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domingo, 1 de marzo de 2009

LA EXTRAÑA CABALGADA DE MOROWBIE JUKES -- Rudyard Kipling

LA EXTRAÑA CABALGADA DE
MOROWBIE JUKES
Rudyard Kipling



*
Muerto o vivo, no hay otro camino.
PROVERBIO INDÍGENA

*
Como dicen los ilusionistas, no hay engaño en este relato. Jukes fue a parar
por puro azar a una aldea cuya existencia es perfectamente conocida, si bien es el
único inglés que ha estado allí. Una institución similar solía prosperar en los
alrededores de Calcuta, y se cuenta que si uno se interna en Bikanir, en el
corazón del gran desierto de la India, se encontrará no una aldea, sino una
ciudad donde los Muertos que no murieron —pero que ya no pueden vivir—
han establecido su cuartel general. Y como es absolutamente cierto que en este
mismo desierto hay una ciudad maravillosa donde los ricos prestamistas van a
retirarse después de haber amasado sus fortunas (fortunas tan vastas que sus
propietarios no pueden confiar su custodia ni siquiera al poderoso brazo del
Gobierno y prefieren buscar refugio en las áridas arenas), y conducen suntuosas
carrozas con ballestas en forma de C, y compran muchachas hermosas y decoran
sus palacios con oro y marfil, azulejos de Minton y madreperlas, no veo por qué
razón no ha de ser cierto el relato de Jukes. Es un Ingeniero Civil, dotado con un
talento especial para levantar planos, medir distancias y cosas de ese tipo y,
realmente, no se tomaría la molestia de inventar trampas imaginarias. Ganaría
mucho más dedicándose al legítimo ejercicio de su profesión. Nunca introduce
variaciones en su narración, y se acalora y se indigna cuando recuerda el
tratamiento humillante que recibió. Al principio escribió su relación de los
hechos de forma más espontánea, pero posteriormente ha retocado algunos
pasajes e introducido Reflexiones Morales. Esta es su redacción definitiva:
Todo empezó con un ligero ataque de fiebre. Mi trabajo me obligaba a
permanecer acampado durante varios meses entre Pakpattan y Mubarakpur —
una región particularmente desolada y arenosa, como sabrá cualquier persona
que haya tenido la desgracia de visitarla—. Mis coolies1 no eran ni más ni menos
irritantes que los de cualquier otra cuadrilla, y mi trabajo exigía demasiada
atención para sentirme melancólico, en el supuesto de que hubiera
experimentado una debilidad tan impropia de un hombre.
El 23 de diciembre de 1884 me sentía un poco febril. Aquella noche había
luna llena, y en consecuencia, todos los perros que se encontraban en las
cercanías de mi tienda se dedicaban a aullar. Las bestias se reunían en grupos de
dos o tres, y me estaban volviendo loco. Unos días antes me había cargado de un
tiro a uno de estos tenores estridentes y había colgado su cadáver, in terrorem, a
unas cincuenta yardas de la puerta de mi tienda. Pero sus colegas se abalanzaron
sobre él, se disputaron los despojos y acabaron por devorarlo completamente. A
continuación —al menos así me pareció a mí— entonaron sus himnos de acción
de gracias con renovada energía.
1 Indígenas empleados por los europeos como mano de obra barata.
La sensación de delirio que acompaña a la fiebre actúa de manera diferente
en cada individuo. Al cabo de un rato, mi indignación dio paso a la fría
determinación de abatir a un enorme animal con manchas blancas y negras, que
había sido el director del coro nocturno y el primero en emprender la huida.
Debido a los temblores de mi mano y al aturdimiento de mi cabeza, había errado
ya los dos disparos de mi escopeta, cuando se me ocurrió que lo mejor sería
perseguirle a caballo hasta llegar a campo abierto y despacharle con una jabalina.
Desde luego, no era más que la idea delirante de un enfermo de fiebre, pero
recuerdo que en aquel momento me pareció eminentemente práctica y factible.
Por consiguiente, ordené a mi palafrenero que ensillara a Pornic y lo llevara
sin hacer ruido a la parte posterior de mi tienda. Cuando el caballo estuvo
aparejado, me acerqué hasta su cabeza dispuesto para montarlo y salir al galope
tan pronto como el perro reanudara el concierto. Pornic, sea dicho de paso,
llevaba dos días sin salir del cercado; el aire de la noche era frío y estimulante, y
yo iba pertrechado con dos largas y afiladas espuelas que esa misma tarde había
utilizado para despertar a una jaca indolente. Pueden creerme, por tanto, si les
digo que partiría a toda velocidad en cuanto le diera la orden. En un momento,
pues el animal salió disparado como una flecha, dejamos la tienda atrás y
volamos sobre la tersa superficie arenosa a la velocidad de una carrera de
caballos. Un instante después habíamos dejado atrás al maldito perro, y a mí casi
se me había olvidado el motivo que me había impulsado a salir a caballo, armado
con una jabalina.
El delirio de la fiebre y la excitación producida por el vertiginoso
movimiento a través del aire gélido de la noche debían de haberme despojado
del resto de mis sentidos. Recuerdo vagamente que me mantenía erguido sobre
los estribos y que blandía mi jabalina hacia la gran luna blanca, que contemplaba
apaciblemente mi insensata cabalgada. Recuerdo también haber lanzado gritos
de desafío a los arbustos que pasaban silbando a mi lado. Una o dos veces, creo,
me tambaleé sobre el cuello de Pornic y quedé literalmente colgado de mis
espuelas, como comprobé a la mañana siguiente por las marcas.
El infortunado animal corría como un poseído sobre lo que parecía una
extensión infinita de arena iluminada por la luna. Después, recuerdo, el terreno
se elevó de forma inesperada frente a nosotros y, a medida que ascendíamos la
cima, veía las aguas del Sutlej, que brillaban al fondo como una barra de plata.
En ese preciso instante Pornic dio un traspié, cayó con todo su peso hacia
adelante y rodamos juntos por una pendiente invisible.
Debí de perder la conciencia, porque, cuando volví en mí, estaba tendido
boca abajo, encima de un montículo de suave arena blanca, y la aurora
despuntaba débilmente sobre el borde de la pendiente por la que había caído. A
medida que se expandía la luz, comprobé que me encontraba en el fondo de un
cráter de arena en forma de herradura, que se abría por el lado que daba a los
bajíos del Sutlej. La fiebre se había disipado y, a excepción de una ligera
sensación de vértigo, no acusaba los efectos de la caída nocturna.
Pornic, que estaba a unas cuantas yardas de distancia, se sentía, como es
natural, bastante fatigado, pero no había sufrido daño alguno. Su silla —la que
yo prefería para jugar al polo— no había salido tan bien librada, y había quedado
retorcida bajo su vientre. Me llevó algún tiempo arreglarla y, entre tanto, tuve
suficientes oportunidades de examinar el lugar donde había caído de forma tan
estúpida.
A riesgo de ser considerado tedioso, creo que debo describirlo en detalle,
puesto que un cuadro mental exacto de sus peculiaridades ayudará al lector a
comprender lo que sigue.
Imagínense entonces, como he dicho antes, un cráter de arena en forma de
herradura, con paredes de arena muy abruptas, de una altura aproximada de
treinta y cinco pies. (El ángulo de la pendiente debía de ser, supongo, de unos
sesenta y cinco grados.) El cráter comprendía una superficie de tierra llana, de
unas cincuenta yardas de longitud por treinta de anchura máxima, con un tosco
pozo en el centro. En torno al fondo del cráter, a cosa de tres pies por encima del
suelo propiamente dicho, se destacaban una serie de agujeros, ochenta y tres en
total, de forma semicircular, ovoide, cuadrada y poligonal, cuyas aberturas
medirían tres pies de diámetro. Un examen atento de cada agujero revelaba que
su interior estaba cuidadosamente apuntalado con madera de deriva y bambúes,
y que por encima de la abertura sobresalía un alero de madera, parecido a la
visera de una gorra de jockey, de dos pies de longitud. No era visible ningún
signo de vida en aquellos túneles, pero el más nauseabundo hedor impregnaba el
anfiteatro entero... un hedor más insoportable que cualquier otro de los que me
han deparado mis viajes por las aldeas indias.
Después de montar de nuevo a Pornic, que se mostraba tan ansioso como
yo por regresar al campamento, bordeé la base de la herradura, a fin de
encontrar un lugar por el que fuera practicable la salida. Los habitantes,
quienquiera que fueran, no habían considerado oportuno hacer acto de
presencia, de modo que quedé librado a mis propios recursos. Mi primera
tentativa de lanzar a Pornic a la escalada de la pendiente de arena me hizo
comprender que había caído en el interior de una trampa que reproducía
exactamente el modelo de la que tiende la hormiga león a su víctima. A cada
paso, la arena movediza se derrumbaba a toneladas ladera abajo y crepitaba
como metralla al golpear contra los aleros de los agujeros. Un par de cargas
inútiles nos volvieron a enviar rodando al fondo, medio asfixiados por los
torrentes de arena, y me vi obligado a concentrar toda mi atención en la orilla del
río.
Allí la cosa parecía bastante fácil. Las dunas descendían hasta la orilla,
ciertamente, pero había suficientes bajíos y bancos de arena que podría atravesar
al galope con Pornic y llegar a la terra firma girando con decisión a derecha o
izquierda. Mientras conducía a Pornic por las dunas, me vi sorprendido por la
débil detonación de un rifle al otro lado del río; al mismo tiempo, una bala pasó
rozando la cabeza de Pornic con un agudo silbido.
No era posible equivocarse sobre la naturaleza del proyectil: se trataba de
un Martini-Henry de reglamento. A unas quinientas yardas de distancia, en
medio del río, se encontraba anclada una embarcación indígena, y en la proa, un
chorro de humo que se perdía en el tranquilo aire de la mañana, me indicó el
origen de esta delicada atención. ¿Se ha visto alguna vez a un caballero
respetable en semejante impasse? La traidora pendiente de arena no me permitía
escapar del maldito lugar a donde había ido a parar totalmente en contra de mi
voluntad, y acercarme a la frontal del río sería como dar la señal de fuego a algún
indígena demente apostado en el bote. Estaba tan asustado que perdí la calma...
Otra bala me recordó que lo más aconsejable era mantener la sangre fría, de
modo que me retiré apresuradamente remontando las dunas y regresé a la
herradura, donde vi que el ruido del rifle había hecho salir a sesenta y cinco seres
humanos de sus madrigueras, que hasta ese momento yo había creído
deshabitadas. Me encontré en medio de una muchedumbre de espectadores,
unos cuarenta hombres, veinte mujeres y un niño que no podía tener más de
cinco años. Estaban todos medio desnudos, cubiertos tan sólo con una tela de
color salmón que uno asocia inmediatamente a los mendigos hindúes, y, a
primera vista, me dieron la impresión de ser una banda de infectos faquires. La
inmunda suciedad de aquella asamblea sobrepasaba toda descripción, y me
estremecí al imaginar la clase de vida que debían de llevar en aquellas
madrigueras.
Incluso en estos días, en que la autonomía de los gobiernos locales ha
destruido la mayor parte del respeto de los indígenas por el Sahib, estoy
acostumbrado a recibir ciertas cortesías por parte de mis inferiores y, cuando se
acercó aquella muchedumbre, yo esperaba, naturalmente, que mi presencia fuera
objeto de alguna atención. Y de hecho así fue, pero no de la forma que yo me
suponía.
