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william hill

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jueves, 16 de septiembre de 2010

E L A R T E D E A M A R -- O V I D I O

al hacer la trasliteracion, una gran cantidad de palabras que habian en latin, se han borrado, lo que hace a veces, una lectura un poco complicada, pero con paciencia, ahy parrafos con sentido, otros, hay que estudiar para adivino, lo menos...


E L A R T E D E A M A R
O V I D I O

LIBRO PRIMERO
Si alguien en la ciudad de Roma ignora el arte de
amar, lea mis páginas, y ame instruido por sus versos.
El arte impulsa con las velas y el remo las ligeras
naves, el arte guía los veloces carros, y el amor
se debe regir por el arte. Automedonte sobresalía en
la conducción de los carros y el manejo de las flexibles
riendas; Tifis acreditó su maestría en el gobierno
de la nave de los Argonautas; Venus me ha
escogido por el confidente de su tierno hijo, y espero
ser llamado el Tifis y el Automedonte del amor.
Éste en verdad es cruel, y muchas veces experimenté
su enojo; pero es niño, y apto por su corta
edad para ser guiado. La cítara de Quirón educó al
jovenzuelo Aquiles, domando su carácter feroz con
la dulzura de la música; y el que tantas veces intimidó
a sus compañeros y aterró a los enemigos, dícese
que temblaba en presencia de un viejo cargado de
años, y ofrecía sumiso al castigo del maestro aquellas
manos que habían de ser tan funestas a Héctor.
Quirón fué el maestro de Aquiles, yo lo seré del
amor: los dos niños temibles y los dos hijos de una
diosa. No obstante, el toro dobla la cerviz al yugo
del arado y el potro generoso tiene que tascar el freno;
yo me someteré al amor, aunque me destroce el
pecho con sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas
encendidas.
Cuanto más riguroso me flecha y abrasa con sin
par violencia, tanto más brío me infunde el anhelo
de vengar mis heridas.
Yo no fingiré, Apolo, que he recibido de ti estas
lecciones, ni que me las enseñaron los cantos de las
aves, ni que se me apareció Clío con sus hermanas
al apacentar mis rebaños en los valles de Ascra. La
experiencia dicta mi poema; no despreciéis sus avisos
saludables: canto la verdad. ¡Madre del amor,
alienta el principio de mi carrera! ¡Lejos de mí, tenues
cintas, insignias del pudor, y largos vestidos
que cubrís la mitad de los pies! Nosotros cantamos
placeres fáciles, hurtos perdonables, y los versos
correrán limpios de toda intención criminal.
Joven soldado que te alistas en esta nueva milicia,
esfuérzate lo primero por encontrar el objeto
digno de tu predilección; en seguida trata de interesar
con tus ruegos a la que te cautiva, y en tercer
lugar, gobiérnate de modo que tu amor viva largo
tiempo. Éste es mi propósito, éste el espacio por
donde ha de volar mi carro, ésta la meta a la que
han de acercarse sus ligeras ruedas.
Pues te hallas libre de todo lazo, aprovecha la
ocasión y escoge a la que digas: «Tú sola me places.»
No esperes que el cielo te la envíe en las alas del
Céfiro; esa dicha has de buscarla por tus propios
ojos. El cazador sabe muy bien en qué sitio ha de
tender las redes a los ciervos y en qué valle se esconde
el jabalí feroz. El que acosa a los pájaros, conoce
los árboles en que ponen los nidos, y el
pescador de caña, las aguas abundantes en peces.
Así, tú, que corres tras una mujer que te profese
cariño perdurable, dedícate a frecuentar los lugares
en que se reunen las bellas. No pretendo que en su
persecución des las velas al viento o recorras lejanas
tierras hasta encontrarla; deja que Perseo nos traiga
su Andrómeda de la India, tostada por el sol, y el
pastor de Frigia robe a Grecia su Helena; pues Roma
te proporcionará lindas mujeres en tanto núme-
ro, que te obligue a exclamar: «Aquí se hallan reunidas
todas las hermosuras del orbe.» Cuantas mieses
doran las faldas del Gárgaro, cuantos racimos llevan
las viñas de Metimno, cuantos peces el mar, cuantas
aves los árboles, cuantas estrellas resplandecen en el
cielo, tantas .jóvenes hermosas pululan en Roma,
porque Venus ha fijado su residencia en la ciudad
de su hijo Eneas.
Si te cautiva la frescura de las muchachas adolescentes,
presto se ofrecerá a tu vista alguna virgen
candorosa; si la prefieres en la flor de la juventud,
hallarás mil que te seduzcan con sus gracias, viéndote
embarazado en la elección; y si acaso te agrada
la edad juiciosa y madura, créeme, encontrarás de
éstas un verdadero enjambre. Cuando el sol queme
las espaldas del león de Hércules, paséate despacio a
la sombra del pórtico de Pompeyo, o por la opulenta
fábrica de mármol extranjero que publica la
munificencia de una madre añadida a la de su hijo, y
no olvides visitar la galería, ornada de antiguas pinturas,
que levantó Livia, y por eso lleva su nombre.
Allí verás el grupo de las Danaides que osaron matar
a los infelices hijos de sus tíos, y a su feroz padre,
con el acero desnudo. No dejes de asistir a las
fiestas de Adonis, llorado por Venus, ni a las del
sábado que celebran los judíos de Siria, ni pases de
largo por el templo de Menfis que se alzó a la ternera
vendada con franjas de lino; Isis convierte a muchas
en lo que ella fué para Jove.
Hasta el foro, ¿quién lo creerá?, es un cómplice
del amor, cuya llama brota infinitas veces entre las
lides clamorosas. En las cercanías del marmóreo
templo consagrado a Venus surge el raudal de la
fuente Appia con dulcísimo murmullo, y allí mil
veces se dejó prender el jurisconsulto en las amorosas
redes, y no pudo evitar los peligros de que defendía
a los demás; allí, con frecuencia, el orador
elocuente pierde el don de la palabra: las nuevas
impresiones le fuerzan a defender su propia causa; y
Venus, desde el templo vecino, se ríe del desdichado
que siendo patrono poco ha, desea convertirse
en cliente; pero donde has de tender tus lazos sobre
todo es en el teatro, lugar muy favorable a la consecución
de tus deseos. Allí encontrarás más de una a
quien dedicarte, con quien entretenerte, a quien
puedes tocar, y por último poseerla. Como las hormigas
van y vuelven en largas falanges cargadas con
el grano que les ha de servir de alimento, y las abejas
vuelan a los bosques y prados olorosos para libar el
jugo de las flores y el tomillo, así se precipitan en los
espectáculos nuestras mujeres elegantes en tal número,
que suelen dejar indecisa la preferencia. Más
que a ver las obras representadas, vienen a ser objeto
de la pública expectación, y el sitio ofrece mil
peligros al pudor inocente.
¡Oh Rómulo, tú fuiste el primero que alborotó
los juegos escénicos con la violencia, cuando el
rapto de las Sabinas regocijó a tus soldados, que
carecían de mujeres! Entonces los toldos no pendían
sobre el marmóreo teatro, ni enrojecía la escena
el líquido azafrán; con el ramaje que brindaba la
selva del Palatino, dispuesto sin arte, levantábase el
rústico tablado; el pueblo se acomodaba en graderías
hechas de césped, y el follaje cubría de cualquier
modo las hirsutas cabezas. Cada cual, observando
alrededor, señalaba con los ojos la joven que para sí
codiciaba, y revolvía muchos proyectos a la callada
en su pecho; y mientras el danzante, a los rudos sones
de la zampoña toscana, golpea cadencioso tres
veces el suelo con los pies, en medio de los aplausos,
que entonces no se vendían, el rey da a su pueblo
la señal de lanzarse sobre la presa. De súbito
saltan de los asientos, y con clamores que delatan su
intención, ponen las ávidas manos en las doncellas.
Como la tímida turba de palomas huye las embesti-
das del águila, como la tierna cordera se espanta en
presencia del lobo, así huyen, aterradas, de aquellos
hombres sin ley que las acometen, y no hubo una
sola que no reflejase la palidez en la cara. El espanto
fué en todas igual, mas no se manifestó de la misma
manera. Las unas se arrancan los cabellos, las otras
pierden el sentido; éstas guardan un sombrío silencio,
aquéllas llaman a sus madres; quiénes se lamentan,
quiénes quedan embargadas de estupor,
algunas permanecen inmóviles y no pocas se dan a
la fuga. Las doncellas robadas, presa ofrecida al dios
Genio, desaparecen de allí, y el temor multiplicó en
muchas los naturales encantos. Si alguna se resiste
tenaz a seguir al raptor, éste la coge en brazos, y
estrechándola contra el ávido seno, la consuela con
tales palabras: «¿Por qué enturbias con el llanto tus
lindos ojos? Lo que tu padre es para tu madre, eso
seré yo para ti.» Rómulo, tú fuiste el único que supo
premiar a los soldados; si me concedes el mismo
galardón, me alisto en tu milicia. Desde entonces
sigue la costumbre en las funciones teatrales, y hoy
todavía son un peligro para las hermosas.
No dejes tampoco de asistir a las carreras de los
briosos corceles; el circo, donde se reúne público
innumerable, ofrece grandes incentivos. Allí no te
verás obligado a comunicar tus secretos con el lenguaje
de los dedos, ni a espiar los gestos que descubran
el oculto pensamiento de tu amada. Nadie te
impedirá que te sientes junto a ella y que arrimes tu
hombro al suyo todo lo posible; el corto espacio de
que dispones te obliga forzosamente, y la ey del
sitio te permite tocar a gusto su cuerpo codiciado.
Luego buscas un pretexto cualquiera de conversación,
y que tus primeras palabras traten de cosas
generales. Con vivo interés pregúntale a quién pertenecen
los caballos que van a correr, y sin vacilación
toma el partido de aquel, sea el que fuere, que
merezca su favor. Cuando se presenten las imágenes
de marfil en la solemne procesión, aplaude con entusiasmo
a la diosa Venus, tu soberana. Si por acaso
el polvo se pega al vestido de la joven, apresúrate a
quitárselo con los dedos, y aunque no le haya caído
polvo ninguno, haz como que lo sacudes, y cualquier
motivo te incite a mostrarte obsequioso. Si el
manto le desciende hasta tocar el suelo, recógelo sin
demora y quítale la tierra que lo mancha, que bien
pronto recabarás el premio de tu servicio, pues con
su consentimiento podrás deleitar los ojos al descubrir
su torneada pierna. Además, observa si el que
se sienta detrás de vosotros saca demasiado la rodi-
lla y oprime su ebúrnea espalda. La menor distinción
cautiva a un ánimo ligero. Fué útil a muchos
colocar con presteza un cojín o agitar el aire con el
abanico, y deslizar el escabel bajo unos pies delicados.
El circo brinda estas ocasiones al amor naciente,
como la arena del foro que entristecen las
contiendas legales. Allí descendió a pelear mil veces
el hijo de Venus, y el que contemplaba las heridas
de otro, resultó herido también; y mientras habla,
toca la mano del adversario, apuesta por un combatiente,
y, depositada la fianza, pregunta quién salió
victorioso, solloza al sentir el dardo que se le clava
en el pecho, y, simple espectador del combate, viene
a ser una de sus víctimas.
¿Qué espectáculo iguala en lo emocionante al
simulacro de una batalla naval en la que César lanza
las naves de Persia contra las de Atenas? Desde uno
y otro mar acuden mozos y doncellas, y el orbe entero
se da cita en Roma. Entre tanta muchedumbre,
¿quién no hallará la mujer de su predilección? ¡Ah,
cuántos se dejaran abrasar por una hermosa extranjera!
César se dispone a sojuzgar pronto lo que le
falta del orbe, y pronto serán nuestros los últimos
confines del Oriente. ¡Reino de los parthos, vas a
sufrir rudo castigo¡ ¡Alborozaos, manes de Craso;
estandartes que, a pesar vuestro, pasasteis a poder
de los bárbaros, aquí está vuestro vengador, acreditado
de insigne caudillo en los primeros encuentros,
pues muy joven obtiene victorias no concedidas a la
juventud! ¡Espíritus apocados, no preguntéis el día
natal los dioses: el valor de los Césares se adelanta
siempre a la edad, su genio soberano brilló desde los
tiernos años, rebelde a los tardíos pasos del crecimiento!
Hércules, de niño, ahogó con sus manos
dos serpientes, y ya en la cuna se mostró digno
vástago de Jove. ¡Tú, Baco, que seduces con tus
gracias juveniles, cuán grande apareciste en la India,
conquistada por tus tirsos victoriosos! Joven príncipe,
combatirás alentado por los auspicios y el valor
de tu padre, y gracias a los mismos reportarás la
victoria; debes ilustrar con hazañas heroicas tu
nombre glorioso, y si hoy eres el príncipe de la juventud,
luego lo serás de la vejez. Hermano generoso,
venga la injuria de tus hermanos; modelo de
hijos, defiende los derechos de tu padre. Tu padre,
que lo es también de la patria, te puso las armas en
la mano; el enemigo arrebató con violencia el reino
al autor de tus días, pero tus dardos serán sagrados,
y las saetas de aquél sacrílegas; la justicia y la piedad
combatirán bajo tus enseñas, y el partho, ya vencido
por su mala causa, lo será asimismo por las armas, y
mi joven héroe añadirá a las del Lacio las riquezas
del Oriente. ¡Marte, que eres su padre, y tú, César,
su padre también, prestad ayuda al guerrero, ya que
uno de vosotros es dios, y el segundo lo será presto!
Sí, te lo aseguro: vencerás; yo cantaré los versos
ofrecidos a tu gloria, y tu nombre resonará en ellos
con sublime acento. A punto de combatir, animarás
las huestes con mis palabras, y ojalá no sean indignas
de tu esfuerzo. Pintaré al partho fugitivo, el brío
animoso de los romanos, y los dardos que lanza el
enemigo, volviendo las riendas de su caballo. Partho,
si huyes para vencer, ¿qué dejas a los vencidos?
Al fin tu Marte te amedrenta con presagios funestos.
Pronto lucirá el día en que tú, el más hermoso
de los hombres, aparezcas resplandeciente en el carro
de cuatro blancos corceles. Delante de ti caminarán
los jefes enemigos con los cuellos cargados de
cadenas, sin que puedan, como antes, buscar su salvación
en la fuga; los jóvenes, al lado de las doncellas,
contemplarán regocijados el espectáculo, y este
día feliz ensanchará todos los corazones. Entonces,
si alguna muchacha te pregunta los nombres de los
vencidos reyes, y cuáles son las tierras, los montes y
los ríos de las imágenes conducidas en triunfo, res-
ponde a todo, aunque no seas interrogado, y afirma
lo que no sabes como si lo supieses perfectamente.
Esa imágen con las sienes ceñidas de cañas es el
Éufrates; la que sigue, de azulada cabellera, el Tigris;
aquélla, la de Armenia; ésta representa la Persia,
donde nació el hijo de Dánae; estotra, una ciudad
situada en los valles de Aquemenia; aquél y el de
más allá son generales; de algunos dirás los nombres
verdaderos, si los conoces, y si no, los que puedan
convenirles.
Las mesas de los festines brindan suma facilidad
para introducirse en el ánimo de las bellas, y proporcionan
además de los vinos otras delicias. Allí,
con frecuencia, el Amor de purpúreas mejillas sujeta
con sus tiernos brazos la altiva cabeza de Baco;
cuando el vino llega a empapar las alas de Cupido,
éste queda inmóvil y como encadenado en su
puesto; mas en seguida el dios sacude las húmedas
alas, y entonces, ¡desgraciado del corazón que baña
en su rocío! El vino predispone los ánimos a inflamarse
enardecidos, ahuyenta la tristeza y la disipa
con frecuentes libaciones. Entonces reina la alegría;
el pobre, entonces, se cree poderoso, y entonces el
dolor y los tristes cuidados desaparecen de su rugosa
frente; entonces descubre sus secretos, ingenui-
dad bien rara en nuestro siglo, porque el dios es
enemigo de la reserva. Allí, muy a menudo, las jóvenes
dominan al albedrío de los mancebos: Venus,
en los festines, es el fuego dentro del fuego.
No creas demasiado en la luz engañosa de las
lámparas; la noche y el vino extravían el juicio sobre
la belleza. Paris contempló las diosas desnudas a la
luz del sol que resplandecía en el cielo, cuando dijo
a Venus: «Venus, vences a tus. competidoras.» La
noche oculta las macas, disimula los defectos, y entre
las sombras cualquiera nos parece hermosa. Examina
a la luz del día los brillantes, los trajes de púrpura,
la frescura de la tez y las gracias del cuerpo.
¿Habré de enumerar todas las reuniones femeninas
en que se sorprende la caza? Antes contaría las arenas
del mar. ¿A qué citar Bayas, que cubre de velas
sus litorales y cuyas cálidas aguas humean con vapores
sulfurosos? Los que salen de allí con el dardo -
mortal en el pecho dicen de ellas: «Estas aguas no
son tan saludables como publica la fama.» Contempla
el ara de Diana en medio del bosque próximo a
nuestros muros y el reino conquistado por el acero
de una mano criminal; aunque la diosa es virgen y
odia las flechas de Cupido, ¡cuántas heridas causa a
su pueblo y cuántas causará todavía!
Hasta aquí mi Musa, exponiendo sus advertencias
en versos desiguales, te advirtió dónde encontrarías
una amada y dónde has de tender tus redes;
ahora te enseñará los hábiles recursos que necesitas
poner en juego para vencer a la que te seduzca.
Quienesquiera que seáis, de esta o de la otra tierra,
prestadme todos dócil atención, y tú, pueblo, oye mi
palabra, pues me dispongo a cumplir lo prometido.
