Hocus Pocus
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Kurt Vonnegut
1ªparte
Este trabajo de ficción pura está dedicado a la memoria de
1
Mi nombre es Eugene Debs Hartke y nací en 1940. Me llamaron así a petición de mi abuelo materno, Benjamin Wills, quien era Socialista y Ateo, un modesto jardinero de la Universidad Butler de Indianápolis, Indiana, y seguidor de Eugene Debs, oriundo de Terre Haute, Indiana. Debs fue Socialista, Pacifista y Organizador Sindical; contendió varias veces para la Presidencia de los Estados Unidos de América y obtuvo más votos que cualquier otro candidato nominado por un tercer partido en la historia de ese país.
Debs murió en 1926, cuando yo tenía 14 años de edad.
Ahora estamos en el año 2001.
Si todo hubiera sucedido según las expectativas de mucha gente, Jesucristo estaría de nuevo entre nosotros y la bandera estadounidense habría sido plantada en Venus y Marte.
¡No tuvimos esa suerte!
Lo cierto es que el Mundo se va a acabar, un acontecimiento esperado con júbilo por muchos. Se terminará muy pronto, pero no en el año 2000, que ya vino y se fue. De lo que infiero que Dios Todopoderoso no es muy ducho en Numerología.
El abuelo Benjamin Wills murió en 1948, cuando yo tenía +8 años de edad, pero no lo hizo sin antes asegurarse de que me sabía de memoria las palabras más famosas pronunciadas por Debs:
"Mientras exista una clase inferior, perteneceré a ella. Mientras haya un elemento criminal, estaré hecho de él. Mientras permanezca un alma en prisión, no seré libre."
A pesar de mi tocayo Debs, nunca he sido alguien a quien se pueda acusar de subversivo. De los 21 a los 35 años de edad, fui un soldado profesional, Teniente en el Ejército de los Estados Unidos. Durante esos 14 años, hubiera matado al Mismísimo Jesucristo, si me lo hubiera ordenado un oficial superior. Cuando tuvo lugar el abrupto, humillante y deshonroso final de la Guerra de Vietnam, yo era Teniente Coronel, con 1 000es y 1 000es de subordinados a mi mando.
En el transcurso de esa guerra, que no fue otra cosa que un negocio de municiones, supongo que existió una microscópica posibilidad de que haya alcanzado, durante un ataque con fósforo blanco o en un bombardeo con napalm, a un Jesucristo que hubiese estado de regreso.
Aunque nunca quise ser un soldado profesional, me convertí en uno bueno, si es que puede haber tal cosa. La idea de que yo debería asistir a West Point surgió tan inesperadamente como el final de la Guerra de Vietnam, durante mi último año de estudios en la escuela de segunda enseñanza. Tenía todo listo para acudir a la Universidad de Michigan, donde tomaría cursos de Inglés, Historia y Ciencias Políticas, y trabajaría en el periódico estudiantil, en preparación para la carrera de periodista.
Pero de repente mi padre, quien era un ingeniero químico involucrado en la fabricación de plásticos con un periodo de vida media de 50 000 años, y un ser tan lleno de excremento como un pavo de Navidad, dijo que yo debería estudiar en West Point. Él nunca estuvo en el Ejército. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue tan valioso como civil creador de sustancias químicas que no mereció ser enfundado en traje de soldado, ni convertido en 13 semanas en un imbécil suicida y homicida.
Yo había sido aceptado en la Universidad de Michigan, cuando surgió de la nada este ofrecimiento de asistir a la Academia Militar de los Estados Unidos. La propuesta se planteó en un momento de abatimiento en la vida de mi padre, en una etapa en la que necesitaba algo de qué jactarse y que impresionara a nuestros candidos vecinos, quienes sin duda creían que estudiar en West Point constituía un gran premio, algo así como ser contratado por un equipo profesional de béisbol.
En consecuencia, mi padre aseveró, tal como yo hice más tarde ante los relevos de infantería recién desembarcados en Vietnam: "Ésta es una gran oportunidad."
Dado un mundo perfecto, en verdad me hubiera gustado ser pianista de jazz. Quiero decir jazz. No rocanrol. Me refiero a la música siempre original que el pueblo negro de Estados Unidos dio al mundo. Toqué el piano en una banda integrada por músicos blancos, en mi escuela de Midland City, Ohio, a la que asistían exclusivamente alumnos blancos. Nos llamábamos "Los Mercaderes del Alma". ¿Qué tan buenos éramos? Teníamos que ejecutar la música popular de la gente blanca o nadie nos hubiera contratado. Pero, de vez en cuando, nos desviábamos hacia el jazz. Nadie parecía notar la diferencia. En esas ocasiones, nos enamorábamos de nosotros mismos. Caíamos en éxtasis.
Mi padre nunca debió hacerme ir a West Point.
No importa lo que le haya hecho al ambiente con sus plásticos no degradables. ¡Miren lo que me hizo a mí! ¡Qué papanatas era! Y mi madre siempre estuvo de acuerdo con las decisiones por él tomadas, lo que la convertía en otra tonta de capirote.
Murieron hace 20 años en un extraño accidente, cuando les cayó encima el techo de una tienda de regalos situada en el lado canadiense de las Cataratas del Niágara, a las que los indios de este valle solían llamar "Castor de Trueno".
No hay términos indecentes en este libro, excepto "infierno" y "Dios", por si alguien teme que algún niño inocente pueda ver 1. La expresión que utilizaré para referirme al final de la Guerra de Vietnam es la siguiente: "Cuando el excremento llegó al aire acondicionado." Quizá el único precepto que me enseñó el abuelo Wills y que he respetado durante toda mi vida adulta es aquél que reza que las palabrotas y las obscenidades autorizan a las personas que no quieren oír información desagradable a hacerse las sordas y ciegas.
Los soldados más despiertos que estuvieron bajo mi mando en Vietnam comentarían con cierto asombro que yo nunca utilicé groserías, lo que me diferenciaba de cualquier otro sujeto del Ejército. Tal vez se hayan preguntado si esto se debía a que yo era un hombre religioso.
Al respecto, les contestaría que la religión no tuvo nada que ver. De hecho, mi postura es muy parecida a la de un Ateo, como la del padre de mi madre, aunque esta afirmación la guardo para mí mismo. ¿Para qué discutir con alguien sobre la probabilidad de alguna clase de Vida Después de la Muerte?
"No digo indecencias", les respondería. "Y eso se debe a que tu vida y la de aquéllos que te rodean puede depender de que entiendas lo que te digo. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?"
Renuncié a mi grado en 1975, después de que el excremento llegó al aire acondicionado. Sin siquiera enterarme, engendré un hijo en el camino de regreso a casa, durante una breve escala en las Filipinas. Sin duda, di por sentado que la futura madre, una joven corresponsal de guerra de la publicación The Des Moines Register, utilizaba un anticonceptivo infalible.
¡Me volví a equivocar!
Abundan las trampas en todos lados.
Creo que la mayor trampa que el Destino me preparó fue una hermosa y agradable mujer llamada Margaret Patton, quien me permitió cortejarla y casarme con ella poco después de mi graduación en West Point, así como engendrarle 2 hijos sin haberme informado de que existía una marcada tendencia hacia la locura en su familia materna.
En consecuencia, su madre, que vivía con nosotros, se volvió loca y luego ella misma perdió la razón. Nuestros hijos tenían motivos para sospechar que también enloquecerían al llegar a la edad madura.
Nuestros hijos, adultos en la actualidad, nunca nos perdonarán por habernos reproducido. Qué confusión.
Me doy cuenta de que al referirme a mi primera y única esposa con una palabra inhumana como la de trampa, corro el riesgo de ser considerado también un artefacto dañino. Sin embargo, muchas otras mujeres no han experimentado problemas para relacionarse conmigo como persona, ni para hacerlo de modo apasionado, y mi interés en ellas ha ido mucho más allá de lo meramente mecánico. Casi siempre he quedado hechizado tanto por sus almas, sus intelectos y la historia de sus vidas como por sus tendencias amorosas.
Pero después de que hube regresado de la Guerra de Vietnam, y antes de que Margaret o de que su madre nos hubiesen mostrado a mí, a los niños y a los vecinos síntomas inconfundibles de su locura hereditaria, ese equipo madre-hija me trataba como una especie de electrodoméstico, aburrido pero necesario, cual vil aspiradora.
Las cosas buenas han sucedido también inesperadamente, "maná del Cielo" en opinión de algunos, pero no en tal cantidad como para hacer de la vida un lecho de rosas o algo que se le asemeje. Justo al cabo de la guerra, cuando no tenía ninguna noción de qué hacer el resto de mi vida, me topé con un ex comandante en jefe que se había convertido en Director del Colegio Tarkington, ubicado en Scipio, Nueva York. En ese entonces, sólo tenía 35 años, mi esposa aún estaba cuerda y mi suegra todavía no enloquecía del todo. Me ofreció un puesto magisterial, y yo acepté.
A pesar de mi falta de créditos académicos más allá del grado de Licenciado en Ciencias obtenido en West Point, pude aceptar ese trabajo con la conciencia limpia porque todos los estudiantes del Tarkington eran de lento aprendizaje, completamente estúpidos o letárgicos, o algo por el estilo. Mi antiguo COM me aseguró que, sin importar la asignatura, tendría pocos problemas para mantenerme al frente de ellos.
Además, la asignatura que él quería que yo enseñara era precisamente aquélla en la que había sobresalido en la Academia: Física.
Ahora bien, mi mayor golpe de suerte, mi mayor porción de maná del Cielo, fue que en el Tarkington había la necesidad de que Alguien tocara el Carillón Lutz, un gran conjunto de campanas ubicadas en la cima de la torre de la biblioteca del colegio, en donde me encuentro escribiendo ahora.
Le pregunté a mi antiguo COM si las campanas eran tocadas por cuerdas. Me contestó que solían serlo, pero que las habían electrificado y que en la actualidad se tocaban mediante un teclado.
—¿Qué apariencia tiene el teclado? —inquirí.
—La de un piano —me respondió.
Nunca había tocado campanas. Muy pocos han tenido esa sonora oportunidad. Sin embargo, como yo sabía tocar el piano, le dije: "Estrecha la mano de tu nuevo campanero."
Sin duda alguna, los momentos más felices de mi vida tuvieron lugar cuando tocaba el Carillón Lutz al principio y al final de cada día.
Hace 25 años vine a trabajar al Tarkington y, desde entonces, he vivido en este hermoso valle. Éste es mi hogar.
Aquí fui maestro. Luego, durante cierto tiempo, me desempeñé como Alcaide, una vez que el Colegio Tarkington se convirtió en el Reformatorio Estatal Tarkington, lo cual ocurrió en junio de 1999, hace 20 meses.
Hoy día, yo mismo soy un recluso de esta institución. Todavía no he sido condenado por nada. Estoy esperando que se presente el caso ante un tribunal, lo cual se llevará a cabo en Rochester, donde se analizará mi supuesta responsabilidad intelectual en una fuga masiva de la Institución Correccional de Máxima Seguridad para Adultos del Estado de Nueva York, situada en Athena, al otro lado del lago.
Resulta que también tengo tuberculosis, y que mi pobre y podrida esposa, así como su madre, han sido enviadas por orden del juez al asilo para lunáticos de Batavia, Nueva York, algo que yo nunca tuve el valor de hacer.
Ahora, me siento tan impotente y despreciado que el hombre en honor del cual me llamaron Eugene Debs, si aún viviera, se habría por fin encariñado un poco conmigo.
2
En tiempos más optimistas, cuando no se comprendía cabalmente que los seres humanos estaban destruyendo el planeta con los desechos de su propia ingenuidad y que, de todas formas, una nueva Edad de Hielo había comenzado, el nombre genérico asignado al carromato tirado por caballos que transportaba mercaderías y colonos a través de las llanuras que se convertirían en territorio de Estados Unidos de América y, más tarde, desde las Montañas Rocallosas hasta el Océano Pacífico, era el de "Conestoga", en virtud de que el primero de estos vehículos se construyó en el Valle de Conestoga, Pennsylvania.
Tales carromatos abastecían a los pioneros de cigarros, entre otras cosas, motivo por el cual, hoy día, en el año 2001, todavía se denomina a los pitillos "stogies", que es un diminutivo de "Conestoga".
Hacia 1830, los carromatos más sólidos y populares fueron fabricados por la Mohiga Wagon Company precisamente aquí, en Scipio, Nueva York, en la estrecha cintura del Lago Mohiga, el más profundo, frío y occidental de los largos y delgados Finger Lakes. Así que los sofisticados fumadores de cigarros podrían dejar de referirse a sus bombas apestosas con el término de "stogies" y, en su lugar, llamarlas "mogies" o "higgies".
El fundador de la Mohiga Wagon Company fue Aaron Tarkington, un brillante inventor y fabricante que, sin embargo, no sabía leer ni escribir. En la actualidad, se le diagnosticaría como un heredero libre de culpa del defecto genético denominado dislexia. Él decía de sí mismo que, al igual que el Emperador Carlomagno, estaba "muy atareado para aprender a leer y escribir". Sin embargo, no lo estaba tanto, puesto que hacía que su esposa le leyera durante 2 horas cada tarde. Como tenía una excelente memoria, dictaba conferencias cada semana a los trabajadores de la fábrica, las cuales adornaba con citas prolijas de Shakespeare, Homero, la Biblia, etcétera.
Procreó 4 niños, un hijo y 3 hijas; todos ellos sabían leer y escribir. Sin embargo, en virtud de que aún portaba el gene de la dislexia, era probable que varios de sus propios descendientes no pudieran llegar muy lejos dentro de los esquemas convencionales de la educación. Dos de los hijos de Aaron Tarkington no heredaron el defecto en cuestión, ya que ellos mismos se convirtieron en autores de libros, los cuales apenas ahora acabo de leer y que sin duda nadie leerá de nuevo. El único hijo varón de Aaron, Elias, redactó un informe técnico de la construcción del Canal de Onondaga, que conectaba el extremo norte del Lago Mohiga con el Canal Erie, justo al sur de Rochester. Y la hija más joven, Felicia, escribió una novela, Carpathia, que versa sobre una muchacha testaruda y aristócrata del Valle de Mohiga que se enamoró de un individuo medio indio encargado del funcionamiento de las esclusas del canal mencionado.
Ese canal fue rellenado y cubierto con cemento; hoy día, es la Carretera 53, que se bifurca en el nacimiento del lago, donde se hallaban las esclusas. Una de las bifurcaciones lleva al sudoeste, atraviesa una serie de granjas y culmina en Scipio. La otra conduce al sudeste, corre bajo la penumbra perpetua del Bosque Nacional Iroqués y concluye en la cima pelada de la colina coronada por las murallas de la Institución Correccional de Máxima Seguridad para Adultos del Estado de Nueva York, esto es, en Athena, aldea situada directamente enfrente de Scipio, al otro lado del lago.
Ténganme paciencia. Esto es historia. Intento explicar cómo este valle, este verde callejón sin salida, se convirtió en lo que hoy es.
Las 3 hijas de Aaron Tarkington se casaron con integrantes de prósperas y emprendedoras familias de Cleveland, Nueva York y Wilmington, Delaware; de ese modo, extendieron inocentemente la amenaza de una pandemia de dislexia a una naciente clase hegemónica de banqueros e industriales, desplazados ampliamente en mi época por alemanes, coreanos, italianos, ingleses y, por supuesto, japoneses.
El hijo de Aaron, Elias, permaneció en Scipio y tomó posesión de las propiedades de su padre, añadiéndoles una cervecería y una fábrica de alfombras accionada por vapor, la primera de su clase en el estado. En Scipio, no había energía hidráulica y su prosperidad industrial no estuvo basada, antes de la introducción del vapor, en el uso de energía barata y de materias primas locales, sino en la inventiva y los altos niveles de destreza de sus habitantes.
Elias Tarkington nunca se casó. Fue herido gravemente a los 54 años de edad, cuando asistía como observador civil a la Batalla de Gettysburg, luciendo chistera y toda la cosa. Estaba ahí para ver el estreno de 2 de sus invenciones: una cocina móvil o de campaña y un mecanismo neumático de retroceso para la artillería pesada. Cabe señalar que la cocina en cuestión, con ligeras modificaciones, fue adoptada más tarde por el Circo Barnum & Bailey, y después por el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial.
Elias Tarkington era un hombre alto, delgado y patilludo, que usaba sombrero de copa. En Gettysburg, una bala le atravesó el pecho, pero no lo hirió mortalmente.
El hombre que le disparó fue 1 de los pocos soldados Confederados que alcanzaron las líneas de la Unión durante el Ataque de Pickett. El soldado, Johnny Reb, falleció en éxtasis entre sus enemigos, con la creencia de que había dado muerte a Abraham Lincoln. Una vieja crónica periodística, que encontré en lo que alguna vez fue la biblioteca del colegio y que ahora es la biblioteca de la prisión, da cuenta de sus últimas palabras: "Regresen a su casa, Panzas Azules. El Viejo Satán ha muerto."
Durante los 3 años que pasé en Vietnam, escuché un montón de últimas palabras expresadas por soldados estadounidenses moribundos. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo la ilusión de haber hecho algo valioso en el momento del Sacrificio Supremo.
Un muchacho de sólo 18 años de edad me dijo, mientras agonizaba y yo lo sostenía en mis brazos: "Es una sucia broma, una sucia broma".
3
Elias Tarkington, el herido grave que se parecía a Abraham Lincoln, fue trasladado en 1 de sus propios carromatos a su finca de Scipio, desde donde se podía contemplar el pueblo y el lago.
No era una persona que tuviese muchos estudios; era más un mecánico que un científico. Sus últimos 3 años de vida los dedicó a tratar de inventar lo que cualquiera que conozca las leyes de Newton sabe que es imposible, una máquina de movimiento perpetuo. Construyó no menos de 27 artefactos, de los que esperaba tontamente que se mantuvieran en movimiento después de haberles dado una vuelta o empujón iniciales, hasta el Día del Juicio Final.
Alrededor de un año después de mi arribo al Tarkington, encontré 19 de tales obstinadas y chistosas máquinas en el ático de lo que solía ser la mansión del inventor y que luego se convirtió en la casa del Director del Colegio. Las regresé al piso de abajo y al Siglo 20. Junto con algunos de mis discípulos, las limpiamos y les repusimos las partes que se habían deteriorado durante los 100 años transcurridos. Por lo menos, eran unas joyas exquisitas: sus soportes estaban hechos de granate y amatista; sus brazos y patas, de maderas exóticas; sus esferas, de marfil, y sus conductos y contrapesos, de plata. En apariencia, el moribundo Elias intentaba superar a la ciencia con la magia de los materiales preciosos.
El mayor tiempo que mis alumnos y yo pudimos mantener en movimiento al mejor de los artefactos fue de 51 segundos. ¡Toda una eternidad!
En mi opinión, la cual manifesté a los estudiantes, los aparatos restaurados no sólo demostraban la rapidez con que las cosas en la Tierra dejan de funcionar cuando no se les proporciona una energía constante, sino que también llamaban la atención sobre un oficio que había dejado de practicarse. En aquellos días, ya no se fabricaban objetos tan ingeniosos y bellos.
Así que elegimos las 10 máquinas que nos parecieron más seductoras y las colocamos para su exposición permanente en el vestíbulo de esa biblioteca, bajo un letrero cuyas palabras, en la actualidad, se pueden aplicar con toda seguridad a este arruinado planeta:
LA COMPLICADA FUTILIDAD DE LA IGNORANCIA
Al leer periódicos, cartas y diarios de ese entonces, descubrí que los hombres que construyeron las máquinas para Elias Tarkington sabían desde un principio que éstas nunca funcionarían, cualquiera que fuese la razón de ello. Sin embargo, ¡cuánto amor prodigaron a los materiales que las componían! He aquí una definición del gran arte: "Hacer lo más que se pueda con la materia prima de la futilidad."
Otra de las máquinas de movimiento perpetuo imaginada por Elias Tarkington fue lo que en su testamento denominó "Instituto Gratuito del Valle de Mohiga". Después de su muerte, la nueva escuela tomaría posesión de su finca de 3 000 hectáreas, más la mitad de las acciones de la constructora de carromatos, de la fábrica de alfombras y de la cervecería. La otra mitad de los títulos pertenecía desde hacía mucho tiempo a sus hermanas. En su lecho de muerte predijo que algún día Scipio sería una gran metrópoli y que su prosperidad transformaría al pequeño colegio en una universidad que rivalizaría con las de Harvard, Oxford y Heidelberg.
Ofrecería una educación universitaria gratuita a las personas de cualquier sexo, edad, raza o religión que habitaran a una distancia no mayor de 60 kilómetros. Aquellos que llegaran de más lejos pagarían una cuota modesta. Al principio, sólo el Director sería un empleado de tiempo completo. A los profesores se les reclutaría entre los pobladores de Scipio. Estos individuos invertirían unas cuantas horas libres a la semana para enseñar lo que sabían. Por ejemplo, el ingeniero que laboraba en la constructora de carromatos, cuyo nombre era Andró Lutz, nativo de Lieja, y quien había sido aprendiz en una fundidora belga de campanas, impartiría clases de Química. Su esposa, nacida en Francia, enseñaría Francés y Acuarela. El maestro cervecero, Hermann Shultz, oriundo de Leipzig, transmitiría sus conocimientos de Botánica, Alemán y ejecución de la flauta. El Dignatario de la Iglesia Episcopal, Dr. Alan Clewes, graduado en Harvard, enseñaría Latín, Griego, Hebreo y la Biblia. El médico del moribundo, Dalton Polk, ofrecería cátedra de Biología y Shakespeare, etcétera.
Y así ocurrió.
En 1869, el nuevo colegio reunió a su primer grupo: 9 estudiantes, todos ellos moradores de Scipio. Cuatro tenían la edad adecuada para asistir al colegio. Uno era un veterano de la Unión que había perdido ambas piernas en Shiloh. Otro, un antiguo esclavo negro de 40 años. Otro más, una solterona de 82 años.
El primer Director tenía sólo 26 años de edad, y había sido profesor en la escuela de Athena, distante de Scipio a 2 kilómetros por agua. Entonces no existía ninguna prisión ahí, sino simplemente un pizarral, un aserradero y unas cuantas granjas. De nombre John Peck, era primo de los Tarkington. Sin embargo, la rama de la familia de la cual provenía no estaba contaminada con la dislexia. En nuestros días, viven muchos de sus descendientes: 1 de ellos, de hecho, escribe discursos para el Vicepresidente de los Estados Unidos.
El joven John Peck, su esposa, sus 2 hijos y su suegra llegaron a Scipio en bote, con Peck y su mujer en los remos, los niños sentados en la popa, y el equipaje y la suegra en otro bote que venían remolcando.
Se establecieron en el tercer piso de lo que había sido la mansión de Elias Tarkington. Los cuartos de las 2 primeras plantas se convertirían en salones de clase, una biblioteca, que ya estaba constituida con 280 volúmenes reunidos por los Tarkington, salas de estudio y un comedor. Muchos de los tesoros del pasado fueron trasladados al ático, con objeto de contar con espacio suficiente para llevar a cabo actividades. Entre dichos tesoros se encontraban las fallidas máquinas de movimiento perpetuo, las cuales acumularon polvo y telarañas hasta 1978, año en que las descubrí, me di cuenta de lo que eran y las bajé para exhibirlas.
Una semana antes de que se ofreciera la primera clase, que fue de Latín e impartida por el Dignatario Episcopalista, André Lutz llegó a la mansión con 3 carromatos que transportaban una carga muy pesada: un carillón de 32 campanas. Las había moldeado, durante su tiempo libre e invirtiendo recursos propios, en la fundidora de la constructora de carromatos. Fueron hechas de cañones de rifles, de balas de cañón y de bayonetas, provenientes de los ejércitos de la Unión y la Confederación, y que se recogieron después de la Batalla de Gettysburg. Fueron las primeras y seguramente las últimas campanas fundidas en Scipio.
En mi opinión, nada volverá a fundirse en Scipio. Ni se practicarán de nuevo las artes mecánicas en este lugar.
André Lutz donó las campanas al nuevo colegio, a pesar de que no había ningún sitio para colgarlas. Dijo que lo había hecho porque estaba completamente seguro de que algún día el colegio se volvería una gran universidad, con su campanario y todo lo demás. Estaba muy enfermo de enfisema pulmonar, debido a las emanaciones de los metales fundidos que había respirado desde los 10 años de edad. No tenía tiempo para esperar a que hubiese un lugar para colgar la consecuencia más maravillosa de haber podido vivir un poco más: todas esas campanas, campanas y más campanas.
La fabricación de las campanas no fue sorpresiva, duró 18 meses. Los fundidores cuyo trabajo André supervisó habían compartido los sueños de inmortalidad del belga al producir cosas tan poco prácticas y hermosas como campanas, campanas y más campanas.
Así pues, todas las campanas, salvo una de media octava, fueron untadas con grasa para evitar que se oxidaran y almacenadas en 4 hileras en el granero mayor de la finca, situado a 200 metros de la mansión. La campana que se quería utilizar de inmediato fue instalada en la cúpula de la mansión; su cuerda colgaba hasta el primer piso. Serviría para anunciar el inicio de las clases y, en caso necesario, como alarma contra incendios.
El resto de las campanas estuvieron inactivas en el granero durante 30 años. Luego, en 1899, las colgaron formando un sol o conjunto, incluyendo aquélla de la cúpula. Para tal maniobra, se valieron de unos ejes que se hallaban en el campanario de la torre de la espléndida biblioteca donada a la escuela por la familia Moellenkamp de Cleveland.
Los Moellenkamp estaban emparentados con los Tarkington, ya que el fundador de su fortuna se había casado con una hija del analfabeto Aaron Tarkington. Once de los Moellenkamp eran disléxicos y acudieron al colegio de Scipio pues ninguna otra institución de enseñanza superior los habría aceptado.
El primer Moellenkamp que se graduó en Scipio fue Henry, quien ingresó al plantel en 1875, cuando tenía 19 años de edad y la escuela sólo contaba con 6 de haber abierto sus puertas. Fue en ese entonces cuando el nombre de la institución se modificó por el de Colegio Tarkington. Encontré las amarillentas actas de la reunión de la Junta Directiva en la que se acordó dicho cambio. Tres de los 6 miembros de la Junta eran hombres que se habían casado con las hijas de Aaron Tarkington, 1 de los cuales era el abuelo de Henry Moellenkamp. Los otros 3 miembros eran el Alcalde de Scipio; un abogado que defendía los intereses de las hijas de Tarkington en el valle, y el Diputado Local, quien seguramente era también un servidor fiel de las hermanas, puesto que ellas eran socias de las industrias más importantes de su distrito.
De acuerdo con las actas, que se desmoronaban en mis manos mientras las leía, fue el abuelo de Henry Moellenkamp quien propuso el cambio de nombre, argumentando que aquel de "Instituto Gratuito del Valle de Mohiga" parecía aludir a una casa de beneficencia o a un hospital. Creo que no le hubiera importado que el nombre de la escuela remitiera a la idea de un hospicio, si no hubiese experimentado la desgracia de que su propio nieto asistiera a ella.
En ese mismo año, 1875, comenzaron las obras frente a Scipio, al otro lado del lago y sobre una colina de Athena, dirigidas a edificar una cárcel rural para los delincuentes juveniles provenientes de los barrios bajos de las ciudades. Se tenía la creencia de que el aire fresco y las maravillas de la Naturaleza sanarían el alma y el cuerpo de los muchachos hasta el punto de considerar como algo natural el volverse buenos ciudadanos.
Cuando llegué a laborar al Tarkington, sólo asistían 300 estudiantes, cantidad que no había variado en 50 años. Pero el rústico campo de trabajo forzado ubicado al otro lado del lago se había convertido en una enorme fortaleza de hierro y manipostería sobre la desnuda cima de una colina: la Institución Correccional de Máxima Seguridad para Adultos del Estado de Nueva York albergaba bajo llave a 5 000 de los peores criminales del estado.
Hace 2 años, el colegio todavía tenía 300 estudiantes, pero la población de la prisión, bajo monstruosas condiciones de apiñamiento, había crecido a 10 000. Después, en una fría noche invernal, se convirtió en el escenario de la mayor fuga masiva de la historia de Estados Unidos. Hasta ese entonces, nadie se había escapado de Athena.
De repente, todo el mundo tuvo la libertad para irse y también, en caso de necesitarla, para tomar un arma del arsenal de la cárcel. El lago situado entre la prisión y el pequeño colegio estaba completamente congelado, de modo que resultaba tan fácil de cruzar como el estacionamiento de un gran centro comercial.
¿Y luego qué?
Sí, cuando las campanas de André Lutz funcionaron por fin como un carillón, el Colegio Tarkington no sólo contaba con una nueva biblioteca, sino también con lujosos dormitorios, un laboratorio para estudios científicos, un edificio para las artes, una capilla, un teatro, un refectorio, una construcción para oficinas administrativas, 2 nuevos edificios de salones de clase e instalaciones deportivas que eran la envidia de las instituciones con las que se había comenzado a competir en atletismo, esgrima, natación y béisbol; dichas instituciones eran Hobart, la Universidad de Rochester, Cornell, Union, Amherst y Bucknell.
Las nuevas instalaciones llevaban el nombre de las acaudaladas familias que estaban tan agradecidas como los Moellenkamp por todo lo que el colegio había hecho por su progenie, a la cual los planteles convencionales consideraban no educable. La mayoría no estaba emparentada con los Moellenkamp ni con alguna otra familia que portara el gene Tarkington de la dislexia. Además, los jóvenes que eran enviados al Tarkington tampoco tenían necesariamente problemas de dislexia. Más bien, adolecían de otro tipo de males, incluyendo la incapacidad para escribir de manera legible con pluma y tinta, aunque lo que trataran de redactar tuviera sentido; una tartamudez grave que les impedía pronunciar una sola palabra en el aula, y un defecto menor que provocaba que sus mentes se pusieran completamente en blanco durante segundos o minutos, sin importar el lugar y la hora.
Los Moellenkamp fueron los primeros en desafiar al recién inaugurado colegio, al inscribir entre su alumnado a lo que parecía ser un caso irremediable de incapacidad juvenil plutocrática, encarnada por Henry. Este individuo no sólo se graduó con honores en el Tarkington, sino que además continuó sus estudios en Oxford, llevando consigo a un acompañante masculino que le leía en voz alta y plasmaba en papel sus ideas, las cuales Henry podía expresar únicamente de modo oral. Se convirtió en 1 de los más brillantes exponentes de la edad de oro de la retórica y onomatopéyica oratoria estadounidense, fue miembro del Congreso y, más tarde, Senador de los Estados Unidos por Ohio durante 36 años.
Ese mismo Henry Moellenkamp fue autor de la letra de una de las baladas más populares de fines del siglo pasado: "Mary, Mary, ¿Adonde Te Has Ido?"
La melodía de la balada fue compuesta por un amigo de Henry, Paul Dresser, hermano del novelista Theodore Dresser. Ésta fue una de las raras ocasiones en que Dresser musicalizó la letra de otra persona. Más adelante, Henry se apropió de la tonada y le escribió, o más bien dictó, una nueva letra que imbuyó de sentimiento la vida estudiantil de este valle.
