obligada a mentir: contaba, por ejemplo, que no tenía ganas de drogarme nunca más.
Poco después, recibí noticias de Detlev. Un paquete de cartas juntas. Me escribió que había cometido una enorme estupidez al robar aquellos Euro- Cheques, pero lo había hecho porque tenía una sola idea en la cabeza: ir a París a desintoxicarse, El quería darme la sorpresa porque nunca tuvimos éxito al intentarlo juntos. Detlev me escribió que pronto iba a ser puesto en libertad y después entraría en terapia. Le conté que yo iniciaría la mía de inmediato. Nos prometimos el uno al otro que después de la terapia viviríamos juntos en nuestro departamento. Comenzamos nuevamente a construir castillos en el aire. Sólo cuando no le escribía a Detlev, tenía la impresión de estar condenada de por vida al “Bonnie´s Ranch”.
De pronto, tuve un golpe de suerte. Volví a recaer de hepatitis…Días tras día le repetía a la doctora que estaba enferma, que me sentía horriblemente mal, que me enviara al hospital. Efectivamente, una mañana me llevaron con escolta y todo al
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hospital Rudolf Virchow, donde me recibieron de inmediato porque me encontraron bastante grave.
Yo estaba enterada por los toxicómanos qué debía hacer una para que la echaran del hospital. Me conseguí un “Permiso al Parque”, es decir, un pase que autorizaba la entrada al Parque del establecimiento.
Por razones obvias, esos pases se los daban fácilmente a los toxicómanos. Así fue cómo se me ocurrió una triquiñuela: iría a visitar a una de las enfermeras_ una muchacha encantadora, y de mirada soñadora_ y le expliqué que me gustaría mucho ayudar a esas pobres viejecitas enterradas en una silla de ruedas. ¿Me permitiría poder pasearlas de vez en cuando por el parque? La enfermera, que no dudaba de nada ni de nadie, me felicitó por mis buenos sentimientos.
Me fijé en una anciana y le ofrecí mis servicios. Ella me encontró una muchachita muy bonita. Empujé un poquito su silla por la arboleda y le dije:” Espéreme un minuto, abuela, regreso de inmediato”. Treinta minutos después estaba en la calle.
Me precipité hacia el metro, en dirección de la Estación del Zoo. Jamás había sentido una sensación de libertad semejante. Me dirigí después hacia la cafetería de la Universidad Técnica. Después de dar una pequeña vuelta, fui a sentarme a u banco que estaba ocupado por tres jóvenes drogadictos. Les conté que me había evadido de “Bonnie´s Ranch”. Se quedaron estupefactos de admiración.
Sentí deseos de inyectarme. Uno de los dos muchachos hizo las veces de revendedor. Aceptaba darme crédito si yo le conseguía clientes. OK. Me apresuré en inyectarme en el baño del restaurante de la Universidad. No me inyecté más que la mitad de la dosis. Esa droga no era de la mejor pero me sentía formidable. Quería mantenerme con la cabeza despejada.: había contraído un compromiso y tenía que cumplirlo. Tenía que darle una mano al tipo de la droga. Era un muchacho muy joven, tenía dieciséis años, lo conocía un poco porque lo había visto con los fumadores de hachís en el Parque Hasenheide. Todavía iba al colegio. Era un novicio en la venta de la droga, de lo contrario, no me la habría pasado de inmediato: yo debía ganármela primero.
De repente, me di cuenta que la esquina estaba repleta de policías vestidos de civil. El no se dio cuenta de nada. No comprendió mis señales de alarma. Tuve que juntarme con él y decirle al oído:”son los pacos” para que reaccionara. Me dirigí muy lentamente a la Estación del Zoo y el me encajó un boleto para el metro. Se me acercó un adicto. Le grité:” No te muevas, mi viejo. Hay una redada en el restaurante de la Universidad. Pero yo puedo conseguirte mercadería, de la “extra”. El muchacho ya estaba a mi lado cuando en eso se le ocurrió sacar un paquete con droga de su bolsillo para mostrársela al futuro cliente. ¡No lo podía creer! ¡Había una redada a trescientos metros de allí y ese cretino había sacado un paquete con droga de su bolsillo!
Dos policías de civil que merodeaban en la esquina avanzaron hacia nosotros. Era inútil pensar en correr, ellos lograron atraparnos con gran rapidez. El revendedor examinaba sus bolsillos con gran naturalidad: un verdadero torbellino de papel aluminio de color morado. El estaba convencido de que podíamos esconder todo aquello en nuestras espaldas, en las de otro adicto y en las mías.
Nos hicieron levantar los brazos y colocarlos encima de un Wolkswagen para registrarnos_ en una de esas podíamos haber estado armados. Les llamó la atención de que ninguno de los tres pasaba de los dieciséis años. Un policía asqueroso aprovechó de manosearme los pechos… Pero yo estaba absolutamente
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feliz. Me había inyectado y después del cuento del “Bonnie´s Ranch”, cualquier cosa… Decidí hacer teatro y jugar el numerito de la niña bien educada. De repente, los policías que anotaron nuestros carnés de identidad se mostraron bastante gentiles. Uno de ellos dijo:” ¡Dios! ¿Todavía no cumples quince años? ¿Qué haces metida en todo esto?” Le respondí:”Andaba paseando y quise plantificarme un pucho en el hocico”. Eso lo enrabió. “Arroja eso, es puro veneno. ¡Y a tu edad…! “Tiré el cigarrillo.
Nos llevaron a la Comisaría de la Plaza Ersnt Reuter y nos encerraron en una celda. El aprendiz de “dealer” perdió los estribos. Gritaba a todo dar:”Déjenme ir. Déjenme salir”. Me quité la chaqueta, la enrollé para usarla de almohada, me estiré en el catre y dormí un rato. No tenía de qué asustarme, me habían ocurrido cosas peores que un arresto en mi vida. Y lo más probable era que la policía no estuviese enterada que había escapado de “Bonnie´s Ranch”.
Efectivamente, así fue. Me soltaron diez horas después. Regresé a la Universidad Técnica. En el camino, mi conciencia comenzó a atormentarme. En la primera oportunidad que tuve de recaer no me hice de rogar. Me largué a llorar a mares. ¿Qué podía hacer? No podía presentarme así de pronto en la casa de mi madre, con las pupilas como cabezas de alfiler y con el corazón en la boca. “Hola mami, aquí estoy. Me escapé. Hazme un huequito…”
Me fui al Centro Anti-Drogas de la Universidad Técnica (está instalado en el antiguo restaurante de la Universidad). Los tipos que trabajaban allí eran muy bacán. Me subieron la moral al punto que me atreví a llamar a mi madre. La escuché aliviada cuando supo que estaba en la Universidad. Al llegar a casa, me acosté: tenía cuarenta grados de fiebre. Comencé a delirar. Mi madre llamó al medico del Servicio de Urgencia para que me pusiera una inyección.
Me vi. embargada de un pánico tremendo. No me inquietaba el hecho de inyectarme dos y tres veces por día en el brazo, pero una inyección en el trasero me aterraba.
La fiebre me bajó de inmediato. Pero yo no era más que un harapo. El “Bonnie´s Ranch” me había aniquilado no sólo físicamente sino había afectado también mi psiquis. Al tercer día estuve en condiciones de levantarme y me precipité al Centro Anti-Drogas. Para llegar hasta allí me vi obligada a atravesar la Scène y la cafetería. Lo hice corriendo, sin mirar a la derecha ni a la izquierda.
Fui allí todos los días durante una semana. Por fin había encontrado a alguien que me escuchara. Por primera vez, me dejaron hablar. Hasta la fecha, sólo me había tocado escuchar a mi madre, mi padre, los tipos de Narconon. Todo el mundo. Allí me pidieron que intentara contar lo que me había ocurrido, que tratara de hacer un balance de los hechos sucedidos. Seguí corriendo a la Facultad aunque mi rostro estaba amarillo con un limón. Esa mañana me encontré con algunos compañeros en la cafetería. Comenzaron a arrancar mientras me gritaban:” ¡Lárgate! ¿Acaso no te has dado cuenta que estás con hepatitis?”
No. No quería saberlo .Era extraño: cada vez que me encontraba “limpia” por un cierto período de tiempo, y con la esperanza de poder desengancharme definitivamente, me agarraba la enfermedad oficial de todos los drogadictos.
Cuando mi dolor al vientre se tornó insoportable, le pedí a mi madre que me acompañara a la Clínica Steglitz (la elegí porque la comida allí era más potable). Pasé dos horas en la sala de espera, retorciéndome de dolor sobre mi silla. No importaba quién me hiciera el diagnóstico, mi rostro lucía totalmente amarillo. Nadie se movía. El cuarto estaba lleno de gente, incluidos niños. Si mi ictericia era
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contagiosa_ eso ya me había sucedido_ corría el riesgo de contaminar a todo el mundo.
Al cabo de dos horas decidí que había tenido suficiente. Me dirigí al corredor y me apoyé en el muro porque estaba muy débil y sufría como una condenada. Busqué el sitio en donde se hallaba el Servicio de Contagios. Pasó un médico y le dije:” Déme una cama. No quiero contaminar a toda esa gente. Tengo ictericia pero quizás usted no se ha dado cuenta.” El tipo estaba abatido pero no pudo hacer nada: debía regresar a la Recepción.
Cuando finalmente fui recibida por un medico, opté por reconocer de inmediato que era toxicómana. La respuesta glacial fue:” Lo lamento. En su caso somos incompetentes.”
Cuando se trataba de adictos, nadie era competente. Tomamos un taxi .Mi madre estaba furiosa cuando se enteró que los médicos no quisieron ocuparse de mí. A la mañana del día siguiente, me llevó al Hospital Rudolf Virchow. Pero como me había escapado de ese hospital, me vi enfrentada a un dilema.
Un joven interno me hizo un examen de sangre. Le expliqué de sopetón:”No en esa vena. Está dura como palo. Hay que buscar otras por debajo. No es conveniente poner la aguja de esa forma, un poco más oblicua, de lo contrario, no va a funcionar.” El tipo estaba totalmente confundido. Así y todo me puso la inyección en una vena totalmente endurecida. Respiró tranquilo, no se había derramado ni una gota de sangre. Para finalizar, la aguja se desprendió literalmente, de mi brazo, a causa del vacío que se había provocado dentro de la jeringa. Después de eso, me preguntó dónde la podía colocar finalmente. Dormí durante dos días completos. Mi ictericia era contagiosa. Al cuarto día, mi graduación hepática había disminuido, mi orina estaba menos roja y mi rostro, poco a poco, recuperaba su color original.
Llamaba todos los días al Centro Anti-Drogas, tal como habíamos convenido. Tenía la esperanza de que me encontraran, a la brevedad, una vacante en terapia. Y un día domingo, a la hora de visitas, una sorpresa: mi madre venía acompañada de Detlev. Lo habían liberado.
Juramentos de amor, besos, caricias, felicitaciones. Deseábamos estar solos, nos fuimos a dar una pequeña vuelta al parque del Hospital. Fue como si jamás nos hubiésemos separado. Y de repente nos encontramos en la estación del Zoo. Tuvimos suerte: nos encontramos con un compañero, Billi. Era afortunado: vivía con un homosexual que era médico y además, un escritor de renombre. Billi tenía un montón de dinero para el bolsillo y estudiaba en un colegio privado.
Nos regaló una dosis y yo regresé al hospital a la hora de cenar. Detlev apareció a la mañana siguiente. Ese día no pudimos conseguir ni una pizca de droga y regresé a las diez y media de la noche. Para colmo, no pude ver a mi padre: se había ido a despedir antes de partir a Tailandia.
En su siguiente visita, mi madre, nuevamente, tenía un lamentable aspecto de desesperación. ¡Ya era demasiado! Además, el tipo de Info-Drogas me había visitado y dijo que mi caso era irrecuperable. Le juré que toda mi voluntad estaría al servicio de abandonar la droga. Se lo juré a los demás y a mí misma. Detlev dijo que todo aquello que había sucedido era por su culpa. Se puso a llorar. Después fue a conocer a las personas del centro Anti-Drogas y al cabo de unos días me dijo que le habían encontrado una vacante en terapia. Comenzaría al día siguiente.
Lo felicité.”Ahora sí que vamos a lograrlo”. También me darán una vacante y nunca más volveremos a cometer estupideces”.
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Fuimos a dar un paseo al parque. Le propuse:” ¿Y si vamos de una carrera a la estación del Zoo?” Podría comprar el tercer tomo de “Regreso del planeta de la Muerte” (una novela de terror que deseaba leer). Mi madre no la había podido hallar.
Detlev:”Bueno, viejita, te diré que estás totalmente enloquecida. Por eso quieres ir a la estación del Zoo y ni más ni menos que para comprar tu novela de terror. ¿Porqué no dices de frentón que lo que deseas es mandarte una volada?”
Aquello de ver a Detlev con esos aires de superioridad logró exasperarme. Se las estaba dando de santurrón. Además, yo no estaba ocultando nada. Sólo tenía ganas de leer el final de “Regreso del Planeta de la Muerte”. Le contesté:”Haz lo que quieras. Por lo demás, no estás obligado a acompañarme”.
Por supuesto que me acompañó. En el metro me dediqué a mi pasatiempo habitual: fastidiar a las ancianas. Eso siempre le había molestado a Detlev. Se refugió entonces al otro lado del vagón. Y yo me puse a vociferar.”Oye, viejito, escúchame. Deja de hacerte el desconocido. No eres mejor que yo y eso cualquiera lo puede notar”. De repente, mi nariz comenzó a sangrar.
Desde hacía algunas semanas, aquello me estaba sucediendo desde que ponía los pies en el metro. Era algo horripilante y estaba todo el tiempo limpiando la sangre de mi rostro.