Primeramente has de abrigar la certeza de que todas
pueden ser conquistadas, y las conquistarás preparando
astuto las redes. Antes cesarán de cantar los
pájaros en primavera, en estío las cigarras y el perro
del Ménalo huirá asustado de la liebre, antes que
una joven rechace las solícitas pretensiones de su
amador: hasta aquella que juzgues más difícil se
rendirá a la postre; los hurtos de Venus son tan dulces
al mancebo como a la doncella; el uno los oculta
mal, la otra cela mejor sus deseos. Conviene a los
varones no precipitarse en el ruego, y que la mujer,
ya de antemano vencida, haga el papel de suplicante.
En los frescos pastos la vaca llama con sus mugidos
al toro y la yegua relincha a la aproximación del caballo.
Entre nosotros el apetito se desborda menos
furioso y la llama que nos enciende no traspasa los
límites de la naturaleza. ¿Hablaré de Biblis, que con-
cibió por su hermano un amor incestuoso, expiado
valerosamente echándose un lazo al cuello? Mirra
amó a su padre, no como debía amarle una hija, y
convertida en árbol, oculta bajo la corteza su crimen
y hoy nos sirven de perfumes las lágrimas que destila
el tronco oloroso que aun lleva su nombre. Pacía
en los opacos valles del frondoso Ida un toro
blanco, gloria del rebaño, señalado por leve mancha
negra en la frente; era la única, pues el resto de su
cuerpo igualaba la blancura de la leche. Las terneras
ardientes de Gnosia y Cidón desearon sostenerlo
sobre sus espaldas, y la adúltera Pasifae, que se regocijaba
con la ilusión de poseerlo, concibió un
odio mortal contra las que consideraba más hermosas.
Cuento hechos harto conocidos. Creta, la de las
cien ciudades, y nada escrupulosa en mentir, no osará
negarlo. Dícese que ella misma cortaba con poca
habilidad las hojas recientes de los árboles y las tiernas
hierbas de los prados, ofreciéndoselas al toro;
ella seguía al rebaño sin que la contuviese el temor
de su esposo, y Minos quedó vencido por el cornudo
animal. ¿De qué te sirve, Pasifae, ponerte preciosas
vestiduras, si tu adúltero amante desconoce el
valor de esas riquezas? ¿De qué el espejo que llevas
en tus excursiones por las montañas y para qué, ne-
cia, cuidas tanto el peinar tus cabellos? Mírate en ese
espejo, y te convencerás de no ser una ternera; mas
¿con qué ardor no desearías que te naciesen los
cuernos en la frente? Si aun quieres a Minos, renuncia
a torpes ayuntamientos, y si pretendes engañar a
tu esposo, engáñale con un hombre. Pero la reina,
abandonando su tálamo, vaga errante por montes y
selvas como la Bacante soliviantada por el dios de
Aonia. ¡Ah!, ¡cuántas veces distinguía a una vaca con
ceño iracundo y exclamaba!: «¿Por qué ésta agrada a
mi dueño? Mira cómo retoza en su presencia sobre
la fresca hierba. Sin duda cree en su imbecilidad estar
así más bella. Dice, y al momento ordena separar
a la inocente del rebaño y someter su cerviz al pesado
yugo, o la obliga a caer ante el ara del sacrificio,
como víctima, y alegre recoge en sus manos las entrañas
de una rival. Muchas veces aplacó a los númenes
con tan cruentos espectáculos y apostrofaba
así las carnes palpitantes: «Ea, id a cautivar al que
amo. Ya deseaba convertirse en Europa, ya en la
ninfa Io; en ésta porque se transformó en vaca, en
la otra porque fue arrebatada sobre la espalda de un
toro. El jefe del rebaño se juntó con Pasifae engañado
por el cuerpo de una vaca de madera, y el
fruto de esta unión descubrió la naturaleza del padre.
Si la otra Cretense hubiera resistido las persecuciones
de Tiestes, ¡oh, qué difícil es a la mujer agradar
a un sólo varón! Febo no habría detenido su
carro y sus corceles en mitad del camino, revolviéndolos
hacia las puertas de la Aurora. La hija de Niso,
por haberle robado sus purpúreos cabellos, cayó
desde la popa de un navío y convirtióse en ave.
Agamenón, que desafió victorioso los peligros de
Marte en la tierra y las borrascas de Neptuno en el
piélago, vino a perecer víctima de su adúltera esposa.
¿Quién, no ha llorado la suerte de Creusa de Corinto
y no ha maldecido a la inicua madre bañada en
la sangre de sus hijos? Fénix, la de Amintor, vertió
torrentes de lágrimas por sus órbitas privadas de
luz, y los caballos espantados destrozaron al infeliz
Hipólito. Fíneo, ¿por qué saltas los ojos de tus inocentes
hijos? ¡Ay!, tan horrendo castigo caerá un día
sobre tu cabeza. Tales crímenes hizo cometer la liviandad
femenina, más ardiente que la nuestra y con
más furor en sus arrebatos.
Ánimo, y no dudes que saldrás vencedor en todos
los combates; entre mil apenas hallarás una que
te resista; las que conceden y las que niegan se rego-
cijan lo mismo al ser rogadas, y dado que te equivoques,
la repulsa no te traerá ningún peligro. ¿Mas
cómo te has de engañar teniendo las nuevas voluptuosidades
tantos atractivos? Los bienes ajenos nos
parecen mayores que los propios; las espigas son
siempre más fértiles en los sembrados que no nos
pertenecen y el rebaño del vecino se multiplica con
portentosa fecundidad. Ante todo haz por conocer
a la criada de la joven que intentas seducir, para que
te facilite el primer acceso, y averigua si obtiene la
confianza de su señora y es la confidente de sus secretos
placeres; inclínala en tu favor con las promesas
y ablándala con los ruegos; como ella quiera,
conseguirás fácilmente tus deseos. Que ella escoja el
momento, los médicos suelen también aprovecharlo,
en que el ánimo de su señora, libre de cuitas, esté
mejor dispuesto a rendirse; el más favorable a tu
pretensión será aquel en que todo le sonría y le parezca
tan bello como la áurea mies en los fértiles
campos. Si el pecho está alborozado y no lo oprime
el dolor, tiende a dilatarse y Venus lo señorea hasta
el fondo. Ilión, embargada de tristeza, pudo defenderse
con las armas, y en un día festivo introdujo en
su recinto el caballo repleto de soldados. Acomete
la empresa así que la oigas quejarse de una rival, y
esfuérzate en que no quede sin venganza la injuria.
La criada que peina sus cabellos por la mañana, avive
el resentimiento y ayude el impulso de tus velas
con el remo, y dígale suspirando en tenue voz: « Por
lo que veo, no podrás vengarte del agravio.» Después
hable de ti con las palabras más persuasivas y
júrele que mueres de un amor que raya en locura;
pero revélate decidido, no sea que el viento calme y
caigan las velas. Como el cristal es frágil, así se calma
pronto la cólera de la mujer.
Me preguntas si es provechoso conquistar a la
misma sirvienta; en tal caso te expones a graves
contingencias; ésta, después que se entregue, te servirá
más solícita; aquélla, menos celosa; la una te
facilitará las entrevistas con su ama, la otra te reservará
para sí. El bueno o mal suceso es muy eventual.
Aun suponiendo que ella incite tu atrevimiento,
mi consejo es que te abstengas de la aventura.
No quiero extraviarme por precipicios y agudas rocas;
ningún joven que oiga mis avisos se dejará sorprender;
no obstante, si la criada que recibe y vuelve
los billetes te cautiva por su gracia tanto como por
los buenos servicios, apresura la posesión de la señora
y siga la de la criada; mas no comiences nunca
por la. conquista de la última. Una cosa te aconsejo,
si tienes confianza en mis lecciones y el viento no se
lleva mis palabras y las hunde en el mar: o no intentes
la empresa, o acábala del todo; así que ella
tenga parte en el negocio, no se atreverá a delatarte.
El pájaro no puede volar con las alas viscosas, el
jabalí no acierta a romper las redes que le envuelven
y el pez queda sujeto por el anzuelo que se le clava;
pero si te propones seducirla, no te retires hasta salir
vencedor. Entonces ella, culpable de la misma falta,
no osará traicionarte, y por ella conocerás los dichos
y hechos de la que pretendes. Sobre todo, gran discreción;
si ocultas bien tu inteligencia con la criada,
los pasos de tu dueño te serán perfectamente conocidos.
Grave error el de creer que sólo los pilotos y labriegos
deben consultar el tiempo. No conviene
arrojar fuera de sazón en el campo la semilla que
puede engañar nuestras esperanzas, ni en todo tiempo
librar a los embates de las olas una frágil embarcación,
ni siempre es de seguros resultados atacar a
una tierna beldad; a veces importa aprovechar la
ocasión favorable, ya se aproxime el día de un natalicio,
ya el de las calendas de marzo, que Venus se
goza en prolongar. Si el circo resplandece no adornado
como antes con figuras de relieve, sino con los
despojos de los reyes vencidos, difiere algunos días
tu pretensión. Entonces reina el triste invierno y
amenazan las lluviosas Pléyadas; entonces las tímidas
Cabrillas se sumergen en las aguas del Océano;
no acometas nada de provecho, pues si alguien se
confía entonces a los riesgos de la navegación, apenas
podrá salvar los ateridos miembros en la tabla
de su bajel hecho piezas. Tus ataques han de comenzar
el día funesto en que las ondas del Allia se
tiñeron con la sangre de los cadáveres romanos o el
último de cada semana que consagra al reposo y al
culto el habitante de Palestina. Mira con santo horror
el natalicio de tu amada, y como nefastos los
días en que es ineludible el ofrecer presentes. Aunque
lo evites con cautela, te sonsacará algo; la mujer
tiene mil medios para apoderarse del caudal de su
apasionado amante. Un vendedor con la túnica desceñida
se presentará ante tu dueño deseoso de
comprar, y delante de ti expondrá sus mercaderías.
Ella te rogará que las examines para juzgar tu buen
gusto; después te dará unos besos, y por último te
pedirá que le compres lo que más le agrade, jurándote
que con eso quedará contenta por largos años
y diciéndote: «Ahora tengo necesidad de ello y ahora
se puede comprar a precio razonable.» Si te excu-
sas con el pretexto de que no tienes en casa el dinero
necesario, te pedirá un billete, y sentirás haber
aprendido a escribir. ¡Cuántas veces te exigirá el regalo
que se acostumbra en el natalicio y cuántas renovará
esta fecha al compás de sus necesidades!
¿Qué harás cuando la veas llorar desolada por una
falsa pérdida y te enseñe las orejas sin los ricos pendientes
que ostentaban? Las mujeres piden muchas
cosas en calidad de préstamo, y así que las reciben
se niegan a la devolución. Sales perdiendo y nunca
se tiene en cuenta tu sacrificio. No me bastarían
diez bocas con otras tantas lenguas, si pretendiese
referir los astutos manejos de nuestras cortesanas.
Explota el camino por medio de la cera que barniza
las elegantes tablillas, y que ella sea la primer
anunciadora de la disposición de tu ánimo, que ella
le diga tus ternuras con las expresiones que usan los
amantes, y seas quien seas, no te sonrojen las más
humildes súplicas. Aquiles, movido por las preces,
entregó a Príamo el cadáver de Héctor; la voz del
suplicante templa la cólera de los dioses. No economices
el prometer, que al fin no arruina a nadie, y
todo el mundo puede ser rico en promesas. La esperanza
acreditada permite ganar tiempo; en verdad es
una diosa falaz; mas nos complace ser por ella en-
gañados. Los presentes que le hubieses hecho podrían
incitarla a abandonarte, y por lo pronto se
ucraría con tu largueza sin perder nada. Confíe
siempre en que le vas a dar lo que nunca pensaste;
así un campo estéril burla mil veces la esperanza del
labrador, así el jugador empeñado en no perder,
pierde a todas horas, y sus ávidas manos no sueltan
los dados que le prometen pingües ganancias. Lo
principal y más dificultoso es alcanzar de gracia los
primeros favores; el temor de darlos sin provecho la
inducirá a seguir concediéndolos como antes; dirígele
tus billetes impregnados de dulcísimas frases,
con el fin de explorar su disposición y tentar las dificultades
del camino. Los caracteres trazados sobre
un fruto burlaron a Cidipe, y la imprudente doncella,
leyéndolos, se vió cogida por sus propias palabras.
Jóvenes romanos, os aconsejo que no aprendáis
las bellas artes con el único objeto de convertiros en
defensores de los atribulados reos; la beldad se deja
arrebatar y aplaude al orador elocuente, lo mismo
que la plebe, el juez adusto y el senador distinguido;
pero ocultad el talento, que el rostro no descubra
vuestra facundia y que en vuestras tablillas no se
lean nunca expresiones afectadas. ¿Quién sino un
estúpido escribirá a su tierna amiga en tono declamatorio?
Con frecuencia un billete pedantesco
atrajo el desprecio a quien lo escribió. Sea tu razonamiento
sencillo, tu estilo natural y a la vez insinuante,
de modo que imagine verte y oírte al mismo
tiempo. Si no recibe tu billete y lo devuelve sin
leerlo, confía en que lo leerá más adelante y permanece
firme en tu propósito. Con el tiempo los toros
rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo
el potro fogoso aprende a soportar el freno que
reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con
el uso continuo y la punta de la reja se embota a
fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más
duro que la roca y más leve que la onda? Con todo,
las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás
con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió
muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y
no quiere contestar, no la obligues a ello; procura
solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá
un día a lo que leyó con tanto gusto. Los
favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno.
Tal vez recibas una triste contestación, rogándote
que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y
desea que sigas en las instancias que te prohibe. No
te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satis-
fechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu
amada tendida muellemente en la litera, acércate
con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de
curiosos indiscretos no penetren la intención de tus
frases, como puedas revélale tu pasión en términos
equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes
acompañarla en su paseo, y ora has de precederla,
ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar
con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la
turba y pasar de una columna a otra para llegar a su
lado. Cuida que no vaya sin tu compañía a ostentar
su belleza en el teatro; allí sus espaldas desnudas te
ofrecerán un gustoso espectáculo; allí la contemplarás
absorto de admiración y le comunicarás, tus secretos
pensamientos con los gestos y las miradas.
Aplaude entusiasmado la danza del actor que representa
a una doncella, y más todavía al que desempeña
el papel del amante. Levántate si ella se levanta,
vuelve a sentarte si se sienta, y no te pese
desperdiciar el tiempo al tenor de sus antojos. Tampoco
te detengas demasiado en rizarte el cabello
con el hierro o en alisarte la piel con la piedra pómez;
deja tan vanos aliños para los sacerdotes que
aúllan sus cantos frigios en honor de la madre Cibeles.
La negligencia constituye el mejor adorno del
hombre. Teseo, que nunca se preocupó del peinado,
supo conquistar a la hija de Minos; Fedra enloqueció
por Hipólito, que no se distinguía en lo elegante,
y Adonis, tan querido de Venus, sólo se recreaba en
las selvas. Preséntate aseado, y que el ejercicio del
campo de Marte solee tu cuerpo envuelto en una
toga bien hecha y airosa. Sea tu habla suave, luzcan
tus dientes su esmalte y no vaguen tus pies en el
ancho calzado; que no se te ericen los pelos mal
cortados, y tanto éstos como la barba entrégalos a
una hábil mano. No lleves largas las uñas, que han
de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos
por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca,
recordando el fétido olor del macho cabrío. Lo demás
resérvalo a las muchachas que quieren agradar y
para esos mozos que con horror de su sexo se entregan
a un varón.
Mas ya llama a su poeta Baco, el que ayuda
siempre a los amantes y atiza las llamas en que él
mismo se consume. Ariadna erraba loca por la desierta
arena que ciñe la isla de Naxos combatida por
el mar; apenas sacude el sueño medio cubierta con
la sencilla túnica, con los pies descalzos y sueltos los
rubios cabellos, se dirige a las sordas olas llamando
al cruel Teseo, y un raudal de lágrimas se desliza por
sus frescas mejillas; gritaba y lloraba a la vez, y el
llanto y las voces, lejos de amenguar su belleza,
contribuían a realzarla de un modo extraordinario.
Ya golpeándose el pecho sin cesar con mano despiadada,
gritaba: «El pérfido ha partido; ¿qué será de
mí, qué suerte me espera?» En aquel momento resuenan
por el extenso litoral los címbalos y los tímpanos
golpeados con frenéticas manos, cae
desvanecida, las últimas palabras expiran en sus labios
y diríase que en su cuerpo no quedaba una gota
de sangre. De súbito aparecen las Bacantes con los
cabellos tendidos por la espalda, y detrás la turba de
los Sátiros que preceden al dios; después el viejo
Sileno, tan borracho, que gracias si se mantiene en
equilibrio cogiéndose a las crines del asno cabizbajo,
persigue a las Bacantes que huyen y le acometen de
improviso; como es tan pésimo jinete, hostiga con
la vara al cuadrúpedo que monta y al fin se apea de
bruces por las orejas del paciente animal. Los Sátiros
entonces gritan: «Levántate, padre Sileno; levántate.
» Preséntase al fin, en su carro ceñido de
pámpanos, el dios que gobierna los domados tigres
con riendas de oro. Pálida de terror Ariadna, no
nombra más a Teseo, porque la voz se le hiela en la
garganta; tres veces quiso huir, y el miedo la detuvo
inmóvil otras tantas; estremecióse como las espigas
estériles agitadas por el viento y la débil caña que
tiembla en las orillas del húmedo pantano. El dios la
conforta así: «Depón tus temores; yo seré un
amante más fiel que Teseo, y tú serás, Ariadna, la
esposa de Baco. El cielo premiará tu dolor; como
una constelación reinarás en el cielo, y las naves
guiarán su rumbo por tu corona de brillantes.» Dijo,
y para que los tigres no la espantasen desciende del
carro, salta sobre la arena de la playa, que cede a sus
pies, y la arrebata en los brazos, sin que ella pugne
por defenderse; que no es fácil resistir al poderío de
un inmortal. Unos entonan los cantos de Himeneo,
otros gritan: «Evoe, Evoe», y entre el común alborozo,
el dios y la joven desposada se reclinan en el
tálamo nupcial.
