LA PRADERA
1
-George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.
-¿Qué le pasa?
-No lo sé.
-Pues bien, ¿y entonces?
-Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un psicólogo para que se la eche
él.
-¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
-Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno
de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Sólo
es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
-Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había
costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que
se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó
un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando
llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron
con un automatismo suave.
-Bien -dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce
metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto
de la casa. «Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos», había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso
mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y
Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se
pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto
apareció un sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que
reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se
convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada
extraño.
-Espera un momento y verás dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las
dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el
aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a
polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en
la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa
cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
-Unos bichos asquerosos -le oyó decir a su mujer.
-Los buitres.
-¿Ves? allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la
charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé el qué.
-Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la
luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.
-¿Estás seguro? -la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo único que puedo
distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que
queda.
-¿Has oído ese grito? -preguntó ella.
-No.
-¡Hace un momento!
-Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia
el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que
vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro,
de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te
producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las
ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un
paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí
estaba!
Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y
sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te
quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo
permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y
el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor
del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos
verde-amarillentos.
-¡Cuidado! -gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el vestíbulo,
después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se detuvieron
horrorizados ante la reacción del otro.
-¡George!
-¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
-¡Casi nos atrapan!
-Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que son.
Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón, pero sólo es una película en color
multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental
detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi
pañuelo.
-Estoy asustada -Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró sin parar-. ¿Has
visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
-Vamos a ver, Lydia...
-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.
-Claro que sí... Claro que sí -le dio unos golpecitos con la mano.
-¿Lo prometes?
-Desde luego.
-Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga que
se me calmen los nervios.
-Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué hace un mes a tener
unas horas cerrada con llave esa habitación..., ¡menuda rabieta cogió! Y Wendy lo mismo.
Viven para esa habitación.
-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
-Muy bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta-. Has estado
trabajando intensamente. Necesitas un descanso.
-No lo sé... No lo sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que
inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor tengo pocas cosas que
hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa
durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?
-¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
-Sí -Lydia asintió con la cabeza.
-¿Y zurzirme los calcetines?
-Sí -un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
-¿Y barrer la casa?
-¡Sí, sí..., claro que sí!
-Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no tuviéramos que
hacer ninguna de esas cosas.
-Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa
y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana africana? ¿Es que
puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño que
restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti.
Últimamente has estado terriblemente nervioso.
-Supongo que porque he fumado en exceso.
-Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa.
Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos
cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte innecesario.
-¿Y no lo soy? -hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía interiormente.
-¡Oh, George! -Lydia lanzo una mirada más allá de él, a la puerta del cuarto de jugar de
los niños-. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que no pueden?
Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro
lado.
-Claro que no -dijo.
2
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro
extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que
empezaran a cenar. Con que George Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del
comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico.
-Nos olvidamos del ketchup -dijo.
-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún daño
que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta
nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un tiempo excesivo en África.
Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a
sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones
telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos.
Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y
aparecían cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la mesa. La
idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la
muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros
seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas
disparando a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces
de un león... Y repetido una y otra vez.
-¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo delante
de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de
los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y luego
otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año
encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino
y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor
Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real -todas las deliciosas
manifestaciones de un mundo simulado-. Había visto muy a menudo a Pegasos volando
por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de
ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su
calor.
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones,
alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños de diez
años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero
cuando la activa mente de un niño establecía un modelo... Ahora le parecía que, a lo
lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que
llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado
atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones
alzaron la vista de su alimento, observándole. El único defecto de la ilusión era la puerta
abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como
cuadro enmarcado, cenando distraídamente.
-Largo -les dijo a los leones.
No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus pensamientos. Y
aparecía lo que pensabas.
-Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa -dijo chasqueando los dedos.
La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
-¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! -repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
-¡Aladino!
Volvió al comedor.
-Esa estúpida habitación está averiada -dijo-. No quiere funcionar.
-O...
-¿O qué?
-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en África y leones y
muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.
-Podría ser.
-O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
-¿Conectado?
-Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
-Peter no conoce la maquinaria.
-Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es...
-A pesar de eso...
-Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas
como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de
salto despedían un olor a ozono después de su viaje en helicóptero.
-Llegáis justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.
-Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes -dijeron los niños,
cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.
-Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley.
Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
-¿El cuarto de jugar?
-De lo de África y de todo lo demás -dijo el padre con una falsa jovialidad.
-No te entiendo -dijo Peter.
-Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África; Tomáswift y su león eléctrico -
explicó George Hadley.