Aquella tropa de harapientos se rió descaradamente de mí, y espero no
volver a oír jamás una risa semejante. Lanzaban alaridos, se carcajeaban, silbaban
y aullaban mientras avanzaba en medio de ellos; algunos se arrojaron
literalmente al suelo, presas de convulsiones de satánica hilaridad.
Inmediatamente solté las riendas de Pornic; la aventura de la mañana me había
sacado de mis casillas y me puse a golpear como un loco a los que se encontraban
más cerca de mí. Los miserables caían como bolas bajo mis golpes, y las
manifestaciones de risa dieron paso a gemidos de misericordia, mientras que los
que no habían sido golpeados se abrazaban a mis rodillas, implorándome en
toda clase de lenguas extrañas que me apiadara de ellos.
En medio del tumulto, y justo cuando empezaba a sentirme
verdaderamente avergonzado por haber dado rienda suelta de forma tan
absurda a mi mal humor, una voz fina y aguda murmuró en inglés a mis
espaldas:
—¡Sahib! ¡Sahib! ¿No me reconoce? Sahib, soy Gunga Dass, el jefe de
telégrafos.
Me volví rápidamente y me encontré cara a cara con el hombre que acababa
de hablar.
Yo había conocido a Gunga Dass —no tengo, desde luego, el menor
inconveniente en mencionar su verdadero nombre— hacía cuatro años; era un
brahmín de Deccanee enviado por el gobierno del Punjab a uno de los Estados de
Khalsia. Era responsable de una sección de la oficina de telégrafos, y cuando lo vi
por última vez me pareció el típico burócrata gordinflón, jovial y tripudo, dotado
con un maravilloso talento para construir horribles juegos de palabras en inglés:
una peculiaridad que me hizo recordarlo mucho tiempo después de haber
olvidado los servicios que me había prestado en virtud de su cargo oficial. Es
raro que un hindú haga juegos de palabras en inglés.
Pero ahora estaba casi irreconocible. Las marcas de casta, la panza, las
polainas gris pizarra y su manera untuosa de hablar habían desaparecido. Mis
ojos contemplaban un rancio esqueleto, sin turbante y casi desnudo, con el
cabello largo y enmarañado, y ojos cavernosos y sin expresión, como los de un
besugo. De no ser por la cicatriz en forma de media luna que tenía en la mejilla
izquierda —secuela de un accidente del que yo había sido responsable— jamás le
habría reconocido. Pero era Gunga Dass, sin duda, un indígena que hablaba
inglés —gracias a Dios— y que podría, al menos, explicarme el significado de
todo lo que había sucedido aquel día.
La muchedumbre se retiró a cierta distancia y yo me dirigí hacia aquella
miserable figura y le ordené que me indicara la forma de escapar del cráter.
Tenía en la mano una corneja recién desplumada y, a modo de respuesta, trepó
lentamente a una plataforma de arena que seguía el recorrido de los agujeros y se
puso a encender un fuego en silencio. Los juncos secos, las adormideras del
desierto y la madera de deriva arden rápido, y para mí fue un gran consuelo
observar que Gunga Dass lo encendía con una simple cerilla de azufre. Cuando
el fuego se redujo a un montón de brasas y la corneja estaba a punto de
quemarse, Gunga Dass comenzó a hablar sin rodeos:
—No hay más que dos clases de hombres, señor: los vivos y los muertos.
Cuando estás muerto, estás muerto; pero cuando estás vivo, vives. (En este punto
del discurso la corneja requirió su atención por unos instantes, de modo que dio
la vuelta al pajarraco antes de que se carbonizara por un lado.) Si mueres en casa,
pero no estás muerto cuando te llevan al Ghat2 para incinerarte, entonces te traen
aquí.
Así me fue revelada la naturaleza de aquella hedionda aldea, y todo cuanto
yo sabía o había leído sobre lo grotesco y lo horrible palideció ante lo que
acababa de comunicarme el antiguo brahmín. Hace dieciséis años, cuando
desembarqué por primera vez en Bombay un armenio vagabundo me habló de la
existencia, en algún rincón de la India, de un lugar donde eran enviados y
confinados los hindúes que habían tenido la desgracia de recobrarse de un trance
o catalepsia, y recuerdo que me reí abiertamente de lo que en aquel entonces
consideré como un típico cuento de vagabundo. Ahora, sentado en el fondo de
aquella trampa de arena, el recuerdo del Hotel Watson, con el balanceo de sus
grandes punkahs, sus sirvientes de ropas blancas y el armenio de rostro cetrino,
volvió a mi memoria tan nítidamente como una fotografía y estallé en un
estrepitoso ataque de risa. ¡El contraste era tan absurdo!
Gunga Dass, inclinado sobre el inmundo pájaro, me observaba con
curiosidad. Los hindúes ríen poco y el ambiente que nos rodeaba no era el más
propicio para un exceso de hilaridad. Retiró solemnemente la corneja del asador
de madera y la devoró con igual solemnidad. Después reanudó su historia, que
reproduzco con sus propias palabras:
—En las epidemias de cólera le llevan a uno para ser incinerado casi antes
de estar muerto del todo. Cuando llegas a la orilla, el aire frío, tal vez, te hace
revivir, y entonces, si no estás nada más que un poco vivo, te tapan la nariz y la
boca con barro, y mueres definitivamente. Pero si estás algo más vivo, te ponen
más barro; pero si estás demasiado vivo, dejan que te levantes y te llevan con
ellos. Yo estaba demasiado vivo y protesté airado contra las indignidades a las
que intentaban someterme. En aquellos tiempos yo era un brahmín y tenía
orgullo. Ahora estoy muerto y como... —en este punto, contempló los huesos
roídos de la quilla de la corneja, mostrando el primer signo de emoción que yo
había visto desde nuestro reencuentro— cornejas y otras cosas. Cuando
comprobaron que estaba demasiado vivo, me despojaron de las sábanas, me
atiborraron de medicinas durante una semana, y me recuperé completamente.
Después me enviaron por ferrocarril desde mi ciudad hasta la estación de Okara,
bajo la custodia de un hombre que no me quitaba los ojos de encima. En la
estación de Okara nos reunimos con otros dos hombres y nos transportaron a los
tres en camellos, por la noche, desde la estación de Okara hasta este lugar.
Entonces me arrojaron al fondo del cráter, y los otros dos cayeron detrás de mí...
2 Gradería o avenida que conduce a un templo. Los indios queman a sus muertos en un
ghat.

y aquí estoy, desde hace dos años y medio. En otro tiempo fui un brahmín y un
hombre orgulloso, y ahora como cornejas.
—¿No hay ninguna manera de salir de aquí?
—Ninguna, en absoluto. Cuando llegué, hice frecuentes tentativas, igual
que los otros, pero siempre hemos sido derrotados por la arena que se precipita
sobre nuestras cabezas.
—Pero, ciertamente —interrumpí—, el acceso a la orilla del río está abierto
y vale la pena sortear las balas; por la noche...
Yo había esbozado ya un rudimentario plan de fuga y mi natural instinto
egoísta me prohibía compartirlo con Gunga Dass. El, sin embargo, adivinó mi
inexpresado pensamiento casi en el instante en que se me ocurrió, y para mi
profunda sorpresa, dejó escapar una prolongada y grosera risita burlona; era una
risita, entiéndase bien, de un superior, o al menos de un igual.
—No lo conseguirás —había abandonado el tratamiento de «usted»
después de sus palabras de bienvenida—, no escaparás de ese modo. Pero
puedes intentarlo. Yo lo he intentado. Sólo una vez.
La sensación de terror innombrable y de abyecto miedo, que en vano había
tratado de dominar, se apoderó por completo de mí. El prolongado ayuno —eran
casi las diez y no había comido nada desde el almuerzo del día anterior—, unido
a la violenta y antinatural agitación de la cabalgada, me habían dejado exhausto,
y estoy convencido de que durante unos minutos me comporté como un
estúpido. Me arrojé violentamente contra las despiadadas pendientes de arena.
Corrí alrededor de la base del cráter, blasfemando y suplicando a la vez. Me
arrastré entre los juncos hasta la orilla del río, viéndome obligado a retroceder en
cada ocasión, presa de un paroxismo de terror nervioso, a causa de la lluvia de
balas que se hundían en la arena a mi alrededor —no quería enfrentarme a la
muerte como un perro rabioso en medio de aquella horrible muchedumbre— y
acabé cayendo, agotado y enloquecido, junto al brocal del pozo. Nadie prestó la
más mínima atención a una exhibición que todavía me hace enrojecer cada vez
que la recuerdo.
Otros dos hombres pisaron mi cuerpo jadeante cuando se acercaron a sacar
agua, pero, evidentemente, estaban acostumbrados a este tipo de incidentes y no
creían que mereciera la pena desperdiciar el tiempo conmigo. La situación era
humillante. Una vez cubiertas las cenizas de su fuego con arena, Gunga Dass
tuvo el detalle de derramar media taza de agua fétida sobre mi cabeza, una
atención por la que debía haberle dado las gracias de rodillas, pero seguía
riéndose con el mismo tono agudo y triste con que había recibido mis primeros
esfuerzos por vencer los bancos de arena. Y así, sumido en un estado
semiinconsciente, yací hasta el mediodía. Entonces, era un hombre después de
todo, sentí hambre y se lo di a entender a Gunga Dass, a quien había empezado a
considerar como mi protector natural. Siguiendo el impulso maquinal del mundo
exterior cuando se trata con un indígena, me llevé la mano al bolsillo y saqué
cuatro annas3. Inmediatamente me di cuenta de lo absurdo de una propina en
semejantes circunstancias y guardé de nuevo el dinero en el bolsillo.
Gunga Dass, sin embargo, tenía una opinión diferente.
—Dame el dinero —dijo—; todo el dinero que lleves encima, o pediré
ayuda a mis compañeros y te mataremos.
¡Todo esto lo dijo como si fuera la cosa más natural del mundo!
El primer impulso de un británico, creo yo, es proteger el contenido de sus
bolsillos, pero un segundo de reflexión me convenció de la futilidad de
enemistarme con la única persona que tenía en su poder hacerme la vida más
soportable, y con cuya ayuda tal vez sería posible escaparme al fin del cráter. Le
entregué todo el dinero que poseía —nueve rupias, ocho annas y cinco pies4—,
pues siempre que salgo al campo llevo moneda suelta para utilizarla como
bakshish5. Gunga Dass apretó las monedas y las escondió enseguida en su
harapiento taparrabos, mientras miraba a su alrededor con una expresión
diabólica para asegurarse de que nadie nos observaba.
—Ahora te daré algo de comer —dijo.
No soy capaz de adivinar qué clase de placer iba a proporcionarle mi
dinero, pero, puesto que le complacía tanto, no me pesaba haberme desprendido
de él con tanta prodigalidad, pues no me cabe duda de que me habría hecho
asesinar si hubiera rehusado. Es absurdo rebelarse contra el capricho de las
bestias salvajes en su guarida, y mis compañeros eran inferiores a las bestias.
Mientras devoraba lo que Gunga Dass me había traído, un rancio chapetti6 y una
taza de agua fétida del pozo, la gente no mostraba el menor signo de curiosidad
—esa curiosidad tan exuberante, tan habitual en las aldeas de la India.