Así, cuando asistieres a un festín en que abunden
los dones de Baco, si una muchacha que te
atrae se coloca cerca de ti en el lecho, ruega a este
padre de la alegría, cuyos misterios se celebran por
la noche, que los vapores del vino no lleguen a
trastornar tu cabeza. Allí te será permitido dirigir a
tu bella insinuantes discursos con palabras veladas
que no escaparán a su perspicacia y se los aplicará a
sí misma; escribe en la mesa con gotas de vino dul-
císimas ternuras, en las que tu amiga adivine tu pasión
avasalladora, y clava en los suyos tus ojos respirando
fuego: un semblante mudo habla a las veces
con singular elocuencia. Arrebata presuroso de su
mano el vaso que rozó con los labios, y bebe por el
mismo lado que ella bebió. Coge cualquiera manjar
que hayan tocado sus dedos, y aprovecha la ocasión
para que tu mano tropiece con la suya; ingéniate,
asimismo, por ganarte al esposo de tu amada; os
será muy útil a los dos el tenerlo por amigo. Si la
suerte te proclama rey del festín, concédele la honra
de beber primero y regálale la corona que ciñe tu
cabeza; ya sea tu igual, ya inferior a ti, déjale que
tome de todo antes y no dudes dirigirle las expresiones
más lisonjeras. Con el falso nombre de amigo
se burla multitud de veces sin riesgo a un marido, y
aunque el hecho quede casi siempre impune, no
deja de ser un crimen. En tales casos el procurador
suele ir más lejos de lo que se le encomienda, y se
cree autorizado para traspasar las órdenes que recibió.
Quiero darte la medida a que te atengas en el beber:
es aquella que no impide al seso ni a los pies
cumplir con su oficio. Evita, en primer término, las
reyertas que provoca el vino, y los puños demasiado
prontos a repartir golpes. Euritión murió por haber
bebido desatinadamente. Entre el vino y los manjares
sólo ha de reinar la alegría. Si tienes buena voz,
canta; si tus brazos son flexibles, baila, y no descuides,
si las tienes, revelar aquellas dotes que favorecen
la seducción. La embriaguez verdadera
perjudica, y cuando es fingida puede ser útil. Estropee
tu lengua solapada la pronunciación de las voces;
así, lo que hagas o digas fuera de lo regular,
creerán todos que lo ocasiona el exceso de la bebida.
Desea mil felicidades a la señora de tus pensamientos
y al que tiene la dicha de compartir su
tálamo; mas en lo recóndito del alma profiere contra
este último cien maldiciones. Cuando las mesas
se levantan y los convidados se retiran, aprovecha
las circunstancias del lugar y la confusión de la multitud
para aproximarte a ella; mézclate entre la turba,
colócate sin sentir a su lado, pásale el brazo por
el talle y toca su pie con el tuyo. Esta es la ocasión
de abordarla; lejos de ti el agreste pudor; Venus y la
Fortuna alientan siempre a los audaces.
No esperes que yo te dicte los preceptos de la
elocuencia; rompe atrevido el silencio, y las frases
espontáneas y felices acudirán a tus labios. Tienes
que representar el papel de un amante y tus palabras
han de quemar como el fuego que te devora; te serán
lícitos todos los argumentos para persuadirla de
tu pasión y serás creído sin dificultad. Cualquiera se
juzga digna de ser amada y aun la más fea da gran
valor a sus atractivos; mil veces el que simula el
amor acaba por sentirlo de veras y termina por ser
lo que al principio fingía. ¡Oh jóvenes!, tened tolerancia
con los que se aprestan a engañaros; muchas
veces un falso amor se convierte en verdadero. Esfuérzate
por apoderarte de su albedrío con discretas
lisonjas, como el arroyo filtra sus claras ondas en las
riberas que lo dominan. Prodiga sin vacilación tus
alabanzas a la belleza de su rostro, a la profusión de
sus cabellos, a sus finos dedos y su pie diminuto; la
mujer más casta se deleita cuando oye el elogio de
su hermosura, y aun las vírgenes inocentes dedican
largas horas a realzar sus encantos. ¿Por qué Juno y
Palas se avergüenzan hoy todavía de no haber obtenido
el premio en el certamen de los montes de Frigia?
El ave de Juno despliega orgullosa su plumaje,
viéndolo alabado; si lo contemplas en silencio, recoge
sus tesoros. En el certamen de la veloz carrera,
los corceles se encienden con los aplausos que se
tributan a sus cuellos arrogantes y bien peinadas
crines. No seas tímido en prometer; las jóvenes
claudican por las promesas, y pon a los dioses que
quieras como testigos de tu sinceridad. Júpiter desde
lo alto se ríe de los perjurios de los amantes y dispone
que los vientos de Eolia los sepulten en las
olas; por las aguas de Estigia solía jurar con engaño
ser fiel a Juno, y su mal ejemplo alienta hoy a todos
los perjuros.
Conviene que existan los dioses, y como conviene
creer en su existencia, aportemos a las antiguas
aras las ofrendas del incienso y el vino. Ellos
no yacen sumidos en quietud reposada y semejante
al sueño; vivid en la inocencia y velarán por vosotros.
Volved el depósito que se os ha confiado,
acatad las piadosas leyes, aborreced el fraude, y que
vuestras manos estén limpias de sangre. Si sois listos,
engañad impunemente a las jóvenes; fuera de
esto observaréis siempre la buena fe. Burlad a las
que pretenden burlaros; casi todas son gente de poca
confianza; caigan presas en los lazos que os tienden.
Es fama que el Egipto, por la sequía que
abrasaba la tierra, vió estériles sus campos durante
nueve años. Trasio entonces se present a Busiris y
le anunció que sería fácil aplacar a Jove con la sangre
de un extranjero, y Busiris le contestó: «Tú serás
la primer víctima ofrecida al padre de los dioses, y
como huésped de Egipto, tú nos traerás el agua.»
Fálaris tostó en el toro de bronce los miembros de
Perilo, su inventor, que experimentó el primero tan
atroz suplicio: uno y otro fueron justos. ¿Qué ley
más equitativa que condenar a los artífices de tormentos
a morir con su propia invención? Es razonable
castigar a las perjuras con el perjurio, y no
pueden quejarse más que de ellas mismas, puesto
que su ejemplo alienta la falsía.
También son provechosas las lágrimas, capaces
de ablandar al diamante: si te es posible, que vea
húmedas tus mejillas, y si te faltan las lágrimas, porque
no siempre acuden al tenor de nuestros deseos,
restrégate los ojos con los dedos mojados. ¿Qué
pretendiente listo no sabe ayudar con los besos las
palabras sugestivas? Si te los niega, dáselos contra su
voluntad; ella acaso resista al principio y te llame
malvado; pero aunque resista, desea caer vencida.
Evita que los hurtos hechos a sus lindos labios la
lastimen y que la oigas quejarse con razón de tu rudeza.
El que logra sus besos, si no se apodera de lo
demás, merece por mentecato perder aquello que ya
ha conseguido. Después de éstos, ¡qué poco falta a
la completa realización de tus votos! La estupidez y
no el pudor detiene tus pasos. Aunque diga que la
has poseído con violencia, no te importe; esta violencia
gusta a las mujeres: quieren que se les arranque
por fuerza lo que desean conceder. La que se ve
atropellada por la ceguedad de un pretendiente, se
regocija de ello y estima su brutal acción como un
rico presente, y la que pudiendo caer vencida sale
intacta de la contienda, simula en el aspecto la alegría,
mas en su corazón reina la tristeza. Febe se
rindió a la violencia, lo mismo que su hermana, y los
dos raptores fueron de sus víctimas muy queridos.
Una historia harto conocida, y no por eso indigna
de contarse otra vez, es la de aquella hija del rey
de Seiros, cuyos favores alcanzó el joven Aquiles.
Ya la diosa vencedora de sus rivales en el monte Ida
había mostrado su reconocimiento a Paris, que la
designó como la más hermosa; ya de extraño reino
había llegado la nuera al palacio de Príamo y los
muros de Ilión encerraban a la esposa de Menelao;
los príncipes griegos juraron vengar la afrenta del
esposo, que si bien de uno solo, recaía por igual
sobre todos. Aquiles ocultaba su sexo con rozagante
vestidura de mujer, cosa torpe en verdad si no obedeciera
a los ruegos de una madre. ¿Qué haces,
nieto de Éaco? No es ocupación digna de ti el hilar
la lana. Arribarás a la gloria siguiendo otra arte de
Palas. No convienen los canastillos al brazo que ha
de soportar el escudo. ¿Por qué sostienes la rueca
con esa diestra que derribara un día la pujanza de
Héctor? Arroja los husos que devanan el estambre
laborioso, y empuña en tu recia mano la lanza de
Pelias. Por acaso durmieron una noche en el mismo
tálamo Aquiles y la real doncella, que descubrió con
su estupro el sexo de quien la acompañaba. Ella, no
cabe duda, cedió a fuerza mayor, así hemos de
creerlo; pero tampoco sintió mucho que la fuerza
saliese vencedora, pues cuando el joven apresuraba
la partida, después de trocar la rueca por las armas,
le dijo repetidas veces: «Quédate aquí.» ¿Dónde está
la violencia? Deidamia, ¿por qué detienes con palabras
cariñosas al autor de tu deshonra?
Si la mujer por un sentimiento de pudor no revela
la primera su intención, se conforma a gusto
con que el hombre inicie el ataque. Excesiva confianza
pone en las gracias de su persona el mancebo
que espera que la mujer se anticipe al ruego. Es él
quien ha de comenzar, quien ha de dirigirle la palabra,
expresando esas tiernas solicitudes que ella acogerá
con agrado. Para obtener su aquiescencia,
ruega; es lo único que ella exige; declárale el principio
y la causa de tu inclinación. Júpiter se mostraba
siempre rendido con las antiguas heroínas, y con
todo su poder no consiguió que ninguna se le ofreciese
primero. Mas si ves que tus rendimientos sólo
sirven para hincharla de orgullo, desiste de tu pretensión
y vuelve atrás los pasos. Muchas suspiran
por el placer que huye y aborrecen al que se les
brinda; insta con menos fervor y dejarás de parecerle
importuno. No siempre han de delatar tus agasajos
la esperanza del triunfo; en ocasiones conviene
que el amor se insinúe disfrazado con el nombre de
amistad. He visto más de una mujer intratable sucumbir
a esta prueba, y al que antes era su amigo
convertirse por fin en su amante.
Un cutis muy blanco no dice bien al marino, que
lo debe tener tostado por las aguas salobres y los rayos
del sol, y tampoco al labriego que sin descanso
remueve la tierra a la intemperie con la reja o los
pesados rastrillos; y sería vergonzoso que tu cuerpo
resplandeciese de blancura persiguiendo con afán la
corona del olivo. El amante ha de estar pálido; es el
color que publica sus zozobras, y el que le cuadra,
aunque muchos sigan diferente opinión. Con pálido
rostro perseguía Orión por las selvas a Lirice, y pálido
estaba Dafnis por los desvíos de una Náyade
cruel. Que la demacración pregone las angustias que
sufres, y no repares en cubrir con el velo de los enfermos
tus hermosos cabellos. Las cuitas, la pena
que nace de un sentimiento profundo y las noches
pasadas en vela aniquilan el cuerpo de las jóvenes;
para lograr tu intento has de convertirte en un ser
digno de lástima, tal que quien te vea exclame al
punto: «Está enamorado.»
¿Lamentaré la confusión que reina al apreciar lo
justo y lo injusto, o más bien os la aconsejaré? La
amistad, la buena fe, son entre nosotros nombres
sin sentido. ¡Qué dolor!; es peligroso ensalzar a la
que amas en presencia del amigo; como estime merecidas
tus alaban zas, trata de quitártela. Mas Patroclo
-dirás- no mancilló el lecho de Aquiles, y
Fedra conservó su pudor al lado de Piritoo. Pílades
amó castamente a Hermíone, como Febo a Palas,
como los gemelos Cástor y Pólux a su hermana
Helena. Si alguien espera hoy ejemplos semejantes,
espere coger los frutos del tamariz y encontrar la
miel en la corriente de un río. Nos atrae con fuerza
la culpa; cada cual atiende a sus placeres, y le resultan
más intensos gozándolos a costa de un desdichado.
¡Qué maldad!; no es al enemigo al que ha de
temer el amante; guárdate de los que consideras
adictos a tu persona, y vivirás seguro; desconfía del
pariente, del hermano y del caro amigo, porque todos
te infundirán graves sospechas.
Iba a terminar, pero como son tan varios los
temperamentos de la mujer, hay mil diversas maneras
de dominarla. No todas las tierras producen los
mismos frutos: la una conviene a las vides, la otra a
los olivos, la de más allá a los cereales. Las disposiciones
del ánimo varían tanto como los rasgos fisonómicos;
el que sabe vivir se acomoda a la variedad
de los caracteres, y como Proteo, ya se convierte en
un arroyo, fugitivo, ya en un león, un árbol o un
cerdoso jabalí. Unos peces se cogen con el dardo,
otros con el anzuelo, y los más yacen cautivos en las
redes que les tiende el pescador. No uses el mismo
estilo con mujeres de diferentes edades: la cierva
cargada de años ve desde lejos los lazos peligrosos.
Si pareces muy avisado a las novicias y atrevido a las
gazmoñas, unas y otras desconfiarán de ti, poniéndose
a la defensiva. De ahí que la que teme entregarse
a un mozo digno, venga tal vez a caer en los
brazos de un pelafustán.
He concluído una parte de mi trabajo, otra me
queda por emprender: echemos aquí el áncora que
sujete la nave.
LIBRO SEGUNDO
Cantad ¡vítor Peán!, cantad por segunda vez
¡vítor Peán!: la presa que acosaba cayó en mis redes.
Que el amante risueño ciña mis sienes de verde lauro,
y me eleve por encima del cantor de Ascra y el
viejo Homero. Tal el hijo de Príamo, huyendo a toda
vela de la belicosa Amiclas, arrebató la esposa de
su huésped, y tal era, Hipodamia, el que en su carro
vencedor te conducía lejos de los patrios confines.
Joven, ¿por qué te apresuras?; tu barco navega en
alta mar, y el puerto a que te guío está muy lejano.
No basta que mis lecciones hayan rendido en tus
brazos una bella; por mi arte la conseguiste, y mi
arte te ayudará a conservarla. No arguye menos mérito
que la conquista el guardar lo conquistado: lo
uno es obra del azar, lo otro consecuencia del arte.
Ahora, pues, Cupido y Citerea, si alguna vez me
fuisteis propicios, venid en mi ayuda; y tú, Erato,
cuyo nombre quiere decir amor. Voy a exponer los
medios eficaces de fijar los pasos de ese niño vagabundo
que recorre por acá y allá el vasto universo.
Tiene gran ligereza y dos alas para volar; por consiguiente,
es muy difícil sujetarle al freno.
Minos había previsto cuanto pudiese impedir la
fuga de su huésped; mas éste con las alas se abrió
camino a través de los aires. Apenas Dédalo hubo
encerrado aquel monstruo, medio hombre y medio
toro, que concibiera una madre criminal, se presentó
al justiciero Minos y le dijo: «Espero que pongas
término a mi destierro, y que mi pueblo natal
reciba mis cenizas; y ya que no me permitió vivir en
mi patria la iniquidad del destino, séame lícito morir
en ella. Si consideras mi vejez indigna de tu gracia,
pon en libertad a mi hijo; y si rehusas perdonarlo,
perdona a su anciano padre.» Así dice, y refuerza
éstas con otras mil razones; pero Minos permanecía
inflexible, y comprendiendo la inutilidad de los ruegos,
se dijo a sí mismo: «Ahora, Dédalo, ahora se te
ofrece la ocasión de acreditar tu inventiva. Minos
impera en la tierra y domina sobre el mar; la tierra y
las aguas se oponen a nuestra fuga; mas la ruta del
cielo queda libre, y por ella intento abrirme camino.
¡Júpiter poderoso, dígnate favorecer mi audaz tentativa;
no me propongo escalar las celestes mansiones,
pero no encuentro más que esta vía abierta a mi
salvación! Si la Estigia me ofrece un pasaje, atravesaré
las ondas de la Estigia: séame permitido cambiar
mi propia naturaleza.»
Las desgracias avivan a menudo el ingenio.
¿Quién hubiese nunca creído que el hombre llegaría
a viajar por el aire? Con Plumas hábilmente dispuestas,
que enlaza un hilo de lino, y uniendo las
extremidades con cera derretida al fuego, termina
un día la artística labor. Icaro, gozoso, maneja la
cera y las plumas, ignorando que fuesen las armas
que había de cargar en sus hombros. El padre le
dijo entonces: « Con estas naves hemos de abordar
a la patria, y gracias a su auxilio escaparemos a la
tiranía de Minos. Nos atajó todos los caminos, mas
no pudo impedirnos el de los aires; y pues éste se
nos permite, aprovecha mi invento para atravesarlo,
pero evita aproximarte a la virgen de Tegea y a
Orión, que, espada en mano, acompaña al Boyero.
Mide tu vuelo por el mío, yo te precederé, y siguiéndome
próximo, caminarás con seguridad bajo
mi dirección. Si voláramos por el eterno elemento
cerca del sol, la cera no soportaría el calor; y si con
vuelo humilde nos deslizásemos hasta la superficie
de las olas, las plumas, humedecidas por el agua,
perderían su movilidad. Vuela entre estos dos peligros;
sobre todo, hijo, teme los vientos, y deja que
tus alas obedezcan a su impulso.» Después de darle
estos avisos, adapta las alas al muchacho, y le enseña
a moverlas, como el ave instruye en volar a sus
débiles polluelos; en seguida ajusta a sus hombros
las que fabricó para sí, y ensaya con timidez el
vuelo por la nueva ruta. Ya dispuesto a volar, abraza
y besa a su hijo, y las lágrimas resbalan por sus mejillas
paternales.
