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lunes, 27 de diciembre de 2010

LA CAIDA DE BABBULKUND -- LORD DUNSANY



LA CAIDA DE BABBULKUND
LORD DUNSANY

Dije:
Me pondré ahora en pie y veré Babbulkund, Ciudad de Maravilla. Su edad es la edad de la tierra; las estrellas son sus hermanas. Los Faraones de tiempos antiguos al venir a la conquista de Arabia la vieron por primera vez, una montaña solitaria en el desierto, y la tallaron dando nacimiento a torres y terrazas. Destruyeron una de las colinas de Dios, pero crearon a Babbulkund. Fue tallada, no edificada; sus palacios se aúnan a sus terrazas, no tiene articulación ni juntura. La suya es la belleza de la juventud de la tierra. Se considera el centro de la tierra y tiene cuatro portales que dan a las naciones. Frente a un portal oriental se levanta un dios colosal de piedra. Su rostro se ruboriza a la luz de la aurora. Cuando el sol de la mañana calienta sus labios, éstos se abren un tanto y emiten las palabras:
»—Oon, Oom.
»La lengua en que habla hace ya mucho que ha muerto y todos los que lo veneraron están sepultados, de modo que nadie sabe lo que significan las palabras que emite al amanecer. Algunos dicen que saluda al sol como un dios saluda a otro en su lengua, otros dicen que proclama al día y otros, en fin, que emite una advertencia. Y ante cada portal hay una maravilla increíble en tanto no haya sido contemplada.
Y reuní a tres amigos y les dije:
Somos lo que hemos visto y aprendido. Viajemos ahora y veamos Babbulkund para que nuestras mantas se embellezcan en su contemplación y nuestro espíritu gane en santidad.
De modo que nos embarcamos y viajamos sobre la mar curva, y nada recordamos de las cosas hechas en las ciudades de nosotros conocidas, sino que apartamos nuestros pensamientos de ellas como de la ropa sucia y soñamos con Babbulkund.
Pero cuando llegamos a la tierra de la que Babbulkund es constante gloria, contratamos a una caravana de camellos y guías árabes y nos dirigimos hacia el Sur, en la tarde, emprendiendo un viaje de tres jornadas a través del desierto que debía llevarnos a los blancos muros de Babbulkund. Y el color del sol descendía sobre nosotros desde el brillante cielo gris, y el color del desierto nos golpeaba desde abajo.
Al ponerse el sol hicimos un alto y atamos a nuestros caballos, mientras los árabes descargaron las provisiones de los camellos y prepararon una fogata con malezas secas, porque al ponerse el sol, el color del desierto parte súbitamente, como un pájaro. Entonces vimos a un viajero venido del Sur que se nos acercaba montado en un camello. Cuando le tuvimos cerca, le dijimos:
Ven y acampa entre nosotros, porque en el desierto todos los hombres son hermanos y te daremos carne para que comas y te daremos vino o, si tu fe te obliga a ello, te daremos alguna otra bebida que tu profeta no haya maldecido.
El viajero se sentó junto a nosotros en la arena, se cruzó de piernas y respondió:
Escuchad y os hablaré de Babbulkund, Ciudad de Maravilla. Babbulkund se levanta justo por debajo del encuentro de los ríos, donde Oonrana, Río del Mito, fluye hacia las Aguas de la Fábula, la vieja corriente de Plegáthanees. Unidos, penetran por el portal septentrional llenos de regocijo. Desde muy antiguo fluyen hacia la oscuridad a través de la Colina que Nehemoth, el primero de los Faraones, talló convirtiéndola en la Ciudad de Maravilla. Estériles y desolados fluyen desde lejos a través del desierto, cada cual en su propio lecho, sin vida en ninguna de sus orillas, pero dan nacimiento en Babbulkund al sagrado jardín púrpura del que todas las naciones cantan. Allí se dirigen todas las abejas en peregrinación al caer la tarde por un camino secreto del aire. En una ocasión, desde su reino de luz crepuscular que rige junto con el sol, la luna vio a Babbulkund y la amó, vestida con su jardín de púrpura, y la luna la cortejó, pero fue desdeñada y se alejó llorando, porque más hermosa es Babbulkund que sus hermanas las estrellas. Sus hermanas la visitan por la noche en su cámara de doncella. Aun los dioses hablan a voces de Babbulkund, vestida con su jardín púrpura. Escuchad, porque percibo por vuestros ojos que no habéis visto a Babbulkund; hay inquietud en ellos y un interrogante insatisfecho. Escuchad. En el jardín del que os hablo hay un lago que no tiene par ni prójimo entre todos los lagos. Sus orillas son de cristal y también es de cristal su fondo. En él hay grandes peces cuyas escamas son de oro y escarlata, que lo recorren. Es costumbre del octogésimo segundo Nehemoth (que es el que hay gobierna la ciudad) ir allí después de caída la tarde, y sentarse solo junto al lago; y a esa hora, ochocientos esclavos descienden los peldaños subterráneos de las cavernas que desembocan en las bóvedas levantadas bajo el lago. Cuatrocientos de ellos, con luces púrpuras, marchan uno detrás del otro, desde el Este al Oeste, y cuatrocientos, con luces verdes, marchan uno detrás del otro desde el Oeste al Este. Las dos filas se cruzan y vuelven a cruzarse entre sí mientras los esclavos andan en ronda y los peces atemorizados nadan de un lugar a otro.
Pero sobre el viajero que hablaba descendió la noche, solemne y fría, y nos envolvimos en nuestras mantas y yacimos sobre la arena a la vista de las hermanas astrales de Babbulkund. Y toda esa noche el desierto pronunció muchas cosas, quedamente y en un susurro, pero yo no supe entender lo que decía. Sólo la arena lo supo y se levantó y fue perturbada y volvió a descender, y el viento lo supo. Luego, así que iban transcurriendo las horas de la noche, estos dos descubrieron las huellas de los pies con que habíamos hollado el sagrado recinto y se afanaron sobre ellas y las cubrieron; y luego el viento amainó y la arena descansó. Después volvió a levantarse el viento y la arena bailó. Esto lo hicieron muchas veces. Y mientras tanto el desierto no dejó de musitar cosas que yo no entendía.
Me dormí entonces por un tiempo y desperté justo antes de amanecer, aterido de frío. De pronto el sol saltó a lo alto y llameó sobre nuestras cabezas; todos arrojamos las mantas a un lado y nos pusimos en pie. Tomamos luego alimento y después nos pusimos en marcha hacia el Sur, y al culminar el calor del día, descansamos y luego volvimos a andar. Y durante todo el tiempo el desierto permaneció el mismo, como un sueño que no cesa de perturbar a un durmiente fatigado.
Y a menudo se nos cruzaban viajeros en el desierto, que venían de la Ciudad de Maravilla, y había luz de gloria en sus ojos por haber visto a Babbulkund.
Esa tarde, al ponerse el sol, se nos acercó otro viajero y lo saludamos diciendo:
¿Comerás y beberás con nosotros ya que todos los hombres somos hermanos en el desierto?
Y él descendió de su camello, se sentó a nuestro lado y dijo:
Cuando la mañana brilla sobre el coloso Neb y Neb habla, en seguida los músicos del Rey Nehemoth despiertan en Babbulkund.
»En un principio sus dedos vagan por sobre las cuerdas de sus arpas de oro o acarician sus violines. Más y más clara la nota de cada instrumento va ascendiendo como las alondras del rocío, hasta que pronto todas se unen y nace una nueva melodía. Así, todas las mañanas, los músicos del Rey Nehemoth crean una nueva maravilla en la Ciudad de Maravilla; porque no son éstos músicos corrientes, sino maestros de la melodía, capturados en conquistas desde mucho tiempo atrás y llevados en barcos de las Islas de la Canción. Y con el sonido de la música Nehemoth despierta en la cámara oriental de su palacio, que está tallado en la forma de una enorme media luna de cuatro millas de largo, en el extremo septentrional de la ciudad. Pleno se levanta el sol ante las ventanas de la cámara oriental, y pleno ante las ventanas de su cámara occidental el sol se pone.
»Cuando Nehemoth se despierta, convoca a sus esclavos que traen una litera con campanillas en la que entra el Rey después de haberse vestido ligeramente. Entonces los esclavos se echan a correr llevándolo a la Cámara del Baño, hecha de ónix, y las campanillas suenan a su paso. Y cuando Nehemoth sale de allí, bañado y ungido, los esclavos vuelven a correr con la litera sonora y lo llevan a la Cámara Oriental de Banquetes, donde el Rey toma la primera comida del día. De allí, por el gran pasillo blanco cuyas ventanas dan todas al sol, Nehemoth va en su litera a la Cámara de Audiencias de las Embajadas del Norte, del todo llena de artículos septentrionales.
»Por todas partes hay ornamentos de ámbar del Norte y cálices tallados del oscuro cristal parduzco septentrional y sobre los suelos se extienden pieles de las costas del Báltico.
