¡Asesinado Al Pie De Un Altar Vudú!
Richard Shrout
No es un secreto en el vecindario de Miami Beach que Miguel Pérez vendía drogas. El grupo de la SUI (Unidad de Investigaciones callejeras) de la Policía de Miami Beach, que investiga los crímenes organizados y los narcóticos, ya le conocía.
Aun cuando saben que hay algo ilegal en marcha, no ocurre muy a menudo que los ciudadanos honrados quieran verse involucrados. De modo que cuando Felipe Beltrán llamó diciendo que quería ayudar a la policía en una redada de drogas, la detective Lauri Wonder, que hablaba español, fue a verle.
—Felipe Beltrán llamó acerca de alguien que traficaba en narcóticos en un edificio de apartamentos que él regentaba —recordó la detective Wonder—. Dijo: “Mire, mi apartamento se encuentra justo enfrente del suyo. Si vigila a través de esta mirilla” —¡me está diciendo cómo realizar una transacción de drogas!— “si su hombre se queda en mi apartamento, pondremos cámaras y todo eso, y él podrá realizar una compra directa de Miguel Pérez”.
”—Le dejaré usar mi apartamento —dijo Beltrán—, pero yo no quiero verme involucrado, ya sabe. Sólo quiero estar presente cuando sus polis secretos puedan entrar en acción y le arresten en cuanto usted reciba la señal.
”—Yo no lo necesitaba —dijo la detective Lauri Wonder—. No lo necesitaba para nada. Todo el mundo conoce a Miguel Pérez. Quiero decir, yo ando por las calles. Sabes a quién le puedes comprar. Hace tiempo le compré cocaína a Miguel Pérez. Ya ha sido arrestado antes.
”—En comparación con los pesos pesados, es un traficante insignificante de unos gramos. Sin embargo, te podía proporcionar más si querías. Ésa era nuestra intención. Tenía un apartamento separado de aquel en el que vivía, donde vendía las drogas. Una mujer iba allí con un cochecito de bebés. Supuestamente, ésa es la forma en la que entran las drogas.
Llevar a cabo una redada de drogas contra alguien tan insignificante como Miguel Pérez estaba casi en el nivel más bajo de las prioridades del Departamento de Policía de Miami Beach. Felipe Beltrán se enfadó mucho cuando no actuaron en el acto ante su generosa oferta.
A las 23: 30 de la noche del 10 de junio de 1985, una mujer en el edificio de apartamentos oyó gritos, seguidos de una serie de disparos y el sonido de alguien que corría. Llamó a la policía y se escondió bajo la cama hasta que llegaron.
El agente Héctor Trujillo estaba patrullando la zona desde la calle 41 hasta Goverment Cut, un lugar de South Beach desde donde los yates de lujo ponían rumbo al Atlántico. Llegó a la dirección de la Avenida Pennsylvania a las 23:34. Otras unidades llegaron al mismo tiempo.
La puerta del apartamento de Miguel Pérez estaba entreabierta. Los agentes entraron con cautela empuñando los revólveres. Vieron el cuerpo de un hombre acribillado a balazos en el suelo. Registraron las otras habitaciones para cerciorarse de que no había nadie más. Luego se lo notificaron a la Unidad de Personas del departamento, que, entre otros crímenes, se encarga de las investigaciones de homicidio en Miami Beach.
Varios sargentos llegaron con un equipo de investigadores. El detective John Murphy fue nombrado jefe de la investigación, con el detective Robert Hanlon como ayudante. Enviaron a varios miembros del equipo para empezar a interrogar a los inquilinos del edificio mientras ellos examinaban la escena del crimen.
En el dormitorio y en la cocina había mesas con jarrones de flores y estatuillas religiosas, que los detectives reconocieron como altares de Santería. La Santería es una mezcla de deidades africanas y santos católicos, una religión afín al vudú, que es muy popular en Cuba y las islas del Caribe, igual que en la zona de Miami. No impone ninguna restricción moral o ética a sus miembros, pero enseña un sistema de rituales y ofrendas para atraer la buena suerte y alejar la mala suerte. No es inusual que los criminales practiquen la Santería, con la esperanza de prosperar en sus asuntos ilegales y mantener a la policía y a los enemigos lejos.
