POR LA SANGRE ES LA VIDA
-
FRANCIS MARION CRAWFORD
Cené en el crepúsculo sobre el tejado de la vieja torre, ya que estaba fresco
ahí durante el gran calor del verano. Aparte, la pequeña cocina había sido
construída en una esquina de la gran plataforma, lo cual resultaba más
conveniente si las fuentes tenían que ser llevadas por la empinada escalinata
pétrea, rota en varios lugares y por todos lados agrietada por los años.
La torre era una de aquellas construcciones ordenadas en el sureste de Calabria
por el emperador Carlos V, a principios del siglo XVI para vigilar el avance de
los piratas bárbaros, cuando los infieles se aliaron a Francisco I contra el
emperador y la Iglesia. Estaban hecha ruinas, un par aún permanecían intactas, y
la mía era una de las más grandes. Como entró en mi patrimonio diez años atrás,
y porque gasté parte de cada año en ella, son materias que no conciernen a este
relato. La torre se elevaba en una de los más solitarios puntos de Italia
meridional, y en el extremo de un promontorio curvo, que forma un pequeño pero
seguro puerto natural en la parte sur del golfo de Policastro, y justo al norte
del Cabo Escala, el lugar de nacimiento de Judas Iscariote, según una vieja
leyenda local.
La torre se eleva en esta porción del terreno, y no hay otra casa que pueda ser
vista en un radio de tres millas de ella. Cuando vine, tomé un par de marinos,
uno de ellos un experto cocinero, y cuando estuve lejos lo dejé a cargo de un
pequeño hombre que una vez fue un minero y que se amigó conmigo tiempo atrás.
Mi amigo, quien algunas veces me visita en mi soledad estival, es un artista de
profesión, de origen escandinavo, y un cosmopólita debido a la fuerza de las
circunstancias. Nosotros cenamos al crepúsculo; el brillo del atardecer se había
disipado de nuevo, y la tarde púrpura había caído en la vasta cadena de montañas
que atravesaban el golfo hacia el este, y se alzaban más alto a medida que se
van hacia el sur. Hacía calor, y nos sentamos en una de las esquinas de la
plataforma, esperando por el rocío de la noche. El color se hundió desde el
aire, hubo un pequeño intervalo de tinieblas, y una lámpara envió una veta
amarilla desde la puerta abierta de la cocina donde los hombres estaban
preparando la comida.
Entonces la luna surgió súbitamente sobre la cresta del promontorio, inundando
la plataforma e iluminando cada pequeño guijarro de roca y mata de hierba bajo
nosotros, bajo el filo del agua calma. Mi amigo prendió su pipa y se sentó
mirando un punto en las colinas. Supe que estaba mirando, y por un largo tiempo
me pregunté si habría visto algo que hubiera acaparado su atención. Había pasado
un largo tiempo desde que habló por última vez. Como la mayoría de los pintores,
él confiaba en su propia vista, como un león confía en su propia fuerza y un
venado en su velocidad, y él siempre se molestaba cuando no podía reconciliar lo
que veía con lo que él creía que tenía que ver.
- Es extraño - dijo -¿Ves aquel pequeño montículo justo en aquel lado?
- Si - repuse, y supuse lo que vendría.
- Parece como una tumba - observó Holger.
- Es verdad. Parece como un sepulcro.
- Si - continuó mi amigo, con sus ojos aún fijos en el punto-. Pero lo extraño
de esto es que veo el cuerpo yaciendo sobre la misma, por supuesto - continuó
Holger, volteando su cabeza como lo hacen los artistas -, debe ser un efecto de
la luz. En primer lugar, no es una tumba. Segundo, si lo fuera, el cuerpo
debería estar dentro y no fuera. Entonces, debe ser un efecto de la luz de la
luna. ¿Lo puedes ver?
- Perfectamente; siempre lo veo en las noches de luna.
- No parece interesarte mucho - dijo Holger.
- Por el contrario, esto me interesa, pero ya estoy un poco cansado. Tu no estás
tan equivocado, sin embargo. El montículo es realmente una tumba.
- No puede ser - gritó Holger, incrédulamente.
- No, -respondí - no puede ser. Lo se, porque he tomado el trabajo de ir allá y
verlo.
- ¿Entonces qué era? - preguntó Holger.
- Nada
- ¿Entonces es sólo un efecto de la luz, supongo?
- Quizás lo es. Pero la inexplicable parte del asunto es que no hay diferencia
si la luna ha salido o se pone, o si está en creciente o menguante. Si hay
alguna luz de luna, desde el este o del oeste, mientras brilla sobre las
piedras, uno puede ver el contorno del cuerpo.
Holger removió su pipa con la punta de su cuchillo y usó su dedo como tapón.