Destacábase no lejos una colina que, sin alcanzar
la altura de un monte, dominaba los campos, y
desde ella se lanzan los dos a la peligrosa evasión.
Dédalo mueve las alas, y no pierde de vista las de su
hijo, sosteniendo la marcha con uniforme velocidad.
Lo nuevo del viaje les produce indecible satisfacción,
y el audaz Icaro traspasa las órdenes prescritas.
Un pescador los vió al tiempo que sorprendía los
peces, y del asombro, la flexible caña se le escapó de
la mano. Ya habían dejado a la izquierda Samos y
Naxos, Paros y Delos, tan amada de Febo, y a la
diestra Lebintos, Calimne, que sombrean los bosques,
y Astipalea, ceñida de pantanos abundantes en
pesca, cuando el joven, incauto y temerario con exceso,
se eleva más alto en el aire y abandona a su
padre; al momento se relaja la trabazón de las alas,
la cera se derrite a la proximidad del sol, y por más
que mueve los brazos, no acierta a sostenerse en la
tenue atmósfera; aterrado, desde la celeste altura
pone en el mar las miradas, y el espanto que le produce
cubre sus ojos de un denso velo. La cera se
había derretido; en vano agita los brazos, despojados
de las alas; falto de sostén, tiembla, cae, y al caer,
exclama : «¡Padre, padre mío, me veo
arrastrado!»; y las verdes olas ahogan sus voces lastimeras.
El infeliz padre, que ya no lo era, grita:
«Icaro, Icaro!, ¿por qué región del cielo caminas?» Y
aun le llamaba, cuando distingue las plumas sobre
las ondas: la tierra recibió sus despojos, y el mar todavía
lleva su nombre. Minos no pudo impedir que
Icaro volase, y yo me empeño en detener a un dios
más voluble que los pájaros.
Se equivoca lastimosamente el que recurre a las
artes de las hechiceras de Hemonia y se vale del Hipomanes
extraído de la frente de un potro juvenil.
Las hierbas de Medea y los ensalmos de los Marsos,
con sus acentos mágicos, no consiguen infundir el
amor. Si los encantamientos lo pudiesen crear, Me-
dea hubiera retenido al hijo de Esón, y Circe al astuto
Ulises. De nada aprovecha a las jóvenes tomar
filtros amorosos, que turban la razón y excitan el
furor. Rechaza los artificios culpables; si quieres ser
amado, sé amable; la belleza del rostro ni la apostura
arrogante, bastan a asegurar el triunfo. Aunque fueses
aquel Nireo tan celebrado por Homero, o el
tierno Hilas, a quien arrebataron las culpables Náyades,
si aspiras a la fidelidad de tu dueño y a no
verte un día abandonado, has de juntar las dotes del
alma con las gracias corporales. La belleza es don
muy frágil: disminuye con los años que pasan, y su
propia duración la aniquila. No siempre florecen las
violetas y los lirios abiertos, y en el tallo donde se
irguió la rosa quedan las punzantes espinas. Lindo
joven, un día blanquearán las canas tus cabellos, y
las arrugas surcarán tus frescas mejillas. Eleva tu
ánimo, si quieres resistir los estragos del tiempo y
conservar la belleza: es el único compañero fiel
hasta el último suspiro. Aplícate al cultivo de las
bellas artes y al estudio de las dos lenguas. Ulises no
era hermoso, pero sí elocuente, y dos divinidades
marinas sufrieron por él angustias mortales. ¡Cuántas
veces Calipso se dolió viéndole apresurar la partida,
y quiso convencerle de que el tiempo no
favorecía la navegación! Continuamente le instaba a
repetir los sucesos de Troya, y él sabía relatar el
mismo caso con amena variedad. Un día que estaban
sentados en la plaza, la hermosa Calipso le pidió
que le refiriese de nuevo la trágica muerte del
príncipe de Odrisia, y Ulises, con una varilla delgada
que al azar empuñaba, trazó en la arena el cuadro
del suceso, diciéndole: «Ésta es Troya (y dibujó los
muros en el suelo arenoso); por ahí corre el Símois,
y aquí estaba mi campamento. Más lejos se distingue
el llano (y en seguida lo traza) que regamos
con la sangre de Dolon, la noche que intentó apoderarse
de los caballos de Aquiles; por allí cerca se
alzaban las tiendas de Reso el de Tracia, y por allí
regresé yo la misma noche con los corceles robados
a este príncipe.» Proseguía la descripción, cuando
una ola repentina destruyó el contorno de Pérgamo
y el campo de Reso, con su caudillo. Entonces la
diosa dijo: «Ya ves las olas que crees favorables a tú
partida cómo destruyen en un momento nombres
tan insignes.»
Seas quien seas, pon una débil confianza en el
prestigio de tu lindo semblante y adórnate con prendas
superiores a las del cuerpo. Una afectuosa complacencia
gana del todo los corazones, y la rudeza
engendra odios y guerras enconadas. Aborrecemos
al buitre, que vive siempre sobre las armas, y a los
lobos, siempre dispuestos a lanzarse sobre el tímido
rebaño, mientras todos respetan a la golondrina, y la
paloma Chaonia habita las torres que levantó la industria
humana. Lejos de vosotros las querellas y
expresiones ofensivas; el tierno amor se alimenta de
dulces palabras. Con las reyertas, la esposa aleja de
sí al marido, y el marido a la mujer; obrando así creen
devolverse sus mutuos agravios; esto conviene a
las casadas: las riñas son el dote del matrimonio;
mas en los oídos de una amiga sólo han de sonar
veces lisonjeras. No os habéis reunido en el mismo
lecho por mandato de la ley; el amor desempeña
con vosotros sus funciones; al acercarte a su lado,
prodígale blandas caricias, y dile frases conmovedoras
si quieres que se regocije en tu presencia. No es
a los ricos a quienes me propongo instruir en el arte
amatorio: el que da con largueza no necesita mis
lecciones. Se pasa de listo el que dice cuando quiere:
«Acepta este regalo», y desde luego le cedo el primer
puesto: para vencer, sus dones valen más que mis
consejos. Soy el poeta de los pobres porque amé
siendo pobre, y como no podía brindar regalos, pagaba
con mis versos. El pobre ame con discreción,
el pobre huya la maledicencia y soporte resignado
muchas cosas que no toleran los ricos. Recuerdo
que en cierta ocasión mesé frenético los cabellos de
mi querida, y este instante de cólera lo pagué con la
pérdida de días deliciosos. Ni me di cuenta, ni creo
que le rompiese la túnica; pero ella lo afirmó, y tuve
que comprarle otra nueva. Vosotros, si sois cuerdos,
evitad los desplantes en que incurrí desatinado, y
temed las consecuencias de mi falta. Las guerras,
con los parthos; con vuestras amigas vivid en paz, y
ayudaos con los juegos y las delicias que mantienen
la ilusión. Si fuese dura y un tanto esquiva a tus
pretensiones, paciencia y ánimo: con el tiempo se
ablandará. La rama del árbol se encorva fácilmente
si la doblas poco a poco, y se rompe si la tuerces
poniendo a contribución todo tu vigor. Aprovechando
el curso del agua, pasarás el río, y como te
empeñes en nadar contra la corriente, te verás por
ella arrastrado. Con habilidad y blandura se doman
los tigres y leones de Numidia, y paso a paso se somete
el toro al yugo del arado. ¿Hubo criatura más
selvática que Atalanta, la de Arcadia? Pues con toda
su fiereza sucumbió a los rendimientos de un joven.
¡Cuántas veces Milanión (así se dice) lloró a la sombra
de los árboles su tormento y la crueldad de la
doncella!; ¡cuántas, por obedecerla, cargó sobre los
hombros las engañosas redes, y atravesó con los
dardos al cerdoso jabalí, hasta que se sintió herido
por el arco de su rival Hileo, aunque otro arco más
temible había hecho blanco un su corazón!
Yo no te ordeno que así armado recorras las asperezas
del Ménalo, ni que lleves las redes en tus espaldas,
ni que ofrezcas el pecho a las saetas dirigidas
contra ti. Un mozo previsor halla suma facilidad en
seguir los preceptos de mi arte. Cede a la que te resista;
cediendo cantarás victoria. Arréglate de manera
que hagas las imposiciones de su albedrío. ¿Reprueba
ella una cosa?; repruébala tú y alábala si la
alaba; lo que diga, repítelo, y niega aquello que niegue,
ríete si se ríe, si llora haz saltar las lágrimas de
tus ojos, y que tu semblante sea una fiel copia del
suyo. Si juega, revolviendo los dados de marfil, juega
tú con torpeza, y en seguida pásale la mano; si te
recreas con las tabas, evítale el disgusto de perder y
amáñate por que te toque siempre la fatal suerte del
perro, y si os entretenéis a las tablas robándoos las
piezas de vidrio, deja que las tuyas caigan en poder
de la parte contraria; coge por la empuñadura la
sombrilla abierta cuando haya necesidad, y si atraviesa
por medio de la turba, ábrele camino; al recli-
narse en el blando lecho, no descuides ofrecerle un
escabel, y quita o calza las sandalias a su pie delicado.
A veces tiritando de frío tendrás que calentar su
mano helada en tu seno, y aunque sea vergonzoso
para un hombre libre, no te abochorne sostenerle el
espejo: ella te lo agradecerá. El héroe vencedor de
los monstruos que le suscitó una madrastra, cuyo
odio consiguió vencer; el que ganó por sus méritos
el cielo que antes sostuvo en sus recias espaldas, es
fama que manejaba los canastillos e hiló la lana entre
las doncellas de Jonia. El héroe de Tirinto obedeció
los mandatos de una mujer; anda, pues, y quéjate
de sufrir lo que aquél sufrió. Si te ordena presentarte
en el foro, acude con antelación a la hora
que te indique, siendo el último que te retires. ¿Te
da una cita en cualquiera otro lugar? Olvida todos
los quehaceres, corre apresurado, y que la turba de
transeuntes no logre embarazar tus pasos. Si volviendo
a casa de noche después de un festín llama a
su esclavo, ofrécele tus servicios, y si estás en el
campo y te escribe «ven en seguida», el amor odia la
lentitud, a falta de coche emprende a pie la caminata,
y que no te retrase ni el tiempo duro, ni la ardiente
Canícula, ni la vía cubierta con un manto de
nieve.
El amor, como la milicia, rechaza a los pusilánimes
y los tímidos que no saben defender sus banderas.
Las sombras de la noche, los fríos del
invierno, las rutas interminables, la crueldad del
dolor y toda suerte de trabajos, son el premio de los
que militan en su campo. ¡Qué de veces tendrás que
soportar el chaparrón de la alta nube y dormir a la
inclemencia sobre el duro suelo! Dicen que Apolo
apacentó en Fera las vacas de Admeto y se recogía
en una humilde cabaña. ¿Quién no resistirá lo que
Apolo lleva en paciencia? Despójate del orgullo, ya
que pretendes trabar con tu amada lazos perdurables.
Si en su casa te niegan un acceso fácil y seguro
y se te opone la puerta asegurada con el cerrojo,
resbálate sin miedo por el lecho o introdúcete furtivamente
por la alta ventana. Se alegrará cuando sepa
el peligro que corriste por ella, y en tu audacia verá
la prenda más segura del amor. Muchas veces pudiste,
Leandro, abstenerte de la compañía de Hero;
sin embargo, pasabas el estrecho a nado para que
conociese los arrestos de tu ánimo.
No menosprecies solicitar la ayuda de las criadas,
según el puesto que cada cual ocupe, y si es
preciso, el favor de los siervos. Saluda a cada cual
con su nombre, esto no te perjudicará, y amante
ambicioso, estrecha en las tuyas sus manos serviles.
Conforme a tus medios de fortuna, haz algún regalillo
de poco coste al que te lo pida, y lo mismo a las
sirvientas en el aniversario de aquel día en que disfrazadas
de matronas burlaron y exterminaron la
hueste de los galos. Créeme, cáptate el favor de la
plebe menuda y no te olvides del portero ni del
guardián de su dormitorio.
No te incito a dar ricos presentes a tu amada, sino
modestos y que los haga valiosos la oportunidad.
Cuando la cosecha sea abundante y los árboles rebosen
de fruto, ofrécele por tu siervo en un canastillo
los dones del campo, y dile, aunque los hayas
comprado en la Vía Sacra, que proceden de un
huerto vecino a la ciudad. Envíale la cesta de uvas o
las castañas tan apetecidas por Amarilis, bien que a
las jóvenes de hoy les gustan poco, y una docena
detordos o un par de palomas le testificarán mejor
que la tienes presente en la memoria. Con tales obsequios
se conquista también la herencia de un viejo
sin prole; pero mala peste destruya a los que ofrecen
dádivas con criminal intención.
¿Te recomendaré por igual que le escribas en tus
billetes versos delicados? ¡Ay de mí! Los versos gozan
ahora poco prestigio; son alabados, eso sí, pero
se acogen con más gusto los dones magníficos. Por
barbarote que sea un rico, nunca deja de agradar.
Hoy vivimos en el siglo de oro, al oro se tributan
mil honras, y hasta el amor se consigue a fuerza de
oro. Infeliz Homero, si vinieses acompañado de las
Musas y con las manos vacías, serías despedido ignominiosamente.
Sin embargo, hay un corto número
de mujeres instruídas y otras que no lo son y
quieren parecerlo; a éstas y aquéllas encómialas en
tus versos, y buenos o malos, al leerlos, dales relieve
con el primor del recitado; doctas e ignorantes acaso
consideren corno un pequeño regalo los cantos
compuestos en su alabanza.
Avíate de modo que tu amiga te pida en cualquier
ocasión aquello mismo que pensabas realizar,
creyéndolo conveniente. Si has prometido la libertad
a alguno de tus siervos, ordénale que vaya a interponer
el favor de la señora de tus pensamientos,
y si lo indultas de un castigo o lo libras de las cadenas,
deba a su intercesión lo que estabas resuelto a
disponer. El honor será de tu amiga, la utilidad tuya,
y no perderás nada en que ella crea ejercer sobre ti
un dominio absoluto.
Si tienes verdadero empeño en conservar tus
relaciones, persuádela que estás hechizado por su
hermosura. ¿Se cubre con el manto de Tiro?; alabas
la púrpura de Tiro, ¿Viste los finos tejidos de Cos?;
afirma que las telas de Cos le sientan a maravilla. ¿Se
adorna con franjas de oro?; asegúrale que sus formas
tienen más precio que el rico rnetal. Si se defiende
con el abrigo de paño recio, aplaude su determinación;
si con una túnica ligera, dile que
encienda tus deseos, y con tímida voz ruégale que se
precava del frío. ¿Divide el peinado sus cabellos?;
alégrente por lo bien dispuestos. ¿Los tuerce en rizos
con el hierro?; pondera sus graciosos rizos.
Admira sus brazos en la danza, su voz cuando cante,
y así que termine, duélete de que haya acabado
tan pronto. Admitido en su tálamo, podrás venerar
lo que constituye tu dicha y expresar a voces las
sensaciones que te embargan, y aunque sea más fiera
que la espantosa Medusa, se convertirá en dulce y
tierna para su amante. Ten exquisita cautela en que
tus palabras no le parezcan fingidas y el semblante
contradiga tus razones; aprovecha ocultar el artificio,
que una vez descubierto llena de rubor, y con
justicia destruye por siempre la confianza.
Al declinar de un año abundantísimo, cuando
los maduros racimos se pintan con un jugo de púrpura
y el tiempo inconstante ya nos encoge con el
frío, ya nos sofoca de calor, y sus bruscas transiciones
rinden los cuerpos a la languidez, ella puede rebosar
de salud; mas si cae enferma en el lecho y
siente la maligna influencia de la estación, entonces
has de patentizar tu amor y solicitud; siembra entonces
para recoger después una abundante cosecha;
no te enoje el fastidio que produce una larga
enfermedad, rindan tus manos los servicios que ella
consienta, vea las lágrimas suspensas en tus ojos y
no advierta que la repugnancia te impide besar sus
yertos labios y humedecerlos con tu llanto. Haz
votos por su saluden alta voz, y si se ofrece la ocasión,
cuéntale el sueño de feliz augurio que has tenido
y ordena que una vieja purifique el dormitorio
y el lecho, llevando en las trémulas manos el azufre
y los huevos de la expiación. Ella conservará grato
recuerdo de tus servicios, y con tal conducta muchos
se abrieron camino para conquistar una herencia;
pero evita provocar el odio de la enferma por tu
excesiva oficiosidad, y guarda la justa medida en tu
solícito celo. No le impidas que coma, y si tiene que
tomar una poción amarga, que se la sirva tu rival.
El viento que hincha tus velas a la salida del
puerto, no te servirá cuando navegues en alta mar.
El amor débil en su nacimiento, hecho costumbre,
cobra fuerzas, y si lo nutres bien, con el tiempo adquiere
gran robustez. El becerrillo que solías halagar
con tus caricias, ya hecho toro infunde pavor; el
árbol a cuya sombra descansas ahora, fué un débil
plantón; el arroyuelo humilde dilata el caudal en su
curso, y por donde pasa recibe multitud de corrientes
que lo transforman en río impetuoso. Que se
acostumbre a tratarte, tiene gran poder el hábito, y
no rehuyas penas o tedios por ganarte su voluntad.
Que te vea y escuche a todas horas, y que noche y
día estés presente a su imaginación. Cuando abrigues
la absoluta confianza de que sólo piensa en ti,
emprendes un viaje, para que tu ausencia la llene de
inquietud: déjala que descanse; en los barbechos
fructifican abundantes las semillas, y la árida tierra
absorbe con avidez el agua de las nubes. Mientras
tuvo presente a Demofón, Fílida le atestiguó un
amor moderado, y así que aquél se hizo a la vela,
ésta se consumió en una llama voraz; el cauto Ulises
atormentaba a Penélope con su ausencia, y Laodamia
languidecía separada de su caro Protésilas; pero
no retardes la vuelta, en obsequió a tu seguridad; el
tiempo debilita los recuerdos, el ausente cae en el
olvido, y otro nuevo amante viene a reemplazarlo.