Así, la composición "Mary, Mary, ¿Adonde Te Has Ido?" se transformó en el alma del campus, hasta que éste se convirtió en una penitenciaría, lo cual ocurrió hace 2 años.
Historia.
Un accidente tras otro hicieron del Tarkington lo que es en la actualidad. ¿Quién se atrevería a predecir en qué se convertirá hacia el año 2021, a sólo 2 décadas de hoy? Los 2 principales motores del Universo son el Tiempo y la Suerte.
De acuerdo con la frase clave de mi chiste favorito: "No te quites el sombrero. Podríamos ir a dar a muchos kilómetros de distancia."
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, el Colegio Tarkington ni siquiera se habría llamado Colegio Tarkington. Seguiría siendo el Instituto Gratuito del Valle de Mohiga, y se hubiera extinguido junto con la constructora de carromatos, la fábrica de alfombras y la cervecería, una vez que las vías férreas y las carreteras que conectan el Este con el Oeste fueron establecidas muy al norte y muy al sur de Scipio: para no tener que edificar un puente sobre el lago y para evitar una intrusión en el oscuro y virginal bosque, ahora denominado Bosque Nacional Iroqués, ubicado al sudeste de esta localidad.
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, y si ésta no hubiese sido una Tarkington y no hubiera tenido conocimiento del pequeño colegio situado en la ribera del Lago Mohiga, nunca se habría construido esta biblioteca y jamás se la habría llenado con 800 000 volúmenes encuadernados. Cuando yo era profesor, ¡aquí había 70 000 libros más que en el Colegio Swarthmore! Entre los colegios pequeños de educación superior, el Tarkington contaba con una de las mejores bibliotecas, sólo superada por la de Oberlin, la número 1, que reunía 1 000 000 de volúmenes encuadernados.
Entonces, ¿qué es este edificio dentro del cual estoy sentado ahora, gracias al Tiempo y a la Suerte? ¡Es, nada menos, amigos y vecinos, que la más grande biblioteca-prisión en la historia del crimen y el castigo!
Se está muy solo aquí. ¿Hola? ¿Hola?
Podría haber enunciado el mismo tipo de planteamiento cuando ésta era una biblioteca universitaria de 800 000 volúmenes: "Se está muy solo aquí. ¿Hola? ¿Hola?"
Acabo de visitar la Universidad de Harvard. Posee hoy día 13 000 000 de volúmenes encuadernados. ¡Mucha lectura!
Y casi cada libro ha sido escrito para o versa sobre la clase gobernante.
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, nunca habría existido una torre en la cual colgar el Carillón Lutz.
Esas campanas tal vez nunca habrían reverberado en el valle ni en ninguna otra parte. Quizá, habrían sido fundidas y transformadas de nuevo en armas durante la Primera Guerra Mundial.
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, las colinas que circundan a Scipio habrían estado sumidas en la oscuridad aquella fría noche invernal de hace 2 años, con el hielo del Lago Mohiga tan firme como el piso de un estacionamiento, cuando 10 000 prisioneros de Athena fueron liberados de repente. En cambio, esa noche brilló una pequeña galaxia de luces llamativas aquí en las alturas.
4
Independientemente de que Henry Moellenkamp haya salido disléxico o no del vientre de su madre, yo nací en Wilmington, Delaware, 18 meses antes de que Estados Unidos decidiera participar en la Segunda Guerra Mundial. En esa ciudad, que no he vuelto a ver, se conserva mi acta de nacimiento. Fui el hijo único de un ama de casa y, como ya lo dije, de un ingeniero químico. En aquellos tiempos, mi padre trabajaba en la E. I. Du Pont de Nemours & Company, que entre otras cosas fabricaba explosivos.
Cuando tenía 2 años de edad nos trasladamos a Midland City, Ohio, donde una compañía de lavadoras, llamada Robo-Magic Corporation, estaba comenzando a fabricar mecanismos para lanzabombas y soportes giratorios para las ametralladoras de los bombarderos B-17. La industria del plástico se encontraba entonces en pañales, y Papá fue enviado a la Robo-Magic para determinar qué materiales sintéticos de la Du Pont podrían utilizarse en el armamento, en lugar del metal, con objeto de hacerlo más ligero.
Hacia la época en que la guerra terminó, la compañía se hallaba por completo fuera del negocio de las lavadoras, había cambiado su nombre a Barrytron Limited, y fabricaba repuestos para armas, aeroplanos y vehículos de motor, todos ellos hechos de un plástico que la empresa había desarrollado por cuenta propia. Mi padre se había convertido en el Vicepresidente de Investigación, y Desarrollo de la compañía.
Cuando tenía cerca de 17 años de edad, Du Pont compró la Barrytron, a fin de recuperar varias de sus patentes. Uno de los plásticos que Papá había ayudado a desarrollar, según recuerdo, tenía la capacidad de dispersar las señales de radar, de modo que nuestros aeroplanos pudieran aparecer, ante los ojos del enemigo, como bandadas de gansos.
Este material, que desde entonces se emplea para construir patinetas, cascos protectores, esquíes, defensas de motocicletas y otras cosas prácticamente indestructibles, constituyó un pretexto, cuando yo era muchacho, para aumentar las medidas de seguridad en Barrytron. Con objeto de evitar que los Comunistas se enteraran del proceso de fabricación de ese plástico, se juzgó insuficiente la cerca con alambre de púas que ya estaba instalada. Por tal motivo se colocó una segunda cerca, alrededor de la primera, y el espacio entre ambas era patrullado las 24 horas del día por guardias armados, que lucían botas muy largas, carecían de una pizca de humor, y se hacían acompañar por delgados y hambrientos perros Doberman.
Cuando la Du Pont se apoderó de la Barrytron, de la doble cerca, de los Doberman, de mi padre y de todo, yo cursaba el último año de la segunda enseñanza y estaba listo para ir a la Universidad de Michigan, donde aprendería periodismo y podría satisfacer así el derecho a la información de la opinión pública. Dos miembros de mi sexteto "Los Mercaderes del Alma", el clarinetista y el bajista, iban a estudiar también en Michigan.
La idea era mantenernos juntos y continuar haciendo música en Ann Arbor. Pudimos habernos hecho tan populares que quizá nos habrían invitado a realizar giras mundiales, habríamos acumulado grandes fortunas, y habríamos sido superestrellas en las caravanas en favor de la paz y el amor, organizadas con motivo de la Guerra de Vietnam.
Los cadetes de West Point no hacían música. Los músicos de la orquesta de baile y de la banda militar eran Soldados Regulares del Ejército, miembros de la clase servicial.
Tenían órdenes de tocar las canciones tal como estaban escritas, nota por nota, sin importar lo que sintieran sobre la música o sobre cualquier otra cosa.
En cuanto a eso, como no existía ninguna publicación estudiantil en West Point, tampoco importaba lo que los cadetes opinaran sobre nada. A nadie le interesaba.
Yo estaba bien, pero toda suerte de problemas dificultaban la vida de mi padre. La Du Pont lo tenía a prueba, al igual que a los demás empleados de la Barrytron, mientras decidía si lo conservaba o lo despedía. Por otra parte, había iniciado una aventura amorosa con una mujer casada, cuyo marido lo sorprendió con las manos en la masa y lo golpeó.
Desde luego, en virtud de que éste era un tema delicado para mis padres, nunca lo discutí con ellos. Pero el chisme se propagó como reguero de pólvora, y Papá lucía un ojo morado. Puesto que no practicaba ningún deporte, tuvo que inventar la historia de que se había caído en las escaleras del sótano. Mi madre pesaba cerca de 90 kilogramos en ese entonces, y le reclamaba todo el tiempo el que hubiese vendido sus acciones de la Barrytron con 2 años de anticipación. Si se hubiera aguantado hasta que la Du Pont adquirió la empresa, habría obtenido 1 000 000 de dólares, en una época en la que ser millonario significaba algo. Si yo hubiese estado incapacitado para aprender, él habría contado con el dinero suficiente para enviarme a estudiar al Tarkington.
A diferencia mía, él era el tipo de hombre que debía atravesar por una situación desesperada para cometer adulterio. De acuerdo con una narración que escuché de labios enemigos en la escuela de segunda enseñanza, Papá saltó por la ventana, atravesó brincando como canguro y con los pantalones en los tobillos una serie de patios traseros, fue mordido por un perro, se enredó en un tendedero de ropa, etcétera. Bueno, quizá se trataba de una exageración. Nunca indagué nada al respecto.
Yo mismo me encontraba profundamente preocupado por nuestro pequeño problema de imagen familiar, cuando éste se complicó como resultado de que Mamá se rompió la nariz, justo 2 días después de que Papá fue golpeado. Para el mundo exterior, tal parecía que Mamá le había preguntado a Papá la causa de su ojo morado y que Papá le había contestado con un golpe. Nunca pensé que él pudiera golpearla, sin importar el motivo.
Por supuesto, no existe ni una remota posibilidad de que lo haya hecho. Un hombre inferior la hubiera golpeado en circunstancias similares. La verdad sobre este asunto quedó para siempre fuera del alcance de los historiadores, cuando el techo de una tienda de regalos, situada en el lado canadiense de las Cataratas del Niágara, les cayó encima y acabó con ambos, hace aproximadamente 20 años. Se dijo que murieron instantáneamente. Nunca se supo con precisión qué los golpeó, lo cual resulta ser la mejor manera de irse.
Por cierto, este último era un tema que no se discutía en Vietnam ni, supongo, en ningún campo de batalla. Recuerdo que un muchacho pisó una mina antipersonal. La mina pudo haber sido una de las nuestras. Su mejor amigo del Entrenamiento Básico le preguntó qué podía hacer por él, y el joven le respondió: "Apágame como una bombilla, Sam."
El moribundo era blanco. El amigo era negro, o más bien, de color ligeramente tostado. Sus rasgos, habría que decirlo, eran prácticamente blancos.
Una mujer con la que hacía el amor hace unos cuantos años me preguntó si mis padres aún vivían. Quería saber más acerca de mí, ya que nos habíamos despojado de nuestra ropa.
Le contesté que habían sufrido una muerte violenta en el extranjero, lo que era verdad. Canadá se halla en el extranjero.
Pero entonces me escuché a mí mismo desenredando un fantástico cuento, según el cual mis padres se encontraban en un safari en Tangañica, región de la que casi no sé nada. Le dije a esa mujer, y me creyó, que ellos y sus guías fueron muertos por cazadores furtivos, que exterminaban elefantes a fin de obtener marfil, quienes los confundieron con vigilantes de cotos. Añadí que los cazadores colocaron los cadáveres encima de hormigueros, motivo por el cual los esqueletos quedaron rápidamente limpios. Sólo pudieron ser identificados por su dentadura.
Solía encontrar fácil y aun estimulante el mentir con tanta complejidad. Ya no lo hago. Y ahora me pregunto si desarrollé ese hábito malsano desde muy corta edad y si lo hice porque mis padres eran una vergüenza, especialmente mi madre, quien era tan gorda que parecía un fenómeno de circo. Describía a mis padres como personas mucho más atractivas de lo que en realidad eran, para que la gente que no sabía nada de ellos pensara bien de mí.
Y durante el último año que pasé en Vietnam, cuando prestaba mis servicios en Información Pública, me resultaba tan natural como respirar el sostener ante la prensa y los relevos recién desembarcados que nuestra victoria era innegable, y que en casa deberían estar orgullosos y felices por todas las cosas buenas que estábamos haciendo ahí.
Aprendí a mentir de ese modo en la escuela de segunda enseñanza.
He aquí otra cosa que aprendí en la escuela de segunda enseñanza y que me fue útil en Vietnam: el alcohol y la marihuana, en cantidades moderadas, junto con música estridente de ínfima calidad, hacen que la tensión y el fastidio se vuelvan infinitamente más soportables. Fue maná del Cielo el hecho de que yo haya venido a este mundo con un don para la moderación en materia de ingestión de sustancias modificadoras del estado de ánimo. Durante los 2 últimos años que cursé en la escuela de segunda enseñanza, no creo que mis padres hayan sospechado siquiera que me la pasaba medio borracho la mayor parte del tiempo. De lo que siempre se quejaron fue de la música, cuando encendía el radio o el fonógrafo, o bien cuando "Los Mercaderes del Alma" ensayábamos en el sótano; en su opinión, se trataba de música selvática a muy alto volumen.
En Vietnam, la música siempre era estridente. Casi todo el mundo andaba borracho o medio narcotizado, incluyendo a los Capellanes Castrenses. Varios de los más espantosos accidentes que tuve que explicar a la prensa durante mi último año en ese lugar fueron provocados por personas que habían quedado imbéciles o maniáticas como resultado de la ingestión excesiva de lo que, en cantidades moderadas, podría haber sido una droga útil. Por supuesto, atribuí todos esos accidentes a errores humanos. La prensa se mostró comprensiva. A fin de cuentas, ¿quién en este Mundo no ha cometido 1 o 2 errores?
El asesinato de un archiduque austriaco condujo a la Primera Guerra Mundial y probablemente también a la Segunda Guerra Mundial. Con la misma certeza puedo señalar que el ojo morado de mi padre me llevó al estado lamentable en que me encuentro ahora. Él buscaba una manera, casi cualquiera, de recapturar el respeto de la comunidad y de atraer una atención favorable del nuevo dueño de la Barrytron, la Du Pont. Más adelante y como era de esperarse, la Du Pont fue comprada por la I. G. Farben de Alemania, la misma compañía que fabricó, empacó, etiquetó y envió el gas de cianuro utilizado para matar civiles de todas las edades, incluyendo niños de brazos, durante el Holocausto.
Qué planeta.
De modo que Papá, cuyo ojo herido parecía una grieta en medio de una tortilla púrpura y amarilla, me preguntó si me graduaría con honores en la escuela de segunda enseñanza. No lo dijo, pero buscaba frenéticamente algo de qué jactarse en su trabajo. Se encontraba tan desesperado que intentaba reclamarme mi falta de participación en los deportes escolares, en la mesa directiva estudiantil o en las actividades extracurriculares patrocinadas por el plantel. Mis notas eran lo suficientemente altas para ser admitido en la Universidad de Michigan y, de vez en cuando, en el cuadro de honor, pero no en la Sociedad Honorífica Nacional.
¡Daba tanta lástima! Sin embargo, al mismo tiempo, me ponía furioso, porque trataba de hacerme responsable en parte del deterioro de nuestra imagen familiar, que era completamente culpa suya.
—Siempre me apenó que no salieras a jugar fútbol —señaló, como si un touchdown hubiera podido componer las cosas.
—Demasiado tarde —repuse.
—Permitiste que se te escaparan esos 4 años sin hacer nada, salvo tocar música salvaje —concluyó.
Se me ocurre ahora, apenas 43 años después, que debí mencionarle que al menos organizaba mi vida sexual mejor que él. Que fornicaba todo el tiempo gracias a la música salvaje, y que también lo hacían los otros "Mercaderes del Alma". Además, que no sólo me acostaba con muchachas, sino también con cierta clase de mujeres maduras, quienes nos veían como encantadores espíritus libres en el estrado, donde imitábamos a los negros, fumábamos marihuana, nos amábamos a nosotros mismos al hacer música y nos reíamos casi todo el tiempo de sólo Dios sabe qué cosas.
Supongo que mi vida amorosa ha terminado. Aunque pudiera salir de la cárcel, no me gustaría contagiar de tuberculosis a alguna mujer confiada. Ella estaría muerta de miedo ante el peligro de contraer SIDA, y yo en cambio, le transmitiría TC. ¿Acaso no sería divertido?
Así que ahora sólo me quedan los recuerdos. Como una prótesis para mi memoria, he empezado a elaborar una lista de todas las mujeres, excluyendo a mi esposa y a las prostitutas, con las que "he recorrido todo el camino", tal cual solíamos decir en la escuela de segunda enseñanza. Me resulta imposible recordar con claridad las conquistas logradas durante la adolescencia, separar lo real de la fantasía. Todo fue como un sueño. De modo que comencé mi lista con Shirley Kern, a quien le hice el amor cuando tenía 20 años. Shirley es mi punto de referencia.
¿Cuántos nombres contendrá la lista? Es muy pronto para saberlo, pero ¿no sería ese número, cualquiera que resulte ser, tan bueno como cualquier otro para ser puesto en mi lápida a modo de enigmático epitafio?
Ciertamente, me sentiría apenado si hubiese arruinado la vida de esas mujeres que me creyeron cuando les dije que las amaba. Sólo me queda aterrarme a la esperanza de que Shirley Kern y todas las demás aún estén bien.
Una forma de consuelo para todas aquellas que no lo estén consistiría en enterarse de que mi propia vida fue arruinada por una Feria de la Ciencia.
Papá me preguntó si no había alguna actividad extra-curricular patrocinada por la escuela en la que todavía pudiera participar. ¡Faltaban solamente 8 semanas para mi graduación! Le respondí, de modo irónico puesto que ambos sabíamos que la ciencia no me agradaba tanto como a él, que mi última oportunidad para conseguir algo era la Feria de la Ciencia del Condado. Tenía buenas notas en Física y Química pero, en lo que a mí tocaba, podría haber rellenado su trasero con esas materias.
Papá se levantó de la silla en un estado de excitación enfermiza.
—Bajemos al sótano —dijo—. Tenemos trabajo que hacer.
—¿Qué clase de trabajo? —pregunté. Era cerca de la medianoche.
—Vas a participar y a ganar en esa Feria de la Ciencia —contestó.
Y lo hice. O, más bien, Papá participó y ganó en la Feria de la Ciencia, sólo requirió que yo firmara y jurara que el trabajo era completamente mío, y que memorizara su explicación con respecto a lo que se estaba probando. El trabajo versaba sobre cristales, cómo crecían y por qué crecían.
Sus contrincantes eran débiles. Después de todo, él era un ingeniero químico de 43 años de edad y con 20 de experiencia en la industria, compitiendo con adolescentes de una comunidad donde pocos padres tenían una educación superior. En ese entonces, los principales negocios del condado eran todavía el cultivo del maíz, y la cría de puercos y de ganado vacuno. Barrytron era la única industria sofisticada, y solamente un puñado de personas, como Papá, entendían sus procesos y equipos. La mayoría de los empleados de la compañía se contentaban con hacer lo que se les pedía y no les interesaba saber con precisión la forma en que funcionaban los objetos prodigiosos que debidamente empaquetados y etiquetados eran turnados a las plataformas de embarque.
Me acuerdo ahora de los soldados estadounidenses muertos, adolescentes en su mayoría, todos empaquetados y etiquetados en los muelles vietnamitas. ¿A cuánta gente le importaba el modo en que eran manufacturados en realidad esos curiosos artefactos?
A poca.
Ahora bien, creo que por compasión Papá y yo no fuimos tildados de estafadores; mi trabajo no fue rechazado en la Feria, y yo estoy ahora detenido en lugar de haberme convertido en el reportero estrella de los dueños coreanos de The New York Times. Supongo que en nuestra comunidad existía el sentimiento generalizado de que nuestra pequeña familia ya había sufrido mucho. De todos modos, a nadie en el condado le importaba un bledo la ciencia.
Además, los otros trabajos presentados eran tan tontos y dignos de lástima que el mejor de ellos hubiera puesto en ridículo al condado, de haber participado en la competencia estatal de Cleveland. En ese contexto, el nuestro se veía ingenioso y adecuado. Otro punto a nuestro favor, desde la perspectiva de los jueces, quienes debían decidir cuál era el mejor trabajo por enviar a Cleveland: nuestra demostración era extremadamente difícil de comprender y resultaba poco interesante para las personas ordinarias.
Admití la situación de una manera filosófica, gracias a la marihuana y al alcohol, mientras la comunidad decidía si crucificarme por fraudulento o coronarme por genio. Papá debió haber apurado también hasta la última gota de vino. Algunas veces es difícil advertirlo. En Vietnam, estuve bajo las órdenes de 2 Generales que bebían un litro de whisky al día, pero que no se les notaba. Siempre se veían serios y dignos.
Así que Papá y yo fuimos a Cleveland. Su espíritu estaba en alto. Yo sabía que podíamos tener contratiempos allá. No me explico por qué él pensaba de otro modo. El único consejo que me dio fue que enderezara los hombros cuando estuviera explicando el trabajo y que no fumara delante de los jueces. Se refería a cigarrillos ordinarios. No sabía que yo fumaba otros.
No me disculpo por haber consumido drogas durante los días más negros de la escuela de segunda enseñanza. Winston Churchill abusó del brandy y los puros cubanos durante los días más negros de la Segunda Guerra Mundial.
Hitler, gracias a la avanzada tecnología alemana, fue uno de los primeros seres humanos que convirtieron su cerebro en una telaraña a causa de las anfetaminas. Se dice que en realidad masticaba alfombras. ¡Como para chuparse los dedos!
Mi Madre no nos acompañó a Cleveland. Siempre le dio vergüenza salir de casa, porque era muy grande y gorda. De modo que yo tenía que hacer la mayor parte de las compras al cabo de la jornada escolar. Asimismo, debía efectuar una buena parte de las labores del hogar, en virtud de que enfrentaba serias dificultades para desplazarse. Mi familiaridad con los quehaceres domésticos me resultó útil en West Point y, de nuevo, cuando mi suegra y más tarde mi esposa se volvieron locas. En realidad, constituía una especie de relajación, puesto que me permitía constatar que estaba llevando a cabo algo innegablemente bueno y me impedía pensar en los problemas existentes. ¡Cómo solían brillar los ojos de mi madre cuando veía lo que le había cocinado!
La historia de mi madre es una de las pocas exitosas incluidas en este libro. Se matriculó en los Weight Watchers a los 60 años, mi edad actual. Cuando el techo le cayó encima, en las Cataratas del Niágara, ¡pesaba solamente 52 kilogramos!
Esta biblioteca está llena de historias de supuestos triunfos, lo que me hace desconfiar mucho de ellas. Resulta engañoso que las personas lean narraciones de grandes éxitos dado que, según mi experiencia personal, el fracaso es la norma para la gente blanca de las clases media y alta. En particular, no es justo que se permita que jóvenes completamente impreparados desempeñen los papeles estelares de comedias de ínfima calidad.
La Feria de la Ciencia de Ohio tuvo lugar en el hermoso Auditorio Moellenkamp de Cleveland. Los asientos del teatro habían sido retirados y sustituidos con mesas para exhibir todos los trabajos. Hubo un indicio de mi entonces distante futuro en el auditorio donado a la ciudad por los Moellenkamp, la misma familia carbonera y naviera que regaló esta biblioteca al Colegio Tarkington. Esto ocurrió mucho antes de que vendiera los botes y las minas a un consorcio británico-omaní con sede en Luxemburgo.
Empero, el presente ya era bastante malo. En el momento en que Papá y yo estábamos montando nuestro trabajo, ya habíamos sido tachados por otros participantes como un par de comediantes, tal vez como Laurel y Hardy, con Papá en el papel del gordo y diligente, y yo en el del flaco y tonto. El caso es que Papá trabajaba afanosamente en el montaje, mientras yo permanecía cerca de él con cara de aburrido. Todo lo que quería hacer era salir de ahí y esconderme detrás de un árbol o de cualquier cosa para fumar un cigarro. Estábamos violando la regla fundamental de la Feria, consistente en que los jóvenes participantes se harían cargo de todo el trabajo, desde el principio hasta el final. Existía la prohibición explícita de que los padres o los maestros ayudaran en lo absoluto.
Me sentía como si hubiera concursado en la Carrera de Cajas de Jabón celebrada en Akron, Ohio, compitiendo en un carro supuestamente construido por mí mismo, pero que en realidad era el Ferrari Gran Turismo de Papá.
No habíamos realizado el trabajo en el sótano. Cuando, al mero principio, Papá dijo que debíamos bajar al sótano y ponernos a trabajar, realmente bajamos; pero, sólo permanecimos en el sótano alrededor de 10 minutos, mientras él pensaba y pensaba, excitándose cada vez más. Yo no dije nada.
En realidad, sí dije una cosa.
—¿No te importa si fumo?
—Hazlo.
Eso fue un progreso para mí, porque significaba que podía fumar en la casa cuando me viniera en gana y sin que él me lo reprochara.
Después, encabezó el regreso a la sala. En el escritorio de Mamá, elaboró una lista de las cosas que necesitaba.
—¿Qué estás haciendo, Papá?
—¡Chist! —contestó—. Estoy ocupado. No me molestes.
Así que no lo molesté. Además, tenía mucho en qué pensar. Estaba seguro de haber contraído gonorrea. Padecía algún tipo de infección urinaria que me hacía sentir muy incómodo. Pero no había consultado ningún doctor porque éste, por ley, me hubiera tenido que reportar al Departamento de Salud, y mis padres se habrían enterado, y yo no deseaba ocasionarles otro dolor de cabeza.
Cualquiera que haya sido la infección, desapareció por sí sola, sin que yo hubiese hecho nada al respecto. No pudo haber sido gonorrea, pues ésta nunca deja espontáneamente de devorarte. ¿Por qué habría de detenerse por iniciativa propia? Si pasaba un rato tan agradable, ¿por qué dar por terminada la fiesta? Miren cuan saludables y felices son los muchachos.
Dos veces más contraería lo que sin lugar a dudas era gonorrea, una en Tegucigalpa, Honduras, y la otra en Saigón, ahora Ciudad Ho Chi-Minh, Vietnam. En ambos casos, le conté a los médicos sobre la infección que padecí en la juventud y que se había curado sola.
Quizá ayudó la levadura, opinaron. Debí haber abierto una panadería.
Así pues, Papá comenzó a llevar a casa algunas piezas que compondrían el trabajo para la Feria, pedestales y estuches de exhibición, que habían sido manufacturados bajo sus órdenes en la Barrytron, así como etiquetas explicativas hechas en la imprenta a la que solía recurrir esa empresa. Los cristales fueron abastecidos por un proveedor químico de Pittsburgh que tenía muchos negocios con la firma en cuestión. Un cristal, recuerdo, llegó desde Birmania.
El proveedor debió haber encarado ciertos problemas para reunir tan notable colección de cristales, ya que lo que nos envió no pudo haber salido de sus bodegas. A fin de satisfacer a un cliente tan importante como la Barrytron, es probable que haya acudido a Alguien que coleccionara y vendiera cristales por su belleza y rareza, no como objetos de interés científico sino como joyas.
En cualquier caso, los cristales de calidad museográfica esparcidos sobre la mesita central de nuestra sala dieron lugar a que Papá pronunciara, con placer maligno, las palabras siguientes: "Hijo, no hay modo de que podamos perder."
Bien, como dice Jean-Paul Sartre, en Familiar Quotations de Bartlett, "El infierno está en la otra gente". La otra gente se deshizo rápidamente de la invencible participación de Papá y mía en Cleveland, hace 43 años.
Me acordé de los Generales George Armstrong Custer en Little Bighorn, Robert E. Lee en Gettysburg y William Westmoreland en Vietnam.
Recuerdo que Alguien dijo en cierta ocasión que las últimas palabras del General Custer fueron: "¿De dónde salen todos esos malditos indios?"
Papá y yo, y no nuestros hermosos cristales, fuimos por un rato la obra más fascinante en exhibición en el Auditorio Moellenkamp. Hicimos una demostración completa de conducta anormal. Otros concursantes y sus mentores nos rodearon y pusieron a prueba. Sin duda, sabían qué botones oprimir, por así decirlo, para hacernos cambiar de color, movernos con incomodidad, sonreír de manera forzada o cualquier otra cosa.
Uno de los contendientes le preguntó a Papá qué edad tenía y a qué escuela de segunda enseñanza asistía.
Ése fue el momento en que debimos empacar nuestras cosas y abandonar la Feria. Los jueces aún no nos habían visto, ni tampoco los reporteros. Todavía no colocábamos el letrero con mi nombre y el plantel que representaba. Aún no habíamos dicho nada que valiera la pena ser recordado.
Si hubiésemos recogido el trabajo y desaparecido en silencio precisamente en ese entonces, dejando sólo una mesa vacía, habríamos figurado quizá en la historia de la ciencia estadounidense como no-participantes por motivos de salud o por alguna otra causa. De hecho, había una mesa vacía, que nunca fue ocupada, a sólo 5 metros de la nuestra. Papá y yo escuchamos que iba a permanecer vacía y el porqué de ello. El participante inscrito, junto con sus padres, se hallaban en el hospital de Lima, Ohio, no de Lima, Perú. Ésa era su ciudad natal. El día anterior a la Feria, cuando apenas salían en reversa de la cochera de su casa, con destino a Cleveland, un conductor ebrio chocó contra ellos, incrustándose en la parte posterior del automóvil.
El accidente no habría sido tan grave, si el trabajo por exhibir, que se hallaba en la cajuela del coche, no hubiera incluido varias botellas de diferentes ácidos, las cuales se quebraron como resultado del golpe. Una vez que los ácidos se mezclaron con la gasolina, ambos vehículos quedaron envueltos en llamas.
Creo que el trabajo intentaba mostrar los numerosos e importantes servicios que los ácidos, a los que la mayoría de la gente les tiene miedo y en los que no le gusta pensar demasiado, prestan diariamente a la Humanidad.
Las personas que nos miraron y formularon preguntas, no estuvieron satisfechos con lo que vieron ni con lo que oyeron; por ello, mandaron traer a un juez. Querían descalificarnos. Éramos algo peor que deshonestos. ¡Éramos ridículos!
Yo quería abandonarlo todo. Le dije a Papá: "Pa, siendo honrados, creo que deberíamos retirarnos. Cometimos un error."
Pero él me contestó que no había nada de qué avergonzarnos y que no nos iríamos a casa con la cola entre las patas.
¡Vietnam!
De manera que arribó el juez, quien fácilmente determinó que yo no entendía nada del trabajo exhibido. Luego, llevó aparte a Papá y negociaron un acuerdo político, de hombre a hombre. No quería provocar resentimientos en nuestro condado, que me había mandado a Cleveland en calidad de campeón. Tampoco deseaba humillar a Papá, miembro prominente de su comunidad que, obviamente, no había leído el reglamento con cuidado. No nos avergonzaría con una descalificación formal, que podría acarrear una publicidad desfavorable, si Papá dejaba de insistir en que yo concursara seriamente contra el resto de los participantes legítimos.
Dijo que, una vez llegado el momento, él y los otros jueces simplemente pasarían de largo frente a nosotros sin hacer ningún comentario. Mantendrían en secreto el acuerdo de que no podíamos ganar nada.
Ése fue el trato.
Historia.
5
La persona que ganó ese año fue una muchacha de Cincinnati. Da la casualidad de que ella había presentado también un trabajo de cristalografía. Sin embargo, a diferencia de nosotros, ella había cultivado sus propias muestras o las había recogido en lechos de arroyos, cuevas y minas de carbón, comprendidos en un radio de 100 kilómetros alrededor de su casa. Su nombre, recuerdo, era Mary Alice French y llegó a ocupar un lugar muy cercano al último en las Finales Nacionales, celebradas en Washington, D.C.