»En las cámaras adyacentes se almacenan los alimentos que acostumbran tomar los duros hombres norteños y el fuerte vino del Norte, pálido pero terrible. Allí recibe el Rey a los príncipes bárbaros de las tierras frígidas. De allí los esclavos lo llevan velozmente a la Cámara de Audiencias de las Embajadas del Oriente, donde las paredes son de turquesa y hay en ellas incrustados rubíes de Ceilán, donde los dioses son los dioses del Oriente, donde todas las colgaduras fueron pergeñadas en el espléndido corazón de la India y donde todas las tallas se ejecutan con la habilidad de las islas. Allí, si se da el caso que una caravana haya venido de la India o de Catay, es costumbre del Rey conversar un rato con los mongoles o los mandarines, porque del Oriente llegan las artes y el comercio del mundo, y la conversación de su gente es cultivada. De ese modo Nehemoth recorre las otras Cámaras de Audiencia y recibe, quizás, a algunos jeques del pueblo árabe que hayan cruzado el gran desierto desde el Occidente, o recibe una embajada que le haya enviado en su homenaje el tímido pueblo de las junglas del Sur. Y todo el tiempo los esclavos con la litera sonora corren hacia el Occidente, en pos del sol, y siempre el sol da directamente sobre la cámara en que se encuentra Nehemoth, y todo el tiempo a los oídos del Rey llegan tintineantes las notas de una u otra de sus bandas de músicos. Pero cuando la mitad del día se acerca, los esclavos corren hacia los frescos bosquecillos que se extienden junto a las galerías de la parte septentrional del palacio abandonando el sol, y cuando el calor se sobrepone al genio de los músicos, éstos, uno por uno, dejan que sus manos caigan de sus instrumentos hasta cesar la última nota de la melodía. En este momento Nehemoth se duerme y los esclavos dejan la litera en tierra y se tienden a su lado. A esta hora la ciudad se vuelve perfectamente silenciosa, y el palacio de Nehemoth y las tumbas de los Faraones de antaño dan cara al sol iguales en silencio. Aun los joyeros del mercado, que venden gemas a los príncipes, cesan el regateo y el canto; porque en Babbulkund el vendedor de rubíes canta el canto del rubí, y el vendedor de zafiros entona el canto del zafiro, y cada piedra tiene su canción, de modo que d comerciante, con su canto, da a conocer lo que vende.
»Pero todos estos sonidos cesan a la hora meridiana, los joyeros del mercado yacen en la sombra que encuentren y los príncipes vuelven al frescor de sus palacios y un gran silencio pende desde el aire resplandeciente sobre Babbulkund. Pero en el frescor de la tarde avanzada, uno de los músicos del Rey despierta abandonando el sueño en que veía a su tierra natal y paso los dedos quizá por las cuerdas de su arpa y puede que con la música evoque algún recuerdo del viento de los valles de las montañas que se elevan en las Islas de la Canción. Entonces el músico arranca grandes gritos del alma del arpa por causa del viejo recuerdo y sus compañeros despiertan y hacen todos un canto consagrado a la tierra natal, tejido con lo que se decía en el puerto cuando los barcos llegaban y con los cuentos que se contaban en las cabañas sobre las gentes de antaño. Una por una las otras bandas de músicos se unen a la canción de Babbulkund, Ciudad de Maravilla, palpita de nuevo con esto maravilla. En este momento Nehemoth se despierta, los esclavos se ponen en pie de un salto y llevan la litera fuera del gran palacio en forma de medialuna, entre el Sur y el Oeste, para que vuelva a contemplarse el sol. La litera, con sus campanillas sonoras, gira una vez más; las voces de los joyeros vuelven a entonar en el mercado la canción de la esmeralda y la del zafiro; los hombres conversan en los techos, los mendigos gimen en las calles, los músicos se afanan en su tarea, todos los sonidos se mezclan para formar un murmullo, la voz de Babbulkund que había en la tarde. Cada vez más desciende el sol, hasta que Nehemoth, a su zaga, llega con esclavos jadeantes al gran jardín púrpura el que seguramente vuestro propio país le ha consagrado canciones, no importa de dónde vengáis.
»Allí baja de la litera y asciende al trono de marfil situado en medio del jardín de cara al Occidente, y se queda sentado solo, contemplando largo tiempo la luz del sol hasta que ésta desaparece por completo. A esta hora la pesadumbre invade el rostro de Nehemoth. Hay quien lo ha oído musitar al ponerse el sol:
»—Aun yo, aun yo también.
»De ese modo el Rey Nehemoth y el sol contemplan su glorioso circuito en torno a Babbulkund.
»Algo más tarde, cuando las estrellas salen a envidiar la belleza de la Ciudad de Maravilla, el Rey se dirige a otra parte del jardín y se sienta en una alcoba de ópalo, solo, a la margen del lago sagrado. Este es el lago de orillas y fondo de cristal, iluminado desde abajo por esclavos que portan luces púrpuras y verdes entremezcladas, y es una de las siete maravillas de Babbulkund. Tres de las maravillas se encuentran en medio de la ciudad y cuatro en sus portales. Hay el lago, del cual os hablo, y hay el jardín púrpura del cual os hablé, y que es una maravilla aun para las estrellas, y hay Ong Zwarba de la cual os hablaré también. Y las maravillas de los portales son éstas. En el portal oriental, Neb. Y en el portal septentrional, la maravilla del río y los arcos, porque el Río del Mito que se aúna con las Aguas de la Fábula en el desierto fuera de la ciudad, fluye bajo un puente de oro puro, regocijado, y bajo múltiples arcos fantásticamente tallados que forman una unidad con cada una de las orillas. La maravilla del portal occidental es la maravilla de Annolith y el perro Voth. Annolith se levanta fuera del portal occidental de cara a la ciudad. Es más alto que cualquiera de las torres o los palacios, porque su cabeza se talló de la cumbre de la vieja colina; tiene dos ojos de zafiro con los que contempla Babbulkund, y lo asombroso de los ojos es que se encuentran hoy en las mismas órbitas donde brillaban cuando comenzó el mundo, sólo el mármol que los cubría se eliminó con la talla para dar paso a la luz del día y a la envidia de las estrellas. Más grande que un león es el perro Voth que está junto a él; cada uno de sus pelos se talló sobre el lomo de Voth; los pelos de su cuello están erectos en actitud guerrera y sus dientes están desnudados. Todos los Nehemoth han venerado al dios Annolith, pero todos sus pueblos le rezaron al perro Voth, porque según la ley de la tierra, sólo un Nehemoth puede venerar al dios Annolith. La maravilla del portal austral es la maravilla de la jungla porque ésta llega con todo su salvaje mar intransitado de oscuridad y árboles y tigres y orquídeas que aspiran al sol, y penetran por un portal de mármol a la ciudad y allí en medio de ella, se ensancha y abarca un espacio de muchas millas de extensión. Además, es más vieja que la Ciudad de Maravilla, pues desde hacía mucho moraba en uno de los valles de la montaña que Nehemoth, primero de los Faraones, convirtió con su talla en Babbulkund.
»Ahora bien, la alcoba de ópalo en la que el Rey se reclina al atardecer junto al lago, se encuentra en el borde de la jungla y las orquídeas trepadoras hace ya tiempo que se han deslizado dentro de ella por sus grietas, seducidas por las luces del lago, y ahora florecen allí exultantes. Cerca de esta alcoba se encuentran los serrallos de Nehemoth.
»El Rey tiene cuatro serrallos: uno para las vigorosas mujeres de las montañas del Norte, otro para las oscuras y furtivas mujeres de la jungla, un tercero para las mujeres del desierto, que tienen almas errantes y languidecen en Babbulkund, y un cuarto para las princesas de su propia casta, cuyas mejillas pardas se ruborizan con la sangre de los antiguos Faraones y que se regocijan con Babbulkund en su sobrecogedora belleza y que nada saben del desierto ni de la jungla ni de las lúgubres colinas del Norte. Sin adorno alguno y vestidas del modo más sencillo van las de la raza de Nehemoth, porque saben que a él lo fatiga la pompa. Sin adornos, salvo una, la Princesa Linderith, que lleva la Ong Zwarba y las tres gemas menores del mar. Una piedra tal es Ong Zwarba que no hay la que se le asemeje en el turbante de Nehemoth ni en todos los santuarios del mar. El mismo dios que hizo a Linderith, hizo mucho tiempo atrás a Ong Zwarba; ella y Ong Zwarba resplandecen con una única luz y junto a esta maravillosa piedra brillan las otras tres menores del mar.
»Ahora bien, cuando el Rey se aposenta en su alcoba de ópalo junto al lago sagrado con las orquídeas que florecen alrededor de él, todos los sonidos se acallan. El sonido de los pesos de los fatigados esclavos que giran una y otra vez jamás llega a la superficie. Los músicos hace ya mucho que duermen y sus manos han caído mudas sobre sus instrumentos y las voces de la ciudad se han sumido en el silencio. Quizás el suspiro de una de las mujeres del desierto se ha convertido a medias en una canción, o en una cálida noche de verano alguna de las mujeres de las colinas musita queda un canto con mención de la nieve; toda la noche en medio del jardín púrpura canta un ruiseñor; todo el resto está acallado; las estrellas que contemplan Babbulkund se elevan y se ponen, la fría luna desdichada se traslada solitaria entre ellas, la noche se desgasta; por fin la oscura figura de Nehemoth, el octogésimo segundo de su linaje, se pone en pie y se retira furtivo.
El viajero dejó de hablar. Durante largo tiempo las claras estrellas, hermanas de Babbulkund, brillaron sobre él mientras hablaba, el viento del desierto había soplado y le había susurrado algo a la arena y la arena venía trasladándose en secreto de un lado a otro desde hacía ya rato; ninguno de nosotros se había movido, ninguno se había quedado dormido, no tanto por el asombro que nos produjera su relato, sino por pensar que en el término de dos días nosotros mismos veríamos esa asombrosa ciudad. Luego nos envolvimos en nuestras mantas y yacimos con los pies tendidos hacia los rescoldos de nuestra fogata e instantáneamente nos quedamos dormidos, y en nuestro sueño multiplicamos la fama de la Ciudad de Maravilla.