En la ausencia de Menelao, por no dormir sola, se
entregó Helena a las ardientes caricias de su huésped.
¡Qué insensatez la tuya, Menelao, partir solo, y
dejar bajo el mismo techo a tu esposa con un extranjero!
¡Imbécil!, confías las palomas a las uñas del
milano y entregas tu redil al lobo de los montes. No
es culpable Helena ni su adúltero amante por hacer
lo que tú, lo que otro cualquiera hubiese hecho en
su lugar. Tú la indujiste al adulterio brindándole el
sitio y la ocasión; ella es sólo responsable de seguir
tus consejos. ¿Qué había de suceder, con el marido
ausente, a su lado un amable extranjero, y temiendo
dormir sola en el vacío lecho? Que Menelao piense
lo que quiera, yo la absuelvo de responsabilidad; no
pecó en aprovecharse de la complacencia de su marido.
Mas ni el feroz jabalí, cuando colérico lanza a
rodar por el suelo los perros con sus colmillos fulminantes,
ni la leona cuando ofrece las ubres a sus
pequeñuelos cachorros, ni la violenta víbora que
aplasta el pie del viajero inadvertido, son tan crueles
como la mujer que sorprende una rival en el tálamo
del esposo: la rabia del alma se pinta en su faz, el
hierro, la llama, todo sirve a su venganza, y depuesto
el decoro, se transforma en una Bacante
atormentada por el dios de Aonia. La bárbara Me-
dea vengó con la muerte de sus hijos el delito de
Jasón y los derechos conyugales violados. Esa golondrina
que ves fue otra cruel madrastra: mira su
pecho señalado con las manchas sangrientas del
crimen. Los celos rompen los más firmes lazos, las
uniones venturosas, y el hombre cauto no debe
provocarlos jamás. Mi censura no pretende condenarte
a que te regocijes con una sola bella; líbrenme
los dioses; apenas las casadas pueden resistir tal
obligación. Diviértete, pero cubre con un velo los
hurtos que cometas, y nunca te vanaglories de tus
felices conquistas. No hagas a la una regalos que la
otra pueda reconocer, y cambia de continuo las horas
de tus citas amorosas, y para que no te sorprenda
la más suspicaz en algún escondite que le sea
conocido, no te reunas con la otra a menudo en el
mismo lugar. Cuando le escribas, vuelve a releer de
nuevo las tablillas antes de enviárselas: muchas leen
en el escrito lo que no dice realmente. Venus, ofendida,
prepara con justicia las armas, devuelve los
dardos que la hieren, y fuerza al combatiente a soportar
los males que ha ocasionado. Mientras Agamenón
vivió contento con su esposa, ésta se
mantuvo fiel, y sólo el ejemplo del marido la incitó a
claudicar. Clitemnestra había sabido que Crises, con
el ramo de laurel en la mano y en la frente las cintas
sagradas, no logró rescatar a su hija; había oído hablar,
¡oh Briseida!, del rapto que te causó tan vivos
dolores, y de los motivos vergonzosos que retrasaron
la conclusión de la guerra. Esto lo había oído,
pero con sus propios ojos vió la hija de Príamo, y al
vencedor que volvía sin sonrojo hecho, esclavo de
su propia cautiva. Entonces la hija de Tíndaro acogió
en su pecho y su tálamo a Egisto y vengó con el
crimen la infidelidad del esposo.
Si a pesar de las precauciones, tus furtivas
aventuras llegan un día a traslucirse, aunque sean
más claras que la luz, niégalas rotundamente, y no te
muestres ni más sumiso ni más amable de lo que
acostumbras: estas mudanzas son señales de un
ánimo culpable; pero no economices tu vigor hasta
dejarla satisfecha: la paz se conquista a tal precio, y
así desarmarás la cólera de Venus. Habrá quien te
aconseje el empleo de hierbas nocivas, corno la ajedrea
o una mezcla de pimienta con la semilla de la
punzante ortiga, o la del rojo dragón diluída en vino
añejo; todas, a mi juicio, son venenosas, y la divinidad
venerada en el monte Erix, poblado de bosque,
no consiente que con estas drogas se alcancen sus
placeres; puedes aprovecharte del blanco bulbo que
nos envía la ciudad de Megara y la hierba estimulante
que crece en nuestros jardines, con los huevos,
la miel del Himeto y los frutos que produce el arrogante
pino.
Docta Erato, ¿a qué te entretienes en discurrir
sobre el arte médica? Corramos por el camino de
donde nos hemos separado. Tú, que obediente a
mis consejos ocultabas ayer tus infidelidades, modifica
la conducta, y por orden mía pregona tus hurtos
clandestinos. No culpes mi inconsecuencia; la corva
nave no obedece siembre al mismo viento, ya la impulsa
el Bóreas de Tracia, ya el Euro; unas veces
hincha las velas el Céfiro y otras el Noto. Mira cómo
el conductor del carro ora afloja las tendidas
riendas, ora reprime con pericia la fogosidad de los
corceles. Sirve mal a muchas una tímida indulgencia,
pues su afecto languidece si no lo reanima la sospecha
de alguna rival; se embriaga demasiado con los
prósperos sucesos y le cuesta gran trabajo sobrellevarlos
con ánimo sereno. Como un fuego ligero se
extingue poco a poco por falta de alimento y desaparece
envuelto por la blanca ceniza, mas con el
auxilio del azufre vuelve a surgir la llama que despide
una nueva claridad; así, cuando el corazón languidece
por exceso de seguridad indolente, necesita
vivos estímulos que le devuelvan la energía. Infúndele
agudas sospechas, vuelve a encender de nuevo
el fuego apagado, y que palidezca con los indicios
de tus malos pasos. ¡Oh, cien y mil veces feliz aquel
de quien se querella su prenda justamente ofendida!
Apenas la noticia de la infidelidad llega a lastimar
sus oídos, cae desmayada y pierde al mismo tiempo
el color y la voz. ¡Ojalá fuese yo la víctima a quien
arrancase furiosa los cabellos y cuyas tiernas mejillas
sangrasen destrozadas por sus uñas! ¡Ojalá al verme
se deshiciese en llanto y me contemplase con torvas
miradas, y aunque quisiera no acertase a vivir un
momento sin mí. Si me preguntas cuánto tiempo
has de conceder al desahogo de la ofendida, te
aconsejaré que el menor posible, para que la dilación
no avive la fuerza del resentimiento. Apresúrate
a estrechar con tus brazos su marmóreo
cuello, y acoge en tu seno su rostro bañado en lágrimas;
cúbrelas de besos y enjúgalas con los deleites
de Venus; así firmarás las paces y con el
rendimiento desarmarás su cólera. Si ella se desatina
en extremo y te declara abiertamente la guerra, invítala
a las dulzuras del lecho y allí se ablandará, allí
depone sus armas la pacífica Concordia, y de allí,
créeme, surge pronto el perdón. Las palomas que
acaban de reñir, juntan sus picos acariciadores, y
diríase que sus arrullos suenan como palabras de
ternura.
La naturaleza al principio era una masa confusa
y desordenada, donde giraban revueltos los astros,
la tierra y el mar; después el cielo se elevó sobre la
tierra y ésta quedó ceñida por las olas del Océano y
surgieron del informe caos los diversos elementos:
el bosque recibió por habitantes a las fieras, el aire a
las aves y los peces escogieron las aguas por morada.
Entonces el linaje humano erraba en los desiertos,
campos y la fuerza constituía el don más
preciado de sus rudos cuerpos; las selvas les daban
habitación, las hierbas comida, las hojas lecho, y por
largo tiempo vivió cada cual desconocido de sus
semejantes. La voluptuosidad se dice que dulcificó
los instintos feroces, el varón y la hembra, reunidos
en el mismo lugar, aprendieron lo que debían hacer
sin necesidad de maestro, y Venus no tuvo que recurrir
al arte para cumplir su grata misión. El ave
ama a su compañera que le llena de gozo, el pez
solicita a su hembra en medio de las aguas, la cierva
sigue al ciervo, la serpiente se une a la serpiente, la
perra se entrega al adulterio con el perro, la oveja
recibe los halagos del carnero del carnero, la vaca se
regocija con el toro, la cabra aguanta al inmundo
macho cabrío y las yeguas se agitan furiosas, y por
juntarse a los potros recorren largas distancias y
atraviesan a nado los ríos.
Ánimo, pues; emplea tan eficaz remedio en calmar
el enojo de tu amada; es el único que curará su
acerbo dolor: esta medicina supera a los jugos de
Macaón, y con ella, si hubieses pecado, volverás a
ganarte su perdida voluntad. Así cantaba yo. Apolo
se me aparece súbitamente, pulsando con sus dedos
las cuerdas de la lira de oro, con un ramo de laurel
en la mano, ceñida por una guirnalda de sus hojas la
divina cabellera, y en tono profético me habla de
esta suerte: «Maestro del amor juguetón, guía
pronto tus discípulos a mi templo, donde se lee la
inscripción conocida en todo el universo que ordena
al hombre conocerse a sí mismo: el que se conozca
a sí mismo guiará con sabiduría sus pasos por
la difícil senda y jamás intentará empresas que sobrepujen
a sus fuerzas. Aquel a quien la naturaleza
dotó de hermosa cara, saque de ella partido; el que
se distingue por el color de la piel, reclínese enseñando
los hombros; el que agrada por su trato, evite
la monotonía del silencio; cante el hábil cantor, beba
el bebedor infatigable; pero el orador imperti-
nente no interrumpa la conversación con sus discursos,
ni el poeta vesánico se ponga a recitar sus
ensayos.» Así habló Febo; obedeced sus mandatos:
las palabras del dios merecen la mayor confianza.
Vuelvo a mi asunto: el que ame con prudencia y siga
los preceptos de mi arte, saldrá victorioso y alcanzará
cuanto se proponga. No siempre los surcos devuelven
con usura las semillas que se les arroja, ni
siempre el viento favorece la ruta de las naves. El
amante tropieza en su camino más tedios que satisfacciones,
y ha de preparar el ánimo a rudas pruebas.
No corren tantas liebres en el monte Athos, ni
vuelan tantas abejas en el Hibla, ni produce tantas
olivas el árbol de Palas, ni se ven tantas conchas a
orillas del mar, como penas se padecen en las contiendas
amorosas: los dardos que nos hieren están
bañados en amarga hiel. Si te dicen que ha salido
fuera, aunque la veas andar por casa, cree que ha salido
fuera y que tus ojos te engañan. Si te ha prometido
una noche y encuentras la puerta cerrada, llévalo
en paciencia y reclina tu cuerpo en el duro
suelo. Tal vez alguna criada embustera pregunte en
tono insolente: «¿Por qué este hombre asedia nuestras
puertas?» Ea, dirige a este intratable bicho frases
cariñosas desde los umbrales, y adórnalos con
las rosas que arrancaste a la guirnalda de tu cabeza.
Cuando se digne recibirte, apresúrate a complacerla;
si se niega, retírate: un hombre discreto nunca es
importuno. ¿Quieres que tu amiga pueda exclamar:
«No hallo medio de despedirle»? Como no siempre
la mujer da pruebas de buen sentido, no consideres
torpe acción aguantar las injurias y si es preciso los
golpes, ni besar tiernamente sus lindos pies.
Mas ¿por qué me detengo en minucias insignificantes?
Álcese el ánimo a mayores. Cantaré grandes
cosas: vulgo de los amantes, préstame dócil atención.
El trabajo es arduo, pero no hay esfuerzo sin
peligro, y el arte que enseño se recrea en las dificultades.
Tolera en calma a tu rival y acabarás por vencer,
y aun entrarás triunfante en el templo del sumo
Jove. Cree mis vaticinios, que no los profieren labios
mortales, sino las encinas de Dódona. Mi enseñanza
no conoce preceptos más sublimes. ¿Se
entiende por señas con tu rival?; sopórtalo indiferente.
¿Le escribe?; no te apoderes de sus tablillas,
déjala ir y volver por doquiera al tenor de su capricho.
Algunos maridos tienen esta complacencia con
sus legítimas esposas, sobre todo cuando el dulce
sueño viene a facilitar los engaños: en este punto, lo
confieso, yo no he llegado a la, perfección. ¿Qué
partido tomar? Los consejos que prescribo rebasan
la medida de mis fuerzas. ¿Toleraré que en mis barbas
un cualquiera se entienda por gestos con mi
amada, sin que estalle el volcán de mi cólera? Recuerdo
que cierto día ella recibió un beso de su marido
y me quejé amargamente; tan locas eran las
exigencias de mi pasión. Este defecto me perjudicó
no poco en múltiples ocasiones. Es más ladino e
que permite que otros se regodeen con su prenda;
pero yo estimo lo mejor ignorarlo todo. Déjala que
oculte sus trapacerías, no sea que la obligada confesión
de la culpa haga huir el pudor de su rostro. Así,
jóvenes, no queráis sorprender a vuestras amigas;
consentid que os engañen y que os crean convencidos
con sus buenas razones. Los amantes cogidos
infraganti se quieren más desde que su suerte es
igual, y el uno y el otro se aferran en seguir la conducta
que los pierde.
Se cuenta una hazaña bien conocida en todo el
Olimpo: la de Venus y Marte sorprendidos por la
astucia de Vulcano. El furibundo Marte, poseído de
un amor insensato hacia Venus, de guerrero terrible
convirtióse en sumiso amador, y Venus, ninguna
diosa es tan sensible a los ruegos, no se mostró huraña
y dificultosa al numen de la guerra. ¡Cuántas
veces dicen que puso en ridículo la cojera de su marido
y las manos callosas de andar entre el fuego y
las tenazas! Delante de Marte simulaba la marcha
torcida de Vulcano, y en estas burlas realzaba su
hermosura con gracia sin rival. Supieron celar bien
los primeros deslices, y su trato culpable aparecía
lleno de verecundo pudor. Mas el Sol, ¿quién puede
ocultarse a sus miradas?, el Sol descubrió a Vulcano
la infiel conducta de la esposa. ¡Oh Sol, qué ejemplo
diste tan pernicioso! ¿Por qué no reclamaste el premio
de tu silencio, ya que ella tenía con qué pagarlo?
Vulcano urde en torno del lecho una red imperceptible,
que desafiaba la vista más perspicaz, y simula
un viaje a Lemnos. Los amantes llegan a la cita, y
desnudos uno y otro caen presos en la red. El marido
convoca a los dioses y les ofrece en espectáculo
a los prisioneros. Venus apenas podía contener las
lágrimas; en vano intentaba taparse la cara y cubrir
con las manos las partes vergonzosas, y no faltó un
chusco que dijese al tremebundo Marte: «Si te pesan
esas cadenas, échalas sobre mis hombros.» Obligado
por las instancias de Neptuno, se resolvió Vulcano a
libertar a los cautivos. Marte se retiró a Tracia y Venus
a Pafos. Vulcano, ¿qué ganaste con tu estratagema?
Los que antes celaban el delito, hoy obran
con entera libertad y sin átomo de pudor. Muchas
veces habrás de arrepentirte de tu necia insensatez y
de haber escuchado los gritos de la cólera. Os
prohibo estas venganzas, como os las prohibe ejecutar
la diosa que fué víctima de tales insidias. No
tendáis lazos a vuestro rival, ni penetréis los secretos
de una misiva cuya letra os sea conocida: dejad
estos derechos a los maridos, si estiman que los deben
ejercer, pues a ello les autorizan el fuego y el
agua de las nupcias. De nuevo os lo aseguro: aquí
sólo se trata de placeres consentidos por las leyes, y
no asociamos a nuestros juegos a ninguna matrona.
¿Quién osará divulgar los profanos misterios de
Ceres y los sacros ritos instituidos en Samotracia?
Poco mérito encierra guardar silencio en lo que se
nos manda, y al contrario, revelar un secreto es culpa
harto grave. Con justicia Tántalo, por la indiscreción
de su lengua, no alcanza a tocar los frutos del
árbol suspendidos sobre su cabeza y se ahoga en
medio de las aguas. Citerea, sobre todo, recomienda
velar sus misterios: os lo advierto para que ningún
charlatán se acerque a su templo. Si los de Venus no
se ocultan en las sagradas cestas, si el bronce no repercute
con estridentes golpes, y todos estamos iniciados
en ellos, es a condición de no divulgarlos. La
misma Venus, cuantas veces se despoja del vestido,
se apresura a cubrir con la mano sus secretas perfecciones.
Con frecuencia los rebaños se entregan
en medio del campo a los deleites carnales; mas al
verlos, la honesta doncella aparta ruborizada la vista.
A nuestro hurtos convienen un tálamo oculto y
una puerta ce- rrada, con nuestros vestidos cubrimos
vergonzosas desnudeces, y si no buscamos las
tinieblas, deseamos una medio obscuridad; todo
menos la luz radiante de día. En aquellos tiempos
en que aún no se habían inventado las tejas que resguardasen
del sol y la lluvia, y la encina nos servía
de alimento y morada, no a la luz del día, sino en las
selvas y los antros, se gozaban los placeres de la
voluptuosidad: tanto respetaba el pueblo rudo las
leyes del pudor. Mas ahora pregonamos nuestras
hazañas nocturnas, y nada se paga a tan alto precio
como el placer de que las sepa todo el mundo. ¿Vas
a reconocer en cualquier sitio a todas las muchachas,
para decir a un amigo: «Esa que ves fué rnía»,
y para que no te falte una a quien señalar con el dedo,
la comprometes, de modo que sea la comidilla
de la ciudad? Digo poco: hay sujetos que fingen cosas
que negarían si fuesen verdaderas, y se vanaglorian
de que ninguna les ha negado su favor, y si no
mancillan los cuerpos, afrentan los nombres y ponen
en duda la reputación de mujeres honradísimas.