Supe después que cuando se fue a concursar a las Finales, Cincinnati se sentía tan orgullosa de ella y tan segura de su triunfo, o al menos de que obtendría un lugar muy alto con sus cristales, que el Alcalde declaró ese día como el "Día de Mary Alice French".
Ahora me pregunto, en un periodo en que dispongo de mucho tiempo para pensar en la gente que he lastimado, si Papá y yo no contribuimos indirectamente a la terrible desilusión sufrida por Mary Alice French en Washington. Existe la posibilidad de que los jueces de Cleveland le hayan otorgado el Primer Premio debido al contraste moral entre su trabajo y el nuestro.
Tal vez, durante el concurso, se hizo a un lado a la ciencia: frente a nuestra nociva reputación, ella representaba la oportunidad ideal para enseñar una regla superior a cualquier ley científica, a saber, que la honradez es la mejor política. Pero, ¿quién sabe?
Muchos, muchos años después de que a Mary Alice French se le rompió el corazón en Washington, y cuando yo ya era profesor en el Tarkington, tuve un alumno de Cincinnati, la ciudad natal de Mary Alice French. Su familia materna acababa de vender el único diario que quedaba en Cincinnati, su principal estación de TV, así como un montón de radiodifusoras y publicaciones semanales, al Sultán de Brunei, considerado el hombre más rico de la Tierra.
Este estudiante se veía como de 12 años de edad cuando llegó al Tarkington. En realidad tenía 21, pero su voz nunca cambió y sólo medía 150 centímetros de alto. Como resultado de la venta al Sultán, se decía que él personalmente poseía 30 000 000 de dólares, pero le aterrorizaba su propia sombra.
Sabía leer y escribir, y se defendía bien en matemáticas, desde el álgebra hasta la trigonometría, todo lo cual había aprendido por sí mismo. Probablemente, también fue el mejor jugador de ajedrez en la historia del colegio. Pero no tenía ningún atributo social, y quizá nunca llegaría a tener alguno, pues le atemorizaba cualquier cosa relacionada con la vida.
Le pregunté si alguna vez había oído hablar de una mujer de aproximadamente mi misma edad, que habitaba en Cincinnati y cuyo nombre era Mary Alice French.
Me respondió lo siguiente: "No sé nada de nadie ni de nada. Por favor, no me vuelva a hablar. Dígales a los demás que dejen de hablarme."
Nunca supe qué hizo con todo su dinero, si es que hizo algo. Alguien contó que se había casado. ¡Difícil de creer!
Tal vez lo atrapó alguna cazadora de fortunas.
Chica inteligente. Debe llevar una vida muy holgada.
Pero regresemos a la Feria de la Ciencia de Cleveland. Después de que Papá y el juez hicieron su trato, me dirigí a la salida más cercana. Necesitaba aire fresco. Necesitaba todo un nuevo planeta o la muerte. Cualquier cosa era mejor que lo que estaba padeciendo.
La salida estaba bloqueada por un hombre espectacularmente vestido. No se parecía en absoluto a nadie más de las personas que se hallaban en el auditorio. Era, imposible de creer, aquello en lo que yo me convertiría después: un Teniente Coronel del Ejército Regular, con muchas hileras de condecoraciones sobre el pecho. Lucía el uniforme completo, con el cordón honorífico dorado, y el distintivo y las botas de los soldados paracaidistas. Como entonces no estábamos en guerra, la presencia de un militar todo engalanado en medio de civiles resultaba muy llamativa. Había sido enviado ahí, con objeto de reclutar a jóvenes científicos para su alma mater, la Academia Militar de Estados Unidos, West Point.
La Academia había sido fundada poco después del final de la Guerra Revolucionaria, debido a que el país contaba con muy pocos oficiales militares diestros en matemáticas e ingeniería, y estos conocimientos se consideraban esenciales para obtener victorias en lo que entonces se denominaba operativos modernos de guerra, sobre todo los relacionados con la elaboración de mapas y la fabricación de balas de cañón. Hoy día, con radares, cohetes, aviones, armas nucleares y todo lo demás, ha surgido otra vez el mismo problema.
Y yo estaba ahí en Cleveland, con un gran letrero redondo prendido al pecho, como para practicar el tiro al blanco, que decía:
PARTICIPANTE
Este Teniente Coronel, cuyo nombre era Sam Wakefield, no sólo me matricularía en West Point, sino que también en Vietnam, donde era General de División, me otorgaría una Estrella de Plata por valor y heroísmo extraordinarios. Se retiraría del Ejército cuando a la guerra todavía le faltaba un año para finalizar, y se convertiría en Director del Colegio Tarkington, ahora la Prisión Tarkington. Y cuando yo mismo abandoné el Ejército, me contrataría para enseñar Física y tocar las campanas, campanas y más campanas.
He aquí las primeras palabras que Sam Wakefield me dijo cuando yo tenía 18 años y él 36:
—¿Cuál es la prisa, Hijo?
6
—¿Cuál es la prisa, Hijo? —preguntó—. Si tienes un minuto, me gustaría hablar contigo.
Así que me detuve. Ése fue el mayor error que cometí en mi vida. Había muchas otras salidas y yo debí dirigirme a alguna de ellas. En ese momento, cada una de las demás salidas conducía quizá a la Universidad de Michigan, al periodismo, a la composición musical y a una vida donde podía decir y usar lo que me diera la gana. Cualquier otra salida, con toda probabilidad, me hubiera llevado a los brazos de una esposa que no se hubiese vuelto loca, y a los de unos hijos que me brindaran amor y respeto.
Siendo la vida como es, cualquier otra salida me hubiera conducido a sufrir cierta cantidad de desdicha, ya lo sé. Pero no creo que me hubiese llevado a Vietnam ni, luego, a enseñar lo que no se puede enseñar en el Colegio Tarkington ni, más tarde, a ser despedido del Tarkington ni, después, a enseñar lo que no se puede enseñar en la penitenciaría que está al otro lado del lago, hasta que tuvo lugar la mayor fuga carcelaria en la historia estadounidense. Y ahora yo mismo soy un preso.
Pero me detuve en esa salida bloqueada por Sam Wakefield.
Así fue el juego de pelota.
Sam Wakefield me preguntó si alguna vez había considerado las ventajas de una carrera militar. Se trataba de un hombre que había sido herido en la Segunda Guerra Mundial, el único conflicto bélico en el que me hubiera gustado luchar, y más tarde en Corea. Con el tiempo, renunciaría al Ejército, estando inconclusa la Guerra de Vietnam, y se convertiría en Director del Colegio Tarkington, para luego volarse la tapa de los sesos.
Le respondí que ya había sido aceptado por la Universidad de Michigan y, que no tenía ningún interés en la carrera de las armas. Él no estaba teniendo nada de suerte. El tipo de muchachos que participaban en una Feria de la Ciencia a nivel estatal deseaban honradamente continuar sus estudios en el Tecnológico de California, en el de Massachusetts, o en cualquier otro lugar mucho más amable con los librepensadores que West Point. En consecuencia, se encontraba desesperado. Estaba recorriendo el país para reclutar la escoria de las Ferias de la Ciencia. No me preguntó sobre mi trabajo. No me preguntó sobre mis notas. Él quería mi cuerpo sin importar lo que fuera.
Y entonces papá se acercó, buscándome. Lo siguiente de lo que tuve conciencia fue que papá y Sam Wakefield se reían y estrechaban las manos.
Papá estaba más feliz de lo que había estado en años. —Los muchachos de nuestra ciudad pensarán que esto es mejor que cualquier premio de la Feria de la Ciencia —exclamó.
—¿Qué es mejor? —Pregunté.
—Acabas de ganar un lugar en la Academia Militar de Estados Unidos —respondió—. Ahora tengo un hijo del cual puedo estar orgulloso.
Diecisiete años más tarde, en 1975, yo era un Teniente Coronel que me encontraba situado en el techo de la Embajada estadounidense, en Saigón, alejando a todo el mundo, salvo a los estadounidenses, de los helicópteros que transportaban a la gente, totalmente desconcertada, hacia los barcos que se hallaban mar adentro. ¡Habíamos perdido una guerra!
¡Perdedores!
No fui el peor científico joven que Sam Wakefield persuadió de ir a West Point. Uno de mis compañeros de clase, proveniente de una pequeña escuela de segunda enseñanza de Wyoming, había demostrado ser una temprana promesa al fabricar una silla eléctrica para ratas, con sus tiritas de cuero, una capuchita negra y toda la cosa.
Se llamaba Jack Patton. No era pariente del "Viejo y Valeroso" Patton, el famoso General de la Segunda Guerra Mundial. Pues bien, Jack se convirtió en mi cuñado. Me casé con su hermana Margaret. Ella y algunos amigos se trasladaron desde Wyoming para asistir a la graduación de Jack, y yo me enamoré de ella. Sin duda, sabíamos bailar.
Jack Patton fue asesinado por un francotirador en Hué (se pronuncia "huey"). Era teniente coronel en la sección de Ingenieros Combatientes. Yo no me encontraba en el escenario del crimen, pero me dijeron que la bala le pegó justo entre los ojos. ¡Qué buena puntería! Quienquiera que haya sido el que le disparó era un verdadero ganador.
Sin embargo, según me enteré, el francotirador no siguió siendo un ganador por mucho tiempo. Difícilmente alguien lo logra. Algunos de los nuestros dedujeron dónde se escondía. Supe que no tenía más de 15 años. Era un muchacho, no un nombre, pero si jugaba juegos de hombre tenía que pagar con castigos de hombre. Después de que lo mataron, le introdujeron en la boca sus pequeños testículos, como advertencia a cualquier otro que decidiera ser francotirador.
Ley y orden. Justicia rápida, justicia segura.
Me apresuro a subrayar que ninguna unidad bajo mi mando fue incitada a realizar mutilaciones en los cuerpos de las filas enemigas, y que tampoco lo hubiera tolerado si lo hubiese sabido. Un pelotón de un batallón que comandé empezó por iniciativa propia a dejar ases de espadas en los cadáveres del adversario, como una especie de lección me imagino. Estrictamente hablando, esto no era mutilación, pero aun así le puse término.
Por supuesto, lo que un soldado de infantería puede hacer a un cuerpo con su insignificante tecnología no es nada comparado con los efectos perfectamente rutinarios, ordinarios e inevitables de los bombardeos aéreos y de la acción de la artillería. Una vez vi que la cabeza de un anciano barbado descansaba sobre las vísceras de un carabao destripado, el cual estaba cubierto de moscas y dentro del cráter abierto por una bomba junto a un arrozal en Camboya. El avión cuya bomba produjo el cráter se desplazaba a tal altura que no se le podía ver desde aquí abajo. Pero lo que su bomba hizo, habría que enfatizarlo, superó sin duda a los ases amonestadores de espadas.
No creo que Jack Patton hubiera deseado la mutilación del francotirador que lo mató, pero nunca se sabe. Cuando estaba vivo, era como un hombre muerto en cierto sentido: cualquier cosa parecía estar muy bien para él.
Todo, y quiero decir todo, constituía una broma para él, o eso decía. Su expresión favorita justo hasta el final fue: "Me tengo que reír como loco." Si el Teniente Coronel Patton está en el Cielo, y no creo que muchos soldados verdaderamente profesionales hayan esperado nunca poder volar hasta allá, al menos no en épocas recientes, en este mismo instante estaría contando cómo su vida fue interrumpida de repente en Hué, y luego agregaría, sin siquiera sonreír, "me tengo que reír como loco". Esa era la verdad: Patton narraba eventos supuestamente serios, hermosos, peligrosos, o religiosos durante los cuales se debía reír como loco, pero en realidad no lo hacía. En toda su vida, no creo que nadie lo haya visto jamás hacer lo que decía que tenía que hacer todo el tiempo, esto es, reír como loco.
Dijo que debía haberse reído como loco el día que ganó un premio en ciencias en la escuela de segunda enseñanza, cuando fabricó una silla eléctrica para ratas, pero no lo hizo. Mucha gente deseaba una demostración pública del funcionamiento de la silla valiéndose de una rata sedada; que Jack le rasurara la cabeza, la sujetara en la silla y le preguntara si quería expresar sus últimas palabras, esperando tal vez que el pequeño ser drogado manifestase los remordimientos por crímenes cometidos.
La ejecución nunca se llevó a cabo. En apariencia, había suficiente sentido común en la escuela de Patton, aunque quizá no en el Departamento de Ciencias, para denunciar este evento como una forma de crueldad hacia los animales tontos. En esa ocasión, de nuevo, Jack Patton dijo sin sonreír: "Me tengo que reír como loco."
También dijo que se tenía que reír como loco cuando me casé con su hermana Margaret, pero que no debía ofenderme por esa actitud, porque se tenía que reír como loco siempre que alguien se casaba.
Estoy completamente seguro de que Jack no sabía que había locura hereditaria en su familia materna, y de que tampoco lo sabía su hermana, que se convertiría en mi esposa. Cuando me casé con Margaret, su madre aún lucía perfectamente cuerda, excepto por su manía de bailar, que a veces asustaba un poco pero que era inofensiva. Bailar hasta desplomarse no era un acto tan lunático como bombardear Vietnam del Norte hasta dejarlo en la Edad de Piedra o bombardear cualquier otro lugar hasta dejarlo en la Edad de Piedra.
Mi suegra, Mildred, creció en Perú, Indiana, pero nunca habló sobre esa ciudad ni siquiera después de que se volvió loca, excepto para señalar que también nació en Perú Cole Porter, un compositor de canciones populares ultrasofisticadas de la primera mitad del siglo pasado.
Mi suegra huyó de Perú cuando tenía 18 años y nunca regresó. Se abrió paso hasta la Universidad de Wyoming, en Laramie. Supongo que escogió ese lugar, porque era el punto más lejano posible de Perú por el que podía optar dentro de la Vía Láctea. Ahí fue donde conoció a su esposo, que en ese tiempo era estudiante de la Facultad de Medicina Veterinaria.
Sólo después de la Guerra de Vietnam, cuando Jack tenía mucho tiempo de haber fallecido, Margaret y yo nos dimos cuenta de que no quería saber nada de Perú, en virtud de que mucha gente de esa ciudad sabía que ella provenía de una célebre familia productora de lunáticos en abundancia. Sin embargo se casó, escondiendo la terrible historia de su familia. Y se reprodujo.
Mi propia esposa se casó y reprodujo ignorando el peligro que ella misma corría y el riesgo que heredaría a nuestros hijos.
Nuestros propios hijos, habiendo crecido con una abuela ostensiblemente loca en casa, abandonaron este valle tan pronto como pudieron, de la misma forma en que ella se alejó de Perú. Pero ellos no se han reproducido y, como están al tanto de sus genes tramposos, dudo mucho que lo hagan.
Jack Patton nunca se casó. Jamás dijo que quisiera tener hijos. Después de todo, eso podría constituir un indicio de que tenía noticia de sus parientes locos de Perú. Pero no lo creo. Estaba en contra de que cualquiera se reprodujera, ya que los seres humanos eran, según sus propias palabras, "1 000 veces más estúpidos y despreciables de lo que creían ser".
Yo mismo, obviamente, al fin he llegado a compartir su punto de vista.
Cuando cursábamos nuestro primer año en la Academia, recuerdo que Jack decidió de repente que sería caricaturista, aunque nunca antes había pensado en serlo. Era compulsivo. Podría imaginármelo en la época en que estudiaba en Wyoming resolviendo de pronto construir una silla eléctrica para ratas.
La primer caricatura que dibujó, y la última, fue la de 2 rinocerontes casándose. Dentro de la iglesia, un sacerdote humano señalaba que si alguno de los fieles conocía alguna razón por la que esos 2 no pudieran unirse en sagrado matrimonio hablara en ese momento o callara para siempre.
Esto fue mucho antes de que yo conociera a su hermana Margaret.
Fuimos compañeros de cuarto durante 4 años. En aquella ocasión, me mostró la caricatura y dijo que apostaba a que podría venderla a Playboy.
Le pregunté que cuál era el chiste. Jack era incapaz de dibujar incluso unas manzanas agrias. Tuvo que explicarme que la novia y el novio eran rinocerontes. Yo pensaba que se trataba de un par de sofás o de una pareja de coches aplastados. Eso hubiera sido divertido, imagínense: dos coches aplastados haciendo votos matrimoniales. Iban a sentar cabeza.
—¿Que cuál es el chiste? —preguntó Jack incrédulamente—. ¿Dónde está tu sentido del humor? Si alguien no detiene la boda, esos dos se unirán y tendrán hijos rinocerontes.
—Por supuesto.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué puede ser más feo y estúpido que un rinoceronte? El mero hecho de que algo se pueda reproducir no significa que se deba reproducir.
—Para un rinoceronte, otro rinoceronte es maravilloso.
—He ahí la cuestión. Cada tipo de animal piensa que su propia especie es maravillosa. Así, los individuos que se casan creen que son maravillosos y que van a tener bebés maravillosos, cuando en realidad son tan feos como rinocerontes. El que consideremos que somos maravillosos no quiere decir que en verdad lo seamos. Podríamos ser animales realmente terribles, pero nunca lo admitiríamos porque nos lastimaría mucho aceptar ese hecho.
Recuerdo que cuando Jack y yo cursábamos el tercer año de estudios en la Point, nos ordenaron marchar al estilo militar durante 3 horas en el Patio de la Academia como si en realidad hubiésemos estado montando guardia, esto es, luciendo el uniforme completo y cargando fusiles. Éste fue el castigo por no haber denunciado a un cadete que había hecho trampa en el examen final de Ingeniería Eléctrica. El Código de Honor exigía no sólo que nunca mintiéramos o trampeásemos, sino también que delatáramos a cualquiera que lo hiciera.
No vimos al cadete en el momento en que hizo trampa. Ni siquiera éramos compañeros de clase. Pero nos encontrábamos con él, y con otro cadete, en Filadelfia, donde se emborrachó al cabo de un encuentro Ejército-Marina. Se embriagó tanto que confesó que había hecho trampa en el examen recién presentado en junio. Jack y yo le dijimos que se callara, que no queríamos saber nada del asunto y que lo íbamos a olvidar porque de todas maneras, no debía ser cierto.
Pero el otro cadete, que después sería fragmentado en Vietnam, nos acusó. Supuestamente, éramos tan corruptos como el tramposo, puesto que habíamos intentado encubrirlo. Por cierto, "fragmentar" es una palabra que adquirió un significado adicional en la Guerra de Vietnam, a saber, el de lanzar una bomba de fragmentación en el dormitorio de un oficial impopular. No quiero ser jactancioso pero, durante todo el tiempo que estuve en Vietnam, nadie propuso "fragmentarme".
El tramposo fue expulsado, a pesar de que sólo faltaban 6 meses para su graduación. Y Jack y yo tuvimos que marchar durante 3 horas en una helada noche lluviosa. En teoría, no debíamos hablar, ni entre nosotros ni con nadie. Pero los recorridos absurdos que teníamos que efectuar se cruzaban en un punto. Jack me murmuró en 1 de tales cruces: "¿Qué harías si te enteraras de que alguien acaba de soltar una bomba atómica sobre Nueva York?"
Transcurrieron unos 10 minutos antes de volver a encontrarnos. Pensé en algunas respuestas obvias, tales como que me horrorizaría, que me pondría a llorar, y así por el estilo. Pero comprendí que Jack no quería oír mi respuesta, sino que yo escuchara la suya.
Así que llegó con su respuesta. Me miró a los ojos y afirmó sin el más pequeño indicio de una sonrisa: "Me reiría como loco."
La última vez que le oí decir que se debía reír como loco fue en una cantina de Saigón. Me dijo que lo acababan de premiar con una Estrella de Plata, lo que lo igualaba conmigo, pues yo ya había recibido una. Se encontraba sembrando minas con un pelotón de su compañía en los senderos que conducían a una aldea que supuestamente simpatizaba con el enemigo, cuando se inició un tiroteo. Pidió apoyo aéreo y los aviones dejaron caer sobre la aldea napalm, que es una gasolina gelatinosa creada en la Universidad de Harvard. El bombardeo mató a vietnamitas de ambos sexos y de todas las edades. Después le ordenaron a Jack que contara los cuerpos y que diera por sentado que todos pertenecían al enemigo, de modo tal que el número de cadáveres pudiera ser presentado en las noticias de ese día. Dicha tarea fue la que le valió la Estrella de Plata. "Me tendría que haber reído como loco", dijo, pero no esbozó la más leve sonrisa.
Jack hubiera querido reírse como loco si me hubiese visto, pistola en mano, en la azotea de nuestra embajada en Saigón. Me había ganado la Estrella de Plata por haber encontrado y aniquilado personalmente a 5 enemigos, quienes estaban escondidos en un túnel subterráneo. Ahora me encontraba en la azotea, mientras los regimientos del adversario se apostaban a cielo abierto, sin necesidad de esconderse de nadie, tomando posesión de las calles sin que enfrentaran ninguna resistencia. Estaban ahí, abajo de mí, hubiese podido matar a muchos. ¡Paf! ¡Paf! ¡Paf!
Me hallaba ahí arriba para evitar que los vietnamitas que habían estado de nuestro lado subieran a los helicópteros que transportaban sólo a los estadounidenses, a los empleados civiles de la Embajada y a sus dependientes, hasta los barcos situados en mar adentro. El enemigo pudo haber derribado los helicópteros, capturarnos y/o matarnos, si hubiese querido. Pero, lo único que siempre deseó fue que abandonáramos su país. Desde luego, capturaron o mataron a los vietnamitas que no dejé que subieran al helicóptero, después de que el último estadounidense, que fue el Teniente Coronel Eugene Debs Hartke, se hubo largado de ahí.
El resto de ese día: el helicóptero que transportaba al último estadounidense que abandonó Vietnam se unió a un enjambre de helicópteros sobre el Mar de la China Meridional, los cuales habían sido desalojados forzosamente de su base y cuyas reservas de combustible eran insuficientes. He aquí una imagen para ilustrar la Historia Natural del Siglo 20: el cielo lleno de ruidosos y artificiales pterodáctilos, expulsados de modo súbito de su casa, incapaces de nadar y al borde de morir por ahogamiento o inanición.
Bajo nosotros, desplegada hasta donde alcanzaba la vista, se hallaba la flota más fuertemente armada de la historia, sin que nadie la amenazara. En lo que al enemigo concernía, podíamos quedarnos con toda la azul alta mar que quisiéramos. ¡Gócenla! ¡Gócenla!
A mi helicóptero y a otros 2, se les ordenó por radio que aterrizaran sobre un dragaminas equipado con una plataforma; ésta era utilizada por el propio pterodáctilo de la embarcación, el cual tuvo que despegar para que los nuestros pudieran aterrizar. Una vez abajo, los marinos tiraron por la borda a nuestro enorme, tonto y torpe pájaro. Ese proceso se repitió 2 veces y, luego, la inverosímil criatura del barco reclamó su sitio. Más tarde, pude echarle un vistazo. Contaba con un mecanismo electrónico capaz de detectar submarinos y minas bajo el agua, así como misiles en camino y aeroplanos en tránsito.
A continuación, el propio Sol siguió la trayectoria del último helicóptero estadounidense que abandonó Saigón, esto es, hasta el fondo de la azul alta mar.
A la edad de 35, Eugene Debs Hartke era tan disoluto en materia de alcohol, marihuana y mujeres fáciles, como lo había sido durante sus últimos 2 años en la escuela de segunda enseñanza. Y había perdido todo el respeto por sí mismo y por la dirigencia de su país, del mismo modo en que lo había perdido, 17 años antes, por sí mismo y por su padre en la Feria de la Ciencia de Cleveland, Ohio.
Su mentor, Sam Wakefield, el hombre que lo reclutó para West Point, había renunciado al Ejército un año antes con objeto de predicar contra la guerra. Se había convertido en Director del Colegio Tarkington, gracias a poderosas conexiones familiares.
Sam Wakefield se suicidaría 3 años más tarde. Así que ahí tienen a otro perdedor, a pesar de que había sido General de División y, luego, Director de un Colegio. Creo que le ganó el agotamiento. Lo digo no sólo porque siempre lucía muy cansado, sino también porque la nota que dejó ni siquiera era original y no parecía aludir a su persona. Era, palabra por palabra, la misma nota que dejara al suicidarse en 1932, cuando yo tenía 8 años de edad, otro perdedor, George Eastman, inventor de la cámara Kodak y fundador de la ahora desaparecida Eastman Kodak, que estuvo ubicada a sólo 75 kilómetros al norte de aquí.
Ambas notas decían esto y nada más: "Misión cumplida."
En lo que toca a Sam Wakefield, dicha misión, en el caso de que no haya deseado incluir la Guerra de Vietnam, consistió en 3 nuevos edificios, que probablemente se hubieran construido de todas maneras, es decir, sin importar quién ocupara el cargo de Director de Tarkington.
No estoy escribiendo este libro para personas menores de 18 años, pero tampoco considero dañino el aconsejar a los jóvenes que se preparen más bien para el fracaso que para el éxito, puesto que el fracaso es lo más importante que les va a suceder.
Para expresarlo en términos de baloncesto: casi todos tenemos que perder. Un alto porcentaje de los condenados en Athena, y de los ahora convictos en esta institución mucho más pequeña, sólo dedicaron su niñez y juventud al baloncesto, y siguen sufriendo palizas desde el inicio de algunos insignificantes y estúpidos torneos.
Con respecto al hipotético lector joven, permítaseme agregar que quizá habría destrozado mi cuerpo, habría sido expulsado de la Universidad de Michigan y habría muerto rodeado de los bajos fondos, si no hubiera estado sujeto a la disciplina de West Point. Ahora, estoy hablando de mi cuerpo, no de mi mente, y no existe mejor manera de que un joven aprenda a respetar sus huesos, nervios y músculos que ingresando a una de las 3 principales academias militares.
Cuando llegué a la Point, era un mocoso con mala postura y pecho hundido y carente de antecedentes deportivos, salvo por la participación en algunas peleas ocurridas al cabo de los bailes donde mi banda tocaba. El día en que me gradué, recibí mi nombramiento de Subteniente del Ejército Regular, lancé al aire mi sombrero y me compré
un Corvette rojo con el sueldo atrasado que la Academia me había reservado, mi espina dorsal era tan recta como un escobillón, mis pulmones tan poderosos como los bramidos de Vulcano, era capitán de los equipos de judo y lucha grecorromana, ¡y no había fumado ningún tipo de cigarro ni ingerido una sola gota de alcohol a lo largo de 4 años! Tampoco era promiscuo sexualmente. Nunca me sentí mejor en mi vida.
Recuerdo que, durante la graduación, les dije a mis padres: "Acaso, ¿éste soy yo?"
Estaban muy orgullosos de mí y yo también lo estaba.
Me volví hacia Jack Patton, que se encontraba ahí con su hermana y su madre —mujeres tramposas— y su padre —individuo normal—, y le pregunté: "¿Qué piensas ahora de nosotros, Teniente Patton?" Él era la oveja negra de nuestra clase, pues había obtenido las notas más bajas. Lo mismo le sucedió al General George Patton, que no era pariente de Jack y que fue un gran líder en la Segunda Guerra Mundial.
Lo que Jack contestó, por supuesto sin sonreír, fue que se tenía que reír como loco.
7
He estado leyendo algunos ejemplares de la revista estudiantil del Colegio Tarkington, llamada El Mosquetero; y lo he hecho de modo retrospectivo, hasta llegar al primer número, que apareció en 1910. Llamaron así a la publicación en honor de la Montaña Mosquete, una alta colina (no una montaña) ubicada en el límite occidental del campus, en cuya falda, junto al establo, sepultarían después a muchos de los convictos caídos durante la fuga.
Cada propuesta de mejora física de las instalaciones del colegio desataba una tormenta de protestas. Cuando los graduados del Tarkington regresaban al plantel, querían verlo exactamente igual al modo en que lo recordaban. Y, por lo menos, una cosa nunca cambió: el número del alumnado, que se estabilizó en 300 desde 1925. Mientras tanto, el crecimiento de la población de la cárcel situada al otro lado del lago, invisible detrás de los muros, fue tan incontenible como el Castor de Trueno, como las Cataratas del Niágara.
A juzgar por las cartas dirigidas a El Mosquetero, la modificación que generó la más apasionada resistencia fue la modernización del Carillón Lutz, emprendida poco después de la Segunda Guerra Mundial, en recuerdo de Ernest Hubble Hiscock. Este individuo fue un egresado del Tarkington que, a la edad de 21, era el artillero de un bombardero de la Marina cuyo piloto estrelló el avión, equipado con una carga completa de bombas, contra la plataforma de vuelos de un portaaviones japonés en la Batalla de Midway durante la Segunda Guerra Mundial.
Yo hubiera dado cualquier cosa por morir en una guerra tan significativa.
¿Yo? Me encontraba en el negocio del espectáculo, intentando ganar una gran audiencia de televidentes para el Gobierno, mediante la presentación de asesinatos de personas de verdad, llevados a cabo con armamento de verdad, algo que los otros anunciantes no tenían libertad de hacer.
Los otros anunciantes debían simularlo todo.
Por más extraño que parezca, los actores siempre resultaban mucho más verosímiles que nosotros en la pantalla chica. De alguna manera, la gente real con problemas reales no es bien recibida.
¡Todavía hay tanto que aprender sobre la TV!
Los padres de Hiscock, que estaban divorciados y se habían vuelto a casar pero seguían siendo amigos, contribuyeron con una parte de los recursos necesarios para mecanizar las campanas, de modo que una sola persona pudiera tocarlas mediante un teclado. Antes de eso, muchos individuos tenían que tirar de las cuerdas y, una vez que la campana comenzaba a moverse, dejaba de balancearse tomándose su propio y dulce tiempo. No había forma alguna de frenarla.
En los viejos tiempos, 4 de las campanas eran famosas por su desafinación, pero se les quería y poseían incluso un nombre: "Salmuera", "Limón", "Juan el Chasquido" y "Belcebú". Los Hiscock las enviaron a Bélgica, a la misma fundidora de campanas donde André Lutz había trabajado como aprendiz mucho tiempo atrás. Ahí fueron reparadas y pesadas hasta que adquirieron su tono perfecto, condición en que se hallaban cuando llegué a tocarlas.
No pudo haber sido música lo que el carillón producía en los viejos tiempos. Aquéllos que dirigían sus cartas a El Mosquetero describían el toque de las campanas con la misma clase de amor excéntrico y gratitud enloquecida que los convictos manifestaban al hablar de su experiencia con la combinación de heroína y anfetaminas, polvo de ángel y LSD, crack solo, etcétera. Pienso en todos esos muchachos de lento aprendizaje que, al jalar las cuerdas y hacer sonar las campanas dulce y acremente, tan sonoras como truenos, de seguro encontraban la misma inmerecida felicidad que muchos de los presos hallaban en los narcóticos.
¿Y no he dicho yo mismo que los momentos más felices de mi vida tuvieron lugar cuando tocaba las campanas? Sin basarme en absoluto en la realidad, experimentaba la sensación de triunfo de muchos adictos.