El sol se elevó y llameó sobre nuestra cara y todo el desierto refulgió con su luz. Entonces nos pusimos en pie y preparamos el alimento de la mañana y, cuando hubimos comido, el viajero partió. Y encomendamos su alma al dios de la tierra a la que se dirigía, de la tierra de su hogar en él Norte, y él encomendó nuestras almas al dios del pueblo de donde nosotros habíamos venido. Luego se nos unió un viajero que se trasladaba a pie; vestía una capa parda que estaba hecha de jirones y parecía haber venido andando toda la noche; caminaba de prisa pero parecía cansado, de modo que le ofrecimos alimento y bebida, de la que participó agradecido. Cuando le preguntamos a dónde se dirigía, respondió:
A Babbulkund.
Le ofrecimos entonces un camello sobre el que pudiera cabalgar, pues, le dijimos:
También nosotros vamos a Babbulkund.
Pero él dio una extraña respuesta:
No, adelantaos a mí, pues es algo lamentable no haber visto nunca a Babbulkund habiendo vivido mientras todavía se mantenía erguida. Adelantaos a mí y contempladla y luego huid de inmediato y volved hacia el Norte.
Entonces, aunque no le comprendimos, lo dejamos, pues se mostró muy insistente, y seguimos nuestro viaje hacia el Sur por el desierto, y antes de la mitad del día llegamos a un oasis de palmeras que se encontraba junto a un pozo donde podíamos dar agua a los altivos camellos, volver a llenar nuestras cantimploras y apaciguar nuestros ojos con la visión del verdor y demorarnos muchas horas a la sombra. Algunos de los hombres durmieron, pero de entre los que permanecieron despiertos, cada uno entonó quedo la canción de su propio país en la que se hablaba de Babbulkund. Cuando la tarde estaba ya avanzada, viajamos un corto trecho hacia el Sur y seguimos adelante por el fresco crepúsculo, hasta que el sol se paso; entonces acampamos, y cuando nos sentamos, el hombre vestido de jirones nos alcanzó, pues había viajado durante todo el día, y volvimos a darle alimento y bebida y en el crepúsculo habló diciendo:
Yo soy siervo del Señor, el Dios de mi pueblo y voy a ejecutar su obra en Babbulkund. Es la ciudad más bella del mundo; no hubo otra como ella, aun las estrellas de Dios tienen envidia de su belleza. Es toda blanca; sin embargo, estrías rosadas atraviesan sus calles y sus casas, como las llamas en la mente blanca de un escultor, como el deseo en el Paraíso. Hace mucho que fue tallada en una colina sagrada; no fueron esclavos los que la esculpieron, sino artistas afanados en un trabajo amado. No siguieron el modelo de las casas de los hombres, sino que cada cual forjó lo que sus ojos interiores habían visto y talló en mármol la visión de sus sueños. Sobre el techo de una cámara del palacio, leones alados vuelan como murciélagos; el tamaño de cada león es el tamaño de los leones de Dios y las alas son más grandes que la de cualquier criatura alada nunca nacida; se apilan uno sobre otro más abundantes que lo que un hombre puede enumerar; están todos tallados con el mismo bloque de mármol, la cámara misma se vació en él, y se mantienen en lo alto sobre las ramas talladas de un bosquecillo de helechos gigantes trabajados por la mano de algún albañil de la jungla que los amaba. Sobre el Río del Mito, que se aúna con las Aguas de la Fábula, se tienden puentes trabajados como el árbol de la glicina y como el lánguido laburno y mil otras maravillosas invenciones, deseo del alma de albañiles ya muertos desde hace mucho. ¡Oh! muy hermosa es la blanca Babbulkund, muy hermosa es, pero orgullosa; y el Señor, Dios de mi pueblo, la ha contemplado en su orgullo y, al contemplarla, vio que las oraciones de Nehemoth ascendían a la abominación Annolith; y que todo el pueblo seguía a Voth. Es muy bella Babbulkund; ¡ay! que no pueda yo bendecirla. Podría vivir por siempre en una de sus terrazas interiores contemplando la misteriosa jungla que se extiende en medio de ella y las orquídeas vueltas al cielo que suben de la oscuridad para mirar al sol. Podría amar a Babbulkund con un amor muy grande, pero soy siervo del Señor, Dios de mi pueblo, y el Rey ha pecado en la veneración de la abominación Annolith, y el pueblo se regocija extremadamente en Voth. Ay de ti, Babbulkund, ay que no pueda volverme de espaldas, porque mañana debo profetizar contra ti y clamar contra ti, Babbulkund. Pero vosotros, viajeros, que me habéis tratado con hospitalidad, poneos en pie y seguid con vuestros camellos, pues yo no puedo demorarme más y debo ir a ejecutar sobre Babbulkund la obra del Señor, Dios de mi pueblo. Id y contemplad la belleza de Babbulkund antes de que yo clame contra ella, y luego huid velozmente hacia el Norte.
El fragmento de un rescoldo encendido cayó en la fogata de nuestro campamento y arrojó a los ojos del hombre vestido de jirones una extraña luz. Se puso en pie de inmediato y su capa de harapos giró con él como un ala inmensa; no dijo ya nada más; sino que se volvió y se alejó a grandes zancadas hacia el Sur perdiéndose en la oscuridad, en dirección a Babbulkund. Entonces el silencio cayó sobre nuestro campamento, y se elevó el olor del tabaco de esas tierras. Cuando la última llama se hubo extinguido en nuestra fogata, me quedé dormido, pero agitados sueños de condenación perturbaron mi descanso.
Llegó la mañana y nuestros guías nos dijeron que llegaríamos a la ciudad antes de la caída de la noche. Una vez más avanzamos hacia el Sur a través del imperturbable desierto; nos encontramos con algún ocasional viajero que venía de Babbulkund, con la belleza de sus maravillas que por recién contemplada daba luz todavía a sus ojos.
Cuando cerca de la mitad del día acampamos, vimos a mucho gente a pie que venía hacia nosotros corriendo desde el Sur. Cuando estuvieron cerca, los saludamos diciendo:
¿Qué es de Babbulkund?
Respondieron:
No somos de la raza del pueblo de Babbulkund, sino que fuimos capturados en nuestra juventud y llevados de las colinas del Norte. Ahora todos hemos visto en visiones de silencio al Señor, el Dios de nuestro pueblo, que nos llama desde sus colinas y, por tanto, todos huimos hacia el Norte. Pero en Babbulkund las noches del Rey Nehemoth fueron perturbadas por terribles sueños de condenación, y nadie es capaz de interpretar lo que conllevan. Ahora bien, este es el primer sueño que soñó el Rey Nehemoth la primera noche. Vio trasladarse por el aire inmóvil un pájaro enteramente negro y por debajo del batir de sus alas, Babbulkund se enlobreguecía y se oscurecía; y después de él vino un pájaro enteramente blanco y por debajo del batir de sus alas Babbulkund resplandecía y brillaba y otros cuatro pájaros más se aproximaron volando alternativamente negros y blancos. Y cuando los pájaros negros pasaban, Babbulkund se oscurecía, y cuando aparecían los blancos, las calles y las casas resplandecían. Pero después del sexto pájaro ninguno más vino, y Babbulkund se desvaneció del lugar donde había estado, y los ríos Oonrana y Plegáthanees se dolían solitarios. A la mañana siguiente todos los profetas del Rey se reunieron delante de sus abominaciones y las interrogaron acerca del sueño, pero las abominaciones nada dijeron. Pero cuando la segunda noche descendió de los salones de Dios, adornada de múltiples estrellas, el Rey Nehemoth volvió a soñar; y en el sueño el Rey Nehemoth vio tan sólo cuatro pájaros blancos y negros alternativamente, como antes. Y Babbulkund se oscureció otra vez cuando los negros pasaron y resplandeció al aparecer los blancos; después del cuarto ya no vine ninguno otro y Babbulkund se desvaneció quedando sólo el desierto sin memoria y los ríos de la montaña.
»Las abominaciones siguieron sin hablar y nadie supo interpretar el sueño. Y cuando la tercera noche vino de los salones divinos de su morada adornada como sus hermanas, volvió a soñar el Rey Nehemoth. Y vio un pájaro negro pasar nuevamente bajo el cual Babbulkund se oscureció, y luego uno blanco y Babbulkund desapareció. Y apareció el día dorado dispersando los sueños y las abominaciones siguieron guardando silencio, y los profetas del Rey no dieron respuesta al presagio velado del sueño. Sólo un profeta hablo ante el Rey diciendo:
»—Los pájaros oscuros, oh, Rey, son las noches, y los pájaros blancos son los días...
»Esto el Rey ya se lo temía, y se levantó e hirió con la espada al profeta, cuya alma salió escapada clamando y no tuvo ya nada que ver con noches ni con días.
»Fue anoche cuando el Rey soñó su tercer sueño, y esto mañana huimos de Babbulkund. Un calor inmenso se abate sobre ella y las orquídeas de la jungla dejaron caer sus cabezas. Toda la noche las mujeres del serrallo del Norte han llorado con altos plañidos sus colinas. El temor ha ganado la ciudad y un presagio ominoso. Dos veces ha ido Nehemoth a venerar a Annolith y todo el pueblo se ha postrado ante Voth. Tres veces los adivinos consultaron al gran globo de cristal donde se prevé todo acontecimiento por venir y tres veces el globo se vio opaco. Sí, aunque una cuarta vez lo consultaron, no se reveló visión alguna; y la voz del pueblo se acalló en Babbulkund.