Afortunadamente encontré de inmediato la novela que buscaba. De mejor humor, le sugerí a Detlev hacer un pequeño paseo. Después de todo, era nuestro último día de libertad. Nuestros pasos nos condujeron de inmediato a la Scène. Stella estaba allí, las dos Tinas también. Stella se puso loca de alegría de volver a verme. Pero las dos Tinas estaban súper mal: en plena crisis de abstinencia. Habían regresado de la Kurfurstenstrasse con las manos vacías. Habían olvidado que era domingo. Y el domingo los clientes estaban de wikén con sus esposas y los niños.
Me sentía muy feliz de haber salido de toda esa mierda. No temía las crisis de abstinencia. No volví al cuento de la prostitución desde hacía un buen tiempo ya. Sentí una sensación de superioridad, una alegría exuberante. Es que no dejaba de ser agradable poder pasearme por la Scène sin tener deseos de drogarme.
Estábamos en un paradero de bus, cerca de la estación de la Kurfurstendamm. A nuestro lado, dos extranjeros. Me hicieron señas todo el tiempo. A pesar de mi ictericia, yo era la que tenía el aspecto más saludable de nosotros cuatro porque había permanecido “limpia” por un buen lapso de tiempo. Además, no llevaba puesto el uniforme de los toxicómanos. Andaba con ropas de mi hermana, es decir, con estilo “muy infantil”, justamente lo opuesto de la onda toxicómana. También me había cortado el cabello en el hospital. Lo tenía bastante corto.
Los fulanos no dejaban de hacerme guiños con los ojos. Les ofrecí a las dos Tinas. “¿Quieren que haga un trato para ustedes? Igual no van a aflojar más de cuarenta marcos por la dos, pero al menos, podrían compartir una dosis”. En el estado en que se hallaban, las habrían burlado de todas maneras. Me adelanté entonces, muy confundida, y les dije a esos carajos:” ¿Quieren a esas dos chicas? Pregunto en el lugar de ellas. Cincuenta marcos. ¿Estamos...? “Y les señalé a las dos Tinas.
Ellos, con una sonrisa idiota: “No, no, tú acostarte. Tú, hotel “.
Muy relajada y sin un dejo de agresividad les respondí: “No, es definitivo. Pero esas chicas son “Extra”. Catorce años. Cincuenta marcos solamente”. La menor de las Tinas no tenía de hecho, más de catorce años.
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Los fulanos se quedaron helados. En el fondo, los comprendí. Las Tinas con síndrome de abstinencia no eran precisamente apetecibles. Regresé donde se encontraban ellas para decirles que el negocio no había resultado. Y en eso el diablo me sopló algo en el oído. Agarré a Stella y la llevé aparte:” En el estado en que se encuentran, las Tinas jamás hallarán un cliente. Debemos ir nosotras dos en el lugar de ellas. Nosotras estaremos al comienzo y las Tinas se encargarán del resto. Además, ellas son de las que se acuestan con los clientes. Les vamos a pedir que nos paguen cien marcos por todo y compraremos medio gramo”.
Stella no se hizo de rogar. Si bien los turcos eran lo peor que existía, ninguna de nosotras reconocimos haber estado con ellos ni haber accedido a sus exigencias.
Me dirigí de nuevo donde los turcos. Mi proposición logró que largaran el dinero de inmediato. Detlev, asqueado, me dijo:” Eso era lo que tú querías? ¿Vas a seguir con el aunto de la prostitución?”.
Yo:” Ubícate de una vez. No pienso meterme en ese cuento. Estás viendo que iremos cuatro chicas”. Pensaba sinceramente que lo estaba haciendo para ayudar a las dos Tinas. Quizás, había algo de eso. Pero inconscientemente, yo buscaba, sin duda alguna, un medio oculto para retornar al vicio.
Les expliqué a los otros que iríamos al hotel “Norma”, que allí tenían habitaciones grandes. En ninguna otra parte nos dejarían entrar a seis dentro del mismo cuarto. Nos pusimos en marcha. De repente, se nos coló un tercer cliente. Los otros dos dijeron:”Si, amigo. También hotel”.
En ese momento no alcanzamos a decir nada: acariciábamos nuestros cien marcos. Stella partió con uno de los tipos a comprar la mercadería. Ella conocía a un revendedor que vendía los medios gramos a buen precio. Era el que vendía la mejor heroína en aquel sector. Esperamos a Stella para partir. Adelante íbamos las cuatro chicas y Detlev._ ocupábamos casi todo el ancho de la acera. Los tres clientes venían detrás.
Pero había una cierta tensión en el ambiente. Las dos Tinas querían la heroína de inmediato. Stella se rehusó, de miedo se comprende: temía que las muchachas nos abandonaran. Por otra parte, debíamos encontrar el modo de sacarnos de encima al tercer cliente colado ya que no estaba comprendido en el trato.
Stella se dio vuelta, lo señaló con el dedo y declaró en tono categórico: “Si ese fulano viene con nosotros, no haremos nada”. Ella tuvo la desfachatez de decirle “Metiche” en sus narices (Metiche era la forma despectiva de llamar a los extranjeros).
Pero los tres tipos iban tomados de la mano y prestaron oídos sordos a los avisos de Stella. Ella propuso que nos deshiciéramos de ellos. Así de simple. Mi primera reacción fue:” Buena idea”. Yo andaba con tacos bajos_ por primera vez por lo menos en tres años_ y podía correr. Pero cuando lo pensé mejor, no me pareció una idea muy astuta...”Ellos terminarán encontrándonos, seguramente, y cuando eso ocurra quién sabe dónde nos hallarán” me dije a mí misma. Me había olvidado por completo que había dejado de frecuentar la Scene y que ya no me dedicaba a prostituirme.
Stella se puso de mal humor. Permaneció detrás de nosotros y volvió a arremeter en contra de los metiches. Llegamos a un pasaje subterráneo de la Europa Center. Yo me largué. Detlev, detrás de mí. Las dos Tinas quedaron abandonadas a su destino y los metiches se les tiraban encima. Recorrí el Centro Comercial corriendo como una loca. Detlev tomó el lado izquierdo y yo el derecho. No había huellas de Stella. Además, a mí me empezó a remorder la conciencia el
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asunto de las dos Tinas. Había alcanzado a ver como los turcos las arrastraban hacia el hotel. Había que esperar el regreso de su asqueroso desempeño. Aquello duró horas. Se merecían con creces un pinchazo. Ya sabía donde encontrar a Stella. Las dos chicas y yo nos dirigimos a la estación de la Kurfurstendamm, pero como nosotros buscábamos a Stella descendimos directamente a los baños de la estación. Apenas franqueamos la puerta, escuché la voz de Stella. Estaba en plena acción. Insultando, para variar, a alguien. Había numerosas casetas pero yo reparé de inmediato en la que se encontraba Stella. Golpeé dos veces con mis puños. Nada. Le grité: “Stella, abre de inmediato. De lo contrario te vas a llevar una sorpresa”.
La puerta se abrió. Apareció Stella. La menor de las Tinas le lanzó una bofetada magistral. Stella, ya totalmente volada, dijo:” Tengan, les dejo toda la droga”. Y se fue. Por supuesto que nos echó una tremenda mentira. Había ocupado más de la mitad de la mercadería, con el objetivo de no compartirla. Las dos Tinas y yo utilizamos el resto del paquete entre las tres, además de la dosis que acabábamos de comprar. Dividimos todo en tres partes iguales.
Para mí, que no había ingerido nada en mucho tiempo, era más que suficiente. Mis piernas comenzaron a traicionarme. Me fui a la Treibhaus. Stella estaba allí haciendo una transacción con un “dealer”.Me dejé caer:” Aún me debes un cuarto”. No me rebatió. Significaba que todavía le restaba un dejo de conciencia. Le dije:”Eres una puerca. No te volveré a dirigir la palabra.” Después me largué y partí a inyectarme la porción restituida por Stella. Fui a buscar una Coca. Me senté en un rincón, totalmente sola. Aquellos fueron mis primeros minutos de calma desde que se había iniciado la tarde. Durante un corto instante, esperé la llegada de Detlev. Después me puse a reflexionar.
Al comienzo, las cosas todavía funcionaban. Decidí hacer un balance sobre el presente: en primer lugar, tu novio te abandona, segundo, tu mejor amiga te hace una chuecura. Reconócete a ti misma con quién cuentas ahora: la amistad entre los toxicómanos no existe. Estás absolutamente sola. Para siempre. Todo lo demás se asemeja a un castigo. Toda la pesadilla de aquella tarde, todo había sido por un simple pinchazo. Pero no había sido nada extraordinario, si al fin de cuentas, la pesadilla era cotidiana.
Tuve un momento de lucidez. Eso me ocurría en ocasiones. Pero siempre cuando andaba volada. Cuando estaba con crisis de abstinencia, hacía cualquier tontera, no importaba qué, era totalmente irresponsable. Eso lo había comprobado perfectamente aquel día.
Me absorbí en mis reflexiones. Estaba muy calmada _ya tenía suficiente heroína en la sangre. Decidí no regresar al hospital. Por otro lado, ya eran pasadas las once de la noche.
De todos modos, me habrían transferido. Y ningún otro hospital aceptaría recibirme. El médico había advertido a mi madre: mi hígado estaba al borde de la cirrosis. Si continuaba así, me quedaban como máximo dos años de vida. Para la Info-Drogas yo debo haber sido símbolo de un azote. No valía tampoco la pena llamarlos, estaban vinculados al Hospital.
Por otra parte, no querrían saber nada más de mí y estarían actuando en justicia: había tantos toxicómanos en Berlín que deseaban practicarse una terapia. Y las vacantes eran escasas… Normalmente debían estar reservadas a aquellos que todavía tenían algo de coraje. Era una oportunidad para desengancharse.
Y yo, sin lugar a dudas, no estaba dispuesta a despegar. Probablemente había hecho el intento demasiado temprano, lo había intentado, quizás, a destiempo.
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Mi espíritu estaba muy esclarecido. Realicé mi balance saboreando una Coca. No había olvidado los asuntos prácticos. ¿Dónde pasaría la noche? ¿Dónde mi madre? Ella me arrojaría la puerta en las narices. Por lo demás, lo primero que haría al día siguiente y a primera hora, sería llamar a la policía para encerrarme después en una institución de la onda de una Casa Correccional. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Mi padre estaba en Tailandia. ¿Stella? Excluida. Detlev, tampoco sabía donde alojaría esa noche. Si estaba pensando realmente en desengancharse, pasaría la noche en casa de su padre. De todos modos, al día siguiente por la mañana, partiría. No podía contar, por lo tanto, con un lecho. Ni para esa noche ni para las siguientes.
La última vez que había reflexionado en forma lúcida acerca de mi situación, había llegado a la siguiente conclusión: sólo me quedaban dos alternativas. Desengancharme definitivamente o inyectarme un “hot show,” la dosis mortal. En aquellos momentos, la primera alternativa estaba descartada. Había fracasado a lo largo de cinco o seis abstinencias. Era más que suficiente. Al fin de cuentas, no era ni mejor ni peor que los demás toxicómanos. Entonces ¿por qué me incluía entre el selecto grupo de los que deseaban apartarse del vicio?
Me dirigí a la Kurfurstendamm. Todavía no había reclutado jamás un cliente de noche. Eran los profesionales los que asomaban la cabeza de noche pero no sentí miedo. Me hice dos clientes de manera muy rápida y regresé a la Treibhaus. Tenía cien marcos en el bolsillo y me compré medio gramo.
No quería ir a los baños de la Tribhaus ni a los de la Kurfurstendamm. Había demasiada gente. Entonces ¿dónde? Me fui a buscar otra Coca-Cola y me puse a reflexionar de nuevo. Me decidí por los baños de la Bundesplatz. En las noches estaban desiertos.
Me fui a la Bundesplatz de a pié. Me sentía muy calmada. La noche tenía una atmósfera diferente, angustiosa. Curiosamente, yo sentía una sensación de seguridad. El lugar estaba muy limpio, bien iluminado. Aquellos eran los baños mejor decorados de Berlín, y yo los tenía para mí sola. Las casetas eran enormes (podían caber hasta seis personas dentro de una) y tenían puertas que llegaban hasta el piso. No había orificios en los muros. Muchos adictos escogían los baños de la Bundesplatz para suicidarse. Eran tan estupendas…
No había ni viejujas, ni mirones ni policías. Nada me apremiaba. Me tomé mi tiempo. Me lavé la cara y me escobillé el pelo. Después limpié cuidadosamente todo lo que requería para ponerme la inyección. Me la había prestado Tina. El medio gramo era suficiente, estaba segura de eso. Después de mis últimas abstinencias, había notado que un cuarto de gramo me dejaba lona. Hasta la fecha ya había tenido tantas_ y todavía más_ en mi torrente sanguíneo y también estaba debilitada por la ictericia... Me habría gustado contar con todo un gramo_ Atze lo había logrado con un gramo entero_ pero era incapaz de hacerme otros dos clientes.
Elegí, tranquilamente, el WC más limpio. Estaba perfectamente calmada. Verdaderamente. No tenía miedo. Nunca imaginé que un suicidio era tan falto de patetismo. No pensaba en mi vida pasada. Ni en mi madre. Ni en Detlev. Sólo pensaba en mi pinchazo.
Como era habitual, diseminé mis cosas alrededor del laboratorio. Vertí el polvo en una cuchara_ también prestada por Tina. Pensé durante un instante que yo, a mi vez, también le estaba haciendo una chuecura a Tina. Se quedaría esperando por su cuchara y su jeringa. Después recordé que había olvidado el limón_ pero la heroína era de buena calidad y se disolvía igual.
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Busqué una vena en mi brazo izquierdo. En el fondo, era un pinchazo, igual que todos los demás. La única diferencia radicaba en que este sería el último. Para siempre. Conseguí dar con la vena en el segundo intento. La sangre penetró en la jeringa. Me inyecté el medio gramo. No tuve tiempo para accionar nuevamente la inyección. Sentí que mi corazón se me salía del pecho y que mi caja craneana se arrancaba de mi cabeza.