Cuando me volví campanero, coloqué este letrero en la puerta de la habitación donde estaba el teclado: "Thor". Sentía que era él cuando tocaba, descargando rayos que retumbaban cuesta abajo, a través de los vestigios industriales de Scipio, sobre el lago y por encima de los muros de la prisión situada en la ribera contraria.
Cuando tocaba, se producían ecos, los cuales rebotaban en las fábricas vacías y en los muros de la cárcel, entablaban disputas con las notas que acababan de salir de las campanas localizadas encima de mi cabeza. Cuando el Lago Mohiga se congelaba, tales disputas eran tan sonoras que la gente que nunca antes había estado en el área pensaba que la prisión contaba con su propio conjunto de campanas y que su campanero me estaba imitando.
Y yo gritaría en medio de ese frenético estrépito de campanadas y ecos: "¡Ríete, Jack, ríete!"
Después de la fuga carcelaria, el Director del Colegio dispararía a los reos desde lo alto del campanario. La acústica del valle ocasionaría que los prófugos no pudieran adivinar con certeza de dónde les llegaban los tiros.
8
Cuando llegué al Tarkington, las campanas ya no oscilaban. Estaban soldadas a ejes rígidos. Se les habían quitado los badajos y, a cambio, eran golpeadas por martillos accionados con electricidad proveniente de las Cataratas del Niágara. Su toque podía detenerse de inmediato mediante frenos cubiertos con neopreno.
El cuarto donde por lo menos una docena de campaneros de lento aprendizaje solían experimentar un aturdimiento como resultado de la infernal y ruidosa cacofonía, contenía un teclado de 3 octavas recargado contra la pared. Las perforaciones del techo, a través de las cuales pasaban antes las cuerdas, habían sido tapadas con yeso.
Ahora, nada funciona allá arriba. El cuarto del teclado y el campanario fueron acribillados con balas y proyectiles de bazuka disparados por los presos fugitivos, después de ser atacados por un francotirador escondido entre las campanas, quien mató a 11 de ellos e hirió a 15 más. El francotirador era el Director del Colegio Tarkington. A pesar de que ya estaba muerto cuando los convictos llegaron al campanario, fue crucificado por los furiosos prófugos en el desván del establo de los caballos, ubicado al pie de la Montaña Mosquete.
De manera que un Director del Tarkington, mi mentor Sam Wakefield, se voló la tapa de los sesos con un Colt Calibre 45. Y su sucesor, aunque en un estado insensible al dolor, fue crucificado.
Cabría señalar que se trata de una historia sumamente pesada.
Ahora bien, en materia de historia ligera, debo apuntar que los badajos de las campanas fueron colgados de acuerdo con su tamaño, pero sin ninguna nota explicativa en la pared del vestíbulo de esta biblioteca, sobre las máquinas de movimiento perpetuo. Se convirtió en toda una tradición el que los estudiantes más avanzados contaran a los de nuevo ingreso que esos objetos eran los penes petrificados de diferentes mamíferos. Se decía que el badajo más grande, que alguna vez perteneció a Belcebú, la campana de mayores dimensiones, era el pene de nada menos que Moby Dick, la Gran Ballena Blanca.
Muchos de los novatos se lo creían, y se les vigilaba para ver cuánto tiempo duraban creyéndolo, de la misma forma en que sin duda fueron observados durante su infancia a fin de corroborar el momento en que dejaban de creer en el Ratoncito Pérez, los Reyes Magos y Santa Claus.
Vietnam.
La mayor parte de las cartas publicadas en El Mosquetero que protestaban por la modernización del Carillón Lutz, fueron redactadas por personas que dependían de la riqueza y el poder con los que habían nacido. Sin embargo, una de ellas fue escrita por un hombre que admitía que estaba en prisión por haber cometido fraude, y que había arruinado su vida y la de su familia como resultado de su adicción doble: al alcohol y al juego. Su carta se parece a este libro, pues también constituye un discurso en el patíbulo.
Después de haber pagado su deuda con la sociedad, a ese individuo sólo le restaba una cosa por hacer: regresar a Scipio para hacer oscilar las campanas.
"Y ahora me arrebatan esa posibilidad."
Otra carta fue enviada por una antigua campanera, sin duda ya fallecida a estas alturas, miembro de la Generación 1924 y que estaba casada con un hombre llamado Marthinus de Wet, propietario de una mina de oro en Krugersdorp, Sudáfrica. Ella conocía la historia de las campanas, esto es, que habían sido fabricadas con las armas recogidas después de la Batalla de Gettysburg. No le importaba que fueran a ser tocadas eléctricamente. Lo malo para ella era que las campanas desafinadas (Salmuera, Limón, Juan el Chasquido y Belcebú) se tornearan en Bélgica hasta entonarlas o bien arrojarlas a la basura.
"¿Ya no van los estudiantes del Tarkington a mostrar humanidad y humildad, como lo hacía yo día tras día, al escuchar el llanto proveniente del campanario por los caídos en los campos sagrados bañados en sangre, de Gettysburg?", preguntaba la anciana.
La controversia de las campanas inspiró mucha prosa cursi de ese tipo, en su mayor parte dictada sin duda alguna a una secretaria o a una máquina.
Es muy probable que la señora de Wet se haya graduado en el Tarkington sin saber escribir mejor que la mayoría de los maleducados presos hospedados al otro lado del lago.
Si mi abuelo Socialista, que no llegó a ser un jardinero en la Universidad Butler, pudiera leer la carta de la señora de Wet y darse cuenta de la dirección de la remitente (Sudáfrica), haría una mueca de satisfacción, en virtud de que ahí encontraría una prueba contundente de una mujer que goza de un alto nivel de vida con base en el trabajo de los mineros negros, sobreexplotados y sub retribuidos.
Asimismo, mi abuelo hubiera confirmado la existencia de la explotación de los pobres y los débiles en la expansión de la cárcel ubicada al otro lado del lago. En su opinión, la prisión habría sido una treta para evitar la participación de los líderes de estratos sociales más bajos en la Lucha de Clases y para ofrecerles la repugnante opción de aceptar aquello que sus voraces pagadores les den bajo la forma de condiciones de trabajo y subsistencia.
Sin embargo, hacia la época en que llegué al Colegio Tarkington, el punto de vista de mi abuelo quizá había sido erróneo con respecto al significado de la prisión situada al otro lado del lago, ya que la gente pobre y débil, sin importar cuan dócil fuera, ya no era de utilidad para los astutos inversionistas. Lo que esa gente solía hacer ahora era desempeñado, de modo heroico y sin quejas, por las máquinas.
De modo que el letrero idóneo por colocar a la entrada de Athena habría sido, en lugar de "El Trabajo Nos Hará Libres", aquél que reza, "Lástima que hayas nacido, no sirves para nada", o bien "Entren y no salgan, todos ustedes, lastre de la sociedad".
9
Un antiguo compañero de cuarto de Ernest Hubble Hiscock, el héroe muerto, que también participó en la guerra y que siendo Infante de Marina había perdido un brazo en Iwo Jima, escribió que el mayor anhelo del recordado Hiscock era que la Junta Directiva admitiera, al inicio de cada año escolar, al mismo número de alumnos que asistían al plantel en su época de estudiante.
En consecuencia, si Ernest Hubble Hiscock nos está mirando ahora desde el Cielo, o desde cualquier otro lugar al que los héroes de guerra vayan a dar, cuando mueren, estará consternado de ver su amado campus rodeado de alambres de púas y guardias. Las campanas fueron sacadas de la circulación. El alumnado, siempre que se acepte llamar así a los condenados, alcanza hoy día la cifra aproximada de 2 000.
Cuando aquí sólo había 300 "estudiantes", cada uno disponía de una recámara, un baño y todos los armarios empotrados que quisiera. Cada recámara era parte de una suite compuesta de 2 recámaras, 2 baños y una sala común para 2 personas. Cada sala tenía sofás, sillones y chimenea, así como el más avanzado equipo de sonido y una TV de pantalla grande.
En la cárcel estatal de Athena, tal cual lo descubriría cuando fui a trabajar ahí, había 6 hombres en cada celda, que había sido construida para albergar a 2. Cada 50 celdas contaban con un cuarto de recreo, integrado por una mesa de Ping-Pong y una TV. Además, la TV sólo transmitía programas pregrabados incluyendo noticieros, cuya emisión original databa de por lo menos 10 años atrás. El objetivo era evitar que los presos se angustiasen por asuntos verificados en el mundo exterior que aún no se hubieran resuelto.
Podían posar sus ojos en lo que quisieran, siempre que no fuera relevante.
Cuánto amaban estos escritores de cartas no sólo el colegio, sino también todo el Valle de Mohiga: las estaciones, el lago y el bosque prístino. Y había pocas diferencias entre los placeres predilectos de los estudiantes de ese tiempo y aquéllos del mío propio. En mi época, los estudiantes ya no patinaban en el lago, sino en una pista techada que fue donada en 1971 por la Familia Israel Cohen. Pero aún celebraban en el lago, carreras de botes de vela y de canoas. Todavía llevaban a cabo días de campo en los vestigios de las esclusas, sitos en el nacimiento del lago. Muchos estudiantes aún traían consigo sus propios caballos.
En mi tiempo, varios alumnos eran dueños de hasta 3 caballos, ya que el polo era el principal deporte practicado. En 1976 y 1980, el Colegio Tarkington tuvo un equipo invencible de polo.
Por supuesto que en la actualidad ya no hay caballos en el establo. Los prófugos, acosados y hambrientos al cabo de 4 días de ocurrida la fuga, llamándose a sí mismos "Luchadores de la Libertad" y haciendo ondear la bandera estadounidense en la cima de la torre de esta biblioteca, se comieron los caballos y los perros del campus, y alimentaron con porciones de estos animales a sus rehenes, que eran los Directivos del colegio.
En apariencia, el más exitoso atleta egresado del Tarkington fue un jinete de mi propia época, Lowell Chung. Ganó una Medalla de Bronce como miembro del Equipo Ecuestre de Estados Unidos, en Seúl, Corea del Sur, en 1988. Su madre era dueña de la mitad de Honolulú, pero él no sabía leer ni escribir ni nada de matemáticas. Sin embargo, entendía bien la Física. Me podía decir cómo funcionan las palancas, las lentes, la electricidad, el calor y toda clase de plantas de energía; también era capaz de predecir correctamente el resultado de un experimento, siempre que no le insistiera en la cuestión de los números, de la cuantificación.
En 1984, obtuvo el grado de Bachiller en Artes y Ciencias. Ése era el único grado que otorgábamos, una advertencia justa para los demás planteles y las fuentes laborales, así como los propios estudiantes, de que los alcances intelectuales de nuestros egresados, aunque respetables, no eran los convencionales.
Lowell Chung hizo que montara un caballo por primera vez en mi vida cuando yo tenía 43 años. Me retó. Le dije que no deseaba suicidarme sobre el lomo de 1 de sus caballitos cabrioleros, puesto que tenía una esposa, una suegra y 2 niños que mantener. En consecuencia, le pidió prestada una gentil y vieja mula a su novia de ese entonces, que se llamaba Claudia Roosevelt.
Por cómico que parezca, la entonces novia de Lowell era un as en aritmética, pero no daba una en todo lo demás. Si se le preguntaba: "¿Cuánto es 5 111 por 10 022 dividido entre 97?"; ella respondía: "Son 528 066.4. ¿Y qué? ¿Y qué?"
¡Ciertamente y qué! La lección que yo mismo aprendí una y otra vez cuando enseñaba en el colegio y más tarde en la cárcel fue que la información es inútil para la mayoría de la gente, excepto como diversión. Si los hechos no son chistosos o temibles, o si no pueden hacerte rico, al diablo con ellos.
Cuando comencé a trabajar en la prisión, conocí a un multihomicida llamado Alton Darwin, quien también hacía mentalmente sofisticados cálculos aritméticos. Era negro y, a diferencia de Claudia Roosevelt, se expresaba con gran inteligencia. Había asesinado a toda clase de rivales, parásitos, informantes de la policía, sujetos con una identidad errónea e inocentes transeúntes en la industria ilegal de las drogas. Su manera de hablar era elegante y sugestiva.
Había matado a mucha menos gente que yo. Sin embargo, cabe señalar que él nunca estuvo en mi posición privilegiada, a saber, la de contar con la cooperación completa de nuestro gobierno.
Además, había cometido los homicidios por razones monetarias. Yo jamás me rebajé a eso.
Cuando supe que podía hacer mentalmente operaciones aritméticas, quise hacer de su conocimiento mi opinión.
—Tienes un don notable.
—No parece justo —respondió— que alguien venga al mundo con una ventaja tan grande sobre el común de los mortales. Cuando salga de aquí, me voy a comprar una hermosa tienda de campaña a rayas y le voy a colocar un letrero en la entrada que invite al público a presenciar, por un solo dólar, al Negro que hace aritmética.
Darwin no iba a salir nunca de prisión. Estaba cumpliendo una condena de cadena perpetua, sin esperanza de lograr la libertad condicional.
Dicho sea de paso, la fantasía de Darwin de convertirse en el protagonista de un espectáculo de aritmética mental se inspiraba en un acto realizado en Carolina del Sur, al cabo de la Primera Guerra Mundial, por 1 de sus bisabuelos. En ese entonces, todos los pilotos que regresaban al país eran blancos, y algunos efectuaban vuelos acrobáticos en los festivales rurales. Se les conocía como los "pilotos de feria".
Uno de esos pilotos de feria era dueño de un avión de 2 cabinas. En la cabina delantera, sujeto con correas, viajaba el bisabuelo, a pesar de que no sabía conducir ni un coche. El piloto de feria se agazapaba en la cabina trasera, de manera que la gente no pudiera darse cuenta de que era él quien manejaba los controles. Y el público llegaba desde muy lejos, según Darwin, "para ver al Negro que pilotea un aeroplano".
Cuando nos conocimos, Darwin tenía sólo 25 años, edad a la cual Lowell Chung ganó una Medalla de Bronce en equitación, en Seúl, Corea del Sur. Cuando yo cumplí 25, aún no había matado a nadie y no había tenido tantas mujeres como Darwin, quien a los 20, según me dijo, pagó un Ferrari de contado. Yo no tuve un automóvil propio hasta los 21, cuando adquirí un buen coche, un Chevrolet Corvette, pero no era ni de lejos tan bueno como el Ferrari.
Por lo menos, yo también lo pagué al contado.
Cuando platicábamos en la cárcel, bromeaba a menudo con base en la suposición de que éramos oriundos de planetas diferentes. El suyo estaba formado por la prisión; yo había llegado en un platillo volador, proveniente de un planeta mucho más grande e inteligente.
Esto le permitía expresar comentarios irónicos sobre las únicas actividades sexuales posibles intramuros.
—¿Hay bebés en tu planeta? —me preguntaba.
—Sí, los hay —le respondía.
—Aquí se ha intentado por todos los medios el tener hijos, pero nunca se ha logrado. ¿Qué crees que se está haciendo mal?
Fue el primer condenado al que le escuché usar las siglas "LC". Me dijo que algunas veces deseaba haber contraído la LC.
Creí que quería decir "TC", abreviatura de tuberculosis, otra de las enfermedades comunes de la cárcel: tan común que yo la padezco ahora.
Resultó que LC eran las siglas de "Libertad Condicional", la expresión utilizada por los convictos para referirse al SIDA.
Cuando nos conocimos, en 1991, me dijo que en ocasiones anhelaba tener la LC, comentario externado mucho antes de que yo mismo contrajera la TC.
¡Sopa de letras!
Estaba deseoso de escuchar descripciones de este valle, en el cual estaba condenado a vivir el resto de su vida y donde seguramente se le sepultaría, pero que nunca había visto. Se procuraba que no sólo los condenados, sino también sus visitantes, ignoraran en la medida de lo posible la situación geográfica precisa de la prisión, de modo que quien escapara no tuviese una idea clara de qué cuidarse o hacia dónde dirigirse.
Los visitantes eran traídos desde Rochester hasta este callejón sin salida en autobuses con ventanas oscurecidas. Los convictos eran transportados en camiones equipados con cajas de acero, carentes de ventanas y con capacidad para albergar a 10 hombres. Dentro de las cajas, los condenados viajaban debidamente esposados y sujetos con grilletes. Los autobuses y las cajas de acero nunca se abrían antes de haber atravesado los muros de la cárcel.
Después de todo, se trataba de criminales excesivamente peligrosos e ingeniosos. A pesar de que los japoneses ya se habían apoderado de la administración de Athena en la época de mi arribo, con objeto de convertirla en una institución lucrativa, el traslado en autobuses con ventanas oscurecidas en cajas de acero constituía una práctica que databa de un periodo previo. Esas morbosas formas de transporte se volvieron un espectáculo común en la carretera de Rochester hacia 1977, casi 2 años después de haberme establecido, junto con mi pequeña familia, en Scipio.
El único cambio que hicieron los japoneses en los vehículos, y que ya se había operado cuando llegué a trabajar ahí en 1991, fue montar las viejas cajas de acero en camiones japoneses nuevos.
De modo que violé la añeja política penitenciaria al contar a Alton Darwin y a otros presidiarios de por vida todo lo que deseaban saber sobre el valle. Consideré que tenían derecho a conocer la existencia del gran bosque, que ahora era su bosque, del hermoso lago, que ahora era su lago, y del pequeño colegio, donde se originaban las campanadas.
Y, por supuesto, todo eso enriqueció sus sueños de fugarse; pero, ¿acaso no eran éstos lo que en otro contexto podríamos denominar la virtud de la esperanza? Nunca pensé que en realidad fueran a escaparse y a aprovechar la información que les había proporcionado acerca de la campiña, y tampoco ellos lo pensaron.
Solía hacer la misma clase de cosas en Vietnam, es decir, ayudaba a los soldados mortalmente heridos a soñar que pronto estarían bien y en su casa.
¿Por qué no?
Me apena más que a nadie el que Darwin y los demás hayan saboreado en realidad la libertad. Eran seres horribles para sí mismos y para cualquiera. En muchos casos, se trataba de verdaderos maniáticos homicidas. Darwin no era 1 de ellos pero, cuando los presos cruzaban el lago congelado en dirección a Scipio, ya estaba dictando órdenes como si fuera un Emperador, como si la fuga hubiese sido su idea, a pesar de que no tuvo nada que ver con el planeamiento de ella. Ni siquiera sabía que se iba a realizar. Los que en realidad perforaron los muros y abrieron las celdas habían venido de Rochester para liberar a un solo reo. Lo rescataron y abandonaron el valle; no tenían ningún interés en conquistar a Scipio, venciendo a su pequeño ejército integrado por 6 policías, 3 guardianes desarmados de la escuela y un número desconocido de armas de fuego en manos privadas.
Alton Darwin fue el primer ejemplo que yo haya visto de liderazgo espontáneo. Era un hombre carente de rangos distintivos, de fórmulas organizativas previas, de planes de acción ya trazados. En la cárcel, había sido un hombre modesto e insignificante. Sin embargo, en el instante en que salió de ella, repentinos delirios de grandeza lo convirtieron en el único nombre que sabía lo que había que hacer enseguida, a saber; atacar a Scipio, donde la gloria y la riqueza aguardaban a todo aquél que se atreviera a seguirlo.
"¡Síganme!", gritaba. Y algunos lo hicieron. Creo que se trataba de un sociópata, enamorado de sí mismo y de nadie más, que reclamaba acción por su propio bien y mostraba indiferencia ante cualquier consecuencia a largo plazo: el clásico Predestinado.
La mayoría de los reos no lo siguieron colina abajo, en dirección al hielo. Regresaron a la prisión, donde disponían de una cama propia, de abrigo contra las inclemencias del clima, y de comida y agua, aunque carecieran de calefacción y electricidad. Decidieron portarse bien, basados en la conclusión correcta de que los chicos malos, aunque erraran libres en el valle, estaban rodeados por las fuerzas de la ley y el orden. Que les dispararían en cuanto los vieran, lo que sucedería en cuestión de días, 1 o 2, o incluso antes. Después de todo, eran negros.
En el Valle de Mohiga, el color de su piel hacía las veces de uniforme penitenciario.
Cerca de la mitad de los que siguieron a Darwin hasta el hielo, se regresaron antes de llegar a Scipio. Esto sucedió previamente a que les dispararan y sufriesen su primera baja. Uno de los que volvieron a la prisión me dijo que se había sentido enfermo al reflexionar sobre la cantidad de asesinatos y violaciones que se iban a producir cuando los convictos arribaran al otro lado.
—Pensé en todos los niños que dormían profundamente en su cama —afirmó, aclarando que el arma que había robado del arsenal de la cárcel la entregó al hombre que estaba a su lado en medio del hermoso lago Mohiga—. Como no tenía un arma, yo le ofrecí una.
—¿Se desearon buena suerte o algo por el estilo?
—No, no nos dijimos nada. Nadie decía nada, salvo el hombre que iba al frente.
—¿Y él qué decía?
—¡Síganme, síganme, síganme! —contestó, con un vacío terrible.
—La vida es una pesadilla —comentó—. ¿Lo sabías?
Los carismáticos delirios de grandeza de Darwin eran ilimitados. Se autonombró Presidente de un nuevo país. Estableció su cuartel general en el Salón Samoza de la Junta Directiva; la larga mesa ahí instalada se volvió su escritorio.
Lo visité en ese sitio, ya entrada la tarde del segundo día posterior al gran escape. Me dijo que este nuevo país suyo iba a talar el bosque prístino ubicado al otro lado del lago, para vender la madera a los japoneses. Con el dinero de la transacción, restauraría las instalaciones industriales de Scipio. Aún no sabía qué se iba a manufacturar, pero estaba meditando seriamente a ese respecto. Me aclaró que agradecería cualquier sugerencia en la materia.
Según él, nadie se atrevería a atacarlo, por miedo a que hiciera daño a los rehenes. Mantenía en cautiverio a la Junta Directiva en pleno, salvo al Director del Colegio, Henry "Tex" Johnson, y a su esposa, Zuzu. Yo había ido a preguntarle a Darwin si sabía dónde estaban Tex y Zuzu. No lo sabía.
Resulta que Zuzu fue asesinada por 1 o varios desconocidos, quienes quizá la habían violado. Nunca lo sabremos con exactitud, pues no era ese el momento ideal para practicar la Medicina Forense. En cuanto a Tex, subió a la torre de la biblioteca, acompañado de un rifle y municiones. Su intención: convertir el campanario en escondite de un francotirador.
Alton Darwin nunca se preocupó, no obstante el empeoramiento de su situación. Se rió cuando se enteró de que tropas de paracaidistas que avanzaban a pie habían rodeado la prisión situada al otro lado del lago y, de nuestro lado, se atrincheraban al oeste y sur de Scipio. La Policía del Estado y los vigilantes ya habían levantado una barricada en la carretera a la altura del nacimiento del lago. Alton Darwin se rió como si hubiera conseguido una gran victoria.
Conocí gente parecida en Vietnam. Jack Patton tenía esa clase de intrepidez. Allá, yo podía ser tan valiente como Jack. De hecho, estoy bien seguro de que maté a más gente que él. Pero estaba tremendamente preocupado la mayor parte del tiempo. En cambio, Jack nunca se preocupó, según me dijo.
Le pregunté cómo podía lograrlo. Me contestó lo siguiente: "Creo que debo tener un tornillo flojo. No me importa ni lo que me pueda suceder a mí ni lo que le pueda ocurrir a cualquier otro."
Alton Darwin tenía el mismo tornillo flojo. Era un multihomicida que jamás mostró ningún remordimiento.
En el último año que pasé en Vietnam, durante las conferencias de prensa, yo también manejé nuestras derrotas como si hubiesen sido victorias. Pero a mí me ordenaron hacerlo. Ésa no era mi disposición natural.
Alton Darwin, y esto es igualmente aplicable a Jack Patton, hablaba de cuestiones triviales o graves con el mismo tono de voz, con los mismos gestos y expresiones faciales. Nada era más o menos importante que nada.
Recuerdo que Alton Darwin me refirió, con aparente preocupación, el gran número de presos que habían cruzado con él el lago congelado hasta Scipio y que acababan de desertar, regresando a la prisión o dirigiéndose a la barricada en busca del indulto. Los desertores eran individuos que sí se preocupaban. No querían morir ni responsabilizarse de las violaciones y los asesinatos cometidos en Scipio.
Así que me encontraba valorando el problema de la deserción, cuando Alton Darwin dijo con exactamente la misma intensidad:
—Sé patinar en hielo, ¿puedes creerlo?
—¿Perdón? —contesté.
—Sabía cómo deslizarme con patines de ruedas —aclaró—. Pero, nunca tuve la oportunidad de patinar sobre el hielo hasta esta mañana.
Esa mañana, con los teléfonos desconectados y la electricidad cortada, con cadáveres regados por todos lados y con una carencia generalizada de víveres en Scipio, como si los alimentos hubiesen sido devorados por una plaga de langosta, él se había dirigido a la Pista Cohen y calzado unos patines con cuchilla de acero por primera vez en su vida. Después de unos cuantos pasos vacilantes, logró deslizarse suavemente sobre el hielo.
—¡Deslizarse con patines de ruedas y patinar sobre el hielo son ejercicios iguales! —me dijo en tono triunfal, como si hubiera hecho un descubrimiento científico que arrojara luz del todo nueva sobre lo que parecía ser una situación desesperanzada—. ¡Se requieren los mismos músculos! —agregó de modo engreído.
Eso es lo que estaba haciendo cuando fue alcanzado por una bala, lo cual sucedió aproximadamente una hora después de nuestra charla.
Yo lo había dejado en su oficina y supuse que aún se encontraba en ella. Pero regresó a la pista para deslizarse una y otra vez.
Se escuchó un disparo y, de inmediato, se desplomó.
Varios de sus seguidores corrieron hacia él; Darwin alcanzó a decirles algo y murió.
Cabe señalar que fue un tiro precioso, siempre que Darwin haya sido el hombre al que el Director del Colegio había apuntado. Quizá la bala era para mí, puesto que sabía que yo solía hacerle el amor a su esposa Zuzu cuando él no se encontraba en casa.
Si le apuntó a Darwin, y no a mí, resolvió uno de los problemas más difíciles en materia de puntería, el mismo problema solucionado por Lee Harvey Oswald cuando le disparó al Presidente Kennedy, a saber, a dónde dirigir la bala cuando el tirador se halla muy por encima de su blanco.
Como ya lo dije: "Un tiro precioso."
Más tarde, pregunté cuáles habían sido las últimas palabras de Alton Darwin y me dijeron que no tenían sentido. Sus últimas palabras fueron: "Vean al Negro que pilotea un aeroplano."
10
Algunas veces, Alton Darwin me hablaba sobre el planeta donde había habitado antes de ser transportado en una caja de acero a Athena: "Las drogas eran alimentos. Yo me dedicaba al negocio de la comida. El que los moradores de un planeta ingieran ciertos víveres que les producen bienestar, no significa que la gente de los demás planetas deba abstenerse de comer otras cosas. Estoy seguro de que en algunos planetas hay personas que se alimentan de piedras y que, después de hacerlo, se sienten de maravilla durante un rato. Más tarde, llegará la hora de volver a comer piedras."
Reflexioné muy poco sobre la prisión durante los 15 años que fui maestro del Tarkington, a pesar de que la cárcel era demasiado grande y cruel, y de que experimentaba un crecimiento continuo. Cuando realizábamos días de campo a la orilla del lago o cuando íbamos a Rochester por una u otra razón, veíamos muchos autobuses con ventanas oscurecidas y camiones que trasladaban cajas de acero. Alton Darwin debió viajar dentro de alguna de éstas. Debido a que los camiones se utilizaban también para transportar carga, dichas cajas podrían haber servido exclusivamente como embalaje de Diet Pepsi y papel sanitario.
Su contenido no fue de mi incumbencia hasta que me despidieron del Tarkington.
En ocasiones, cuando tocaba las campanas y se producían ecos particularmente sonoros en los muros de la prisión, lo que solía ocurrir en pleno invierno, tenía la sensación de estar bombardeando la cárcel. En Vietnam, por el contrario, cuando nos retirábamos con el apoyo de la artillería, y las armas lanzaban proyectiles a no sé qué blancos en la selva, me parecía escuchar algo similar a la música: ruidos interesantes producidos por el puro placer de hacerlo.
Durante un ejercicio veraniego de campaña, Jack Patton y yo, que todavía éramos cadetes, dormitábamos en una tienda, cuando la artillería abrió fuego cerca de ahí.
Nos despertamos.
—Están tocando nuestra pieza, Gene. Están tocando nuestra pieza —exclamó Jack.
Antes de ir a trabajar a Athena, solamente había visto a 3 reos en alguna parte del valle. La mayoría de los habitantes de Scipio ni siquiera había visto 1. Yo tampoco hubiera visto 1, si no se hubiese descompuesto, cerca del lago, un camión transportador de las cajas de acero. Me encontraba ahí de día de campo, cerca del agua, en compañía de Margaret, mi esposa, y de Mildred, mi suegra. En ese entonces, Mildred estaba más loca que una cabra, pero Margaret aún se conservaba cuerda y parecía que existía una probabilidad de que así continuara.
Yo tenía solamente 45 años y la confianza absurda de que seguiría siendo profesor en el colegio hasta alcanzar la edad de retiro obligatorio, esto es, los 70 años, lo cual ocurriría en el año 2010, a 9 años de distancia de la fecha actual. De hecho, ¿qué habrá de sucederme en los 9 años por transcurrir? Es como preocuparse por la descomposición de un queso que no se almacenó oportunamente en el refrigerador. ¿Qué más le puede suceder a un queso que ya perdió su sabor original y que apesta?
A mi suegra le encantaba pescar, y ese pasatiempo era inofensivo para ella y para los demás. Le ayudé colocando un gusano en el anzuelo y lanzando el sedal en dirección a una mancha que parecía prometedora. Ella sostenía la caña con ambas manos, segura de que algo milagroso iba a suceder.
Tuvo razón esta vez.
Miré hacia el camino y descubrí un camión de la prisión al que le salía humo del motor. Sólo había 2 guardias a bordo y 1 de ellos era el conductor. Se apearon. Ya habían llamado por radio a la penitenciaría pidiendo ayuda. Ambos eran blancos. Este incidente tuvo lugar antes de que los japoneses se hicieran cargo de la administración de Athena, es decir, antes de que los letreros de la carretera de Rochester estuvieran escritos en inglés y japonés.
Como parecía que el camión iba a incendiarse, los 2 guardias abrieron el candado de la puerta de la caja de acero y ordenaron a los reos que salieran. Ambos retrocedieron con las escopetas apuntando hacia la puerta.
Salieron los prisioneros. Solamente había 3. Se movían con torpeza, debido a los grilletes que sujetaban sus tobillos; además, las esposas estaban unidas a una cadena colocada alrededor del pecho. Dos eran negros, y 1 era blanco o, quizá, un Hispano de piel clara. Todo esto sucedió antes de que La Suprema Corte confirmara la naturaleza cruel e inhumana del acto de confinar a una persona en un lugar donde su raza sea rebasada numéricamente por otra.