Los viajeros no demoraron en volver a ponerse en camino hacia el norte dejándonos perplejos. Mientras dominó el calor del día reposamos lo mejor que pudimos, pero el aire estaba inmóvil y bochornoso y los camellos intranquilos. Los árabes dijeron que eso era un presagio de tormenta en el desierto y que un gran viento se levantaría preñado de arena. De modo que a la tarde nos pusimos en pie y viajamos de prisa en la esperanza de encontrar un refugio antes de que estallara la tormenta. Y el aire ardía en la quietud reinante entre el desierto inflamado y el cielo enceguecedor.
De pronto se levantó un viento del Sur, que soplaba desde Babbulkund y la arena ascendió y asumió formas susurrantes. Y el viento sopló violentamente y gimió y centenares de figuras de arena se levantaban como torres y se oyeron gritos y el sonido de una retirada. Pronto el viento se calmó súbitamente y los gritos se silenciaron y el pánico cesó en las arenas arrastradas. Y cuando amainó la tormenta y el aire refrescó, el terrible bochorno y el presagio llegaron a su fin y los camellos se apaciguaron. Y los árabes dijeron que la tormenta anunciada se había desencadenado y pasado como de antiguo Dios lo había querido.
El sol se puso y llegó el crepúsculo vespertino y nos acercamos al lugar de la afluencia del Oonrana y el Plegáthanees, pero en la oscuridad no nos fue posible discernir a Babbulkund. Nos apresuramos para llegar a la ciudad antes de la caída de la noche y llegamos a la afluencia del Río del Mito y las Aguas de la Fábula, pero tampoco entonces vimos Babbulkund alguna. Alrededor de nosotros se extendía la arena y las rocas del desierto inmutable, salvo hacia el Sur donde se levantaba la jungla con sus orquídeas vueltas de cara al cielo Nos dimos cuenta entonces de que habíamos llegado demasiado tarde y que la condenación le había llegado a Babbulkund; y junto al río en el desierto vacío estaba el hombre vestido de jirones sentado en la arena; se ocultaba la cara con las manos llorando amargamente.
****
Así pereció en la hora de su iniquidad, ante Annolith, a los dos mil treinta y dos años de su existencia, a los seis mil cincuenta años de la construcción del Mundo, Babbulkund, ciudad de Maravilla, llamada por los que la odiaban, Ciudad del Perro, pero de continuo llorada en Arabia y la India y en lo profundo de la jungla y el desierto; no dejó monumento en piedra en muestra de haber sido, pero es recordada con duradero amor, a pesar de la cólera de Dios, por todos los que conocieron su belleza, de la cual todavía cantan.


CUESTION DE ETIQUETA -- Robert Bloch




CUESTION DE ETIQUETA

Robert Bloch

LA CASA era antigua, como las demás del bloque. La puerta de la verja chirrió cuando la empujé. Fue el único sonido que oí. Mis zapatos habían dejado de chirriar ya hacía mucho tiempo. Ir anotando el censo cansa rápidamente los zapatos.
Subí los peldaños del porche. Estaba harto de subir los peldaños de los porches. Toqué el timbre. Estaba harto de tocar timbres. Oí unos pies en el interior. Estaba harto de oír pies en el interior.
Bien, me comporté como siempre.
«Ya está aquí—pensé sin embargo—. Otra nariz.»
Resulta particularmente cansado ir contando narices.
Todo el mundo sabe lo que es. Andar todo el día. Tocar timbres. Llevar una pesada cartera bajo el brazo. Repetir las mismas estúpidas preguntas una y otra vez. Y cuando acabas, no has vendido ni un aspirador. No has vendido ni un cepillo, o un par de cordones de zapatos. Lo único que has conseguido han sido narices de cuatro centavos, anotando el censo. No hay posibilidades de ascenso. Tío Sam no te llama a su despacho particular, te regale un cigarro y te dice:
—¡Eh, tú! Me han dicho que estás realizando una magnífica labor, yendo de caso en casa. Desde ahora en adelante, te sentarás a este despacho. Ya no contarás más narices.
No, lo único que se logra con el asunto del censo es contar más narices al día siguiente. Narices de cuatro centavos. Grandes y pequeñas, ganchudas, torcidas, rectas, rojizas, blancas, veteadas... hasta que uno acaba por enfermar de alergia nasal. Piensas que si la puerta vuelve a abrirse y ves otra nariz la cerrarás de golpe y te alejaras rápidamente... o golpearás aquella nariz.
Y allí estaba yo, esperando que se asomase aquella nueva nariz. La puerta se abrió.
Apareció un pico muy afilado, la vanguardia de una cara indescriptible, y el cuerpo de una ama de casa corriente. La nariz husmeó el aire y pareció planear con incertidumbre en la protectora sombra de la puerta.
—¿Bien. . . ?
—Vengo en nombre del Gobierno de Estados Unidos, señora. Por el censo.
—¿El empadronamiento, eh?
—Sí. ¿Podría entrar y formularle unas cuantas preguntas?
El mismo diálogo de cada cuarto de hora. Sólo un cambio de personalidades a cada uno.
—Pase.
Un vestíbulo oscuro que daba a un saloncito oscuro. Una lámpara pareció destellar cuando dejé mi cartera sobre la mesa y saqué el formulario
La mujer me contemplaba. Su cara sólida carecía de expresión. Una cara de ama de casa. Solía contemplar a los vendedores de enciclopedias y a los cobradores con un ojo en el fogón de la cocina.
Bien, treinta y cinco preguntas que formular. Rutina. Llené la casilla de «Varón» o «Hembra», y la de «Profesión», y puse la dirección. Luego pregunté:
—¿Nombre?
—Lisa Lorini.
—¿Casada o soltera?
—Soltera. 
—¿Edad? 
—Cuatrocientos siete. 
—¿Edad? 
—Cuatrocientos siete. 
—Oh..., ¿cómo? 
—Cuatrocientos siete.
De acuerdo, había trabajado todo el día, y acababa de tropezarme con una bruja a medias. Contemplé su inexpresivo rostro. Bueno, de prisa, que era tarde.
—¿Ocupación?
—Bruja.
—¿Qué?
—He dicho que soy una bruja.
Por cuatro centavos no estaba nada bien. Fingí escribir la respuesta y pasé a la pregunta siguiente.
—¿Pare quién trabaja?
—Para mí. Y. naturalmente, para mi «amo».
—¿Amo?
—Satán Merkatrig. El Diablo.
Ni por diez centavos podía aguantarse tanta chaladura Lisa Lorini, soltera, cuatrocientos siete años, bruja y trabajando para el Diablo. ¡Oh, no, no valía ni quince centavos!
—Gracias Nada más. Me marcho ya.
La vieja no se sintió interesada. Doblé la hoja, la metí en la cartera, agarré el sombrero, di media vuelta y me encaminé a la puerta.
La puerta había desaparecido.
Si, no era broma. La puerta había desaparecido.
Estaba allí un instante antes, una puerta corriente, de madera. En el salón había un sillón a un lado y una mesita en el otro.
Fui en otra dirección. Tal vez allí... No había puerta. No había ninguna puerta en la habitación.
Andar bajo el sol todo el día no le sienta bien a nadie. Enfurecerse ante las narices es el primer síntoma. Después, uno empieza a oír voces que contestan las preguntas de manera idiota.
Y después, uno ya no encuentra las puertas. Bien. Me volví hacia la vieja.
—Señora..., ¿seria tan amable de mostrarme la salida? Tengo que...
—No hay salida.
Gracioso. No me había dada cuenta de la «calidad» de su voz. Era muy aguda y grave a la vez. Y no mostraba señales de cansancio físico. Y sentí algo más... ¿Era... diversión?
—Pero...
—Me gustaría que me hiciera un rato de compañía. Ha sido una suerte que viniera usted.
¿Que viniera? ¡ Maldita bruja ! ¡ Pero no era una bruja! No hay brujas.
«No hay puertas.»
—Tomará una taza de té conmigo.
—Muy amable, pero...
—Ya está a punto. Siéntese, joven. Voy a sacar el té del fuego.
No había vista la chimenea a mis espaldas. No había visto la llama. Pero el fuego ardía, y había una tetera sobre el brasero. La vieja se agachó y una sombra recayó sobre la pared.
Era una sombra enorme, negra. Enorme y negra, así dicen los niños asustados. La sombra enorme y negra de una mujer que parecía arrastrarse por la pared.
Miré a Lisa Lorini. Seguía pareciendo una ama de casa. Cabello negro, partido en el centro. Una figura esbelta, no encorvada por los años.
Cuatrocientos siete años...
Una buena idea para bromear. Ahora su rostro: nariz prominente, boca apretada, ojos ligeramente almendrados. Pero sus facciones eran ordinarias. Completamente ordinarias, salvo el truco de que la luz del fuego les prestaba una expresión lobuna. Una cara roja que sonreía al inclinarse sobre la tetera.
No, era una loca. Una loca, como las pobres criaturas que solían quemar en las hogueras medievales. Todas estaban locas. Millones de ellas. Todas locas. No eran brujas. Claro que no. Los brujos son un mito. No hay brujos. Pero...
Pero yo estaba asustado.
Ella me sonrió. Una zarpa... una mano, quiero decir, sostenía la taza. El humo ascendía en espirales de un líquido pardusco. Té. Un brebaje de brujas. Bébelo y...
¡Bébelo y ya está! Esto era una majadería. Busqué otra vez la puerta, pero el cuarto estaba muy oscuro. El fuego crepitaba. Era un fuego muy rojo. No podía ver con claridad. Además, hacía mucho calor. Bebe el té y lárgate.
La vieja también sostenía una taza. No había dejado caer nada dentro. ¿Qué se supone que dejan caer las brujas? Hierbas. Y todo aquello que recitan las brujas de Macbeth. ¡En aquella época creían en esas patrañas, lunáticos!