Llegué a pensar incluso que me despreciaban. En cualquier caso, era
evidente que me trataban con la más fría indiferencia, y Gunga Dass no era una
excepción. Le acosé con preguntas sobre aquella terrible aldea y recibí respuestas
extremadamente insatisfactorias. Por lo que pude deducir, existía desde tiempo
inmemorial —por lo que llegué a la conclusión de que tendría al menos un
centenar de años— y durante todo aquel tiempo nadie había conseguido escapar
de allí. (Tuve que controlarme físicamente con las dos manos para que el terror
ciego no se apoderara de mí por segunda vez y me impulsara a dar vueltas como
un loco alrededor del cráter.) Gunga Dass parecía sentir un malicioso placer en
recalcar este detalle y observar mis muecas de terror. Sin embargo, me resultó
3 Moneda india; dieciseisava parte de una rupia.
4 Moneda pequeña de escaso valor.
5 Propina.
6 Pan sin levadura que comen los indígenas.

imposible inducirle a que me contara quiénes eran los misteriosos «Ellos».
—Así ha sido ordenado —respondía—, y no sé de nadie que haya
desobedecido las órdenes.
—Espera a que mis sirvientes descubran que me he perdido —repliqué— y
te prometo que este lugar será borrado de la faz de la tierra, y de paso te daré
una lección de buenos modales, amigo mío.
—Tus sirvientes serán despedazados antes de que consigan acercarse
siquiera y, además, estás muerto, mi querido amigo. No es culpa tuya, desde
luego, pero estás nada menos que muerto y enterrado.
A intervalos poco regulares, me dijo, se suministraban víveres, que eran
arrojados al anfiteatro desde tierra firme, y los habitantes se peleaban por ellos
como bestias salvajes. Cuando algún hombre sentía que se aproximaba la hora de
su muerte, se retiraba a su madriguera y moría allí. A veces el cadáver era
retirado del agujero y arrojado a la arena, o simplemente dejaban que se pudriera
donde estaba.
La frase «arrojado a la arena» me llamó poderosamente la atención y le
pregunté a Gunga Dass si con este tipo de práctica no corrían el peligro de
engendrar una epidemia de peste.
—Eso —dijo, con una de sus risitas sofocadas— lo comprobarás por ti
mismo muy pronto. Tendrás tiempo de sobra para hacer toda clase de
observaciones.
Al oír esto, para su gran placer, me estremecí de terror una vez más y
continué apresuradamente la conversacion:
—¿Y cómo vivís aquí día a día? ¿Qué hacéis?
Esta pregunta recibió la misma respuesta que antes, acompañada con la
información de que «este lugar es como vuestro paraíso europeo; no hay nadie a
quien casar, ni nadie a quien dar en matrimonio».
Gunga Dass se había educado en una escuela de misiones y, como él mismo
admitía, si hubiera cambiado de religión «como un hombre sabio», tal vez se
habría librado de esa tumba que era ahora su destino. Pero, durante el tiempo
que estuve con él, me dio la impresión de que era feliz.
Aquí tenía a un Sahib, un representante de la raza conquistadora, indefenso
como un niño y totalmente a merced de sus vecinos indígenas. De manera
deliberada y fría se recreaba en torturarme, como un escolar que consagra media
hora de placer a contemplar el sufrimiento de un escarabajo empalado, o como el
hurón que desgarra tranquilamente el cuello de un conejo en una madriguera
cegada. El tema principal de su conversación era que no había escape, «de
ninguna clase», y que yo permanecería allí hasta que muriese y mi cadáver fuera
«arrojado a la arena». Si fuera posible imaginar la conversación de los
Condenados ante la llegada de una nueva alma a su morada, yo diría que
hablarían como Gunga Dass habló conmigo en el transcurso de aquel atardecer
interminable. Yo me sentía incapaz de protestar o responder; toda mi energía
estaba concentrada en dominar el inexplicable terror que amenazaba con
poseerme una y otra vez. No puedo comparar ese sentimiento con nada, tal vez
con el pasajero que lucha contra la abrumadora sensación de náusea que le
acomete al cruzar el Canal, sólo que mi sufrimiento estaba en el espíritu y era
infinitamente más terrible.
A medida que pasaba el día, los habitantes empezaron a salir de sus
madrigueras para disfrutar de los rayos de sol de la tarde, que ahora declinaban
por la boca del cráter. Se reunieron en pequeños corrillos, y hablaron entre ellos
sin dirigir siquiera una mirada en mi dirección. Hacia las cuatro, según mis
cálculos, Gunga Dass se levantó y se sumergió en su madriguera durante unos
instantes; emergió con una corneja viva en las manos. El desdichado pájaro se
encontraba en un estado de lo más sucio y deplorable, pero no parecía asustarse
de su amo. Gunga Dass avanzó con precaución hacia la orilla del río, dando
saltos de montículo en montículo de hierba hasta llegar a una pequeña llanura de
arena, justo en la línea de fuego del bote. La tripulación no prestó atención.
Gunga Dass se paró allí y, con un par de hábiles giros de muñeca, colocó al
pájaro de espaldas, con las alas extendidas. Como es natural, la corneja empezó a
chillar inmediatamente y a batir el aire con sus garras. En pocos segundos los
gritos atrajeron la atención de una bandada de cornejas silvestres que estaban
posadas en un banco de arena situado a unos cientos de yardas de allí, donde se
dedicaban a discutir encima de algo que tenía aspecto de cadáver. Media docena
de cornejas remontaron el vuelo enseguida para ver qué estaba pasando y, de
paso, como quedó demostrado, para atacar al pájaro indefenso. Gunga Dass, que
se había escondido en un montículo de hierba, me indicó que me estuviera
quieto, aunque creo que era una precaución innecesaria. En un instante, antes de
que pudiera ver lo que había sucedido, una corneja salvaje, que se había
abalanzado contra el pájaro chillón e indefenso, quedó atrapada en las garras de
este último. Gunga Dass se apresuró a desatarla y la ató de espaldas junto a su
compañero de infortunio. Al parecer, la curiosidad se apoderó del resto de la
bandada y casi antes de que Gunga Dass y yo tuviéramos tiempo de replegarnos
en el montículo de hierba, dos nuevos cautivos estaban ya luchando con las
garras de los señuelos. De esta forma prosiguió la caza —si se puede emplear un
término tan digno—, hasta que Gunga Dass hubo capturado siete cornejas.
Estranguló en el acto a cinco de ellas y reservó dos para repetir la operación otro
día. Yo estaba realmente impresionado por este método, nuevo para mí, de
procurarse alimento y felicité a Gunga Dass por su habilidad.
—No es nada —dijo—. Mañana lo harás tú por mí. Eres más fuerte que yo.
Su tranquilo aire de superioridad me molestó bastante y respondí en tono
autoritario:
—¿Ah, sí? ¿Conque esas tenemos, viejo rufián? ¿Para qué crees que te he
dado el dinero?
—Muy bien —respondió sin inmutarse—. Puede que no sea mañana, ni
pasado mañana, ni en los próximos días; pero al final, y durante muchos años,
cazarás cornejas y comerás cornejas, y agradecerás a tu Dios europeo que existan
cornejas que cazar y comer.
Le hubiera estrangulado de buena gana por sus palabras, pero pensé que en
tales circunstancias lo mejor sería reprimir mi resentimiento. Una hora más tarde
estaba comiendo una de las cornejas y, como Gunga Dass había dicho, agradecí a
mi Dios por tener una corneja que llevarme a la boca. Nunca, por mucho que
viva, olvidaré aquella comida nocturna. Los habitantes estaban sentados en
cuclillas sobre la dura plataforma de arena, delante de sus guaridas, apretados en
torno a sus diminutas hogueras, alimentadas con detritus y juncos secos. La
muerte, que había posado una vez su mano sobre estos hombres y renunciado a
golpearles, ahora parecía mantenerse apartada de ellos; porque la mayor parte de
nuestra compañía estaba formada por hombres viejos, encorvados, decrépitos y
retorcidos por los años, y mujeres tan envejecidas que se asemejaban a las
mismísimas Parcas. Estaban sentados en pequeños grupos y charlaban —sólo
Dios sabe cuál sería el tema de discusión— en tono bajo y monótono, en curioso
contraste con el parloteo estridente que suelen emplear los indígenas para
amargarte el día. De cuando en cuando, un ataque de furia repentina, como el
que me había poseído a mí por la mañana, hacía presa en un hombre o una
mujer; la víctima se lanzaba contra la pendiente profiriendo alaridos e
imprecaciones hasta que, desesperado y cubierto de sangre, caía de nuevo a la
plataforma, incapaz de mover un solo miembro. Cuando esto sucedía, los demás
ni siquiera levantaban la vista, pues todos eran perfectamente conscientes de la
futilidad de los intentos de sus compañeros y les aburría su monótona repetición.
En el curso de aquella tarde presencié cuatro de estas explosiones de locura.
Gunga Dass consideraba mi situación desde un punto de vista
eminentemente práctico, y mientras cenábamos —ahora puedo permitirme el
lujo de reírme al recordar la escena, aunque en aquel momento fue bastante
desagradable— me propuso las condiciones bajo las cuales se avendría a «hacer»
algo por mí. Mis nueve rupias y ocho annas —arguyó—, a razón de tres annas por
día, me proporcionarían comida durante cincuenta y un días o, lo que es lo
mismo, durante siete semanas. Es decir, él estaba dispuesto a abastecerme
durante ese periodo de tiempo. A su término, tendría que ocuparme yo mismo
de ella. En caso de una retribución complementaria —videlicet, mis botas—
estaría dispuesto a permitirme ocupar la madriguera contigua a la suya y me
suministraría tanta hierba seca para mi cama como pudiera conseguir.
—Muy bien, Gunga Dass —repliqué—, acepto de buen grado la primera
condición, pero, como no hay nada en la tierra que me impida asesinarte ahora
que estás aquí sentado y quedarme con todas tus posesiones (en ese momento
pensaba en sus dos inestimables cornejas), rehúso terminantemente entregarte
mis botas y ocuparé la madriguera que me plazca.
Mi golpe había sido audaz y me alegré cuando comprobé que había dado
resultado. Gunga Dass cambió de inmediato de tono y negó tener la menor
intención de despojarme de mis botas. En aquel momento no me pareció extraño
que yo, un ingeniero civil, un hombre con trece años de servicio, un buen inglés
—espero— estuviera amenazando tranquilamente con dar muerte o con emplear
la violencia a un hombre que me había tomado bajo su protección, si bien por
una remuneración, es cierto. Me parecía que había abandonado el mundo
exterior hacía siglos. Estaba convencido, como lo estoy ahora de mi propia
existencia, de que en aquella maldita tumba no regía otra ley que la del más
fuerte; que aquellos muertos vivientes habían abandonado todas las reglas
imperantes en el mundo que les había arrojado de su seno, y que mi vida
dependía exclusivamente de mi propia fuerza y vigilancia. Los componentes de
la tripulación del Mignonette son los únicos hombres que podrían comprender mi
estado de ánimo. «En este momento —razonaba yo— soy fuerte y podría
enfrentarme a seis de estos desdichados. Es imperativamente necesario, por mi
propio bien, conservar la salud hasta que llegue la hora de mi liberación, si es
que llega algún día.»