En ese entonces, las diferentes razas permanecían mezcladas en las cárceles localizadas a todo lo largo y ancho del país. Sin embargo, cuando entré a trabajar en Athena, sólo había reos que habían sido clasificados como Negros.
Mi suegra no quiso mirar el camión humeante ni todo lo demás. Estaba obsesionada con los acontecimientos en desarrollo al otro lado del sedal. Pero Margaret y yo nos quedamos papando moscas. En esa época, los prisioneros eran como material pornográfico, cosas comunes que la gente decente no deseaba ver, a pesar de que la principal industria del valle estaba consagrada a castigar delincuentes.
Después, cuando Margaret y yo hablamos del asunto, me dijo que no le había parecido una cuestión pornográfica, sino el espectáculo de ver animales rumbo al matadero.
En cambio, nosotros debimos parecer a esos condenados los habitantes del Paraíso. Era un perfumado día primaveral. Tenía lugar, un poco más al sur del sitio donde nos encontrábamos, una carrera de botes de vela. Un padre agradecido, que había vaciado las arcas del banco más grande de California, acababa de donar al colegio 300 balandros.
Nuestro Mercedes nuevecito destacaba entre los coches estacionados. Costaba más que el salario anual por mí devengado en el Tarkington. El auto me lo regaló la madre de un estudiante mío, llamado Pierre Legrand. Su abuelo materno había sido dictador de Haití; cuando fue derrocado, se trajo consigo el tesoro público de ese país. Por tal motivo, la madre de Pierre era muy rica. Él era muy impopular. Trató de ganar amigos ofreciéndoles costosos obsequios; táctica que no le funcionó. En consecuencia, intentó colgarse de una viga del depósito de agua instalado en la cima de la Montaña Mosquete. Por casualidad, yo me encontraba allá arriba, jugando entre los arbustos con la esposa del entrenador del Equipo de Tenis.
Lo descolgué cortando la soga con mi navaja oficial del ejército suizo. Así fue como obtuve el Mercedes.
Dos años más tarde, Pierre tuvo mejor suerte, pues logró saltar desde el famoso puente Golden Gate. Una de l as bromas comunes en el campus rezaba que yo debería devolver el coche.
Así pues, es probable que aquellos presos hayan visto el Paraíso en lo que realmente era un saco repleto de aflicción. No había forma de que supieran que mi suegra estaba más loca que una cabra. No podían enterarse, ni tampoco yo, de que la locura hereditaria caería sobre mi hermosa mujer, unos 6 meses después, como una tonelada de ladrillos, convirtiéndola en una bruja tan horrible como su madre.
Si nos hubieran acompañado nuestros 2 hijos al día de campo, la ilusión de que vivíamos en el Paraíso hubiese sido completa. Los hijos habrían ilustrado el caso de la otra generación que hallaba la vida tan cómoda como la nuestra. Además, ambos sexos habrían estado representados. Teníamos una hija llamada Melanie y un hijo llamado Eugene Debs Hartke Jr. Ya no eran niños. Melanie tenía 21 años y estudiaba matemáticas en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. Eugene Debs Hartke Jr. cursaba el último año en la Academia Deerfield de Massachusetts; tenía 18 años y su propia banda de rocanrol; en ese entonces ya había compuesto unas 100 canciones.
No obstante, Melanie hubiera arruinado nuestra escena campestre. Al igual que mi madre antes de matricularse en los Weight Watchers, era muy pesada. Debe tratarse de una cuestión hereditaria. Si hubiese dado la espalda a los presos, al menos habría ocultado su nariz, tan bulbosa como la del último y gran comediante alcohólico, W. C. Fields. Melanie, gracias a Dios, no era alcohólica.
Pero su hermano sí.
Y ahora daría mi vida a cambio de poder jactarme ante él de que los varones de su familia paterna no han temido al alcohol, puesto que han sabido beberlo con moderación. No nos hemos comportado con debilidad y estupidez en materia de drogas.
Por lo menos, Eugene Jr. era bien parecido, pues había heredado los rasgos de su madre. Durante su infancia, transcurrida en este valle, las personas solían decirme, estando él presente para escucharlo, que era el niño más hermoso que habían visto.
No tengo idea de dónde se encuentra ahora. Hace años dejó de comunicarse conmigo o con cualquiera de este valle.
Me odia.
También Melanie, aunque ella me escribió hace apenas 2 años. Estaba viviendo en París con otra mujer. Ambas enseñaban inglés y matemáticas en una escuela estadounidense de segunda enseñanza, localizada en la capital francesa.
Mis hijos nunca me perdonaron el no haber enviado a mi suegra a un hospital psiquiátrico. Haberla retenido con nosotros constituyó un gran estorbo para ellos, porque no podían invitar a sus amigos a la casa. Sin embargo, si hubiera mandado a Mildred a un manicomio, no habría podido enviar a Melanie y a Eugene Jr. a escuelas tan caras. Aunque el Tarkington me ofrecía hospedaje gratuito, mi salario era bajo.
Además, nunca consideré que la locura de Mildred les resultara tan insoportable. En el ejército, había convivido con personas que decían disparates todo el día. Vietnam fue una gran alucinación. Si me acostumbré a eso, podía adaptarme a cualquier cosa.
Ahora bien, lo que más les disgusta a mis hijos de mi persona es que me haya reproducido en conjunción con su madre. Viven con la amenaza constante de volverse locos repentinamente, tal como ocurrió con Mildred y Margaret. Desafortunadamente, hay una gran probabilidad de que eso suceda.
Por irónico que parezca, tengo un hijo ilegítimo de cuya existencia me enteré hace poco. En virtud de que tiene una madre diferente, no corre el riesgo de perder la razón algún día. Sin embargo, sus hijos en caso de que llegue a tenerlos, heredarían quizá la tendencia de mi propia madre hacia la gordura.
No obstante, podrían acudir a los Weight Watchers, como hizo Mamá.
Resulta obvio que el tema de la herencia ha estado en mi mente en días recientes. Así que he estado leyendo sobre ese asunto en algún libro que trata también de embriología. Y puedo afirmar lo siguiente: las personas que se muestran cautelosas con respecto a lo que pueden encontrar al abrir un libro, tienen razón. Me acaba de dejar anonadado un ensayo que versa sobre la embriología del ojo humano.
Ninguna combinación de Tiempo y Suerte pudo haber producido una cámara tan excelente, ¡ni siquiera habiendo invertido una gran cantidad de tiempo cercana a 1 000 000 000 000 de años! ¿Qué les parece este misterio indescifrable?
Cuando comencé a trabajar en Athena, esperaba hallar a por lo menos 1 de los 3 condenados que nos habían visto, tiempo atrás, a Mildred, a Margaret y a mí en pleno día de campo. Como ya lo dije, en ese entonces consideré que 1 de ellos era Blanco o quizá Hispano, el cual debió ser trasladado a una prisión para Blancos o para Hispanos antes de que yo llegara ahí. Los otros 2 eran sin duda negros, pero nunca me topé con ninguno de ellos. Me hubiera gustado saber qué pensaron de nosotros, cuan contentos lucíamos.
Quizá habían muerto. Pudieron ser víctimas del SIDA, de un asesinato, de un suicidio o, tal vez, de la tuberculosis. Cada año fallecían 30 reclusos en Athena por cada estudiante que obtenía el Grado de Bachiller en Artes y Ciencias del Tarkington.
Libertad condicional.
Si hubiera encontrado a 1 de los presos que atestiguaron nuestro día de campo, habríamos charlado sobre el pez atrapado por mi suegra mientras él nos observaba. Sobre el sedal arqueado y el rechinido del carrete, semejante a una débil sirena. Sobre su dificultad para ver al monstruo que había tragado el anzuelo y era conducido hacia Scipio porque, antes de presenciar ese espectáculo, él ya había sido reintroducido a la oscuridad de la caja de acero montada en otro camión.
El sedal que coloqué en el carrete de la caña era muy firme. Estaba especialmente diseñado para la pesca de especies de aguas profundas, como el atún y el tiburón. Con todo, hasta donde sabía, en el Lago Mohiga sólo habitaban anguilas, percas y siluros pequeños. Eso era todo lo que Mildred había atrapado en ocasiones anteriores.
Recuerdo que una vez pescó una perca demasiado pequeña para conservarla. De modo que la liberó, a pesar de que la flecha del anzuelo le había atravesado un ojo. Al cabo de un rato, atrapó de nuevo a la misma perca. Lo supimos por el ojo despedazado. Reflexionamos al respecto: ojos prodigiosos y ni una pizca de cerebro.
Coloqué ese sedal en la caña de pescar de Mildred, con objeto de que nada se le escapara. En Honduras, hice lo mismo en cierta ocasión para un General de 3 estrellas, cuyo ayudante de campo era yo.
El pez atrapado por Mildred no podía romper el sedal, y Mildred no soltaba la caña. Ella no pesaba nada y el animal pesaba mucho para ser un pez. Mildred cayó de rodillas en el agua, riendo y gritando.
Nunca olvidaré lo que gritaba: "¡Es Dios, es Dios!"
Me arrojé al agua para auxiliarla. Como no soltaba la caña, tomé el sedal y comencé a jalar, pasando una mano sobre la otra.
¡Cómo se remolinaba y bullía el agua!
Cuando atraje al pez a aguas poco profundas, dejó repentinamente de oponer resistencia. Me imagino que había agotado hasta la última gota de energía. Eso fue todo.
Este animal, que cogí de las agallas y arrastré hacia la ribera del lago, era un lucio enorme. Mildred exclamó aterrorizada: "¡Es un cocodrilo!"
Miré hacia el camino para indagar qué pensaban los presos y los guardias de un pescado tan grande. Pero, ya se habían marchado. Sólo quedaba el camión descompuesto. La pequeña puerta de la caja de acero estaba completamente abierta. Cualquiera era libre de meterse en la caja y cerrar la puerta, a fin de saber qué se siente ser un reo.
Para aquellos a quienes fascina la Medicina Forense: el lucio no mordió la carnada, sino a una perca que, a su vez, había mordido al gusano del anzuelo.
Consideré que era interesante hablar de ello con mi suegra, durante el regreso a casa a bordo del Mercedes nuevo. Pero ella no quería charlar en absoluto. El pez la había asustado en extremo y prefería olvidarse del asunto.
Años más tarde, mencioné en un par de ocasiones el incidente del pez, sin obtener respuesta alguna de su parte, salvo un silencio sepulcral. Concluí que de verdad lo había desechado de su memoria.
Ahora bien, Mildred, Margaret y yo nos mudamos, mucho tiempo después, a una vieja casa de la aldea de Athena, localizada abajo de los muros de la cárcel. En la noche que ocurrió la fuga penitenciaria, se escuchó una terrible explosión que nos despertó.
Si Jack Patton hubiera estado con nosotros, me habría dicho: "¡Gene! ¡Gene! Están tocando de nuevo nuestra pieza".
Acababan de demoler, desde el exterior y no desde el interior, la puerta principal de la prisión. El presunto jefe del cartel jamaiquino de la droga, Jeffrey Turner, había sido traído a Athena en una caja de acero 6 meses antes, al cabo de un juicio televisado que duró un año y medio. Lo condenaron a 25 cadenas perpetuas consecutivas, todo un nuevo récord. Ahora, una fuerza bien entrenada de empleados suyos, comparable a un destacamento mayor que un pelotón y menor que una compañía, se había trasladado a las afueras de la penitenciaría, trayendo consigo explosivos, un tanque y varios tractores oruga que habían sido tomados del Arsenal de la Guardia Nacional, ubicado a unos 10 kilómetros al sur de Rochester, en un punto de la carretera situado frente al Complejo de Cines Meadowdale. Después, se supo que uno de esos hombres se había mudado a Rochester e ingresado a la Guardia Nacional, jurando defender la Constitución y todo lo demás, con el único propósito de robar las llaves del Arsenal.
Los guardias japoneses estaban completamente impreparados y carentes de motivación alguna para luchar contra una fuerza semejante, especialmente porque los atacantes iban vestidos con el uniforme del Ejército de Estados Unidos y ondeaban banderas norteamericanas. De modo que se escondieron, levantaron las manos o huyeron hacia el bosque prístino. No estaba en juego su país, y vigilar prisioneros no era una misión sagrada ni nada que se le pareciera. Se trataba tan sólo de un negocio.
Los invasores desconectaron las líneas telefónicas y cortaron la energía eléctrica, a fin de que los vigilantes ni siquiera pudieran pedir ayuda o accionar las sirenas.
El asalto duró media hora. Cuando todo terminó, Jeffrey Turner ya había desaparecido y, desde entonces, no se le ha vuelto a ver. Los atacantes también se esfumaron. Sus uniformes y vehículos militares fueron encontrados más tarde en una granja lechera abandonada, propiedad de especuladores alemanes de tierras, localizada a 1 kilómetro al norte del lago. Como había huellas de neumáticos de diversos automóviles, la policía concluyó que, a bordo de vehículos civiles comunes, en apariencia inconexos y abandonando la granja a intervalos, los sujetos al margen de la ley habían logrado una huida 100% exitosa.
Mientras tanto, en la prisión, aquel que no deseaba permanecer encerrado más tiempo, estaba en libertad de salir y, en caso de tener la inclinación y habiendo llegado a primera hora, de tomar un fusil, una escopeta, una pistola o una granada de gas lacrimógeno del arsenal de la cárcel, el cual se hallaba completamente a su disposición.
Asimismo, la policía señaló que los asaltantes habían recibido un entrenamiento militar de primera clase en algún lugar, probablemente en una escuela privada de supervivencia situada en Estados Unidos o, quizá, en Bolivia, Colombia o Perú.
De cualquier manera, Mildred, Margaret y yo fuimos despertados por la explosión que demolió la puerta principal de la prisión. No había forma de que nos hubiésemos podido imaginar lo que estaba sucediendo en realidad.
Nosotros 3 dormíamos en alcobas separadas. Margaret se encontraba en el primer piso; Mildred y yo, en el segundo. No había terminado de incorporarme, con un silbido persistente en los oídos, cuando Mildred entró en mi cuarto completamente desnuda y con los ojos bien abiertos.
Ella habló primero. Utilizó un término de caló, que yo nunca antes le había escuchado, para referirse a la idea de enormidad. No se trataba de la jerga de su generación ni tampoco de la mía, sino de aquella de mis hijos. Supongo que oyó la palabra en cuestión y que le gustó, reservando su uso para alguna ocasión realmente importante.
He aquí lo que dijo, mientras se escuchaban descargas esporádicas de armas ligeras alrededor de la prisión: "¿Recuerdas aquel pez tan choncho que capturé?"
11
Durante cierto tiempo, estuve plenamente convencido de que pasaría el resto de mi vida en este valle, pero no en la cárcel. Imaginaba mi retiro obligatorio del Colegio Tarkington en el año 2010. Habría gozado una posición modestamente acomodada, gracias a la Seguridad Social y a la pensión ofrecida por el Colegio. Hacia esa fecha, mi suegra habría muerto, por lo que sólo restaría el ocuparme de Margaret. Habría rentado una casita en el pueblo, donde había un montón de construcciones vacías.
Sin embargo, ese sueño se habría malogrado, aunque no hubiera habido una fuga en la prisión, aunque el sistema de Seguridad Social no hubiese fracasado, aunque el Tesorero del Colegio no hubiera huido llevándose los fondos de pensión, etcétera. Porque, como ya lo he señalado, en 1991 fui despedido del Colegio Tarkington.
Me encontraba al final de la edad madura, carente de amarras en una nación arruinada, cuyos bienes habían sido vendidos a extranjeros; en una nación abrumada por toda clase de plagas incontrolables, por la superstición, el analfabetismo y la hipnótica TV; en una nación donde los pobres no tenían acceso a los centros de salud. ¿A dónde ir? ¿Qué hacer?
El hombre que me despidió fue Jason Wilder, el célebre columnista del diario Conservador, distinguido conferencista y famoso conductor de un programa de TV. Salvó mi vida al quitarme el empleo. Gracias a él, no me hallaba en Scipio, sino en Athena, la noche que tuvo lugar la fuga de la prisión.
Hubiera estado frente a todos aquellos presos que se deslizaban sobre el hielo, bajo la luz de la luna, en dirección a Scipio; en cambio, pude observarlos con muda admiración desde la retaguardia, tal como actuó Robert E. Lee en el Ataque de Pickett durante la Batalla de Gettysburg. No me hubiesen identificado porque yo, hasta ese momento, solamente habría visto a 3 condenados de Athena en toda mi vida.
Hubiera intentado luchar aunque, a diferencia del Director del Colegio, no habría tenido armas. Hubiese sido asesinado e inhumado junto con el Director del Colegio y su esposa Zuzu, y con Alton Darwin y todos los demás. Me hubieran sepultado junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
La primera vez que vi a Jason Wilder en persona fue durante la reunión de la Junta Directiva en que se me despidió. Entonces, él era solamente un padre ultrajado. Más adelante, se uniría a la Junta y se convertiría en el rehén más valioso conservado por los presos al cabo de la fuga. La amenaza de atentar contra su vida inmovilizó a las unidades de la 82a División Aerotransportada, que habían sido trasladadas al lugar de los hechos, desde el Sur del Bronx, en un autobús escolar. Los paracaidistas rodearon el valle, ocuparon la ribera del lago situada al otro lado de Scipio y en dirección al sur, y cavaron trincheras en la falda occidental de la Montaña Mosquete. Pero no se atrevieron a aproximarse más, por temor a causar la muerte de Jason Wilder.
Sin duda, había otros rehenes, incluyendo a los demás miembros de la Junta Directiva, pero él era el único famoso. Yo mismo no era estrictamente un rehén, aunque quizá me habrían matado si hubiera intentado huir. Más bien, era una especie de poblador flotante, inteligente y no combatiente, que vagaba por un Scipio sitiado. Tal como actuaba en la Prisión de Athena, intentaba ofrecer la respuesta más honesta posible a toda pregunta que cualquiera quisiera formularme. En caso contrario, permanecía callado. En Athena, no expresaba ningún consejo por cuenta propia, ni tampoco lo hice en el Scipio sitiado. Simplemente, me limitaba a describir la realidad de la situación del indagador, de acuerdo con el contexto del mundo exterior. Lo que hiciera después era cosa de él.
A eso llamo ser profesor. A eso no llamo ser genio creador de una aventura traicionera. Lo único que siempre quise subvertir fue la ignorancia y las fantasías de autoservicio.
Fui despedido sin previo aviso el Día de la Ceremonia de Graduación. En pleno mediodía me encontraba tocando las campanas, cuando una joven que acababa de concluir su primer año de estudios, me informó que la Junta Directiva, instalada en el Salón Samoza, deseaba hablar conmigo. Ella se llamaba Kimberley Wilder, y era la hija de lento aprendizaje de Jason Wilder. Era estúpida. Consideré extraño, aunque no amenazador, el hecho de que los directivos la hubieran utilizado como mensajera. No podía imaginar qué asunto tenía entre manos que la hubiese acercado a la reunión. De hecho, había testificado ante ellos mi supuesta falta de patriotismo y, luego, le habían pedido que tuviera el honor de ir a traerme para anunciar mi liquidación.
Era una de las pocas novatas que aún permanecían en el campus. El resto se había marchado a casa, y los parientes de los estudiantes que estaban por recibir el Grado de Bachiller en Artes y Ciencias habían ocupado las habitaciones de los principiantes. Ningún familiar de Kimberley iba a graduarse. Ella se había quedado a causa de la reunión de los Directivos. Y su famoso padre había llegado en helicóptero para apoyarla. El campo de fútbol había servido como helipuerto. Parecía un criadero de pterodáctilos.
Otras personas arribaron en vehículos aéreos convencionales a Rochester, donde fueron recogidas por las limosinas que el colegio había alquilado. La madrastra de uno de los futuros graduados creyó que había aterrizado en Yokohama y no en Rochester, debido a la abundancia de japoneses. En realidad, el cambio de guardia en Athena coincidió con el Día de la Ceremonia de Graduación. Cada 6 meses, un grupo nuevo de guardias, integrado en su mayoría por campesinos jóvenes de Hokkaido, que no hablaban inglés y que nunca habían visitado Estados Unidos, eran trasladados por aire directamente desde Tokio hasta Rochester, y de ahí eran llevados a Athena en autobús. Aquéllos que ya habían cumplido con su servicio semestral en las puertas, los muros, los pasillos de los comedores, las garitas de vigilancia, etcétera, eran transportados de nuevo a sus hogares.
—¿Cómo es que aún no te has marchado a casa, Kimberley? —pregunté.
Me respondió que ella y su padre deseaban escuchar el discurso de la Ceremonia de Graduación, que iba a ser pronunciado por un amigo cercano de su padre y beneficiario, al igual que este último, de la Beca Rhodes, el Dr. Martin Peale Blankenship, economista de la Universidad de Chicago que más tarde se quedaría paralítico como resultado de un accidente de esquí ocurrido en Suiza.
El Dr. Blankenship era tío de una de las estudiantes próximas a graduarse. Eso lo trajo a Scipio. Su sobrina era Hortense Mellon. No tengo idea de qué fue de Hortense. Sabía tocar el arpa. Me acuerdo de eso y de que sus dientes superiores eran falsos. Un asaltante le había desprendido con un puñetazo los dientes verdaderos, al cabo de una fiesta de presentación en sociedad de una amiga, celebrada en el Waldorf-Astoria, hotel que fuera reducido a cenizas. Sólo queda el lote baldío, el cual fue comprado por los japoneses.
Escuché que su padre, al igual que muchos otros padres de familia del Tarkington, perdió una enorme cantidad de dinero en la estafa más grande de la historia de Wall Street, ideada por una compañía llamada Microsecond Arbitrage.
Es cierto que consideraba a Kimberley una entrometida, pero no un estudio ambulante de grabación. Durante el año escolar que estaba finalizando, nuestros caminos se habían cruzado con enigmática frecuencia. Una y otra vez, siempre que charlaba con alguien, en casi cualquier lugar del campus, me daba cuenta de que Kimberley se hallaba cerca y al acecho. Supuse que estaba un poco chiflada y que nos espiaba a todos, ávida de chismes. No se había matriculado en ninguno de mis cursos, pero asistía como oyente a la clase de Física para No Científicos y a la de Apreciación Musical para No Músicos. En consecuencia, ¿qué podría significar ella para mí o yo para ella? Nunca habíamos sostenido ninguna conversación.
Recuerdo que, en cierta ocasión, me encontraba jugando al billar en el nuevo centro de recreación, el Pabellón Pahlavi, y que ella estaba tan cerca de mí que tenía problema para mover el taco.
—¿Te gusta mi perfume? —le pregunté.
—¿Qué? —respondió.
—Como te me aproximas tanto y lo haces tan a menudo, supongo que te agrada mi perfume. Si estoy en lo cierto, me sentiré muy halagado, porque lo que estás percibiendo no es más que el olor natural de mi cuerpo. No uso ningún perfume —aclaré.
Puedo autocitarme con exactitud, en virtud de que esas palabras estaban registradas en una de las cintas que los Directivos me hicieron oír.
Ella se encogió de hombros como si no hubiera comprendido mi comentario y no abandonó el Pabellón mostrando gran perturbación. ¡Por el contrario! Me dejó libre un poco más de espacio para que pudiese mover el taco, pero se quedó ahí, prácticamente encima de mí.
Estaba jugando un pool de 8 bolas, cabeza con cabeza, con el novelista Paul Slazinger, que ese año era el Escritor Residente. Se hallaba en total bancarrota y agotado, los únicos motivos por los cuales un autor llegaba a convertirse en Escritor Residente del Tarkington. Era tan viejo que había participado en la Segunda Guerra Mundial. ¡Había ganado una Estrella de Plata, como yo, cuando su servidor tenía tan sólo 3 años de edad!
Me preguntó que quién era Kimberley y le contesté, información también que quedó registrada en la cinta: "No le hagas caso. Es sólo un miembro más de la Clase Gobernante."
La Junta Directiva quería saber qué era lo que yo tenía en contra de la Clase Gobernante.
No lo dije en ese entonces, pero ahora me complace profundamente el poder afirmar que lo malo de la Clase Gobernante es que muchos de sus miembros son tan bobalicones como Kimberley.
En relación con su espionaje, tuve la teoría de que a ella le excitaba mi reputación de ser el John F. Kennedy del campus, en materia de sexo extramarital.
Si el Presidente Kennedy alguna vez elaboró allá en el Cielo una lista de todas las mujeres a las que hizo el amor, estoy seguro de que su catálogo sería 2 o 3 veces más largo que el que yo estoy preparando aquí abajo en la cárcel. Sin embargo, él contó con la ventaja de la fascinación ejercida por su cargo, y la cooperación plena del Servicio Secreto y del Personal de la Casa Blanca. Ninguno de los nombres incluidos en mi lista significaría algo para el público en general, mientras que muchos de la suya pertenecen a estrellas de cine. Él tuvo relaciones con Marilyn Monroe. Y yo, sin duda, no. Es evidente que ella esperaba casarse con él y convertirse en la Primera Dama, lo que constituía una broma para todos salvo para ella.
A la larga, se suicidó. Descubrió finalmente que la vida era muy desconcertante.
Apenas conocía a Kimberley cuando apareció en el campanario, el día de la Ceremonia de Graduación. Pero se mostró muy parlanchína, como si hubiéramos sido viejos, viejos camaradas. Todavía estaba grabando lo que yo decía, a pesar de que lo que ya tenía registrado en cintas bastaba para despacharme.
Me preguntó si me había parecido bueno el discurso pronunciado por Paul Slazinger, el Escritor Residente, en la Capilla. Se trataba quizá del discurso más antiestadunidense que yo había oído. Lo presentó justo antes de las vacaciones navideñas y nunca más se le volvió a ver en Scipio. Acababa de ganar la llamada Beca para Genios de la Fundación MacArthur, consistente en una pensión de 50 000 dólares anuales durante 5 años. La misma noche de su discurso salió a hurtadillas hacia Key West, Florida.
Recuerdo que predijo que la esclavitud humana retornaría, que de hecho nunca había desaparecido. Afirmó que mucha gente quería venir al país, porque aquí era muy fácil robar a los pobres, quienes carecen absolutamente de alguna protección del Gobierno. Habló sobre puentes derrumbados y cañerías obstruidas, debido a la falta de mantenimiento. Se refirió a los derrames de petróleo, los desechos radiactivos, las aguas envenenadas, los bancos saqueados y las corporaciones liquidadas.
—Y nadie es castigado nunca por nada —aseveró—. Ser estadounidense significa nunca tener que pedir perdón.
Y otros argumentos por el estilo. No importaba lo que dijera porque, de todos modos, iba a obtener 50 000 dólares anuales durante 5 años.
Le contesté a Kimberley que Slazinger había dicho algunas cosas que valía la pena considerar pero que, en general, había presentado un país mucho peor de lo que en realidad era, y que el nuestro seguía siendo, decididamente, el mejor del planeta.
No le resultó del todo satisfactoria semejante contestación.
¿Qué es lo que pienso hoy día de esa respuesta? Que fue una contestación anodina.
Me preguntó sobre la conferencia que yo había dictado en la Capilla un mes antes. Como no asistió, no la pudo grabar. Intentaba confirmar lo que otras personas le dijeron que yo había dicho. Mi conferencia estuvo compuesta de una serie de remembranzas humorísticas de mi abuelo materno, Benjamin Wills, el Socialista de antaño.
Me acusó de haber sostenido que todos los individuos acaudalados eran borrachos y lunáticos. Se trataba de una mala interpretación del pensamiento del Abuelo. Según él, el Capitalismo consiste en aquello que decide hacer la gente, ebria o sobria, cuerda o loca, con nuestro dinero. Así que le aclaré las cosas y le expliqué que ésa era la opinión de mi Abuelo, no la mía.
—Me enteré de que su discurso fue peor que el del señor Slazinger —afirmó.
—Ojalá que no lo haya sido —repuse—. Deseaba mostrar cuan obsoletas son las ideas de mi Abuelo. Quería que el auditorio se riera. Y lo hizo.
—Escuché que usted aseveró que Jesucristo era antiestadunidense —me echó en cara, con la grabadora en permanente funcionamiento.
De modo que le descifré la cuestión. De nuevo, se trataba de un planteamiento del Abuelo, quien se limitaba a repetir la descripción ofrecida por Karl Marx de una sociedad ideal: "De cada quien según sus habilidades, a cada quien según sus necesidades." Luego, el Abuelo preguntaba, intentando ser irónico: "¿Y qué puede ser más antiestadunidense, Gene, que una teoría parecida al Sermón de la Montaña?"
—¿Y qué hay al respecto de poner a todos los judíos dentro de un campo de concentración en Idaho? —interrogó Kimberley.
—¿Cómo dices? —respondí perplejo. ¡Al fin!, ¡al fin!, y demasiado tarde, comprendí que esa niña estúpida era tan peligrosa como una cobra. Habría sido catastrófico que ella corriera la voz de que yo era Antisemita, especialmente si se tenía en cuenta que tantos judíos, cruzados con no judíos, enviaban a sus hijos al Tarkington—. Nunca, en toda mi vida, he dicho algo semejante —le aseguré.
—Tal vez no era en Idaho.
—¿En Wyoming?
—De acuerdo, en Wyoming. Encerrarlos a todos, ¿verdad?
—Dije "Wyoming" por el único motivo de que me casé en Wyoming. Jamás he estado en Idaho, ni siquiera he pensado en Idaho. Sólo pretendo explicarme por qué estás tan confundida. Tu acusación no tiene absolutamente nada que ver conmigo.
—Judíos.
—Estaba volviendo a citar a mi Abuelo.
—¿El odiaba a los judíos?
—No, no, no. Admiraba a muchos de ellos.
—Pero de todos modos quería ponerlos en campos de concentración. ¿No es cierto?
El origen de esta ponzoñosa tergiversación se hallaba en una de las remembranzas planteadas en la Capilla: en cierta ocasión, paseaba con el Abuelo en su coche, un domingo por la mañana, en Midland City, Ohio. Yo era un niño. El, y no yo, se burlaba de todas las religiones organizadas.
Recuerdo que cuando pasamos frente a una Iglesia Católica, me dijo lo siguiente: "¿Crees que tu papá es un buen químico? Ahí están convirtiendo galletas saladas en carne. ¿Puede tu padre hacer eso?"
Cuando pasamos frente a una Iglesia de Pentecostés, afirmó: "Los gigantes mentales ahí reunidos creen en cada una de las palabras incluidas en un libro compilado por un montón de predicadores 300 años después del nacimiento de Cristo. Espero que, cuando crezcas, no serás tan tonto como para creer en todas las palabras impresas."
A propósito, más tarde me enteraría de que la mujer con la que mi padre se relacionó cuando yo asistía a la escuela de segunda enseñanza, aventura que lo llevó a saltar por una ventana, correr con los pantalones a la altura de los tobillos, ser mordido por un perro, enredarse en un tendedero de ropa, etcétera, era miembro de esa congregación protestante.