Apuré el té. Tal vez así me dejaría salir. O quizá ella se bebería el té y me dejaría salir. Me animé un poco.
—No tengo muchas visitas.
Sus palabras me llegaron lentamente. Al otro lado de la mesa sentí cómo sus ojos me escrutaban. Me limité a sonreír.
—Antes sí. Pero el negocio ha decaído mucho.
—¿El negocio?
—La brujería. La hechicería. Ya no se estila. Muy pocas personas creen en ella. Ya no acuden en busca de filtros morosos ni nada así. Hace años que no he hecho ningún muñeco.
—¿Muñeco?
—Sí, de cera, con aspecto de un hombre. Luego se le pinchan alfileres en el corazón, y esto provoca la muerte de un enemigo. Hace años que no he matado a nadie. El negocio está arruinado.
Seguro, seguro. ¿Matar hay a alguien? ¿No? De acuerdo, cerremos la oficina y a otra cosa. El negocio está arruinado.
Una mujer fatigada de su profesión. Una vieja sin ocupación. Cesante.
Pero mi mano tembló y casi dejé caer la taza.
—Todos mis hermosos encantamientos y... ¡Pero no bebe su té!
El hombre condenado y su magnífica cena. ¡Cómete el cereal, te sentará bien!
«¡Bébase su té!»
Lo mismo. Mi cerebro me ordenó bebérmelo. Bebérmelo para demostrar que yo no estaba loco; que no estaba loco y que no había brujas y que nada ocurriría. Mis manos se negaban a efectuar la maniobra. Me costó indecible trabajo acercar la taza a mis labios. La vieja me contempló mientras sorbía el té.
El brebaje era muy amargo, acre, pero caliente. Un brebaje desconocido, pero no era Ooloog. Me lo tragué con facilidad, a pesar de su gusto amargo
—Me sorprende, joven, que demuestre tan poco interés por mi trabajo No es fácil tropezarse con una bruja.
«Tenía que decírmelo a mi. Precisamente, a mí.»
—Me gustaría hablar de ello—respondí—, pero otra vez será. Lo cierto es que me quedan aún muchos nombres en la lista y he de irme. Gracias por el té.
Volví a buscar la puerta. El fuego parecía trazar dibujos rojos en la habitación..., pero allí solamente. Mi cabeza también estaba inflamada. Llameaba y bailaba. El té estaba caliente, y ahora el calor se hallaba dentro de mi cabeza. Las sombras se mezclaban con los dibujos rojizos del cuarto, pareciendo invadir mi cerebro. Oscuras sombras del oscuro brebaje del té. Sombras rojas y temblorosas en mi cabeza, ante mis ojos, privándome la vista de la puerta. No podía verla. Tenía la ilusión de que si me concentraba la hallaría. Estaba allí, en alguna parte de la estancia, en algún lugar de aquellas sombras y aquellos rojos resplandores Tenía que estar allí. Pero no podía verla.
A la vieja sí la veía con claridad. Sus facciones indescriptibles poseían ahora más fuerza. La sonrisa irónica parecía contener una antigua sabiduría. No necesitaba arrugas. Aquella sonrisa era más vieja de lo que toda una vida podía grabar en su rostro. Era tan vieja como la sonrisa de una calavera.
Sí, podía verla, aunque no podía ver la puerta por culpa de las luces y las sombras.
—Debo irme—musité.
Mi voz sonó muy lejana. Sólo los ojos de la vieja estaban muy cerca. Sus ojos, conteniendo la luz rojiza y las negras sombras.
Me incorporé.
Probé de sostenerme de pie.
Una vez bebí nueve copas de vodka en una taberna, me levanté para irme a casa y me encontré en el suelo.
Ahora había bebido sólo una taza de té y al levantarme...
Me levanté
Floté. Mis pies no tocaban el suelo. Descansaban en el aire, un aire sólido, compuesto de luces rojas y sombras negras. Mis miembros temblaban por algo más fuerte que el vodka. Unos diminutos alfileres se clavaban en mi cuerpo. Me balanceé en el aire.
—Yo...
—No se vaya todavía—su voz no parecía haber notado mi postura. Pero sí su sonrisa. Bien, lo había comprendido—. No se vaya aún—repitió Lisa Lorini—. Tengo tan pocos invitados... Y usted vendrá conmigo esta noche.
—¿Ir con usted?
—Si... salgo.
—¿A una fiesta?
Con su labio superior retorcido, debía darse cuenta del sitio donde yo me hallaba suspendido. Su sonrisa se ensanchó.
—Sí, así puede llamarse. Lo necesito a usted por cuestión ~de etiqueta
¡La etiqueta de una bruja! ¡Belcebú y Emily Post! Yo estaba rematadamente loco. Flotaba en el aire y hablando de etiqueta.
—Yo tengo que obedecer ciertos reglamentos —continuó explicándome Lisa Lorini—. Lo mismo que ustedes, al acudir a una cena, no pueden ser trece. Pues bien, al acudir yo a una saturnal tenemos que ser trece. Una reunión complete. De lo contrario, a «él» no le gustaría.
—¿Él?
—Satán Merkatrig—volvió a sonreír. Aquella sonrisa comenzaba a angustiarme, como preparándome para... como un convicto atado a un poste, esperando el próximo latigazo.
—Y usted esta noche tiene que acompañarme a la saturnal—añadió Lisa Lorini.
—¿Una saturnal de brujas?
—Exactamente. En la montaña. Tenemos que viajar bastante, de modo que prepárese.
—No iré.
Sí, un chiquillo de tres años negándose a irse a la coma cuando se lo mandan sus padres. Sabía que mi negativa no iba a servirme de nada, flotando en el aire Lo supe cuando la miré a los ojos. Pero no subrayó su idea con ninguna carcajada.
Yo aprendía de prisa. Una hora atrás era un loco. Ahora, aquella sonrisa me oprimía el corazón. Brujería, magia negra, antiguos temores en una habitación negra y rojiza. Todo era real; tan real como los miles que habían muerto en medio de las llamas para expiar su maldad, en una Edad en que los hombres eran bastante sabios como para temer a la blasfemia del hombre ante las leyes de Dios y la Naturaleza.
—Usted irá. Maggit le preparará.
Apareció Maggit. No había puerta, por lo que no sé cómo entró. Ni sé exactamente como era Maggit. Maggit era pequeña y velluda, como una comadreja con manos humanas, muy diminuta, y una cara. No era una cara humana, aunque Maggit tenia ojos, orejas, boca y nariz. Pero la maldad de su cara trascendía a humanidad, la maldad, que se asomaba desde detrás de una diminuta capucha de pelo de animal, y sonreía con una sabiduría que no poseen ni los hombres ni los animales.
Maggit sé arrastró por el suelo y pregunto con una voz aflautada que me asombró más que todo lo demás:
—¿Ama Lisa?
Maggit era..., ¿cómo se dice?..., la familiar de la bruja. El animalito que el Diablo le entrega a una bruja, cuando se firma en la Biblia Negra de Satanás el pacto. La pequeña malvada, el espíritu familiar, servidor de Satanás.
Claro que estas cosas no existen, salvo en las leyes y los escritos de todas las naciones civilizadas de hace miles de años. Tales cosas no pueden existir.
Por lo tanto, era una imaginación mía que aquella cosa se arrastrase hasta el cuerpo flotante, que era el mío, incapaz de mover una solo mano contra aquella otra, velluda, que me estremecía la carne hasta los huesos. Fue una alucinación que sus diminutas zarpas empezasen a frotarse el pecho y la garganta con un ungüento amarillo que Lisa Lorini le dio de un tarro que había sobre la mesa. Era una leyenda aquella risita y aquel restregón del ungüento sobre mis piernas y brazos. Era una pesadilla aquella cosa encaramada en mi hombro, parloteándome al oído, y destilando en el mismo una increíble vileza mientras se contorneaba con voluptuosidad.
—El ungüento para el vuelo —la voz de Lisa Lorini me llegó a través de una candente ola que me hizo temblar—. Ahora, vámonos.
Apenas noté su desnudez. El cabello negro, flotante, la cubría como una capa.
O una mortaja. Una mortaja que vestía por la hechicería muerta tantos años ya. Sus nudosas manos frotaron una pasta amarilla sobre sus miembros. Su cuerpo ascendió flotando, para reunirse con el mio.
—¿Sin escobas?—bromeé histéricamente.
De una popular revista recordaba un articulo sobre «las ilusiones del vuelo» Un ungüento hechicero, restregado sobre los miembros para producir la ilusión del vuelo a través del espacio. La fantasía popular había transformado el ungüento en escobas. Pero la pasta era real. Drogas poderosas. Acónito, belladona y otras. Daban lugar a alucinaciones. Cualquier farmacéutico sabe prepararlas. Esta noche podéis ir a vuestra farmacia del barrio y...
Tenía que suspender tanta necedad.
Pero no podía.
—Cójase de mi mano. —La obedecí. Toqué dos cables eléctricos. Unos calambres muy raros me recorrieron el cuerpo. Nos estábamos elevando. ¿Había una puerta? Flotamos al exterior. Tinieblas. Noche. Vuelo. Ella me sujetaba.
Supermán, el tipo de las revistas infantiles. ¡Basta de histeria! Arriba hacia la oscuridad, con el cuerpo desnudo de la bruja, encorvado y blanco como los cuernos marfileños de una media luna.
La casita abajo. La casita de las brujas.
—Quiero vivir en una caso al lado de la carretera y...
Si, muy divertido, muy gracioso.
¿Cómo es el final? Ah, sí:
—Y ser un enemigo del hombre.