Anda, pues, odioso guardián de una mujer,
atranca las puertas y échales por más seguridad cien
cerrojos. ¿De qué sirven tus precauciones si la calumnia
se ensaña en la honra y el adúltero pregona
lo que nunca ha existido? Nosotros en cambio hablarnos
con reserva de nuestras conquistas verdaderas,
y con un velo tupido encubrimos nuestros
hurtos misteriosos. No reprochéis nunca los defectos
de una joven; el haberlos disimulado fué a muchos
de gran utilidad. Aquel que llevaba un ala en
cada pie no reprobó en Andrómeda el color del
semblante. Andrómaca sorprendía a todos por su
talla desmesurada, pero Héctor encontró que no
pasaba de la regular. Acostúmbrate a lo que te parezca
mal, y lo conllevarás bien: el hábito suaviza
muchas cosas y la pasión incipiente se alborota por
una nonada. Cuando el ramillo injerto se nutre en la
verdadera corteza, cae al menor soplo del viento,
mas con el tiempo arraiga y desafía la violencia del
huracán, y ya rama vigorosa, enriquece al árbol que
la adoptó con frutos exquisitos. Las deformidades
del cuerpo desaparecen un día, y lo que notamos
como defectuoso llega por fin a no serlo. Un olfato
poco acostumbrado repugna el olor que despiden
las pieles de toro, y a la larga concluye por soportarlo
sin repugnancia.
Dulcifiquemos con los nombres las macas reconocidas:
llamemos morena a la que tenga el cutis
más negro que la pez de Iliria; si es bizca, digamos
que se parece a Venus; si pelirroja, a Minerva; consideremos
como esbelta a la que por su demacración
más parece muerta que viva; si es menuda, di
que es ligera; si grandota, alaba su exuberancia, y
disfraza los defectos con los nombres de las buenas
cualidades que a ellas se aproximan. No le preguntes
los años que tiene o en qué consulado nació; deja
estas investigaciones al rígido censor, máxime si se
marchitó la flor de su juventud, si su mejor tiempo
ha pasado y ya comienzan a blanquear las canas entre
sus cabellos. Mancebos, esta edad u otra más
adelantada cuadra a vuestros placeres, estos campos
habéis de sembrar porque producen la mies en
abundancia. Mientras los pocos años y las fuerzas os
alientan, tolerad los trabajos, que pronto vendrá con
tácitos pasos la caduca vejez. Azotad las olas con los
remos, abrid la tierra con el arado, o empuñad briosos
las sangrientas armas del combate, o entregaos
en cuerpo y alma al servicio de las bellas, que como
el de la guerra os ofrecerá ricos despojos. Se ha de
añadir que las mujeres de cierta edad son más duchas
en sus tratos, tienen la experiencia que tanto
ayuda a desarrollar el ingenio, saben, con los afeites,
encubrir los estragos de los años y a fuerza de ardides
borran las señales de la vejez. Te brindarán si
quieres de cien modos distintos las delicias de Venus,
tanto que en ninguna pintura encuentres mayor
variedad. En ellas surge el deseo sin que nadie lo
provoque, y el varón y la hembra experimentan sensaciones
iguales. Aborrezco los lazos en que el deleite
no es recíproco: por eso no me conmueven los
halagos de un adolescente; odio a la que se entrega
por razón de la necesidad y en el momento del placer
piensa indiferente en el huso y la lana. No agradezco
los dones hijos de la obligación, y dispenso a
mi amiga sus deberes con respecto a mi persona.
Me complace oír los gritos que delatan sus intensos
goces y que me detenga con ruegos para prolongar
su voluptuosidad. Me siento dichoso si contemplo
sus vencidos ojos que anubla la pasión y que languidece
y se niega tenaz a mis exigencias.
La naturaleza no concede estas dichas a los años
juveniles, sino a esa edad que comienza después de
los siete lustros. Los que se precipitan demasiado
beben el vino reciente; yo quiero que mi tinaja me
regale con el añejo que data de los antiguos cónsules.
El plátano sólo después de algunos años resiste
los ardores del sol, y la hierba recién segada de los
prados hiere los desnudos pies. ¡Qué!, ¿osarías anteponer
Hermíone a Helena y afirmar que Jorge valía
más que su madre? El que pretenda coger los frutos
de Venus ya maduros, si tiene constancia alcanzará
el debido galardón.
He aquí que recibe a los dos enamorados el lecho
confidente de sus cuitas. Musa, no abras la
puerta cerrada del dormitorio. Sin tu ayuda las palabras
elocuentes brotarán espontáneas de los labios;
allí las manos no permanecerán ociosas y los dedos
sabrán deslizarse por las partes donde el amor templa
ocultamente sus flechas. Así en otros días lo hizo
con Andrómaca el valeroso Héctor, cuyo
esfuerzo no brillaba sólo en los combates, y así el
gran Aquiles con su cautiva de Lirneso, cuando cansado
de combatir se retiraba a descansar en el lecho
voluptuoso. Tú, Briseida, permitías que te tocasen
aquellas manos que aun estaban empapadas con la
sangre de los frigios. ¿Acaso no fué esto mismo lo
que más te soliviantaba, viendo orgullosa cómo acariciaba
tu cuerpo su diestra vencedora? Créeme, no
te afanes por llegar al término de la dicha; demóralo
insensiblemente, y la alcanzarás completa. Si das en
aquel sitio más sensible de la mujer, que un necio
pudor no te detenga la mano; entonces observarás
cómo sus ojos despiden una luz temblorosa, semejante
al rayo del sol que se refleja en las aguas cristalinas;
luego vendrán las quejas, los dulcísimos
murmullos, los tiernos gemidos y .las palabras adecuadas
a la situación; pero ni te la dejes atrás desplegando
todas las velas, ni permitas que ella se te
adelante. Penetrad juntos en el puerto. El colmo del
placer se goza cuando dos amantes sucumben al
mismo tiempo. Esta es la regla que te prescribo, si
puedes disponer de espacio y el temor no te obliga a
apresurar tus hurtos placenteros; mas si en la tardanza
se oculta el peligro, conviene bogar a todo
remo y hundir el acicate en los ijares del corcel.
Me acerco al fin de la obra: mozos agradecidos,
concededme la palma y ceñid mis cabellos perfumados
con guirnaldas de mirto. Cuanto sobresalía Podalirio
entre los griegos por su arte en curar, Pirro
por su pujanza, Néstor por su elocuencia, Calcas
por sus veraces vaticinios, Telamón por su destreza
en las armas y Automedonte por su habilidad en
guiar los carros, tanto sobresalgo yo en el arte de
enamorar. Jóvenes, ensalzad a vuestro poeta, cantad
sus alabanzas, y que su nombre corra triunfante por
a redondez del orbe. Os he provisto de armas corno
las que Vulcano entregó a Aquiles; éste venció
con ellas; venced vosotros con las que os puse en
las manos, y el que con mi acero triunfe de una feroz
amazona, inscriba sobre su trofeo: «Ovidio fue
mi maestro.»
Mas a su vez las tiernas doncellas me suplican
les de algunas lecciones, que serán el tema del libro
siguiente.
LIBRO TERCERO
Armé a los griegos contra las amazonas, y ahora
debo armar contra ellos a Pentesilea y su belicosa
hueste. Volad al combate con medios iguales y
triunfen los protegidos de la encantadora Venus y el
niño que recorre en su vuelo el vasto universo. No
era justo que las mujeres peleasen desnudas contra
enemigos bien armados, y en estas condiciones la
victoria de los hombres sería altamente depresiva.
Tal vez alguno del montón me objete: «¿A qué suministras
ponzoña a la víbora y entregas el rebaño a
la loba furiosa?» Respondo que es injusto extender a
todas las culpas de unas pocas, y que cada cual debe
ser juzgada según los propios méritos. Si Menelao
se queja con motivo de Helena, con mucho mayor
Agamenón puede acusar a Clitemnestra, la hermana
de Helena; si por la maldad de Erifile, la hija de Ta-
laión, Anfiarao descendió vivo a los infiernos sobre
sus briosos corceles, tenemos a Penélope casta y fiel
a su marido, en los dos lustros de la guerra de Troya
y en los otros dos que anduvo errante por los mares.
Acuérdate de Laodamia, que acabó sus días en
la flor de la edad por unirse a su esposo en la tumba,
y de Alcestes, que redimió de la muerte a su marido,
Admeto, con el sacrificio de la propia vida.
«Recíbeme, Capaneo, y que nuestras cenizas se confundan
», clama la hija de Ifis, y en seguida se lanza
en medio de la hoguera.
La virtud es femenina por el traje y el nombre;
¿qué tiene de extraño que favorezca a su sexo? Pero
mi arte no pretende alentar almas tan grandes; a mi
humilde bajel convienen velas más reducidas. Con
mis lecciones aprenderán amores fáciles y les enseñaré
el modo de conseguir sus propósitos. La mujer
no sabe resistir las llamas ni las flechas crueles de
Cupido; flechas que, a mi juicio, hieren menos hondas
en el corazón del hombre. Éste engaña muchas
veces; las tiernas muchachas, si las estudias, verás
que son pérfidas muy pocas. El falso Jasón abandonó
a Medea ya hecha madre, y bien pronto buscó
otra desposada que ocupase su lecho. Teseo,
¡cuánto temió por tu causa Ariadna servir de pasto a
las aves marinas, abandonada en el desierto litoral!
Pregunta por qué Filis corrió nueve veces a la playa,
y oirás que, dolidos de su infortunio, los árboles se
despojaron de su cabellera. Eneas goza fama de
piadoso, y, no obstante, Elisa, en premio de la hospitalidad
te dejó la espada y la desesperación, instrumentos
de tu muerte. Voy a manifestaros lo que
causó vuestra ruina: no supisteis amar, os faltó el
arte, sí, el arte que perpetúa el amor. Hoy también
lo ignoraríais, mas Citerea me ordenó enseñároslo,
deteniéndose delante de mí y diciéndome: «¿Qué
mal te han hecho la infelices mujeres, que las entregas
como desvalido rebaño a los jóvenes armados
por ti? Tus dos cantos primeros los adoctrinaron en
las reglas del arte, y el bello sexo reclama a su vez
los consejos de tu experiencia. El poeta que llenó de
oprobio a la esposa de Menelao, mejor aconsejado,
cantó después sus alabanzas. Si te conozco bien, te
creo incapaz de ofender a las bellas, y mientras vivas
esperan de ti el mismo proceder.»
Dijo, y de la corona de mirto que ceñía sus cabellos
arrancó una hoja y varios granos y me los regaló.
Apenas recibidos, sentí la influencia de un numen
divino, la luz brilló más pura a mis ojos, y el
pecho quedó aliviado de su carga abrumadora.
Puesto que me alienta el ingenio, aprended, lindas
muchachas, los preceptos que me permiten daros el
pudor, las leyes y vuestro propio interés. Tened presente
que la vejez se aproxima ligera, y no perderéis
un instante de la vida. Ya que se os consiente por
frisar en los años primaverales, no malgastéis el
tiempo, pues los días pasan como las ondas de un
río, y ni la onda que pasa vuelve hacia su fuente, ni
la hora perdida puede tampoco ser recuperada.
Aprovechaos de la juvenil edad que se desliza silenciosa,
porque la siguiente será menos feliz que la
primera. Yo he visto florecer las violetas en medio
del matorral, y recogí las flores de mi corona entre
los abrojos de la maleza. Pronto llegará el día en que
ya vieja, tú, que hoy rechazas al amante, pases
muerta de frío las noches solitarias, y ni los pretendientes
rivales quebrantarán tu puerta con sus riñas
nocturnas, ni al amanecer hallarás las rosas esparcidas
en tu umbral. ¡Desgraciado de mí!, ¡cuán presto
las arrugas afean el semblante, y desaparece el color
sonrosado que pinta las mejillas! Esas canas que
juras tener desde la niñez, se aprestan a blanquear
súbitamente toda tu cabeza. La serpiente se rejuvenece
cambiando de piel, lo mismo, que el ciervo
despojándose de su cornamenta; a nosotros nada
nos compensa de las dotes perdidas. Apresúrate a
coger la rosa; pues si tú no la coges, caerá torpemente
marchita.
Añádase a esto que los partos abrevian la juventud,
como a fuerza de producir se esterilizan los
campos. Luna, no te ruborices de visitar a Endimión
en el monte Latinos; diosa de los dedos de
púrpura, no te avergüences de Céfalo, y por no hablar
de ti, Adonis, a quien Venus llora desolada, ¿no
se debió al amor el nacimiento de Encas y Harmonia?
Imitad, jóvenes mortales, el ejemplo de las diosas,
y no neguéis los placeres que solicitan vuestros
ardientes adoradores. Si os engañan, ¿qué perdéis?
Todos vuestros atractivos quedan incólumes, y en
nada desmerecéis aunque os arranquen mil condescendencias.
El hierro y el pedernal se desgastan con
el uso; aquella parte de vosotras resiste a todo y no
tiene que temer ningún daño. ¿Pierde una antorcha
su luz por prestarla a otra? ¿Quién os impedirá que
toméis agua en la vasta extensión del mar? Sin embargo,
afirmas no ser decoroso que la mujer se entregue
así al varón y respóndeme, ¿qué pierdes sino
el agua que puedes tomar en cualquiera fuente?
No pretendo que os prostituyáis, sino libraros
de vanos temores; vuestras dádivas no os han de
empobrecer. Que el leve soplo de la brisa me ayude,
a salir del puerto; después en alta mar volaré al impulso
de vientos más impetuosos. Comenzaré por
los artificios del adorno. A un excelente cultivo son
deudoras las viñas de su fecundidad, y las espigas
del grano que en abundancia producen. La hermosura
es un don del cielo, mas cuán pocas se enorgullecen,
de poseerlo; la mayor parte de vosotras está
privada de tan rica dote, pero los afeites hermosean
el semblante que desmerece mucho si se trata con
descuido, aunque se asemeje en lo seductor al de la
diosa de Idalia. Si las mujeres de la antigüedad no
gastaban, su tiempo en el aderezo personal, tampoco
los esposos con quienes trataban se distinguían
por el asco. Andrómaca vestía una túnica suelta.
¿De qué maravillarse?; era la esposa de un duro soldado.
¿Había de presentarse cargada de adornos la
cónyuge de Ayax, a este héroe que cubría su cuerpo
con un escudo de siete pieles de toro? Antes imperaba
una rústica sencillez, mas hoy Roma brilla con
las espléndidas riquezas del orbe que ha sometido.
Considera, lo que fué antiguamente el actual Capitolio,
y creerás que es otro el Júpiter que veneramos.
Esa curia donde se reunen los dignísimos senadores,
en el reinado de Tacio era una humilde cabaña.
Donde ahora deslumbra el suntuoso templo consagrado
a Febo y nuestros insignes caudillos, existía
un prado en que se apacentaban los bueyes. Que
otros prefieran lo antiguo, yo me felicito de haber
nacido en época que conforma con mis gustos; no
porque hoy se explota el oro oculto en el seno de la
tierra, y las playas remotas nos envían la concha de
la púrpura; no porque decrece la altura de los montes
a fuerza de extraer sus mármoles, ni porque se
rechazan de la costa las cerúleas olas con los muelles
prolongados, sino porque domina el adorno y
no ha llegado hasta nosotros la rusticidad primitiva
que heredamos de nuestros abuelos. Mas vosotras
no abruméis las orejas con esas perlas de alto precio
que el indio tostado recoge en las verdes aguas; no
os mováis con dificultad por el peso de los recamados
de oro que luzcan vuestros vestidos; el fausto
con que pretendéis subyugarnos, tal vez nos ahuyenta,
y nos cautiva el aseo pulcro y el cabello primorosamente
peinado, cuya mayor o menor gracia
depende de las manos que se ejercitan en tal faena.
Hay mil modos de disponerlo; elija cada cual el que
le siente mejor, y consulte con el espejo. Un rostro
ovalado reclama que caiga dividido sobre la frente:
así lo usaba Laodamia; las caras redondas prefieren
recogerlo en nudo sobre la cabeza y lucir al descubierto
las orejas: los cabellos de la una caigan tendidos
por la espalda, como los del canoro Febo en el
momento de pulsar la lira; la otra líguelos en trenzas,
como Diana cuando persigue en el bosque las
fieras espantadas. A ésta cae lindamente un peinado
hueco y vagoroso; la otra gusta más llevándolo
aplastado sobre las sienes; la una se complace en
sujetarlo con la peineta de concha; la otra lo agita
como las olas ondulantes; pero ni contarás nunca las
bellotas de la espesa encina, ni las abejas del Hibla,
ni las fieras que rugen en los Alpes, ni yo me siento
capaz de explicar tantas modas diversas, número
que aumenta con otras cada día que pasa. A muchas
da singular gracia el descuido indolente; crees que se
peinó ayer tarde, y sale ahora mismo del tocador.
Que el arte finja la casualidad; así vió Alcides a Jole
en la ciudad que tomaba por asalto, y dijo al instante:
«La amo»; y tal aparecía Ariadna abandonada
en las playas de Naxos, cuando Baco la arrebató en
su carro entre los gritos de los Sátiros que clamaban:
«Evoe.» ¡Qué indulgencia tiene la naturaleza
con vuestros hechizos, y cuántos medios os brinda
para ocultar los defectos! Nosotros los disimulamos
bastante mal, y con la edad huyen nuestros cabellos,
mujer, cuando encanecen los suyos, los tiñe con las
hierbas de
hermoso que el natural; la mujer se nos presenta
con
de ajenos convertidos en propios, sin avergonzarse
mo Hé -
cules y el coro de las Musas.
de los bordados ni de la lana dos veces teñida en la
púrpura de Tiro. Pudiendo usar tantos colores de
en el traje todas vuestras rentas? Ved el color azulasparente
y limpia de las nuotro
semejante al del carnero que salvó a Frixo y
Ino: este verde recibe el
nombre de verdemar porque imita sus ondas, y creo
fas; aquél se asemeja al azafrán, color de la túnica de
la Aurora, que esparciendo rocío apareja en su carro
Pafos
y de las purpúreas amatistas, el de la rosa enotra
parte tampoco falta, Amarilis, el color de tus
castañas, de las almendras, y de la estofa a que la
cera ha dado su nombre.