Evidentemente, a Miguel Pérez no le había reportado ningún bien aquella noche. Pero lo significativo era que ninguna de las estatuillas de los santos había sido derribada o movida. Debajo de una había algo de dinero doblado, colocado como una ofrenda a la deidad que representaba. No se había abierto ningún cajón de las cómodas. No había pruebas de que el lugar hubiera sido registrado. Nada en el apartamento parecía cambiado de sitio.
Salvo por el cuerpo, que yacía en un charco de sangre, con un brazo extendido que dejaba un rastro en el suelo, era una escena tranquila.
Sin embargo, los detectives Murphy y Hanlon vieron que en una mesa había una bolsa marrón que contenía paquetes de marihuana y paquetes de celofán con una sustancia blanca que sospecharon que era cocaína, cuidadosamente cerrados y listos para la venta. Pero las drogas seguían ahí, sin que nadie las hubiera tocado.
Un gran fajo de dinero —491 dólares para ser exactos— sobresalía del bolsillo de la víctima, para añadir aún más misterio.
—En ese punto —recordó el detective Murphy— tuvimos un pequeño problema. Nos era imposible comprender de inmediato por qué la víctima había sido asesinada. Las drogas estaban ahí, el hombre disponía de una gran cantidad de dinero en su bolsillo izquierdo, que era absolutamente visible, más las joyas que aún llevaba en su persona. El apartamento no había sido desvalijado.
—Pensamos que se trataba de una especie de venganza —acordó Hanlon— debido al hecho de que el dinero seguía allí, las drogas seguían allí, y no se habían llevado nada del apartamento.
No parecía ser una cuestión de drogas, sino un asesinato, puro y simple. Llegaron los técnicos de la escena del crimen del Departamento Metropolitano de Policía del Condado de Dade e iniciaron un registro metódico del lugar y de los papeles acumulados de la víctima, cosas como facturas y recibos.
El técnico Tommy Stoker resumió sus hallazgos:
—Había una nota escrita en español sujeta con una chincheta a la puerta de entrada. Ponía: “vuelvo enseguida”. Había seis casquillos de balas de nueve milímetros y algunos proyectiles usados en el suelo. Había agujeros de bala en una ventana, agujeros de bala en las puertas, agujeros de bala en las paredes.
”Por lo que pude determinar, daba la impresión de que quienquiera que realizara los disparos, probablemente estaba al pie de la entrada.
”Al día siguiente volvimos para examinar el exterior. En el callejón descubrimos sangre en el cajetín del circuito eléctrico en la pared oeste del edificio. También había un paquete de cigarrillos con sangre en el celofán.
La doctora Valerie Rao, forense adjunta del Condado de Dade, llegó a las 14:30 para examinar el cadáver antes de trasladarlo para realizarle la autopsia. Anunció que había “poca rigidez y un mínimo de lividez posterior”. Cuando se le preguntó qué significaba eso, sonrió y contestó: “Quiere decir que lleva poco tiempo muerto”.
Era lo único para lo que no necesitaban una teoría que lo explicara. Miguel Pérez tenía agujeros de bala en el centro del pecho, en la tetilla izquierda, en el antebrazo derecho por encima del codo, en la parte inferior izquierda de la espalda, en la espalda a la altura del hombro derecho, en la parte posterior de la rodilla derecha, y en la parte frontal de la pierna, en la espinilla.
Pero el examen superficial del cuerpo reveló un misterio adicional: la víctima tenía un área con suturas en el cuero cabelludo de un tratamiento médico muy reciente. También tenía inexplicados moratones y abrasiones en las rodillas.
Se trasladó el cuerpo. Ya era la mañana del 11 de junio. Los detectives Murphy y Hanlon iniciaron la investigación de los antecedentes de Miguel Pérez.
—Nos pusimos en contacto con nuestras unidades de investigación y también con la Agencia Contra la Droga, Inmigración y otras autoridades Federales —recordó Murphy—, para ver si teníamos a un traficante de drogas importante o sólo un tipo que se movía al nivel de la calle.
Averiguaron que Pérez tenía un arresto anterior. Su libertad condicional había expirado el 7 de marzo de 1984. Su vida había expirado un año, tres meses y tres días después. Por la División de Licencias de Trabajo del Condado de Dade averiguaron que Pérez tenía una licencia como “vendedor ambulante”. No especificaba qué era lo que vendía.