Lo que el Abuelo dijo esa mañana con respecto a los judíos era en realidad otra broma relacionada con el cristianismo. Él tuvo que explicarme, tal como yo lo hice después con Kimberley, que la Biblia consiste en 2 obras independientes, el Nuevo Testamento y el Antiguo Testamento. Los judíos piadosos creen únicamente en lo que se supone que constituye su propia historia, el Antiguo Testamento, mientras que los cristianos toman en serio ambos libros.
"Compadezco a los judíos, porque intentan ir por la vida con sólo media Biblia", exclamó el Abuelo.
Y añadió: "Es como tratar de trasladarse desde aquí hasta San Francisco con un mapa de carreteras que terminara en Dubuque, Iowa."
Ya estaba enojado.
—¿Por casualidad le dijiste a la Junta Directiva que yo había dicho esas cosas? ¿Es ésa la razón de que quieran verme? —le pregunté a Kimberley.
—Quizá —me contestó. Se estaba portando amable. En ese momento, pensé que su respuesta era estúpida. Sin embargo, era verdadera. Los Directivos tenían muchos otros asuntos que discutir conmigo, aparte de los malentendidos provocados por mi conferencia de la Capilla.
Me pareció ser un tanto repulsiva o como digna de lástima. Ella se consideraba a sí misma una heroína y a mí ¡una víbora! Ahora que ya me había dado cuenta de la causa por la cual había subido al campanario, trataba de demostrarme que estaba orgullosa y carente de miedo. Y es que ignoraba que una vez arrojé a un hombre, casi tan grande como ella, desde un helicóptero en vuelo. ¿Qué me impedía empujarla a través de una ventana de la torre? Me cruzó por la mente el pensamiento de hacerlo. ¡Me sentía tan ofendido! ¡Eso le enseñaría a no insultarme!
El hombre al que arrojé desde el helicóptero me había escupido en la cara y mordido una mano. Me vi precisado a enseñarle que no debía ofenderme.
Me pareció un ser digno de lástima, porque era una mentecata que pertenecía a una brillante familia y pensaba que al fin ella también había hecho algo brillante, a saber, obtener pruebas por utilizar en contra de alguien cuya forma de pensar resultaba criminal. Yo aún no sabía que su padre, beneficiario de la Beca Rhodes y miembro de la prestigiada sociedad estudiantil Phi Beta Kappa de Princeton, le había encomendado esta labor. Creí que ella se había dado cuenta de la convicción de su padre, a menudo expresada en sus columnas periodísticas y en la TV, y sin duda también en el hogar, de que algunos profesores que odiaban en secreto a su país, estaban haciendo que la juventud perdiera la fe en el futuro y la capacidad de liderazgo de la nación.
Supuse que, por iniciativa propia, ella había decidido descubrir a uno de tales villanos y conseguir que lo despidieran, demostrando así que no era tan estúpida, después de todo, y que en realidad era digna hija de su padre.
Me equivoqué.
—Kimberley, esto es ridículo —le dije, en lugar de lanzarla por la ventana.
Me equivoqué.
—Está bien, aclaremos esto de inmediato —agregué.
Me equivoqué.
Entraría con paso firme en la reunión de los Directivos enderezando los hombros y resplandeciendo de legítima indignación: yo era el profesor más popular del campus y el único miembro del cuerpo docente que había recibido condecoraciones en la Guerra de Vietnam. Empero, esa fue precisamente la razón por la cual me quitaron el empleo. Quizá, ellos mismos no estuvieron del todo conscientes del verdadero motivo del despido: yo poseía un conocimiento personal de la desgracia encarnada por la Guerra de Vietnam.
Ninguno de los Directivos había participado en ese conflicto bélico, ni tampoco el padre de Kimberley, y ninguno de ellos habría permitido que sus hijos hubiesen sido enviados a Indochina. Desde luego, al cruzar el lago, en la prisión y abajo en el pueblo, había muchos hijos de individuos anónimos que sí habían sido mandados al frente de batalla.
12
Sólo me topé con dos personas al cruzar el Patio en dirección al Salón Samoza. Una de ellas era la profesora Marilyn Shaw, jefa del Departamento de Ciencias Naturales. Ella era, aparte de mí, el único miembro del cuerpo docente que había participado en Vietnam. Se había desempeñado ahí como enfermera. La otra persona era Norman Everett, un viejo jardinero del campus, al igual que mi Abuelo. Tenía un hijo que había quedado paralítico de la cintura hacia abajo, como resultado del estallido de una mina en Vietnam; este individuo permanecía internado en un hospital de La Administración de Veteranos situado en Schenectady.
Los alumnos que se iban a graduar, sus familias y el resto de los profesores almorzaban en el Pabellón. Cada uno de ellos saboreaba una langosta que había sido hervida viva.
Nunca consideré la posibilidad de conquistar a Marilyn, aunque era razonablemente atractiva y libre de compromisos. Ignoro por qué no lo hice. Quizá, existía una especie de tabú contra el incesto, porque nos hermanaba el hecho de haber estado en Vietnam.
Ella ya murió. Fue enterrada junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol. Evidentemente, la despachó una bala perdida. ¿Quién, en sus cabales, se hubiera atrevido a asesinarla?
Ahora que la recuerdo, me pregunto si no estuve enamorado de ella, a pesar de que evitábamos hablarnos cuanto fuera posible.
En realidad, debería incluirla en una lista muy breve: la integrada por todas las mujeres que amé. Ahí aparecerían Marilyn y Margaret, durante los primeros 4 años de nuestro matrimonio, antes de que yo regresara a casa enfermo de gonorrea. También quise mucho a Harriet Gummer, la corresponsal de guerra de The Des Moines Register quien, según supe, se embarazó durante nuestro encuentro amoroso en Manila. Creo que sentí algo que podríamos llamar amor por Zuzu Johnson, cuyo marido fue crucificado. Y entablé una amistad profunda, completamente recíproca y multifacética, con Muriel Peck, quien atendía la barra del Café del Gato Negro el día que me despidieron y, más adelante, se volvió miembro del Departamento de Inglés.
Fin de la lista.
Muriel también fue enterrada junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
Harriet Gummer también falleció, pero en otro sitio, en Iowa.
¡Oigan, chicas, espérenme, espérenme!
No pretendo batir ningún récord mundial en materia del número de mujeres a las que hice el amor, las haya amado o no. Que yo sepa, el récord establecido por Georges Simenon, el escritor francés de obras de misterio, seguirá siendo insuperable. De acuerdo con el obituario publicado en The New York Times, copuló con 3 mujeres diferentes cada día, durante años y años.
Marilyn Shaw y yo no nos conocimos en Vietnam, pero tuvimos ahí un amigo común, Sam Wakefield. Más tarde, él nos contrató a ambos como empleados del Tarkington y, después, se suicidó por razones desconocidas incluso para él, a juzgar por la nota plagiada que dejó en su mesita de noche.
Él y su esposa, quien se convertiría en el Decano de las Mujeres del Tarkington, dormían en ese entonces en alcobas separadas.
En mi opinión, Sam Wakefield salvó la vida de Marilyn y la mía, antes de quitarse la suya propia. Si no nos hubiera ofrecido empleo a ambos en el Tarkington, donde nos volvimos muy buenos maestros de los alumnos de lento aprendizaje, no sé qué hubiese sido de nosotros 2. El día en que ocurriría mi despido, cuando nos cruzamos en el Patio, cual dos barcos en la noche, yo era, increíblemente, Profesor de Física de Tiempo Completo y en ejercicio, y ella una profesora de Ciencias Naturales de Tiempo Completo y en ejercicio.
Cuando todavía ejercía el magisterio aquí, le pregunté a GRIOTMR, el juego de computadora más popular del Pabellón Pahlavi, qué me hubiera pasado después de la guerra en el caso hipotético de que no hubiese ocurrido lo que en verdad sucedió. Para jugar GRIOTMR, hay que informar a la computadora sobre la edad, raza, nivel de educación, situación actual, uso de drogas, etcétera, de una persona. El individuo en cuestión no debe ser forzosamente real. La máquina no pregunta si el sujeto es real o no. No le interesa nada. En especial, no le importa herir los sentimientos de la gente. La alimentas con datos detallados de una vida, real o imaginaria, y ella desembucha una historia que versa sobre aquello que podría ocurrirle al ente involucrado. Dicha historia se basa en lo que le ha sucedido a individuos reales que comparten las mismas especificaciones generales.
GRIOTMR no funciona si carece de cierta información. Por ejemplo, cuando ignora la raza, aparecen en pantalla las palabras "origen étnico" y la máquina queda inmóvil. Si desconoce esa característica, no puede continuar. Lo mismo es válido para la variable "educación".
Yo no hice del conocimiento de griotmr que había conseguido un buen empleo en el Tarkington. Solamente le ofrecí detalles de mi vida transcurrida hasta el final de la Guerra de Vietnam. La máquina sabía todo lo concerniente a esa guerra y al tipo de veteranos que dicho conflicto armado había producido. Me describió como un caso perdido, con base en la duración de mi estancia en Vietnam, creo. Como un sujeto alcohólico que suele golpear a su esposa y vagar por los Barrios Bajos.
Si hoy día tuviera acceso a GRIOTMR, le preguntaría qué le habría pasado a Marilyn Shaw en el caso de que Sam Wakefield no la hubiese rescatado. Pero los reos prófugos destrozaron el único juego que había en el Pabellón, justo después de que les mostré cómo funcionaba.
Aborrecieron la máquina, y no los culpo por ello. Me arrepentí de haberles hecho saber de su existencia. Uno a uno la alimentaron con información referida a su raza, edad, antecedentes familiares (cuando los sabían), el nivel educativo alcanzado, las drogas de su predilección, y así sucesivamente, y GRIOTMR sentenció su envío directo a la cárcel para cumplir largas condenas.
No tengo idea de cuánto podía saber el GRIOTMR de aquel entonces sobre las enfermeras que trabajaron en Vietnam. Los fabricantes del juego se han jactado siempre de que ningún programa distribuido en el mercado ha tenido una antigüedad mayor a los 3 meses y que, por tanto, la información concerniente a las experiencias en verdad vividas por este tipo o aquel tipo de persona, resulta del todo actualizada en el momento de adquisición del programa. Supuestamente, los programadores ponen al día el juego GRIOTMR incluyendo de modo constante las novedades en materia de plomeros, pedicuros, refugiados vietnamitas, espaldas mojadas de México, narcotraficantes, paralíticos y de cualquier sujeto imaginable que habite dentro de los límites continentales de Estados Unidos y Canadá.
Ahora, existen ciertas sospechas sobre el grado de actualización del GRIOTMR, porque la Parker Brothers, la compañía que creó el programa, ha sido comprada por coreanos. Los nuevos dueños están trasladando el proceso completo de manufactura a Indonesia, en donde los costos de la mano de obra son casi inexistentes. Dicen que se mantendrán al tanto de la información estadounidense vía satélite.
Lo dudo.
No necesito ninguna ayuda de GRIOTMR para saber que Marilyn Shaw padeció una guerra mucho más cruda que aquélla por mí sufrida. Cada uno de los soldados con los que tuvo que tratar estaban heridos y todos pretendían que ella realizara algo que a menudo resultaba imposible: el volver a hacer de ellos sujetos intactos, indemnes, ilesos.
Me enteré de que era divorciada, de que su exmarido se había vuelto a casar mientras ella todavía permanecía en Vietnam y de que eso no le había importado. Es probable que Marilyn y Sam Wakefield hayan sido amantes en ese entonces. Nunca indagué al respecto.
Parecía factible. Después de la guerra, él la buscó y la encontró asistiendo a un curso de Ciencias de la Computación en la Universidad de Nueva York. Ya no quería ser enfermera. Él le dijo que tal vez le convendría desempeñarse como profesora. Ella le preguntó si existía un grupo de Alcohólicos Anónimos en Scipio y él le contestó que sí.
Después de que él se suicidó, Marilyn, la profesora Shaw, estuvo fuera de circulación durante una semana.
Como desapareció, me encomendaron la tarea de buscarla. La hallé en el centro del pueblo, borracha y dormida en una mesa de billar situada en la trastienda del Café del Gato Negro. Estaba babeando sobre el paño. Una de sus manos descansaba en la bola blanca, como si hubiese querido arrojarla contra algo en el momento en que fuera a recuperar la conciencia.
Que yo sepa, nunca más volvió a embriagarse.
De todas maneras, el GRIOTMR de los viejos tiempos, de la época anterior a que los coreanos se hubiesen comprometido a hacer de la Parker Brothers una empresa mezquina en suelo indonesio, no presentaba jamás la misma biografía cada vez que uno le informaba de cierto conjunto de características. Como la vida misma, ofrecía gran variedad de posibilidades, desembuchando conclusiones fundamentadas en las probabilidades existentes de ganar o perder.
Después de que GRIOTMR ya me había ubicado en los Barrios Bajos, le di otra oportunidad. Esta vez, me fue un poco mejor, pero no tan bien como me estaba yendo en la vida real. La máquina vaticinó que permanecería en el Ejército y me convertiría en instructor, infeliz y aburrido, de West Point. Que perdería a mi esposa y sería alcohólico (cuestiones, ambas, que ya había señalado en la ocasión anterior). Que tendría una serie de amigas que pronto se hartarían de mí y de mis depresiones. Y que moriría de cirrosis hepática (sentencia emitida por segunda vez).
Sin embargo, GRIOTMR no formuló muchas opciones diferentes de aquella de la cárcel para los presos fugados. En los casos en que aludió a la libertad condicional, sólo lo hizo para de inmediato volver a poner tras las rejas al excondenado.
Lo mismo sucedía si se le informaba al GRIOTMR que el pájaro enjaulado era Hispano. Se expresaba con un poco más de optimismo respecto de los Blancos, siempre que supieran leer y escribir, que nunca hubieran estado en un hospital psiquiátrico y que jamás hubiesen sido Despedidos Deshonrosamente de las Fuerzas Armadas. En caso contrario, su destino era similar al de los Negros e Hispanos.
En opinión de GRIOTMR, los bichos salvajes de los reclusorios eran los Orientales y los Indios estadounidenses.
Cuando la Suprema Corte anunció la decisión de separar a los presos de acuerdo con su raza, muchas jurisdicciones no disponían de suficientes criminales que fueran Orientales o Indios estadounidenses para que resultase viable económicamente el establecimiento de instituciones independientes. Por ejemplo Hawai, tenía sólo 2 Indios estadounidenses en cautiverio, Wyoming, el estado natal de mi esposa, tenía sólo un Oriental.
En tales circunstancias, dijo la Corte, los Orientales y/o los Indios debían considerarse Blancos honorarios y ser tratados como corresponde.
Sin embargo, este estado está lleno de ellos; en particular, después de que los Indios comenzaron a amasar fortunas libres de impuestos, contrabandeando drogas a través de la frontera con Canadá por veredas ignotas. Por tal motivo, los Indios cuentan con su propia prisión, ubicada en el lugar que sus antepasados llamaban "Castor de Trueno" y que nosotros denominamos "Cataratas del Niágara". Los Orientales tienen la suya en Deer Park, Long Island, convenientemente localizada, pues dista sólo 50 kilómetros de sus plantas procesadoras de heroína, sitas en el Barrio Chino neoyorquino.
Cuando 1 se atreve a pensar en la inmensidad del negocio ilegal de estupefacientes en este país, se ve 1 precisado a sospechar que casi todos los habitantes se la pasan drogados permanentemente, tal como yo lo haría durante los dos últimos años de la escuela de segunda enseñanza, tal como lo hacía el General Grant en la Guerra Civil y tal como lo hacía Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial.
Así que Marilyn Shaw y yo nos cruzamos en el patio cual barcos en la noche. Sería nuestro último encuentro en ese lugar. Sin que ninguno de los dos hubiese sabido que se trataba del último encuentro, ella me dijo algo muy conmovedor. Sus palabras se derivaron de la conversación exploratoria sostenida en el cóctel de bienvenida ofrecido al cuerpo docente hace mucho tiempo.
En esa ocasión le conté la manera en que había conocido a Sam Wakefield en la Feria de la Ciencia de Cleveland, y cuáles eran las primeras palabras que él me había dirigido. Ahora, al precipitarme hacia mi destino, ella repetía tales palabras: "¿Cuál es la prisa, Hijo?"
13
El Presidente de la Junta directiva que me despidió hace 10 años fue Robert W. Moellenkamp, oriundo de West Palm Beach, egresado del Tarkington y padre de 2 tarkingtonianos, 1 de los cuales había sido alumno. Da la casualidad de que él se hallaba al borde de perder su fortuna, que no era más que papel, en la Microsecond Arbitrage Incorporated. Los estafadores afirmaban que estaban comprando con avidez todas las gangas en materia de alimentos, vivienda, prendas de vestir, combustible, medicinas, materias primas, maquinaria, etcétera, antes de que la gente que en realidad necesitaba esos bienes se diera cuenta de su existencia. Luego, las computadoras de la compañía conseguirían, supuestamente, que las personas que en verdad necesitaban tales productos compitieran entre sí por la obtención de los mismos, lo que redundaría en enormes beneficios para los inversionistas. Todo ello podría llevarse a cabo, presuntamente, con el dinero de los clientes de la Microsecond, porque sus computadoras estarían conectadas vía satélite con los mercados ubicados en cada rincón del mundo.
Resultó que las computadoras no estaban conectadas sino entre sí y con los clientes ingenuos, como el Presidente de la Junta del Tarkington. Este último se elevaba tan alto como una cometa cuando aparecían en su impresora las descripciones de los brillantes negocios efectuados en lugares tales como la Tierra del Fuego, Uganda y sólo Dios sabe cuáles otros. En ese contexto optimista, acordó con la Vaca Sagrada del Conservadurismo estadounidense, Jason Wilder, que había llegado el momento de despedirme. La Microsecond Arbitrage era su polvo de ángel, su LSD, su heroína, su tarro de vino Thunderbird, su cocaína.
Yo mismo he sido adicto a las mujeres mayores y las amas de casa. El abogado que me asignó la Corte afirma que dicha adicción constituye el germen de algo que podríamos desarrollar y convertir en un pretexto creíble para alegar locura. Lo que más le asombró fue enterarse de que yo nunca me he masturbado.
—¿Por qué no? —me preguntó.
—El padre de mi madre me hizo prometer que nunca lo haría, porque eso me volvería un ser demente y perezoso —respondí.
—¿Y le creíste? —indagó. El abogado sólo tiene 23 años; se trata de un sujeto recién desempacado de Syracuse.
—Asesor, en estos tiempos vertiginosos, en que el progreso muestra una excitación extrema, los abuelos están condenados a equivocarse en casi todo —repuse.
Robert W. Moellenkamp aún no sabía que él, su esposa y sus hijos estaban tan arruinados como cualquier condenado de Athena. De modo que cuando entré en el Salón de la Junta, allá en el año de 1991, se dirigió a mí con el tono propio del estadista que suele emplear el prudente protector de un noble legado. Saludó con la cabeza a Jason Wilder, que en ese entonces era simplemente un padre de familia del Tarkington, no un miembro de la Junta. Wilder estaba sentado en el extremo opuesto de la larga mesa ovalada, y armado con un fólder de papel de Manila, una grabadora, varias cintas y una cámara fotográfica. Desde luego, yo ya sabía quién era él y de qué modo funcionaba su mente, pues había leído su columna periodística y visto en alguna ocasión su programa de TV. Pero nunca nos habíamos encontrado frente a frente. Los miembros de la Junta, ubicados a ambos lados de la mesa, se habían amontonado con objeto de dejarle espacio suficiente para que llevase a cabo algún tipo de demostración.
Era la única celebridad. Quizá la única verdadera celebridad que haya pisado el Salón de la Junta.
Asimismo, se hallaba presente otro individuo no perteneciente a la Junta. Se trataba del Director del Colegio, Henry "Tex" Johnson, a cuya esposa Zuzu, como ya lo comenté, solía hacerle el amor cuando él se ausentaba del hogar por cualquier cantidad de tiempo. Zuzu y yo habíamos terminado con nuestra relación aproximadamente un mes antes, pero aún nos hablábamos.
—Por favor, toma asiento, Gene —dijo Moellenkamp—. El señor Wilder, quien supongo que sabes que es el padre de Kimberley, tiene una historia perturbadora que quisiera contarte.
—Ya veo —respondí, actuando como un buen soldado obediente. Deseaba mantener el empleo. Éste era mi hogar. Cuando llegara el momento, quería retirarme y, después, que me sepultaran aquí. Tuve tales anhelos antes de que se volviese evidente que los glaciares se desplazaban hacia el sur, motivo por el cual cualquiera que estuviese enterrado aquí, incluyendo a la gavilla de criminales inhumados cerca del establo y bajo la sombra de la Montaña Mosquete, iría a dar a la larga a Pennsylvania o a Virginia Occidental. O a Maryland.
¿En dónde más podría convertirme en Profesor de Tiempo Completo, o en maestro universitario de cualquier rango, sin contar con otra que la Licenciatura en Ciencias de West Point? Ni siquiera se me permitiría ejercer el magisterio en escuelas de primera y segunda enseñanza, porque nunca había asistido a los cursos pedagógicos indispensables para hacerlo. A mi edad, que en ese entonces era de 51 años, ¿quién desearía contratarme, especialmente si se consideraba que llevaba a cuestas una esposa y una suegra dementes?
—Creo que ya sé la mayor parte de la historia, damas y caballeros. Acabo de hablar con Kimberley y ella me describió el panorama que ha dado lugar a la realización de esta reunión —afirmé, dirigiéndome a los Directivos y a Jason Wilder—. Al escuchar los cargos que ella tiene contra mí, sólo me queda esperar que no se haya perdido de vista lo que ustedes mismos han aprendido de mi persona durante los 15 años de fiel servicio que he prestado al Tarkington. Dentro de la misma Junta, hay varios individuos que podrían dar testimonio de mi solvencia moral. Además, existe la posibilidad de hacer comparecer a padres de familia y estudiantes. Escójanlos al azar. Ustedes saben, al igual que yo, que hablarán bien de mi persona. Por otra parte, quiero decir que es para mí un honor conocerlo en persona, señor Wilder. Leo sus columnas y veo su programa de TV con regularidad. He comprobado que todos sus comentarios son dignos de consideración, y lo mismo opinan mi esposa y su madre, ambas inválidas.
Deseaba traer a cuento la enfermedad de las personas que dependían de mí, por si acaso Wilder y uno que otro directivo no estaban al corriente de ello.
En realidad, no hice sino expresar mentiras bien gordas. A pesar de que Margaret y su madre eran aficionadas a la lectura (una le leía a la otra, por turnos, echando mano de una linterna y bajo una tienda de campaña que levantaron dentro de la casa, edificada con colchas, sillas y lo que fuera), nunca se interesaron en los diarios. Tampoco les gustaba la televisión, excepto Plaza Sésamo, programa dirigido supuestamente a los niños. Que yo sepa, la única vez que vieron a Jason Wilder en la pantalla chica, mi suegra comenzó a bailar, porque creyó que se trataba de un músico moderno.
Cuando hablaba alguno de los invitados al programa, Mildred se quedaba inmóvil. Sólo cuando Wilder expresaba sus ideas, ella comenzaba a bailar.
Desde luego, no pensaba narrar este incidente.
—Antes que nada quiero mencionar que siento gran admiración, profesor Hartke, por su magnífico desempeño en la Guerra de Vietnam —dijo Wilder—. Si el pueblo estadounidense no hubiera perdido su valor y si no hubiese dejado de apoyar esa causa, viviríamos en un mundo muy diferente y mucho mejor, sobre todo en lo que respecta a Asia. Tengo conocimiento también de la amabilidad y comprensión que ha mostrado ante su esposa y su suegra, actitud a la que me gustaría aplicar el mismo elogio ganado por su conducta en Vietnam: "cumplimiento más allá del deber." Así que me apena el tener que advertirle que la historia que estoy a punto de contarle quizá no sea tan fácil de refutar como lo ha llevado a creer mi hija.
—Cualquier cosa que sea, señor, escuchémosla —repuse.
Y así lo hizo. Dijo que varios de sus amigos habían estudiado o enviado a sus hijos al Tarkington, razón por la cual estaba favorablemente impresionado con el éxito alcanzado por la institución en la enseñanza de los jóvenes de lento aprendizaje, mucho antes de que nos confiara a su hija. Un ujier y una dama de honor de su boda, agregó, obtuvieron en Scipio el grado de Bachiller en Artes y Ciencias. El ujier había llegado a ocupar el cargo de Embajador en Islandia. La dama de honor se hallaba en la Junta de Directores de la Orquesta Sinfónica de Chicago.
Consideraba que las técnicas no convencionales del Tarkington resultarían de gran utilidad en las escuelas sobrepobladas del país, y planeaba difundir dicha idea después de haber conocido un poco mejor las técnicas en cuestión. A propósito, la proporción de maestros a estudiantes en el Tarkington era de 1 a 6, y en las escuelas sobrepobladas, de 1 a 65.
Recuerdo que en ese entonces había una gran campaña en favor de que los japoneses compraran las escuelas públicas, tal como estaban adquiriendo cárceles y hospitales. Pero ellos eran muy inteligentes. No deseaban acercarse, ni con una vara de 3 metros de largo, a planteles llenos de niños inoportunos, hijos de padres igualmente inoportunos.
Señaló que tenía el proyecto de escribir un libro sobre el Tarkington, el cual se llamaría "Un Pequeño Milagro en el Lago Mohiga" o "Enseñando lo No Enseñable". En consecuencia, envió un telegrama a su hija pidiéndole que siguiera a los mejores maestros, a fin de grabar qué decían y cómo lo decían.
—Deseaba enterarme de aquello que los hacía tan eficientes en su oficio, profesor Hartke, sin que se dieran cuenta de que estaban siendo estudiados. Quería que continuaran comportándose tal como eran, con pelos y señales, con total naturalidad.
En ese momento, tuve conciencia de la finalidad de las cintas. Esas noticias escalofriantes explicaban la causa por la cual Kimberley se encontraba siempre al acecho, al acecho, al acecho. Wilder me concedió la oportunidad de preguntarle cuál de todas las cintas de Kimberley había alcanzado a oír. Presionó el botón de la grabadora que estaba frente a él y escuché mi voz diciendo a Paul Slazinger, en privado o al menos eso pensaba, que las dos monedas principales del planeta eran el Yen y la felación. Esta charla tuvo lugar tan al principio del año escolar, que las clases ¡aún no habían comenzado! Ocurrió durante la Semana de Orientación a los Alumnos de Nuevo Ingreso, donde aclaré a los miembros de la futura generación 1994 que los comerciantes y tenderos del pueblo preferían recibir yenes japoneses que dólares, de modo tal que les resultaría útil pedir a sus padres que les entregaran la mesada en yenes.
Asimismo, dije que nunca fueran al Café del Gato Negro, que los habitantes del pueblo consideraban su club privado. Se trataba de un sitio al cual podían acudir los aldeanos, sin que se les recordara cuan dependientes eran de los niños ricos de la colina. Esto último no lo conté a los novatos. Tampoco les advertí que ahí podrían encontrar a veces prostitutas que trabajan por su cuenta, las cuales habían constituido en el pasado la causa de epidemias de enfermedades venéreas en el campus.
Sólo expresé a los principiantes lo siguiente: "Los tarkingtonianos son más bienvenidos en cualquier lugar del pueblo, salvo en el Café del Gato Negro."
Si Kimberley grabó ese buen consejo, su padre no lo reprodujo. Ni siquiera reprodujo el comentario de Slazinger, planteado durante un descanso para tomar café, que me estimuló a hablar sobre las 2 monedas de mayor aceptación en el planeta. El fue el enemigo que se infiltró en el Tarkington para instar a cometer actos ilícitos.
Según recuerdo, Slazinger preguntó: "¿Quieren que se les pague en yenes?" Era tan nuevo en Scipio como cualquier novato, y nos acabábamos de conocer. No había leído ninguno de sus libros y, que yo sepa, tampoco lo había hecho ninguno de los miembros del cuerpo docente. Fue elegido de último minuto como Escritor Residente, y fue escogido porque se encontraba solo y no tenía ninguna otra cosa que hacer. Nadie lo había invitado al evento en cuestión. ¡Era tan viejo, pero tan viejo! Se había sentado entre todos aquellos adolescentes, como si hubiese sido un chico adinerado más que acababa de reprobar el Examen de Aptitudes Escolásticas. Sin embargo, era tan viejo que bien hubiese podido ser abuelo de los alumnos.
¡Había combatido en la Segunda Guerra Mundial! Así de viejo era.
De modo que le respondí: "Aceptan dólares, si no tienen otra opción; pero prepárate a llevarlos en una carretilla."
Del mismo modo, quería saber si los comerciantes y tenderos aceptaban la felación. Utilizó una palabra vulgar para expresar el plural del término felación.
Sin embargo, la reproducción de la cinta comenzó justo después de eso, en el momento en que yo afirmaba, en son de broma por supuesto, aunque en la reproducción de la cinta no sonaba como tal, que el mundo entero estaba a la venta para cualquiera que tuviese Yenes o estuviera dispuesto a cometer felación.
14
Así pues, en el lapso de una hora, fui acusado en 2 ocasiones de un cinismo que pertenecía a Paul Slazinger, no a mí. Y él se encontraba en Key West, completamente fuera del alcance de cualquier castigo, disfrutando de un seguro contra el desempleo que se prolongaría por 5 años, la Beca para Genios de la Fundación MacArthur. Cuando me referí a los yenes y la felación, sólo trataba de parecer cortés con un desconocido. Estaba prestando atención a sus dudas, para hacerlo sentir como si estuviese en casa.
En aquellos tiempos, el profesor Damon Stern, jefe del Departamento de Historia y mi amigo más cercano en el Tarkington, hablaba tan mal de su propio país como lo hacíamos Slazinger y yo, y lo hacía justo en la cara de los estudiantes, en el salón de clases, día tras día. Yo acostumbraba asistir a su curso, donde me reía y aplaudía. La verdad puede ser tremendamente divertida, sobre todo si se relaciona con la codicia y la hipocresía. Kimberley debió haber grabado también lo que él decía, y debió haber reproducido esa cinta a su padre. Entonces, ¿por qué no despedían a Damon junto conmigo?
Supongo que eso no ocurrió en virtud de que él era un comediante y yo no. Él quería que los estudiantes salieran del salón de clases sintiéndose bien, no mal; por tal motivo, las atrocidades y estupideces que expresaba correspondían al pasado lejano. No quedaba otra cosa que el alumno pudiese hacer, salvo reírse, reírse, reírse.
En cambio, Slazinger y yo hablábamos sobre la última mitad del Siglo 20, en la cual ambos habíamos sido seriamente dañados, física y psicológicamente, y de la cual sólo podían reírse los sociópatas.