-En el cuarto no hay nada de África -dijo sencillamente Peter.
-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
-No me acuerdo de nada de África -le comentó Peter a Wendy-. ¿Y tú?
-No.
-Id corriendo a ver y volved a contárnoslo.
La niña obedeció.
-Wendy, ¡vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces de la
casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se
dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta después de su última
inspección.
-Wendy mirará y vendrá a contárnoslo -dijo Peter.
-Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
-Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
-No me he equivocado, Peter. Vamos.
Pero Wendy volvía ya.
-No es África -dijo sin aliento.
-Ya lo veremos -comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y
abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces
agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual
que ramos de flores animados, en trono a su largo pelo. La sabana africana había
desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una
canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley contempló la escena que había cambiado.
-Id a la cama -les dijo a los niños.
Éstos abrieron la boca.
-Ya me habéis oído -dijo su padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta sus
dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón cerca
de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su mujer.
-¿Qué es eso? -preguntó ella.
-Una vieja cartera mía -dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la habían
mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados.
Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba
también.
-¿Crees que Wendy la habrá cambiado? -preguntó ella, por fin, en la habitación a
oscuras.
-Naturalmente.
-¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar de los
leones?
-Sí.
-¿Por qué?
-No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
-¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
-Yo no sé nada -dijo él-, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos
comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una habitación como
ésa...
-Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.
-Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clavó la vista en el techo.
-Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra recompensa...
¡Secretos, desobediencia!
-¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que sacudir de
vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables..., admitámoslo. Van y
vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados
a perder y nosotros estamos echados a perder también.
-Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a
Nueva York en cohete.
-No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué.
-Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con
nosotros.
-Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le echara un
ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.
-Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su mujer.
Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
-No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de jugar.
-Esos gritos... suenan a conocidos.
-¿De verdad?
-Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse
en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.
3
-¿Padre? -dijo Peter.
-¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.
-Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
-Eso depende.
-¿De qué? -soltó Peter.
-De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas... Con Suecia, tal vez, o
Dinamarca o China...
-Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
-La tenéis, con unos límites razonables.
-¿Qué pasa de malo con África, padre?
-Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África, ¿es
así?
-No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave -dijo fríamente Peter-. Nunca.
-En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie
de existencia despreocupada.
-¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar
de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y bañarme?
-Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
-No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.
-Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
-Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
-Muy bien, vete a jugar a África.
-¿Cerrarás la casa pronto?
-Lo estamos pensando.
-Creo que será mejor que no lo penséis más, padre.
-¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
-Muy bien -y Peter penetró en el cuarto de jugar.
4
-¿Llego a tiempo? -dijo David McClean.
-¿Quieres desayunar? -preguntó George Hadley.
-Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
-David, tú eres psicólogo.
-Eso espero.
-Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste
hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en esa
habitación?
-No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera
paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos constantemente por
sus padres; pero, bueno, de hecho nada.
Cruzaron el vestíbulo.
-Cerré la habitación con llave -explico el padre-, y los niños entraron en ella por la
noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú los
pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
-Ahí lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues.
Entraron sin llamar.
-Salid afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambiéis la
combinación mental. Dejad las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones
agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.
-Me gustaría saber de qué se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo consigo ver.
¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y...?
David McClean se rió.
-Difícilmente -se volvió para examinar las cuatro paredes-. ¿Cuánto hace que pasa
esto?
-Algo más de un mes.
-La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
-Yo quiero hechos, no impresiones.
-Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo presta
atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresión, te lo
repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es
muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me
vean todos los días para someterlos a tratamiento durante un año entero.
-¿Es tan mala?
-Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiéramos
estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y de ese modo
estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin embargo, la habitación
se ha convertido en un canal hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberación de
ellas.
-¿Ya has notado esto con anterioridad?
-Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la mayoría. Y
ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
-No les dejé que fueran a Nueva York.
-¿Y qué más?
-He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace un mes, con cerrar
el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos
días para que aprendieran.
-Vaya, vaya.
-¿Significa algo eso?
-Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños prefieren
a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de
vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho más importante en
sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que
aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que
cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las
comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal.
Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo.
Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos
dentro de un año, espera y verás.
-Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación bruscamente,
para siempre?
-Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres.
-Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de aquí. Nunca me
gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
-Los leones no son reales, ¿verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no habrá
ningún modo de...
-¿De qué?
-... ¡De que se vuelvan reales!
-No, que yo sepa.
-¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
-No.
Se dirigieron a la puerta.
-No creo que a la habitación le guste que la desconecten -dijo el padre.