Los interrogatorios a los inquilinos del edificio no habían revelado nada. Muchos sólo hablaban español, y todos estaban asustados. Horas después del mismo día 11, un detective vio a un hombre que daba vueltas nervioso por el callejón que había detrás de los apartamentos. Dijo que se acababa de enterar del crimen y pensó que le habían disparado a un familiar. Se le pidió que fuera a la comisaría, donde le podría interrogar un agente que hablaba español.
El pariente de la víctima, Phillip Ruiz, fue interrogado en español por el detective Bob Davis. Contó que a Miguel Pérez le habían golpeado y robado el 9 de junio, el día anterior al asesinato. Dijo que creía que dos hombres, que vivían a unas cuatro o cinco calles de distancia, eran los responsables. Sus motivos eran que constantemente se los veía por la zona, y que él los había visto por el edificio justo antes del incidente. Miguel Pérez incluso le había descrito a los atacantes.
El detective Charles Metscher le mostró a Phillip Ruiz más de 150 fotografías de delincuentes conocidos y sospechosos, con la débil esperanza de que uno se pareciera a la descripción dada por la víctima de aquellos que le habían atacado. Finalmente, Phillip Ruiz identificó con vacilación una foto. El nombre que figuraba al dorso decía que el hombre se llamaba Jesús Fernández. Se trataba de una identificación de segunda mano, basada en el informe verbal de la víctima, y aunque intentarían comprobarla, los agentes de la ley no tenían mucha confianza en ella.
Una comprobación de los hospitales y clínicas cercanos reveló que Miguel Pérez había sido tratado en el Hospital Monte Sinaí el 9 de junio por una grave laceración en el cuero cabelludo. Por lo menos, eso explicaba los puntos frescos que tenía en la cabeza y las abrasiones en las rodillas. Con toda probabilidad, también explicaba la sangre encontrada en el cajetín eléctrico y el envoltorio de celofán del paquete de cigarrillos en el callejón.
Quizá no fuera tan inusual que asaltaran a un traficante de drogas. La pregunta era: ¿Los golpes y el robo se relacionaban con el asesinato? De no ser así, poco ganarían encontrando a Jesús Fernández, el hombre cuya fotografía había sido señalada entre las más de cien por alguien que con anterioridad había visto al hombre, pero que no había presenciado el ataque.
Las relaciones de la víctima con otros que vivían en el edificio aún no se habían determinado. A las 18:30 del 12 de junio, los detectives Murphy y Hanlon localizaron al encargado del edificio donde había tenido lugar el tiroteo. Éste les explicó que acababa de empezar en el trabajo y afirmó que no conocía muy bien a los inquilinos.
Les informó a los detectives que el encargado anterior, quien había vivido en un apartamento de una planta de arriba del edificio, había desaparecido varios días antes del crimen. Dijo que corrían rumores de que traficaba con drogas. Afirmó no conocer su nombre.
El vecindario se componía de hoteles que en el pasado habían sido decientes, cuyas antiguas habitaciones hacía tiempo que habían sido convertidas en apartamentos pequeños y que se alquilaban por “temporada”, mes o semana. Algunos de los inquilinos eran ancianos dependientes de la Seguridad Social, familias que vivían de la caridad y gente de paso que una semana vivía en un lugar y la siguiente en otro.
En las atestadas zonas urbanas donde poca gente sabe algo de sus vecinos y, por lo general, se preocupan aún menos, siempre hay alguien que tiende a ser curioso por puro aburrimiento, o, al menos normalmente, siente curiosidad cuando sucede algo fuera de lo corriente. La cuestión radica en dar con esa persona.
Los detectives decidieron hablar con los residentes de los edificios adyacentes para ver si alguien podía proporcionarles información relevante. Tuvieron mucha suerte.
Un hombre cuyo apartamento daba al callejón del edificio de la escena del crimen aún no había sido interrogado por los agentes, y tenía mucho que contar.
El detective Murphy resumió la información.
—La noche del homicidio miró por su ventana y vio un coche más o menos situado en el centro del callejón. Parecía que había alguien detrás del volante. Salió del dormitorio y se dirigió al balcón, y cuando llegó allí, el coche ya se encontraba próximo a la puerta trasera del edificio de apartamentos de la víctima.
”Mientras miraba desde allí, oyó seis o siete disparos. Observó que un individuo salía del edificio, se metía en el coche y, luego, que el coche emprendía la marcha hacia el norte por el callejón; el vehículo giró a la izquierda en la Calle Diez y prosiguió hacia el oeste.