Cuando el tabaco ardió bien, él se levantó de su silla.
- Si tu no lo piensas - dijo - iré abajo y miraré el montículo.
Me dejó, cruzó la azotea, y desapareció bajo los oscuros escalones. No me moví,
pero me senté mirando hasta que lo vi salir de la torre. Lo escuché canturrear
una vieja canción danesa mientras cruzaba el espacio abierto bajo el brillo de
la luna, dirigiéndose directamente hacia el misterioso montículo. Cuando él
estaba a diez pasos de él, Holger se paró, avanzó solo dos pasos y luego
retrocedió cuatro y nuevamente se paró. Sabía lo que eso significaba. Él había
llegado al punto donde la cosa dejaba de ser visible, donde, como el hubiera
dicho, el efecto de la luz cambiaba.
Entonces él regresó al montículo y se paró sobre él. Podía ver aún la cosa, pero
ya no estaba tendida sobre la piedra; ahora estaba como arrodillada, rodeando
con sus blancos brazos el cuerpo de Holger y mirando en su rostro. Una fría
brisa conmovió mi cabello en ese momento, y el viento nocturno comenzó a soplar
desde las colinas, pero sentí como si fuera la respiración de otro mundo.
La cosa pareció como que trataba de escalar por sus pies, ayudándose por el
cuerpo de Holger, mientras este permanecía erguido, quizás inconsciente de eso,
aparentemente mirando hacia la torre, que es muy pintoresca cuando la luz de la
luna cae por aquel lado.
- ¡Regresa! -le grité- ¡No te quedes ahí toda la noche!
Me pareció como que él se movió muy a su pesar, como que bajó del montículo, con
dificultad. Eso fue. Los brazos de la cosa aún estaban rodeándolo por la
cintura, pero sus pies no podían dejar la tumba. A medida que él lentamente se
movía hacia adelante, se iba cubriendo con una especie de corona de bruma,
ligera y blanquecina, hasta que vi claramente cuando Holger se sacudió, como
cuando alguien se asusta. En el mismo momento un leve gemido de dolor llegó a
mis oídos a través del viento. Pudo haber sido una pequeña lechuza que vive
sobre las rocas, y la brumosa presencia se replegó suavemente cuando la figura
de Holger comenzó a avanzar y dejó el montículo.
De nuevo sentí la fría brisa en mi cabello, y esta vez una helada sensación de
horror bajó por mi espina. Recordaba muy bien cuando yo mismo había ido al
montículo, bajo la luz de la luna; había estado allí cerca, y no había visto
nada; como Holger, fui y me paré encima del montículo; y recordaba como, cuando
volví, estaba seguro que no había nada allí, y de pronto tuve la convicción que
habría algo si solo miraba detrás mío. Recordaba la fuerte tentación de mirar
para atrás, una tentación que resistí como si fuera algo indigno de un hombre de
sentido común, hasta que me libré, y me sacudí tal cual como Holger había hecho.
Y ahora sabía que aquellos blancos y neblinosos brazos también me habían
rodeado; lo supe en un instante, y me estremecí cuando recordé que esa noche
también había escuchado la misma lechuza. Pero no había sido ningún buho o
lechuza. Era el aullido de la Cosa.
Recambié el tabaco de mi pipa y me serví una copa de fuerte vino del sur; en
menos de un minuto Holger estaba de nuevo sentado a mi lado.
- Por supuesto, no había nada allí -dijo-, pero es escalofriante. ¿Sabías que
cuando estaba volviendo estaba tan seguro que había alguien detrás mío que
quería voltearme y ver? Hice un gran esfuerzo para no hacerlo.
Se río un poco, sacudió las cenizas de su pipa, y se sirvió una copa. Por un
momento ninguno de los dos habló, y la luna siguió alta, y ambos miramos a la
Cosa que permanecía sobre el montículo.
- Tu puedes hacer una historia sobre aquello -dijo Holger luego de un largo
rato.
- Hay una -le respondí-, si no estás con mucho sueño, te la puedo contar.
- Adelante -dijo Holger, a quien le gustaban las historias.