Estimulado por estas resoluciones, comí y bebí cuanto pude, y le di a
entender a Gunga Dass que tenía la intención de ser su amo y que al menor signo
de insubordinación por su parte recibiría el único castigo que estaba en mi poder
infligirle: una muerte súbita y violenta. Poco después de decirle esto me fui a la
cama. Es decir, que Gunga Dass me dio dos brazadas de juncos secos que
introduje por la boca de la madriguera situada a la derecha de la suya. Después
entré yo, con los pies por delante. El agujero penetraba unos nueve pies en la
arena, con una ligera inclinación hacia abajo, y estaba hábilmente apuntalado con
tablas de madera. Desde mi madriguera, que estaba situada frente a la orilla del
río, me era posible observar cómo fluían las aguas del Sutlej bajo la luz de la luna
llena, mientras me preparaba para dormir lo más cómodo posible.
Jamás olvidaré los horrores que me deparó aquella noche. La madriguera
era tan angosta como un ataúd, y las paredes estaban desgastadas y grasientas a
consecuencia del contacto de numerosos cuerpos desnudos, a lo que se añadía un
hedor abominable. Mi estado de ánimo excluía toda posibilidad de dormir. A
medida que transcurría la noche, daba la impresión de que el anfiteatro entero se
llenaba de demonios impuros que avanzaban en tropel por los bajíos del río y se
burlaban de los desgraciados que dormían en las madrigueras.
Por lo que a mí se refiere, no tengo un temperamento imaginativo —muy
pocos ingleses lo tienen—, pero en aquella ocasión estaba completamente
postrado por un terror nervioso, como una mujer. Al cabo de media hora o así,
sin embargo, fui capaz una vez más de revisar con calma mis posibilidades de
escapar. Una fuga por las empinadas paredes de arena era, con total seguridad,
impracticable. Las experiencias anteriores me habían convencido
contundentemente de ello. Era posible —sólo posible— que a favor de la incierta
luz de la luna, pudiera sortear con éxito las balas de los rifles. Aquel lugar me
aterrorizaba tanto que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo, con tal de
abandonarlo. Por tanto, imaginad mi alegría cuando, después de arrastrarme
furtivamente hasta la orilla, descubrí que el bote infernal no estaba allí. ¡La
libertad se abría ante mí, a unos cuantos pasos!
Si ganaba el primer remanso de agua poco profunda que se formaba al pie
del extremo izquierdo de la herradura, podría vadear el flanco del cráter e
internarme en tierra firme. Sin vacilar un momento avancé a buen paso hasta los
montículos de hierba donde Gunga Dass había capturado las cornejas y continué
en dirección a las arenas lisas y blancas que se extendían más allá. El primer paso
desde los montículos de hierba seca me reveló cuán vanas eran mis esperanzas
de evasión; porque, en cuanto posé el pie en el suelo, sentí un indescriptible
movimiento de atracción y succión en la arena. En un instante mi pierna fue
engullida hasta la rodilla. A la luz de la luna, toda aquella extensión de arena
parecía agitarse con diabólico placer ante mi angustia. Forcejeando
frenéticamente, sudando de terror y de fatiga, conseguí regresar a los montículos
de hierba y me dejé caer de bruces.
¡Mi única vía de escape del cráter estaba protegida por arenas movedizas!
No tengo la menor idea del tiempo que pasé echado en aquel lugar, pero al
final fui despertado por la risita perversa de Gunga Dass en mi oreja.
—Os aconsejo, Protector de los Pobres (el bandido hablaba en inglés), que
vuelvas a tu hogar. Es peligroso dormir aquí abajo. Por otra parte, cuando
regrese el bote, puedes tener la certeza de que te dispararán.
Estaba de pie, a mi lado, corleando y riéndose para sus adentros a la tenue
luz del amanecer. Me levanté con un humor del perros, reprimiendo mi primer
impulso de agarrarle por el cuello y lanzarle a la arena movediza, y le seguí hasta
la plataforma de las madrigueras.
De repente —era una pregunta ociosa, pues en cuanto la formulé caí en la
cuenta— le pregunté:
—Gunga Dass, si no hay ninguna forma de escapar, ¿para qué está el bote?
Recuerdo que, incluso en los momentos de más profunda desesperación,
había especulado vagamente sobre el sentido que tenía desperdiciar munición
para proteger una orilla que estaba ya perfectamente protegida.
Gunga Dass se rió de nuevo y respondió:
—Sólo la mantienen durante el día. La razón se debe a que hay una vía de
escape. Espero que gocemos del placer de tu compañía durante mucho tiempo.
Este lugar es muy agradable cuando llevas algunos años y has comido suficientes
cornejas asadas.
Caminé tambaleándome, entumecido e impotente, hacia el fétido agujero
que me había tocado y caí dormido. Una hora más tarde, aproximadamente, me
despertó un grito cortante, el grito agudo y estridente de un caballo que sufre.
Los que han oído alguna vez ese sonido no lo olvidarán jamás. Salí a gatas del
agujero. Cuando emergí al exterior, vi a Pornic, mi pobre Pornic, muerto sobre la
arena. No puedo imaginar cómo se las arreglaron para matarle. Gunga Dass
explicó que la carne de caballo era mejor que la de corneja, y que «el bienestar de
la mayoría» es una máxima política. «Ahora somos una república, Mister Jukes, y
tenemos derecho a una parte equitativa del animal. Si lo deseas, procederemos a
un voto de agradecimiento. ¿Quieres que lo proponga?»
Sí... ¡Formábamos una República, evidentemente! Una república de bestias
salvajes, prisioneras en el fondo del foso, para comer, luchar y dormir hasta que
llegara la muerte. Intenté no protestar, pero me senté y contemplé el abominable
espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos. Casi en menos tiempo del que
empleo en escribir este relato, el cuerpo de Pornic fue dividido de forma
ignominiosa; los hombres y las mujeres se llevaron sus pedazos a la plataforma y
se pusieron a preparar el almuerzo de la mañana. Gunga Dass me cocinó el mío.
De nuevo se apoderó de mí el irresistible impulso de lanzarme a escalar las
paredes de arena hasta el límite de mis fuerzas, y tuve que luchar contra ello con
toda mi voluntad. Gunga Dass se mostraba ofensivamente humorístico, y me vi
obligado a decirle que si me dirigía algún otro comentario, del tipo que fuera, le
estrangularía allí mismo, donde estaba sentado. Esto le hizo callar, hasta que el
silencio se hizo insoportable y le ordené que dijera alguna cosa.
—Vivirás aquí hasta que te mueras, como el otro Feringhi7 —dijo con
frialdad, observándome por encima del pedazo de cartílago que estaba royendo.
—¿Qué otro Sahib, cerdo? Dímelo inmediatamente y no se te ocurra
contarme otra mentira.
—Está allí —respondió Gunga Dass, señalando la boca de una madriguera
situada a unas cuatro puertas de la mía—. Puedes verle con tus propios ojos.
Murió en su agujero, como moriremos tú y yo, como morirán todos estos
hombres y mujeres y el único niño.
—Por amor de Dios, dime todo lo que sepas de él... ¿Quién era? ¿Cuándo
llegó..., y cuando murió?
Esta súplica fue una muestra de debilidad por mi parte. Gunga Dass se
7 Término despectivo para designar a los europeos.
limitó a sonreír maliciosamente y replicó:
—No diré nada, a no ser que me des algo a cambio.
Entonces recordé dónde estaba y golpeé al hombre entre los ojos, dejándole
parcialmente aturdido. Bajó enseguida de la plataforma y, arrastrándose
servilmente, gimiendo y tratando de abrazarse a mis pies, me condujo hasta el
agujero que me había señalado.
—No sé nada sobre el caballero. Tu Dios es testigo de que no lo sé. Estaba
tan ansioso por escapar como tú, y fue abatido desde el barco, aunque todos
nosotros hicimos cuanto pudimos para evitar que lo intentara. El disparo le dio
aquí —Gunga Dass se llevó la mano al vientre y se inclinó hacia el suelo.
—Bien, ¿qué pasó después? Prosigue.
—Después... después, Señoría, le llevamos a su casa, le dimos agua y le
pusimos trapos limpios en la herida, y él se tumbó en su madriguera y entregó el
alma.
—¿Cuánto tardó? ¿Cuánto tardó?
—Alrededor de media hora... media hora después de recibir el disparo.
Pongo a Vishnú como testigo —aulló el miserable— de que hice cuanto pude por
él. ¡Hice todo lo posible por salvarle!
Se tiró al suelo y se abrazó a mis tobillos. Pero yo tenía mis dudas sobre la
benevolencia de Gunga Dass y lo aparté a patadas de mi lado, a pesar de sus
vehementes protestas.
—Estoy seguro de que le robaste todo lo que tenía. Pero puedo averiguarlo
en un minuto o dos. ¿Cuánto tiempo estuvo el Sahib aquí?
—Cerca de un año y medio. Creo que se volvió loco. Pero escucha mi
juramento, ¡oh, Protector de los Pobres! ¿No me oye su Señoría jurar que nunca
toqué un solo objeto que le perteneciera? ¿Qué va a hacer su Señoría?
Yo había cogido a Gunga Dass por la cintura y le había llevado a rastras
hasta la plataforma, frente a la madriguera vacía. Mientras hacía esto, pensaba en
el indescriptible sufrimiento de mi compañero de cautiverio, víctima de todos
estos horrores durante dieciocho meses, y en su agonía final, al morir como una
rata en su agujero, con una bala en el estómago. Gunga Dass creía que yo estaba
decidido a matarle y aullaba de forma rastrera. El resto de los habitantes,
pletóricos después de una buena ración de carne, nos observaba sin inmutarse.
—Métete dentro, Gunga Dass —dije—, y sácalo.
Ahora me sentía enfermo y próximo a desmayarme de horror. Gunga Dass
estuvo a punto de caerse de la plataforma y aulló con más fuerza.
—Pero yo soy un brahmín, Sahib... un brahmín de alta casta. ¡Por su alma,
por el alma de su padre, no me obligue a hacer una cosa así!
—¡Brahmín o no brahmín, por mi alma y el alma de mi padre, entra ahí! —
dije y, agarrándole por los hombros, le metí la cabeza en la boca del agujero y
empujé a patadas el resto de su cuerpo; después me senté y me cubrí el rostro
con las manos.
Al cabo de unos minutos escuché un crujido y un chillido; después, escuché
a Gunga Dass que gemía y murmuraba para sí mismo; después, un ruido sordo...
y entonces descubrí mis ojos.
La arena seca había convertido el cuerpo confiado a su custodia en una
momia de color amarillo oscuro. Le dije a Gunga Dass que se apartara mientras
yo lo examinaba. El cuerpo —vestido con una guerrera de color verde oliva, muy
sucia y desgastada, con refuerzos de cuero en los hombros— correspondía a un
hombre entre treinta y cuarenta años, por encima de la estatura media, con el
pelo rubio claro, bigote largo y barba áspera y descuidada. Le faltaba el colmillo
izquierdo de la mandíbula superior y una parte del lóbulo de la oreja derecha
había desaparecido. En el dedo anular de la mano izquierda tenía un anillo: un
hematites en forma de escudo engastado en oro, con un monograma que podría
haber sido «B.K.» o «B.L.» En el dedo corazón de la mano derecha llevaba un
anillo de plata en forma de cobra enroscada, muy gastado y deslustrado. Gunga
Dass depositó a mis pies un puñado de objetos menudos que había sacado de la
madriguera y, cubriendo el rostro del cadáver con mi pañuelo, me volví para
examinarlos. Doy la lista completa con la esperanza de que sirva a la
identificación del pobre desgraciado:
1. Una cazoleta de madera de brezo, dentada en el borde; muy gastada y
ennegrecida; atada a la rosca de un cordel.