”La descripción que dio del coche era que se trataba de un vehículo oscuro, parecido a un Camaro o un Firebird. A él le dio la impresión de que podía haber tenido una especie de emblema en la capota. También describió las ropas que vestían. Le dijo al detective lo que llevaban puesto el conductor y el pasajero.
”Después de hablar con él, regresamos a la escena y, usando nuestra unidad, colocamos nuestro coche tal como el testigo creyó verlo y lo fotografiamos.
Hicieron que el testigo mirara las mismas fotografías policiales que Phillip Ruiz había inspeccionado antes.
—Por último, identificó a alguien que se parecía mucho a Jesús Fernández, pero no hubo ninguna identificación positiva de nadie —dijo el detective Murphy.
La doctora Valerie Rao informó sobre los hallazgos de la autopsia. Dijo que a Pérez le habían disparado cinco veces, esclareciendo la impresión inicial causada por puntos de salida limpios de algunas heridas. Algunos de esos puntos de salida estaban “abiertos” en apariencia, lo que significaba que el cuerpo se hallaba contra algo como una pared o el suelo, lo cual dificultaba que las balas salieran. Ninguna de las heridas era de corta distancia.
La víctima tenía un tatuaje de una cruz en el hombro, con cuatro puntos a cada lado de la cruz. También había un tatuaje de Santa Bárbara, una deidad de la Santería.
El informe de toxicología reveló la presencia de Benzoylecgonina, un metabolito de la cocaína, en su orina. Pero la forense adjunta advirtió que los estudios demuestran que es posible tener tales metabolitos en la orina hasta 19 horas después de haber consumido cocaína, de modo que eso no era particularmente significativo.
Llegaron otros informes de laboratorio. Muestras tomadas de las manos de la víctima no mostraron que hubiera disparado un arma recientemente. Eso eliminaría cualquier futura alegación del sospechoso de que lo mató en defensa propia. Las superficies de la escena del crimen no habían conducido a ninguna huella dactilar, e incluso las 18 huellas dactilares latentes sacadas del exterior de la puerta de entrada resultaron ser inútiles en cuanto a propósitos de comparación.
En los días que siguieron, la división de homicidios recibió numerosas llamadas frenéticas de Phillip Ruiz, quien siempre informaba que acababa de ver a los sospechosos en la zona, pero los detectives jamás pudieron llegar a tiempo para aprehenderlos.
Gracias a una investigación paciente, los oficiales de la ley descubrieron que la víctima le decía a la gente que era un vendedor de joyas, pero no encontraron nada que lo verificara.
El 17 de junio, los detectives rastrearon recibos encontrados en los efectos de la víctima hasta una agencia de alquiler de coches. Indagaron que Miguel Pérez alquilaba coches por semana, uno distinto cada mes, lo cual no era una manera muy económica de alquilar vehículos. Estaba claro que no mantenía su extraño estilo de vida vendiendo joyas inexistentes.
Gracias a la factura eléctrica y a una referencia de una oficina de bonos de comida encontradas en el apartamento del hombre muerto, los detectives finalmente fueron capaces de localizar el 1 de julio a la esposa separada de la víctima. Por medio de un traductor, les contó que ella y su marido tuvieron una pelea y que se emitió una orden de arresto contra él por golpearla. Reconoció que había dos apartamentos, uno registrado a nombre de él y el otro al de ella. Afirmó no conocer nada sobre el tráfico de drogas.
Mencionó que su marido se quedaba petrificado de miedo de alguien llamado Ocana, debido a una animosidad reinante entre ellos desde Cuba. Dijo que había oído que Ocana se encontraba en Nueva York o New Jersey... no recordaba cuál. La última vez que vio a Miguel Pérez fue una semana antes de su muerte.
El 9 de junio, los detectives decidieron interrogar a todo el mundo de nuevo. Empezaron por Phillip Ruiz, el familiar de la víctima. Parecía estar aterrado. Explicó que su relación con Miguel Pérez había sido tensa, porque Pérez no aprobaba el estilo de vida que él llevaba. Entonces, Phillip Ruiz admitió ser homosexual.
Eso no explicaba el terror que experimentaba. Los oficiales de la ley sospecharon que temía por su vida. Ruiz les contó que había localizado a una mujer y a su amante para que hablaran con ellos. Les instó a ponerse en contacto con la pareja.