-A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación.
-Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
-La paranoia abunda por aquí hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar esto como
pista. Mira -se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado-. ¿Es tuyo?
-No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar.
Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y
sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.
-¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
-Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
-George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes ser
tan brusco.
-No.
-No seas tan cruel.
-Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá
dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me pone.
Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado
tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la
calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los
masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano.
La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un
cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los aparatos
zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.
-¡No les dejes hacerlo! -gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto
de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió hacia su padre-. ¡Te odio!
-Los insultos no te van a servir de nada.
-¡Quisiera que estuvieses muerto!
-Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En
lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
-Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar -
gritaban.
-Oh, George -dijo la mujer-. No les hará daño.
-Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo en cuenta, y luego
desconectada para siempre.
-Papá, papá, papá -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lágrimas.
-Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora para
ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la
habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara al
piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después, apareció Lydia.
-Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando.
-¿Los has dejado en el cuarto?
-También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden encontrar?
-Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa. Señor, ¿cómo se
nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla?
-El orgullo, el dinero, la estupidez.
-Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con
esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
-Papá, mamá, venid enseguida... ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los niños
no estaban a la vista.
-¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los leones,
que los miraban.
-¿Peter, Wendy?
La puerta se cerro dando un portazo.
-¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
-¡Abrid esta puerta! -gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte-. ¡Han
cerrado por fuera! ¡Peter! -golpeó la puerta-. ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.
-No les dejéis desconectar la habitación y la casa -estaba diciendo.
George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
-No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un momento
y...
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana,
olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las
fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso.
George Hadley y su mujer gritaron.
Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les
habían sonado tan conocidos.
5
-Muy bien, aquí estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar-. Oh, hola -
miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Más
allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima había un sol abrasador.
Empezó a sudar-. ¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
-Oh, estarán aquí enseguida.
-Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distinguió a los leones
peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a la
sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon
muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
-¿Una taza de té? -preguntó Wendy en medio del silencio.
* * *
El hombre ilustrado se movía en sueños. Se volvía a un lado y a otro, y con cada
movimiento una escena nueva comenzaba a animarse, y le coloreaba la espalda, el
brazo, la muñeca. El hombre ilustrado alzó una mano sobre la oscura hierba de la noche.
Los dedos se abrieron y allí, en su palma, otra ilustración nació a la vida. El hombre
ilustrado se volvió hacia mí y allí en su pecho había un espacio vacío, negro y estrellado,
profundo, y algo se movía entre esas mismas estrellas, algo que caía en la oscuridad, que
caía, mientras yo lo miraba...
.-
CALIDOSCOPIO
-.
El primer impacto rajó la nave cual si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres
fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se
diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos,
proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
-Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
-¡Woode, Woode!
-¡Capitán!
-Hollis, Hollis, aquí Stone.
-Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
-¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se
diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de
hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y
resignación.
-Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo
aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo.
Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras
las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con
ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado,
habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de
hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a
sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e
inevitables.
Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus
voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro,
cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.
-Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
-Depende de tu velocidad y la mía.
-Una hora, supongo.
-Algo así -dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
-¿Qué sucedió? -preguntó Hollis al cabo de un minuto.
-El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
-¿Hacia dónde caes?
-Creo que me estrellaré en el Sol.
-Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora, Arderé
como una cerilla.
Hollis pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su
cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había
visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.
Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a
caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había
orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
-¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! -exclamó una voz. ¡No quiero
morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
-¿Quién habla?
-No lo sé.
-Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
-Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
-Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
-¿Stimson?
-Sí -replicó por fin.
-Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
-No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
-Hay una posibilidad de que nos encuentren.
-Si, sí, seguro -dijo Stimson-. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
-Es una pesadilla -dijo alguien.
-¡Cállate! -ordenó Hollis.
-Ven y hazme callar -contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin
histeria-. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en aquel
momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había esperado
muchos años para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era
únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!
Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el
horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de
él, chillando y chillando.
-¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría.
Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de
acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran entre sí.
Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se
agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y
se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
«Da lo mismo -pensó Hollis-. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente.
¿Por qué no ahora?»
Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se
apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino
de un terror silencioso.
-Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
-Aquí Applegate otra vez.
-¿Qué hay, Applegate?
-Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
-Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
-Capitán, ¿por qué no se calla?
-¿Qué?
-Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince
mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es
interminable.
-¡Compórtese, Applegate!
-No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su
nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
-¡Le ordeno que se calle!