Cuando desperté, era de día. Los coches, afuera, hacían una bulla infernal. Yo estaba estirada al costado del tazón del water. Retiré la jeringa de mi brazo. Intenté levantarme. Comprobé entonces que mi pierna derecha estaba medio paralizada. Podía moverme un poco pero a costa de unos dolores espantosos en las articulaciones, sobretodo, en las caderas. Me levanté no sé cómo, a abrir la puerta. Logré alcanzar algunos metros con ambos brazos y piernas, después intenté enderezarme, avancé apoyándome contra el muro y saltando con una pierna.
A la entrada de los baños, dos muchachos de unos quince años, con unos jeans súper ajustados y chaquetas de raso, eran dos mariquitas_ miraron hacia éste fantasma que saltaba con una pierna y cojeaba. Alcanzaron a sujetarme justo antes de que me derrumbara. Se dieron cuenta de lo que había ocurrido y uno de ellos me dijo:”Te viviste todo un cuento. ¿Verdad?”. No los conocía pero ellos me habían visto en la estación del Zoo. Me instalaron en un banco. Hacía un frío tremendo aquella mañana de Octubre. Uno de los muchachos me alcanzó un Marlboro. Pensé para mis adentros ¿Por qué sería que todos los maricas fumaban Marlboro o Camel? En el fondo, estaba contenta de no haber muerto.
Les conté lo que me había sucedido. Stella me había jugado chueco, me había inyectado medio gramo. Ellos fueron muy amables, esos dos muchachitos. Me preguntaron si quería ir a algún lugar en particular, ellos me llevarían. La pregunta me enervó, no tenía deseos de reflexionar más. Les dije que me dejaran en el banco. Pero temblaba de frío y era incapaz de caminar. Me propusieron llevarme donde un médico. Yo no quería ir a ver a un doctor. Me dijeron que conocían a uno, un tipo muy bacán, un homosexual. Un médico que atendía a los homosexuales: en la situación en la que me encontraba, me iba a sentir más en confianza. Se fueron a buscar un taxi y me llevaron a la casa de su compañero. El tipo era realmente bacán, me instaló en su propio lecho y después procedió a examinarme. Quiso hacerme hablar acerca de la droga, de todo aquello, pero yo no tenía ganas de hablar. A nadie. Le pedí un somnífero. Me dio uno y otros medicamentos más.
Volví a afiebrarme y a sangrar por la nariz. Dormí durante dos días, casi sin interrupción. Al tercer día, cuando mi cabeza comenzó a funcionar de manera más normal, ya no tenía nada. Sólo que no deseaba reflexionar. Me obligué a no hacerlo. Pero en mi fueron interno rumiaba constantemente dos ideas: 1) El Buen Dios no quiso que te fueras al otro mundo.2) La próxima vez tendrá que ser con un gramo entero.
Tenía ganas de salir, de ir a la Scène, de drogarme, de bailar, de beber cerveza o vino, pero sobretodo, de no pensar. Hasta que acertara a realizarme un debido “hot shot”. El medico, lleno de preocupación, me procuró un par de muletas. Me fui y desaparecí de su casa con ellas pero en el camino las arrojé. No podía realizar mi reaparición apoyada en esas dos muletas: apretando los dientes, podría arreglármelas.
Clopin, clopán, llegué rengueando hasta el césped de la estación del Zoo. Me hice de numerosos clientes. También había un extranjero en el montón. No era turco, era griego. ¡Qué curioso había sido aquel convenio que hicimos con Stella y Babsi,
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de no aceptar a los extranjeros! En honor a la verdad, no tenía nada en contra de los extranjeros. De todos modos, ahora todo me daba igual. Quizás, en el fondo de mi alma, tenía la esperanza de que mi madre viniese por mí. Si lo hacía, vendría a la estación del Zoo. Fue por eso que no fui a la Kurfurstenstrasse. Pero en el fondo tenía la sensación de que nadie vendría por mí.
Estaba en un buen momento, la época en que mi madre esperaba impaciente por mí.
Compré una dosis, me inyecté y regresé a trabajar. Necesitaba dinero por si no encontraba un cliente conocido donde pudiera pasar la noche. En ese caso debía ir a un hotel.
De repente me encontré con Rolf, el antiguo cliente de Detlev. Detlev había regresado a su casa pero Rolf había dejado de ser un cliente. Se había metido en la heroína y estaba al otro lado del cerco, como nosotros. Parecía que le iba mal con los clientes: es que ya tenía veintiséis años. Le pregunté si tenía novedades de Detlev. Se largó a llorar. Si, Detlev estaba en terapia. Sin él, la vida era una mierda, la vida no tenía sentido, quería desengancharse de frentón porque amaba a Detlev, quería suicidarse. En resumen, me soltó la eterna letanía de los toxicómanos. Toda esa virutilla sobre Detlev me asqueó. No podía comprender cómo ese miserable maricón se sentía con derechos sobre Detlev.
Dijo que Detlev debería abandonar la terapia y regresar. Nada menos. También le había dejado una llave del departamento. Al escuchar eso, estallé:”Eres un puerco, un asqueroso. Le dejas la llave como si estuviera a punto de claudicar, como si ya hubiese fracasado en su terapia. Si lo quisieras de verdad, intentarías hacer todo lo posible para que se desenganche. Pero, ¿qué se podía esperar de ti, marica asqueroso?”
Rolf estaba con crisis de abstinencia y yo no tuve ningún empacho en hacerlo papilla. Pero de pronto me asaltó una idea ¿Y si me quedaba a alojar en su casa? Me calmé y le propuse hacerme de un cliente para comprarle una dosis de heroína. Rolf se alegró mucho cuando se enteró que yo iría a alojar a su casa. Fuera de Detlev y de mí, no conocía a nadie más.
Dormimos juntos en una cama grande. Cuando Detlev no estaba, me entendía mejor con él. Me desagradaba, es cierto, pero en el fondo era un pobre y triste infeliz. Así fue como entonces los dos amores de Detlev terminaron metidos en una misma cama de dos plazas. Y todas las noches escuchaba el mismo cuento: me machacaba que amaba a Detlev y lloraba un buen poco por él antes de dormirse. Eso me ponía los nervios de punta pero me aguantaba porque necesitaba un espacio en la cama de Rolf. Tampoco me indigné el día que me hizo saber que después de nuestra desintoxicación, Detlev y él vivirían en el mismo departamento. Por otra parte, todo me daba igual. Además, Detlev y yo teníamos una responsabilidad respecto de Rolf: si no hubiese sido por nosotros habría terminado siendo un simple homosexual, solitario y abandonado, que de vez en cuando se pegaba una borrachera para olvidar sus miserias y eso sería todo.
Las cosas funcionaron bien durante una semana. El hipódromo, un pinchazo, el hipódromo, un pinchazo. Y en la noche escuchaba los lamentos de Rolf.
Una mañana me desperté cuando escuché que alguien abría la puerta de entrada. Luego caminaron en forma apresurada por el pasillo. Sin duda, era Rolf. Entonces vociferé: “No hagas tanto ruido, tengo sueño” Era Detlev.
Nos abrazamos y nos besamos. ¡Qué felices éramos! De pronto caí en la cuenta:” ¡Te escapaste!”
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Me explicó: como a los demás novatos, le encargaron que hiciera las veces de despertador durante un período de tres semanas. Exigirle puntualidad a un drogadicto es casi pedir un imposible. Le pedían que se levantara todas las mañanas a despertar a los otros: eso fue imponerle una tremenda prueba. Ese era el sistema de selección que utilizaban: las escasas vacantes se las daban a los individuos dotados de una mayor fuerza de voluntad. Detlev no pudo resistir la disciplina: sólo en tres ocasiones se logró despertar y lo despidieron.
Detlev me contó que la terapia no era del todo mala. Bueno, quizás era dura, pero la próxima vez lograría salir adelante. Mientras esperaba, se esforzaría por mantenerse “limpio” _ y por otro lado_ muy pronto se pondría en campaña para ocupar una vacante en terapia. Me contó que se encontró allí con muchas de nuestras antiguas amistades. Frank, por ejemplo, el que intentaba desengancharse después de la muerte de su amigo Ingo. Tenía catorce años, como Babsi.
Le pregunté a Detlev que haría durante el día. Lo primero sería inyectarse. Le pedí que me trajera una dosis de heroína. Regresó al cabo de dos horas acompañado de un tal Polo, un antiguo cliente. Polo sacó una bolsa de plástico de su bolsillo y la puso sobre la mesa. Yo no podía creer lo que veían ante mis ojos: estaba lleno de heroína_ diez gramos. Nunca había visto tanta droga junta. Cuando volví de mi asombro le grité:” ¿Te volviste loco? ¿Cómo se te ocurre traer diez gramos a casa?”
“A partir de hoy seré revendedor” respondió Detlev.
“¿Has pensado en la policía? Si te vuelven a agarrar, regresarás a la prisión. Y por varios años.”
Detlev se enfadó: “No tengo tiempo para pensar en policías y me hastié de andar patinando por las calles. ·” Y se puso a trabajar de inmediato. Dividió las porciones con su cortaplumas y las dispuso sobre cuadrados de papel aluminio. Me parecieron demasiada pequeñas y le hice la siguiente observación: “Atento, viejito, es la apariencia lo que cuenta. Deberías hacer paquetes más grandes con la misma cantidad. Piensa tan sólo en las que nos venden: están llenas hasta la mitad.”
“Me estás agobiando. Hice las dosis más pequeñas para que nuestros clientes se enteren de que no los estafaremos. Te aseguro que todos regresarán después. Atenderé muy bien y se correrá la voz…”
Se me ocurrió entonces preguntar de quién era toda esa mercadería. De Polo, naturalmente. ¡Ese pequeño granuja! Se dedicaba a desvalijar oficinas. Recién lo habían largado de la cárcel, estaba en libertad condicional y quería salir a flote endosándole su pega a ese pobre
pajarón de Detlev. Había comprado la mercadería con tarifa de revendedor a los mafiosos de la calle Postdamer que había conocido en la prisión. Pero ni hablar de venderlo por su cuenta. Por otro lado, desconocía el oficio pero sabía manduquear y para eso estaba el tontorrón de Detlev.
Cuando Detlev terminó con sus envoltorios, contamos los paquetes. Había de un gramo, de medio y de un cuarto. Yo nunca fui buena para las matemáticas pero de inmediato me di cuenta que el total no daba más de ocho gramos. Si no lo hubiéramos chequeado habríamos tenido que pagar los dos gramos que faltaban de nuestro bolsillo.
Bien, todo comenzó de nuevo. Como había sobrado un poco de de polvo que estaba adherido al papel, lo recuperé para mi uso personal. Detlev se decidió finalmente por los paquetes más grandes y por mostrar la mercadería junto a una botella de cerveza. Daría la impresión de mayor solvencia. En esa ocasión vendió
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sólo dos cuartos. Finalmente, logramos tener veinticinco dosis a nuestra disposición. Consumimos dos de ellas: teníamos que probar la mercadería. La heroína era de buena calidad. En la noche llevamos nuestro stock a la Treibhaus. Enterramos la partida más grande detrás del establecimiento, al lado de los botes de basura. Nunca conservamos más de tres paquetes con nosotros. De esa manera, en caso de una redada no quedaríamos fichados como “dealers”. Aquello funcionó bastante bien. Muy pronto, todo el mundo se enteró de que teníamos droga de buena calidad y que atendíamos bien. Una sola persona habló mal de nosotros: Stella, por supuesto. Sin embargo eso no le impidió ofrecerme sus servicios de promotora. Yo, pobre imbécil, acepté. Le daríamos un cuarto por cinco ventas. Conclusión: no nos quedó nada. Detlev había convenido que por diez gramos vendidos, nos darían a cambio uno y medio. Una vez que los promotores pagaran, nuestro oficio como revendedores nos permitirían cubrir muy al justo nuestras necesidades cotidianas de heroína.
Polo venía a hacer las cuentas todas las mañanas. En la noche teníamos por lo general, dos mil marcos en caja_ eso significaba un beneficio neto de mil marcos para Polo. Para nosotros, un gramo y medio de droga. Polo no corría prácticamente ningún riesgo, a menos que nosotros lo denunciáramos…
Tomó sus precauciones. Nos explicó de inmediato que si nunca antes habíamos sido arrestados y lo entregábamos a la policía, podíamos encargar desde ya nuestros féretros. Sus compañeros de la calle Postdamer se ocuparían de eso. No teníamos escapatoria, tampoco de la cárcel. El tenía amigos instalados por todos lados. Nos amenazó también con hacerlos intervenir en caso de que falseáramos las cuentas.
Creímos en sus palabras. Por lo mismo le tenía tanto miedo a los proxenetas_ sobretodo después de torturar a Babsi.
Detlev no quería reconocer que Polo nos amenazaba...” ¿Qué quieres? me dijo. Por ahora, aquello era esencial y nos evitaba salir a patinar.”No quiero que te prostituyas, Y yo no quiero volver a hacerlo nunca más. Entonces es preferible soportar esto…”
La mayoría de los pequeños revendedores estaban en la misma situación que nosotros. Nunca tenían suficiente dinero para comprar diez gramos de droga directamente al intermediario. Por otra parte, desconocían la conexión.¿Cómo podíamos entrar en contacto con los proxenetas de la calle Postdamer? Los pequeños revendedores de la calle, que a su vez eran toxicómanos, necesitaban un vendedor con garra que les pidiera pagar al contado. Y eran aquellos infelices drogadictos los que iban a parar a la cárcel. Los tipos como Polo estaban prácticamente fuera del alcance de los policías y nunca tenían obstáculos para reemplazar a un revendedor que se dejara apresar. Por dos inyecciones diarias cualquier adicto estaría dispuesto a realizar ese trabajo.