Se pusieron a buscarlos, pero antes de que pudieran ser localizados, el 13 de julio la mujer fue llevada ante ellos por el Patrullero de Miami Beach, Armando Torres. En una ocasión el agente había tramitado una denuncia puesta por ella sobre algún asunto, y ella le saludó en la calle. Le preguntó a Torres: “¿A quienes van a encerrar... a la gente que lo mató o a la persona que les ordenó ir a matarlo?
Tenía información sobre el asesinato de Miguel Pérez, pero por temor a represalias quería estar segura de que todos los involucrados iban a ser arrestados.
Tan pronto como el agente descubrió que el asunto pertenecía a homicidios, la llevó a la comisaría. Le dijo que si había suficientes pruebas contra una persona, en verdad que sería arrestada. Ella decidió arriesgarse. Los detectives Murphy y Hanlon no estaban de servicio, pero llegaron a las 20:30 para interrogarla.
—Estaba muy nerviosa —recordó Murphy—, y había ciertas cosas que queríamos tocar para cerciorarnos de que ella sabía lo que había pasado de verdad, pero sin hacerle preguntas que sugirieran sus respuestas. Salió bien.
Los detectives de Miami Beach graban todos los interrogatorios. Su historia se centró en alguien apodado “El Chino”, que era amante de una muchacha que ella conocía. Contó que unos días antes del asesinato se encontraba en la casa de El Chino. Le oyó quejarse de que no quería pagar una deuda que tenía con Miguel Pérez. El Chino mencionó que le había dicho a un hombre llamado Ocana y a otro apodado “Jabao” que “se encargaran de su problema con Pérez”. Les dijo que podían repartirse a medias cualquier dinero o drogas que encontraran.
Aproximadamente a las 10:00 horas del día del asesinato, relató ella, Ocana fue a su apartamento mientras Jabao esperaba en el coche. “El problema de El Chino está resuelto”, afirmó Ocana. Le contó que había apaleado seriamente a Pérez, le había quitado sus cadenas de oro y lo había abandonado dándole por muerto. Luego Ocana se marchó.
Aquella noche, a eso de las 23:15 horas, Ocana y Jabao regresaron a su apartamento. Ocana quería que ella y su amigo los acompañaran a la casa de El Chino a buscar una cadena y un revólver. Dijo que le habían contado que Miguel Pérez seguía con vida y que ahora iba a matarlo porque prefería matar a que lo mataran.
Cuando salieron del apartamento, se subieron a un Camaro negro de dos puertas. Ocana comentó que acababa de robarlo para el asunto de esa noche, ya que su propio coche era muy conocido en la zona.
En casa de El Chino, éste le dio a su amigo una cadena de oro para que se la entregara a Ocana, quien estaba esperando en el coche. Le dijo a los oficiales que reconoció que la cadena pertenecía a Miguel Pérez. Volvieron junto a Ocana y Jabao a su apartamento. Antes de que ella y su amigo bajaran del coche, Ocana le mostró un revólver del calibre 38 y Jabao exhibió una pistola negra semiautomática.
Entonces le contó a los detectives Murphy y Hanlon que a eso de las 2: 30 de la madrugada del siguiente día, 11 de junio, El Chino fue a su apartamento. Le dijo que Jabao y Ocana habían matado a Pérez y solucionado su problema.
—Ahora no tengo que pagarle el dinero —comentó con placer maligno—. Esa gente se va a marchar. Pero no puedo ser visto con ellos, así nadie pensará que yo soy quien los envió a matarlo.
En otro interrogatorio con el amigo de la mujer, Murphy y Hanlon fueron capaces de conseguir otra pieza de información. Les dijo que el 10 de junio, a eso de las 23:15, mientras iban en el Camaro negro que Ocana había robado, se pararon en una gasolinera. Ocana bromeó que iba a llenar el depósito1 con gasolina y luego llenar a Miguel Pérez con balas.
De acuerdo, los detectives quisieron saber si él conocía los nombres verdaderos de El Chino, Ocana y Jabao. Claro, contestó la pareja, son Rolando Ocana y Jesús Fernández. Ella les mostró la fotografía de El Chino y dijo que era Felipe Beltrán, el antiguo encargado del edificio de apartamentos de la víctima.