Yo también pude haber pasado como un hombre chistoso, si Kimberley se hubiera limitado a grabar lo que dije sobre los Yenes y la felación. Se trataba del típico comentario humorístico de actualidad en el Valle de Mohiga, a raíz de que los japoneses se habían hecho cargo de la prisión situada al otro lado del lago y de la creciente curiosidad de los nativos con respecto al valor relativo de las diferentes monedas nacionales. Los japoneses estaban dispuestos a pagar sus deudas locales en dólares o Yenes. Tales adeudos correspondían a la adquisición de artículos de primera necesidad, de ferretería, de tocador, etcétera, todos ellos de bajo costo y requeridos de último minuto en la cárcel; en general, eran solicitados por teléfono. Ahora bien, las mercancías caras eran compradas al mayoreo con los propios proveedores de los japoneses, localizados en Rochester o aún más lejos.
De modo que la moneda japonesa había comenzado a circular en Scipio. Sin embargo, los administradores y guardias de la penitenciaría raramente eran vistos en el pueblo. Habitaban en barracas ubicadas al este de la cárcel, y sus vidas transcurrían de forma tan invisible para los moradores de esta parte del lago como aquéllas de los prisioneros.
A pesar de que los habitantes de esta parte del lago no mostraban ningún interés en la prisión antes de que ocurriera la fuga masiva, la gente solía estar contenta de que los japoneses se hubiesen hecho cargo de ella. Los nuevos propietarios habían arrancado casi de cuajo el derroche y la corrupción. Lo que ellos cobraban al gobierno estatal por aplicar las condenas de los prisioneros correspondía solamente a 75% de lo que el Estado solía pagarse a sí mismo por la prestación de idénticos servicios.
El diario local, El Centinela del Valle, envió a un reportero a la penitenciería para que averiguara qué era lo que ellos estaban haciendo de manera diferente. Todavía utilizaban las cajas de acero montadas en la parte trasera de los camiones y transmitían viejos programas de televisión, incluyendo noticieros, durante las 24 horas del día. El cambio más importante residía en que, por primera vez en la historia de Athena, había desaparecido el consumo de drogas y en que los presos ricos ya no podían comprar privilegios. Tampoco era posible engañar o corromper a los guardias, porque entendían muy poco inglés, y no deseaban otra cosa que terminar su estancia de 6 meses en ultramar y regresar de nuevo a casa.
Un viaje de trabajo normal en Vietnam era 2 veces más largo y 1 000 veces más peligroso. ¿Quién podría culpar a las clases cultas que tenían conexiones políticas por haber permanecido en casa?
Una idea nueva introducida por los japoneses y que el reportero no mencionó consistía en que los guardias utilizaban tapabocas y guantes de látex cuando estaban de servicio, aunque se encontraran en los torreones o en la cumbre de las murallas. Desde luego, no lo hacían para evitar la diseminación de las infecciones, sino para asegurarse de que no llevarían ninguna de las repugnantes enfermedades de su repugnante trabajo de regreso a casa.
Cuando fui a trabajar allá, rehusé usar los guantes y el tapabocas. ¿Quién podría enseñarle nada a nadie luciendo semejante disfraz?
En consecuencia, ahora soy tuberculoso.
Cof, cof, cof.
Antes de que pudiera protestar ante los Directivos aclarándoles que nunca habría dicho lo que dije sobre los Yenes y la felación si hubiese sabido que existía la probabilidad más remota de que un estudiante me oyera, los ruidos de fondo de la cinta se modificaron. Me di cuenta de que estaba a punto de escuchar otro comentario mío en una locación distinta. Se distinguía con claridad el pop-pop-pop de las pelotas de Ping-Pong, y la voz de un jugador de naipes que preguntaba: "¿A quién le toca distribuir las cartas?" Alguien más pedía a otra persona que le llevara un helado de vainilla cubierto de chocolate derretido, pero sin nueces. Señaló que estaba a dieta. Se percibían retumbos semejantes a los producidos por una artillería distante, pero en realidad eran los ruidos resultantes de colisión de las bolas de boliche y que provenían del sótano del Pabellón Pahlavi.
¡Oh, no! ¿Por qué me embriagué esa noche en el Pabellón? Estaba fuera de control. Y fue una desgracia el que los estudiantes me hayan visto en tal condición. Me arrepentiré de ello toda mi vida. Cof.
El incidente tuvo lugar en una fría noche de fines de noviembre de 1990, 6 meses antes de que los directivos me despidieran. Estaba seguro de que no había ocurrido en diciembre, porque Slazinger se encontraba todavía en el campus, hablando abiertamente de cometer suicidio. Aún no había recibido la Beca para Genios.
Esa tarde, cuando regresé a casa al cabo de la jornada de trabajo, con el proyecto de hacer un poco de limpieza y preparar la cena, me encontré con un espantoso desorden. Margaret y Mildred, ambas ya locas en ese entonces, habían cortado en tiras las sábanas. En la mañana, las había lavado e iba a colocarlas en las camas esa noche.
Según ellas, habían construido una telaraña. Al menos, no era una bomba de hidrógeno.
Blancas tiras de algodón, cuyos extremos estaban unidos, se entrecruzaban de todas las maneras posibles en el vestíbulo y la sala. El poste de la escalera se hallaba conectado con la perilla interior de la puerta principal, esta última con el candelabro colgante de la sala y así ad infinitum.
De todos modos, el día no había comenzado con buenos auspicios. Había encontrado desinflados los 4 neumáticos de mi Mercedes. Una pandilla de jóvenes malcriados del pueblo, intoxicados con alcohol o con quién sabe qué, habían aparecido durante la noche como Vietcongs y efectuado de nueva cuenta lo que llamaban "descorche". No sólo sacaron el aire de los neumáticos de cada uno de los coches caros que hallaron al aire libre dentro del campus, Porsches, Jaguares, Saabs, BMWs, etcétera, sino que también robaron las válvulas. Según supe, almacenaban tinajas repletas de válvulas de neumáticos, para demostrar la frecuencia con que practicaban el descorche. Y lo practicaban con mi Mercedes. Siempre lo practicaron con mi Mercedes.
Así que cuando quedé atrapado en la telaraña de Margaret y Mildred, mi sistema nervioso llegó casi al punto de sufrir una crisis. Yo era quien debía arreglar ese desorden. Quien debía rehacer las camas con otras sábanas, y quien debía comprar sábanas nuevas al día siguiente. Siempre me había gustado el quehacer doméstico, o al menos no me importaba tanto hacerlo como sí parecía importarle a la mayoría de las personas. ¡Pero éste era un trabajo que estaba más allá de los límites establecidos!
¡Había dejado tan limpia mi casa esa mañana! Y Margaret y Mildred no se estaban divirtiendo con mis reacciones hacia su telaraña. Se habían escondido en algún lugar donde no pudieran verme ni oírme. Esperaban que jugara con ellas a las escondidas, yo en el papel de "gallina ciega".
Algo estalló dentro de mí. Esta vez no iba a jugar a las escondidillas. No iba a limpiar la telaraña. No iba a preparar la cena. Esperaría el tiempo que fuese necesario a que salieran furtivamente de su escondite. Las dejaría que se preguntaran, tal como yo lo hice cuando me enredé en la telaraña, qué demonios había pasado con su seguro y benévolo Universo.
Salí a la noche fría, sin ningún rumbo predeterminado, salvo aquel que me permitiera entregarme al olvido. Me encontré de pronto frente a la casa de mi mejor amigo, Damon Stern, el cómico profesor de Historia. Durante su niñez transcurrida en Wisconsin, había aprendido a andar en monociclo. Después enseñaría a hacerlo a su mujer e hijos.
A pesar de que las luces estaban encendidas, no había nadie. Los 4 monociclos de la familia se hallaban a la vista, pero la cochera estaba vacía. A ellos nunca los descorcharon. Eran inteligentes, pues tenían una de las últimas Pulgas Volkswagen que quedaban.
Sabía dónde guardaban el licor. Me serví un par de copas de bourbon, en compensación por la ausencia de la familia. Ya llevaba cerca de un mes sin haber ingerido una gota de alcohol.
Sentí que un torrente caliente corría en mi vientre. Salí de nuevo a la noche. Me di a la búsqueda de una mujer mayor que me hiciera sentir bien, al convertir su cuerpo y el mío en una sola bestia de 2 lomos.
Una alumna no funcionaría, y no porque ella no tuviese nada que hacer con alguien tan viejo y relativamente pobre como yo. Ni siquiera podía ofrecerle una mejor nota de la que en realidad merecía, porque las notas eran inexistentes en el Tarkington.
Pero, en todo caso, no habría deseado a una alumna. En situaciones desagradables, la única clase de mujer que me excita es la de edad madura, llena de dudas no sólo con respecto a sí misma sino también con respecto al valor de la vida. Aunque nunca la conocí personalmente, viene a mi memoria la fallecida Marilyn Monroe, tal como estaba unos 3 años antes de haberse suicidado.
Cof, cof, cof.
Si existe una Divina Providencia, debe haber también una de naturaleza malvada, siempre y cuando estés de acuerdo en que hacer el amor a una mujer desequilibrada que no sea tu esposa es un acto perverso. En mi opinión, si el adulterio es malévolo, entonces también lo es la comida, porque ambas cosas hacen sentir mucho mejor después de haberlas saboreado.
Así como una persona hambrienta sabe que en algún lugar no muy lejano alguien está cocinando un manjar delicioso, del mismo modo yo supe esa noche que en los alrededores se hallaba una mujer desesperada. ¡Tenía que haberla!
No podía tratarse de Zuzu Johnson. Su esposo estaba en casa, y ella había invitado a cenar a una pareja de agradecidos padres de familia que iban a donar un laboratorio de idiomas al colegio. Cuando se concluyera dicha instalación, los estudiantes podrían sentarse en cabinas a prueba de ruidos, y escuchar conversaciones en más de 100 idiomas y dialectos, grabados por locutores oriundos del país donde se habla la lengua que se desea aprender.
Las luces estaban encendidas en el estudio de escultura del Salón Norman Rockwell, el edificio de arte, la única estructura del campus que llevaba el nombre de una figura histórica y no el de la familia donante. Se trataba de otro regalo de los Moellenkamp, quienes tal vez consideraron que ya había muchas cosas con su nombre.
Se escuchaban zumbidos y retumbos provenientes del interior del estudio de escultura. Alguien había puesto en funcionamiento la grúa, haciéndola correr de atrás para adelante sobre su carrilera. Quienquiera que haya sido debía estar jugando, pues nunca nadie había creado una pieza de escultura tan grande que tuviese que ser transportada mediante la poderosa grúa.
Después de la fuga de la prisión, se dio una discusión entre los presos acerca de la posibilidad de colgar a alguien del aguilón y pasearlo de un lado a otro mientras moría estrangulado. No habían elegido a ningún candidato en particular. Pero, en ese momento, la Compañía de Luz y Fuerza del Niágara, que pertenecía a la Asociación Evangélica de la Iglesia de Unificación de Corea, cortó el suministro eléctrico.
Esa noche, fuera del Salón Rockwell experimenté una sensación similar a aquella cuando patrullaba en Vietnam. Así de aguzados tenía los sentidos. Así de rápido mi mente construía un panorama completo a partir de las claves más insignificantes.
Yo sabía que el estudio de escultura se cerraba con llave a las 18:30 hrs., pues había tratado de abrir la puerta muchas veces, con objeto de llevar a alguna amante a ese lugar. Al principio del semestre traté de conseguir una llave, pero los miembros del Departamento de Terrenos y Construcciones me hicieron saber que únicamente ellos y el Artista Residente del año en turno, la escultora Pamela Ford Hall, tenían acceso a la llave. Esto se debía a los actos de vandalismo que los estudiantes y los lugareños habían cometido el año anterior.
Habían desprendido la nariz y los dedos de varias réplicas de estatuas griegas y habían defecado en un recipiente de arcilla húmeda. Y demás cosas por el estilo.
De modo que debía ser Pamela Ford Hall quien movía la grúa de atrás para adelante. Y ese desplazamiento sin tregua tenía que relacionarse con sentimientos de infelicidad, y no con el transporte de una obra maestra. Ella no requería de una grúa, ni siquiera de una carretilla, pues trabajaba exclusivamente con poliuretano, un material que casi no pesa. Además, se acababa de divorciar y no tenía hijos. También estaba seguro de que, como conocía mi reputación, me evitaba.
Me trepé a la plataforma de carga del estudio. Hice sonar mi puño contra la enorme puerta corrediza. La puerta era accionada por motor. Ella sólo tenía que presionar un botón para dejarme entrar.
La grúa detuvo su continuo ir y venir. ¡Era una señal esperanzadora!
Me preguntó a través de la puerta qué quería.
—Quiero asegurarme de que te encuentres bien ahí adentro —le contesté.
—¿A quién le importa si estoy bien o mal aquí adentro?
—A Gene Hartke.
Abrió la puerta sólo un poco y me miró, pero no habló. Luego, la corrió un poco más y pude ver que sostenía una botella descorchada de lo que resultó ser licor de zarzamora.
—Hola, soldado —saludó.
—Hola —repuse con mucho cuidado.
—¿Por qué tardaste tanto en llegar?
15
Sin duda, esa noche, me emborraché con Pamela e hicimos el amor. Más tarde, relaté todo lo que sabía sobre la Guerra de Vietnam a un puñado de estudiantes que se hallaban en el Pabellón Pahlavi. Y Kimberley Wilder grabó mis comentarios.
Nunca antes había probado el licor de zarzamora. Y no quiero volver a ingerirlo. Me hizo cosas malas. Provocó que llorara como un bebé por el asunto de la guerra. Algo que había jurado que jamás haría.
Si en este momento pudiera ordenar alguna bebida, pediría un delicioso Rob Roy en las Rocas, a saber, un cóctel de vermut con whisky escocés. Ésa es otra bebida que una mujer me hizo tomar por vez primera; ocasionó mi risa en lugar de mi llanto, así como que me enamorara de la dama en cuestión.
Eso sucedió en Manila, después de que el excremento llegó al aire acondicionado en Saigón. Ella era Harriet Gummer, la corresponsal de guerra oriunda de Iowa. Tuvo un hijo mío y nunca me lo dijo.
¿El nombre del vástago? Rob Roy.
Después de haber hecho el amor, Pamela me formuló la misma pregunta que Harriet me había planteado en Manila 15 años atrás. Se trataba de algo que ambas debían saber. Las 2 me preguntaron si había matado a alguien en la guerra.
Le respondí a Pamela lo mismo que le había contestado a Harriet: "Si yo fuera un avión de combate, y no un ser humano, habría pocos retratos de personas pintados sobre mí."
Debí haberme ido directo a casa después de haber dicho aquello. Pero, en cambio, me dirigí al Pabellón. Necesitaba que una audiencia mayor escuchara esa gran frase mía.
Así que entré violentamente en el salón principal, donde un grupo de estudiantes estaban reunidos frente a la gran chimenea. Durante la fuga de la prisión, la chimenea sería utilizada para asar carne de caballo y perro. Me coloqué entre los estudiantes y el hogar, de manera que no hubiese forma de que ellos pudieran ignorarme, y les dije: "Si yo fuera un avión de combate, y no un ser humano, habría pocos retratos de personas pintados sobre mí."
Y continué con base en esa afirmación.
¡Estaba tan lleno de autocompasión! Eso fue lo que encontré insoportable cuando Jason Wilder reprodujo mis palabras. ¡Estaba tan borracho que actué como una víctima!
Las escenas de crueldad, estupidez y desperdicio inenarrables que describí esa noche no eran más atroces que los programas ultrarrealistas de TV sobre Vietnam, los cuales se habían convertido en clásicos del entretenimiento. Cuando referí a los estudiantes el episodio de la cabeza humana que descansaba en medio de las vísceras de un carabao, estoy seguro de que ellos pensaron que la cabeza era de cera y que las vísceras pertenecían a algún animal grande pero no necesariamente a un carabao de verdad.
¿Qué diferencia podría haber habido entre una cabeza real y una de cera, entre unas vísceras pertenecientes a un carabao y unas vísceras pertenecientes a otro animal grande?
Ninguna.
Una vez concluida la cinta, Jason Wilder se dirigió a mí en tono amable y razonable.
—¿Por qué demonios quería usted contar tales historias a los jóvenes, quienes deben amar a su país?
Deseaba tanto conservar mi empleo, y la casa incluida en el contrato laboral, que ofrecí una respuesta estúpida.
—Les estaba hablando de hechos históricos, y creo que había ingerido un poco de alcohol. En general, no bebo tanto.
—Estoy seguro —repuso—. Me han dicho que usted es un hombre con muchos problemas, pero que el licor no ha sido 1 de los más consistentes. Digamos que su aparición en el Pabellón constituyó una lección de historia bien intencionada de la cual perdió de modo accidental el control.
—Eso fue precisamente lo que sucedió, señor.
Sus manos de bailarina de ballet revoloteaban de acuerdo con la lógica de sus razonamientos, antes de volver a tomar la palabra. Era un colega pianista.
—En primer lugar, usted no fue contratado para impartir la cátedra de Historia. En segundo, los estudiantes del Tarkington no necesitan instrucciones adicionales en materia de sensaciones de derrota. No estarían aquí, si ellos mismos no hubieran experimentado una y otra vez el fracaso. En mi opinión, el milagro que ha venido ocurriendo en el Lago Mohiga desde hace más de un siglo ha sido lograr que los jóvenes que han fallado en repetidas ocasiones empiecen a pensar en la victoria, dejando de abandonarse a la desesperanza.
—Sólo sucedió una vez, y lo siento.
Cof. Sólo un cof.
Wilder sostuvo que él no consideraba profesor a un individuo que se mostraba tan negativo acerca de todo.
—A un sujeto semejante lo llamaría "antiprofesor" porque, en lugar de meter ideas en la cabeza de los alumnos, las extrae.
—Yo no sabía que me mostraba negativo acerca de todo —puntualicé.
—¿Qué es lo primero que los estudiantes ven cuando entran en la biblioteca?
—¿Libros?
—Todas esas máquinas de movimiento perpetuo —aclaró—. Ya vi la exhibición y el letrero instalado en la pared. No tenía idea de que usted fuera el responsable de ese letrero —señaló, refiriéndose a aquel que reza "LA COMPLICADA FUTILIDAD DE LA IGNORANCIA"—. Todo lo que puedo decirle es que no me gusta que mi hija ni que los hijos de otras personas vean un mensaje tan negativo cada vez que entran en la biblioteca.
—¿Qué tiene de negativo?
—¿Qué palabra es más negativa que aquélla de futilidad?
—Ignorancia.
—¡Ahí tiene!
De alguna manera, le había proporcionado el argumento necesario para derrotarme.
—No le entiendo —comenté.
—¡Exacto! Es obvio que usted no comprende con qué facilidad se desanima el estudiante típico del Tarkington, cuan sensible es a las sugerencias de que ya no intente ser inteligente. La palabra futilidad significa: "Renuncia, renuncia, renuncia."
—¿Y qué significa ignorancia?
—Si se coloca ese término en la pared y si se le da la importancia que usted le ha otorgado, se convierte en un horrible eco de lo que muchos tarkingtonianos escucharon antes de llegar aquí: "eres tonto, eres tonto, eres tonto." Y es claro que no lo son.
—Nunca dije que lo fueran.
—Usted debilita la ya de por sí menguada autoestima de los estudiantes, sin darse cuenta de ello. También los desconcierta al emplear un sentido del humor propio de los cuarteles, pero sin duda inadecuado para una institución de enseñanza superior.
—¿Se refiere a lo que dije sobre los Yenes y la felación? Nunca lo hubiera dicho si hubiese sabido que algún estudiante podía escucharme.
—Me refiero al vestíbulo de la biblioteca.
—No creo que exista otra cosa en ese letrero que lo haya ofendido.
—No fui yo quien se ofendió, sino mi hija.
—Me rindo —confesé; no actué como un sujeto insolente, sino como 1 despreciable.
—El mismo día en que Kimberley le escuchó hablar sobre los Yenes y la felación, antes de que se iniciaran las clases, 1 de los estudiantes avanzados la condujo a ella y a otros novatos a la biblioteca, para informarles que los badajos ahí colgados son penes petrificados. Sin duda, se trataba de una broma propia de soldados que el estudiante había escuchado en los labios de usted.
En esa ocasión, no tuve que defenderme. Varios de los directivos aseguraron a Wilder que el acto de contar a los principiantes que los badajos eran penes constituía una tradición previa a mi llegada al campus.
Esa fue la única vez que me defendieron, a pesar de que 1 de ellos había sido mi alumna, Madelaine Peabody de Astor, y de que 5 de ellos eran padres de discípulos míos. Madelaine me envió después una carta, dictada por ella, donde me explicaba que Jason Wilder había amenazado con denunciar al colegio en su columna periodística y en su programa de TV, si los directivos no me despedían. En consecuencia, no se atrevieron a salir en mi auxilio.
Me aclaró también que, al igual que Wilder, era católica romana, motivo por el cual se había escandalizado de mi afirmación, registrada en la cinta, de que Hitler era católico romano, y que los nazis pintaban cruces en sus tanques y aviones porque se autoconsideraban un ejército cristiano. Wilder reprodujo esa cinta justo después de haberse aclarado mi nula responsabilidad en la costumbre de contar a los novatos que los badajos eran penes.
De nuevo enfrentaba enormes dificultades por el mero hecho de repetir lo que otra persona había dicho. Esta vez, no se trataba de una idea de mi abuelo, ni de ningún otro individuo que estuviese fuera del alcance de los Directivos, como Paul Slazinger. Se trataba de algo que mi mejor amigo, Damon Stern, había sostenido en la clase de Historia un par de meses atrás.
Jason Wilder creía que yo era un antiprofesor, porque nunca había escuchado a Damon Stern. No obstante, Stern jamás se refirió a la espantosa verdad contenida en acciones humanas supuestamente nobles de tiempos recientes. Todo aquello que solía bajar de su pedestal había ocurrido, más o menos, antes de 1950.
Sucede que acudí a la clase donde planteó que Hitler era un devoto católico romano. Señaló algo de lo que no me había percatado antes, algo que en ese momento descubrí, algo que la mayoría de los cristianos se niegan a admitir: que la svástica nazi pretendía ser una versión de la cruz cristiana, a saber, una cruz construida con hachas. Stern explicó que los cristianos habían experimentado muchos problemas intentando negar que la cruz gamada era tan sólo otra cruz; según ellos, era un símbolo primitivo perteneciente al pantano primordial del pasado pagano.
Y la condecoración militar nazi más importante era la Cruz de Hierro.
Y los nazis cubrían de cruces ordinarias todos sus tanques y aviones.
Supongo que salí del salón de clases un poco aturdido. ¿Y con quién creen que topé? En efecto, con Kimberley Wilder.
—¿Qué se dijo el día de hoy? —me preguntó.
—Que Hitler era cristiano —le contesté—. Que la svástica es una cruz cristiana.
Y ella registró eso en la cinta.
No delaté a Damon Stern con los Directivos. El Tarkington no era la Point. En esta última, la delación constituía un honor.
Asimismo, Madelaine estuvo de acuerdo con Wilder en otra cuestión, a saber, en que no debía haber asegurado a mis estudiantes de Física que los rusos, y no los estadounidenses, fueron los primeros en fabricar una bomba de hidrógeno lo suficientemente portátil para ser utilizada como arma: "Aunque eso sea cierto, cosa que no creo, qué te ganabas con afirmarlo."
Además, me expuso en su carta que el movimiento perpetuo era posible, sólo se necesitaba que los científicos trabajaran con más empeño en lograrlo.
Sin duda, ella sufrió un retroceso intelectual después de haber aprobado los exámenes orales para la obtención del grado de Bachiller en Artes y Ciencias.
Acostumbraba a dictar mis clases de modo tal que cualquiera que creyera en la posibilidad del movimiento perpetuo, merecía ser hervido vivo como una langosta.
También era estricto en materia del Sistema Métrico. Había adquirido fama por volver la espalda a los estudiantes que mencionaban pies, libras o millas.
Odiaban que les hiciera eso.
Desde luego, no me atreví a continuar con esas costumbres pedagógicas en la prisión ubicada al otro lado del lago.
De todos modos, en virtud de que la mayoría de los presos habían estado en el negocio de las drogas, y eran oriundos del Tercer Mundo o trataban con gente del Tercer Mundo, el Sistema Métrico les resultaba completamente familiar.
En lugar de delatar a Damon Stern como el autor de la afirmación de que los nazis eran cristianos, expliqué a los directivos que había escuchado esa idea en la Radio Pública Nacional. Dije que me apenaba el haberla transmitido a una estudiante.
—Debí haberme mordido la lengua —agregué.
—¿Qué tiene que ver Hitler con la Física o la apreciación musical? —preguntó Wilder.
Pude haberle contestado que quizá Hitler no sabía más de física que cualquiera de los miembros de la Junta Directiva, pero que sin duda amaba la música. Según me enteré, cada vez que una sala de conciertos era bombardeada, él ordenaba que la reconstruyeran inmediatamente, como un objetivo de máxima prioridad. Creo que, en realidad, escuché eso en la Radio Pública Nacional. Empero, preferí responder de otro modo.
—Si hubiera sabido que iba a perturbar a Kimberley tanto como usted dice que lo hice, me habría disculpado. Pero, no tenía ni idea de ello, señor. Ella nunca demostró su malestar.
Lo que me hizo flaquear fue el haberme dado cuenta de que me había equivocado al creer que estaba en familia ahí en el Salón de la Junta, que todos los tarkingtonianos, sus padres y los guardias me consideraban un tío. ¡Dios mío!
¡De cuántos secretos de familia me había enterado al paso de los años, sin nunca haberlos difundido! Mis labios estaban sellados. ¡Qué criado tan fiel había sido! Eso era todo lo que yo era para los Directivos y, probablemente, para los estudiantes.
No era un tío, sino un miembro de la Clase Servicial.
Me estaban liberando de mis obligaciones.
Los soldados son dados de baja; los trabajadores, despedidos; los sirvientes, liberados de sus obligaciones.
—¿Me van a despedir? —pregunté con incredulidad al Presidente de la Junta.
—Lo siento, Gene —respondió—. Tenemos que liberarte de tus obligaciones.
El Director del colegio, Tex Johnson, no había dicho ni pío. Se veía enfermo. Supuse equivocadamente que había sido regañado por haberme dejado permanecer en el cuerpo docente el tiempo necesario para obtener la plaza. En realidad, lucía demacrado por razones más personales, que tenían mucho que ver con el entonces profesor Eugene Debs Hartke.
Se le había invitado a desempeñar el cargo de Director del Tarkington, después de que Sam Wakefield llevara a cabo el gran truco de suicidarse, cuando trabajaba en el Colegio Rollins de Winter Park, Florida, en donde había fungido como administrador. Henry "Tex" tenía el grado de Licenciado en Administración de Empresas, que le había otorgado el Tecnológico de Texas, sito en Lubbock, y afirmaba ser descendiente de un hombre que había muerto en El Álamo.
Dicho sea de paso, Damon Stern, a quien le gustaba sacar a la luz hechos históricos poco conocidos, me contó que la Batalla de El Álamo tuvo como causa la cuestión de la esclavitud. Los valientes que ahí murieron anhelaban separarse de México, porque en este último país la esclavitud era ilegal. Los secesionistas peleaban por el derecho de poseer esclavos.
Como la esposa de Tex y yo habíamos sido amantes, sabía que sus antepasados no eran texanos, sino lituanos. Su padre, cuyo apellido no era en absoluto Johnson, era el segundo de a bordo de un carguero ruso. Cuando el buque llegó a Corpus Christi, para ser reparado de emergencia, el lituano abandonó la embarcación, Zuzu me comentó que el padre de Tex no sólo era un inmigrante ilegal, sino además el sobrino del exjefe comunista de Lituania.
Mucho por El Álamo.
—¡Tex, por piedad, di algo! —imploré—. ¡Sabes bastante bien que soy el mejor maestro que tienen! No lo afirmo yo. ¡Los estudiantes lo dicen! ¿Van a traer a todo el cuerpo docente a comparecer ante esta Junta o yo soy el único? ¿Tex?
Miró directamente hacia adelante. Parecía que se había vuelto de cemento. ¡Vaya líder!
Formulé la misma pregunta al Presidente de la Junta, que aún ignoraba que la Microsecond Arbitrage había causado su pauperización.
—Bob... —comencé a hablar; pero él hizo una mueca de disgusto.
Entonces supliqué de nuevo, habiendo captado el mensaje de que era un sirviente y no un pariente.
—Señor Moellenkamp, usted sabe muy bien, al igual que todos los presentes, que se puede seguir con una grabadora al estadounidense más patriota y profundamente religioso, y demostrar después, al cabo de un año de haber registrado todos sus comentarios, que es un traidor peor que Benedict Arnold, y que es un adorador del Demonio. ¿Quién no dice cosas, distraídamente o dominado por la pasión del momento, que luego no se quieren ni recordar? Así que vuelvo a preguntar si yo soy el único al que están enjuiciando y de ser esto cierto ¿por qué?
Moellenkamp se quedó inmóvil.
—¿Madelaine? —me dirigí a Madelaine Astor, quien más tarde me enviaría una estúpida carta.
Me respondió que no le había gustado que les dijera a los estudiantes que había comenzado una nueva Edad de Hielo, aunque hubiera leído eso en The New York Times. Ése era otro de mis comentarios reproducidos por Wilder. Al menos, se relacionaba con la ciencia y, al menos, no se trataba de un planteamiento original de Slazinger, de mi abuelo Wills o de Damon Stern. Al menos, era algo realmente mío.
—Los estudiantes de esta escuela ya tienen suficientes preocupaciones —aclaró—. Sé que las tienen porque yo fui 1 de ellos.
Continuó diciendo que siempre había habido personas que intentaban volverse famosas pregonando el fin del Mundo, pero que éste no se había acabado.
Hubo movimientos de asentimiento a lo largo de toda la mesa. No creo que hubiese estado presente ninguna alma que supiera lo más mínimo sobre cuestiones científicas.
—Cuando yo fui tu alumna, predecías el fin del Mundo, sólo que por otra causa: los desechos atómicos y la lluvia acida. Sin embargo, aquí estamos. Me siento bien. ¿No es verdad que todos nos sentimos bien? Así que, ¡fu! —concluyó la idea, encogiéndose de hombros—. Ahora bien, sobre lo demás, qué puedo decir, me apena el haberlo escuchado. Me provocó náuseas. Si tuviera que oírlo de nuevo, abandonaría la sala.
¡Válgame Dios! ¿Qué habrá querido decir con "lo demás"? ¿Qué asunto queda por tratar? ¿Acaso no he escuchado ya lo peor?
16
"Lo demás" estaba en el fólder de papel de Manila situado frente a Jason Wilder. He ahí a Manila, desempeñando de nuevo un papel importante en mi vida. Aunque, en esta ocasión, no había ningún Rob Roy en las Rocas.