Al cabo de algunos días no volvimos a sentirnos seguros en el sector de la calle Treibhaus. La zona estaba repleta de policías de civil. Por otra parte, para mí, en lo personal, significaba un exceso de stress. Nos organizamos de otro modo: yo hacía las veces de publicista en la Treibhaus y le mandaba clientes a Detlev quién se ponía a cubierto unas cuadras más abajo.
Una semana después, Detlev hizo caso omiso de toda precaución y se paseó por el costado de la Treibhaus con los bolsillos repletos de droga. Un coche se detuvo a su lado. El conductor le preguntó por el camino que conducía a la Estación del Zoo.
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Detlev se aterró y se largó a correr a toda carrera, y luego arrojó el stock en medio del primer matorral que encontró.
Detlev me explicó que ese individuo era probablemente un policía porque nadie ignoraba donde quedaba la estación Zoo.
Las cosas comenzaron a ponerse color de hormiga. Veíamos a un policía en cada automovilista que paseaba, en cada peatón que deambulaba sobre la Kundamm. Tampoco nos atrevimos a recuperar la droga porque nos podían estar esperando los policías en el sitio del suceso.
Estábamos con la mierda hasta el cuello. No íbamos a poder sacar las cuentas con Polo. ¿Y si le decíamos la verdad? No nos creería. Se me ocurrió una idea: le diríamos que nos habían asaltado un extranjero: nos habían sustraído la droga y el dinero. Pero quizás ese cuento empeoraría las cosas. En ese caso, más valía que consumiéramos el resto de la droga que nos quedaba. Y por lo demás, ese tipo repulsivo, ese puerco ganaba mil marcos a costillas nuestras.
Y nosotros jamás teníamos un centavo. Yo tenía que comprarme ropa, no tenía ropa gruesa de invierno. No podía pasearme todo el período invernal con lo que llevaba puesto, con la ropa que me había arrancado del hospital.
Detlev terminó por entender que si gastábamos algo de plata que nos quedaba de la droga, Polo no iba a notar una gran diferencia. Igual tendríamos que entregarle un pago deficitario por lo de la mercadería extraviada.
Al día siguiente por la mañana nos fuimos al mercado de las pulgas. Cuando veía algo que me agradaba, se lo probaba primero Detlev y yo después. Sólo queríamos comprar trapos que nos sirvieran a ambos. Me decidí por una chaqueta vieja con piel negra. De conejo. Le quedaba muy bien a Detlev. Se veía súper guapo con ella puesta. Después compramos también un perfume, una caja de música y una que otra bagatela. Pero no gastamos todo nuestro dinero_ éramos incapaces de comprar cualquier cosa, sólo por el placer de tenerlo. Escondimos lo que nos quedaba.
Habíamos llegado recién a la casa de Rolf cuando se presentó Polo. Detlev dijo que todavía no se inyectaba. Debió haberlo hecho antes de sacar las cuentas. Por supuesto que no era cierto: nos habíamos drogado como siempre, cuando recién nos levantamos, pero Detlev tenía pavor de lo que podía ocurrir con Polo y sus líos de plata.
Polo le dijo: “OK” y se sumergió en una de mis novelas de terror. Detlev se inyectó en otro cuarto y se adormeció antes de retirar la aguja de su brazo.
No me asombré en lo más mínimo cuando vi que Detlev se había dormido después de inyectarse una doble dosis en el curso de una mañana… Sólo había que sacarle la inyección del brazo para evitar que se coagulara la sangre dentro de la jeringa. De lo contrario, le iba a doler como caballo. Además, no tenía otra de recambio. Limpié el pinchazo de su brazo con un algodón con alcohol. Lo encontré raro. Levanté su brazo y éste se volvía a caer, totalmente lacio. Sacudí a Detlev para despertarlo, se resbaló del sofá. Su rostro estaba completamente grisáceo, sus labios, azules. Abrí su camisa para escuchar los latidos de su corazón. Nada.
Me lancé hacia la casa de la vecina, una jubilada, y le pedí permiso para ocupar su teléfono. Era urgente. Llamé a la Policía de Auxilio. “Mi amigo ya no respira. Se trata de una sobredosis”. Les di la dirección. A raíz de aquello, Polo se puso a gritar:”Detente, está volviendo en sí”. Le dije al policía: “No, gracias. Fue inútil importunarlos. Falsa alarma” y descolgué.
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Detlev estaba tendido de espaldas. Había reabierto los ojos. Polo me preguntó si había hablado de drogas a los policías, y si les había dado la dirección. “No, no directamente. Me comunicaron a través de terceros”.
Polo me trato de yegua histérica. Le pegó una bofetada a Detlev y le ordenó ponerse de inmediato de pié. Le dije que dejara tranquilo a Detlev. Me gritó: “Cierra tu hocico, estúpida. Anda a buscarme agua”. Al regresar de la cocina, encontré a Detlev de pié, y a Polo dispuesto a sermonearlo. Me puse muy feliz de verlo de pié y corrí para abrazarlo y besarlo. Me rechazó. Polo le tiró el agua en la cara y dijo:”Ven muchacho, tenemos que largarnos”.
Detlev aún tenía el rostro gris y apenas se sostenía en sus piernas. Le supliqué que se volviera a acostar. Polo se puso a gritar:” Cállate bocona”. Y Detlev dijo:” No tengo tiempo”. Se fueron. Polo sostenía a Detlev.
Nunca más supe donde me hallaba. Todo mi cuerpo temblaba. Durante un momento había llegado a creer de veras que Detlev estaba muerto. Me tiré sobre la cama e intenté concentrarme en mi novela de terror. Sonó el timbre. Miré por el ojo de la cerradura. Eran los policías.
Perdí totalmente los estribos. En vez de escaparme por la ventana, abrí la puerta. Les largué una vaga explicación: el departamento era de un homosexual que se hallaba de viaje y me lo había prestado en su ausencia. Esa mañana, dos jóvenes habían irrumpido en el cuarto, se inyectaron en el brazo y uno de ellos se había desplomado, entonces había llamado a la policía.
Los policías me pidieron los nombres de los tipos, si podía describirlos, etc. Les conté cualquier cosa. Luego anotaron mi identidad. El resultado no se hizo esperar:”Bien, tú vendrás con nosotros. Nos han dado tus señas a raíz de tu desaparición”.
Fueron bastante amables conmigo. Me dieron tiempo para meter dos libros en mi cartera de plástico y para escribirle una carta a Detlev:”Querido Detlev: por si llegas a dudarlo, me hice arrestar. Otras novedades en la primera ocasión. Te beso tiernamente. Tu Christianne”. Pegué la nota con un pedazo de scotch en la puerta del departamento.
Me llevaron primero a Comisaría de la calle Friedrichstrasse. Después a la prisión donde me metieron en una celda que parecía ser de un western norteamericano: un muro con barrotes y cuando se abrió la puerta y se cerró después, hacía el mismo ruido que la del Sheriff de Dodge City. Me apegué contra la reja y luego me aferré a los barrotes.
Era bastante deprimente. Entonces me acosté en el aparejo del costado y como estaba drogada, me dormí. Me trajeron una vasija y me pidieron que hiciera pis dentro de ella: era pata el análisis de la orina. También me pasaron un balde para que lo colocara debajo de la cama. El cuento era que no se viera desde fuera. Sin embargo, no les importó que cualquiera me viera haciendo pis. No me dieron nada de comer, ni de beber en todo el día.
Al final, después del mediodía, vi. llegar a mi madre. Pasó delante de mi celda y echó una ojeada indiferente hacia donde yo me encontraba. Sin duda alguna, primero debía resolver con los policías. Después abrieron la puerta, mi madre me dijo:”Buenas tardes” y me tomó del brazo. Muy firmemente. Un coche nos esperaba afuera. Klaus, el amigo de mi madre estaba al volante. Mi madre me sepultó, literalmente, en el asiento de atrás, se sentó a mi lado. Nadie dijo una palabra. Klaus tenía el aspecto de estar desorientado. Regresamos a Berlín.
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Me dije a mí misma: “Eso es, están completamente chalados. Ni siquiera son capaces de ubicar el camino para llegar a la Kreutzberg.”
Nos detuvimos para poner gasolina. Le dije a mi madre que tenía hambre, que quería un Bounty. Me compró tres. Al empezar el segundo, me sentí mal. Klaus se vio obligado a estacionar fuera del camino: tenía que salir del auto para vomitar. Estábamos en la carretera vehicular. ¿Hacia dónde me llevaban? ¿A un establecimiento Correccional? Quizás. Me escaparía. Después vi. un letrero: Aeropuerto Tegel. Eso fue lo más fuerte: me querían expulsar de Berlín.
Nos bajamos del auto, sin perder un segundo, mi madre me cogió muy firme sin soltarme. Entonces dije mi segunda frase de la tarde:” ¿Tendrías la amabilidad de soltarme?”. Hablé muy lentamente haciendo resaltar cada vocablo. Ella me soltó pero permanecimos cogidas de la mano. Klaus se detuvo, también estaba sobre ascuas. Yo estaba en una actitud más bien amorfa. Que hicieran lo que quisieran, de todos modos, no sacarían nada conmigo. Cuando mi madre me condujo por la fuerza hacia la puerta que indicaba la salida a Hamburgo, eché una mirada a mí alrededor para ver si había algún modo de escapar. Pero estaba demasiado agotada para intentarlo.
¡Hamburgo! ¡Qué vulgaridad! Tenía una abuela, una tía, un tío y un primo que vivían en un pueblo a cincuenta kilómetros de Hamburgo. No podían ser más aburguesados. La casa estaba impecablemente tenida, al punto que daban ganas de vomitar. No había un residuo de polvo. Un día que caminé con los pies desnudos durante horas, no tuve necesidad de lavarme los pies al acostarme. ¡Cómo estarían de limpios!
En el avión aparenté estar absorbida en mi novela de terror. Mi madre permanecía muda como si le hubieran puesto un candado en la boca. Tampoco me dijo nada acerca de adónde nos dirigíamos.
En el momento en que la aeromoza recitó sus habituales frasecitas…les deseamos un agradable viaje….esperamos verlos muy pronto…etc., me percaté que mi madre estaba llorando. Y después comenzó a hablar con la rapidez de una ametralladora. Para ella no existía otra cosa que mi bienestar, siempre había querido lo mejor para mí. Durante los últimos días había soñado que me encontraba muerta en un WC con las piernas totalmente retorcidas, sangre por todas partes. Muerta, apaleada a golpes
por un dealer. Y la policía le pedía que me fuese a identificar.
Siempre pensé que mi madre tenía cualidades parapsicológicas. Si me decía una noche:”No salgas, pequeña. Tengo un extraño presentimiento” siempre ocurría algo: una redada, algún escándalo, riñas. Cuando la escuché contarme ese sueño pensé en Polo, en sus amenazas y en sus amigos proxenetas. Mi madre había venido quizás a salvarme la vida. No quise pensar en nada más. Me lo prohibí a mí misma. Después de fracasar en mi segunda escapada, no quería pensar en nada más.
Mi tía me esperaba en el aeropuerto. Almorzamos con mi madre que regresaba en el próximo vuelo. Pedí un Florida-Boy: no lo conocían ni en broma en esa cafetería súper lujosa. Hamburgo era un verdadero agujero perdido en la nada, y por lo tanto, me reventé de sed.
Mi madre y mi tía me contaron mi futuro. Tardaron media hora en trazar un mapa de mis próximos años: iría a clases, haría nuevas amistades, aprendería materias
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interesantes y regresaría a Berlín provista de la garantía que otorga una capacitación profesional. ¡Qué simple parecía!
Mi madre lloró cuando me despedía. Yo me prohibí el intento de ser vulnerable.
Estábamos a 13 de Noviembre de 1977.
LA MADRE DE CHRISTIANNE.
La jornada había sido muy dura. Estaba enferma y a punto de desmoronarme. Por fin había podido llorar durante el vuelo de regreso. Estaba triste y aliviada a la vez: triste por la separación con Christianne, aliviada de haber logrado por fin alejarla de la heroína.
Por primera vez, estaba segura de haber tomado la decisión adecuada. El fracaso de la experiencia de Narconon me confirmó que la única solución para Christianne era trasladarla a un ambiente en donde no hubiera heroína. Era su única oportunidad de sobrevivir. Cuando su padre se la llevó a vivir con él, me dio la oportunidad de juzgar el pasado en forma analítica y meditar profundamente sobre el problema de Christianne. Llegué a la conclusión de que si se quedaba en Berlín, estaba condenada. Mi ex-marido tuvo la buena idea de asegurarme que ella estaba desintoxicada. No lo creí. Hacía mucho tiempo que temblaba
por la vida de Christianne y jamás pensé que podía empeorar. Pero después de la muerte de Babsi no tuve nunca más un minuto de tranquilidad.
Decidí enviar a Christianne junto a mi familia sin importarme la decisión de su padre. Como Christianne vivía bajo su techo, el había obtenido temporalmente su tutela. Me dispuse a convencerlo. El no podía comprender el motivo. Quizás no había pasado por mi experiencia. También, quizás, porque no quería reconocer su fracaso.
En el inter tanto, recibí una notificación con la culpabilidad de Christianne por infringir la ley de estupefacientes. La señora Schipke, de la Brigada de Estupefacientes, me advirtió por teléfono. Me aconsejó no culpabilizarme sobre lo ocurrido. “¿Qué puede hacer usted si ella insiste en inyectarse… y volver a inyectarse sucesivamente…? Cada toxicómano decide su suerte?” Ella conocía muchos drogadictos que provenían de familias con apellido distinguido como Christianne, que debían comparecer ante un tribunal. “Usted no debería atormentarse”, me aseguró.