De antiguos informes de arrestos por robo, los oficiales de la ley consiguieron fotografías de Fernández y Ocana, que la pareja identificó en el acto. La mujer les proporcionó el nombre y la dirección de la amante de Fernández, que vivía en Hialeah. La pareja también les proporcionó la nueva dirección de Beltrán, donde les dijeron que se había mudado 72 horas antes del asesinato.
Ya tarde, el 16 de julio, los detectives localizaron a la amiga de Fernández. Les contó que Jesús Fernández estaba en la cárcel, en New Jersey, por un delito de robo. El 17 de julio los oficiales la llevaron a declarar al cuartel general.
—Al principio —recordó el detective Murphy—, nos soltaba fragmentos y piezas sueltas, pero no toda la verdad. Poco a poco nos reveló que Ocana y Fernández fueron a buscarla a su apartamento en Hialeah y la llevaron en coche un trayecto largo.
”Pararon a cenar en la carretera y después la condujeron a alguna parte y la hicieron bajar del coche. Fernández la apuntó con un arma y le dijo que había llenado de agujeros a Miguel Pérez. Incluso dijo que le había disparado seis veces y que le quedaban tres balas.
”Luego la dejaron en algún sitio de la Nacional 27, después de desembarazarse de algunas pistolas y una escopeta recortada. Se marcharon y ella tuvo que hacer autoestop para regresar a casa.
A las 4: 00 de la madrugada los detectives la llevaron a la zona de Okeechobee Road, donde ella creía que habían tirado las armas. Las buscaron, pero fueron incapaces de encontrarlas.
El 18 de julio llevaron los resultados de su investigación a la oficina del fiscal del estado y obtuvieron órdenes de arresto para Felipe Beltrán, Jesús Fernández y Rolando Ocana con cargos de conspiración y asesinato en primer grado. Le notificaron a las autoridades de New Jersey acerca de las órdenes para Fernández y Ocana.
—Fuimos donde supuestamente vivía el señor Beltrán —recordó el detective Murphy—. Le encontramos a las 17: 30 en el callejón a una manzana de distancia.
Murphy se acercó desde un extremo y el detective Hanlon y John Quiros desde la otra dirección y atraparon al asustado sospechoso entre ellos.
—¡Somos oficiales de policía! —gritó Quiros—. Tranquilícese. ¡Está bajo arresto!
Beltrán fue aprehendido sin ningún incidente. Aparentemente, en su mundo era un alivio verse atrapado entre hombres que sólo eran polis en vez de entre otros traficantes de drogas que buscaban venganza.
Los oficiales le presentaron un impreso que decía: “Este documento es para certificar, habiendo sido informado de mis derechos constitucionales de que no se registre la casa aquí mencionada sin una orden de registro y de mis derechos a negarme a consentir dicho registro, que desde este momento autorizo a los representantes del Departamento de Policía de Miami Beach, Condado de Dade, Florida, a llevar a cabo un registro completo de mi residencia”.
Beltrán negó todo, incluso que conociera a la víctima. Pero firmó el impreso de autorización de registro de sus habitaciones. Encontraron una pequeña cantidad de drogas.
—También encontramos —informó luego el detective Murphy— un rollo de bolsas de plástico transparentes, una balanza de plástico verde, una lupa, cucharas de plástico, unos alicates pequeños, un cortaúñas, dos frascos de cristal, una bolsa de plástico grande, un estuche marrón de una pistola, un cargador negro, algunas municiones del 38 Especial, y un revólver Rossi del 38 de tres pulgadas.
Después Phillip Ruiz les contaría que creía que el revólver pertenecía a Miguel Pérez, la víctima.
Beltrán se negó a hablar, negándolo todo. Cuando le mostraron el arma, empezó a reconocer cosas a regañadientes. Admitió reconocer a la víctima, pero dijo que se había mudado del edificio varias semanas antes del asesinato. Los oficiales de la ley tenían pruebas de todo lo contrario: se fue sólo tres días antes.
Cuando se le preguntó acerca de la parafernalia de drogas, Beltrán tenía una explicación.
—Afirmó —recordó el detective Robert Hanlon— que Pérez vendía drogas y que quería quedarse algo para él, ya que la policía andaba tras su pista. Dijo que Pérez le acusó de informarle a la policía sobre él. Lo negó, por supuesto
”Dijo que eran drogas que Pérez le había dado, que todo se trataba de un error, que no le debía ningún dinero, y que había oído en la calle que Pérez había establecido un contrato de 10.000 dólares para que le mataran.