Otra vez la histeria. ¿Pero quién no se pondría histérico, flotando en el aire como una bruja en sábado? Y Maggit, parloteando incesantemente mientras se balanceaba sobre su hombro, con sus diminutas zarpas engarfiadas en el pelo negro de la bruja.
Entonces, descendimos. Me sujeté. La sensación ardiente ya había desaparecido. Soplaba el viento. Abajo, la ciudad parpadeaba. Las ciudades siempre parpadean. Pequeñas luces, que han de servir para ahuyentar las tinieblas nocturnas. Las tinieblas donde los lobos aúllan y las lechuzas sollozan; las tinieblas donde la muerte planea, y las cosas que no están muertas. Luces para guardar, luces para ocultar el temor. Y nosotros, arriba, volando a través de todos los terrores, hacia las negras profundidades.
No sé cuánto duró aquel vuelo. No sé cuándo descendimos. Era una montaña oscura, muy grande, y un fuego brillaba en su cumbre. Había unas figuras acurrucadas, blancas contra el costado de la montaña, negras contra el llameante fuego. Una horda de peludas criaturas estaba diseminada a los pies de las brujas. Había ocho, nueve, diez... no: once.
Más Lisa Lorini y yo.
Trece en el pacto. Trece... y el sacrificio.
Ni miré sus rostros. No eran para ser mirados, sino para ser «temidos». La cara de Lisa Lorini estaba como enmascarada por la exaltación. Era ella la que tenía que preparar el sacrificio. La cabra negra fue conducida a una roca ante el fuego. Una de sus colegas le entregó el cuchillo. Una tercera sostenía el caldero. Y cuando estuvo lleno, todos bebimos. Sí, he dicho «todos».
Aquel ungüento quemaba. Incluso mis pies me sostenían como en una ardiente telaraña. No podía correr, no podía moverme del círculo de luz. Y cuando el tambor empezó a sonar, me uní al corro. Las criaturas estaban golpeando el caldero vacío, y su charla era como un siniestro murmullo a mi alrededor.
—Lisa ha traído un acólito—silbó una de las brujas.
—En lugar de Meg, que no ha podido venir explicó Lisa Lorini.
Fueron las últimas palabras inteligibles que oí, las últimas que logré retener.
Porque el pandemónium subió de punto y el fuego también , y comenzó la asamblea, el vudú, el alboroto, ¿por qué estos términos tan prosaicos? Estaban invocando a alguien.
Y alguien llegó.
Sin llamas. Sin relámpagos. Sin teatralidades. Todo fue hecho por las brujas. En realidad, Nada. Sólo unas salvajes adorando a su ídolo. 
Era puro negocio. Él surgió detrás de una roca, llevando un gran libro bajo el brazo, como un banquero que se dedica a repasar unos balances.
Pero los banqueros no son... negros. No era negroide, en absoluto... sino negro. Incluso el blanco de sus ojos, y las uñas. Una sombra negra, una sombra que cojeaba. No sé si llevaba manta o no.
Todas callaron cuando él penetró en el círculo. Abrió su libro y lo rodearon. Su murmullo se elevó en la noche. Yo me acurruqué junta a una piedra.
Lisa Lorini empezó a hablarle, señalándome. Él no volvió la cabeza, pero estuvo enterado de mi presencia. No sonrió, ni asintió ni realizó el menor movimiento. Pero yo «sentí» todo esto. Dio unas órdenes. Escuchó varios informes.
Era una reunión de negocios. Satanás y compañía, teniendo una asamblea en lo alto de una montaña. Las almas eran objeto de tráfico, y las proezas eran anotadas. Y el hombre negro escribía en el libro, en tanto las brujas charlaban, y yo estaba agazapado, temblando; mientras aquellas criaturas peludas se escurrían por mis tobillos. No debía temblar, ya que las acciones del hombre negro eran muy prosaicas. Prosaicas como... el infierno.
Y entonces ocurrió. Las blancas figuras descendieron desde el cielo. Y una cayó al suelo. Hubo un grito.
—¡Meg! ¡Meg... has venido!
Meg, la bruja que faltaba.
Todas se giraron, cuando ella avanzó.
Entonces habló el hombre negro. No intentaré describir el sonido de su voz. Había en su acento algo primitivo y volcánico. Edad y profundidad, mezcladas conjuntamente, como si el habla humana no pudiese expresar los conceptos demoniacos.
—Hay catorce en este pacto...
No era yo solo el que ahora temblaba. Todas lo hacían. Como figuritas de mantequilla al fuego. La voz era la culpable.
Lisa Lorini dio media vuelta. Me arrastró hacia el círculo antes de que yo pudiese resistirme.
—Yo... creí que Meg no...
—Hay catorce. «Catorce».
La voz era sólo una insinuación. Insinuaba la cólera. 
—Pero...
—Hay una Ley. Y un Castigo.
La voz subrayó las palabras.
—Piedad...
A él no hay que suplicarle piedad.
Vi lo que ocurrió. Vi cómo la negra mano se aferraba a la garganta de Lisa Lorini. La bruja cayó al suelo, rodó sobre si un instante se quedó exánime.
Los negros ojos, las pupilas negras se volvieron hacia mi. 
—Debe de haber trece. Es la Ley. Firma y ocupa su lugar —¿Yo?
A él no se le puede replicar.
Alguien sostenía el caldero. Otra bruja guió mi mano y abrió el libro que él le entregó.
Sentí la escurridiza y peluda forma de Maggit sobre mi pecho. Me estaba mordisqueando el vello. Y la piel. Una gota de sangre cayó en el caldero. Un palo la removió. Me colocaron el palo en la mano.
—Firma—me ordenó el hombre negro.
No le desobedecí. Es imposible al oír su voz.
Mis dedos se movieron. Firmé.
Y entonces su mano, su negra mano, asió la mía. Sentí un estremecimiento y una oleada de fuego, y el susurro del viento, negro, muy negro en mi interior.
Algo yacía ahora en el suelo, pero no era Lisa Lorini. Miré el cuerpo porque me pareció familiar. Era mi propio cuerpo.
El hombre negro decía algo, pero el zumbido de su voz no llegaba claramente a mis oídos. El circulo que me rodeaba no existía para mí.
—Yo te desbautizo en el nombre de...
Maggit me apartó. Me susurró:
—Vuela.
No la escuché. El viaje de regreso fue instintivo... con el instinto nacido en otro cuerpo, en otro cerebro.
Dormí en la casa, dormí en la oscuridad, dormí con la convicción de que al despertar la pesadilla habría terminado.
Me desperté.
Me miré en el espejo.
Vi a Lisa Lorini, con mis ojos... escrutándome desde su cuerpo.
Maggit parloteó a mis pies.
Esto fue hace una semana. Desde entonces he aprendido a escuchar a Maggit. Maggit me cuenta cosas.
Maggit me enseñó los libros y las hierbas. Maggit me ha contado cómo he de hacer los filtros y cómo impedir que envejezca mi cuerpo. Maggit me ha explicado cómo hacer el té, y cómo mezclar la pasta. Maggit dice que esta noche hay otra asamblea en la montaña.
Claro está, recuerdo lo demás. Sé que he firmado el libro y he ocupado el lugar de Lisa Lorini, y sé que no puedo zafarme de ella. A menos que emplee el método de ella. Que vaya a la asamblea, pero que antes alegue una cuestión de etiqueta y me haga acompañar.
Es la única solución.
Hoy, al cabo de una semana , deben estar buscándome. El departamento del censo debe haber enviado a otro agente a cubrir mi ruta. Seguramente será Herb Jackson. Estará en este distrito. Sí, Herb Jackson seguramente llamará esta tarde a mi puerta, y pedirá entrar para hacerle a Lisa Lorini unas preguntas para el empadronamiento.
Cuando llegue, he de estar preparado.
Creo que tendré bastante trabajo confeccionando el té

EL GRABADO EN LA CASA -- H. P. LOVECRAFT



EL GRABADO EN LA CASA
H. P. LOVECRAFT

LOS amantes del horror rondan extraños, apartados lugares. Suyas son las catacumbas
de Ptolemaida y los cincelados mausoleos de los reinos de pesadilla. A la luz de la luna
ascienden las torres de los castillos en ruinas del Rin y trastabillean al descender escaleras
llenas de telarañas bajo las derrumbadas piedras de ignotas ciudades en el Asia. Sus santuarios
son el bosque embrujado y la desolada montaña, y frecuentan siniestros monolitos en islas
deshabitadas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, aquel para quien un nuevo espasmo de
indecible espanto resulta la meta y la justificación de la vida, gusta ante todo de las viejas y
solitarias casas de labor que se levantan en las regiones más apartadas de Nueva Inglaterra, ya
que allí es donde los tétricos factores de fuerza, aislamiento, extravagancia e ignorancia se
conjugan para llegar a la cumbre de lo espantoso.
El más temible de todos los panoramas lo constituyen esas remotas casitas de madera
vista, lejos de caminos transitados, normalmente agazapadas sobre alguna ladera húmeda y
herbosa, o recostadas contra algún gigantesco afloramiento rocoso. Han permanecido así,
recostadas o agazapadas, durante doscientos años o más, mientras medraban las plantas
rastreras y los árboles crecían y se multiplicaban. Ahora están casi ocultas tras la desbocada
explosión de verdor y bajo el amparo de sudarios de sombra; pero las ventanas de pequeños
recuadros aún vigilan de forma temible, como parpadeando presas de un letal estupor
destinado a mantener a raya la locura atenuando el recuerdo de indescriptibles sucesos.