El viejo Alario estaba moribundo en el pueblo, detrás de la colina. Tu lo
recuerdas, no tengo duda. Ellos decían que él hizo dinero vendiendo joyas
falsificadas en Sud América, y que escapó con el dinero luego de haber sido
acusado. Como todos estos tipos, si ellos se traen algo consigo
mismos, lo invierten para refaccionar sus casas, y como no había albañiles por
aquí, él envió dos obreros a Paola. Ellos eran dos corpulentos pillos, un
napolitano que había perdido un ojo, y un siciliano que tenía una vieja cicatriz
de pulgada y media en su mejilla izquierda. Alguna vez los vi, ya que los
domingos acostumbraban bajar por aquí a pescar en las rocas de la costa. Cuando
Alario pescó las fiebres que lo llevaron a la tumba, los albañiles aún estaban
trabajando. Como ellos acordaron que parte de sus pagas sería el alojamiento y
la comida, él los hacía dormir en la casa. Su esposa había muerto, y solo tenía
un hijo llamado Angelo, que era mucho más honesto que él mismo. Angelo estaba
por casarse con la hijo del hombre más rico del pueblo, y extrañamente, a pesar
que el matrimonio había sido arreglado por sus padres, los jóvenes novios
estaban enamorados el uno del otro.
De esta manera, sucedía que todo el pueblo amaba a Angelo, y entre el resto
había una salvaje y bonita criatura llamada Cristina, que parecía ser una
gitana. Ella tenía labios muy rojos y ojos negros, y tenía el cuerpo de un
galgo, y la lengua de un demonio. Pero para Angelo ella no tenía la menor
importancia. Él era poco más que un simplón, muy diferente del truhán que era su
padre; y bajo las que yo denomino circunstancias normales, realmente creo que él
jamás habría mirado a otra mujer excepto a la bonita y pequeña criatura, con la
que tuvo que casarse por órdenes de su padre. Pero las cosas se dieron vuelta,
tanto por causas normales o no naturales.
Había también un joven y apuesto pastor de las colinas sobre Maratea que estaba
enamorado de Cristina, quien parecía vivir muy indiferente de éste joven.
Cristina no tenía un medio de vida estable, pero ella era una buena chica y era
capaz de hacer cualquier trabajo, en pos de tener un poco de pan o un plato de
arvejas, y un techo bajo el cual poder dormir. Ella era muy feliz cuando tenía
algún tipo de tarea cerca de la casa del padre de Angelo. No habían médicos en
el pueblo, y cuando los vecinos supieron que el viejo Alario estaba muy enfermo,
Cristina fue enviada a Scalea para traer a un doctor. Esto fue casi al
anochecer, y si ellos esperaron tanto fue porque el enfermo se negaba a permitir
cualquier tipo de extravagancia mientras él fuera capaz de hablar. Pero mientras
Cristina estuvo fuera, algunas cosas marcharon muy mal. El ábate fue llevado al
lecho, y cuando hubo hecho lo que pudo, dio su opinión de que el viejo estaba
muerto, lo anunció a los vecinos y dejó la casa.
Tu conoces a esta gente. Tienen un miedo físico a la muerte muy grande. Hasta
que el cura habló, el salón estaba lleno de gente. Sus palabras salieron
difícilmente de su boca. Cayó la noche. Todos se apuraron en llegar a sus casas,
corriendo a través de la calle.
Angelo, que como habíamos dicho, estaba fuera, Cristina aún no había vuelto, la
sirvienta que había cuidado al viejo durante su enfermedad, habíase ido con el
resto, y el cadáver quedó solitario bajo la parpadeante luz de la lámpara de
aceite.
Cinco minutos después dos hombres miraron con cautela y se movieron
sigilosamente por el dormitorio. Eran el albañil napolitano tuerto y su
compañero siciliano. Ellos sabían que era lo que querían. En un breve momento
habían encontrado debajo de la cama una pequeña pero fuerte cajita de metal, y
al siguiente instante habían dejado la casa, al amparo de la oscuridad. Había
sido un trabajo sencillo, ya que la casa de Alario era la última antes del
desfiladero que desemboca en estas rocas, y los ladrones habían simplemente
salido por la puerta trasera, y ya estaban amparados por las rocas, a excepción
de la posibilidad de encontrarse con algún campesino retrasado, la cual era casi
nula, ya que muy poca gente utilizaba esa ruta. Ellos llevaban una azada y una
pala, y siguieron su camino sin ningún accidente.
Te estoy contando esta historia como debió haber ocurrido, ya que, por supuesto,
no hay testigos de la parte que ahora viene. Los hombres llevaron la caja a
través del desfiladero, intentando enterrarla hasta que fueran capaces de
regresar con un bote y tomarla. Así que debían elegir el lugar adecuado para
enterrarlo dado la posibilidad que parte del dinero estuviera en títulos o en
papeles, así que había que procurar un lugar seco y resguardado. Sabían que el
papel se pudriría si ellos se veían obligados a dejarlo por mucho tiempo, así
que cavaron su foso aquí abajo, cerca de estos guijarros. Si, justamente donde
hoy está el montículo.