2. Dos llaves de reloj de bolsillo con las guardas rotas.
3. Una navaja con mango de carey, con una placa de plata o níquel, en la
que aparecía un monograma: «B.K.»
4. Un sobre con el matasellos indescifrable y un sello de la Reina Victoria,
dirigido a «Miss Mon...» (el resto ilegible)... «ham...» «nt».
5. Un cuaderno de notas con tapas de imitación de piel de cocodrilo con un
lápiz. Las primeras cuarenta y cinco páginas en blanco; cuatro y media ilegibles;
otras quince rellenas de notas privadas que se referían principalmente a tres
personas: una cierta Mrs. L. Singleton, abreviado muchas veces a «Lot Single»,
«Mrs. S. May», y «Garmison», mencionado en otros pasajes como «Jerry» o
«Jack».
6. Un mango de cuchillo de caza de tamaño pequeño. La hoja rota. Cuerno
de gamo pulido con un eslabón giratorio y un aro en el extremo; con un pedazo
de cuerda de algodón atado.

No crean que hice inventario de todas estas cosas en aquel lugar con tanto
detalle como lo he hecho aquí. El cuaderno fue lo que atrajo más mi atención, así
que me lo guardé en el bolsillo con la intención de estudiarlo más tarde. Me llevé
el resto de los objetos a mi madriguera, como medida de seguridad, y allí, pues
soy un hombre metódico, hice el inventario. Después volví al lugar donde yacía
el cadáver y ordené a Gunga Dass que me ayudara a llevarlo a la orilla del río.
Mientras nos ocupábamos del transporte, el casquillo vacío de un viejo cartucho
de color marrón cayó de uno de los bolsillos del cadáver y rodó hasta mis pies.
Gunga Dass no lo había visto; y a mí se me ocurrió pensar que un hombre,
cuando va de caza, no suele llevar casquillos de cartuchos usados, especialmente
de los «marrones», que no se pueden recargar. En otras palabras, aquel cartucho
vacío había sido disparado en el interior del cráter. Por consiguiente, tenía que
haber un fusil en alguna parte. Estaba a punto de preguntarle a Gunga Dass,
pero me detuve a tiempo, pues estaba convencido de que mentiría. Acostamos el
cadáver en el borde de las arenas movedizas, en la zona de los montículos de
hierba. Mi intención era empujarlo y dejar que fuera succionado, la única manera
posible de enterrarlo que se me ocurrió. Ordené a Gunga Dass que se retirara.
Entonces, con sumo cuidado, deposité el cadáver en las arenas movedizas.
Mientras procedía a ello —yacía de cara al suelo—, desgarré la frágil y raída
guerrera de color verde oliva, que dejó al descubierto un boquete horrible en la
espalda. Ya les he contado que la arena seca había, por así decirlo, momificado el
cuerpo. Con una sola mirada comprendí que el boquete había sido causado por
un escopetazo; el arma debía de haber sido disparada con el cañón casi tocando
la espalda. La guerrera, que estaba intacta, había sido puesta al cuerpo después
de la muerte, que tenía que haber sido instantánea. El secreto de la muerte de
aquel pobre infeliz se aclaró de golpe ante mis ojos. Alguno de los habitantes del
cráter, presumiblemente Gunga Dass, debía de haberle disparado con su propio
fusil... el mismo fusil que se cargaba con cartuchos marrones. Jamás intentó
escapar enfrentándose a la línea de fuego del bote.
Empujé el cadáver con rapidez y lo vi desaparecer literalmente en unos
pocos segundos. Mientras observaba el espectáculo, sentí un escalofrío. En un
estado de aturdimiento semiconsciente, me puse a leer con atención el cuaderno
de notas. Un pedazo de papel manchado y descolorido, que había sido
introducido entre el lomo y las tapas, cayó cuando pasé las páginas. Esto es lo
que había escrito:
Cuatro a partir del montículo de las cornejas; tres a la izquierda; nueve de frente;
dos a la derecha; tres hacia atrás; dos a la izquierda; catorce de frente; dos a la izquierda;
siete de frente; uno a la izquierda; nueve hacia atrás; dos a la derecha; seis hacia atrás;
cuatro a la derecha; siete hacia atrás.
El papel estaba quemado y chamuscado en los bordes. No alcanzaba a
comprender su significado. Me senté sobre la hierba seca y me puse a dar vueltas
y vueltas al papelillo entre mis dedos, hasta que me di cuenta de que Gunga Dass
estaba de pie, a mis espaldas, mirándome con ojos brillantes y con las manos
extendidas.
—¿Así que lo has encontrado? —jadeó—. ¿Me lo dejas ver a mí también? Te
juro que te lo devolveré.
—¿Encontrado qué? ¿Devolver qué? —pregunté.
—Eso que tienes entre las manos. Nos será útil a los dos.
Estiró sus largos dedos, que parecían garras de pájaro, temblando de
ansiedad.
—Yo no pude encontrarlo jamás —continuó—. Lo había escondido en su
propia persona. Por eso lo maté, pero, a pesar de ello, me fue imposible
encontrarlo.
Gunga Dass se había olvidado de la patraña sobre la bala disparada desde
el barco. Recibí la información con absoluta calma. La moral se embota al
contacto con los Muertos Vivientes.
—¿Qué demonios estás diciendo? ¿Qué quieres que te dé?
—El trozo de papel que había en el cuaderno. Nos será útil a los dos. ¡Oh!
¡Qué estúpido eres! ¡Qué estúpido! ¿Es que no te das cuenta de lo que significa
para nosotros? ¡Escaparemos de aquí!
Su voz degeneró en un grito agudo y se puso a bailar de emoción delante
de mí. Confieso que me conmovió la idea de escapar.
—¡Deja de brincar! ¡Explícate! ¿Quieres decir que ese pedazo de papel
puede ayudarnos? ¿Qué significa?
—¡Léelo en voz alta! ¡Léelo en voz alta! ¡Te ruego, te suplico que lo leas en
voz alta!
Así lo hice. Gunga Dass escuchó entusiasmado y trazó con los dedos una
línea irregular en la arena.
—¡Ahora lo comprendo! Es la longitud de los cañones de su escopeta, sin la
culata. Yo tengo los cañones. Cuatro cañones a partir del lugar donde cacé las
cornejas. De frente, ¿me sigues? Luego tres a la izquierda... ¡Ah! Recuerdo
perfectamente cómo buscaba la ruta, noche tras noche. Luego nueve de frente, y
así sucesivamente. De frente quiere decir en línea recta hacia el norte, a través de
las arenas movedizas. Me lo dijo antes de que le matara.
—Pero si sabías todo esto, ¿por qué no escapaste antes?
—No lo sabía. Hace un año y medio me dijo que estaba intentando
resolverlo, y que trabajaba en ello noche tras noche, en cuanto el barco se iba y
resultaba factible aproximarse sin peligro a las arenas movedizas. Después me
dijo que nos escaparíamos juntos. Pero yo tenía miedo de que me dejara
abandonado una noche, cuando descubriera la ruta, y por eso lo maté. Además,
no es conveniente que los hombres que han venido aquí una vez, consigan
escapar. Sólo yo, pues yo soy un Brahmín.
La perspectiva de evasión había devuelto a Gunga Dass el orgullo de su
casta. Se levantó y deambuló de un lado a otro, gesticulando violentamente. Al
final conseguí que hablara con sensatez y me contó cómo aquel inglés había
pasado seis meses explorando noche tras noche, pulgada a pulgada la ruta que
atravesaba las arenas movedizas; cómo le había confesado que se trataba de la
cosa más sencilla del mundo, pues consistía en avanzar unas veinte yardas desde
la orilla del río después de contornear el flanco izquierdo de la herradura. Le
faltaba por completar este último trecho, evidentemente, cuando Gunga Dass lo
mató con su escopeta.
En el frenesí de mi alegría ante la posibilidad de evasión, recuerdo que
estreché efusivamente las manos de Gunga Dass, después de haber decidido que
intentaríamos la fuga esa misma noche. Aquella tarde de espera se nos hizo
interminable.
A eso de las diez, según mis cálculos, cuando la luna despuntó por el borde
del cráter, Gunga Dass se dirigió a su madriguera para traer los cañones de la
escopeta, a fin de medir nuestra ruta. Los miserables habitantes del cráter se
habían retirado a sus agujeros hacía ya rato. El bote centinela había descendido
río abajo hacía horas, de modo que estábamos completamente solos en el
montículo de las cornejas. Gunga Dass, que llevaba los cañones de la escopeta,
dejó caer el trozo de papel que iba a ser nuestra guía. Yo me paré enseguida para
recogerlo y, mientras me inclinaba, me di cuenta de que el diabólico brahmín
estaba a punto de asestarme un duro golpe con los cañones en la nuca. Ni
siquiera me dio tiempo a girarme. Debí de recibir el golpe en el cogote. Un millar
de brillantes estrellas danzaron ante mis ojos y caí sin sentido al borde de las
arenas movedizas.
Cuando recobré el conocimiento, la luna declinaba y sentía un dolor
insoportable en la parte posterior de la cabeza. Gunga Dass había desaparecido y
mi boca estaba llena de sangre. Me tumbé otra vez en el suelo y supliqué al cielo
que me enviara a la muerte sin más tardanza. Después volvió a apoderarse de mí
la furia insensata que ya he mencionado y me dirigí tambaleándome hacia las
paredes del cráter. Entonces me pareció que alguien me llamaba en susurros:
«¡Sahib, Sahib, Sahib!», exactamente como solía llamarme mi porteador por las
mañanas. Creí que era víctima del delirio, pero en ese momento, un puñado de
arena cayó a mis pies. Alcé los ojos y vi una cabeza asomada por el borde del
anfiteatro, la cabeza de Dunnoo, el muchacho que cuidaba de mis perros. Tan
pronto como atrajo mi atención, alargó la mano y me enseñó una cuerda. Le hice
una señal, tambaleándome aún de un lado a otro, para que me tirara la cuerda.
Se trataba de un par de correas de punkah atadas, de cuero, con un lazo en el
extremo. Me pasé el lazo por la cabeza y lo fijé bajo los brazos; oí con claridad los
esfuerzos de Dunnoo, que tiraba hacia arriba, consciente de que me subían, con
la cara contra la pared, a lo largo de la empinada vertiente de arena. Poco
después me encontré medio asfixiado e inconsciente, sobre las dunas que
dominaban el cráter. Dunnoo, con el rostro ceniciento a la luz de la luna, me
suplicaba que no permaneciéramos allí por más tiempo y que regresara a mi
tienda inmediatamente.