A veces la historia cambiaba.
—Le preguntamos por esa parafernalia de drogas, que indicaba que él estaba traficando —añadió Murphy—. Dijo que la detective Wonder se las dio para que actuara como mensajero para coger a Miguel Pérez. Eso no nos pareció en absoluto factible.
Cuando se lo preguntaron a la detective Wonder, ella lo confirmó:
—No tenía permiso de mí o de mi unidad para tener droga alguna cuando no trabajara como informante confidencial. Y aun cuando lo hiciera, no estaría en posesión de ninguna droga a menos que tuviera que entregársela a alguien.
”Jamás trabajó para nosotros como confidente —recalcó ella—. Sería estúpido por mi parte darle drogas de nuestra taquilla de narcóticos y decir que procedían de Miguel Pérez. Entonces me podrían meter a mí en la cárcel. Ni pensó lo que decía. Se vio atrapado en su propia mentira.
Beltrán fue encerrado. Los otros dos sospechosos seguían sueltos.
En Newark, New Jersey, había tenido lugar el robo a un bar de la Avenida Prospect en 26 de junio pasado. Se describió a los atracadores como dos varones de aspecto hispano. Poco después del robo un sospechoso fue arrestado en la Avenida Bloomfield. Dijo llamarse Jesús Santiago.
Un poco más tarde, un hombre fue a la comisaría de Belleville, New Jersey, e informó que un tiroteo acababa de tener lugar a una manzana de distancia, en la Calle William y la Avenida Washington. En la escena del suceso, los agentes encontraron a un hombre joven en una furgoneta. Sangraba ligeramente de una herida en la cabeza. La ventanilla de atrás había sido destrozada por una bala, y se podía ver el proyectil alojado en la puerta.
La reducida multitud que se había agrupado allí informó que el agresor, un varón hispano sin afeitar —de un metro setenta y cinco centímetros de altura, complexión delgada, pelo castaño revuelto, vestido con pantalones oscuros, una camisa azul y blanca, una cazadora de cuero y una gorra de béisbol— se había dado a la fuga en dirección a la Calle William.
Los coches patrulla en el acto establecieron un perímetro. Dos oficiales de la policía de Belleville, Charles Hood y Gregory MacDonald, iniciaron la búsqueda a pie desde el límite de Newark de regreso hacia Belleville.
—Había unos garajes con las puertas abiertas —recordó el oficial Hood—, y yo entré en algunos. Entonces vi a un hombre agazapado detrás de una piscina cubierta con una loneta en un patio trasero. Había otro hombre en el patio con una linterna. Le grité: “¿Quien es ese individuo?” Me dijo que no lo sabía.
”Mientras me acercaba al sospechoso, éste intentó escapar corriendo y salir del patio, al tiempo que gritaba y me insultaba. Le derribé al suelo y luchamos. Otros agentes oyeron el estrépito y vinieron en mi ayuda y esposamos al sospechoso.
El oficial MacDonald realizó una barrida circular de la zona. Vio la loneta que cubría la piscina donde se había visto por primera vez al sospechoso. La levantó y encontró una pistola de nueve milímetros.
—Cuando volvimos a la escena del crimen —recordó Hood—, había una multitud en la esquina. Todo el mundo estaba diciendo: “Ése es el tipo que le disparó a nuestro amigo”. Fue unánime.
El sospechoso dijo llamarse Jesús Jiménez. A diferencia de la población de Miami, en la que una de cada tres personas habla español, nadie de la policía de Belleville lo hablaba. Tuvieron un grave problema de comunicación con el sospechoso.
Pero el detective José Sánchez del departamento de robos de la policía de Newark, New Jersey, nació en Puerto Rico y había vivido allí hasta la edad de 18 años. Hablaba un español fluído.
—El detective de Miami Beach, John Murphy, me llamó el 18 de julio —recordó Sánchez—, y por la información recibida, creía que las personas a las que yo investigaba por robo estaban involucradas en un caso de homicidio en Florida. Me proporcionó la información en cuanto a sus nombres verdaderos. Mencionó a Rolando Ocana y a Jesús Fernández. Me dijo que iba a enviarme las huellas dactilares y las fotografías en el último vuelo con destino Newark.