Cristina no encontró al médico en Scalea, ya que había sido llamado desde un
lugar más allá del valle, a mitad de camino de San Domenico. Si ella le hubiera
encontrado, él habría tenido que acudir en mula por el camino superior, que es
más uniforme, pero también más largo. Pero Cristina tomó el atajo a través de
las rocas, que pasan cerca de cincuenta pies por sobre el montículo. Los hombres
estaban cavando cuando ella pasó, y ella los escuchó trabajar. No se habría
marchado sin descubrir el origen de estos ruidos, y ya que ella nunca había
tenido miedo en su vida, pensó que a lo mejor eran los pescadores quienes
algunas veces vienen de noche para conseguir alguna roca que usar de ancla o
juntar algunos leños para prender una fogata. La noche estaba oscura y Cristina
probablemente se acercó mucho a los dos hombres antes de que pudiera ver que
estaban haciendo. Ella los vió, por supuesto, y ellos la vieron también, e
instantáneamente comprendieron que la tenían en su poder. Había una sola cosa
que hacer para estar seguros, y ellos la hicieron de inmediato. Golpearon a la
chica en la cabeza, terminaron de cavar el foso lo más rápido que pudieron, y
enterraron el arcón de metal junto a la chica. Ellos comprendieron de inmediato
que su única posibilidad de quedar absueltos de toda sospecha era la de regresar
de inmediato, y no había pasado media hora que se encontraban chismorreando con
el hombre que estaba construyendo el ataúd de Alario. Él era un compadre de
ellos, y también había estado trabajando en las reparaciones de la casa del
viejo. Hasta donde yo pude ser capaz de elucubrar, las únicas personas que
supuestamente sabían donde Alario guardaba su tesoro eran Angelo y la sirvienta
que había mencionado antes. Angelo estaba ausente; y fue la mujer quien
descubrió el robo.
Era fácil suponer que nadie más sabía donde estaba el dinero. El viejo guardaba
su caja cerrada con llave, y él mismo guardaba la llave en un bolsillo de su
chaqueta, y no permitía que la mujer entrara a limpiar, a no ser que él
estuviera presente. El pueblo entero sabía que él tenía mucho dinero en algún
sitio, y era probable que los albañiles hubieran descubierto el lugar husmeando
a través de la ventana en su ausencia. Si el viejo no hubiera estado delirante
hasta que perdió el conocimiento, él se hubiera agonizado aterrorizado de pensar
en sus riquezas. La fiel sirvienta había olvidado la existencia del arcón por
unos momentos, cuando se marchó asustada junto a los demás. Veinte minutos
habían pasado hasta que ella regresó con las dos viejas que siempre eran
llamadas cuando alguien moría y que preparaban al muerto para el funeral. Cuando
volvió al lecho del viejo, hizo el ademán como si se hubiera caído algo para
poder tener oportunidad de agacharse y mirar debajo de la cama. Pero la caja no
estaba. Había sido en la tarde que la había visto, así que habría sido robada en
el corto intervalo que ella abandonó la habitación.
No había carabineros en el pueblo, no había nada parecido a una oficina
municipal, ya que no había municipalidad. Creo que nunca hubo tal cosa en el
pueblo. Asi fue como la vieja sirvienta que había vivido toda su vida en el
pueblo, que jamás necesitó recurrir a la ayuda de ninguna autoridad civil,
simplemente salió corriendo a través de la calle, en la oscuridad, gritando que
habían robado la casa de su patrón muerto. Mucha gente se levantó a mirar que
ocurría, pero al principio nadie pareció inclinado a ayudarla. La mayoría se
murmuraban entre ellos que probablemente ella misma habría robado el dinero. El
primer hombre en moverse fue el padre de la chica que se había casado con
Angelo; su opinión era que la caja habría sido robada por los dos albañiles que
estaban alojados en la casa. Así que organizó una búsqueda por ellos, que
comenzó naturalmente en la casa de Alario y finalizó en la carpintería , donde
los ladrones fueron encontrados conversando con el carpintero, que estaba
terminando el ataúd, a la luz de una lámpara de aceite. La partida de búsqueda
los acusó del robo y iba a proceder a encerrarlos hasta tanto se pudieran traer
a algunos carabineros desde Scalea. Los dos hombres se miraron entre sí por un
momento, y de pronto, sin la más mínima dubitación, arrojaron la lámpara,
volcaron el ataúd poniéndolo como barrera, y largaron a correr en la oscuridad.
Luego de un breve instante, estaban siendo perseguidos.