Cuantas flores produce de nuevo la tierra a la
llegada de la primavera, en que brotan las yemas de
la vid sin temor del invierno perezoso, tantas y más
varias tinturas admite la lana; elige con acierto, pues
el mismo color no conviene a todas personas por
igual.
El negro dice bien a las blancas como la nieve, a
Briseida sentaba admirablemente, y cuando fué arrebatada
vestía de negro. El blanco va mejor a las morenas;
Andrómeda lo prefería, y vestida de este color
descendió a la isla de Serifo. Casi me disponía a
advertiros que neutralizaseis el olor a chotuno que
despiden los sobacos, y pusierais gran solicitud en
limpiaros el vello de las piernas; mas no dirijo mis
advertencias a las rudas montañesas del Cáucaso, ni
a las que beben las aguas del Caico de Misia. ¿A qué
recomendaros que no dejéis ennegrecer el esmalte
de los dientes y que por la mañana os lavéis la boca
con una agua fresca? Sabéis que el albayalde presta
blancura a la piel y que el carmín empleado con arte
suple en la tez el color de la sangre. Con el arte
completáis las cejas no bien definidas y con los cosméticos
veláis las señales que imprime la edad. No
teméis aumentar el brillo de los ojos con una ceniza
fina o con el azafrán que crece en tus riberas, ¡oh
Cidno! Yo he compuesto un libro so
bre el modo de reparar los estragos de la belleza, de
pocas páginas, pero donde hallaréis mucha doctrina.
las feas; en mi arte aprenderéis mil útiles consejos, si
evitáis que el amante vea expuestos sobre la mesa
nmejunjes
con que os embadurnáis la cara, que por
pio peso resbalan hasta vuestro seno?; ¿a
quién no apesta la grasa que nos envían de Atenas
esencia
de testigos uséis la medula del
ciervo u os res
aumentan la belleza, pero son desagradables a la
vista. Muchas cosas repulsivas al hacerlas, agradan
por el laborioso Mirón, antes de labrarse fueron
bloques informes de pesado mármol. Para formar
se tejen las vestiduras que os cubren; la que era una
un-
do el líquido humor de su cabellera. Imaginemos
que te hallas durmiendo mientras arreglas tu tocado,
y no aparezcas a nuestros ojos hasta después de
darte la última mano. ¿Por qué he de reconocer el
afeite que blanquea tu tez? Cierra la puerta de tu
dormitorio y no dejes ver tu compostura todavía
imperfecta. Conviene a los hombres ignorar muchas
cosas: la mayor parte les causaría repulsión si no se
substrajeran a su vista. ¿Ves los áureos adornos que
resplandecen en la escena de los teatros?; pues son
hojas delgadas de metal que recubren la madera, y
no se permite a los espectadores acercarse a ellos sin
estar acabados. Así, no preparéis vuestros encantos
ficticios en presencia de los varones; mas no os
prohibo ofrecer a la peinadora los hermosos cabellos,
porque así los veo flotar sobre vuestras espaldas;
os aconsejo, sí, que no eternicéis esta
operación, ni retoquéis cien veces los lindos bucles,
y que la peinadora no tema vuestro furor. Odio a la
que le clava las uñas en la cara y le pincha con la
aguja en el brazo, obligándola a maldecir la cabeza
de su señora que tiene entre las manos, y a manchar
con lágrimas y sangre sus cabellos aborrecidos. La
que esté medio calva, ponga un guardia a la puerta o
vaya a componerse al templo de la diosa Bona.
Un día se anunció mí súbita llegada a cierta jo
ven, y en su turbación se puso al revés la cabellera
pos iza. Que tan vergonzoso accidente no ocurra
más que a mis enemigos, y caiga sólo tal deshonor
parthos. Es repulsivo un ani
mal mutilado, un campo sin verdor, un árbol svienen
a oír mis lecciones Semele o
la que atravesó el mar, sobre las espaldas de un falso
Menelao, reclamas con
tanta ra
en retener. La turbamulta que oye mis palabras se
ne de feas y hermosas; estas últimas abundan
me pl-
Cuando el mar duerme tranquilo, el piloto descansa
un momento el timón. Cierto que son pocas las ca
ras sin defectos; atiende a disimularlos, y a serte po
sible, también las macas del cuerpo. Si eres de corta
esta da hallán
dote de pie; si diminuta, extiende tus miembros a lo
largo del lecho, y para que no puedan medirte vié -
dote tendida, oculta los pies con un traje cualquiera.
La que sea en extremo delgada, vístase con estofas
burdas y un amplio manto descienda por sus espaldas;
la pálida tiña su piel con el rojo de la púrpura, y
remédiese la morena con la substancia extraída al
pez de Faros. El pie deforme ocúltese bajo un calzado
blanco, y una pierna desmedrada manténgase
firme, sujeta por varios lazos. Disimula las espaldas
desiguales con pequeños cojines, y adorna con una
banda el pecho demasiado saliente. Acompaña con
pocos gestos la conversación, si tienes gruesos los
dedos y toscas las uñas, y a la que le huele la boca le
recomiendo que no hable nunca en ayunas, y siempre
a regular distancia del que la oye. Si tienes los
dientes negros, desmesurados o mal dispuestos, la
risa te favorecerá muy poco ¿Quién lo creerá? Las
jóvenes aprenden el arte de reír, que presta gran auxilio
a la beldad; entreabre ligeramente la boca, de
modo que dos lindos hoyuelos se marquen en tus
mejillas, y el labio inferior oculte la extremidad de
los dientes superiores. Evita las risas continuas y estruendosas,
y que suenen en nuestros oídos las tuyas
con un no sé qué de dulce y femenino que los halague.
Ciertas mujeres, al reír tuercen con muecas horribles
la boca; otras dan suelta a la alegría con tales
risotadas, que diríase que lloran o lastiman los oídos
con estrépito tan ronco y desagradable como el rebuzno
de la borrica que da vueltas a la piedra de
Aprenden a llorar con gracia, a llorar cuando quie
ren y del modo que les conviene.
¿Qué diré de las que se comen letras indispensalengua
a pronunciarlas tartamudeando? El vicio de
estropear las voces lo toman a gracia, y se ingenian
estas pequeñeces, que os aprovechará conocerlas.
Aprended a andar como os favorezca más; en el
vimiento de los pies hay tesoros de gracias ine -
tima
Ésta mueve con intención las caderas, dejando flo
tar la túnica a capricho del viento y avanza el pie en
acti ida
del habitante de Umbría, en su marcha abre
en otras mil cosas, guárdese un término medio. Os
cho
de la otra el excesivo abandono. Realizarás grandes
conquistas si dejas al descubierto la extremidad de la
nieve; yo, ante tales hechizos, quisiera en mi arrebato
cubrir de besos lo que devoran mis ojos.
Las Sirenas eran unos monstruos marinos que
detenían el curso de las naves con su voz encantadora;
apenas Ulises oyó sus acentos, estuvo a punto
de romper los lazos que le sujetaban, mientras sus
compañeros, con la cera puesta en los oídos, desconocían
el peligro. El canto es cosa muy seductora:
muchachas, aprended a cantar; no pocas, con la
dulzura de la voz consiguieron que se olvidase su
fealdad, y repetid ora las canciones que oísteis en los
suntuosos teatros, ora los temas ligeros compuestos
en el ritmo de Egipto. La mujer aleccionada por mis
avisos sepa manejar el plectro con la derecha, y con
la izquierda sostener la cítara. Orfeo, el de Tracia,
movió las rocas y las fieras, el lago del Tártaro y el
Cancerbero de tres cabezas; y tú, Anfión, justísimo
vengador de la afrenta de tu madre, ¿no viste, a los
acentos divinos de tu voz, obedecer las piedras que
alzaron los muros de Tebas? Es harto conocida la
fábula de Arión: un pez, aunque mudo, se sintió
conmovido por su canto. Aprende así a tocar con
las dos manos las cuerdas del salterio, cuya música
despierta las efusiones amorosas. Séante conocidas
las poesías de Calímaco, las del cantor de Cos, las
del viejo de
las de Safo, poetisa en extremo voluptuosa, ni las
por las astucias del siervo Geta, y puedes leer ad -
más los versos del apasionado
los mejores trozos de Galo, del dulce Tibulo o el
Varrón sobre el Vellocino de
Oro, ¡oh n-
Eneas, que echó los cimientos de la
soberbia Roma, obra maestra con la cual ninguna se
con los de tan egregios Poetas, librando mis escritos
de las aguas del
elegantes versos del maestro que ha instruído por
igual a los dos sexos, y de los tres libros que intituló
Los Amores, escoge el que hayas de recitar con voz
suave y conmovedora, o declama en tono elevado
una de sus Heroidas, género desconocido del cual
se tiene por inventor.» Así accedan a mis votos Febo;
Baco, el de los cuernos en la frente, y las nueve
hermanas, diosas propicias a los poetas.
¿Quién dudará que exijo de una hermosa que
sepa la danza, y que mueva, dejando la copa del festín,
los torneados brazos al compás de la música? Se
aplaude con estrépito a las que saben cimbrear las
caderas en los espectáculos teatrales: tanta seducción
encierra su movilidad sugestiva. Casi me sonroja
detenerme en estas minuciosidades, mas quiero
que las jóvenes sean hábiles en echar los dados y
calcular la fuerza con que los arrojan en la mesa, y
ya sepan sacar el número tres, ya adivinar con viva
penetración el lado que se ha de evitar y el que se les
demanda; que discurran, si juegan al ajedrez, y comprendan
que un peón no puede resistir a dos enemigos;
que el rey, cuando pelea sin ayuda de la
reina, se expone a caer prisionero, y que el contrario
a menudo tiene que volver sobre sus pasos. Si diviertes
las horas jugando a la pelota con ancha raqueta,
no toques más que la que debes lanzar. Hay
otro juego que divide una superficie en tantos cuadritos
como meses tiene el año; sobre la pequeña
mesa se ponen tres piedras en cada uno de sus lados,
y vence quien los coloca en la misma línea.
Aprende estos juegos tan divertidos; es de mal tono
que una joven los desconozca, y muchas veces jugando
suele brotar el amor. No requiere gran talento
el aprenderlos a la perfección; más difícil es al
jugador aparecer dueño de sí mismo. A veces por
falta de prudencia la pasión nos arrebata, y un accidente
cualquiera deja ver nuestro carácter al desnu-
do; estalla la cólera, siempre aborrecible, el afán de
lucro suscita cuestiones y produce quejas amargas,
se apostrofan los contendientes unos a otros, el aire
resuena con los clamores, y cada cual invoca en su
favor a los dioses irritados, piérdese la confianza
entre los que juegan, y piden que se cambien los
tableros; hasta muchas veces noté que las lágrimas
humedecían sus mejillas. Que Júpiter preserve de
tales torpezas a la que solicita parecer agradable.
Estos son los juegos que os permite la debilidad
de vuestro sexo; los hombres se ejercitan en otros
más esforzados, como el de la pelota, el dardo, el
aro de hierro, las armas y el manejo de la rienda que
obliga a caracolear al caballo. No tenéis cabida en el
campo de Marte, ni acudís a nadar en las aguas heladas
de la fuente Virginal o las plácidas ondas del
Tíber; en cambio se os consiente, y os resultará de
provecho, pasear a la sombra del pórtico de Pompeyo,
así que los ardientes corceles del Sol llegan al
signo de la Virgen, visitar el suntuoso palacio consagrado
a Febo, que ganó sus laureles sumergiendo
en el abismo las naves egipcíacas, y los monumentos
que alzaron la esposa y la hermana de Augusto
con su yerno ceñido por la corona naval. Visitad
también las aras donde se quema el incienso en ho-
nor de la vaca de Menfis y los tres teatros ocupando
los sitios más visibles. Acudid a la arena del circo,
húmeda todavía con la tibia sangre, y fijaos en la
ardiente rueda que pasa al ras de la meta. Lo oculto
permanece ignorado, y nadie desea lo que no ve.
¿Qué partido sacarás de tu hermosura si ninguno la
contempla? Aunque superes en el canto a Tamiris y
Amebea, no conseguirá el aplauso tu lira desconocida.
Si Apeles, el de Cos, no hubiese pintado a Venus,
aun yacería ésta sepultada en el fondo de las
aguas. Los poetas sagrados, ¿qué piden a los dioses
sino la fama? Este es el galardón que esperan de sus
trabajos. En otros días los vates eran amados de
héroes y reyes, y los antiguos coros alcanzaban
magníficos premios: el título de poeta infundía veneración
como el de la majestad, y con el honor se
le prodigaban cuantiosas riquezas. Ennio, nacido en
los montes de Calabria, mereció juntar sus cenizas a
las del gran Scipión; mas al presente las coronas de
hiedra yacen sin honor y los frutos de las vigilias
laboriosas de las Musas se desprecian como productos
de la holgazanería. A pesar de ello, aspiramos
con tesón a la fama. ¿Quién conocería a
Homero si no sacase a luz La Ilíada, su poema inmortal?
¿Quién tendría noticias de Dánae si, siem-
en la torre?
Jóvenes hermosas, os será útil de vez en cuando
lejos de vuestras moradas. El lobo asedia muchas
ovejas para sorprender a una, y el ave de Júpiter
ofrézcase a las miradas del pueblo; entre tantos no
dejará de encontrar uno a quien sorprenda. Véasela
nsus
prendas. Por doquiera reina el azar; ten siempre
dis
donde menos te figures. Mil veces los perros olfa
tean en vano los escondrijos de la selva, y el ciervo
viene a caer en las redes sin que ninguno lo acose.
Andrómeda, sujeta a una roca,
podía es aesposo
encontrar el sucesor, y entonces nada sienta
a la mu rla
peste de esos mozos que se pagan de su gallardía
y elegan l artificio de sus
cabezas. Lo que te dicen ya lo han dicho a otras mil,
y sin norte fijo corren vagabundos de acá para allá.
¿Qué hará la mujer con un mozalbete más afeminado
que ella, y que acaso sostenga tratos con mayor
número de amantes? Apenas me creeréis, y debéis
creerme. Troya permanecería en pie si hubiese
aprovechado, los consejos de su rey Príamo. Algunos
se insinúan con los agasajos de un falso rendimiento,
y por tales medios aspiran a ganancias
deshonrosas. No os seduzca su cabellera perfumada
de líquido nardo, ni el estrecho ceñidor que sujeta
los pliegues de su túnica ni la toga de hilo fino, ni la
multitud de anillos que casi les cubren los dedos.
Acaso el más elegante de éstos sea un ratero que se
encienda en el deseo de apoderarse de vuestros ricos
vestidos. «Vuélveme lo mío», gritan a todas horas
las muchachas despojadas, y el foro resuena en
repetidas exclamaciones: «Vuélveme lo mío.»
Desde sus templos rutilantes de oro, Venus y las
diosas de la vía Appia oyen sin inmutarse tales querellas.
Entre estos sujetos hay algunos de fama tan
vil, que la mujer engañada por ellos merece entrar a
la parte de su oprobio. Aprended en las quejas de
otras a temer vuestro daño, y no abráis nunca la
puerta a un falaz seductor. Hijas de Cecrops, no
fiéis en los juramentos de Tesco; lo que hizo antes,
lo hará mañana poniendo a los dioses por testigos
de su perjurio. Y tú, rdia
de Teseo, ¿qué confianza mereces después de
Filis? Si os dan buenas promesas,
pagad en la misma moneda; si las cumplen, no rehufuego
siempre encendido de Vesta, arrebatar los ob-
Inaco y
brindar a su esposo el ónito mezclado en la infuamante
le niega la satisfacción de Venus.
Mas he ido harto lejos; Musa, refrena los corc -
les y evita que en su impetuosidad se desboquen. Si
en las tablillas de abeto, encarga a una cauta sir
viente recoger sus misivas; reflexiona al leerlas, y
colige de su propia confesión si es fingida o nace de
demora: el retraso, como no se prolongue mucho,
aguijonea al amor. Ni te muestres demasiado as -
quible al que te solicita, ni te niegues a sus prete -
siones con exce
tema y espere a la vez, y a cada repulsa crezcan las
esperanzas y el temor disminuya. Redacta las co -
testaciones en estilo sencillo y natural: el lenguaje
corriente es el que mejor impresiona. ¡Cuántas veces
una carta bien escrita produjo el incendio de un corazón
vacilante, y, al contrario, un lenguaje bárbaro
echó por tierra el influjo de la beldad! Mas puesto
que renuncian vuestras frentes al honor de las sagradas
cintas, y a toda costa os proponéis engañar a
vuestros maridos, entregad las tablillas a la criada o
al siervo más redomado, y no confiéis tan caras
prendas a un amante novicio. Yo he visto mujeres,
pálidas de terror por tal imprudencia, pasar la mísera
vida en continua esclavitud. Es pérfido de veras
el que se reserva pruebas semejantes, pero tiene en
su poder armas tan terribles como los rayos del Etna.
En mi sentir, debe rechazarse el fraude con el
fraude, y las leyes nos permiten ofender a los que
nos acometen armados. Procurad que vuestra mano
se ejercite en trazar diferentes formas de letra. ¡Ah!,
perezcan los traidores que me obligan a tales consejos.
No es prudente responder en las tablillas sino
después de borrar los signos anteriores, por que la
escritura no denuncie dos manos distintas. Las misivas
al amante han de parecer dirigidas a una amiga,
y en sus frases, el pronombre el debe substituirse
por ella.