Me tenía choqueada ver que figuraba un bolso de heroína en su cuarto entre las pruebas retenidas en contra suya. Fui yo la que lo encontré y en mi locura llamé
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por teléfono a la Schipke. Cuando ella me preguntó_ la muy hipócrita_ si podía enviárselo para analizarlo, no sospeché evidentemente que mi descubrimiento sería utilizado algún día en contra de mi hija. La misma señora Schipke añadió: “No indique el remitente, así no se podrá probar nada”.
No considero justo desde mi punto de vista, condenar a niñas como Christianne por su toxicomanía. Christianne no le había hecho daño alguno a nadie. Ella se destruyendo a sí misma. ¿Quién podría juzgarla? Sin mencionar el hecho que, por lo que me he enterado, la prisión jamás ha logrado curar a un drogadicto.
La lectura de aquella Acta de Acusación reforzó aún más mi decisión. Recogí lo que me iba quedando de coraje dentro de mi espíritu, luego fui en busca de los Servicios de Tutelaje y les expliqué toda la situación. Por primera vez, después de frecuentar las oficinas administrativas, me escucharon con mucha atención. La visitadora social que estaba a cargo de mi caso, la señora Tillman, juzgó preferible alejar a Christianne de Berlín. Mientras esperaba el traspaso de la tutela de Christianne _ lo que tomaría algún tiempo, ella se ocuparía de encargarle una vacante en un Centro de Terapia. De este modo, mi marido no tardaría en dar su aprobación. Estaba segura de ello. Por primera vez sentí que él no actuaba prometiendo castillos en el aire. La señora Tillman tomó realmente en serio el caso de Christianne.
En una ocasión, poco después de la entrevista, sonó el timbre a mediodía. Era Christianne. Había regresado de un Consultorio Anti-Drogas. Estaba extenuada y atiborrada de heroína, hablaba de suicidio y sobredosis. Después de calmarla, la acosté. Luego llamé a la señora Tillmann, la que llegó de inmediato. Y entre las tres, incluida Christianne, decidimos hacer un plan de acción. Ella se iría por algunos días al Hospital Psiquiátrico para desintoxicarse físicamente. Luego se reuniría directamente con una comunidad terapéutica (había que encontrarle una vacante allí a través del consultorio Anti-Drogas o a través de la Señora Tillman).
Christianne se encontró colmada de buenas intenciones. La Señora Tillman se ocupó de las formalidades y todo comenzó a funcionar rápidamente. Obtuvimos una cita con el psiquiatra y con el Médico del Seguro Social. Premunida de los correspondientes certificados médicos, la señora Tillmann fue a ver a mi ex –marido y lo convenció para que firmara la solicitud de vacante voluntaria. A partir de entonces, pude llevar a Christianne al Hospital Bonhoeffer.
Quince días después, la trasladaron al hospital Rudolf-Virchow para el tratamiento de su micosis. Yo estaba convencida que las personas que trabajaban en “Bonnie´s Ranch” no abandonarían a una niña toxicómana a su suerte, que la vigilarían durante su estadía y continuarían ocupándose de ella en el Rudolf Virchow. Pero se conformaron con depositarla allí. Después, bueno, ese no era un asunto de ellos. Y ella no encontró nada mejor que escapar.
¡Qué ocurrencia! Aquello me arrebató el último resto de confianza que tenía en las instituciones. Me decía: “No puedes contar más que contigo misma para sacar adelante a tu hija”.
La señora Tillman trató de ayudarme a levantar la moral. Afortunadamente la fuga de Christianne fue de corta duración. Ella vino a llorar a mis brazos al día siguiente por la tarde. Me pidió perdón. Todavía estaba bajo los efectos de la droga. No la reprendí en aquella ocasión. En otras oportunidades, lo único que deseaba era descargar toda mi cólera sobre ella, desesperada por mi incapacidad de ayudarla. Entonces mi agresividad había comenzado a extinguirse. La cogí entre mis brazos y nos pusimos a conversar calmadamente.
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Christianne estaba decidida a proseguir con el plan de acción previsto. Le dije:”De acuerdo” pero le dejé en claro que ante la primera estupidez que cometiese se iría de inmediato a la casa de su abuela. Sin discusión alguna. Ella me dio su palabra de honor.
Después de algunos días, acudía en forma regular al consultorio Anti-Drogas. Estaba verdaderamente decidida. Le tocaba esperar su turno durante horas. De regreso a casa, se sentaba en la mesa y redactaba su currículo para las formalidades de admisión.
Comencé a visualizar el final del túnel. Le había encontrado una vacante en una comunidad terapéutica_ era prácticamente segura. Hablamos de las fiestas de Navidad. Ella no las podría compartir con nosotros, por cierto, ya estábamos a comienzos de Noviembre.
En el intertanto, mi ex –marido comprendió lo inadecuados que habían resultado sus esfuerzos y renunció a oponerse a nuestros proyectos. El sol había comenzado a brillar para nosotras.
Fue entonces cuando Christianne sufrió su segunda hepatitis. Una noche la fiebre le subió bruscamente a cuarenta y un grados. Durante la mañana del día anterior la había llevado a la Clínica Steglitz. Estaba amarilla como un membrillo y no se podía sostener en pié. La doctora que la examinó me dijo:” Tiene el hígado inflamado a causa de las drogas.” Desafortunadamente, no la podían internar, ya que la Clínica no tenía servicio de aislamiento. Esa era una mentira. Después me resigné: la Clínica Steglitz tenía un servicio de aislamiento con veinticinco camas. En la realidad, no querían aceptar a los toxicómanos. Eran demasiado cómodos. En resumen, la doctora elevó una solicitud de admisión al hospital Rudolf-Virchow.
El estado de Christianne mejoró en unos pocos días., recobró su dinamismo y se preparaba para entrar a terapia. El Consejero del Centro Anti-Drogas de la Universidad Técnica fue a verla personalmente. La teníamos todos en nuestras manos. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan optimista.
Todo anduvo sobre ruedas hasta que apareció su amiga Stella. Aquello ocurrió a pesar de que yo le había rogado a la enfermera que no dejara entrar a nadie en mi ausencia_ con la excepción hecha, por supuesto_ del Consejero del Centro Anti-Drogas.
Pero cometí después un error imperdonable: le llevé a Detlev. Ella tenía
tantos deseos de verlo. Detlev venía de salir de la cárcel y lo habían puesto en libertad condicional. También postulaba a una vacante en un centro terapéutico.No tuve corazón para impedirles que se reencontraran: esos dos se amaban. Y yo me decía: quizás se alienten mutuamente, eso los ayudará a resistir al saber que el otro también se estaba tratando en un Centro Terapéutico.
¿Cómo pude haber sido tan ingenua?
Christianne comenzó a desaparecer durante algunas horas. Un día, cuando anochecía y regresaba de mi trabajo, me di cuenta que estaba drogada. Había regresado algunos minutos antes que yo. La falta no me pareció tan grave, pero cuando se largó a contarme mentiras, que había ido al centro de la ciudad a comer espaguetis_ cuando empezó a mentir de nuevo, sentí que mis piernas empezaban a flaquear.
Pedí autorización para dormir junto a Christianne. Pagaría por ello, naturalmente. La enfermera me explicó que desafortunadamente, era imposible. Pero ellos vigilarían a Christianne de allí en adelante. Tres días después la
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enfermera fue a buscarme a la recepción del servicio y me anunció:” Su hija no está aquí”.
_ “¿Ah si? ¿Podría decirme usted dónde se encuentra?”
_ “ No lo sabemos. Obtuvo autorización para dar un paseo por el parque y no regresó.”
Lo que experimenté al escuchar estas palabras es algo imposible de describir. Regresé a casa para sentarme al lado del teléfono. En la noche, a las once y veinte, un llamado del hospital: había regresado. La indiferencia de la enfermera me tenía trastornada. “Si ella se escapa, se escapa. Ese es su problema. Los drogadictos siempre lo hacen. Todos se arrancan”. Esa fue exactamente su respuesta cuando le reproché la huída de Christianne.
La doctora tampoco parecía muy inquieta. Me dijo que ella, simplemente, no podía hacer nada. Si Christianne volvía infringir el reglamento, se verían obligados a despedirla por indisciplina. Por lo demás contaban ahora con los análisis biológicos: si continuaba en ese estado no llegaría a los veinte años. Intentaría hacerla razonar pero desgraciadamente, era todo lo que podía hacer.
Al día siguiente por la noche un nuevo llamado del hospital. Christianne se había fugado. Pasé la noche en el sofá, al lado del teléfono. Christianne no regresó. Había desaparecido, no tuve noticias de ella durante dos semanas.
Los dos o tres primeros días salimos a buscarla, mi pareja y yo. Hicimos el recorrido clásico: discotecas, estaciones del metro, etc. Después el hospital me pidió que fuera por sus cosas. Cuando regresé a casa con un bolso, sus libros y todos sus enseres, decidí por primera vez, darme por vencida. La dejaría que se hiciera pedazos sola.
Me dije:” Si eso es lo quiere, que vea dónde la va a conducir. “Dejé de buscarla. Me había herido más allá de lo razonable. Le quería demostrar que mi paciencia se había agotado. Por entonces, no sabía por cuanto tiempo. Pensé que debía perseverar en mi actitud.
Fui a la Comisaría para dar aviso de su desaparición y dejé su foto. Ellos terminarían por echarle el guante encima, probablemente lo harían en la primera oportunidad, quizás en una redada. Después la metería en el primer avión y la sacaría de Berlín.
Al cabo de quince días, el lunes en la mañana, recibí un llamado en el que me informaron que Christianne se hallaba en la Comisaría de Friedrichstrasse. Mi interlocutor se mostró extraordinariamente comprensivo, a pesar de que Christianne estaba armando un lío espantoso. Le rogué que la mantuviera vigilada. Iría a buscarla al mediodía para irnos enseguida de Berlín.
Fui a comprar los pasajes. Uno de ida y de regreso para mí, otro sólo de ida para Christianne. Me hizo daño pronunciar la última frase. Después llamé a mi familia.
Le pedí a mi pareja que me acompañara a la prisión... Pensé que entre los dos impediríamos que huyera.
Christianne no dijo una palabra. Yo tampoco. No me sentía capaz de hacerlo.
Durante todo el tiempo que estuvimos realizando los trámites de la embarcación, sentí que mis rodillas temblaban, mi corazón saltaba embravecido. Chritianne permanecía muda. Tampoco me miraba. Hasta el despegue, ella continuaba en silencio, inmóvil en su asiento, mordiéndose las uñas, o leyendo un libro que llevaba consigo. No hizo ningún intento por escapar.
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Cuando el aparato agarró altura, se puso a mirar de nuevo por la ventana. Al caer la noche, le dije a mi hija:” Bueno, este cuento se acabó. El capítulo drogas quedó cerrado. Irás a la casa de tía Evelyne. Vas a comenzar una nueva vida”
CHRISTIANNE.
Pasé mis primeros cuatro días en casa de mi abuela con síndrome de abstención. Desde que fui capaz de levantarme, me vestía con el uniforme de los toxicómanos: chaqueta de piel, botas con tacones súper altos. Y salía a pasear al bosque con el perro de mi tía.
Todas las mañanas era el mismo cuento: me disfrazaba y me maquillaba como si fuera a la Estación del Zoo y después me iba a pasear por el bosque. Mis tacones altos se enterraban en la arena, tropezaba cada diez pasos, y a fuerza de caerme me había llenado de moretones. Pero cuando la abuela me propuso darme unos “zapatos para trajinar” los rechacé horrorizada_ la sola expresión de “zapatos para caminar” me repugnaba.
Me di cuenta, poco a poco, que mi tía recién había cumplido los treinta años, era una persona con la que se podía hablar. Igual no me atrevía a contarle mis verdaderos problemas. Por lo demás, no estaba muy ávida de conversar ni de pensar. Mi verdadero problema se llamaba “droga” y todo lo que se relacionaba con ésta: Detlev, la Scene, la Kundamm, topar fondo, no estar obligada a pensar, ser libre. Intentaba no pensar mucho, también sin droga. En realidad, no pensaba más que en una sola cosa: pronto te mandarás a cambiar .Pero, al contrario de otras ocasiones, no planifiqué ninguna evasión. Sólo estaba consciente de que algún día dejaría el campo. Pero, en el fondo, tampoco lo quería hacer, realmente. Tenía demasiado miedo de aquello que durante dos años había conocido como “libertad”.
Mi tía logró apresarme como si estuviese dentro de una apretada malla de prohibiciones: tenía quince años, pero si por casualidad me daban permiso para salir, tenía que estar de regreso a las nueve y media de la noche. Yo desconocía todo eso a partir de los once años. Aquello me exasperó. Pero, curiosamente, cumplí casi siempre con todas las reglas.
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Fuimos a realizar compras de Navidad a Hamburgo. Partimos en la mañana temprano. Nos dirigimos a las grandes tiendas. Fue horroroso. Uno tardaba horas en transitar dentro de todo ese gentío de pueblerinos miserables que intentaban atrapar algún objeto, y que luego hurgaban en sus suculentas billeteras. Mi abuela, mi tía, mi tío y mi primo estaban en la sección trapos. No encontraron regalos para la tía Edwige, para la tía Ida, Joachim ni para el señor ni la señora Machinchose. Mi tío buscaba un par de plantillas para el calzado y después nos llevó a ver los autos, así podríamos contemplar el coche que deseaba comprarse.