Este es el fin de la primera parte de la historia. El tesoro había desaparecido,
y no había pistas que suministraran algún dato sobre los ladrones. El viejo fue
enterrado, y cuando Angelo regresó, al final, tuvo que pedir prestado para pagar
por el miserable funeral, y aún así tuvo alguna dificultad en hacerlo. No es
necesario que cuente que habiendo perdido su herencia, también perdió a su
novia. En esta parte del mundo, los matrimonios son hechos sobre estrictos
principios de negocios, y si el dinero prometido no estaba al día pactado, la
novia o el novio cuyos padres habían fracasado en tenerlo, podían dar marcha
atrás y cancelar todo. El pobre Angelo sabía todo esto muy bien. Su padre no
había poseído mucha tierra, y solo tenía el dinero que había traído de Sud
América, el cuál ahora ya no estaba. Solo tenía deudas por los materiales de
construcción utilizados en la refacción de la casa. Estaba arruinado, y la
bonita y pequeña criatura que iba a ser suya, le dio vuelta la cara en la más
elegante forma. En tanto Cristina, que habían pasado varios días de su
desaparición, ya nadie recordaba que había sido enviada al pueblo a buscar a un
médico y jamás había regresado. Ella ya había desaparecido por varios días
antes, cuando había conseguido un trabajo en una granja distante. Pero cuando no
volvió a ser vista por mucho tiempo, la gente se comenzó a preguntar, hasta que
se convencieron de la idea que ella había sido conspiradora junto a los
albañiles y había escapado con ellos.
Hice una pausa y limpié mis anteojos.
- Este tipo de cosas no pasan en ningún otro lado -observó Holger, llenando
nuevamente su pipa-. Es maravilloso que un encanto natural tan bello como el que
hay por aquí, esté tan cerca del asesinato y la muerte súbita. Acciones que
serían simplemente brutales y desagradables en cualquier otro lado, se vuelven
dramáticas y misteriosas a causa que estamos en Italia y que estamos viviendo en
una genuina torre construída por Carlos V para protegerse de los piratas
bárbaros.
- Hay algo de eso -admití, Holger es el hombre más romántico del mundo, pero
siempre piensa que es necesario explicar todo.
- Supongo que ellos encontraron el cadáver de la infortunada chica junto con la
caja.
- Parece que es de tú interés -respondí-, te lo diré junto con el final de la
historia.
La luna estaba en lo más alto; el perfil de la Cosa sobre el montículo era ahora
mucho más claro a mis ojos que antes.
El pueblo, poco a poco, regresó a su vida normal, común y corriente. Nadie
extrañó al viejo Alario, quien había estado mucho tiempo ausente por sus viajes
a Sud América, y nunca se había convertido en una figura familiar en el lugar.
Angelo continuó viviendo en la casa a medio terminar, y a razón de que no tenía
dinero, ya no podía tener a la vieja sirvienta, aunque ella, por cariño, venía
de vez en cuando y le lavaba una camisa. Aparte de la casa, él había heredado un
pequeño terrero a alguna distancia del pueblo. Él trató de cultivarlo, pero no
puso corazón en el trabajo, ya que sabía que jamás podría pagar los impuestos
del mismo, o de la casa, la cuál sería confiscada por el Gobierno, o bien
embargada por el reclamo de la deuda de los materiales de construcción. Angelo
era muy desgraciado. Mientras su padre vivía y era rico, cada chica en el pueblo
había estado enamorada de él; pero todo había cambiado ahora. Él se había
sentido admirado y respetado, y era invitado a tomar vino por padres cuyas hijas
estaban solteras. Ahora se cocinaba su miserable cena, y se sentía triste,
melancólico y taciturno.
Al anochecer, cuando el trabajo diurno hubo terminado, en vez de ir a pasear en
espacios abiertos, cerca de la iglesia, con los jóvenes amigos de su misma edad,
él comenzaba a errar en lugares solitarios de las afueras del pueblo hasta que
caía la oscuridad. Entonces regresaba a su casa y se iba a la cama para ahorrar
el gasto de la luz. Pero en aquellas solitarias horas de penumbra empezaba a
tener extraños sueños. Ya no estaba siempre solo, cuando se sentaba en el tronco
de un árbol, donde el sendero cercano tornaba hacia el desfiladero, él estaba
seguro que una mujer caminaba por sobre las rocas sin el menor sonido, como si
sus pies estuviesen desnudos; y ella se quedaba bajo un gruop de castaños,
solamente a una docena de yardas del sendero, y lo llamaba con señas, sin emitir
la mínima palabra. A pesar que ella se mantenía en las sombras, él sabía que sus
labios eran rojos, y cuando ella le sonrió, mostró dos pequeñas y claras hileras
de dientes. Él la reconoció de inmediato, y supo que era Cristina, y que estaba
muerta. Aún no experimentaba miedo; él solo se preguntaba si sería un sueño, ya
que pensaba si hubiera estado despierto, seguro hubiera tenido miedo.