-Adelante, vuelva a ordenarlo. -Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El
capitán no dijo nada más-. ¿Dónde estábamos, Hollis? Ah, sí ya recuerdo. También te
odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis, desesperado, cerró los puños.
-Quiero confesarte algo -prosiguió Applegate-. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que
votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano
izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El
oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la
altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del
suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel
momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre,
que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el
nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los otros
hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de si mujer de Marte, de
su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus
borracheras, su afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos caían.
Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.
¡Todo era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su
centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando
de emocionar a otros hombres.
-¿Estás enfadado, Hollis?
-No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para
siempre hacia ninguna parte.
-Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre
quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí
también.
-No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso
resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan
en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro
desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se apaga y se
hace la oscuridad.
Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por
ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros
de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él,
que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan
abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.
-Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas
tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y
hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
«Pero ahora estás aquí -pensó Hollis-. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti,
Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban
y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero,
por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada. Pero ahora se acabó
todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber
sucedido nunca.»
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
-¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
-¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
-¿Quién habla? -preguntó Lespere temblorosamente.
-Soy Hollis.
Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte.
Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el espacio le habían
herido.
-Ahora estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, ¿no
es cierto?
-No.
-Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la
mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
-¡Sí, es mejor!
-¿Por qué?
-Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! -gritó Lespere, muy lejos,
indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo
fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le
quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba
cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una
precisión lenta, temblorosa.
-¿Y para qué te sirve eso? -gritó a Lespere-. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su
fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
-Estoy tranquilo -contestó Lespere-. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo
perverso, como tú.
-¿Perverso?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido a
serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para una
ocasión como la actual. «Perverso». La palabra martilleó en su mente. Se le saltaron las
lágrimas y resbalaron por su cara.
-Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando a
otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora lo
comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la «serenidad», que puede
acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un
intervalo de minutos.
-Sé lo que sientes, Hollis -dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una
voz cada vez más apagada-. No me has ofendido.
«Pero, ¿no somos iguales? -se preguntó un aturdido Hollis-. ¿Lespere y yo? ¿Aquí,
ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos
moriremos, de una forma o de otra.»
Pero Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la
diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un
elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le
convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos
años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si
existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la
noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad
infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal
como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pié derecho había desaparecido. Estuvo a
punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó rápidamente
y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la
muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible
carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder
la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le
quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
-¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harta de aguardar la muerte.
-Aquí Applegate de nuevo -dijo la voz.
-Sí.
-He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos.
Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis,
¿me escuchas?
-Sí
-Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo
que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado,
Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Guando oí que tú
eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota.
No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.
Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos.
Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los
sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién
salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
-Gracias, Applegate.
-No hay de qué. Y anímate, bobo.
-¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
-¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente:
-Debe de haber muerto.
-No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...
-Es él. Escuchad.
-¡Stimson!
Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
-No contestará.
-Ha perdido el conocimiento. Dios le ayude.
-Es él, escuchad.
Una respiración apenas audible, el silencio.
-Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla.
Consideradlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
-¡Eh! -dijo Stone.
-¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un buen
amigo.
-Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
-¿Meteoritos?
-Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda cien
años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio
gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, que hermoso es
todo esto!
Silencio.
-Me voy con ellos -prosiguió Stone-. Me llevan con ellos. Estoy condenado. -Y se rió de
buena gana.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del
espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del
espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo
increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más
allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los
planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón,
eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio de un niño
cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.
-Adiós, Hollis. -La voz de Stone, ya muy debilitada-. Adiós.
-Buena suerte -gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
-No te hagas el gracioso -dijo Stone.
Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
T odas las voces, iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas
hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y
sólo él, volvía solitario a la Tierra.
-Adiós.
-Tómatelo con calma.
-Adiós, Hollis -dijo Applegate.
Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se
desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y
perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el
espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual
que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el
tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso
moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca
más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos
inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el
espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras
divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba
entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia
Plutón. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que
otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
«¿Y yo? -pensó Hollis-. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para compensar una
vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos
años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí. Estoy solo.
¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la
noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán
por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se
mezclarán con la tierra.»
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno,
ni triste ni feliz... Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer
algo válido, algo que sólo él sabría.
«Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro.»
-Me pregunto si alguien me verá -dijo en voz alta.
Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
-¡Mira, mamá! ¡Mira! -gritó-. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
-Pide un deseo -dijo la madre del niño-. Pide un deseo.
* * *
El hombre ilustrado se dio la vuelta a la luz de la luna. Se dio la vuelta otra vez... y otra
vez... y otra vez...