Al parecer, había seguido las huellas de Pornic a través de las arenas
durante catorce millas, hasta llegar al cráter; regresó y se lo contó a mis
sirvientes, que rechazaron de plano mezclarse con nadie, blanco o negro, que
hubiera caído en la horrible Aldea de los Muertos. Después Dunnoo cogió uno
de mis caballos y un par de correas de punkah, regresó al cráter y me sacó de allí
como he descrito.
Para terminar esta larga historia, sólo me resta decir que Dunnoo es ahora
mi sirviente personal con un sueldo mensual de un mohur8 de oro —una suma
que considero demasiado pequeña teniendo en cuenta los servicios que me ha
prestado. Nada en la tierra me inducirá a aproximarme otra vez a aquel inmundo
lugar, o a revelar su emplazamiento con mayor detalle de lo que lo he hecho. No
he encontrado jamás la pista de Gunga Dass, ni lo deseo. El único motivo que me
impulsa a publicar este relato, es la esperanza de que le sea posible a alguien
identificar, a partir de los detalles y el inventario de objetos que he dado, el
cadáver del hombre de la guerrera de color verde oliva.
8 Moneda de oro, originaria de Persia y utilizada en la India desde el siglo XVI.
Equivale a quince rupias.

LA MARCA DE LA BESTIA -- Rudyard Kipling

LA MARCA DE LA
BESTIA
Rudyard Kipling
*
Vuestros dioses y mis dioses... ¿acaso
sabemos, vosotros o yo, quiénes son
más poderosos?
PROVERBIO INDÍGENA
*
Al Este de Suez —sostienen algunos— el control directo de la Providencia
se extingue; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de
Asia, y la Iglesia de Inglaterra sólo ejerce una supervisión ocasional y moderada
en el caso de un súbdito británico.
Esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en
la India; puede hacerse extensible a mi relato.
Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe más sobre los indígenas de la
India de lo que es prudente para cualquier hombre, puede dar testimonio de la
veracidad de los hechos. Dumoise, nuestro doctor, también vio lo que Strickland
y yo vimos. Sin embargo, la conclusión que extrae de la evidencia es
absolutamente incorrecta. Él está muerto ahora; murió en circunstancias harto
singulares, que han sido descritas en otra parte.
Cuando Fleete llegó a la India poseía un poco de dinero y algunas tierras en
el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades le
fueron legadas por un tío, y, de hecho, vino aquí para explotarlas. Era un hombre
alto, pesado, afable e inofensivo. Su conocimiento de los indígenas era,
naturalmente, limitado, y se quejaba de las dificultades del lenguaje.
Bajó a caballo desde sus posesiones en las montañas para pasar el Año
Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. En Nochevieja se celebró una gran
cena en el club, y la velada —como es natural— transcurrió convenientemente
regada con alcohol. Cuando se reúnen hombres procedentes de los rincones más
apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un
tanto bulliciosa. Había bajado de la Frontera un contingente de Catch-'em Alive-
O's1, hombres que no habían visto veinte rostros blancos durante un año y que
estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el Fuerte más cercano, a
riesgo de regalar el estómago con una bala Khyberee en lugar de sus bebidas
habituales. Desde luego, se aprovecharon bien de esta nueva situación de
seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que
encontraron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con el marcador
entre los dientes. Media docena de plantadores habían llegado del Sur y se
dedicaban a engatusar al Mayor Mentiroso de Asia, que intentaba superar todos
sus embustes al mismo tiempo. Todo el mundo estaba allí, y allí se dio un
estrechamiento de filas general y se hizo recuento de nuestras bajas, en muertos o
mutilados, que se habían producido durante el año. Fue una noche muy mojada,
y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies en la Copa del Campeonato
de Polo, las cabezas entre las estrellas, y que juramos que todos seríamos buenos
1 Literalmente: «Cogedlos vivos». Originalmente era una expresión de pescadores
empleada en tono de burla. Significado nulo.
amigos. Después, algunos partieron y anexionaron Birmania, otros trataron de
abrir brecha en el Sudán y sufrieron un descalabro frente a los Fuzzies2 en aquella
cruel refriega de los alrededores de Suakim; algunos obtuvieron medallas y
estrellas, otros se casaron, lo que no deja de ser una tontería, y otros hicieron
cosas peores, mientras el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras
cadenas y luchamos por conseguir riquezas a fuerza de experiencias
insatisfactorias.
Fleete comenzó la velada con jerez y bitters, bebió champagne a buen ritmo
hasta los postres, que fueron acompañados de un Capri seco, sin mezclar, tan
fuerte y áspero como el whisky; tomó Benedictine con el café, cuatro o cinco
whiskys con soda para aumentar su tanteo en el billar, cervezas y dados hasta las
dos y media, y acabó con brandy añejo. En consecuencia, cuando salió del club, a
las tres y media de la madrugada, bajo una helada de 140 F, se enfureció con su
caballo porque sufría ataques de tos, e intentó subirse a la montura de un salto.
El caballo se escapó y se dirigió a los establos, de modo que Strickland y yo
formamos una guardia de deshonor para conducirle a casa.
El camino atravesaba el bazar, cerca de un pequeño templo consagrado a
Hanuman, el Dios-Mono, que es una divinidad principal, digna de respeto.
Todos los dioses tienen buenas cualidades, del mismo modo que las tienen todos
los sacerdotes. Personalmente le concedo bastante importancia a Hanuman y soy
amable con sus adeptos... los grandes monos grises de las montañas. Uno nunca
sabe cuando puede necesitar a un amigo.
Había luz en el templo, y al pasar junto a él, escuchamos las voces de unos
hombres que entonaban himnos. En un templo indígena los sacerdotes se
levantan a cualquier hora de la noche para honrar a su dios. Antes de que
pudiéramos detenerlo, Fleete subió corriendo las escaleras, propinó unas patadas
en el trasero a dos sacerdotes y apagó solemnemente la brasa de su cigarro en la
frente de la imagen de piedra roja de Hanuman. Strickland intentó sacarlo a
rastras, pero Fleete se sentó y dijo solemnemente:
—¿Veis eso? La marca de la B... bessstia. Yo la he hecho. ¿No es hermosa?
En menos de un minuto el templo se llenó de vida y de bullicio, y
Strickland, que sabía lo que sucede cuando se profana a los dioses, declaró que
podría ocurrir cualquier desgracia. En virtud de su situación oficial, de su
prolongada residencia en el país y de su debilidad por mezclarse con los
indígenas, era muy conocido por los sacerdotes y no se sentía feliz. Fleete se
había sentado en el suelo y se negaba a moverse. Dijo que el «viejo Hanuman»
sería una almohada confortable.
2 Fuzzy-Wuzzies. Fuzzy: «Peludo». Apodo aplicado a los guerreros sudaneses, que
llevaban el pelo muy largo.
En ese instante, sin previo aviso, un Hombre de Plata salió de un nicho
situado detrás de la imagen del dios. Estaba totalmente desnudo, a pesar del frío
cortante, y su cuerpo brillaba como plata escarchada, pues era lo que la Biblia
llama: «un leproso tan blanco como la nieve.» Además, no tenía rostro, pues se
trataba de un leproso con muchos años de enfermedad y el mal había
corrompido todo su cuerpo. Strickland y yo nos detuvimos para levantar a
Fleete, mientras el templo se llenaba a cada instante con una muchedumbre que
parecía surgir de las entrañas de la tierra; entonces, el Hombre de Plata se deslizó
por debajo de nuestros brazos, produciendo un sonido exactamente igual al
maullido de una nutria, se abrazó al cuerpo de Fleete y le golpeó el pecho con la
cabeza sin que nos diera tiempo a arrancarle de sus brazos. Después se retiró a
un rincón y se sentó, maullando, mientras la multitud bloqueaba las puertas.
Los sacerdotes se habían mostrado verdaderamente encolerizados hasta el
momento en que el Hombre de Plata tocó a Fleete. Esta extraña caricia pareció
tranquilizarlos.
Al cabo de unos minutos, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland y le
dijo en perfecto inglés:
—Llévate a tu amigo. El ha terminado con Hanuman, pero Hanuman no ha
terminado con él.
La muchedumbre nos abrió paso y sacamos a Fleete al exterior.
Strickland estaba muy enfadado. Decía que podían habernos acuchillado a
los tres, y que Fleete debía dar gracias a su buena estrella por haber escapado
sano y salvo.
Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba
magníficamente borracho.
Continuamos nuestro camino; Strickland caminaba silencioso y airado,
hasta que Fleete cayó presa de un acceso de estremecimientos y sudores. Dijo que
los olores del bazar eran insoportables, y se preguntó por qué demonios
autorizaban el establecimiento de esos mataderos tan cerca de las residencias de
los ingleses.
—¿Es que no sentís el olor de la sangre? —dijo.
Por fin conseguimos meterle en la cama, justo en el momento en que
despuntaba la aurora, y Strickland me invitó a tomar otro whisky con soda.
Mientras bebíamos, me habló de lo sucedido en el templo y admitió que le había
dejado completamente desconcertado. Strickland detestaba que le engañaran los
indígenas, porque su ocupación en la vida consistía en dominarlos con sus
propias armas. No había logrado todavía tal cosa, pero es posible que en quince o
veinte años obtenga algunos pequeños progresos.
—Podrían habernos destrozado —dijo—, en lugar de ponerse a maullar. Me
pregunto qué es lo que pretendían. No me gusta nada este asunto.
Yo dije que el Consejo Director del Templo entablaría una demanda
criminal contra nosotros por insultos a su religión. En el Código Penal indio
existe un artículo que contempla precisamente la ofensa cometida por Fleete.
Strickland dijo que esperaba y rogaba que lo hicieran así. Antes de salir eché un
vistazo al cuarto de Fleete y le vi tumbado sobre el costado derecho, rascándose
el pecho izquierdo. Por fin, a las siete en punto de la mañana, me fui a la cama,
frío, deprimido y de mal humor.
A la una bajé a casa de Strickland para interesarme por el estado de la
cabeza de Fleete. Me imaginaba que tendría una resaca espantosa. Su buen
humor le había abandonado, pues estaba insultando al cocinero porque no le
había servido la chuleta poco hecha. Un hombre capaz de comer carne cruda
después de una noche de borrachera es una curiosidad de la naturaleza. Se lo dije
a Fleete y él se echó a reír:
—Criáis extraños mosquitos en estos parajes —dijo—. Me han devorado
vivo, pero sólo en una parte.
—Déjame echar un vistazo a la picadura —dijo Strickland—. Es posible que
haya bajado desde esta mañana.
Mientras se preparaban las chuletas, Fleete abrió su camisa y nos enseñó,
justamente bajo el pecho izquierdo, una marca, una reproducción perfecta de los
rosetones negros —las cinco o seis manchas irregulares ordenadas en círculo—
que se ven en la piel de un leopardo. Strickland la examinó y dijo:
—Esta mañana era de color rosa. Ahora se ha vuelto negra.
Fleete corrió hacia un espejo.
—¡Por Júpiter! —dijo—. Esto es horrible. ¿Qué es?
No pudimos contestarle. En ese momento llegaron las chuletas, sangrientas
y jugosas, y Fleete devoró tres de la manera más repugnante. Masticaba sólo con
las muelas de la derecha y ladeaba la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo
que desgarraba la carne. Cuando terminó, se dio cuenta de lo extraño de su
conducta, pues dijo a manera de excusa:
—Creo que no he sentido tanta hambre en mi vida. He engullido como un
avestruz.