El fólder contenía un informe elaborado por un detective privado, quien había sido contratado por Wilder para que investigara mi vida sexual. El informe abarcaba sólo los sucesos ocurridos durante el segundo semestre escolar, motivo por el cual no incluía el episodio del estudio de escultura. El polizonte registró 3 de las 7 citas posteriores que tuve con la Artista Residente, 2 con la empleada de una joyería que anotaba los pedidos de anillos de graduación y, tal vez, 30 con Zuzu Johnson, la esposa del Director. No pasó por alto nada de lo sucedido entre Zuzu y yo durante ese periodo. Sólo cometió un error de interpretación. Me refiero al incidente que tuvo lugar en el desván del establo, donde el Carillón Lutz estuvo almacenado antes de que se construyera un campanario y donde Tex Johnson fue crucificado hace 2 años. Trepé al desván en compañía de la tía de un estudiante. Ella era arquitecta y tenía interés en conocer las columnas y vigas de la construcción. El agente secreto supuso que habíamos hecho el amor allá arriba. No lo hicimos.
Ese día, hicimos el amor, pero mucho más tarde, en el cobertizo de las herramientas, anexo al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
Pasaron unos 10 minutos para que pudiera enterarme del contenido del fólder de Wilder. Este individuo y otro par de sujetos querían seguir discutiendo el aspecto que en realidad les molestaba de mi persona, a saber: el daño que supuestamente estaba haciendo a los estudiantes. Salvo al Director del Colegio, mi promiscuidad sexual con las mujeres mayores sólo les interesaba como un recurso a la mano para despedirme, sin verse precisados a formular la pegajosa pregunta de si estaban violando o no mis derechos, de acuerdo con la Primera Enmienda de la Constitución.
El adulterio era el tiro de gracia que me dispararían, por así decirlo, una vez que el escuadrón de fusilamiento ya me hubiera convertido en un queso suizo.
Para Tex Johnson, el lituano de clóset, el contenido del fólder constituía algo más que un artilugio para quitarme el empleo. Se trataba de algo que lo humillaba más a él que a mí.
Por lo menos, el informe señalaba que mi relación con su esposa había terminado.
Se levanto. Pidió que le excusaran. Dijo que prefería no estar presente cuando los Directivos plantearan lo que Madelaine había llamado "lo demás".
Fue excusado y, en apariencia, iba a abandonar el recinto sin decir nada. Pero entonces, cuando una de sus manos había alcanzado ya la perilla de la puerta, pronunció dos palabras, las cuales forman el título de una novela de Gustave Flaubert. Dicha obra versa sobre una mujer que se aburría con su esposo, que tuvo una aventura amorosa excesivamente tonta y que luego se suicidó.
—Madame Bovary —dijo, y en seguida salió.
Era un cornudo en el presente y sería un crucificado en el futuro. Me pregunto si su padre se habría escapado del barco estacionado en Corpus Christi, si hubiera sabido el final tan desagradable que le esperaba a su único hijo en el contexto de la Libre Empresa estadounidense.
Yo había leído Madame Bovary en West Point. Todos los cadetes lo habían hecho, con objeto de demostrar a la gente culta que nosotros también éramos cultos. Jack Patton y yo la leímos al mismo tiempo para la misma clase. Después de hacerlo, le pregunté qué pensaba de ella y me respondió, por supuesto, que se tenía que reír como loco.
Dijo lo mismo acerca de Otelo, Hamlet y Romeo y Julieta.
Confieso que hasta la fecha no he llegado a ninguna conclusión sólida sobre cuan inteligente o estúpido era en realidad Jack Patton. Lo cual me hace dudar sobre el significado de un regalo de cumpleaños que me envió durante la Guerra de Vietnam, poco antes de que un francotirador le dirigiera un hermoso disparo en Hué (se pronuncia "huey"). Se trataba de un ejemplar envuelto para regalo de una revista pornográfica llamada Liguero Negro. ¿Me lo obsequió por las fotografías de las mujeres desnudas que sólo lucen un liguero negro, o por la notable historia de ciencia ficción ahí incluida, "Los Protocolos de los Sabios de Tralfamadore"?
Pero volveré a esta cuestión más adelante.
No tengo idea de cuántos de los Directivos habían leído Madame Bovary. Dos de ellos se habrían visto obligados a que alguien se las leyera en voz alta. En consecuencia, no era el único en ignorar por qué Tex Johnson había dicho, con la mano en la perilla, "Madame Bovary".
Si yo hubiera sido Tex, creo que me habría retirado del campus lo más pronto posible y, quizá, ahogado en mis penas entre los no académicos del Café del Gato Negro.
Hasta ahí fui a dar yo esa tarde. Habría resultado divertido que ambos nos hubiésemos encontrado en el Café del Gato Negro como una pareja de camaradas hechos una cuba.
Imagínenme diciéndole a él o a él diciéndome a mí, totalmente ebrios: "Te quiero, sinvergüenza, ¿lo sabías?"
Uno de los Directivos tomó la palabra. Se trataba de Sydney Stone, de quien se decía que había amasado una fortuna de más de 1 000 000 000 de dólares en 10 cortos años, como resultado de las comisiones obtenidas por la venta de propiedades estadounidenses a extranjeros. Tal vez, su obra maestra haya sido la transferencia de la empresa en que mi padre prestaba sus servicios, la E. I. Du Pont de Nemours & Company, a manos de la I. G. Farben de Alemania.
—Hay muchas cosas que quizá podría perdonar, si alguien apuntara una pistola a mi cabeza, Profesor Hartke, no así lo que usted le hizo a mi hijo.
Él no era un tarkingtoniano, sino un egresado de la Escuela de Comercio de Harvard y de la Escuela de Economía de Londres.
—¿Fred? —pregunté.
—En caso de que no lo sepa —respondió—, sólo tengo un hijo en el Tarkington. No tengo ningún otro hijo en ningún otro lugar. Así que sólo tengo un hijo.
Es probable que ese "un hijo", sin verse precisado a mover "un dedo", será dueño "un día" de 1 000 000 000 de dólares.
—¿Qué le hice a Fred?
—Usted sabe lo que le hizo a Fred.
Lo que le hice a Fred fue sorprenderlo robando un tarro de cerveza con el logo del Tarkington de la librería del colegio. Lo que Fred Stone hizo estaba más allá del mero robo. Tomó el tarro del anaquel, simuló celebrar un brindis conmigo y el cajero, que era la única otra persona que estaba presente, y después se marchó.
Yo acababa de salir de una reunión sostenida por el cuerpo docente donde se había discutido, por enésima vez, el problema de los robos cometidos en el campus. El administrador de la librería nos informó que sólo existía otra tienda de una institución educativa que padeciera un porcentaje más alto de mercancías robadas, a saber, la Cooperativa de Harvard, localizada en Cambridge.
De manera que seguí a Fred Stone hasta el Patio. Se dirigía hacia su motocicleta Kawasaki, que se hallaba en el estacionamiento para estudiantes. Me le acerqué por detrás y le hablé en voz baja.
—Creo que deberías devolver ese tarro de cerveza al sitio del cual lo tomaste, Fred. Si no, podrías pagarlo —le dije amablemente.
—¿En serio? —respondió—. ¿Es eso lo que usted cree? —preguntó, haciendo añicos el tarro contra el canto de la Fuente Conmemorativa Vonnegut—. Si eso es lo que usted cree, entonces devuélvalo usted a su lugar.
Referí el incidente a Tex Johnson, quien me dijo que lo olvidara.
Pero, como yo estaba furioso, envié una carta que informaba del asunto en cuestión al padre del muchacho, aunque no recibí la respuesta sino el día de la reunión de la junta.
—No puedo perdonarle el que haya acusado a mi hijo de ladrón —explicó Stone.
Luego, citó a Shakespeare en nombre de Fred. Se suponía que yo debía imaginar que era Fred quien se dirigía a mí:
"Quien roba mi bolsillo, roba basura; es poco, nada... Era mío, ahora le pertenece al que lo hurtó y ha sido esclavo de miles... pero el que me despoja de mi buen nombre, me usurpa algo que no lo enriquece y que a mí en verdad me empobrece."
—Si me equivoqué, señor, le pido que me disculpe —comenté.
—Demasiado tarde —repuso.
17
Había un Directivo de cuya amistad estaba plenamente seguro. Todas mis afirmaciones registradas en la cinta le habrían parecido graciosas e interesantes. Pero no estaba presente. Su nombre era Ed Bergeron, y habíamos sostenido un montón de charlas amenas sobre el deterioro del medio ambiente, los abusos de confianza en el mercado de valores y la industria bancaria, etcétera. En materia de pesimismo, siempre me superaba.
Su riqueza era tan antigua como la de los Moellenkamp, y se basaba en la propiedad atávica de campos petrolíferos, minas de carbón y ferrocarriles, que había vendido a los extranjeros a fin de poder dedicarse de tiempo completo al estudio y conservación de la naturaleza. Era Presidente de la Federación de Rescate de la Vida Agreste, y sus fotografías de la fauna salvaje de las islas Galápagos habían sido publicadas en la National Geographic. Además, esta revista le había concedido una portada, que utilizó para mostrar a una iguana marina que digería algas bajo los rayos solares, justo al lado de un pingüino enjuto que sin duda pensaba en cuestiones cotidianas completamente distintas de los sucesos verificados ese día.
Ed Bergeron no sólo era mi amigo incondicional, sino también un veterano de los debates televisados sobre el medio ambiente y conducidos por Jason Wilder. En esta biblioteca no he encontrado ninguna grabación de aquellas reñidas discusiones, pero solía haber una en la prisión. La transmitían casi cada 6 meses a través del circuito cerrado de TV, que se encontraba en permanente funcionamiento.
Recuerdo que, en ese programa, Wilder afirmaba que el problema de los partidarios de la conservación de los recursos naturales era que nunca consideraban los costos, en términos de empleos y estándares de vida, de la eliminación de los combustibles fósiles o de la reutilización de la basura (en lugar de depositarla en el mar), y así sucesivamente.
—¡Bien! Entonces puedo escribir el epitafio de este orbe, que alguna vez fue saludable y azul-verde —dijo Bergeron refiriéndose al planeta.
Wilder le concedió su arrogante, vulpina y condescendiente sonrisa.
—La mayor parte de la comunidad científica sostendría, si no me equivoco, que la redacción de un epitafio sería un acto prematuro por varios miles de años —aclaró. Ese debate se llevó a cabo unos 6 años antes de que yo fuera despedido, lo que nos conduce a 1985, e ignoro de qué comunidad científica estaba hablando. Todos los científicos de ese entonces, e incluso los quiroprácticos y pedicuros, no se cansaban de repetir que estábamos aniquilando con gran rapidez el planeta.
—¿Desea escuchar el epitafio? —preguntó Bergeron.
—Si no nos queda otra —contestó Wilder, sin dejar de sonreír—. Sin embargo, debo comentarle que usted no es la primera persona en asegurar que la raza humana ha llegado a su fin. Incluso en Egipto, antes de que se construyera la primera pirámide, existían hombres que ganaban adeptos diciendo: "Todo ha terminado."
—Lo que resulta diferente en la actualidad, en comparación con Egipto, antes de que se edificara la primera pirámide... —empezó a explicar Ed.
—Y antes de que los chinos inventaran la imprenta y de que Colón descubriera América —interpuso Wilder.
—¡Exacto! —repuso Bergeron—. La diferencia consiste en que tenemos la desgracia de saber lo que realmente está sucediendo, que no es en absoluto divertido.
Y esto ha dado lugar a toda una nueva clase de farsantes narcisistas como usted que, estando bajo las órdenes de los ricos y desvergonzados contaminadores, sostienen que el estado de la atmósfera, del agua y del suelo, de los cuales depende todo tipo de vida, es tan discutible como la cuestión de cuántos ángeles pueden bailar en la superficie aterciopelada de una pelota de tenis. Estaba enojado.
Cuando este viejo programa fue transmitido en Athena, antes de que ocurriera la gran fuga, despertó un interés considerable. Lo miré y escuché en compañía de varios de mis estudiantes.
—¿Quién tiene la razón, Profesor, barba o bigote? —preguntó un discípulo.
Wilder usaba bigote; Bergeron, barba.
—Barba —contesté.
Ésa fue quizá la última palabra que le dirigí a un reo antes de que tuviera lugar la fuga, antes de que mi suegra decidiera que había llegado el momento de hablar sobre su gran lucio.
Según recuerdo, el epitafio que Bergeron escribió para el planeta, y que según él debía ser cincelado en grandes caracteres en una de las paredes del Gran Cañón a fin de que lo vieran los extraterrestres, era el siguiente:
PUDIMOS HABERLO SALVADO,
PERO FUIMOS DEMASIADO MALDITOS
Y DESPRECIABLES.
Cabe señalar que los vocablos "malditos" e "y" no fueron incluidos por Ed.
No he tenido noticias recientes de Ed Bergeron. Renunció a la Junta poco después de que fui despedido, lo cual evitó que se convirtiera en rehén de los convictos fugados. Habría sido interesante escucharlo hablar con y sobre este tipo particular de captor. Una cosa que solía decirme, y que explicó a mis alumnos en cierta ocasión, era que el hombre había encarnado el mal clima: los tornados, el granizo y las inundaciones. En ese orden de ideas, pudo haber manifestado que Scipio era Pompeya y los prófugos un flujo de lava.
No renunció a la Junta a causa de mi despido. Sufrió al menos dos tragedias personales, una justo después de la otra. Resulta que había heredado una empresa que producía toda clase de productos de asbesto, cuyo polvo demostró ser tan capaz de inducir la formación de tumores malignos como las demás substancias cancerígenas ya identificadas, con la excepción del cemento epoxídico y ciertos desechos radiactivos depositados accidentalmente en el aire y los acuíferos que circundan a las fábricas de armas nucleares y las plantas de energía. Me contó que se sentía terriblemente mal por ello aunque nunca había puesto los ojos en ninguna de las instalaciones donde se elaboran dichas mercancías. Vendió la empresa a cambio de casi nada, porque la compañía compradora, de Singapur, aprovechó todas las facilidades legales en la materia, adquiriendo además la maquinaria y los edificios, así como el inventario de materiales acabados, que era enorme e inutilizable en este país. Los propietarios de Singapur hicieron lo que Ed no se resignó a hacer, esto es, vender todas esas baldosas, láminas para cubrir techos, etcétera, a los nacientes países africanos.
Por otra parte, su hijo Bruce, perteneciente a la Generación 1985 del Tarkington, era homosexual y había ingresado a un conjunto de patinadores llamados "Los Casquetes Polares". Eso no le molestaba a Ed, quien comprendía que algunas personas nacían homosexuales y que no había nada por hacer al respecto. Además, a Bruce le hacía muy feliz el espectáculo del patinaje sobre hielo. No sólo era un buen patinador, sino también el mejor bailarín que haya habido en el Tarkington. Él acostumbraba visitarnos y, a veces, danzaba con mi suegra, únicamente por el placer de bailar. Decía que ella era la mejor pareja de baile que había tenido, y ella le devolvía el cumplido.
No le conté a mi suegra que, 4 años después de haber egresado del Tarkington, lo encontraron estrangulado con su propio cinturón, y con algo así como 100 puñaladas, en el cuarto de un motel localizado en las afueras de Dubuque. He ahí de nuevo a Dubuque.
18
Shakespeare.
Creo que William Shakespeare ha sido el ser humano más sabio del que haya tenido noticia. Sin embargo, siendo completamente francos, eso no es mucho decir. Somos animales muy presuntuosos y, en realidad, del todo estúpidos. Pregúntale a algún profesor. Ni siquiera tienes que preguntárselo a un profesor. Pregúntale a cualquier persona. Los perros y los gatos son más inteligentes que nosotros.
Si afirmo que los Directivos del Colegio Tarkington eran imbéciles y que aquéllos que nos involucraron en la Guerra de Vietnam también lo eran, espero que se entienda que yo me considero a mí mismo el más grande imbécil de todos. Miren dónde me encuentro ahora y cuan duro trabajé para llegar a este sitio y no a ninguna otra parte. ¡Lotería!
Y si sostengo que mis padres eran borricos, ¿qué más puedo ser yo sino otro borrico? Pregúntale a mis hijos, tanto a los legítimos como a los ilegítimos. Ellos lo saben.
Ante los Directivos, no tuve ninguna probabilidad de alcanzar el éxito, ni siquiera aquélla remota con que contaron los inmigrantes chinos para descubrir oro en áreas desprovistas de ese metal, si se me permite un gastado refrán racista. Al menos, no la tuve con base en el informe escondido por Wilder en el fólder. Cuando intenté defenderme, ignoraba lo bien armados que estaban: situación básica en las comedias bufonescas más divertidas.
Argumenté que constituía un deber de todo maestro el hablar con plena franqueza a los estudiantes universitarios de los diferentes asuntos que atañen a la humanidad, y no sólo de aquello relacionado directamente con determinada asignatura.
—Ésa es la forma en que nos ganamos su confianza y los animamos a expresarse —afirmé—. Asimismo, es el modo en que pueden tomar conciencia de que ninguna asignatura se halla dentro de un pequeño compartimiento, sino que forma parte inseparable de la principal asignatura que nos hemos propuesto estudiar en la Tierra, a saber, la vida misma.
Aclaré que las dudas que pude haber provocado en los alumnos con respecto a las virtudes del Sistema de Libre Empresa, como resultado de la exposición de las ideas de mi abuelo, sólo podrían reforzar a la larga su entusiasmo por dicho sistema. Dichas dudas los conducen a extraer conclusiones propias en cuanto a la causa de que la Libre Empresa sea el único sistema digno de consideración.
—Las personas nunca son más fuertes que cuando han obtenido argumentos propios para tener fe en aquello en que creen. Sólo así pueden valerse por sí mismos —agregué.
—¿Acaso no dijo usted que Estados Unidos es un recipiente de individuos cortos de entendederas? —preguntó Wilder.
Reflexioné antes de contestar. Se trataba de algo que Kimberley no había registrado en su cinta.
—Lo que pude haber dicho es que todas las naciones más grandes que Dinamarca son recipientes de individuos cortos de entendederas, pero por supuesto era una broma —repuse.
Ahora sostengo 100% esa afirmación: todas las naciones más grandes que Dinamarca son recipientes de individuos cortos de entendederas.
Jason Wilder había escuchado lo suficiente. Pidió a los Directivos que pasaran de mano en mano el fólder hasta el sitio en que yo me encontraba.
—Antes de que vea lo que hay adentro, debe saber que esta Junta me prometió que nunca mencionaría su contenido fuera de este recinto. Quedará en su exclusiva posesión siempre que firme de inmediato su renuncia —señaló Wilder.
—Dios mío —repuse—. ¿De qué puede tratarse? ¿Y qué provocó que Tex Johnson abandonara esta habitación del modo en que lo hizo?
—El último documento del fólder —aclaró Wilder—, cuya lectura fue muy penosa para él.
—¿Qué puede ser? —volví a preguntar.
Honestamente, no imaginaba el motivo por el cual podía ser yo el causante de la pena de Tex. Cuando hacía el amor a su esposa, sólo intentaba que nosotros 2 fuéramos felices. Nunca pensé en ella como en la esposa de otro. Cuando hago el amor a una mujer, la idea más alejada de mi mente es con quién pueda estar casada. Me resulta imposible hablar por Zuzu, pero yo no deseaba provocarle a Tex el más mínimo dolor. Cuando Zuzu se refería a él despectivamente, me veía precisado a recordarle quién era él y a salir en su defensa.
La primera impresión que tuve del último documento del fólder fue que era una especie de horario, tal vez del autobús que va de Scipio a Rochester, una sugerencia no muy sutil de que debería abandonar el pueblo lo más rápido posible. Pero, entonces, me di cuenta de que quien hacía todas las llegadas y salidas era yo y de que la estación, por así decirlo, era la casa del Director del Colegio.
La exactitud de las horas y las fechas era atestiguada por Terrence W. Steel Jr., al que conocía simplemente como Terry. Nunca supe su nombre completo, y le había creído cuando me dijo que era el nuevo jardinero contratado por el Departamento de Terrenos en Construcción. De hecho, era el detective a sueldo de Wilder, cuya labor consistía en conseguir pruebas en mi contra. Lo poco que me había contado sobre su vida podía haber sido inventado por GRIOTMR o podía haber sido verdad. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa?
Recuerdo que me dijo que su esposa era lesbiana y que se había enamorado de una dietista de una escuela de segunda enseñanza. Ambas mujeres desaparecieron junto con los 3 hijos de Terry. GRIOTMR pudo haber tramado ese desenlace.
El horario de mis encuentros amorosos con Zuzu estaba firmado por el detective y debidamente notariado. Yo conocía al Notario. Todos lo conocían. Era Lyle Hooper, Jefe de Bomberos y dueño del Café del Gato Negro. Él también fue asesinado poco después de la fuga de la cárcel. Ese documento con el sello notarial era todo lo que necesitaba ver para comprender que mi trabajo se iría por el excusado.
Wilder dijo que el resto de los papeles incluidos en el fólder eran declaraciones reunidas por su detective. Atestiguaban que yo había sido un adúltero desvergonzado desde el momento en que me establecí con mi familia en Scipio.
—Espero que esté de acuerdo conmigo en que la conducta que ha mostrado en este valle cae justo en el centro de la definición más estrecha de vileza moral —señaló Wilder.
Coloqué el fólder sobre la mesa para indicar que no necesitaba mirar su contenido. Mi gesto fue similar al del individuo que da por concluida una mano de póquer. Al hacerlo, deposité el fólder encima del Informe Anual del Tesorero del colegio. Antes de la reunión, se habían distribuido copias del mismo en los lugares de los asistentes. Sin darme cuenta, me llevé conmigo una copia del informe cuando abandoné el recinto. Más tarde, al leerlo, me enteré de algo muy importante. El plantel había vendido todas las propiedades que tenía en el pueblo, incluyendo las ruinas de la cervecería, de la constructora de carromatos y de la fábrica de alfombras, así como el terreno donde se hallaba el Café del Gato Negro, a la misma corporación japonesa que había adquirido la prisión.
Después, el Tesorero invirtió las ganancias de la venta, una vez descontadas las comisiones estatales y los honorarios de los abogados, en acciones preferenciales de la Microsecond Arbitrage.
—Éste no es uno de los momentos más felices de mi vida —dijo Wilder.
—Tampoco de la mía —repuse.
—Lamentablemente para todos nosotros, el dedo que se mueve escribe y, teniendo un mandato, no se detiene —afirmó Wilder.
—Muy bien dicho —contesté.
En ese momento, el Presidente de la Junta, Robert Moellenkamp, tomó la palabra. Aunque analfabeto, era un sujeto legendario entre los tarkingtonianos, y sin duda también en su casa, debido a su fenomenal memoria. Al igual que el padre del fundador del colegio, su antepasado, podía aprender de memoria cualquier cosa que se leyera en voz alta unas 3 veces. Conocí a varios reos de Athena, también iletrados, que podían hacer lo mismo.
En esta ocasión, quería citar a Shakespeare.
—Deseo que quede constancia de que este episodio también ha sido para mí extremadamente penoso —aclaró.
Luego, recitó un pasaje de Romeo y Julieta, donde el moribundo Mercutio, el amigo garboso e ingenioso de Romeo, describe la herida que recibió en un duelo:
"No es tan honda como un pozo ni tan ancha como el pórtico de una iglesia; pero basta. Si mañana preguntas por mí, verasme tan callado como un muerto. Me han derrotado, sin duda, en este mundo. ¡Que la peste devore ambas casas!"
Desde luego, las dos casas eran la de los Montesco y la de los Capuleto, las familias enemigas a que pertenecían Romeo y Julieta. El odio implacable entre ellas provocaría indirectamente la partida de Mercutio hacia el Paraíso.
He leído ese pasaje en Familiar Quotations de Bartlett. Si más personas confesaran que han tomado sus perlas de sabiduría de ese libro, y no de las obras originales, se aclararían muchos malentendidos.
Si en realidad hubiera existido Mercutio y si de verdad existiese un Paraíso, Mercutio haría buenas migas con algún soldado adolescente caído en Vietnam, pues ambos estarían de acuerdo en qué se siente morir a causa de la vanidad y necedad de otras personas.
19
Cuando me enteré, algunos meses más tarde, época en que ya trabajaba en Athena, de que Robert Moellenkamp y otros individuos habían sido arruinados por la Microsecond Arbitrage, y que tuvo que vender sus botes, sus caballos, su original de El Greco y todo lo demás, creí que había renunciado a la Junta. Se supone que los Directivos del Tarkington debían aportar cada año un montón de dinero al colegio. De otro modo, ¿por qué a la madre de Lowell Chung, a quien era menester traducir al chino todo lo que se decía en las reuniones, se le había tolerado como miembro de la Junta?
En realidad, no considero que la Sra. Chung se habría convertido en miembro, si otro Directivo, un caucásico y compañero de clase en el Tarkington de Moellenkamp, John W. Fedders Jr., no hubiese crecido en Hong Kong y servido como intérprete. Su padre era importador de marfil y de cuernos de rinoceronte, que eran afrodisíacos en opinión de muchos orientales. Se decía que también comerciaba, en cantidades industriales, con opio. Fedders era tal vez el civil más presumido que haya visto. Pensaba que la fluidez con que se expresaba en chino lo hacía tan brillante como un físico nuclear, a pesar de que 1 000 000 000 de personas, incluyendo sin duda a 1 000 000 de retrasados mentales, podía hablar el idioma chino.
Hace 2 años, cuando me topé con los Directivos, quienes se hallaban recluidos en el establo en calidad de rehenes, me sorprendí de ver a Moellenkamp. Se le había permitido permanecer en la Junta, aunque no tuviera dónde caerse muerto. La Sra. Chung ya se había retirado en ese entonces. Fedders continuaba. Wilder, como ya lo he dicho, se había convertido en Directivo. Además, había algunos otros miembros nuevos que yo no conocía.
Todos los Directivos sobrevivieron a la experiencia penosa del cautiverio, durante la cual sólo comieron carne de caballo asada en las llamas de los muebles que ardían dentro de la gran chimenea del Pabellón. Fedders resultó el más afectado, debido a que sufrió un ataque cardiaco y no fue atendido médicamente. En los peores momentos hablaba en chino.
No me hallaría bajo proceso legal en la actualidad, si no hubiera efectuado una visita compasiva a los rehenes. Ellos no hubiesen sabido que continuaba habitando dentro de un radio de 1 000 kilómetros de Scipio. Cuando me les aparecí, aparentemente libre de ir y venir según mi voluntad, y tratado con deferencia por el hombre Negro que en realidad me vigilaba, llegaron a la conclusión de que yo era el autor intelectual del gran escape.
Se trataba de una conclusión racista, basada en la creencia de que los Negros no pueden idear nada. Diré eso en la corte.
En Vietnam, sin embargo, yo era en realidad el genio creador. Sí, y eso aún me molesta. Durante el último año que pasé ahí, cuando mi munición era el lenguaje y no las balas, inventé tales justificaciones de todos los asesinatos por nosotros cometidos, ¡que incluso me impresionaban a mí! ¡Yo era la lumbrera que tramaba engaños u hocuspocus letales!
¿Desean saber de qué forma solía comenzar mi discurso ante las tropas recién desembarcadas que aún no habían sido introducidas a la picadora de carne? Enderezaba los hombros, sacaba el pecho para que destacaran todas mis condecoraciones y rugía a través del megáfono: "¡Soldados, quiero que me escuchen y que me escuchen bien!"
Y lo hacían, claro que lo hacían.
Me he estado preguntando últimamente a cuántos seres humanos maté en realidad echando mano de armas convencionales. No creo que haya sido mi conciencia la que me sugirió reflexionar en la materia. Fue la lista de mujeres que estaba elaborando, el intento de recordar nombres y rostros, lugares y fechas, lo que me llevó a formular la pregunta lógica: "¿Por qué no enlistar a todos los que he matado?"
Creo que lo haré. No puede consistir en un catálogo de nombres, puesto que nunca supe el nombre de ninguno de los que maté. Más bien, será una lista de fechas y sitios. En virtud de que mi catálogo de mujeres no incluye a aquéllas de la escuela de segunda enseñanza ni a las prostitutas, mi lista de aquéllos cuya vida arrebaté no deberá contener a los difuntos posibles y probables, ni a los aniquilados por los ataques de artillería o los bombardeos aéreos que yo ordené, ni tampoco a los que perecieron, muchos de ellos estadounidenses, como resultado indirecto de mi hocuspocus, de todos mis desatinos.
Desde hace mucho, una idea ronda mi cabeza. Estoy completamente seguro de que maté a más personas que mi cuñado. Acababa de ingresar como profesor a Athena, cuando se me ocurrió que sin duda había despachado a más individuos que el multihomicida Alton Darwin o que cualquier otro que estuviera cumpliendo una condena en tal prisión. Eso no me preocupaba y aún no me inquieta. Sólo creo que es interesante.
Parece ser una película antigua. ¿Significa acaso que hay algo malo en mí?
Mi abogado, un mozalbete, me pagó una llamada telefónica. Como no tengo dinero, el Gobierno Federal lo contrató para que me proteja contra la injusticia. Además, no puedo ser torturado ni obligado de ninguna manera a testificar contra mí mismo. ¡Qué Utopía!
Entre los reos de esta cárcel, y entre los 1 000es de presos que se encuentran del otro lado del lago, existe un gran regocijo en relación con la Declaración de Derechos.
Informé a mi abogado de las dos listas que estoy preparando. ¿Cómo me va a ayudar, si no le cuento todo?
—¿Por qué las está haciendo? —me preguntó.
—Para apresurar las cosas el Día del Juicio Final —le contesté.
—Pensé que era Ateo —comentó. Esperaba que el Fiscal no se enterara de ello.
—Uno nunca sabe —repuse.
—Yo soy Judío.
—Ya lo sé, por eso me da lástima.
—¿Por qué le doy lástima?
—Porque intenta ir por la vida con sólo media Biblia. Es como tratar de trasladarse desde aquí hasta San Francisco con un mapa de carreteras que terminara en Dubuque, Iowa.
Le aclaré que quería ser enterrado con mis 2 listas, a fin de que, en caso de verificarse realmente el Día del Juicio Final, pudiera decir lo siguiente: "Juez, he descubierto una forma de ahorrarle un poco de su precioso tiempo en la Eternidad. No tiene que buscarme en el Libro Donde Todas las Cosas Están Registradas. He aquí una lista de mis peores pecados. Envíeme directamente al Infierno, sin miramientos."
Como me pidió las 2 listas, le enseñé lo que ya llevaba escrito. Estaba encantado, sobre todo por el gran desorden. Había toda clase de anotaciones marginales acerca de esta o aquella mujer, o de este o aquel cadáver.
—Cuanto más desorden haya, será mejor —comentó.
—¿Cómo es eso? —indagué.
—Cualquier jurado imparcial que vea las listas, tendrá que creer que usted se encuentra en un estado mental profundamente perturbado y que, quizá, tal haya sido su condición desde hace mucho tiempo. De entrada, considerará que todos ustedes, los veteranos de Vietnam, están locos, porque ésa es su reputación.
—Pero las listas no están basadas en alucinaciones —protesté—. No las estoy redactando con fundamento en una transmisión radiodifundida por la CÍA, ni con fundamento en aquello que la tripulación de un platillo volador introdujo en mi cabeza mientras dormía. Todo eso sucedió realmente.
—No importa, da lo mismo.