Esas casas han sido morada de generaciones de los personajes más extraños que el
mundo haya podido ver. Sosteniendo lúgubres y fanáticas creencias que los exiliaron de entre
los suyos, sus antepasados buscaron la libertad en lo virgen. Ellos son los vástagos de una
raza de conquistadores crecidos, en la práctica, libres de las restricciones de los suyos, y no
obstante sujetos a la espantosa esclavitud de los inaprensibles fantasmas de su interior.
Divorciados de la luz de la civilización, el empuje de estos puritanos se vertió en cauces
singulares y, debido a su aislamiento, su morbosa autorrepresión, su lucha por la vida en
medio de una naturaleza despiadada, reaparecieron en ellos ciertos rasgos oscuros y furtivos,
fruto de las prehistóricas profundidades de su herencia norteña. Esta gente, tanto por
necesidad práctica como por austeridad filosófica, abominaba de sus debilidades. Flaqueando
como cualquier mortal, su rígido código los empujaba a preferir la ocultación de sus fallos, de
forma que cada vez les disgustaba más lo que escondían. Tan sólo las silenciosas,
somnolientas, vigilantes casas de las regiones remotas podrían desvelar lo que había estado
oculto desde los primeros días; pero ellas no hablan, estando poco predispuestas a sacudirse la
somnolencia que les ayuda a olvidar. A veces uno llega apensar que sería de misericordia
derribar tales casas, ya que deben soñar con frecuencia.
Hacia uno de esos edificios carcomidos por el tiempo me vi empujado una tarde de
noviembre, en 1896, por culpa de un chaparrón tan fuerte y helado que cualquier refugio
resultaba preferible a la intemperie. Había viajado algún tiempo entre las gentes del valle
Miskatonic buscando cierta información genealógica, y, debido a lo problemático de mi ruta,
remota e intrincada, había creído conveniente usar una bicicleta a pesar de lo avanzado de la
estación. Me encontraba en un camino aparentemente abandonado que tomé al creerlo el atajo
más corto hacia Arkam, y no había encontrado otro refugio que la antigua y repulsiva
edificación de madera que parpadeaba con sus fatigadas ventanas bajo dos olmos inmensos y
deshojados al pie de una colina rocosa. Aunque apartada de la carretera abandonada, aquella
casa no pudo por' menos que impresionarme de forma desagradable desde el instante en que
le puse los ojos encima. Con sinceridad, las construcciones saludables no acechan el paso del
viajero de una forma tan furtiva y atenta, y en mis investigaciones genealógicas me había
topado con leyendas del siglo pasado que me ponían en guardia contra lugares de tal catadura.
Pero la fuerza de los elementos arreciaba de tal manera que venció mis reparos y no dudé en
pedalear cuesta arriba por una ladera llena de malezas hacia esa puerta cerrada que resultaba a
un tiempo sugerente y reservada.
Al principio hubiera jurado que la casa estaba abandonada, pero según me acercaba ya
no estuve tan seguro, ya que aunque los senderos estaban cubiertos de hierbas, parecían
conservar demasiado bien su perfil como para considerarlos completamente desiertos. Así que
en vez de tantear la puerta, llamé, sintiendo al hacerlo un estremecimiento difícil de explicar.
Mientras esperaba plantado sobre la piedra tosca y musgosa que hacía la vez de umbral,
observé a través de las ventanas más próximas
y por el recuadro de cristal en el travesaño situado sobre mi cabeza, notando que, a
pesar de encontrarse envejecidos, arañados y casi opacos por el polvo, los cristales no estaban
rotos. Así pues, la edificación debía estar habitada a pesar de su aislamiento y general estado
de abandono. Sin embargo, mis golpes no obtuvieron respuesta, por lo que, tras repetir la
llamada, agité el herrumbroso picaporte, encontrando que la puerta no tenía puesto el pestillo.
En el interior había un pequeño vestíbulo con paredes de las que se desprendía el yeso, y por
la entrada llegaba un olor débil, aunque notablemente hediondo. Entré empujando la bicicleta
y cerré la puerta a mis espaldas. Delante nacía una escalera estrecha, flanqueada por una
puerta pequeña que sin duda llevaba al sótano, mientras que a diestra y siniestra había puertas
cerradas conduciendo a habitaciones de la planta baja.
Apoyando mi bicicleta en la pared, abrí la puerta de la izquierda y pasé a una pequeña
estancia de techo bajo, débilmente iluminada a través de dos ventanas polvorientas y amueblada
de la forma más somera y primitiva que uno pueda imaginar. Parecía ser una especie de
sala de estar, ya que contenía una mesa y algunas sillas, así como un inmenso hogar sobre
cuya repisa sonaba un viejo reloj. Había pocos libros o periódicos, y en las tinieblas no pude
leer sus títulos. Lo que más me llamó la atención fue el tremendo primitivismo de cada uno de
los detalles expuestos. Yo había encontrado que casi todas las casas de esta parte eran ricas en
recuerdos del pasado, pero en ésta la antigüedad resultaba completa hasta un extremo
excepcional, ya que no pude encontrar en toda la estancia un solo artículo manufacturado en
épocas posteriores a la independencia. De haber dispuesto de un mobiliario menos humilde,
aquel lugar hubiera resultado el paraíso de un coleccionista.
Inspeccionando esa pintoresca morada, sentí aumentar la aversión que antes me
despertara su poco acogedor aspecto. No sabría decir con exactitud qué me producía temor o
rechazo,pero algo en su atmósfera parecía apestar a vejez impía, a desagradable tosquedad, a
secretos que debieran ser olvidados. Me sentía poco inclinado a sentarme, y fui de un lado
para otro examinando los diversos artículos antes vistos. Lo primero que inspeccioné fue un
libro de mediano tamaño que estaba sobre la mesa, mostrando un aspecto tan antediluviano
que me sorprendí de encontrarlo fuera de un museo o una biblioteca. Estaba encuadernado en
cuero, con refuerzos de metal, y gozaba de excelente estado de conservación, siendo además
de esa clase de volúmenes que uno no suele encontrar en una casa tan pobre. Al abrir la
primera página, mi asombro no hizo sino crecer, ya que se reveló como nada menos que la
relación de Pigafetta sobre la región del Congo, escrito en latín a partir de las notas del marino
López, e impreso en Francfort en 1598. Yo había oído hablar a menudo del libro, con sus
curiosas ilustraciones obra de los hermanos De Bry, por lo que por un instante olvidé mi
desasosiego llevado del deseo de pasar las páginas que tenía ante mí. Los grabados eran en
efecto interesantes, repletos de imaginación y descripciones inexactas, mostrando negros de
piel blanca y rasgos caucásicos; no habría cerrado tan pronto el libro de no mediar una
circunstancia, completamente trivial, pero que sacudió mis cansados nervios haciendo
rebrotar la inquietud. Lo que me disgustó fue sencillamente la tendencia del tomo a abrirse
por la lámina XII, que mostraba con rudeza la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Sentí cierta vergüenza de mi susceptibilidad a algo tan liviano, pero, no obstante, el
dibujo me turbaba, especialmente al sumarle algunos pasajes cercanos que describían la
gastronomía de los anziques.
Me había vuelto a un estante cercano y me encontraba examinando su escaso
contenido de libros -una biblia del dieciocho; un Pilgrim's Progress de la misma época,
ilustrado con toscos grabados en madera e impreso por el fabricante de almanaques Isaiah
Thomas; el degenerado mamotreto de Cotton
Mather, el Magnalia Christi Americana, y unos cuantos libros más, todos
evidentemente de la misma edad- cuando mi atención se vio desviada por el inconfundible
sonido de pasos en la estancia del piso de arriba. Al principio me vi presa del asombro y el
sobresalto, habida cuenta de la falta de respuesta a mi anterior llamada a la puerta, e
inmediatamente después concluí que esos pasos procedían de alguien que acabada de
despertar de un profundo sueño, así que escuché menos sorprendido cómo las pisadas
sonaban en las crujientes escaleras. El paso resultaba firme, aunque parecía teñido de una
curiosa prevención, algo que resultaba más inquietante por cuanto las pisadas eran firmes.
Al entrar en la habitación había cerrado la puerta a mis espaldas. Ahora, tras un instante de
silencio en el que el caminante debió demorarse inspeccionando la bicicleta que había
dejado en el vestíbulo, escuché manipular con torpeza el picaporte y vi que la puerta de
paneles se abría de nuevo.
El umbral fue ocupado por un personaje de tan singular apariencia que hubiera
proferido una exclamación en voz alta de no mediar las ataduras de la buena educación.
Anciano, con barbas blancas, harapiento, mi anfitrión gozaba de un físico y un continente
que despertaban asombro y respeto a un tiempo. No bajaba del metro ochenta de altura y,
pese a su general aspecto de vejez y pobreza, sus proporciones resultaban fuertes y
poderosas. El rostro, casi oculto por una larga y espesa barba, parecía anormalmente
rubicundo y menos surcado de arrugas de lo que cabría esperar, mientras que sobre su frente
alta caía una mata de blancos cabellos apenas clareados por los años. Sus ojos azules, si bien
algo inyectados en sangre, resultaban inexplicablemente agudos y ardientes. A pesar de su
desaliño, el hombre podría haber gozado de un aspecto tan distinguido como imponente. Ese
desaliño, no obstante, resultaba ofensivo a pesar de su rostro y su porte. Apenas puedo decir
qué eran sus ropas, ya que parecían poco más que un puñado de andrajos sobre un par de
botas altas y pesadas, y su falta de limpieza se encuentra más allá de cualquier descripción.