Después del desayuno, Strickland me dijo:
—No te vayas. Quédate aquí; quédate esta noche.
Como mi casa se encontraba a menos de tres millas de la de Strickland, esta
petición me parecía absurda. Pero Strickland insistió, y se disponía a decirme
algo, cuando Fleete nos interrumpió declarando con aire avergonzado que se
sentía hambriento otra vez. Strickland envió un hombre a mi casa para que me
trajeran la ropa de cama y un caballo, y bajamos los tres a los establos para matar
el tiempo hasta que llegara la hora de dar un paseo a caballo. El hombre que
siente debilidad por los caballos jamás se cansa de contemplarlos; y cuando dos
hombres que comparten esta debilidad están dispuestos a matar el tiempo de
esta manera, intercambiarán a buen seguro una importante cantidad de
conocimientos y mentiras.
Había cinco caballos en los establos, y jamás olvidaré la escena que se
produjo cuando intentamos examinarlos. Daba la impresión de que se habían
vuelto locos. Se encabritaron y relincharon, y estuvieron a punto de romper las
cercas; sudaban, temblaban, echaban espumarajos por la boca y parecían
enloquecidos de terror. Los caballos de Strickland le conocían tan bien como sus
perros, lo que hacía el suceso aún más extraño. Salimos del establo por miedo de
que los animales se precipitaran sobre nosotros en su pánico. Entonces Strickland
volvió sobre sus pasos y me llamó. Los caballos estaban asustados todavía, pero
nos dieron muestras de cariño y nos permitieron acariciarles, e incluso apoyaron
sus cabezas sobre nuestros pechos.
—No tienen miedo de nosotros —dijo Strickland—. ¿Sabes? Daría la paga
de tres meses por que Outrage pudiera hablar en este momento.
Pero Outrage permanecía mudo, y se contentaba con arrimarse
amorosamente a su amo y resoplar por el hocico, como suelen hacer los caballos
cuando quieren decir algo. Fleete vino hacia nosotros mientras estábamos en las
caballerizas, y en cuanto le vieron los caballos, el estallido de terror se repitió con
renovadas fuerzas. Todo lo que pudimos hacer fue escapar de allí sin recibir
ninguna coz. Strickland dijo:
—No parece que te aprecien demasiado, Fleete.
—Tonterías —dijo Fleete—. Mi yegua me seguirá como un perro.
Se dirigió hacia ella, que ocupaba una cuadra separada; pero en el momento
en que descorrió la tranca de la cerca, la yegua saltó sobre él, le derribó y salió al
galope por el jardín. Yo me eché a reír, pero Strickland no lo encontraba nada
divertido. Se llevó los dedos al bigote y tiró de él con tanta fuerza que estuvo a
punto de arrancárselo. Fleete, en lugar de salir corriendo detrás de su propiedad,
bostezó y dijo que tenía sueño. Después se dirigió a la casa para acostarse, lo cual
es una estúpida manera de pasar el día de Año Nuevo.
Strickland se sentó a mi lado en los establos y me preguntó si había
advertido algo extraño en los modales de Fleete. Le contesté que comía como una
bestia, pero que este hecho podía ser una consecuencia de su vida solitaria en las
montañas, apartado de una sociedad tan refinada y superior como la nuestra, por
poner un ejemplo. Strickland seguía sin encontrarlo divertido. No creo que me
escuchara siquiera, porque su siguiente frase aludía a la marca sobre el pecho de
Fleete, y afirmó que podía haber sido causada por moscas vesicantes, a menos
que fuera una marca de nacimiento que se hiciera visible ahora por primera vez.
Estuvimos de acuerdo en que no era agradable a la vista, y Strickland aprovechó
la ocasión para decirme que yo era un ingenuo.
—No puedo explicarte lo que pienso en este momento —dijo—, porque me
tomarías por loco; pero es necesario que te quedes conmigo unos días, si es
posible. Necesito tu ayuda para vigilar a Fleete, pero no me digas lo que piensas
hasta que haya llegado a una conclusión.
—Pero tengo que cenar fuera esta noche —dije.
—Yo también —dijo Strickland—, y Fleete. A menos que haya cambiado de
opinión.
Salimos a dar un paseo por el jardín, fumando, pero sin decir nada —
éramos buenos amigos y hablar echa a perder el buen tabaco— hasta que
terminamos nuestras pipas. Después fuimos a despertar a Fleete. Estaba ya
levantado y se paseaba nervioso por la habitación.
—Quiero más chuletas —dijo—. ¿Puedo conseguirlas?
Nos reímos y dijimos:
—Ve a cambiarte. Los caballos estarán preparados en un minuto.
—Muy bien —dijo Fleete—. Iré cuando me hayan servido las chuletas...
poco hechas, si es posible.
Parecía decirlo completamente en serio. Eran las cuatro en punto y
habíamos desayunado a la una; con todo, durante un buen rato reclamó aquellas
chuletas poco hechas. Después se puso las ropas de montar a caballo y salió a la
terraza. Su caballo —la yegua no había sido capturada todavía— no le dejó
acercarse. Los tres animales se mostraban intratables —locos de terror— y
finalmente Fleete dijo que se quedaría en casa y que pediría algo de comer.
Strickland y yo salimos a montar a caballo, un tanto confusos. Al pasar por el
templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió y maulló a nuestras espaldas.
—No es uno de los sacerdotes regulares del templo —dijo Strickland—.
Creo que me gustaría ponerle las manos encima.
No hubo saltos en nuestra galopada por el hipódromo aquella tarde. Los
caballos estaban cansados y se movían como si hubieran participado en una
carrera.
—El miedo que han pasado después del desayuno no les ha sentado nada
bien —dijo Strickland.
Ése fue el único comentario que hizo durante el resto del paseo. Una o dos
veces, creo, juró para sus adentros; pero eso no cuenta.
Regresamos a las siete. Había anochecido ya y no se veía ninguna luz en el
bungalow.
—¡Qué descuidados son los bribones de mis sirvientes! —dijo Strickland.
Mi caballo se espantó con algo que había en el paseo de coches, y, de
pronto, Fleete apareció bajo su hocico.
—¿Qué estás haciendo, arrastrándote por el jardín? —dijo Strickland.
Pero los dos caballos se encabritaron y estuvieron a punto de tirarnos al
suelo. Desmontamos en los establos y regresamos con Fleete, que se encontraba a
cuatro patas bajo los arbustos.
—¿Qué demonios te pasa? —dijo Strickland.
—Nada, nada en absoluto —dijo Fleete, muy deprisa y con voz apagada—.
He estado practicando jardinería, estudiando botánica, ¿sabéis? El olor de la
tierra es delicioso. Creo que voy a dar un paseo, un largo paseo... toda la noche.
Me di cuenta entonces de que había algo demasiado extraño en todo esto y
le dije a Strickland:
—No cenaré fuera esta noche.
—¡Dios te bendiga! —dijo Strickland—. Vamos, Fleete, levántate. Cogerás
fiebre aquí fuera. Ven a cenar, y encendamos las luces. Cenaremos todos en casa.
Fleete se levantó de mala gana y dijo:
—Nada de lámparas... nada de lámparas. Es mucho mejor aquí. Cenemos
en el exterior, y pidamos algunas chuletas más... muchas chuletas, y poco
hechas... sangrientas y con cartílago.
Una noche de diciembre en el norte de la India es implacablemente fría, y la
proposición de Fleete era la de un demente.
—Vamos adentro —dijo Strickland con severidad—. Vamos adentro
inmediatamente.
Fleete entró, y cuando las lámparas fueron encendidas, vimos que estaba
literalmente cubierto de barro, de la cabeza a los pies. Debía de haber estado
rodando por el jardín. Se asustó de la luz y se retiró a su habitación. Sus ojos eran
horribles de contemplar. Había una luz verde detrás de ellos, no en ellos, si
puedo expresarlo así, y el labio inferior le colgaba con flaccidez.
Strickland dijo:
—Creo que vamos a tener problemas... grandes problemas... esta noche. No
te cambies tus ropas de montar.
Esperamos y esperamos a que Fleete volviera a aparecer, y durante ese
tiempo ordenamos que trajeran la cena. Pudimos oírle ir y venir por su
habitación, pero no había encendida ninguna luz allí. De pronto, surgió de la
habitación el prolongado aullido de un lobo.
La gente escribe y habla a la ligera de sangre que se hiela y de cabellos
erizados, y otras cosas del mismo tipo. Ambas sensaciones son demasiado
horribles para tratarlas con frivolidad. Mi corazón dejó de latir, como si hubiera
sido traspasado por un cuchillo, y Strickland se puso tan blanco como el mantel.
El aullido se repitió y, a lo lejos, a través de los campos, otro aullido le
respondió.
Esto alcanzó la cima del horror. Strickland se precipitó en el cuarto de
Fleete. Yo le seguí; entonces vimos a Fleete a punto de saltar por la ventana.
Producía sonidos bestiales desde el fondo de la garganta. Era incapaz de
respondernos cuando le gritamos. Escupía.
Apenas recuerdo lo que sucedió a continuación, pero creo que Strickland
debió de aturdirle con el sacabotas, de lo contrario, no habría sido capaz de
sentarme sobre su pecho. Fleete no podía hablar, tan sólo gruñía, y sus gruñidos
eran los de un lobo, no los de un hombre. Su espíritu humano debía de haber
escapado durante el día y muerto a la caída de la noche. Estábamos tratando con
una bestia, una bestia que alguna vez había sido Fleete.
El suceso se situaba más allá de cualquier experiencia humana y racional.
Intenté pronunciar la palabra «Hidrofobia», pero la palabra se negaba a salir de
mis labios, pues sabía que estaba engañándome.
Amarramos a la bestia con las correas de cuero del punkah3; atamos juntos
los pulgares de las manos y los pies, y le amordazamos con un calzador, que es
una mordaza muy eficiente si se sabe cómo fijarla. Después lo transportamos al
comedor y enviamos un hombre para que buscara a Dumoise, el doctor, y le
dijera que viniese inmediatamente. Una vez que hubimos despachado al
mensajero y tomado aliento, Strickland dijo:
—No servirá de nada. Éste no es un caso para un médico.
Yo sospechaba que estaba en lo cierto.
La cabeza de la bestia se encontraba libre y la agitaba de un lado a otro. Si
una persona hubiera entrado a la habitación en ese momento, podría haber
creído que estábamos curando una piel de lobo. Ése era el detalle más
repugnante de todos.
Strickland se sentó con la barbilla apoyada en el puño, contemplando cómo
se retorcía la bestia en el suelo, pero sin decir nada. La camisa había sido
desgarrada en la refriega y ahora aparecía la marca negra en forma de roseta en
el pecho izquierdo. Sobresalía como una ampolla.
En el silencio de la espera escuchamos algo, en el exterior, que maullaba
como una nutria hembra. Ambos nos incorporamos, y yo —hablo por mí mismo,
no por Strickland— me sentí enfermo, real y físicamente enfermo. Nos
convencimos el uno al otro, como hicieron los hombres en Pinafore4, de que se
trataba del gato.