Mi abuela era muy pequeñita, se puso a luchar con tanta animosidad en las grandes tiendas, que terminó por perderse entre aquellos conglomerados humanos. Tuvimos que partir en su busca. De tanto en tanto, me encontré completamente sola, y por cierto, pensé en desaparecerme de allí. Ya había localizado una Scène en Hamburgo. Me bastaba con salir a la calle, entablar conversación con uno o dos tipos respecto de la droga y todo continuaría como antes. Pero no me decidí porque no sabía qué era lo quería, en realidad. Por supuesto pensaba:”Miren a todas esas personas: lo único que las hace vibrar es el hecho de comprar y correr en medio de las grandes tiendas”. Era preferible reventar dentro de un asqueroso WC que convertirme en uno de ellos. Y sinceramente, si en ese instante me hubiera abordado un adicto habría partido.
Pero en el fondo no quería irme. Cada vez que me sentía tentada a huir, le suplicaba a la familia que me llevara de regreso a casa.”Ya no puedo más. Regresemos. Podrán hacer las compras sin mí”. Pero ellos me miraron como si estuviera a punto de volverme loca: para ellos, hacer las compras navideñas era, sin duda, la época más entretenida del año.
En la noche, no pudimos encontrar el auto. Corrimos de estacionamiento en estacionamiento, y ni sombra del cacharro. Por mi parte, valoré aquella situación en la que estábamos todos juntos, nos habíamos convertido en una comunidad. Todo el mundo hablaba a la vez, a cada cual se le ocurría una idea diferente, pero teníamos un objetivo en común: encontrar ese detestable cacharro. Se me ocurrió que todo ese cuento era muy divertido y no paraba de reírme, mientras los otros estaban cada vez más desconcertados. Comenzó a hacer frío. mucho frío, todo el mundo se puso a tiritar menos yo: mi organismo había sufrido cosas peores.
Para colmo, mi tía se fue a instalar delante del calefactor de aire caliente que estaba a la entrada de Karstadt y se negaba a moverse un milímetro de allí. Mi tío se vio obligado a arrastrarla por la fuerza desde su cómodo refugio. Todo el lío acabó cuando encontramos el famoso auto y el asunto terminó con una risotada general.
El viaje de regreso tuvo un ambiente especial. Me sentía bien. Tenía la impresión de ser parte de una familia.
Me fui adaptando poco a poco. Al menos, lo intentaba. Era difícil.Tenía que poner atención en mi lenguaje. En cada palabra. En cada frase. Cuando se me escapaba algún “mierda”, mi abuela me reprendía de inmediato: “Una palabra tan perversa en una boca tan hermosa”. Como aquella frase me enervaba, me daban ganas de discutir, pero después me mordía los labios y me tragaba la rabia.
El día de Navidad se hizo presente. Mi primera Nochebuena en familia, bajo un alero después de un par de años: los dos años anteriores había pasado la Navidad en la Scene. No sabía si estar si o no contenta. Decidí, en todo caso, hacer un esfuerzo por no aparentarlo, al menos, en el momento de los regalos. Pero luego no tuve que hacer ningún esfuerzo, ellos realmente me habían logrado complacer. Nunca me habían regalado tantas cosas para la Navidad. Por un momento, me
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sorprendí haciendo un cálculo de cuánto habría costado todo aquello y cuántas dosis de heroína representaban…
Mi padre vino a pasar la Navidad con nosotros. Como siempre, llegó retrasado. El 25 y 26 por la noche me llevó a una discoteca local. Las dos veces me tragué entre seis y siete Coca-Colas con Ron, después de lo cual me quedé dormida encima de la banqueta del bar. Mi padre estaba satisfecho de verme beber alcohol. Me decía a mí misma que terminaría por adaptarme a ese ambiente, a esos jóvenes provincianos y a la música disco.
Al día siguiente, mi padre regresó a Berlín: había un partido de jockey sobre hielo que no podía perderse. Esa era su nueva pasión.
Después de las fiestas navideñas, regresé a mis estudios. Entré al cuarto grado. Aquello me atemorizaba: no había prácticamente nada durante los tres últimos años, y durante el último curso, para colmo, me había ausentado en demasiadas ocasiones_ por enfermedad, por desintoxicación o porque me desaparecía simplemente de las clases. Sin embargo, la nueva escuela me gustó a partir del primer día. Aquella mañana nos tocó hacer un dibujo grande, debía cubrir todo el muro de una sala de clases. Me incorporaron de inmediato para que participase en aquel trabajo colectivo. Dibujamos casas, bellas casas antiguas. Exactamente como aquellas en las que yo soñaba vivir algún día. Poblamos las calles con personas sonrientes y también añadimos un camello atado a una palmera. El trabajo quedó genial. Escribimos debajo: “Bajo la acera, una playa”. De repente recordé que había visto un cuadro casi idéntico. Estaba en el Club de los Jóvenes pero la leyenda que se leía debajo decía:” Sin lágrimas y sin dolor, coge el martillo y la hoz”. Al parecer, en el Club era la política la que imponía el tono del lugar…
Pude constatar rápidamente que los jóvenes rurales, lo mismo que los muchachos del pueblo vecino del nuestro, no parecían muy contentos. En apariencia, había grandes diferencias en el comportamiento con los jóvenes de Berlín. De hecho, causaban mucho menos alboroto en clases. La mayoría de los profesores tenían autoridad sobre los alumnos. Los jóvenes de provincia, a su vez, solían vestir de manera bastante tradicional.
Yo tenía algunas lagunas mentales pero quería triunfar, a pesar de todo: al menos, obtener mi licencia secundaria. Por primera vez, desde la primaria, hacía mis deberes. Al cabo de tres semanas, comencé a sentirme cada vez más y más integrada en el curso: me dije que por fin había logrado superar la etapa más difícil.
Un día estábamos, en plena clases de cocina_ me citaron a la oficina del Director. Estaba sentado en su escritorio y hojeaba nerviosamente un expediente. Comprobé que era el mío. Había llegado recién de Berlín. Sabía también que mi expediente no disimulaba ninguna de mis actividades extra-escolares. La Ayuda a la Infancia lo había informado a la Dirección de la Escuela.
El Señor Director tosió durante algunos instantes, después me anunció con mucho dolor de su parte, que no me podían conservar en su establecimiento. Yo no tenía las condiciones exigidas para la educación secundaria. Debí creer que mi expediente lo había traumatizado de tal forma, que ni siquiera había esperado a que terminara la clase para despedirme.
No dije nada. Era incapaz de pronunciar una palabra. No quería tenerme más de una hora dentro del establecimiento. A partir de la próxima Inter-Clase debía dirigirme al director del Curso Complementario. Obedecí como una autómata. Una vez en la oficina del Director del Curso Complementario me desbordé en una crisis de llanto. El me dijo que el asunto no era tan grave. Que tenía que trabajar a fondo
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en el Curso Complementario, que lo más importante era trabajar bien y obtener un diploma.
Cuando me encontré afuera intenté hacer un balance: era algo que no hacía desde hacía mucho tiempo. Ya no sentía compasión de mí misma. Tenía que pagar los platos rotos. Me daba muy bien cuenta de ello. De repente, me percaté que todos mis sueños de hacer una nueva vida cuando me hubiera liberado de la droga, eran una estupidez. Los otros no me veían tal como era hoy en día pero me juzgaban por mi pasado. T
Descubrí también que era imposible cambiar de piel, transformarme en otra Christianne de un día para el otro. Mi cuerpo y mi espíritu no dejaban de recordarme el pasado. Mi hígado destrozado se hacía presente de vez en cuando por lo que lo había sufrir. La vida con mi tía, a diario, no era muy entretenida. Me encolerizaba por un si o por un no; me enojaba todo el tiempo. Me enfermaba ante el menor síntoma de stress. Todo acto precipitado me resultaba insoportable. Y cuando estaba profundamente deprimida, me decía que un buen pinchazo acabaría con todo aquello.
Después de mi despido del C.E.S., había perdido toda la confianza en mi éxito escolar. No me atrevía a volver a intentarlo. Una vez más, se había deteriorado mi autoestima. Me expulsaron y no había tenido derecho a defenderme. Por lo tanto, ese Director no podía saber, ciertamente, si iba a poder proseguir mis estudios al cabo de tres semanas. No hice más proyectos para el futuro. Bueno, podía ingresar a una Escuela Polivalente_ había una o dos en los alrededores; sólo debía tomar un autobús y probar allí la calidad de mi materia gris. Pero tenía demasiado miedo de fracasar de nuevo.
Comprendí poco a poco_ me tomó un tiempo_ lo que significaba aquello de “descender al curso complementario”. Al comienzo, iba al club de las liceanas. Después de mi retiro de la C.E.S. tuve la impresión de ser mirada con extrañeza. Entonces comencé a ir al del nuevo curso.
Para mí se trataba de una experiencia completamente nueva. En Berlín no existía esa tipo de segregación. Ni en la Escuela Polivalente, ni con mayor razón, entre los drogadictos. Aquí la cosa comenzaba en el momento de salir a recreo: los grupos se dividían en dos mediante una gran franja blanca. Estaba prohibido franquearla.
Por una parte estaban los alumnos del C.E.S. y por el otro, los del curso complementario. Si quería conversar con mis antiguos condiscípulos, debíamos mantenernos a un lado y al otro de la franja. Separaban también cuidadosamente a los jóvenes que tenían un futuro prometedor de aquellos que habían sido calificados como ciudadanos desechables_ a nosotros, los del curso complementario.
Así era entonces la sociedad a la que me pedían adaptarme. “Adaptarme” era el término favorito de mi abuela. Después de mi retiro de la C.E.S., ella me aconsejaba que evitara a los compañeros del curso complementario fuera de las horas de clases. Decía que debía seleccionar a mis amistades entre los liceanos y los colegiales. Yo le respondí:” Sería conveniente que entres en razón: tu nietecita está en un Curso Complementario. Me adapto, por lo tanto, me haré amiga de mis compañeros de clase”. Esa respuesta mía le daba tiritones.
Mi primera reacción fue desinteresarme completamente de mis deberes escolares. Pero me di cuenta que el profesor principal era un tipo muy especial. Era de cierta edad, con ideas totalmente “retro”, un auténtico “facho”. También me dio la impresión de que no se había des-nazificado en un ciento por ciento. Pero tenía
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autoridad, sabía hacerse respetar sin vociferar. Cuando entraba a clase, todo el mundo se ponía de pié. Espontáneamente. Era con el único que lo hacíamos. Jamás daba la impresión de estar estresado y se ocupaba individualmente de cada uno de nosotros. De mí también.
Seguramente muchos de nuestros jóvenes profesores eran súper idealistas. Sólo que ellos estaban sobrepasados por su trabajo. No estaban mejor preparados que nosotros, los alumnos, para un montón de cuentos. En numerosas ocasiones, se armaba la debacle, empezaban los gritos…pero sobretodo, no tenían respuestas claras a los problemas que nos inquietaban. Siempre salían con un “si “condicional o un “pero” _ y se sentían abochornados delante nuestro por no poder responder apropiadamente.
Nuestro profesor principal no permitía que nos hiciéramos muchas ilusiones al egresar del Curso Complementario. No disimuló la realidad de que nuestro futuro sería difícil. Sin embargo, nos hizo saber que en determinadas materias estaríamos mejor preparados que los liceanos. Por ejemplo, en ortografía. Los bachilleres desconocían la correcta ortografía. El hecho de saber redactar correctamente y sin errores una solicitud de empleo nos brindaría una ventaja comparativa. Intentó que aprendiéramos a comportarnos delante de las personas que se creían superiores. Y siempre tenía algún proverbio que citar. Generalmente del siglo pasado. A veces nos reíamos de ellos_ por otra parte _la mayoría de los alumnos lo hacía_ pero yo consideraba que cada uno de ellos contenía un grano de veracidad. No compartí siempre las opiniones de aquel profesor pero era lejos el que más me gustaba. Lo que más parecía agradarme de él era que daba la impresión de que distinguía el negro del blanco. La gran mayoría de mis compañeros lo consideraban demasiado exigente. Los enervaba ese cuento de que siempre estaba intentando moralizar. En líneas generales, mis compañeros no estaban interesados en nada. Algunos se daban la molestia de estudiar para obtener su Licenciatura: sospechaban que les iba a abrir las puertas del mundo laboral. Realizaban sus deberes en forma puntual y sigilosa pero no hacían ningún esfuerzo por aprender o investigar algo fuera de lo exigido. No se les pasaba por la mente leer un buen libro o interesarse en alguna disciplina de estudios extra-escolares. Cuando, por ventura, el profesor jefe intentaba fomentar algún tema para discutirlo en clases, no conseguía escuchar más que risitas estúpidas entre dientes. Mis compañeros no tenían proyectos para el futuro como yo. Por otra parte ¿cómo podría un alumno de un Curso Complementario tener proyectos? Si al egresar tenía la suerte de encontrar una vacante como obrero, estaría obligado a tomarla, le gustase o no.
Muchos, en realidad, se burlaban de todo lo que estuviera relacionado con el desempeño profesional. Razonaban de la siguiente manera: ¿Para qué vamos a preocuparnos si en este país nadie se muere de hambre? No tenemos ninguna posibilidad al egresar del Curso Complementario. Entonces ¿Para qué nos vamos a preocupar?”
Algunos de estos muchachos se perfilaban como los futuros gangsters y otros ya habían empezado a beber. Respecto de las chicas, ellas no se quebraban la cabeza. En algún momento se encontrarían con el hombre que se preocuparía de satisfacer todas sus necesidades. Mientras esperaban, podían trabajar como dependientas en una tienda o como obreras de una fábrica. Necesitaban trabajar encadenadas_ o también permanecer rezagadas en sus casas.
Todo el mundo no era de esa onda pero así era, en general, el ambiente general de la escuela: sin ilusiones y sobretodo, sin ideales. Yo estaba desmoralizada
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porque no era de ese modo cómo había imaginado mi vida después de abandonar la droga.