Aparte, la mujer muerta tenía labios rojos, y esto solo podía suceder en un
sueño. Siempre que él pasaba cerca del desfiladero, al anochecer, ella siempre
estaba cerca esperándolo, o faltaba muy poco para que aparezca, y él comenzó a
pensar que ella se acercaría un poco cada día. Al principio él solo podía estar
seguro de sus labios enrojecidos, pero con cada vez que la veía, estaba
distinta, y el rostro pálido se le mostraba con unos ojos profundos y ávidos.
Fue que los ojos se volvieron ténues. Poco a poco él iba dándose cuenta que
algún día el sueño no terminaría cuando volviera a su casa, sino que continuaría
cuando fuera abajo, hacia el desfiladero, desde donde provenía la visión. Ella
estaba cerca ahora cuando le hacía señas. Sus mejillas tenían la lividez de la
muerte, y tenían la palidez de la inanición, con la furia y la sed no satisfecha
de sus ojos que le devoraban. Ella le había hechizado, y al final estaba
demasiado cerca suyo. Él no podía decir si su respiración era ígnea como el
fuego o fría como el hielo; tampoco podía decir si sus rojos labios ardían o
estaban helados; o si sus cinco dedos de su mano eran brasas o quemaban su piel
como la escarcha; no podía distinguir si estaba dormido o despierto, ni tampoco
si ella estaba viva o muerta. Pero él sabía que la amaba, ella solitaria de
todas las criaturas, de esto o del otro mundo, y su hechizo cayó poderoso sobre
él.
Cuando la luna subía a lo alto esa noche, la sombra de esta Cosa no estaba sola
sobre el montículo.
Angelo despertó en la fría mañana, empapado del rocío nocturno y asustado en
carne, hueso y sangre propia. Abrió sus ojos hacia la clara luz y vio las
estrellas que aún brillaban en el firmamento. Lentamente volvió su cabeza hacia
el montículo, pero la otra cara no estaba allí. El miedo lo había paralizado
súbitamente, un miedo inenarrable y desconocido; saltó y comenzó a correr hacia
arriba para escalar el desfiladero, sin jamás volver a mirar para atrás, hasta
tanto hubo alcanzado la puerta de su hogar en las afueras del pueblo. Ese día
regresó a su trabajo, y las horas se arrastraron agotadoramente hasta que el sol
cayó y se hundió en el mar, y grandes destellos sobre las colinas de Maratea se
tornaron púrpuras contra el cielo teñido de gaviotas.
Angelo cargó en su hombro el pesado azadón y dejó el campo. Se sentía menos
cansado ahora que en la mañana cuando comenzó a trabajar, pero se prometió a sí
mismo que iría a su casa sin detenerse en el acantilado, y comería la mejor cena
que pudiera prepararse, y dormiría toda la noche como cualquier cristiano. No
sería tentado de nuevo por la sombra con labios rojos y respiración gélida; no
soñaría de nuevo esa pesadilla de terror y placer. Él estaba cerca del pueblo
ahora; había pasado media hora desde que el sol se había puesto, y las campanas
de la iglesia tronaron con pequeños y discordantes ecos alrededor de las rocas y
barrancos para comunicar a toda la buena gente que el día se había cumplido.
Angelo aún permaneció un momento donde la ruta se bifurcaba, donde el izquierdo
conducía al pueblo, y el derecho hacia el acantilado, donde un grupo de castaños
se levantaba a la vera del sendero. Él se frenó un minuto, acomodando el
sombrero sobre su cabeza y mirando fijamente hacia el mar, y sus labios se
movieron mientras él silenciosamente recitaba una oración familiar. Sus labios
se movían, pero las palabras que siguieron perdían su significado y se
convertían en otras, y terminaban en un nombre que él pronunciaba en voz alta:
¡Cristina! Con el nombre, la tensión de su voluntad se relajó súbitamente, la
realidad se evaporó y el sueño regresó de nuevo, y como un sonámbulo, bajó,
bajó, por el sendero hacia la creciente oscuridad. Y a medida que ella se
deslizaba por un lado, susurró extrañas y dulces cosas a su oído, que, si él
hubiera estado en vigilia, hubiera sabido que no podría comprenderlas; pero en
el estado actual, le parecieron las palabras más maravillosas que había
escuchado en toda su vida. Y ella lo besó, pero no sobre su boca. Él sintió sus
penetrantes besos bajo su garganta, y sabía que sus labios estaban rojos. Así
que el salvaje sueño se aceleró hacia la oscuridad y las penumbras, a través de
la pálida luz de luna, y toda la gloria de la noche estival. Pero amanecer se
despertó medio muerto, sobre el montículo de allá abajo, recordando y no
recordando, falto de sangre, aún extrañamente nostálgico de esos labios rojos.