Llegó Dumoise, y nunca había visto a este hombrecillo mostrar una
sorpresa tan poco profesional. Dijo que era un caso angustioso de hidrofobia y
que no había nada que hacer. Cualquier medida paliativa no conseguiría más
que prolongar la agonía. La bestia echaba espumarajos por la boca. Fleete, como
le dijimos a Dumoise, había sido mordido por perros una o dos veces. Cualquier
hombre que posea media docena de terriers debe esperar un mordisco un día u
3 Abanico de grandes dimensiones, colgado del techo y accionado por un sirviente.
4 Obra de Gilbert y Sullivan.
otro. Dumoise no podía ofrecernos ninguna ayuda. Sólo podía certificar que
Fleete estaba muriendo de hidrofobia. La bestia aullaba en ese momento, pues se
las había arreglado para escupir el calzador. Dumoise dijo que estaría preparado
para certificar la causa de la muerte, y que el desenlace final estaba cercano. Era
un buen hombre, y se ofreció para permanecer con nosotros; pero Strickland
rechazó este gesto de amabilidad. No quería envenenarle el día de Año Nuevo a
Dumoise. Unicamente le pidió que no hiciera pública la causa real de la muerte
de Fleete.
Así pues, Dumoise se marchó profundamente alterado; y tan pronto como
se apagó el ruido de las ruedas de su coche, Strickland me reveló, en un susurro,
sus sospechas. Eran tan fantásticamente improbables que no se atrevía a
formularlas en voz alta; y yo, que compartía las sospechas de Strickland, estaba
tan avergonzado de haberlas concebido que pretendí mostrarme incrédulo.
—Incluso en el caso de que el Hombre de Plata hubiera hechizado a Fleete
por mancillar la imagen de Hanuman, el castigo no habría surtido efecto de
forma tan fulminante.
Según murmuraba estas palabras, el grito procedente del exterior de la casa
se elevó de nuevo, y la bestia cayó otra vez presa de un paroxismo de
estremecimientos, que nos hizo temer que las correas que le sujetaban no
resistieran.
—¡Espera! —dijo Strickland—. Si esto sucede seis veces, me tomaré la
justicia por mi mano. Te ordeno que me ayudes.
Entró en su habitación y regresó en unos minutos con los cañones de una
vieja escopeta, un trozo de sedal de pescar, una cuerda gruesa y el pesado
armazón de su cama. Le informé de que las convulsiones habían seguido al grito
en dos segundos en cada ocasión y que la bestia estaba cada vez más débil.
—¡Pero él no puede quitarle la vida! —murmuró Strickland—. ¡No puede
quitarle la vida!
Yo dije, aunque sabía que estaba arguyendo contra mi mismo:
—Tal vez sea un gato. Si el Hombre de Plata es el responsable, ¿por qué no
se atreve a venir aquí?
Strickland atizó los trozos de madera de la chimenea, colocó los cañones de
la escopeta entre las brasas, extendió el bramante sobre la mesa y rompió un
bastón en dos. Había una yarda de hilo de pescar, de tripa envuelta con alambre,
como el que se usa para la pesca del mahseer5; ató los dos extremos en un lazo.
Entonces dijo:
—¿Cómo podemos capturarlo? Debemos cogerlo vivo y sin dañarlo.
Yo respondí que debíamos confiar en la Providencia y avanzar
5 Pez conocido como el "salmón de la India".
sigilosamente con los sticks de polo entre los arbustos de la parte delantera de la
casa. El hombre o animal que producía los gritos estaba, evidentemente,
moviéndose alrededor de la casa con la regularidad de un vigilante nocturno.
Podíamos esperar en los arbustos hasta que se aproximara y dejarlo sin sentido.
Strickland aceptó esta sugerencia; nos deslizamos por una ventana del
cuarto de baño a la terraza, cruzamos el camino de coches y nos internamos en la
maleza.
A la luz de la luna pudimos ver al leproso, que daba la vuelta por la
esquina de la casa. Estaba totalmente desnudo, y de vez en cuando maullaba y se
paraba a bailar con su sombra. Realmente era una visión muy poco atractiva y,
pensando en el pobre Fleete, reducido a tal degradación por un ser tan abyecto,
abandoné todos mis escrúpulos y resolví ayudar a Strickland: desde los ardientes
cañones de la escopeta hasta el lazo de bramante —desde los riñones hasta la
cabeza y de la cabeza a los riñones—, con todas las torturas que fueran
necesarias.
El leproso se paró un momento enfrente del porche y nos abalanzamos
sobre él con los sticks. Era sorprendentemente fuerte y temimos que pudiera
escapar o que resultase fatalmente herido antes de capturarlo. Teníamos la idea
de que los leprosos eran criaturas frágiles, pero quedó demostrado que tal idea
era errónea. Strickland le golpeó en las piernas, haciéndole perder el equilibrio, y
yo le puse el pie en el cuello. Maulló espantosamente, e incluso, a través de mis
botas de montar, podía sentir que su carne no era la carne de un hombre sano.
El leproso intentaba golpearnos con los muñones de las manos y los pies.
Pasamos el látigo de los perros alrededor de él, bajo las axilas, y le arrastramos
hasta el recibidor y después hasta el comedor, donde yacía la bestia. Allí le
atamos con correas de maleta. No hizo tentativas de escapar, pero maullaba.
La escena que sucedió cuando le confrontamos con la bestia sobrepasa toda
descripción. La bestia se retorció en un arco, como si hubiera sido envenenada
con estricnina, y gimió de la forma más lastimosa. Sucedieron otras muchas
cosas, pero no pueden ser relatadas aquí.
—Creo que tenía razón —dijo Strickland—. Ahora le pediremos que ponga
fin a este asunto.
Pero el leproso no hacía más que maullar. Strickland se enrolló una toalla
en la mano y sacó los cañones de la escopeta de fuego. Yo hice pasar la mitad del
bastón a través del nudo del hilo de pescar y amarré confortablemente al leproso
al armazón de la cama de Strickland. Comprendí entonces cómo pueden soportar
los hombres, las mujeres y los niños el espectáculo de ver arder a una bruja viva;
porque la bestia gemía en el suelo, y aunque el Hombre de Plata no tenía rostro,
se podían ver los horribles sentimientos que pasaban a través de la losa que tenía
en lugar de cara, exactamente como las ondas de calor pasan a través del metal al
rojo vivo... como los cañones de la escopeta, por ejemplo.
Strickland se tapó los ojos con las manos durante unos instantes y
comenzamos a trabajar.
Esta parte no debe ser impresa.
Comenzaba a romper la aurora cuando el leproso habló. Sus maullidos no
nos habían satisfecho hasta ese momento. La bestia se había debilitado hasta la
extenuación, y la casa estaba en completo silencio. Desatamos al leproso y le
dijimos que expulsara al espíritu maléfico. Se arrastró al lado de la bestia y puso
su mano sobre el pecho izquierdo. Eso fue todo. Después cayó de cara contra el
suelo y gimió, aspirando aire de forma convulsiva.
Observamos la cara de la bestia y vimos que el alma de Fleete regresaba a
sus ojos. Después, el sudor bañó su frente, y sus ojos —que eran humanos de
nuevo— se cerraron. Esperamos durante una hora, pero Fleete continuaba
durmiendo. Le llevamos a su habitación y ordenamos al leproso que se fuera,
dándole el armazón de la cama, la sábana para que cubriera su desnudez, los
guantes y las toallas con las que le habíamos tocado, y el látigo que había
rodeado su cuerpo. El leproso se envolvió con la sábana y salió a la temprana
mañana sin hablar ni maullar.
Strickland se enjugó la cara y se sentó. Un gong nocturno, a lo lejos, en la
ciudad, marcó las siete.
—¡Veinticuatro horas exactamente! —dijo Strickland—. Y yo he hecho
suficientes méritos para asegurar mi destitución del servicio, sin contar mi
internamiento a perpetuidad en un asilo para dementes. ¿Crees que estamos
despiertos?
Los cañones al rojo vivo de la escopeta habían caído al suelo y estaban
chamuscando la alfombra. El olor era completamente real.
Aquella mañana, a las once, fuimos a despertar a Fleete. Lo examinamos y
vimos que la roseta negra de leopardo había desaparecido de su pecho. Parecía
soñoliento y cansado, pero tan pronto como nos vio dijo:
—¡Oh! ¡El diablo os lleve, amigos! Feliz Año Nuevo. No mezcléis jamás
vuestras bebidas. Estoy medio muerto.
—Gracias por tus buenos deseos, pero vas un poco atrasado —dijo
Strickland—. Estamos en la mañana del dos de enero. Has estado durmiendo
mientras el reloj daba una vuelta completa.
La puerta se abrió, y el pequeño Dumoise asomó la cabeza. Había venido a
pie, y se imaginaba que estábamos amortajando a Fleete.
—He traído una enfermera —dijo Dumoise—. Supongo que puede entrar
para... para lo que sea necesario.
—¡Claro que sí! —dijo Fleete, con alegría, incorporándose en la cama—.
Tráenos a tus enfermeras.
Dumoise enmudeció. Strickland lo sacó fuera de la habitación y le explicó
que debía de haber habido un error en el diagnóstico. Dumoise permaneció
mudo y abandonó la casa precipitadamente. Consideraba que su reputación
profesional había sido injuriada y se inclinaba a tomar la recuperación como una
afrenta personal. Strickland salió también. Al regresar dijo que había sido
convocado al Templo de Hanuman para ofrecer una reparación por la ofensa
infligida al dios, y que le habían asegurado solemnemente que ningún hombre
blanco había tocado jamás al ídolo, y que Fleete era una encarnación de todas las
virtudes equivocadas.
—¿Qué piensas? —dijo Strickland.
Contesté:
—Hay más cosas...6
Pero Strickland odiaba esta frase. Dijo que yo la había gastado de tanto
usarla.
Sucedió otra cosa bastante curiosa, que llegó a causarme tanto miedo como
los peores momentos de aquella noche. Cuando Fleete terminó de vestirse, entró
en el comedor y olfateó. Tenía una manera un tanto singular de mover la nariz
cuando olfateaba.
—¡Qué horrible olor a perro hay aquí! —dijo—. Realmente deberías tener
esos terriers en mejor estado. Inténtalo con azufre, Strick.
Pero Strickland no respondió. Se agarró al respaldo de una silla y, sin
previo aviso, cayó presa de un sorprendente ataque de histeria. En ese momento
me vino a la cabeza la idea de que nosotros habíamos luchado por el alma de
Fleete contra el Hombre de Plata en esa misma habitación, y que nos habíamos
deshonrado para siempre como ingleses, y entonces me eché a reír, a jadear y
gorgotear tan vergonzosamente como Strickland, mientras Fleete creía que nos
habíamos vuelto locos. Jamás le contamos lo que había sucedido.
Algunos años después, cuando Strickland se había casado y era un
miembro de la sociedad que asistía a los actos religiosos para complacer a su
mujer, examinamos el incidente de nuevo, desapasionadamente, y Strickland me
sugirió que podía hacerlo público.
Por lo que a mí se refiere, no veo que este paso sea apropiado para resolver
el misterio; porque, en primer lugar, nadie dará crédito a esta historia tan
desagradable, y, en segundo lugar, todo hombre de bien sabe perfectamente que
los dioses de los paganos son de piedra y bronce, y que cualquier intento de
tratarlos de otra manera será justamente condenado.
6 «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que en los sueños de tu filosofía.»
Hamlet, I,v.

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