Me preguntaba a menudo porqué los jóvenes se sentían tan desmotivados. Ya nada les provocaba placer. Una moto a los dieciséis, un cacharro a los dieciocho… Cuando no llegaban a poseerlos, se sentían miserables. Incluso yo, que era de naturaleza soñadora, me visualizaba evidentemente en un futuro cercano, con un departamento y un auto. Era penca reventarse como mi madre por una vivienda o por un nuevo juego de living.
Eso fue bueno para la generación de nuestros padres, con sus teorías pasadas de moda. Para mí_ y creo que para muchos como yo_ esos cuentos materialistas, ese pequeño confort, era lo “minimum vitale”. Necesitábamos algo más, algo que le diera sentido a nuestra vida. Y aquello no se vislumbraba por ninguna parte. Pero un cierto número de jóvenes_ entre los cuales me contaba_ estaban buscando aquello que podía darle sentido a nuestras vidas.
Experimenté sentimientos muy ambivalentes cuando debatimos acerca del significado del movimiento nacional socialista en clases. Por una parte, me sentí profundamente asqueada por todas esas atrocidades_ de sólo pensar que existieron seres humanos capaces de eso… pero por otro lado, pensé que antes todavía existían cosas en las que los seres humanos creían. Un día me descubría a mí misma diciendo en plena clase lo siguiente: “Desde un cierto punto de vista, me habría gustado mucho haber vivido en el período del Nazismo. Al menos, los jóvenes sabían en lo que estaban, tenían ideales. Creo que más vale que un joven se sienta desengañado por un ideal que no haber contado con ninguno en su vida”. No hablé completamente en serio, pero había algo de mi verdad en lo quería expresar.
Los jóvenes de provincia, por su parte, se lanzaban en todo tipo de aventuras debido a la insatisfacción que sentían ante una sociedad imaginada y recreada por los adultos. Nuestro pequeño pueblo no estaba resguardado de la violencia: ésta había descubierto un sitio para ocultarse. El movimiento “punk” (llegó con dos años de retraso respecto de Berlín) logró conquistar adeptos de ambos sexos. Siempre me atemoricé al ver a aquellos individuos_ que no eran tarados en lo absoluto_ considerar a los “punks” algo extraordinario, cuando en el fondo eran símbolo de un gran brutalidad. También su música carecía de inventiva: aquello no era nada más que un puro Bum-Bum…
Tuve un compañero que se hizo “punk”. Hasta el día en que se largó a pasear con un alfiler de gancho en la mejilla y una culebra en el bolsillo, era un tipo interesante para conversar. Tiempo después se armó una tremenda trifulca en el bar del pueblo, le quebraron dos sillas sobre la cabeza y después le abrieron el estómago con una botella. En el hospital le lograron salvar la vida por un pelo…
Para mí, lo más lamentable era la rudeza que utilizaban los jóvenes para relacionarse entre ellos. Nos habían contado un montón de estupideces acerca de la emancipación y de la liberación femenina. Por mi lado, jamás imaginé que los muchachos trataran a las chicas con tanta brutalidad. Se diría que les afloraba toda la agresividad contenida. Sedientos de poder y de éxito la descargaban con mujeres vulgares al no poder hacerlo con sus correspondientes pares.
La mayoría de esos gañanes frecuentaban las discotecas del pueblo y me inspiraban un verdadero terror. Quizás porque me veía diferente de las otras chicas, andaban siempre a la siga mía. Aquellos silbidos acompañados de “Y entonces, mi vieja ¿Vamos a dar un paseo?”. Me repugnaban más que los dimes y diretes de la Kurfurstenstrasse. Los clientes, al menos, hacían señas desde los
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volantes de sus autos y nos regalaban una sonrisa. Pero los pichones del pueblo ni siquiera se daban esa molestia. Estoy segura que mis clientes fueron más amables y tiernos de lo que eran esos mocosos de mala clase con sus pololitas. Llegaban y te besaban sin decir una palabra. Tampoco se les ocurría hacerte un gesto cariñoso. Actuaban sin la menor ternura_ y no se les pasaba por la mente pagarte por ello.
Todo ese asunto me llegó a desagradar a tal punto que no soportaba que un muchacho me pusiera una mano encima. Todos esos cuentos de atracar con los muchachos del pueblo me reventaban. ¿Porqué un tipo que salía contigo por segunda vez tenía derecho a manosearte? Y las chicas se dejaban hacer así no tuvieran la menor gana de que las tocaran. Lo aceptaban como parte de las reglas del juego. Y si una se sentía atemorizada y lo rechazaba, el tipo contaba a diestra y siniestra que esa pequeña era una “maldita frígida”.
Yo no me conducía como las demás. Lo mismo ocurría cuando me gustaba mucho algún muchacho y quería salir con él. Ponía de inmediato las reglas del juego: “No intentes tocarme. Si debiera ocurrir algo entre nosotros, seré yo la que tome la iniciativa”. Pero en honor a la verdad, después de permanecer seis meses en el pueblo, nunca volví a acostarme con un hombre. Y terminaba todas mis relaciones cuando me daba cuenta que mi pololo se quería acostar.
Eso también era parte de la cuenta que había que saldar por mi pasado. Yo había pensado de buena fe que la prostitución iba a tener un efecto secundario en mi vida, que había sido parte de ser toxicómana. Pero afectó mis relaciones con los muchachos. Pensaba que me querían explotar una vez más.
Intenté sacarle provecho a mi experiencia con los varones. Ayudaría a mis compañeras de clases sin decirles cómo había adquirido esa experiencia. Y mi mensaje fue entendido perfectamente. Me convertí en una especie de “Correo del Corazón” a quién todas las chicas venían a solicitarle consejos_ ellas notaban que era más experimentada. Lo que no podía hacerles comprender era porqué debían comportarse de tal o cual manera.
La mayoría de las chicas no vivían más que para los muchachos y aceptaban pasivamente su crueldad e insensibilidad. Si un tipo plantaba a su polola y se iba con otra, no criticaban al tipo pero si a la nueva pololita. Entonces ella era la puta, la desgraciada, la no sé cuánto… Y los fulanos más brutales eran los más admirados.
Todo aquello no lo había logrado comprender plenamente hasta que tuve la gran oportunidad de viajar con mi curso al Palatino. Estábamos alojadas cerca de una discoteca, y la mayoría de las niñas querían ir allí a partir de la primera noche. Cuando regresaron no hacían otra cosa que hablar de unos tipos sensacionales con unos tremendos aparatos: se referían los muchachos de la localidad. Para ellas, los palatinos eran unos verdaderos dioses.
Fui a darle una mirada a la famosa discoteca. Lo que allí sucedía era fácil de explicar. Los tipos de los alrededores acudían allí con sus motos o con sus autos para enganchar a las chicas que venían en viaje de estudios.
Me esforcé en hacerles comprender a las muchachas de mi curso que esos tipos sólo querían explotarlas. ¡Qué pérdida de tiempo! Al menos una hora antes de que abrieran la discoteca, estaban todas esas mocosas sentadas frente a sus espejos para maquillarse y ponerse cachirulos. Después, no se atrevían ni a moverse por temor a despeinarse.
Delante de esos espejos perdían su identidad. Ellas sólo representaban máscaras encargadas de complacer a esos montadores de hembras. Me quedé enferma de
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ver todo aquello. Hasta hacía un tiempo atrás, yo también me maquillaba y me disfrazaba para agradar a esos infelices: primero, a los fumadores de hachís, después a los drogadictos. También me había despojado de mi personalidad para transformarme en una toxicómana.
Durante todo el viaje no hubo otro tema aparte de aquel relacionado con esos despreciables fulanos. Sin embargo, la mayoría tenía a un cornudo esperándola en casa. Elke, mi compañera de cuarto, había pasado toda la primera noche escribiéndole a su pololo. Al día siguiente fue a la disco, después comenzó a estar más y más deprimida. Me contó que un tipo la había manoseado. Pienso que aquello le sucedió porque quería demostrarles a las demás que había sido capaz de que uno de esos tipos increíbles se interesara en ella. Atormentada por los remordimientos, lloraba como una Magdalena. Para colmo, el tipo le había preguntado a otra compañera de nuestro curso si era fácil acostarse con una chica y señaló a Rosie. Eso fue una catástrofe. Un profesor la descubrió besándose dentro de un coche. La pobre desgraciada estaba completamente ebria, el tipo la había hecho ingerir una tremenda cantidad de Coca-Cola con ron, una detrás de la otra. Rosie era virgen y ahora estaba sumida en plena depresión. Las otras chicas convocaron a una asamblea general para resolver qué haríamos con ella: el retorno a su hogar fue solicitado por unanimidad. A nadie le importó un pepino censurar al tipo que la obligó a embriagarse y que casi, poco más o menos, la violó. Yo fui la única que votó en contra. Por todo lo que ella señaló que habían visto y escuchado en la discoteca, los profesores tomaron la decisión de prohibirnos el ingreso a ese lugar.
Esa falta de solidaridad entre nosotras, las mujeres, me desagradó. Desde que comenzó el asunto de los muchachos, los lazos de amistad pasaron a segundo término. Tal como ocurría entre Babsi, Stella y yo cuando se trataba de heroína.
Aún cuando aquella historia no me concernía directamente, me dejó un gusto amargo en la boca. Durante los dos últimos días sufrí una inmensa recaída. La voladura no se me pasó hasta que regresamos a casa.
A pesar de todo, había pensado arreglármelas para adaptarme al mundo tal como era. Había dejado de pensar en escapar. Sabía que si lo hacía, me refugiaría de nuevo en las drogas. Todo aquello lo mantenía en secreto y cada vez tenía más en claro que la adicción no era una solución. Me decía que tenía que existir algún modo de sobrevivir en esta sociedad corrupta para luego poder adaptarme a ésta. Había logrado encontrar un apoyo: un amigo que me brindaría mucha seguridad.
Con él se podía conversar de todo ya que siempre sabía ubicar las cosas en el lugar preciso. Tenía capacidad para soñar pero también sabía hallar soluciones prácticas en todas las circunstancias. El también pensaba que algo estaba podrido pero estimaba que así como en la sociedad existían fuerzas del Mal también existían fuerzas del Bien. Quería dedicarse al comercio, ganar mucho dinero. Después se compraría una cabaña con troncos de madera en Canadá, en pleno bosque, y viviría allí el resto de su vida. Detlev también había soñado con Canadá.
Mi pololo era liceano y me enseñó a tomarle el gusto a mis estudios. Me di cuenta de que el Curso Complementario me podía aportar bastante a condición de que trabajara para mí y no para la Libreta de Notas. Me puse a leer cantidades de libros. No importaba qué…
El “Werther” del Goethe, las obras del autor de Alemania Oriental, Plenzorf, las obras de Hermann Hesse, y sobretodo, los de Erich Frohmm.
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“El arte de amar” se convirtió en mi Biblia. Me aprendí páginas enteras de memoria, a fuerza de releerlas. También copié algunos pasajes para tenerlos a mano en mi velador. Ese Frohmm era un tipo fantástico, un espíritu realmente penetrador. Si se hubieran puesto en práctica sus ideas, la vida debería tener algún sentido. Había dado en el clavo. Pero resultaba terriblemente difícil observar esas reglas porque los demás las desconocían. Me gustaría preguntarle a Erich Frohmm cómo se las arreglaba para vivir de acuerdo a sus principios en un mundo como el nuestro. Yo había constatado que si uno desea valerse de sus principios para enfrentar la realidad, la respuesta no era siempre positiva.
Ya sea por lo que representa y por su contenido ese libro debería ser obligatorio en todas las escuelas. Al menos, esa era mi opinión. Pero no me atrevía tampoco a hablar acerca de ello con mis compañeras de curso, intentarían servirse de mi pobre cerebro para estallar en mil tontas risotadas. En una ocasión, se me ocurrió abrir el libro en clases. Mi propósito había sido leer un párrafo que aclaraba un problema que se venía arrastrando en nuestro curso. El profesor miró el título del libro y me lo arrebató de inmediato. Cuando terminó la clase, me dirigí donde el profesor para que me devolviera el libro. Se negó a entregármelo y dijo:” ¡Así que la señorita lee obras pornográficas en horas de clases! ¿No es así?” estas fueron sus auténticas palabras. El apellido Frohmm no le decía nada y el título “El Arte de Amar” no podía ser otra cosa que pornografía, si provenía de una putita toxicómana. ¡Seguro que lo había llevado a clases para corromper a los alumnos!
Al día siguiente, me regresó el libro del cual hizo un gran elogio. A pesar de todo, era mejor que no lo llevara a clases porque el título se prestaba a confusión.
Sin embargo tuve disgustos mayores y ni más ni menos que con el Director de la escuela. Era un tipo que carecía de confianza en sí mismo. Era un frustrado. A pesar de su cargo, no tenía ninguna autoridad sobre los alumnos. Entonces intentaba compensarse a costa nuestra tratándonos pésimo. Cuando le tocaba hacer clases durante la primera hora nos hacía cantar y hacer gimnasia. Pretendía así ponernos en acción, alborotarnos, no sé, quizás despertarnos para el resto del día. Para obtener una buena calificación en su curso había que seguirle la corriente, repetir exactamente lo que él decía.
Lo teníamos también en clases de música. Un día intentó ser amable con nosotros y nos habló de la música de la juventud. Pero no dejaba de mencionar la frase:” el jazz de hoy”. No entendí qué era lo que nos quería decir... ¿Se refería acaso a la música pop? Le pregunté qué quería decir cuando se refería al “jazz de hoy”. El pop y el rock eran muy diferentes del jazz. Quizás lo dije en un tono irrespetuoso. No lo sé, en todo caso, no pensé en las consecuencias que iban a tener mis palabras. El Director montó en cólera, se puso furioso y me expulsó de la clase, gritando como un poseso.