El aspecto de este hombre, y el miedo instintivo que me despertaba, por lo que me
habían dispuesto de antemano para algo parecido a la hostilidad; por lo que me vi cogido por
la sorpresa, así como por una sensación de extraña incongruencia, cuando me señaló una silla
dirigiéndose a mí, con una voz débil y suave llena de respeto adulador y hospitalidad
conciliadora. Su habla era de lo más curiosa, una variante extrema del dialecto yanqui, que
yo había creído ya extinta; así que lo estudié con más detenimiento mientras se arrellanaba
enfrente para hablar.
-Alcanzao por la lluvia, ¿eh? -dijo a modo de saludo-. Suerte qu'estaba a la vera de la
casa y se l'ocurrió allegarse. Creo que dormía, o l'habría escuchao... ya no soy mozo y
necesito mis buenas cabezás estos días. ¿Y s'encamina pa lejos? No se ve a mucho por esta
vereda desde que nos privaron del coche d'Arkham.
Contesté que me dirigía a Arkham, disculpándome por mi desconsiderada irrupción en
su domicilio, lo que le llevó a proseguir.
-Merced que m'hace, señorito... se ven pocas caras nuevas po aquí, y no hay demasio
pa entretenerse estos días. Me da qu'es usté bostoniano, ¿eh? Nunca estuve acullá, pero sé
decí quién es de ciudá na más echarle l'ojo encima... tuvimos un maestro d'aldea allá po
l'ochenta y cuatro, pero fuese de sopetón y nadie tuvo nuevas d'el desde'ntonces -aquí el viejo
se echó a reír entre dientes, sin dar explicación alguna a mis preguntas. Parecía hallarse de
excelente humor, aunque teñido por esa extravagancia que su aspecto hacía suponer. Divagó
durante algún tiempo en forma casi febril, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había
adquirido un libro tan raro como el Regnum Congo de Pigafetta. No se me había pasado la
impresión causada por tal volumen y sentía cierta renuencia a mencionarlo, pero la
curiosidad venció a los indeterminados temores que había ido acumulando sin descanso
desde el momento en que puse los ojos en la casa. Para mi alivio, la pregunta no provocó una
situación embarazosa, ya que el viejo respondió abierta y veleidosamente.
-Oh, ¿ese libro africano? El capitán Ebenezer Holt vendiómelo n'el sesenta y ocho... le
dieron muerte en la guerra.
La mención del nombre de Ebenezer Holt me hizo prestarle mayor atención, ya que me
había topado con él durante mi trabajo genealógico, aunque no había ningún dato posterior a
la independencia. Me pregunté si mi anfitrión no podría ayudarme con mi tarea, y decidí
preguntarle más tarde. Él continuaba.
-Ebenecer estuvo muchos años en un mercante de Salem, y en cá puerto echaba mano a
algo raro. Trajo esto de Londres, me da... le gustaba hurgar en las tiendas. Estaba una vez en
casa suya, en la colina, chalaneando, cuando l'eché l'ojo a este libro. M'encapriché de los
grabaos, así que hicimos un trueque. Es un libro raro... esto, déjeme buscar las lentes... -el
viejo rebuscó en sus andrajos, sacando unas gafas sucias y asombrosamente antiguas, con
pequeños cristales octogonales y arco metálico. Calándoselas, se acercó al volumen de la
mesa y pasó cuidadosamente las páginas.
-Ebenezer podía leer algo d'esto... latines... pero yo no pueo. Dos o tres maestros me
leyeron algo y el reverendo Clark, ése que dicen que s'ahogo en la poza... entiende usté algo?
Manifesté ser capaz y le traduje un párrafo del principio. Si erré, él no era erudito
capaz de corregirme, ya que parecía puerilmente complacido con mi versión inglesa. Su
proximidad iba resultando bastante ofensiva, pero no veía la forma de apartarme sin
ofenderlo. Me resultaba divertido la infantil querencia de este viejo ignorante por las
imágenes de un libro que no podía leer, y me pregunté hasta qué punto sería capaz de
descifrar lospocos volúmenes en inglés que adornaban el cuarto. Esa demostración de
simpleza aquietó mucha de la indefinible aprensión que había sentido, y me sonreí mientras
mi anfitrión parloteaba.
-Raro cómo los dibujos le hacen pensar a uno. Repare n'este cerca d'el principio. ¿Vio
nunca árboles así, con hojas tan grandes meneándose. Y hombres así... no puén ser negros...
mira que es raro; como pieles rojas, a fe mía, aunque'sten en África. Algunos d'estos
bichejos se ven como monos, o medio monos medio hombres, pero nunca supe de ná como
esto -entonces señaló a una fabulosa criatura, fruto de la imaginación del artista, que podría
describirse como un dragón con cabeza de caimán.
-Pero ahora l'enseño lo mejó... a la mitá -el habla del viejo se hizo más espesa, y el
resplandor de sus ojos más brillante; pero' sus manos temblorosas, aunque más desmañadas
que antes, aún fueron capaces de lograr su objetivo. El libro se abrió, casi por propio
impulso, como si se debiera a la frecuencia con que esa página era consultada, por la
repulsiva lámina duodécima que mostraba la tienda de un carnicero entre los caníbales
anziques. Mi desasosiego volvió, aunque no di muestras de ello. Lo más extravagante de
todo era que el dibujante había representado a estos africanos como hombres blancos... los
miembros y los cuartos colgados de los muros de la carnicería resultaban espantosos, al
tiempo que el carnicero con su hacha aparecía odiosamente incongruente. Pero a mi
anfitrión la imagen parecía deleitarle tanto como a mí me desagradaba.
-Qué le paece? ¿A que nunca se vió ná igual por estos pagos? En cuanto leché Tojo le
dije a Eb Holt: «Aquesto's algo que te despierta y te hace agita la sangre.» Cuando leo en
las Escrituras sobre matanzas... como cuando acabaron con los madianitas... pienso en estas
cosas, pero no las tengo dibujás. Aquí pué uno ver tó eso... me dá qu'es pecao, ¿pero no
nacemos y vivimos en pecao?... ese tio cortao en cachos me da cosquilleo cá vez que lo
miro... no pueo dejá de mirá... ¿ve cómo l'a cortao el carnicero los pies? Ahí en la banqueta
está la cabeza con un brazo al lao, el otro está tirao en el suelo junto a del tajo.
Según aquel hombre farfullaba presa de un éxtasis extremecedor, la expresión de su
rostro barbudo y cubierto con gafas se tornó indescriptible, mientras que el tono de su voz
bajaba en vez de subir. Apenas puedo recordar mis propias sensaciones. Todo el terror que
antes sintiera de difusa forma, me acució ahora activa y vívidamente, y comprendí que odiaba
a aquella criatura anciana y horrenda que me agobiaba de forma terrible. Su locura, o al
menos su perversión parcial, estaban más allá de toda duda. Apenas musitaba ahora,
empleando un tono bajo, más terrible que el grito, y yo temblaba escuchándolo.
-Como digo, hay que vé lo que l'hace pensa a uno estos dibujos raros. ¿Sabe, señorito?
Éste es el que me gusta. Cuando troqué'l libro a Eb lo miraba mucho, especialmente cuando
escuchaba a despotricar cada domingo con su gran peluca. Una vez probé algo distinto...
espero, señorito, que no s'asuste... tó lo qu'hice era mirá el dibujo antes de matá las ovejas p'al
mercao... matá ovejas era más divertío después de mirar esto.
El tono del viejo se había vuelto extremadamente bajo, resultando a veces tan débil que
las palabras apenas eran audibles. Oía la lluvia y el golpeteo contra las sucias ventanas de
pequeños recuadros, y sentí el retumbar de un trueno acercándose, algo bastante insólito para
la estación. Un relámpago y un estruendo terroríficos hicieron retemblar la frágil casa hasta
sus cimientos, pero el murmurador pareció no percatarse.
-Matá ovejas era más divertío... pero unté sabe, no era bastante satisfactorio. Extraño
cómo un antojo le engancha a uno... por el amor de Dios, joven, no lo cuente por ahí, pero
juro por el Serió que este dibujo iba despertándome hambre de cosas que no podía plantar ni
comprar... oiga, tranquilo, qué le pasa... no hicé na, sólo me preguntaba qué pasaría de
hacerlo... dicen quela carne hace carne y sangre y le da a uno nueva vida, así que me pregunté
si esto no le haría a un hombre vivir más y más tiempo de ser ese el caso....
Pero el susurro no llegó a continuar. La interrupción no fue debida a mi espanto, ni a la
tormenta que arreciaba con rapidez y en cuya furia abrí repentinamente los ojos entre una
humeante soledad de ruinas ennegrecidas. Fue debido a un suceso muy sencillo aunque de lo
más insólito.
El libro estaba abierto. ante nosotros, con el dibujo vuelto repulsivamente hacia arriba.
Al tiempo que el viejo susurraba «de ser ése el caso», se escuchó un débil golpe de chapoteo,
y apareció algo sobre el amarillento papel del abierto volumen. Pensé en la lluvia y en
goteras, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales anziques relucía
llamativamente una pequeña salpicadura roja, prestando credibilidad al horror del grabado. El
viejo se percató, dejando de susurrar aun antes de que le obligara a ello mi expresión de
horror; lo vio y alzó rapidamente la vista hacia el suelo de la habitación que abandonara una
hora antes. Yo seguí su mirada y pude contemplar sobre nuestras cabezas, en el
descascarillado yeso del viejo cielo raso, una gran mancha irregular de húmedo carmesí que
parecía crecer ante nuestros ojos. Ni grité ni me moví, limitándome simplemente a cerrar los
ojos. Y un instante después llegó el titánico rayo de rayos, haciendo estallar aquella maldita
casa de indecibles secretos y trayéndome lo único que podía salvar mi cordura, la
inconsciencia.

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