Ya es hora de renunciar a pequeñeces; tratemos
asuntos de mayor importancia, desplegando al
carácter favorece los atractivos físicos; ingenua paz
conviene a los hombres, la cólera brutal a las fieras.
las venas de sangre y enciende los ojos con las si
niestras miradas de las
flauta; no te estimo en tanto!», dijo Palas, viendo en
obatos
de la furia os miráis al esp -
jo, apenas habrá quien reconozca su propia cara.
rta
de dulcísimas miradas. eaborrecible,
y un aspecto altanero lleva cons
gérmenes del odio. Mirad al que os contempla, nríe,
y a sus gestos re -
ponded con señales de inteli
preludios, el niño vendado renuncia a los dardos
aljaba.
También aborrecemos a las melancólicas. Ame
ena a
cijada, nos dejamos vencer por mujeres de genio
alegre. Nunca hubiera yo rogado a Andrómaca ni a
Tecmesa que una y otra me dispensasen su íntima
amistad, y hasta me resistiría a creer, si los hijos no
atestiguasen lo contrario, que se ofrecieron en el
tálamo sus respectivos esposos. La compañera
sombría de Ayax ¿pudo decirla nunca «luz de mi
vida», ni esas frases que tanto nos seducen? ¿Quién
me prohibirá aplicar el ejemplo de las grandes a las
cosas menores, y compararlas a las disposiciones de
un hábil caudillo? El jefe experto entrega a un oficial
el mando de cien infantes, a otro un escuadrón
de caballos, al tercero la defensa de las águilas; vosotras
del mismo modo examinad para qué sirve
cada uno de nosotros, y dadnos el empleo que nos
corresponda. Pedid al rico valiosos presentes y no
rechacéis al jurisconsulto que con su elocuencia defiende
vuestra causa. Los que componemos versos,
solamente versos podemos enviar; pero sabemos
amar como ninguno y cubrimos de gloria el nombre
de la que supo conquistarnos. Grande es la fama de
Némesis y no menor la de Cintia; a Licoris se la conoce
desde el Occidente a las regiones de la Aurora,
y son muchos los que desean saber quién se oculta
bajo el seudónimo de Corina. Además, la perfidia es
aborrecida por los hijos de Apolo, y el arte que cul-
tivan dulcifica sus costumbres. No nos dejamos sobornar
por la ambición o la sórdida codicia, y
amantes del reposo y la sombra, despreciamos los
pleitos del foro. Se nos vence con facilidad, nos encendemos
en el fuego más vivo y sabemos amar con
sobra de buena fe: la dulzura del arte suaviza el
temperamento rudo, y nuestros hábitos conforman
con la inclinación al estudio. Muchachas, sed complacientes
con los vates de Aonia: el numen les inspira,
las Musas les conceden su favor, un dios vive
en ellos, traban relaciones con el cielo, y de la bóveda
celeste desciende sobre sus cabezas el genio
creador. Es un crimen exigir el pago del placer a los
doctos vates; pero, ¡ay de mí!, un crimen que ninguna
teme perpetrar.
Valeos del disimulo, encubrid por algún tiempo
vuestra codicia; si no, el amante novel escapará
pronto a la vista de las redes: el hábil jinete no gobierna
lo mismo al potro que las riendas acaban de
someter, que al acostumbrado a tascar el freno. No
te has de conducir de igual modo para dominar a un
mancebo en la flor de la juventud, que a un hombre
cuya razón han madurado los años. Aquél, campeón
bisoño que ejercita sus primeras armas en la milicia
del amor, y presa recientemente caída en los lazos
de tu tálamo, no debe conocer otra que tú, ni separarse
un momento de ti; es una débil planta que se
ha de resguardar con alta cerca; teme a las rivales,
vencerás mientras seas la única: el imperio de Venus
y el de los reyes no consiente división: éste, como
soldado viejo, amará sin despeñarse, usará de cautela
y conllevará prudente lo que un novicio no sabe
soportar. No romperá ni intentará incendiar la
puerta, ni te clavará las uñas en las tiernas mejillas,
ni desgarrará su túnica ni la tuya, ni serán motivo de
llanto los cabellos que te arranque: tales excesos son
propios de un jovenzuelo, en el arrebato de la pasión
y la edad. El hombre ya hecho aguanta resignado
los golpes crueles, se enciende en fuego más
lento, como la leña húmeda todavía, o el ramaje recién
cortado en la selva del monte; su amor es más
seguro; el del otro, más vivo y pasajero, coge con
presteza el fruto que se te escapa de la mano.
Que todo se rinda de golpe, que las puertas se
abran al enemigo y se crea seguro en medio de la
traición; lo que se alcanza de modo tan fácil no
alienta la perseverancia, y de vez en cuando precisa
mezclar la repulsa a la condescendencia; que no
traspase los umbrales, que llame cruel a la puerta, y
ya ruegue sumiso, ya amenace colérico. Nos dis-
gusta lo dulce y renovamos el apetito con jugos
amargos. Más de una vez perdió a la barca el tiempo
favorable; por esta razón no aman los maridos a sus
mujeres, porque disponen de ellas como les place.
Cierra la puerta, y que el encargado de vigilarla me
diga en tono adusto: «No se puede pasar»; la prohibición
exaltará mis deseos. Arrojad, ya es tiempo,
las armas embotadas, y substituidlas por otras más
agudas; aunque temo se vuelvan contra mí los dardos
de que os he provisto. Cuando caiga en el lazo
el amante novel, será de gran efecto que al principio
se imagine único poseedor de tu tálamo, mas luego
mortifícale con un rival que le robe parte de su conquista:
la pasión languidece si le faltan estos estímulos.
El potro generoso vuela por la arena del
circo, viendo los otros que se le adelantan o le siguen
detrás. Cualquier dosis de celos resucita el fuego
extinguido; yo mismo, lo confieso, no sé amar si
no me ofenden; pero cuida no se patentice demasiado
la causa de su dolor; importa que sospeche
más de lo que realmente sepa; exacérbalo con la enfadosa
vigilancia de un supuesto guardián o la molesta
presencia de un esposo severo; la voluptuosidad
que se goza sin riesgo tiene pocos incentivos;
finge temor aun siendo más libre que Tais, y aunque
puedas abrirle de par en par las puertas, dile que
salte por la ventana; lea en tu semblante indicios de
terror, y que una astuta sierva entre apresurada y
grite. «Somos perdidos», y oculte en cualquier escondite
al joven lleno de espanto. En compensación,
permítele que te acompañe algunas noches
libre de miedos, no vaya a creer que no valen los
sustos que le cuestan:
Quisiera pasar en silencio las estratagemas que
burlan a un marido astuto o un guardián incorruptible.
Casadas, temed a vuestros esposos, que tienen
el derecho de espiar vuestros pasos: es lo justo, y así
lo demandan las leyes, la equidad y el pudor; mas
¿quién tolera ver sometida a esta vigilancia la liberta
que ha poco redimió la varilla del pretor? Ven a mi
escuela, y aprenderás el arte de los engaños. Aunque
te vigilen tantos corno ojos tenía Argos, si te empeñas
con decisión te reirás de todos. ¿Podrá ningún
guardián impedirte que escribas tus billetes en las
horas que dedicas al baño, y que la confidenta los
lleve ocultos en el seno cubierto por un chal, o que
los substraigas a la vista metidos en el calzado o
bajo la planta del pie? Y demos que se descubran
tus ardides; la misma confidenta te prestará sus espaldas
a guisa de tablillas, y en la piel de su cuerpo
volverá las respuestas. Los signos que se trazan con
leche recién ordeñada burlan la perspicacia de un
lince, y se leen claramente echándoles un polvillo de
carbón. El mismo efecto obtendrás con la punta de
la caña del húmedo lino, y en las tablillas, al parecer
intactas, quedarán grabados caracteres invisibles.
Grande empeño demostró Acrisio en guardar a
su hija Dánae; ésta, sin embargo, con su falta le hizo
pronto abuelo. ¿Qué conseguirá impedir un guardián
cuando hay en Roma tantos teatros, cuando la
mujer puede asistir, si lo desea, a las carreras del circo,
o acude a las fiestas celebradas en honra de Isis,
donde no se permite la entrada a los vigilantes de
sus pasos, porque la diosa Bona excluye de su recinto
a los varones, fuera de aquellos que le place
admitir; cuando los siervos quedan a la guarda de
los vestidos de la señora, a la puerta del baño, y
dentro se oculta el amante libre y seguro? Siempre
que ella quiera, encontrará una amiga que se finja
enferma y le ceda por complacerla su lecho. El
nombre de adúltera que damos a una llave falsa indica
bien claro su uso, y la puerta no es el único
medio de penetrar en la casa que se solicita. Se
adormece la vigilancia del más taimado haciéndole
beber en demasía, aunque sea el jugo de la vid cose-
lo sumen en profundo sopor y obscurecen sus ojos
con la negra noche del teo. La
acuerdo contigo, puede detener al odioso
con sus caricias, y ella a la vez regodearse largas ho
ras. ¿Mas a qué andar con rodeos y consejos de tan
poco fuste, si con cualquier regalo se consigue
sobornan a los hombres y los dioses, y el mismo
Júpiter se aplaca con las ofren amismo
marido cerrará la boca desde el momento
que las reciba; pero basta que compres el silencio
a todas horas la mano que alargó la primera vez.
Me quejaba, bien lo recuerdo, de que no se p -
die
alcanza exclusivamente a los hombres. Si eres cr -
dula con exceso, gozarán otras las dichas que se te
ecitas
y le cede su lecho, en más de una ocasión hizo
suyo a tu amante. No te sirvas tampoco de criada
sa, porque algunas veces ésta ocupó
conmigo el lugar de su señora. ¿Adónde me desp -
ña la insensatez? ¿Por qué descubro el pecho a los
dardos del enemigo y me hago traición a mí mismo?
No enseña el ave al cazador el modo de sorprenderla,
ni la cierva a la traílla de perros cómo la han
de perseguir; mas si resultan útiles, continuaré explicando
mis lecciones con fidelidad, aunque en mi
daño suministre las armas a las mujeres de Lemnos.
Arreglaos de manera, la cosa es fácil, que nos juzguemos
amados por vosotras: se cree con facilidad
lo que se desea ardorosamente. Trastornad al doncel
con vuestras miradas, arrojad hondos suspiros, y
reprobadle el haber venido tan tarde; acudid a las
lágrimas por los fingidos celos de una rival, y señaladle
la cara con vuestras uñas; él, compadeciendo
tanto dolor, exclamará persuadido: «Esta mujer está
loca por mí.» Sobre todo, si tiene lindas facciones y
se lo advierte el espejo, se sentirá capaz de infundir
amor a las mismas diosas.
Seas quien seas, que la ofuscación no te lleve
muy lejos, ni llegues a perder el seso oyendo el
nombre de una rival. No creas con ligereza: Procris
te ofrece un lastimoso ejemplo de lo perjudicial que
resulta el creer sin reflexión. Cerca de los collados
que matizan de púrpura las flores del Himeto brota
una fuente sagrada cuyas márgenes están cubiertas
de césped; los árboles y arbustos, sin formar bosque,
defienden del sol, y esparcen sus perfumes el
laurel, el romero y el obscuro mirto; crecen allí los
bojes recios, las frágiles retamas, el humilde cantueso
y el pino arrogante, y las flexibles ramas con las
altas hierbas se balancean al blando impulso del Céfiro
y las auras saludables. Allí descansaba el joven
n-
«Aura voladora, ven, alivia mi calor y refresca mi
ardiente seno.» Un mal
inocentes palabras, corre y advierte a la suspicaz
esposa, la cual, tomando el nom
de una concubina, se desploma abrumada al peso de
tan súbito dolor. Palidece como después de la ve -
dimia las hojas tardías de la vid que el próximo i -
vierno destruye, o como los maduros membrillos
del cornejo aun no sazonados para que se puedan
que viste su cuerpo, y se ensangrienta la cara con las
uñas. Precipitada, furibunda, con los ca l-
Bacante
agita el tirso en su delirio, y no bien llega al lugar
decidida en la selva evitando que se sienta el rumor
de sus pasos. ¿Cuáles eran, Procris, tus designios
cuando así te ocultabas? Insensata, ¿qué volcán estallaba
en tu pecho alborotado? Sin duda temías que
iba a llegar esa Aura que te mortificaba y ver con tus
propios ojos la traición de que eras víctima. Ya quisieras
no haber emprendido tal viaje, ni sorprender
a los culpables; ya te confirmas en tu resolución, y
los celos te anegan en cruel incertidumbre. El lugar,
el nombre y el delator incitan tu crueldad, por esa
inclinación de los amantes a creer siempre lo que
temen, y así que nota en la hierba las señales del
cuerpo que la había hollado, siente acelerarse los
trémulos latidos de su corazón.
Ya el sol en la mitad de su carrera acortaba las
tenues sombras, y partía por igual la distancia del
Oriente al Ocaso, cuando he aquí que Céfalo, el hijo
de Cileno, vuelve a descansar en la selva y apaga la
sed que le devora en la fuente vecina. Procris, escondida
y llena de ansiedad, le ve tenderse en la
hierba y oye que llama de nuevo al Aura y los blandos
Céfiros: entonces se da cuenta la mísera del
error a que la indujo aquel nombre, vuelve a mejor
acuerdo y su faz recobra los perdidos colores. Álzase
ligera, con el movimiento del cuerpo agita el fo-
llaje y corre a precipi
y éste, creyendo que se le acerca una fiera, coge con
presteza el arco y toma en la diestra el dardo fatal.
qué desgracia!, tu esposa cae
«¡Ay de mí! -grita la -, has atravesado el cora
zón de tu amante en el sitio profundo siempre heri
do por Céfalo. Muero prematuramente, mas sin
más leve sobre mi cuerpo: ya mi
alas del Aura que me engañó con su nombre; ven, y
que tu querida mano cierre mis ojos.» Él, aterrado,
Pro
cris y con su llanto riega la mortal herida, por donde
exhala el alma, víctima de funesta imprudencia, y en
timo suspiro.
Pero volvamos a nuestro camino; tengo que explicar
sin ambages, porque mi barca fatigada desea
arribar al puerto. Sin duda esperáis que os conduzca
a la sala del festín, y deseáis oír todavía mis lecciones.
Acude allí tarde y no hagas ostentación de tus
gracias hasta que se enciendan las antorchas: el esperar
favorece a Venus y la demora es una gran seducción.
Si eres fea, parecerás hermosa a los que
están ebrios y la noche velará en las sombras tus
defectos. Toma los manjares con la punta de los
dedos, la distinción en comer tiene gran precio, y
cuida que tu mano poco limpia imprima señales de
suciedad en tu boca. No pruebes nada antes de ir al
festín, y en la mesa modera tu apetito, y aun come
algo menos de lo que te pida la gana. Si el hijo de
Príamo viera a Helena convertida en una glotona, la
hubiese aborrecido, diciendo: «¡Qué rapto tan estúpido
el mío!» Mejor sienta a una joven el exceso en
la bebida; Baco y el hijo de Venus fraternizan amigablemente;
pero no bebas más de lo que soporte tu
cabeza, y no se enturbien tus razones, ni vacilen tus
pies, ni veas dobles los objetos. Repugna la mujer
entregada a la embriaguez; en tal situación merece
ser la presa del primero que llega; y de sobremesa
tampoco se rendirá sin peligro al sueño, que es muy
propicio a los ultrajes hechos al pudor.
Me avergüenza proseguir mis enseñanzas, mas la
hermosa Dione me alienta y dice: «Eso que te sonroja
es lo principal de mi culto.» Cada cual se conozca
bien a sí misma y preste a su cuerpo diversas
actitudes: no favorece a todas la misma postura. La
que sea de lindo rostro, yazga en posición supina, y
la que tenga hermosa la espalda, ofrézcala a los ojos
del amante. Milanión cargaba sobre sus hombros las
piernas de Atalanta: si las tuyas son tan bellas, lúcelas
del mismo modo. La mujer diminuta cabalgue
sobre los hombros de su amigo. Andrómaca, que
era de larga estatura, nunca se puso sobre los de su
esposo Héctor. La que tenga el talle largo, oprima
con las rodillas el tálamo y deje caer un poco la cabeza;
si sus músculos incitan con la frescura juvenil
y sus pechos carecen de máculas, que el amante en
pie la vea ligeramente inclinada en el lecho. No te
sonroje soltar, como una Bacante de Tesalia, los
cabellos y dejarlos flotar sobre los hombros, y si
Lucina señaló tu vientre con las arrugas, pelea como
el ágil partho, volviendo las espaldas. Venus se
huelga de cien maneras distintas; la más fácil y de
menos trabajo es acostarse tendida a medias sobre
el costado derecho.
Nunca los trípodes de Febo ni los oráculos de
Júpiter Amnón os responderán las verdades que os
dicta mi Musa. Si merece alguna confianza el arte de
que hice larga experiencia, creed que mis cantos
nunca os engañarán. Siéntase la mujer abrasada
hasta la medula de los huesos, y el goce se dividirá
por igual entre los dos amantes; que no cesen las
dulces palabras, los suaves murmullos y los deseos
atrevidos que estimulan el vigor en tan alegres com-
bates. Y tú, a quien la naturaleza negó la sensación
de los placeres de Venus, finge sus gratos deliquios
con falsas palabras. Desgraciada de aquella que tiene
embotado el órgano en que deben gozar lo mismo
la hembra que el varón, y cuando finjas, procura que
tus movimientos y el brillo de tus ojos ayuden al
engaño, y lo acrediten de verdadero frenesí, y que la
voz y la respiración fatigosa solivianten el apetito.
¡Oh vergüenza!, la fuente del placer oculta misteriosos
arcanos. La que al dejar los brazos del amante le
exige el pago de sus complacencias, ella misma priva
de todo valor a los ruegos. No consientas que la luz
penetre por las ventanas abiertas: hay cosas en tu
cuerpo que parecen mejor vistas entre sombras.
Aquí terminan mis juegos: ya es hora de soltar los
cisnes sujetos a la lanza de mi carro, y que las lindas
muchachas, como antes lo hicieron los jóvenes, inscriban
en sus trofeos: «Tuvimos a Nasón por maestro.
»
FIN DE «EL ARTE DE AMAR»

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