Sánchez fue a la Cárcel del Condado de Essex a interrogar a “Jesús Jiménez”, que ahora sabía que era Jesús Fernández, y a “Jesús Santiago”, quien en realidad era Rolando Ocana.
—Me identifiqué a Fernández —dijo el detective Sánchez— y le dije que estaba allí para interrogarle sobre un robo en Newark y otras cosas de las que creía que teníamos que hablar, tales como quién era y cómo había llegado a Newark, y todo lo demás.
”Me contó que había conocido a su compañero, Rolando Ocana, en Miami. Lo veía desde hacía un par de meses, y algo sucedió allí y tuvieron que irse.
”Le pedí que fuera específico sobre lo que sucedió. Me contó que estaba en Miami Beach y que Rolando Ocana fue a verlo y dijo: “Vayamos a una casa en la playa. Tengo que hacer algo, y luego habré terminado”. Así que subió a un coche, que era un Camaro oscuro.
Fernández le dijo al detective Sánchez que vino a los Estados Unidos en 1980 y que habitualmente trabajaba en restaurantes en Las Vegas. En ciertos momentos de la conversación habló a gran velocidad y pareció agitado.
—En algunos momentos de la charla —recordó Sánchez—, a menudo se quedaba en silencio. Tuve que repetirle las preguntas varias veces. Me contestaba “Ya es suficiente, no quiero hablar más”. Entonces, yo me acomodaba en la silla y aguardaba hasta que recobraba la compostura y empezaba a hablar de nuevo.
”Me contó wur estaba con Rolando Ocana, quien conducía un Camaro oscuro en dirección a la playa. Ocana le pidió que esperara en el coche. Dijo: “estaba esperando y, de repente, oí disparos. No recuerdo cuántos fueron, pero inmediatamente después vi a Rolando corriendo de regreso al coche, muy nervioso. Subió y nos largamos.
Fernández afirmó que no podía identificar una fotografía de Felipe Beltrán.
Cuando Sánchez intentó hablar con Ocana, recibió una comunicación distinta.
—En aquella época —dijo Sánchez— no hablaba con nadie. Me echó de la celda, me insultó y se negó a decirme nada. Quería saber dónde estaba su abogado, y qué hacía yo allí. Resultó que tampoco quiso hablar con su abogado de New Jersey.
El detective Robert Hanlon de Miami Beach voló a New Jersey. Hizo que las autoridades examinaran la pistola que Fernández había escondido debajo de la loneta justo antes de ser detenido. Se llevó los proyectiles de vuelta a Miami, donde expertos en armas de fuego determinaron que eran del arma que había matado a Miguel Pérez.
Los sospechosos fueron trasladados al Condado de Dade, Florida, para ser juzgados. La amiga de Fernández declaró que él le había dicho que le disparó a Miguel Pérez seis veces y que le quedaban tres balas en la pistola. La acusación fiscal señaló que la pistola que tenía en el momento de su arresto en New Jersey disparaba nueve balas. Los sospechosos fueron juzgados por separado y cada uno fue encontrado culpable.
Jesús Fernández y Rolando Ocana recibieron sentencias a cadena perpetua. Felipe Beltrán fue sentenciado a 10 años de prisión.
El 24 de junio, Phillip Ruiz había regresado al cuartel general de la Policía de Miami Beach con información que afirmó había temido dar antes. Dijo que Miguel Pérez le había contado el día que lo apalearon que Beltrán lo iba a matar. También dijo que él había visto a Beltrán llevando el medallón de Miguel el 4 de julio.
Declaró que Beltrán incluso lo había ido a ver después del asesinato, diciéndole: “Escucha, el problema no es contigo, era con Miguel”. Por último, a regañadientes, reconoció que su pariente, la víctima, sí había sido un traficante de drogas.
—Entonces Phillip Ruiz se echó a llorar —recordó el detective Murphy—. El motivo que nos dio fue que tuvo miedo de contarnos antes que Miguel Pérez traficaba con drogas debido a que temía que no trabajaríamos en el caso con tanto ahinco si sabíamos que era un traficante.
”Le dijimos que el trabajo que le dedicábamos a cada caso era el que éste requería. Todos reciben el mismo tratamiento.
[NOTA DEL EDITOR AMERICANO:
Phillip Ruiz no es el nombre verdadero de la persona así llamada en la historia. Se ha usado un nombre ficticio porque no hay razón para el interés público en la identidad de esta persona.]