Entonces vino el pavor, el terrorífico pánico innombrable, el horror mortal que
guardan los confines del mundo que no vemos, ni que conocemos al igual que las
otras cosas, pero que podemos sentir a través de gélidos escalofríos en nuestros
huesos y del toque de una fantasmal mano que es capaz de encanecer nuestro
cabello. Una vez más Angelo se levantó del montículo y corrió hacia el
desfiladero, bajo las primeras luces del día. Pero sus pasos fueron más
inseguros esta vez, y él se detuvo para recuperar el aliento; y cuando se acercó
al salto de agua que se yergue a mitad de la colina, se arrodilló y remojó su
cara y bebió como el nunca antes había bebido, por que tenía la sed de un hombre
herido que había quedado toda la noche desangrandose a la intemperie.
Ella había regresado, y él no podía escapar, pero podría tenerla cada noche al
crepúsculo, hasta que ella hubiera drenado la última gota de su sangre. Fue en
vano que al final del día él tratara de tomar otro camino y fuera a casa por
alguna senda que no lindara con el desfiladero. En vano se prometía cada mañana
mientras tenía que trepar por su solitario camino rumbo al hogar. Era en vano,
ya que cuando el sol ardiente se hundía en el mar, y el fresco de la noche
regresaba, sus pies lo llevaban hacia el viejo camino, y ella le esperaba en las
sombras, bajo los castaños; y
entonces todo ocurría de nuevo y él volvía a sentir esos besos bajo su garganta
mientras ella se movía y revoloteaba a lo largo del camino, enlazando su brazo
alrededor suyo. Y a medida que su sangre decrecía, ella estaba más hambrienta y
más sedienta cada noche, y cada día cuando él se despertaba en las primeras
horas de la mañana, le resultaba más difícil el esfuerzo de trepar las rocas del
desfiladero para llegar a su casa; y cuando él llegaba a su trabajo, sus pies y
sus brazos se cansaban mucho más rápido del azadón. Él apenas hablaba con los
demás, pero la gente decía que ser estaba "autoconsumiendo" por el amor de la
chica que iba a desposar y que perdió junto con su herencia; y ellos se reían
con tal pensamiento, ya que este no es un país muy romántico. Durante este
tiempo, Antonio, el hombre que está aquí para vigilar la torre, regresó de
visitar a su gente, cerca de Salerno. Él había estado fuera todo el tiempo,
desde antes de la muerte de Alario, y no estaba enterado de todo esto. Él me ha
contado que regresó una tarde, casi de noche, y subió a la torre para comer y
dormir, ya que estaba muy cansado. Era pasada la medianoche cuando se despertó,
y cuando miró que la luna estaba subiendo por la colina, vio hacia el montículo,
y observó algo, y no pudo volver a dormir esa noche. Cuando regresó en la
mañana, a pleno día, no había nada que ver sobre el montículo, solo piedras y
arena. Luego marchó directo por la ruta al pueblo, y fue a la casa del viejo
cura.
- He visto una cosa maléfica esta noche -dijo-, he visto como un muerte bebe la
sangre de un vivo. Y la sangre es la vida.
- Dime que fue lo que viste -dijo el cura, como réplica.
Antonio le contó todo lo que había visto.
- Usted debe traer su libro y su agua bendita esta noche -añadió-. Estaré ahí
antes del atardecer con usted, y si le place cenar conmigo mientras esperamos,
estaré listo.
- Iré -respondió el sacerdote-, por lo que he leído en los viejos libros estos
extraños seres no están ni vivos ni muertos, descansan en sus tumbas durante el
día, y roban la sangre y la vida de los vivos durante la noche.
Antonio no podía leer, pero estuvo feliz de que el cura pudiera comprender todo
aquello. Por supuestos estos libros instruían la manera de terminar la
existencia de la Cosa no muerta para siempre.