Sin embargo, antes de cerrar la puerta, estuve tentada de excusarme. “Yo creo, pienso que… tuvimos un malentendido”. Me llamó para que regresara. Pero no lo hice, no quería perder la gota de autoestima que me quedaba. Pasé el resto del tiempo en el corredor. A pesar de todo, no perdí el control y me mantuve en mi lugar. En otras circunstancias, me habría largado de inmediato.
Al final de la mañana fui citada a la oficina del Director. Tenía expedientes en su mano. El mío, por supuesto. Lo hojeó en mi presencia para demostrar que lo había leído. Después me dijo que no estábamos en Berlín. Que me había brindado hospitalidad en su colegio y que me habían solicitado que actuara en consecuencia.
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Dadas las circunstancias, estaba en su derecho a expulsarme a partir de la mañana del día siguiente.
Perdí los estribos instantáneamente de la impresión. No quería regresar nunca más a la escuela. Era incapaz de hacerle frente, era demasiado para mí, que al menor incidente intentaban deshacerse de mí.
Me sumergí en mi concha. Anteriormente_ y en parte bajo la influencia de mi pololo_ había prometido trabajar muy duro para intentar salir adelante, a pesar de las dificultades que debía enfrentar por egresar de un Curso Complementario, de repasar todas las materias de la enseñanza paralela para poder dar mi bachillerato. Después de lo ocurrido ya no había nada más que hacer. Sabía que nunca lograría salir a flote. Era necesario pasar bien los tests psicológicos, obtener una autorización especial del Inspector de la Academia, etc. De hecho, sabía que además mi expediente me perseguiría por todas partes.
Sólo me quedaba mi pololo, aquel muchacho tan razonable. Con el tiempo me empecé a relacionar con otros muchachos del pueblo. Personas muy diferentes a mí pero eran gratos. Individuos más seguros de sí mismos que los del pueblo vecino. Formaban una verdadera comunidad. Tenía su propio club. Un club sin depredadores. Allí, de hecho, todavía reinaba un cierto orden, a la antigua usanza. Bueno, de vez en cuando, los muchachos bebían un poco más de la cuenta. La mayoría de esos muchachos y muchachas me habían aceptado a pesar de lo diferente que era de ellos. También llegué a creer, durante un tiempo, que podría ser como ellos. O como mi pololo. Pero aquello no duró. Me vi. obligada a terminar con él_ al inicio de la mala racha_ cuando se quiso acostar conmigo. Yo no podía hacerlo. No podía acostarme con otro que no fuera Detlev. Ni siquiera podía pensarlo. Todavía lo amaba. Pensaba mucho en él aunque me esforzaba en no hacerlo. Le escribía de vez en cuando, a la dirección de Rolf. Pero fui lo suficientemente racional para no despachar las cartas.
Me enteré que de nuevo estaba en la cárcel. Igual que Stella.
Me volví a reunir con algunos de los jóvenes de los alrededores por lo que me había sentido particularmente atraída. Podía hablar más libremente de mis problemas. Junto a ellos me sentía considerada, no sentía temor por mi pasado. Su pensamiento acerca de la vida se asemejaba al mío. Era inútil intentar un personaje, un “rol”. “adaptarse”, transmitíamos en la misma onda. No obstante, al comienzo los mantenía a la distancia. Porque todos ellos, de una manera u otra, se sentían tentados por la ingestión de la droga.
Mi madre, mi tía y yo creíamos que la droga era desconocida en aquellos parajes. Al menos, las drogas duras. Cuando la prensa hacía mención de la heroína, la noticia siempre provenía de Berlín y con mayor seguridad, de Frankfurt. Estaba convencida de ser la única ex –toxicómana en miles de kilómetros a la redonda.
El primer viaje de compras con mi tía me desengañó. Fue a comienzos de 1978. Fuimos a Norderstetd, una nueva ciudad, una suerte de ciudad-habitacional, en los suburbios de Hamburgo.
Como de costumbre, notaba de inmediato a los tipos que lucían un poco diferentes de los demás. Me pregunté entonces:” ¿Serán fumadores, heroinómanos o simples estudiantes?” Entramos a un snack. Un grupo de extranjeros ocupaban una mesa. Dos de ellos se levantaron bruscamente de la mesa y se fueron a sentar a otra. No supe porqué pero noté en seguida la atmósfera que rodeaba el tráfico de heroína. Le dije a mi tía que quería retirarme de ese lugar sin explicarle el porqué.
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Cien metros más adelante, delante de la boutique de jeans, me sentí aterrizar en plena Scène. Reconocí de inmediato a los drogadictos. Y me imaginé que ellos me reconocerían. Se darían cuenta que era toxicómana. Tuve pánico. Agarré a mi tía del brazo. Le dije que teníamos que irnos de allí en seguida. Ella estaba confundida pero intentó calmarme. “Tú ya no tienes nada que ver con todo eso” Le dije:”Todavía no soy capaz de enfrentarlo”.
Apenas llegué a la casa, me cambié de ropa y me saqué el maquillaje. No volví a ponerme las botas con tacos de aguja. A partir de ese día, intenté parecerme_ físicamente al menos, a las chicas de mi curso.
Pero en el club cada vez me encontraba más y más seguido con personas que fumaban hachís y que se pegaban sus voladas. En cierta ocasión me fumé un pito y en otra ocasión se me ocurrió una excusa para rechazarlo.
Después ingresé a una pandilla fabulosa. Eran jóvenes de otros pueblos vecinos. Todos trabajaban como aprendices. (En Alemania, los obreros especializados pasan primero por el oficio de aprendices_ tradición gremial instituida en la Edad Media.) y casi nunca andaban bajoneados. Eran personas reflexivas y que formulaban interrogantes. Cuando discutía con ellos, siempre me aportaban algo. Y sobretodo, no eran brutales ni agresivos. Existía un ambiente muy calmo entre nosotros.
En cierta ocasión formulé una pregunta bastante idiota: ¿Por qué teníamos la tendencia a “volarnos”? Me respondieron que era evidente que necesitábamos desconectarnos de toda la mierda de la jornada diaria.
Ellos estaban bastante frustrados en sus trabajos. Salvo uno: era un sindicalista y encargado de los problemas de los trabajadores jóvenes. Le encontraba mucho sentido a la labor que desempeñaba a diario. A su modo de ver, la sociedad tenía posibilidades de evolucionar en forma positiva. En las noches, la mayoría del tiempo, no necesitaba fumarse un pito para sentirse bien. Se conformaba con saborear algunos pocos tragos de vino tinto.
Los demás salían siempre frustrados y agresivos de sus trabajos, los que parecían totalmente desprovistos de sentido. Todo el tiempo hablaban de abandonar sus trabajos. Cuando se reunían, siempre había uno que relataba un altercado que había tenido con el maestro de obras o cualquier otro disgusto por el estilo. Los otros les decían: “No pienses más en tu trabajo” Luego hacía circular un pito y dábamos inicio a nuestro recreo nocturno.
Por un lado, era más afortunada que ellos: mi trabajo escolar no me desagradaba del todo. Pero por otra parte estaba metida en el mismo cuento de ellos: no sabía para qué me iba a servir todo eso, ni qué beneficio me iba a aportar todo ese stress. Pude comprender entonces que no aprobaría mi licenciatura ni el bachillerato. También me enteré de que a pesar de obtener un excelente certificado de egreso, una antigua drogadicta tenía escasas posibilidades de conseguir un trabajo interesante.
En efecto, en mi certificado de egreso obtuve excelentes calificaciones pero tenía posibilidades de hacer una práctica. Me lancé a la realización de un trabajo
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temporal, en virtud de una ley destinada a impedir que los jóvenes sin trabajo anduvieran vagando por las calles. Hacía ya un año que había dejado de inyectarme. Pero sabía, y lo entendía, muy bien, que me faltaban años para estar verdaderamente desintoxicada. Por entonces, la drogadicción había dejado de ser mi problema.
En las noches, cuando nos reuníamos los muchachos y las chicas de la pandilla alrededor de una pipa de hachís y de una botella de vino tinto, los problemas cotidianos pasaban al olvido. Hablábamos de libros que acabábamos de leer, nos interesábamos en la magia negra, en la parasicología y el budismo. Estábamos en la búsqueda de algún personaje que nos comunicara una feliz ensoñación, con la esperanza de aprender algo nuevo. Nuestra realidad era bastante desagradable. Una de las chicas de la pandilla era alumna de enfermería y trajo consigo unos comprimidos. Después de un tiempo, volví a ingerir Valium. No volví a tocar el LSD, me aterraba pasar por la experiencia de realizar un mal “viaje”.Los otros miembros del grupo los realizaban con bastante éxito.
En nuestro pequeño pueblo no había consumidores de drogas duras. Si alguno se quería involucrar con éstas, se largaban de inmediato a Hamburgo. No había revendedores de heroína de modo que uno no podía adquirirlas a menos que se fuese a vivir a Hamburgo, Berlín y también a Nordersted.
Si uno estaba realmente interesado en conseguirla, lo podía hacer. Había personas que tenían contactos. En ocasiones, los revendedores pasaban a nuestro lugar de reunión con todo un surtido de drogas. Bastaba con pedir algo para volar y ellos de inmediato ofrecían:” ¿Desean Valium, Valeron, hachís, LSD, cocaína, heroína?”
En nuestra pandilla todo el mundo pensaba que era capaz de controlarse, de no sufrir el riesgo de engancharse. En todo caso, la situación era diferente y mejor en algunos sentidos, que la que había existido hacía tres o cuatro años en el Sector Gropius.
Si la droga nos brinda una cierta libertad, aquella no siempre es de la misma índole. Por ejemplo, nosotros no requeríamos de un lugar como la “Sound” ni de su música estridente. El centelleante titilar de los letreros luminosos de la Kurfurstendamm no tenía ningún atractivo ante nuestros ojos. Lo que aborrecíamos era el pueblo. Nuestra gran volada
era convivir próximos a la naturaleza. Todos los wikenes partíamos a la aventura por Schleswig-Holstein. Dejábamos el coche por algún lugar y continuábamos el camino de a pié hasta que llegábamos aun sitio localizado entre medio de los pantanos_ allí estábamos seguros de no encontrar a nadie.
Lo más fantástico de todo era nuestra cantera de yeso. Un orificio gigantesco en plena campiña. Tenía casi un kilómetro de largo por doscientos metros de ancho y cien metros de profundidad. Con paredes verticales. Abajo, en el fondo, la atmósfera era muy dulce y apacible. No corría una gota de viento. Y estaba repleto de plantas que nunca habíamos visto en otro lugar. Ese pequeño valle maravilloso estaba surcado por arroyos cristalinos, por cascadas que brotaban de los muros. El agua coloreaba la roca blanca de color castaño, el suelo era una alfombra de piedra blanca, que semejaba osamentas reales de mamuts.
Las gigantescas máquinas excavadoras y los tapices rodantes que durante la semana metían un ruido infernal, los domingos daban la impresión de permanecer
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inmóviles y silenciosos desde hacía varios siglos. El yeso también los había vestido de blanco.
Estábamos completamente solos, separados del mundo exterior por abruptas murallas blancas. Ningún sonido lograba traspasar este destino. No escuchábamos otro ruido aparte de aquel que provenía de las cascadas de agua.
Decidimos, por lo tanto, comprar la cascada para que no fuera explotada en el futuro. Nos instalaríamos en el interior. Construiríamos cabañas, cultivabaríamos un gran jardín, criaríamos animales. Y dinamitaríamos el único camino que nos condujera a la superficie exterior.
No tendríamos ningún deseo de regresar.
NOTA DE LOS AUTORES.
Conocimos a Christianne F. a los quince años de edad cuando le tocó presentarse en calidad de testigo ante un Tribunal de Berlín. Le pedimos una entrevista para una encuesta que estábamos realizando acerca de los problemas de la juventud alemana. Habíamos previsto dos horas para aquella entrevista. El período de tiempo se prolongó durante dos meses en los cuales de encuestadores pasamos a convertirnos en apasionados oyentes. El relato de Christianne F. nos conmovió profundamente. Este libro es producto de la grabación de su testimonio. Su historia nos enseña mucho más acerca de la juventud actual que cualquier otro documento. Christianne F. quiso que se escribiera este libro porque ella, como todos los drogadictos, quería romper con el impenetrable silencio que rodea a la toxicomanía juvenil. Todos los sobrevivientes de su pandilla, así como sus padres, apoyaron la iniciativa de realizar este libro con la finalidad de que tuviera un carácter documental, lo que permitió publicar los nombres y fotografías. Por consideración a sus familias, sólo hemos citado sus nombres.
Decidimos unir el relato de Christianne F. al de otros testimonios como los de su madre y el de otras personas que estuvieron relacionadas con ella con la finalidad de completar el análisis desde otras perspectiva.
Kai Hermann y Horst Rieck
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Kai Hermann nació en 1938. En la actualidad se desempeña como periodista independiente después de colaborar en “Die Zeit”, “Der Spiegel”, “Twen” y en “Stern”. Ha publicado numerosas obras entre las que se destacan: “La revolución de los estudiantes”, “Una intervención interesante en Mogadisco”.
Ha sido laureado con el premio Theodor Wolf y fue acreedor de la medalla “Carlos V Ossietzky. Actualmente reside en Landsatz, Kreis Luchow-Dannenberg.
Horst Rieck nació en 1941. Es un periodista independiente y reside en Berlín. Ha colaborado preferentemente en “Stern” y “Die Zeit”, medios de comunicación escritos de Alemania en lo que se ha especializado en los temas juveniles.
El profesor Horst Eberhard Richter, autor del Prólogo, es Doctor en Medicina y en Filosofía. Nació en 1923 y entre los años 1953 a 1962 se desempeñó como Médico Jefe en el “Centro de Consulta y de Investigaciones para los problemas psicológicos de la Infancia” en Berlín. Después fue Director de la Clínica Universitaria para enfermedades psicosomáticas de Giessen. Publicó la destacada obra: “Psicoanálisis de la Familia”

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