Así que Antonio regresó a su trabajo, que consistía en sentarse en el lado
sombrío de la torre, o bien colgarse con una línea de pesca de alguna roca junto
al mar. Pero aquel día él marchó dos veces a revisar el montículo, a pleno sol,
y estuvo revisando los alrededores, en busca de algún hueco en el que este ser
pudiera refugiarse; pero no halló nada. Cuando el sol comenzó a extinguirse y el
aire refrescó en las sombras, él fue a llamar al viejo cura, llevando consigo
una canasta; en la que pusieron una botella de agua bendita, y todo aquello que
el cura pudiera necesitar para su tarea; y ellos bajaron y esperaron en la
puerta de la torre, hasta fuera de noche. Pero mientras las últimas luces del
día aún se retardaban en desaparecer vieron que algo se movía, justo allá, dos
figuras, un hombre que caminaba y una mujer que revoloteaba a su alrededor,
mientras su cabeza permanecía sobre los hombros de él, besándole el cuello. El
sacerdote, según me contó, también, mientras le castañeteaban los dientes, asió
fuertemente del brazo a Antonio. La visión pasaba y desaparecía entre las
sombras. Entonces Antonio tomó un envase de licor fuerte, que él guardaba para
ocasiones especiales, y se bebió un trago de esos que hacen que un hombre mayor
se sienta de nuevo joven, y luego tomó su linterna, y también su pico y pala, y
dio al sacerdote su estola y el agua bendita, acto seguido comenzaron a caminar
hacia el punto donde habían visto la aparición. Antonio dijo que sus propias
rodillas se chocaban entre sí al caminar y el cura se tropezaba en su propio
latín. Cuando ellos estaban a un par de yardas del montículo la parpadeante luz
de la linterna se movió sobre el rostro pálido de Angelo, inconsciente, como si
estuviera dormido, y sobre su respingado cuello había una muy delgada línea de
gotas de sangre que era vertida sobre su cuello; y la luz de la linterna también
iluminó sobre otra cara que miraba desde esta fiesta, con dos profundos ojos
muertos que veían como a través de la muerte, con labios rojizos como la vida
misma, con dos relucientes dientes sobre los que brillaba una gota sonrosada. El
cura, viejo buen hombre, cerró sus ojos y exhibió su agua bendita ante él, y su
voz rota se tradujo en un grito; y Antonio, quien no se acobardó después de
todo, levantó su pico con una mano, teniendo la linterna en la otra, y le saltó
encima, sin saber como terminaría; y entonces juró que escuchó el grito de una
mujer, y la Cosa se había ido. Angelo quedó inconsciente sobre el montículo, con
la línea roja sobre su cuello, y las gotas de su mortal sudor en su frente.
Ellos lo alzaron en brazos, medio muerto como estba, y lo dejaron cerca de donde
estaban; luego Antonio comenzó a trabajar, y el cura ayudó, aunque él era viejo
y no podía hacer mucho. Así que cavaron profundo, y a lo último Antonio, estando
sobre la tumba, se paró y alumbró con su linterna para mirar lo que podían ver.
Su cabello, que solía ser castaño oscuro, con algunas canas cerca de las sienes,
en menos de un mes quedó totalmente gris como un tejón. Él había sido minero
cuando joven, y la mayoría de esta gente jamás llegaron a ver algo como lo que
él vio esta noche: esta Cosa que permanecería ni sobre ni debajo de la tumba.
Antonio había llevado algo con él que el cura no había advertido. Él se había
hecho esa misma tarde una afilada estaca tallada de vieja madera de barco, que
ahora llevaba con él, además de su pico, cuando bajó a la tumba, alumbrando con
su linterna. No puedo imaginar ningún poder sobre la Tierra que pueda traducir
en palabras lo que ocurrió entonces, y el viejo cura se asustó al mirar. Él dice
que escuchó a Antonio que respiraba como una bestia salvaje, y moviéndose como
si estuviera luchando con algo tan fuerte como sí mismo; y también escuchó un
maléfico sonido, como si algo hubiera perforado violentamente carne y hueso; el
más horroroso sonido de todos, el alarido de una mujer, el sobrenatural aullido
de una mujer ni viva ni muerta, pero enterrada en lo profundo durante muchos
días. Y él, el pobre viejo cura, pudo únicamente caer y arrodillarse en la
arena, vociferando sus oraciones y exorcismos en voz alta para ahogar esos
sonidos desgarradores. Entonces, súbitamente, un pequeño arcón de metal cayó
cerca de donde estaba arrodillado, siendo iluminado por la luz de la linterna, y
al siguiente momento Antonio estaba detrás de él, con su cara tan pálida como
sebo, empujando la arena y grava dentro de la tumba, con furia, y mirando por
sobre el borde hasta que el foso estuvo medio lleno; y el cura dijo que había
mucha más sangre fresca en las manos de Antonio y en sus ropas.
Aquí es donde termina mi historia. Holger terminó su vino y se reclinó en su
silla.
- Entonces Angelo tuvo lo suyo de nuevo -dijo-, ¿se casó con la chica que estaba
prometida?
- No, él quedó aterrorizado, y se fue a Sud América, y no volví a tener noticias
desde entonces.
- Y este pobre cadáver está aún allí, supongo -dijo Holger-. ¿Sigue muerto aún?,
me pregunto.
Me lo pregunto también, pero si está muerto o vivo, debo tener cuidado de verlo,
aún a plena luz del día. Antonio está canoso como un tejón, y él nunca ha sido
el mismo desde aquella noche.